El Fundador del Opus Dei
Santidad y grandeza de la Iglesia
1. "Me duele la Iglesia"
2. Unas locuciones divinas
3. En la Casa del Padre Común
4. "Luchar, por amor, hasta el último instante"
5. Correría catequística por la península Ibérica (1972)
Al acabar la novena a la Virgen de Guadalupe había ya desaparecido del rostro del Padre toda huella de la tensión espiritual que la semana antes le hizo permanecer, horas y horas, hincado de rodillas y con los ojos clavados en la imagen milagrosa. Había vaciado la pena que le henchía; y su semblante, sereno y sonriente, reflejaba, al despedirse, la paz de su espíritu:
Ya no te pido más, Madre, he dejado en tus manos todo lo que me embargaba el alma, el corazón, la cabeza, todo mi ser. Estoy seguro que me has escuchado, y me voy de aquí satisfecho y tranquilo (1).
Desde la terminación de la primera parte del Congreso General Especial, Extraordinario, toda la Obra rezaba al unísono, con una sola voz, mientras el Padre, en la Navidad de 1969, exhortaba insistentemente a todos sus hijos para que se unieran a sus intenciones (2). Así, apoyándose unos en otros, arropados con la misma esperanza, nadie perdería la seguridad de alcanzar, gracias a la oración perseverante, lo que el Padre pedía. Se cumpliría, a no dudarlo, lo que el Señor metió en su alma, muchos años atrás, en los comienzos de la Obra, precisamente el 12 de diciembre de 1931, fiesta de la Virgen de Guadalupe, según las palabras del salmo: "A través de los montes, las aguas pasarán". No había olvidado el Fundador tal promesa, ya que ese mismo mes escribía a uno de sus hijos: se logrará lo que esperamos -inter medium montium pertransibunt aquae!-, con la gracia de Dios y el poder suplicante de María Santísima (3).
En mayo de 1970, durante su estancia en México, le llegaron las fotos de un Cristo que había encargado a un escultor romano. Dio el Padre su visto bueno al modelo de yeso; y al año siguiente estaba listo el encargo. Tratábase de un Cristo de tamaño natural, en bronce dorado. Un Cristo aún vivo, clavado en la Cruz y coronado de espinas. Tenía los ojos abiertos, mirando amorosamente el mundo. Lo había mandado hacer en vista del futuro cumplimiento de la "gran intención": la "intención especial", la configuración jurídica definitiva del Opus Dei. La imagen, según pensaba entonces el Padre, iría a la ermita de la Santa Cruz, en vías de construcción en la nueva sede del Colegio Romano, uno de los posible asientos de la futura iglesia prelaticia del Opus Dei (4). El hecho es que el Padre veía anticipadamente, con los ojos de la fe, realizada la Prelatura personal. También veía las dolorosas circunstancias que atravesaba el Pueblo de Dios; y, movido por la mirada redentora de Cristo sobre lo alto de su Cruz, ofreció en amoroso sacrificio la renuncia a entrar en la tierra prometida; esto es, el ver cumplida en vida su última intención fundacional. Como decía a sus hijos en una meditación:
Han pasado cuarenta y cuatro años desde los comienzos, y todavía seguimos caminando por el desierto: más años que aquella larga peregrinación del Pueblo escogido por el Sinaí. Pero en este desierto nuestro han brotado las flores y los frutos, de maravilla; tanto que es todo oasis frondoso, aunque esto parezca una contradicción (5).
En compensación, tenía el gozo íntimo de saber que la cuestión institucional, si no jurídicamente resuelta, quedaba, al menos, debidamente enfocada. De manera que este problema pasó a ocupar un segundo lugar en medio de las grandes preocupaciones que le consumían (6).
Una mañana de 1970, don Javier Echevarría le notó desasosegado, con muestras de inquietud, como quien ha tenido un serio disgusto. Iba a celebrar misa y, antes de entrar en el oratorio, suspiró con fuerza, arrojando de su pecho la carga que le abrumaba:
- ¡Dios mío!
- "¿Le pasa algo, Padre?", preguntó don Javier.
- Me pasa…, que me duele la Iglesia (7).
En diversas ocasiones se había lamentado en público el Santo Padre de la triste situación de la Iglesia, consecuencia, en parte, de "una falsa y abusiva interpretación del Concilio". Esa "falsa y abusiva interpretación del Concilio" significaba "una ruptura con la tradición, también doctrinal, llegando a repudiar a la Iglesia preconciliar y a permitirse concebir una Iglesia nueva, casi reinventada desde dentro en su constitución, en el dogma, en sus costumbres y en el derecho" (8). Repetidas veces había denunciado Pablo VI la "falta de confianza" de un buen número de cristianos respecto a la Iglesia. Entre ellos, por desgracia, no faltaban sacerdotes y religiosos; frecuentemente su animadversión iba acompañada de agresividad y, en otros casos, de desilusión. Denunciaba el Papa los brotes de criticismo negativo que aparecían por todas partes, la fascinante atracción ejercida por la violencia, la inquietud que azotaba las conciencias, la tendencia al mimetismo de sociologías ateas, y la seducción de la ideología marxista, cargada de incitaciones anticristianas, tales como el odio, la subversión y la lucha de clases. "Es imposible -resumía Pablo VI- no darse cuenta de los graves y peligrosos efectos que esto acarrea a la Iglesia: confusión y sufrimiento en las conciencias, empobrecimiento del espíritu religioso, dolorosas defecciones entre las personas consagradas a Dios, daño a la fidelidad e indisolubilidad matrimonial, debilitación del movimiento ecuménico e insuficiencia moral para contener la irrupción del hedonismo" (9).
Las malas noticias, que nunca faltaban, le llegaban al Padre como arriban a la orilla del mar los tristes restos de un naufragio. De algunos desastres tenía noticia por la prensa. Hacia 1970 supo por los periódicos de dos robos sacrílegos, uno tras otro. Habían descerrajado los sagrarios, esparciendo por el suelo las sagradas Formas antes de llevarse los copones (10).
Por desgracia, muchas de las incontables heridas infligidas al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, venían, no de mano de extraños, sino de algunos que deberían protegerla (11). No pocas estructuras eclesiásticas se desquiciaban, a ojos vistas, y, en algún que otro sector del clero, cundió la duda sobre la "identidad" del sacerdote y su función ministerial. Los ultrajes cometidos, al celebrar la Santa Misa, impedían en algunas ocasiones que llegasen a los fieles los beneficios del infinito tesoro que es el sacrificio eucarístico. Un día refirieron al Fundador lo ocurrido en una iglesia en Alemania, adonde había ido a oír misa un miembro de la Obra, que salió del templo sin acercarse a recibir la comunión. Estaba convencido de no haber participado en el Santo Sacrificio. El sacerdote, en lugar de decir las palabras rituales de la Consagración, había dicho: "Ésta es mi comunidad con Cristo" (12).
Los objetos litúrgicos, imágenes y confesonarios se apilaban en las sacristías o en el trastero de las iglesias; y a veces se relegaba el tabernáculo al último rincón del templo. A efectos de piedad religiosa se consideraba todo ello antiguallas sobrantes; y lo que tenía valor artístico se malvendía. Así las cosas, cierto día llegó a Roma una talla de la Virgen regalada al Padre. Era una bella escultura de tamaño natural, de madera y algo deteriorada. Junto con la alegría de verla rescatada para el culto, el Padre no pudo contener su dolor pensando que había sido arrancada a la piedad de los fieles y pasado por manos de mercachifles. Mirándola, exclamó con voz dolorida: ¡Madre, de dónde te habrán echado! (13). Y, en desagravio, mandó que no faltasen a sus pies unas flores frescas hasta que se hallase completamente restaurada (14).
Del mismo modo que se desmantelaban las iglesias, se entraba despiadadamente a saco en el dogma y se rechazaba la obediencia y sumisión debidas a la autoridad eclesiástica legítimamente establecida (15). Fueron incontables las defecciones en las comunidades religiosas, hasta el punto que algunos conventos quedaron en sus cuatro paredes. Se vaciaron no pocos seminarios, abandonándose los estudios teológicos. En fin, en muchos lugares se replanteó agriamente el régimen de clausura. Mientras tanto, por aquellos años de 1969 y 1970, el Padre buscaba, por intercesión de Nuestra Señora, el bien de la Iglesia, aparentemente medio arruinada, yendo como peregrino de santuario en santuario.
Con su felicitación de Año Nuevo 1969 escribía a sus hijos de España:
Un año nuevo, en el que hemos de pedir todos a una que el Señor, por intercesión de su Santísima Madre, devuelva la unidad y la autoridad a esta Iglesia de Dios, que a los ojos del mundo entero aparece semidestruida. Pero, no: porque es el Espíritu Paráclito quien la gobierna (16).
Reafirmando su fidelidad a la Iglesia, el Padre abría de par en par el corazón a sus hijos y a quienes podían entenderle:
Muchísimo me ha alegrado-escribe al Cardenal Dell'Acqua- el ver, una vez más, que Dios le ha concedido la gracia de entender a fondo nuestro espíritu; y, como puntos esenciales de él, el amor y lealtad constante hacia la Santa Iglesia y el Papa, y el ansia apostólica de llevar a Cristo todas las almas. Esta afectuosa comprensión suya nos ha sido y nos es de gran estímulo y consuelo para amar cada día más a nuestra Madre la Iglesia y al Vicario de Cristo en la tierra. (17).
* * *
El Fundador se percataba, con singular lucidez, de la terrible crisis que sufría el pueblo de la Iglesia (18). Es natural, pues, que ello le causara una indecible preocupación. No todos los cristianos, sin embargo, participaban de esa angustia. No todos, acaso, se daban cuenta de la grave situación por la que atravesaba la Iglesia ni se sentían injertados en Ella, ni la consideraban Madre, ni compartían sus penas, como los buenos hijos.
Frente a la indiferencia, la frialdad o el odio, el Fundador proclamaba desde joven este amor limpio: ¡Que alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia Santa! (19).
Frente a la cobardía, la rebelión o la deslealtad, profesaba una lealtad firme y heroica, como también había escrito en Camino tiempo atrás: Ese grito -"serviam!"- es voluntad de "servir" fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios (20). ¿No sería acaso que, antes de irse a pique la fe de buena parte de aquellos cristianos, había fracasado ya en ellos la lealtad a la causa de la Iglesia? Porque la virtud humana de la fidelidad es, en cierto modo, según la enseñanza del Fundador, inseparable de la virtud sobrenatural de la fe.
Desde un primer momento había advertido, en efecto, la necesidad de desarrollar conjuntamente las virtudes humanas y las sobrenaturales. Práctica que don Josemaría consideraba de extraordinaria importancia en cuanto a la formación integral que procuraba dar a las almas en el Opus Dei, como bien insistía a sus hijas:
Hijas: inculcad en los corazones y en las cabezas de todas, un espíritu de lealtad -que es fina caridad de Cristo- que casi es desconocido entre los hombres, aun entre aquellos que se llaman cristianos (21).
En torno a estas ideas, y en defensa de la doctrina, pronunció en 1972 una homilía titulada Lealtad a la Iglesia. ¿Quiénes componen la Iglesia?, se preguntaba:
Gens santa, pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos […].
Cuando el Señor permita que la flaqueza humana aparezca, nuestra reacción ha de ser la misma que si viéramos a nuestra madre enferma o tratada con desafecto: amarla más, darle más manifestaciones externas e interiores de cariño.
Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos. La Iglesia, Esposa de Cristo, no tiene por qué entonar ningún mea culpa. Nosotros sí: mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa! […].
Nuestra Madre es Santa, porque ha nacido pura y continuará sin mácula por la eternidad. Si en ocasiones no sabemos descubrir su rostro hermoso, limpiémonos nosotros los ojos (22).
El sufrimiento fue en la vida del Padre colirio de purificación. De tal modo había clarificado su visión interior que tenía constantemente presentes, al desnudo y en detalle, las terribles consecuencias acarreadas por la desarticulación de la fe en el mundo contemporáneo. Ahora el futuro de la Historia se le representaba como un libro abierto, en el cual podía leerse el funesto derrotero hacia el que derivaría la humanidad, si se desvirtuaban las realidades sobrenaturales; y allá, al fondo de sus páginas, se abría un negro abismo por donde despeñarse las almas. El sufrimiento había preparado al Fundador para tales clarividencias, como resultado de un intensísimo amor a Cristo y a su Iglesia. Esto le hacía sentirse responsable de la misión de la Iglesia. Y no se explicaba que, ante la magna empresa de la Redención, los cristianos permaneciesen en actitud pasiva, con los brazos caídos, indiferentes al hundimiento general.
Al pensar en el peligro de perdición de las almas, el Padre urgía a la oración: hay que rezar por las almas, por la Iglesia, porque quieren clavar otra vez a Cristo en la Cruz (23). En esos amargos trances movilizaba toda la energía interior de que era capaz, y el conjunto de su vida afectiva, porque su espíritu había logrado una portentosa y armónica compenetración de fuerzas sobrenaturales y humanas, que se traducía en apasionado celo apostólico (24). Semejante dominio, ejercido sobre las potencias todas de su persona, nos da la medida de su sufrimiento. Le dolían las almas; y ese agudo dolor le arrancaba lágrimas de fuego: Nunca he sido llorón -confesaba a sus hijos-, pero aquellas eran unas lágrimas muy dulces, que quemaban los ojos: me las daba Dios (25).
Hacía el Padre grandes esfuerzos para no dejar ver que sus penas corrían a la par que sus lágrimas. Solamente en la intimidad con Dios daba vía libre al desahogo. No podía contener las lágrimas al celebrar misa y en la acción de gracias. Y era tal su intensidad que le produjeron una fuerte irritación de ojos. Temiendo que se tratase de un mal de la vista, le llevaron a que le examinase un oculista. No era nada de importancia médica. Muy bien pudiera tratarse del don divino de lágrimas (26).
Don Javier Echevarría, que presenció aquel dolor inmenso, testimonia que el Padre tenía el alma triturada desde que, "a partir de la década de los sesenta, comenzó la gran deserción de sacerdotes y religiosos en el mundo entero. Era un clamor dolorido el que afluía a su boca con continuidad. Le dolía la Iglesia, como solía comentar constantemente; le dolían aquellas almas que traicionaban su vocación; le dolían las almas que padecían el escándalo ante aquellas deserciones; le dolía la confusión que procuraban provocar los enemigos de la Iglesia" (27).
