El Fundador del Opus Dei
Rasgos para una semblanza
1. La Paternidad espiritual
2. Genio y figura
3. Las sinrazones de los santos
4. Maestro de espiritualidad
5. Amar apasionadamente
6. El carisma fundacional
Ha llegado el momento de detenerse a esbozar una semblanza del Fundador; tarea nada fácil. Porque exponer y valorar la riqueza que arrastran consigo las grandes figuras de la humanidad resulta propósito de mucha hondura. Las primeras etapas -infancia, niñez, mocedad- se abarcan sin estorbo; los datos sobre una personalidad joven son siempre escasos y las perspectivas históricas, por lo general, simples y abiertas en pocas direcciones. Luego, cuando corren los años y los sucesos se aceleran, cuando emergen las pasiones y se aprietan los proyectos, resulta dificultoso captar de un vistazo la potencia de un hombre de acción y, más aún, si se trata de una vida interior exuberante. No basta, pues, con evocar su figura entre un puñado de recuerdos, reagrupando tal vez dispersas hazañas. Los grandes personajes que han cruzado la historia -y éste es el caso que nos ocupa- llevan marcado su destino por la misión recibida de lo alto. Para conocerlos de veras hay que verlos en acción y en reposo, contemplar su inteligencia iluminada, su voluntad dispuesta y todo su ser en tensión. Es preciso también saber el curso de sus inclinaciones, los cauces conscientemente labrados por su voluntad y aquellos otros heredados y latentes en el misterio de la sangre.
* * *
Más de treinta años llevaba don Josemaría al frente de la empresa. El 2 de octubre de 1928 se había hecho cargo de su misión como Fundador. Teniendo, por tanto, que manejar cosas divinas, escribía en los comienzos: no está en nuestras manos ceder, cortar o variar nada de lo que al espíritu y organización de la Obra se refiera (1). Y, con acento más dramático, había consignado en sus Apuntes íntimos: Jesús: que tu Obra no se aparte nunca de su fin: maldice desde ahora, Señor, a quien intente -inútilmente, desde luego- torcer el curso que Tú vienes señalando (2). Consciente de la transcendencia histórica de una misión tan gigantesca y universal, como era la de implantar el Opus Dei en la tierra, el Fundador se sentía absolutamente indigno y abrumado. Se consideraba instrumento inepto y sordo. Buscaba fuerza y refugio en la oración y en la mortificación, preguntándose por qué él y no otro:
¡Oh, Señor! ¿Por qué me has buscado a mí -que soy la negación- habiendo tantos hombres santos, sabios, ricos y llenos de prestigio? (3).
De ningún modo se creía pieza imprescindible en aquella alta misión que Dios le confiaba. Presentía que el Señor le dejaría vivir hasta que la Obra estuviese bien constituida y, sin embargo, en los años antes y después de la guerra civil española, en tiempos azarosos, solía preguntar a los primeros miembros del Opus Dei: si yo muriese, ¿seguirías trabajando por sacar la Obra adelante, aun a costa de tu hacienda y de tu honor, y de tu actividad profesional, poniendo, en una palabra, toda tu vida en el servicio de Dios en su Obra? (4). El Fundador actuó plenamente consciente de la transcendencia histórica de todos y cada uno de sus actos; tanto en su lucha por abrir el camino por donde habían de transitar sus hijos en los siglos venideros, como en el sumo cuidado que puso en conservar papeles, notas y cartas, recibos, cuentas o billetes de viajes. Desde un primer momento entendió, ante la presencia de Dios, la alteza de su llamamiento. Pero ante la insignificancia externa de los acontecimientos, todavía sin proyección histórica, no se atrevió a mostrarlo así a quienes le seguían. Hubo de pasar tiempo para que un día les dijese:
Hijos míos, os tengo que hacer una consideración que, cuando era joven, no me atrevía ni a pensar ni a manifestar; y me parece que ahora debo decírosla. En mi vida, he conocido ya a varios Papas; cardenales, muchos; obispos, una multitud; ¡Fundadores del Opus Dei, en cambio, no hay más que uno!, aunque sea un pobre pecador como soy yo; bien persuadido estoy de que el Señor escogió lo peor que encontró, para que así se viera más claramente que la Obra es suya. Pero Dios os pedirá cuenta de haber estado cerca de mí, porque me ha confiado el espíritu del Opus Dei, y yo os lo he trasmitido (5).
Un día, hacia 1955, dos directoras de la Asesoría Central del Opus Dei en Roma, fueron a visitar a Mons. Pedro Altabella, buen amigo del Padre desde 1934. Durante la conversación les comentó que ellas no se daban cuenta cabal de lo que representaba el Fundador, pero que llegaría un momento en que el nombre de Josemaría Escrivá de Balaguer se oiría hasta el último rincón de la tierra. Se lo contaron después al Padre, el cual, con toda sencillez, les dijo: Hijas mías esto es verdad. Por eso, todos los días, postrado en tierra, rezo el salmo Miserere (6).
Todo su ser experimentaba, sin embargo, una invencible repugnancia al culto de la personalidad, porque el Opus Dei -afirmaba- no es obra mía, ¡es de Dios, y solamente de Dios! (7). Él se reservaba el modesto papel de la burra de Balaam:
En la Obra todo es de Dios -repetía-, nada es mío, pero teniendo en cuenta que Dios, para hablar a los hombres, se sirvió incluso de la burra de Balaam (8).
Empapado de la certeza del origen sobrenatural del Opus Dei, miraba confiadamente el futuro. Otros continuarían la labor cuando tuviese que rendir cuentas de su gestión. Gracias a Dios dejaba sólidamente cimentada su obra, y esculpida hasta el detalle, de manera que resistiese la acción destructora del tiempo y la torpeza y floja voluntad de los hombres, si se diese el caso. El Fundador, en efecto, había recogido prudentemente en el Codex, o Derecho particular de la Obra, todo lo que era propio de su esencia. Allí quedaba puntualmente reflejado el espíritu del Opus Dei. Habían de encarnarlo con fidelidad, procurando que no se desvirtuase; porque el Codex -les decía- es perpetuo, santo e inviolable (9). Y, movido por la fe en la asistencia divina, hacía considerar a sus hijos que de ordinario, en muchas instituciones, cuando desaparece el fundador sobreviene una especie de terremoto; y comentaba: yo no tengo ninguna preocupación: en el Opus Dei no ocurrirá así (10).
Pero, aun recogiendo fielmente el espíritu del Opus Dei, el derecho de la Obra sería letra muerta de no haber transmitido el Fundador algo vivo: un estilo, una tradición, una espiritualidad que diese continuidad histórica a ese modo de santificarse. Armado de constancia y de cariño, el Fundador se ocupó personalmente de incorporarlo a la vida interior de sus hijos. En las charlas, en las meditaciones, en las tertulias, a las que con frecuencia asistía después de comer y en los días de fiesta, les daba indicaciones prácticas, consejos confidenciales, o les explicaba tal o cual punto de la historia del Opus Dei.
En una de esas tertulias salió a cuento el que don Álvaro iba a publicar un libro. Intervino el Fundador, refiriendo los que él desearía escribir; pero, sobre la marcha, dio un rumbo inédito a la idea. Mostrando a don Álvaro los rostros de los allí presentes, exclamó: ¡Mira qué biblioteca! ¡Éstas son mis obras! (11).
Durante muchos años, cuando llegaba un nuevo alumno al Colegio Romano, o se encontraba por un corredor o por un patio de Villa Tevere con uno de sus hijos, el Padre le cogía del brazo y le invitaba a dar una vuelta (12). Charlando recorrían entonces salas, patios, oratorios… De cuando en cuando el Padre descubría un pequeño desperfecto: una leve rozadura en la pared, un pestillo que no encajaba bien, una mancha en el suelo. No iba de merodeo, a la caza de la imperfección. Pero en alguna ocasión, muchas personas habían pasado por allí sin advertir nada extraño. Nadie había reparado en ello, hasta que el Padre cruzaba por delante descubriendo lo que los demás no veían. Indudablemente tenía un sexto sentido para la descubierta. Es que miraba el mundo "por las pupilas que ha dilatado el amor" (13).
El incumplimiento del horario, un portazo, una herramienta extraviada, era algo que le dolía profundamente, por lo que el hecho significaba. Esa pequeñez era desprecio de las cosas menudas, trabajo mal hecho; y denotaba falta de amor y de presencia de Dios; una negligencia, en fin, por donde a la postre se filtraría la tibieza de espíritu. Y si el caso llegaba a mayores, y el estropicio lo reclamaba, reunía a los del Colegio Romano para reconsiderar el desperfecto. ¿Es que nadie se había fijado? ¿Estaban volviéndose insensibles? ¿Acaso no le habían oído decir mil veces que las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas?
Pero hacer el Opus Dei no consistía solamente en ofrecer a un grupo selecto de almas un camino de santificación, basado en las incidencias cotidianas. El plan divino tenía dimensiones universales, se dirigía nada menos que a renovar la vida cristiana de hombres y mujeres de cualquier país; y en el alma del Fundador estaba impreso ese nuevo espíritu de renovación, junto con el carisma fundacional. La voluntad de Dios era abrir un hondo surco en la historia de la humanidad. Este grandioso designio histórico giraba en torno al Fundador, por ser la persona singularmente elegida como depositario del mensaje y del espíritu del Opus Dei. Era, pues, directamente responsable ante Dios:
Soy el Fundador -decía- y sé lo que el Señor me ha pedido. Si delegara y abandonara mi responsabilidad, me jugaría el alma y el Señor me pediría cuenta muy estrecha (14).
Tenía libertad de movimientos, pero no para hacer concesiones en su misión. Yo tengo -explicaba- el encargo de defender lo que le corresponde al Señor, aunque sea a costa de mi vida, porque en esta tarea me ha pedido que la emplee (15). Era de esperar, como páginas atrás queda expuesto, que tropezaría con enormes dificultades y resistencias. Tuvo también que resolver un montón de imposibles (16); y desde los inicios se vio engolfado en un ambiente donde reinaba la incomprensión más brutal (17).
Vivió largamente de la fe, protestando que nunca dudaría de la divinidad de la Obra, ni de su realización (18), aunque Dios permitiera que se quedase solo en la empresa. Y esperó, contra toda esperanza, que vinieran apóstoles a la Obra. (Vendrán muchos: ¡Dios lo hará! (19), escribe en sus Apuntes íntimos, allá por 1930). En 1934, cuando ya tenía un pequeño grupo de seguidores como para poder hablar de una familia, puso paulatinamente en práctica su carisma de Padre, maestro y guía de santos (20).
Esa paternidad del espíritu, grande y fecunda, como la de los patriarcas del Antiguo Testamento, ocupó su alma entera. Sugirió que, cuando tuviesen que enterrar su cuerpo, sobre la losa de la sepultura grabaran:
GENUIT FILIOS ET FILIAS (21).
En los comienzos era portador de esa paternidad, apenas sin notarla. Luego, al ir aflorando, sintió, con sorpresa, que no era de una calidad puramente espiritual, sino que estaba envuelta en afecto, en un afecto encendido. Observó también que ese cariño limpio no era tan sólo una expansión del afecto; consistía más bien en una vinculación humana y sobrenatural con quienes seguían el camino de la Obra (22). Sin embargo, le daba miedo el pensar que quitaba algo al Señor, que le robaba una porción del corazón de sus hijos. Para tranquilizarle, Dios le hizo ver que, amando más a sus hijos, más le amaba a Él (23). Así y todo, le asaltaba una duda de otro género. Al tener que repartir el filón de cariño que guardaba en su corazón, ¿no tocarían cada vez a menos sus hijas y sus hijos? Cuando seamos miles de personas, de todo el mundo, ¿nos querremos igual?, ¿querré yo a mis hijos tanto como los quiero ahora, que son pocos? (24), se preguntaba.
Pasaron los años, creció la familia, y el Padre pudo contarles su experiencia:
Tengo la alegría de deciros que mi cariño por vosotros es tan intenso como entonces, aunque ahora seáis millares, y que amo a cada uno de mis hijos como si fuera el único, con toda mi alma. El Señor, que ha agrandado mi corazón y lo ha hecho capaz de toda esta maravilla, dilatará también vuestros corazones, si no os apartáis de Él (25).
En sustancia, el cariño del Padre era rasgo característico y esencial del espíritu del Opus Dei. Era consecuencia de su paternidad; y ésta, a su vez, un don del Espíritu, que le incitaba a difundir ese amor, a crecer y a multiplicarse, a reproducirse en otras almas. Por eso, siguiendo a san Pablo, levantaba el alma agradecida al Señor, "de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra" (26), en reconocimiento de esa paternidad espiritual que, por gracia divina, había asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla (27).
