Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer

Espontaneidad y pluralismo en el pueblo de Dios
¿Por qué nació el Opus Dei?
El apostolado del Opus Dei en los cinco continentes
¿Por qué tantos hombres se acercan al Opus Dei?
El Opus Dei: promueve la santidad en el mundo
La universidad al servicio de la sociedad actual
La mujer en la vida del mundo y de la Iglesia
Amar al mundo apasionadamente
Notas

ESPONTANEIDAD Y PLURALISMO EN EL PUEBLO DE DIOS

(Entrevista realizada por Pedro Rodríguez, publicada en Palabra, octubre 1967).

1 Querríamos comenzar esta entrevista con una cuestión que provoca en muchos espíritus las más diversas interpretaciones. Nos referimos al tema del aggiornamento. ¿Cuál es, a su entender, el sentido verdadero de esta palabra, aplicado a la vida de la Iglesia?

Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad. Un marido, un soldado, un administrador es siempre tanto mejor marido, tanto mejor soldado, tanto mejor administrador, cuanto más fielmente sabe hacer frente en cada momento, ante cada nueva circunstancia de su vida, a los firmes compromisos de amor y de justicia que adquirió un día. Esa fidelidad delicada, operativa y constante –que es difícil, como difícil es toda aplicación de principios a la mudable realidad de lo contingente– es por eso la mejor defensa de la persona contra la vejez de espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental.

Lo mismo sucede en la vida de las instituciones, singularísimamente en la vida de la Iglesia, que obedece no a un precario proyecto del hombre, sino a un designio de Dios. La Redención, la salvación del mundo, es obra de la amorosa y filial fidelidad de Jesucristo –y de nosotros con El– a la voluntad del Padre celestial que le envió. Por eso, el aggiornamento de la Iglesia –ahora, como en cualquier otra época– es fundamentalmente eso: una reafirmación gozosa de la fidelidad del Pueblo de Dios a la misión recibida, al Evangelio.

Es claro que esa fidelidad –viva y actual ante cada circunstancia de la vida de los hombres– puede requerir, y de hecho ha requerido muchas veces en la historia dos veces milenaria de la Iglesia, y recientemente en el Concilio Vaticano II, oportunos desarrollos doctrinales en la exposición de las riquezas del Depositum Fidei, lo mismo que convenientes cambios y reformas que perfeccionen –en su elemento humano, perfectible– las estructuras organizativas y los métodos misioneros y apostólicos. Pero sería por lo menos superficial pensar que el aggiornamento consista primariamente en cambiar, o que todo cambio aggiorna. Basta pensar que no faltan quienes, al margen y en contra de la doctrina conciliar, también desearían cambios que harían retroceder en muchos siglos de historia –por lo menos a la época feudal– el camino progresivo del Pueblo de Dios.

2 El Concilio Vaticano II ha utilizado abundantemente en sus Documentos la expresión "Pueblo de Dios", para designar a la Iglesia, y ha puesto así de manifiesto la responsabilidad común de todos los cristianos en la misión única de este Pueblo de Dios. ¿Qué características debe tener, a su juicio, la "necesaria opinión pública en la Iglesia" –de la que ya habló Pío XII– para que refleje, en efecto, esa responsabilidad común? ¿Cómo queda afectado el fenómeno de la "opinión pública en la Iglesia" por las peculiares relaciones de autoridad y obediencia que se dan en el seno de la comunidad eclesial?

No concibo que pueda haber obediencia verdaderamente cristiana, si esa obediencia no es voluntaria y responsable. Los hijos de Dios no son piedras o cadáveres: son seres inteligentes y libres, y elevados todos al mismo orden sobrenatural, como la persona que manda. Pero no podrá hacer nunca recto uso de la inteligencia y de la libertad –para obedecer, lo mismo que para opinarquien carezca de suficiente formación cristiana. Por eso, el problema de fondo de la "necesaria opinión pública en la Iglesia" es equivalente al problema de la necesaria formación doctrinal de los fieles. Ciertamente, el Espíritu Santo distribuye la abundancia de sus dones entre los miembros del Pueblo de Dios –que son todos corresponsables de la misión de la Iglesia–, pero esto no exime a nadie, sino todo lo contrario, del deber de adquirir esa adecuada formación doctrinal.

Entiendo por doctrina el suficiente conocimiento que cada fiel debe tener de la misión total de la Iglesia y de la peculiar participación, y consiguiente responsabilidad específica, que a él le corresponde en esa misión única. Esta es –como lo ha recordado repetidas veces el Santo Padre– la colosal labor de pedagogía que la Iglesia debe afrontar en esta época postconciliar. En directa relación con esa labor, pienso que debe ponerse –entre otras esperanzas que hoy laten en el seno de la Iglesia– la recta solución del problema al que usted alude. Porque no serán ciertamente las intuiciones más o menos proféticas de algunos carismáticos sin doctrina, las que podrán asegurar la necesaria opinión pública en el Pueblo de Dios.

En cuanto a las formas de expresión de esa opinión pública, no considero que sea un problema de órganos o de instituciones. Tan adecuada sede puede ser un Consejo pastoral diocesano, como las columnas de un periódico –aunque no sea oficialmente católico– o la simple carta personal de un fiel a su Obispo, etc. Las posibilidades y las modalidades legítimas en que esa opinión de los fieles puede manifestarse son muy variadas, y no parece que puedan ni deban encorsetarse, creando un nuevo ente o institución. Menos aún si se tratase de una institución que corriese el peligro –tan fácil– de llegar a ser monopolizada o instrumentalizada de hecho por un grupo o grupito de católicos oficiales, cualquiera que fuese la tendencia u orientación en que esa minoría se inspirase. Eso pondría en peligro el mismo prestigio de la Jerarquía y sonaría a burla para los demás miembros del Pueblo de Dios.

3 El concepto "Pueblo de Dios", al que antes nos referíamos, expresa el carácter histórico de la Iglesia, como una realidad de origen divino que se sirve también en su caminar de elementos mudables y perecederos. Según esto, ¿cómo debe realizarse hoy la existencia sacerdotal en la vida de los presbíteros? ¿Qué rasgo de la figura del presbítero, descrita en el Decreto Presbyterorum Ordinis, acentuaría usted en los momentos actuales?

Acentuaría un rasgo de la existencia sacerdotal que no pertenece precisamente a la categoría de los elementos mudables y perecederos. Me refiero a la perfecta unión que debe darse –y el Decreto Presbyterorum Ordinis lo recuerda repetidas veces– entre consagración y misión del sacerdote: o lo que es lo mismo, entre vida personal de piedad y ejercicio del sacerdocio ministerial, entre las relaciones filiales del sacerdote con Dios y sus relaciones pastorales y fraternas con los hombres. No creo en la eficacia ministerial del sacerdote que no sea hombre de oración.

4 Existe una inquietud en algunos sectores del clero por la presencia del sacerdote en la sociedad que busca –apoyándose en la doctrina del Concilio (Const. Lumen Gentium, n.31; Decr. Presbyterorum Ordinis, n.8)– expresarse mediante una actividad profesional o laboral del sacerdote en la vida civil –"sacerdotes en el trabajo", etc.–. Nos gustaría conocer su opinión ante este asunto

Antes he de decir que respeto la opinión contraria a la que voy a exponer, aunque la juzgo equivocada por muchas razones, y que acompaño con mi afecto y con mi oración a quienes personalmente la llevan a cabo con gran celo apostólico.

Pienso que el sacerdocio rectamente ejercido –sin timideces ni complejos que son ordinariamente prueba de inmadurez humana, y sin prepotencias clericales que denotarían poco sentido sobrenatural–, el ministerio propio del sacerdote asegura suficientemente por sí mismo una legítima, sencilla y auténtica presencia del hombre–sacerdote entre los demás miembros de la comunidad humana a los que se dirige. Ordinariamente no será necesario más, para vivir en comunión de vida con el mundo del trabajo, comprender sus problemas y participar de su suerte. Pero lo que desde luego rara vez sería eficaz –porque su misma falta de autenticidad lo condenaría anticipadamente al fracaso– es recurrir al ingenuo pasaporte de unas actividades laicales de amateur, que pueden ofender por muchas razones el buen sentido de los mismos laicos.

Es además el ministerio sacerdotal –y más en estos tiempos de tanta escasez de clero– un trabajo terriblemente absorbente, que no deja tiempo para el doble empleo. Las almas tienen tanta necesidad de nosotros, aunque muchas no lo sepan, que no se da nunca abasto. Faltan brazos, tiempo, fuerzas. Yo suelo por eso decir a mis hijos sacerdotes que, si alguno de ellos llegase a notar un día que le sobraba tiempo, ese día podría estar completamente seguro de que no había vivido bien su sacerdocio.

Y fíjese que se trata, en el caso de estos sacerdotes del Opus Dei, de hombres que, antes de recibir las sagradas órdenes, ordinariamente han ejercido durante años una actividad profesional o laboral en la vida civil: son ingenieros– sacerdotes, médicos–sacerdotes, obreros–sacerdotes, etc. Sin embargo, no sé de ninguno que haya considerado necesario –para hacerse escuchar y estimar en la sociedad civil, entre sus antiguos colegas y compañeros– acercarse a las almas con una regla de cálculo, un fonendoscopio o un martillo neumático. Es verdad que alguna vez ejercen –de manera compatible con las obligaciones del estado clerical– su respectiva profesión u oficio, pero nunca piensan que eso sea necesario para asegurarse una "presencia en la sociedad civil", sino por otros diversos motivos: de caridad social, por ejemplo, o de absoluta necesidad económica, para poner en marcha algún apostolado. También San Pablo recurrió alguna vez a su antiguo oficio de fabricante de tiendas: pero nunca porque Ananías le hubiese dicho en Damasco que aprendiese a fabricar tiendas, para poder así anunciar debidamente a los gentiles el Evangelio de Cristo.

En resumen, y conste que con esto no prejuzgo la legitimidad y la rectitud de intención de ninguna iniciativa apostólica, yo entiendo que el intelectual–sacerdote y el obrero– sacerdote, por ejemplo, son figuras más auténticas y más concordes con la doctrina del Vaticano II, que la figura del sacerdote–obrero. Salvo lo que significa de labor pastoral especializada –que será siempre necesaria–, la figura clásica del cura–obrero pertenece ya al pasado: un pasado en el que a muchos se ocultaba la potencialidad maravillosa del apostolado de los laicos.

5 A veces se oyen reproches para aquellos sacerdotes que adoptan una postura concreta en problemas de índole temporal y más especialmente de carácter político. Muchas de esas posturas, a diferencia de otras épocas, suelen ir encaminadas a favorecer una mayor libertad, justicia social, etc. También es cierto que no es propio del sacerdocio ministerial la intervención activa en este terreno, salvo en contados casos. Pero ¿no piensa usted que el sacerdote debe denunciar la injusticia, la falta de libertad, etc., porque no son cristianas? ¿Cómo conciliar concretamente ambas exigencias?

El sacerdote debe predicar –porque es parte esencial de su munus docendi– cuáles son las virtudes cristianas –todas–, y qué exigencias y manifestaciones concretas han de tener esas virtudes en las diversas circunstancias de la vida de los hombres a los que él dirige su ministerio. Como debe también enseñar a respetar y estimar la dignidad y libertad con que Dios ha creado la persona humana, y la peculiar dignidad sobrenatural que el cristiano recibe con el bautismo.