Nada de cuanto ocurría a su alrededor resultaba indiferente al Padre. Su disposición natural era la de compartir la alegría o el dolor ajeno. Había en él, por amor a Dios, una decidida propensión a hermanarse misericordiosamente con los sentimientos del prójimo. Si sabía de alguien que padecía, se sentía también afectado, incluso físicamente, en sus entrañas paternales. Esta repercusión del sufrimiento ajeno era fenómeno corriente en su persona. Era algo que le venía de lejos, pues constituía uno de los rasgos característicos de su herencia biológica. Cuando se producía una de esas espontáneas reacciones, sin darle mayor importancia, solía decir a los presentes: no os preocupéis, me viene de familia, porque mi buena madre cuando ocurría una cosa semejante se veía afectada inmediatamente (28). En tales condiciones, ¿cómo vivir indiferente, cuando era testigo, a diario, de tanta ofensa cometida contra el Señor, el cual había pagado generosamente con su sangre la redención de la humanidad?
Por entonces, los dolores físicos se añadieron enseguida a los morales, de modo que el sufrimiento le corría por cuerpo y alma como por un sistema de vasos comunicantes. Hacia 1970 se vio aquejado de dolencias causadas por la insuficiencia renal crónica que padecía. Se le hincharon las articulaciones en brazos y rodillas, con derrames sinoviales y fuertes molestias, que disimulaba lo mejor que podía (29). En conversación con sus Custodes (don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría), les comentaba:
poquito es esto que tengo y que quiero ofrecer continuamente al Señor; y también lo otro -mi sufrimiento por la Iglesia-, que eso sí es muy importante, ¡y resulta una buena mezcla! El dolor físico cuesta, pero cuesta más, si se une a un dolor moral que se viene arrastrando desde hace tiempo; pero hay que decir fiat!, aceptando con buen humor la Voluntad de Dios (30).
La insuficiencia renal le ocasionaba dolores cada vez más fuertes, aunque no por eso dejaba de trabajar intensamente, sobreponiéndose mediante recursos espirituales. Estoy muy cansado -decía a sus hijos un 14 de diciembre de 1970-, y me tengo en pie a fuerza de jaculatorias (31). Sus padecimientos físicos, e igualmente los sufrimientos morales, desembocaban en una dolorosísima preocupación por la Iglesia y por las almas; oyéndosele decir frases que expresaban muy bien sus sentimientos:
Yo amo a la Iglesia con toda mi alma; y he quemado mi juventud, mi madurez y mi vejez por servirla. No lo digo con pena, ya que lo volvería a hacer si viviera mil veces (32).
Me duele la situación de la Iglesia. Pero qué le vamos a hacer, hay que esperar y pedir al Señor para que acabe esta avalancha (33).
Un día -era el 1 de noviembre de 1970- hablaba con clara emoción a los del Consejo General. En la vida -venía a decirles- se presentan a veces momentos de oscuridad. Solamente con la fe pueden superarse, porque Dios existe, aunque sea un Deus absconditus. Sin duda, el Padre llevaba a cuestas alguna grave carga, porque ese mismo día, en diálogo con el Señor, le oyeron sus hijos estas palabras: Te estoy dando, Señor, las últimas perras gordas. Non ne posso più! (34). Entregaba todo. Lo daba con generosidad; y Dios, en correspondencia, cargaba más la mano en el dolor. Don Javier Echevarría recuerda un comentario de 1971:
Yo no sé lo que es no tener penas. Mi vida ha estado llena de dolor, vivido con paz y con alegría sobrenatural. Al principio, he procurado que no se me notara. En esta última temporada, el Señor carga la mano -¡y hace bien!-, para que yo sepa aprovecharlo y me sirva de purificación, y, también, porque lo merezco: quiero saber aprovechar esta mortificación pasiva, amando dulcemente la dulce Voluntad de Dios (35).
Las noches en que dormía poco, o casi nada, ya sabían sus hijos el porqué. La preocupación por las almas, los riesgos a que estaban expuestas, le robaban muchas horas de sueño. Se sentía inquieto (36).
Era necesario reparar por miles y miles de defecciones. Y para enfrentarse con tan enorme peso, hubo de recurrir a la acción del Espíritu Santo, que sigue asistiendo a la Iglesia en horas de luto y oscuridad; también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor (37). Por todas partes se encontraba rebasado por la aflicción, físicamente agotado de tanto rezar, y al borde mismo de una irremediable pena:
Me doy perfectamente cuenta -comentaba a sus hijos- de que no consigo nada poniéndome triste, pero no lo puedo remediar: ¡me da pena la Iglesia, me dan pena las almas! Me lleno de tristeza, aunque por dentro estoy lleno de paz, porque sé que el Señor no puede fallar. Muchas veces, acabo el día muy fatigado por el esfuerzo de rezar continuamente, ¡siempre pidiendo, siempre pidiendo!, con la confianza de que el Señor tiene que escucharme; y entonces, el peso de ese cansancio procuro convertirlo también en oración, y ofrezco a Dios mis miserias, mis buenos deseos, y el buen afán de hacer muchas cosas que quisiera acabar y a las que no llego porque me falta materialmente el tiempo, mientras me digo con un abandono total: ¡Señor, por tu Iglesia, por todas las almas, por mis hijas y mis hijos, por mí! ¡Mira que es tu Iglesia, que somos tus hijos, que son tuyas las almas! Así, me dispongo a recomenzar mi lucha y mi oración (38).
Vivía el Padre en perfecta vigilancia de espíritu. Ojo avizor a cuanto sucedía en el mundo y pudiera afectar a las almas. Y oración tan continuada y lágrimas tan abundantes habían afinado increíblemente su vida interior. Al cabo de los años, la intimidad de trato con el Señor en la Eucaristía no se había empañado de rutina. Continuaba fresco en su memoria aquel temblor que le sobrevino siendo diácono, cuando por vez primera tocó la Sagrada Hostia. Con esa fineza de sentimientos celebró misa el 14 de noviembre de 1970, en que, sin ruido de palabras, le decía al Señor: Señor, que no me acostumbre a estar cerca de Ti; que Te quiera como aquella vez, cuando Te toqué temblando por la fe y el amor (39).
Con humildad y profunda gratitud se volvía a Dios, nuestro Padre, en toda ocasión. Si cometía una leve inadvertencia, le salían del alma súplicas de perdón. Se arrepentía hasta de las involuntarias distracciones en sus rezos. Y agradecía todos los bienes recibidos, también aquellos de los que no era consciente o que no habían dejado rastro en la memoria. El 19 de abril de 1971 acababa de estrenar unos zapatos, y en las tertulias con sus hijas, o con sus hijos, ese día y los siguientes, le oyeron decir: Doy gracias a Dios porque me calzáis, porque me cuidáis, porque me dais de comer. Antes no agradecía todo esto; pero ahora sí, porque veo que todos son beneficios suyos. También le agradezco tener dos manos, dos ojos, ser normal (40).
Con ese vivir pendiente de la Iglesia maltratada, sintiendo sobre sí las graves faltas cometidas sin cesar por los hombres, el dolor había llegado a emblandecer sus sentimientos. En ocasiones veía el mundo desde dentro de su pena. Si amanecía un día esplendoroso y soleado -un día "jaranero", como él decía-, consideraba tal euforia poco menos que un insulto a la aflicción de la Iglesia (41). No quería celebrarlo. En cambio, si el día era gris y lluvioso lo agradecían sus ojos irritados. Externamente, sin embargo, tenía que debatirse contra la tristeza, que tiraba de él e intentaba llevarle melancólicamente al pesimismo. Toda su vida la pasó luchando por mantenerse alegre, pese a las adversidades, precaviendo a sus hijos contra las "caras largas" y recomendando la sonrisa constante, que tantas veces cuesta, y cuesta mucho, sirviendo al Señor con alegría y sirviendo, también con alegría, a los demás, por Él (42). Ése era el espíritu del Opus Dei. Y con la gracia de Dios, el Padre se sobreponía a las penas.
Por aquel tiempo, en que tanto sufría a causa del deterioro de la Iglesia, cuenta una de sus hijas que, "de día en día, se veía crecer en su alma la esperanza, con la certeza de que Dios no dejaría de asistir a la Iglesia perseguida […]. Y nos invitaba a estar optimistas y alegres, pero con un optimismo fundado en la oración y en la reparación" (43).
Si su alma llegaba a probar la amargura de la tristeza, enseguida se agarraba a la roca firme de la filiación divina y meditaba, con optimismo, cómo todo nos viene de la providencia misericordiosa de nuestro Padre Dios. Luego se abandonaba en Él, se ponía absolutamente en sus manos. Ese abandono no era un dulce quietismo de alma adormecida sino operación recia y áspera, como explicaba a sus hijos el 11 de diciembre de 1972:
Resulta duro -les decía-, porque el alma pone en ejercicio las potencias que Dios nos ha dado para seguir el camino. Y llegan momentos en los que es necesario prescindir de la memoria, rendir el entendimiento, doblegar la voluntad. Resulta duro, repito, porque esa actividad del alma es lógica, como el reloj que tiene cuerda, y da necesariamente el tic-tac. Es a veces muy duro, ya que supone llegar a los setenta años en una infancia real: no me preocupo ni de espantarme las moscas ni de que me den el pecho. Ya lo harán. Me pongo en los brazos de mi Padre Dios, acudo a mi Madre Santa María, y confío plenamente, a pesar de la aspereza del camino (44).
Contando con la oración de todos sus hijos, se sentía con fortaleza prestada para seguir adelante. Se apoyaba, de modo particular, en la oración de los del Consejo General y de la Asesoría Central; y confiaba, muy especialmente, en la eficacia de la oración y mortificación de sus hijas numerarias auxiliares (45).
Corría el mes de febrero de 1962. El Padre, en tertulia con los del Colegio Romano, les decía: Rezad, que las cosas van adelante. Si sale, os lo diré; si no, os diré que no ha salido (46). No se mostraba más explícito; pero, en diálogo con el Señor, le instaba para que dejase ver un poquito su omnipotencia y su misericordia, resolviendo la intención especial, dando la configuración jurídica definitiva al Opus Dei. A veces, cuando dirigía la meditación a los del Consejo General, miraba al Sagrario y decía: ¡Señor, lúcete! ¡Haz una de las tuyas! ¡Que se vea que eres Tú! (47). En sentido estricto no pedía un milagro, pero sí una de esas sorpresas que, para gloria de Dios, dejase a todos boquiabiertos.
Eran los días en que había solicitado de la Santa Sede, por insistencia del Cardenal Ciriaci, la erección del Opus Dei en Prelatura nullius, porque de hecho la Obra no era ya un Instituto Secular. Como queda visto, la solicitud no fue acogida. El Fundador aceptó humildemente, con desilusión, la respuesta negativa de la Santa Sede, aunque no le cogió por sorpresa. Cumpliendo lo prometido, dio a conocer a sus hijos el fallido intento y, al mismo tiempo, les incitó a no perder jamás el punto de mira sobrenatural en todas las cosas, y a continuar rezando por la intención especial, "dando la lata" a Dios Nuestro Señor constantemente, con perseverancia, sin tregua ni pausa:
Dios, que es dador de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria por Jesucristo, después de que hayamos padecido un poco, Él mismo nos perfeccionará, nos fortificará y nos consolidará (1Pt5, 10). Por eso, a cada uno de vosotros os digo: clama, ne cesses, quasi tuba exalta vocem tuam (Is.58, 1); grita, no te canses de hacer oración, levanta tu voz, que suene como una trompeta (48).
El eco de ese clamor iba, frecuentemente, acompañado de lágrimas. Como Fundador, y como Padre, a él correspondía cuidar la salud espiritual de sus hijos, abriéndoles los ojos a lo que estaba sucediendo (49). Debían, pues, mantenerse fuertes en la fe, firmes en la doctrina, fieles al Magisterio de la Iglesia. Y así les exhortaba: En el Opus Dei, os lo he repetido incansablemente, procuramos siempre y en todo sentire cum Ecclesia, sentir con la Iglesia de Cristo, Madre nuestra (50).
* * *
La vida del Padre se había convertido en holocausto silencioso. Dios le hacía participar, muy de cerca, en la Cruz de su Hijo. Este sentirse atraído a la labor redentora lo consideraba invitación amorosa y paternal, un honor y una caricia, detrás de la cual veía un claro propósito, que aceptaba y bendecía con espíritu de desagravio: a mis setenta años -confesaba-, con tanto palo como he recibido, lo veo todo como purificación, porque soy un miserable (51).
En este sentido habría que preguntarse si es obligado distinguir etapas en la vida del Fundador, porque su existencia no fue otra cosa que una continua purificación. Desde niño se vio sometido al dolor, a la presencia de la muerte y a los reveses económicos de la familia; y después, a lo largo de los años, a infinitas dificultades, a multitud de humillaciones, a contradicciones severas, a la persecución y a toda clase de sufrimientos. En breve, se encontró el curso de su vida sembrado de impedimentos humanamente insuperables. Nunca se quejó; y resulta verdaderamente asombrosa su capacidad de soportar tanto agobio con serenidad y alegría. ¿Qué resorte interior le mantenía en pie, sin dejarse acogotar por la desgracia, sin ceder nunca ante la adversidad ni amilanarse ante los riesgos? La energía sobrenatural le venía, sin duda, de su considerar la filiación divina. El amor había triunfado plenamente sobre el dolor, porque aun aquello que puede parecernos malo, explicaba a sus hijos, lo envía Dios para nuestro bien:
No olvidéis, que si el Señor nos manda una alegría, es porque nos quiere; y, si nos manda alguna pena, es para probar que le queremos (52).
* * *
Ocho años hacía de la solemne inauguración del Concilio Vaticano II. Ocho años transcurridos desde que escribió a sus hijos en 1962, pidiéndoles oración por la Iglesia y por la Obra, sin pausa ni descanso. Pues bien, el 8 de mayo de 1970, una semana antes de partir en peregrinación para México, oyó claramente en su alma la voz del Señor: Si Deus nobiscum, quis contra nos? (53). En medio de su congoja, esta locución le trajo sosiego, y también seguridad en la fortaleza divina, porque el brazo de Dios es invencible. No pierde batallas ni deja de acudir en apoyo de sus hijos.
