El Fundador del Opus Dei
Tres Consagraciones
1. Consagración a la Sagrada Familia (14-V-51)
2. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum!
3. Un monumento de fe y de amor
4. La gesta heroica de don Álvaro
5. Curación de la diabetes (27-IV-54)
En el decreto por el que se aprueba definitivamente el Opus Dei y su Derecho particular se hace somera mención del crecimiento de la Obra en los años que van de 1947, en que aparece la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, hasta 1950. En esos tres años y pico se ha verificado, dice el preámbulo del decreto, un prodigioso desarrollo del Opus Dei. Primeramente en cuanto al número de sus miembros, pues, "por bondad divina, se ha multiplicado como el pequeño grano de mostaza sembrado en el campo del Señor, el cual crece hasta hacerse árbol de gran tamaño". Y, luego, "en cuanto a la extensión territorial, porque cuenta actualmente con más de un centenar de centros, repartidos por diversos países" (1).
La expansión a otros países no requirió, por parte de la Obra, especiales preparativos. Durante el verano de 1948 -como va dicho-, algunos jóvenes universitarios habían asistido a cursos de formación en Molinoviejo. Acerca de esos jóvenes escribía el Padre a los de Roma: Aquí hay un grupo de portugueses, de italianos y de mexicanos, que, si nosotros les sabemos empujar, serán un fundamento fuerte y santo (2). Efectivamente, en el otoño de 1949 algunos de ellos estaban ya instalados, de manera estable, en media docena de países. Sus recursos no eran otros que lo que pudieran ganar con el ejercicio de su profesión civil, que es la manera corriente de sostener económicamente las labores apostólicas de la Obra. Pero los comienzos -como más adelante se verá- fueron muy duros. (In paupertate et laetitia, dejó escrito el Padre en el diario de Palermo). Y, como no era difícil de prever, a los pocos días tropezaron los de Palermo con las primeras dificultades. El Padre les animará, insistiendo en su lema de santa alegría:
Me da alegría vuestra alegría: y no hay motivo para menos. […] Paciencia. Las fundaciones de nuestras casas -como fue la de la Obra- son así: la riqueza de la pobreza, el querer de Dios y nuestra correspondencia ¡con toda el alma y todos los sentidos y todas las fuerzas! (3).
Aparte de Italia y Portugal, en cuyos comienzos intervino personalmente don Josemaría, sus hijos se establecieron a primera hora en Inglaterra, Irlanda, México y Estados Unidos; y en 1950 en Chile y Argentina. La expansión comenzó por Europa. En la Navidad de 1946, el 28 de diciembre, llegó a Londres un joven investigador en bioquímica, Juan Antonio Galarraga, aunque no en avanzada solitaria, porque los que van a Londres -escribía pocos días antes el Padre- deben pensar en Dublín y en París. Urge preparar las cosas en los tres países (4).
En octubre de 1947 se comenzó en Dublín y en París. A Irlanda fue un ingeniero, José Ramón Madurga, que pronto se colocó profesionalmente; y no pasó mucho tiempo sin que el Fundador pudiera hablar de lo que calificaba el milagro de Irlanda. Y lo llamaba así porque, antes de que apareciese un sacerdote de la Obra por la isla, ya había enviado el Señor varias personas irlandesas -hombres y mujeres- a aquella incipiente labor apostólica (5).
Los comienzos en París tenían diferentes antecedentes históricos. El Padre se encargó de recordarlo al punto de dar la bendición de viaje a Fernando Maycas y a los dos estudiantes -Álvaro Calleja y Julián Urbistondo-que le acompañaban. Les trajo a la memoria los preparativos hechos en junio de 1936 y cómo el estallido de la guerra civil española cortó de raíz el proyecto. Pero ni las oraciones ni la mortificación del Fundador por el apostolado en Francia habían quedado interrumpidas. A París llevaron como reliquia un trozo del sudario de Isidoro Zorzano, que el Padre les entregó para que encomendaran a su intercesión aquella aventura apostólica (6).
Como bien pensó el Padre, el salto del charco requería un previo viaje de reconocimiento. Este encargo de cruzar el Atlántico y recorrer buena parte de los Estados del continente americano recayó en Pedro Casciaro (7). De retorno a España informó al Padre sobre su gira por varios países; y el Fundador decidió empezar por México y Estados Unidos. El 18 de enero de 1949 ya se hallaba Pedro en la capital mexicana; y el 19 de marzo el Arzobispo de México celebraba misa en el oratorio del primer centro del Opus Dei en América (8).
Unas semanas antes, el jueves 17 de febrero llegaba a Nueva York José Luis Múzquiz acompañado de Salvador Martínez Ferigle. Cuando partieron de Madrid, el Padre, apenado por no tener unos dólares que darles, les decía: hijos míos, no puedo daros nada: solamente mi bendición (9). Y añadía luego unas palabras de consejo: Hay que hacerse muy americanos, con buen humor, alegría y visión sobrenatural. Algo más valioso que el dinero entregó a sus hijos. El regalo consistía en una imagen de la Virgen, un pequeño cuadro que había presidido círculos y tertulias en la habitación del Hotel Sabadell de Burgos, donde vivieron en 1938, durante la guerra (10).
De buena gana el Fundador les hubiera acompañado en el viaje y compartido con ellos las aventuras divinas de primera hora. Cuántas veces, al escribir a los primeros que ponían pie en un país remoto, se encendía su corazón en afán apostólico y le venían a la memoria recuerdos lejanos, que suscitaban en el Padre una santa envidia (11). Por eso, cuando situaba a sus hijos en el extranjero, era siempre dentro de una recta perspectiva apostólica:
Sé que estás abriendo camino, en esa ciudad inmensa. Te acompaño y te encomiendo, porque con tu fidelidad y tu trabajo vas a lograr que, más adelante, se haga ahí una gran labor de almas. A veces, os tengo verdadera envidia, y me hacéis recordar aquellos primeros tiempos, también heroicos (12).
El Padre, desde la ribera del presente, y meditando lo que había sido la gestación de la Obra, veía a sus hijos seguros, protegidos por la Virgen. Y, si cometían pequeñas imprudencias o equivocaciones, de ello se serviría el Señor para que ganasen experiencia e irles dando madurez. ¿Acaso no había hecho eso mismo con él, sorprendiéndole docenas de veces con descubrimientos insospechados y providenciales? Desde lejos, el Fundador amparaba a sus hijos con oraciones, día y noche. Encauzaba sus impaciencias, les alentaba en sus fatigas, les acompañaba en su aislamiento (13). Sentir el frío de la soledad, era lo más recio, sin duda alguna. Por eso tenía espiritualmente presentes en todo momento a aquellos de sus hijos sin compañía, en tierras lejanas:
Muy queridos londinenses -escribía desde Roma-. ¡Cuántas veces os nombramos, en esta casa! Vuestras cartas se leen y se releen y saben a poco (14).
Me doy cuenta -dice a otro aislado en Chile- de tu soledad, que es sólo aparente (¡te acompañamos tanto!) (15).
Todos se hallaban embarcados en una misma empresa, de ello eran conscientes. Pero no todos estaban curtidos por las duras experiencias que de sobra conocía el Fundador, ni tenían la paciencia de esperar con calma los frutos anhelados, que no terminaban de llegar. Esas tardanzas les ponían nerviosos, olvidando que antes de sembrar es preciso una bendita labor de arada (16); y, después de la sementera, hay que dar tiempo al tiempo para que la semilla arraigue, y crezca, y grane. No se cansaba el Fundador de recordarlo a unos y a otros.
Que estéis contentos: roturar es cosa muy recia… ¡para tiazos, como vosotros! (17), decía a los de París; y a los de Estados Unidos también procuraba animarles:
¡Cosa envidiable, roturar! Ya os lo he dicho otras veces: y más si la cosecha se avecina rápida y fecunda, como va a suceder ahí (18).
En algún país, por excepción, la tierra estaba propicia y mullida. Apenas se cumplían tres meses de su llegada a México cuando el Padre les escribía desde Roma:
Muy contento de vosotros: y, como esa tierra es feraz, esperando la cosecha casi enseguida de la siembra (19).
Pero aun siendo sobrenaturalmente razonables los consejos que les daba el Padre sobre la roturación y el ejercicio de la paciencia, a sus hijos, gente joven, aquellas labores les resultaban lentas. De manera que el Fundador, que llevaba sobre sus hombros un pesado manto de obligaciones económicas y de urgencia de almas, tenía que estar de continuo moderando sus propias impaciencias y las del prójimo. Tal fue el tono de aquella oscura y humilde etapa de los primeros años de expansión, antes de que el Señor invitara a un buen puñado de gente a pedir la incorporación al Opus Dei:
Roma, 20 de junio, 1950.
Queridísimos: que Jesús me bendiga a esos hijos de Inglaterra.
Leo y releo vuestras cartas, siempre con la ilusión de que cambiemos pronto el rumbo en esas tierras. Encomendad las cosas y tened un poquitín de paciencia.
Mientras, estad muy unidos, cumplidme bien las normas, y convenceos de que vuestra labor actual, oscura y sin extensión, es indispensable, para llegar a las otras etapas.
¡Muchas ganas de veros, muchas!
Aquí todo muy bien, pero despacio. Así os doy ejemplo de paciencia.
Un abrazo muy fuerte y la bendición de vuestro Padre
Mariano (20).
Don Josemaría, con larga experiencia fundacional, casi un cuarto de siglo, esperaba que el Señor bendijera a sus hijos con la Cruz, porque ése era el camino normal en el Opus Dei. Surgían, ciertamente, dificultades de menor cuantía; pegas y pequeñeces las llamaba el Padre, sin concederles mayor importancia. Pero se adelantaba a anunciarles que no faltarían en su camino obstáculos mayores. Al milagro de Irlanda, por ejemplo, que era un rosal de floración inesperada, no tardaron mucho en venirle las espinas, como reconoce el Padre en carta de junio de 1950 a sus hijas de Irlanda:
Queridísimas: Agradezco de veras vuestras cartas, que leo siempre con mucho gusto. A su tiempo, supe la pequeña contradicción que tuvisteis: no sabéis qué alegría tan grande tuve yo, al pensar que el Señor permitía que, ¡por fin!, comenzarais a sufrir un poquito por vuestra vocación (21).
Como veis, la cosa en sí no tiene ninguna importancia, seguía diciéndoles el Padre. Eran unas palabras de consolación, porque el sufrimiento de sus hijas de Irlanda duró largos meses. Un año más tarde volvía a escribirles sobre el mismo asunto:
Roma, 23 de abril, 1951.
Que Jesús me guarde a esas hijas de Irlanda.
Queridísimas: muy contento de vosotras, y seguro de que el Señor también está contento.
Estad alegres: cuando se sigue a Jesucristo, hay que contar siempre con alguna bendita contradicción. Y ésa de ahí es bien pequeña.
Sed fieles, y pasará la nube pronto.
¡Cuánto y qué bueno es todo lo que esperamos de esa amadísima Irlanda, para servicio de nuestra Madre la Iglesia y extensión del Reino de Jesucristo!
Que la Santísima Virgen os presida siempre, y así seréis, como la Obra nos quiere, sembradoras de paz y de alegría.
La bendición de vuestro Padre
Mariano
Os envío una imagen de Nuestra Señora, que os darán con esta carta (22).
El confusionismo, base de aquella contradicción, lo disiparon el correr del tiempo y la prudencia del Fundador. El asunto era un claro ejemplo de las dificultades que encontraban algunos religiosos -en este caso el Arzobispo de Dublín- para entender el carácter secular del Opus Dei y la novedad que representaban en la historia de la Iglesia los Institutos Seculares. Calificando el hecho de pequeña contradicción, el Fundador animaba a sus hijas y a sus hijos a no perder la alegría, a no faltar a la caridad y a que se abstuvieran de juzgar (23).
Refiriéndose a la contradicción que para los de Irlanda suponía la actitud negativa de Mons. McQuaid, les recomendaba paciencia: ¡Calma! No olvides -advertía a uno de ellos- que el Señor escribe derecho con líneas torcidas (24).
* * *
Puede asegurarse que con el decreto de aprobación definitiva quedaba clausurada otra etapa de la historia del Opus Dei. Pero el itinerario jurídico que el Fundador recorrió con su grey fue -si echamos una mirada atrás y otra adelante- un continuo trashumar. De momento se encontraba viajando entre los Institutos Seculares, aunque decidido a abandonar dicha compañía y seguir su camino, cuando llegase el momento oportuno de obtener una forma jurídica plenamente conforme a la naturaleza teológica y pastoral del Opus Dei. En todo caso, por aquellos días, el horizonte estaba sereno y don Josemaría se mostraba contento, sobre todo por haber resuelto el problema de los sacerdotes seculares diocesanos (25). Aunque de su correspondencia se escapa, a veces, una nota de cansancio (26).
Cuando don Josemaría apareció en Roma, en 1946, iba con el alma estrujada, sin saber lo que le reservaba la historia. Su destino fue un sostenido batallar, hasta el final de sus días, intentando abrirse camino por entre las instituciones canónicas. Era, por tanto, natural que esa ininterrumpida tensión de espíritu provocara, junto con un evidente desgaste de energía física, una más sutil erosión en el ánimo del Fundador, el cual reconoce que las circunstancias exigían poner en práctica la virtud de la paciencia hasta el grado más heroico (27). Tan continuado fue el ejercicio excelso de esta virtud, que llenó todas las jornadas de su vida; ya que, por una u otra razón, jamás le faltaron ocasiones de ejercitarla cristianamente, en especial durante los largos períodos en que andaba necesitado de reposo.
