El Fundador del Opus Dei

Un joven sacerdote (1925-1927)

1. La parroquia de Perdiguera
2. La carrera de Leyes
3. La capellanía de San Pedro Nolasco
4. Providenciales injusticias
5. De Zaragoza a Madrid

1. La parroquia de Perdiguera

La parroquia de Perdiguera, de la que había sido nombrado Regente Auxiliar, correspondía a una aldea a cuatro o cinco leguas de Zaragoza (1). El párroco, único sacerdote en el pueblo, se hallaba ausente, desde hacía tiempo, por enfermedad grave. Para el nuevo presbítero, que no se esperaba un destino lejos de su familia, ni un nombramiento anunciado tan de repente, esto fue un recio golpe. En la curia sabían de sobra que a los recién ordenados se les destinaba a parroquias, donde pudieran adquirir, bajo el cuidado de otros clérigos, las primeras experiencias pastorales. En Zaragoza, además, no se daba escasez de clero (2). Apenas se reflexionase un poco sobre ello, surgía, irremediablemente, la sospecha de la intervención premeditada y urgente de una mano no amistosa en el manejo de dicho asunto. Sin pararse a hacer indagaciones sobre el tema, sin protestar ante la dureza de una disposición que le alejaba de su familia, don Josemaría obedeció con prontitud. Al día siguiente, martes 31 de marzo, partió para su nuevo destino en un carruaje tirado por mulas.
Contaba el caserío de Perdiguera con unos ochocientos y pico habitantes. El pueblo, asentado en una elevación del terreno, en una llanada al sur de la comarca de los Monegros, estaba en medio de tierras de secano. Por encima de los tejados sobresalía, pesada y maciza, la mole de su iglesia. Y, al fondo del horizonte, se recortaba la sierra de Alcubierre. Aunque no distaba mucho de la capital, el pueblo se hallaba a trasmano y con malas comunicaciones.
El sacristán de la parroquia, Urbano Murillo, se encontraba enfermo en cama desde hacía algunos días, por lo que Teodoro, el hijo, un chico espabilado, fue quien acompañó a don Josemaría a la casa donde iba a alojarse (3).
El Regente inspeccionó enseguida la iglesia, que estaba bajo la advocación de la Asunción de Nuestra Señora. Se mantenía bien conservada, a pesar de los siglos; y la fábrica confirmaba la solidez de su aspecto, que ofrecía a ojos vistas una peculiar mezcolanza de elementos góticos con tracería y voladizos de estilo mudéjar, todo en ladrillo. Tenía una sola nave y el retablo renacentista, no de mala factura, lo presidía una estatua de la Virgen. Pero la dejadez y suciedad del interior descorazonó al recién llegado, sobre todo por el estado lamentable en que se hallaban el sagrario y el altar. Había que barrer y limpiar la iglesia para poder decir misa al día siguiente.
La casa donde se hospedaba era de una honrada familia de campesinos. Muy modesta, por no decir muy pobre. Como la mayoría de las viviendas del pueblo consistía en una planta baja donde estaba la cocina y, por detrás, se salía al corralillo. En la planta superior estaban los dormitorios. Componían la familia Saturnino Arruga, su mujer Prudencia Escanero y un muchacho de diez o doce años (4).
Don Josemaría vio con sorpresa que aquellas buenas gentes le habían preparado un lecho formidable. Sobre una amplia cama, con cabecera y pies de metal dorado, habían echado un par de mullidos colchones y encima un edredón de colores abigarrados. Su jocoso comentario de que, para encaramarse en el lecho, tenía que tomar antes carrerilla y dar un salto, eran ganas de disfrazar con buen humor la penitencia de dormir en el suelo, que era, propiamente, la posición desde donde veía alzarse la cama como un aparato imponente. Aquel armatoste vacilaba y crujía al menor movimiento, acompañado de una "verbena de ruidos", como para cortar el más profundo sueño. A juzgar por las bromas con que describía la armadura de la cama, muy pocas veces debió de dormir en ella (5).
Al día siguiente de su llegada a Perdiguera dejó al Señor en el sagrario y se ocupó de organizar las actividades de la jornada. Faltaban tan sólo unos días para la Semana Santa; y su deseo era que todos los feligreses pasasen por el sacramento de la Penitencia, para cumplir luego con la Comunión pascual. Ayudado del sacristán y de su hijo realizó su propósito de conocer cuanto antes a las familias de la parroquia. Como asegura Teodoro, el monaguillo, aun tratándose de cerca de dos centenares de hogares, "visitó a todas las familias del pueblo en poco tiempo" (6). Conforme fue conociendo a la feligresía, advirtió la poca doctrina de los adultos, y la absoluta ignorancia del catecismo por parte de sus hijos. Enseguida se propuso el Regente nuevas metas: organizar catequesis de adultos y de niños, y preparar a éstos para la primera Comunión.
Pasada la Semana Santa y los largos oficios litúrgicos, don Josemaría, acompañado del monaguillo, se fue a visitar y confesar a todos los enfermos que guardaban cama, poniéndose a su servicio para llevarles luego la Sagrada Comunión, si lo deseaban. El recién ordenado estaba deseoso de solemnizar la misa porque, fuese o no fiesta, decía misa cantada todos los días, sin importarle que la concurrencia fuera escasa (7). La mayor parte de la gente se levantaba con el alba para salir a las faenas del campo. Perdiguera vivía de las tierras de labranza, de los viñedos y de los olivares. Los terrenos de la comarca eran duros, pero también había en el término algunos pastos, que aprovechaban los rebaños de ovejas y los hatos de cabras de los vecinos.
Si don Josemaría tenía algún hueco entre horas, se dedicaba a la lectura o al estudio. Al mediodía se sentaba a la mesa de los aldeanos y tomaba, con voluntad y apetito, lo preparado por Prudencia. Si no eran, ciertamente, platos refinados, sí eran abundantes y sustanciosos: buen pan, legumbres, cerdo o carnero, todo con mucho aceite y mucho pimentón. Y después de comer, cuando el pueblo sesteaba, se iba con el monaguillo a dar una vuelta por los alrededores. De paso que hacía ejercicio, don Josemaría aprovechaba para ir ilustrando cristianamente a su joven acompañante. Tomaban por el llamado "Paseo de los curas", que no faltaba en los pueblos, tampoco en Perdiguera, y hacían el camino de vuelta por "el Olivar". Teodoro olvidó el tema de las charlas, pero no el extraño comportamiento del Regente: "En esos paseos charlábamos, y recuerdo únicamente que solía recoger piedrecitas que se metía en el bolsillo; nunca me atrevía a preguntarle por qué lo hacía" (8), confiesa con respetuosa inocencia. (Además de ser gente discreta, los Murillo de Perdiguera fueron fieles a la tradición parroquial, según cuenta Teodoro al tiempo que airea sus recuerdos: "Mi padre, Urbano Murillo, fallecido hace años, era el sacristán de la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción en Perdiguera, provincia de Zaragoza. Ya antes mi abuelo había sido sacristán. Yo por entonces era el monaguillo, con el tiempo llegué a ser sacristán y espero seguir con este oficio mientras el Señor me dé vida") (9).
Si el monaguillo hubiese sido menos pusilánime, preguntando al cura la razón de tan extraño proceder, tal vez le hubiese puesto en un aprieto. Porque lo que tanto intrigaba al muchacho no era manía de coleccionista sino un rudimentario método ascético para llevar el cómputo de las oraciones o mortificaciones hechas. El peligro estaba en el procedimiento, en que los recuentos podían acabar en satisfecha vanagloria. La experiencia y el tiempo, sin embargo, enseñaron muy pronto al joven sacerdote a dejar que llevase la cuenta su ángel custodio (10).
La tarde se la pasaba don Josemaría en la iglesia. Exponía el Santísimo. Rezaba el rosario; y, los jueves, tenía una Hora Santa. Antes y después se encerraba en el confesonario, esperando con paciencia a que acudieran los penitentes, por lo general niños o viejas. De tarde en tarde se acercaba un joven o un hombre maduro. El Regente estaba contento de ver que aumentaba el número de los que pasaban por el confesonario. Pero un día, al salir de la iglesia, cazó al vuelo lo que en el atrio de la iglesia contaba un mozo a sus amigos: "¡Vaya con el mosén! Si me descuido, me lo adivina todo" (11). Solamente la ignorancia, el no saber que en el tribunal de la penitencia el confesor es, además de juez, instrumento de misericordia, pudo llevar a ese joven a cometer tamaño sacrilegio. El dolor que le produjo al confesor esta falta de sinceridad en la confesión le movió a ofrecer, durante algunos años, oraciones y mortificaciones en desagravio. Era la segunda vez que su fina sensibilidad sacerdotal sufría un serio disgusto en pocos días. El primero se lo ocasionó el descuido y abandono en que halló el sagrario, nada más llegar a Perdiguera. De allí en adelante, cuando divisaba una iglesia, en la ciudad o en el campo, pagaba con un acto de amor la presencia eucarística del Señor en ese templo.
Hacía apenas tres semanas de su llegada, y la parroquia funcionaba ya con regularidad, cuando tuvo una visita sorpresa. El padre del párroco enfermo se presentó de improviso, reclamando, en nombre del hijo, los derechos de altar y estola por las misas que había celebrado el Regente, las Horas Santas últimamente organizadas y los demás derechos parroquiales. Don Josemaría escribió a su tío Carlos, pidiéndole consejo y parecer en lo que consideraba una injusta y descarada pretensión. Pudo, claro está, dirigirse directamente a la curia, pero quiso aprovechar el incidente como pretexto para tender, con delicadeza, un puente que restableciera las endebles relaciones con el arcediano.
No tardó en llegar la respuesta oficial del Arzobispado, con fecha 24 de abril, en la que cabe sospechar un cierto desinterés del arcediano por el sobrino:
"Secretaría de Cámara del Arzobispado de Zaragoza
Sr. D. José Mª Escrivá. Perdiguera
Mi estimado amigo: Tu tío Carlos, que sale hoy para Burgos, me ha dejado la carta que le has escrito a la que contesto:
1º Puedes y debes firmar las partidas sacramentales.
2º Siendo tú el responsable de cuanto ocurra durante la ausencia del Cura (que se ha ido sin permiso de nadie) no puedes consentir que el padre ni otro de la familia recoja el dinero que dan los fieles para las almas.
3º Los derechos parroquiales son de tu absoluta pertenencia. Por caridad y durante un corto tiempo, que puede suponerse ha de tardar en volver, puedes ofrecerle la mitad de los derechos; pero haciendo constar que son tuyos.
4º Enseña esta carta al padre del cura, si lo crees oportuno, para que sepa debe abstenerse en absoluto de toda intervención en la parroquia. Por consiguiente que no vuelva a suceder eso de ir cobrando Horas Santas y Misas que tú celebras.