A la vuelta de México pasó el Padre unas semanas en Premeno, al norte de Italia, junto al lago Mayor, descansando y trabajando. La mañana del 6 de agosto de 1970 don Javier Echevarría fue a ayudar a misa al Padre, como de costumbre, y se lo encontró frente al altar, recogido en oración. Todavía resonaban en su alma unas palabras de consuelo, por las que Dios le daba a entender cuán grato le era el clamor incesante por la Iglesia y por la Obra, y cómo lo tenía presente (54). Años después lo contaba en una tertulia, eliminando todo protagonismo:
Pues había un alma que estaba pasando una temporada de mucho sufrimiento -no es ningún alma santa, es un alma como la vuestra, que tiene altos y bajos, que ha de ponerse lañas, lañas grandes-, y cuando no lo esperaba, mientras rezaba mucho por una cosa que todavía no ha sucedido, oyó en lo íntimo del corazón: clama, ne cesses! A esa alma no le gusta oír nada: sufre. Pero escuchó: sigue rezando, con clamor, con fortaleza; no dejes de rezar, que te escucho. Clama, ne cesses! (55).
Raramente comunicaba el Padre estos sucesos sobrenaturales. Tampoco sacaba a la luz pública episodios de esta índole, salvo si lo consideraba necesario para bien de la Obra y de sus hijos. De manera que, como es lógico, poco sabemos de las muchas gracias extraordinarias que recibió; pero sí algunas de ellas, como lo sucedido el 23 de agosto de 1971. Pasaba unos días en Caglio, un pueblecito cercano a Como, en el norte de Italia. Esa mañana, después de celebrar misa y dar gracias, estaba leyendo el periódico cuando sintió que, con gran nitidez y fuerza irresistible, se imprimía en su alma una locución divina: Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur (56). Vayamos confiadamente al trono de la gloria para obtener misericordia.
A las locuciones de 1970, que tanto le ayudaron en su perseverante oración por la Iglesia, siguió pronto un "descubrimiento": la acción, la efusión del Espíritu Santo en la Misa. Con ello se ensanchó la visión apostólica del Padre para contemplar cómo, por bondad divina, se había dado el florecer del Opus Dei en almas de toda raza, lengua y nación (57). No era amigo de proponer devociones particulares, pero sintió la necesidad de que toda la familia del Opus Dei hiciese juntamente una Consagración. Ofrecería la Obra al Espíritu Santo para que siempre fuese instrumento fiel al servicio de la Iglesia (58).
El día de Pentecostés, 30 de mayo de 1971, a las doce y media de la mañana, hizo la Consagración al Espíritu Santo en el oratorio del Consejo General. Detrás del altar, una gran vidriera iluminada reproducía la escena de la Pentecostés. Durante la ceremonia leyó don Álvaro el texto de la Consagración (59). Se imploraban los dones del Espíritu Santo, para que los derramase entre sus fieles, uno a uno: el don de entendimiento; el don de sabiduría; el don de ciencia; y el de consejo; y el de temor; y el de fortaleza, "que nos haga firmes en la fe, constantes en la lucha y fielmente perseverantes en la Obra de Dios". Y, finalmente, el don de piedad, "que nos dé el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres" (60).
No faltaba la petición por el Pueblo de Dios y sus pastores, cuya situación era causa de tantas lágrimas:
"Te rogamos que asistas siempre a tu Iglesia, y en particular al Romano Pontífice para que nos guíe con su palabra y con su ejemplo, y para que alcance la vida eterna junto con el rebaño que le ha sido confiado; que nunca falten los buenos pastores y que, sirviéndote todos los fieles con santidad de vida y entereza en la fe, lleguemos a la gloria del cielo" (61).
Aquellas lágrimas de dolor de amor trajeron consigo una lluvia de gracias. El clama, ne cesses! despertó en el alma del Padre un nuevo espíritu de vigilia, que le mantenía atento, siempre pendiente de Dios. Cada locución divina era un paso adelante, un peldaño en la escalada, un juego silencioso entre Dios y el alma. Las palabras estampadas en su espíritu, a fuego, indelebles, abrían cauces insospechados de amor.
Bajo el impulso del Espíritu Santo buscó refugio en el Corazón Sacratísimo de Jesús, tabernáculo de la misericordia divina. Cuando a primeros de septiembre de 1971 regresó de Caglio, aconsejó a sus hijos recitar con frecuencia una jaculatoria: Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem! (62). Así, por parcelas, fragmentariamente, el Padre iba descubriendo a sus hijos algo de la acción del Espíritu Santo en su alma. De ello tomaban éstos nota puntual, después de las meditaciones o de las tertulias en que salía a relucir alguna nueva incidencia espiritual. En octubre de 1971, por ejemplo, les hablaba del acto de abandono que había compuesto:
Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno (63).
Y, a continuación, pensativamente les comentaba: Para llegar a este acto de abandono, hay que dejarse el pellejo.
Las locuciones divinas impulsaban al Padre al desasimiento. A poco del clama, ne cesses! decía con sencillez a sus hijos: yo estoy siempre pendiente de Dios; estoy más fuera de la tierra que en la tierra (64). Estas locuciones reconducían su vida interior, metiéndola por cauces nuevos de Amor, hacia los sentimientos misericordiosos del Corazón de Jesús. Pero el Padre se lamentaba, no obstante, de que su correspondencia a la gracia fuese insatisfactoria: En cualquier profesión -exclamaba con desconsuelo-, después de tantos años, sería ya un maestro. En el amor de Dios soy siempre un aprendiz (65).
Eran las locuciones breves toques de la gracia, que avivaban su alma y le sostenían en la lucha constante contra el desconsuelo. Eran escuetas pinceladas del artista divino, que provocaban respuestas heroicas en el Fundador. Por entonces poseía ya el Padre más que suficiente experiencia para apreciar ese "algo" inconfundible que tienen las palabras de Dios. En su caso particular, describía la nota característica y distintiva de las locuciones diciendo que ese "algo" era breve, concreto, sin oír por el oído… y sin buscarlo (66).
* * *
No es infrecuente entre los hombres pensar que pueden prescindir de Dios, que nada les impide darle la espalda y vivir por su cuenta. Se engañan -comentaba el Fundador-. Aunque no lo sepan, yacen como el paralítico de la piscina probática: incapaces de moverse hacia las aguas que salvan, hacia la doctrina que pone alegría en el alma (67). No se percataban de que llevan en su alma un vacío de tristeza y desamparo espiritual. Cristianos hay también que con saberse dentro de la Iglesia se dan por muy satisfechos. Ciertamente, estar en la Iglesia es ya mucho: pero no basta. Debemos ser Iglesia, porque nuestra Madre nunca ha de resultarnos extraña, exterior, ajena a nuestros más hondos pensamientos (68).
Indudablemente, quienes así piensan y se comportan no han penetrado en la realidad sobrenatural de la Iglesia, en su misterio. Tal vez no ven más que una estructura humana y no una institución de origen divino, sin percibir una unidad indivisible entre el Pueblo de Dios y su Cabeza, que es Cristo, Esposo y santificador de su Cuerpo místico. Quizás olviden la debilidad de la condición humana, la existencia en su seno de personas con defectos y miserias, y el que la Iglesia está también gobernada por hombres, si bien asistidos por el Espíritu Santo. Acaso sólo consideren las cosas de modo terreno, de tejas abajo, superficialmente, sin remontarse al misterio santificador de la Iglesia, que -como canta el Fundador- penetra hasta la vida eterna, para la salvación de los hombres:
¡Santa, Santa, Santa! Nos atrevemos a cantar a la Iglesia, evocando el himno en honor de la Trinidad Beatísima. Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía, porque te fundó el Hijo de Dios, Santo; eres Santa, porque así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma de los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre que habitarán en la Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna (69).
Frente a la mezquindad propia de todo hombre resplandece la grandeza misericordiosa de la Iglesia, que, después de admitirnos en su seno por el bautismo, nos santifica con cuidados maternales. Su grandeza resalta en el poder sacerdotal que procede de Cristo; y la mediación salvadora entre Dios y los hombres, en la Iglesia se perpetúa.
Vivía el Padre en la contemplación del misterio inefable de la Iglesia. Sufría al ver cómo algunos cristianos desgarraban neciamente su unidad. Amaba a la Iglesia con locura, porque era la razón de su vida y la razón de la existencia del Opus Dei. Pues, ¿para qué quería el Opus Dei si no fuera para servir a la Iglesia? De haber vivido en tiempos de persecución y verse obligado a testimoniar con el martirio la fidelidad a la Iglesia, hubiera sido un hombre feliz (70). Amaba a la Iglesia con todas sus fuerzas. Así lo confesaba frecuentemente a sus hijos:
Hijos míos, ¡el bien de la Iglesia por encima de todo!; la fe de la Iglesia hay que defenderla continua y constantemente con la propia vida, en todas las circunstancias (71).
Sufría el Padre en su alma las desgarraduras de la Iglesia, como si estuvieran arrancando a viva fuerza los sillares de una catedral. Ganas le entraban de besar amorosamente esos bloques de piedra y volverlos a colocar en su sitio (72). Para el Padre se trataba, realmente, de una cuestión de amor (73). La Iglesia, herida y maltratada, pedía de sus hijos fidelidad. Necesitaba de ellos; y el mejor medio de reparar consistía en amar más y mejor. Como primera providencia, el Fundador ofreció su vida por la Iglesia y por el Papa y continuó ofreciéndola a diario (74). Así le llegó la mañana del 26 de junio de 1975. Ya había pedido en la misa por la Iglesia y por el Papa; ya había renovado horas antes de morir el ofrecimiento de su vida, y mil vidas que tuviera (75). De ello hay varios testimonios.
* * *
¿Qué hacer?, se preguntó mil veces el Padre. ¿Qué remedio aplicar a tanta rebeldía y desprecio como se había levantado contra la Iglesia? ¿Cómo contener una avalancha que amenazaba arrasar creencias, costumbres y devociones milenarias?
Veía muy claramente que la Iglesia necesitaba del empeño de todos los cristianos. Así, el Domingo de Ramos de 1971 predicaba una homilía, animando a los fieles a ser más leales a la doctrina de Cristo. Todos estaban obligados a ello. Nadie podía considerarse exento.
Predicaba el Padre una "guerra de paz":
Esa fuerza -decía- que no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario (76).
Predicaba el Padre la batalla interior contra el egoísmo, la sensualidad y la soberbia. Porque quien no pelea, siempre, estará expuesto a todo género de esclavitud: del poder o del dinero, de la vanidad o de la carne. El único modo de atraer el rostro misericordioso del Señor era la oración, el esfuerzo por estar más cerca de Él. En los momentos críticos de la historia de la humanidad no cabía otra solución que la súplica de los fieles arrepentidos y la intercesión de los santos por los pecadores. Nunca más cierto aquel grito de advertencia que el Fundador lanzó en Camino:
Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos (77).
Y con ello volvía al punto de partida, al tema inicial de su incesante predicación: la llamada universal a la santidad.
Como Pastor de la Obra, al Padre correspondía guiar espiritualmente a esta porción del Pueblo de Dios. Primeramente con el ejemplo. Su piedad era una lección espléndida de fe para quienes con él convivían. De manera muy particular el amor vivísimo que emanaba de sus actos, gestos y palabras hacia Jesús Sacramentado en las visitas al oratorio, al celebrar misa, en las procesiones eucarísticas o en otras ceremonias litúrgicas (78).
Después, pastoreaba las almas, vigilante en cuestiones doctrinales, de modo que llegaran a los fieles del Opus Dei, y a quienes se acercaban a los apostolados de la Obra, criterios con garantía acerca de la orientación de los libros que iban apareciendo en el mercado, el sentido de las nuevas publicaciones o las tendencias de sus autores. Veló, en fin, celosamente por el cumplimiento de las normas de piedad, la administración de los sacramentos, el cuidado en el culto y la intensa labor pastoral de los sacerdotes de la Obra, tomando toda clase de medidas extraordinarias para facilitar la fidelidad de sus hijos.
Ante el peligro que corrían las almas, el Padre cargó sobre sí la responsabilidad de mantener a salvo a los fieles del Opus Dei. Y adoptó una actitud positiva. Armado de la seguridad que da la fe, se propuso el avance y no la retirada. Era preciso purificar el mundo. Como hechura de Dios, el mundo no era malo; pero lo estaban haciendo malo los hombres. No ignoraba que el devolverlo limpio a Dios requería una gigantesca operación de limpieza, en todos los sectores y durante muchísimos años. Por tanto, el cristiano, olvidando dulces nostalgias del pasado, tendría que ir contra corriente y pelear en medio del mundo para no contaminarse.
Solía el Padre hablar de barcas y redes: de la barca de Pedro, de las redes de Cristo y de la misión de los doce Apóstoles, a quienes el Señor había hecho "pescadores de hombres". Al dirigir una meditación, conversando en tertulia con sus hijas o con sus hijos, les refería alguna que otra parábola ecológica. Comenzaban en esos años a alzarse voces en defensa de la naturaleza, voces de protesta contra el peligro de extinción de algunas especies animales o vegetales, la contaminación atmosférica o la impureza de las aguas. Las mujeres y los hombres del Opus Dei estaban inmersos en la faena apostólica de pescar almas, de prestarles servicio. A ellos aplicaba la parábola ecológica:
Pues, puede suceder que alguno de esos peces, de esos hombres, viendo lo que está sucediendo en todo el mundo y dentro de la Iglesia de Dios, ante ese mar que parece cubierto de inmundicia, y ante esos ríos que están llenos como de babas repugnantes, donde no encuentran alimento ni oxígeno, si esos peces pensaran -y estamos hablando de unos peces que piensan, porque tienen alma-, podría venirles a la cabeza la decisión de decir: basta, yo doy un salto, y ¡fuera! No vale la pena vivir así. Me voy a refugiar a la orilla, y allí daré unas boqueadas, y respiraré un poquito de oxígeno. ¡Basta!
No, hijos míos; nosotros tenemos que seguir en medio de este mundo podrido; en medio de este mar de aguas turbias; en medio de esos ríos que pasan por las grandes ciudades y por los villorrios, y que no tienen en sus aguas la virtud de fortalecer el cuerpo, de apagar la sed, porque envenenan. Hijos míos, en medio de la calle, en medio del mundo hemos de estar siempre, tratando de crear a nuestro alrededor un remanso de aguas limpias, para que vengan otros peces, y entre todos vayamos ampliando el remanso, purificando el río, devolviendo su calidad a las aguas del mar.