Bien sabía el Padre la naturaleza de los afectos que le bullían en el pecho. Sus hijos -testimonia Santiago, su hermano-, "le llamaban Padre, pero era como una buena madre, como una buena y cariñosa madre de familia" (28). Vivía pendiente de ellos. Enseguida se daba cuenta de si uno había adelgazado, si le dolía la cabeza o necesitaba una prenda de vestir. Sus consejos mucho tenían de maternales: En esa temporadica -decía a un Consiliario de América-, despreocúpate de todas las cosas de gobierno de tu Región, duerme bien, come, descansa (29). Si le faltaban noticias, imaginaba que tal vez sus hijos atravesaban algún peligro; y no sosegaba hasta saber que se encontraban sanos y salvos. Un día de invierno en que amaneció Roma con una fuerte nevada, las encargadas de la compra en el mercado general salieron en coche a primera hora, antes de la seis de la mañana. Dos horas más tarde el Padre estaba preguntando si el coche llevaba cadenas en las ruedas. Pidió a sus hijas en la Administración que tan pronto llegasen las de la compra le llamaran. Regresaron con el coche poco más tarde y, al decir al Padre que estaban bien, éste les contestó: Gracias a Dios. Diles de mi parte que nos han tenido todo el tiempo con los brazos en cruz, rezando por ellas, para que no les pasara nada. Que no lo vuelvan a hacer (30).
El Padre adivinaba, como por corazonada, el estado de ánimo de sus hijos, y hasta las más íntimas desazones. Un día, contemplando una foto de un grupo de hijas suyas que le habían enviado de México, algo especial debió descubrir. La miró despacio, detenidamente, y preguntó por una de las personas del grupo. Había descubierto, efectivamente, que tenía planteado un serio problema (31).
Cierto día en que el Padre parecía estar muy cansado, un hijo suyo, que era médico, le dijo: - Padre, lo que tiene que hacer es procurar dormir.
- Si durmiera es que no os querría -le contestó-. Es el cariño lo que me quita el sueño (32).
El Padre estaba cerca y, al mismo tiempo, lejos de sus hijos. Cercano a ellos cuando les hacía partícipes de las incidencias familiares en los ratos de tertulia, al abrirles el corazón en confidencias de padre, cuando les daba cuenta de la marcha de la Obra en su expansión por el mundo. Pero, prudentemente, se reservaba para sí las noticias dolorosas, las contradicciones y las dificultades de gobierno. Además, el Padre, en cuanto Fundador, poseía experiencias no compartidas con nadie, celosamente guardadas desde los primeros tiempos de la Obra. Esta distancia no suponía, sin embargo, una barrera. En el trato con sus hijos se comportaba con absoluta confianza y naturalidad. Con la naturalidad de un padre y de un amigo. Y hasta se permitía llamarles, afectuosamente: majaderos, granujas, bandidos y sinvergüenzas, sabiendo cómo llegar al fondo de su corazón. Este tono de cariño aparece en las cartas familiares, cuando el Padre se entera de que alguien tiene una pena o sufre una enfermedad. He aquí dos breves párrafos de cartas a hijos suyos:
Querido Quinito: que Jesús te me guarde.
¿Quién te quiere a ti, bandido, más que el Padre? En la tierra nadie. ¿Está claro? (33).
Y otra:
Querido Michael: que Jesús te me guarde.
Te llamé granuja en mi carta anterior, pero me quedé corto, borrachón. ¡Viva el Jerez! Ahora, en serio: déjate cuidar, así te pondrás fuerte antes (34).
Tampoco sentía empacho en confesar a los cuatro vientos, en términos calurosos, el grado y razones de su cariño:
Os quiero porque sois hijos de Dios, porque habéis decidido libremente ser mis hijos, porque tratáis de ser santos, porque sois muy fieles y muy majos: todos mis hijos lo son. Os quiero con el mismo cariño que sienten vuestras madres: con vuestros cuerpos y vuestras almas, con vuestras virtudes y vuestros defectos.
Hijos míos, ¡me da mucha alegría hablaros así! Cuando os vea por ahí no seré capaz de hacerlo, y os confieso que a veces tengo que forzarme para no enternecerme, para no dejaros el recuerdo de unas lágrimas, para no repetiros que os amo tanto, tanto… Porque os quiero con el mismo corazón con que amo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a la Virgen Santísima; con el mismo corazón con el que quise a mi madre y a mi padre. Os quiero como todas las madres del mundo juntas: a todos igual, desde el primero hasta el último (35).
Físicamente, le costaba separarse de sus hijos. Espiritualmente, los llevaba a todos consigo. Si estaba en Roma, su pensamiento iba a los de fuera. Si se ausentaba de Roma, allá volaba para no dejarlos solos. Sigo con el corazón y la cabeza en medio de vosotros, escribía desde Londres a los del Consejo General (36).
Sus hijos eran su orgullo y su fortaleza. ¿Qué hubiera hecho yo sin vosotros? (37), se preguntaba:
Siento la urgente necesidad de todos vosotros; cada uno sois mi fortaleza. Tanto es así que, cuando hago la oración, os presento muchas veces al Señor con orgullo, como presentan las madres a sus hijos, y siempre tengo que decir: Señor, no me mires a mí, ne respicias peccata mea!…
Yo, Señor -añado-, debería estar como un gusano delante de Ti, con la boca pegada al suelo; pero mira a mis hijos, mira la maravilla de estos hijos, de estas hijas, que te dan su juventud, su corazón limpio; mira sus virtudes… Me enjoyo con vuestra entrega diaria, hijos míos, y así me encuentro con una cierta autoridad para hablar con Nuestro Señor. ¿Veis?, éstos son mis poderes: vuestra entrega (38).
El Padre andaba vigilante y desprendido de todo en este mundo; de todo menos de sus hijos, que -como él decía- eran su ocasión próxima, para interrumpir el trabajo y estar un rato de tertulia con ellos. Aunque, por otra parte, el cariño de sus hijos para con él, la fineza de amor con que correspondían a sus desvelos de Padre, empujábanle a mejorar en vida interior, como les confiaba:
El corazón se me apega a mis hijos; no lo oculto y creo que lo notáis, pero es algo que me lleva a Dios: vosotros me empujáis a ser más fiel, y yo deseo ser siempre más fiel, también por vosotros (39).
Una simple frase timbrada de cariño le servía de consuelo, aunque viniese de uno de los millares de hijos a quienes nunca conocería físicamente. A finales de junio de 1964 tuvo un gran disgusto y, por aquellos días, recibió también una carta, que le movió a escribir a vuelta de correo al Consiliario de España:
Aquel "Padre, le queremos mucho", que me escribe un minero, añadiendo más o menos "no se ponga triste, no sufra", me ha llegado al fondo del corazón (40).
La correspondencia al sobreabundante afecto del Padre engendraba un vínculo paterno-filial que daba fuerte cohesión humana y sobrenatural a toda la Obra. Porque, como contrapartida a la paternidad espiritual del Padre, estaba la filiación que unía a los hijos con el Padre, en estrecha unidad.
Aquel indecible amor del Padre por sus hijos era un don divino ordenado a la santificación, según la llamada recibida al Opus Dei. Y, además, esa paternidad y esa filiación no eran perecederas; subsistirían más allá de la muerte:
Cuando el Señor me haya llamado a su presencia, casi todos vosotros -es ley de vida- seguiréis en la tierra. Acordaos entonces de lo que os decía el Padre: os quiero mucho, mucho, con locura, pero os quiero fieles. No lo olvidéis: sed fieles. Os querré también cuando haya ya dejado este mundo para ir, por la misericordia infinita del Señor, a gozar de Dios. Tened la seguridad de que entonces os querré más aún (41).
La cantinela del Padre en las conversaciones y tertulias con sus hijas e hijos era también una confesión de la razón sobrenatural hacia la cual quería encaminar ese afecto: hijas mías -les decía-, os quiero mucho, pero os quiero santas (42). Mas, en otras ocasiones, pensativo, con sus hijos en derredor, les preguntaba: hijos míos, ¿sabéis por qué os quiero tanto? Se hacía el silencio y añadía el Padre: porque veo bullir en vosotros la Sangre de Cristo (43).
Ese querer limpio y sobrenatural, con el que el Padre buscaba la santidad de las almas que el Cielo le había encomendado, tenía también otro aspecto. La otra cara de su paternidad no era, humanamente, oficio muy grato. Sus hijos -como todos los humanos- tenían defectos y errores, y los que llevaban escasos meses en la Obra no conocían a fondo las costumbres y el espíritu del Opus Dei. De modo que el Padre se veía empujado a ejercer de continuo su oficio de maestro y guía de santos. Tan delicado era el amor del Padre que le bastaba ver las manos de sus hijas agrietadas de fregar suelos para sufrir por ello. Teniendo esto en cuenta, ¿cómo no había de dolerle el verse obligado a corregirles en cosas materiales, en las que casi siempre ponían muy buena voluntad? Lo cierto es que sufría antes, durante y después de la corrección (44).
Deber primordial del Padre era formar a sus hijos en el espíritu de la Obra; y cumplía, incansable, este servicio a toda hora: en la conversación, al dar consejo, ante un descuido; a causa de una tarea mal hecha o por una falta de criterio. Si en alguno de estos casos tenía que hacer una reprensión fuerte, en el modo de hacerla se tansparentaba su temperamento, que no era precisamente blando. Otras veces, dejaba oír solamente el grave peso de las razones. Contaba Pedro Casciaro a este respecto que, a poco de abrirse la residencia de estudiantes de Bilbao, el Padre salió de la zona de la Administración, probablemente no demasiado satisfecho. Acto seguido fue Pedro quien recibió una reprimenda por parte del Padre; y, cuando éste acabó, dirigiéndose Pedro a uno de los directores de la residencia, le decía: "¿Sabes por qué me riñe el Padre? Para que las chicas se vayan enterando de que el Padre riñe" (45).
Pero otras veces sus hijas recibían el impacto de la corrección cuando o donde menos era de esperar, como refiere un testigo que oyó (porque no lo vio) unas enérgicas palabras, que provenían de la zona de la Administración, en una de las residencias de Madrid. El comentario del Padre al salir y encontrarse al otro lado de la puerta con un residente, fue éste: Se creen estas hijas mías que pueden ir feas y desarregladas (46).
En fin, había ocasiones en que una mirada bastaba para dar una enseñanza. También un simple gesto del Padre podía ser una lección a gritos, una lección inolvidable, aunque esto no sucedía muy corrientemente. Cuentan que un día, almorzando en el pequeño comedor de invitados de una residencia de provincias, al escanciarle un vaso de vino el Padre advirtió que se trataba de una botella de marca. Pidió la botella y comprobó que sí lo era, aunque no de muy selecta calidad. En ese momento se levantó de la mesa, dio gracias y se marchó sin comer. Era una lección de sobriedad; un modo de decir que el Padre no admitía excepciones con su persona y que no había motivo para extraordinarios (47). Por esa lección de pobreza se sintió llamada a la Obra una empleada del hogar.
Cuando reprendía sufría más que el reprendido; pero era obligación suya corregir a sus hijos para acercarlos a Dios. Era una operación de amor. Si no la llevase a cabo, querría decir -advertía a sus hijos- que no amo ni a Dios ni a vosotros (48). El hecho es que corregía todo lo que era preciso. No discriminaba sujetos ni en atención a las ocupaciones, ni a la experiencia, a los años o a la salud. Era infatigable. Repetía y martilleaba avisos y doctrina sobre cuestiones de orden, pobreza, cuidado en las cosas pequeñas, y el no dejar a medio acabar las tareas. Si, por ejemplo, un encargo quedaba pendiente de hacer, preguntaba sobre las previsiones tomadas. Algunas veces el responsable comenzaba con la fea muletilla de las disculpas: "es que…" Oír el Padre esos titubeantes principios, y cortarlos tajantemente, era todo uno. El "es que", "creí que" y "pensé que" eran tres horrendos "diablillos" que no quería oír en boca de sus hijos ni de sus hijas (49). Y de esa ocasión tomaba pie para enseñarles a cumplir el propio deber, con iniciativa, con amor, aplicándose a fondo con los cinco sentidos, siguiendo de cerca los asuntos y poniendo empeño práctico en su ejecución. Obedecer -explicaba a sus hijos-, no consiste en algo mecánico, o en un dejarse ir a ciegas, yerto como un cadáver, porque a los muertos los sepultamos piadosamente (50).
Señalan con puntualidad los testimonios que cuando el Padre se entregaba a la áspera operación de las correcciones, no perdía la paz. Una vez hecha la corrección procuraba serenar el ánimo del corregido con una sonrisa o una palabra dulce, siguiendo un consejo dado a sus hijos: moderad vuestro genio y no decidáis cuando estáis cansados o de mal humor. Si habéis sufrido, no queráis hacer sufrir a los demás, porque bastante nos mortificamos unos a otros sin pretenderlo (51). Al Padre correspondía dar a los centros del Opus Dei el tono y el ambiente propios de la Obra. Tenía, pues, que estar en todo, con su ejemplo y vigilancia (52).