5º De cuanto anormal hayas observado en la parroquia estás obligado a dar cuenta al Sr. Vicario y no a tu tío, aunque el Sr. Arcediano sea tan atendido en el Vicariato.
Soy tuyo affmo.
Juan Carceller
24-4-1925 (12)."
Los documentos de la Secretaría de Cámara no contienen la secuencia de esta historia. Don Josemaría tenía blando el corazón, pero también tenía una familia a la que alimentar. Lo más probable es que, ateniéndose a la sugerencia del Secretario, compartiese los derechos parroquiales con la familia del otro cura.
Con un cuidado casi escrupuloso, para no mezclar las atenciones espirituales con las dádivas materiales de los fieles, el Regente rechazaba todo lo que pudiera suponer, aun de lejos, una recompensa a sus servicios ministeriales. Aquellos campesinos, viendo que el sacerdote no aceptaba regalos, querían al menos llevar algo a los de su familia en Zaragoza, cuando iban a la capital a vender los productos de sus tierras o apriscos. El Regente cortaba demasiado por lo sano. Jamás consiguieron enterarse de la dirección de doña Dolores para llevarle queso, fruta o aves de corral. El hijo se negó a darles las señas, aunque, como dice su hermano Santiago, algún regalo comestible les hubiese venido muy bien a los de la calle Rufas (13).
Saturnino y Prudencia, en cuya casa se hospedaba el sacerdote, tenían sobradas ocasiones de charlar con el huésped. Don Josemaría quería corresponder de algún modo a los favores de esa familia. Le dolía, especialmente, el que su hijo no pudiera asistir a las clases en las que preparaba a un grupo de niños para la Primera Comunión. El muchacho salía de casa, muy temprano, con sus cabras y no volvía hasta el anochecer. El Regente terminó explicándole el catecismo por la noche. Después de una corta temporada, para ver si estaba preparado, le preguntó:
- Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?
El chiquillo se defendió, prudentemente, antes de aventurarse a contestar:
- ¿Qué es ser rico?
El sacerdote le explicó, lo mejor que pudo, que ser rico consistía en tener mucho dinero, mucha ropa, muchas tierras, vacas muy gordas y cabras muy lucidas:
- ¿Qué harías si fueras rico? -insistió don Josemaría-.
El muchacho tuvo una súbita inspiración, se le iluminaron los ojos y exclamó: - Me comería ¡cada plato de sopas con vino!…
Se quedó muy serio el Regente al oír la respuesta, pensando para sus adentros: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo (14). Porque todas las ambiciones de este mundo, por grandes que sean, no pasan de ser un prosaico plato de sopas, nada que valga realmente la pena.
Pensó, pues, en recoger por escrito éste y otros episodios semejantes, ocurridos en las cortas semanas que llevaba en el pueblo, bajo el título de "Historia de un curita de aldea" (15), con el fin de abrir los ojos a algún clérigo bisoño, y ayudarle en su vida de piedad. Treinta años más tarde esbozaba en una meditación un suceso que, sin duda, formaba parte de las peripecias de su paso por Perdiguera. Con toda seguridad entraría, por derecho propio, en la mencionada "Historia", si el Regente se hubiese decidido a escribirla. Los trazos son autobiográficos: - Cierto curita recién ordenado llegó a una aldea de su país, con pocas casas y muy pocos vecinos. Yendo camino de la iglesia tropezó un buen día con unos clérigos que jugaban a las cartas. Por lo visto, aquellos colegas no tenían mucho que hacer.
Pasó el curita por delante de los jugadores y éstos le invitaron a echar una partida. Pero el joven clérigo se excusó muy cortésmente. Les dijo que no sabía jugar; y se escabulló. Se fue a la iglesia a hacer una visita, acompañando un rato al Santísimo, como acostumbraba hacer todas las tardes, como solía hacer también por las mañanas. No se escandalizaron por ello los jugadores, ¿por qué se iban a escandalizar? Pero, naturalmente, se sonrieron del candor del curita, que bien podía estar reposando el almuerzo y salir después, como todo cura respetable, a darse un paseo por lugares soleados en los meses de invierno, o por sitios frescos y umbrosos en el verano.
Al salir el curita de la iglesia los que jugaban a las cartas le vocearon desde lejos: Rosa mystica!; Rosa mystica! (16). Era el mote que algunos le habían puesto en el seminario de Zaragoza. Pronto corrió por los pueblos vecinos la historia y el apodo de "el místico", con que algún que otro empezó a llamar al Regente.
Servía de consuelo a don Josemaría estar al servicio de las almas. Grande fue por tanto su gozo cuando tuvo preparados a un grupo de niños para la primera Comunión. Pero éste, como otros muchos datos pastorales, no se halla en los libros de la parroquia. Si hubiésemos de juzgar, exclusivamente, por lo que dejó anotado en las hojas del archivo parroquial, su trabajo fue muy reducido. Durante su estancia en Perdiguera se produjo una sola defunción. Algo más cuantiosas son las partidas de bautismo, pues se bautizó a cuatro niños, que llevaban por nombre: Isidoro, Pascual, Mariano y Carmelo (17). Ni el escaso volumen de la parroquia, ni la duración de la estancia del Regente, permiten sacar conclusiones estadísticas valederas, que no definen tampoco en qué consiste una parroquia rural. Don Josemaría cesó en su cargo el 18 de mayo de 1925, el día siguiente a la entrada en la archidiócesis de monseñor Rigoberto Doménech, sucesor del Cardenal Soldevila (18).
El epitafio del Regente de Perdiguera lo hace, en 1975, Teodoro Murillo, sacristán de la parroquia, al manifestar que:
"De los sacerdotes que han pasado por el pueblo es D. Josemaría quien ha dejado en mí, y no sabría decir exactamente por qué, un recuerdo imborrable. Era muy alegre, con un humor excelente, muy educado, sencillo y cariñoso. En el poco tiempo que estuvo le cogí un gran afecto y sentí de veras su marcha" (19).

2. La carrera de Leyes

La actividad en Perdiguera, primicias de su ministerio sacerdotal, había sido agotadora. Don Josemaría no pudo disfrutar un momento de reposo. Sin embargo, como su naturaleza era joven y resistente, fatigas y penitencias, vigilias y noches en el suelo no dejaban huella del cansancio. De vuelta a casa se encontró con el saludo espontáneo de su hermana: "¡Cómo has engordado!" (20). La cocina de Prudencia, y la buena disposición del clérigo para no rechazar lo que apareciera en aquella humilde mesa, tenían mucho que ver con su buen aspecto, sobre todo el pan, las legumbres, las patatas y las grasas.
Josemaría, fino observador, tampoco necesitó mucho tiempo para darse cuenta de la condición en que vivían su madre y hermanos. Llevaban años en la estrechez, pero desde la muerte del cabeza de familia rayaban casi en la penuria. Sixta Cermeño, que seguía visitando con cierta frecuencia el piso de la calle Rufas, cuenta que su tía Dolores "en aquel entonces sufría mucho, aunque no lo manifestaba". Aun sin ponerse de acuerdo, procuraban, por todos los medios, que no trascendiesen a los visitantes los apuros económicos del hogar. "Recuerdo, por ejemplo -continúa Sixta-, que un domingo por la tarde estábamos juntas y la tía decía de preparar un chocolate dando la impresión de que era una manera de obsequiarme, pero tengo ahora la seguridad de que aquello era para ellas la cena" (21).
Teniendo a la vista una necesidad tan apremiante, difícilmente podía permitirse el joven sacerdote risueños proyectos a largo plazo. En primer lugar, había de resolver su relación eclesiástica con la curia. Cuestión pendiente desde su ordenación y que, por los antecedentes de Perdiguera, no parecía prometer una solución feliz. Era también más o menos transparente que la carta enviada a Perdiguera por el Canciller Secretario de Cámara encerraba, entre líneas, un aviso más o menos claro: que dejase en paz a su tío Carlos. ¿A qué insistir?
Por fin se daba de cara Josemaría, y no en un plano de teórico idealismo, con los problemas reales e imperiosos de la "carrera eclesiástica". No sabía con certeza qué camino tomar. Por un lado le atraía el ejercicio de su ministerio, sintiéndose como descentrado lejos del altar, y estando dispuesto a cualquier sacrificio. Pero, por otro, tenía que considerar sus circunstancias personales, y en particular las obligaciones para con los de su familia. Todo ello, indudablemente, restringía mucho la lista de posibles puestos eclesiásticos a solicitar. Más aún teniendo en cuenta que no tomaba ninguna decisión sin antes meditarla a la luz de los barruntos del Amor divino (22).
Después de mucho buscar, no dio con nada sólido y positivo para cubrir sus urgentes necesidades económicas de cabeza de familia. Hasta que, finalmente, tras algún que otro fracaso, consiguió un puesto con el que calmar su celo de sacerdote. De una forma u otra, no se sabe cómo, fue a parar a la iglesia de San Pedro Nolasco, más conocida como iglesia del Sagrado Corazón, regentada por los padres jesuitas. Allí comenzó, de modo provisional, a trabajar en el mes de mayo, a poco de haber salido de Perdiguera. Los estipendios, como es de imaginar, resultaban insuficientes para satisfacer los gastos familiares.
Considerando las cosas de cerca, la preocupación que rondaba la cabeza de doña Dolores era muy otra. Temía que destinasen de nuevo a su hijo fuera de Zaragoza. Y con la osadía propia de una madre, aun sabiendo que el horno no estaba para bollos, se decidió a solicitar una recomendación por parte de su hermano el canónigo. Al pequeño Santiago no se le fue de la memoria la dolorosa escena que se produjo cuando su madre se presentó, de luto, llevándole a él de la mano, en casa del tío Carlos, para suplicarle que atendiese a Josemaría: "Una vez ordenado sacerdote -nos dice-, mi madre quería que se quedase en Zaragoza con nosotros. Fue a pedirlo a su hermano D. Carlos, que tenía mucha influencia en la Curia. Yo acompañé a mi madre, pero su hermano D. Carlos, lo recuerdo como si fuese ahora, la recibió malamente y a empujones nos echó de su casa" (23).
Otro de los problemas que debía de resolver el recién ordenado era el de su carrera civil. Meses atrás había emprendido sus estudios jurídicos. Ahora, apenas transcurrido un año, de tal modo variaron las circunstancias y situación de los Escrivá en este mundo, que se veía obligado a acabar cuanto antes la carrera de Leyes. El joven clérigo preveía que el único recurso a mano, compatible con su condición sacerdotal, era dedicarse a la enseñanza, si quería sacar adelante a la familia.
