El Fundador del Opus Dei

Expansión apostólica

1. Parábola del trasplante
2. Prehistoria: viajes por Europa
3. Nuevos países (1952-1962)
4. Obras corporativas

1. Parábola del trasplante

En el orden de prioridades la batalla de la formación era la primera providencia que el Padre tenía en su mente para romanizar el Opus Dei. Detrás vendría la expansión, el llevar la semilla a otros países, para servicio de la Iglesia y de las almas. El carácter de universalidad encerrado en el mensaje del 2 de octubre de 1928 así lo pedía (1). Todavía resonaban en los oídos del Padre las urgencias apostólicas cuando en Madrid, siendo un joven sacerdote, cantaba aquello del ignem veni mittere in terram…, que su hermano repetía en mal latín por la casa, sin llegar a entender lo que decía. Desde entonces, conforme crecía la Obra, seguía clamando con el Señor: fuego he venido a traer a la tierra… Y para avivar aquellos encendimientos se procuró unos recordatorios que le hiciesen tener ante la vista metas de expansión universal.
Con este fin colocó un mapamundi en el vestíbulo de entrada de la residencia de Jenner. Otro había también en Diego de León; y en su cuarto, además, un globo terráqueo. Tan de cerca seguía la expansión a otros países -cuenta Mons. Javier Echevarría- que mandó cubrir la pared de una habitación de Villa Tevere con un gran planisferio. "Figuraban con distinto color los lugares en los que ya se estaba trabajando, y las zonas pintadas se iban extendiendo a medida que crecía la expansión apostólica. Le movió la intención de que fuera un despertador para la oración de todos los miembros del Consejo General. El Fundador era el primero que se acordaba siempre de que había que colorear un nuevo país, cuando se comenzaba la labor apostólica de la Obra en aquella nación, manifestando con esa rapidez de memoria el interés que tenía de que en el mundo entero sirviésemos a la Iglesia de Dios, con un trabajo humilde, sencillo, continuo y concreto. He podido contemplar al Fundador mirando ese mapamundi, bien recogido en oración" (2).
Mas su puesto de mando era Roma, porque allí -precisaba- está el corazón de la Obra, que hace posible que luego se extienda por todo el mundo, llevando nuestro mensaje de paz y de alegría (3). Y desde la Ciudad Eterna escribía a sus hijos:
¡Qué ilusión tengo en que pronto puedan ir pasando por Roma, de un modo constante y ordenado, tantos y tantos hijas e hijos míos, de manera que vuelvan luego a sus Regiones con el corazón más encendido de amor a la Iglesia y más romano! (4).
El hecho de extenderse por los cinco continentes no significaba dispersión. Todos seguían formando una apretada familia, la familia del Opus Dei. El Fundador nunca se hallaba separado de sus hijos:
Nosotros no nos separamos nunca -explicaba a sus hijos-, aunque físicamente estemos lejos unos de otros. Los que os marchéis ahora dejaréis aquí un pedazo de vuestro corazón, pero dondequiera que se halle uno de vosotros, allí estaremos los demás, con toda nuestra ilusión por acompañarle. No nos decimos adiós, ni siquiera hasta luego; continuamos siempre consummati in unum (5).
El Padre imaginaba el traslado de sus hijos a otros países como un trasplante en vivo del Opus Dei, como una expansión apostólica con características esenciales. Primero habéis de considerar -les decía- que nosotros no trasladamos nunca muchedumbres, como tampoco el campesino, cuando siembra, entierra sacos enteros de trigo, sino que esparce la semilla por el campo (6). Así lo exige el espíritu universal de la Obra, que abomina de todo nacionalismo y aborrece la formación de un grupo extraño y cerrado, a semejanza de una colonia nacional, como una especie de quiste (7). Hay también otra razón: la manera de actuar apostólicamente, que nos lleva a ser levadura escondida en la masa (8). Un poco de levadura basta para fermentar la masa. De igual modo, un pequeño grupo de hombres y mujeres, preparados, capaces de hacerse al país e identificarse con la nación en la que se establecen, bastan para el trasplante:
Provocamos así ese maravilloso fenómeno pastoral de la vocación, que puede compararse al de una perla: introducimos en el interior de la concha la mínima cantidad de cuerpo extraño, para que se forme la margarita preciosa, como algo que no es ya ajeno, producido -en nuestro caso- de modo sobrenatural, por el fuego de la gracia de Dios que han esparcido los hermanos vuestros, dando cumplimiento a los deseos del Señor: ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? (Lc.12, 49); he venido a poner fuego en la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? (9).
(Vamos recorriendo una bellísima carta del Fundador, en la que expone la entraña de universalidad existente en la Obra. Estas pinceladas iniciales de la carta son como un inspirado preludio). El Fundador expresa las ideas, una tras otra, sirviéndose de imágenes evangélicas: el sembrador que esparce a voleo la simiente; la pequeña porción de levadura que levanta la masa; y el símil de la perla preciosa. Comparaciones que le llevan de la mano a presentar la expansión apostólica mediante una parábola: la parábola del trasplante.
Muchos de vosotros quizá habréis podido ver cómo se hace esta operación de agricultura o jardinería. Y sabéis bien que es necesario que la planta adquiera vigor, en los oportunos viveros, antes de trasladarla a otro sitio.
Pero esto no basta, porque si durante algún tiempo no se vigila atentamente el crecimiento de la planta, no echa raíces y acaba muriendo.
Mirad con qué cuidados hace el jardinero un trasplante. Pone la pequeña planta o el esqueje en una maceta de barro o de madera, y la deja en un invernadero, hasta que adquiere la fortaleza necesaria. Después, saca la maceta fuera para que le dé la luz, el aire y el calor del sol. Y cuando ya es capaz de soportar los inconvenientes del traslado, el agricultor escoge la época adecuada y, junto con la maceta -si es de madera-, la coloca en la nueva tierra; al cabo de algún tiempo, el recipiente se pudre, se deshace en la nueva tierra, y así la planta se resiente menos del cambio.
Si la maceta es de barro, el jardinero saca la planta con las raíces y la tierra que hay alrededor -es decir, con su ambiente-, y con todo cuidado la introduce en el hoyo excavado en el nuevo terreno.
Previamente, el agricultor ha dejado el hoyo abierto, para que se meteorice: ha quitado las piedras o las ha enterrado en lo más hondo, con cuidado, para que el agua pueda filtrarse y penetrar más fácilmente sin encharcar el terreno. Después de plantar el árbol, con sus raíces cubiertas por la tierra de origen, lo vigila con atención hasta que arraiga. Y mientras la planta no da muestras de estar bien adaptada al nuevo lugar, le dedica el jardinero toda clase de cuidados: pone abono, añade tierra de buena calidad, poda las ramas superfluas (10).
Considerando en 1951 cómo la Obra difundía por el mundo el buen olor de Cristo, don Josemaría daba gracias a Dios al oír lo que algunos, sorprendidos de la vitalidad del Opus Dei, comentaban: ¡Cómo corre la Obra! No saben -escribía- que yo me he esforzado todo lo posible porque no corriera; hemos tirado de las riendas a este caballo joven, para que no se pudiera encabritar (11). Por entonces el Opus Dei estaba arraigado en España, Italia, Portugal y México, y tenía incipientes trasplantes en Inglaterra, Irlanda, Estados Unidos, Chile, Argentina, Colombia y Venezuela. Atravesaba el Fundador meses de dura prueba, a la que pondría remedio haciendo las consagraciones del Opus Dei a la Sagrada Familia, y a los Corazones de Jesús y María. Era el periodo largo, inacabable, de la total carencia de medios materiales y de los ahogos económicos. Era, en fin, la hora en que se sentía impelido a escribir: si, cuando recibí mi misión hubiera llegado a darme cuenta de lo que me iba a venir encima, me hubiera muerto (12).
¿Cómo se estaba haciendo la expansión de la Obra?, ¿con rapidez o con lentitud? Según el Fundador, al paso de Dios (13). Ni demasiado deprisa ni tampoco despacio. Se procedía tomando las debidas precauciones, esto es, con sumo cuidado; para que el espíritu del Opus Dei, que por naturaleza es universal, no apareciese, por falta de prudencia, extraño al país. Esa manera de obrar -explica a sus hijos- exige a la vez que tengamos calma: es aparentemente lenta, pero es más segura y eficaz, porque sin duda es también el camino más rápido -la experiencia nos lo ha confirmado- para llegar a la meta (14).
La operación de trasplante resultaba delicada. Exigía reflexión, prudencia y preparativos:
Antes de ir -habla el Fundador de su proceder-, solemos estudiar siempre atentamente las circunstancias de la nación: sus características peculiares, las dificultades que se pueden encontrar, la forma más segura de empezar la labor, qué obra corporativa habrá de hacerse primero, con qué medios económicos podremos contar, con qué personas de ese lugar debemos inicialmente relacionarnos, etc.
Es ésta una labor previa, que muchas veces he llamado la prehistoria de una Región; y que yo mismo he hecho en bastantes países, con algunos de vuestros hermanos que Dios Nuestro Señor, por su gran bondad, puso a mi lado (15).
El fundamento, el nervio de la prehistoria era la oración habitual y una continua mortificación (16). Porque la oración -lo repitió el Fundador hasta la saciedad- es el instrumento indispensable, el arma, el recurso, el secreto del Opus Dei (17).
Después de los medios sobrenaturales venían los instrumentos humanos y materiales. Como quien se dispone a partir en expedición, y hace cálculos sobre el recorrido y las etapas, y la impedimenta necesaria para el viaje, así el Fundador se aplicaba a estudiar todo lo concerniente al trasplante. La gente que precisaba era muy poca. Ni siquiera un puñado. Para empezar, tres o cuatro bastaban (18). En cambio, lo que sí examinaba minuciosamente eran las cualidades de los trasplantados. Consideraba también las particularidades del país adonde irían sus hijos y los muchos factores que quizás les resultaran difíciles de superar. Unas veces eran las condiciones climáticas y físicas: el calor tropical, la presión o la humedad, a las que ciertos organismos no consiguen aclimatarse. Otras veces la barrera consistía en la incapacidad de asimilación del ambiente, por razones temperamentales, el no hacerse a la idiosincrasia de la gente, a los usos, a la lengua o a la alimentación. Lo que había de evitar, sobre todo, era que se acumulasen varios de estos inconvenientes sobre una persona de manera brusca. Todo ha de tenerse en cuenta, advertía el Padre. Pero tampoco hay que exagerar su importancia, cuando hay buena formación, cuando hay vida interior (19). Esa condición la posee toda alma que se halle dispuesta a gastarse en servicio de Dios. Y,
juntamente con esa disposición fundamental, hay que tener en cuenta la tierra -el cepellón-, que acompañará a las raíces y que contribuirá a la aclimatación y al nutrimiento del árbol en las nuevas circunstancias. La tierra, hijas e hijos de mi alma, que debéis llevar cuando os trasplanten es el buen espíritu del Opus Dei, que es universal, que ama a todas las almas sin excepción, que no es nacionalista, que lleva a la alegría en la entrega generosa, que es de servicio y no de triunfo, ¡que es espíritu de amor! (20).
Movido por el deseo de expansión apostólica, el Fundador renunció a mantener a su lado a personas que podían aliviarle la carga de gobierno de la Obra, cada vez más pesada. Se quedó en Roma con las personas estrictamente necesarias para el funcionamiento de la Sede Central. Esta renuncia era manifestación callada de la fe y esperanza que animaban al Padre en la operación del trasplante, aunque, medio en broma medio en serio, comentaba a quienes tenía a su vera: ¡me voy a quedar más solo que la una!, pero vale la pena (21).
El Padre había hecho unas primeras instrucciones, resumidas en media docena de puntos, para tener en cuenta a la hora de la expansión apostólica a nuevos países. En dicho documento, también se hace referencia a los comienzos en Italia (22).
Señalaba que los fieles del Opus Dei, en su mayoría profesionales que marchaban a otros países para ejercer su profesión, deberían comenzar haciendo una labor previa de roturación y acomodación al ambiente. Después, seguiría una etapa de más honda actividad apostólica para estudiantes.
Tal fue el camino previsto en la mayoría de los países: hacer el trasplante con unos pocos y, tan pronto fuera posible, comenzar, por lo general con una residencia de estudiantes. Pero no siempre pudo el Fundador atenerse a este plan, viéndose obligado a adelantar sus proyectos apostólicos, aun careciendo del personal necesario, ante las súplicas insistentes de muchos Obispos, deseosos de que el Opus Dei trabajase en sus diócesis.
Una vez iniciada la actividad apostólica, pronto se hacía imprescindible la presencia de la Sección femenina del Opus Dei para abrir nuevas rutas apostólicas y, más adelante, ocuparse de la administración de los primeros Centros. No quería, sin embargo, el Padre que sus hijas salieran a otros países sin que todo estuviera dispuesto para acogerlas: instalación y habitaciones dignas, oratorio propio, etc. (23). "La delicadeza y el cariño que el Padre sentía por sus hijas -cuenta una de ellas- tenía una manifestación concreta en el modo como se comenzaba la labor en un país nuevo. Primero iba la Sección de varones con algún sacerdote, y cuando ya estaban resueltas las dificultades que lleva consigo el comienzo, íbamos nosotras" (24).
A principios de 1948, pensando en la marcha de la gente de la Obra a otros países, animaba por carta a sus hijas para que se fueran preparando a superar el obstáculo del idioma, y declaró ese año como el de la gran expansión:
Este año es -será- el año de vuestra gran expansión: ya me podéis ser santas… y estudiar idiomas. Que la Asesoría piense cómo hay que hacer las cosas, para que en una casa se apliquen a hablar en francés; en otra, en italiano; en inglés, en otra; y, finalmente, para las que hayan de ir al queridísimo Portugal… y al Brasil, en portugués (25).
El Padre quería -sin precipitar las cosas- que las mujeres fuesen cuanto antes a trabajar adonde ya se había hecho la primera labor de roturación, casi siempre ingrata. Consciente de la necesidad de que las mujeres estuvieran, ya en los comienzos, en un nuevo país, el Fundador estaba siempre pendiente de cuándo podrían trasladarse allí sus hijas. A veces la espera se contaba por meses y, a veces, por años. Rápida fue, por ejemplo, la llegada de las primeras numerarias a Estados Unidos y a México.
En marzo de 1950 escribía el Padre a Pedro Casciaro, e incluía unas líneas a sus hijas:
Para las chicas: ¡Que Jesús me guarde a esas hijas! Muy contento y esperando mucho de vosotras. Escribidme: contad todos los detalles del viaje. Que nuestra Madre Santísima de Guadalupe os sonría siempre (26).
Y, en mayo de 1950, escribía a las de Chicago:
Queridísimas: no sabéis con cuánta alegría recibí vuestra tarjeta, primero, y luego vuestra carta. Estoy seguro de que el Señor nos tiene reservadas muchas cosas grandes y bellas en esta América (27).
Podía suceder -y de hecho sucedía- que se retrasase la partida de las mujeres de la Obra a los países adonde estaba proyectado que se trasladasen. En especial cuando la primera etapa de roturación resultaba difícil. El Padre entonces solía empujar delicadamente a sus hijos, pintándoles a grandes brochazos la ventaja que supondría la presencia de la Sección de mujeres, porque sin ellas las cosas van más lentas y peor (28); Y, además, sin la Sección Femenina estaréis siempre mancos (29). Pero la verdad es que el traslado de las mujeres de la Obra a nuevos países no presentaba graves problemas. También ellas estaban acostumbradas a comenzar desde cero, desde la más absoluta pobreza, buscando un trabajo profesional con el que abrirse camino.