Ningún sacerdote que cumpla este deber ministerial suyo podrá ser nunca acusado –si no es por ignorancia o por mala fe– de meterse en política. Ni siquiera se podría decir que, desarrollando estas enseñanzas, interfiera en la específica tarea apostólica, que corresponde a los laicos, de ordenar cristianamente las estructuras y quehaceres temporales.

6 Se manifiesta la preocupación de toda la Iglesia por los problemas del llamado Tercer Mundo. En este sentido, es sabido que una de las mayores dificultades estriba en la escasez del clero, y especialmente de sacerdotes autóctonos. ¿Qué piensa al respecto, y, en todo caso, cuál es la experiencia de usted en este terreno?

Pienso que, efectivamente, el aumento del clero autóctono es un problema de primordial importancia, para asegurar el desarrollo –y aun la permanencia– de la Iglesia en muchas naciones, especialmente en aquellas que atraviesan momentos de enconado nacionalismo. En cuanto a mi experiencia personal, debo decir que uno de los muchos motivos que tengo de agradecimiento al Señor es ver con qué segura doctrina, visión universal, católica y ardiente espíritu de servicio –son desde luego mejores que yo– se forman y llegan al sacerdocio en el Opus Dei centenares de laicos de diversas naciones –pasarán ya de sesenta países– donde es problema urgente para la Iglesia el desarrollo del clero autóctono. Algunos han recibido el episcopado en esas mismas naciones, y creado ya florecientes seminarios.

7 Los sacerdotes están incardinados en una diócesis y dependen del Ordinario. ¿Qué justificación puede haber para que pertenezcan a alguna Asociación distinta de la diócesis e incluso de ámbito universal?

La justificación es clara: el legítimo uso de un derecho natural –el de asociación– que la Iglesia reconoce a los clérigos como a todos los fieles. Esta tradición secular (piénsese en las muchas beneméritas asociaciones que tanto han favorecido la vida espiritual de los sacerdotes seculares) ha sido repetidamente reafirmada en la enseñanza y disposiciones de los últimos Romanos Pontífices (Pío XII, Juan XXIII y Paulo VI), y también recientemente por el mismo Magisterio solemne del Concilio Vaticano II [1].

Es interesante recordar a este propósito que, en la respuesta a un modus donde se pedía que no hubiera más asociaciones sacerdotales que las promovidas o dirigidas por los Obispos diocesanos, la competente Comisión Conciliar rechazó esa petición –con la sucesiva aprobación de la Congregación General–, motivando claramente la negativa en el derecho natural de asociación, que corresponde también a los clérigos: "Non potest negari Presbyteris –se decía– id quod laicis, attenta dignitate naturae humanae, Concilium declaravit congruum, utpote iuri naturali consentaneum" [2].

En virtud de ese derecho fundamental, los sacerdotes pueden libremente fundar asociaciones o inscribirse en las ya existentes, siempre que se trate de asociaciones que persigan fines rectos, adecuados a la dignidad y exigencias del estado clerical. La legitimidad y el ámbito de ejercicio del derecho de asociación entre los clérigos seculares se comprende bien –sin equívocos, reticencias o peligros de anarquía– si se tiene en cuenta la distinción que necesariamente existe y debe respetarse entre la función ministerial del clérigo y el ámbito privado de su vida personal.

8   Efectivamente, el clérigo, y concretamente el presbítero, incorporado por el sacramento del Orden al Ordo Presbyterorum, queda constituido por derecho divino como cooperador del Orden Episcopal. En el caso de los presbíteros diocesanos esta función ministerial se concreta, según una modalidad establecida por el derecho eclesiástico, mediante la incardinación –que adscribe el presbítero al servicio de una Iglesia local, bajo la autoridad del propio Ordinario– y la misión canónica, que le confiere un ministerio determinado dentro de la unidad del Presbiterio, cuya cabeza es el Obispo. Es evidente, por tanto, que el Presbítero depende de su Ordinario –a través de un vínculo sacramental y jurídico– para todo lo que se refiere: a la asignación de su concreto trabajo pastoral; a las directrices doctrinales y disciplinares que reciba para el ejercicio de ese ministerio; a la justa retribución económica necesaria; a todas las disposiciones pastorales que el Obispo dé para regular la cura de almas, el culto divino y las prescripciones del derecho común relativas a los derechos y obligaciones que dimanan del estado clerical.

Junto a todas estas necesarias relaciones de dependencia –que concretan jurídicamente la obediencia, la unidad y la comunión pastoral que el Presbítero ha de vivir delicadamente con su propio Ordinario–, hay también legítimamente en la vida del Presbítero secular un ámbito personal de autonomía, de libertad y de responsabilidad personales, en el que el Presbítero goza de los mismos derechos y obligaciones que tienen las demás personas en la Iglesia: quedando así diferenciado tanto de la condición jurídica del menor [3] como de la del religioso, que –en virtud de la propia profesión religiosa– renuncia al ejercicio de todos o de algunos de esos derechos personales. Por esta razón, el sacerdote secular, dentro de los límites generales de la moral y de los deberes propios de su estado, puede disponer y decidir libremente –en forma individual o asociada– en todo lo que se refiere a su vida personal, espiritual, cultural, económica, etcétera. Cada uno es libre de formarse culturalmente con arreglo a sus propias preferencias o capacidades. Cada uno es libre de mantener las relaciones sociales que desee, y puede ordenar su vida como mejor le parezca, siempre que cumpla debidamente las obligaciones de su ministerio. Cada uno es libre de disponer de sus bienes personales como estime más oportuno en conciencia. Con mayor razón, cada uno es libre de seguir en su vida espiritual y ascética y en sus actos de piedad aquellas mociones que el Espíritu Santo le sugiera, y elegir –entre los muchos medios que la Iglesia aconseja o permite– aquéllos que le parezcan más oportunos según sus particulares circunstancias personales.

Precisamente refiriéndose a este último punto, el Concilio Vaticano II –y de nuevo el Santo Padre Paulo VI en su reciente Encíclica Sacerdotalis coelibatus– ha alabado y recomendado vivamente las asociaciones, tanto diocesanas como interdiocesanas, nacionales o universales que –con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica– fomentan la santidad del sacerdote en el ejercicio de su propio ministerio. La existencia de esas asociaciones, en efecto, de ninguna manera supone ni puede suponer –ya lo he dicho– un menoscabo del vínculo de comunión y dependencia que une a todo Presbítero con su Obispo, ni de la fraterna unidad con todos los demás miembros del Presbiterio, ni de la eficacia de su trabajo al servicio de la propia Iglesia local.

9 La misión de los laicos se ejercita, según el Concilio, en la Iglesia y en el mundo. Esto, con frecuencia, no es entendido rectamente al quedarse con uno u otro de ambos términos. ¿Cómo explicaría usted la tarea de los laicos en la Iglesia y la tarea que deben desarrollar en el mundo?

De ninguna manera pienso que deban considerarse como dos tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo.

Lo que pasa es que, además de esta tarea, que le es propia y específica, el laico tiene también –como los clérigos y los religiosos– una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.

No son estas tareas –la específica que corresponde al laico como tal laico y la genérica o común que le corresponde como fiel– dos tareas opuestas, sino superpuestas, ni hay entre ellas contradicción, sino complementariedad. Fijarse sólo en la misión específica del laico, olvidando su simultánea condición de fiel, sería tan absurdo como imaginarse una rama, verde y florecida, que no pertenezca a ningún árbol. Olvidarse de lo que es específico, propio y peculiar del laico, o no comprender suficientemente las características de estas tareas apostólicas seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol de la Iglesia a la monstruosa condición de puro tronco.

10 Usted viene diciendo y escribiendo desde hace tantos años que la vocación de los laicos consiste en tres cosas: "santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo". ¿Podría precisarnos qué entiende usted exactamente por lo primero: santificar el trabajo?

Es difícil explicarlo en pocas palabras, porque en esa expresión están implicados conceptos fundamentales de la misma teología de la Creación. Lo que he enseñado siempre –desde hace cuarenta años– es que todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei.

Al recordar a los cristianos las palabras maravillosas del Génesis –que Dios creó al hombre para que trabajara–, nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. Amamos ese trabajo humano que El abrazó como condición de vida, cultivó y santificó. Vemos en el trabajo –en la noble fatiga creadora de los hombres– no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres entre sí y a Dios: un medio de perfección, un camino de santidad.

Por eso, el objetivo único del Opus Dei ha sido siempre ése: contribuir a que haya en medio del mundo, de las realidades y afanes seculares, hombres y mujeres de todas las razas y condiciones sociales, que procuren amar y servir a Dios y a los demás hombres en y a través de su trabajo ordinario.

11 El Decreto Apostolicam actuositatem, n. 5, ha afirmado claramente que es misión de toda la Iglesia la animación cristiana del orden temporal. Compete, pues, a todos: a la jerarquía, al clero, a los religiosos y a los laicos. ¿Podría decirnos cómo ve el papel y las modalidades de cada uno de esos sectores eclesiales en esa única y común misión?

En realidad, la respuesta se encuentra en los mismos textos conciliares. A la Jerarquía corresponde señalar –como parte de su Magisterio– los principios doctrinales que han de presidir e iluminar la realización de esa tarea apostólica [4]. A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc. [5].

En cuanto a los religiosos, que se apartan de esas realidades y actividades seculares abrazando un estado de vida peculiar, su misión es dar un testimonio escatológico público, que ayude a recordar a los demás fieles del Pueblo de Dios que no tienen en esta tierra domicilio permanente [6]. Y no puede olvidarse tampoco el servicio que suponen también para la animación cristiana del orden temporal las numerosas obras de beneficencia, de caridad y asistencia social que tantos religiosos y religiosas realizan con abnegado espíritu de sacrificio.

12 Una característica de toda vida cristiana –cualquiera que sea el camino por el que se realice– es la "dignidad y la libertad de los hijos de Dios". ¿A qué se refiere usted, pues, cuando a lo largo de toda su enseñanza ha defendido tan insistentemente la libertad de los laicos?

Me refiero precisamente a la libertad personal que los laicos tienen para tomar, a la luz de los principios enunciados por el Magisterio, todas las decisiones concretas de orden teórico o practico –por ejemplo, en relación a las diversas opiniones filosóficas, de ciencia económica o de política, a las corrientes artísticas y culturales, a los problemas de su vida profesional o social, etc.– que cada uno juzgue en conciencia más convenientes y más de acuerdo con sus personales convicciones y aptitudes humanas. Este necesario ámbito de autonomía que el laico católico precisa para no quedar capitidisminuido frente a los demás laicos, y para poder realizar con eficacia su peculiar tarea apostólica en medio de las realidades temporales, debe ser siempre cuidadosamente respetado por todos los que en la Iglesia ejercemos el sacerdocio ministerial. De no ser así –si se tratase de instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico– se incurriría en un anacrónico y lamentable clericalismo. Se limitarían enormemente las posibilidades apostólicas del laicado –condenándolo a perpetua inmadurez–, pero sobre todo se pondría en peligro –hoy, especialmente– el mismo concepto de autoridad y de unidad en la Iglesia. No podemos olvidar que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas.

13 Siendo tan diversas en su realización práctica la vocación del laico y la del religioso –aunque tengan en común, por supuesto, la vocación cristiana–, ¿cómo es posible que los religiosos, en sus tareas de enseñanza, etc., puedan formar a los cristianos corrientes en un camino verdaderamente laical?

Será posible en tanto en cuanto los religiosos –cuya benemérita labor al servicio de la Iglesia admiro sinceramente– se esfuercen en comprender bien cuáles son las características y exigencias de la vocación laical a la santidad y al apostolado en medio del mundo, y las quieran y las sepan enseñar a los alumnos.