Con fecha de 29 de abril, estando en Perdiguera, había enviado una instancia al decano de la Facultad de Derecho exponiendo que, por tener hechos privadamente los estudios de las asignaturas de Derecho Político y de Derecho Civil, deseaba presentarse en los exámenes del próximo mes de junio para darles validez académica (24). Tan atropelladamente habían rodado los sucesos del curso 1924-1925 para Josemaría -muerte del padre, diaconado, traslado de la familia, ordenación sacerdotal, destino a Perdiguera y, últimamente, ministerio en San Pedro Nolasco-, que apenas pudo dedicarse al estudio. Se encerró, pues, a preparar, con entusiasmo y tesón, los temas de Político y Civil. Y pronto se dio cuenta de que pretendía abarcar demasiado. Solamente se presentó al examen de Derecho Civil, que pasó holgadamente (25).
Haciendo revista de su expediente académico, echó de ver que, gracias al esfuerzo del año anterior, cuando en una sola convocatoria, en septiembre de 1924, había logrado aprobar seis asignaturas, se encontraba ya a mitad de carrera (26). Lleno de optimismo se trazó un nuevo plan de ataque intentando preparar otras dos asignaturas en el verano de 1925. Se trataba del Derecho Penal y del Derecho Administrativo. Pero, al llegar el mes de septiembre, el estudiante no compareció a examen (27). Tal vez le fue imposible prepararse a causa de las nuevas obligaciones litúrgicas y pastorales en San Pedro Nolasco; o acaso su sentido de responsabilidad le impidiera tentar la suerte, si no dominaba la asignatura.
Sin embargo, ni sus estudios ni su prudencia le libraron de un suspenso en "Historia de España", materia en la que Josemaría pensaba estar bien preparado, por su afición y lecturas (28). El catedrático de Historia era conocido entre los estudiantes como hombre susceptible, al que acompañaba el empaque de su figura y el tono magistral de sus explicaciones. Por ser alumno libre, Josemaría no estaba obligado a asistir a las clases. El profesor, sin embargo, tomó muy a mal la ausencia del alumno, que así despreciaba tan sabias lecciones. Llegados los exámenes mandó que dijesen a Josemaría que no se presentara, porque le suspendería sin remedio; como sucedió. El alumno, molesto con esta patente injusticia, pues había demostrado su conocimiento de la asignatura, para evitar ulteriores arbitrariedades le envió recado, con razonada exposición, de que antes de presentarse de nuevo a examen pedía que se le diesen garantías de que podía aprobar. Reconoció el profesor su injusto proceder y le aseguró que bastaba su presencia en el examen, pues ya había dado muestras de conocer bien la asignatura (29).
La carrera de Leyes le estaba resultando a Josemaría una fatigosa prueba de obstáculos; todo hacía prever que le costaría mucho sacrificio el acabarla. El compromiso adquirido en vida de su padre, cuya memoria veneraba, le daba fuerzas para seguir batallando. Al mismo tiempo, por gratitud y lealtad, se sentía comprometido con Dios, cuya llamada continuaba entre barruntos.
Esto explica, en parte, su seguridad interior y su desbordante optimismo. Con este espíritu emprendió el curso 1925-1926. Tenía el firme propósito de terminar, en esta segunda etapa de su paso por la Facultad de Derecho, las asignaturas que le faltaban para licenciarse. Contaba, por supuesto, con las convocatorias de junio y de septiembre.
Un compañero de Josemaría que conocía la Universidad eclesiástica, y que, igual que él, estudió luego Derecho, se muestra un tanto sorprendido de que en aquellas instituciones de enseñanza reinaran valores sociales tan distintos. De manera que Josemaría, que sobresalía en el Seminario por "sus inquietudes culturales", no tuvo ahora problemas de adaptación. Al revés, esas mismas inclinaciones, le sentaban a las mil maravillas en la Universidad civil, en cuyo ambiente "encajó perfectísimamente" (30).
Tal vez la sotana contribuyera a darle aires de prestigio, por lo que tenía de novedad entre los alumnos. Lo cierto es que el traje clerical, vestido con naturalidad y pulcritud, nunca constituyó una barrera entre Josemaría y sus compañeros. Algunos estudiantes amigos, como Juan Antonio Iranzo, lo consideraban "reflejo del concepto que tenía de la dignidad del sacerdocio y de su inquietud apostólica" (31).
Desde un primer momento, se encontró en la Universidad como pez en el agua. Don José López Ortiz describe cómo, a poco de ordenarse presbítero, fue a examinarse a Zaragoza en junio de 1924 y trabó amistad con el entonces Inspector del San Carlos, que le puso al corriente de la Facultad: "Josemaría estaba muy bien preparado y conocía un ambiente que para mí era desconocido -nos cuenta-; generosamente, como lo más natural, me daba valiosas orientaciones sobre los distintos temas referentes a los estudios" (32). Por aquel entonces, uno llevaba hábito de agustino y el otro iba de sotana y no se había ordenado aún de subdiácono. Al agustino, que se encontraba en un medio para él extraño, le sorprendió la soltura con que se manejaba don Josemaría. "En la Facultad -dice- observé que todos le conocían, y además por su carácter comunicativo y alegre se veía que era muy apreciado. Como era el único seminarista, algunos amigos le llamaban cariñosamente "el curilla", que era el apelativo que le había puesto aquel profesor de Derecho Canónico, Moneva Puyol, que tanto apreciaba a Josemaría" (33).
Nunca se encontraba solo el joven clérigo. El atractivo de su conversación y de su persona reunía, en torno a él, a los estudiantes, que se acercaban al corro "a oírle charlar", pues "se sentían atraídos por su personalidad". Luis Palos, que esto cuenta, conservaba del "curilla" una nostálgica imagen, todavía fresca en la vejez: "Me parece verle aún por los claustros de la Universidad antigua, en la Plaza de la Magdalena, paseando siempre con un grupo; o por la Biblioteca, ya desaparecida, de Cerbuna. Indiscutiblemente ejercía un atractivo humano muy fuerte sobre todos nosotros. Tenía una mentalidad muy abierta, un espíritu universal" (34). Esa amplitud de miras y sentimientos era, en buena parte, producto de su condición sacerdotal.
El sacerdocio era la vocación desde la que el Señor iba a llamarle a realizar un designio divino de amplísimos alcances, dándole a conocer, a su tiempo, ese algo que aún no le había revelado. Josemaría había sido entresacado de los hombres, en cuanto sacerdote, para participar del eterno sacerdocio de Cristo en beneficio de sus hermanos los demás hombres. Por el sacramento del Orden, al ser consagrado, se le había conferido una marca imborrable, vinculándole a la misión de la Iglesia, haciéndole otro Cristo, y administrador de sus sacramentos.
De esa tremenda dignidad tenía tan alto concepto que, según atestiguan sus amigos, transcendía a sus modales y a su aspecto externo, como expresión de la conciencia de su nueva personalidad. El joven sacerdote era extraordinariamente delicado en todo lo que suponía bromas o burlas al estado clerical, especialmente cuando estaba en compañía de universitarios. Cuenta uno de ellos que Josemaría "aguantaba con sencillez las intemperancias -palabras malsonantes, chistes subidos de tono- de los compañeros, y sabía salir airoso de situaciones que, para otro, habrían sido comprometidas" (35). Pero si la conversación se deslizaba de manera inconveniente, apenas se producía el más leve roce en materias escabrosas o en algo que significara falta de respeto al sacerdote, el joven clérigo cortaba de forma tajante, sin perder el decoro y el aplomo; y sin poder evitar, a veces, que los colores le viniesen a la cara.
La reverencia que es debida al sacerdocio la vivía él mismo de modo ejemplar, procurando, en lo posible, que su compostura y gravedad no sufriera menoscabo al contacto con el mundo estudiantil. Tan hondamente comprendió la necesidad de estar revestido de mesura en el comportamiento, que esa preocupación personal aparece y reaparece entre sus notas escritas. Finalmente, quedará plasmada, con un trasfondo autobiográfico, en un criterio que aconseja seguir a todo fiel cristiano:
No me pongas al Sacerdote en el trance de perder su gravedad. Es virtud que, sin envaramiento, necesita tener.
¡Cómo la pedía -¡Señor, dame… ochenta años de gravedad!- aquel clérigo joven, nuestro amigo!
Pídela tú también, para el Sacerdocio entero, y habrás hecho una buena cosa (36).
El joven capellán redoblaba sus cuidados para no dar motivo a posibles habladurías, yendo más allá de lo que exigía una discreta prudencia. Ponía especial atención en no salir a la calle en compañía de su madre, o de su hermana, no fuese a causar escándalo a quienes nada sabían del parentesco entre las faldas y la sotana. Con las jóvenes que seguían estudios universitarios en la Facultad de Derecho, pocas en aquellos años, se comportaba con precavida amabilidad, sin excederse en muestras de cortesía (37).
El traje talar -repetimos- nunca fue impedimento para don Josemaría, que en la calle, en la Universidad o en el ejercicio de la capellanía de San Pedro Nolasco, sabía desenvolverse con naturalidad, consciente del valor de su sotana. Más aún, como nos cuenta un compañero de estudios: "no dejaba de hacer notar su condición sacerdotal" (38). Estaba el joven clérigo noblemente orgulloso de poseer semejante tesoro y dignidad. Un título que le llevaba a amar de todo corazón a sus hermanos en el sacerdocio, a defender con uñas y dientes el honor de los ministros del altar y a tratar de recomponer esa dignidad, cuando era mancillada.
Don Josemaría fue testigo de algún triste suceso de este tipo, como lo ocurrido a un íntimo amigo del seminario, que pronto abandonó el ministerio sacerdotal. La conversión de aquella alma requirió un largo proceso de oraciones y vigilia. Hacia 1930, don Josemaría -refiere un estudiante- "me pedía que rezase por él, y en íntima confidencia, me contó algo de su oración y mortificación por aquella intención" (39). Varios años más tarde testimonia otra persona que el sacerdote "le recordaba mucho, le encomendaba y procuraba no perder el contacto con él, siempre pensando que podía ser recuperable" (40). "Le amonestó de palabra y por escrito para sacarle de la situación mala", insiste un tercero. Hasta que, al final de su vida, aquel pecador, ya reconciliado, vio que Josemaría "había sido el amigo más fiel y el instrumento de que se valió Dios para volverle a la Iglesia" (41).
Otras veces se trataba de personas de mayor edad, a quienes el joven sacerdote, luego de haberse mortificado y orado largamente, se les acercaba armado de caridad y simpatía (42).
* * *
El 25 de abril de 1926, con el noble deseo de dar un fuerte avance en sus estudios civiles, y, con exceso de optimismo, dirigió al decano de la Facultad de Derecho una instancia en la que respetuosamente expone:
Que deseando sufrir examen, en la próxima convocatoria, de las asignaturas siguientes: Derecho Político, Derecho Penal, Derecho Administrativo, Derecho Internacional Público, Derecho Mercantil y Procedimientos judiciales, etc. etc (43).