Lo que no era tan fácil de remediar era el desnivel entre hombres y mujeres del Opus Dei. A esta desigualdad numérica, que aún persistía desde tiempos de la guerra civil, la denominaba el Padre: cojera. Como decía, humorísticamente: mientras las piernas de la Obra fuesen desiguales, marcharía cojeando. Para que todo funcionase normalmente, era preciso que las actividades de hombres y mujeres estuvieran desarrolladas a la par. En 1951 se percató el Padre de que necesitaba duplicar el número de personas que trabajaban en Italia (30). La situación llegó a preocuparle, pues no disponía del necesario número de mujeres, ni las que poco antes habían llegado a la Obra estaban suficientemente formadas para marchar a otras tierras. Frenó, pues, sus proyectos de expansión apostólica y decidió, en 1952, no abrir por unos años nuevas residencias de estudiantes en España, para evitar el movimiento excesivo del personal de las casas de la Sección Femenina (31), y para dar espacio y tiempo a su formación.
* * *
Todo esto en cuanto a las personas; pero, ¿y los medios? Esta misma pregunta se la había hecho ya en Camino (32).
¿Qué podía dar el Padre a quienes marchaban a otras naciones sino sus consejos y su bendición paterna? No era poco, sin embargo, y sus hijos se lo agradecían más que los bienes materiales o el dinero, porque con ello les transmitía la seguridad y la esperanza de que todo iría bien. Así quería el Señor que comenzasen: faltos de todo. Pero lo más grave era que se volvían las tornas y que no pasaba mucho tiempo sin que el Padre se viese obligado a pedirles limosna a ellos, para acabar las obras de la Sede Central.
De su llegada a México con otros dos miembros numerarios cuenta Pedro Casciaro: "Llegamos con la bendición del Fundador, una imagen de la Virgen, que nos regaló, como acostumbraba a hacerlo cada vez que se abría camino en un país, y sin medios materiales" (33). Luis Sánchez-Moreno, que regresaba al Perú, describe su despedida: "En Roma me dio, con detenimiento y cariño, consejos muy acertados, junto con su bendición, una imagen de la Virgen y un crucifijo" (34). La falta de medios materiales, de dinero, la suplía el Padre con oración y afecto. Como el jardinero de la parábola, tenía para con el arbolito trasplantado toda clase de mimos y cuidados. Hasta que no ha prendido bien en el nuevo suelo, lo vigila con atención, le dedica tiempo, añade tierra de buena calidad, le pone abono, lo poda de brotes superfluos.
Así el Padre. Espiritualmente tenía a sus hijos consummati in unum. No otro es el sentido de su compañía por encima del tiempo y del espacio. Ya sabéis que, desde lejos, os acompaño siempre (35), escribía a sus hijas de México. O bien, cuando encabezaba una carta a los de Australia: ¡Cuánta compañía os hago, desde aquí! (36).
Materialmente, se interesaba por ellos en todo momento. ¿Qué vida hacían?; ¿avanzaban en el estudio del idioma?; ¿tenían amigos?; ¿y las comidas?
Cuando escribáis -pedía al Consiliario de Estados Unidos-, contadnos muchas cosas, detalles: así me hago la ilusión de vivir, aun materialmente, con vosotros en estos primeros tiempos americanos, que son tan de Dios (37).
Conocer esos detalles no era simple curiosidad, sino imperiosa exigencia de sus sentimientos paternales y hasta prudencia de gobierno, como cuenta a sus hijas de Estados Unidos:
Cuando me escribís -Nisa- y me contáis cosas menudas de vuestra vida, lo agradezco: porque tengo derecho a saberlas y porque así me parece que os acompaño un poco más desde aquí (38).
Leía con gusto las cartas que le venían de Europa o América e insistía en que le escribiesen con frecuencia, contándole detalluchos, o detallicos, o cosicas pequeñas (39). Le escribían, y se iba enterando de las menudencias. Por lo visto, en México tenían unos pequeños caimanes deambulando por la casa. El criterio del Padre sobre los animalejos era claro y ofrecía perentorias soluciones al Consiliario: No me parece bien que tengáis caimancitos en casa: los regaláis, los soltáis o los matáis: a escoger (40).
Si llegaba a su conocimiento que alguien de la Obra se encontraba mal de salud, el Padre no sosegaba hasta estar completamente informado. Cuando enfermó en México Guadalupe Ortiz de Landázuri, inmediatamente pidió detalles al Consiliario y escribió a su hija:
Guadalupe: que Jesús te me guarde.
Contento, porque sé que estás bien. Debes dejarte cuidar, porque no podemos permitirnos el lujo de estar enfermos: duerme, come, descansa, que así agradas a Dios. Para ti y para todas, la bendición más cariñosa de vuestro Padre
Mariano (41).
De este modo, interesándose por todos, y siguiendo de cerca sus pasos, dolores y alegrías, el Padre creaba, hasta los límites por donde andaban esparcidos sus hijos, un ambiente de familia que era vínculo de unidad (42). Sostén necesario en la primera época de acomodación en otro país. Porque, ¿quién, fuera de Dios, podría decirles cuánto tiempo tardarían en arraigar? No olvidéis -les recordaba el Fundador- que la labor, al principio, es oscura y sin extensión: pero es preciso pasar por esta etapa, para llegar a las demás (43). El Padre les hacía ver que tenían el mismo bagaje con el que se empezó la fundación en 1928: juventud, gracia de Dios y buen humor. Muy contento, con esos comienzos vuestros en Nápoles -animaba a sus hijas-. Con buen humor y gracia de Dios, adelante (44). (La juventud se la daba por descontado.)
El esfuerzo, las pequeñas contradicciones, la impaciencia o los sufrimientos cotidianos podían minar las reservas de energía de quienes vivían instalados en el país del trasplante. Entonces, el Fundador se hallaba presto a enjugar las lágrimas de sus hijos, darles consejo y encontrar solución a sus problemas, levantándoles el ánimo como podía o Dios le daba a entender. Solía hacerlo por carta.
A un hijo suyo del Ecuador:
es lógico que haya que sufrir -tú, yo y los otros-, porque el dolor es la prueba del amor: y no quita la paz, si tenemos el espíritu del Opus Dei, y es señal de fecundidad sobrenatural. ¿Claro? (45).
A los de Viena, que se resentían del peso agobiante de un trabajo sin luces, les recomienda que se pongan de acuerdo con los alemanes para descansar sin desatender la labor en los centros. Además, les añade: Todo eso no tiene importancia, si no me dejáis las Normas y si se organiza el descanso (46).
Otras veces se infiltraba un ligero pesimismo general, viendo que no llegaban los frutos del esfuerzo realizado. Recurrían entonces al Padre en busca de consuelo. Para tales casos recomendaba ver los sucesos a cierta distancia y con perspectiva sobrenatural, como escribía a sus hijas irlandesas:
Me llega la noticia de que estáis un poco chafadas, pesimistas. Y os escribo para deciros que sólo tenéis motivos de alegría y de optimismo.
Sin embargo, como cuando se está cerca del cuadro -y es vuestro caso- no se ve a veces la calidad de la pintura, me hago cargo de vuestras circunstancias, y os aconsejo que habléis sinceramente con vuestro Consiliario (47).
En fin, adelantándose a posibles impaciencias o desalientos causados por una esterilidad aparente de la labor, les ponía en guardia, con optimismo:
Si esto sucede, alegraos y llenaos de fortaleza, porque de esa tribulación se seguirá pronto un gran provecho. Cuando queremos meter un clavo en una pared, y el clavo entra sin dificultad, resiste poco peso. Pero si el muro opone resistencia, el clavo puede después soportar una gran carga.
Pasan meses -a veces años- de esterilidad aparente. No olvidéis sin embargo que, si la siembra es de santidad, nunca se pierde; otros recogerán el fruto (48).
No todos, claro es, se adaptaban a la nueva tierra. Si te cuesta el trasplante -escribía el Padre a uno de éstos-, no es fracaso ninguno, ni humillación, salir de ese país para trabajar en otro (49). Pero, pronto o tarde, llegaban las primeras personas del nuevo país que pedían la admisión en la Obra. El Fundador les llamaba cariñosamente mi primogénito o mi primogénita, porque eran las primicias de cada país. Lo cual engendraba responsabilidad espiritual, porque también sobre su ejemplo se había de construir el Opus Dei en aquella nación.
Que seas hombre de oración, mortificado y eucarístico -exhortaba el Padre a Dick Rieman, el primer norteamericano-: así serás un buen puntal en esa América grande y generosa […]. El primero: ¿has pensado alguna vez en la gracia de Dios, y en la bendita responsabilidad que eso significa? (50).
Volviendo ahora, de nuevo, a la parábola del trasplante, una doctrina más tiene que añadir el Fundador:
Es frecuente que los jardineros o los hortelanos, para que crezcan derechos los árboles recién trasplantados, les pongan al lado un rodrigón, un gran palo, grueso, recio, que ni siquiera da frutos propios, que no tiene más misión que asegurar el crecimiento y los frutos del árbol pequeño y joven. ¡Qué entrega, qué humildad!
Especialmente los Directores y los sacerdotes han de hacer de rodrigón, y gozarse en la vida, en la lozanía y en los frutos de los demás. Hacer de rodrigón con un maravilloso sentido de paternidad, para contribuir a que los trasplantados echen raíces y crezcan en Jesucristo (51).

2. Prehistoria: viajes por Europa

¡Cómo me gustaría veros, en vuestra propia salsa! (52), escribía el Padre a sus hijos de Venezuela en 1964. Por entonces llevaban trece años tratando de arraigar en esa tierra, no como planta parásita sino como hijos adoptivos. Punto sobre el cual insistía el Fundador: La mentalidad de mis hijos no será la del emigrante: pues todos van al nuevo país para amarlo, para servirlo con abnegación (53). A los de Venezuela, precisamente, se lo había recordado años atrás:
Comprended, disculpad, tratad con delicadeza y con afecto sincero, y continuad sirviendo con todas vuestras fuerzas a esa bendita tierra venezolana, que es vuestra nueva Patria, a la vez que servís a las almas (54).
El Fundador tardó más de veinte años en visitar a sus hijos de América, para verlos en su propia salsa. Le animaban e invitaban a cruzar el Atlántico; y el Padre se escudaba en motivos de pobreza, en el trabajo o en la falta de tiempo (55). Lo cierto es que se hallaba enteramente sumergido en labores de gobierno. Los papeles, cada día más, le obligaban a residir en la Sede Central, punto neurálgico para la dirección de la Obra. Bien definía su situación cuando hablaba de hallarse en medio de un total empapelamiento. Estoy empapelado y muerto de trabajo (56), escribía a uno de sus hijos. Pero, fiel a su principio de que la expansión universal del Opus Dei había de hacerse desde Roma -a Roma e da Roma-, permanecía firme en el puesto de mando.
Las gestiones y vigilancia sobre el desarrollo institucional del Opus Dei no le permitían ausentarse de Roma, salvo en salidas relámpago, para preparar la futura expansión de la Obra por Europa, cuya situación no era, ni mucho menos, como para dedicarse a giras de ninguna clase. En efecto, al término de la segunda Guerra Mundial, cuando se presentó a los Estados la oportunidad de resurgir y reorganizarse, se produjo un nuevo enfrentamiento, denominado la guerra fría. La tirantez ideológica existente entre las dos grandes potencias vencedoras, Estados Unidos y la URSS, derivó en lucha por la supremacía militar y económica. Ante la amenaza de expansión territorial rusa y la agresividad ejercida por los partidos comunistas en toda Europa, se crea en 1949 una alianza defensiva político-militar: la OTAN. La respuesta soviética a esa alianza fue el Pacto de Varsovia de 1955, que, bajo la dirección de Moscú, integraba a los países satélites comunistas.
Mientras tanto, la confrontación entre los dos bandos, que había comenzado con el bloqueo soviético de los accesos a Berlín, desencadenó la persecución de todas aquellas instituciones que representasen un obstáculo a las doctrinas marxistas. Entre ellas, a la cabeza, la Iglesia Católica, cuya Jerarquía fue sometida a procesos espectaculares, como en el caso del Cardenal Mindszenty de Hungría en 1949, y los de Beran o Stepinac. Cuando muere Stalin en 1953, con la subida al poder de los antistalinistas se producen revueltas en Alemania oriental y nuevas represiones comunistas. El más importante levantamiento popular fue el de Hungría de 1956, brutalmente aplastado por las armas, ante la pasividad de los Estados occidentales. Tal era, a bulto, la triste situación de Centroeuropa en los años en que el Fundador tomó sobre sí la responsabilidad de preparar los comienzos en Alemania, Austria y Suiza. Tarea previa a la del trasplante y, por ello, conocida como prehistoria (57).
* * *
Llevaba el Padre un año visitando Italia de norte a sur, cuando decidió hacer una correría apostólica por la Europa Central, para conocer la situación de los países de habla alemana. Salió de Roma el 22 de noviembre de 1949 y se detuvo en varias ciudades del norte de Italia: Génova, Milán, Como, Turín… (58). De camino, envió desde Milán una carta a sus hijos de México en la que les decía:
Estamos unos días aquí, preparando el arreglo de esta casa, y camino de Austria y Alemania, donde vamos a echar una ojeada con vistas a abrir un par de casas también, cuanto antes, con la ayuda de Dios. No dejéis de encomendar las cosas que ahora llevamos entre manos, porque importan mucho para toda la Obra (59).
Pasó dos días en Innsbruck, donde cambió impresiones con algunos profesores de la Universidad y, entre ellos, con el Rector. El 30 de noviembre llegaban a Munich. A la mañana siguiente, luego de haber celebrado misa, visitó al Cardenal Faulhaber, Arzobispo de Munich, quien le acogió con grandísimo afecto (60). Hablaron luego largamente, en latín, de los problemas pastorales de las diócesis alemanas, de los católicos huidos de los países del Este, que buscaban refugio en la Alemania Occidental, y de la Obra. El Cardenal se mostraba muy complacido con la idea de que el trabajo del Opus Dei comenzara en Baviera. Se despidieron, y el 4 de diciembre el Fundador estaba de vuelta en Roma.
En varios sitios esperaban impacientes el Opus Dei. Pero el Padre, precisamente porque sentía esa urgencia apostólica, iba dando los pasos concienzudamente, sin precipitaciones. Coincidieron esos años -de 1950 a 1954- con la época de duros trabajos en Villa Tevere, con la contradicción de los buenos en Italia, con la batalla de la formación de los nuevos miembros de la Obra y con la expansión por muchos países del continente americano. En Alemania se empezó con breves estancias durante las vacaciones académicas, yendo y viniendo, hasta que el primero de mayo de 1953 se consiguió en Bonn una casa, vieja y desangelada, pero de buen porte. Acomodada y ampliada en el curso de los años, sería la residencia de estudiantes Althaus. Pero, de momento, se dieron de cara con las dificultades previstas: el idioma, la falta de dinero, y rachas de impaciencia y de cansancio (61). El Padre, como venía haciendo con sus hijos repartidos por el mundo entero, procuraba levantarles la esperanza e insuflar optimismo y buen humor en sus ánimos, sin ocultarles que era preciso pasar por una etapa de asperezas antes de saborear los frutos. Su correspondencia está sembrada de observaciones, predicando paciencia y el dejar correr el tiempo para fortalecer el trasplante:
Tened paciencia, que no se ganó Zamora en una hora: las vocaciones vendrán, firmes y abundantes. Pero no se improvisan, y menos con el carácter tedesco (62).