14 Con no poca frecuencia, al hablar del laicado, se suele olvidar la realidad de la presencia de la mujer y con ello se desdibuja su papel en la Iglesia. Igualmente, al tratarse de la "promoción social de la mujer" se suele entender simplemente como presencia de la mujer en la vida pública. ¿Cómo entiende la misión de la mujer en la Iglesia y en el mundo?

Desde luego no veo ninguna razón por la cual al hablar del laicado –de su tarea apostólica, de sus derechos y deberes, etc.– se haya de hacer ningún tipo de distinción o discriminación con respecto a la mujer. Todos los bautizados –hombres y mujeres– participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental, que enseñaba ya San Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis, Christum induistis. Nos est Iudaeus, neque Graecus: non es servus, neque liber: non est masculus, neque femina [7]; ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer.

Si se exceptúa la capacidad jurídica de recibir las sagradas órdenes –distinción que por muchas razones, también de derecho divino positivo, considero que se ha de retener–, pienso que a la mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia –en su legislación, en su vida interna y en su acción apostólica– los mismos derechos y deberes que a los hombres: derecho al apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc. Ya sé que todo esto –que teóricamente no es difícil de admitir, si se consideran las claras razones teológicas que lo apoyan– encontrará de hecho la resistencia de algunas mentalidades. Aún recuerdo el asombro e incluso la crítica –ahora en cambio tienden a imitar, en esto como en tantas otras cosas– con que determinadas personas comentaron el hecho de que el Opus Dei procurara que adquiriesen grados académicos en ciencias sagradas también las mujeres que pertenecen a la Sección femenina de nuestra Asociación.

Pienso, sin embargo, que estas resistencias y reticencias irán cayendo poco a poco. En el fondo es sólo un problema de comprensión eclesiológica: darse cuenta de que la Iglesia no la forman sólo los clérigos y religiosos, sino que también los laicos –mujeres y hombres– son Pueblo de Dios y tienen, por Derecho divino, una propia misión y responsabilidad.

Pero quisiera añadir que, a mi modo de ver, la igualdad esencial entre el hombre y la mujer exige precisamente que se sepa captar a la vez el papel complementario de uno y otro en la edificación de la Iglesia y en el progreso de la sociedad civil: porque no en vano los creó Dios hombre y mujer. Esta diversidad ha de comprenderse no en un sentido patriarcal, sino en toda la hondura que tiene, tan rica de matices y consecuencias, que libera al hombre de la tentación de masculinizar la Iglesia y la sociedad; y a la mujer de entender su misión, en el Pueblo de Dios y en el mundo, como una simple reivindicación de tareas que hasta ahora hizo el hombre solamente, pero que ella puede desempeñar igualmente bien. Me parece, pues, que tanto el hombre como la mujer han de sentirse justamente protagonistas de la historia de la salvación, pero uno y otro de forma complementaria.

15 Se ha hecho notar que, pese a estar editado en 1934 en su primera versión, Camino contiene muchas ideas "heréticas" entonces para algunos, y hoy sin embargo recogidas en el Concilio Vaticano II. ¿Qué nos puede decir de eso? ¿Cuáles son esos puntos?

De esto, si me lo permite, trataremos despacio en otra ocasión: más adelante. Me limito a decirle ahora que doy tantas gracias al Señor, que se ha servido también de esas ediciones de Camino, en tantas lenguas y en tantos ejemplares –ya pasan de los dos millones y medio–, para meter en el entendimiento y en la vida de personas de muy diversas razas y lenguas esas verdades cristianas, que habían de ser confirmadas por el Concilio Vaticano II, llevando la paz y la alegría a millones de cristianos y no cristianos.

16 Sabemos que, desde hace muchos años, ha tenido usted una especial preocupación por la atención espiritual y humana de los sacerdotes, sobre todo del clero diocesano, manifestada, mientras le fue posible, en una intensa labor de predicación y de dirección espiritual dedicada a ellos. Y también, a partir de un determinado momento, en la posibilidad de que –permaneciendo plenamente diocesanos y con la misma dependencia de sus Ordinarios– formen parte de la Obra los que sientan esa llamada. Nos interesaría saber las circunstancias de la vida eclesiástica que –aparte de otras razones– motivaron esa preocupación suya. Asimismo, ¿podría decirnos de qué modo esa actividad ha podido y puede ayudar a resolver algunos problemas del clero diocesano o de la vida eclesiástica?

Las circunstancias de la vida eclesiástica que motivaron y motivan esa preocupación mía y esa labor –ya institucionalizada– de la Obra, no son circunstancias de carácter más o menos accidental o transitorio, sino exigencias permanentes de orden espiritual y humano, íntimamente unidas a la vida y al trabajo del sacerdote diocesano. Me refiero fundamentalmente a la necesidad que éste tiene de ser ayudado –con espíritu y medios que en nada modifiquen su condición diocesana– a buscar la santidad personal en el ejercicio de su propio ministerio. Para así corresponder, con espíritu siempre joven y generosidad cada vez mayor, a la gracia de la vocación divina que recibieron, y para saber prevenir con prudencia y prontitud las posibles crisis espirituales y humanas a que fácilmente pueden dar lugar muchos diversos factores: la soledad, las dificultades del ambiente, la indiferencia, la aparente falta de eficacia de su labor, la rutina, el cansancio, la despreocupación por mantener y perfeccionar su formación intelectual y hasta –es el origen profundo de las crisis de obediencia y de unidad– la poca visión sobrenatural de las relaciones con el propio Ordinario, e incluso con sus demás hermanos en el sacerdocio.

Los sacerdotes diocesanos que –en uso legítimo del derecho de asociación– se adscriben a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz [8], lo hacen única y exclusivamente porque desean recibir esa ayuda espiritual personal, de manera en todo compatible con los deberes de su estado y ministerio: de otra manera, esa ayuda no sería tal ayuda, sino complicación, estorbo y desorden.

El espíritu del Opus Dei, en efecto, tiene como característica esencial el hecho de no sacar a nadie de su sitio –unusquisque, in qua vocatione vocatus est, in ea permaneat [1Co 7, 20]–, sino que lleva a que cada uno cumpla las tareas y deberes de su propio estado, de su misión en la Iglesia y en la sociedad civil, con la mayor perfección posible. Por eso, cuando un sacerdote se adscribe a la Obra, no modifica ni abandona en nada su vocación diocesana –dedicación al servicio de la Iglesia local a la que está incardinado, plena dependencia del propio Ordinario, espiritualidad secular, unión con los demás sacerdotes, etc.–, sino que, por el contrario, se compromete a vivir esa vocación con plenitud, porque sabe que ha de buscar la perfección precisamente en el mismo ejercicio de sus obligaciones sacerdotales, como sacerdote diocesano.

Este principio tiene en nuestra Asociación una serie de aplicaciones prácticas de orden jurídico y ascético, que sería largo detallar. Diré sólo, como ejemplo, que –a diferencia de otras Asociaciones, donde se exige un voto o promesa de obediencia al Superior interno– la dependencia de los sacerdotes diocesanos adscritos al Opus Dei no es una dependencia de régimen, ya que no hay jerarquía interna para ellos ni, por tanto, peligro de doble vínculo de obediencia sino más bien una relación voluntaria de ayuda y asistencia espiritual.

Lo que estos sacerdotes encuentran en el Opus Dei es, sobre todo, la ayuda ascética continuada que desean recibir, con espiritualidad secular y diocesana, e independiente de los cambios personales y circunstanciales que pueda haber en el gobierno de la respectiva Iglesia local. Añaden así a la dirección espiritual colectiva que el Obispo da con su predicación, sus cartas pastorales, conversaciones, instrucciones disciplinares, etc., una dirección espiritual personal solícita y continua en cualquier lugar donde se encuentren, que complementa –respetándola siempre, como un deber grave– la dirección común impartida por el mismo Obispo. A través de esa dirección espiritual personal –tan recomendada por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio ordinario– se fomenta en el sacerdote su vida de piedad, su caridad pastoral, su formación doctrinal continuada, su celo por los apostolados diocesanos, el amor y la obediencia que deben al propio Ordinario, y la preocupación por las vocaciones sacerdotales y el seminario, etc.

¿Los frutos de toda esta labor? Son para las Iglesias locales, a las que estos sacerdotes sirven. Y de esto se goza mi alma de sacerdote diocesano, que ha tenido además, repetidas veces, el consuelo de ver con qué cariño el Papa y los Obispos bendicen, desean y favorecen este trabajo.

17 En diversas ocasiones, y al referirse al comienzo de la vida del Opus Dei, usted ha dicho que únicamente poseía "juventud, gracia de Dios y buen humor". Por los años veinte, además, la doctrina del laicado aún no había alcanzado el desarrollo que actualmente presenciamos. Sin embargo, el Opus Dei es un fenómeno palpable en la vida de la Iglesia. ¿Podría explicarnos cómo, siendo un sacerdote joven, pudo tener una comprensión tal que permitiera realizar este empeño?

Yo no tuve y no tengo otro empeño que el de cumplir la Voluntad de Dios: permítame que no descienda a más detalles sobre el comienzo de la Obra –que el Amor de Dios me hacía barruntar desde el año 1917–, porque están íntimamente unidos con la historia de mi alma, y pertenecen a mi vida interior. Lo único que puedo decirle es que actué, en todo momento, con la venia y con la afectuosa bendición del queridísimo Sr. Obispo de Madrid, donde nació el Opus Dei el 2 de octubre de 1928. Más tarde, siempre también, con el beneplácito y el aliento de la Santa Sede y, en cada caso, de los Revmos. Ordinarios de los lugares donde trabajamos.

18 Algunos, precisamente por la presencia de los laicos del Opus Dei en puestos influyentes de la sociedad española, hablan de la influencia del Opus Dei en España. ¿Nos podría explicar cuál es esa influencia?

Me molesta profundamente todo lo que pueda sonar a autobombo. Pero pienso que no sería humildad, sino ceguera e ingratitud con el Señor –que tan generosamente bendice nuestro trabajo–, no reconocer que el Opus Dei influye realmente en la sociedad española. En el ambiente de los países donde la Obra lleva ya trabajando bastantes años –en España, concretamente, treinta y nueve, porque aquí fue voluntad de Dios que nuestra Asociación naciera a la vida de la Iglesia– es lógico que ese influjo ya tenga notable relevancia social, de forma paralela al progresivo desarrollo de la labor. ¿De qué naturaleza es esa influencia? Es evidente que, siendo el Opus Dei una Asociación de fines espirituales, apostólicos, la naturaleza de su influjo –en España, como en las demás naciones de los cinco continentes donde trabajamos– no puede ser sino de ese tipo: una influencia espiritual, apostólica. Lo mismo que la totalidad de la Iglesia –alma del mundo–, el influjo del Opus Dei en la sociedad civil no es de carácter temporal –social, político, económico, etc.–, aunque sí repercuta en los aspectos éticos de todas las actividades humanas, sino un influjo de orden diverso y superior, que se expresa con un verbo preciso: santificar.