Estaba decidido a sacar adelante este apretado manojo de asignaturas, aun cuando sabía que el celo apostólico que llevaba dentro de sí, sumado a las estrictas obligaciones de la capellanía de San Pedro Nolasco, no le dejaría mucho tiempo libre.
A la hora de los exámenes, viendo más de cerca el peligro, hizo sus cálculos y abandonó para la convocatoria de septiembre el Derecho Penal y los Procedimientos Judiciales. Del resto de las asignaturas se examinó en ese mes de junio, con el resultado de una Matrícula de Honor, dos notables y un aprobado. De las otras dos asignaturas pendientes, más la Hacienda Pública y el Derecho Internacional Privado, se examinó al terminar el verano. Con ello, únicamente le quedaba una asignatura para acabar la carrera (44).

3. La capellanía de San Pedro Nolasco

El ideal que perseguía don Josemaría en sus actividades sacerdotales, mientras esperaba una decisión de lo alto, le estaba costando muchas privaciones. Los barruntos de la escondida llamada iban alargándose. Habiendo respondido con prontitud a la intimación divina, allá en Logroño, al iniciarse el año 1918, aquel muchacho, ahora sacerdote, continuaba preguntándose en 1925 por su misteriosa vocación. La expectación de algo sublime le ayudaba a remontarse sobre la cruda realidad cotidiana, una de cuyas ineludibles exigencias era el pan de cada día, para el sostenimiento de su familia.
Si la Providencia hubiese dispuesto las cosas de otro modo, don Josemaría, con la ayuda del Cardenal Soldevila o de alguno de sus parientes, estaría disfrutando un beneficio eclesiástico, o tendría puesto bien remunerado. Pero, ¿para qué lamentarse? El cardenal había muerto y sus tíos -canónigos y prebendados- parecían haber renegado de él. Por lo que respecta a las licencias ministeriales, el mismo día de su ordenación sacerdotal las tenía concedidas por seis meses, por don José Pellicer, vicario de Zaragoza (45). La siguiente prórroga y renovación de licencias "para celebrar y absolver" se las concedió monseñor Rigoberto Doménech (46).
El nuevo prelado había sido consagrado obispo en 1916, y desarrollado su labor pastoral en Mallorca durante ocho años. En 1926, recién establecido en Zaragoza se dedicó a la reforma del seminario y a la renovación de puestos en la curia diocesana. También los nombramientos eclesiásticos estaban sujetos a las humanas vicisitudes de la historia. Tal vez fuera con ocasión de estas remociones, cuando un clérigo experimentado aleccionó, con la más recta de las intenciones, a don Josemaría para que evitase todo exceso en el trabajo y, ante todo, el escribir sobre temas que pudieran comprometerle por chocar con la opinión ajena, porque le sería muy difícil dar marcha atrás (47).
El ajetreo a que le sometió la vida permitiría a don Josemaría comprobar lo que de cierto encerraba dicho consejo. Porque está visto que quienes trabajan renovando la sociedad suscitan, pronto o tarde, enemistades y obstáculos que acabarán cruzándose en su camino. De momento, la suerte del joven sacerdote no era objeto de envidia por parte de nadie; si acaso, de lástima.
Como va dicho, al regresar de Perdiguera, se puso a buscar una labor ministerial y no encontró otra que la capellanía de la iglesia de San Pedro Nolasco. Y, según certificará más adelante el padre Celestino Moner, S. J., desempeñó el encargo a satisfacción de todo el mundo:
"Certifico: que el Pbro. D. José Mª Escrivá, desde Abril o Mayo de 1925 hasta Marzo de 1927, sirvió en la iglesia de S. Pedro Nolasco, en calidad de Capellán adjunto, para celebrar la Sta. Misa, administrar la Sda. Comunión, exponer y reservar el Santísimo Sacramento; y siempre con edificación de todos y sin dar motivo alguno de queja en el desempeño de su cargo" (48).
Era tal su afán espiritual por celebrar el Santo Sacrificio, que daba por bien empleada toda una vida de dedicación y trabajos, si eso fuera necesario, para ordenarse sacerdote y decir misa. Sus buenas disposiciones pastorales, y la diligencia que desplegó, fueron positivamente valoradas por el Rector de la iglesia. En el mes de septiembre le ofreció un contrato en términos provisionales, pues el acuerdo no establecía una vinculación duradera, ni satisfacía enteramente las necesidades económicas del capellán. Don Josemaría aceptó, porque no tenía otro asidero al que agarrarse, si quería desempeñar una función sacerdotal retribuida. He aquí lo estipulado:
"Obligaciones y derechos del Sr. Capellán que está al servicio de la iglesia de San Pedro Nolasco.
Los días de fiesta, primeros viernes de mes y demás días solemnes estará al servicio de la iglesia desde las seis de la mañana hasta las 10'30.
Los demás días de 7 a 9'30 ó 10 de la mañana.
Cuando hubiese Misa Cantada o en Semana Santa estará para revestirse si hiciese falta.
Los primeros viernes de mes, en las Cuarenta Horas, en el mes de Junio y siempre que hubiere función por la tarde con exposición del S.S. estará puntual a la hora de la función para exponer y ayudar en lo que convenga.
Cuando fuese necesario lavará los purificadores.
Dirá la Santa Misa a la hora que se le señale.
Tendrá limosna fija de la Misa, que será de 3 pesetas.
Para los servicios arriba apuntados recibirá 2 pesetas diarias.
Los días de fiesta desayunará en la sacristía.
El día que por cualquier razón no cumpliese con las cargas dejará de recibir ambas limosnas, si no enviase sustituto, que en todo lo supla.
El P. Superior de la Iglesia podrá cuando lo juzgue oportuno elegir a otro capellán, avisando al interesado que ha de cesar, 8 días antes.
Conforme con las condiciones las acepto en
Zaragoza a 10 de septiembre de 1925
José María Escrivá Pbro. (49)."
(Si se siente curiosidad por saber a cuánto ascendían los estipendios mensuales del capellán, se conserva una octavilla correspondiente a misas y otros servicios en el mes de octubre, por un total de 155 pesetas) (50).
La iglesia estaba situada en un viejo barrio de Zaragoza, no lejos del San Carlos. Arquitectónicamente considerada, nada tenía de particular. En cambio, era iglesia muy concurrida; por lo cual los jesuitas requirieron la ayuda de algunos sacerdotes seculares. Las actividades eran numerosas y variadas: sabatinas y ejercicios mensuales de las Hijas de María; misas los terceros domingos de mes de las Madres Cristianas; ejercicios mensuales, los terceros viernes, de la Asociación de la Buena Muerte; Instrucción Dogmática, todos los domingos, en la misa de nueve; Conferencias de San Vicente de Paúl para señoras; Primeros Domingos para caballeros; misa dominical de los Congregantes de la Anunciación y de San Luis Gonzaga; fiesta mensual de los Congregantes de San Estanislao; misa los primeros domingos de mes para las empleadas del hogar de la Congregación de las Hijas de María y Santa Zita, y por la tarde rosario y plática. Finalmente, para completar el cuadro de servicios de San Pedro Nolasco, añádanse los Ejercicios espirituales para obreros, para caballeros, para gentes de las Conferencias de San Vicente de Paúl, para maestras asociadas… (51).
De toda esa hirviente actividad apostólica derivaban otros muchos servicios, no especificados en el contrato de la capellanía, que el sacerdote se echaba con alegría sobre sus espaldas: catequesis, atención a los enfermos, sustituciones imprevistas, y el amplio capítulo de las confesiones. Al igual que en Perdiguera, don Josemaría se sentaba horas y horas en el confesonario, cuando no le llamaban fuera de la iglesia (52). Ya antes de ordenarse sentía una honda veneración por el sacramento de la Penitencia:
Cuando yo era estudiante de la Universidad de Zaragoza, -cuenta de aquel entonces- tenía un amigo que llevaba una vida desarreglada, y entre varios logramos que fuera a confesarse.
Han pasado tantos años que puedo hablar con libertad, porque es imposible localizar al sacerdote, que además sería bueno. Pues este amigo se fue al Pilar, se confesó y volvió muy contento. Pero su comentario fue:
- Este sacerdote ha debido ser guardavías.
- ¿Por qué?, le preguntamos.
- Me ha puesto como penitencia hacer siete estaciones durante siete días (53).
Hubo que aclarar al estudiante en qué consistían las "estaciones"; y don Josemaría aprendió a imponer penitencias fáciles, que él completaba luego con oraciones y mortificaciones personales (54).
Su prevención en el trato con las mujeres no le impedía ir conociendo y calando la psicología femenina, a través de sus penitentes. Desde su confesonario dirigió muchas conciencias. Parece ser que, por algún tiempo, confesó a monjas, según informa un amigo (55).
Aparte las actividades litúrgicas y otras propias de su ministerio, siempre hallaba tiempo para conocer e intimar con quienes tenía a su alrededor. El círculo universitario en que se movía el joven sacerdote era muy amplio, ya que brindaba su amistad con los brazos abiertos, sin pararse en diferencias de carácter o en diversidad de ideologías. "Recuerdo aún nombres de algunos que por entonces girábamos y teníamos amistad con Josemaría -refiere Luis Palos-. Por ejemplo, Pascual Galbe Loshuertos, que tenía fama de no creyente; Juan Antonio Iranzo, aunque era de los cursos inferiores; los hermanos Jiménez Arnau: José Antonio, embajador, escritor y director de la Escuela Diplomática después, y su hermano Enrique, hoy notario en Madrid…" (56).
A su simpatía, y a su modo de ser, condescendiente y comunicativo, añadía otras cualidades, muy valoradas por aquellos estudiantes. "Recuerdo su alegría constante: sonreía siempre. Tenía muy buen humor y era muy generoso con los amigos", declara Domingo Fumanal (57). Siempre estaba dispuesto a hacer servicios. En la primera etapa de su asistencia a las aulas de la Facultad, un grupo de alumnos de don Juan Moneva, el catedrático de Derecho Canónico, le pidió que les diese clase de latín. Deseaban saber el suficiente para traducir los cánones. Tres días a la semana les daba clase don Josemaría. Se lo agradecieron, porque, además, las clases fueron gratis (58).
