El Fundador del Opus Dei
Unidad de la Obra
1. El Congreso General de Einsiedeln (1956)
2. Muerte de tía Carmen (1957)
3. Batalla de la formación
4. Arte de gobernar
5. Consummati in unum!
Curada la diabetes, don Josemaría se sintió libre, como pajarillo que vuelve a la libertad después de un largo encierro. Con ello recobró perdidas y olvidadas energías, que le permitieron seguir enfrentándose valerosamente con la vida, porque era claro que, soñando por adelantado en la fecundidad de su sacrificio, se había metido en una dura labor. Desde los comienzos, tenía entre manos la doble tarea de dar cohesión a la Obra y, al mismo tiempo, impulsar su difusión por el mundo. Trabajos que, a primera vista, eran de signo contrario, puesto que uno consistía en promover la vinculación íntima de los miembros del Opus Dei al espíritu y a la persona del Fundador, cerrando filas en torno a él. Mientras que la otra tarea tendía, por el contrario, a separarlos, a derramarlos por lejanas tierras, para propagar un mensaje divino. Operaciones ambas cuya realización venía exigida, simultáneamente, por la naturaleza de una empresa que llevaba en sus entrañas la nota de universalidad. El Opus Dei tenía que crecer -era ley de vida-, pero sin perder su esencia.
Así se comprende el titánico esfuerzo del Fundador por salvaguardar la unidad de la Obra y activar, al mismo tiempo, su extensión por países lejanos. Esto explica también por qué se debatía entre las cuatro paredes de Villa Tevere en su empeño de construir la Sede Central y los edificios anejos.
En 1950, meditando sobre los cambios y bandazos que han dado las naciones, veía cómo muchas empresas, promovidas por Dios en bien de las almas, no carecieron de la ayuda de los poderosos de esta tierra. Durante siglos, reyes y gobernantes, patronos y mecenas civiles levantaron iglesias, construyeron hospitales, fundaron colegios, dotaron instituciones benéficas. Y no faltaron gobiernos que perseguían a la Iglesia en la metrópoli y la ayudaban, en cambio, generosamente en las colonias. Hoy es diferente, pensaba don Josemaría. La sociedad ha cambiado mucho. Los Estados ya no se sienten misioneros; y las personas privadas que contribuyen con su patrimonio a las grandes obras de Dios, cada vez son menos:
Siendo ésta la voluntad de Dios -escribía a sus hijos- dad gracias a la Divina Providencia por el actual estado de cosas. Y, para ver cumplidos vuestros afanes -para amar a Dios, fomentar la comprensión entre todas las almas y convivir con todos los hombres-, no pretendáis apoyaros más que en la poderosa ayuda de la gracia divina, en vuestra vida entregada generosamente al servicio de Dios y de las almas -in laetitia: cum gaudio et pace; con alegría: con gozo y con paz- y en el ejercicio de vuestra labor profesional, realizada con todo el empeño, con la máxima perfección (1).
¿Estaba fijando el Fundador, adelantándose a la historia, lo que iba a ser norma general en la búsqueda de fondos y dinero para las empresas apostólicas de beneficencia social promovidas por los miembros del Opus Dei? (2).
Corrían los primeros meses de 1951 cuando apareció por el horizonte lo que prometía ser posible solución a los problemas financieros, que tantos sobresaltos y tan malos ratos les ocasionaban. Don Álvaro tenía un amigo, el marqués Giovanni Bisleti, que era propietario de una extensa finca cerca del lago de Fondi, en Terracina. Bisleti deseaba vender aquella propiedad y don Álvaro propuso al Padre mediar en un negocio que iría en bien del marqués y de los colonos. La operación consistía en comprar a precio razonable toda la hacienda con dinero a crédito, de acuerdo con Bisleti. Luego, las mil y pico hectáreas de terreno se dividirían en parcelas, para ofrecerlas en venta a las trescientas familias de campesinos que cultivaban las tierras, en condiciones de pago muy favorables (3). Tanto el Padre como don Álvaro plantearon el asunto con doble finalidad. Por un lado, resolver un problema económico, promoviendo el bienestar de los colonos y sus familias; y, por otra parte, hacer una labor apostólica en Terracina. El resultado, después de no pocas dificultades, fue todo un éxito.
Don Josemaría vio desde un principio los cielos abiertos. El 1 de junio de 1951 escribía a los del Consejo General:
Tengo fundadas esperanzas para pensar que, con la ayuda de Dios y gracias a la labor incansable de Álvaro, llegará pronto el momento -quizá dentro de agosto-, en el que se os pueda decir: "no enviéis más dinero, para el Colegio Romano, porque tenemos resuelto el problema: solamente admitimos la ayuda, pequeña o grande, de los americanos". Encomendemos la cosa, que vale la pena. Que en este mes del Sagrado Corazón hagamos olvidar al Señor nuestras miserias, y le sepamos mover a darnos la solución de esta gran empresa romana (4).
La operación, sin duda, resultaría de gran alivio económico: una pequeña parte de la finca, con la vieja casona de la hacienda, se reservaría como casa de retiros, adonde pudieran ir también los alumnos del Colegio Romano a descansar. Y otra parcela de terreno cultivable serviría para obtener productos agrícolas con destino a los Centros de Roma.
Un año más tarde continuaba la trabajosa negociación de don Álvaro y no se extinguía la esperanza del Fundador, que soñaba en voz alta:
Álvaro va adelante con Terracina, que será el pan, el descanso y la salud de nuestra gente del Colegio Romano. Ya nos traen muchas cosas de la finca. El Señor no nos dejará, y saldremos con todo hasta el fin (5).
Notaba y agradecía los productos que, en pequeñas cantidades (no alcanzaban a más aquellas familias campesinas), les iban llegando a Roma de Salto di Fondi, que éste era el nombre de la finca de Terracina. El queso, los huevos, la fruta y animales domésticos constituían un parvo desahogo económico en Villa Tevere y en los demás centros de Roma. Pero se acercaba el verano de 1952 y no se veía la posibilidad de usar la casona de la hacienda. Estaba en malas condiciones y, desde luego, en tanto no se hicieran obras para acondicionar aquello, no podían encargarse las mujeres de la Obra de la administración de la casa. Pensando en cómo resolver el problema, al Padre le vino enseguida a la cabeza la idea salvadora, que no era otra que el recurso de siempre: Carmen.
Si no viene Carmen no podemos ir a Terracina (6); esto lo tenía muy claro el Fundador. Pero, conociendo bien a su hermana, prefirió que fuese don Álvaro quien le escribiera a Madrid, por varias razones. Una de ellas, por delicadeza. ¿Cómo iba a exigir a Carmen que se fuese a Roma dejando solo, aunque fuera por una corta temporada, a su hermano Santiago? Ambos estaban recomponiendo por enésima vez su vida. Los primeros meses de ese año de 1952 los habían pasado a la caza de un piso en Madrid, para instalarse independientemente, en espera de la solución definitiva; esto es, fijar su residencia en Roma (7). Santiago, mientras tanto, estudiaba italiano y se preparaba para ejercer su carrera de abogado en Roma. No por ello habían perdido la vinculación con la Obra, como bien les recordaba su hermano Josemaría:
Roma, 22 marzo, 1952
Muy queridos Carmen y Santiago: Recibí vuestras líneas, y estoy contento porque sin duda tendréis en vuestra casa más tranquilidad, mientras llega la solución definitiva.
Me encanta que estén con vosotros Pepe, Manolo y Luis, porque así no os faltará alegría abundante: y además porque no os desligáis -os hubiera costado mucho- de la Obra, después de haber puesto tanto cariño, desde el principio y por tantos años.
Escribidme con más frecuencia.
Álvaro no sé si podrá escribiros hoy, porque está fuera de casa, con los asuntos de Terracina (8).
Pero, aún existía otro motivo por el que don Josemaría prefería que fuera don Álvaro quien pidiera a Carmen el hacerse cargo de la casa de Terracina, como antaño lo había hecho en La Pililla y en Molinoviejo. No dudaba de la generosidad de su hermana, pero el procedimiento seguro de que dijera que sí era que se lo pidiese don Álvaro. A la vista estaba que el carácter de Carmen, como el de su hermano, era recio y, en ocasiones, de aparente retraimiento. Tan evidente como que muchos de sus gestos y actitudes tendían a escudar un corazón refinado, blando y afectuoso. Y, lo mismo que reaccionó doña Dolores cuando el hijo le entregó un libro sobre don Bosco, con la secreta intención de que imitase a mamá Margarita, así replicaba Carmen; pero con mayores bríos. Bastaba que su hermano Josemaría le pidiera ocuparse de algo, la respuesta era un rotundo "¡No!" (9).
Esa anticipada negación equivalía, a la larga o a la corta, a un decidido y generoso "¡Sí!" Con sus forzadas negativas hacía como que afirmaba su independencia de la Obra, a la que no pertenecía. Pero, en el fondo, tales rechazos eran una claudicación en toda la línea. Un engaño con el que protegía pudorosamente su generosidad y se defendía de elogios y de que le diesen las gracias (10). Lo cierto es que, después de esas salidas de humor, venía, espontáneamente, una efusiva generosidad (11).
Aunque sus hermanos no necesitaban de empujoncitos para decidirse, don Josemaría, ya a la entrada de agosto, procuraba hacerles más llevadero el último paso: Estoy seguro de que estaréis en Italia muy contentos, aunque ahora os cueste venir (12), les escribía. Y el 16 de agosto se presentaron en Roma Carmen y Santiago.
A pesar del buen planeamiento de la operación, las gestiones de aparcelamiento y venta de la finca de Terracina causaron a don Álvaro más de un sinsabor. La gente se mostraba reacia a comprar, pues no era fácil obtener crédito en unos años de fuerte crisis económica. Se dieron, pues, mayores facilidades aún para que los colonos comprasen las parcelas; y como, realmente, el comprarlas era un excelente negocio, al cabo de dos años entraba la operación en su última fase (13). Los colonos se hicieron propietarios de unos campos que cultivaban con ayuda técnica y que pagaban a plazos con las ganancias obtenidas de esas tierras. Ellos y sus familias eran espiritualmente atendidos por sacerdotes del Opus Dei.
El terreno reservado por don Álvaro comenzó a ser utilizado en 1952 y, de 1953 a 1966, los alumnos del Colegio Romano residentes en Villa Tevere acudieron allí por turnos durante los meses de verano: a descansar y a estudiar. El lugar no era, ciertamente, un paraíso de recreo; pero peor era el soportar los calores de Roma. Aquella zona de Terracina, de marismas desecadas, dunas y pinares donde chirriaban las cigarras todo el día, se hallaba en el centro de un inmenso arco de solitarias playas bajas, lamidas por las aguas del Tirreno. Al extremo norte del litoral destacaba el promontorio del monte Circeo; y en la otra punta, al sur, se veía el caserío blanco de Sperlonga, frecuentemente velado por una tenue bruma.
* * *
Lo de Salto di Fondi, dentro del panorama general de las necesidades materiales de la Obra por aquellos años, era otro más de los continuos respiros económicos que Dios venía concediendo al Fundador. Representaba un remedio parcial, nunca el bálsamo milagroso que curaría de raíz, y por ensalmo mágico, todas sus necesidades. No es aventurado, por lo tanto, ni está fuera de toda razón, el calcular la magnitud de los apuros económicos padecidos por el Padre y por don Álvaro, con motivo de las obras de Villa Tevere, según las funestas repercusiones en su salud. Aunque a esos agobios habría que añadir la carga abrumadora de las tareas apostólicas y los incesantes latigazos de la contradicción de los buenos, que no les dejaban trabajar en paz. En vista de lo cual, el 6 de julio de 1954, el Padre fue de peregrinación al Santuario de San Nicolás de Bari, en el sur de Italia (14). San Nicolás -como recordamos- era el intercesor del Opus Dei para asuntos económicos, y a él había acudido en medio de las dificultades materiales al montar en Madrid los primeros centros de la Obra.
Al año siguiente don Josemaría conoció a Leonardo Castelli, con quien don Álvaro había trabado afectuosa amistad. Castelli tenía una empresa constructora familiar, era hombre trabajador y extremadamente generoso. Y fue la persona que esperaba el Padre, no para que le diesen las cosas regaladas, pero sí el apoyo mínimo necesario para sacar adelante las obras. Ese buen empresario, aparte de ofrecerle crédito y demoras en el pago, puso a disposición de don Josemaría sus servicios profesionales (15). El 20 de abril de 1955 se firmó un contrato con la empresa Castelli, que se hizo cargo de las obras al mes siguiente. Gracias a lo cual fue posible reactivar el ritmo de trabajo, aunque el agotamiento físico y las preocupaciones económicas de don Álvaro no cesaban, como puede apreciarse por la correspondencia del Fundador:
Roma, 22-XI-1956. Álvaro no para aunque sigue muy fastidiado: el médico le hace tomar un montón de medicinas, y va mejorando lentamente; quizá porque el médico, en todas las recetas, escribe -con la medicina prescrita- estas palabras: "molto riposo". Y el riposo, mientras no se aclare el horizonte económico, ni él se lo quiere tomar ni yo me atrevo a imponérselo (16).