El dicho de que el Señor escribe derecho con líneas torcidas, quedó fuertemente grabado en su memoria, como producto de dolorosas experiencias personales; y como expresión de una lógica divina, que no siempre cuadra con el saber humano. Entre los dichos que frecuentemente repetía, y procuraba inculcar en sus hijos, hay uno especialmente dulce y amable. Y es éste: que a los padres les debemos la vida y el noventa por ciento de la vocación (28). Además, la caridad rectamente ordenada lleva a amar y practicar el cuarto mandamiento: el dulcísimo precepto del Decálogo (29).
Pues bien, no pasaron muchas semanas, después de la aprobación definitiva del Opus Dei, cuando de nuevo comenzaron los ataques, robando la paz a los hogares y haciendo del dulcísimo precepto un mar de amargura (30). Se trataba de viejos métodos, empleados ya en España. Acababa de lograr el Fundador, en 1950, la aprobación definitiva de la Santa Sede y daba por descontado que con ello cesarían los ataques a la Obra. Pero se equivocó. Al cabo de unos meses los antiguos detractores volvieron a las andadas, sembrando la tribulación y el desconcierto entre las familias de los miembros del Opus Dei en Italia. Detrás de este primer ataque vino una asechanza aún más taimada; y, en vista de que también fracasó esta insidia, se reorganizaron de nuevo los ataques, sin que esto impidiera la rápida y constante expansión de la Obra.
Antes de estos sucesos, los jóvenes estudiantes que frecuentaban el Pensionato vivían felices al lado del Padre, el cual mantenía con las familias de sus hijos relaciones llenas de afecto sobrenatural y humano. Quería el Fundador que los padres palpasen y se impregnaran del ambiente de familia que reinaba en el Opus Dei. Era admirable ver el cariño del Fundador, que, en medio de sus muchas ocupaciones y agobios, procuraba hacer partícipes a los padres del calor familiar del Opus Dei, dándoles noticias de sus hijos, y pidiéndoles colaboración y oraciones, para que sintiesen la Obra como algo suyo, porque lo era realmente.
Esta delicada intimidad en el trato con las familias de sus hijos es claramente perceptible a través de su correspondencia. He aquí una carta a la madre de Mario Lantini, al año de haber pedido su hijo la admisión en la Obra:
Muy distinguida señora:
He recibido su amable carta, que le agradezco sinceramente, por cuanto me dice, especialmente por sus oraciones que son, sin duda alguna, el mejor regalo que tanto Vd. como su marido pueden hacer al Opus Dei y a sus miembros.
Estoy, muy de veras, contento de la vocación de su hijo Mario y doy por ello gracias a Dios: trabaja siempre con la alegría y el entusiasmo de quien está sirviendo al Señor. Al contemplar a su hijo pienso, forzosamente, en la bondad de los padres, a quienes debe en parte su vocación.
Pidiéndoles que continúen encomendando al Señor el Opus Dei, le saluda y bendice
Josemescrivá de B. (31).
Una vez iniciados, desde el Pensionato, los viajes apostólicos a diversas ciudades de Italia, aumentó también el número de personas que en Roma se incorporaban a la Obra.
En abril de 1949 pidió la admisión en el Opus Dei un estudiante sudamericano -Juan Larrea-, cuya familia no veía con agrado la decisión del hijo (32). Tal vez por desconocimiento de lo que realmente era el Opus Dei, o acaso porque tal decisión desbarataba planes e ilusiones familiares. Sobre lo ocurrido testimonia Juan Larrea:
"Por entonces mi padre era embajador del Ecuador ante la Santa Sede y me dijo que consultase el caso con Mons. Montini, Sustituto de la Secretaría de Estado. Hablé con Mons. Montini, contándole mi historia y después de larga y cariñosa conversación, Mons. Montini me dijo: tendré una palabra de paz para su padre. Días después recibió a mi padre diciéndole que había hablado con Pío XII y que le había dicho: "Diga Vd. al embajador que en ningún sitio estará mejor su hijo que en el Opus Dei".
Veinte años más tarde, siendo yo Obispo, visité a Mons. Montini, que era el Papa Pablo VI, y me recordó con amabilidad la audiencia antes descrita" (33).
Distinta postura era la de aquellos padres que se oponían a la decisión tomada por sus hijos, por las maquinaciones de personas celosas, que atizaban un primer descontento en el seno de las familias hasta transformarlo en abierta oposición dentro del hogar. El Fundador abrigaba la esperanza de que con el Decreto Primum inter se deshiciera este tipo de contradicción. Sin embargo los hechos no lo confirmaron.
En abril de 1949 había pedido la admisión en la Obra un joven de veintiún años, que frecuentaba Villa Tevere. Se llamaba Umberto Farri. Por deseo del Fundador fue a Milán en 1950 y en noviembre de 1951 regresó a Roma. Entre tanto, su padre, el Sr. Francesco Farri, había establecido relación con los padres de otros estudiantes universitarios que, al igual que su hijo Umberto, habían pedido la admisión en el Opus Dei y frecuentaban Villa Tevere. Todo ocurrió con tan gran rapidez que el daño causado en algunos hogares a las relaciones cordiales existentes entre padres e hijos no parecía tener ya remedio. En particular cuando, a última hora, el Sr. Farri, con el consejo y orientación del padre jesuita A. Martini, preparó una notificación de protesta, dirigida personalmente a Su Santidad Pío XII. El escrito llevaba fecha del 25 de abril de 1951 y recogía las firmas de cinco padres de miembros del Opus Dei (34).
"Beatísimo Padre -comenzaba el escrito-:
con filial confianza se presentan a los pies de Vuestra Santidad los cabezas de un grupo de familias y manifiestan que la tranquilidad de que han gozado hasta el año 1947 ha sido sucesivamente interrumpida y turbada por una causa verdaderamente grave.
Esta angustiosa situación es debida al hecho de que jóvenes pertenecientes a estas familias han llegado a incumplir los deberes familiares para con sus Padres y Parientes; y, algunos de esos jóvenes, también las exigencias de sus estudios, a los que anteriormente se habían dedicado con diligencia y buenos resultados. Todo lo cual ha originado el consiguiente trastorno en su preparación para la vida; y en la lealtad y sinceridad de su comportamiento respecto a sus Padres y a los Padres Espirituales, apartándose de los principios humanos y cristianos que constituían el ambiente de sus hogares y el de las Asociaciones religiosas que antes frecuentaban" (35).
Más adelante exponen en el escrito sus dudas sobre la vocación de sus hijos al Opus Dei, "porque todo lo acaecido se ha desarrollado en una atmósfera que no parece corresponder a la lealtad del espíritu de Dios y, sobre todo, no ofrece garantía de que el ánimo de estos jóvenes no haya sido artificiosamente conducido a tomar decisiones para las que no se hallaban preparados".
En consecuencia, la conciencia de los Padres -según denuncia la notificación- está constreñida por la angustia, y ellos mismos, "preocupados por la pérdida, por parte de sus hijos, de los valores morales"; pero más nos hace cavilar -continúan- que los miembros del Instituto Opus Dei "desarrollan una labor de proselitismo con procedimientos que no responden a la tradición de lealtad y de claridad de la Iglesia, en esta materia" (36).
"Las Familias -termina el escrito- esperan y solicitan que se les consuele en esta situación en que se ve destruida su paz interior. No pretenden oponerse a las legítimas aspiraciones y a la eventual vocación de sus hijos, pero piden que vuelvan a sus estudios para terminarlos en el ambiente normal en que ha discurrido su vida y, después de consultar a hombres doctos, píos y con experiencia, tomen su decisión definitiva" (37).
El escrito es una desmesurada denuncia condenatoria del apostolado del Opus Dei y un acto de fuerte presión ejercida sobre el Papa, en el momento histórico en que acababa de aprobar de manera definitiva la Obra, en 1950, para que dejase sentir el peso de su autoridad soberana.
"Esto, Santo Padre -son las palabras finales-, le piden encarecidamente y esperan obtener de Su bondad paterna". Viene luego la fecha: Roma, 25 de abril de 1951; y las firmas de los cinco peticionarios.
¿Cuál fue la reacción del Padre al enterarse? Don Josemaría, como hiciera en 1941, pidió a sus hijos callar, rezar, sonreír y trabajar (38). Y sus hijos, obedientes, siguieron estrictamente esta pauta de conducta, silenciando dentro del alma los tristes sucesos de la persecución. De suerte que, como refiere Mario Lantini, sus propias experiencias personales no salieron a la luz hasta que le llegó el turno para deponer como testigo ante el tribunal del proceso de beatificación del Fundador, treinta años más tarde: "He de añadir -declara en 1983- que de todo esto hablo hoy por vez primera, y con dolor, porque Mons. Escrivá siempre nos prohibió, de manera explícita, tratar de ello, para que no faltásemos a la caridad, ni aunque fuese hablando entre nosotros, según se dice en un punto de Camino (n.443): cuando no puedas alabar, cállate. Por consiguiente, los episodios que yo he vivido no se conocen en el ámbito de la Obra si no es por los interesados, por el Fundador y por don Álvaro, entonces Consiliario de la Región italiana" (39). Don Álvaro, a su vez, afirma no haber oído del Padre "una sola palabra de recriminación contra los que le difamaban, ni siquiera en los momentos más duros" (40).
La reacción del Padre fue refugiarse confiadamente en el Señor. Cogió una octavilla y escribió: poner bajo el patrocinio de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, a las familias de los nuestros: para que logren participar del gaudium cum pace de la Obra, y obtengan del Señor el cariño para el Opus Dei (41).
Ese mismo año de 1951, en carta a sus hijos, hace una instantánea memoria de aquel desdichado episodio:
Me gustaría ahora contaros -escribe- los detalles de la Consagración de la Obra, y de las familias de cada asociada y de cada socio a la Sagrada Familia, el día 14 de mayo de este año, en el oratorio -que por eso se llama, desde entonces, de la Sagrada Familia- todavía sin paredes, entre trozos de tablas y de clavos, del encofrado que sostuvo el cemento de las vigas y del techo, hasta que fraguó. Pero se conservan unas notas precisas, redactadas entonces. No me extiendo más aquí, por tanto. Os comunicaré que únicamente podía acogerme al cielo, ante las maquinaciones diabólicas -¡las permitía Dios!- de ciertos desaprensivos, que hicieron firmar a algunos padres de familia un documento repleto de falsedades, y lograron que terminara en manos del Santo Padre. Jesús, María y José se ocuparon de que pasara el nublado, sin descargar ninguna granizada: todo se aclaró (42).
Inmediatamente se hicieron sentir los efectos del recurso a la Sagrada Familia. La misma semana de la presentación del escrito al Sumo Pontífice se echó atrás uno de los firmantes (43). El resto se percató enseguida de lo infundada que era la "angustiosa situación" de que se hablaba en la denuncia. En adelante no pusieron impedimento alguno a sus hijos, y el Señor devolvió la paz a esos hogares. La exposición de agravios hecha a Su Santidad se desvaneció por falta de peso, y don Josemaría tuvo el profundo gozo de ver crecer el afecto de las familias de sus hijos hacia el Opus Dei (44).
Desde 1951 se renueva anualmente la Consagración, pidiendo -como reza la fórmula- para que Dios llene de bendiciones a los padres y hermanos de los miembros del Opus Dei, y se acerquen a la gran familia que es la Obra:
"Concédeles, Señor, que conozcan mejor cada día el espíritu de nuestro Opus Dei, al que nos llamaste para tu servicio y nuestra santificación; infunde en ellos un amor grande a nuestra Obra; haz que comprendan cada vez con luces más claras la hermosura de nuestra vocación, para que sientan un santo orgullo porque te dignaste escogernos, y para que sepan agradecer el honor que les otorgaste. Bendice especialmente la colaboración que prestan a nuestra labor apostólica, y hazles siempre partícipes de la alegría y de la paz, que Tú nos concedes como premio a nuestra entrega" (45).
El Padre hubo de pasar en Roma el verano de 1951. Las circunstancias le obligaron -es expresión suya- a permanecer al pie del cañón. Esto representaba para él notable sacrificio, pues le cogía extenuado por el mucho trabajo de todo un curso académico, con la casa a medio construir y con la amenaza de los rigores estivales del ferragosto romano. A ello se sumaban las alteraciones propias de la diabetes, de manera que, ya por entonces, los padecimientos le resultaban tan intolerables que -echándolo a broma- decía que le traían de continuo memoria del Purgatorio. Por otra parte, tampoco podía moverse de Roma. De tiempo atrás había observado un casi imperceptible cambio en algunas personas de la Curia. Un día llegaba a sus oídos un comentario levemente crítico; otro, un Cardenal, viejo conocido de don Josemaría, negaba en público haber tenido trato con el Fundador (46).