Un año hacía desde la milagrosa curación de la diabetes, cuando emprendió un largo viaje con la intención de recorrer Suiza y valorar la situación en Austria. Salió de Roma el 22 de abril de 1955. Pasó por Milán y Como. Visitó el Santuario de Einsiedeln, Zurich, Basilea, Lucerna, Berna, Friburgo y St. Gallen (63). Cerca de la frontera alemana, bastó una leve sugerencia de don Álvaro para que el corazón del Padre se dejase vencer por la idea de ver a sus hijos de Alemania antes de cruzar la frontera austríaca. La desviación, dicho sea de paso, suponía un no pequeño rodeo de mil y pico kilómetros (64).
El 1 de mayo fue, pues, día de inolvidable sorpresa para los de Althaus, donde no se le esperaba. En charlas con sus hijos, el Fundador les recomendó alegría y trabajo, anunciándoles que era llegada la hora de la cosecha.
Hijo mío -le decía a uno de ellos-, ¿no te hace ilusión ver la confianza que el Señor ha puesto en nosotros? Parece como si hubiera condicionado la fecundidad de la labor a que seamos fieles. ¡Qué responsabilidad tan grande tenemos! ¡Y qué sentido de filiación divina, ante esta confianza que Dios nos ha manifestado! ¡Qué ilusión al pensar en la cosecha que se aproxima en esta tierra alemana…!
La Obra huele ya a campo cuajado, a cosa hecha a pesar de que veintisiete años no son nada para un ente moral, y menos para una familia que el Señor ha querido promover y que ha de durar mientras haya hombres sobre la tierra, para servir a la Iglesia, para extender el reinado de Cristo, para bien de las almas, para hacer dichosa a la humanidad, llevándola a Dios (65).
El 3 de mayo fueron a Düsseldorf, para obtener en el consulado de Austria un visado de entrada. El día 7 estaba en Viena. Se hospedaron en el Hotel Bellevue, maltrecho a consecuencia de la guerra y vecino a una estación de ferrocarril. El Padre y don Álvaro, con sotana, patearon la ciudad (era expresión de don Josemaría), recorriendo sus calles. Viena estaba todavía dividida en cuatro zonas, ocupadas por soldados franceses, ingleses, rusos y americanos. Por la calle se encontró con soldados rusos que le trajeron a la memoria escenas violentas de la guerra civil española: asesinatos en masa e iglesias incendiadas, blasfemias y profanaciones, y brigadas comunistas.
En Roma tenía a un grupo de hijos suyos estudiando alemán, con intención de ir a Austria (66). Pocos días antes de salir de Roma, en este viaje que por primera vez le llevó a Viena, el Padre había escrito a los de Alemania, con fecha 15 de abril de 1955: Si las cosas de Austria se arreglan, yéndose los rusos, será cosa de ir pensando en Viena… (67). Era asunto divulgado que, de un día a otro, se firmaría el tratado sobre el Estado austríaco y se retirarían las tropas de ocupación. De otro modo el Fundador no hubiera ido a Viena con intención de comenzar la labor en esa ciudad ocupada. Sus hijos no tenían vocación de mártires, aunque no temían el martirio; por eso no les enviaba a los países asolados por el comunismo, allí donde no existía un mínimo de libertad. Eso sería tentar a Dios. Yo no mando a mis hijos temerariamente, afirmaba. A donde no os enviarían vuestras madres, yo, que os quiero como vuestra madre, no os puedo mandar (68).
En los tres días que pasó en Viena saludó al Nuncio, Mons. Dellepiane y charló detenidamente con el Obispo auxiliar, Mons. Franz Jachym sobre el comienzo de las actividades apostólicas de la Obra en Austria. El 12 de mayo estaban de regreso en Roma.
De nuevo salió en larga correría apostólica por toda Europa el 16 de noviembre de ese mismo año de 1955. El itinerario, y los encuentros y visitas del recorrido, pueden seguirse por las anotaciones de la epacta del Padre y por las cartas y postales que enviaba a Roma y a otros Centros de la Obra: Roma, Spezia, Milán, Como. Entró en Suiza: Lausanne, Ginebra. Llegó a París, donde comió en el Centro de Boulevard Saint Germain, el 22 de noviembre. De Versailles se fue a Chartres y Lisieux, donde oró ante la tumba de santa Teresita. Siguió por Rouen, Amiens y Lille, camino de Bélgica. Pasó por Lovaina y Amberes, para hacer unas visitas. Continuó la ruta de Breda, Rotterdam, La Haya, Amsterdam y Utrecht, echando los cimientos de la prehistoria de los Países Bajos. Pasó a Alemania y se vio con sus hijos en Bonn, en Althaus, donde sin preámbulos, de sopetón, lo primero que les dijo es que tenían que moverse, porque entraban en la historia. Estas fueron sus palabras:
Ha acabado la prehistoria de la región alemana y ahora estamos ya en la historia. Hoy comienza la historia de la Obra en Alemania. Hoy, 30 de noviembre de 1955, entramos en la historia de esta región. No será algo inmediato, repentino. Requerirá algunos meses… esperar. Pero vendrá gente, saldremos de Bonn, se comenzará a trabajar en labores más diversas (69).
A continuación, en los primeros días de diciembre, estuvo en Colonia, Munich, Salzburgo y Linz. El día 3 llegó a Viena y se hospedó en el Hotel Bristol; y el 4 por la mañana celebró misa en San Esteban. Dando gracias después de la misa, rezando allí, en la catedral, ante la imagen de María Pötsch, la invocó por vez primera con la jaculatoria Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva! No era una más de sus muchas invocaciones a la Virgen. Por lo que se deduce de la correspondencia de esos días debió venirle la certeza de que con esas palabras quedaba encomendada a la Madre de Dios la protección del apostolado futuro en los países de la Europa sometida a los comunistas. En efecto, ese día 4 de diciembre, escribía a España: sigo pensando que es Viena un magnífico enclave para el oriente, y que esos hijos darán en estas tierras mucha gloria a Dios Nuestro Señor (…): Un propósito hice hoy, de devoción a la Ssma. Virgen (70). Y cinco días más tarde, también a España:
Me siento seguro, al afirmar que Dios Nuestro Señor nos va a dar medios abundantes -facilidades, personal- para que trabajemos por El cada día mejor en la parte oriental de Europa, hasta que se nos abran -que se abrirán- las puertas de Rusia […].
Haz que digan muchas veces esta jaculatoria: Sancta Maria, Stella orientis, filios tuos adiuva! (71).
Tornó a Bonn el 7 de diciembre; y el 10 entraba en Roma. En Villa Tevere les contó sus impresiones del viaje: hijos míos, hacéis mucha falta por el mundo (72).
De nuevo visitó en 1956 Francia y el Centro de Europa. Salió de Roma el 23 de junio. Estuvo primero en Suiza (Berna y Lausanne); luego pasó a Francia (Lyon, Versailles, París). En París celebró misa en el piso del boulevard Saint Germain. El 1 de julio entraba en Bélgica; y enseguida en Alemania, para atravesar Suiza y estar en Roma el 18 de julio. Sin tomarse un descanso veraniego, reemprendía el camino de Suiza para asistir al Congreso General de 1956, celebrado en Einsiedeln del 21 al 25 de agosto.
No había rematado aún el Fundador la prehistoria de Austria y Suiza, cuando sobrevino el alzamiento popular de Hungría contra el régimen comunista. Unos días antes de que las tropas rusas invadiesen el país, el Padre escribía a los de Alemania: ante los acontecimientos que se dibujan en el oriente europeo, rezo y sufro, pensando con impaciencia en la labor nuestra ahí y en Austria (73).
En 1957 salió de viaje fuera de Italia en varias ocasiones. En mayo estuvo dos semanas en Francia. En agosto, después de pasar por Einsiedeln, donde descansó unos días, recorrió Alemania, Bélgica, Holanda y Suiza. El 24 de agosto, fiesta de san Bartolomé, celebró misa en la residencia universitaria Eigelstein, que venía funcionando desde el otoño anterior. Era el primer centro que abrían sus hijas en Colonia (74).
La etapa de la prehistoria tocaba a su fin. En 1958 celebró misa a sus hijas, establecidas ya en París; y en la segunda mitad de septiembre, de vuelta de Londres, estuvo en La Haya, en Colonia y en Zurich. Por lo que escribía a las de la Asesoría Central, el Padre parecía satisfecho: Muchas cosas buenas de Holanda, Alemania y Suiza, les decía. Tan buenas como las de Inglaterra (75). Ese mismo día, fiesta de Nuestra Señora de la Merced, escribía también a sus hijos de España: Tengo muchas ganas de veros, para contaros tantas cosas buenas, también de Holanda, donde hemos terminado nuestra prehistoria de los Países Bajos (76).
* * *
Como jalones del apretado programa de visitas a personas y ciudades, que iba tejiendo la prehistoria apostólica del Opus Dei en Europa, estaban los viajes de peregrinación a santuarios marianos, tumbas de santos o lugares donde habían vivido éstos. Einsiedeln, Lourdes, Loreto, Fátima, Willesden, Nuestra Señora del Pilar en Zaragoza, o de la Medalla Milagrosa en París; y Asís, Bari, Lisieux, Ars, Siena, etc. fueron metas de peregrinaciones (77).
Con toda razón el Fundador podía decir de aquellas correrías apostólicas en compañía de don Álvaro: Conozco Alemania tan bien y mejor que vosotros (78). No exageraba en absoluto. Por el contrario, se quedaba muy corto.
Sus viajes eran rápidos y fecundos, como incursiones apostólicas. No pudiendo ausentarse largo tiempo de Italia, y con el apremio de poner a muchos obispos al tanto de la Obra, tenía que multiplicarse. El estado del coche, las grandes distancias y el continuo mudar de sitio le suponían un fuerte desgaste. Con gozo ofrecía al Señor cansancio e incomodidades, alegrando los trayectos con canciones y más canciones, rosarios y más rosarios (79). Dirigía a menudo la oración de la tarde de quienes le acompañaban, haciéndoles considerar el texto evangélico en que el Señor dice a los apóstoles: -Os he elegido para que vayáis…, ut eatis.
Regresaba a Roma de esos viajes de trabajo cargado de sucesos, que aplicaba a su vida interior o a otras necesidades. Desde Lausanne mandó una postal a los arquitectos de Villa Tevere. Era una fotografía tomada en la localidad, a cuyo dorso escribió: ¡Buena fuente! Abrazos. Mariano (80). A buen entendedor, pocas palabras bastan. De la inspiración de la foto salió la Fontana degli Asinelli, enclavada en un muro del Cortile degli Uffici, en Villa Tevere.
En Viena vio una columna con una inscripción dedicada a la Santísima Trinidad: Deo Patri Creatori; Deo Filio Redemptori; Deo Spiritui Sanctificatori, palabras que mandó grabar en el retablo del oratorio donde solía celebrar, en Villa Tevere (81).
De sus visitas a los Centros de la Obra se llevaba también recuerdos vivos de la alegría con que sus hijos vivían, pasando estrecheces. Lo que le ocurrió en París, en el boulevard Saint-Germain, el 28 de junio de 1956, no es un caso insólito, porque algo muy parecido le sucedió en Althaus. El hecho fue que, al acabar de celebrar misa el Padre, pasaron todos al comedor para desayunar.
Con el Padre y los que le acompañaban, el número era mayor que el de costumbre. Habían sacado toda la loza disponible, pero no alcanzaba el servicio de mesa. Y hubo que echar mano de una taza desportillada y sin asa. El desperfecto se disimuló cubriéndola con una servilleta, pudorosamente, y relegándola al último asiento, con la esperanza de que pasase inadvertida en el rebullicio del comedor. (Todas estaban recubiertas; y más de una, averiada).
Pero el Padre, en lugar de elegir el sitio preferente, fue a escoger el que trataban de evitar. Alzó la servilleta que cubría las vergüenzas de la taza y se dio de ojos con la pobreza personificada. No era así el desprendimiento que debían de practicar; pero, atendidas las circunstancias históricas de comienzos en un país, el Padre se llevó un alegrón. Aquellos hijos se debatían noblemente.
Quiso llevarse la taza a Roma. Y fue a lucir sus heroicos quebrantos en el esplendor de una vitrina de recuerdos, donde había porcelanas, abanicos y otros objetos, sin más valor que el de su origen o su pequeña historia.
Hasta que, en cierta ocasión, contemplando un eclesiástico esa antigualla en sitio tan prominente, y sin poder imaginar el episodio del traslado, soltó una ponderación, mezcla de cortesía y de despiste: -¡Es de ónix! ¡Qué pieza tan hermosa! Y le respondió el Fundador: -¡Que Santa Lucía le mejore la vista! Usted cree que es de ónix, y es de cielo, porque es una manifestación maravillosa de la pobreza que vivimos en el Opus Dei con mucha alegría, con mucho amor. Y es una manifestación de la pillería santa de mis hijos, que intentaban que yo no supiera la carencia que padecían (82).
* * *
Casi doce años llevaban en Inglaterra cuando el Padre puso el pie en Londres en 1958. Pasó allí una larga estancia, desde primeros de agosto hasta mediado el mes de septiembre. Y también fue a esa isla los años siguientes, hasta 1962, de modo que, con excepción de España e Italia, el Reino Unido fue el país donde vivió más tiempo. Había recorrido -como hemos visto- gran parte de Europa, pero sin tener ocasión de saltar a las islas. El afán apostólico y el deseo de ver a sus hijos, entre otros motivos, le llevaron a Inglaterra.
Entre el 24 de julio y el 3 de agosto el Fundador pasó por Suiza y celebró misa en un Centro de la Obra en Zurich el día 25. Al siguiente estaba en el Santuario de Einsiedeln. Se detuvo dos días en París, para visitar a sus hijas en el Centro de Rouvray, y charlar con sus hijos en el boulevard Saint Germain. Finalmente, el 4 de agosto cruzaba el Canal, de Boulogne a Dover. Fecha memorable en la historia de la Obra en Inglaterra, donde el avance de fundación había empezado en la Navidad de 1946. El Padre les confirmaba en ello al decirles:
Estáis poniendo un buen cimiento, y si lo ponéis con alegría, persuadidos de vuestro papel de fundadores, con sentido de vuestra responsabilidad, pronto, muy pronto, se dará a esa casa otra fisonomía y comenzarán a saborearse los frutos, que ahí -os lo aseguro- si sois fieles, serán abundantísimos (83).
Durante años había acompañado a sus hijos en la oración, animándoles a superar un ambiente al que no estaban acostumbrados.
Os envié sabiendo a lo que ibais -les escribe-: porque sabía y sé que sois capaces de poner en práctica ese hacer poesía divina, de la prosa humana de cada jornada (84).
En 1952 dejaron el piso de Rutland Court, que ocupaban desde 1947, y se trasladaron a Hampstead, al norte de Londres, el 4 de abril. La casa, amplia y con extenso jardín, funcionó como residencia de estudiantes universitarios, con el nombre de Netherhall House. Tres meses más tarde llegaban a Londres las mujeres de la Obra (85). Pronto, en la primavera de 1954, comenzaron a venir las primeras personas que pedían la admisión en la Obra; y el Padre escribía a los de Londres:
Muy contento, porque se ha roto el hielo y comienzan las vocaciones. No olvidéis, sin embargo, que ese ambiente es más difícil que otros de tradición católica. Tened paciencia, si las cosas no van deprisa; a mí me parece que se va a buen paso, gracias a Dios (86).