* * *
Se ha insistido mucho, y con razón, en la prudencia del Fundador al tratar con mujeres; actitud que nunca descuidó ante sus hijas. Cuando visitaba un centro de la Sección femenina, siempre se hacía acompañar por don Álvaro o algún otro sacerdote. Pero en su comportamiento de Padre y maestro espiritual jamás discriminó por razones de feminidad, ni le detenían en su deber de corregir las pequeñas histerias o caprichos (53). No anda lejos de estas categorías lo sucedido al ocupar Villa delle Rose, en Castelgandolfo. Las tres numerarias auxiliares que fueron a preparar aquella casa, destinada a cursos de formación y convivencias, la encontraron en penosas condiciones. Los ratones, en medio de la incuria y de la suciedad, correteaban a sus anchas por cuartos y pasillos. Imaginando los terrores de la noche -y no era preciso hacer gran esfuerzo para ello-, una de las auxiliares, Concha Andrés, dijo al Padre que querían dormir las tres juntas en una habitación. Y el Padre, muy paternalmente, les contestó: Hijas mías, si ahora tenéis miedo, ¿cómo os podré mandar dentro de poco a África, al Congo… a cualquier sitio? No, hijas mías, sed fuertes y dormid cada una en su habitación (54).
Quizá la palabra justa para describir el comportamiento del Padre para con las mujeres sea la "caballerosidad". Vocablo en el que se compendia una amplia gama de virtudes: lealtad, honradez, elegancia, rectitud, cortesía, moderación, etc. Muy alto concepto tenía de ella don Josemaría cuando calificaba a su padre de "caballero cristiano". Y más aún cuando agradecía el ejemplo recibido de don José, cuyas muchas virtudes calcó. Entre las enseñanzas que el Fundador aprendió de niño hay un rasgo -secundario, indudablemente, pero muy significativo-, que proviene del hogar de los Escrivá, y que mucho tiene que ver en su comportamiento con las mujeres.
Dorita Calvo refiere que la primera vez que fue a la residencia de Zurbarán a hablar con el Padre, en 1945, sucedió algo que le quedó muy grabado: "al intentar dejar pasar primero al Padre me llamó mucho la atención su sencillez y caballerosidad, pues no consentía pasar primero él" (55). También Kurt Hruska, el médico dentista que le trataba en Roma, hace una observación semejante: "cuando se encontraba con alguien en el pasillo de la consulta, era cortés; daba un paso atrás y dejaba pasar a las señoras" (56). Y en un tercer testimonio -en este caso, la carta a una sobrina- sigue manteniendo el principio de galantería. He aquí la despedida:
Para mamá, papá (las señoras debéis ir delante), y para cada uno de tus hermanos, tantos besos. Para ti, además, un abrazo y una cariñosa bendición de Josemaría.
Te envío una medalla muy bonita (57).
¿Qué consecuencias sacar de este rasgo de cortesía -y, en el fondo, de humildad- sino que la buena crianza de Josemaría niño no desapareció con los años? Pero no es eso lo que hace particularmente llamativa su conducta sino el que renunciase a una preeminencia que la sociedad le reconocía por su condición sacerdotal. Un modo tan gentil de conducirse choca, sin embargo, de manera clamorosa con los casos en que, al tener que corregir como Padre, don Josemaría parecía no respetar las formas externas. Y esto sucedió con hijas suyas, y, en más de una ocasión. Veamos el testimonio de Encarnación Ortega: "tenía un carácter enérgico y fuerte, con el que luchó toda su vida. Puedo recordar que, en algunas ocasiones en las que demostró esta energía al hacerme una reprensión, después supo pedirme perdón por el modo enérgico, aunque mantenía el motivo de su reprensión" (58).
Este testimonio parece pedir una aclaración complementaria, que textualmente otra hija suya recoge de labios del Padre: Yo quiero a mis hijas más que una madre, aunque no las haya visto nunca. Pero si yo no hubiera gritado, la Obra no hubiera salido (59).
Ahora bien, el Padre, tan exigente con sus hijos, ¿se exigía a sí mismo? Parece ser que, en este sentido, había tomado una determinación: ir al paso de Dios aunque haya de dejar la vida (60). Propósito que le ayudaba a ser constante y que cumplió con heroica fortaleza; cortando, con magnífico temple de voluntad, cualquier obstáculo que impidiera su camino hacia Dios. Tampoco demoraba la pronta ejecución de los propósitos. No admitía excusas ni contemporizaba diciéndose: ésta será la última vez. No creo en las últimas veces -afirmaba-. ¡La última ha sido ya! (61).
Pero, ¿quién se encargaba de hacer al Fundador las oportunas advertencias? A juzgar por lo que solía manifestar a sus hijos, tenía auténticas ganas de someterse por entero: Me gustaría no ser del Opus Dei -decía-, para pedir inmediatamente la admisión, ser el último y pasarme la vida obedeciendo (62).
Hasta la aprobación definitiva en 1950, el Fundador tuvo que entablar un "filial forcejeo" en la Santa Sede para mantener incólume el espíritu del Opus Dei. Entre las objeciones que le ponían estaba la de que, en principio, no debía recibir advertencias de parte de los miembros de la Obra. Como Presidente no podía estar sujeto a sus inferiores. Era costumbre multisecular. Pero al Fundador no le convencía el argumento. No quería que le privasen de tan estupenda ayuda para su santificación, cuando los demás fieles del Opus Dei gozaban de ella. Y argumentaba:
Todos los hijos míos tienen un medio que arranca del Evangelio, que es la corrección fraterna. Por ese procedimiento, los demás, aunque les duela, y tengan que vencerse ellos y los que la reciben, y tengan que ser humildes y mortificados, tienen un medio de santidad maravilloso. ¿Y yo que soy un pobre hombre, y los que me sigan a mí, que serán mejores que yo, pero también unos pobres hombres, no vamos a tener ese medio de santidad? (63).
Al fin se salió con la suya; aprobaron en la Santa Sede la figura de los "Custodes" del Presidente General del Opus Dei (ahora Prelado) (64). Función de los dos Custodios (don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría) era advertir, aconsejar y ayudar al Padre en todo lo referente al orden espiritual y material. De allí en adelante el Padre pudo calmar totalmente su sed de obediencia. Abría su alma a los "Custodes"; seguía sus sugerencias; les consultaba el plan de trabajo y, si visitaba un Centro, se ponía en manos del director local en todo lo referente al horario y orden de la casa. Aquí mandas tú, le decía (65). En más de una ocasión -según cuenta Mons. Javier Echevarría- el Padre les exhortaba, a él y a Mons. Álvaro del Portillo, a que, por el amor de Dios y por el cariño que le tenían, le hiciesen todas las advertencias necesarias; sin dejarme pasar nada, les insistía (66).
* * *
Si nos preguntamos ahora por lo que pueden parecernos los aspectos más relevantes del carácter del Fundador, veremos que, a diferencia de la mayoría de la gente, solamente con grandes salvedades puede aplicársele el dicho popular: genio y figura hasta la sepultura. En efecto, las líneas imprecisas de su temperamento de niño se fueron transformando con los años, no por cambios biológicos sino por el empeño que puso en someter sus pasiones y corregir defectos, con ayuda de la gracia y de sus padres. Así y todo, cuando esas tendencias habían sido ya controladas, aún persistían las huellas inequívocas de su personalidad humana.
Desde la primera infancia aparecen, en efecto, claramente definidas las inclinaciones de su temperamento. Todavía era un crío Josemaría cuando, enrabiado porque le habían servido un plato que no le gustaba, lo tiró irritado contra la pared. Conocemos también su costumbre de esconderse debajo de la cama y no querer salir, porque decía que le daba vergüenza saludar a las visitas. En tales ocasiones su madre vencía su infundada timidez obligándole a dejar el escondite.
Pero más indicativas de las tendencias de su carácter son otras dos anécdotas. Poco hacía de la muerte de las hermanitas más pequeñas -Josemaría tendría, pues, unos once años- cuando contemplaba cierto día jugar a sus otras hermanas con unas amigas. Habían conseguido hacer un castillo con las cartas de una baraja -como recordamos-; y, de pronto, se lo derribó Josemaría de un intempestivo manotazo. Eso mismo hace Dios con las personas -les dijo-: construyes un castillo y, cuando está casi terminado, Dios te lo tira. (No había penetrado aún el misterio del sufrimiento y de la Cruz, ciertamente; pero el suceso muestra la capacidad de su alma para empaparse de dolor y revela, entre otros rasgos, su energía y penetración espiritual).
Otra escena análoga, propia de un carácter impulsivo, se produjo el día en que el profesor de matemáticas le mandó salir a la pizarra y, después de otras, le hizo una pregunta que no había explicado en clase. Josemaría, ante lo que consideraba una injusticia, arrojó, despechado, el borrador contra la pizarra, se dio media vuelta y se fue a su pupitre protestando.
No es preciso aportar más anécdotas de este género, pues estos sucesos tempranos bastan para dibujar algunas de las raíces de su temperamento. En unos casos se mezcla la brusquedad con la timidez; en otros, la impaciencia con la energía o la rebeldía con un agudo sentido de la justicia. Hay también otro rasgo prevalente: la terquedad, muy pronto superada gracias a la firme actuación de los padres. La terquedad del niño Josemaría la veremos pronto cambiada en tozudez, tras larga lucha consigo mismo por eliminar matices negativos. Es en el periodo de su estancia en Zaragoza, en aquellos años de oración paciente y perseverante del Domine, ut videam!, cuando el futuro Fundador adquiere ese tesón y firmeza que bautiza como "santa tozudez". Porque el tozudo se muestra tenaz y constante, pero no terco e incapaz de rectificación.
Dios, indudablemente, le otorgó cualidades apropiadas a su misión. Pero su desarrollo o refinamiento constituye una prolongada ascesis, presidida por el amor, al objeto de ser instrumento idóneo para los designios divinos, aun cuando siempre se consideró instrumento inepto y sordo.
Era el Fundador hombre extremadamente dócil y pronto a cambiar de juicio respecto a una cuestión ya estudiada, si llegaban a su conocimiento nuevos datos o información que variase el planteamiento del asunto o, simplemente, que pensara haberse equivocado. No vacilaba en rectificar su postura, porque -decía- no soy un río que no puede volverse atrás (67). Es más, rectificaba con alegría, porque -aseguraba- rectificar quita lo agrio del alma (68). Él mismo contaba a sus hijos que una de las gracias que clarísimamente le había concedido el Señor, de mucho tiempo atrás, era el gozo que experimentaba al rectificar; que no es, ni mucho menos, una humillación de la inteligencia (69). Eran tantas las veces que el Padre reconocía haberse equivocado que, frecuentemente, recordaba a su "Custodio", Javier Echevarría, que no olvidase hablarle con entera libertad, porque -le aseguraba- necesito y agradezco desde el fondo del alma cualquier luz para corregir, para mejorar, para cambiar lo que haya decidido (70).
Tenía, era patente, un carácter brioso e impulsivo. Las últimas manifestaciones de aquel temperamento arrebatado de su mocedad se mencionan autobiográficamente en sus Apuntes íntimos, y en especial, la agresiva indignación con que reaccionaba a los insultos que le dirigían por las calles de Madrid, en 1930 y 1931 (71). Consiguió al fin, no sin titánicos esfuerzos, dominar su carácter, hasta el punto de combinar armónicamente la impetuosidad con el sosiego y la fortaleza con la dulzura. ¿Quién podría reconocer en el explosivo temperamento de su juventud al "hombre de paz" que luego sería?
Bien sabes tú -escribía a Mons. Casimiro Morcillo-, después de tantos años de trato constante y fraternal, que soy hombre de paz y que debo al Señor un buen humor imperturbable y la carencia de bilis más absoluta. No puedo, por tanto, reñir con nadie (72).
Efectivamente, una vez eliminado todo apasionamiento defectuoso, limpio de escoria y ganga, quedaba armoniosamente fundido lo vigoroso de su temperamento con la suavidad de su trato. Quienes mejor le conocían eran testigos de esta feliz condición. Mons. Javier Echevarría lo define como "persona de carácter recio y fuerte, con decisión rápida y claridad de mente". Y añade a continuación: "Sin embargo, a lo largo de toda su vida, se mostró siempre afable, cariñoso y amable, condescendiente, atento a las necesidades de los demás" (73). Quienes no tenían trato asiduo con el Fundador, quienes no tenían otro conocimiento directo de su persona que una breve conversación o una corta visita, como era el caso de su dentista romano, juzgaban por las impresiones. En tales circunstancias, se sobreponía la imagen del "hombre de paz", sonriente y afable, aunque se adivinase la energía soterrada de su carácter. Cuenta Hruska, su médico dentista, que "uno tenía la sensación de que poseyese virtud magnética, una fuerza y un fluido tales que, cuantos se aproximaban a él, se sentían ligeros y transportados como una pluma […]. Cuando venía a la consulta sentía yo un placer grande: entraba un viento de felicidad, de serenidad, como si hubiera tomado un tranquilizante" (74).
Sin embargo, había ocasiones en que su temperamento, propenso a estallar pasionalmente, asomaba en los gestos y palabras del Fundador. Y no era por falta de dominio de sí mismo, sino que la energía en ebullición se le escapaba a borbotones en los negocios arduos, en las reprensiones y, sobre todo, en la defensa de su patrimonio espiritual. ¿Qué hubiera sido el Fundador sin ese recio carácter de indomable firmeza, de vibración y santo apasionamiento? ¿Cómo hubiera podido resolver imposibles y salvar toda clase de obstáculos, peleando sin pausa? ¿Cómo mantener la cabeza llena de proyectos optimistas y multitud de solicitaciones que hubieran aplastado a un empresario de altos vuelos? (75). En fin, ¿qué ventajas obtuvo de esa manera de ser?