En 1958 le hicieron un reconocimiento médico a fondo. Tan gravemente enfermo estaba en los últimos días de 1958, que pensaron en operarle (17). Y este es el párrafo central de la primera carta del Padre de 1959:
Me estoy repitiendo continuamente el omnia in bonum!, aunque nuestra cabeza no entiende a veces cuáles son los designios del Señor. Digo esto porque Álvaro, después de una mejoría que ha durado cuarenta y ocho horas, ha recaído; y anoche tenía cuarenta grados de fiebre. Hoy vendrá el especialista: hablan de una posible operación, pero yo espero que no sea necesaria. Desde luego, aunque lleva tanto tiempo casi sin dormir y con muchos dolores, Álvaro está contento, con muy buen humor a pesar de la fiebre. Rezad (18).
Tuvieron que operarle. Y volvió a recaer, gravemente, tres años después, en mayo de 1962:
Álvaro está en la clínica -escribe el Fundador desde Roma-, pero tenemos esperanza de que no sea necesaria otra operación. Rezad, porque si, entre vosotros, hay muchos hijos míos heroicos y tantos que son santos de altar -no abuso nunca de estas calificaciones-, Álvaro es un modelo, y el hijo mío que más ha trabajado y más ha sufrido por la Obra, y el que mejor ha sabido coger mi espíritu. Rezad (19).
Afortunadamente no tuvieron que operarle; y, sin mediar pausa ni descanso, se zambulló en las tareas preparatorias del Concilio Vaticano II (20).
* * *
La firma del contrato de obras con la empresa Castelli en la primavera de 1955 hizo renacer las esperanzas del Fundador en su lucha contra el tiempo. Ese respiro económico permitió realizar el proyecto sin mayores retrasos. De modo que se pudo hacer frente a la necesidad de disponer de plazas suficientes, mejorando la situación de los nuevos alumnos del Colegio Romano. Consideró también el Padre que era llegada la hora de normalizar la situación de gobierno, haciendo que el Consejo General de la Obra residiera, por fin, en Roma y no anduviesen sus miembros repartidos entre Roma y Madrid (21). La decisión se tomaría con ocasión del próximo Congreso, pues, según lo establecido por los Estatutos del Opus Dei, cada cinco años había de celebrarse un Congreso General, al que asistirían los miembros electores o congresistas; y lo mismo harían las mujeres (22). El primer Congreso General había tenido lugar en Molinoviejo, en 1951. El segundo tenía que celebrarse en 1956. Como sitio el Padre eligió Einsiedeln, lugar tranquilo, en el que pasar unos días de trabajo y oración en un hotel. Era un pueblecito suizo de pocos miles de habitantes, cuyo centro de atracción es la basílica consagrada a Nuestra Señora. Los grandes espacios, la fábrica sobria y barroca del templo, la amplísima explanada -Klosterplatz- delante de la basílica, se imponen al visitante. El Padre, con la mente en Santa María, hablaba, en cartas y en conversaciones, de su peregrinación a Einsiedeln (23). Todo lo tenía cuidadosamente preparado. Lo primero, la oración. Apenas despuntaba el 1956, ya estaba pidiendo oraciones, a fin de que encomienden y que hagan encomendar la labor del próximo Congreso General (24). Luego, cuando se acercaba la fecha del Congreso, hizo un viaje a Einsiedeln, el 3 de julio, para comprobar que todo estaba a punto en el Hotel Pfauen, donde se alojarían los congresistas. Otra medida de prudencia en los preparativos de aquella reunión fue el enviar, por adelantado, lista de los candidatos por él propuestos, como Presidente General, para los nuevos nombramientos (25). Así, los asistentes tendrían tiempo de estudiarlos. Finalmente, al acercarse las fechas de la celebración -que tuvo lugar del 22 al 25 de agosto de 1956- el Padre, como Presidente, comunicó a la Santa Sede dónde y cuándo se desarrollaría el Congreso.
El 19 de agosto, tres días antes de iniciarse, nueve electores del Opus Dei presentaron en Roma una moción para ser sometida a la consideración de la asamblea de Einsiedeln. Ninguno de los firmantes era español, ni provenía de Regiones de habla española. (Eran electores de Estados Unidos, Italia, Portugal, Alemania, Irlanda e Inglaterra). Proponían que se adoptase el español como idioma oficial en las Asambleas de los miembros del Opus Dei de diversos países así como en la redacción de los documentos internos (26). Basaban su propuesta en el hecho de que la expansión de la Obra y la diversidad de idiomas de sus miembros hacían aconsejable señalar un idioma determinado.
Entre otras razones, apoyaban su petición en lo siguiente:
"La Obra nació en Castilla, el castellano es el idioma nativo del Fundador, y en castellano están escritos los documentos primitivos del Instituto.
Porque creemos que hará más eficaz nuestro trabajo, que contribuirá a reforzar la unidad interna, y también como homenaje de cariño a nuestro Padre" (27).
En la segunda sesión del Congreso, celebrada el 24 de agosto, se dio lectura al acta de la reunión anterior, que fue aprobada; y se pasó al despacho de los asuntos que figuraban en el orden del día, que eran dos: el traslado del Consejo General a Roma y la renovación de cargos en dicho Consejo (28).
Estas medidas -el traslado y la lista de nombramientos- se comunicaron días más tarde a la Santa Sede, por carta dirigida al Card. Valerio Valeri:
Roma, 10 de septiembre, 1956.
Eminencia Reverendísima:
Tengo el gusto de comunicar a V. Eminencia que, tras las decisiones tomadas en el II Congreso General del Opus Dei, recientemente celebrado en Einsiedeln, la Curia General de dicho Instituto ha sido trasladada a Roma, Bruno Buozzi, 73. Asimismo, cumpliendo con mi deber, le envío adjunto lista de los nuevos miembros del Consejo General del Opus Dei elegidos en ese Congreso (29).
Con las medidas tomadas en Einsiedeln, la Obra salió reforzada en su unidad y en su empeño apostólico. Con el traslado a Roma comenzó una nueva etapa en el gobierno de la Obra (30). Sobre sus resultados, que eran ya datos positivos en la historia, emitiría Mons. Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, un juicio seguro: "Resultó ser una auténtica bendición, porque la constante presencia física, cotidiana, del Fundador junto a sus hijos del Consejo General, fue el factor decisivo para el mantenimiento del buen espíritu, para la unidad de la Obra y para su expansión" (31). En cierto modo, el Fundador puso en movimiento una nueva maquinaria, estudiando y resolviendo la formación de la gente de la Obra, con la mira puesta en la expansión por todo el mundo.
Carmen, la hermana del Fundador, murió en Roma el 20 de junio de 1957. Murió romana, hecha al espíritu del Opus Dei, por voluntad de servicio. Por vez primera fue a la Ciudad Eterna en abril de 1948, a petición de su hermano Josemaría, para echar una mano a las mujeres que atendían el piso de Città Leonina. De nuevo recurrió a ella en 1952 -lo hemos visto- para sacar adelante Salto di Fondi. Fue una ocasión más de prestar su abnegada colaboración en los apostolados de la Obra. Le tocó asistir a los trabajos de acondicionamiento de la vieja casona de la finca; aislada, sin agua potable, sin teléfono y sin otros servicios. Un año más tarde estaba ya habitable Salto di Fondi y los alumnos del Colegio Romano pudieron utilizarlo normalmente.
Pero Carmen y Santiago no se volvieron a España. Decidieron quedarse en Roma. Santiago para trabajar como abogado; y Carmen para acompañar a su hermano menor y estar disponible, si es que alguna vez la Obra necesitara de nuevo su ayuda. Vivían los dos en un pequeño chalet de via degli Scipioni y los cuatro años que allí pasaron fueron, indudablemente, de los más felices de su vida. Rodeada del cariño de sus sobrinos y sobrinas, los días transcurrían plácidos y felices para Carmen, siempre ocupada en algo y sin un momento en que sentirse sola. Carmen, que en su juventud renunció al matrimonio en favor de la Obra, estaba de hecho integrada en una familia numerosísima. A sus cincuenta y tantos años se le escapaba el afecto hacia los sobrinos. Pero no por igual; tenía sus preferencias y éstas no eran siempre fáciles de adivinar. Había momentos en que sufría, al ver que tenían que arrancarse de su lado, tal vez para siempre; y le venía uno de esos prontos tan característicos: "No quiero conocer absolutamente a nadie más, decía. Porque los conoce una, empieza a quererlos y luego se los llevan a América" (32).
Las relaciones con su hermano Josemaría eran de profundísimo cariño, aunque velado con recato. Este comportamiento, reservado por ambas partes, venía de tiempos de la Abuela, cuando doña Dolores ya se había hecho a la idea de que pocas veces vería a su hijo, a pesar de vivir en la misma casa. Carmen tardó muchos años en acostumbrarse a aceptar el sacrificio de su hermano. (Cuando se refería a don Josemaría hablaba de mi hermano; y, si se refería al pequeño, decía Santiago). La actitud de despegue con su familia, que era un sacrificio exigente, meditado y voluntario por parte del Fundador, costó muchas lágrimas a Carmen, que no era nada propensa a lloriqueos sentimentales a sus cincuenta y tantos años, cuando se ocupaba de los primeros centros de la Obra en Madrid. Ahora, en Roma, su corazón estaba más sereno y podía abrirlo a sus sobrinos: "Al principio yo lloraba mucho, cuando viviendo en Diego de León pasaba un mes sin ver a mi hermano. Ahora ya me voy acostumbrando, porque él dice que tiene que dar ejemplo" (33).
Era tía Carmen mujer de sana y fuerte constitución, con buena estatura y presencia. Tenía el cabello y los ojos oscuros; el gesto suelto y decidido; la mirada bondadosa y la boca fina y enérgica. Su conversación era fácil y agradable; pero nunca locuaz. Se expresaba con chispeante desenvoltura y en sus observaciones resultaba aguda y atinada, directa y sincera (34).
El villino que ocupaba en via degli Scipioni con su hermano Santiago era una morada alegre, que pronto se convirtió en sede de tertulias y reuniones; unos días con sus sobrinos, y otros con sobrinas. Por la casa se paseaba el Chato, perro de presa, noblote y de buena raza. (En Madrid había tenido Carmen otros perros -Chuchi y Pistón-, más vivarachos pero de menor volumen). Sentía la naturaleza. En su cuarto de costura tenía una gran pajarera, que quitaba de en medio si venía alguien de visita, para verse las caras. Como la Abuela, Carmen tenía flores en el jardín; enviaba rosas a los oratorios de la Obra y cultivaba fresas en la terraza. Como la Abuela, velaba por la salud de todos. Les daba de merendar: pasteles, dulces, croquetas; en ocasiones señaladas, enviaba a los Centros bombones o caramelos. Cuando se despedían de ella para marchar al extranjero, solía dar a sus sobrinos algún objeto de regalo. Recuerdos esparcidos por todo el mundo: Lisboa, Madrid, Londres… Instalados en Roma, Carmen y Santiago se habían traído de España algunos objetos de familia que daban calor de hogar, remontando blandamente la memoria hacia el pasado. De Madrid procedía el dechado de la abuela Florencia: una labor de aguja del pasado siglo, doctorado de las jóvenes educandas. Y en el comedor de la Villa Vecchia, en una vitrina tapizada de terciopelo anaranjado, había copas, vasos, una ponchera de buen cristal y plata, y otros objetos de cristal o cerámica. Era todo lo que se había salvado de los juegos de vajilla en casa de doña Dolores. Entre ellos tres platos de loza amarilla, con bordes floreados y centros de hojas en relieve. ¿Cuánta natilla, merengue y arroz con leche no habían pasado por ellos?
A Carmen, activa, amante del trabajo, del orden y de la limpieza, le acechaba un mal oculto que estaba mermando sus fuerzas. Nadie se percató de ello hasta poco antes de la Navidad de 1956. Se sentía débil, sin poder remontar la fatiga; ella, mujer siempre tan animosa y resistente. Padecía inapetencia y con frecuencia le venían mareos. En pocas semanas desmejoró a ojos vistas, por lo que tuvo que ir a consulta médica.