No admitáis nunca ningún desaliento. ¡Ánimo! A nadar contra la corriente. ¿Cómo? Con una invocación a la Virgen, al Corazón Materno y Purísimo de Santa María: Sancta Maria, refugium nostrum et virtus!, eres nuestro refugio y nuestra fortaleza. Estad tranquilos. No queramos salir del mundo. No queramos acortar los días, aunque se nos hagan muy largos; aunque veamos que quienes pueden no purifican las aguas, sino que contribuyen a contaminar los ríos, a soltar substancias nocivas en medio de los mares más grandes, que no se pueden liberar de todo ese mal […].
Esto es, hijos, lo que en nombre vuestro y mío le pido al Señor muchas veces. Que este mundo que Él ha hecho, y que los hombres estamos envileciendo, vuelva a ser como cuando salió de sus manos: hermoso, sin corrupción, una antesala del Paraíso (79).
En la visita que el Papa hizo al Centro Elis el 21 de noviembre de 1965, quedó patente la veneración del Fundador hacia el Vicario de Cristo, porque no pudo ocultar que se hallaba visiblemente conmovido por la presencia del Santo Padre. Delataban su emoción los papeles, que le temblaban en las manos mientras leía unas palabras de bienvenida. Al día siguiente daba las gracias a Su Santidad, cuya presencia física en los locales del Centro, y el haber sentido tan cercano y cálido Su Paternal afecto, había sido para todos un excepcional motivo de aliento y de gozo (80).
Una semana más tarde aún conservaba tan vigorosas y conmovedoras las imágenes de aquel felicísimo acontecimiento, que sentía la necesidad imperiosa de agradecer a Mons. Angelo Dell'Acqua, Sustituto de la Secretaría de Estado, la parte que tuvo en los preparativos de la visita.
Le diré, con fraternal confianza -escribe-, que durante todo el tiempo en que tuve el alto honor de acompañar a Su Santidad no se apartó de mí la emoción ni un instante. Yo soy -ocasión he tenido de decirlo otras veces a Vuestra Excelencia- un pobre pecador, pero, por la gracia de Dios, con fe recia y con un gran amor a Jesucristo, a Su Iglesia y a Su Vicario. Por eso me ha colmado de íntima conmoción el hallarme tan cerca del dulce Cristo en la tierra: y, en esta circunstancia, de un modo particular, porque a todo ello hay que añadir el gran afecto que profeso a Su Santidad.
De hecho, en aquellos momentos retornaba a mi memoria, acompañado de un vivo sentimiento de gratitud, el recuerdo de la mucha delicadeza que el Santo Padre ha tenido conmigo desde hace tantos años. Recordaba, en particular, que fue el entonces Mons. Montini quien me procuró la dicha de que S.S. Pío XII, de feliz memoria, me concediese audiencia. ¡Por primera vez podría hablar con el Papa!
La intensa emoción experimentada en aquel encuentro había sido posible gracias a él, como luego le dije. Y le cuento todo esto porque sé que así Vuestra Excelencia podrá entenderme mejor y no se asombrará de que acaso le confiese que siento una grande -santa- envidia, porque V.E. tiene la fortuna de ver con frecuencia al Santo Padre y de hablar con Él (81).
Apenas clausurado el Concilio, se promovieron reformas de todo tipo: en la organización eclesiástica, en la pastoral, en la liturgia. Reformas con frecuencia ad experimentum o sin la debida autorización de la Santa Sede o de los Obispos. La contradicción misma entre los usos que de esta manera comenzaron a difundirse en determinados grupos, y las disposiciones de las autoridades eclesiásticas, llevó al desorden. Al Papa, como ya había observado Pablo VI cuando era Sustituto de la Secretaría de Estado en tiempos de Pío XII, le llegaban enseguida las malas noticias y nadie se cuidaba de hacerle llegar las buenas (82). Aprovechaba, pues, toda ocasión de alegrar al Santo Padre manifestándole por escrito, directamente o a través del Sustituto de la Secretaría de Estado, Mons. Dell'Acqua, su absoluta y filial adhesión a la cátedra de San Pedro. Le era preciso desfogar sus sentimientos de vehemente devoción para con el Papa; y, en lo posible, sentía el impulso de consolarle y hacerle olvidar el desdén con que se le trataba en algunos lugares; y decirle cosas objetivas y darle noticias apostólicas que le alegraran, alejando de su pensamiento la tristeza.
A petición de Mons. Dell'Acqua, el Fundador enviaba a la Secretaría de Estado su parecer sobre diversas cuestiones, pensando en el servicio a la Iglesia y a las almas. Éste es el significado que ha de darse a la abundantísima correspondencia entre el Fundador y el Sustituto de la Secretaría de Estado; aparte, naturalmente, la íntima amistad que entre ellos existía.
Pero este trato con el Romano Pontífice, completado con algunas cartas personales a Pablo VI, no le bastaba. El Fundador deseaba un trato directo, cara a cara; oír la voz del Papa, contemplar su rostro, sentirse a su lado. Sucedía, sin embargo, que, cuando conseguía una audiencia, se encontraba tan a gusto que corría el tiempo y no terminaba de exponer las materias preparadas para la conversación.
En diciembre de 1965 las ediciones de Camino habían alcanzado ya los dos millones de ejemplares. Con este motivo se imprimió una edición especial -en castellano- para bibliófilos. El producto de su venta se destinaría a una obra social corporativa del Opus Dei en Sevilla. El Fundador quiso ofrecer al Papa el primer ejemplar y deseaba hacerlo en persona, como acción de gracias a Dios y como testimonio sincero de su completa y filial adhesión al Vicario de Cristo en la tierra (83).
La audiencia, preparada por Mons. Dell'Acqua, tuvo lugar el 25 de enero de 1966. Cuatro días después don Josemaría se lo agradecía por carta y le contaba sus impresiones:
No puede imaginar la profunda alegría y la intensa emoción que experimento siempre que se me permite hablar con Su Santidad. Gracias doy a Dios por el amor y la gran veneración que me ha concedido hacia el Romano Pontífice. No consigo habituarme a estos felices encuentros, aun cuando siempre me encuentro perfectamente a gusto, como hijo que charla con su Padre. Pienso que solamente después de un mes de conversación frecuente con el Santo Padre llegaría a expresar con mayor desenvoltura todo lo que siento dentro de mí (84).
Había pasado año y medio desde este encuentro con Pablo VI, y el Fundador solicitó nueva audiencia, con el motivo de entregarle personalmente unas medallas conmemorativas del Centro Elis; y en realidad, como él mismo confiesa, para aprovechar la ocasión y charlar con el Santo Padre exclusivamente de cosas que le den consuelo y alegría (85).
La audiencia tuvo lugar el 15 de julio de 1967 por la mañana. Esa misma tarde, con el corazón lleno de gozo, agradecía por carta los buenos oficios interpuestos por Angelo Dell'Acqua, su viejo amigo, recientemente nombrado Cardenal. A medida que escribe, la pluma va llenando el papel de luz y de alegría:
Ser recibido por el Vice-Cristo en la tierra constituye siempre para mí un don preciosísimo del Señor, un motivo de gran consuelo, y un impulso vigoroso para mi alma y para la labor apostólica de todo el Opus Dei (86).
Refiere luego don Josemaría el ofrecimiento al Santo Padre de las medallas conmemorativas de su visita al Centro Elis en 1965, para pasar a hablarle de la fecunda labor apostólica de sus hijas y de sus hijos, sabiendo lo que para el Papa significaban las buenas noticias, porque, en medio de las preocupaciones cotidianas y agobiantes que le imponen su altísima misión y su incansable celo apostólico, resultan ser un rayito de alegría. Y sigue:
Eminencia, con la audiencia maravillosa de esta mañana me he sentido recompensado por los muchos sufrimientos que el Señor, en su amorosa Providencia, ha permitido que afrontase durante estos últimos 40 años: y todo esto lo debo a Su Eminencia. Puede estar seguro de que, así como rezo todos los días por la Iglesia de Dios y por el Papa, también recuerdo cada día a Su Eminencia en mis oraciones.
Rezar es lo único que puedo hacer. Mi pobre servicio a la Iglesia se reduce a esto. Y cada vez que considero mi limitación me siento lleno de fuerza, porque sé y siento que es Dios quien hace todo, interviniendo con su poder para dar vigor a la pequeñez de criaturas como yo, que nada tienen que dar y que no son nada (87).
A primeros de septiembre de 1967 el Fundador estaba en Castel d'Urio -una casa de retiros-, cerca de Como, en el norte de Italia, desde donde prosiguió viaje, con objeto de visitar algunos centros de la Obra y ocuparse de la expansión apostólica en el norte de Europa. Al llegar a París escribió al Cardenal Dell'Acqua para confirmarle que su oración por la salud del Santo Padre era constante, aunque por el curso de la enfermedad esperaba que pronto se recuperase. La anécdota que, en esta ocasión, refiere al Cardenal ocupa la mayor parte de la carta; y es evidente que aprovechó el suceso con el propósito claro de arrancar una sonrisa al enfermo.
Cuenta el Fundador que a su paso por Avignon salió con don Álvaro a estirar las piernas frente al Palacio de los Papas, y he aquí que tres hombrachones, soldados de la Legión Extranjera, y borrachos perdidos, al verles con vestido talar se les echaron encima. Debían estar en una fase de exaltación de sentimientos filantrópicos y religiosos, porque los tres, a voz en coro, dirigiéndose a don Álvaro, le preguntaron por la salud del Papa: Parce que nous aimons beaucoup le Pape, le advirtieron seriamente. Don Álvaro les tranquilizó y les exhortó a rezar por el Santo Padre. Cosa que prometieron hacer, continuando luego su incierto camino.
Y cerraba la carta pidiendo al Cardenal que tuviese la bondad de presentar al Padre Común su filial adhesión de oración y de cariño (88). El amor del Fundador por el Papa tenía honda raíz teológica. En él veía al Vicario de Cristo y al Padre Común de los cristianos, más allá de las cualidades personales del Pontífice reinante, ya fuese Pío XII, Juan XXIII o Pablo VI. Pero, además de teológico, era un afecto exquisitamente humano, como lo probaría la actitud del Fundador ante los dolorosos acontecimientos en que hubo de moverse en los años que siguieron.
* * *
Desde que tuvo lugar el encuentro con los legionarios en Avignon hasta su retorno a Roma, media exactamente un mes. Tiempo que el Fundador empleó en hacer unas visitas apostólicas a varios países. Luego fue a España para presidir, como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, la ceremonia de investidura de seis doctorados honoris causa, así como la segunda asamblea de los Amigos de la Universidad de Navarra, y el día 8 de octubre de 1967 celebró la Santa Misa en el campus de la Universidad ante las treinta mil personas que acudieron de distintas ciudades de España y de otros países. El Padre venía cansado tras varias semanas de ajetreo, pero a la vista de la labor pastoral pronto se rehizo. Ante él tenía una muchedumbre, que representaba -son sus palabras- una imponente manifestación de fe y de amor a la Santa Iglesia; y también (aunque me da vergüenza decirlo) de cariño hacia mí, que soy un pecador que ama a Jesucristo (89).
De España regresó a Roma, donde descansó unos días y se entrevistó con el Cardenal Dell'Acqua, en quien halló una sincera y sacerdotal comprensión de los problemas que le preocupaban. Lo cual le animó a tomar la pluma y explayarse fraternalmente con el Cardenal. (¡Cuántas veces había ocurrido lo contrario: que el Fundador había tenido que consolar y dar consejo al Sustituto de la Secretaría de Estado!) Vaciló un tanto antes de ponerse a escribir, porque el asunto no era para menos. Si dudaba no era por el temor de que sus juicios resultaran infundados, pues le sobraban pruebas, sino porque se conocía. Solía el Padre cantar demasiado claras las verdades. Por eso se tomó una pausa y sopesó la gravedad de sus afirmaciones antes de ponerlas por escrito el 29 de octubre de 1967:
Perdone, Eminencia, estas confidencias mías. Yo estoy siempre sereno, contento y alegre. Pero un arco no puede mantenerse siempre tenso, razón por la que siento la viva necesidad de comunicar a alguien este dolor que pesa sobre mi alma desde hace tantos años. Créame, Eminencia, que no exagero, porque son muchos los hechos dolorosos que me callo.
Por otro lado, bien me conoce ya V.E. Y creo que también el Santo Padre sabe que hablo con mucha sinceridad, sin amargura ni resentimientos; que quiero decir las cosas acompañándolas siempre de la máxima claridad y con la máxima caridad. Es la caridad de Cristo la que me empuja a defender esta Obra de Dios, que Él ha confiado en mis manos, y la vida apostólica, eficaz, santa y silenciosa de mis hijos (90).
La carta mana dolor por los cuatros costados, no por tratarse de nuevas calumnias, sino porque esta vez las insidias provenían de un Asesor de la Curia, que hacía pasar su opinión como si fuera sentir oficial de la Secretaría de Estado (91).
¿No cree, Eminencia -pregunta más adelante-, que ya es hora de que -in nomine Domini- cese esta absurda contradicción, sin motivo alguno (porque, ¿qué mal hemos hecho?) y perfectamente evitable, puesto que proviene de la Casa del Padre Común? (92).
Sus reflexiones venían a parar en que había un cierto número de personas que desconocía, teórica y prácticamente, el espíritu y apostolados del Opus Dei:
Me imagino que la causa humana de semejante actitud debe buscarse en el hecho de que esas personas no saben -no les entra en la cabeza- lo que es un laico; no comprenden qué significa trabajar sin ambiciones al servicio de la Santa Iglesia, sin comprometerla, usando de la santa libertad de que goza cualquier laico en el campo de acción que le confiere el hecho de haber sido bautizado, de ser un simple fiel. Tienen una idea tal del laico, que, cuando quieren demostrar que le aman, enseguida piensan… en hacerle diácono (93).
Después, en tono confidencial, continúa:
Seguiré esforzándome en amar y servir mejor cada día a la Iglesia. Ayer, pensando esto durante la celebración de la Santa Misa, he llorado lágrimas dulces y amargas: cuando era joven me venían con frecuencia, pero ahora hacía varios años que no me sucedía. No tema, Eminencia, todos los hechos dolorosos que he expuesto no impiden el que vaya creciendo siempre más nuestro amor a la Santa Iglesia y al Papa. Como sabe, recientemente he hecho un viaje. No ha sido para buscarme aplausos, sino para servir a la Iglesia y salvar almas (94).
Finalmente, refiere al Cardenal que en la fórmula de la Consagración de la Obra al Corazón Sacratísimo de Jesús, que anualmente se hace en la fiesta de Cristo Rey, él, con todas sus hijas e hijos, repiten estas palabras: "Danos un amor grande a la Iglesia y al Papa, que se traduzca en obras de servicio" (95).