La respuesta a esta última pregunta es que el domeñar un carácter tan fuerte le obligó a mantenerse en continua lucha ascética; y esa abundante fuente de energía, puesta enteramente al servicio de su misión fundadora, le permitió sacar adelante, con gallardía, el Opus Dei (76). Porque, como decía el Fundador, en otro caso la Obra no hubiera salido.
Otra cualidad de su carácter, contenida en las ya citadas anécdotas de la edad infantil, es aquella sensación, medio de vergüenza medio de timidez, que experimentaba cuando las visitas trataban de hacer de él un centro de atención. De ahí salió su repudio de lo espectacular, el no querer significarse. Evitaba todo protagonismo. Amaba la sencillez y la naturalidad. Huía de la afectación, de lo ceremonioso y rebuscado.
Innumerables veces a lo largo de esta historia se ha visto al Fundador acomodarse al lema ocultarme y desaparecer, tan en consonancia con su carácter (77). Sin embargo, esa norma representaba algo más que una orientación en el comportamiento social. Es la clara Voluntad de Dios sobre mí (78), escribe en 1934. Se trata, por consiguiente, de una característica del espíritu recibido en cuanto Fundador del Opus Dei.
¿Qué es un santo? Santo es el hombre metido en Dios, atento al cumplimiento amoroso de su Voluntad y dispuesto a servirle con todas sus fuerzas. Santo es quien quema su vida con el anhelo de intimar más y más con Dios, en quien centra mente y corazón, y a quien entrega apasionadamente su existencia. El comportamiento de este hombre por fuerza ha de resultar fuera del común obrar de las gentes. Acaso algunos interpreten su extremosidad como desequilibrio, como falta de mesura, como actitud extraña, anormal e irrazonable. Sin duda que el santo, al igual que el enamorado, es persona absorbida por las cosas del amado; en este caso, por Dios. Por consiguiente, ¿qué tiene de particular que sufra "chifladuras de enamorado", enajenamientos y "locuras de amor"? (79). Lo natural es que, mirándole con ojos profanos, veamos en él un hombre de juicio desvariado. Será, pues, un eterno incomprendido en sociedad mientras no se le juzgue teniendo en cuenta a Dios, que es quien causa sus "locuras", como sabiamente puntualiza el Fundador:
las locuras -las sinrazones- de los santos, ni son locuras ni anormalidades: son modos razonables de obrar Dios en las almas, según el tiempo, según las circunstancias sociales de cada época, según las peculiares necesidades de su Iglesia y de la humanidad en cada momento de la historia (80).
Los santos de gran talla suelen ser hombres ungidos con una misión divina en servicio de la humanidad. Estos hombres, llamados a convertir pueblos, implantar el mensaje evangélico o cambiar el rumbo de la historia, tienen que ser instrumentos de Dios, niños dóciles en sus manos, que obran como colosos de gran potencia. Porque de Dios les viene su energía, y Dios los utiliza como instrumentos de colaboración -profetas, apóstoles, reformadores o fundadores-, acompañándolos con su gracia. Los grandes santos son, en efecto, palancas que, manejadas por Dios, sirven para remover el mundo. No es sorprendente, por lo tanto, que choquen sin remedio con el ambiente que los circunda, calificándoles la gente de soñadores e ilusos; incluso de locos, herejes y visionarios. En fin, ¿qué podrán esperar del mundo sino ultrajes, rechazos y persecuciones?
Hemos de convencernos de que los santos -nosotros no nos creemos unos santos, pero queremos serlo- resultan necesariamente unas personas incómodas, escribía el Fundador en 1932, porque con su ejemplo y con su palabra son un continuo motivo de desasosiego, para las conciencias comprometidas con el pecado (81).
Una de las primeras cosas que le vinieron a la mente a don Josemaría fue que la tarea de quien lucha por ser santo constituye un obstáculo molesto para la sociedad en que vive. Seguramente preveía cuál iba a ser el destino suyo y el de sus hijos en cuanto tratase de poner en marcha los proyectos de apostolado universal (82). Su primer paso fue formar a quienes le seguían, exigiéndoles santidad. (Lo raro sería que no se la pidiese, cuando el mensaje que predicaba era el aspirar a la santidad en medio del mundo.) El que no esté decidido a ser santo de verdad, que se marche (83), les decía. El santo es incómodo; pero eso no significa que haya de ser insoportable. Su celo nunca debe ser un celo amargo; su corrección nunca debe ser hiriente; su ejemplo nunca debe ser una bofetada moral, dada en la cara de sus enemigos (84).
A la vuelta de los años, enriquecido con múltiples y amargas experiencias, habiendo sufrido en su carne la contradicción, el Fundador continuaba repitiendo, no sin una gota de humor, lo de que los santos resultan molestos:
Muchas veces pienso que Dios, Nuestro Señor, se divierte también con nosotros: mete en nuestro corazón deseos de santidad… y resulta que los santos han sido siempre o casi siempre un estorbo, personas… incómodas, tozudas (85).
La búsqueda de la santidad y la generosa actuación de la gracia a través de la persona del Fundador hizo que las gentes le concediesen fama de persona milagrera. Allá, por los años cuarenta, antes de ir a Roma, se le conocía como "el cura de los milagros". Por su modo de ser, nada podía resultarle más aborrecible. Nada más contrario al ocultarme y desaparecer que el ser considerado rareza pública; como "bicho" de caseta de feria -decía-; y se desahogaba indignado y dolorido:
Yo no sé por qué vienen a verme, si soy un cura gordo e insignificante. Vienen a ver al bicho, a ver si hago milagros: ¡qué voy a hacer milagros! ¡qué historia es ésta de que hago milagros! Ocurren cosas que la gente estima que salen de lo normal; pero son cosas corrientes. Y si el Señor quiere hacer algo fuera de lo normal, es el Señor quien lo hace; no yo, no este cura (86).
Poniéndose como ejemplo en el modo de vivir el espíritu del Opus Dei, el Fundador pedía a Dios que no le sacase de la Providencia ordinaria, que para él era suficientemente extraordinaria, y que la lucha de sus hijos por la santidad, y la suya propia, pasase inadvertida. De manera que no tuviera que aplicárseles lo de que para aguantar a un santo, se necesitan dos (87). El milagro de lo ordinario le bastaba, ¿para qué más? Soy enemigo de lo que se sale de la normalidad (88), les aseguraba. Ya sabéis que no me gusta vivir de la imaginación. ¡Las cuatro patitas en el suelo!, para servir a Dios de veras, bien pendientes de Él por otra parte (89). El Padre era realista, sin duda. Cortaba las alas a toda fantasía. Enseñaba a sus hijos que muy raramente tropezarían en su vida con ocasiones de lucimiento heroico o de hazañas sonadas. Su base de santificación se asentaba en el fluir constante de la vida; situaciones y sucesos repetidos; lo normal, lo diario, lo corriente y cotidiano.
Son los pequeños sinsabores de cada día, las dificultades que se presentan a diario y vencemos con amor de Dios, lo que contribuye a santificarnos, explicaba a sus hijos:
¡Justamente suceden estas pequeñas cosas, que luego se superan con caridad -in omnibus caritas!- y que son las que nos han de hacer santos! Si no fuera así, esta vida de los hijos de Dios en su Opus Dei en la tierra, sería ya un cielo. Y no puede ser: el cielo nos lo tenemos que ganar aquí, a fuerza de esas pequeñas cosas de la vida diaria. ¿Quién nos va a santificar, el Preste Juan de las Indias? (90).
En sus tareas habituales el Padre se esforzaba en poner amor, afinando cada día un poquito. Era ésta una pelea ardorosa consigo mismo para crecer más y más en caridad. De ello tomaba nota algunas veces Mons. Javier Echevarría, así como de sus comentarios. He aquí una de las observaciones del Fundador sobre el hilar fino en cuestiones de amor:
Se puede hacer un regalo a una persona dando el encargo a la tienda, por teléfono; a través de otra persona, o yendo personalmente a comprarlo. Aquel que recibe el regalo, quizá no sabrá qué procedimiento se ha seguido, pero evidentemente el afecto y el interés del que regala es distinto, según esas circunstancias. Dios ve nuestras intenciones: ¡no se trata de cumplir, sino de amar! (91).
Era claro que un amor íntimo y esforzado quemaba calladamente su vida. Ese fuego tenía, además, un toque muy particular. Era expresión de un estilo personal. Porque así como el pintor deja en la tela algo propio, que diferencia su pincelada de la de otros artistas, así también cada santo. El acento del Padre tenía timbre y hechura de enamorado. De enamorado era su lenguaje; y de enamorado sus sueños y gestos. Hablaba de "rondar" y "hacer la corte" al Señor; de entonar canciones de amor humano a lo divino; de "mimos" y "caricias" (92).
Deseaba vivamente que llegase el día en que sus hijas preparasen la materia para celebrar misa -pan y vino- cultivando vides y trigales. Se trata -les explicaba- de acariciar a Dios que nace en nuestras manos, preparando las especies para que Él baje (93). Y en una ocasión, al pasar por delante del Sagrario y hacer una de esas genuflexiones suyas, profundas y pausadas, se acercó luego al Tabernáculo a pedir perdón en voz alta, por no haber acompañado el gesto con el pensamiento. Perdóname, Jesús, porque no te había saludado con el corazón (94).
Sus escritos y predicación están sembrados de estallidos de amor: recios y místicos, tiernos e inflamados:
Considera lo más hermoso y grande de la tierra…, lo que place al entendimiento y a las otras potencias…, y lo que es recreo de la carne y de los sentidos…
Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. -Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas…, nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! -¡tuyo!- tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa… y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía (95).
Toda la predicación del Padre -y predicaba con el ejemplo- conducía derechamente a Dios, antes de desparramarse en acción apostólica por el mundo. Su programa se reducía a una palabra: endiosarse (96). Para ello aconsejaba tomar una ruta divina, acercarse a Dios por el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo:
Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos […].
Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios (97).
Enamorado e identificado con Cristo, el Fundador del Opus Dei invitaba a descubrir las riquezas de la filiación divina, fundamento de la vida del cristiano, que para los fieles del Opus Dei se traduce -son palabras suyas- en un deseo ardiente y sincero, tierno y profundo a la vez, de imitar a Jesucristo como hermanos suyos, hijos de Dios Padre, y de estar siempre en la presencia de Dios. Filiación que lleva a vivir vida de fe en la Providencia y que facilita la entrega serena y alegre a la divina Voluntad (98).
* * *
La vida interior del Padre se alimentaba y crecía con la riqueza encerrada en la Humanidad de Cristo. Y, en caso de preguntarle en qué podía servir de ejemplo, su respuesta era ésta:
De pocas cosas puedo ponerme de ejemplo. Sin embargo, en medio de todos mis errores personales pienso que puedo ponerme como ejemplo de hombre que sabe querer (99).
Peculiar de aquel hombre de Dios era su acento de enamorado, que arrastraba consigo el trasvase de afectos humanos a la esfera sobrenatural y mística. Propio de la vida interior del Padre era su empeño en hallar el quid divinum que, como una perla preciosa, se esconde en todo suceso histórico, grande o pequeño. Su espiritualidad se nutría del considerar la filiación divina que nos ha ganado Jesucristo. En fin, era hombre que sabía amar, transformando así trabajo y descanso en vida contemplativa, convirtiéndolos en oración (100).
Otra nota particular de su persona era la fineza de espíritu en el trato familiar y social. Volcaba generosamente todo su corazón, y su buena educación, en los actos más corrientes y ordinarios: procuraba conocer los gustos de una persona y lo que le era desagradable; esperaba la ocasión oportuna para dar una noticia, o quizás callarla; en la conversación sabía escuchar, no interrumpía sin necesidad, moderaba la impaciencia; evitaba las discusiones, mostraba respeto y amabilidad con todas las personas, luchaba contra el ocio; en casa cuidaba de la ropa, miraba el orden, no se desentendía de los arreglos. Todos estos detalles -que, por cierto, provenían de las enseñanzas recibidas en el hogar de sus padres- formaban parte de una serie de virtudes que van de la cortesía a la abnegación (101). En todas las tareas ponía amor de Dios, integrándolas así en su vida contemplativa.
Su comportamiento, hasta en servicios mínimos, venía realzado sobrenaturalmente por el amor a Dios con que los ejecutaba. Por este motivo no concebía que se olvidaran o desdeñasen las virtudes humanas, porque sobre ellas viene tejida en gran parte nuestra vida, como dice, con una pizca de donaire, en Camino:
No pensemos que valdrá de algo nuestra aparente virtud de santos, si no va unida a las corrientes virtudes de cristianos.
-Esto sería adornarse con espléndidas joyas sobre los paños menores (102).