El 4 de marzo de 1957 supieron el diagnóstico. Ese 4 de marzo fue una fecha inolvidable en Villa Tevere. Mons. Samoré fue invitado a consagrar el altar del oratorio de la Santísima Trinidad, donde el Padre celebraría habitualmente la Misa. Ese mismo día se terminó la instalación del oratorio del Consejo General, cuyo altar fue consagrado por el Padre (35).
Carmen había ido al médico acompañada de la Secretaria Central, Encarnación Ortega, que recogió el diagnóstico definitivo. Cuando volvieron ambas de la consulta el Padre y don Álvaro estaban con Mons. Samoré. Avisaron que habían vuelto y la Directora informó a don Álvaro que, según el médico, se trataba de cáncer, de un caso grave. Por la noche de ese mismo día el Padre tenía que consagrar los otros dos altares: el del Consejo General y el de Reliquias. No le dijeron nada del diagnóstico para que la preocupación no le robase el sueño esa noche. El Padre -como se enteró más adelante don Álvaro- ardía de impaciencia por saber el resultado, pero decidió no preguntar y ofrecer ese sacrificio al Señor por la salud de su hermana. Al día siguiente, a primera hora, preguntó a Encarnación, que le informó del caso (36).
De momento se esperó al resultado de otros exámenes y análisis que se hicieron a la enferma, para cerciorarse de la marcha de la enfermedad: un cáncer de hígado. El 23 de abril, día en que celebraba el Padre el aniversario de su primera comunión, se supo lo avanzado del mal. Dos días más tarde escribía a su hermano Santiago, que por entonces estaba en Madrid, dándole la triste noticia:
Muy querido Santiago: especialmente rezo por ti y por tus cosas, en estos días de ausencia tuya de Roma. El Señor permite que pasemos por la pena de ver que Carmen, según afirman los médicos después de muchos análisis y radiografías, tiene algo canceroso de muy difícil curación. Le hacemos mucha compañía y está tranquila: cuando le escribas, no hagas referencia a nada de lo que te cuento. A su hora, si no mejora, se le advertirá (37).
Esperó tres o cuatro días antes de decir a Carmen que la enfermedad que sufría era incurable. Quería prepararla para que la noticia reavivase en ella la esperanza sobrenatural, aunque estaba espiritualmente bien dispuesta. Pero, ¿quién mejor que don Álvaro para comunicárselo?
La enfermedad de Carmen sigue su curso -escribe el 1 de mayo a los de Madrid-. Le dio Álvaro la noticia, y la recibió -Laus Deo!- como una persona santa del Opus Dei: con fortaleza, con serenidad, con paz.
Yo seguiré forcejeando con Nuestro Señor hasta última hora, esperando que Isidoro nos logre la curación, pero siempre aceptada la Santa Voluntad de Dios, aunque con muchas lágrimas: será toda una época heroica de nuestra Obra, que se nos va (38).
El dolor de don Josemaría era grande. Con mucha frecuencia recurría al Señor, para desahogarse y para forcejear con Él, de rodillas ante el sagrario, con la cabeza apoyada en el borde del altar, pidiendo, entre sollozos, la curación de su hermana. Aceptaba con todo amor los designios divinos, pero insistía ante el Señor, pidiendo que desapareciese todo rastro de cáncer, exigiendo un milagro, una curación total (39).
Dos meses de vida daban a Carmen los médicos. Como esperaba don Josemaría, su hermana recibió la noticia con serenidad, sin lágrimas ni congoja, antes bien con mucha paz y buen humor. "Álvaro me ha comunicado la sentencia", comentaba esos días a algunos de sus sobrinos (40). Mientras estuvo en pie, continuaba vigilando las labores de la casa, anotaba a diario los gastos, cuidaba de sus plantas y animales. Y se le oía musitar palabras en voz baja; eran jaculatorias.
El Padre se encargó de que estuviera atendida espiritualmente. Don Álvaro habló con el P. Jenaro Fernández, Procurador General de los Agustinos Recoletos, hombre de profunda vida interior, testigo asombrado de la tersura de conciencia de la enferma (41). Era esta elección muestra de respeto para con Carmen, para que no se sintiese como coaccionada a aceptar un sacerdote de la Obra. Así, el 15 de mayo el Fundador marchó, no del todo tranquilo, camino de Francia con don Álvaro. La víspera del viaje fue a visitar a su hermana. Aquella conversación, optimista y de tono sobrenatural, escondía, sin embargo, una fuerte carga emotiva, de la que ninguno de los dos hermanos hacía mención. Ambos tenían presente la despedida de Josemaría cuando salió para Lérida a dar un curso de retiro a sacerdotes en 1941, dejando a su madre enferma en Madrid. El Fundador pidió a su hermana lo mismo que había pedido a la Abuela en aquella otra ocasión: que ofreciese a Dios sus molestias por la labor apostólica que iba a hacer esos días en Francia (42).
De Florencia se fue a Francia y, camino de París, hizo una visita en Lourdes para pedir expresamente a la Virgen la curación de su hermana. Sorprendente excepción, porque siempre iba allí a dar gracias, sin pedir beneficio alguno. Tan pronto regresó a Roma visitó via degli Scipioni. Carmen había desmejorado mucho. La enfermedad se agravaba de día en día. Cuidaban a Carmen Santiago y -por turno- sus sobrinos y sobrinas. Por su curación se pedía incesantemente en todos los Centros de la Obra (43).
En junio se le recrudecieron los dolores a la enferma y, en medio de una sed atormentadora, respiraba con ansia y fatiga. Sin soltar una queja, encajaba las molestias, presentándolas al Señor por la Obra y sus necesidades. Ofrecía su enfermedad a sabiendas de que no se curaría; y gustaba de recitar unas jaculatorias que endulzaban su ánimo en espera de la muerte. "Jesús, José y María -repetía-, descanse en paz con Vos el alma mía". O bien: "Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía" (44).
Siempre había alguien a su vera; y don Josemaría tampoco la dejaba, preparando su alma para el trance de la muerte. Le hablaba del cielo, de la Santísima Trinidad, de la Virgen, de los ángeles y de los santos, animándole "a transformar los dolores corporales en gloria" (45). Se entablaba entonces un vivo diálogo entre los dos hermanos, que charlaban interesadamente de la otra vida, excitando la esperanza, sin rehuir el tránsito de muerte y sepultura. Carmen -le dijo un día su hermano- tus restos estarán junto a los míos (46). Se puso muy contenta al oírlo, para ella era una novedad y una gracia del Cielo el saber que reposaría con su familia, en casa de sus sobrinos actuales y futuros.
A mediados de junio comenzó a fallarle seriamente el corazón y con cierta frecuencia tenían que suministrarle oxígeno. La enfermedad estaba acabando su curso. Don Josemaría le preguntó si quería recibir la Unción de los enfermos. Carmen asintió con alegría. Se revistió el sacerdote de roquete y estola; y, con voz entrecortada por la emoción, empezó a recitar las primeras oraciones. No pudo don Josemaría continuar la ceremonia, porque rompió en sollozos. Suplicó a don Álvaro, que estaba a su lado, que prosiguiera, quitándose estola y roquete; y éste, revestido, administró las unciones, mientras el Padre trataba de contener su pena en un rincón de la habitación (47).
Al día siguiente, 19 de junio, llevó el Viático a su hermana. Le explicó las ceremonias y le ayudó a repetir las jaculatorias del ritual.
- ¿Crees que la Hostia Santa que tengo en la mano, es el Cuerpo de Cristo?
- "¡Creo!"
- Ahora repite conmigo: Señor, yo no soy digna… (48).
Administrado el Viático, don Josemaría regresó a Villa Tevere. Estuvo trabajando hasta la tarde y después volvió a casa de su hermana. Era la segunda noche que pasaba junto a Carmen, y no había pegado ojo. De rodillas, a los pies de la cama, con la mirada fija en el tríptico de Nuestra Señora que colgaba de la cabecera, repetía constantemente el Bendita sea tu pureza, terminando con un suplicante: No la dejes Madre mía, no la dejes (49). Una y otra vez le hacía las recomendaciones del alma al Señor, intercaladas con jaculatorias, y le animaba: Carmen -le decía-, te acompañamos todos. Carmen, pronto vas a estar con Dios. Carmen, pronto verás a la Virgen (50). La enferma, con los ojos cerrados, asentía con un leve gesto. Hasta que José Luis Pastor, el médico que la cuidaba, luego de ponerle una inyección, y viendo que se le había ido el pulso, indicó al Padre que había muerto.
Eran las dos y media de la madrugada del 20 de junio. Hizo comprobar la hora a fin de cumplir con las normas litúrgicas para celebrar misa. Se amortajó el cadáver; y un par de horas más tarde, con la claridad del alba, el Padre se dispuso a celebrar en el oratorio de la casa (51). Ese día era la fiesta del Corpus Christi y, luego de comunicar a los circunstantes que diría la misa por el eterno descanso del alma de Carmen, se acercó recogido al altar. Tan abrumado estaba que pidió una señal divina de que Carmen gozaba en la gloria. Pero retiró enseguida ese pensamiento, por lo que podía tener de tentación. Celebraba con gran devoción la misa mortuoria cuando se detuvo en el memento de vivos; pero, incomprensiblemente, no se acordó para nada de Carmen. Tampoco acertó a recordar a la difunta en el memento de difuntos, como si alguien cegara su mente. Al terminar la misa, en la acción de gracias, vio claro que ésa era la señal del Cielo. Carmen no necesitaba sufragios. E inmediatamente sintió en su alma un toque divino de certeza. Su pena se mudó en alegría y comunicó a don Álvaro y a Javier Echevarría lo sucedido durante la celebración de la misa, añadiendo que dejaría escrito un relato del suceso (52).
Ese mismo día, al regresar a Villa Tevere, estando el Padre reunido en tertulia con sus hijos, les decía:
Se acabaron las lágrimas en el momento en que murió; ahora estoy contento, hijos míos, agradecido al Señor, que se la ha llevado al Cielo; con el gozo del Espíritu Santo (53).
(El P. Fernández, el Procurador General de los Agustinos, que atendió a Carmen en los últimos meses de su vida, confesaba no haber visto en su vida ningún enfermo tan unido a Dios).
A pesar de la sonrisa del Padre, sus hijos no se dejaban ganar por la alegría. El dolor seguía pintado en sus rostros.
Sí, hijos, me tenéis que dar la enhorabuena. Carmen se encuentra ya en el Cielo. Estaba ilusionadísima con la idea de que pronto vería a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, y a la Santísima Virgen y a los Ángeles… Encomendadla, ofreced oraciones por ella, pero yo estoy seguro de que ya goza de Dios; ma proprio certo: completamente seguro (54).
(Con tal sencillez les hablaba el Padre, tan natural les parecía esa seguridad moral del Fundador, que no veían en ello ningún suceso extraordinario. No quería el Padre manifestar toda la verdad de la noticia. La humildad se lo impedía. Prudentemente dio otro paso para que le entendiesen).
Lo que os hemos contado de Isidoro, pero corregido y aumentado, les explicaba. Y, al despedirse de ellos, repetía:
He venido para que vierais que el Padre está a-le-gre, con-ten-to -y recalcaba las sílabas-, con el gozo del Espíritu Santo (55).
Carmen, escribía el Fundador, había tenido una muerte santa, después de una vida sacrificada y ejemplar (56). Sus restos, como le había prometido, reposarían junto a los de su hermano en la cripta del oratorio de Santa María, por privilegio de la Santa Sede, con la autorización del gobierno italiano (57). El traslado del féretro de via degli Scipioni a la Sede Central del Opus Dei tuvo lugar el 23 de junio. En la lápida del nicho, en letras de bronce dorado, se lee: "CARMEN. 16-7-1899 - 20-6-1957" (58).
Años más tarde, en prueba de gratitud a su madre y a su hermana, por todos los sacrificios que hicieron por la Obra, mandó erigir dos ermitas a la Virgen (59). Una de ellas, en recuerdo de la madre, dedicada a la advocación de Nuestra Señora de los Dolores y la otra a Nuestra Señora del Carmen. La capilla de la Dolorosa se construyó en el Centro de Tor d'Aveia, cerca de la ciudad de L'Aquila, tiempo después de morir el Fundador. Y la ermita del Carmen, en la sede actual del Colegio Romano de la Santa Cruz, en Roma, en 1975.
Cuando falleció el Fundador, entre sus papeles había un sobre cerrado, en el que estaba escrito de su puño y letra: no abrirlo hasta después de mi muerte. Mariano. 2-VII-1957. Contenía seis folios manuscritos. He aquí el texto de la relación autógrafa:
Cuando Álvaro me dijo que el médico no daba más que dos meses de vida a mi hermana Carmen, me llené de pena. Carmen venía a resumir, para los primeros y para mí, veinticinco largos años de sufrimientos y de alegrías en el Opus Dei.