Por estos, y otros indicios, comenzó a sospechar que algo se estaba tramando, sin que alcanzase a definirlo, ni saber realmente en qué consistía. Tales señales, referidas y centradas en torno a la Obra, le indicaban la presencia de algo sospechoso. Sin duda, una grave amenaza se cernía sobre el Opus Dei. Y, aunque más que de noticias se trataba de difusos presentimientos, una extraña corazonada acabó dominando las reflexiones, los hábitos y hasta los gestos de don Josemaría, alegre y preocupado a un mismo tiempo. Gastaba bromas, pero insistiendo mucho en que encomendaran sus intenciones en la oración. Su estado de ánimo quedaba reflejado en una inquietud muy especial, un desasosiego interior que se traslucía en su mirada y hasta en su modo de caminar.
"Como siempre -testimonia Encarnación Ortega-, recurrió a la oración y a la mortificación. Pasaba días enteros sin comer nada o prácticamente nada, cosa que nos hacía temer por su salud. También sabíamos que dormía muy poco. Y cada día era más apremiante la urgencia con que nos hacía rezar, y más intenso el modo con que nuestro Padre rezaba. Un día, nos mandó interrumpir todas las actividades que nos ocupaban y marcharnos media hora al oratorio a "forzar" al Señor con nuestra oración […]. Me parece que ha sido una de las veces que en nuestra vida hemos puesto más el corazón al pedirle a Dios que ayudase a nuestro Padre" (47).
Uno de esos días -en la primera mitad del verano de 1951-, paseaba don Josemaría por el jardín de Villa Tevere, concentrado, con paso rápido, y tomando notas en una agenda de bolsillo, cuando se le acercó uno de sus hijos, Javier Echevarría:
- "¿Cómo está, Padre?", le preguntó.
- Lleno de paz y con fortaleza santa: como un león, dispuesto a defender esta Obra de Dios que el Señor me ha confiado. Reza y ayúdame (48). Ésa fue su respuesta.
Aun desconociendo a ciencia cierta de qué se trataba, el Padre intuía una nueva contradicción para su persona y para toda la Obra. Ese oscuro presentimiento le calaba hasta los tuétanos de su ser (49). Barruntaba un serio peligro, pero de una manera tan vaga, que no podía librarse de la impalpable sensación que le producía el adivinar un peligro cercano, sin llegar a saber de qué parte le vendría el golpe. Sentía la invisible amenaza, en tensión, con todos sus sentidos en actitud de alerta, en espera de que le atacasen:
Me siento como un ciego que se tiene que defender -les decía el Padre-, pero que no puede sino dar bastonazos al aire; porque no sé qué pasa, pero algo pasa… (50).
Por lo demás, este presentimiento, aunque le desazonaba, era una gracia divina que empujaba a toda la Obra, con el Fundador al frente, hacia la Cruz de Cristo. El Señor permite tales oscuridades para que nos santifiquemos, y para que se fortalezca más la Obra (51), escribía poco después.
En anteriores campañas de calumnias, chismes y villanías sabía a dónde recurrir, cómo responder y a quiénes replicar. Ahora tendría que pelear contra sombras impalpables. Los amigos, al sobrevenir la contradicción de los buenos solían aconsejarle dos clases de comportamiento. Según unos lo mejor era callar y dejar que calumniasen, envueltos en capa de humildad. Así, encajando los golpes en silencio, los enemigos no tendrían la oportunidad de vocear el escándalo por todas partes. Otros, en cambio, eran partidarios de proclamar la verdad a voces; y, por lo tanto, le animaban a defenderse: a responder, rechazar y rebatir a los detractores. Pensaba don Josemaría que ambas opiniones eran razonables y cristianamente compatibles. No era fácil, sin embargo, adivinar el justo modo de hacer las cosas, porque, reflexionando sobre cómo debía conducirse, por muy buena voluntad que pusiera, siempre llevaba las de perder. Pero la culpa no era suya, como nos resume haciendo historia de las persecuciones sufridas:
siempre los acontecimientos me han demostrado que me encontraba, en realidad, en la misma situación que se relata en el apólogo del padre, del hijo y del asno. Hiciera lo que hiciera, surgían murmuraciones (52).
(Todo eran reparos y tergiversaciones. Le sucedía como al labriego que volvía del campo con su hijo (53). Iba orondo sobre su asno, satisfecho de la vida, cuando se topó con un vecino, el cual afeó su conducta: - ¿Qué?, ¿contento?; ¡y al hijo que lo parta un rayo!
Se apeó el viejo y montó el hijo en el asno. Poco más adelante se encaró una mujer con ellos: - ¡Cómo!, exclamó indignada. ¿A pie el padre? ¡Vergüenza le debía dar al mozo!
Bajó éste del burro, y tras él caminaban padre e hijo cuando alguien les echó una indirecta: - ¡Cuidado, que se cansa el asno!
No sabiendo qué hacer, montaron ambos. Andaba cansino el burro el último trecho del camino cuando alguien les voceó de nuevo: ¡Se necesita ser bestias!; ¿no veis que el pobre animal no puede con su alma?)
La situación en que se hallaba era muy confusa; y la amenaza, invisible. ¿A quién podía rebatir?; y ¿de qué? No podía permanecer inactivo. Interiormente sentía que una fuerza misteriosa le impulsaba a defender la Obra con uñas y dientes: - hijos míos -solía comentar a quienes tenía entonces a su alrededor-, estoy como un león rugiente, tamquam leo rugiens, en vela, para que el diablo no nos muerda (54).
Tenía la impresión de que pisaba arenas movedizas. Don Álvaro, para contrarrestar sus inquietudes, le presentaba argumentos de gozo: Padre -le decía-, si va todo bien, si hay muchas vocaciones y, gracias a Dios, hay muy buen espíritu de parte de todos (55). Pero el Padre insistía en que era preciso hacer algo. Una fuerza divina le arrastraba, por necesidad sobrenatural, a agarrarse al manto de la Virgen, explicaría luego a sus hijos: Como no encuentro en la tierra quien de verdad y decididamente nos ayude, me he dirigido a Nuestra Madre Santa María (56).
Una vez tomada la decisión, el 9 de agosto escribió a toda la gran familia del Opus Dei, diciéndoles que en la fiesta de la Asunción celebraría la Santa Misa en Loreto:
Y allí, dentro de aquella casita de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, haré la consagración del Opus Dei al Inmaculado Corazón de María.
Después, todos los años, con la fórmula que os enviaré, en todas nuestras Casas y Centros, renovaremos esta consagración.
Va a ser una consagración ambiciosa, porque le consagraremos también los pueblos y naciones que están lejos de su Hijo Divino.
¡Bien propio es de nuestro espíritu! Uníos a mí, especialmente en ese día (57).
Por esas fechas exhortaba a sus hijos a repetir incesantemente, incansablemente, una jaculatoria que estaba siempre en sus labios: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! (58), para que el Corazón Dulcísimo de María protegiese el caminar de la Obra.
En la mañana del 14 de agosto, con un sol de justicia, el Padre con don Álvaro, acompañados de otros dos miembros de la Obra, salieron en coche de Roma. Tomaron la vía Salaria y luego cruzaron a la costa adriática. Sin detenerse llegaron hasta la basílica de Nuestra Señora en Loreto y fijaron la misa para el día siguiente en el altar de la Santa Casa. Mediada la tarde fueron a Ancona, donde pasaron la noche.
Al día siguiente, fiesta de la Asunción, estaba el Padre antes de las nueve de la mañana en Loreto, con la basílica llena de gentes venidas de los contornos. La Santa Casa, donde celebró la misa, es un pequeño recinto en medio del templo, donde se apretujaba una muchedumbre fervorosa que había acudido allí, precisamente, en la fiesta de Nuestra Señora. El Padre trataba de decir la misa con recogimiento. Pero las manifestaciones espontáneas de piedad de los asistentes no le dejaban concentrarse:
Así, mientras besaba yo el altar cuando lo prescriben las rúbricas de la Misa, tres o cuatro campesinas lo besaban a la vez. Estuve distraído, pero me emocionaba. Atraía también mi atención el pensamiento de que en aquella Santa Casa -que la tradición asegura que es el lugar donde vivieron Jesús, María y José-, encima de la mesa del altar, han puesto estas palabras: Hic Verbum caro factum est. Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios (59).
Al volver de la sacristía, mientras don Álvaro decía misa a las nueve y media, el Padre consiguió refugiarse en el corredor que hay detrás del altar de la Santa Casa. Allí hizo la consagración al Corazón dulcísimo de María, imagen perfecta del Corazón de Jesús. En nombre de todo el Opus Dei le decía a la Señora:
te consagramos nuestro ser y nuestra vida; todo lo nuestro: lo que amamos y somos. Para ti nuestros cuerpos, nuestros corazones y nuestras almas; tuyos somos nosotros y nuestros apostolados (60).
El Padre permaneció de rodillas todo el tiempo que duró la misa que dijo don Álvaro. Solo, perdido en oración, sin notar los pisotones del gentío que desfilaba continuamente por el pasillo detrás del altar, implorando gracias del Corazón de María:
Inflama nuestros pobres corazones para que amemos con toda el alma a Dios Padre, a Dios Hijo, y a Dios Espíritu Santo; infunde en nosotros amor grande a la Iglesia y al Papa, y haznos vivir plenamente sumisos a todas sus enseñanzas; danos un gran amor a la Obra, al Padre y a nuestros Directores; haz que, fieles a nuestra vocación, tengamos celo ardiente por las almas; elévanos, Señora, a un estado de perfecto amor de Dios, y concédenos el don de la perseverancia final (61).
Al salir se dio cuenta el Padre de que llevaba la sotana pisoteada. Después de desayunar emprendieron el regreso a Roma. Era fuerte el calor; pero iba muy contento. Haciendo oración. Metido en Dios. En silencio. Dando gracias. Esa misma tarde vio a sus hijas y a sus hijos. Les contó de dónde venía y cómo la consagración a la Virgen le daba la seguridad de que la Señora tomaría una vez más al Opus Dei bajo su amparo. Y les encargó seguir suplicando al Corazón dulcísimo de María el: iter para tutum (62).
Lleno de paz y confianza, don Josemaría hizo nuevas peregrinaciones a diversos Santuarios marianos, para agradecer los beneficios recibidos, renovando la consagración hecha en Loreto. El 21 de agosto fue de peregrino a Pompeya; y el 22 al Divino Amor. En el mes de octubre se llegó a Lourdes el día 6 y celebró allí misa el 7. De Lourdes se fue a Zaragoza, donde se postró a los pies de la Virgen del Pilar el día 9; y, después de atender a los apostolados de la Obra en Madrid, visitó a sus hijos de Portugal, renovando la consagración en Fátima el 19 de octubre (63).
* * *
Con la acostumbrada bendición del Padre y una talla de la Virgen, el 8 de diciembre de 1949 partieron para Milán, in paupertate et laetitia, los primeros miembros de la Obra, a comenzar la labor apostólica de modo estable en esa capital. En diciembre se les unió Juan Udaondo, como sacerdote del Centro. Semanas más tarde se presentaron al Cardenal Schuster el director y el sacerdote del Centro.
- Vd. es un sacerdote que pertenece a una institución de derecho pontificio y yo soy el Obispo de esta diócesis, le dijo a Juan Udaondo. ¿Cómo nos las vamos a arreglar?
- Nuestro Fundador -le explicó el sacerdote- siempre nos ha enseñado a servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida, y a tirar del carro en la dirección que señale el Obispo. Deseamos tenerle informado de nuestra labor, por lo menos tanto como los párrocos de sus respectivas parroquias, si no más (64).
En el verano de 1951 los de la Obra se fueron, en el mes de agosto, a una casa cerca de Roma, en Castelgandolfo, donde asistieron a un curso de formación.
Regresaron a Milán en septiembre y, al cabo de unos días, visitaron de nuevo al Cardenal, que les acogió como si estuviera impaciente por verles: - ¿Dónde habéis estado todo este tiempo?, les preguntó. Había mandado al párroco a que les avisase, pero se encontró con la casa cerrada. Tenía algo que decirles. Le habían referido cosas increíbles, burdas calumnias, respecto a la Obra. Pero podían estar tranquilos, él se hallaba muy contento de tenerlos en su diócesis. Sin embargo, añadía con gesto de refrescar su memoria…, ¿quién me lo ha dicho?, ¿quién me lo ha dicho?… ¡Desde muy arriba me lo han dicho!…; y el Cardenal dejaba en suspenso la frase (65).
Inmediatamente refirieron al Padre la conversación mantenida con el Cardenal. Dos días más tarde, el 28 de septiembre, el Padre indicaba a los de Milán que visitaran de nuevo al Cardenal Schuster y que, luego de haberlo considerado en la oración, le contaran, punto por punto, y de manera precisa y concreta, lo sucedido en España: ataques desde el púlpito en 1940, habladurías consiguientes, falsa información a algunos obispos, hojas calumniosas, denuncias a la autoridad civil, visitas a las familias, etc. (66). El Cardenal les escuchó con atención, repitiéndoles que estaba muy contento del trabajo de la Obra en Milán.
* * *
El 5 de enero de 1952, el Procurador General del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, recibió un escrito oficial del Secretario de la Sagrada Congregación de Religiosos, Mons. Larraona, en el que cortésmente le pedía "copia de las Constituciones del Opus Dei y del Reglamento interno de la Administración, con una relación escrita -doctrinal y práctica- del régimen del Instituto en sus dos Secciones, así como el modo concreto de llevar a cabo la singular colaboración sancionada por las Constituciones" (67).