El cortejo de virtudes humanas y civiles que deben acompañar al apóstol que vive en medio de la sociedad no constituye un capricho sino que viene a ser fundamento de las virtudes sobrenaturales, si nos esforzamos en elevarlo al orden sobrenatural. Es verdad que nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien (103). Este resello de carácter laical que pone el Fundador en la vida contemplativa se hace patente cuando escribe, pongo por caso: Todo el mundo ha sufrido en esta vida. Es de mal gusto que una persona hable de sus sufrimientos, y puede perder el mérito espiritual, si lo tuviera (104). En la pluma de un hombre que tanto había sufrido por amor a Cristo, ¿no sería acaso más lógico que el pensamiento rigiese una consideración de mayor altura que no la pérdida de mérito sobrenatural? Así lo expone, por ejemplo, en otras ocasiones: me basta tener delante de mí un Crucifijo, para no atreverme a hablar de mis sufrimientos (105).
Sin embargo, no es ése el factor sorprendente de la frase sino el que se apele a un sentimiento de urbanidad y buena crianza. Es decir, a un sentimiento convencional que considera de "mal gusto", y poco elegante, el hablar de uno mismo, constituyéndose en centro de la conversación o afligiendo a los demás con sus pesares.
Todo acto de piedad del Fundador llevaba impreso de algún modo rasgos propios del espíritu del Opus Dei. Así, por ejemplo, su trato con los Ángeles, que estaba lleno de confianza, naturalidad y deferencia. Esta devoción nació al pie de la cuna, cuando recitaba aquella oración infantil: "Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de día" (106). Nunca decayó. Con el trato frecuente llegaría a convertirse en auténtica amistad. Luego, siendo ya un joven sacerdote, comenzó a invocar también a su Arcángel ministerial (107). Tan fuerte era su fe que en los Apuntes íntimos recogió un buen número de favores obtenidos por intercesión angélica, hasta el punto de que se sintió impulsado a aclarar lo que decía en esas notas: yo no tengo la pretensión de que los Ángeles me obedecen -escribe-. Pero tengo la absoluta seguridad de que los Santos Ángeles me oyen siempre (108).
Acerca de lo cual, Mons. Álvaro del Portillo refiere que el Padre solía tener por la noche un rato de tertulia con sus hijos. Llegada la hora de retirarse a descansar, al salir de la habitación, antes de cruzar el umbral de la puerta, se detenía un brevísimo instante para dejar pasar a sus dos ángeles (109). Detalle que no advertían quienes no estaban en el secreto. Es un leve gesto de deferencia, pero ¿no muestra acaso, por sí solo, la viva fe del Fundador y la naturalidad con que trataba a sus ángeles? Y, ¿no nos recuerda también sus finos modales cediendo el paso a otras personas?
* * *
El Fundador ejercitó todas las virtudes cristianas. Pero, si hubiera que señalar una virtud humana de modo especial, tal vez podría mencionarse la magnanimidad. Entre otros motivos porque en su grandeza se compendian un buen grupo de virtudes naturales; y porque conduce directa y rápidamente a una entrega total, poniendo a la persona en disposición de darse a Dios. Josemaría, muchacho, tenía ya en su pecho esta potencia moral cuando un día de invierno se rindió de golpe, y sin condiciones, al ver las huellas de unos pies desnudos sobre la nieve. Al describir esta virtud, don Josemaría parece remover todo el pasado de su juventud:
Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios (110).
En ningún período de su vida perdió esa grandeza de ánimo, tan necesaria para que el carisma fundacional obrase conforme lo exigía la naturaleza del Opus Dei, que era empresa universal y de origen divino. Pero al tiempo de ser elegido como Fundador, Dios le concedió el tener siempre ante la conciencia que en ello no había mérito alguno por su parte. De forma que la vida espiritual del Padre descansaba en el conocimiento radical de que nada valía y nada era. Con frecuencia se calificaba a sí mismo de "burrito sarnoso", de "trapo sucio", de "instrumento inepto y sordo", de "saco de miserias", de "nada y menos que nada". Se veía, en la presencia de Dios, como "fundador sin fundamento", como "fragilidad, más gracia de Dios", como "un bobo muy grande". Era, en suma "una pobre fuente de miseria y de amor", "un pecador que ama con locura a Jesucristo". Esto quería que grabasen sobre su tumba: Peccator; y añadía sus razones: porque eso soy y eso es lo que siento (111). Estas definiciones le venían instantáneas a los labios. No necesitaba rebuscar vocablos con que definirse. Así se movía, entre la grandeza y la pequeñez, entre la magnanimidad y la humildad.
El Fundador desempeñó su misión generosamente, con prontitud de ánimo, al paso de Dios, hasta agotarse. Era hombre de oración ininterrumpida, y gracias a ella sacó adelante el Opus Dei. Javi -recordó en una ocasión a don Javier Echevarría- ¡acuérdate toda la vida!: el único medio que hemos tenido en el Opus Dei, y que tendremos siempre, es la oración. ¡Rezar!, ¡rezar siempre!, porque aunque parezca en algún momento que contamos con todos los medios humanos, ¡no los tenemos! Ésta es la única esencia del Opus Dei: la oración (112).
Verdaderamente era hombre de oración; pero, en cuanto Fundador de una gran empresa apostólica, estaba llamado a la acción. Su vida contemplativa absorbía aquellos dos aspectos de la existencia, y, con el ejemplo y con la palabra, enseñaba a sus hijos a fundir ambos en unidad de vida. Continuamente, y de cien maneras distintas, les repetía que habían de ser contemplativos en medio del mundo.
Una tarde de verano, estando el Padre de tertulia con sus hijos en Castelgandolfo, como llegase la hora que habían previsto para hacer un rato de oración y el director se lo indicara, le replicó: Pues lo que estamos haciendo ahora, ¿qué es sino oración? (113). Y cuenta una hija suya que un día, en que el Padre había estado trabajando entre papeles unos tres cuartos de hora, al terminar comentó: Yo, mientras he estado con estos papeles, he tenido mi mente y mi corazón junto al sagrario; y esto es lo que hago habitualmente desde mi lugar de trabajo (114).
Su programa era muy simple: hemos de divinizar nuestra vida, hemos de endiosarnos, meternos enteramente en el amor de Dios, para que actúe a través de cada uno de nosotros (115). Unos segundos -el aleteo de un pensamiento, una jaculatoria- le bastaban para zambullirse en Dios. Luego trasladaba el fuego que interiormente le consumía a sus ocupaciones; y trabajaba con ardor, dándose, gastándose, porque hacer las obras de Dios no es un bonito juego de palabras, sino una invitación a gastarse por Amor (116). Pensando en la mucha gente que ha perdido el sentido de lo sobrenatural, y se olvida de servir a Dios, el Padre ambicionaba trabajar en el lugar más escondido, calladamente, eficazmente. Consideraba maravilloso y envidiable "gastarse en el último rincón, por el bien de las almas" (117).
Con la gracia de Dios, el Fundador, a los veintiséis años de edad, daba ya la talla para llevar a cabo su misión. Lo que escribe en una carta de 1964 es exactamente lo que podía haber dicho cualquier otro día en el pasado o en el futuro, hasta el final de su vida:
tengo mucho trabajo -el trabajo, en nuestro Opus Dei, es una enfermedad endémica e incurable- y necesito que recéis por mí, para que pueda sacar toda la labor adelante con garbo; y ser bueno, fiel y alegre (118).
En una palabra, dio su vida haciendo el Opus Dei con fidelidad, a conciencia. Sobraba tarea y faltaban brazos para trabajar de sol a sol en la viña evangélica. Y quisiera Dios que no fallasen los que había:
En la Obra no nos podemos permitir el lujo de estar enfermos, y suelo pedirle al Señor que me conserve sano hasta media hora antes de morir. Hay mucho que hacer, y necesitamos estar bien, para poder trabajar por Dios. Tenéis, por eso, que cuidaros, para morir viejos, muy viejos, exprimidos como un limón, aceptando desde ahora la Voluntad del Señor (119).
Cuando moría uno de sus hijos, el Padre no podía reprimir su dolor; y se iba a conversar con Jesús en el Sagrario, y a quejarse filialmente. Luego venían las consideraciones: Dios sabe más, no es un cazador furtivo al acecho; es como un jardinero, que cuida las flores, las riega, las protege; y sólo las corta cuando están más bellas, llenas de lozanía. Dios se lleva a las almas cuando están maduras (120). Le faltaba entonces pie para quejarse. Pero, no dejaba de ser una pena el que Dios se los llevase, porque esos hijos podrían haber rendido todavía mucho en esta vida (121).
El Fundador abrió rutas nuevas a las almas, levantó las aspiraciones religiosas de millones de cristianos y señaló nuevos destinos a la sociedad. ¿Podemos hacernos cargo, por ejemplo, del alcance histórico de aquella declaración suya: recé tanto, que puedo afirmar que todos los sacerdotes del Opus Dei son hijos de mi oración? (122).
Para mejor contemplar la Humanidad Santísima de Cristo, Dios y Hombre, el Fundador aconsejaba la lectura de la Pasión del Señor:
En los primeros años de mi labor sacerdotal, solía regalar ejemplares del Evangelio o libros donde se narraba la vida de Jesús. Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor (123).
Sentía la emoción de ver la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre (124); y ansiaba tener, a flor de memoria, los padecimientos del Salvador, que ama y sufre por redimir al mundo:
Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro. Con frase que se acerca a la realidad, aunque no acaba de decirlo todo, podemos repetir con un autor de hace siglos: El cuerpo de Jesús es un retablo de dolores (125).
La tonalidad religiosa de los escritores clásicos, cuyos libros solía regalar don Josemaría, es fuertemente realista. En el Tratado de la oración y meditación de san Pedro de Alcántara, de 1533, se mantiene un estilo terso, jugoso y, en alguna ocasión, patético. Vemos a Jesús coronado de espinas en el Ecce Homo:
"Cuando yo abro los ojos y miro este retablo tan doloroso que aquí se me pone delante, el corazón se me parte de dolor […]. Ponte tú mismo en el lugar del que padece, y mira lo que sentirías si en una parte tan sensible como es la cabeza te hincasen muchas y muy grandes espinas que penetrasen hasta los huesos: ¿y qué digo espinas?, una sola punzada de un alfiler que fuese apenas lo podrías sufrir" (126).
En 1574 se publica la Vida de Jesucristo de fray Luis de Granada. Pilato pronuncia el Ecce Homo:
"Mira cuál estaría aquel divino rostro: hinchado con los golpes, afeado con las salivas, rascuñado con las espinas, arroyado con la sangre, por unas partes reciente y fresca, y por otras fea y denegrida. […] tal estaba su figura, que ya no parecía quien era, y aun apenas parecía hombre, sino un retablo de dolores pintado por mano de aquellos crueles pintores y de aquel mal presidente" (127).
Otro de los libros regalados por el Fundador era la Historia de la Sagrada Pasión del jesuita Luis de la Palma, impreso en Alcalá en 1624. Su estilo barroco es digno, erudito, piadoso, aunque un tanto caudaloso de palabras. Allí las escenas se hacen vivas, elocuentes, echan raíces en la memoria. Al llegar al pasaje de la presentación de Jesús al pueblo, escribe el jesuita:
"Llevaría los ojos llenos de lágrimas que de ellos salían, y de la sangre que destilaba de la cabeza; las mejillas amarillas, sin color y llenas de sangre y afeadas con las salivas que le habían escupido en su faz; las piernas temblando, no menos de frío que de la flaqueza, y todo el cuerpo humillado y encorvado con el peso de la afrenta y el dolor.
Teniendo Pilatos a su lado y cerca de sí este retablo tan lastimoso, que bastaba a mover a compasión a las fieras y enternecer corazones que fueran de pedernal, haciendo silencio, les dijo en voz alta: […] Ecce Homo" (128).
La tradición de los clásicos, además de realista, es vigorosa. El franciscano San Pedro de Alcántara nos presenta un "retablo" gótico, reciamente tallado por el dolor. Y el dominico Luis de Granada pinta un "retablo" renacentista, colorido por regueros de sangre. En el estilo del Fundador se sobrepone, además, un toque de emotiva intimidad. He aquí representada la condena a muerte de Jesús:
La corona de espinas, hincada a martillazos, le hace Rey de burlas… Ave Rex judeorum! -Dios te salve, Rey de los judíos. Y, a golpes, hieren su cabeza. Y le abofetean… y le escupen.
Coronado de espinas y vestido con andrajos de púrpura, Jesús es mostrado al pueblo judío: Ecce Homo! -Ved aquí al hombre. Y de nuevo los pontífices y sus ministros alzaron el grito diciendo: ¡crucifícale!, ¡crucifícale!
-Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y a abofetear, y a escupir?
Ya no más, Jesús, ya no más… (129).
Y ésta es la consideración del Ecce Homo::
El corazón se estremece al contemplar la Santísima Humanidad del Señor hecha una llaga […].
Mira a Jesús. Cada desgarrón es un reproche; cada azote, un motivo de dolor por tus ofensas y las mías (130).
En estas reflexiones, que llevan al arrepentimiento y a propósitos de nueva vida, radica la fuerza del estilo. A veces, una mirada basta en medio de la confusión de las gentes camino del Calvario:
Hay un tumulto de voces; y a intervalos, cortos silencios: tal vez cuando Cristo fija los ojos en alguien:
-Si alguno quiere venir en pos de mí, …tome su cruz de cada día y sígame (131).