Decidí, después de aceptar con lágrimas la voluntad de Dios, emprender con el Señor una lucha de oraciones: recé e hice rezar a todo el mundo. Y continué llorando amargamente, aunque a veces pensaba que -si se daban cuenta- podría ser quizá ocasión de mal ejemplo: pensamiento que rechazaba inmediatamente, porque somos criaturas de Dios, y Él nos hizo con corazón.
Pasaron unos días y, después de ver la maravillosa disposición de Carmen para ir a gozar del cielo, y la admirable serenidad que mostraba, comprendí -y lo dije- que la lógica de Dios Nuestro Señor no tiene por qué acomodarse a la pobre lógica humana.
Llegó el momento de administrar a mi hermana los últimos sacramentos, y luego la agonía larga -casi dos días- a fuerza de oxígeno e inyecciones. Yo, aun entonces, seguí pidiendo por mediación de Isidoro la salud de Carmen hasta que al final recé despacio, aceptando plenamente la Voluntad Santísima de Dios, aquella oración que da paz: Fiat, adimpleatur,…
Me quedé rendido, con un cansancio que me hacía recordar la lucha de Jacob con el ángel.
Apenas murió mi hermana -"ya", dijo José Luis Pastor, que estaba como médico a la cabecera-, recé un responso. Y, como ya era hora oportuna, bajé a celebrar la Santa Misa, al oratorio.
Cuando comencé, en una duración de segundos, me vino al pensamiento pedir al Señor que me diera una señal clara de si el alma de mi hermana -por quien iba a aplicar la Misa, con la facultad de altar privilegiado- estaba en la gloria del cielo. Al darme cuenta de esa petición, que nació sin contar con mi voluntad, la rechacé y me parece que pedí perdón al Señor por aquello que me había venido a la mente, porque era como tentar a Dios.
Seguí la Santa Misa, subí al altar y todo procedió normalmente hasta el primer memento: me sorprendí con que estaba aplicando la Misa, no por mi hermana muerta unos minutos antes, sino por otra intención. Rectifiqué, para ofrecer el Santo Sacrificio por el alma de Carmen. Continué con normalidad de nuevo, hasta que llegó el memento de difuntos: otra vez, sin darme cuenta, había ofrecido la Misa por otra intención. Pero inmediatamente volví a rectificar: por el alma de Carmen. Y sentí una claridad grande y un gozo inmenso, y un agradecimiento sin límites a la bondad de Dios, al comprender con seguridad que no es humana cómo el Señor, en su bondad infinita, había querido darme "una señal clara" de que Carmen había ya entrado in gaudium Domini sui.
Desde aquel momento me sentí mudado: ni una lágrima y, en cambio, un gozo que ha redundado en el cuerpo, y que no dudo en escribir que es, por bondad divina con este pecador miserable, fruto del Espíritu Santo.
Me cuesta hacer sufragios después, pero los hago y los hago hacer porque ésta es la práctica de la Iglesia.
En Roma, 25 de junio, 1957 (60).
Cuando el Fundador visitaba la tumba de Carmen en compañía de sus hijos rezaban todos juntos un responso por los difuntos de la Obra y por los padres y hermanos de los miembros del Opus Dei ya fallecidos (61). De algún modo Carmen representaba ejemplarmente la unidad de servicio entre los hombres y mujeres de la Obra y sus familias. Sobre el dintel de la entrada a la cripta donde reposan los restos mortales de Carmen hay una lápida cuya primera línea reza:
"Ad perpetuam omnium Operis Dei defunctorum memoriam". En perpetua memoria de todos los difuntos del Opus Dei.
El Padre, que tenía claras cualidades de pedagogo, estaba hecho a representarse el mundo y sus problemas por medio de imágenes cargadas de sentido espiritual. En los comienzos de la empresa de Villa Tevere, falto de recursos económicos para construir el complejo de edificios que serían la Sede Central del Opus Dei, hacía lo posible por inculcar en sus hijos la necesidad de arrimar el hombro todos juntos en el proyecto. Porque, de que se realizase cuanto antes su firme propósito de levantar aquellas paredes, dependía la rápida expansión de la Obra y el espléndido servicio que prestarían a la Iglesia. El primer período -años de 1949 a 1954- constituyó una dura prueba, un interminable agobio en medio de una indecible pobreza. Se alzaron al Cielo las súplicas del Padre, con tono marcadamente conmovido. Y, si bien no cesaron los apuros y los sufrimientos -como páginas atrás queda dicho- empezaron a vislumbrarse los confortadores resultados de cinco años de desvelo. En agosto de 1954, acabados los exámenes en las aulas de las Universidades y Ateneos pontificios, el Fundador tenía, por fin, al alcance de la mano los primeros frutos que repartir. Fácil es de adivinar su gozo cuando escribe en cadena a los Consiliarios de México, Estados Unidos y Chile, repitiéndose, una tras otra, en las tres cartas:
Si me sois fieles, si no nos dejáis solos, desde el próximo año habrá numerosas promociones de sacerdotes, con los grados académicos eclesiásticos obtenidos en Roma. Esto supone que, desde diciembre del 55, podréis contar cada año con personal… si respondéis a mis llamadas, que son llamadas de Dios.
Hay que persuadirse de que no basta tener aquí pájaros -que, por la gracia del Señor, no faltan-, y alpiste -que hasta ahora no hemos logrado que llegue en cantidad suficiente-, sino que también necesitamos la jaula: los edificios del Colegio Romano de la Santa Cruz. Pensad que, mientras no lleguemos al final -hasta el último ladrillo, hasta la última silla-, es como si la casa de la Obra se nos quemara. Es preciso, por encima de todo, apagar este incendio (62).
La alegoría de los estudiantes, su manutención y su alojamiento no carecía de moraleja. Y la lección era ésta: si querían sacerdotes para las nuevas Regiones tendrían que ayudar a sostener Villa Tevere:
¿Te vendrían bien seis sacerdotes? -escribe el Padre al Consiliario de México-. Te los mandaré, y otros tantos cada año, a no ser que nos dejéis solos con estos albañiles y estas preocupaciones económicas (63).
De poco valía, por cierto, que aumentaran considerablemente los miembros de la Obra, como estaba ocurriendo en Colombia, si no había suficientes sacerdotes para atenderles. Difícilmente saldrían adelante (64). Porque, para poder enviar sacerdotes a todas las Regiones hacía falta contar con una buena cantidad de alumnos, oración, sacrificios y aportaciones económicas (65).
Las obras de Villa Tevere acabaron el 9 de enero de 1960. Cumplía entonces el Fundador cincuenta y ocho años. Semanas antes de tan memorable fecha, los alumnos del Colegio Romano trabajaban intensamente, pintando techos y dando los últimos retoques ornamentales. Entretanto, el Padre miraba y repasaba el Ritual Romano y no cabía en su asombro. Por ninguna parte aparecía la ceremonia que andaba buscando: la fórmula para bendecir la última piedra de un edificio, la importante, ya que recoge, como un símbolo, el trabajo duro, esforzado y perseverante de muchas personas, durante largos años (66). ¿Había de conformarse con una bendición genérica?
El 9 de enero, a las once de la mañana, después de haber felicitado todos al Padre en su cumpleaños, se procedió a dar solemnidad a un acto con el que se cerraba la ardua etapa de la construcción, a la que habría de calificar de "milagro continuado" (67). El lanzarse a esa aventura supuso un vivo acto de fe; el continuarla, una divina locura; y el rematarla, una fidelidad heroica. ¿No zumbaría en los oídos del Fundador el reproche aquel que oyera en el fondo del alma, dando la comunión a las monjas de Santa Isabel? ¿No eran tantos años de esfuerzo respuesta digna a la enseñanza recibida en su juventud: Obras son amores y no buenas razones? Tal vez por eso, refiriéndose a los muros de Villa Tevere, solía decir: parecen de piedra y son de amor (68).
Esa mañana, cumpleaños del Padre, salieron todos al cortile adonde daba el ábside del oratorio de Santos Apóstoles. Por entonces comenzó a lloviznar. No tuvieron tiempo de mojarse, porque la ceremonia fue breve. Luego de leer don Álvaro en voz alta un pergamino, en el que se daban gracias al Señor por la terminación de las obras, se colocó en una cajita de plomo que contenía monedas, de ínfimo valor, de los países donde había miembros de la Obra. Seguidamente, antes de que el capataz de las obras empotrase la caja en un hueco del ábside, el Padre dirigió unas palabras a los asistentes, recordándoles que no era amigo de primeras piedras. Había visto muchas que no pasaron nunca de la ceremonia de inauguración; y les comentó lo que realmente significaba colocar la última piedra (69).
Del Pensionato, que fue primitiva sede del Colegio Romano, no quedaba nada. Había sido derruido para construir los nuevos edificios. De todos modos estos edificios recién hechos, adjuntos a la Sede Central del Opus Dei no estaban destinados a ser el Colegio Romano definitivo. Eran tan sólo una jaula provisional, que rendía de momento sus buenos servicios. Efectivamente, el Colegio Romano, erigido en 1948, funcionó en los primeros años en la vieja portería de la Villa, en un espacio angosto y con un número reducido de alumnos (Algunos de estos alumnos era gente con la carrera universitaria ya terminada; y otros, a punto de terminarla.) Y, a pesar de las dificultades, el crecimiento fue constante y en progresión. De forma que, aun en medio de las lágrimas y del azote de la pobreza, asoma la alegría y satisfacción del Fundador:
¡El Colegio Romano!: las niñas de mis ojos. Este año ya vienen de México, de Portugal, de Irlanda, de Italia, de España… (70).
Era el año 1952. Esos alumnos eran las primicias de las nuevas Regiones. Mientras el Fundador se debatía entre dificultades económicas, iba tomando cuerpo el Colegio Romano. De manera paulatina y constante se ampliaba año tras año, sin que el Padre se diese enteramente por satisfecho, pues había fijado una meta en el número de alumnos: la cifra tope de doscientos (71). La jaula, es claro, no tenía capacidad para tanto pájaro. Pero no fue estorbo para que en 1953 hubiera ciento veinte alumnos en Villa Tevere y que, cuando veintidós años más tarde se acabó la sede definitiva del Colegio Romano en las afueras de Roma, el año 1975, el Fundador alcanzase en vida la meta señalada. Durante todo este tiempo, Dios venía premiando su fe, y los padecimientos sufridos, por vía de compensación. ¿Qué mejor modo de resarcirle en esta vida que con el gozo de palpar el fruto de su esfuerzo?:
Estos chicos del Colegio Romano -suspira complacido- son -¡todos!- una gran bendición de Dios. Vale la pena sufrir y trabajar, más cuando se ve este fruto maduro (72).
Para mí, es evidente que el Señor se recrea en este Colegio Romano de la Santa Cruz, donde tanto se le ama (73), escribe en otra ocasión.
Hacia la mitad de los años cincuenta el Fundador podía felicitarse de haber ganado la carrera al tiempo, evitando así un retraso de medio siglo en la labor apostólica. Y la prueba de haber conseguido su objetivo estaba en la abundancia de frutos, visibles y tangibles:
Da alegría ver la eficacia de este Colegio Romano de la Santa Cruz: ahora salen sesenta (60) nuevos doctores en facultades eclesiásticas. Estudiad, con Álvaro, el destino de esta gente: algunos se pueden ordenar en diciembre o en enero, si no tienen circunstancias para hacerlo en junio (74).
El proyecto del Fundador estaba muy claro en su mente desde los comienzos, cuando en 1950 explicaba la envergadura espiritual del Colegio Romano de la Santa Cruz y lo que supondría para el desarrollo de la Obra (75).
Así pues, en los planes que se había trazado el Fundador, el Colegio Romano, al menos por unos años, hasta que las Regiones estuvieran desarrolladas, sería el instrumento eficacísimo para enviar instrumentos a todas las Regiones (76). Pero esa máquina de forjar laicos y sacerdotes era todo un sabio engranaje de elementos sobrenaturales, humanos y económicos: la gracia de Dios, que es lo fundamental y decisivo; luego el esfuerzo y trabajo del hombre; y, en tercer término, los medios materiales indispensables. Como advertía el Padre a los Consiliarios de las nuevas Regiones, que le pedían gente y, en especial, sacerdotes, era preciso no caer en un círculo vicioso (77). Si querían gente formada que les ayudase en la labor apostólica tendrían que pasar antes por Roma algunos de esos países, en condiciones de prepararse para recibir las órdenes sagradas (78). Pero, no bastaba que le enviasen gente a Roma si no corrían también con los gastos que ocasionaba su formación, alojamiento y estudios (79). El Fundador terminó fijando un sistema de becas y aplicando el principio del do ut des. Y se expresaba con claridad:
Si todos me hicieran como Chile -escribe al Consiliario- no sé qué pasaría. Después querréis sacerdotes, y, si no ha habido becas, no habrá sacerdotes para Chile (80).