Don Álvaro contestó con premura. Su carta de respuesta al Secretario tiene fecha del 6 de enero. Con ella se envían adjuntas copias de los Estatutos del Opus Dei y del Reglamento interno de la Administración doméstica, además de un documento de diez páginas dando razón, minuciosa y fundamentada, de la separación existente entre las dos Secciones de la Obra, y de su régimen y relaciones.
"Para poder entender y encuadrar rectamente, sea in iure o de facto, las relaciones que existen entre las dos ramas del Opus Dei -comienza advirtiendo el escrito-, permítasenos subrayar que es preciso tener presente y valorar, en su justo peso, lo que la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia ha sancionado definitivamente en el orden doctrinal de los principios jurídicos y en el orden práctico de la vida" (68).
¿A qué pedir una copia del Derecho particular del Opus Dei? Aunque don Álvaro no hace explícitamente esta pregunta en su escrito, su respuesta y razonamiento exhalan un leve estupor. En efecto, los argumentos expuestos por el Procurador General dejan un interrogante flotando en el aire: ¿no ha sido escrupulosa y detenidamente examinado, estudiado, aprobado y sancionado ese Derecho particular del Opus Dei? Porque es evidente que los Estatutos obtuvieron el nihil obstat del Santo Oficio en octubre de 1943, y que fueron sometidos más tarde a riguroso y exhaustivo examen por la Sagrada Congregación de Religiosos con ocasión de la erección diocesana en 1943; y otra vez al conceder el decretum laudis en 1947; y de nuevo en 1950 al solicitar la aprobación definitiva del Opus Dei (69). Y, ese servicio doméstico que llevan las mujeres en las Administraciones de las casas del Opus Dei, ¿no ha sido acaso expresamente alabado y enriquecido con indulgencias por Pío XII en el Breve pontificio Mirifice de Ecclesia, de 1947? (70).
Era evidente que algún tipo de denuncias había llegado a la Curia, en particular sobre la unidad jurisdiccional de las dos ramas del Opus Dei. Alguien se había encargado también de que surtieran efecto. Así las cosas, el Fundador recibió a los pocos días carta de sus hijos de Milán y una relación de Juan Udaondo de la visita que acababa de hacer al Cardenal Schuster:
"Milán, 15 de enero de 1952.
Esta mañana he ido con Juan Masiá a visitar al Cardenal Schuster. Nos ha preguntado que cómo andaban nuestras cosas: le hemos dicho que bien e inmediatamente después nos ha preguntado si nuestro Presidente -refiriéndose al Padre- tenía alguna Cruz. Le he contestado que al Padre nunca le faltaban pero que para nosotros la cruz era señal de alegría y de predilección divina y que el Padre nos dice muchas veces que "un día sin cruz es día perdido y que Jesucristo, Sacerdote Eterno, bendice siempre con la Cruz". Entonces el Cardenal nos ha dicho que tenemos que estar preparados, que seguramente continuarán las persecuciones y que él, leyendo la historia de las obras de Dios y las vidas de sus fundadores, se había dado cuenta de cómo siempre el Señor había permitido contradicciones y persecuciones y cómo incluso habían sido sometidas a visitas apostólicas y el Fundador había sido depuesto de su cargo de Superior. Nos hablaba con cariño; se le veía preocupado por la Obra y por el Padre y nos decía que no nos desanimemos si nos ocurre alguna de estas cosas, que debemos seguir trabajando con mucho empeño y ha repetido varias veces: continuate a lavorare, avanti, coraggio, etc.
Tanto Juan como yo le hemos escuchado muy tranquilos y le hemos dicho que no se preocupase, que la Obra era de Dios y que el Señor había acostumbrado al Padre y a todos nosotros a la persecución; que en todas estas cosas el Padre nos había hecho ver siempre la mano de Dios y que la Obra saldrá adelante de todas las persecuciones, que para nosotros son un motivo de alegría y nos ayudan y nos empujan a hacernos santos y a trabajar sólo por el Señor" (71).
Con esto quedaba avisado el Fundador acerca del origen de la contradicción, pero carecía de datos concretos y suficientes para acusar a nadie u organizar una defensa apropiada. Pensó, sin embargo, que sería conveniente remachar el escrito del 6 de enero sobre el régimen de las dos Secciones de la Obra. Don Álvaro del Portillo, como Procurador General, escribió por segunda vez, el 3 de febrero, al Secretario de la S.C. de Religiosos, P. Larraona, hombre justo y rectilíneo, que conocía el lado jurídico del Opus Dei, como ya ha sido expuesto. En el fondo, este nuevo escrito venía a mostrar lo imprudente e injusto que resultaba tal modo de proceder en la Curia, y el riesgo que corría la fama de toda una Institución al someterla, de buenas a primeras, a un proceso investigativo. Si venía funcionando sin escándalo, sin incidentes, con eficacia, durante casi un cuarto de siglo, ¿a qué pensar en cambiar ahora su estructura? El hecho de que se reexaminaran sus Estatutos, ¿no levantaría por fuerza infundadas sospechas, que los calumniadores se encargarían de difundir a los cuatro vientos, como si se estuvieran tomando medidas contra el Opus Dei a causa de un oculto escándalo? (72).
Ante una operación tan improcedente, el Fundador, confiado en la intercesión de Nuestra Señora, recobró el optimismo:
Yo espero -escribía el 9 de febrero a Madrid- que, con la gracia de Dios y porque es de justicia, quede todo en agua de borrajas. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! (73).
Aguardando el desenlace de los acontecimientos, le llegó un aviso apremiante de Milán. El Cardenal Schuster estaba en ascuas esa temporada. Cuando el 18 de febrero de 1952 le visitaron otra vez los de la Obra, apenas cambiados los primeros saludos, le faltó tiempo al Cardenal para preguntar por el Fundador:
- "¿No tiene en estos momentos una gran Cruz encima?
- Si es así, estará muy contento, porque siempre nos ha enseñado que si estamos junto a la Cruz, estaremos muy cerca de Jesús, le contestaron.
- No, no es eso, les interrumpió. Conozco la cruz de vuestro Fundador. Decidle de mi parte que se acuerde de su paisano San José de Calasanz, y que se mueva" (74).
Cuando la carta de Milán llegó a manos del Padre, el papel había ya absorbido las lágrimas del que escribía. Demasiado bien entendió don Josemaría el mensaje del Cardenal y en qué consistía la tenebrosa trama urdida contra la Obra. Pretendían dividirla en dos instituciones separadas y extrañas entre sí, una para hombres y otra para mujeres. Bastaba para ello el decapitarla. Quitado de en medio el Padre, quedaba deshecha su unidad: "percutiam pastorem et dispergentur oves" (75).
El Fundador actuó con rapidez. Se fue a ver al Secretario de la Congregación de Religiosos y le dijo:
Sepan que si me quitan del cargo de Presidente General sin explicarme los motivos, mi dolor durará tan solo cuatro segundos; más bien me hacen un favor, porque pediré la admisión y seré el último en el Opus Dei, como lo he deseado siempre. Pero si me alejan de la Obra, sepan que cometen un crimen, porque me asesinan (76).
Indagó por el motivo de aquel revuelo. Se le informó que no había ninguno. Existía, en cambio, fuerte presión por parte de ciertas personas. (Era obvio que mediaba secreto de oficio. Ni le dijeron ni intentó averiguar el nombre de los ocultos promotores).
El siguiente paso fue hablar con el Cardenal Tedeschini que tomó posesión de su encargo de Cardenal Protector del Opus Dei el 24 de febrero de 1952 (77).
Por aquel entonces don Josemaría preparó una carta, de estilo firme y sincero, y, acompañado de don Álvaro, fue a ver al Cardenal Tedeschini, a quien entregó el escrito, a él dirigido. El Cardenal Protector lo leyó con calma y prometió que su contenido llegaría a conocimiento del Santo Padre. La carta llevaba fecha del 12 de marzo de 1952 (78). Todo el Opus Dei se hallaba en esos días entregado a intensísima oración, mientras el Padre, con el alma en vilo, dejaba entrever a sus hijos un corazón angustiado:
Hijo mío -decía a uno de ellos-, ¿cuántas veces me has oído decir que me hubiese gustado no ser de la Obra para pedir inmediatamente la admisión, y obedecer a todos y en todo, ocupando el último puesto? Tú bien sabes que no he querido ser fundador de nada. Ha sido Dios quien así lo ha querido. ¿Has visto cómo quieren destruir la Obra, y cómo me atacan? Me quieren echar de la Obra […]. Hijo mío, si me echan me matan, si me echan me asesinan. Ya se lo he dicho: que me pongan en el último lugar, pero que no me echen; porque si me echan, cometen un asesinato (79).
La víspera de san José, 18 de marzo, Tedeschini obtuvo audiencia papal, y leyó a Pío XII la carta que la semana anterior le había dirigido don Josemaría. El tono de la exposición era más bien subido, sincero y familiar. Ese estilo, evidentemente, podía emplearse con el Cardenal Protector, abriéndole de par en par el alma; pero los conceptos, aun yendo convenientemente arropados en ternura de lenguaje, resultaban duros ante el Sumo Pontífice. Era necesario, sin embargo, que el mensaje le llegara al Papa claro y directo, porque eran muchas las razones para sospechar que, quienes movían los hilos de aquel tenebroso asunto, tenían acceso directo al despacho del Pontífice.
Leía, pues, en voz alta el Cardenal Tedeschini y el Papa le seguía con atención:
Roma, 12 de marzo de 1952.
Eminencia Reverendísima:
Después de tantos años como amigo y protector de facto […] y ahora, por disposición soberana del Sumo Pontífice, Protector de iure del Opus Dei, y siendo persona que siempre ha seguido con vigilante interés y paternal afecto el proceso interno y el desarrollo externo de nuestra Obra, nadie mejor que Su Eminencia podrá comprender y apreciar nuestro asombro, repleto de pena y profundo dolor, al recibir la carta de la Sagrada Congregación de Religiosos que lleva fecha del 5 de enero de 1952. De su contenido y de la respuesta a dicha carta tiene conocimiento Vuestra Eminencia por las copias de los dos documentos (6 de enero; 3 de febrero de 1952), que se le remitieron en el momento oportuno. Nos sorprende y nos aflige que se quiera volver de nuevo a cuestión tan a fondo discutida, examinada y decidida, juntamente con todo el ordenamiento del Opus Dei.
Permítasenos indicar, Eminencia, que este comportamiento de la Sagrada Congregación de Religiosos no puede tener otro origen que las denuncias contra el Opus Dei. Y en tal caso, animados por un vivo sentimiento de justicia y de amor a la verdad, nos atrevemos a exponer el deseo de que abiertamente se nos manifiesten dichas denuncias, y respetuosamente exigimos aducir las pruebas.
Y seguía la lista de chismes y falsedades contra la Obra. Finalmente, para concluir, el Fundador sometía al buen criterio del Cardenal Protector la conveniencia de proceder a la redacción de un nuevo Reglamento interno de la Administración para asegurar aún más cuanto se contempla en el Reglamento actual, porque de este modo se evitaría, por un lado, la posible preocupación de la Santa Sede; y, por otro, la difamación calumniosa de muchos millares de almas.
El Papa seguía atentamente la lectura del Cardenal. De cuando en cuando levantaba las manos, como para subrayar con un gesto las palabras. Y, tan pronto acabó Tedeschini con la carta, el Santo Padre, impaciente y sorprendido, exclamó: "Ma chi mai ha pensato a prendere nessun provvedimento?" (80).
A la pregunta de a quién se le había ocurrido tomar medida alguna contra el Opus Dei, respondió el Cardenal con el silencio. El Papa quedaba sobre aviso, y fuera de juego quienes esperaban el momento propicio para deshacer el Opus Dei. El Fundador había llegado a tiempo de paralizar la maniobra (81).
Don Josemaría podía haberse ahorrado, muy fácilmente, los quebraderos de cabeza y el sinfín de apuros que le estaba costando el sacar adelante los edificios de la futura Sede Central del Opus Dei. Cualquier otro hubiera desistido ya de llevar a cabo el proyecto o, en el mejor de los casos, recurrido a demoras y aplazamientos. Pero no; desde un principio el Fundador acometió las obras con gallardía. Y después de varios años de muchas y heroicas tentativas, no había resuelto aún el modo de financiar su coste. Tiempo tenía para reconsiderar que aquella empresa romana (82) emprendida con tanto ardor, era una empresa imposible, una auténtica locura. Que esto era así, lo demostraban los hechos. Había puesto don Josemaría los medios humanos a su alcance, hasta el extremo de ir pidiendo limosna a sus hijos, para que éstos la pidiesen, a su vez, en otras puertas. Por desgracia, las amistades e instituciones de quienes podía obtener dinero le daban ya corteses y razonadas excusas. De manera que a los tres años de haber comenzado las obras en Villa Tevere, el Padre, en agosto de 1952, definía la situación y su futuro en dos breves palabras: Estamos económicamente agotados… y hay que terminar esas casas (83).
No es sólo que careciera de dinero y que se hubieran secado sus fuentes de financiamento. Algo más quería expresar el Fundador: en primer lugar que la empresa romana había consumido todas sus energías; y que, sin embargo, por encima de ello, seguía imperando la voluntad de Dios. Por tanto, la decisión tomada en un primer momento continuaba en pie. Las obras se llevarían a cabo (84). (No olvidemos, sin embargo, que aunque de momento se insista particularmente en este punto, las exigencias del Padre en la formación teológica y apostólica de sus hijos no era menor que el empeño por terminar aquellos edificios).