Se crecía con esfuerzo, hasta que el 4 de agosto de 1958 se presentó el Fundador en Inglaterra. Enseguida firmó en el dorso de una fotografía: Sancta Maria, Sedes Sapientiae, filios tuos adiuva; Oxford, Cambridge, 5-VIII-58 (87).
Hizo un recorrido por Londres. Se llegó a la City. Por sus calles se apresuraba la gente: oficinistas, empleados con hongo, traje oscuro y cuello almidonado. Había un tráfico denso de autobuses rojos y taxis de charol negro. Todo apretado, con prisas y febril.
Por todas partes aparecían rótulos con fechas antiguas: Established in 1748; …in 1760; …1825… La mente del Padre penetraba su significado histórico, abarcándolo en sus consecuencias: continuidad en el trabajo, transacciones con todos los continentes, riqueza, poderío económico…; una costra secular y resistente. Era la City como un viejo árbol centenario, con las raíces al aire. Y, circulando entre la multitud, cada cual a su tarea, se veían rostros y atuendos de lo más exótico: indios, africanos, chinos y árabes.
Calibraba el Fundador los hechos, instalado en la presencia de Dios. Consideraba cuán insuficientes serían su esfuerzo e intrepidez, vertidos en aquella encrucijada del mundo. Y debió sentir un roce de desaliento al medir sus fuerzas materiales con el poderío de la City. Pero no se dejó abatir. Al encararse interiormente con el Señor, examinó recursos, sacando la palmaria conclusión de que llevar todo eso a Cristo -tantas almas y tantas empresas- requería una palanca y un esfuerzo sobrehumanos.
En los primeros días recorrió algunos lugares de Londres y de otras ciudades próximas: el Parlamento, Fleet Street, Westminster, Whitehall; Oxford, Saint Albans… La mañana del domingo día 10, fue de nuevo a la City. Más impresionante resultaba ahora, ausente de vida. Con el weekend el cambio era brusco: calles totalmente desiertas, donde no se veía un paseante, vacías de tráfico; edificios cerrados a cal y canto, muertos, en silencio. Ese domingo escribió a Michael Richards, el primero que había pedido la admisión en Inglaterra, que estaba entonces en el Colegio Romano:
Esta Inglaterra, bandido, è una grande bella cosa! Si nos ayudáis, especialmente tú, vamos a trabajar de firme en esta encrucijada del mundo: rezad y ofreced, con alegría, pequeñas mortificaciones (88).
Fueron días de oración y trabajo. Pensando en la gente que deambulaba por las calles, en tantos que no amaban a Dios, o tenían un conocimiento superficial de Cristo, se sentía impotente para hacer algo. Esa impotencia le llevaba a Dios, como niño que acude a su padre. Y hacía oración, que es el secreto de la eficacia del Opus Dei, y, según les dijo en Londres, servía como un gran paraguas contra las incidencias del tiempo y las contrariedades.
El lunes 11, estuvo en Cambridge. Y el miércoles, en una tertulia en Netherhall House, por la tarde, les habló de la expansión por Oxford, por Cambridge, por Manchester; mostrándoles las posibilidades apostólicas desde Inglaterra, que era una encrucijada del mundo; por allí pasaban gentes de todos los continentes y naciones. Países a los que no había llegado aún la Obra en su expansión apostólica y donde se les esperaba. Sus hijos le escuchaban atentos.
Estuvo en Michaelham Priory, Eastbourne… Renovó la consagración de la Obra al Corazón de María en el santuario de Willesden, el día 15. ¿Podría remover Inglaterra?
Debió ser por entonces cuando el Señor le contestó claramente con una locución, una de tantas como tuvo, y que tan firmes quedaron en su memoria: "¡tú, no!; ¡Yo, sí!" Tú, ciertamente, no podrás; pero Yo sí que puedo (89).
A esa experiencia sobrenatural se refirió, a su vuelta a Roma, cuando contaba a sus hijos en una meditación:
Me encontraba hace poco más de un mes en una nación a la que quiero mucho. Allí pululan las sectas y las herejías, y reina una gran indiferencia ante las cosas de Dios. Al considerar ese panorama me desconcerté y me sentí incapaz, impotente: Josemaría, aquí no puedes hacer nada. Estaba en lo justo: yo solo no lograría ningún resultado; sin Dios, no alcanzaría a levantar ni una paja del suelo. Toda la pobre ineficacia mía estaba tan patente, que casi me puse triste; y eso es malo. ¿Que se entristezca un hijo de Dios? Puede estar cansado, porque tira del carro como un borrico fiel; pero triste, no. ¡Es mala cosa la tristeza!
De pronto, en medio de una calle por la que iban y venían gentes de todas las partes del mundo, dentro de mí, en el fondo de mi corazón, sentí la eficacia del brazo de Dios: tú no puedes nada, pero Yo lo puedo todo; tú eres la ineptitud, pero Yo soy la Omnipotencia. Yo estaré contigo, y ¡habrá eficacia!, !llevaremos las almas a la felicidad, a la unidad, al camino del Señor, a la salvación! ¡También aquí sembraremos paz y alegría abundantes! (90).
El Fundador puso dócilmente en práctica la invitación del Señor, aunque apenas disponía de medios materiales y eran contados aún los miembros del Opus Dei ingleses. Pero, con gran fe y audacia, concibió un plan de ataque y no demoró su ejecución. Se ocupó primero de la nueva instalación de la Comisión regional en Inglaterra, y del envío de más personas, y de la administración de la residencia. El 17 de agosto se le veía recorriendo iglesias por Londres: unas católicas (Spanish Place, St. Etheldreda, Westminster Cathedral) y otras anglicanas (la Anunciación de Bryanston Street, Westminster Abbey, Hanover Square). Quería encontrar una iglesia en Londres, que pudiera ser encomendada a los sacerdotes del Opus Dei.
Deseaba que el Opus Dei comenzara una labor apostólica en Oxford. Luego de redactar unas notas claras y precisas sobre gestiones con las autoridades académicas, recibió el día 21 a un profesor del King's College de Londres, para enfocar los trámites. Y el 26, Mons. Craven, Obispo auxiliar de Londres, que estaba al tanto de lo de Oxford, habló con el administrador de la catedral de Westminster, Mons. Gordon Wheeler. Existía la posibilidad de conseguir una casa con terreno en Oxford, al otro lado del río: Grandpont.
Entre trámites y visitas, el Padre seguía de cerca el proyecto, se entrevistaba con los miembros que vinieron de Irlanda y despachaba correspondencia con Roma. Encargó doce aras de altar, que consagraría el 28 de agosto. Algunas fueron a Irlanda. Las aras representaban otros tantos oratorios en ciernes. Consagrar las piedras era dar anticipo a sus sueños, era empujar las esperanzas, colocándolas ya en un futuro próximo.
El 26 de agosto y el 3 de septiembre fue a Canterbury, a la iglesia de San Dunstan, a orar ante la tumba de los Roper, lugar donde reposa la cabeza de santo Tomás Moro (91).
Terminaba su estancia en Londres y se le esperaba en Roma. La víspera de su partida dio la bendición a los de Inglaterra. En la primera página de una Biblia en inglés escribió: Semper ut iumentum, Londini, 15-IX-58. El día 16 por la mañana, franqueada la aduana del puerto de Dover, les despidió con un Sancta Maria, Regina Angliae, filios tuos adiuva!
Dejó Inglaterra con muy gratas impresiones, pues había sacado la clara idea de que su estancia había sido providencial, como decía a sus hijos de España:
Yo sólo os digo que pienso que es providencial nuestra estancia en Inglaterra, y que pueden salir aquí muchas labores para gloria de Dios.
Rezad, poned como siempre a Nuestra Madre Santa María por intercesora, y veremos grandes trabajos de nuestro Opus Dei realizados en esta encrucijada de la tierra, para bien de las almas de todo el mundo (92).
El clima, aunque dulce y mansamente lluvioso, no fue un sedante que permitiese a su naturaleza resarcirse de insomnios pasados. Pero, había algo que le producía gran satisfacción; y era el no ser reconocido por la gente y que no le mirasen por la calle (93).
Largo sería pormenorizar sus actividades, baste decir que sobre Oxford hizo rezar mucho, cuidando con esmero las relaciones con autoridades civiles, académicas y eclesiásticas. Cuando por fin se consiguió Grandpont envió un reducidísimo telegrama, con fecha del 22 de abril de 1959, y de larguísimo contenido: Auguroni. Mariano.
En el verano volvió de nuevo a Woodlands, la casa al norte del Heath, el 16 de julio de 1959. Hizo venir el Padre a los arquitectos de Roma, dándoles instrucciones para el proyecto de un Hall universitario en Oxford. Acariciaba la ilusión de plantar una aguja en lo alto del edificio, y, rematándola, una imagen de Nuestra Señora, que estaría iluminada. También aparecía la Virgen en el diseño del escudo de Grandpont, con el lema ipsa duce, encima de un puente con ondas blancas y azules.
Cuatro días se ausentó ese verano de Inglaterra. El 15 de agosto, fiesta de la Asunción, Michael Richards celebraba su primera misa solemne en la catedral de Westminster.
En esa misma fecha tuvo que salir para Irlanda. Llegó a Dublín por la tarde. Al día siguiente celebraba misa en Ely Residence, haciendo a sus hijos en voz alta la acción de gracias al Señor: os ha escogido para comenzar la labor en Irlanda y haceros instrumentos de sus maravillas: a pesar de ser tan poca cosa, a pesar de todo, yo también soy un pobre hombre, añadía (94).
Visitó Nullamore, sede de un Curso Internacional de verano, en donde había cuarenta muchachos de diversas nacionalidades, con gran entusiasmo por aprender inglés. Se fue a Galway, a ver a los de otro centro. El 18 de agosto, acompañado de don Álvaro, visitó al Arzobispo de Dublín, y a última hora de la tarde del 19 estaba de regreso en Londres (95).
El año anterior, en septiembre, poco antes de dejar Inglaterra, escribía al Consiliario de Colombia, aconsejándole que descansase y diese a los suyos buen ejemplo, como lo doy yo a todos mis hijos, pues a descansar me he venido a Inglaterra (96). Ahora, en el verano de 1959, vibraba de actividad apostólica, para sacar adelante lo iniciado en 1958. Se había tomado posesión de la casa y terrenos de Grandpont, en Oxford, y el Padre se ocupaba del proyecto de un Hall universitario (97). De manera que resumía sus ocupaciones en breves palabras: Aquí descansamos, trabajamos y rezamos. Rezamos mucho (98). Pero, para ser más objetivo, puntualiza en carta posterior: Aquí estamos, más bien trabajando que descansando (99).
En agosto le hicieron una entrevista. En el número del 20-VIII-1959 del periódico The Times, apareció una página bajo el título: Spanish founder of Opus Dei, de carácter muy elogioso. Era una de las varias semblanzas de figuras de gran talla internacional, con promesas para el futuro de la historia.
En septiembre se vio con algunos prelados: en Winchester, con el Arzobispo de Portsmouth, cuya diócesis llegaba hasta Grandpont; en Londres, con el Cardenal Godfrey y con Mons. Craven.
Por tercera vez regresó a Inglaterra en el verano de 1960. Mantenía tertulias con sus hijos. Recibía visitas de Irlanda, de Francia, de España. Maduraba el proyecto de extensión de la obra corporativa de Netherhall House, pues quería una nueva residencia con más plazas, para estudiantes de la Commonwealth.
No le ganaba al Padre el desaliento, pero tampoco dejaba de prever lo mucho que costaría aquel esfuerzo. En sus visitas, o en sus gestiones, tuvo oportunidad de ir viendo las grandes realizaciones en el curso de la historia: el emporio de la prensa en Fleet Street; los magníficos colegios de las universidades (aquel patio de colosales dimensiones de Christ's Church College de Oxford)… Insistió de nuevo en sus oraciones ante la tumba de santo Tomás Moro.
En el verano de 1961 cambió de casa, no lejos de la anterior, en el número 21 de West Heath Road. A los dos días de su llegada le comunicaron que la ordenación de un grupo de sacerdotes de la Obra, que tendría lugar en Madrid, habría de retrasarse, porque se presentaron algunas dificultades formales. Al día siguiente de recibir la noticia, sábado 22 de julio de 1961, decidió ir a ver a don Leopoldo Eijo Garay, que solía veranear en Vigo (100).
Se compraron los billetes y el domingo salió de Londres en vuelo a Biarritz, con don Álvaro. El Consiliario de España les esperaba con un coche. Durmieron en Vitoria, y el lunes atravesaban la meseta, con un calor insoportable y un vehículo de limitada velocidad, desde la madrugada hasta la caída de la tarde. Abrazó a don Leopoldo: ¿Cuál era el problema? No había problema, todo estaba arreglado. Simplemente, el Obispo de Madrid llevaba mucho tiempo sin ver al Fundador y no quiso renunciar a esa alegría (101).
Se acordó el Padre de que en la cercana Tuy vivía don Eliodoro, sacerdote que le había ayudado generosamente desde los comienzos de la Obra. Su amistad y gratitud le pusieron inmediatamente en camino. Pudo verle a las tantas de la noche y regresar rendido a la cama. El 25 de julio era fiesta en Santiago de Compostela. Visitó a sus hijos e hijas y al Cardenal. Recruzó la meseta. El 27 aterrizaba en Londres.
Ese verano mandó poner un nuevo centro en Londres para la Comisión regional. Periódicamente le llegaba el correo de Roma. Los apostolados de la Obra adquirían firme estabilidad en todas partes. Incluida Inglaterra, pues yendo en coche hacia el aeropuerto de Southend, el 5 de septiembre, cantaba aquella copla de antaño:
"Capullico, capullico,
ya te estás volviendo rosa…"
En 1962 fue por última vez a Inglaterra. Acababa de instalarse una nueva sede para la Comisión regional. Alentó los apostolados. Celebró tertulias en grandes grupos. Se preocupó de dar indicaciones sobre la labor con chicos jóvenes. Y rezaba, rezaba.
Se le veía con el rosario en las iglesias anglicanas, o delante del altar de Westminster Abbey. Se le oía decir jaculatorias en la soledad de los templos sin sagrarios: en All Hallows, o en Saint Bartholomew, ante una imagen de la Virgen.
Desde Roma venía siguiendo el desarrollo de los proyectos. Se abrió un club de jóvenes en el sur de Londres. Comenzó a funcionar en Manchester un University Hall, la residencia de Greygarth. Se inició una casa de retiros en Sussex: Wickenden Manor. Se trabajó en otras muchas labores.
Y, por mencionar solamente obras de carácter corporativo, la Sección de mujeres llevaba en Londres la residencia de Ashwell House, y otras dos, en Bangor y Manchester, para estudiantes.
Entretanto se levantaba de nueva planta el edificio de Netherhall House, que sería inaugurado el primero de noviembre de 1966 por la Reina Madre, The Queen Mother, que derrochó amabilidad y simpatía, charlando con los directores y con residentes ingleses, asiáticos, africanos, americanos. Fue luego a la Escuela de Ciencias Domésticas y Hoteleras, que dirigía la Sección femenina, e inspeccionó clases, guisos y cocinas.
A las autoridades presentes, al séquito, a los estudiantes, y al grupo promotor de Netherhall House -cuyo presidente era un anglicano-, les dirigió la Reina Madre una sentida alocución, subrayando el esfuerzo y la idea de servicio que animaba todo aquello (102).