También recordaba a los de Colombia que los deseos de ayuda al Colegio Romano debían hacerse realidad, pasando de los dichos a los hechos:
Yo agradezco mucho los deseos, pero, si nos quedamos en deseos, sentiré que no se puedan enviar más sacerdotes a Colombia (81).
Todavía es más explícito con los del Perú:
Me da mucha alegría que os acordéis del Colegio Romano: si llegan becas del Perú -¡del Perú!-, el Perú tendrá más sacerdotes. Si no, no los tendrá (82).
Muy pronto el Colegio Romano aseguraba a todas las Regiones promociones continuas de sacerdotes (83). Valía la pena ayudar a terminar las obras y suministrar recursos, porque, en todo caso, el Padre era un Padre cariñoso que no desamparaba a las Regiones pobres que no podían sostener becas.
El Fundador había concebido el Colegio Romano como instrumento de instrumentos, para romanizar la Obra y mantenerla unida. Nunca pretendió formar superhombres, ni trajo a Roma los mejores de cada Región. Su pensamiento dorado era imaginarse el momento gozoso en que dispondría de una legión de sacerdotes y de laicos, bien formados, que saldrían de Roma a lejanos países, como portadores de un mismo mensaje y del mismo espíritu. Anualmente tenía a punto de dispersión una promoción nueva de sacerdotes, y solía recordárselo, de palabra o por escrito. Así, por ejemplo, a los ordenandos de julio de 1957:
En estos momentos, cuando el Señor ha querido esparcir la semilla -en tan pocos años- en una divina dispersión por tantos países, quiere el Sembrador que la extensión no haga perder la intensidad. Y vosotros, entre vuestros hermanos, tenéis la misión clara y sobrenatural de contribuir eficazmente a que esa intensidad no se pierda, porque seréis siempre instrumentos de unidad y de cohesión (84).
Papel que el Fundador no se cansa de repetir y reclamar a todas las hornadas de nuevos sacerdotes. Así también en abril de 1958:
Queridísimos: No os repetiré, porque lo habéis oído mil veces de mis labios, que sois los sacerdotes instrumento eficaz de unidad en nuestro Opus Dei. Pero sí quiero deciros que tengáis siempre presente que, una manifestación clara de saber cumplir con ese deber -instrumentos de unidad-, es amar y servir con igual gustoso sacrificio constante a vuestros hermanos de las dos Secciones de nuestra Obra y a los otros hijos míos de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz (85).
* * *
Tan pronto le fue posible, el Fundador erigió en Roma, por decreto del 12 de diciembre de 1953, el Colegio Romano de Santa María. Este Centro internacional para la formación de las mujeres del Opus Dei tenía la misma finalidad que el de los hombres: fomentar una más estrecha unión con Dios y preparar a esas personas para una fecunda acción apostólica. El Colegio -dice el decreto de erección- "se constituiría con gente, procedente de toda nación, en la Urbe, que es el centro y cabeza de la Iglesia Católica y sede de San Pedro, Vicario de Cristo, y de sus Sucesores, de modo que sea para el Opus Dei instrumento especial de unidad y cohesión" (86).
Romanizarse significaba para el Fundador hacerse más universales, más católicos. No toleraría jamás que se hablase de un Opus Dei nacionalista. Lo rechazaba con increíble dureza:
Si después de haberme llamado el Señor a rendir cuentas, en algún sitio, algunos de mis hijos pretendiesen hacer un Opus Dei con la connotación de una nación -un Opus Dei irlandés, un Opus Dei francés, un Opus Dei español, etc.-, yo me levantaría de la tumba para anatematizar ese mal espíritu, ya que sería origen de una división diabólica dentro de esta familia en la que debemos estar todos muy unidos, interesarnos todos por todos, sin poner jamás barreras de nacionalidades o de discriminaciones de ningún tipo (87).
La historia del desarrollo del Colegio Romano de Santa María es muy similar al del Colegio de la Santa Cruz. No sólo en cuanto a su finalidad y funcionamiento sino en la estrechez con que nació y en su rápido crecimiento, conforme pasaban los años. En dos puntos, sin embargo, no coinciden: en la fecha de erección y en la de asentamiento de su sede definitiva. Echemos un vistazo al pasado y recordemos que fue en junio de 1948 cuando don Josemaría tuvo el presentimiento y la visión de que era llegada la hora de Dios, el momento de la expansión de la Obra. La respuesta del Fundador a esta sugerencia divina, que le permitiría contar con personal para la empresa, fue rápida y generosa. Ese mismo mes, el 29 de junio de 1948, firmaba el decreto de erección del Colegio Romano de la Santa Cruz. La historia del otro Colegio, el de Sta. María, es diferente, por lo que se refiere a su nacimiento. No había llegado aún el momento propicio, por falta de personal: por ahora -escribe en septiembre de 1952- no podemos comenzar la labor del Colegio Romano de la Sección Femenina (88).
El aparente retraso del Centro internacional de formación de mujeres del Opus Dei en Roma se debe, principalmente, al estirón dado en el apostolado con hombres en Italia, cuando en enero de 1949 el Padre les trazó un ambicioso plan apostólico de expansión por las ciudades universitarias. Esto sucedía al tiempo que las mujeres de la Obra en España -que era entonces el vivero de la Obra-, iban en número muy por debajo de los varones; y esto preocupaba al Padre (89). Con todo, la oración del Fundador fue remediando las dificultades, que no eran pocas. A las personas necesarias para llevar los apostolados de todas clases, propios de las mujeres, había que añadir las que se precisaban para la apertura de residencias o centros en Roma, Milán, Nápoles, Palermo, la sede de la Asesoría Central y la Casa de Retiros. Para tales empresas don Josemaría carecía de recursos. Mejor dicho, tenía un solo recurso, pero infalible.
La operación de lo que sería sede del Colegio Romano de Santa María partió de donde menos podía esperarse. En 1948, por indicación médica, don Josemaría tenía que caminar. Después de una jornada de intenso trabajo solía ir en coche a Castelgandolfo para hacer ejercicio al aire libre. Paseaba con don Álvaro por la carretera que domina desde lo alto el lago Albano, delante de la casa de la condesa Campello. El panorama era admirable, pero podía observarse en el Padre una secreta querencia, que le hacía volverse de espaldas para contemplar la casa de la Campello, que le había caído en gracia. Rezaba avemarías, y hacía rezar a don Álvaro, para que algún día llegase el edificio a sus manos. No era ningún palacio, pero estaba bien situado, no muy distante de Roma y vecino a la residencia de verano del Papa. Tampoco se hallaba en muy buenas condiciones. La condesa lo utilizaba para recoger a los prófugos de los países comunistas del este de Europa, principalmente rumanos (90).
En la primavera de 1948 la condesa permitió a don Álvaro dar allí un retiro para jóvenes italianos. Y un día, al año siguiente, les ofreció la casa; pero como el terreno sobre el que estaba construida pertenecía a la Santa Sede, hubo que hacer las gestiones oportunas y Pío XII se lo cedió de buen grado en usufructo. El 21 de julio de 1949 quedó libre la vivienda. Con esa fecha anotó el Padre en su epacta: ¡Castelgandolfo! Laus Deo! Anteriormente la había bautizado con el nombre de Villa delle Rose y destinado en sus proyectos a ser futura Casa de ejercicios y Centro de Estudios para mujeres de la Obra (91). Diez años más tarde, en 1959, Su Santidad Juan XXIII concedió la propiedad de la finca al Opus Dei. La cesión llegó en momento muy oportuno, pues Villa Sacchetti, que era el edificio anejo a Villa Tevere, no podía albergar ya a las alumnas del Colegio Romano de Santa María, que se habían multiplicado en los últimos años. Inmediatamente decidió el Fundador ampliar el edificio de Castelgandolfo (Villa delle Rose), para que se trasladasen allí cuanto antes las alumnas. Era el 7 de julio de 1959 cuando se iniciaron los proyectos. El 19 de abril de 1960 se comenzaba la reconversión (92).
El Padre, que acababa de colocar la última piedra en Villa Tevere se vio otra vez metido en obras, sin pausa ni respiro. La ventaja era que las continuas visitas a las obras y las muchas enseñanzas obtenidas, por aciertos y por errores, le permitían seguir las nuevas construcciones sin tener que recorrer día a día los andamios. Decidió, pues, que lo procedente sería el estudio de los planos y las observaciones sobre el papel. El 1 de enero de 1962, acompañado de don Álvaro, fue a echar un vistazo a las obras en Villa delle Rose. Y, como era de esperar, hizo un montón de observaciones. Desde ese día estuvo pendiente de la construcción y de la instalación. Como decía por carta a Encarnita Ortega, volvía a repetirse la historia de Villa Tevere:
El Colegio Romano de Sta. María va adelante, aunque con muchas deudas: tengo grandes deseos de que se acabe esa jaula y se llene de pájaros. ¡Cuánta gloria saldrá de ese trabajo, para Dios Nuestro Señor! (93).
Terminados los trabajos de reestructuración, el Padre fijó la fiesta del 14 de febrero de 1963 como día para la inauguración de la nueva sede. A las cinco y media de la tarde celebró misa después de consagrado el altar. Al punto de repartir la Comunión se agolparon, sin duda, en su mente recuerdos de la residencia de Ferraz y del Patronato de Santa Isabel, porque éstas fueron las primeras palabras que le vinieron a la boca antes de dar la Comunión a sus hijas:
Con vuestra licencia, Soberano Señor Sacramentado.
Hijas, ante Nuestro Señor Sacramentado, y ante la Madre Santísima del Señor, que es nuestra Madre, siento el agradecimiento de la primera vez que pusimos un sagrario; de la primera vez que le dijimos al Señor, con palabras de los discípulos de Emaús: quédate con nosotros porque sin Ti se hace de noche.
Quiero deciros -en pocas palabras- que sintáis en vuestro corazón, también vosotras, grandes fervores, gran entusiasmo; entusiasmo que se ha de manifestar en obras, porque obras son amores y no buenas razones. […]
No defraudéis a Dios Nuestro Señor.
No defraudéis a su Madre bendita.
No me defraudéis a mí, que he puesto en esta casa tanta ilusión, tanto cariño y tanta confianza (94).
Les pedía fidelidad. Les exigía ponerse a la altura de sus esperanzas. No estaba quejoso de ellas. Al contrario, tenía ya en sus manos el otro instrumento de expansión -el de la formación de las mujeres de la Obra- que marcharía a la par del de los hombres. Por eso hay en su correspondencia una estela de elogios, cuando escribe:
Los dos Colegios Romanos son una bendición: ¡cuánta y qué buena tarea van a hacer, por esos mundos, estas hijas y estos hijos! (95).
O cuando recalca:
Los chicos del Colegio Romano de la Santa Cruz han hecho maravillosamente sus estudios. Y lo mismo estas hijas del Colegio Romano de Sta. María. Se prepara un espléndido plantel, para servir a la Iglesia y hacer el bien y llevar la paz a la humanidad entera (96).
La última vez que visitó a sus hijas en Villa delle Rose fue la mañana misma de su muerte, el 26 de junio de 1975.
* * *
Con frecuencia decía el Fundador a sus hijos que la ignorancia es el mayor enemigo de nuestra Fe, y a la vez el mayor obstáculo para que se lleve a término la Redención de las almas (97). Ignorancia que padecen, por desgracia, no sólo personas poco instruidas sino hombres que gozan de prestigio profesional en muchos campos de la sociedad: política, economía, medicina, industria, etc.; pero carecen de formación religiosa. Esos cristianos han sido presa de falsas doctrinas y, a menudo, se hallan alejados de la Iglesia. Por eso insistía tanto el Fundador en que sus hijos, además de la preparación profesional, debían tener un conocimiento doctrinal profundo de la fe católica, capaz de resistir las mutaciones de los tiempos y de las modas científicas.
En este aspecto el Fundador no abogaba por lo carismático (98). La ignorancia -afirmaba con contundencia- se combate estudiando; y el estudio requiere esfuerzo, porque la ciencia no se regala gratuitamente:
No esperemos unas iluminaciones de Dios, que no tiene por qué dar, cuando nos da unos medios humanos concretos: el estudio, el trabajo (99).