Transcurría el tiempo y aumentaban las dificultades. Pero no faltaba el milagro de cada día, y las obras seguían adelante, como escribía a Odón Moles en 1954:
Seguimos saliendo adelante, cada día, de milagro: es una pena que no aparezca el alma grande que nos proporcione los medios, para acabar este instrumento divino que es el Colegio de la Santa Cruz (85).
Primordialmente, se trataba de una empresa de almas, para gloria de Dios y servicio de la Iglesia. Suponía, además, un fuerte impulso, a escala mundial, del apostolado de la Obra. En 1950 esa visión del Fundador estaba ya avalada por los primeros frutos; y así lo manifiesta a Pedro Casciaro:
Este año vienen trece o catorce más, que con los que hay serán veintiséis o veintisiete, para hacer su doctorado en facultades eclesiásticas. Y pronto podremos enviar profesores y directores de Centros de Estudios a cada Región, con láurea en filosofía escolástica, en Derecho canónico y en Teología. ¡Un gran paso, para la formación de todos y para facilitar la elección de gente que vaya al Sacerdocio! ¿Entiendes ahora mi preocupación? Pídele al Señor y a Nuestra Madre de Guadalupe dinero, para esta casa y para sostener a los estudiantes. Vale la pena (86).
Del choque violento entre los contratiempos de la pobreza y la decisión de hacerles cara saltaban, en el corazón del Padre, chispas de amor y de fe, y la paz de quien se abandona en los brazos del Señor. Porque, como cuenta a Pedro Casciaro: El Señor no nos dejará. Cada día tengo la fe más viva (87).
La marcha de las obras en Villa Tevere fue, desde muy temprano, azarosa y, al poco tiempo, insostenible. En enero de 1950 el Padre hacía balance de los medios humanos y de los sobrenaturales:
Muy apurados de dinero. Días de no saber cómo pagar -ni un resquicio humano se ve-, para poder continuar estas obras de Villa Tevere: con operaciones bancarias, vamos saliendo. Todo, menos dejar sin terminar estos edificios; y luego el Colegio Romano y lo de Castello. Son -serán pronto- maravillosos instrumentos […]. Encomendad al Señor y obrad siempre santamente, que esto es también muy buena oración (88).
Todavía en 1952 seguía preguntándose: ¿Vendrá la solución de América? (89); y ¿cuándo encontraremos la persona providencial, con el suficiente amor a Cristo, que nos ayude sin ruido a pagar todo esto? (90).
Crecía la Obra y se extendía por otros países de Sudamérica: Argentina, Chile, Colombia, Perú, Ecuador…; y el Padre continuaba con sus viejas peticiones, con sus antiguas y renovadas esperanzas y con sus mismos sueños providenciales, sin perder la confianza en Dios:
Contento -escribe a los de Perú en 1954-, por el empeño que ponéis en ayudar al Colegio Romano de la Santa Cruz: ¡ojalá encontrarais la persona providencial, que fuera instrumento para poder terminar estas casas rápidamente! No imagináis cuánto sufrimiento en estos seis años (91).
Como se ve, el Fundador no desesperaba de hallar un millonario providencial que en un dos por tres resolviese todo; pero no fundamentaba sus esperanzas en personajes de pura fantasía ni en milagros ruidosos. Llevaba a cuestas la carga principal y animaba a sus hijos para que todos, sin excepción, echasen una mano (92).
* * *
Narrar paso a paso la epopeya de Villa Tevere es algo a lo que la pluma se resiste. La enumeración de los obstáculos que había que superar y los milagros de cada día resultaría terriblemente fatigosa al lector, por no decir agobiante y hasta depresiva. Además de que un estudio, aun somero, de los centenares de cartas y notas de los diarios, que abarcan dos lustros, dañaría la claridad expositiva, impidiendo una visión de conjunto. El proceder del Fundador durante el período de obras en la Sede Central del Opus Dei, y en los edificios anejos, es coherente y lleva impreso su cuño biográfico. Es de notar también que, aunque se ocupa frecuentísimamente de este asunto de las obras en su correspondencia, jamás se sirve del papel como si fuera un paño de lágrimas con el que enjugar sus preocupaciones y temores.
Don Josemaría, como buen escritor y pedagogo, tenía el don de encerrar en dichos populares o familiares altos pensamientos. Un delicado consejo espiritual, o una situación económica en este caso, quedaban definidos en dos o tres palabras, de tal modo, que no eran necesarias mayores explicaciones para hacerse cargo de lo que quería decir el Padre. Pues bien, basta comparar el puñado de expresiones con que describe la situación económica de la Obra en 1949, con las que emplea en la correspondencia de 1952, para apreciar hasta qué punto habían empeorado en breve plazo los recursos económicos mientras, por el contrario, se fortalecían su fe y su esperanza (93).
El punto de partida de los grandes agobios fue el verano de 1949, a poco de acabar las obras en el Pensionato y comenzar las de Villa Tevere. El 31 de julio de 1949 el Padre envió a los del Consejo General unas líneas que son como el manifiesto de los principios a los que heroicamente se aferró por diez años, día a día:
Que Jesús me guarde a esos hijos.
Queridísimos: Ante las dificultades económicas que vivimos, no hay más remedio que poner los medios sobrenaturales y agotar los humanos. Por eso, si el viernes no se ha resuelto favorablemente lo de los ocho millones, procuraremos que Álvaro vuelva a España el sábado para continuar las gestiones con vosotros.
No sé si os dais cuenta exacta de lo que supone, para toda la Obra, sacar adelante estos empeños de Roma; […] y, finalmente, que hacer o no hacer esto de Villa Tevere es empujar o detener la labor de nuestro Instituto medio siglo (94).
Empieza hablando, en sus primeras cartas, de problemas económicos, que le obligan a escatimar pagos y mordisquear el dinero (95), para que durase un poco más. Enseguida le vinieron las preocupaciones económicas; y, casi sin darse cuenta, se vieron con el agua al cuello (96 )y ahogadísimos de dinero (97), pero confiando en que Dios no les dejaría en la estacada (98).
Los apuros económicos parecían humanamente insuperables (99); y si no supiéramos por experiencia qué paternal es con nosotros la Providencia del Señor -escribe don Josemaría a los de Estados Unidos- te diría que nos encontramos al borde de la catástrofe (100).
A pesar de todo, seguían adelante, cada día con una mayor abnegación y con más fe en la Providencia (101). Presentía el Padre que iba a quedarse solo, sin otra compañía que la de don Álvaro: Álvaro y yo -escribe a Pedro Casciaro- estamos dejando media vida entre estos muros (102). Ante la inminencia humana de una catástrofe (103), sabiéndose en las últimas, suplica, ruega y clama a voz en grito a sus hijos: ¡Ayudadnos, poco o mucho! (104).
Corría el mes de septiembre de 1952.
No bien comenzaron las obras en la Villa Vecchia -el edificio principal de Villa Tevere- cuando don Álvaro se vio materialmente ahogado de deudas. El Padre le había puesto como encargado supremo de tan lastimoso negocio. Actuó así porque no debía incurrir personalmente, por elemental prudencia, en responsabilidades económicas que, sin duda, serían origen de desagradables sorpresas. Así, pues, al Procurador General incumbía la tarea enojosa de conseguir donativos, créditos bancarios, demoras oficiales de pagos… El hecho es que tenía que andar con pies de plomo, atento a los plazos y fechas de vencimiento de las letras, a los pagos a pequeños proveedores y al salario semanal de los obreros, que no bajaban del centenar (105). Don Álvaro, desde hacía años colaborador íntimo del Padre, por sus dotes de trabajo y gobierno era insustituible, como salió a relucir con motivo de su ataque de apendicitis en febrero de 1950:
Álvaro -escribe el Padre a los del Consejo General- está en cama con un ataque de apendicitis, aunque no fuerte, muy molesto: hoy le han hecho radiografías, y parece que los médicos se inclinan a aconsejar la operación. La cosa viene de lejos, como sabéis, pero en estos días se ha hecho aguda; y él, por no dejar el trabajo, se ha callado hasta que no ha podido más. Ya lo conocéis. Encomendadlo, porque, aunque sólo sea una operación corriente, para nosotros es un gran lío: no tengo quienes le puedan sustituir, en el montón de asuntos de la Obra, que él lleva (106).
Le operaron el 26 de febrero y la intervención fue más grave de lo que presumían los médicos (107).
Otras veces, las referencias que hace el Padre en sus cartas, si bien acuciantes, son sumamente escuetas: Álvaro se ha comprometido con letras, por valor de bastantes millones, y es necesario pagar (108). (Se sobrentiende que no tenían con qué) (109).
"Recuerdo -refiere don Álvaro- que hizo varias romerías al Santuario del Divino Amore, para implorar la ayuda de la Virgen. Viajó a España varias veces, para remover a sus hijos, y estimularles con su ejemplo a buscar los fondos imprescindibles. En una semana, haciendo estas gestiones económicas, el Padre perdió seis o siete kilos. Pero las cosas salieron adelante" (110).
El temido momento de los sábados, en que los obreros hacían cola para cobrar y los proveedores rondaban la chabola de obras, se empezaba a sufrir la víspera. Algunos viernes, el Padre confesaba al encargado de contabilidad: Hoy Álvaro no tiene tampoco dinero. Procura mañana que no se aglomeren demasiados proveedores y cunda el pánico (111).
Lo estupendo del caso es que, llegada la hora, don Álvaro tenía siempre algo de dinero para remediar lo más urgente; y lo que buenamente podía demorarse quedaba pendiente de pago. De este extraño hecho -de este milagro que se repetía, sábado tras sábado, durante muchos años- deja constancia el cronista del diario de obras de Villa Tevere cuando, con corazón blando y agradecido, anota el sábado, 17 de noviembre de 1951:
"El pobre Álvaro ha conseguido hoy otro crédito de cuatro millones y medio para pagar las cosas más apremiantes. (Se debían en este momento más de veinticuatro millones!) Con ello se taparán algunos agujeros. Los más urgentes. Todo es que me rompa la cabeza rehaciendo veinte veces la lista hasta cuadrarla a base de quitar a este cien, a aquel cincuenta…" (112).
Las deudas estaban alcanzando a finales de 1951 cotas alarmantes, y robaban al Padre, si no la paz y la alegría, sí el sosiego y el tiempo que necesitaba para dedicarse a menesteres de gobierno. En aquel importante instrumento, que sería la Sede Central, había otro aspecto por considerar. La construcción de los edificios no se reducía a la ingrata tarea de buscar dinero. En la visita mañanera que hacía el Padre al estudio donde trabajaban los arquitectos se enteraba de los proyectos en ejecución, estudiaba los planos e incluso hacía sugerencias de todo tipo, corrigiendo lo llevado a cabo o dando soluciones arquitectónicas. Los edificios habrían de ser funcionales y adecuados a las necesidades específicas de sus moradores. Al Fundador correspondía, por tanto, señalar la pauta de la extensión, comunicaciones, vistas y acabados de las zonas de habitación. A fuerza de estudiar e interpretar planos, y de buscar soluciones, el Padre llegó a ser excelente experto, en la teoría y en la práctica (113).
Casi a diario recorría la zona de trabajo, visitando las obras y hablando de Dios con los obreros que se tropezaba al caminar por los andamios y subir escaleras de mano. Albañiles, pintores, fontaneros, veían su alegría y buen humor. Tenía palabras de aliento para cada uno de ellos. Les agradecía que terminasen bien su trabajo, con empeño y honradez. Les preguntaba, en fin, por su mujer e hijos y les recordaba los deberes de una familia cristiana (114). Los obreros tomaron cariño al Padre y a la Obra. Afecto que, en algunos casos, duró para siempre.
El empeño que ponía el Padre para que, a pesar de los apuros económicos, se trabajara con perfección, cuidando los detalles, obedecía a su deseo de que en aquellos edificios quedase plasmado materialmente un rasgo esencial del espíritu de santificación del trabajo. Además, la media vida que el Padre y don Álvaro se estaban dejando entre los muros de Villa Tevere era el coste espiritual de la construcción. Era el precio del milagro cotidiano de que no se interrumpieran las obras. Los padecimientos morales de uno y otro resultaban inevitables. En fin de cuentas, sobre los hombros de ambos, como sobre dos columnas, descansaba la empresa romana en su totalidad.
¡El Colegio Romano de la Santa Cruz! -exclamaba el Padre-. No me dejéis solo: vale la pena que seamos heroicos también en esto (115).
Años más adelante, paseando un día con dos hijos suyos por el jardín de Villa Tevere, les refería el Padre, en su conversación, lo mucho que habían tenido que sufrir él y don Álvaro con motivo de las obras. Y les decía: El Señor nos ha tratado como santos. No lo seremos…, pero sí es cierto que Él nos ha tratado así (116).
Estamos ya al corriente, puesto que es norma divina en toda vida de santidad, de cómo trata el Señor a los suyos y de cuáles son sus mimos y caricias, como llamaba don Josemaría a la manifestación de la Cruz en especiales ocasiones de su existencia. Muchas de esas caricias divinas las recibían juntos don Josemaría y don Álvaro, porque, desde el fondo de la eternidad, estaba destinado a ser el punto de apoyo más próximo y eficaz de don Josemaría para hacer el Opus Dei. Don Álvaro era para el Fundador el hijo predilecto, el hijo fiel, dócil, obediente y eficaz…, su mano derecha y la roca -saxum- en que podía apoyarse sin temor a que se derrengara.