Y esto nos lleva al tema de las personas del Opus Dei que usted llama influyentes. Para una Asociación cuyo fin sea hacer política, serán influyentes aquellos de sus miembros que ocupen un lugar en el parlamento o en el consejo de ministros. Si la Asociación es cultural, considerará influyentes a aquellos de sus miembros que sean filósofos de clara fama, o premios nacionales de literatura, etcétera. Si la Asociación, en cambio, lo que se propone es –como en el caso del Opus Dei– santificar el trabajo ordinario de los hombres, sea material o intelectual, es evidente que deberán considerarse influyentes todos sus miembros: porque todos trabajan –el general deber humano de trabajar tiene en la Obra especiales resonancias disciplinares y ascéticas–, y porque todos procuran realizar esa labor suya –cualquiera que sea– santamente, cristianamente, con deseo de perfección. Por eso, para mí, tan influyente –tan importante, tan necesario– es el testimonio de un hijo mío minero entre sus compañeros de trabajo como el de un rector de universidad entre los demás profesores del claustro académico.

¿De dónde viene, pues, la influencia del Opus Dei? Lo indica la simple consideración de esta realidad sociológica: a nuestra Asociación pertenecen personas de todas las condiciones sociales, profesiones, edades y estados de vida: mujeres y hombres, clérigos y laicos, viejos y jóvenes, célibes y casados, universitarios, obreros, campesinos, empleados, personas que ejercen profesiones liberales o que trabajan en instituciones oficiales, etcétera. ¿Ha pensado en el poder de irradiación cristiana que representa una gama tan amplia y tan variada de personas, sobre todo si se cuentan por decenas de millares y están animadas de un mismo espíritu apostólico: santificar su profesión u oficio –en cualquier ambiente social en el que se muevan–, santificarse en ese trabajo y santificar con ese trabajo? A esas labores apostólicas personales debe añadirse el crecimiento de nuestras obras corporativas de apostolado: Residencias de estudiantes, Casas de retiro, la Universidad de Navarra, Centros de formación para obreros y campesinos, Institutos técnicos, Colegios, Escuelas de formación para la mujer, etcétera. Estas obras han sido y son indudablemente focos de irradiación del espíritu cristiano que, promovidos por laicos, dirigidos como un trabajo profesional por ciudadanos laicos, iguales a sus compañeros que ejercitan la misma tarea u oficio, y abiertos a personas de toda clase y condición, han sensibilizado vastos estratos de la sociedad sobre la necesidad de dar una respuesta cristiana a las cuestiones que les plantea el ejercicio de su profesión o empleo.

Todo esto es lo que da relieve y trascendencia social al Opus Dei. No el hecho de que algunos de sus miembros ocupen cargos de influencia humana –cosa que no nos interesa lo más mínimo, y se deja por eso a la libre decisión y responsabilidad de cada uno–, sino el hecho de que todos, y la bondad de Dios hace que sean muchos, realicen labores –desde los más humildes oficiosdivinamente influyentes. Y esto es lógico: ¿quién puede pensar que la influencia de la Iglesia en los Estados Unidos comenzó el día en que fue elegido presidente el católico John Kennedy?

19 Alguna vez, al hablar de la realidad del Opus Dei, ha afirmado que es una "desorganización organizada". ¿Podría explicar a nuestros lectores el significado de esta expresión?

Quiero decir que damos una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas y planes impuestos desde el vértice, en sede de gobierno. Un mínimo de organización existe, evidentemente, con un gobierno central, que actúa siempre colegialmente y tiene su sede en Roma, y gobiernos regionales, también colegiales, cada uno presidido por un Consiliario [9]. Pero toda la actividad de esos organismos se dirige fundamentalmente a una tarea: proporcionar a los socios la asistencia espiritual necesaria para su vida de piedad, y una adecuada formación espiritual, doctrinal–religiosa y humana. Después, ¡patos al agua! Es decir: cristianos a santificar todos los caminos de los hombres, que todos tienen el aroma del paso de Dios.

Al llegar a ese límite, a ese momento, la Asociación como tal ha terminado su tarea –aquélla, precisamente, para la que los miembros del Opus Dei se asocian–, ya no tiene que hacer, ni puede ni debe hacer, ninguna indicación más. Comienza entonces la libre y responsable acción personal de cada socio. Cada uno, con espontaneidad apostólica, obra con completa libertad personal y formándose autónomamente su propia conciencia de frente a las decisiones concretas que haya de tomar, procura buscar la perfección cristiana y dar testimonio cristiano en su propio ambiente, santificando su propio trabajo profesional, intelectual o manual. Naturalmente, al tomar cada uno autónomamente esas decisiones en su vida secular, en las realidades temporales en las que se mueva, se dan con frecuencia opciones, criterios y actuaciones diversas: se da, en una palabra, esa bendita desorganización, ese justo y necesario pluralismo, que es una característica esencial del buen espíritu del Opus Dei, y que a mí me ha parecido siempre la única manera recta y ordenada de concebir el apostolado de los laicos.

Le diré más: esa desorganización organizada aparece incluso en las mismas obras apostólicas corporativas que el Opus Dei realiza, con el deseo de contribuir también, como tal Asociación, a resolver cristianamente problemas que afectan a las comunidades humanas de los diversos países. Esas actividades e iniciativas de la Asociación son siempre de carácter directamente apostólico: es decir, obras educativas, asistenciales o de beneficencia. Pero, como nuestro espíritu es precisamente estimular el que las iniciativas salgan de la base, y como las circunstancias, necesidades y posibilidades de cada nación o grupo social son peculiares y ordinariamente diversas entre sí, el gobierno central de la Obra deja a los gobiernos regionales – que gozan de autonomía prácticamente total– la responsabilidad de decidir, promover y organizar aquellas actividades apostólicas concretas, que juzguen más convenientes: desde un centro universitario o una residencia de estudiantes, hasta un dispensario o una granja–escuela para campesinos. Como lógico resultado, tenemos un mosaico multicolor y variado de actividades: un mosaico organizadamente desorganizado.

20 Según esto, ¿de qué manera estima que la realidad eclesial del Opus Dei se inserta en la acción pastoral de toda la Iglesia? ¿Y en el Ecumenismo?

Una aclaración previa me parece conveniente: el Opus Dei no es ni puede considerarse una realidad ligada al proceso evolutivo del estado de perfección en la Iglesia, no es una forma moderna o aggiornata de ese estado. En efecto, ni la concepción teológica del status perfectionis –que Santo Tomás, Suárez y otros autores han plasmado decisivamente en la doctrina– ni las diversas concreciones jurídicas que se han dado o pueden darse a ese concepto teológico, tienen nada que ver con la espiritualidad y el fin apostólico que Dios a querido para nuestra Asociación. Baste considerar –porque una completa exposición doctrinal sería larga– que al Opus Dei no le interesan ni votos, ni promesas, ni forma alguna de consagración para sus socios, diversa de la consagración que ya todos recibieron con el Bautismo. Nuestra Asociación no pretende de ninguna manera que sus socios cambien de estado, que dejen de ser simples fieles iguales a los otros, para adquirir el peculiar status perfectionis. Al contrario, lo que desea y procura es que cada uno haga apostolado y se santifique dentro de su propio estado, en el mismo lugar y condición que tiene en la Iglesia y en la sociedad civil. No sacamos a nadie de su sitio, ni alejamos a nadie de su trabajo o de sus empeños y nobles compromisos de orden temporal.

La realidad social, la espiritualidad y la acción del Opus Dei se insertan, pues, en un venero muy distinto de la vida de la Iglesia: concretamente, en el proceso teológico y vital que está llevando el laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de su Iglesia. Esta ha sido y es, en los casi cuarenta años de existencia de la Obra, la inquietud constante –serena, pero fuerte– con la que Dios ha querido encauzar, en mi alma y en las de mis hijos, el deseo de servirle.

¿Cuáles son las aportaciones del Opus Dei a ese proceso? No es quizá éste el momento histórico más adecuado para hacer una valoración global de este tipo. A pesar de que se trata de problemas sobre los que se ha ocupado mucho –¡con cuánto gozo de mi alma!– el Concilio Vaticano II, y a pesar de que no pocos conceptos y situaciones referentes a la vida y misión del laicado han recibido ya del Magisterio suficiente confirmación y luz, hay todavía sin embargo un núcleo considerable de cuestiones que constituyen aún, para la generalidad de la doctrina, verdaderos problemas límite de la teología. A nosotros, dentro del espíritu que Dios ha dado al Opus Dei y que procuramos vivir con fidelidad –a pesar de nuestras imperfecciones personales–, nos parecen ya divinamente resueltos la mayor parte de esos problemas discutidos, pero no pretendemos presentar esas soluciones como las únicas posibles.

21   Hay a la vez otros aspectos del mismo proceso de desarrollo eclesiológico, que representan estupendas adquisiciones doctrinales –a las que indudablemente Dios ha querido que contribuyese, en parte quizá no pequeña, el testimonio del espíritu y la vida del Opus Dei, junto con otras valiosas aportaciones de iniciativas y asociaciones apostólicas no menos beneméritas–, pero son adquisiciones doctrinales que quizá pasará todavía bastante tiempo antes de que lleguen a encarnarse realmente en la vida total del Pueblo de Dios. Usted mismo ha recordado en sus anteriores preguntas algunos de esos aspectos: el desarrollo de una auténtica espiritualidad laical; la comprensión de la peculiar tarea eclesial –no eclesiástica u oficial– propia del laico; la distinción de los derechos y deberes que el laico tiene en cuanto laico; las relaciones Jerarquía–laicado; la igualdad de dignidad y la complementariedad de tareas del hombre y de la mujer en la Iglesia; la necesidad de lograr una ordenada opinión pública en el Pueblo de Dios; etc.

Todo esto constituye evidentemente una realidad muy fluida, y a veces no exenta de paradojas. Una misma cosa, que dicha hace cuarenta años escandalizaba a casi todos o a todos, hoy no extraña a casi nadie, pero en cambio son aún muy pocos los que la comprenden a fondo y la viven ordenadamente.

Me explicaré mejor con un ejemplo. En 1932, comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: "Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión... la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos".

Hoy, después de las solemnes enseñanzas del Vaticano II, nadie en la Iglesia pondrá quizá en tela de juicio la ortodoxia de esta doctrina. Pero ¿cuántos han abandonado realmente su concepción única del apostolado de los laicos como una labor pastoral organizada de arriba abajo? ¿Cuántos, superando la anterior concepción monolítica del apostolado laical, comprenden que pueda y que incluso deba también haberlo sin necesidad de rígidas estructuras centralizadas, misiones canónicas y mandatos jerárquicos? ¿Cuántos que califican al laicado de longa manus Ecclesiae, no están confundiendo al mismo tiempo en su cabeza el concepto de Iglesia–Pueblo de Dios con el concepto más limitado de Jerarquía? O bien ¿cuántos laicos entienden debidamente que, si no es en delicada comunión con la Jerarquía, no tienen derecho a reivindicar su legítimo ámbito de autonomía apostólica?

Consideraciones semejantes se podrían formular en relación a otros problemas, porque es realmente mucho, muchísimo, lo que queda todavía por lograr, tanto en la necesaria exposición doctrinal, como en la educación de las conciencias y en la misma reforma de la legislación eclesiástica. Yo pido mucho al Señor – la oración ha sido siempre mi gran arma– que el Espíritu Santo asista a su Pueblo, y especialmente a la Jerarquía, en la realización de estas tareas. Y le ruego también que se siga sirviendo del Opus Dei, para que podamos contribuir y ayudar, en todo lo que esté de nuestra parte, a este difícil pero estupendo proceso de desarrollo y crecimiento de la Iglesia.