Su vida no podía calificarse, precisamente, de descansada. Fue una continua milicia. No conocía el ocio. Cuando en el verano de 1947 exponía a sus hijos en Molinoviejo el resultado de su estancia en Roma, resumía la situación en estas palabras: El Opus Dei ha vencido -con la ayuda de Dios- la batalla teológica, primero, y luego la batalla jurídica. Y continuaba: Ahora está librando la batalla de la formación, que -si sois fieles- pronto estará terminada (100).
Desde los comienzos de la Obra estaba empeñado en la batalla de la formación. Y ahora, conseguido el Decretum laudis en febrero de 1947, tenía la base jurídica, aun cuando fuera solución transitoria, para un desarrollo universal de los apostolados del Opus Dei. Ganada, pues, la primera batalla jurídica, podía dedicarse más de lleno a la tarea de dar a sus hijas e hijos una íntegra formación (101). La nueva etapa de que les hablaba (más exigente, más apremiante que en el pasado), quedó establecida en el Plan de Estudios de 1951. Allí se fijaban, en particular, los cursos institucionales de Filosofía y Teología, con el criterio preciso de que todos los miembros del Opus Dei, sin excepción, habían de seguir los programas de estudio según un calendario adaptado a su situación familiar y profesional, de tal forma que pudiesen cursar los estudios sin perjuicio de sus demás ocupaciones. En su amplitud y rigor, los programas de cada asignatura eran, por lo menos en el caso de los numerarios, tan profundos como los vigentes en las Universidades pontificias de Roma (102). A este Plan de 1951 siguió otro análogo, el 14-II-1955, para la Sección femenina del Opus Dei. De este modo las numerarias podrían adquirir también una sólida formación doctrinal en sus estudios de Filosofía, Teología, Sagrada Escritura, Liturgia y Derecho Canónico (103).
No pasaron inadvertidos estos Planes de Estudios en la Santa Sede. Con ocasión del vigésimo quinto aniversario de la fundación del Opus Dei, el Cardenal Pizzardo, prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, envió al Fundador una carta de caluroso elogio de la Ratio Studiorum de los miembros del Opus Dei. Destacaba, sobre todo, el Cardenal el hecho de que los numerarios laicos hiciesen un bienio filosófico y un cuadrienio de Teología, "en la misma medida que los sacerdotes" (104).
Las palabras de Pizzardo fueron un consuelo para el Fundador, como confesaba éste en su respuesta al Cardenal, ya que entre todas las responsabilidades que el Señor ha querido echar sobre mis pobres y humildes espaldas -le decía-, ésta de una mejor formación espiritual y científica de los miembros del Instituto es la que me hace sentir una mayor urgencia y peso (105). Esa urgencia le impulsó a crear una red de Centros de formación por los que habían de pasar todos los miembros numerarios, ya fuese en su Región (centros regionales), ya en Roma (centros interregionales: Colegios Romanos de Sta. María y de la Santa Cruz) (106). Sin embargo, el vivo interés del Fundador por poner en obra lo indicado en los Planes de Estudio no obedecía solamente a razones científicas, ya que la misión peculiar y principal del Opus Dei no es el cultivo de las ciencias eclesiásticas sino la santificación de las profesiones seculares (107). (Aunque también previó que hubiera quienes se dedicaran a las ciencias eclesiásticas). Porque todo saber humano puede convertirse en instrumento de apostolado y, además, un mejor conocimiento de las Ciencias Sagradas es garantía de estabilidad en la vida interior y de un trato más hondo con Dios.
Con el tiempo, la unidad en la formación filosófico-teológica de sus miembros contribuyó poderosamente a dar aún mayor cohesión intelectual a toda la Obra, pero sin imprimir una uniformidad excluyente. De manera que, de acuerdo con el Magisterio de la Iglesia, se enseñaba según el espíritu, la doctrina y los principios de Santo Tomás, aunque sin limitarse a asimilar y repetir únicamente sus enseñanzas; puesto que el Opus Dei no tiene doctrina corporativa (108).
El Opus Dei -señalaba expresamente su Fundador- nunca defenderá o promoverá ninguna escuela filosófica o teológica propia. Los miembros de nuestra Asociación han de formarse siempre en un amplísimo sentido de la libertad: qua libertate Christus nos liberavit, con la libertad que Cristo nos consiguió. Espíritu de libertad, que es una de las características esenciales de nuestra Obra (109).
Semejante libertad de pareceres en lo opinable, y el respeto a la opinión divergente, son fundamento de convivencia y de unión (110). Una muestra más del espíritu de unidad dentro del Opus Dei y de su apertura para el trato social.
La decisión tomada en el Congreso General de 1956, en Einsiedeln, inauguró una nueva etapa de gobierno en la Obra. Con el traslado a Roma del Consejo General, cuyos miembros residían hasta entonces en Madrid, salvo el Padre y don Álvaro, pudo llevar plenamente a cabo el sistema de gobierno tal como lo había concebido el Fundador y estaba ordenado en los Estatutos del Opus Dei.
La estructura funcional de ese tipo de gobierno no fue hallazgo espontáneo, ni elaboración basada en el estudio o imitación de otras instituciones eclesiásticas o civiles. Porque, al igual que el Opus Dei constituía un fenómeno pastoral sin precedentes, y, por ello, sin cauce jurídico apropiado, algo similar ocurrió con el trazado del sistema de gobierno. El Fundador hubo de proceder paso a paso. En un primer momento no fue necesario atenerse a ningún reglamento. Bastaba con las decisiones y orientaciones dadas en persona, pues se encontraba físicamente al lado de los directores de los primeros centros de la Obra. Al acabar la guerra civil, sin embargo, previendo el mucho trabajo y la necesidad de hacer frecuentes desplazamientos, que le obligaban a estar ausente de Madrid, eligió a Álvaro del Portillo como su primer colaborador en las tareas de gobierno, con el cargo de Secretario General. La táctica del Padre -evitar el riesgo de hacer un traje y meter dentro a la criatura- estaba dictada por la prudencia y de acuerdo con las circunstancias. Gobernaba de palabra o por escrito: por carta, con notas o avisos. Esto era suficiente. Pero, con el correr del tiempo, al tener que presentar la instancia para la aprobación del Opus Dei como Pía Unión, se vio obligado a redactar una serie de documentos, entre ellos el Reglamento (111). En dicho Reglamento, bajo el epígrafe Órganos directivos se mencionan, a escala nacional, el Consejo y la Asamblea (112).
Dos años más tarde, en 1943, empujado por las circunstancias y por el rápido desarrollo que estaba adquiriendo la Obra, hubo de pensar en la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei. Adjunto a la instancia en que se solicitaba el nihil obstat de la Santa Sede iban los Lineamenta, donde se desarrolla por entero el régimen de gobierno en sus tres grados -General, Territorial y Local- y los diversos cargos de dirección, nombramientos y competencias (113).
Nunca sintió el Fundador la urgencia de fijar un sistema de gobierno, en tanto no lo exigiera la condición de desarrollo de la Obra. No obstante, dejó señaladas algunas indicaciones, que son consideraciones de carácter general. Algo así como un avance de la sustancia del arte de gobernar. Bien es verdad que, más que a la estructura o a la organización, miran a los criterios de un buen funcionamiento. Una de las primeras fichas sobre esta materia se recoge en los Apuntes íntimos:
23-XI-1930: Entiendo que el gobierno de la O. de D. no ha de ser dictatorial; mucha democracia. Y mucha obediencia (114).
Sobre ello vuelve poco más adelante:
Ya se dijo, pero insisto: el gobierno de la O. de D. no ha de ser dictatorial. Nada de falsas democracias. Elección prudente, en la forma bien democrática que se indique (115).
Es claro que lo que pretendía el Fundador a todo trance era evitar un gobierno que degenerara en tiranía, en falta de libertad, en protagonismo personal y en coacción. A impedir tal peligro van encaminados sus primeros pasos en la búsqueda de un sistema de gobierno en el Opus Dei. Ya en la Instrucción para los Directores, para quienes participan de las preocupaciones de gobierno, que comenzó a escribir en mayo de 1936 con el pensamiento puesto en la próxima creación de un centro en Valencia y otro en París, vuelve sobre el tema. Ahí aparece la idea del gobierno colegial como correctivo contra la tiranía:
Está dispuesto que en todas nuestras casas y Centros, en todas nuestras actividades, haya un gobierno colegial, porque ni vosotros ni yo nos podemos fiar exclusivamente de nuestro criterio personal. Y esto no está dispuesto sin una particular y especial gracia de Dios […].
Sirve ese gobierno colegial, para que no se pueda decir nunca de ninguno de vosotros: te han constituido en autoridad, y te has hecho un tirano (116).
Tanto aborrecía el Fundador la tiranía, y tanto amaba la libertad, que a lo largo de su vida no dejó de repetir mil veces esta idea. ¿Por qué se exige en la Obra, en todos los niveles, un gobierno colegial?, nos preguntamos.
Para que no se caiga en la tiranía, responde el Fundador. Es una manifestación de prudencia, porque con un gobierno colegial los asuntos se estudian más fácilmente, se corrigen mejor los errores, se perfeccionan con mayor eficacia las labores apostólicas que ya marchan bien. Si gobierna una sola persona, los males son incalculables, y difícilmente se evita no terminar en la dictadura y en el despotismo (117).
Otra posible respuesta, discretamente velada por la humildad del Fundador, es que la medida de implantar la colegialidad a todos los niveles de gobierno proviene de una expresa inspiración divina. Sin forzar el hilo de la reflexión, esta idea se desliza suavemente en el texto cuando el Fundador añade: Y esto no está dispuesto sin una particular y especial gracia de Dios: por eso, sería un grave error no respetar ese mandato (118). La colegialidad es, pues, característica esencial en el gobierno del Opus Dei.
A medida que tomaba cuerpo la Obra en su desarrollo histórico, el Fundador hubo de seguir observando de cerca las líneas de expansión apostólica. El hecho, por ejemplo, de ver cómo se extendía por todo el mundo hizo necesaria una dirección general y centralizada en Roma, para mantener la unidad de la Obra. No se trataba de una novedad, porque desde la fundación del Opus Dei la universalidad de la empresa estaba continuamente en el pensamiento del Padre. De acuerdo con esta idea, un sistema de gobierno de ámbito internacional exigía la división por circunscripciones territoriales, cuyos límites coincidirían, por lo general, con los diversos países o Estados. En la mente del Fundador a estos gobiernos regionales correspondía promover iniciativas, impulsar las labores y resolver in situ los problemas que surgiesen. En fin, los Consejos locales -es decir, los directores locales de cada Centro- podrían atender personalmente a cada uno de los miembros residentes en un lugar determinado.
Un tipo de gobierno de este estilo aparece embrionariamente esbozado en los Lineamenta de 1943. Plenamente desarrollado después en el Ius peculiare de 1947, de donde pasará, ampliado en algunos puntos, al Codex Iuris peculiaris de 1950. Tal sistema, en vigor al tiempo de la aprobación definitiva del Opus Dei, es en sustancia el actualmente vigente, salvo algunos cambios en la nomenclatura (119).
Al decidirse el Fundador por los criterios de colegialidad y universalidad estaba ya proyectando un futuro sistema que había de montarse sobre dichos principios rectores. La idea era fecunda, pero no lo suficientemente desarrollada como para señalar y distribuir funciones y competencias. ¿Podría el Fundador descender imaginativamente al articulado de gobierno? ¿Estaba en condiciones de juzgar sobre la eficacia de un sistema que no había entrado aún en pleno funcionamiento? Además, ¿existían acaso instituciones análogas con las que poder contrastar un nuevo modo de gobierno? Las variables condiciones de vida familiar y social de los miembros del Opus Dei, insólitas exigencias profesionales, disparidad de cultura y formación y, en fin, los mil modos de hacer apostolado escapaban, sin remedio, a todo intento de encasillamiento normativo.
En un principio gobernaba el Padre con muy pocas personas y un número muy reducido de disposiciones. De su despacho en Roma, al tener que enfrentarse con casos concretos y dar normas para las labores apostólicas, fue emanando una abundante experiencia de gobierno. Disponía conforme se presentaba la necesidad, porque era enemigo declarado de la casuística, de la burocracia y de imaginar situaciones hipotéticas. Ocupaciones éstas que comen tiempo, restan energías y retrasan las decisiones. La actividad apostólica se abría curso a sus anchas, según soplaba el Espíritu, sin estructuras organizativas ni planes colectivos controlados desde la cumbre de gobierno. Las iniciativas surgían de la espontaneidad apostólica de la persona (120).