* * *
Cuando Mons. Escrivá se quejaba al Cardenal Angelo Dell'Acqua de tan triste situación, éste ya había dejado meses antes el cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado para los Asuntos Ordinarios en manos de su sucesor, Mons. Giovanni Benelli (96). El nuevo Sustituto había sido Consejero de la Nunciatura en Madrid, consagrado obispo el 11 de septiembre de 1966, nombrado Pro-Nuncio Apostólico en el Senegal y Delegado Apostólico del África Occidental, para ser llamado enseguida a Roma, a la Secretaría de Estado, en junio de 1967 (97).
La salida de Dell'Acqua y la entrada de Benelli representó para el Fundador, y para la historia de la Obra, algo más que un cambio de actores. Hubo también un cambio de escenario, aplicándose nuevos procedimientos y una nueva política. Por lo que a la Obra se refiere, el ambiente en algún sector se fue enfriando. En primer lugar, desapareció el canal de comunicación creado en tiempos de Dell'Acqua, de modo que las noticias sobre el Opus Dei no llegaban tan fácilmente a oídos del Pontífice. Luego, continuaron las demoras, por parte de la Curia romana, para la erección de la Facultad de Teología en la Universidad de Pamplona, como se ha visto.
Corrían los meses, y el Fundador sentíase urgido interiormente a comunicar de viva voz al Papa muchas noticias de la labor apostólica que estaban realizando los miembros del Opus Dei, así como los pasos para resolver la cuestión institucional. Mientras tanto no dejaba de manifestar periódicamente a Su Santidad su filial e indiscutida adhesión a la Cátedra de Pedro y las fervientes oraciones de sus hijos (98). Como nadie le facilitara un encuentro con el Papa, decidió pedirlo por medio del Prefecto del Palacio Apostólico, en diciembre de 1968. Pero pasaban las semanas sin tener noticia de la Audiencia papal. Así, pues, el 24 de febrero de 1969 se dirigió por escrito a Mons. Benelli, solicitando sus buenos oficios para obtener una audiencia con Su Santidad. Con el escrito iba adjunta una carta para Pablo VI, en la que Mons. Escrivá exponía su irreprimible necesidad de manifestar la profunda veneración y gratitud que sentía por el Papa (99).
A la semana siguiente recibía una carta autógrafa del Santo Padre, reconociendo esa muestra de devoción filial, y agradeciendo paternalmente el consuelo que le procuraban las buenas noticias sobre la labor apostólica del Opus Dei (100). De la audiencia solicitada, en cambio, no tuvo noticia alguna.
En la primavera de 1969 fue cuando se enteró de que se había creado una Comisión especial, con el propósito de reformar los Estatutos del Opus Dei. Ya sabemos cómo la prudente y rápida intervención del Fundador logró desviar el peligro. Pero la desaparición de aquella Comisión especial no supuso variación favorable en algunas personas de la Curia para con el Opus Dei. Continuaron los atascos de las gestiones, señal evidente de que no era aquél un momento propicio para replantear cualquier iniciativa que tocase la cuestión institucional.
Desgraciadamente, los anteriores sucesos no constituían episodios aislados. Por los comentarios recogidos de boca de algunos ilustres eclesiásticos, Mons. Escrivá vino a enterarse de que, en torno a su persona, y sin que llegase a conocimiento del Santo Padre, se estaba creando el vacío, que ya le iba envolviendo en un cerco de hostilidad (101).
En desgracia oficial caían también quienes declarasen su amistad al Fundador, el cual agradecía con toda su alma la lealtad de otros muchos. El 27 de abril de 1970 escribía al Cardenal Dell'Acqua:
Muchísimo me ha alegrado el ver, una vez más, que Dios le ha concedido la gracia de entender a fondo nuestro espíritu; y, como puntos esenciales de él, el amor y lealtad constante hacia la Santa Iglesia y el Papa, y el ansia apostólica de llevar a Cristo todas las almas. Esta afectuosa comprensión suya nos ha sido y nos es de gran estímulo y consuelo para amar cada día más a nuestra Madre la Iglesia y al Vicario de Cristo en la tierra.
Me ha conmovido profundamente -y no puedo menos de agradecérselo en extremo- la fortaleza con que V.E. aprovecha toda ocasión de difundir la verdad sobre nuestra Obra. Es un gran servicio el que está prestando a la Iglesia, pero -es de justicia que lo diga- también es un servicio heroico en las actuales circunstancias (102).
¿Tan arriesgadas eran las circunstancias como para calificar de heroica la lealtad del Cardenal? Increíble resulta, pero los hechos hablan. Grave era, ciertamente, la situación cuando el Fundador recorría santuarios de la Virgen, en España y Portugal, implorando socorro del cielo.
A los pocos días de escribir esa carta -como se señaló anteriormente-, Dios hacía vibrar el alma del Fundador con una voz animosa: Si Deus nobiscum, quis contra nos? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Y el 6 de agosto de 1970, otra nueva locución alentadora: Clama, ne cesses! ¡Clama sin cesar!
Cuando el Cardenal Dell'Acqua fue nombrado Cardenal Vicario de Roma, el Fundador se apresuró a felicitarle. Deseaba verle, pero -escribe el 10 de noviembre de 1970-, en las circunstancias actuales, mi presencia en su despacho del Laterano puede, en cierto modo, suponer o dar origen a dificultades para Su Eminencia (103).
Por lo demás, para ahorrar noticias desagradables a Su Santidad, y por el mucho amor que tenía a la Iglesia, prefería callar, como había hecho durante casi cuarenta años (104). Se impuso voluntariamente el silencio, pero no se mantenía en estéril pasividad. Rezaba y trabajaba para formar apostólicamente a las almas:
Por lo que a mí se refiere -escribe al Cardenal-, continúo rezando y trabajando, sobre todo escribiendo: porque, como bien sabe, desde hace muchos años, por amor a la Iglesia y a las almas, Escrivá de Balaguer guarda un escrupuloso silencio… ¡pero Escrivá escribe! (105).
* * *
Desde el cambio producido en la Secretaría de Estado, en el verano de 1967, el Fundador no había vuelto a ver al Papa. Sus peticiones de audiencia no habían llegado a oídos de Pablo VI; algunos en Roma corrieron la voz de que no era bien visto el Opus Dei. Puro infundio. Sin embargo, el invento contribuía a atizar el clima de desconfianza de unos pocos hacia don Josemaría y su Obra (106).
En este contexto histórico recibió un escrito del Cardenal Villot. Traía fecha del 25 de enero de 1971. En él se pedía que comunicara a Secretaría de Estado los nombres de todos los miembros del Opus Dei que trabajaban en la Curia romana. Por esas fechas el Fundador ya estaba enterado, por varios cardenales amigos, de que éstos habían recibido la indicación, que les resultó bastante chocante, de no promover para ningún cargo eclesiástico a fieles del Opus Dei. La petición del Cardenal Villot, tan seca, y sin dar mayores explicaciones, estaba motivada, probablemente, por las voces calumniosas que algunos irresponsables habían hecho circular. El Opus Dei -se decía- intenta controlar el gobierno de la Iglesia. Era evidente que se había desencadenado la caza de brujas (107).
(Quizá permitiera el Señor que las presiones de terceras personas excitasen el celo del Cardenal por servir a la Iglesia. Por otro lado, vistas las cosas desde arriba, esos dolorosos roces en los asuntos humanos son medios de los que Dios se vale en ocasiones para pulir, más y más, las almas de sus santos).
Don Josemaría contestó al Cardenal Villot en una estudiada carta, con cabeza, cuerpo y cola. La cabecera es oficiosa y cortés. Y dice así:
Roma, 2 de febrero, 1971.
He recibido su estimada carta del pasado 25 de enero. Con sumo gusto me apresuro a contestar a cuanto se me pide, aunque se trata de datos ya en posesión de la Santa Sede de mucho tiempo atrás.
De hecho, todos los miembros del Opus Dei que prestan actualmente servicio en la Curia Romana -bien conocidos como tales, porque, al igual que cualquier otro miembro de la Obra, jamás han ocultado su pertenencia a nuestra Asociación- ocuparon sus respectivos encargos por petición explícita de la misma Santa Sede, que está al corriente, por tanto, de su pertenencia a la Obra antes de su nombramiento (108).
Venían luego los datos solicitados: nombre de cada uno de los fieles, cargo desempeñado, Cardenal que había postulado su entrada en la Curia, etc. La lista era breve (109). En total, cuatro tenían puesto fijo; y otros cuatro o cinco trabajaban de modo ocasional como Consultores de Sagradas Congregaciones o Comisiones.
Finalmente, las observaciones con que se cierra la carta insinúan la existencia de una tramoya montada por unos cuantos detractores del Opus Dei:
Con la seguridad de haber respondido exhaustivamente a cuanto Vuestra Eminencia me ha pedido, quedo a su entera disposición para cualquier aclaración ulterior. Pienso, con todo, que tal evento no debería presentarse, porque, tanto los miembros del Opus Dei como las actividades apostólicas corporativas que promueven, al servicio de las almas y de la Iglesia, son bien conocidas en todas partes y por todos. Además, como peticiones de este género no son notoriamente frecuentes, cuando se me ofrezca la ocasión de encontrarme con su Eminencia, me permitiré contarle ciertas anécdotas, que quizás expliquen cómo pudo originarse tal petición (110).
Con anterioridad a estos sucesos, el Cardenal Villot había mostrado siempre cordialidad y simpatía hacia el Opus Dei (111). Semejante era el caso de Mons. Benelli, que durante los años en que desempeñó puestos en España, Francia y Senegal mantuvo una afectuosa amistad con el Fundador (112). Pero, al poco tiempo de haber sido nombrados para la Secretaría de Estado, comenzaron ambos a comportarse más fríamente, pasando de la cordialidad a un cierto recelo. Don Josemaría se mantuvo ecuámine en el trato, sin guardar el más leve rencor a nadie, y rezando por quienes le incomodaban. Trató de conocer los motivos de la extraña conducta de los dos dignatarios, dispuesto a rectificar en lo que se hubiera equivocado. Todo fue en vano. Buscó el diálogo, y se topó con el silencio.
Es de pensar que fueron varias y diversas las causas que provocaron aquella actitud negativa contra el Opus Dei. Era época de efervescencia posconciliar y de tensiones doctrinales. Tampoco es de extrañar que la firmeza de ideas predicadas por el Fundador, el crecimiento de los apostolados de la Obra y la diferente forma de enfocar la misión del cristiano laico en la vida de la Iglesia, se tradujesen en una incompatible visión teologal de la historia (113). De todos modos, es indudable que la raíz de la cuestión hay que buscarla en otra parte, si es que deseamos entender mudanza tan repentina. La explicación tal vez esté en el hecho de que Mons. Benelli pensase -sin duda, con deseo de servir a la Iglesia- que debía intervenir en la situación política española, que se hallaba, al parecer, en una época de transición delicada para la Iglesia (114). Punto éste -el de la libertad de los laicos en materias temporales- que había ya ocasionado muchas incomprensiones y disgustos al Fundador en el pasado. Ésta parece ser la hipótesis más lógica para explicar el nuevo comportamiento de Mons. Benelli, que nunca declaró a Mons. Escrivá el porqué de su actitud (115).
(Con el paso del tiempo desapareció su suspicacia contra el Opus Dei y brotó, en cambio, un sincero afecto, como demuestran los hechos. Apenas se enteró de la muerte de don Josemaría, acudió, realmente conmovido, a rezar ante sus restos mortales. Y, siendo ya arzobispo de Florencia y Cardenal, suplicó al Santo Padre, por carta del 3-V-1979, la introducción de la Causa de Beatificación de Mons. Escrivá. Su muerte prematura le impidió testimoniar en el proceso; pero de la citada carta son estos pensamientos: "El recuerdo que conservo del Fundador es el de un varón de virtudes, animado de un gran amor por la Iglesia. Siempre me pareció muy decidido a la hora de buscar el bien de la Iglesia y de las almas, mostrándose fidelísimo en seguir las indicaciones de la Santa Sede, a la que profesaba una incondicionada devoción". Y terminaba con estas líneas: "Reflexionando sobre estos hechos, pienso que sería conveniente considerar la oportunidad de proponer la figura de Mons. Escrivá como modelo de virtudes cristianas a los sacerdotes y a los laicos, iniciando la causa de su Beatificación" (116)).
Por un largo espacio de años continuaron los prejuicios y el acoso por parte de algunas personas de la Curia. Se sembró desconfianza; se entorpeció la marcha de la labor de apostolado; y se buscó humillar al Fundador (117). Un nuevo y triste episodio, tuvo lugar en el otoño de 1972. El Fundador, que había pasado dos meses predicando en España y Portugal, se encontró a su regreso con una carta "estrictamente reservada", fechada el 30 de octubre de 1972. Era del Cardenal Villot y pedía al Fundador que le diese "explícita certeza" de que ni el derecho particular ni la praxis del Opus Dei "llevan consigo la obligación o la costumbre (por parte de los socios) de manifestar a sus Superiores, o a otras personas cualificadas, cosas conocidas en el servicio hecho a la Iglesia o a la Santa Sede en general" (118 )y, en particular, a determinados órganos eclesiásticos.
Inmediatamente le aseguró el Fundador por escrito que ni el derecho ni la praxis del Opus Dei llevan jamás, ni directa ni indirectamente, a ninguna violación del secreto profesional. Aprovecho también esta ocasión para afirmar que el espíritu y la ascética del Opus Dei favorecen, en cambio, un estilo de comportamiento completamente diferente (119).
La petición tocaba, nada menos, que el campo del honor sacerdotal, del que tanto había cuidado don Josemaría desde su ordenación; y parecía dejar abierto un calculado resquicio a la duda. El Fundador saltó con firmeza, si bien su respuesta es serena, sobrenatural y llena de mansedumbre. Conociendo la sinceridad de su carácter, era de esperar que se explayase en los párrafos que siguen:
No puedo ocultarle -manifiesta al Cardenal- que el tenor de la pregunta ha hecho brotar en mi ánimo un sentimiento de sorpresa y de comprensible dolor, nacido exclusivamente -créame- del gran amor que tengo a la Iglesia, a la que durante tantos años he dedicado mi vida (pienso que no inútilmente). Nacido también de la firme certeza que tengo del buen espíritu con que mis hijos la sirven en todas partes, con frecuencia en circunstancias difíciles y humanamente ingratas. Sin embargo, puedo asegurarle al mismo tiempo que el Señor, fiel sostén de mi debilidad, me ha ayudado enseguida a levantar el ánimo, también con el recuerdo de lo que constituye el motivo de mi petición.