Entre el Padre y don Álvaro existía, además, una particular sintonía. Eran dos personas compenetradas por el hacer y suceder de la historia. No hay que dar por hecho, sin embargo, que la convivencia, respirando el mismo aire y viviendo las mismas preocupaciones, ha de ser necesariamente garantía de concordancia. En esta vida, aun tratándose de santos, se producen roces. En cambio, don Álvaro y yo -afirmaba el Padre- hemos vivido en perfecto acuerdo (117). La diferencia evidente de carácter y posición que entre ellos se daba, requería, por parte de don Álvaro, determinadas virtudes y una gran flexibilidad para adaptarse a la andadura de don Josemaría, cosa que hacía de mil amores. Sin perder su personalidad, tuvo que aprender a identificarse con la voluntad del Fundador, amoldándose a su pensamiento en unas ocasiones y, otras veces, adelantándose a intuir los deseos del Padre. Más que nada, estaban íntimamente vinculados en oración y en espíritu (118).
Basado en la transparente sencillez de trato que entre ellos existía, y en la total compenetración con aquel hijo suyo, el Padre, a vuela pluma, deja caer en una de sus cartas estas breves palabras: palpo aquí, bien de cerca, las heroicidades de Álvaro (119). Es una de esas frases recortadas con las que los santos estampillan la categoría de un alma. Porque el Fundador no emite en este asunto una opinión. Más bien certifica un hecho tangible.
Y ¿cuáles eran las portentosas acciones de don Álvaro? ¿Qué circunstancias daban temple heroico a su gesta cotidiana, a su vida corriente?
El mucho trabajar y el poco dormir; la cadencia infalible de los sábados, que no le concedía tregua ni respiro; los sustos y las responsabilidades; el estar haciendo continuamente de tripas corazón; todo ello terminó cuarteando la vigorosa naturaleza de don Álvaro. De manera que, cada vez con mayor frecuencia, se le declaraban fuertes cólicos hepáticos por las noches, obligándole a guardar cama. Este blando refugio, que nadie niega a un enfermo que se ha pasado la noche en un puro padecer, no lo tenía del todo garantizado don Álvaro. Aquello le dolía al Padre en el alma, pero no había otro remedio. Un pago urgente, el vencimiento de un plazo o la necesidad de hacer precipitadamente la maleta y salir en busca de dinero eran causas suficientemente graves como para negar el reposo al enfermo. Alvarito -le decía el Padre- no tienes más remedio que levantarte (120). Y don Álvaro, sacudiéndose la fatiga y los dolores con una alegría heroica, se levantaba con cara de Pascuas (121).
Dentro de la Obra su unión con el Padre se estaba haciendo proverbial. Quienes residían en Roma, en febrero de 1950, recuerdan lo sucedido después de operar de apendicitis a don Álvaro.
"Contaba el Padre que, después de llevarlo del quirófano a su habitación, el cirujano, acercándose a la cabecera de la cama, empezó a llamarlo para despertarle:
- ¡Don Álvaro! ¡Don Álvaro!
Pero él permanecía sin dar señal de haber oído. Entonces el Padre, desde los pies de la cama dijo a media voz:
- ¡Álvaro, hijo mío!
Y Don Álvaro abrió los ojos. Al contárnoslo, decía el Padre con orgullo:
- Don Álvaro hasta anestesiado obedece" (122).
Al ataque de apendicitis siguieron los cólicos hepáticos, que fueron una constante en la vida de don Álvaro por muchos años (123). Era evidente que los disgustos repercutían en su hígado y que las preocupaciones minaban su resistencia física. En octubre de 1952 escribía el Padre a los de Estados Unidos sobre la enfermedad de don Álvaro:
Álvaro está con un gran ataque de hígado. No sé cómo puede sacar adelante tanta labor y tantas preocupaciones. Sí lo sé y tú también, porque conoces cómo es de grande su fe, y cuántas condiciones de talento y de capacidad de trabajo y de serenidad le ha concedido el Señor. Esta vez pienso que no son ajenos, a su enfermedad, los apuros económicos brutales de los meses últimos y de este momento (124).
El remedio a sus achaques lo conocía de sobra el Padre: aplicarle un par de cataplasmas de dólares, de un millón de dólares cada una (125). Tratamiento al que no podía someterle pues estaba más allá de sus posibilidades.
Por entre la correspondencia del Fundador podemos recorrer a saltos las peripecias de la enfermedad de don Álvaro. En abril de 1954:
Álvaro -que siempre os dice, de palabra y por escrito, que está bien- se encuentra en cama de nuevo: la realidad es que trabaja con exceso y su salud es mediana. Demasiadas preocupaciones, aunque las oculte con su cara de Pascuas y las supere con su fe y con su labor sin descanso (126).
Dos meses más tarde:
Yo sigo bien. En cambio, el prof. Amalfitano ha visto despacio a Álvaro, y lo ha encontrado como a Fernando L.: está con verdura sin sal y muy poca comida. Siempre de buen humor, pero el corazón, la circulación y el hígado no van. Dice el médico que es muy importante lo que tiene, pero que está seguro de que lo cura. De paso -ha dicho- le desaparecerá esa gordura, que es consecuencia de su enfermedad. Hoy Álvaro está en cama: por eso no escribe (127).
Un año después:
Álvaro, después de encontrarse bien durante tanto tiempo, ha tenido hoy un ataque muy fuerte de hígado. Espero que sea el último coletazo, porque da la impresión incluso de haber rejuvenecido. No quiero decir que sea viejo, ¿eh?, sino que el trabajo de tantos años le había envejecido (128).
Lástima que aquello no fuera, realmente, el último coletazo, aunque sí fue un aviso para que ambos se retiraran a hacer unos días de reposo en el balneario de Montecatini, lo cual, a falta de cataplasmas, era el mejor de los remedios.
Por fin -escribe el Padre desde Montecatini-, se ha hecho lo que ha mandado el médico, y aquí estamos. Creo, pienso -no me gusta emplear en vano el verbo creer: la fe es algo extraordinariamente grande- pienso que la estancia tranquila y las aguas nos prepararán para trabajar bien durante el invierno (129).
A la postre don Josemaría se concedió el descanso en que tanto insistían los médicos, convencido de que a don Álvaro le sentaría a las mil maravillas. No se equivocó, porque no hay referencia expresa a las dolencias de hígado hasta enero de 1956:
Álvaro está enfermo, desde hace varios días, con algo de hígado y un gripazo fuerte. Yo, que también he estado en cama varios días, me resiento aún de esto, que es el clásico trancazo (130).
Hay que releer meditadamente la correspondencia de don Josemaría para percatarse de cómo la fe alargaba increíblemente su esperanza de que pronto llegaría la solución de sus males. De forma que el Padre y don Álvaro, sin desfallecer en la brega, se pasaban años aguardando la hora de un merecido reposo. En enero de 1953 escribía a los del Consejo General dando normas sobre el descanso:
Procurad tener todos periódicamente un descanso: aquí no lo tenemos, y nuestro mal ejemplo no se debe seguir. Veréis cómo, en cuanto se acabe -dentro de unos meses- la parte gruesa de todos estos asuntos que llevamos en marcha, llegará por fin también para Álvaro y para mí -contigo- el tiempo de reposo que hace tantos años nos hemos de negar. Conviene, para servir mejor al Señor.
Por tanto, en España, insisto, organizaos para que todos tengáis vuestro descanso periódico (131).
El Fundador prevenía maternalmente a sus hijos para que no siguieran el heroico mal ejemplo que él y don Álvaro les estaban dando con motivo de los apuros económicos y otras exigencias del gobierno de la Obra. Porque la norma cantada por el Fundador es que hay que trabajar siempre; y que disfrutar de un descanso consiste en un cambio de ambiente o de ocupación. Para un hijo de Dios en el Opus Dei descanso no significa ocio, ni holganza, ni estarse cruzado de brazos. Es algo muy diferente. El Fundador había ensayado la fórmula para descansar trabajando. La fórmula era buena y podía recomendarla a sus hijos con absoluta garantía:
Demos gracias al Señor, que nos quiere siempre trabajando: cambiar de trabajo es nuestro descanso (132).
A mediados de 1952 la situación económica era, a todas luces, insostenible. La deuda había adquirido tan pavorosas proporciones que no acertaban a reducirla. La búsqueda de nuevos créditos bancarios, de donativos y de limosnas resultaba infructuosa. Y, para terminar de agravarlo, aparecieron de nuevo ciertas molestias que algunas personas nos procuran (133). (Así llamaba el Fundador, con delicado eufemismo, a los rebrotes de la contradicción). Todo ello sometía a dura prueba la paz de espíritu del Padre, el cual recurrió, como siempre, a una oración más intensa.
Tenía el Padre un medallón con dos esmaltes, en los que estaban representados los Corazones de Jesús y de María. Según Encarnita Ortega eran regalo de doña Cándida, la dueña de Talleres Granda, empresa madrileña que fabricaba objetos de culto sagrado y promovía el arte litúrgico. Todas las noches, don Josemaría depositaba, con gran amor, un beso en los Corazones, acompañado de unas jaculatorias: ¡Corazón de Jesús, danos la paz! ¡Dulce Corazón de María, sed la salvación mía! (134).
Muy antigua, y extendida por toda España, era la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Esta devoción llevó al Fundador a solicitar que el decreto de la aprobación definitiva del Opus Dei tuviera fecha del 16 de junio, festividad del Sagrado Corazón, aunque al documento le correspondía fecha posterior en varios días. Pensó, además, en hacer una imagen del Sagrado Corazón, a tamaño natural, de talla policromada e inscrito en la base el día de la concesión del decreto Primum inter: 16-VI-1950 (135).
En medio de los ahogos pecuniarios, y como para forzar la mano del Señor, el Padre pidió a los de Madrid, por carta del 1 de agosto de 1952, que dijesen muchas veces al día la siguiente jaculatoria: Cor Iesu sacratissimum, dona nobis pacem! (136). Y poco más tarde pidió lo mismo a los de Colombia (137).
Pero tan mal cariz presentaba el asunto de las obras al entrar el mes de septiembre, que el Fundador, viendo que la empresa romana se iba a pique, lanzó un S.O.S., por si el Señor quería poner fin a esta tortura (138). Las obras se encontraban, irremediablemente, en las últimas cuando decidió consagrar el Opus Dei, con todos sus miembros y apostolados, al Sagrado Corazón de Jesús.
Pronto haré la consagración al Sagrado Corazón -anuncia a los de México-. Ayudadme a prepararla, repitiendo muchas veces: Cor Iesu sacratissimum, dona nobis pacem.
Y, a modo de postdata, la petición de auxilio: S.O.S.
Seguimos con el agua hasta el cuello. Y también con la misma confianza en nuestro Padre-Dios (139).
Acercábase el 26 de octubre, Fiesta de Cristo Rey, día fijado para la ceremonia de la consagración, y don Josemaría animaba a todos sus hijos a que le ayudasen a hacerla a su gusto, a gusto del Corazón de Jesús (140). En tal atolladero se había metido que, a juzgar por lo que escribe, sentíase acorralado, sin escapatoria, atado de pies y manos:
Ponemos los medios terrenos y rezamos, aquí. Pero -insisto- no se ve salida […]. Si no resolvemos este nudo antes de fin de mes, podemos llevar un golpe que alegre a satanás (141).
Diez días de respiro antes del previsto hundimiento, si es que Dios no remediaba la situación. Entre tanto el Fundador seguía pidiendo auxilio, ante el temor de que se parasen las obras. Confiaba en que la Virgen no les desampararía y que su Divino Hijo, al acercarse el día de consagrar la Obra, no podía menos de responder al clamor de tanta oración. Pero la carta en que expresa esta esperanza acaba con una desfallecida confesión al Consiliario de Colombia: No sé cómo te escribo -no releo la carta- porque tengo además la preocupación de la salud de Álvaro (142).
Una vez más, la dura vida de trabajo y los muchos trances de angustia que hubo de pasar quebraron la salud de don Álvaro. ¿Qué clase de enfermedad padecía? Difícil sería decirlo. El Padre, que mejor que nadie conocía la causa del mal, se refiere a cosas del hígado; sabiendo que el hígado no era, en última instancia, el causante de los males sino la víctima (143). Ante los contratiempos causados por la marcha de las obras -y las demás desventuras que se cebaban en su persona, como enseguida veremos-, el Padre no se amilanaba. Se mantenía tieso, pero, indudablemente, todo él sufría, especialmente considerando los padecimientos de sus hijos. Su corazón, grande y abierto al mundo, se asomaba, más allá de las necesidades de la Obra y de sus apostolados, a cuanto alteraba la paz universal: odios fratricidas, enfrentamientos sociales, persecución de la Iglesia y guerras entre los pueblos. Eran, estas luchas, cuestiones que tomaba sobre sí, suplicando millares de veces al día: Cor Iesu sacratissimum, dona nobis pacem!