Cabe preguntarse, por curiosidad, cuál fue el resultado de una tarea de gobierno dirigida, única y exclusivamente, a proporcionar a los miembros del Opus Dei la asistencia espiritual necesaria para su vida de piedad, y una adecuada formación espiritual, doctrinal-religiosa y humana (121). Porque una vez cumplido este objetivo, el Opus Dei, como tal, había terminado su función, había alcanzado su cometido. A partir de ahí comenzaba el campo de la libre y responsable acción personal de cada uno. ¿Preveía el Fundador adonde iría a parar con ese modo suelto y optimista de dirigir una empresa apostólica? En más de una ocasión hubo de reconocer que el Opus Dei, bajo este aspecto, era una organización desorganizada o una desorganización organizada (122), que para el caso es lo mismo. Ahora bien, ¿era esto lo que esperaba del desarrollo de la Obra?
En una Instrucción de 1941 adelanta el Fundador que la Obra, a causa de la secularidad de sus miembros, apunta hacia una desorganizada organización, hacia una peculiar organización divina, que tiene la aparente desorganización de todas las cosas vitales (123).
La Obra -explicará en 1959- no tiene una finalidad apostólica única y especializada sino que tiene todas las especializaciones de la sociedad humana. Por eso, en el Opus Dei
está presente toda la sociedad actual, y lo estará la de siempre: intelectuales y hombres de negocios; profesionales y artesanos; empresarios y obreros; gentes de la diplomacia, del comercio, del campo, de las finanzas y de las letras; periodistas, hombres del teatro, del cine y del circo, deportistas. Jóvenes y ancianos. Sanos y enfermos. Una organización desorganizada, como la vida misma, maravillosa; especialización verdadera y auténtica del apostolado, porque todas las vocaciones humanas -limpias, dignas- se hacen apostólicas, divinas (124).
No solamente había previsto esa organizada desorganización sino que la considera -en 1967- como la desembocadura lógica y apropiada de una recta actividad según el espíritu genuino del Opus Dei. Es más, esa bendita desorganización, como la apellida el Fundador, proviene, según sus palabras: de un justo y necesario pluralismo, que es una característica esencial del buen espíritu del Opus Dei, y que a mí me ha parecido siempre la única manera recta y ordenada de concebir el apostolado de los laicos (125).
Organización desorganizada -aclara en otra ocasión- quiere decir que se da primacía al espíritu sobre la organización, que la vida de los miembros no se encorseta en consignas, planes y reuniones. Cada uno está suelto, unido a los demás por un común espíritu y un común deseo de santidad y de apostolado, y procura santificar su propia vida ordinaria (126).
En medio de este desorganizado crecimiento, con vitalidad y savia divina, la mente del Padre había ido por delante de la historia. Todavía en los comienzos, a poco de fundar el Opus Dei, intentó encerrar en unas cuartillas las directrices del apostolado que con los años habían de desarrollar sus miembros. Y esos esquemas, henchidos de inspiración y de planes, y carentes de método, fueron materia de las charlas con sus amigos en los paseos por La Castellana o en las tertulias de El Sotanillo, en Madrid. Los cuadros sinópticos de la Obra, escribe en sus Apuntes íntimos, me han servido de guión para contar nuestro secreto a las almas que Dios ha ido presentando (127). Don Josemaría, entonces un joven sacerdote, hablaba a sus seguidores de una naciente labor apostólica, todavía en pañales. Le escuchaban embobados desplegar un futuro fabuloso. En unos oyentes levantaba el entusiasmo; mientras que otros, escépticos, considerándolo más fríamente, creían oír puras quimeras. Treinta años más tarde la realidad había superado, con mucho, tan fervorosos ensueños.
* * *
En la Instrucción para los Directores, recogió el Fundador su sapiencia, cosa que es algo más que un puro conocimiento técnico, sobre la manera de gobernar y dirigir almas en la Obra (128). Porque la función del Director -escribe- no es una labor burocrática sino un empeño por buscar la santidad (129). De esa misión sobrenatural se sigue que el objetivo de quienes ejercen un cargo de gobierno es lograr la santidad de sus hermanos y la propia. El gobernar es tarea de servicio y de amor; gobernar es desvivirse por los demás, olvidándose de uno mismo para pensar exclusivamente en nuestros hermanos (130). Por lo que el nombramiento para un puesto de dirección en la Obra significa una oportunidad más de servir (131). Y esta idea de servicio vigilante en las tareas de gobierno la llevaba tan metida en el alma que en cierta ocasión, al encontrarse con un hijo suyo, recientemente nombrado para un puesto de dirección en el Consejo General, le preguntó: ¿Cuándo vienes a dormir a la Villa Vecchia? (En la Villa Vecchia estaba la Sede Central). Mas, no había acabado de hacer la pregunta cuando se corrigió inmediatamente: a dormir, no; a velar.
Éste era el consejo que daba a los Directores:
siéntase instrumento para servir a la Iglesia; vea en los cargos, cargas, no derechos, deberes; y hágase todo para todos, persuadido de que la razón de su existencia en la tierra es una gustosa, voluntaria y actual servidumbre (132).
Dentro del arte de gobernar sirviendo (133) no hay lugar para el Director propietario, que hace y deshace a su arbitrio y antojo, guiado exclusivamente por su particular criterio y comportándose como un auténtico tirano. (Al Director propietario -decía el Fundador entre serio y bromista- lo he matado hace muchos años, por la espalda, como a un traidor (134)). Con sus disposiciones sobre el gobierno de la Obra había asestado cinco puñaladas al tirano, aunque una sola de ellas fuera suficiente para quitarlo de en medio:
No me cansaré de deciros que hay cinco puntos que son como la base de la ciencia de gobernar en el Opus Dei: tener siempre visión sobrenatural, sentido de responsabilidad, amor a la libertad de los demás -¡escucharles!- y a la propia, convicción de que el gobierno tiene que ser colegial, convencimiento de que los Directores se pueden equivocar y que, en ese caso, están obligados a reparar (135).
La conducta del Padre -entonces Presidente General- era exquisitamente delicada. Si había de dar su parecer en las reuniones colegiales, lo hacía en último término, para evitar que los demás se sintieran influidos, aun inconscientemente, por su opinión. En tales circunstancias respetaba con absoluta escrupulosidad la libertad ajena: Yo no soy más que un voto, decía (136). Del buen funcionamiento de la máquina de gobierno, siempre que se cumpliesen por parte de sus miembros las obligaciones señaladas, esperaba saludables resultados. Porque, ¿a santo de qué iban a recibir iluminaciones de lo alto, si antes no ponían los medios imprescindibles para ello? Si se hacen las cosas de este modo -enseñaba el Fundador- la labor es más fácil, más eficaz, más serena, y la gracia de Dios más abundante (137). Respetaba, por consiguiente, las competencias señaladas por el Codex particular del Opus Dei; y recomendaba con insistencia a sus hijos del Consejo General que, caso de excederse alguno en sus atribuciones, le dieran aviso inmediatamente. No era infrecuente -cuenta uno de ellos- que el Padre corrigiese los escritos preparados para enviar a algún país; y si notaba que sus hijos se habían extralimitado en algo, les advertía que no debían mangonear en las Regiones, pues eso era quitarles iniciativa y responsabilidad (138). Tan a pecho tomaba este asunto de las competencias que una vez, en que posiblemente se excedieron al contestar una consulta, el Fundador estuvo dándole vueltas esa noche; y al día siguiente, a las siete y media de la mañana, llamó a un miembro del Consejo. Había que rectificar aquella indicación hecha a Inglaterra, le dijo, porque estábamos mangoneando. Ese asunto debía resolverlo libremente la Comisión de aquel país (139).
La postura moral recomendada por el Fundador no consistía tan sólo en la actitud negativa de no entrometerse en materias fuera de su incumbencia. Exigía a los gobiernos de las distintas Regiones que conocieran bien los derechos que les correspondían, y los ejercieran. Quería que los organismos intermedios no declinasen responsabilidades ni trasladaran a nivel superior los asuntos que ellos mismos podían resolver. Y recordaba a los Directores cómo estaban obligados a desempeñar todas las atribuciones de su cargo: ¡Cada palo que aguante su vela! (140), les decía, haciéndoles ver que no debían zafarse de responsabilidades.
Como queda advertido, no era el Fundador hombre que esperase iluminaciones llovidas gratuitamente de lo alto. Lo procedente era el estudio oportuno y el trabajo serio, como en un laboratorio: el fenómeno en sí, y luego los antecedentes, y los fenómenos paralelos que sean similares. Después, sólo después, se toman las decisiones (141). Habitualmente hacía notas por escrito, para no dar lugar a la improvisación; y llevaba a la meditación esos apuntes antes de determinarse en uno u otro sentido (142). En los acuerdos o resoluciones de gobierno jamás mostraba precipitación. Resolvía los asuntos con diligencia, dando tiempo al tiempo, con serenidad, estudiándolos a fondo si eran de grave importancia. Sabéis perfectamente -escribía a los Directores- cuál es mi criterio, para llevar bien el despacho: las cosas urgentes pueden esperar, y las cosas muy urgentes deben esperar (143).
El Padre, espontáneamente, conjugaba la seriedad propia de las tareas de gobierno con su buen humor. En cierta ocasión, un día de 1965, las directoras de la Asesoría estaban viendo con él un asunto urgente. Allí se escuchaban todo tipo de opiniones, cuenta una testigo. Con el deseo de acabar cuanto antes una indicación de gobierno, sus hijas iban deprisa y se atropellaban. Hasta que intervino el Padre. ¡Esto parece el Ayuntamiento de Villaconejos!, exclamó (144). Y enseguida se hizo un dulce sosiego.
Jamás perdía el punto de mira sobrenatural, para que no olvidasen que detrás de los papeles hay que ver almas; y pedía luces a Dios para ejercer rectamente su función (145). En las breves reuniones de gobierno que tenía con la Asesoría Central, antes y después de estar con sus hijas, saludaba al Señor en el oratorio. Cierto día, al terminar el despacho, se detuvo en el oratorio y mirando al Sagrario dijo:
Señor, he hecho lo que estaba a mi alcance, sugiriendo a mis hijas el modo de orientar este asunto para que lo estudien; ahora eres Tú, como siempre has hecho en la historia del Opus Dei, el que tienes que encargarte de que todo salga bien (146).
En un punto de gobierno se mostraba el Fundador particularmente celoso y prudente, llegando su fidelidad a extremos apasionados. Ese punto era la defensa del espíritu del Opus Dei. Detectaba la más mínima desviación, y ponía inmediato remedio (147).
A todos los miembros del Opus Dei recomendaba franqueza, sin temores ni recelos, en su trato con los Directores. Tened muy en cuenta -les decía-, que, en la Obra, el gobierno funciona a base de confianza (148).
Estaba convencido de que nadie era indispensable en el Opus Dei: ni yo, que soy el Fundador (149), añadía. La humilde cantinela de gobierno en labios del Padre era ésta: Soy un pobre hombre y me tenéis que ayudar (150). Pero, cuando en cierta ocasión, oyó a un miembro del Consejo General decir: Nosotros, que ayudamos al Padre a gobernar…, le interrumpió corrigiéndole: ¡No! Vosotros no ayudáis al Padre a gobernar. Vosotros gobernáis con el Padre (151), como para recalcar el sentido colegial con que se ejerce ese deber en la Obra.
Hacia 1948 presentía el Fundador que se hallaba en vísperas de la expansión apostólica por Europa y América. Era consciente de que el tiempo urgía, de que había llegado el momento de formar a sus hijos y a sus hijas. Formar, sobre todo, a hombres y mujeres que estuviesen en condiciones de dirigir la Obra. Se anunciaba la gran diáspora, y los necesitaba para no interrumpir la continuidad de las labores apostólicas, es decir, como piezas de repuesto espiritual, que sustituyesen a los directores que habían de marchar lejos. La mayoría de los miembros del Consejo General residían entonces en Madrid, y a ellos escribe en febrero de 1948 recordándoles que el Consejo, a la vez que órgano Central de gobierno, debe ser escuela, donde se formen los equipos que puedan ir a constituir las Comisiones de las Regiones que se creen: preparar hombres de gobierno, ésta es una misión principalísima del Consejo (152). La formación de hombres de gobierno la llevó a cabo el Padre en medio de penosas contradicciones, absoluta carencia de medios económicos, una gravísima enfermedad y tenaces forcejeos en busca de un seguro camino jurídico.