Y continúa a renglón seguido:
Le agradecería, Eminencia, que tuviese a bien comunicar al Santo Padre que ayer regresé de un largo viaje de dos meses de duración. A diario, y bastantes horas cada jornada, no he hecho otra cosa que predicar a muchos millares de personas, de toda condición social, la necesidad que tienen, hoy más que nunca, de reforzar y aumentar en sus corazones el amor a la Iglesia y al Papa, fundamento y guardián de la unidad y de la verdad, en cuanto Sucesor de San Pedro. Con ello he continuado haciendo, sencillamente, lo que con la ayuda de Dios estoy haciendo desde 1925, año de mi ordenación sacerdotal (120).
* * *
Con el paso del tiempo, el cerco, poco a poco, fue aflojando. Y, por fin, el 25 de junio de 1973 obtuvo el Fundador una audiencia con Pablo VI; la última de su vida. El Papa le saludó afectuosamente. Habían pasado cinco años desde el anterior encuentro:
- ¿Por qué no viene a verme más a menudo?, se quejó el Papa.
Sobrevino un repentino silencio, que enseguida salvó el Fundador contando el desarrollo de la Obra, en todos aquellos años, por los cinco continentes. De cuando en cuando Pablo VI le interrumpía y, mirándole con admiración, exclamaba:
- "Usted es un santo".
- No, no. Vuestra Santidad no me conoce. Yo soy un pobre pecador.
- "No, no. Usted es un santo", insistía el Papa.
Abrumado y lleno de vergüenza, el Fundador desvió de su persona las alabanzas: - En la tierra no hay más que un santo: el Santo Padre (121).
Del mismo sentir que el Papa, por lo que se refiere a su fama de santidad, eran quienes le conocían: cardenales, obispos y prelados; nuncios y consejeros; gente de curia y empleados administrativos; teólogos y canonistas (122). Porque, aunque su firme actitud no siempre fuera comprendida por algunos, esto no hacía al caso. Sus mismos oponentes eran los primeros en respetarle y estimarle, teniéndole por hombre de Dios, por hombre santo (123). Era persona de carácter fuerte, pero, al mismo tiempo, de trato agradable y acogedor; a quien se buscaba para pedir un consejo o encontrar consuelo. A todos trataba con caridad y afecto, fuesen altos dignatarios eclesiásticos o subalternos.
Veía en el Romano Pontífice el "Padre Común"; y el Vaticano era para él "la casa del Padre Común y no una anónima central administrativa" (124). Fue un gran defensor de la Curia Romana durante toda su vida. En ella -decía- se esconde mucho trabajo, mucho sacrificio, mucha santidad, que pasan inadvertidos a la vista de la mayoría de la gente (125).
Entre los Apuntes íntimos hay una anotación suelta. Probablemente del 31 de diciembre de 1932. Consiste en unas reflexiones sobre la vida y el correr del tiempo. Es, sin duda, un guión para una meditación o una charla. Dice así:
1932. Fin de año. La conclusión del año se presta a serias y provechosas reflexiones, que nos importa no desperdiciar.
Estamos de paso… cometa… ríos… ¡No estamos convencidos! ¡ha desaparecido un año! ¿un año más de vida? ¡un año menos! (126).
Estas frases, sin desarrollar del todo, estas palabras deshilachadas, nos dan el tema de lo transitorio de la vida y de su curso huidizo e irrepetible, cosa no por muy sabida menos verdadera. Continúan luego las consideraciones sobre la caducidad de la vida terrena y el momento final en que seremos despojados de la vestimenta de la carne. Porque así transcurre la vida: a caballo sobre el tiempo. La vida es un viaje. Todos, sin excepción, terminaremos en la estación de la muerte:
Mirad que se acerca el fin: como las olas arriban una tras otra a la playa, como se desprenden poco a poco las hojas… Unos primero, después aquél y el otro… y vosotros y yo. -Nuestra patria: el Cielo (127).
Un raudal de años había pasado por la vida del Padre cuando el 31 de diciembre de 1971, ya de noche, muy metido en Dios, repensaba el curso de la historia. No los sucesos venturosos de la fundación sino la situación en que se hallaba circunstancialmente la Iglesia. Se le notaba cansado, muy cansado. No son los años; creo que es el amor (128), decía a sus hijos del Consejo General, que le escuchaban en silencio.
Era grande la noche. Hasta la Villa llegaba el canto de unos villancicos que los alumnos del Colegio Romano entonaban en la sala de estar, al otro lado del jardín. El Padre, como en soliloquio, comenzó a hablar despacio. Trataba de encerrar en pocas palabras los sentimientos de aquel año que acababa. Aquel mismo día había redactado una ficha con sus reflexiones. Había tomado nota de una frase en la que resumía sus pensamientos. Sacó del bolsillo la agenda y les leyó: Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias! (129).
Luego fue hablándoles de su dolor y de su amor por la Santa Iglesia, que atravesaba una larga temporada de tribulación. A esta situación se refería al decirles: No nos podemos desentender de esto. Nos hemos negado al amor de la tierra para salvar almas. ¡Tenemos más deber y más derecho! (130).
Había echado una rápida ojeada al año 1971, porque de sobra sabía cuáles eran los trabajos que venía padeciendo en los últimos años, y también su causa. De manera que, sin dejarse arrastrar por el desaliento, se decidió a recomenzar una vida nueva, limpia y entregada en generoso sacrificio al Señor. No era, propiamente, un cambio de vida. Más bien, una reafirmación de su afán de servicio. Y no lo hacía por hallarse en el umbral de un nuevo año, sino porque todos los días son igualmente buenos para servir a Dios. Según les decía, se pasaba la existencia recomenzando, recomponiendo los rotos de su vida interior, haciendo actos de contrición, arrojándose, arrepentido, en brazos de Dios, como el hijo pródigo de retorno a la casa paterna. Porque la vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición (131).
Ese 31 de diciembre hizo, pues, confesión general y se aprestó a recomenzar una nueva vida al servicio de la Iglesia. De forma que el "Año nuevo, vida nueva" lo transformó en el lema para 1972: Año nuevo, lucha nueva. Breve espacio era un año para cambiar el estado del mundo. Pero el Padre no era pesimista. No pensaba tan sólo en la fugacidad del tiempo. La buena voluntad de mejorar en la vida interior, con la ayuda de la gracia, haría sobrenaturalmente fecundos esos doce meses:
El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios! (132).
La Iglesia necesitaba de hijos fieles, que reparasen por los hijos desleales. Se dedicó, pues, a la tarea de meter en el alma de quienes trataba y, lógicamente, de todos sus hijos el amor a la Iglesia y la obligación de desagraviar por las muchas ofensas que se le hacían. Por ese camino se irían aproximando a la santidad. Al menos lucharían en el campo ascético por suprimir defectos y mejorar de vida; ya que, -como explicaba el Padre- la santidad está en tener defectos y luchar contra ellos, pero nos moriremos con defectos (133).
Buscó la colaboración de sus hijas y de sus hijos. Siguió impulsando a toda la Obra en un decidido empeño de vida interior; y terminó el año recorriendo ciudades españolas y portuguesas en catequesis multitudinarias.
* * *
Amaneció el uno de enero de 1972 y el Padre, dispuesto a dar ya la batalla, muy de mañana, recitaba en tertulia a sus hijos del Colegio Romano la nota que la tarde anterior había leído a los del Consejo: éste es nuestro destino en la tierra: luchar, por amor, hasta el último instante. Deo gratias! Y les animaba en la necesidad de recomenzar la lucha interior una vez más, recordándoles las palabras de la Sagrada Escritura: "la vida del hombre sobre la tierra es milicia" (134). El sacramento de la Confirmación hace a los cristianos milites Christi. ¡No os avergoncéis de ser soldados de Cristo, personas que tienen que luchar! (135).
Vosotros, hijos míos, lucharéis siempre, y también yo procuraré luchar siempre, hasta el último momento de mi vida. Si no luchamos, quiere decir que no vamos bien. En la tierra no podemos tener nunca esa tranquilidad de los comodones, que se abandonan porque saben que el porvenir es seguro. El porvenir de todos nosotros es incierto, en el sentido de que podemos ser traidores a Nuestro Señor, a nuestra vocación y a la fe (136).
Habían de luchar para no dejarse esclavizar por el pecado y para obtener la paz, que es consecuencia de la guerra que el cristiano ha de sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón (137).
Al dirigir una meditación o estar de tertulia con sus hijos, en la conversación o al dar un consejo espiritual, el Padre pasaba revista a estas ideas. Pelea les predicaba y pelea les exigía en la vida interior.
Al comienzo de 1972, y a medida que se aproximaba el 9 de enero, fiesta de su cumpleaños, el Padre porfiaba, bromeando, que estaba a punto de cumplir "siete años". La broma era como un recordatorio de la perenne juventud espiritual del cristiano y del camino de infancia espiritual que había emprendido tiempo atrás. Entonces, con la conciencia clara que proporciona la cercanía con Dios, decía: Josemaría: tantos años, tantos rebuznos (138). Los del Consejo General le regalaron un pequeño altorrelieve de mármol blanco. Representaba al Buen Pastor, con la oveja descarriada o maltrecha sobre los hombros, el perro, el zurrón en bandolera y el cayado. Y, a sus pies, una dedicatoria en latín, añadida por don Álvaro: "9 de enero de 1972: a nuestro Padre, en el séptimo decenio de su nacimiento. Con todo cariño" (139).
Sus hijas habían trabajado afanosamente esa semana en una casulla de brocado de oro, recomponiéndola con trozos de ornamentos antiguos. En la casulla iba bordada una rosa y un texto, de íntimos recuerdos para el Padre: Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae, ut misericordiam consequamur. Y en la palia, que habían labrado especialmente para ese día, podía leerse: Bonus Pastor, como agradecimiento de toda la Obra por sus desvelos de Padre y Pastor. En efecto, en esa hora de lucha y descarrío pensaba en la salud espiritual de sus hijos:
No quiero que mis hijos se pierdan en este desierto sin agua, en que parece haberse convertido hoy la Iglesia, donde están secándose las fuentes de los sacramentos. A pesar de esa aridez y de esa sequía, hay en la Iglesia de Cristo muchos oasis de paz, con agua abundante y pastos frescos para las almas. Uno de esos rincones llenos de verdor es el Opus Dei, y que continúe siéndolo depende de cada uno de nosotros (140).
A media mañana de ese 9 de enero los del Colegio Romano asistieron a la misa que el Padre celebró en el oratorio de Santa María de la Paz. Después de la lectura del Evangelio les dirigió una breve homilía, siguiendo la parábola evangélica de aquellos dos hombres que entraron a orar en el Templo:
Vosotros y yo -les decía- no podemos hacer la oración del fariseo. Haremos la del publicano: Señor, yo no merezco estar aquí, pero te amo. Señor, yo no merezco tu gracia, pero me la das abundante y por eso soy alma de oración. Señor, yo no merezco estar en tu Iglesia, pero quieres que sostenga un poquitín con mi vida limpia, con mi fe, mi esperanza y mi amor, a tu Iglesia Santa (141).
Las intenciones de su misa eran las de siempre: la Iglesia, el Papa, la Obra (142).
A lo largo del año el Padre continuó insistiendo en lo que era público y estaba a la vista de todos. Por eso, en algunas ocasiones, sus palabras eran tremendamentes fuertes. Hablaba, por ejemplo, de que el Cuerpo Místico, la Iglesia, parece "un cadáver en plena descomposición". Pero, sin dar tiempo al sobresalto, con fe y optimismo, tranquilizaba a sus hijos: no temáis, he dicho parece, porque ese Cuerpo -la Iglesia- es inmortal: el Espíritu Santo le asiste y vivifica de un modo inefable (143).
Realmente, lo que estaba sucediendo era triste, muy triste. No bastaba -les decía el Padre- con lamentarse o contemplar los sucesos fríamente, como si lo que pasaba dentro de la Iglesia fueran cosas arqueológicas, con mero interés histórico. ¡No! Son puñaladas en el Corazón de Cristo (144). Por lo tanto, era necesario desagraviar, difundir la verdad y dar una mano a los vacilantes; y todo con mucho amor y sin perder la serenidad.
Los meses traían fiestas de familia. El 14 de febrero era fecha fundacional de las mujeres de la Obra y de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Ese día, como en fiestas semejantes, el Fundador se sentía abrumado. Al considerar su pequeñez delante de Dios experimentaba una íntima vergüenza.
El 19 de marzo se celebraba la fiesta de San José, que era también el santo del Padre. En medio de la alegría general no se olvidó ese día de recomendar a sus hijos el luchar todos bien unidos, codo con codo, con optimismo. Ciertamente -les animaba-, algunas veces parece que se pierde una batalla; pero podéis estar seguros de que Cristo no perderá la guerra (145).
Fechas más adelante solía caer la Semana Santa. Por entonces, siguiendo una costumbre nacida por iniciativa de algunos miembros de la Obra, se concentraban en Roma muchos centenares de chicos y chicas venidos de distintos países a latir con la Iglesia universal. El Miércoles Santo de 1972 les recibió el Papa en audiencia; y durante esa semana asistieron a varias reuniones con el Padre. Tampoco en tales ocasiones dejaba éste de recordarles la necesidad de luchar si es que amaban la paz. Porque la paz del alma es consecuencia de la guerra: No creo en los pacifistas que no luchan consigo mismos por dentro. Porque, queramos o no queramos, todos tenemos que afrontar esa guerra interna, personal, continua (146).
Enseguida de la Pascua el Padre salió de viaje, con un ligero resfriado. Se detuvo en Lourdes a rezar a la Virgen, pues pensaba que era de mala educación pasar por allí sin saludarla (147). Llegó a Pamplona el día 6 de abril por la tarde. En la Clínica Universitaria le hicieron un reconocimiento médico. Presentaba un foco neumónico, con fiebre relativamente alta (148). En las tertulias que tuvo con los estudiantes de la Universidad les animó a ser "hombres de lucha", dispuestos a pelear durante toda la vida. Porque en la guerra se puede perder una batalla, dos, tres…, les decía. No importa, si se gana la última. Sin embargo, en la vida interior -que es también guerra y batalla-, mejor es no perder ninguna, porque no sabemos cuándo nos hemos de morir (149).