22   ¿Cómo se inserta el Opus Dei en el Ecumenismo?, me pregunta usted también. Ya le conté el año pasado a un periodista francés –y sé que la anécdota ha encontrado eco, incluso en publicaciones de hermanos nuestros separados– lo que una vez comenté al Santo Padre Juan XXIII, movido por el encanto afable y paterno de su trato: "Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad". El se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos. Son muchos, efectivamente –y no faltan entre ellos pastores y aun obispos de sus respectivas confesiones–, los hermanos separados que se sienten atraídos por el espíritu del Opus Dei y colaboran en nuestros apostolados. Y son cada vez más frecuentes –a medida que los contactos se intensifican– las manifestaciones de simpatía y de cordial entendimiento a que da lugar el hecho de que los socios del Opus Dei centren su espiritualidad en el sencillo propósito de vivir responsablemente los compromisos y exigencias bautismales del cristiano. El deseo de buscar la perfección cristiana y de hacer apostolado, procurando la santificación del propio trabajo profesional; el vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas; la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano; el defender, contra la concepción monolítica e institucionalista del apostolado de los laicos, la legítima capacidad de iniciativa dentro del necesario respeto al bien común: esos y otros aspectos más de nuestro modo de ser y trabajar son puntos de fácil encuentro, donde los hermanos separados descubren –hecha vida, probada por los años– una buena parte de los presupuestos doctrinales en los que ellos y nosotros, los católicos, hemos puesto tantas fundadas esperanzas ecuménicas.

23 Cambiando de tema, nos interesaría saber su opinión respecto del actual momento de la Iglesia. Concretamente, ¿cómo lo calificaría usted? ¿Qué papel cree que pueden tener en esta hora las tendencias que de modo general han sido llamadas "progresista" e "integrista"?

A mi modo de ver, el actual momento doctrinal de la Iglesia podría calificarse de positivo y, a la vez, delicado, como toda crisis de crecimiento. Positivo, sin duda, porque las riquezas doctrinales del Concilio Vaticano II han puesto la Iglesia toda –el entero Pueblo sacerdotal de Diosde frente a una nueva etapa, sumamente esperanzadora, de renovada fidelidad al propósito divino de salvación que se le ha confiado. Momento delicado también, porque las conclusiones teológicas a las que se ha llegado no son de carácter –valga la expresión– abstracto o teórico, sino que se trata de una teología sumamente viva, es decir, con inmediatas y directas aplicaciones de orden pastoral, ascético y disciplinar, que tocan muy en lo íntimo la vida interna y externa de la comunidad cristiana –liturgia, estructuras organizativas de la Jerarquía, formas apostólicas, Magisterio, diálogo con el mundo, ecumenismo, etc.– y, por tanto, también la vida cristiana y la conciencia misma de los fieles.

Una y otra realidad llaman respectivamente a nuestra alma: el optimismo cristiano –la gozosa certeza de que el Espíritu Santo hará fructificar cumplidamente la doctrina con la que ha enriquecido a la Esposa de Cristo– y, a la vez, la prudencia por parte de quienes investigan o gobiernan, porque especialmente ahora podría hacer un daño inmenso la falta de serenidad y ponderación en el estudio de los problemas.

En cuanto a las tendencias que usted llama integristas y progresistas, me resulta difícil opinar sobre el papel que pueden desempeñar en este momento, porque desde siempre he rechazado la conveniencia e incluso la posibilidad de que puedan hacerse catalogaciones o simplificaciones de este tipo. Esa división –que a veces se lleva hasta extremos de verdadero paroxismo, o se intenta perpetuar como si los teólogos y los fieles en general estuvieran destinados a una continua orientación bipolar– me parece que obedece en el fondo al convencimiento de que el progreso doctrinal y vital del Pueblo de Dios sea resultado de una perpetua tensión dialéctica. Yo, en cambio, prefiero creer –con toda mi alma– en la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y a quien quiere.


¿POR QUE NACIO EL OPUS DEI?

(Entrevista realizada por Peter Forbath, corresponsal de Time [New York], el 15-IV-1967).

24 ¿Querría usted explicar la misión central y los objetivos del Opus Dei? ¿En qué precedentes basó usted sus ideas sobre la Asociación? ¿O es el Opus Dei algo único, totalmente nuevo dentro de la Iglesia y de la Cristiandad? ¿Se le puede comparar con las órdenes religiosas y con los institutos seculares o con asociaciones católicas del tipo, por ejemplo, de la Holy Name Society, los Caballeros de Colón, el Christopher Movement, etcétera?

El Opus Dei se propone promover entre personas de todas las clases de la sociedad el deseo de la perfección cristiana en medio del mundo. Es decir, el Opus Dei pretende ayudar a las personas que viven en el mundo –al hombre corriente, al hombre de la calle–, a llevar una vida plenamente cristiana, sin modificar su modo normal de vida, ni su trabajo ordinario, ni sus ilusiones y afanes.

Por eso, en frase que escribí hace ya muchos años, se puede decir que el Opus Dei es viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo. Es recordar a los cristianos las palabras maravillosas que se leen en el Génesis: que Dios creó al hombre para que trabajara. Nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que se pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. El trabajo no es sólo uno de los más altos de los valores humanos y medio con el que los hombres deben contribuir al progreso de la sociedad: es también camino de santificación.

¿A qué otras organizaciones podríamos compararlo? No es fácil encontrar una respuesta, pues al intentar comparar entre sí a organizaciones con fines espirituales se corre el riesgo de quedarse en rasgos externos o en denominaciones jurídicas, olvidando lo que es más importante: el espíritu que da vida y razón de ser a toda la labor.

Me limitaré a decirle que, con respecto a las que ha mencionado, está muy lejano de las órdenes religiosas y de los institutos seculares y más cercano de instituciones como la Holy Name Society.

El Opus Dei es una organización internacional de laicos, a la que pertenecen también sacerdotes seculares (una exigua minoría en comparación con el total de socios). Sus miembros son personas que viven en el mundo, en el que ejercen su profesión u oficio. Al acudir al Opus Dei no lo hacen para abandonar ese trabajo, sino al contrario buscando una ayuda espiritual con el fin de santificar su trabajo ordinario, convirtiéndolo también en medio para santificarse o para ayudar a los demás a santificarse. No cambian de estado –siguen siendo solteros, casados, viudos o sacerdotes–, sino que procuran servir a Dios y a los demás hombres dentro de su propio estado. Al Opus Dei no le interesan ni votos ni promesas, lo que pide de sus socios es que, en medio de las deficiencias y errores propios de toda vida humana, se esfuercen por practicar las virtudes humanas y cristianas, sabiéndose hijos de Dios.

Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe.

25 Permítame que insista en la cuestión de los Institutos seculares. He leído un estudio de un conocido canonista, el Dr. Julián Herranz, en que se afirma que algunos de esos institutos son secretos y que muchos otros prácticamente se identifican con las órdenes religiosas –utilizando hábitos, abandonando el trabajo profesional para dedicarse a los mismos fines a los que se dedican los religiosos, etc.–, hasta el punto de que sus miembros no tienen inconveniente en considerarse ellos mismos religiosos. ¿Qué piensa usted de este tema?

El trabajo sobre los Institutos seculares al que usted se refiere ha tenido efectivamente una amplia difusión entre los especialistas. El Dr. Herranz expresa, bajo su personal responsabilidad, una tesis bien documentada; sobre las conclusiones de ese trabajo, prefiero no hablar.

Sólo he de decirle que todo ese modo de proceder nada tiene que ver con el Opus Dei, que ni es secreto ni es en modo alguno comparable, ni por su labor ni por la vida de sus socios, con los religiosos, porque sus miembros –los del Opus Dei– son, como le acabo de decir, ciudadanos corrientes iguales a los otros ciudadanos, que ejercen libremente todas las profesiones y todas las tareas humanas honestas [10].

26 ¿Querría describir cómo se ha desarrollado y evolucionado el Opus Dei, tanto en su carácter como en sus objetivos, desde su fundación, en un período que ha sido testigo de un enorme cambio dentro de la misma Iglesia?

Desde el primer momento el objetivo único del Opus Dei ha sido el que le acabo de describir: contribuir a que haya en medio del mundo hombres y mujeres de todas las razas y condiciones sociales que procuren amar y servir a Dios y a los demás hombres en y a través de su trabajo ordinario. Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas. Las implicaciones de ese mensaje son muchas y la experiencia de la vida de la Obra me ha ayudado a conocerlas cada vez con más hondura y riqueza de matices. La Obra nació pequeña, y ha ido normalmente creciendo luego de manera gradual y progresiva, como crece un organismo vivo, como todo lo que se desarrolla en la historia.

Pero su objetivo y razón de ser no ha cambiado ni cambiará por mucho que pueda mudar la sociedad, porque el mensaje del Opus Dei es que se puede santificar cualquier trabajo honesto, sean cuales fueran las circunstancias en que se desarrolla.

Hoy forman parte de la Obra personas de todas las profesiones: no sólo médicos, abogados, ingenieros y artistas, sino también albañiles, mineros, campesinos; cualquier profesión: desde directores de cine y pilotos de reactores hasta peluqueras de alta moda. Para los socios del Opus Dei el estar al día, el comprender el mundo moderno, es algo natural e instintivo, porque son ellos –junto con los demás ciudadanos, iguales a ellos– los que hacen nacer ese mundo y le dan su modernidad.

Siendo éste el espíritu de nuestra Obra, comprenderá que ha sido una gran alegría para nosotros ver cómo el Concilio ha declarado solemnemente que la Iglesia no rechaza el mundo en que vive, ni su progreso y desarrollo, sino que lo comprende y ama. Por lo demás es una característica central de la espiritualidad que se esfuerzan por vivir –desde hace casi cuarenta años– los socios de la Obra, el saberse al mismo tiempo parte de la Iglesia y del Estado, asumiendo cada uno plenamente, por lo tanto, con toda libertad su individual responsabilidad de cristiano y de ciudadano.

27 ¿Podría describir las diferencias que hay entre el modo en que el Opus Dei como Asociación cumple su misión y la forma en que los miembros del Opus Dei como individuos cumplen las suyas? Por ejemplo, ¿qué criterios hacen que se considere mejor que un proyecto sea realizado por la Asociación –un colegio o una casa de retiros–, o por personas individuales –una empresa editorial o comercial?

La actividad principal del Opus Dei consiste en dar a sus miembros, y a las personas que lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo. Les hace conocer la doctrina de Cristo, las enseñanzas de la Iglesia; les proporciona un espíritu que mueve a trabajar bien por amor de Dios y en servicio de todos los hombres. Se trata, en una palabra, de comportarse como cristianos: conviviendo con todos, respetando la legítima libertad de todos y haciendo que este mundo nuestro sea más justo.

Cada uno de los socios se gana la vida y sirve a la sociedad con la profesión que tenía antes de venir al Opus Dei, y que ejercería si no perteneciese a la Obra. Así, unos son mineros, otros enseñan en escuelas o Universidades, otros son comerciantes, amas de casa, secretarias, campesinos. No hay ninguna actividad humana noble que no pueda ejercer un socio del Opus Dei. El que, por ejemplo, antes de pertenecer a nuestra Obra trabajaba en una actividad editorial o comercial, sigue haciéndolo después. Y si, con ocasión de ese trabajo o de cualquier otro, se busca un nuevo empleo, o decide, con sus compañeros de profesión, fundar una empresa cualquiera, es cosa en la que le corresponde decidir libremente, aceptando él personalmente los resultados de su trabajo y respondiendo personalmente también.