Importante capítulo el de la formación de directores. El Padre, con la vista puesta en el futuro, orientaba a quienes daban señales de un cierto don de gobierno. (Seguía al pie de la letra lo por él escrito, cuando decía que el Director debía ser al mismo tiempo un descubridor, un formador, un distribuidor de hombres) (153). Los trataba, a ellos y a ellas -refiere Encarnación Ortega-, "ni con excesivo rigor, ni con excesiva indulgencia" (154); pero les exigía, despertando en todos el sentido de responsabilidad. Antes de designar a alguien para un puesto de gobierno, o proceder a la provisión de cargos, hacía "larga y pausada oración" (155). Después recordaba a los interesados que tuviesen muy en cuenta que no agrada a Dios el ambicionar cargos, ni desear retenerlos (156). Y con frecuencia repetía a sus hijas y a sus hijos que: los cargos se toman con alegría, se llevan con alegría y se dejan con alegría (157).
Pensando en el día de mañana, y en la continuidad de la Obra, les aconsejaba no hacer charcos, esto es, no detener el curso de las labores en marcha. Para lograrlo debían recoger la experiencia de sus predecesores, esforzándose en mejorarla con sus aportaciones, y transmitirla a otros, de modo que nuestro orgullo sea que haya muchos que sepan más que nosotros, que comiencen donde nosotros hemos terminado: y les serviremos de pedestal (158).
Villa Tevere era escuela viva de enseñanzas. De intento había procurado el Padre que su recorrido sirviera de lección, para conocer algo de la historia del Opus Dei y ver la expresión material de su espíritu. Aquella casa estaba poblada de recuerdos: desde la terraza, en lo más alto del edificio, hasta la cripta donde reposaban los restos mortales de tía Carmen, en lo más profundo de los cimientos. Allá, en la altana -en el pasillo que comunica dos ambientes acristalados en la parte superior del edificio-, con una extensa vista sobre Roma, podía leerse una lápida en latín:
¡Cómo luces, Roma! Qué grata la vista que desde aquí nos ofreces. Cómo destacan tus muchos y antiguos monumentos. Y únicamente tú puedes gloriarte de poseer una joya aún más noble y pura: el Vicario de Cristo (159).
Dentro y fuera de la casa -por corredores, salas y oratorios; en patios, arcos y muros- se tropezaba el visitante con objetos que siempre despertaban un pensamiento o evocaban un suceso lejano, o reciente, de la historia de la Obra: unos ladrillos del Pensionato, ya derribado; un cuadro de la casa de la Abuela; un vaso usado como cáliz para decir misa el Padre durante la guerra civil. Las enseñanzas estaban escritas sobre los dinteles de las puertas, cosidas como lemas de reposteros, grabadas como texto de las lápidas, unas veces en forma de leyenda y otras de jaculatoria. Las estatuas, los azulejos, los cuadros, las fontanas, las vidrieras y los frescos, los víctores y las vitrinas, eran ilustración visual con fondo de doctrina. Pero, donde el Padre había puesto amorosamente sus cinco sentidos era en los oratorios de Villa Tevere. Los sagrarios, los temas de los retablos, los materiales empleados en la construcción, hasta los menores detalles de ornamentación, habían pasado por sus manos, cuando desde el estudio de arquitectos daba instrucciones (160). Entre todos cuidó, especialmente, el oratorio de Pentecostés. Las cosas se habían sacado adelante en medio de la escasez, con pobreza; pero, en este oratorio del Consejo General, aunque sabía que se le iban a acumular las deudas, hizo alarde de gratitud y generosidad. Con un espléndido gesto encargó un sagrario que pudiera reflejar un tanto su devoción de enamorado (161).
En 1954 se hicieron los primeros diseños. El Padre quería un tabernáculo no sólo digno sino lo más rico posible. En medio de los apuros económicos de aquellos años no le importaba el coste; y puso en aquel proyecto más empeño que el que acostumbraba, por el particular significado del oratorio del Consejo, que era como el centro de toda la Obra (162). En cuanto recibió los diseños de los alzados escribió en el papel, de su puño y letra, la inscripción que deseaba fuese sobre la puerta del sagrario: consummati in unum! (163). Transcurrieron casi dos años desde que se proyectó, cuando en mayo de 1956 le mandaron a Roma las primeras diapositivas en color de la obra ya casi terminada. El 29 de septiembre llegaba a Villa Tevere el encargo, y el 1 de octubre escribía el Padre a los miembros de la Comisión Regional de España:
El Sagrario es maravilloso: me gusta también mucho el cariño y la riqueza que han puesto, al ornamentarlo por dentro. Me parece que esa pieza se puede llamar de veras opus Dei (164).
(Le conmovía al Padre que se hubiese derrochado tanta finura por la parte de dentro, oculta a la mirada). Tiene el sagrario forma de templete circular, con columnitas entre las que se alojan cuatro hornacinas con estatuillas labradas en plata de los Santos Intercesores de la Obra: San Pío X, San Nicolás de Bari, Santo Tomás Moro y el Santo Cura de Ars. La cúpula es de estilo renacentista, como el resto de la obra, y rematada por una cruz. Ciertamente, el sagrario es espléndido: con láminas de lapislázuli entre las nervaduras, esmaltes en los entrepaños y ángeles tallados en marfil. La puerta está recubierta de esmaltes y piedras duras, que enmarcan seis pequeños relieves con escenas de la vida de Jesús; y sobre la puerta va el consummati in unum! Frase que explicaba haciendo en voz alta su oración el Jueves Santo de 1975:
Porque es como si todos estuviéramos aquí, pegados a Ti, sin abandonarte ni de día ni de noche, en un cántico de acción de gracias y -¿por qué no?- de petición de perdón. Pienso que te enfadas porque digo esto. Tú nos has perdonado siempre; siempre estás dispuesto a perdonar los errores, las equivocaciones, el fruto de la sensualidad o de la soberbia.
Consummati in unum! Para reparar…, para agradar…, para dar gracias, que es una obligación capital (165).
El Padre consagró el altar, donde se encuentra el tabernáculo con la inscripción, el 4 de marzo de 1957, por la noche (166). Antes de la consagración dirigió unas palabras a sus hijos, allí reunidos:
Nuestra Madre, el Opus Dei, está en un completo desarrollo, extendiéndose por todo el mundo, con una maravillosa pobreza. Y a Jesús le hemos preparado este tabernáculo, que es el más rico que hemos podido hacer. Y en él, hemos querido que constaran aquellas palabras suyas: consummati in unum, de tal manera que los corazones de todos nosotros, como antes y ahora y luego, hasta siempre, sean un mismo corazón. Para que se hagan verdad las palabras de la Escritura: multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una (167).
Con las palabras añadidas sobre el dintel de la puerta del Sagrario, el Fundador quiso, expresamente, llamar la atención sobre la importancia de la unidad. En las homilías, en las tertulias, o por carta, hacía considerar a sus hijos en qué consistía esa unidad. A los pocos meses de consagrar el altar les escribía:
En el sagrario del oratorio del Consejo General, he hecho poner estas palabras: consummati in unum, ¡todos -con Jesucristo- somos una sola cosa! Que, metidos en la fragua de Dios, conservemos siempre esta maravillosa unidad de cerebro, de voluntad, de corazón. Y que Nuestra Madre, por la que llegan a los hombres todas las gracias -canal espléndido y fecundo-, nos dé con la unidad, la claridad, la caridad y la fortaleza (168).
El Fundador veía a sus hijos integrados en unidad; unidos, a pesar de la distancia física; nunca solos ni disgregados; fuertes, con la fortaleza de la caridad de Dios:
Ninguno de vosotros está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema, épico, divino. Y a todos nos importa que se conserve siempre íntegra esta unidad maravillosa, esta armonía, que nos hace fuertes y eficaces en el servicio de Dios, ut castrorum acies ordinata, como un ejército en orden de batalla.
Hablo ahora al oído a cada uno de vosotros: acuérdate, hija o hijo mío, de que tu debilidad, y la debilidad de los otros, y mi misma debilidad, estando nosotros consummati in unum, se unen en la caridad de Dios, y se hacen fortaleza grandísima: porque el hermano ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada, frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma! (169).
* * *
La liberalidad del Padre, por lo que se refería a la dignidad del culto litúrgico y al embellecimiento de los oratorios, no paraba mientes en sí no disminuía el endeudamiento. Tampoco acababan de adquirirse los muebles y demás objetos que estaban por comprar. Con unas y otras cosas, la ceremonia del 9 de enero de 1960, con todo lo que tenía de simbólico el colocar la última piedra, no significaba punto final en la operación Villa Tevere. Se había iniciado con las obras de 1949, pero faltaba aún por colocar la última colcha. El asunto en sí carecía de importancia, pues había docenas de anécdotas de este tipo en la historia oculta de la construcción de Villa Tevere. Pero el Padre advirtió a sus hijas que guardaran memoria del suceso.
En 1956 no había en aquellas casas una sola cama con colcha. El Padre, por supuesto, había caído en la cuenta, pero le salían al paso necesidades más apremiantes de satisfacer que las colchas. De manera que, al igual que los del Colegio Romano de la Santa Cruz se comieron tres pianos, también debieron comerse muchos metros de tela. Esto es lo que acerca del Fundador testimonia Florencio Sánchez Bella: "De 1955 a 1957, en mis viajes de Roma a Barcelona, me pidió delicadamente que consiguiese tela para hacer las colchas de las camas y mis amigos fabricantes me entregaron dinero y el dinero se gastaba en comida, quedando sin tela" (170).
Pasado el tiempo consiguieron hacer algunas colchas. Corrieron los años y la situación económica no mejoraba, pero las Administradoras presentaron al Padre un plan para que al cabo de un tiempo todos los dormitorios tuvieran colcha, empezando por las habitaciones del Consejo General. El Padre les mandó cambiar el orden. Empezarían por las numerarias auxiliares. Seguirían por el Colegio Romano; y luego por la casa del Consejo; e insistió en ser el último que tuviera colcha (171).
Un día, el 28 de febrero de 1964, entró en su habitación. Quedó hecho una pieza al ver una colcha en la cama, y dijo para sí: Josemaría, ¡si te has vuelto rico! Viva el lujo y quien lo trujo (172).
¿Quién podía traerle tal lujo sino sus hijas? Dos días más tarde, el domingo 1 de marzo, llamó por teléfono a Mercedes Morado, la Secretaria Central:
Gracias, hija mía, ¡que Dios te bendiga! Qué sorpresa me llevé el otro día al entrar en mi cuarto. Pensé que me había equivocado y me dije: Josemaría, ¡si te has vuelto rico! En 36 años es la primera vez que tengo colcha.
Después añadió: Ya has visto que durante estos años yo os he insistido en que quería ser el último en tener colcha en la cama. Con esto deseaba que se os quedasen grabadas dos enseñanzas: la primera, el gran cariño que tengo a mis hijas y por eso dispuse que fueseis vosotras las primeras en tener colcha; y la segunda de pobreza, para que vieseis que no pasa nada por prescindir de la colcha.
Hija mía, yo quisiera que cuando pasara el tiempo tú contaras a tus hermanas esta anécdota (173).
Dos días más tarde, en tono festivo y a modo de postdata, escribía al Consiliario de España:
¡Gran noticia!: desde hace tres o cuatro días, me da mucho respeto entrar en mi dormitorio, ¡porque me han puesto una colcha en la cama! ¿Será que, al fin, tenemos dinero para comprar una colcha? ¡Bendita pobreza! Amadla, sin espectáculo, con todo lo que lleva consigo. Laus Deo! (174).
* * *
La maravillosa unidad de cerebro, de voluntad, de corazón, que el Fundador quería para sus hijos en la Obra, estaba encerrada en el espíritu del Opus Dei, como les recordaba por carta:
Todos los miembros del Opus Dei -sacerdotes y laicos, Numerarios y Oblatos (175 )y Supernumerarios, hombres y mujeres, solteros y casados- llevamos la misma vida espiritual: no hay excepciones. Tenemos un solo hogar y un solo puchero (176).
El puchero del que se nutrían contenía un único alimento espiritual, para las diferentes condiciones y circunstancias de vida en que se hallase cualquier hija o hijo suyo. Es más -les decía-:
somos como quebrados con el mismo denominador. Un numerador amplísimo, sin orillas: conforme siempre a las circunstancias de cada uno de los miembros. Un denominador común: con una doctrina espiritual específica o peculiar, que nos empuja a buscar la santidad personal (177).
Los miembros de la Obra, venía a decir el Fundador, mantienen su variadísima personalidad, un numerador representado en el carácter y dotes individuales. Todos ellos poseen algo en común, algo concreto y eficaz: un imán que atrae igualmente en la búsqueda de la santidad según el espíritu del Opus Dei. "Pero la mayor garantía de unidad de la Obra consiste en la unión de todos los miembros con la persona e intenciones del Padre" (178).