El 14 de abril llegó a Madrid. En cuanto tuvo un rato libre, los días que vivió en Diego de León, se reunió con los del Centro de Estudios. Les habló de la guerra y de la paz, de la lucha y de la última batalla; y les advirtió:
- Todos los días os hablaré de lo mismo, porque es algo que tengo muy metido en el alma (150).
* * *
Los meses de julio y agosto los pasó en Civenna, cerca del lago de Como, en la Italia prealpina, entre montañas. El clima era templado. Cumplía con lo prescrito por los médicos. Hacía ejercicio. Daba paseos a diario por las orillas del lago o visitaba los pueblos vecinos. Descansaba con la pluma en la mano. Bien podía decir: ¡He escrito más que el Tostado! (151).
En Castello di Urio, una casa a orilla del lago de Como, tenían un curso de estudio y formación un grupo de jóvenes universitarios de la Obra. El Padre no pudo menos de visitarles; y, por supuesto, tocar el tema de la situación de la Iglesia. Se celebraba por entonces la olimpiada de Munich. A ratos, veía el Padre las competiciones deportivas por televisión. Se fijó en el salto con pértiga; y le quedó muy grabada la imagen del atleta que, cuando fallaba, volvía atrás, cabizbajo, reconcentrado, para intentar de nuevo el salto. El esfuerzo y las competiciones deportivas las aplicaba a la vida interior; pero no le convencía del todo aquella especie de culto que algunos rendían al cuerpo humano, y aquel "fuego sagrado" que ardía durante los juegos. No estaba contra el deporte, aunque la vista de tanta ceremonia olímpica despertaba su dolor ante el difundirse de los abusos en la liturgia de la Iglesia; y se quejaba: Ahora, cuando todas las ceremonias civiles, militares, académicas, están llenas de gestos litúrgicos, es la hora de quitarle al Señor el culto (152). Y con la debilitación de la Iglesia se había empobrecido el mundo.
Era necesario salir en defensa de la Iglesia, como pedía el Padre a los jóvenes de Castello di Urio. El mismo Señor lo había dicho: "no he venido a traer la paz sino la guerra". Pero, ¿de qué armas disponía el Padre?:
Desde el comienzo he venido enseñando que la única arma que tenemos en el Opus Dei es la oración: rezar de día y de noche. Y ahora sigo repitiendo lo mismo: ¡rezad!, que hace mucha falta. Rezad, porque el bajón que ha sufrido el mundo se debe a que en la Iglesia se ha dejado de rezar (153).
Era claro que el Padre no se mostraba satisfecho del todo por haber hablado de Dios a unos cuantos centenares de chicos y de chicas en los últimos meses. Cuantitativamente representaban muy poco en esa hora crítica de la historia, en que el diablo andaba encizañando el mundo y no pocos de quienes debían predicar la verdad a voz en grito permanecían con la boca cerrada. La ignorancia, la falta de instrucción religiosa, era la causa principal de los errores de pensamiento y conducta. Urgía, por tanto, remover a las multitudes, dar doctrina a voleo para contrarrestar el confusionismo que imperaba en todas partes.
En Civenna maduraba en el verano de 1972 un plan de acción apostólica. Cuando semanas más tarde alguien le preguntó públicamente cuál era su mayor preocupación, el Padre respondió sin vacilar:
Preocupaciones no suelo tener. Ocupaciones, muchas: una detrás de otra. No llevo reloj, porque no lo necesito; cuando termino una cosa, comienzo otra, y en paz. Pero, la gran ocupación de mi vida y de mi alma es amar a la Iglesia, porque es una Madre con tantos hijos desleales, que demuestran con obras que no la quieren. Tú y yo hemos de amar mucho a la Iglesia y al Romano Pontífice (154).
Se decidió a empezar una nueva "correría catequística", así la titulaba el Padre (155). Pero, a pesar del optimismo con que se trazó, al llevar el plan a la práctica fallaron los cálculos. La concurrencia multitudinaria a los actos desbordó lo previsto por los organizadores, en cuanto a número de reuniones y en cuanto a capacidad de los locales. El proyecto consistía en recorrer de arriba abajo y de abajo arriba la península Ibérica, deteniéndose en los principales lugares adonde pudiesen acudir gentes en contacto con las labores apostólicas del Opus Dei (156). Y empezaría por Pamplona, ya que allí tendría que asistir, como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, a un importante acto académico que se celebraría a principios de octubre.
Pero, ¿habían contado con la salud del Padre? En el resumen de su historia clínica hay, por esas fechas, junto con los resultados de los análisis, unas escuetas notas para los profanos en jerga médica: "El 9-X-72 le vemos en Pamplona. Le encontramos bien". (Eran los días del comienzo de la correría.) Y en los últimos días de su estancia en España se le hace otra revisión y se anota: "El 22-XI-72 le vemos en Barcelona. Ha tenido rinitis y faringitis. Por lo demás se encuentra muy bien, a pesar del intensísimo ritmo de trabajo al que se ha sometido durante los dos últimos meses" (157).
Si sacamos estadísticas, al Padre le salía una media de tres o cuatro reuniones diarias, con crecido número de asistentes, en muchas ocasiones de varios miles de personas. Recibía además continuamente a grupos reducidos y a familias que le visitaban a cualquier hora del día. En total, más de ciento cincuenta mil almas le escucharon en catequesis abierta. Ese viaje pastoral puso verdaderamente a prueba la resistencia física del Padre. Pero como no se quejaba, ni se pronunciaba sobre su estado físico, ni daba la menor muestra de agotamiento, todos coincidían en que el Padre, tan sonriente, tan ágil y disponible para lo que fuese menester, no andaba mal de salud. Para enterarse, sin embargo, de su condición física, siquiera de refilón, basta leer lo que escribía al Consiliario de España desde Roma, a los diez días de concluida la correría: Pienso que te encontrarás muy cansado, después de la paliza de estos dos meses de viajes por toda la península (158). Y le sugiere que vaya a reponerse una temporada a un lugar tranquilo.
Por su parte ni le pasó por la imaginación el plantearse un descanso. Al regresar a Villa Tevere se encontró sobre la mesa el escrito del Cardenal Villot requiriendo explícitamente que se le asegurase que los miembros del Opus Dei que trabajaban en la Santa Sede guardaban el secreto de oficio. Por contraposición al optimismo que se desprende del informe médico de noviembre, cuatro semanas más tarde aparecen a destiempo datos y síntomas inesperados: alta velocidad de sedimentación globular y descenso de hematíes, función renal algo comprometida, tendencia a la elevación de las cifras de urea en sangre, etc. (159). Aunque con retraso, el organismo estaba pagando indisciplinadamente el esfuerzo de su tarea pastoral. No de manera dramática, pero sí con pérdida de reservas vitales.
* * *
El día 4 de octubre llegaba el Padre a Pamplona, procedente de Francia, y dispuesto a comenzar su correría apostólica. A su paso por Lourdes había puesto ese viaje catequístico bajo la protección de la Virgen. La primera gran reunión la tuvo el día 6 en un salón de actos. Desde ese momento, la alegría que se palpaba en el ambiente y el tono sencillo y afectuoso del Padre, que se ofrecía a contestar todo tipo de preguntas, hicieron de esas reuniones una tertulia de familia. Vengo a charlar de lo que queráis, comenzó diciendo. No os voy a echar un sermoncito. De modo que a ver si os vais animando, y sacáis vosotros los temas que os interesen (160). Y, roto el hielo, llovían las preguntas: "Padre, ¿cómo se nota la vocación al Opus Dei?", preguntaba un jovenzuelo; "¿qué nos dice para nuestros padres?", intervenía una chica joven; "Padre, aquí estamos un grupo de gente del campo"…
El día 7 presidió el acto académico de investidura honoris causa de tres ilustres profesores: Paul Ourliac, de Toulouse; el marqués de Lozoya, de la Universidad de Madrid, y Erich Letterer, de Tubinga. En un noble marco de galas y vestiduras académicas, y ceremonial latino, se confirieron las insignias del doctorado: birreta, anillo, libro y diploma. El acto se clausuró con un discurso del Gran Canciller (161).
Esos días celebraban los Amigos de la Universidad de Navarra una Asamblea General. El Padre, para agradecer su cooperación y sacrificio económicos, sin los cuales no sería una realidad la Universidad de Navarra, se vio con ellos. Saludó a profesores, bedeles, encargadas de la limpieza y personal administrativo; y el domingo, 8 de octubre, tuvo un encuentro con miembros de la Obra y con una gran masa de cooperadores de Navarra y provincias limítrofes. Al Padre le daba la impresión de que estaban como preocupados por lo que pasaba en el mundo y en la Iglesia:
¿No es cierto que, cuando un fiel se acerca a un sacerdote, es para buscar fortaleza, luz y consejo? Muchas veces van con hambre, con buena voluntad, con deseos de que les ayuden a andar hacia adelante, y no encuentran el consejo, ni la fortaleza, ni la fe: hallan sólo la duda y las tinieblas. Y no quiero pensar que sea así. ¡No quiero! Vamos a pedir todos juntos que no suceda esto (162).
El 10 de octubre salió para Bilbao y se alojó en la casa de retiros de Islabe, donde fue recibiendo visitas en pequeños grupos, aunque el mismo día de su llegada tuvo una tertulia con un buen número de sacerdotes. El Padre volcó en ellos su corazón. Les habló largamente de muchos problemas de actualidad pastoral, y de liturgia y, sobre todo, de la caridad que debían mostrar con todos sus hermanos, sacerdotes del mundo entero:
Siempre nos han dicho que un sacerdote no se salva ni se condena solo […]. Pues vamos a salvar sacerdotes, que es un deber de justicia. Y no los salvaremos si nos hacemos como erizos: hay que tratarlos con cariño, hay que vencerse. No hemos de formar un grupito, sino abrirnos, así, con los brazos en cruz. ¡Que vean que los queremos con obras! (163).
Recordó con alegría su estancia en parroquias rurales, a poco de ordenarse sacerdote en Zaragoza; y se arrodilló ante todos los sacerdotes allí presentes para recibir de ellos una bendición conjunta antes de la despedida.
Al colegio Gaztelueta concurrieron centenares de padres y madres de los alumnos. Les habló de la formación de los hijos y de la labor educativa de los padres. Porque -les decía- no basta con traer hijos al mundo, también los traen los animales. Hay que formarlos y preparar su fe. A este propósito, les contaba lo que poco antes le había referido un muchacho:
Padre, tengo un amigo que dice que por qué nos enseñaron la religión católica desde niños; que nos debían enseñar todas las religiones… Y yo le contesté con mucha sinceridad: hijo mío, dile a ese amigo que, cuando él nació, su madre no le debía haber dado -perdonad- la teta, sino alfalfa, y paja, y cebada… y además la teta, para que eligiera (164).
En Madrid estuvo del 13 al 30 de octubre. En colegios y residencias asistió a las reuniones, mañana y tarde. Las más numerosas fueron las del salón de actos del Instituto Tajamar, en Vallecas. En los años de la segunda República don Josemaría había recorrido con frecuencia aquellos andurriales para visitar enfermos, confesar a niños y enjugar lágrimas de muchos desgraciados. Tiempo después sus hijos empezaron a dar clases a los chiquillos de esa barriada; y ahora, los establos de la vieja alquería, que años atrás servían de aula, se habían transformado en las modernas instalaciones de un Instituto que nada tenía que envidiar a los mejores centros educativos de Madrid. El salón de actos de Tajamar, amplísimo, resultaba insuficiente para las muchedumbres que acudían allí. A las apretadas reuniones que en ese salón se celebraban, el Padre las apellidaba "tertulias", porque en ellas se conversaba; esto es, se preguntaba y se respondía. Era el sistema que como sacerdote había empleado siempre en la catequesis de los niños: el de preguntas y respuestas.
El Padre ni predicaba ni sermoneaba, charlaba sencillamente con el público, aunque se tratara de millares de personas. Su palabra y su presencia tenían el poder maravilloso de reducir la multitud a un pequeño grupo. Y, si después de un atento silencio estallaba un aplauso atronador, el Padre se quejaba: Habéis aplaudido, y a mí no me va: porque la gente que nos viera creería que esto es una muchedumbre, y en realidad somos una familia, una familia muy unida (165).
Generalmente las tertulias comenzaban con unas palabras del Padre sobre un tema de actualidad o alguna nota sacada de sus recientes lecturas espirituales. La víspera de su salida de Madrid, nada más entrar en la sala de Tajamar, les anunciaba: De vosotros y de mí dice San Pablo que nuestra conversación ha de estar en los cielos, y eso es lo que vamos a hacer en este rato. Y, contestando a una de las primeras preguntas, les exhortaba a meditar la vida de Nuestro Señor:
Piensa en sus tres años de vida pública. Piensa en la Pasión, en la Cruz, que era la mayor afrenta. Piensa en la muerte de Cristo, en su Resurrección. Piensa en aquellas tertulias que tenía el Señor, especialmente después de su Resurrección, cuando […] hablaba de muchas cosas, de todo lo que le preguntaban sus discípulos. Aquí lo estamos imitando un poquito, porque vosotros y yo somos discípulos del Señor y queremos cambiar impresiones: hacemos una tertulia. Piensa en su Ascensión a los cielos (166).
Al Padre lo traían y lo llevaban, de un lado a otro, de tertulia en tertulia. Durante los traslados en coche solía preguntar: ¿a quién hablamos? (167). Y, enterado de si se trataba de jóvenes, o de familias; o bien de grupos de gente de toda clase de edad, estado y profesión, componía mentalmente sus ideas. Pero lo corriente era la espontaneidad, el encomendarse al Espíritu Santo antes de contestar las preguntas. El Padre no se andaba por las ramas. Hablaba con claridad sobre cualquier tema que con Dios se relacionara. Y así, comentando cómo algunas mujeres van tan ligeras de ropa que creen que con exhibirse lograrán "pescar marido", el Padre añadía, con mucha gracia, que lo que realmente pescan es un resfriado (168).
Le esperaban en Portugal. El 30 de octubre llegó a Oporto. Esos días residió en la Quinta de Enxomil, una casa de retiros en las cercanías. El Padre se sentía feliz, pero con pena de no hablar portugués. Por la casa fueron pasando grupos, reducidos o de centenares de personas venidas de Oporto, Coimbra y otras ciudades: Braga, Lamego y Viseu. En la mañana del 2 de noviembre emprendió viaje hacia Coimbra. Allí se detuvo a visitar a Sor Lúcia, la vidente de Fátima, en el Carmelo de Santa Teresa. Como decía el Padre a la Reverenda Madre Priora del convento: tanto don Álvaro como yo, desde hace muchísimos años, todos los días hacemos un memento en la Santa Misa por esa amada Comunidad, especialmente por Sor Lúcia que fue instrumento del que se valió el Señor para que el Opus Dei comenzara su labor en Portugal (169).