Su innato don de gentes, lo enfocaba el "curilla" por el lado apostólico. Como dice David Mainar: "Tomaba parte en nuestras tertulias, tal vez porque ya llevaba la idea de algún plan, su plan" (59). Pero sus intenciones, que no eran otras que las de acercar aquellas almas a Cristo, resultaban tan manifiestas como su sotana, cuya presencia física y representativa señala otro compañero: "en las conversaciones entre nosotros Josemaría no desentonaba y respetaba nuestro modo de ser" (60), aunque tuvo que aprender a guardar la compostura debida a las ropas clericales y saber hasta qué extremos podía llegar una conversación. Lo cual no impedía que al salir de clase fuera con sus amigos al bar Abdón, en el paseo de la Independencia, invitado por ellos a tomar unas tapas. En la barra del bar, o en la calle, continuaban charlando de lo divino y de lo humano (61).
Cuando en el curso 1925-1926, ya ordenado sacerdote, apareció don Josemaría por la plaza de la Magdalena, esas relaciones adquirieron un tono espiritual más subido. Sin chocar, como la cosa más natural del mundo, valiéndose de su prestigio y de su amistad, fue metiendo en las almas de sus compañeros la práctica de algunas devociones, tales como la visita diaria a la Virgen del Pilar. Y, para alguno de ellos, además de amigo confidente, fue también confesor y director espiritual (62). En aquel sacerdote, lleno de optimismo y vibración, veían los universitarios, dice Domingo Fumanal, "un "romántico" de Cristo: un enamorado de Cristo; un hombre de fe total en el Evangelio" (63). Porque su ideal de juventud continuaba vivo, intenso y redoblado. Estaba hecho de amor, de substancia de amor, que se pegaba y encendía a cuantos le trataban. La existencia de don Josemaría, más que una devoción, era una entrega radical, empapada de amor.
Como dice uno de sus íntimos, Francisco Moreno, el amigo de Teruel, Josemaría "se puso en relación con profesores de gran talla intelectual, con los que mantuvo una sincera amistad toda su vida" (64). Aunque lo realmente extraordinario de las relaciones que el joven clérigo mantuvo con profesores del prestigio de Juan Moneva, José Pou de Foxá o Miguel Sancho Izquierdo, fue que su trato subió hasta el punto de hacer amistad con ellos en pie de igualdad. El genial don Juan Moneva profesaba a su alumno un afecto doblemente amistoso y paternal (65). El profesor de Derecho Natural, don Miguel Sancho Izquierdo, sentía por él "una gran veneración, a pesar de la diferencia de edad"; y dejó un cálido testimonio de la personalidad del alumno (66). A la lista hay que agregar otros maestros: el profesor de Derecho Penal, Inocencio Jiménez Vicente; y el catedrático de Historia del Derecho, Salvador Minguijón (67). Y, de modo muy especial, intimó con el sacerdote don José Pou de Foxá, amigo leal y noble y bueno (68), le apellidó en conciencia don Josemaría; pues fue, al correr de los años, consejero y apoyo moral del joven alumno en diversas ocasiones.
Por ley de vida, aquellas promociones de estudiantes de Zaragoza acabaron dispersándose. Unos se casaron. Otros se fueron a lejanas provincias; ocuparon variados puestos profesionales o desaparecieron durante la guerra. En las encrucijadas de la historia, el joven sacerdote se los tropezó de nuevo: a fray José López Ortiz, a Juan Antonio Iranzo, a Luis Palos, a los hermanos Jiménez Arnau… Y, en circunstancias altamente azarosas, en el otoño de 1937, preparándose para pasar clandestinamente los Pirineos durante la guerra civil, volvió a encontrarse en Barcelona con uno de sus profesores y con uno de sus condiscípulos. En efecto, en plena persecución religiosa se lanzó a buscar por la ciudad catalana, con grandes riesgos, al sacerdote don José Pou de Foxá, para charlar con su viejo amigo y recibir de él la gracia del sacramento de la Penitencia (69).
Por esos mismos días tuvo también lugar su encuentro con otro antiguo amigo, a quien sus compañeros de Universidad habían colgado fama de ateo, porque no practicaba. Se entrevistó con él y trató de reavivar una fe medio extinguida, apoyándose en el afecto mutuo que sacerdote e incrédulo se tenían desde Zaragoza. Acabada la guerra, don Josemaría se hallaba en Madrid; y el otro, emigrado en Francia, donde sus desvíos le empujaron a la melancolía y, finalmente, le precipitaron en la desesperación y el suicidio. Los juicios de Dios son inescrutables. El sacerdote ejercitó con su antiguo compañero la caridad de sus oraciones y luego, con carácter póstumo, el único acto de amistad posible: "le encomendaba, pensando en la misericordia de Dios" (70).
* * *
Recordando tal vez las catequesis de Logroño y Perdiguera, don Josemaría hacía apostolado con gente humilde. El joven capellán consiguió reunir un pequeño grupo de muchachos que, en las horas libres de los domingos, iban a enseñar la doctrina cristiana a los niños pobres del barrio de Casablanca, a la salida de Zaragoza por la vieja carretera de Teruel. La mayoría de los acompañantes eran jóvenes universitarios de las congregaciones marianas o estudiantes que asistían a los actos religiosos en la iglesia de San Pedro Nolasco (71).

4. Providenciales injusticias

La violenta ruptura que produjo en la vida familiar la muerte repentina de don José marcó sin remedio el porvenir de los Escrivá. Sin embargo, esa pérdida reafirmó, por una parte, la vocación del hijo; y le forzó, por otra, a recomponer su existencia al servicio de su madre y hermanos. Los estudios de Derecho -que emprendió con garbo y acabó con aprietos- en lugar de ser una liberación vinieron a ser su yugo. A partir de 1926 y, sobre todo, desde que termina en la facultad de Derecho, su dedicación a la enseñanza es continuada. No por vocación profesional sino como medio obligado de ganar el pan para los suyos; lo cual le hará sentirse como forzado a galeras. Yo soy un galeote de la enseñanza (72), exclamará abriendo su alma.
Los Escrivá vivían pobremente en Zaragoza. Pobremente y sin vislumbrar una esperanza de alivio. Así y todo, no se figuraban que aquella situación iría empeorando con el tiempo. Hasta el extremo de que cuando, más adelante, hiciera examen don Josemaría de sus medios de subsistencia, tendría que escribir: No sé cómo podremos vivir… Realmente -ya lo contaré a su tiempo- vivimos así, desde que yo tenía catorce años, aunque se agudizó la situación a raíz de morir papá (73).
De puertas adentro, la familia llevaba los apuros con dignidad, salvando por todos los medios las viejas tradiciones hogareñas y las costumbres vividas en tiempos de don José. De Guitín, el pequeño Santiago, se cuenta una anécdota que manifiesta, de pasada, la huella que dejó entre los suyos el cabeza de familia, hombre "muy limosnero". La limosna de los Escrivá salía ahora de su propia pobreza. Y ésta es la anécdota, de cuando se presentó una monja acompañada de una niña hospiciana a pedir limosna en casa de doña Dolores: iba una santa monjita, llevando de la mano una criatura educada en el hospicio que tenía aquella venerable comunidad y, al pedir limosna, el pequeño fue a entregarle la suma modesta que su madre solía dar cada mes y, con ingenuidad exenta de malicia, dijo a la hermanita que se reía muy divertida: hermana, para las dos (74).
En tan adversas circunstancias, comiéndole horas al día y robándole horas al sueño, consiguió terminar sus estudios. Seguía sin ceder lo más mínimo ante el ideal con que revestía el sacerdocio. Puestos a buscar explicaciones a la poca fortuna del antiguo Inspector del San Carlos, aparece enmarcado en los primeros tiempos de su vida de clérigo un hecho extraño, por no decir anómalo. A saber: que a los dos días de ordenado se le diese un cargo, de manera fulminante, y que a continuación, y durante dos largos años, residiera en Zaragoza sin haber conseguido resolver su situación de sacerdote incardinado en la diócesis, pero desprovisto de mantenimiento económico (75).
La verdad es que don Josemaría no se cruzó de brazos. Por su cuenta, moviendo influencias y amistades, había buscado puestos donde ejercer su ministerio. Estas gestiones le llevaron a aceptar la capellanía, adjunta y eventual, de San Pedro Nolasco. Nada sabemos en concreto de aquellas gestiones; pero existe, en cambio, un curioso rastro documental de posteriores intentos fracasados.
En carta del 19 de diciembre de 1925 el Arzobispo de Zaragoza, en contestación al Presidente de la Diputación Provincial, dice:
"Muy Sr. mío y distinguido amigo: Contesto a su apreciable carta en la que me recomienda a D. José Escriba [sic] para la capellanía de las M.M. Reparadoras manifestándole con gran sentimiento mío que desde hace ocho días está concedida a D. Manuel de Pablo por quien ha sido aceptada.
Tendré sumo gusto en poder servirle en otra ocasión pues ya sabe que con entera libertad puede disponer de su affmo. amigo s. s. y Prelado que le bendice. - El Arzobispo" (76).
Esa otra ocasión de poder servirle se presentó, pintiparada, a finales de marzo; y ésta es la respuesta que, con fecha 3 de abril de 1926, dio el Sr. Arzobispo al Presidente de la Diputación:
"Muy Sr. mío y distinguido amigo: Cuando recibí su apreciable carta en la que me recomendaba a D. José Escrivá, Pro. para la capellanía de las monjas de la Encarnación, tenía ya hecho y firmado el nombramiento en favor de otro Señor. Muy de veras siento no poder complacer a V. que ya comprenderá que no es por falta de voluntad" (77).
Estas cartas dan la impresión de que las capellanías le fueron denegadas a causa del excesivo número de candidatos, o al mayor mérito de los pretendientes (78). Pero, examinando fríamente el comportamiento de la curia, es obligado aceptar el criterio, mejor informado, de quienes conocían los entresijos de la vida clerical en Zaragoza. Lo que estaba sucediendo lleva a pensar que alguien, valiéndose de su influencia, hacía lo posible para expulsarlo de la diócesis, ya fuese de buenas formas o "a palos" (79).
Juicio que concuerda con los hechos y que nada tiene de aventurado, porque don José Pou de Foxá, con la certeza que le daban sus muchos contactos con las autoridades de la diócesis y con el mundillo de la clerecía, no tenía dudas sobre ello. Conocedor del cerco de aislamiento trazado en torno al joven sacerdote, y de que éste "no tenía campo" en Zaragoza, le aconsejó que se fuese a Madrid (80).
Hay también una anotación de 1931, en que don Josemaría nos da un indicio de la tirantez mantenida por la curia, cuando sugiere: Sería muy interesante que contara aquí lo sucedido con mis testimoniales en Zaragoza, pero no lo cuento (81). Su único y caritativo comentario en esta materia fue que el Señor permitió que le hicieran unas providenciales injusticias (82). Providenciales porque, abriéndole unas puertas y cerrándole otras, Dios le encaminaba, paso a paso, al lugar y momento escogidos para responder a aquel grito suyo: Domine, ut videam! El sacerdote, como un pobre ciego, seguía haciendo gestiones sin saber adonde iría a parar.