La Obra de Dios -había escrito en 1933- ha nacido para extender por todo el mundo el mensaje de amor y de paz, que el Señor nos ha legado; para invitar a todos los hombres al respeto de los derechos de la persona.
[…] Veo a la Obra proyectada en los siglos, siempre joven, garbosa, guapa y fecunda, defendiendo la paz de Cristo, para que todo el mundo la posea (144).
Al vigor que le prestaba la abundante gracia fundacional, redoblada por la fidelidad de la correspondencia, se juntaba su talante personal. Muy raramente se le veía alicaído. Superaba con facilidad los abatimientos, apalancándose en la filiación divina. Esto es, considerando que era hijo de Dios, y que Dios es la Suma Omnipotencia. De modo que, aplicada a su conducta, la sentencia de Camino adquiere carácter autobiográfico:
Si recibes la tribulación con ánimo encogido pierdes la alegría y la paz, y te expones a no sacar provecho espiritual de aquel trance (145).
Por los consejos dados en su dirección espiritual podemos también sacar cuáles eran los propios sentimientos del Fundador. Para acercarnos a Dios -decía-, hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo (146). Ya en sus primeros años de apostolado en Madrid regalaba libros sobre la Historia de la Pasión del Señor, para que conociesen a Cristo quienes le buscaban, para amarlo. Y en Camino se lee: Métete en el costado abierto de Nuestro Señor Jesús hasta hallar cobijo seguro en su llagado Corazón (147). Es el Amor del Corazón de Dios hecho Hombre quien nos transmite la vida de la gracia, el auxilio divino para poner en ejercicio en nuestra jornada habitual la fe, la esperanza y la caridad; y en la práctica de esas virtudes el cristiano halla la alegría, la fuerza y la serenidad.
El encuentro del hombre con la Humanidad Santísima señala el camino de una espiritualidad muy humana y muy sobrenatural. Porque la gracia no destruye la naturaleza sino que la sana, eleva y perfecciona, sin cambiar sensaciones, apetitos o movimientos:
Yo no cuento -repetía con frecuencia el Fundador- con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y el Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos (148).
En el divino Corazón, que es el Corazón de Dios encarnado, se nos revela la caridad inmensa del Señor. Pero nuestra inteligencia no puede abarcar un aspecto insondable del misterio divino. A saber: que el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús (149).
* * *
El día que tocaba hacer la consagración -26 de octubre de 1952-, no estaba aún acabado el pequeño oratorio contiguo a su cuarto de trabajo (150). Carecía de fácil acceso. Pero la determinación del Fundador por colocar cuanto antes el Opus Dei bajo el amparo misericordioso del Sagrado Corazón no se detuvo frente a los obstáculos. Según cuenta, en aquellos momentos, para subir desde la planta baja de la vieja Villa era preciso lanzarse al asalto. Y al asalto se lanzó don Josemaría como valeroso guerrero. Cuando escribe a los de Madrid, días más tarde, todavía se le nota claramente satisfecho de la hazaña: trepar por tres escaleras hasta alcanzar el oratorio y hacer allí la consagración:
Contento: hice la consagración, subiendo por tres escaleras de mano -¡una detrás de otra!- para llegar al oratorio. ¡Vendrá la paz, en todos los terrenos! Estoy seguro (151).
Ese día había consagrado la Obra con todas sus labores apostólicas; y las almas de los miembros del Opus Dei con todas sus facultades, sentidos, pensamientos, palabras, acciones, trabajos y alegrías; y
Especialmente te consagramos -rezaba la fórmula- nuestros pobres corazones, para que no tengamos otra libertad que la de amarte a Ti, Señor (152).
La paz cayó despaciosamente sobre su alma, como lluvia mansa y benéfica. Ni un cambio repentino. Ni un prodigio sorprendente. Vino la felicidad interior -el gaudium cum pace- como una brisa, restableciendo en el alma la alegría, la seguridad y el optimismo:
Hasta ahora, no se ve la solución económica. Pero estoy contento y seguro (153). ¡Cuánto espero de esta consagración! (154).
Aminoró la contradicción, sin cesar por completo, pues eran las calumnias como el monstruo de las siete cabezas. Cedió un tanto el peso abrumador de las deudas; fue posible retrasar algunos pagos; se recibieron pequeños donativos y se hipotecó el solar y parte de lo ya construido (155).
Con la consagración se dilató su audacia, declarándose optimista y seguro, hasta el punto -dice- de poder resolver todas las pegas que se presenten para llevar a cabo esta empresa romana (156). En el corazón de Jesús halló paz y refugio, conforme a la petición hecha el 26 de octubre:
Concédenos la gracia de encontrar en el divino Corazón de Jesús nuestra morada; y establece en nuestros corazones el lugar de tu reposo, para permanecer así íntimamente unidos: a fin de que un día te podamos alabar, amar y poseer por toda la eternidad en el Cielo, en unión con tu Hijo y con el Espíritu Santo. Así sea (157).
* * *
Ocasión de gran contento para el Padre fue el que terminasen, en enero de 1953, uno de los oratorios de Villa Tevere, y contara con otro Sagrario. Contento -dice-, porque ya tenemos a Nuestro Señor con nosotros en la villa vecchia. Soy feliz (158).
Un gratísimo suceso inundó de paz y alegría el año 1953. Era el año vigésimo quinto de la fundación del Opus Dei. Don Josemaría, con el fin de ir preparando a sus hijas y a sus hijos para la llegada del 2 de octubre, dirigió a todos los centros de la Obra una carta, dada en Roma, en diciembre de 1952:
Dentro del año que va a comenzar, celebraremos las bodas de plata de nuestra Obra. Y las celebraremos con nuestro estilo, en familia, sin ruido […].
Y debe haber también una renovación de fidelidad a la llamada divina, para ser en medio del mundo sembradores de alegría y de paz […],
Que esa fidelidad de cada uno se manifieste en frutos de santidad personal, por la pureza de nuestra vida, por el afán de nuestra formación, por la eficacia de nuestros trabajos apostólicos, por nuestro empeño constante en servir a la Iglesia.
¡Feliz Navidad y un fecundo año nuevo! (159).
Discurrían las fechas con gozo y trabajo. Al aproximarse el momento del aniversario, el Padre escribió a todos sus hijos disponiendo cómo había de celebrarse tan memorable día de acción de gracias con los oportunos actos religiosos y con agasajos de familia:
Llenaos de agradecimiento porque el Señor os quiso escoger para ser OPUS DEI, cumplid con mayor empeño en ese dos de octubre los deberes de vuestro trabajo, intensificad -sois almas contemplativas en medio del mundo- vuestra oración constante, sed -en esta tierra tan llena de rencores- sembradores de alegría y de paz: porque este heroísmo sin ruido de vuestra vida ordinaria será la manera más normal, según nuestro espíritu, de solemnizar las Bodas de Plata de nuestra Madre (160).
Como estaba previsto, esas fiestas familiares las pasó el Fundador en la casa de retiros de Molinoviejo, con mucho sufrimiento y pobreza, rodeado de hijos suyos venidos de remotos países, hasta donde se había extendido el apostolado de la Obra. Fueron días bien aprovechados, durante los cuales pudieron cambiar impresiones con tranquilidad (161).
En Molinoviejo, bajo los pinos, a la entrada del vial que conduce a la ermita, en recuerdo de las Bodas de plata, se colocó una lápida con la siguiente inscripción:
"Aquí, en Molinoviejo, y en esta ermita de Santa María Madre del Amor Hermoso, después de pasar con paz y alegría días de oración, de silencio y de trabajo, el Fundador del Opus Dei, con su Consejo General y representantes de las diversas Regiones, que vinieron de lejanas tierras de Europa, África y América para celebrar las bodas de plata de la Obra, el día 2 de octubre de 1953 se renovó la consagración del Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María, que ya había sido hecha en la Santa Casa de Loreto el 15 de agosto de 1951" (162).
A todo esto, don Álvaro no lograba verse libre de achaques. Cosa lógica con esta vida durísima que lleva (163), comentaba el Padre. Repetíase año tras año la historia de los tiempos heroicos en que la mano de Dios apretaba hasta el ahogo, sin suspender el milagro cotidiano del abastecimiento de Villa Tevere, y el milagro semanal del pago de obreros y proveedores. Se repetía, pero a distinta escala (164). Las dificultades eran graves, a veces muy graves, aunque nunca insuperables. Éste es el tono que se desprende de la correspondencia de 1953 en adelante, como muestra una carta del Padre a Ricardo Fernández Vallespín cuando, en momentos de gran necesidad, le hace una ligera reconvención:
Roma, 1 de junio, 1954
Queridísimo Ricardo: que Jesús te me guarde. Álvaro está en cama, por eso te escribo yo. Solamente teniendo una naturaleza de acero y un espíritu fuerte, se explica que este hijo mío pueda llevar tanta carga encima desde hace tantos años. Reza por él, para que se ponga bueno, porque lo necesitamos […].
Aquí estamos siempre llenos de apuros económicos: es una pena que no venga la solución definitiva, para hacer tranquilos la labor divina de esta casa del Col. R. de la Santa +. Esto es un poco de vergüenza para todos: porque no se explica esta soledad en que a veces nos dejáis (165).
¡La solución definitiva! Lo que se dice solución definitiva no les llegó nunca; pero sí providenciales gestiones y amigos liberales que consiguieron -como más adelante se dirá- rescatar al Padre del agobio de los pagos de cada semana y de los sustos de las fechas de vencimiento de créditos (166).
* * *
En este relato, ya de por sí accidentado, en que se entrelazan las obras de Villa Tevere con las heroicidades de don Álvaro, ¿no faltará algo por encajar para que la historia adquiera pleno sentido? Porque, ¿no es extraño que en la correspondencia del Fundador se mencionen tan frecuentemente, y con tanto lujo de detalles, las enfermedades de don Álvaro y no tengamos, en cambio, relación alguna de los padecimientos de don Josemaría? ¿Acaso no sufría el Padre? ¿Carecía tal vez de penas y disgustos, de angustias y dolores?
La verdad es que toda su correspondencia, por esos años, es un gotear incesante de lágrimas ocultas y congojas diarias, capaces de horadar una piedra; pero siempre se refieren a la situación económica. Son padecimientos del ánimo. Son dolores morales. Pero ¿qué hay de sus sufrimientos físicos? De guiarnos exclusivamente por lo que cuenta en sus cartas, principalmente a los del Consejo General o a los Consiliarios de las diversas Regiones, nos quedaremos en ayunas. Y si buscamos el rastro, caeremos en la lógica sospecha de que don Josemaría borraba adrede todo lo que pudiera delatar sufrimientos físicos. Salvo cuando era imposible ocultarlo, como sucedió con la aparatosa parálisis facial a frigore de 1948 (167). Pero, en los seis años que median entre 1948 y 1954, el testimonio autobiográfico de sus males corporales resulta, prácticamente, inexistente. Es como si se tratara de un hombre refractario al dolor y a las enfermedades. En fin, un par de huellas quedan, extremadamente tenues. Veamos.
El 30 de agosto de 1950 escribía a Madrid:
Queridísimos: que Jesús me guarde a esos hijos. Ayer tuve que ir al dentista, y se ha dado con la causa precisa de aquella sangre que venía molestando desde hace años. Ha comenzado la cura, pero dice que necesita un mes. En España, también se dio cuenta el dentista la última vez que me vio, y no se atrevió a hacer nada. Mejor dicho, enredó más la cosa, y ni pretendió ponerme en cura. Parece que es esto -chiudere un occhio- lo que hacen casi todos, porque es cosa difícil meterse a fondo. Creemos que vale la pena volver bien curado (168).
A esta aclaración, para justificar que no puede dejar Roma hasta dentro de un mes, nada añade (169).
La siguiente mención de enfermedad también tiene que ver con una visita al dentista. Cuando el 26 de octubre de 1952 hizo la consagración del Opus Dei al Corazón de Jesús, estaba pasando unos días de fuertes angustias económicas, que provocaron un grave ataque de hígado a don Álvaro. En cuanto a don Josemaría, hacer la consagración y venirle un doloroso padecimiento de boca, fue todo uno. Lo refiere en carta a un Consiliario de Sudamérica, el 31 de octubre de 1952: Te escribo desde la cama, donde me metió el dentista, después de una pequeña operación (170).
A esta escueta noticia sigue, en noviembre, un comentario a otras personas: Estoy algo fastidiado físicamente esta temporada, pero muy contento (171).
Esto es todo. A eso se reducen las confidencias que nos hace de sus enfermedades. Pero, no. Existe otro dato informativo, que no puede calificarse propiamente como noticia. En realidad es una ausencia de información, un elocuente silencio, un vacío, como esos agujeros negros del espacio, que se delatan por ser invisibles tragaderos de energía. Del año 1954 se conserva un centenar de cartas del Fundador. Pues bien, existe un inexplicable vacío entre el 24 de abril y el mes de junio de 1954 (172). Este dato estadístico, a primera vista neutro e irrelevante, está lleno de sentido, como comprobaremos.
Cuanto conocemos acerca de las enfermedades del Fundador en el período del 1948 al 1954 se debe a los recuerdos de algunas de las personas que con él convivían, y a los testimonios de los médicos que le trataron. Porque de todo lo antedicho no se desprende otra cosa que la rigurosa reserva que mantenía respecto a sus enfermedades, lo cual debe entenderse como mutismo para con el dolor. La norma que se impone el Fundador es, sin duda, un discreto silencio: el respeto misterioso al dolor; la unión al sacrificio escondido con Cristo en la Cruz.