3. Nuevos países (1952-1962)

El primer empeño de expansión apostólica de la Obra tuvo lugar entre 1948 y 1952, como antes se ha visto; y el segundo impulso se llevó a cabo a lo largo del decenio 1952-1962. De modo que el Padre, con sus hijos congregados familiarmente a su alrededor, el 2 de octubre de 1962 les hacía considerar el esfuerzo que había supuesto la maravillosa aventura del trasplante:
El Padre conoce mejor que nadie los comienzos de la Obra en cualquier país: las dificultades, las esperanzas… Por eso os puedo asegurar que todas las Regiones, humanamente hablando, se encuentran en mejores condiciones y con más medios que cuando yo hube de empezar aquel 2 de octubre de 1928. No os podéis imaginar lo que ha costado sacar adelante la Obra. Pero ¡qué aventura más maravillosa! Es como cultivar un terreno selvático: primero hay que talar los árboles, arrancar la maleza, apartar las piedras…, para después arar la tierra a fondo, echar el abono […].
Una vez roturada, hay que dejar reposar la tierra, para que se airee bien. Luego viene la siembra, y los mil cuidados que exigen las plantas: prevenir las plagas; el temor a que descargue una tormenta… Es necesario esperar mucho, trabajar mucho y sufrir mucho, hasta que el trigo se encierra en los graneros (103).
¡Qué no daría el Padre por evitar sufrimientos a sus hijos! Deseaba ver a todo el mundo dichoso, sin tener que compartir con él las penas. Pero, costó mucho arrancar en los nuevos países. Del ejemplo del Fundador aprendieron todos sus hijos a practicar el apostolado de la sonrisa, a sorberse las lágrimas y vencer las dificultades. Recordando los comienzos en Alemania, cuenta Alfonso Par que, yendo en coche por las calles de Colonia con el Padre, en 1957, cuando acababan de visitar la primera residencia de las mujeres de la Obra en Alemania, le hablaba minuciosamente de la labor que, cuanto antes, tenían que desarrollar en el país. Al terminar de exponer sus proyectos y preguntarle qué le parecía, Alfonso Par, abrumado y aturdido ante los muchos obstáculos que preveía, no acertaba a exponer otra idea que las grandes dificultades que tendrían que vencer. El Padre no le dejó seguir. Le interrumpió con energía y le dijo: eso ya lo sabía. Pero para eso estás tú; para vencer las dificultades (104).
No es posible valorar los sacrificios que exigió el sacar adelante la Obra en países de expansión. La narración de los sucesos -hechos corrientes de la vida cotidiana- va envuelta siempre en pudorosos silencios y abunda en olvidos caritativos. Es de pensar que se reproducirían, a menor escala, algunas de las dificultades afrontadas por el Fundador en sus comienzos. Por eso, con generosidad, tal vez para animarles, otorgó gratuitamente a sus hijos el título de cofundadores. Ciertamente, no pueden medirse datos tales como la soledad o las humillaciones, u otros aún más sorprendentes, como el que asoma en una carta al Consiliario de México:
Roma, 9 de julio, 1953.
Querido Perico: que Jesús te me guarde. Leí tu carta, y me dio alegría ese espíritu, que se identifica con el mío […]. Si no, no seríamos el Buen Pastor. Pero, de ningún modo te consiento hacer ofrecimiento -ese ofrecimiento-, porque el Señor se conforma con tu deseo y… porque para nosotros sería muy cómodo seguir ese camino. Hay que morirse viejo, reventado de trabajar y con buen humor.
¿Claro?
Un abrazo. La bendición de tu
Padre (105).
El ofrecimiento que de su vida quería hacer Pedro Casciaro, para que el trasplante apostólico en México se realizase sin tener que lamentar pérdidas, recuerda su petición en Burgos, en 1938, para que el Señor le pasase a él la enfermedad que el Padre padecía. Pero, como claramente le decía el Fundador, eso resultaba demasiado cómodo. Lo propio del espíritu del Opus Dei era más laborioso y sufrido (106). Contrariedades de todo tipo fueron, en buena parte, la causa de que la Obra se difundiera por el mundo: ¿Sabéis por qué el Opus Dei se ha desarrollado tanto?, explicaba el Fundador:
Porque han hecho con la Obra como con un saco de trigo: le han dado golpes, lo han maltratado, pero la semilla es tan pequeña que no se ha roto; al contrario, se ha esparcido a los cuatro vientos, ha caído en todas las encrucijadas humanas donde hay corazones hambrientos de Verdad, bien dispuestos…
Ha ocurrido lo que ocurre cuando se ponen obstáculos a la labor de Dios. Las aves del cielo y los insectos, en medio de los destrozos que ocasionan a las plantas con su voracidad, hacen una cosa fecunda: llevan la semilla lejos, pegada en sus patas. A donde quizá no hubiéramos llegado nosotros tan pronto, hizo el Señor que llegáramos así, con el sufrimiento de la difamación: la semilla no se pierde (107).
La expansión fue constante, manteniendo un ritmo progresivo, en muchos y diversos países. De manera que el Fundador, dando gracias a Dios, comunicaba en 1959 al Obispo de Madrid, don Leopoldo:
El Señor y su Madre Santísima bendicen abundantemente su Opus Dei, que de hecho trabaja en todo el mundo no dominado por el comunismo; y que pone especial empeño en labores que nos ha encomendado la Santa Sede […]; aunque no olvidan estos hijos y estas hijas que son igualmente misioneros en el asfalto de Londres, de Madrid o de París, de Washington o de Roma (108).
En efecto, después de haberse establecido en 1951 en Colombia y Venezuela y, al año siguiente, en Alemania, la expansión continuó por Perú y Guatemala en 1953; Ecuador en 1954; Suiza y Uruguay en 1956; Austria, Brasil y Canadá en 1957; El Salvador, Kenia y Japón en 1958; Costa Rica en 1959; meses más tarde, Holanda… (109). De las cuatro esquinas del mundo le llovían peticiones al Fundador para comenzar su labor apostólica en nuevos países. En la carta de la parábola del trasplante, que es de 1960, declara en sus primeras líneas: nos llaman continua e insistentemente, incluso de los lugares más remotos (110). Las demandas procedían de la Santa Sede, algunas de ellas. Las más, de los Obispos; y también de Nuncios y Delegados Apostólicos (111). No podía satisfacer tanta demanda. Pero nunca dio respuesta negativa a esas peticiones (112). El Fundador mantenía viva la esperanza de quienes insistían en ver establecido un centro del Opus Dei en tierras lejanas. Dejaba la puerta abierta a una próxima solución. Habría que esperar, pero no mucho.
¿De dónde le venía el apremiante deseo de complacer, cuanto antes, esas solicitudes apostólicas? Su empeño por terminar enseguida los edificios de la Sede Central y su lucha para que el Colegio Romano de la Santa Cruz funcionara, cuanto antes, a pleno rendimiento, constituían un esfuerzo heroico y prudente. Sin ello no se hubiera realizado la expansión, por lo menos al ritmo que le imprimió el Fundador. Su repetida advertencia de que un parón en las obras de Villa Tevere significaría medio siglo de retraso para la labor apostólica de la Obra no parecía ya exagerada, ni mucho menos, en 1960. Indudablemente, aquel mandato imperativo del Señor: id, e instruid a todas las gentes (113)… resonaba a toda hora en su alma. Porque hay -decía el Fundador- quienes ven la obra redentora de la humanidad como entre niebla de borroso escepticismo: la ven a un plazo de siglos, de muchos siglos…: serían una eternidad, si se llevara a cabo al paso de su entrega (114). En cambio, la absoluta disposición de entrega que existía dentro del alma del Fundador, ponía en marcha resortes plenos de dinamismo. Ni la magnanimidad le permitía mezquinas vacilaciones, ni su celo apostólico demoras de ninguna clase.
No podía, claro es, hacer la prehistoria de los nuevos países de Asia, de África o de América, como hizo en Europa; pero no renunciaba a participar a fondo en el esfuerzo. De lejanas tierras le llegaban noticias de sus hijas e hijos. Los tenía presentes en su corazón -consummati in unum!-, les escribía y les ayudaba con sus consejos. A pesar de estar recluido entre las paredes de Villa Tevere, el Padre, con su oración y mortificación, luchaba ascéticamente en todos los frentes de la expansión apostólica (115).
* * *
Mons. Taguchi, Obispo de Osaka, varón apostólico, andaba preocupado con la cristianización del Japón y la situación de los jóvenes estudiantes de su diócesis. El conglomerado de ciudades de la zona de Osaka, con una población de más de siete millones de almas, contaba con muchas y nutridas universidades, entre ellas cinco protestantes, y con gran número de colegios de segunda enseñanza. Por desgracia, los jóvenes que salían de los colegios católicos iban luego a universidades laicas, no raramente bajo el influjo marxista y, por tanto, con peligro de su fe (116).
Cuando el Obispo estuvo en Roma, en 1957, trató de aconsejarse sobre el modo de poner remedio al problema. El Cardenal Ottaviani, con gran entusiasmo, le habló del Opus Dei y le sugirió entrevistarse con Mons. Escrivá de Balaguer. Luego de exponer a don Álvaro lo que pretendía: establecer una institución de Enseñanza Superior en su territorio, le recibió el Fundador, que le prometió atender su petición (117).
Poco después José Luis Múzquiz, entonces Consiliario Regional del Opus Dei en los Estados Unidos, visitó en Roma a Mons. Taguchi, por encargo del Padre. El Obispo, pensando que una amable acogida y la grata sonrisa de la primavera con los cerezos en flor contribuiría a un favorable informe por parte del Consiliario, le invitó a su casa para mediados de abril. Cuando José Luis Múzquiz contó en Villa Tevere el gesto cortés del Obispo, el Padre, que conocía muy bien su carácter, más impresionable por los datos positivos de la mecánica o de la ingeniería, que no por la lluvia de pétalos, le comentó bromeando: Me parece que a ti eso de los cerezos no te importa mucho, pero haz el viaje cuando quiera el obispo (118). Mientras preparaba el viaje al Japón, el Padre ponía la empresa bajo la protección de Nuestra Señora; y escribía a su hijo: Que el Señor te bendiga -y su Madre Santísima, Stella maris- en tu próximo viaje al Japón (119).
Apenas llegó a Tokio envió una carta al Padre, que con gran alegría escribió en el sobre: Primera carta del Japón. Sancta Maria, Stella Maris (120). Bajo la advocación Stella maris siguió acusando recibo de las cartas del Japón (121).
Al regresar a Roma, José Luis informó al Padre detalladamente sobre su visita y entrevista con varios Ordinarios locales de las regiones de Honshu y Kyushu, al tiempo que Mons. Paul Yoshigoro Taguchi seguía abogando perseverantemente por una Universidad Católica en Osaka, como exponía a Mons. Escrivá de Balaguer, por carta del 7 de mayo de 1958:
"Quisiera dar las gracias a Su Excelencia por haber enviado al Muy Rev. José L. Múzquiz al Japón para estudiar la posibilidad de comenzar una Universidad Católica en la zona de Osaka […]. Bien sé que no es tarea fácil comenzar una Universidad, pero sé también que todo esfuerzo para ponerla en marcha será de muy valioso servicio para la Iglesia en el Japón. Rezo con la esperanza de que muy pronto tengamos una Universidad bajo la dirección del Opus Dei en la zona de Osaka" (122).
El 8 de noviembre de 1958 llegó al Japón, para quedarse establemente, José Ramón Madurga (123); y tras él, otros. El Padre les dio instrucciones para ir buscando casa y preparar la ida de las mujeres de la Obra. Desde un primer momento pedía al Señor que enviase muchas personas de aquel país al Opus Dei (124); y se sentía estrechamente unido a ellos:
Que Jesús me guarde a esos hijos del Japón -les escribía en octubre de 1959-.
Queridísimos: estamos siempre muy junto a vosotros, especialmente en los días del tifón.
Espero que pronto vayan hermanos vuestros de Estados Unidos: ya es hora (125).
Pasaron unos meses y, ya avanzada la primavera de 1960, el Padre tenía consigo en Roma, dándoles bríos y espíritu, a un buen grupo de hijas suyas. Unas se preparaban para ir a empezar en Kenia; y otras en el Japón. No decía el Fundador que las enviaba a esos lejanos países sino que se embarcaba espiritualmente con ellas en la aventura del Extremo Oriente y en la de Kenia. ¡Nos vamos al Kenia -nos vamos al Japón- para buscar almas para Jesucristo! (126). Mandaba rezar intensamente y ofrecer sacrificios por esa intención, de manera que toda la Obra formaba parte activa en la empresa y cada uno, o cada una, podía repetir en primera persona las palabras del Padre: No vais solas porque vais con Cristo, y con Cristo estamos todos (127).
Cuando José Luis Múzquiz volvió a Roma, después de un segundo viaje al Japón en 1959, el Padre, con afecto vivo, le estrechaba a preguntas por sus hijos: ¿cómo se encontraban de salud?, ¿qué comían, cómo vivían? No era fácil la lengua, ni el adaptarse a las costumbres; pero sí podían hacerse gradualmente a la alimentación japonesa, alternándola con la europea (128). Y, en cuanto a los proyectos de enseñanza, sugirió a sus hijos, antes de partir para el Japón, que pensaran en crear un instituto, a nivel universitario, ya que no estaban en condiciones de levantar una Universidad. Eso les permitiría introducir el mensaje cristiano entre los estudiantes y hacer una labor de apostolado ad fidem (129).
A causa del escaso número de católicos en el país, y del elevado número de paganos, se precisaba buscar más personas para desarrollar un apostolado eficaz desde el primer momento. El Fundador empujó a sus hijos de Brasil y Perú a que hiciesen apostolado con nissei (hijos de japoneses nacidos fuera del Japón), para que estos católicos desarrollasen el día de mañana un intenso apostolado en su patria de origen (130).
El trasplante arraigó profesionalmente, una vez puesto en marcha el Seido Language Institute, de la ciudad de Ashiya, para la enseñanza de idiomas y como vehículo de conocimiento de la cultura occidental y de la doctrina católica (131). Al mismo tiempo -en el año 1960- las mujeres de la Obra salían de Roma camino del Japón. Podemos tener la certeza de que el Padre las acompañaba de lejos y comenzaba -también él- una nueva aventura. A poco de llegar a Ashiya tenían ya noticias del Padre: Una cariñosa felicitación, por el comienzo de vuestra labor en ese país, y la bendición para mis japonesas (132).
Mons. Javier Echevarría, que durante los años de la expansión permaneció al lado del Padre y escuchó los juicios de los Vicarios Regionales, testimonia que: "todos ellos coinciden en que la labor abundante, que se ha producido en aquellas tierras, se debe al empuje constante del Fundador, pues notaban su presencia continua a través de la correspondencia, de la que deducían la vigilancia confiada con que se interesaba por sus problemas. Afirman que, con sus disposiciones, preveía las soluciones adecuadas con la anticipación necesaria, y concuerdan en que era evidente -incluso a los miembros de la Obra que no le conocían- su cariño sobrenatural y humano por cada país" (133).
* * *
En la historia de las relaciones del Fundador con la Jerarquía eclesiástica de las innumerables diócesis en las que trabajaba el Opus Dei hay que mencionar un episodio suelto, que puso a prueba sus dotes de gobierno. Se trata de un caso excepcional, digno de interés por doble motivo. De un lado, porque afecta al comportamiento del Fundador, revelando aspectos admirables de prudencia en el gobierno, y de paciencia y serenidad ante los conflictos humanos. El caso es también aleccionador, porque ilustra su afecto y respeto a los Ordinarios de los lugares donde existían Centros del Opus Dei. Este fiel acatamiento a la autoridad diocesana, lo había practicado desde el comienzo de la fundación.