Aunque no conste la fecha, fue probablemente en septiembre de 1926, faltándole por aprobar la asignatura de Práctica Forense, cuando se desplazó a Madrid. El objeto del viaje era hacer averiguaciones sobre los estudios de doctorado en la Universidad Central (83). El grado de doctor, que facilitaba la dedicación a la docencia era, además, como el cumplimiento exhaustivo de la voluntad de su difunto padre. Por esos días se le presentó también la oportunidad de dar clases en un nuevo centro académico de Zaragoza, lo cual siempre era mejor que darlas a domicilio. El centro se llamaba "Instituto Amado".
Don Santiago Amado Lóriga, capitán de Infantería y licenciado en Ciencias, venía rondando de tiempo atrás el proyecto de abrir en Zaragoza una escuela de preparación para opositores de diversas carreras, especialmente para el ingreso en las Academias Militares. El Instituto de su nombre empezó a funcionar en octubre de 1926. En los folletos de propaganda, en que se hacía relación del profesorado, aparece en lista "D. José María Escrivá. Presbítero" (84). Dentro de la Sección Jurídica del Instituto se preparaba a los licenciados en Derecho para las oposiciones; y se ayudaba a los estudiantes universitarios a repasar las asignaturas. A juzgar por la carta que le dirige uno de sus alumnos el 26-V-1927, don Josemaría se ocupaba de preparar a un pequeño grupo de estudiantes.
La carta es de Nicolás Tena, que en tono jovial y familiar le da cuenta del resultado de su examen en Derecho Canónico. Y, por su despedida, se ve la llaneza y el celo apostólico que el sacerdote mantenía con los alumnos: "Pater, me confesé y comulgué y acerca de esto tengo que escribir una carta muy larga" (85).
Acogiéndose a una Real Orden de 1926, don Josemaría se presentó a examen en la convocatoria extraordinaria de enero de 1927; aprobó la "Práctica forense" y terminó con ello los estudios de licenciatura (86). En el número 2 de "Alfa-Beta", revista del Instituto Amado, de febrero de 1927, aparece la noticia en un destacado párrafo, no exento de rimbombancia: "Ha terminado brillantemente la carrera de Derecho, nuestro querido presbítero y compañero de profesorado, don José María Escrivá. Ya que su modestia no nos ha de consentir felicitarle, nos felicitamos nosotros mismos, seguros de que su cultura y su talento ha de ser siempre para nuestra casa una de las más sólidas promesas de triunfo" (87).
En el número 3, marzo de 1927, de la recién nacida "Alfa-Beta" se lamentaba su director de que, al consagrar ese número a "la reunión de escritos de nuestros profesores de Derecho", no pudiera contar con la colaboración del profesor Luis Sancho Seral, que se hallaba ausente y acababa de ganar en Madrid la cátedra de Derecho Civil de la Universidad de Zaragoza. (Es obvio que don Santiago Amado no desaprovechaba cualquier ocasión de elevar el prestigio de su Instituto ensalzando su cuadro de profesores). Entre los escritos de colaboración de los profesores se recoge "La forma del matrimonio en la actual legislación española, por José María Escrivá y Albás. -Presbítero y abogado. Profesor de los cursos de Derecho Canónico y Romano en el Instituto Amado" (88).
Al mes siguiente no aparece ya el nombre de don Josemaría en la lista del profesorado.

5. De Zaragoza a Madrid

A no ser por la encomiable solicitud -un auténtico sexto sentido histórico- con que don Josemaría fue atesorando papeles y documentos desde primera hora, movido por barruntos del futuro, el biógrafo carecería de las necesarias referencias materiales para analizar importantes acontecimientos de su vida. En cambio, muchas de las personas con las que trató el sacerdote no tuvieron tal preocupación por el futuro. De modo que, frecuentemente, es preciso componer los hechos a través de la correspondencia que guardaba don Josemaría, esto es, con las respuestas que le llegaban en contestación a sus escritos.
De esa correspondencia dirigida a don Josemaría forman parte varias cartas de febrero y marzo de 1927, que ponen un poco más al descubierto las providenciales injusticias de Zaragoza. La primera de ellas, fechada en Segovia, 7-II-1927, comienza así:
"Mi querido amigo: Con el gusto de siempre he recibido y leído tu grata del cuatro y quedo por ella enterado de tu situación […]. Recuerdo perfectamente lo que hablamos en Zaragoza, las horas tan gratas que pasé en tu compañía y en consecuencia, luego que llegué a Madrid, hablé con uno de nuestros PP. de ti para ver si le podía inclinar a que abogase por ti ante el Prelado de Madrid, que, por cierto, le debe favores muy singulares. No le vi muy dispuesto a hacer la recomendación por saber cuán asediado está por peticiones e influencias de clérigos que querían colarse en la corte" (89).
El autor de la carta, el padre Prudencio Cancer, claretiano, tenía anterior amistad con los Escrivá, fuese por proceder de Fonz o de Barbastro, o bien porque había ejercido su ministerio en esta última ciudad (90).
En el viaje que don Josemaría había hecho a Madrid a finales de septiembre, para informarse sobre el doctorado en Derecho, se percató de que había que atar otros muchos cabos antes de establecerse en la capital con el propósito de trasladar allí a su familia. Sin duda alguna, el claretiano conocía la situación económica en que se hallaba la familia de los Escrivá, pues expresa al joven sacerdote su deseo de que "tu pobre madre y tus buenos hermanos" puedan "pasar esta vida sin las ansiedades y afanes en que han de vivir en medio de las estrecheces, a las cuales ha querido sujetaros la sabia Providencia de Dios" (91).
La siguiente carta del padre Cancer está datada en Segovia, 28-II-1927:
"Mi estimado amigo: En Madrid recibí tu primera carta con la certificación de tus exámenes y ya en Segovia la otra. En Madrid te dejé muy recomendado a dos Padres con una nota de tus intentos y deseos. Los dos han alternado con varios Prelados y uno de ellos me nombró una o dos personas de mucho viso en Zaragoza con las cuales intentar lo que antes me parecía más fácil de obtener: a saber una colocación en Zaragoza dada por tu Prelado. A los dos o tres Padres a quienes hablé de tu situación les extrañó grandemente cómo teniendo tú prendas y méritos tan relevantes como yo les decía, el Prelado no te colocaba y te dejaba partir de su diócesis. Parece increíble que C.A. tenga tal influencia con un prelado tan elevado y nuevo que no se atreva a colocarte por atención a él. La solución de quedarte en Zaragoza les parecía la más fácil.
La de venir a Madrid tropezará seguramente con serias dificultades" (92), etc, etc.
La contestación del claretiano muestra, a todas luces, que la nueva información recibida, sobre la posición de don Josemaría en los medios eclesiásticos de Zaragoza, le ha abierto los ojos. Y comprende, por fin, las dificultades con que tropieza el joven sacerdote para obtener un puesto en la diócesis, cosa que "antes me parecía más fácil de obtener", escribe el religioso. En fin, la misteriosa reserva con que se refiere al arcediano, don Carlos Albás, (C. A.), que, por encima de la autoridad del Prelado, ha declarado a su sobrino persona no grata en la diócesis, apunta a las providenciales injusticias. Es muy posible que fuese don José Pou de Foxá quien abriese los ojos al padre Cancer, pues en la despedida de carta tan privada le manda recuerdos, como si se tratase de uno más de la familia: "Recuerdos al Sr. Dr. Pou, a tu madre y hermanos. Tuyo afmo. amigo. P. Cancer" (93).
Fiado en el hábil manejo de amistades e influencias, el padre Cancer no se amilana ante los posibles inconvenientes que surjan, en el traslado de su amigo a Madrid. Pero su optimismo se viene abajo al considerar el más grave de los obstáculos. Hasta el punto -dice a don Josemaría en su carta del 28 de febrero-, de que "más fácil creo sería hallarte un empleo en alguna diócesis con ocasión de algunos Prelados nuevos o amigos de los Padres arriba aludidos". ¿Cuál era ese obstáculo tan temido?
* * *
La fuerte centralización administrativa, el crecimiento de la población y otras circunstancias históricas hicieron de la capital de España punto de cita de todo el país. A Madrid acudían aventureros y parásitos, y gente honrada. Unos buscaban pan y trabajo. Otros, poder, fama o riqueza. También emigraban a la capital sacerdotes de otras diócesis. Tal volumen alcanzó la afluencia de clérigos a la Corte, que la Santa Sede se vio obligada a intervenir. A través de la Nunciatura Apostólica se envió una circular a todos los prelados españoles en los siguientes términos:
"Los graves perjuicios que está sufriendo la capital de esta Monarquía, con motivo de reunirse en ella los Sacerdotes de conducta menos regular y ordenada de las diferentes Diócesis de España, han puesto a la Santa Sede en la precisión de prohibir, como efectivamente prohíbe, a todos los Ordinarios de este Reino que en lo sucesivo den dimisorias a los Sacerdotes de su jurisdicción para esta Villa y Corte de Madrid y su Diócesis, a menos que haya razones especiales para ello, y se haga previa inteligencia con el Ordinario de dicha Diócesis" (94).
Esta medida prohibitiva, con objeto de contener el establecimiento de los sacerdotes extradiocesanos en Madrid, es de 1887. En años posteriores hubo de ser nuevamente recordada a los prelados españoles, porque como decía otra circular de 1898: "no han desaparecido los graves inconvenientes que aconsejaron las referidas disposiciones" (95). En 1909 el Sínodo Diocesano de Madrid elevó esas disposiciones a rango de ley. Los sucesivos prelados tuvieron que recordar, una y otra vez, que el sacerdote que necesitara trasladarse a la diócesis de la Corte para residir en ella debería presentar el permiso de su Ordinario y obtener, además, el beneplácito del Obispo de Madrid (96).
En medio de estas problemáticas gestiones recibió don Josemaría carta del padre Cancer -Segovia, 9-III-1927-, en que jubilosamente le decía:
"Mi querido amigo: Podemos ya cantar un Te Deum? Creo que sí. Para que entiendas la carta, te diré que supe casualmente que en la Iglesia de S. Miguel de Madrid, cerca de la calle Mayor, de la Jurisdicción del Excmo. Sr. Nuncio y regentada por PP. Redentoristas, que tienen allí casa había una misa fija diaria de 5,50 y que para obtenerla sólo era precisa la licencia del Sr. Nuncio. Vi el cielo abierto, al saber esto; pues la gran dificultad para ir a Madrid, aun supuestos buenos informes, era la licencia de este Prelado, según me parece, te dije. Pues mira cómo el Señor allana el camino" (97).