Desde que siendo joven sacerdote hiciera visitas a los enfermos y moribundos, en sus domicilios o en los hospitales, don Josemaría se habituó a convivir con el dolor, a participar por medio del dolor en el misterio de la corredención de Cristo, expiando, mediante el sufrimiento, las culpas propias y las ajenas.
La más grave de sus enfermedades arranca, clínicamente, de los análisis que le hicieron en el otoño de 1944; por el ántrax que le apareció en el cuello descubrieron que padecía de diabetes. Esta enfermedad le obligó a seguir un tratamiento especial, con inyecciones diarias y régimen en las comidas. Todavía en 1947 se permitía alguna broma con ocasión del régimen (173).
¿Qué sucedió entonces? ¿Por qué no vuelve a chancearse de la diabetes, y ni siquiera la menciona? La respuesta es que el Padre decidió ofrecer a Dios en silencio, en acción de gracias y desagravio, los crecientes malestares de la enfermedad y los disgustos continuos que algunas gentes ajenas a la Obra le acarreaban. Algunas temporadas hacíansele auténtico suplicio. En Camino había dejado escrita la receta para sobrellevarlo:
Si sabes que esos dolores -físicos o morales- son purificación y merecimiento, bendícelos (174).
Si le tocaba sufrir, don Josemaría repetía los piropos al dolor que antaño recitara en un hospital madrileño, ayudando a bien morir a una pecadora arrepentida (175).
En el diario de Città Leonina, en 1946 y 1947 quedan registradas algunas visitas al doctor Carlo Faelli con motivo de trastornos provocados por la diabetes. Éste es el médico que, al hacer su historia clínica, le preguntó si había tenido disgustos en su vida. Era especialista en diabetes y, según manifestó más adelante, don Josemaría era el enfermo más grave de todos los que había tratado en su larga experiencia (176). Así testimonia el doctor Faelli:
"Cuando vino a mi consulta en 1946, hacía años que sufría de diabetes mellitus bastante grave. Más adelante, durante el tratamiento, le vinieron serias complicaciones de la enfermedad: trastornos visuales y circulatorios, ulceraciones, cefaleas, fuertes hemorragias, la pérdida de todos los dientes. En cuanto al trastorno de la vista, se trató de un ataque de diplopia que tuvo lugar entre 1950 y 1951, que le obstaculizó la visión hasta el punto de impedirle el leer, por una temporada. En el tratamiento practiqué una oportuna terapia moderna" (177).
En medio de un hambre incontrolable, una gran sed y la propensión a que se le infectasen las más pequeñas heridas que se hacía al recorrer los andamios de Villa Tevere, la enfermedad seguía un curso totalmente imprevisible (178). Le reapareció la diplopia, y por algún tiempo se vio obligado a emplear un misal de grandes caracteres (179). De uno de estos inesperados trastornos se dio cuenta un día a la hora de levantarse. Todos los dientes los tenía alterados. Habían sufrido un giro dentro de los alvéolos y le era imposible masticar nada. Ante el riesgo de una hemorragia fatal, el médico temió extraerlos. Sin embargo, el doctor Kurt Hruska, el dentista, le aseguró que quedaría bien. Y como los dientes estaban sueltos y bailaban en los alvéolos, empleó el método chino, como decía bromeando don Josemaría. Esto es, se los quitó uno a uno con los dedos, sin arrancarlos violentamente. (Don Álvaro se los pidió al dentista, en un aparte, y conservó los huesecillos como reliquia) (180).
El tratamiento duró largos meses, con visitas frecuentes, y, luego, con un par de revisiones anuales. De la relación meramente profesional, el paciente y su dentista pasaron pronto a tocar temas más personales, sobre Dios y la religión. "Yo soy protestante -testimonia el doctor Hruska-, pero me hablaba con tanta claridad y convicción que me sentía inclinado a aceptar todo cuanto afirmaba […]. Al mismo tiempo, sin embargo, era muy respetuoso con las creencias ajenas" (181).
Don Josemaría entraba en la consulta repartiendo alegría, como una brisa que trajese consigo la felicidad, la tranquilidad. A pesar de ello, había en la conducta del cliente algo que impacientaba al dentista y llegaba a sublevar su ánimo.
- ¡Si le hago daño, dígalo!, le advertía el doctor Hruska antes de ponerse a trabajar. Al poco rato interrumpía el dentista su trabajo, seguro de que le estaba haciendo mucho daño:
- ¡Dígame cuándo le hago daño!, insistía.
- Trabaje, trabaje…, replicaba el paciente.
- Pero, ¿cómo puede resistir? (182).
"Era muy duro para con él mismo; y si uno es muy duro con los dolores de muelas, lo es para todo lo demás", refiere Kurt Hruska (183). Don Josemaría nunca se quejaba. Nunca pidió analgésicos. Iba a la consulta a primera hora, para poder trabajar después sin interrupción, con todo el día por delante, aun sabiendo que las molestias después de las intervenciones serían grandes.
El testimonio del doctor Carlo Faelli, buen católico, con quien también tuvo el Fundador muy estrecha amistad, es coincidente. Don Josemaría mostraba un carácter jovial, abierto y muy comunicativo. "Cuando tenía que hablar de los graves trastornos causados por su enfermedad, jamás dramatizaba. Mantenía una actitud serena y confiada, aun cuando se hallase muy enfermo" (184). El trato con el doctor Faelli era semejante al mantenido con el dentista. Empezaban conversando sobre temas indiferentes y acababan, indefectiblemente, hablando de Dios. Con frecuencia intercambiaban ideas sobre el papel del dolor en la vida del hombre, poniéndose de acuerdo en que "el sufrimiento es esencial al cristiano para imitar a Cristo y que el dolor es el cuentakilómetros de nuestra vida" (185).
En la vida contemplativa del Fundador, de intimidad con nuestro Padre Dios, de cuyas manos nos llegan todos los bienes, el dolor se convertía, en virtud del amor, en acto ferviente de adoración y de suavísimo homenaje:
Cuando estés enfermo, ofrece con amor tus sufrimientos, y se convertirán en incienso que se eleva en honor de Dios y que te santifica (186).
Pasaban los años y la enfermedad seguía su curso impensado. El paciente se sometía escrupulosamente a las indicaciones de los médicos, totalmente despegado de su enfermedad, sin obsesiones de enfermo. En el período más intenso de la diabetes, casi ciego y con el cuerpo hecho una plaga, fue en peregrinación a Lourdes, donde pidió muchísimas cosas a la Virgen. Pero, por lo que se refería a su enfermedad, le pidió tan sólo no padecer un mal que físicamente le impidiera poder continuar trabajando con las almas (187). Las molestias y trastornos producidos por la diabetes le servían para unirse más a Dios, ofreciéndole esas pequeñas o grandes molestias y, al propio tiempo, no desaprovechaba la ocasión de quitar importancia a sus males. Al cabo de diez años eran tantas las inyecciones que se le habían puesto que, al repetir los pinchazos en las zonas indicadas, las agujas entraban a duras penas, y otras veces se doblaban, pues la piel era ya un callo fibroso. Este burrito tiene la piel dura, comentaba el Padre con una chispita de humor; o bien: las agujas de hoy día no son tan buenas como las de entonces (188).
Una difusa sensación de aplanamiento general flotaba en su conciencia. Era como una segunda piel que le impedía el libre movimiento y le robaba energías. Su defensa natural contra esta especie de indisposición eran la alegría y el aguante, que le ayudaban a sobreponerse a las enfermedades y elevar las molestias a ofrenda espiritual. Cuando esto hacía, lo hacía con elegancia y gracejo. Allá por 1951, de su rígida dieta alimenticia se excluían muchos alimentos. Sus hijas condimentaban los platos lo mejor que podían, dándoles variedad de gusto y presentación. Y, en algunas ocasiones, para despertar el buen humor de los comensales, al aparecer la fuente a la mesa, el Padre daba la bienvenida al pescado con una jubilosa exclamación: ¡Te conozco, bacalao; aunque vengas disfrazao! (189).
Aludiendo a la diabetes mellitus, y a la gran cantidad de azúcares que eliminaba de su organismo, se permitía bromas con un tanto de dignidad escolástica. La Iglesia contaba con un Doctor Angelicus, un Doctor Seraphicus, y otro Subtilis. Y si a san Bernardo le habían adjudicado el título de Doctor Mellifluus, ¿no podían llamarle a él Pater Dulcissimus? (190).
Cualquier otro enfermo en sus críticas condiciones hubiera tenido, probablemente, el presentimiento de una muerte cercana, desentendiéndose de su trabajo. No así don Josemaría, que había tomado precauciones por si llegaba inesperadamente su última hora (191). Junto a la cabecera de la cama hizo colocar un timbre, para pedir los sacramentos. Se acostaba con la mente puesta en Dios: Señor -decía-, no sé si me levantaré mañana; te doy gracias por la vida que me des y estoy contento de morir en tus brazos. Espero en tu misericordia (192). Seguía así sin dar importancia exagerada a su enfermedad. Dios me curará (193), respondía a quienes se preocupaban por su estado. Y Dios le curó, de forma prodigiosa.
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Quienes han salido de accidentes mortales, después de haber perdido el conocimiento o entrado en coma, suelen referir una singular experiencia. No es infrecuente que en tales trances hayan asistido a una revisión mental de su propia vida. El fenómeno sobreviene desde dentro, cuando, al tiempo de apagarse las sensaciones del exterior, se enciende la memoria y la persona queda desconectada de las incitaciones de este mundo. Entonces, en brevísimos segundos, puede darse una a modo de representación de las etapas de nuestra vida, que contemplamos como espectadores, sabiendo que somos los protagonistas. Nada escapa entonces a la mirada. Allí están al vivo nuestras miserias y errores. Y, cuando se apaga la iluminación de la conciencia, quizás el alma haya podido arrepentirse de su vida pasada.
Algo parecido le sucedió a don Josemaría el 27 de abril de 1954. Ese día, como de costumbre, don Álvaro le inyectó, cinco o diez minutos antes de comer, una dosis inferior a la prevista por el médico. Se trataba de un nuevo tipo de insulina retardada (194). Bajaron al comedor y, a poco de bendecir la mesa, estando solos frente a frente, el Padre se dirigió de pronto a don Álvaro:
"¡Álvaro, la absolución! Yo no le entendí -refiere éste-, no le pude entender; permitió Dios que no le entendiese. Y entonces insistió: ¡la absolución! Y por tercera vez, en cuestión de pocos segundos todo: La absolución, ego te absolvo. Y en ese momento perdió el conocimiento. Recuerdo que primero tomó como un color rojo púrpura, y después se quedó amarillo térreo. El cuerpo, como muy pequeño.
Le di la absolución inmediatamente, e hice lo que supe: llamar al médico y meterle azúcar en la boca, forzándole con agua a que tragara, porque no reaccionaba y no se le notaba el pulso" (195).
Cuando llegó Miguel Ángel Madurga, médico, miembro de la Obra, el Padre había ya recobrado el sentido. El shock había durado diez minutos. Luego de examinar al enfermo, seguro de que se hallaba fuera de peligro y no existían complicaciones, Miguel Ángel le hizo comer, aunque no se dio cuenta de que el enfermo no veía.
- "Hijo mío -dijo el Padre a don Álvaro cuando se marchó el médico-, me he quedado ciego, no veo nada.
- Padre, ¿por qué no se lo ha dicho al médico?
- Para no darle un disgusto innecesario; a lo mejor esto se pasa" (196).
Permaneció ciego durante horas. Por fin se recuperó y pudo mirarse a un espejo:
- Álvaro, hijo mío, ya sé cómo quedaré cuando esté muerto.
- "Padre, ahora está usted como una rosa", replicó éste (197).
En efecto, horas antes sí que tenía verdaderamente aspecto de muerto. El Señor, además, le permitió ver toda su vida, con gran rapidez, como si fuese una película (198).
Por su parte, el especialista, Carlo Faelli, asegura que "se curó de la diabetes después de un ataque alérgico, bajo forma de urticaria y lipotimia" (199). Durante un tiempo siguió el doctor Faelli observando al paciente y, con gran sorpresa, vio que se había atajado en seco la enfermedad. De manera que pudo testimoniar que, a raíz del ataque anafiláctico, "se halló curado de la diabetes y de sus complicaciones, sin tener ninguna otra recaída ni estar condicionado por limitaciones dietéticas. Se ha tratado de una curación científicamente inexplicable" (200).
Al tiempo de la curación le desaparecieron achaques y dolores de cabeza, a los que estaba tan habituado que se sintió como si hubiera salido de una cárcel invisible. Bajó también notablemente de peso. Le quedaron, sin embargo, rastros de la diabetes curada. Secuelas de la pasada enfermedad, que años más tarde le causarían otros trastornos (201).
En un primer momento guardó silencio sobre su curación, aunque lo comunicó a unas cuantas personas. Esperó cierto tiempo, antes de hacerlo público, agradeciendo ese favor a Nuestra Señora de Montserrat, advocación de la que era muy devoto, y en el día de cuya fiesta había recobrado la salud. Éste es el período, antes aludido, que se corresponde con una inexplicable ausencia de cartas entre las fechas del 27 de abril y el 1 de junio.