Meditar la Pasión de Cristo hace recio al cristiano, le acerca al Maestro, enciende en su alma la compunción y la gratitud. Sin embargo, hay almas que no estallan en lágrimas de dolor y de amor al pensar en la Pasión de Cristo. ¿No será acaso -se pregunta el Fundador- que tú y yo presenciamos las escenas, pero no las vivimos? (132). Y a continuación nos explica cómo acompañar de cerca a Jesús:
Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas (133).
Una presencia viva significa meterse dentro del Evangelio, considerar que se está físicamente cerca de Cristo, acompañándole. Este método de contemplación lo vivía el Fundador ya en 1931, cuando escribió Santo Rosario, según el camino de infancia espiritual que le había mostrado el Señor, como ha quedado expuesto. Pensaba que todo cristiano debería llevar impresa en la memoria la Pasión, de manera que pudiese reproducirla a voluntad. Más aún, quisiera que esa presencia viva fuese una actuación personal, participación activa en la historia: poner nuestras espaldas cuando le azotan, ofrecer nuestra cabeza a la corona de espinas (134). Mejor todavía, meterse en las llagas del Señor.
Al final, acabado el sacrificio, cuando Jesús pende exánime de la Cruz, cuando todo parece perdido y la soledad envuelve el mundo, Nicodemo y José de Arimatea piden a Pilato, con valentía, el cuerpo del Señor:
Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor…, lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones…, lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
Cuando todo el mundo os abandone y desprecie…, serviam!, os serviré, Señor (135).
* * *
El Fundador tenía en Dios su pensamiento, ya fuese en los ejercicios de piedad, ya en las horas de trabajo. En virtud del principio de "unidad de vida", convertía su trabajo en oración y hacía de sus ocupaciones contemplación espiritual. Habló el Fundador del "materialismo cristiano", del valor divino encerrado en las tareas seculares, y de que para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos:
¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales (136).
Éste era su estilo de vida y ésta su enseñanza. En cuanto maestro de espiritualidad, su predicación se orientaba a difundir el mensaje de que se han abierto los caminos divinos de la tierra; y, para poner en marcha la vida contemplativa, solía "materializar" cosas en sí espirituales, dando juego a nuestras potencias y sentidos:
Para facilitar la oración -aconsejaba-, conviene materializar hasta lo más espiritual, acudir a la parábola: la enseñanza es divina. La doctrina ha de llegar a nuestra inteligencia y a nuestro corazón, por los sentidos: ahora no te extrañará que yo sea tan aficionado a hablaros de barcas y de redes (137).
Como fuente de meditación prefería las páginas del Evangelio: la vida del Señor, la de la Virgen y los Apóstoles, y el encuentro de Jesús con personajes secundarios. Acostumbraba siempre a meterse muy dentro de la narración histórica. Un día -cuenta un testigo- leía don Josemaría el evangelio correspondiente de la misa. Era el capítulo IV de san Juan, que recoge la conversación de Cristo con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob. Leyendo se le escapó al celebrante una exclamación. ¡Qué mujer!; y, al terminar la misa, explicó al que le ayudaba su admiración por aquella mujer que, a pesar de sus miserias, es una de las pocas personas que reconocen al Mesías y se lanza a ser proselitista (138).
Un par de palabras le bastaban para darnos el carácter de las personas que desfilan por los Evangelios; y de cortas referencias extraía largos comentarios, con honda visión sobrenatural y mucho sentido común, como en el caso de san José:
Porque Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José (139).
A fuerza de leer y meditar la vida de Jesús, se movía didácticamente bajo la influencia evangélica de las parábolas, en busca de la sencillez, de lo conocido e inteligible para materializar hasta lo más espiritual. De un hecho vulgar o corriente, por ejemplo, sacaba enseguida una imagen, que interpretaba en términos espirituales. La contemplación de la naturaleza le llevaba inmediatamente a Dios, a la esfera de las cosas divinas, como pone de manifiesto la siguiente anécdota. Paseando en cierta ocasión por una playa del Mediterráneo, cerca de Valencia, vio una hilera de árboles, entre el mar y los campos cultivados. Estaban retorcidos y maltrechos por el viento, y picados de salitre. Así habéis de ser todos vosotros -comentó a quienes le acompañaban-, árboles de primera línea, que se desgastan protegiendo a los demás árboles de la Iglesia (140).
Cualquier suceso de la vida cotidiana que tuviera referencias evangélicas le conmovía hondamente y le disponía a la contemplación. Con una escena del campo comienza una de sus homilías:
Ibamos hace tantos años por una carretera de Castilla y vimos, allá lejos, en el campo, una escena que me removió y que me ha servido en muchas ocasiones para mi oración: varios hombres clavaban con fuerza, en la tierra, las estacas que después utilizaron para tener sujeta verticalmente una red, y formar el redil. Más tarde, se acercaron a aquel lugar los pastores con las ovejas, con los corderos; los llamaban por su nombre, y uno a uno entraban en el aprisco, para estar todos juntos, seguros (141).
Se veía oveja de Cristo y pastor de sus hijos en el Opus Dei:
Tanto me enamora la imagen de Cristo rodeado a derecha e izquierda por sus ovejas, que la mandé poner en el oratorio donde habitualmente celebro la Santa Misa; y en otros lugares he hecho grabar, como despertador de la presencia de Dios, las palabras de Jesús: cognosco oves meas et cognoscunt me meae (Jn.10, 14), para que consideremos en todo momento que Él nos reprocha, o nos instruye y nos enseña como el pastor a su grey (142).
Despertador de la presencia de Dios era todo aquello que traía a la memoria del Fundador su misión; palabras u objetos que de algún modo le reavivaban interiormente. Esas cosas con las que despertar el afecto, esas industrias humanas -como también las llamaba- no eran únicamente objetos piadosos: crucifijos, imágenes de la Virgen o textos de la Sagrada Escritura. Ahí entraban también los objetos más variados: borricos, mapas, una flor, una foto familiar, un ladrillo… Ya en 1928, en los primeros años de don Josemaría en Madrid, tenía sobre la mesa un plato de cerámica de Talavera, roto y con lañas, en el que contemplaba, por reflejo de conciencia, la imagen de su propia fragilidad, recompuesta por el amor de Dios (143).
(Por tal procedimiento, los objetos más vulgares devenían símbolos y recuerdos que engendraban incitaciones ascéticas o contemplativas. En Villa Tevere se ven por todas partes dibujos, inscripciones, rótulos, escudos… que constituyen un lenguaje vivo de la presencia de Dios en aquella casa.)
La urgencia del Fundador por ver cumplida su misión divina se hacía evidente en su fogosa actividad, y se reflejaba en un estilo condensado de imágenes evangélicas, que se desgranaban dejando tras sí un reguero de brillantez y soltura:
Podemos comprender toda la maravilla de la llamada divina. La mano de Cristo nos ha cogido de un trigal: el sembrador aprieta en su mano llagada el puñado de trigo. La sangre de Cristo baña la simiente, la empapa. Luego, el Señor echa al aire ese trigo, para que muriendo, sea vida y, hundiéndose en la tierra, sea capaz de multiplicarse en espigas de oro (144).
* * *
Era el Fundador sacerdote que no hablaba más que de Dios; y así gustaba de ser definido. Su total entrega a la misión apostólica le llevó a predicar el mensaje de la santificación en medio del mundo. En eso centró sus potencias. A eso se dedicó en cuerpo y alma. Su trato con cientos de jóvenes, primero; y luego con mujeres y hombres -sacerdotes y seglares-, le dio tal conocimiento del alma humana, y fue tanta la gracia que acompañó su labor sacerdotal, que difícilmente se hallará director con mayor experiencia. En sus libros -cuya finalidad es hacer hombres y mujeres de oración y de criterio cristiano- nos ofrece algo de aquella experiencia sacerdotal. En primer lugar, porque muchas de sus páginas son autobiográficas; y en ellas nos refiere su lucha y sus debilidades, con las que siempre cuenta Dios para que nos hagamos santos los hombres:
repaso mi conducta, y me asombro ante el cúmulo de mis negligencias. Me basta examinar las pocas horas que llevo de pie en este día, para descubrir tanta falta de amor, de correspondencia fiel. Me apena de veras este comportamiento mío, pero no me quita la paz. Me postro ante Dios, y le expongo con claridad mi situación. Enseguida recibo la seguridad de su asistencia, y escucho en el fondo de mi corazón que Él me repite despacio: meus es tu! (Is.43, 1); sabía -y sé- cómo eres, ¡adelante! (145).
El Fundador navega por delante, como un rompehielos, abriendo camino. Nos habla, por propia experiencia, de las dificultades que encontró, de la táctica seguida, y de los medios para superar obstáculos. Y, para no hablar siempre de sí mismo, y salvaguardar su humildad, narra las anécdotas de su vida en tercera persona; y va un ejemplo:
Decía -sin humildad de garabato- aquel amigo nuestro: "no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer" (146).
Son muchas las ocasiones en que, como aquí, los relatos autobiográficos están enmascarados por el estilo literario. Generalmente don Josemaría recurre al procedimiento del anonimato: Cuentan de un alma…; había un pobre sacerdote; soñaba en cierta ocasión un conocido mío; sé de uno que usaba, como registro para los libros… En estos casos se trata casi siempre de actos virtuosos. Pero, al revés, también se destapaba manifestando su flaqueza, para escarmiento del prójimo. Así, por ejemplo, cuando examinando su jornada de trabajo, rodeado a veces de sus hijos, se le escapaba una exclamación contrita: Señor: ¡Josemaría no está contento de Josemaría! (147).
En la predicación, y en los escritos, era característico el uso que hacía del "tú y yo", para que el oyente no se encontrara desamparado, para animarle y tomar juntos las decisiones. De modo que, al examinar la conducta de las personas a quienes dirigía, jamás olvidaba empujarles hacia la santidad, haciendo que formulasen un propósito de mejora, por pequeño que fuese. Pero, en ningún momento pretendía imponerles un método determinado de oración o un camino cualquiera de vida espiritual (148).
Don Josemaría es, indudablemente, maestro de vida interior por su doctrina y por su don de consejo; pero, sobre todo, por haber escalado antes las cumbres que conducen a la santidad. En la dirección espiritual era, a la vez, comprensivo y exigente. Llevaba a las almas como por un plano inclinado, intensificando su vida de piedad, al tiempo que eliminaba defectos e imperfecciones. Sin ir más allá, las delicadas sugerencias de que están llenos sus libros son prueba de que no se trata de conocimientos que le vengan ni de oídas ni del estudio teórico, sino del propio examen y de la lucha ascética consigo mismo.
Déjame -escribe en Surco- que te recuerde, entre otras, algunas señales evidentes de falta de humildad:
-pensar que lo que haces o dices está mejor hecho o dicho que lo de los demás;
-querer salirte siempre con la tuya;
-disputar sin razón o -cuando la tienes- insistir con tozudez y de mala manera;
dar tu parecer sin que te lo pidan, ni lo exija la caridad;… (149).
Y así hasta una veintena de casos. Las más de las veces, los maestros de vida interior adquieren esta fina perspicacia en el esfuerzo por liberarse de sus propios defectos:
A medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que sólo gusta de la limpieza de Dios (150).
Si retrocedemos ahora en busca de los sucesos más significativos de la vida del Fundador antes de 1928, veremos al Señor preparándole para echar sobre sus hombros la carga gloriosa de una empresa divina. Elección que se remonta a los orígenes del mundo, porque, como escribe san Pablo a los de Éfeso, Dios "nos eligió antes de la creación del mundo para que seamos santos y sin mancha en su presencia" (151). Frase que llenaba de dulzura el corazón de Josemaría; porque, ¿cabe alegría mayor que la de saberse amado de esta manera por el Creador de los cielos y la tierra? (152). Y, como los grandes santos y héroes de la historia, un día tropezó con un símbolo vivo de ese amor de Dios. A su vista, se le conmovieron las entrañas con un dulce sobresalto. Verdaderamente, el encuentro de Dios con cada hombre es inefable e irrepetible (153). Pero lo que caracteriza la respuesta de Josemaría, aún muchacho, es su decisión. No vacila en entregarse. A partir de ese momento preciso se embarca en un proyecto de amor, en una divina aventura cuyo rumbo desconoce.
La voz de Dios le reclama por su propio nombre: "ego vocavi te nomine tuo: meus es tu!" (154). Yo te llamé por tu nombre; ¡eres mío! Dondequiera que le salgan al paso, estas palabras del profeta Isaías despertarán en su alma recuerdos inefables:
No sé qué te ocurrirá a ti…, pero necesito confiarte mi emoción interior, después de leer las palabras del profeta Isaías: ego vocavi te nomine tuo, meus es tu! -Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío!: ¡que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor! (155).
La llamada -comenta el Fundador- es algo tan hermoso como enamorarse […]. Hay que dar el corazón indiviso, entero, porque el corazón se apega (156). Además, el Señor es celoso: Jesús no se satisface "compartiendo": lo quiere todo (157).
Aquel episodio de las huellas de unos pies desnudos en la nieve nos muestra un corazón adolescente, generoso, inflamable y apasionado: ¡Qué bonito es dar el corazón a Dios cuando se tiene quince años! (158). Pero este suceso no es más que el comienzo de una larga aventura de amor, hecha de fidelidad, de alegría y sacrificios, para hallarse siempre a merced de la Voluntad divina. Tal constancia no es resultado de un entusiasmo pasajero sino rasgo imborrable de la personalidad del Fundador, elevado por la gracia divina.