Don Josemaría visitó por vez primera al Cardenal Patriarca de Lisboa, don Manuel Gonçalves Cerejeira, en febrero de 1945, con ocasión del viaje emprendido a raíz del encuentro con sor Lucia, la vidente de Fátima (134). Por segunda vez se entrevistó con el Cardenal en septiembre de ese mismo año, y hablaron entonces largamente del Opus Dei. El primer Centro en Portugal se estableció en Coimbra, en 1946. Esperaba, sin embargo, el Cardenal la eventual apertura de un Centro también en su diócesis (135). Pero éste no se erigió hasta el 23 de enero de 1951, como resultado de las entrevistas que tuvieron lugar entre el Cardenal y el Fundador; una en Roma (28-X-50) y otra en Lisboa (8-I-51).
A lo largo de todos estos encuentros había notado don Josemaría que, a pesar del mucho afecto que le mostraba el Cardenal, en cuanto se tocaba el tema del apostolado dentro de su diócesis parecía como cerrarse dentro de sí, como si estuviera resentido por el celo de sus fieles en el campo del apostolado (136). Advertido por el Fundador, el Consiliario de Portugal, Javier de Ayala, mantuvo periódica y abundantemente informado al Cardenal de las actividades de los miembros de la Obra, para que no las confundiera con el apostolado de los religiosos. Alguna rigidez le mostró, sin embargo, el Cardenal en este tema de las metas apostólicas, como para que el Consiliario escribiera inmediatamente al Fundador, el cual le tranquilizaba a vuelta de correo:
Bien, tu trato con el Card. Patriarca […]. Con el trato y nuestros modos, perderá del todo las prevenciones (137).
Siguiendo al pie de la letra el consejo del Fundador, el Consiliario de Portugal mantuvo frecuente trato con el Cardenal y solicitó verbalmente la venia para la erección de un Centro de la Sección femenina del Opus Dei. La concesión se hizo el 1 de agosto de 1952; y el Centro fue erigido el 2 de marzo de 1953. En el entretanto es claro que el Cardenal se propasó en algunas de sus observaciones sobre el Opus Dei, permitiéndose comentarios que, al llegar a oídos del Fundador, le hicieron salir en defensa del carisma fundacional.
Pasaron así varios años. El apostolado de hombres y mujeres del Opus Dei se desenvolvió satisfactoriamente en Portugal. No hubo queja alguna por parte de las autoridades eclesiásticas. Hasta que un día, en la semana de Navidad de 1954, le llegó al Consiliario una carta del Cardenal. Apenas leyó las primeras líneas comprobó que no se trataba de una felicitación. Sin circunloquios ni pulimento de ninguna clase, el Cardenal entraba en materia. "Me he enterado -escribía- de que el Opus Dei pretende dar un paso importante a fin de establecerse definitivamente en Lisboa, y me veo obligado a llamar su atención sobre estos tres puntos". Era, sin duda, una auténtica bomba retardada que explotaba, sin previo aviso, a los cuatro años de haberse establecido el Opus Dei en la diócesis, con la venia del Cardenal. Porque lo que venía a decir en esos tres puntos era, en síntesis, que no estaban canónicamente establecidos en Lisboa, pues, ni en el caso de los hombres ni en el de las mujeres, les había dado autorización en firme. Aclarando que las venias para los Centros erigidos tenían, por lo tanto, carácter provisional, y habían sido otorgadas "a título de experimento" (138).
El 6 de enero de 1955 escribía el Fundador al Consiliario de Portugal, recomendándole calma, pues esas anécdotas no tienen demasiada importancia: son transeúntes (139).
Indica también el Fundador cómo han de comportarse en adelante con el Cardenal todos sus hijos:
Tened paciencia, llevad con alegría y con silencio esta pequeña contradicción, seguid trabajando sin ruido como hasta aquí, y -repito- extremad el respeto y la veneración por ese santo señor, conforme a nuestra práctica y a nuestro espíritu (140).
Usaron de paciencia, pero pasaba el tiempo sin resolverse la situación (141). De modo que, al enterarse de que le seguían llegando al Cardenal habladurías, en el sentido de que el Opus Dei pretendía sustraerse a su jurisdicción, el Fundador pensó en ir a Lisboa y visitar a Cerejeira para ver el modo de aclarar la cuestión. Pero no pudiendo abandonar Roma por aquellos meses, envió a don Álvaro del Portillo, después de mucho encomendar al Señor que le quitase al Cardenal de la cabeza prevenciones injustas (142). Dos largas entrevistas mantuvo don Álvaro con el Patriarca de Lisboa, el 17 y el 18 de mayo de 1956. El Cardenal dio rienda suelta a sus quejas.
¿Es que el Consiliario no le estaba ocultando muchas cosas que, por otra parte, todo el mundo sabía, pues corrían de boca en boca? Por ejemplo: que el Opus Dei había adquirido una banca. Don Álvaro le explicó que mal podía informarle el Consiliario de algo inexistente, porque el Opus Dei no había adquirido ningún banco. Y pasó a aclararle cómo los miembros del Opus Dei ejercen libremente sus actividades profesionales, públicas o privadas, sin que tengan que informar de ello a los directores o a las autoridades eclesiásticas, ni rendir cuentas al Obispo, como todos los católicos de cualquier otra diócesis. Con ello se le quitó de encima un peso al Cardenal y, viendo su actitud, nuevamente favorable, don Álvaro le pidió la venia para erigir un tercer Centro del Opus Dei en Lisboa. Erección que se comunicó al Patriarca el 30 de julio de 1956 (143). Las relaciones fueron, de nuevo, extremamente cordiales.
Pero he aquí que, al cabo de un año de actividad apostólica sin tropiezo de ningún género, el Fundador recibió una larga misiva del Patriarca de Lisboa, fechada el 16 de septiembre de 1957; y en sus párrafos centrales decía: "El año pasado vino a Portugal el Procurador General, Rev. Álvaro del Portillo con el encargo, a lo que creo, de esclarecer la situación. Uno y otro hablamos con total sinceridad y confianza […]. Pasó el año y vengo, pues, a comunicársela. En este espacio de tiempo he rezado, reflexionado y tomado consejo. Y la decisión es ésta: en conciencia considero que no conviene, por ahora, la admisión del Opus Dei en el Patriarcado de Lisboa, y que deben cesar sus actividades en Lisboa" (144). Y a continuación expresa algunos reparos en el plano jurídico (145).
La respuesta del Fundador al Cardenal es del 30 de septiembre. En ella informaba al Patriarca de Lisboa que, luego de haber leído atentamente y meditado cuanto Su Eminencia Reverendísima me ha escrito, he sometido la cuestión enteramente al Consejo General (146). Seguía comunicándole cómo el Consejo General, en vista de las graves dudas de derecho suscitadas por dicha cuestión, se declaraba incompetente, remitiendo todo el asunto a la Santa Sede (147).
También el Cardenal Cerejeira, por carta al Fundador, fechada el 6 de octubre, se declaraba pronto a obedecer las disposiciones de la Santa Sede. A esa carta respondió el Fundador el 21 de octubre, en tono conciliador, recordando al Patriarca que el afecto y veneración que por él sentía no habían cambiado, porque el caso presente no es cuestión personal sino problema de derecho, que ambos hemos sometido al juicio de la Santa Sede (148).
La cuestión de derecho no fue de difícil solución. El 13 de noviembre, el Nuncio en Portugal, Mons. Cento, recibía lo decidido por la Santa Sede. A saber: la confirmación del derecho del Opus Dei a la posesión pacífica de los tres Centros, legítimamente erigidos en Lisboa (149).
No volvieron a verse el Cardenal y el Fundador por muchos años. Hasta que un día se enteró el Cardenal, ya octogenario, de que don Josemaría pasaría breves fechas en Lisboa. Quiso ver al Fundador y charlar con él despacio. Cuando el Padre, don Álvaro y don Javier Echevarría, el secretario del Fundador, llegaron a la casa de ejercicios donde vivía el Cardenal, éste les esperaba con ansias del encuentro. Era el 6 de diciembre de 1972.
"Nada más comenzar la conversación -cuenta el entonces secretario del Fundador-, Cerejeira se ha precipitado a decir al Padre que quería pedirle perdón por el sufrimiento y por las grandes dificultades que había provocado cuando regentaba la diócesis. Enseguida le ha interrumpido cariñosamente el Padre, para confirmarle que no había nada que perdonar y que, además, nunca se había sentido ofendido; y ha añadido el Padre que, sin cumplidos de ningún género, también le pedía perdón, si en alguna ocasión le habíamos causado el más pequeño disgusto.
No se ha conformado el Cardenal con las palabras del Padre, pues se ha dado cuenta de que el Padre le hablaba con sinceridad, pero para tranquilizarle, ya que jamás ha tenido un motivo objetivo de queja por el trabajo apostólico de la Obra en su antigua diócesis. Por eso, después de oír esa muestra de cariño del Padre, Cerejeira ha insistido en que sentía el deber, en conciencia, de pedir perdón, porque se había dejado llevar por una ceguera incomprensible y, con sus pretensiones, había querido cometer un abuso de autoridad; que había considerado despacio las cosas, y había comprobado que su actitud había sido improcedente y contra todo derecho. A continuación el Cardenal -visiblemente contento, como si se hubiese quitado una losa de encima- ha comentado: "ahora ya me puedo morir tranquilo"" (150). El Cardenal murió a punto de cumplir los noventa.

4. Obras corporativas

La finalidad principal del Opus Dei está orientada a la formación de sus miembros; pero el afán de almas propio de su espíritu hace que algunas veces también el Opus Dei, como corporación, promueva tareas e iniciativas apostólicas (151), que se denominan corporativas, ya que el Opus Dei "asume la responsabilidad de la formación doctrinal y espiritual que en esas se imparte" (152). Dichas labores consisten en actividades muy diversas: deportivas, culturales, artísticas, de enseñanza o artesanas, que se llevan a cabo con fines de servicio social. Son, todas ellas, obras de apostolado en dispensarios médicos, escuelas agropecuarias, talleres de capacitación, colegios, etc.; y se realizan según la espiritualidad laical, propia del Opus Dei. Por lo tanto, las actividades profesionales de los ciudadanos que en ellas trabajan son plenamente laicales y dentro de las leyes civiles (153).
Bien pudo decir el Fundador que el fruto mayor de la labor del Opus Dei es el que obtienen sus miembros personalmente, con el apostolado del ejemplo y de la amistad (154). Sin embargo, todo proyecto apostólico de gran transcendencia exige la cooperación de muchas personas. El Fundador, que había comenzado a hacer el Opus Dei desarrollando un apostolado con obreros, menestrales y estudiantes universitarios, acariciaba la idea de crear una institución docente de alto nivel intelectual. La primera obra corporativa fue la Academia DYA, uno de cuyos fines era la formación de la juventud universitaria. A ese centro siguieron las residencias universitarias, que se multiplicaron conforme se extendía la Obra. Pero el Fundador, que soñaba con colocar a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, rezó intensamente, durante muchos años, para dar vida a instrumentos universitarios, para construir una sociedad más justa (155).
No esperó mucho tiempo para decidirse a poner los cimientos de una futura Universidad. Escogió como sede la ciudad de Pamplona y en 1952 encargó a algunos hijos suyos de España el ir realizando la primera etapa del proyecto: establecer el Estudio General de Navarra (156). Idea audaz, si las hay, pues partían de cero y todo eran obstáculos. En un primer momento las autoridades locales y el Arzobispo de Pamplona, Mons. Delgado, acogieron de buen grado, y un tanto sorprendidos, la iniciativa. Pero cuando, unos meses más tarde, se presentaron en Pamplona los profesores José María Albareda, Amadeo de Fuenmayor e Ismael Sánchez Bella, pidiendo los medios (locales y ayuda económica) para comenzar ya el curso académico 1952-1953, las autoridades comenzaron a percatarse de las dimensiones de aquella empresa académica. Cuenta Mons. Delgado que desde la primera visita que le hicieron de parte del Fundador, "se palpaba la fe viva y operativa del Padre, y la confianza de sus hijos en él" (157). Por su parte, refiere Sánchez Bella que, luego de solicitar ayuda económica de la Diputación Foral, órgano de gobierno de Navarra, que gozaba de cierta autonomía administrativa, no logró más que una modestísima cantidad, y tan sólo por dos años. Este gesto paralizó su entusiasmo. "Me pareció prudente -dice- no dar un paso más sin consultar al Padre si seguíamos adelante con el proyecto de Pamplona o íbamos a otra ciudad donde encontráramos más ayuda. El Padre me mandó decir que deseaba que fuera instalada en Pamplona, y que nunca nos han regalado nada; hay que ganárselo" (158). Para medir el sentido integral de esta advertencia del Padre hay que volver la memoria a lo que por entonces estaba sucediendo en Villa Tevere. En la historia, la fundación de una Universidad siempre ha tenido el respaldo de un gran mecenas, de un Rey o de un Papa, cuando no del Estado; de manera que siempre nacía dotada de patrimonio o de un capítulo en el presupuesto oficial de gastos.
El Estudio General de Navarra, en cambio, nació desnudo de patrimonio fundacional. Como refiere Francisco Ponz, uno de los primeros Rectores de la Universidad: "la extraordinaria fe sobrenatural del Padre, su confiada esperanza, el ímpetu del amor de Dios que le movía en la puesta en marcha de la Universidad de Navarra, como en todas las obras que emprendía, nos contagiaban a todos e impedían cualquier vacilación ante un proyecto que a muchos podía parecer locura" (159). Pero, por encima de tales locuras, sobrevolaba a la prudencia y el sentido común. A quienes iban a echar las bases de aquella futura Universidad les recordaba que no por mucho madrugar amanece más temprano. Había que dar tiempo al tiempo, teniendo en cuenta que las cosas grandes nacen pequeñas y van creciendo. O, por decirlo con sus palabras, si querían hacer una buena Universidad les brindaba un consejo: Comenzad haciéndola pequeña, para que salga un aguilucho y no un pajarito frito (160).
Por fuerza nació pequeña; pero se desarrolló a pasos de gigante. En octubre de 1952 comenzó a funcionar la Escuela de Derecho. El claustro lo formaban ocho profesores y el alumnado unos cuarenta estudiantes (161). A los dos años de funcionamiento el Fundador sugirió al cuerpo directivo del Estudio General que estudiasen la posibilidad de crear una Escuela de Medicina. El parecer unánime de los consultados aconsejaba esperar; de momento carecían de medios, y la instalación, aparatos y servicios técnicos, por no mencionar el cuerpo docente, requerían larga y costosa preparación. El Fundador consideró atentamente su respuesta, la llevó a la oración y les comunicó que había que principiar sin dilaciones (162). En 1954 comenzaron la Escuela de Medicina y la de Enfermeras. Al año siguiente abrió sus puertas la Escuela de Filosofía y Letras. Luego, en 1958, dos Institutos: el de Periodismo y el IESE (Estudios Superiores de la Empresa) (163). Finalmente, con la inauguración de lo que sería futura Facultad de Ciencias (1959) y la creación del Instituto de Derecho Canónico, agregado a la Universidad del Laterano, concluye el desarrollo del Estudio General de Navarra, para dar paso a la nueva Universidad (164).
La erección hecha por la Santa Sede del Instituto de Derecho Canónico en junio de 1959, fue ocasión que aprovechó el Fundador para ofrecer a los cardenales, arzobispos y obispos españoles esta nueva labor docente del Estudio General de Navarra. Desde Londres, donde se encontraba en agosto de 1959, escribía a quince Prelados en estos términos: el Instituto de Derecho Canónico será de gran servicio a Dios, contribuyendo eficazmente a formar seglares con ideas claras sobre el Derecho Público de la Iglesia; y ayudando a las diócesis a preparar celosos sacerdotes, que sepan llevar las tareas de las Curias episcopales o las docentes de seminarios (165).