Verdaderamente llovida del cielo se presentaba la solución a su problema, porque la Pontificia Basílica de San Miguel no dependía del Obispo de Madrid sino que caía bajo la jurisdicción del Nuncio. Y, como se verá, el Prelado de Madrid-Alcalá era extremadamente riguroso en las concesiones de permiso a los extradiocesanos.
Adjunto a la carta del padre Prudencio Cancer venía un escrito del Rector de San Miguel al claretiano, aclarándole algunos puntos:
"Desde luego el Sr. Sacerdote por V. recomendado puede obtener licencias del Sr. Nuncio Apostólico para celebrar en esta Iglesia […]. No es una capellanía, pero sí tiene garantía suficiente de que no le faltará celebración y estipendio mientras permanezca en Madrid.
Para obtener esas licencias del Sr. Nuncio, debe traer en orden las licencias ministeriales de su Prelado propio. Además documento autorizándole vivir en Madrid con su beneplácito. Su Excelencia desea también que el Prelado en ese mismo documento diga por lo menos una palabra que indique el buen comportamiento del sacerdote. Esto es lo que se exige siempre y con esto puede venir con toda tranquilidad" (98).
Don Josemaría tuvo que tomar una urgente resolución; y más teniendo en cuenta lo que al final de su escrito añadía el Rector de San Miguel: "Si puede venir pronto lo recibiríamos desde ahora". Luego de tratar el asunto en familia decidieron que, en tanto el sacerdote se establecía en Madrid y les encontraba casa, su madre y hermanos se irían a Fonz a vivir con el tío Teodoro (99).
La primera gestión por realizar era conseguir permiso del Arzobispo para ir a Madrid a cursar los estudios del doctorado, así como proveerse de cartas comendaticias. Don Josemaría expuso con franqueza al Prelado el deseo de hacer el doctorado en Derecho, y su firme determinación de atender a las obligaciones propias de su ministerio, por encima de todo. El 17 de marzo se le concede permiso por dos años para estudiar en la Universidad de Madrid; y, cinco días más tarde, obtiene las cartas comendaticias pertinentes (100).
Una vez conseguidas estas autorizaciones, pasó a ocuparse de los trámites académicos. Previo pago de las tasas correspondientes, retiró su título de Licenciado en Derecho y tramitó el traslado del expediente personal a la Universidad de Madrid (101). Las tasas importaban 37,50 pesetas, suma equivalente a una semana de gastos mínimos familiares. (En Madrid, la vida era aún más cara. El estipendio por misa a celebrar en San Miguel era insuficiente para mantener a una persona. De ello se hacía cargo el claretiano al considerar que "con 5,50 no puede vivir una familia").
Uno de esos días se tropezó Josemaría con un condiscípulo y hablaron de su marcha a Madrid.
- "¿Qué harás en Madrid?", le preguntó éste.
- Me colocaré de preceptor o trabajaré dando clases, respondió el sacerdote (102).
Don Josemaría ya había pensado en el modo de obtener el necesario complemento económico. Con todo, el amigo se creyó obligado a aconsejarle sobre este punto, pues la enseñanza exigía, además de conocimientos y método pedagógico, simpatía en el trato social y don de gentes. No es que Josemaría careciese de tales dotes, sino que tenía fama de no claudicar sus principios morales ante los convencionalismos de la vida social, especialmente por tratarse de un sacerdote, que no debía dar la más mínima ocasión de escándalo.
Alrededor del 20 de marzo las cosas se complicaron. La curia diocesana le notificó, de improviso, un destino en la parroquia de Fombuena durante la Semana de Pasión y Semana Santa; esto es, del 2 al 18 de abril (103).
Por otro lado, y en las mismas fechas, el Rector de San Miguel reclamaba urgentemente su presencia: "Si pudiera venir pronto -le decía por carta- se lo agradecería por ser este tiempo en el que más necesitamos de sacerdotes" (104).
Todo estaba saliendo demasiado a pedir de boca como para que el diablo no enredase el asunto. Una ocasión tan propicia, teniendo prácticamente resuelto el permiso de residencia en la Corte, no volvería a repetirse. ¿Se presentaría en la curia a rechazar el encargo de Fombuena? Gracias a Dios, fue a consultarlo con su madre; y, siguiendo el consejo de doña Dolores, aceptó ese destino temporal:
Pocas veces se ha metido mamá en mis cosas, pero, cuando lo ha hecho (en mi primera Misa, en mi marcha a Fombuena) parecen las suyas sugerencias de Dios. Siempre acertó (105).
En adelante nadie tendría pretexto para acusarle de falta de interés en el ejercicio de su ministerio ni de lealtad a la diócesis. En cuanto a la oportunidad, ¿si Dios le ofrecía ese puesto en Madrid, no sería capaz de guardárselo por dos o tres semanas? Escribió, pues, al párroco de Badules, del que dependía Fombuena, y al Rector de San Miguel, del que dependía su futuro puesto.
La carta de contestación recibida de Madrid no tiene fecha. En ella se disculpa el Rector, por no haberse apresurado a contestar, e insiste en la urgencia del caso y en la impaciencia con que se le espera:
"Mucho agradecería a V. no retardara más su venida que hasta el tiempo que me indica, pues necesitamos su misa. Le esperamos, pues, los primeros días de la semana de Pascua" (106).
La respuesta del párroco es mucho más explicativa y campechana, aunque en sus largas parrafadas muestra una singular despreocupación por el uso de las comas:
"Badules 26 Marzo de 1927.
S. D. José Mª Escrivá. Zaragoza.
Muy Sr. mío y afmo. compañero: Recibo la suya en que me dice que viene V. a servir la parroquia de Fombuena, desde el 1º hasta Pascua y en contestación a ella debo decirle que ya le tengo buscado hospedaje de lo que hay allí lo mejor y de más confianza pues en la misma casa está hospedada la Sra. Maestra que es sobrina de un párroco y de toda confianza la casa es la del Sr. Juez de aquel pueblo persona sencilla lo mismo que toda su familia. El viaje se hace por la estación de Cariñena donde se pide billete para Daroca que está combinado con un auto que espera en Cariñena la llegada de los viajeros y allí se monta guardando el billete del tren que no se hace más que enseñarlo a la salida de la estación y después lo piden en el auto, y aunque el billete es hasta Daroca, al llegar a Mainar se apea uno y allí está el peatón que viene por aquí y después a Fombuena el cual estará ya a la vista cuando se apee V. y podrá venir montado pues lleva caballo y podrá traerle si lleva alguna cosa como maleta, maletín, etc. En esos días no será mucho el quehacer predicar alguna plática el Domingo y viernes de Dolores y Semana de Pasión el Viernes Santo doctrina para niños y niñas de 11 a 12 celebrar por la mañana Misa y alguna confesión que no pasarán de las diez o doce ningún día y por la tarde novena, rosario y nada más de todos modos cuando venga le daré más detalles, el pueblo es pequeño y malo pero 15 días los pasará bien, para más tiempo no.
Es todo cuanto puede decirle este su afmo. compañero que le saluda y tendrá mucho gusto en conocerle
Leandro Bertrán
Párroco"
Información que redondea con los avisos de la postdata:
"Como el viaje es largo pues se sale a las 9 de ésa y se llega aquí a las tres procure ponerse algo de merienda para el camino […].
Puede V. venir el Sábado día 2 para celebrar allí el Domingo de Pasión" (107).
* * *
La familia Escrivá partió para Fonz, y el joven sacerdote para Fombuena, el sábado 2 de abril de 1927. Durante dos semanas cumplidas, hasta la Pascua de Resurrección, desempeñó la suplencia del párroco en aquella aldea de 250 almas, alejada de Zaragoza y a siete kilómetros de Badules, pueblo donde normalmente residía el párroco. La iglesia de Fombuena, lo mismo que la de Perdiguera, estaba dedicada a Nuestra Señora de la Asunción.
No se conserva relación alguna de las actividades pastorales de aquel cura llegado de Zaragoza. Es de suponer, sin embargo, que el celo sacerdotal desplegado en San Pedro Nolasco fuese suficiente para organizar, lo mismo que en Perdiguera, visitas a las familias del pueblecito, oficios litúrgicos, catequesis y largas horas de confesonario. Tampoco hay rastro de su estancia en los libros de Sacramentos de la parroquia. No se le puede echar la culpa de ello al nuevo párroco en funciones. Hay que suponer, sencillamente, que, durante esa breve temporada, ni las mujeres del pueblo dieron a luz niños que bautizar ni los feligreses tuvieron que llorar difuntos en aquella reducida grey.
De sus andanzas por Fombuena conocemos, no obstante, un detalle, a primera vista nimio: que el sacerdote siempre llevaba consigo, como reliquia de la familia, el crucifijo que tuvo su padre entre las manos cuando estaba amortajado (108).
El recuerdo de aquellos lejanos días de su ministerio en Perdiguera y Fombuena henchía de gozo el alma de Josemaría:
He estado dos veces en parroquias rurales. ¡Qué alegría, cuando me acuerdo! Me enviaron allí para fastidiarme, pero me hicieron un gran bien. También entonces algunos procuraban molestar. ¡Me hicieron un bien colosal, colosal, colosal! ¡Con qué ilusión recuerdo aquello! (109).
Conforme pasaron los años vio con mayor claridad el significado íntimo de aquellos nombramientos y cómo Dios permitía que le llevasen, de un sitio a otro, como a un borriquillo:
Yo he procurado cumplir siempre la Voluntad de Dios. Me han llevado de un sitio para otro, como se lleva a un burro tirando del ronzal, y muchas veces a palos (110).
El lunes de Pascua, 18 de abril, regresó a Zaragoza. Esa noche durmió en el Hotel Barrio, cuya factura guardó cuidadosamente, como mojón histórico del camino que emprendía hacia la Corte (111).
* * *
Cuando, desde una perspectiva suprema, don Josemaría repasaba su existencia en la oración, se le abría a la vista como un extenso paisaje que fluyese con el tiempo. Dentro de esa visión, los sucesos sobresalientes de su vida se ensamblaban de modo providencial, con fuertes contrastes de luz y sombras, pero sin estridencias, conforme a una lógica divina que encaminaba las cosas, ordenadamente, hacia el futuro.
¿Qué había entendido de esta lógica cuando siendo niño en Barbastro tiró un castillo de naipes de un manotazo? ¿Eso hacía Dios con las personas? ¿Acaso dejaba construir para echar luego por tierra el edificio apenas terminado?
Y, ¿qué hirientes pensamientos pasarían por la cabeza de aquel muchacho que andaba buscando explicación a los reveses de fortuna, familia y nobles ambiciones que sufrían tantas almas buenas? ¿Qué secreta justicia movía la mano de Dios para colmar de éxito y de bienes a gentes que atropellaban sus mandamientos? ¿Por qué, Señor, por qué?