Una audacia sin límites, henchida de desprendimiento, le impulsó a arriesgarlo todo sin reservarse nada, como aquel mercader en perlas finas de que habla el Evangelio, que vendió cuanto tenía para comprar una perla maravillosa, de gran valor. Entregarse por entero al Amor le supuso muy grandes sacrificios. El joven estudiante renunció a sus sueños de hacerse arquitecto y fundar un hogar. Se vio obligado a emprender rutas más ásperas, sin atender a sus gustos, rechazando toda oferta que pudiera desviarle del camino de los barruntos. No fue, por lo tanto, cuestión de un fugaz antojo. Fueron diez años de un incansable y consciente repetir: Domine, ut videam! Perseverancia muy propia de los auténticos enamorados, capaces de consumir siglos en el dulce tormento de la espera.
Ni en privado ni ante la muchedumbre ocultaba su condición de loco enamorado: Yo soy loco de atar, pero a lo divino (159). Todo su ser vibraba en amor de Dios, como anota en sus Apuntes íntimos: querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey (160).
Entre esos libros se encuentran: Camino, Santo Rosario, Vía Crucis, Surco, Forja, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios… De inmediato, al leerlos, se advierte que el lenguaje y las expresiones de que echa mano el autor son eco de sus pensamientos: acariciar a Dios, estar chiflado de amor, divinizar nuestra vida, recibir un mimo del Señor, endiosarnos… Vocabulario que conduce directamente al camino justo que el Fundador recomendaba para acercarse a Dios: la Humanidad Santísima de Cristo (161). Nosotros debemos ser Cristocéntricos: poner a Cristo en el centro de nuestra vida (162). Cristo es el Mediador, en quien gravitan los cielos y la tierra. En Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, tenemos un ideal humano que se hace divino. De manera que, identificado con Cristo por la gracia, hecho otro Cristo, el hombre se diviniza para participar de las riquezas de los hijos de Dios.
Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra (163), decía conmovido el Fundador. Ha tomado carne como la nuestra. Con corazón de carne le aman los hombres. De corazón a corazón se entienden los hombres con Dios (164).
Siempre consideró don Josemaría como don natural, no como virtud adquirida, el poseer un corazón extremamente delicado. Por eso, en alguna ocasión, se puso como ejemplo de hombre que sabe querer (165). Y, ¿cómo era tal querer? Por de pronto, no hay que imaginarlo como afecto "descarnado" o "espiritualista", porque Dios no nos pide cosas deshumanas (166). Ni tampoco como entrega cautelosa, a medias tintas. El simple hecho de que lo confronte con pasiones violentas e insolentes, nos da idea de que pretende situarlo en el ámbito de las mociones impetuosas:
Me dices que sí, que quieres. -Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer?
-¿No? -Entonces no quieres (167).
Con audacia de amor pedía un corazón a la medida del corazón de Jesús: un corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al cielo (168). Un corazón para ser muy humanos y muy divinos (169), estando estrechamente unidos a Él, endiosados, de manera que el amor de Dios actúe a través de cada uno. No ponía fronteras a su amor. Amaba con increíble entusiasmo las cosas del cielo y de la tierra, porque es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres (170).
De aquella profunda unidad de vida, le nacía la necesidad y como el instinto sobrenatural de purificar todas las acciones, de elevarlas al orden de la gracia, de santificarlas y de convertirlas en ocasión de unión personal con Dios, para cumplir su Voluntad, y en instrumento de apostolado (171). Pertenecía don Josemaría a ese género de almas contemplativas que llevan su celda en el corazón, y que recorren los caminos todos de la tierra para hacerlos divinos, santificando el trabajo (172). Era, en fin, hombre de espíritu sacerdotal y de mentalidad laical. Y si en una primera etapa se definió como pecador que ama con locura a Jesucristo; ahora añadía: como sacerdote de Jesucristo que ama apasionadamente el mundo (173).
* * *
"Tanto amó Dios al mundo -nos dice san Juan- que le entregó a su Hijo Unigénito para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna" (174). Con entero desprendimiento, don Josemaría puso al servicio de la Corredención cuanto de Dios había recibido: dotes personales, carisma de fundador y el mismo Opus Dei con sus labores apostólicas. Y, al igual que toda su vida tiene traza de amorosa urgencia, en todos sus dichos se reconoce un idéntico timbre de voz; en sus proyectos, una particular vena de inspiración; y en sus escritos, un peculiar estilo literario. Su lenguaje rebasa, de manera incontenible, lo que un alma mediocre consideraría más que "razonable" en el trato con Dios. Porque en los libros de fuego los conceptos de amor crepitan entre brasas; y los corazones, como rubíes encendidos, arden en místico holocausto (175).
Acaso se nos ocurra preguntarnos a qué este lenguaje de los santos, tan cargado de vehemencia y excesos poéticos. ¿Qué pretenden con estas sinrazones?
Ya desde las primeras páginas de Forja nos llega el eco del grito de Jesús, tal como llegaba a oídos de don Josemaría:
Yo te oigo clamar, Rey mío, con viva voz, que aún vibra: "ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?" -he venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? (176).
A lo que el discípulo responde con todas sus potencias, dispuesto a pegar fuego al mundo entero: ¡aquí me tienes porque me has llamado! Y suplica hacerse hoguera viva:
¡Oh Jesús…, fortalece nuestras almas, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor!: haznos así hogueras vivas, que enciendan la tierra con el divino fuego que Tú trajiste (177).
Derrite y enciende mi corazón de bronce, quema y purifica mi carne inmortificada, llena mi entendimiento de luces sobrenaturales, haz que mi lengua sea pregonera del Amor y de la Gloria de Cristo (178).
Y, para mayor garantía de que prenderá el incendio, pide a los Ángeles que soplen en el rescoldo de los corazones con ceniza; e invoca a la Virgen para que nos procure un amor de auténticas llamaradas:
Dulce Madre…, llévanos hasta la locura que haga, a otros, locos de nuestro Cristo.
Dulce Señora María: que el Amor no sea, en nosotros, falso incendio de fuegos fatuos, producto a veces de cadáveres descompuestos…: que sea verdadero incendio voraz, que prenda y queme cuanto toque (179).
La vida del Fundador fue, verdaderamente, la de un místico en medio del mundo, la de un hombre perdidamente enamorado de Cristo.
Don Josemaría, como ya quedó debidamente expuesto, renunció desde primera hora a tomar el camino literario. Dotes sobradas tenía para este oficio, pero puso su pluma, sin vacilar, al servicio de las almas. Se pasó la vida escribiendo, es cierto. Sin embargo, los apremiantes quehaceres fundacionales le obligaron a dejarse más de un libro en el tintero. La escasez de tiempo se refleja en la forma de concebir sus libros, en los que no se tratan las materias de manera sistemática y académica. Son, más bien, pensamientos dirigidos a las almas contemplativas en medio del trajín de la vida. De ahí que Camino, Surco y Forja se compongan de un conjunto de reflexiones vivas y breves. Conversaciones, de un conjunto de entrevistas; y Es Cristo que pasa y Amigos de Dios, de un conjunto de homilías.
Algunos de estos libros proceden de los Apuntes íntimos y se publicaron después de la muerte de su autor. Son los Apuntes, en buena parte, anotaciones espléndidas sobre su vida interior. Revelan, también, una asombrosa precocidad espiritual, que discurre en paralelo histórico con la gestación del Opus Dei. Los Apuntes contienen, por ejemplo, la matriz del espíritu del Fundador; y son la cantera de donde puede extraerse muchas de las inspiraciones fundacionales. Aspecto, este último, que ahora nos interesa, pues ha llegado el momento de indagar qué parte tuvo don Josemaría en la tarea de plasmar el Opus Dei, y qué papel juegan las inspiraciones divinas.
Adelantemos, en fórmula concisa, que el Opus Dei, en cuanto realización histórica, dimana del carisma fundacional (gracia especial de Dios) encarnado en la persona del Fundador (180). Cuando éste recibió el encargo de comenzar el Opus Dei no tenía -nos dice- más que ventiséis años de edad, gracia de Dios y buen humor. De modo que bien pudiera plantearse la cuestión anterior en los siguientes términos: ¿cómo se realiza la conjunción operativa del carisma con su juventud y buen humor?; esto es, con su personalidad y estilo de vida, con sus virtudes y cualidades humanas.
En estas operaciones es base teológica de partida el principio de que Dios respeta la libertad de la persona, sin imponerse coactivamente. Por otra parte, la actuación de don Josemaría está presidida por su docilidad a las mociones divinas. De modo que su voluntad, fiel a las luces ordinarias de la misión recibida, venía a confluir con el querer de Dios; pero dejando impreso en cuanto hacía el cuño de su personalidad: fe gigante y amor apasionado, sentido positivo y práctico de la vida, generosidad, optimismo y demás virtudes humanas que, en largo y lucido acompañamiento, arrastraba ya consigo antes de la fundación.
Y, si queremos saber cómo obraba, ordinariamente, la gracia carismática, leamos una anotación de junio de 1930: Buscando luz, para resumir las actividades de los miembros, parece que el Señor me ha hecho vislumbrar un chispazo: No es -desde luego: ya me doy cuenta- no es una cosa definitiva, una iluminación, sino un rayito de claridad (181). De donde se desprende que las luces propias del carisma fundacional, no le daban a don Josemaría las soluciones hechas para todos los asuntos particulares, sino que le servían de orientación para encontrar los medios prácticos de realizar el Opus Dei. Todo lo cual le exigía derroche de fuerza física, una actitud de perpetuo retén y un ir por la vida "a contrapelo", entreviendo rayitos de claridad. Las iluminaciones extraordinarias, que muy de tarde en tarde le venían del Señor, tenían por objeto mostrarle lo que era esencia del Opus Dei, inspirándole "ideas-madres", que él, por propia cuenta, había de desarrollar después.
De hecho, don Josemaría conoció largas temporadas en que el Señor le retiró toda luz; y ocasiones en las que tuvo que dejarse llevar de la mano, a ciegas, dócil como un niño. Uno de esos períodos de inacción, al que se hizo referencia en su momento, comienza en octubre de 1928, después de haber recibido la iluminación sobre toda la Obra (182). Fue a partir de esas fechas cuando se vio privado de las inspiraciones con que anteriormente le asistía el Señor. Pasó más de un año sin que Jesús hablara, para probar, con evidencia, que su borrico (se refiere a sí mismo) era sólo el instrumento… y ¡un mal instrumento! (183). La tarea fundacional quedó, por entonces, como en estado de espera, hasta que en noviembre de 1929 le vino de nuevo a don Josemaría ayuda especial y concreta: la renovación de aquella corriente espiritual de divina inspiración, para la Obra de Dios, perfilándose, determinándose lo que Él quería (184).
El Opus Dei es Obra de Dios y no de los hombres. Esto aclara, pues, en qué consiste la cooperación del Fundador en el designio divino. Don Josemaría vio, por iluminación sobrenatural, la esencia de este proyecto y recibió la semilla del Opus Dei en su mente y en su corazón. Y, como elegido por Dios, a él correspondía la realización del plan divino en este mundo. Para ello necesitaba, sin embargo, asistencia de lo alto. Tenía que trabajar bajo el dictado de la gracia fundacional. Por lo demás, frecuentemente tropezaba con obstáculos humanamente insuperables. Esperaba entonces que el Señor le iría abriendo camino con ilustraciones especiales. Dios iluminará a su hora, escribió en uno de esos momentos de ahogo (185).
Pero, qué difícil es dar en un justo equilibrio espiritual, reposando con santo abandono en brazos de la divina Providencia, sin caer en la presunción de que Dios está a nuestro exclusivo servicio como un deus ex machina. Porque eso sería tentar a Dios. Después de hacer un acto de fe en que el Señor iluminaría en el tiempo y modo que juzgase oportunos, don Josemaría continuaba reflexionando consigo mismo sobre la labor específica de la Obra (hombres y mujeres):
Parece que me preocupa el sostenimiento de las Obras y que no tengo suficiente confianza en la divina Providencia. No es así. ¡Tantas veces he tocado esa Providencia amorosísima! Pero, no hay que tentar a Dios […].
Hay obras de celo pequeñas, de poco gasto de dinero, que no llegan a perfección, porque la fe, que dicen tener en el Providencia, no es tal: es empeñarse en obligar a Dios a hacer milagros sin necesidad (186).
El criterio para evitar ese falso providencialismo es tener mucha fe en el Señor y poner todos los medios que emplearíamos en otro negocio, (junto con la Oración y la Expiación) (187). Éste sería uno de los principios prácticos que siempre vivió el Fundador y que transmitió a los fieles del Opus Dei: no esperar milagros si no se han puesto los medios adecuados y se ha trabajado con empeño.
Conforme se desarrollaba la empresa, el Fundador iba anotando y perfilando la Obra, como señala con modestia (188). (Recordemos, una vez más, que las páginas de los Apuntes íntimos que han llegado a nosotros comienzan a mediados de marzo de 1930. Esto es, un mes después de que el Señor hiciera rectificar a don Josemaría su idea de que no habría mujeres en el Opus Dei. No podemos reconstruir las páginas anteriores a esas fechas, pero sí analizar posteriores anotaciones).