Toda la actuación de los Directores del Opus Dei se basa en un exquisito respeto de la libertad profesional de los socios: éste es un punto de importancia capital, del cual depende la existencia misma de la Obra, y que por tanto se vive con fidelidad absoluta. Cada socio puede trabajar profesionalmente en los mismos campos que si no perteneciera al Opus Dei, de manera que ni el Opus Dei en cuanto tal, ni ninguno de los demás miembros tienen nada que ver con el trabajo profesional que ese socio concreto desarrolla. A lo que los socios se comprometen al vincularse a la Obra es a esforzarse por buscar la perfección cristiana con ocasión y por medio de su trabajo, y a tener una más clara conciencia del carácter de servicio a la humanidad que debe tener toda vida cristiana.

La misión principal de la Obra –ya lo he dicho antes– es pues la de formar cristianamente a sus socios y a otras personas que deseen recibir esa formación. El deseo de contribuir a la solución de los problemas que afectan a la sociedad y a los cuales tanto puede aportar el ideal cristiano, lleva además a que la Obra en cuanto tal, corporativamente, desarrolle algunas actividades e iniciativas. El criterio en este campo es que el Opus Dei, que tiene fines exclusivamente espirituales, sólo puede realizar corporativamente aquellas actividades que constituyen de un modo claro e inmediato un servicio cristiano, un apostolado. Sería absurdo pensar que el Opus Dei en cuanto tal se pueda dedicar a extraer carbón de las minas o a promover cualquier género de empresas de tipo económico. Sus obras corporativas son todas actividades directamente apostólicas: una escuela para la formación de campesinos, un dispensario médico en una zona o en un país subdesarrollado, un colegio para la promoción social de la mujer, etc. Es decir, obras asistenciales, educativas o de beneficencia, como las que suelen realizar en todo el mundo instituciones de cualquier credo religioso.

Para llevar adelante estas labores se cuenta en primer lugar con el trabajo personal de los socios, que en ocasiones se dedican plenamente a ellas. Y también con la ayuda generosa que prestan tantas personas, cristianas o no. Algunos se sienten movidos a colaborar por razones espirituales; otros, aunque no compartan los fines apostólicos, ven que se trata de iniciativas en beneficio de la sociedad, abiertas a todos, sin discriminación alguna de raza, religión o ideología [11].

28 Teniendo en cuenta que hay miembros del Opus Dei en los más diversos estratos de la sociedad y que algunos de ellos trabajan o dirigen empresas o grupos de cierta importancia, ¿puede pensarse que el Opus Dei intente coordinar esas actividades de acuerdo con alguna línea política, económica, etc.?

En modo alguno. El Opus Dei no interviene para nada en política; es absolutamente ajeno a cualquier tendencia, grupo o régimen político, económico, cultural o ideológico. Sus fines – repito– son exclusivamente espirituales y apostólicos. De sus socios exige sólo que vivan en cristiano, que se esfuercen por ajustar sus vidas al ideal del Evangelio. No se inmiscuye, pues, de ningún modo en las cuestiones temporales.

Si alguno no entiende esto se deberá quizá a que no entiende la libertad personal o a que no acierta a distinguir entre los fines exclusivamente espirituales para los que se asocian los miembros de la Obra y el amplísimo campo de las actividades humanas –la economía, la política, la cultura, el arte, la filosofía, etc.– en las que los socios del Opus Dei gozan de plena libertad y trabajan bajo su propia responsabilidad.

Desde el mismo momento en que se acercan a la Obra, todos los socios conocen bien la realidad de su libertad individual, de modo que si en algún caso alguno de ellos intentara presionar a los otros imponiendo sus propias opiniones en materia política o servirse de ellos para intereses humanos, los demás se rebelarían y lo expulsarían inmediatamente.

El respeto de la libertad de sus socios es condición esencial de la vida misma del Opus Dei. Sin él, no vendría nadie a la Obra. Es más. Si se diera alguna vez –no ha sucedido, no sucede y, con la ayuda de Dios, no sucederá jamás– una intromisión del Opus Dei en la política, o en algún otro campo de las actividades humanas, el primer enemigo de la Obra sería yo.

29 La Asociación insiste en la libertad de los socios para expresar las convicciones que honradamente mantienen. Pero, volviendo sobre el tema desde otro punto de vista, ¿hasta qué punto piensa usted que el Opus Dei está moralmente obligado como asociación a expresar opiniones sobre asuntos cruciales, seculares o espirituales, pública o privadamente? ¿Hay situaciones en que el Opus Dei pondrá su influencia y la de sus miembros en defensa de principios que considera sagrados, como por ejemplo, recientemente en apoyo de la legislación sobre libertad religiosa en España?

En el Opus Dei, procuramos siempre y en todas las cosas sentir con la Iglesia de Cristo: no tenemos otra doctrina que la que enseña la Iglesia para todos los fieles. Lo único peculiar que tenemos es un espíritu propio, característico del Opus Dei, es decir, un modo concreto de vivir el Evangelio, santificándonos en el mundo y haciendo apostolado con la profesión.

De ahí se sigue inmediatamente que todos los miembros del Opus Dei tienen la misma libertad que los demás católicos para formar libremente sus opiniones, y para actuar en consecuencia. Por eso el Opus Dei como tal ni debe ni puede expresar una opinión propia, ni la puede tener. Si se trata de una cuestión sobre la que hay una doctrina definida por la Iglesia, la opinión de cada uno de los socios de la Obra será esa. Si en cambio se trata de una cuestión sobre la que el Magisterio –el Papa y los obispos– no se han pronunciado, cada uno de los socios del Opus Dei tendrá y defenderá libremente la opinión que le parezca mejor y actuará en consecuencia.

En otras palabras, el principio que regula la actitud de los directores del Opus Dei en este campo es el de respeto a la libertad de opción en lo temporal. Que es algo bien distinto del abstencionismo, pues se trata de colocar a cada socio ante sus propias responsabilidades, invitándole a asumirlas según su conciencia, obrando en libertad. Por eso es incongruente referirse al Opus Dei cuando se está hablando de partidos, grupos o tendencias políticas o, en general, de tareas y empresas humanas; más aún, es injusto y próximo a la calumnia, pues puede inducir al error de deducir falsamente que los miembros de la Obra tienen alguna ideología, mentalidad o interés temporal común.

Ciertamente los socios son católicos, y católicos que procuran ser consecuentes con su fe. Se les puede calificar como tales, si se quiere. Pero teniendo bien en cuenta que el hecho de ser católico no significa formar grupo, ni siquiera en lo cultural e ideológico, y, con mayor razón, tampoco en lo político. Desde el principio de la Obra, y no sólo desde el Concilio, se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad.

Pongamos un ejemplo. Ante el problema racial en Estados Unidos, cada uno de los socios de la Obra tendrá en cuanta las enseñanzas claras de la doctrina cristiana sobre la igualdad de todos los hombres y sobre la injusticia de cualquier discriminación. También conocerá y se sentirá urgido por las indicaciones concretas de los obispos americanos sobre este problema. Defenderá por tanto los legítimos derechos de todos los ciudadanos y se opondrá a cualquier situación o proyecto discriminatorio. Tendrá en cuenta, además, que para un cristiano no basta con respetar los derechos de los demás hombres, sino que hay que ver, en todos, hermanos a los que debemos un amor sincero y un servicio desinteresado.

En la formación que da el Opus Dei a sus socios, se insistirá más en esas ideas en su país que en otros donde ese problema concreto no se presenta o se presenta con menos urgencia. Lo que no hará nunca el Opus Dei es dictar, y ni siquiera sugerir, una solución concreta para el problema. La decisión de apoyar un proyecto de ley u otro, de apuntarse a una asociación o a otra –o de no apuntarse a ninguna–, de participar o de no participar en una determinada manifestación es algo que decidirá cada uno de los socios. Y, de hecho, se ve en todas partes que los socios no actúan en bloque, sino con un lógico pluralismo.

Estos mismos criterios explican el hecho de que tantos españoles miembros del Opus Dei sean favorables al proyecto de ley sobre la libertad religiosa en su país, tal como ha sido redactada recientemente. Se trata obviamente de una opción personal, como también es personal la opinión de quienes critiquen ese proyecto. Pero todos han aprendido del espíritu del Opus Dei a amar la libertad y a comprender a los hombres de todas las creencias. El Opus Dei es la primera asociación católica que, desde 1950, con autorización de la Santa Sede, admite como cooperadores a los no católicos y a los no cristianos, sin discriminación alguna, con amor para todos.

30 Desde luego, es sabido por usted que en algunos sectores de la opinión pública el Opus Dei tiene fama de ser en cierto modo discutido. ¿Podría darme su opinión de por qué esto es así, y especialmente de cómo se responde a la acusación sobre "el secreto de conspiración" y "la secreta conspiración" que a menudo se apunta contra el Opus Dei?

Me molesta profundamente todo lo que pueda sonar a autoalabanza. Pero ya que plantea usted este tema, no puedo por menos de decirle que me parece que el Opus Dei es una de las organizaciones católicas que cuenta con más amigos en todo el mundo. Millones de personas, también muchos no católicos y no cristianos, la quieren y la ayudan.

Por otra parte, el Opus Dei es una organización espiritual y apostólica. Si se olvida este hecho fundamental –o si uno se niega a creer en la buena fe de los socios del Opus Dei que así lo afirman– resulta imposible entender lo que hacen. Ante la imposibilidad de comprender, se inventan versiones complicadas y secretos que no han existido jamás.

Habla usted de acusación de secreto. Eso es ya historia antigua. Podría decirle, punto por punto, el origen histórico de esa acusación calumniosa. Durante muchos años una poderosa organización, de la que prefiero no hablar –la amamos y la hemos amado siempre–, se dedicó a falsear lo que no conocía. Insistían en considerarnos como religiosos, y se preguntaban: ¿por qué no piensan todos del mismo modo?, ¿por qué no llevan hábito o un distintivo? Y sacaban ilógicamente como consecuencia que constituíamos una sociedad secreta. Hoy eso ha pasado, y cualquier persona medianamente informada sabe que no hay secreto alguno. Que no llevamos distintivo porque no somos religiosos, sino cristianos corrientes. Que no pensamos de la misma manera, porque admitimos el mayor pluralismo en todo lo temporal y en las cuestiones teológicas opinables. Un mejor conocimiento de la realidad, y una superación de celotipias infundadas, ha llevado a dar por cerrada esa triste y calumniosa situación.

No hay sin embargo que extrañarse de que de de vez en cuando alguien renueve los viejos mitos: porque procuramos trabajar por Dios, defendiendo la libertad personal de todos los hombres, siempre tendremos en contra a los sectarios enemigos de esa libertad personal, sean del campo que sean, tanto más agresivos si son personas que no pueden soportar ni la simple idea de religión, o peor si se apoyan en un pensamiento religioso de tipo fanático. No obstante, son mayoría –por fortuna– las publicaciones que no se contentan con repetir cosas viejas, y falsas; que tienen clara conciencia de que ser imparciales no es difundir algo a mitad de camino entre la realidad y la calumnia, sin esforzarse por reflejar la verdad objetiva. Personalmente pienso que también es noticia decir la verdad, especialmente cuando se trata de informar de la actividad de tantas personas que, perteneciendo al Opus Dei o colaborando con él, se esfuerzan, a pesar de los errores personales –yo los tengo y no me extraño de que también los tengan los demás–, por realizar una tarea de servicio a todos los hombres. Desmontar un falso mito es siempre interesante. Considero que es un deber grave del periodista documentarse bien, y tener su información al día aunque a veces eso suponga cambiar los juicios hechos con anterioridad. ¿Es tan difícil admitir que algo sea limpio, noble y bueno, sin mezclar absurdas, viejas y desacreditadas falsedades?