Tan rápido había sido el desarrollo del Estudio General que no escapaba a la clarividencia del Nuncio, Mons. Antoniutti, ni a la de muchos obispos, que se iba a la creación de una nueva Universidad en España (166). En efecto, el Fundador pensaba que, a pesar de las muchas dificultades del camino, pronto o tarde, por su prestigio y desarrollo, se reconocería el Estudio General como Universidad civil. Mientras esperaba el momento propicio para la creación de una Universidad civil, la Santa Sede decidió ejercitar el derecho que emanaba del artículo 31 del Concordato de 1953, entre la Santa Sede y el Gobierno español (167). Fue el Cardenal Tardini quien comunicó al Fundador el deseo de Juan XXIII de aprovechar el resquicio abierto en el artículo 31. Aun cuando prefería un reconocimiento civil por parte del Estado, el Fundador tuvo que dejar campo libre a las diligencias para la erección de una Universidad oficialmente católica (168).
Dócilmente siguió el Fundador los trámites requeridos. El 3 de abril de 1960 elevó una instancia al Cardenal Pizzardo solicitando la erección del Estudio General de Navarra en Universidad, basándose en que ya reúne las condiciones exigidas por la Constitución Apostólica Deus Scientiarum Dominus, y lo prescrito respecto al claustro de profesores, residencia de estudiantes, etc. (169). El 6 de agosto de 1960 la Santa Sede, por el decreto Erudiendae, erigió la Universidad de Navarra; y el 15 de octubre del mismo año se nombró Gran Canciller a Mons. Escrivá de Balaguer (170).
Al finalizar el verano de 1960 el Fundador regresó de Londres a Roma, para encerrarse en su rincón de Villa Tevere, aunque no por mucho tiempo. Le esperaba en la segunda mitad de octubre una lista de actos públicos y ceremonias religiosas y académicas. Meses atrás se había llegado a un acuerdo con la Nunciatura, por petición del Nuncio, con el fin de que los sacerdotes del Opus Dei se hiciesen cargo de la Basílica Pontificia de San Miguel en Madrid (171). El 30 de abril de 1960 fue designado Miembro numerario del Colegio de Aragón, "prócer categoría de selectos aragoneses, cuyos talentos y virtudes cívicas prestigian, fuera de sus ámbitos, la tierra que les vio nacer" (172). En Zaragoza había de recibir el grado de Doctor honoris causa de manos del Rector de la Universidad, concedido a petición de la Facultad de Filosofía y Letras (173). Luego, en Pamplona, hubo de asistir a la solemne ceremonia de erección de la nueva Universidad y a la recepción del título de Hijo Adoptivo de Pamplona, otorgado el 5 de octubre de 1960 (174). Sin duda, tuvo que vencer en esta ocasión su natural repugnancia a participar en tan larga cadena de festejos en su honor.
Armado de decisión salió de Roma el 10 de octubre y pasó unos días en Madrid. Llevaba años de viajes rápidos a España, sin apenas detenerse, y grande era el número de los miembros del Opus Dei que no le conocían de vista. El lunes, 17 de octubre, con el templo abarrotado, celebró misa en la Basílica de San Miguel. Y no pudo menos de evocar, conmovido, su primera misa al llegar a Madrid en abril de 1927.
Las demostraciones de cariño que por todas partes le prodigaban, era algo a lo que no estaba acostumbrado, algo incompatible con su sentimiento de ocultarse y desaparecer. En vísperas de su partida para Zaragoza escribía a los del Consejo General:
Queridísimos: que Jesús me guarde a esos hijos. Todo muy bien, pero con muchas ganas de volver a mi rincón (175).
El 21 de octubre el Rector de la Universidad de Zaragoza, en un solemnísimo acto de investidura académica, le confirió el grado de Doctor honoris causa. Seguidamente, el nuevo Doctor pronunció un discurso en el que no pudo menos de remover memorias de su vida universitaria en Zaragoza. El tema de la disertación era: Huellas de Aragón en la Iglesia universal (176). Por la tarde, y durante el resto de su estancia en la capital, una riada de gente, amigos y viejos conocidos, invadía el palacio arzobispal, donde Mons. Casimiro Morcillo le había obligado a hospedarse. "Jóvenes y menos jóvenes -refiere un testigo- pugnaban por acercarse a nuestro Padre y conseguir de él una bendición, una señal de la cruz en la frente, un beso, una caricia, o simplemente rozar su sotana" (177). Recibía con agradecimiento el homenaje que se hacía a su persona, aunque hondamente sumido en otros pensamientos, como si sus méritos le fuesen cosa ajena. ¿Qué se hizo de tanto honor? El anillo doctoral que enaltecía su mano en la ceremonia de investidura, al llegar el Fundador a Roma pasó a honrar las orejas de un burrito de terracota expuesto en una vitrina (178).
Su estancia en Zaragoza fue breve y colmada de recuerdos: la insistente jaculatoria Domina, ut sit!, recitada a diario en el Pilar; la dolorosa primera misa en la capilla de la Virgen; el querido seminario de San Carlos y las prolongadas vigilias en una de las tribunas de la iglesia, a solas con el Santísimo…; y el ansia con que recorrió el palacio arzobispal hasta dar con la capilla en que el Cardenal Soldevila le confirió la tonsura… (179). Tanto gozo y tan largo padecer.
El 24 de octubre marchó a Pamplona. Al día siguiente, por las calles engalanadas de la ciudad desfilaba una larga comitiva de profesores del Estudio General y de otras Universidades españolas, de autoridades civiles, locales y regionales, camino de la catedral, donde el Arzobispo, Mons. Delgado celebró la Santa Misa, con asistencia de un tercio del episcopado español. Terminada la misa, en el salón gótico de la catedral tuvo lugar la ceremonia de erección, en la que el Nuncio, Mons. Antoniutti, leyó el decreto por el que el Estudio General venía a ser Universidad Católica. Luego de haber tomado la palabra el Vicepresidente de la Diputación Foral y el Ministro de Justicia, en representación del Jefe del Estado, el nuevo Gran Canciller de la Universidad, pronunció unas palabras de agradecimiento (180). Por la tarde tuvo lugar la entrega del título de Hijo Adoptivo de Pamplona. El Gran Canciller, en breves trazos, explicó el papel de la Universidad:
Queremos hacer de Navarra un foco cultural de primer orden al servicio de nuestra Madre la Iglesia. Queremos que aquí se formen hombres doctos con sentido cristiano de la vida. Queremos que en este ambiente, propicio para la reflexión serena, se cultive la ciencia enraizada en los más sólidos principios y que su luz se proyecte por todos los caminos del saber (181).
En la visión integral de lo que debe ser la Universidad domina, sin duda, la idea de servicio: contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad (182). Porque, como exponía el Fundador en otra ocasión: salvarán este mundo nuestro no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre (183).
En síntesis, veía armónicamente integrados ciencias y saberes, desde la Teología a la Tecnología, porque es una maravilla comprobar cómo Dios ayuda a la inteligencia humana en esas investigaciones que necesariamente tienen que llevar a Dios, porque contribuyen -si son verdaderamente científicas- a acercarnos al Creador (184). Fundó el Gran Canciller esta Universidad con auténtica inspiración cristiana y, por lo tanto, abierta a todos, sin discriminación; libre y autónoma. De sus aulas y claustro saldrían hombres y mujeres cabales, con gran amor a la verdad:
La Universidad sabe -decía en 1974- que la necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico, y sostiene su temple de honradez ante posibles situaciones incómodas (185).
¿Qué esperaba el Fundador de aquella compleja empresa universitaria? ¿Exito, prestigio, eficacia? De la Universidad, al igual que de toda obra corporativa, esperaba frutos espirituales y apostólicos. Mido la eficacia de esas labores -afirmaba- por el grado de santidad que alcanzan los que trabajan en ellas (186).
El punto de mira del Padre en toda la labor apostólica era muy alto. Era de naturaleza sobrenatural y empalmaba con el mensaje recibido el 2 de octubre de 1928: Dios nos llama a santificarnos en medio del mundo, por el ejercicio de nuestra profesión. De perlas viene, pues, la siguiente anécdota del Padre sobre la Universidad de Navarra. Uno de los miembros de la Obra encargado de sacarla adelante dijo satisfecho al Fundador cierto día:
- "Padre, nos ha mandado a Pamplona para que hagamos una Universidad, y ya está hecha".
Inmediatamente replicó éste:
- No, no os he mandado para que hagáis una Universidad; os he mandado para que os hagáis santos haciendo una Universidad (187).
En todo caso, la Universidad no estaba terminada. Había cabos por atar. Así lo decía, por carta, el Arzobispo de Pamplona al Cardenal Pizzardo, meses antes de la erección de la Universidad: el decreto de erección es "el requisito previo para que, tras la oportuna negociación entre ambas potestades -la eclesiástica y la civil-, puedan ser conferidos en lo sucesivo por la nueva Universidad los títulos académicos, con plenitud de efectos civiles" (188). Esa oportuna negociación, que fácil y amigablemente hubiera podido resolverse en una simple disposición ministerial, a tenor del vigente Concordato, se convirtió en una terca negociación que duró año y medio. En lugar de dictarse las adecuadas disposiciones para el reconocimiento, a efectos civiles, de los estudios realizados en la Universidad, se siguió una vía distinta: la formulación de un convenio que resultó lleno de obstáculos (189).
Los obstáculos procedían de muy diversos sectores. En primer término de la Falange, partido único y -como va dicho- con una concepción autoritaria del Estado y de cuanto pudiera constituir un sistema de libertad de enseñanza. Luego, al tiempo de elaborar una propuesta de reconocimiento, se hizo correr la noticia de que el Opus Dei había promovido la erección de la Universidad de Navarra prescindiendo de la consulta y parecer de los Obispos españoles (190). Cuando lo cierto era, como bien sabía el Nuncio, que se siguió desde un principio la petición, el consejo y el dictamen de la Santa Sede.
Terminadas las negociaciones, en abril de 1962, se procedió a la firma del acuerdo y al mes siguiente se ratificó por ambas partes: el Estado español y la Santa Sede. El decreto del Ministerio de Educación Nacional por el que se reconocía la validez civil de los títulos de la Universidad de Navarra es del 8 de septiembre de 1962.
En carta de meses atrás el Fundador felicitaba y agradecía al, por entonces, pro Nuncio Apostólico, Cardenal Antoniutti, la afectuosa solicitud y el santo tesón con que ha sabido sacar adelante este asunto. Y continuaba la carta: No puedo olvidar las dificultades -algunas incomprensiones- que el Sr. Cardenal hubo de vencer; pero la alegría del buen éxito las ha compensado muy ampliamente (191).
El Fundador tuvo que emplearse a fondo, con todo el santo tesón que dormía en su carácter. En pugna contra una barrera de increíble terquedad y prejuicios, teniendo que vencer viejos rencores políticos de autoridades civiles y de la prensa de un país autoritario, el Fundador desplegó con energía razones de justicia y sentido común. Ciertamente, no menciona detalles en la carta a Antoniutti, pero sí en la carta a Pablo VI, fechada el 14 de junio de 1964, cuando ya se había serenado el horizonte. He aquí unas líneas:
Ante tal resistencia por parte del Estado a extraer las consecuencias legales (el reconocimiento civil) de un acto solemne de la Iglesia (la erección de la Universidad Católica), me fui a España y protesté, primero a Franco y luego, uno tras otro, a todos los Ministros. Las dos únicas conversaciones desagradables y tensas fueron las mantenidas con el Ministro Solís, Secretario de la Falange y Jefe de los Sindicatos, y, sobre todo, con Castiella (192).
Pero no quedó ahí la cosa. La Universidad carecía de patrimonio. El número de Facultades y Escuelas crecía de año en año, y con ello el presupuesto. La ayuda económica que se recibió por parte de instituciones locales y privadas fue muy escasa. Y con objeto de obtener fondos se creó la Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra, en 1962 (193). Año tras año hubo de hacer frente a sus necesidades económicas; pero nunca fue gravosa para la Iglesia ni para la Jerarquía eclesiástica española. Señor Obispo -le había dicho el Fundador a Mons. Delgado-: todos los bienes de la diócesis, y todo lo que ustedes pongan aquí, que sea para sus sacerdotes. A nosotros no nos dé Vd. nunca nada: ni siquiera el estipendio de una Misa (194).
* * *
Por aquellos años, Mons. Gaston Mojaisky Perrelli, Delegado Apostólico para el África Oriental y Occidental Británica, reflexionaba sobre el futuro incierto del continente africano. En medio siglo se había pasado bruscamente del reparto colonial de África a una descolonización precipitada. A ello habían contribuido diversos factores; y el más importante, sin duda, el cambio impuesto por la Segunda Guerra mundial, afirmando principios de libertad y democracia en el tercer mundo. Se desarrolló con gran rapidez el nacionalismo, fundándose partidos políticos indígenas. La población pidió participar, a través de sus representantes, en las tareas legislativas y de gobierno. Se buscó el apoyo de las masas tribales; y, en 1960, más de veinte Estados habían conseguido una total independencia.
Mons. Mojaisky Perrelli, en medio de esa efervescencia independentista, no necesitaba esperar mucho para darse cuenta de hacia dónde soplaban los vientos. Fuerzas largo tiempo reprimidas por los regímenes coloniales estallaban como un huracán de violencia liberadora, dejando tras sí un vacío falto de organización. Sobre el futuro del Catolicismo en África meditaba el Delegado Apostólico en Mombasa, Kenia, a orillas del océano Indico. El país acababa de salir de la guerra del Mau-Mau, bañado en sangre, e Inglaterra estaba preparando su independencia. En las naciones vecinas -y Kenia no iba a ser la excepción-, la historia se desarrollaba vertiginosamente. El mundo político y cultural procedía a las reformas, y se anticipaba a los proyectos. Esta carrera atropellada se extendía, en algunas partes, a instituciones religiosas, por ver quién llegaba primero.
Mons. Mojaisky Perrelli echaba cuentas mentalmente: "Hemos perdido la carrera en la Federación Centro-Africana (las dos Rodhesias y Nyasaland), donde ha sido inaugurada una Universidad por la Reina Madre de Gran Bretaña hace pocos meses. Hemos perdido la carrera en Uganda (el territorio más católico de esta Delegación Apostólica), donde ya funciona el Makerere College. No deseo perder el último round" (195), se decía.
Tomó, pues, la pluma para dirigirse a Mons. Escrivá de Balaguer, a quien había conocido en Roma, y por quien sentía la estima y veneración debida a un santo:
"Mombasa, 26 de oct. de 1957.
Iltmo. y Venerado Monseñor:
Quiero valerme de la "antigua amistad" para pedirle una caridad muy grande en favor de la Iglesia en estas tierras. V.S. conoce las necesidades y las promesas de las Misiones de África. Hemos llegado a un punto crucial: el número de cristianos, el aumento de conversiones, el próximo traspaso al "auto-gobierno", etc., hacen que se esté jugando un partido de alcance extraordinario para el futuro de África.
Dentro de 20 años quedará establecido, quién sabe por cuánto tiempo, si el catolicismo será la religión de la mayoría y de la mayor influencia en estas tierras o -Dios no lo quiera- quede… reducido a una de las tantas sectas cristianas.