Cerca de dos horas duró la entrevista; y, antes de marcharse, Sor Lúcia les entregó unas hojas de propaganda en español para fomentar el rezo del Santo Rosario, y pidió que se repartieran durante el resto de su correría por España. De allí se fue el Padre a hacer otra de sus acostumbradas visitas al antiguo monasterio de Santa Clara, donde se conservan en una urna de plata los restos de Santa Isabel de Portugal. Fundado en su común ascendencia aragonesa, don Josemaría se dirigía a ella familiarmente, dando unos golpecitos en el túmulo y llamándola mi paisana, Isabel de Aragón. De paso le encomendaba la labor de la Obra en Portugal (170).
Prosiguió luego viaje al Santuario de Fátima. Llegó a las cuatro de la tarde. Inmediatamente los grupos dispersos de quienes le esperaban impacientes en la explanada se apretujaron a su alrededor. No entraron en la basílica porque estaban diciendo misa. Por indicación del Padre rezaron una parte del rosario ante la primera de las estaciones del Vía Crucis. Al terminar, entraron en la basílica. Después el Padre se dirigió a la capelinha y rezaron todos la Salve antes de continuar el viaje a Lisboa.
Al día siguiente, 3 de noviembre, tuvo la primera tertulia para matrimonios en el pabellón del Club Xénon. A pesar del ajetreo de aquellas semanas, el Padre se encontraba feliz, y hasta rejuvenecido. Como aseguraba a sus oyentes, al tiempo que les hablaba hacía oración. Era evidente que mantenía a todos en presencia de Dios y todos experimentaban, como una realidad palpable, lo que aquel sacerdote les decía: que el Opus Dei es estupendo para vivir y para morir, sin miedo a la vida ni miedo a la muerte (171). Así mañana y tarde, sin descanso, continuó haciendo su catequesis, hasta el día 6, en que salió por la tarde del aeropuerto de Lisboa con destino a Sevilla.
En Sevilla vio el Padre a muchas hijas e hijos suyos. Pero fue en Pozoalbero, la casa de retiros vecina a Jerez de la Frontera, donde se dio cita con millares de personas que acudieron a su catequesis. Con este propósito se acondicionó un recinto contiguo a la casa y abierto por un lado al jardín de la finca. En sus tiempos había allí una corraliza para guardar los aperos de labranza y unos locales donde, últimamente, funcionaba un lagar. "El lagar" se seguía llamando ese patio exterior, protegido por una gran lona. No por el calor de la temporada sino porque la semana anterior, estando el Padre en Portugal, la lluvia que venía del Atlántico había descargado con fuerza en Andalucía. De la pared del fondo, desde donde podía hablar el Padre paseando por un amplio estrado que dominaba las abigarradas muchedumbres procedentes del sur de la Península, colgaba un repostero con el lema: Siempre fieles, siempre alegres, con alma y con calma. (Eran las palabras del brindis que allí mismo, en Pozoalbero, había pronunciado el Padre el 2 de octubre de 1968).
Un día, en una de las tertulias, un chico joven le preguntó, sin más, por el lema. ¿Qué quería decir lo de "con alma y con calma"? ¿Cómo aplicarlo al trato con Dios?:
Quiere decir que hay que tener coraje, e ir despacio. Ese alma, calma quiere decir eso: que seas valiente, sin precipitaciones (172).
Las preguntas eran variadísimas: el sentido del dolor, los afanes del trabajo, la enfermedad o la rebeldía de los hijos. La sonrisa se alternaba con la seriedad. Mas he aquí que, inesperadamente, sin que se lo pidiesen, el Padre mostraba su alma con candor. Les enseñaba cómo hacía su oración, repitiéndoles algo que en Pozoalbero adquiría particular resonancia, el evocar la faena de quienes pisaban la uva en el lagar:
Me pongo, no dentro de mí, sino encima. Me pateo bien pateado: tú no eres nada, no vales nada, no puedes nada, no sabes nada, no tienes nada… Y sin embargo eres Sagrario de la Trinidad, porque el Espíritu Santo está dentro de nuestra alma en gracia, haciendo que nuestra vida no sea la de un animal, sino la de un hijo de Dios (173).
Uno le preguntó qué sentía al ver reunidos a tantos hijos suyos, cuando años atrás contaba tan sólo con una docena de personas en la Obra. Esto le hizo recordar "las primeras horas" de la fundación. Ahora al Padre le parecía estar viendo una película en color, después de aquellas del cine mudo:
Os he dicho, me lo habéis oído muchas veces y en momentos muy duros, que soñarais y os quedaríais cortos. ¿No es verdad? Os lo he dicho cuando erais pocos. Ahora os vuelvo a repetir lo mismo: que soñéis y os quedaréis siempre cortos (174).
El 13 de noviembre salió el Padre hacia Valencia, donde permaneció hasta el 20 de ese mes. Sin pérdida de tiempo, al día siguiente de su llegada a la Lloma, la casa de retiros cercana a la capital, reemprendió la catequesis.
A su memoria venían aquellos primeros viajes a Valencia, y sus paseos por la playa con algunos chicos de San Rafael. En medio del caos de una nación, cuando allá por 1936 todo se derrumbaba, el Padre se mantenía firme en sus esperanzas y hacía los preparativos para la expansión de la Obra en Valencia y en París. Vinieron luego la guerra civil y los viajes de posguerra… Recordaba su primer curso de retiro en Burjasot; y El Cubil, aquel humilde entresuelo, donde pasó un día de altas fiebres, tiritando arrebujado en unas viejas cortinas; y la impresión de Camino en Valencia, en 1939. Habían pasado más de treinta años; pero el eco de aquellos recuerdos estaba vivo en su alma.
Junto al patio de entrada de La Lloma, sobre un arcón había un ejemplar de Camino. En su primera página escribió el Padre: Electi mei non laborabunt frustra. Valentiae, 14-XI-1972 (175). Mis elegidos no trabajarán en vano. Todavía era joven. Poseía una increíble capacidad de entusiasmo apostólico, una pronta reacción para no dormirse en los laureles y una vida interior en continuo y vigoroso desarrollo. Sus recuerdos apostólicos no morían en una mansa complacencia sino que estallaban en acciones de gracias.
El 17 de noviembre consagró un altar en la residencia universitaria de La Alameda. Allí dejó un acta en que decía:
Con qué anhelo deseé -hace ya mucho, y durante largo tiempo- que el Opus Dei viniera a esta ciudad: hasta que el Señor concedió generosamente a su siervo que también aquí tuviera hijos e hijas; al regresar a Valencia, eran incontables las acciones de gracias a Dios que llenaban mi corazón de Padre feliz… (176).
* * *
Paralelamente a las tertulias catequísticas abiertas a las gentes del mundo, el Padre visitó algunos conventos de clausura en las ciudades por donde pasaba. También las religiosas querían oírle. ¿Es que no era título suficiente para ello el cooperar con sus oraciones a la labor apostólica del Opus Dei en todo el mundo? Así se lo hacía notar al Padre la abadesa del monasterio de San José de Alloz (Navarra). Accedió el sacerdote con sumo gusto a la invitación, por el gran amor que tenía a las almas que dedican su vida a Dios en clausura. Como, en efecto, declaraba a las carmelitas de Cádiz:
Son muchos los conventos y monasterios, en todo el mundo, que tienen con nosotros esta unión espiritual. Nos hacen participar de sus bienes espirituales, que son tantos, y nosotros les hacemos partícipes de nuestro trabajo apostólico. Por eso, me siento entre vosotras como un hermano entre sus hermanas (177).
Comenzó la visita a los conventos yéndose a charlar con las religiosas cistercienses de Alloz, como si se tratase de una tertulia más. De entrada, para explicarles que los fieles del Opus Dei no son religiosos, les dijo en qué consistía la vocación al Opus Dei: una especial llamada de Dios; de manera -continuaba el Padre- que no digo que os envidio, porque mi vocación es de contemplativo en medio de la calle (178). Acto continuo, las puso en guardia contra los peligros del debilitamiento de la disciplina religiosa, insistiendo enérgicamente: Madre Abadesa: ¡fortaleza!, ¡fortaleza!, ¡fortaleza! Abadesa, fortaleza. Entre lágrimas y sonrisas prosiguieron las monjas el diálogo con el Padre.
A su paso por Madrid no podía menos de saludar a las agustinas recoletas del Real Patronato de Santa Isabel, del que había sido Rector. Aquella iglesia fue antaño pasto de las llamas; pero el recinto, el altar y el comulgatorio de las monjas suscitaban al sacerdote recuerdos muy íntimos.
Queda mencionada la larga entrevista del Padre con el Carmelo de Coimbra. Después, en Pozoalbero, estando como aislado en el campo y pendiente a toda hora de visitas y tertulias, encontró un hueco para hacer una rápida escapada a Cádiz el 10 de noviembre y visitar un convento de carmelitas descalzas. También visitó, durante su estancia en La Lloma, otro de carmelitas en Puzol, en medio de huertos de naranjos. Su saludo en los conventos por donde pasaba era un piropo y una frase de agradecimiento a las monjas por su amor a la Iglesia: Sois el tesoro de la Iglesia:
La Iglesia se quedaría árida sin vosotras, y no podríamos decir: sacad con alegría las aguas de las fuentes del Salvador. Es aquí donde sacáis las aguas de Dios, para que nosotros podamos convertir la tierra seca en un huerto lleno de naranjos. Sin vuestra ayuda no haríamos nada; por eso vengo a daros las gracias […]. ¡Mil veces benditas seáis! (179).
Su última conversación en las catequesis de clausura tuvo lugar en el monasterio de clarisas de Pedralbes, en Barcelona. Cuando el Padre entró en la iglesia la voz del órgano resonaba gozosa por la nave, a modo de saludo. En el locutorio, junto a la capilla del Santísimo, les confesó que estaba allí para aprender, no para enseñar. Le escuchaban en recogido silencio cuando les decía: No os faltarán vocaciones si no hay aburguesamiento, si estáis encendidas en Amor, porque el Amor hace los grandes milagros (180). El tiempo se pasó en un soplo. La conversación del Padre era amena y, de cuando en cuando, las monjas reían de buena gana. Al despedirse, el sacerdote les suplicaba, por amor de Dios, una limosna de oración para que fuese bueno y fiel en esos momentos de deslealtad.
* * *
El 20 de noviembre, fecha de su llegada a Barcelona, le esperaban allí multitud de catalanes, gentes de otras regiones españolas, y algunas personas procedentes de otros países. Las tertulias se sucedieron ininterrumpidamente durante diez días: en escuelas deportivas, auditorios, casas de retiro, colegios y escuelas agrarias. Su primera visita fue a la Virgen de la Merced, patrona de la capital.
Como era previsible, el tema del trabajo y el afán por sacar más tiempo para los negocios fueron los puntos de que tomó pie el Padre para dar lecciones de cómo santificar el trabajo y los negocios. Quería decir a la gente de aquella industriosa región que muchas veces el esfuerzo realizado no resultaba auténticamente cristiano, porque iba solamente detrás del dinero, motivado por fines sin altura. En el auditorio del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE) se celebró una de las tertulias en que parecía obligado tocar este tema. Llenaban la sala profesores y empresarios, financieros y hombres de negocios. Cuando el Padre apareció en el estrado traía un libro, entre cuyas hojas asomaban unas tiras de papel como señal. Nada más saludarles declaró a los presentes su absoluta ignorancia en cuestiones de dinero: cuando veo tres reales juntos me mareo. Algunos -decía a los presentes- os miran con recelo, y otros murmuran de los que trabajáis en negocios. Pero, es el Señor quien recomienda vuestro trabajo. Jesús cuenta cosas muy divertidas (181).
Dicho esto, abrió el Padre el libro, que era el Nuevo Testamento, por el capítulo XIX de san Lucas. Un hombre poderoso, antes de salir de viaje a tierras lejanas, entregó cierta cantidad de dinero a sus siervos para que negociaran y a su vuelta se lo devolviesen junto con frutos e intereses. ¿No es esto un negocio? Un negocio modesto; de esos que a vosotros no os gusta hacer. Pero al fin y al cabo es un negocio. Y el Señor lo alaba. Yo no tengo más remedio que alabaros también (182).
Y prosiguió el Padre planteando los negocios de que hablan los Evangelios. Ahora es san Mateo, que entendía mucho de cuartos, quien nos dice del tesoro escondido. El hombre que lo descubre, lo vuelve a esconder y vende enseguida todo lo que tiene para comprar ese campo. He aquí un negocio seguro.
A renglón seguido cuenta san Mateo la parábola de la perla preciosísima; en cuanto la vio un mercader en perlas finas le dio un brinco el corazón. Vende cuanto tiene y la compra, pues sabe que no es probable que halle otra perla tan valiosa en toda su vida.
A continuación habla san Mateo de otro negocio: el de la pesca. Es éste un negocio relativo, porque la red barredera recoge toda clase de peces al arrastrarla: buenos y malos; y estos últimos hay que tirarlos.
El Padre, con muy buen humor, va comentando las parábolas; pero al llegar a este punto se puso un tanto serio para hacer recapitular a los oyentes:
El Señor alaba vuestros negocios. Pero si no ponéis amor, un poco de amor cristiano; si no añadís el deseo de dar gusto a Dios, estáis perdiendo el tiempo (183).
Con el Evangelio en la mano, siguió luego exponiendo las dificultades en los negocios, y la competencia ilegal… ¿Qué es, pues, lo que impide a un hombre de negocios el comprometerse a vivir una vida verdaderamente cristiana? ¿No será, algunas veces, el miedo y los respetos humanos? A todo parecía tener respuesta el Padre. Buscó otra cita y les comentó la historia de Zaqueo, hombre muy rico y corto de estatura. El cual, sin miedo a hacer el ridículo se encarama a un árbol para ver a Jesús…
El Padre poseía el "don de lenguas", el darse a entender por toda clase de personas. Dios le había hecho gracia de ese don particular, tan adecuado al carisma de quien ha de predicar la llamada universal a la santidad en el ejercicio de cualquier profesión honrada.