Era la primera hora de la fundación. Don Josemaría no tenía aún confesor fijo en Madrid, ni persona a quien abrir su alma. Lo consignado entonces por escrito en su cuaderno eran pensamientos y sugerencias para meditar a solas con Dios.
Pues bien, lo primero que salta a la vista de un atento lector es la prontitud con que don Josemaría incorpora a las mujeres en todos sus proyectos apostólicos, indicándoles, con audacia, campos específicos para sus labores. Desde un principio quedan equiparadas a los hombres en las actividades propias de unos y otras. Es claro que recibió conmovido, y con profundo agradecimiento, la noticia de que el Señor quería también mujeres en el Opus Dei.
Veía el Fundador a los hombres y mujeres de la Obra -unos y otras-, tratando de inmunizar de corrupción a la sociedad entera. Pero con la alegría de perfeccionarla, sanearla y lavarla de lacras. Y la imaginaba como un paciente que volvería a la salud de Cristo sometiéndole a un moderno y eficaz tratamiento; esto es, mediante inyecciones intravenosas, que serán ellos mismos (hombres y mujeres), incorporándose […] en el torrente circulatorio de cada clase social (189).
Junto con esta labor de apostolado universal de los fieles del Opus Dei, desde la entraña misma del mundo, sin salirse de su sitio, sin abandonar su profesión, sin cambiar de estado, el Fundador va señalando también apostolados específicos. En una anotación del 13 de marzo de 1930, hablando del apostolado de las mujeres de la Obra de otros países y de distinta lengua, apunta la posible creación de un centro docente, de una Academia de lenguas vivas que, como las otras empresas, pague al Estado sus impuestos, y en la que las alumnas todas paguen también. Nada de balde (190). (No quería don Josemaría privilegios para las futuras labores apostólicas, ni que se incluyeran dentro del capítulo de la Beneficencia a efectos de exención tributaria, si no había razón legal para ello. Los fieles del Opus Dei eran ciudadanos corrientes, con los mismos derechos y obligaciones que los demás conciudadanos. Ni más ni menos).
Al crearse en 1933 la primera obra corporativa del Opus Dei, la Academia DYA, don Josemaría tuvo buen cuidado en hacer de ella un centro civil. Su mentalidad laical (y esto es un rasgo del Opus Dei) le llevó a seguir puntualmente lo dicho sobre la Academia de lenguas vivas. Nada de privilegios. Satisfizo los impuestos exigidos por la Administración pública. Tendrían los mismos derechos que las demás academias. Y recordemos que antes de inaugurarse Strathmore College de Nairobi, en 1961, el Fundador indicó a sus hijos que ese Colegio interracial tendría que estar abierto a estudiantes no católicos y no cristianos. De ningún modo sería confesional (191).
En aquellos primeros tiempos, en que todo estaba por hacer, intentaba don Josemaría resolver mentalmente las dificultades que se le presentarían en un próximo futuro. Cuando pasaran unos años y no tuviera aún sacerdotes que se ocupasen de la dirección espiritual de las mujeres y de la administración de los sacramentos en sus casas, ¿cómo se las arreglarían? En los centros rurales -escribe en sus Apuntes íntimos- hágase un convenio con el Sr. Cura -gratificándole de manera digna y espléndida- para que vaya diariamente, a hora fija, a la Casa de la Obra (192). Y, en las casas urbanas, haya capellanes bien pagados (y explica: sean estas capellanías verdaderamente congruas, y así podrá escogerse personal bien formado, en todos los sentidos) (193).
Es también deseo del Fundador que se concierte con el párroco el celebrar mensualmente una exposición solemne con el Santísimo, a las mujeres de la Obra, detallando a sus futuras hijas el espíritu con que han de hacer ese acto eucarístico. Les recomienda generosidad: Sean espléndidas con el Señor: muchas velas de buena cera, mucha riqueza en la Custodia y ornamentos, mucho fervor, mucha oración (194).
Entremezcladas con este género de consideraciones, que la fe del Fundador hacía realidad anticipada, hay otras anotaciones que se fundamentan en sus pasadas experiencias pastorales. Era triste -por ejemplo- ver a los hombres apartarse de la Iglesia por no poder asistir a los actos de devoción, que solían tener lugar cuando ellos estaban en sus negocios o en el trabajo. Era preciso atraerlos a los cultos parroquiales. Había que facilitarles la recepción de los sacramentos e ir creando un ambiente que borrase de sus cabezas la errónea noción de que la iglesia es para las mujeres. En una sociedad cada vez más distanciada de Dios, don Josemaría buscó hacer de la religión un negocio que interesase a todas las almas. En cuatro palabras resumía su programa de acción: haya virilidad, arte, puntualidad, devoción seria y recia: seguro estoy de que responderán los hombres (195).
Para volver a un clima de virilidad estética habría que empezar desterrando de las iglesias toda decoración cursi y acaramelada, restableciendo el buen gusto en el arte sacro. El sentido del decoro litúrgico llevaba a don Josemaría a denunciar la chabacanería reinante: mucha luz eléctrica, en el retablo y hasta en el tabernáculo de la Exposición. Bambalinas y teloncillos de teatro provinciano. Floripondios de papel y trapo. Imágenes relamidas, de pasta flora. Puntillas y primores mujeriles, en las albas y en los manteles. Cacharros feísimos… (196).
La abundancia de ideas, sugerencias apostólicas, soluciones prácticas o advertencias estéticas de que están repletos los Apuntes nos lleva a preguntarnos por la razón de ese hervidero de proyectos, que parecía manar de la mente del Fundador. Con el correr del tiempo, todos aquellos temas, que en 1930 estaban como en germen, fueron cristalizando; y ahora podemos contemplar, con transparencia, su estrecha vinculación con la vida interior de don Josemaría. Allí está el origen fecundo del despliegue de la Obra hacia lejanos horizontes.
De su piedad eucarística, por ejemplo, derivan muestras de dignidad estética en iglesias y oratorios; de amor, en la riqueza de custodias y vasos sagrados; de limpieza, en la ropa de altar y sacristía; de fidelidad, en el seguimiento de las disposiciones litúrgicas. Consecuente con su fe, derrochaba generosidad en el culto eucarístico e inculcó en todos sus hijos, con su ejemplo y con su palabra, la devoción al Santísimo Sacramento. Hasta en las gratificaciones materiales a los ministros del Señor mostraba don Josemaría su agradecimiento y esplendidez. Pero, cuando piensa en la conveniencia de editar una revista que ofrecer a todos los señores Párrocos, añade una pequeña cortapisa: que había de ser muy barata; no, gratis (197).
Y, en caso de que las mujeres de la Obra tuvieran que encargarse de las ropas y menaje del culto parroquial, les avisa para que no se olviden de proporcionar también casi gratuitamente -pero nunca gratis, ¡nada de balde!- las hostias y el vino para el Santo Sacrificio (198). Pero, ¿no nos ha salido ya al paso esta misma advertencia al hablar de la Academia de lenguas vivas, y establecer que las alumnas todas paguen también. Nada de balde? (199).
Y, cuando haya que dar un círculo de estudios o clases de formación a gente de modesta posición económica, ha de procurarse -escribe también el Fundador- que la casa donde se acomoden esté al nivel de sus posibilidades: que gocen de bienestar y baratura, pero nada de balde (200).
¿Por qué tantas limitaciones? No parece sino que don Josemaría trata de deslucir adrede su natural disposición a mostrarse generoso. Sin embargo, bien se entiende que no lo hace por mezquindad. Entonces -preguntamos- ¿a qué tanto insistir en el nada de balde? ¿Qué se pretende con estas advertencias? Sencillamente nos lo explica don Josemaría: los hombres somos de una condición que lo que no nos costó dinero lo tenemos en poco. Por eso: nada de balde (201). Lo cual, trasladado al refranero popular equivale a "lo que poco cuesta, poco se estima"; y en otras ocasiones a "lo que mucho vale, mucho cuesta".
Todavía con los anteriores avisos frescos en la memoria, a finales de agosto de 1930 anotaba en sus Apuntes: Otras veces se dijo, como principio inconmovible de la Obra de Dios, que nada de balde. Y así creo que debe ser (202). He aquí, aprobada por el Fundador, una norma de comportamiento, que aparece de nuevo en las páginas que recogen las primeras inspiraciones fundacionales. Con el tiempo, aquel principio del nada de balde se fue transformando en otro de categoría superior: el apostolado de no dar (203). Operación que consiste, son palabras de don Josemaría, en hacer apostolado con sentido común (204). Estos principios de economía apostólica se acoplan al espíritu del Opus Dei, porque detrás de ellos hay un fondo de caridad fina. En efecto, a cambio de una pequeña ayuda por parte de los favorecidos en centros benéficos o de enseñanza, éstos pueden decir, en conciencia, que contribuyen al mantenimiento del centro, y ver en las instalaciones y servicios algo suyo. Es muy posible que el interesado no se percate siquiera de que se le dan las cosas casi gratis. Quizá ese pequeño sacrificio económico hará que no se sienta humillado, que aproveche mejor y que estime un poco más lo que algo le cuesta (205).
Es claro que se trata de normas prácticas, nacidas del propósito de obtener la máxima eficacia apostólica; pero también son expresión genuina de la mentalidad laical y del empuje que don Josemaría intentaba dar a su apostolado. Porque, entendámoslo bien, la realización histórica del Opus Dei, su implantación en el mundo, no es una operación abstracta sobre una sociedad teórica. Consiste, más bien, en recristianizar la sociedad desde dentro, como la levadura levanta la masa o una inyección intravenosa actúa en el organismo de un paciente. Tarea propia del Fundador era también el encauzar la nueva realidad teológica y pastoral que muy pronto iba a producirse.
Don Josemaría, dentro de los posibles modos de actuar conforme al espíritu del Opus Dei, fue rompiendo camino, dando ejemplo de vida y predicando su mensaje. Junto al apostolado de no dar, practicó el apostolado de la oración, el apostolado ad fidem, el apostolado del almuerzo, el epistolar, el de la doctrina, el de la discreción, el de amistad y confidencia, el de la inteligencia, el del sufrimiento; en fin: el apostolado de la diversión, el apostolado del ejemplo y hasta el apostolado de los apostolados, en aquellos primeros años en que tuvo que hacer el servicio doméstico en las residencias. Como es natural, las múltiples facetas de su apostolado requerían tiempo y esfuerzos fabulosos, para sacar adelante una empresa que excedía sus fuerzas. Refiriéndose a su poquedad como instrumento en manos de Dios, escribía en diciembre de 1931:
Al releer ayer una determinada anotación del primer cuaderno de catalinas, comprendí cuánto era mi desconocimiento de la vida espiritual. Y esa circunstancia lamentable, Jesús, me hizo llegar a ti con más amor, lo mismo que hay más admiración para el artista que crea una obra admirable con un instrumento tosco y desproporcionado (206).
El Opus Dei se fue haciendo al paso de Dios. Muchas veces don Josemaría no daba con la solución, porque no existía solución. (Es el caso de la configuración jurídica de la Obra). Y otras, por falta de ilustración extraordinaria, obraba casi a ciegas, bajo la moción de la gracia y una idea vaporosa, que iba tomando forma lentamente, como adquieren consistencia los objetos conforme les da la luz. Inesperado prodigio, que le mueve a confesar el pleno señorío divino sobre la fundación:
Me asusto de ver lo que Dios hace: yo no pensé ¡nunca! en estas Obras que el Señor inspira, tal como van concretándose. Al principio, se ve claramente una idea vaga. Después es Él, Quien ha hecho de aquellas sombras desdibujadas algo preciso, determinado y viable (207).
Iba muy avanzada la primera mitad del 1930. Sería, probablemente, en los últimos días de junio cuando don Josemaría, haciendo resumen de todo lo que llevaba anotado sobre el espíritu, organización y apostolados de la Obra, escribe:
quiere el Señor humillarme de una buena temporada a esta parte, para que no me crea un superhombre, para que no crea que las ideas que Él me inspira son de mi cosecha, para que no piense que merezco de Él la predilección de ser su instrumento… Y me ha hecho clarísimamente ver que soy un miserable, capaz de lo peor, de lo más vil (208).
Y, discurriendo con estupor sobre lo anotado hasta entonces en los Apuntes exclama:
jamás pude prever que, de anotar las inspiraciones, hubiera de resultar una Obra así […]. Nadie puede saber mejor que yo, cómo todo lo que va resultando (jamás pensado por mí) es cosa de Dios (209).
Todo esto que vamos contando sucedía muy a los comienzos, cuando el Padre tenía por delante toda una vida para "perfilar" la Obra. Tarea en la que empleó muchos años de fatigas. Y si los grandes hombres se hacen y definen en el dinamismo de la Historia por el servicio prestado a una alta causa, ¿qué podemos decir del Fundador? La clave de su personalidad está en el trato íntimo con el Señor de la Historia, porque la fundación del Opus Dei es algo que sucedió entre Dios y don Josemaría.