Es de suma importancia fundar luego una Universidad Católica: aunque fuese sólo una facultad, sólo los primeros cursos de una facultad. Llegar antes que los otros es esencial […].
Entonces vea delante de Dios si me puede proporcionar a la brevedad posible elementos capacitados para iniciar una facultad de Ingeniería Civil a establecerse en Nairobi, Kenya. Deberían ser de habla inglesa y el Director posiblemente de Gran Bretaña (Oxford o Cambridge).
Debo añadir que la Propagación de la Fe nos ayudaría económicamente.
Le ruego me conteste luego (positivamente) y vea si puede mandar a alguien para estudiar el proyecto in loco.
Cordialmente in Domino" (196).
¿Cómo negarse a una súplica tan sacerdotal y católica? El corazón del Padre pulsaba al compás del Corazón de Cristo. ¿Qué no haría por el bien de las almas? Tampoco pudo rehusar la petición de Mons. Caggiano, Obispo de Rosario, cuando invocó "los clavos de Cristo". De modo que, luego de verlo delante de Dios, escribía a vuelta de correo:
Roma, 4 de noviembre, 1957
Cara Eccellenza,
ha llegado a mis manos su carta del 26 de octubre pasado, y quiero contestarla inmediatamente.
No puede imaginar hasta qué punto estamos ahora agobiados de trabajo […]; tampoco podemos disponer de todo el personal que sería necesario hasta que pasen unos años más.
Sin embargo -continúa-, es tan sacerdotal la llamada de Vuestra Excelencia que es imposible decirle que no. Por tanto, como Vuestra Excelencia desea, a finales de enero irán dos hijos míos ingenieros -uno de lengua inglesa-, para que sobre el terreno vean con Vuestra Excelencia el modo más rápido de comenzar esa labor. Después, cuando vuelvan a dar cuenta al Consejo General, procuraremos poner en obra con la mayor rapidez posible el comienzo de esa Facultad de Ingeniería, que ojalá sea la base para una Universidad completa.
La ayuda económica de Propaganda Fide será verdaderamente necesaria, porque estamos sobrecargados de obligaciones con tantas labores apostólicas que simultáneamente ha iniciado el Opus Dei en tan diversas naciones.
No se olvide de encomendarnos al Señor, Excelencia.
Un cariñoso abrazo de su
affmo. a. in Domino
Josemescrivá de B. (197).
En octubre de 1958, por encargo del Padre, Pedro Casciaro visitaba Kenia y se hacía cargo de la situación (198). Por aquel entonces Inglaterra preparaba la independencia de Kenia mediante un gobierno multirracial y de transición. El Fundador accedió a los deseos de la Santa Sede de fundar una Universidad Católica, siempre que el gobierno diese garantías de que se respetarían la propiedad y el funcionamiento autónomo de ese Centro docente. Al no poder obtener dichas garantías era preciso modificar el proyecto educativo. Pero ni la Sagrada Congregación, ni Mons. Mojaisky Perrelli, ni el Arzobispo de Nairobi, Mons. John Joseph McCarthy, tenían planes sobre cómo resolver el asunto, ya que el sistema educativo vigente exigía la creación de centros especiales, con dos años de estudio, como puente entre la enseñanza secundaria y el ingreso en la Universidad; y esos centros no existían en Kenia (199).
Fue el Padre -testimonia Pedro Casciaro- quien sugirió la creación de un Instituto de Enseñanza Superior y una residencia de estudiantes. El Instituto Strathmore College funcionaría de acuerdo con la secularidad propia del Opus Dei, habiendo de atenerse a cuatro criterios generales: "1- el College debía ser interracial; 2- debería estar abierto a los no católicos y no cristianos; 3- el College no debía tener reconocimiento de escuela misional; y 4- los alumnos debían pagar, al menos, una cantidad simbólica, pues de lo contrario no apreciarían las enseñanzas y acabarían resentidos" (200).
Strathmore College se inauguró en marzo de 1961. Nacía en plena etapa de transición política. En efecto, las elecciones legislativas de 1961 dieron paso a la autonomía interna (1962), y Kenia obtuvo su total independencia en 1963. Las autoridades coloniales y locales de esa época veían con mucho escepticismo el futuro de un College interracial, intertribal e interconfesional. Era la primera experiencia de ese género en el África oriental y, francamente, nadie pensaba que pudiera sobrevivir. Pero, desde sus comienzos, fueron admitidos africanos, blancos, e indios; alumnos de todas las religiones y de diferentes tribus. Sin interferir para nada en la organización política del Estado naciente, el Padre imprimió un principio guía en aquella institución: no hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios (201).
Coetáneamente, las mujeres de la Obra, siguiendo las indicaciones del Fundador, crearon Kianda College, la primera escuela para secretarias que existía en Kenia. Era una obra de promoción social de la mujer keniata, pues de esa escuela, que admitía alumnas de cualquier procedencia o condición social, se nutrían los organismos públicos y las empresas privadas (202).
La convivencia, sin discriminaciones ni prejuicios, a pesar de las diferencias existentes entre los grupos religiosos, étnicos y tribales, fue un admirable acontecimiento. "Si no se hubieran seguido tales criterios, al alcanzar Kenia la independencia, el College habría desaparecido o habría sido expropiado" (203), comenta Pedro Casciaro.
* * *
En las obras de carácter corporativo, la tarea no es una labor religiosa ni una labor eclesiástica y oficialmente católica (204). De ahí la condición impuesta por el Fundador, de acuerdo con el espíritu del Opus Dei, antes de crearse Strathmore College: no debía tener reconocimiento de escuela misional. Y es que, al igual que los miembros del Opus Dei no somos religiosos -escribía el Fundador-, tampoco somos misioneros. Nuestra labor apostólica, que realizamos con misión, es la misma en el último lugar de los que llaman países de misión, que en las calles asfaltadas de Roma o de Londres, de París o de Madrid, o de Nueva York (205).
Pero, ¿cómo cumplir el laico esa misión? ¿Cómo?:
Vive tu vida ordinaria; trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla -a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte- charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces algunos no quieran darse cuenta: las irán entendiendo más, cuando comiencen a buscar de verdad a Dios (206).
Es el trato diario con amigos y compañeros de profesión, dando testimonio cristiano con la palabra y con el ejemplo de vida, una auténtica levadura apostólica. Aparentemente, esta labor constante, humilde y silenciosa, resulta lenta; pero, a la larga, es eficacísima.
Un buen día, el Fundador recibió carta de su amigo el P. Silvestre Sancho, dominico, a la sazón Rector de la Universidad de Santo Tomás, de Manila, sugiriéndole que la Obra comenzase ya en las Filipinas. Al contestarle -en noviembre de 1956-, le explica el Padre por qué no podía acceder a su petición:
Queridísimo P. Sancho: Recibí tu carta, que agradecí de veras, y hubiera sido para mí una gran alegría contestarte afirmativamente. Pero, hace un poco de tiempo, he recibido de la Santa Sede la indicación de que nuestro Instituto se haga cargo de un territorio misional, y conviene esperar porque no sé cuánta gente necesitaremos llevar allí (207).
Efectivamente, meses antes Mons. Samoré, Secretario de la Secretaría de Estado, había comunicado a Mons. Escrivá de Balaguer que Su Santidad Pío XII deseaba confiar al Opus Dei una de las Prelaturas nullius que iban a erigirse en territorios de misión. Mons. Samoré en persona fue a visitar al Fundador y le mostró un mapa del Perú en el que se habían señalado los territorios correspondientes a las Prelaturas que se erigían. Con mucha cortesía pidió al Fundador que escogiese la que le pareciese más idónea para la Obra. Pero éste declinó el ofrecimiento que se le hacía. Prefería -le dijo- que otras instituciones eligieran antes circunscripción a su gusto; el territorio que quedara lo aceptaría el Opus Dei (208).
Esta visión, verdaderamente católica, había prendido tempranamente en su alma, encendiendo toda su vida. Así también quería que el deseo apostólico se hiciese realidad y vida en sus hijos. Y les explicaba el proceso de esa operación: empieza por lo que tiene a su alcance, por el quehacer ordinario de cada día, y poco a poco extiende en círculos concéntricos su afán de mies: en el seno de la familia, en el lugar de trabajo; en la sociedad civil, en la cátedra de cultura, en la asamblea política, entre todos sus conciudadanos de cualquier condición social sean; llega hasta las relaciones entre los pueblos, abarca en su amor razas, continentes, civilizaciones diversísimas (209).
Con estos cordiales sentimientos felicitaba la Navidad de 1956 a sus hijas e hijos. Pedía gracias abundantes al divino Niño para que el nuevo año -con vuestra fidelidad, que es felicidad- se colme de vocaciones y de obras apostólicas, de caridad, en todas las latitudes de la tierra (210). Sin embargo, en medio del hervor apostólico de tantos nuevos países adonde ya se había extendido la Obra, el Padre se sentía insatisfecho, viendo lo mucho que quedaba por hacer. Su grandeza de ánimo y su generosidad iban por delante de sus posibilidades. Se sentía insatisfecho porque no alcanzaba a todo. Aquello era como un mar sin orillas. De momento había de dejar los proyectos sobre Bélgica para acudir al Brasil y al Canadá (211). Y renunciar también a las Filipinas, hasta que estuviera en marcha la prelatura del Perú.
Por Constitución Apostólica, con fecha 12 de abril de 1957, quedó fundada una nueva Prelatura nullius, encomendada al Opus Dei. La formaban los territorios de las provincias de Huarochirí y Yauyos, segregados de la archidiócesis de Lima. Su Prelado sería Mons. Ignacio Orbegozo, del Opus Dei (212). Cinco años más tarde, por acuerdo del Cardenal Landázuri, Arzobispo de Lima, y del Prelado de Yauyos, se pidió a la Santa Sede un cambio en los límites de la circunscripción eclesiástica (213). La Prelatura llegó a tener poco más de 15.000 kilómetros cuadrados y una población que rondaba los 165.000 habitantes. Mons. Orbegozo describe las condiciones y situación en que se hallaban sus territorios. Era una comarca -dice- "sumamente pobre y aislada, por carecer de carreteras. Situada entre los tres mil y seis mil metros sobre el mar y carente de todo, con más de noventa templos semiderruidos y en abandono, ya que habían pasado veinticinco años sin sacerdotes" (214).
Desde un principio contó el Prelado con varios sacerdotes diocesanos, adscritos a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a quienes sus respectivos Obispos habían dado permiso para trasladarse a aquella Prelatura. Pasaron meses reconociendo el territorio, visitando pueblos y aldeas miserables, perdidas entre cerros o plantadas en la puna. Se hicieron a cabalgar por sendas de herradura, entre el cielo y el abismo; tan estrechas que, cualquier paso en falso, les llevaba al borde del despeñadero. Administraban los sacramentos: bautismo, matrimonio, unción de los enfermos. Reparaban iglesias caídas. Confesaban y celebraban misa. No toda la población entendía el castellano, pues muchos hablaban quechua, pero no era obstáculo para predicar y consolar a aquellas gentes. Los comienzos fueron particularmente duros. El Padre estaba pendiente de ellos, deseoso de tener noticias. Ardía en deseos de escribirles; pero, entre una cosa y otra, no hallaba la ocasión de hacerlo con calma. Al fin envió desde París unas líneas medidas y apasionadas:
París, 30 de enero, 1958
Queridísimos Ignacio y todos: que Jesús me guarde a esos hijos de Yauyos.
¡Cuánto deseo tenía de escribiros! Pero ya os han ido comunicando cómo, entre enfermedades y labor inaplazable, resultaba casi imposible llenar una cuartilla.
Estoy especialmente pendiente de vosotros: os encomiendo, os hago encomendar, os acompaño y me pongo orgulloso de vosotros.
No se me ocultan las dificultades de esa tarea de roturación: tratamos de que, cuanto antes, vayan otros hermanos vuestros hasta que seáis veinte y el Prelado. No se dejarán de poner los medios y estoy seguro de que superaremos todas las metas.
Sed hombres de oración, cumplidme las Normas. Estad siempre alegres y optimistas. Comed, dormid, atendeos unos a otros, obedeciendo con espíritu sobrenatural a vuestro Prelado. Sed sinceros, vivid la práctica bendita de la corrección fraterna. Y no olvidéis que este pobre pecador, que es vuestro Padre, os presenta cada día al Señor y a Nuestra Madre Santísima Santa María como las primicias del trabajo misional, que ahora se continuará en Nairobi y en Osaka. ¡Un mar de Amor sin orillas!
Con toda el alma, os bendice y os abraza y os quiere vuestro Padre
Mariano (215).
Uno de esos primeros sacerdotes, con bastantes años de brega apostólica en el territorio de Yauyos, testimonia que el Padre "se preocupó tanto de aquella parcela de la Iglesia, que parecía no tuviese entre manos cosas más importantes" (216). Velaba por ellos con su oración, les ayudaba con sus consejos, les abría camino con sus iniciativas pastorales y les cobijaba con su cariño y ternura de Padre:
Siempre os tengo presentes en mi oración -les decía-, y deseo ayudaros a vencer en las mil pequeñas cosas heroicas, que nunca nos faltan a los hijos de Dios en su Obra (217).
En las noches que sufría insomnio, el Padre volaba imaginativamente a su lado. Caminaba con ellos, monte arriba monte abajo, participando en sus fatigas…
Que Jesús me guarde a esos hijos de Yauyos -escribe al Prelado-.
Queridísimo Ignacio: tu carta por el 2 de octubre me dio tanta alegría. Yo os sigo -os acompaño- siempre, en vuestra labor sacerdotal, en vuestras anécdotas que me dan envidia, en vuestra aparente soledad. ¡Cuánto rezo por vosotros! […].
A todos y a cada uno de esos hijos, que me gustaría verles despacio y charlar. Espero que el Señor me dé esa alegría cuanto antes: yo también tengo corazón y pulmones para Yauyos (218).
Su gran ilusión era ver arraigada en la dura tierra de los Andes la esperanza de jóvenes vocaciones, que continuasen el día de mañana la labor de los sacerdotes venidos de Europa. Para ello era preciso un seminario en la Prelatura, vivero de futuros sacerdotes. Si se aplicaban con diligencia a lograr ese objetivo, al cabo de veinte años tendrían las primeras ordenaciones.
Cada vez que llega una carta tuya -escribía a Mons. Orbegozo-, la leo y la releo: porque me llena de alegría saber de vosotros. ¿Van acomodándose al ambiente esos hijos que han llegado últimamente?
Os encomiendo cada día, y pido especialmente por esos niños que estáis preparando: ya sueño con las vocaciones sacerdotales, para la Prelatura de Yauyos, salidas de entre esos inditos. El trabajo quizá no será fácil, pero veo que es acertadísimo y, al fin, fecundo para el porvenir religioso de esas tierras.
¿Descansáis lo necesario? Que no dejen de dormir y de comer normalmente: otra cosa no puede producir bienes, ni espirituales.
Cumplidme las Normas y estad siempre alegres, contentos: no os sintáis nunca solos, porque -consummati in unum!- todos estamos, con el corazón y con nuestras oraciones, en Yauyos (219).
Y así fue, testimonia el Prelado, porque, "recién cumplidos los veinticinco años, ese territorio tan querido por el Fundador en su corazón y oración diaria, es un territorio eclesiástico con estructuración envidiable. Cuenta con su Seminario mayor y con veinte sacerdotes indígenas. Y obras de apostolado de primera calidad: emisora, escuelas, granjas, escuela normal, laboratorios y demás, con un alto nivel cristiano entre los fieles" (220).