Informarse sobre el Opus Dei es bien sencillo. En todos los países trabaja a la luz del día, con el reconocimiento jurídico de las autoridades civiles y eclesiásticas. Son perfectamente conocidos los nombres de sus directores y de sus obras apostólicas. Cualquiera que desee información sobre nuestra Obra, puede obtenerla sin dificultad, poniéndose en contacto con sus directores o acudiendo a alguna de nuestras obras corporativas. Usted mismo puede ser testigo de que nunca ninguno de los dirigentes del Opus Dei, o los que atienden a los periodistas, han dejado de facilitarles su tarea informativa, contestando a sus preguntas o dando la documentación adecuada. Ni yo, ni ninguno de los miembros del Opus Dei, pretendemos que todo el mundo nos comprenda o que comparta nuestros ideales espirituales. Soy muy amigo de la libertad y de que cada uno siga su camino. Pero es evidente que tenemos el derecho elemental de ser respetados.

31 ¿Cómo explica el enorme éxito del Opus Dei y por qué criterios mide usted ese éxito?

Cuando una empresa es sobrenatural, importan poco el éxito o el fracaso, tal como suelen entenderse de ordinario. Ya decía San Pablo a los cristianos de Corinto, que en la vida espiritual lo que interesa no es el juicio de los demás, ni nuestro propio juicio, sino el de Dios.

Ciertamente la Obra está hoy universalmente extendida: pertenecen a ella hombres y mujeres de cerca de setenta nacionalidades. Al pensar en ese hecho, yo mismo me sorprendo. No le encuentro explicación humana alguna, sino la voluntad de Dios, pues el Espíritu sopla donde quiere, y se sirve de quien quiere para realizar la santificación de los hombres. Todo eso es para mí ocasión de acción de gracias, de humildad, y de petición a Dios para saber siempre servirle.

Me pregunta también cuál es el criterio con que mido y juzgo las cosas. La respuesta es muy sencilla: santidad, frutos de santidad.

El apostolado más importante del Opus Dei, es el que cada socio realiza con el testimonio de su vida y con su palabra, en el trato diario con sus amigos y compañeros de profesión. ¿Quién puede medir la eficacia sobrenatural de este apostolado callado y humilde? No se puede valorar la ayuda que supone el ejemplo de un amigo leal y sincero, o la influencia de una buena madre en el seno de la familia.

Quizá su pregunta se refiere a los apostolados corporativos que realiza el Opus Dei, suponiendo que en este caso se pueden medir los resultados desde un punto de vista humano, técnico: si una escuela de capacitación obrera consigue promover socialmente a los hombres que la frecuentan; si una universidad da a sus estudiantes una formación profesional y cultural adecuadas. Admitiendo que su pregunta tiene ese sentido, le diré que el resultado se puede explicar en parte porque se trata de labores realizadas por personas que ejercitan ese trabajo como una específica tarea profesional, para la que se preparan como todo el que desea hacer una labor seria. Esto quiere decir, entre otras cosas, que esas obras no se plantean con esquemas preconcebidos, sino que se estudian en cada caso las necesidades peculiares de la sociedad en la que se van a realizar, para adaptarlas a las exigencias reales.

Pero le repito que al Opus Dei no le interesa primordialmente la eficacia humana. El éxito o el fracaso real de esas labores depende de que, estando humanamente bien hechas, sirvan o no para que tanto los que realizan esas actividades como los que se benefician de ellas, amen a Dios, se sientan hermanos de todos los demás hombres y manifiesten esos sentimientos en un servicio desinteresado a la humanidad.

32 ¿Querría describir cómo y por qué fundó el Opus Dei y los acontecimientos que considera los hitos más importantes de su desarrollo?

¿Por qué? Las obras que nacen de la voluntad de Dios no tienen otro porqué que el deseo divino de utilizarlas como expresión de su voluntad salvífica universal. Desde el primer momento la Obra era universal, católica. No nacía para dar solución a los problemas concretos de la Europa de los años veinte, sino para decir a hombres y mujeres de todos los países, de cualquier condición, raza, lengua o ambiente –y de cualquier estado: solteros, casados, viudos, sacerdotes–, que podían amar y servir a Dios, sin dejar de vivir en su trabajo ordinario, con su familia, en sus variadas y normales relaciones sociales.

¿Cómo se fundó? Sin ningún medio humano. Sólo tenía yo veintiséis años, gracia de Dios y buen humor. La Obra nació pequeña: no era más que el afán de un joven sacerdote, que se esforzaba en hacer lo que Dios le pedía.

Me pregunta usted por hitos. Para mí, es un hito fundamental en la Obra cualquier momento, cualquier instante en el que, a través del Opus Dei, algún alma se acerca a Dios, haciéndose así más hermano de sus hermanos los hombres. Quizá quería que le hablara de los puntos cruciales cronológicos. Aunque no son los más importantes, le daré de memoria unas fechas, más o menos aproximadas. Ya en los primeros meses de 1935 estaba todo preparado para trabajar en Francia, concretamente en París. Pero vinieron primero la guerra civil española y luego la segunda guerra mundial, y hubo que aplazar la expansión de la Obra. Como ese desarrollo era necesario, el aplazamiento fue mínimo. Ya en 1940 se inicia la labor en Portugal. Casi coincidiendo con el fin de las hostilidades, aunque habiendo precedido algunos viajes en los años anteriores, se comienza en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Estados Unidos, en México. Después, la expansión tiene un ritmo progresivo. A partir de 1949 y 1950: en Alemania, Holanda, Suiza, Argentina, Canadá, Venezuela y los restantes países europeos y americanos. Al mismo tiempo la labor se va extendiendo a otros continentes: el norte de Africa, Japón, Kenya y otros países de East Africa, Australia, Filipinas, Nigeria, etcétera.

También me gusta recordar, como fechas capitales, especialmente las continuas ocasiones en las que se ha mostrado de modo palpable el cariño que los Sumos Pontífices tienen por nuestra Obra. Resido establemente en Roma desde 1946, y así he tenido ocasión de conocer y tratar a Pío XII, a Juan XXIII y a Paulo VI. En todos he encontrado siempre el cariño de un padre.

33 ¿Estaría de acuerdo con la afirmación que se ha hecho alguna vez de que el ambiente peculiar de España durante los últimos treinta años ha facilitado el crecimiento de la Obra en ese país?

En pocos sitios hemos encontrado menos facilidades que en España. Es el país –siento decirlo, porque amo profundamente a mi Patria– donde más trabajo y sufrimiento ha costado hacer que arraigara la Obra. Cuando apenas había nacido, encontró ya la oposición de los enemigos de la libertad individual y de personas tan aferradas a las ideas tradicionales, que no podían entender la vida de los socios del Opus Dei: ciudadanos corrientes, que se esfuerzan por vivir plenamente su vocación cristiana sin dejar el mundo.

Tampoco las obras corporativas de apostolado han encontrado especiales facilidades en España. Gobiernos de países donde la mayoría de los ciudadanos no son católicos, han ayudado con mucha más generosidad que el Estado español, a las actividades docentes y benéficas promovidas por miembros de la Obra. La ayuda que esos gobiernos concedan o puedan conceder a las obras corporativas del Opus Dei, como hace de modo habitual con otras obras semejantes, no suponen un privilegio, sino sencillamente el reconocimiento de la función social que realizan, ahorrando dinero al erario público.

En su expansión internacional, el espíritu del Opus Dei ha encontrado inmediato eco y honda acogida en todos los países. Si ha tropezado con dificultades ha sido por falsedades que venían precisamente de España e inventadas por españoles, por algunos sectores muy concretos de la sociedad española. En primer lugar la organización internacional de que le hablaba; pero eso parece seguro que es cosa pasada, y yo no guardo rencor a nadie. Luego están algunas personas que no entienden el pluralismo, que adoptan actitud de grupo, cuando no caen en una mentalidad estrecha o totalitaria, y que se sirven del nombre de católico para hacer política. Algunos de ellos, no me explico por qué – quizá por falsas razones humanas–, parecen encontrar un gusto especial en atacar al Opus Dei, y como cuentan con grandes medios económicos –el dinero de los contribuyentes españoles– sus ataques pueden ser recogidos por cierta prensa.

Me doy cuenta perfectamente de que usted está esperando nombres concretos de personas e instituciones. No se los daré, y espero que comprenda la razón. Ni mi misión ni la de la Obra son políticas: mi oficio es rezar. Y no quiero decir nada que pueda siquiera interpretarse como una intervención en política. Más aún, me duele mucho hablar de estas cosas. He callado durante casi cuarenta años, y si ahora digo algo es porque tengo la obligación de denunciar como absolutamente falsas las interpretaciones torcidas que algunos intentan dar de una labor que es exclusivamente espiritual. Por eso, si bien hasta ahora he callado, en lo sucesivo seguiré hablando, y, si fuera necesario, cada vez con más claridad.

Pero volviendo al tema central de su pregunta, si muchas personas de todas las clases sociales, también en España, han procurado seguir a Cristo con la ayuda de la Obra y según su espíritu, la explicación no se puede buscar en el ambiente o en otros motivos extrínsecos. Prueba de ello es que quienes afirman lo contrario con tanta ligereza, ven disminuir sus propios grupos; y las causas exteriores son las mismas para todos. Quizá sea también, humanamente hablando, porque ellos hacen grupo, y nosotros no quitamos la libertad personal a nadie.

Si el Opus Dei está bien desarrollado en España –como también en algunas otras naciones– puede ser una concausa el hecho de que nuestra labor espiritual se inició allí hace cuarenta años, y –como le expliqué antes– la guerra civil española y después la guerra mundial hicieron necesario aplazar el comienzo en otros países. Quiero hacer constar sin embargo que, desde hace años, los españoles son una minoría en la Obra.

No piense, repito, que no amo a mi país, o que no me alegra profundamente la labor que la Obra allí realiza, pero es triste que haya quien propague equívocos sobre el Opus Dei y España.


EL APOSTOLADO DEL OPUS DEI EN LOS CINCO CONTINENTES

(Entrevista realizada por Jacques Guilleme–Brulon, publicada en Le Figaro [París], el 16-V-1966).

34 Algunas personas han afirmado en ocasiones que el Opus Dei estaba organizado interiormente según las normas de las sociedades secretas. ¿Qué hay que pensar de semejante afirmación? ¿Podría darnos, por otra parte, con este motivo, una idea del mensaje que quería dirigir a los hombres de nuestro tiempo al fundar la Obra en 1928?

Desde 1928 mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, porque el quicio de la espiritualidad específica del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario. Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. Y advertir que, para lograr este fin sobrenatural, los hombres necesitan ser y sentirse personalmente libres, con la libertad que Jesucristo nos ganó. Para predicar y enseñar a practicar esta doctrina, no he necesitado nunca de ningún secreto. Los socios de la Obra abominan del secreto, porque son fieles corrientes, iguales a los demás: al adscribirse al Opus Dei no cambian de estado. Les repugnaría llevar un cartel en la espalda que diga: "que conste que estoy dedicado al servicio de Dios". Esto no sería laical, ni secular. Pero quienes tratan y conocen a los miembros del Opus Dei saben que forman parte de la Obra, aunque no lo pregonen, porque tampoco lo ocultan.

35 ¿Podría esbozar un cuadro breve de las estructuras del Opus Dei al nivel mundial y su articulación con el Consejo General que usted preside en Roma?