Desde el momento en que fue bautizado, Dios llevaba a cabo en el alma de Josemaría niño una estupenda y callada operación. Más adelante, al comulgar por vez primera, aquel niño hizo a Jesús dueño de su corazón, suplicándole que le concediese la gracia de no perderlo nunca. Y el Señor, que ya le había dado unos padres ejemplares, derrochó favores, confirmando a toda la familia en el camino de la Cruz, camino que Josemaría no entendía de pequeño. Porque la llamada a la Cruz es siempre por vía del dolor y del sacrificio. Luego, las desgracias familiares de Barbastro, las estrecheces y humillaciones de Logroño, pusieron al muchacho al borde de la rebelión. Pero las inspiraciones de la gracia templaron su alma, madurándola. Y pronto anidó en ella, desde edad muy temprana, una divina inquietud.
El día en que Josemaría vio las huellas en la nieve se echó, sin vacilar, en los brazos de Dios. Desde ese momento no fue otro su deseo que el de cumplir la Voluntad divina. Luego comprendió, definitivamente, que el desasimiento y la generosidad son propios del amor. Entendió adonde conducía aquella lógica divina por la que el Señor despoja de bienes, de personas queridas y de comodidades a quienes ama. De forma que Josemaría, voluntaria y gozosamente, se convirtió él mismo en desprendimiento. Se entregó por completo, con todo su ser, con todas sus ilusiones, al deseo de identificarse con Cristo, y decidió ordenarse sacerdote.
Vino después una dura y larga prueba. Porque en los años de su estancia en el San Carlos, el Señor continuó labrando en él la imagen de Cristo. Murió don José en un crítico momento, en que todavía le era posible a Josemaría volverse atrás. Por eso, el noble gesto de tirar la llave del ataúd al río, cuando regresaba la comitiva del cementerio, significaba, nada menos, que la decisión de desprenderse de toda atadura humana, aun legítima, que estorbase su acceso a la ordenación sacerdotal.
El Señor le purificaba con el dolor, descargando los golpes donde más podía dolerle, sin perdonar a los que tenía a su alrededor, en particular a su familia. Tan persuadido estaba de ello Josemaría que muy pronto enunció una regla valedera para toda su vida: - el Señor, para darme a mí, que era el clavo -perdón, Señor-, daba una en el clavo y ciento en la herradura (112).
Semejante procedimiento de forjar santos requiere en éstos una humildad y una fidelidad increíbles, para dejar hacer al Señor sin poner ningún estorbo. Del silencio del joven sacerdote acerca de los hachazos que Dios le daba en Zaragoza se desprende, no el que los sepultara en el olvido, sino todo lo contrario: quedaron tan marcados en su memoria, que prefería no mencionarlos. De ese modo divino de proceder, a golpe de cincel y martillo, para hacer de su persona un sillar sobre el que asentar la Obra, retenía una bella y dura imagen. Quienes traten de esquivar la voluntad de Dios -advertía-, sufrirán inútilmente, quedando reducidos a un montón informe de grava (113).
Experiencia tras experiencia, costosa y rápidamente, aprendió los caminos de la Sabiduría. Hasta que, con los años y una intensa actuación del Espíritu Santo en su alma, adquirió un como instinto sobrenatural para descubrir en el meollo de la historia, y en la concatenación de los acontecimientos, ese algo que es el sello inconfundible de la Providencia. En los motivos que obligaron a los Escrivá a trasladarse de Barbastro a Logroño, en la marcha de la familia a Zaragoza, y en las dificultades que ahora le asediaban forzándole a abandonarla, adivinaba un secreto porqué. Una vez decidido a irse a Madrid, echado a empujones de Zaragoza, pero conducido desde lo alto por la mano de Dios, estaba seguro de la existencia de algún oculto designio divino, que le aguardaba en la capital de España. Aquel continuo desplazarse: de Barbastro a Logroño, y de allí a Zaragoza, para acabar en Madrid, no era, por tanto, un recorrido caprichoso y laberíntico sino la ascensión disciplinada, paso a paso, hasta la cumbre desde donde se le mostraría la empresa divina que le aguardaba. (Era también prefiguración del segundo gran itinerario de su vida, que tendría que recorrer para llevar a cabo el proyecto fundacional que el Señor, en breve, depositaría en sus manos).
El sacerdote seguía esperanzado en la respuesta a su Domine, ut videam! Presentía en la fe el próximo cumplimiento del Domine, ut sit! Y entre los indicios que le anunciaban la cercanía de aquella hora tan esperada estaban las notas de una pequeña libreta de hule, de que nos habla Agustín Callejas, compañero de seminario en Zaragoza. En esa libreta recogía Josemaría epigramas festivos, máximas y anécdotas. Junto con esas anotaciones había otras de carácter autobiográfico, provenientes de Logroño, primeros escarceos de un escritor adolescente, en donde, con la transparencia del agua virgen, se veía el fondo de su alma en frases hechas de ambición espiritual y de sentimientos ardientes.
Tendría yo dieciocho años, o quizás antes -rememora su autor-, cuando me sentí impulsado a escribir, sin orden ni concierto (114). Entre esos papeles había también poesías llenas de ingenuidad, firmadas por el Clérigo Corazón, y breves esbozos y dichos para la proyectada historia de un curita de aldea; y citas sacadas de los clásicos, de Santa Teresa, de los historiadores, de poetas y novelistas. Pero, entre esa desordenada acumulación de notas, venían otras más íntimas. Y esto era lo sorprendente, que de cuando en cuando, dentro o fuera de la oración, Josemaría se veía obligado a tomar por escrito un pensamiento, una sugerencia apostólica, una indicación venida del cielo. Muchas notas, sin género de duda, eran inspiraciones divinas. Otras, fogonazos de luz que abrían nuevos caminos en su entendimiento. Pero, de un tiempo a esta parte, habían menudeado tanto los favores divinos que el gotear de gracias era ya un chaparrón. Probablemente, en este último período en Zaragoza, comenzó a recibir locuciones divinas, que quedaban impresas a fuego en su alma. El las trasladaba reverentemente a unas cuartillas, como testimonio escrito del suceso y como materia de su oración.
Tal vez el ritmo creciente de esos hechos sobrenaturales extraordinarios reforzaba los barruntos de un algo esperado que, como el amanecer, venía precedido por el clarear del alba.
Existía, además, otro indicio de que pronto tocaría la meta; puesto que nadie que examine de cerca su historia dejará de preguntarse, y sorprenderse, de la labor realizada por un joven seminarista. Josemaría era el primero en pasmarse, por ejemplo, de la infusión de piedad a todo un seminario: la Señora sin duda lo ha hecho, nos dice, explicando el cambio, en piedad y conducta, de los seminaristas.
Con ese mismo espíritu apostólico había pasado por las aulas de la Universidad eclesiástica y de la Universidad civil. Con un celo incomparable había ejercido su ministerio en parroquias rurales y en parroquias urbanas, y realizado tareas de apostolado y dirección espiritual entre diversas gentes y en varios lugares. ¿Qué experiencias le faltaban por recoger? Con veinticinco años de edad, y a punto de partir para Madrid, veía con asombro que el Señor le había enriquecido con una experiencia ministerial tan copiosa como difícil de adquirir en tan corto plazo. Aprovechando su generosa disponibilidad le había llevado rápidamente a través de una escuela de aprendizaje espiritual de la que, normalmente, no se sale maestro hasta el cabo de una vida.
Observó asimismo don Josemaría que esta vertiginosa carrera pastoral tenía características muy peculiares. Los campos en que había desarrollado su apostolado abarcaban sectores sociales que, hasta entonces, habían permanecido en barbecho. Por otro lado, su celo se dirigía igualmente a clérigos y a laicos, a religiosos y a religiosas, a eclesiásticos y a civiles, a gente de todas las capas sociales y de todas las profesiones. En este sentido era un autodidacta que avanzaba de la mano de Dios; y, en consecuencia, tenía la íntima convicción de que el consejo de su padre, de hacer en Zaragoza la carrera de Derecho, era providencial. En su cabeza hervían multitud de sugerencias. Ideas no adquiridas en los libros ni oídas a los sabios. Y era tal la densidad de iniciativas que, cada una de ellas, requería un esfuerzo peculiar y apropiado para ser desarrollada. No se trataba de actividades sobre el papel, puramente teóricas. Aquel joven sacerdote ya se había enfrentado con ellas en los medios campesinos o urbanos, en el confesonario o en los centros intelectuales. La dirección espiritual, por ejemplo, era práctica casi desconocida entre los laicos. Y don Josemaría, que no estaba satisfecho con mediocridades, trataba de descorrer a la mirada de sus amigos y de sus dirigidos espirituales altos horizontes, procurando que las almas rindiesen conforme a las exigencias personales.
Las muchas inspiraciones divinas eran como chispas luminosas que ponían el alma de don Josemaría en estado de alerta para la acción. Tras ellas venía el impulso de más gracias; eficaces, abundantes, plenas. El sacerdote sentía palpablemente que su energía para la acción resultaba inagotable. Es claro que tenía que enfrentarse con obstáculos, vencer resistencias, luchar contra la fatiga, contra la falta de medios y la escasez de tiempo. A pesar de todo lo cual, su camino, siempre orillado de espinas, le resultaba más hacedero de lo que cabía esperar. Así lo quería el Señor. Por eso, a ese flujo de gracias, que reforzaban sus facultades de manera tan notoria y tangible, dio en llamarlas operativas. Y es que se adueñaban tan enteramente de su voluntad que, frente a lo ordinario -nos dice don Josemaría-, casi no tenía que hacer esfuerzo (115).
Al reexaminar su vida de juventud tenía fácilmente a la vista cuán numerosas habían sido las "providencias" del Señor, preparándole con ellas para la misión que recibiría más adelante. En otras ocasiones, sin embargo, descubría nuevas "providencias", que tiempo atrás le habían pasado inadvertidas. ¿Había sido una "torpeza" suya el no haberse doctorado en Sagrada Teología estando en Zaragoza, antes de que se modificase la organización eclesiástica de estudios universitarios?
Con este motivo -refiere en diciembre de 1933-, he pensado mucho en la torpeza mía, al no haberme graduado, a su tiempo, en Zaragoza. Sin embargo, aparte las razones humanas, veo otras sobrenaturales: Si hubiera sido Dr. en Teología, de seguro que habría hecho oposiciones a canónigo, o aquellas otras de mentirijillas que se hicieron en tiempo de Primo de Rivera para Religión de institutos de 2ª enseñanza, y no hubiera pasado por todo lo que he pasado en Madrid y ¡quién sabe si Dios no me hubiera inspirado la O. definitivamente! El me llevó, sirviéndose de adversidades sin cuento y hasta de mi haraganería (116).