En Roma tiene su domicilio el Consejo General, independiente para cada Sección, de hombres o de mujeres [12]; y en cada país hay un organismo análogo, presidido por el Consiliario del Opus Dei en esa nación. No piense en una organización potente, capilarmente extendida hasta el último rincón. Figúrese más bien una organización desorganizada, porque la labor de los directores del Opus Dei se encamina principalmente a hacer que a todos los socios llegue el espíritu genuino del Evangelio –espíritu de caridad, de convivencia, de comprensión, absolutamente ajeno al fanatismo–, a través de una sólida y oportuna formación teológica y apostólica. Después, cada uno obra con completa libertad personal y, formando autónomamente su propia conciencia, procura buscar la perfección cristiana y cristianizar su ambiente, santificando su propio trabajo, intelectual o manual, en cualquier circunstancia de su vida y en su propio hogar.

Por otra parte, la dirección de la Obra es siempre colegial. Detestamos la tiranía, especialmente en este gobierno exclusivamente espiritual del Opus Dei. Amamos la pluralidad: lo contrario no podría conducir más que a la ineficacia, a no hacer ni dejar hacer, a no mejorar.

36 El punto 484 de su código espiritual, Camino, precisa: "Tu deber es ser instrumento". ¿Qué sentido debe atribuirse a esta afirmación en el contexto de las preguntas precedentes?

¿Camino, un código? No. Escribí en 1934 una buena parte de ese libro, resumiendo para todas las almas que trataba –del Opus Dei o no– mi experiencia sacerdotal. No sospeché que treinta años después alcanzaría una difusión tam amplia –millones de ejemplares– en tantos idiomas. No es un libro para los socios del Opus Dei solamente; es para todos, aun para los no cristianos. Entre las personas que por propia iniciativa lo han traducido, hay ortodoxos, protestantes y no cristianos. Camino se debe leer con un mínimo de espíritu sobrenatural, de vida interior y de afán apostólico. No es un código del hombre de acción. Pretende ser un libro que lleva a tratar y a amar a Dios y a servir a todos. A ser instrumento, ésa era su pregunta, como el Apóstol Pablo quería serlo de Cristo. Instrumento libre y responsable: los que quieren ver en sus páginas una finalidad temporal, se engañan. No olvide que es corriente, en los autores espirituales de todos los tiempos, ver a las almas como instrumentos en las manos de Dios.

37 ¿Ocupa España un lugar de preferencia en la Obra? ¿Se puede considerar como punto de partida para un programa más ambicioso o un simple sector de actividad entre tantos?

Entre los sesenta y cinco países, en los que hay personas del Opus Dei, España es un país más, y los españoles somos una minoría. El Opus Dei nació geográficamente en España; pero desde el principio, su fin era universal. Por lo demás, yo tengo mi domicilio en Roma desde hace veinte años.

38 El hecho de que algunos miembros de la Obra estén presentes en la vida pública del país, ¿no ha politizado, en algún modo, el Opus Dei en España? ¿No comprometen así a la Obra y a la Iglesia misma?

Ni en España ni en ningún otro sitio. Insisto en que cada uno de los socios del Opus Dei trabaja con plena libertad y con responsabilidad personal, sin comprometer ni a la Iglesia, ni a la Obra porque ni en la Iglesia ni en la Obra se apoyan para realizar sus personales actividades. Gentes formadas en una concepción militar del apostolado y de la vida espiritual, tenderán a ver el trabajo libre y personal de los cristianos como una actuación colectiva. Pero le digo, como no me he cansado de repetir desde 1928, que la diversidad de opiniones y de actuaciones en lo temporal y en lo teológico opinable, no es para la Obra ningún problema: la diversidad que existe y existirá siempre entre los miembros del Opus Dei es, por el contrario, una manifestación de buen espíritu, de vida limpia, de respeto a la opción legítima de cada uno.

39 ¿No cree usted que en España, y en razón del particularismo inherente a la raza ibérica, un cierto sector de la Obra podría sentirse tentado a utilizar su fuerza para satisfacer intereses particulares?

Formula usted una hipótesis que me atrevo a garantizar que no se dará nunca en nuestra Obra; no sólo porque nos asociamos exclusivamente para fines sobrenaturales, sino porque si alguna vez un miembro del Opus Dei intentara imponer, directa o indirectamente, un criterio temporal a los demás socios, o servirse de ellos para fines humanos, saldría expulsado sin miramientos, porque los demás socios se rebelarían legítimamente, santamente.

40 En España el Opus Dei se precia de reunir gente de todas las clases sociales. ¿Es válida esta afirmación para el resto del mundo o bien hay que admitir que en los restantes países los miembros del Opus Dei proceden más bien de ambientes ilustrados, como serían los estados mayores de la Industria, de la Administración, de la Política y de las Profesiones Liberales?

Pertenecen de hecho al Opus Dei, en España y en todo el mundo, personas de todas las condiciones sociales: hombres y mujeres, viejos y jóvenes, obreros, industriales, empleados, campesinos, personas que ejercen profesiones liberales, etcétera. La vocación la da Dios, y para Dios no hay acepción de personas.

Pero el Opus Dei no se precia de ninguna cosa: las obras apostólicas no crecen con las fuerzas humanas, sino al soplo del Espíritu Santo. En una asociación que tenga una finalidad terrena, es lógico publicar estadísticas ostentosas sobre el número, condición y cualidades de los socios, y así suelen hacerlo de hecho las organizaciones que buscan un prestigio temporal, pero ese modo de obrar, cuando se busca la santificación de las almas, favorece la soberbia colectiva: y Cristo quiere la humildad de cada uno de los cristianos y de los cristianos todos.

41 ¿Cuál es la situación actual del desarrollo de la Obra en Francia?

Como le decía, el gobierno de la Obra en cada país es autónomo. La mejor información sobre la labor del Opus Dei en Francia la puede obtener preguntando a los directores de la Obra en el país. Entre las labores que el Opus Dei desarrolla corporativamente, y de las que por tanto responde como tal, hay residencias para estudiantes –como la Résidence International de Rouvray, en París; o la Résidence Universitaire de L'Ile Verte, en Grenoble–, centros de reuniones y convivencias –como el Centre de Rencontre Couvrelles, en el departamento de Aisne–, etcétera. Pero le recuerdo que las obras corporativas son lo de menos: la labor principal del Opus Dei es el testimonio personal, directo, que dan sus socios en medio del propio trabajo ordinario. Y, para esto, la enumeración no sirve. No piense en el fantasma del secreto. No; no son un secreto los pájaros que surcan el cielo, y a nadie se le ocurre contarlos.

42 ¿Cuál es la situación actual de la Obra en el resto del mundo y especialmente en el mundo anglosajón?

El Opus Dei se encuentra tan a gusto en Inglaterra como en Kenya, en Nigeria como en Japón; en los Estados Unidos como en Austria, en Irlanda como en México o Argentina; en cada sitio es un fenómeno teológico y pastoral enraizado en las almas del país. No está anclado en una cultura determinada, ni en una concreta época de la historia. En el mundo anglosajón, el Opus Dei tiene, gracias a la ayuda de Dios y a la cooperación de muchas personas, obras apostólicas de diversos tipos: Netherhall House, en Londres, que presta especial atención a universitarios afroasiáticos; Hudson Center, en Montreal, para la formación humana e intelectual de chicas jóvenes; Nairana Cultural Center, que se dirige a los estudiantes de Sydney... En Estados Unidos, donde el Opus Dei comenzó a trabajar en 1949, se pueden mencionar: Midtown, para obreros en un barrio del corazón de Chicago; Stonecrest Community Center, en Washington, destinado a la educación de mujeres que carecen de capacitación profesional; Trimont House, residencia universitaria en Boston, etcétera. Una última advertencia: la influencia de la Obra, en la medida en que la haya en cada caso, será siempre espiritual, de orden religioso, nunca temporal.

43 Fuentes diversas pretenden que una sólida enemistad enfrentaría a la mayor parte de las órdenes religiosas y singularmente a la Compañía de Jesús con el Opus Dei. ¿Tienen el menor fundamento estos rumores o forman parte de estos mitos que la gente alimenta cuando no conoce bien algún problema?

Aunque ni somos religiosos, ni nos parecemos a los religiosos, ni hay autoridad en el mundo que pueda obligarnos a serlo, en el Opus Dei veneramos y amamos al estado religioso. Rezo cada día para que todos los venerables religiosos continúen ofreciendo a la Iglesia frutos de virtudes, de obras apostólicas y de santidad. Los rumores de que se ha hablado son... rumores. El Opus Dei ha contado siempre con la admiración y la simpatía de los religiosos de tantas órdenes y congregaciones, de modo particular de los religiosos y de las religiosas de clausura, que rezan por nosotros, nos escriben con frecuencia y dan a conocer nuestra Obra de mil modos, porque se dan cuenta de nuestra vida de contemplativos en medio de los afanes de la calle. El Secretario General del Opus Dei, don Alvaro del Portillo, trataba y estimaba al anterior General de la Compañía de Jesús. Al actual, al P. Arrupe, lo trato y lo estimo, como él a mí. Las incomprensiones, si se dieran, demostrarían poco espíritu cristiano, porque nuestra fe es de unidad, no de celos ni de divisiones.

44 ¿Cuál es la posición de la Obra sobre la declaración conciliar a favor de la libertad religiosa, y en especial sobre su aplicación a España, donde el "proyecto Castiella" está todavía en suspenso? ¿Y qué decir de ese pretendido "integrismo" que en ocasiones se ha reprochado al Opus Dei?

¿Integrismo? El Opus Dei no está ni a la derecha ni a la izquierda, ni al centro. Yo, como sacerdote, procuro estar con Cristo, que sobre la Cruz abrió los dos brazos y no sólo uno de ellos: tomo con libertad, de cada grupo, aquello que me convence, y que me hace tener el corazón y los brazos acogedores, para toda la humanidad; y cada uno de los socios es libérrimo para escoger la opción que quiera, dentro de los términos de la fe cristiana.

En cuanto a la libertad religiosa, el Opus Dei, desde que se fundó, no ha hecho nunca discriminaciones: trabaja y convive con todos, porque ve en cada persona un alma a la que hay que respetar y amar. No son sólo palabras; nuestra Obra es la primera organización católica que, con la autorización de la Santa Sede, admite como Cooperadores a los no católicos, cristianos o no. He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad. Comprenderá que siendo ése el espíritu que desde el primer momento hemos vivido, sólo alegría pueden producirme las enseñanzas que sobre este tema ha promulgado el Concilio. Acerca del proyecto concreto a que se refiere, no es cuestión mía resolverlo, sino de la Jerarquía de la Iglesia en España y de los católicos de ese país: a ellos corresponde aplicar, al caso concreto, el espíritu del Concilio.

45 Algunos lectores de Camino se extrañan de la afirmación contenida en el punto 28 de ese libro: "El matrimonio es para la clase de tropa y no para el Estado Mayor de Cristo". ¿Puede verse ahí una apreciación peyorativa del matrimonio, que iría contra el deseo de la Obra de inscribirse en las realidades vivas del mundo moderno?

Le aconsejo leer el número anterior de Camino, donde se dice que el matrimonio es una vocación divina. No era nada frecuente oír afirmaciones como ésa en los alrededores de 1935. Sacar las consecuencias de las que usted habla, es no entender mis palabras. Con esa metáfora quería recoger lo que ha enseñado siempre la Iglesia sobre la excelencia y el valor sobrenatural del celibato apostólico. Y recordar al mismo tiempo a todos los cristianos que, en palabras de San Pablo, deben sentirse milites Christi, soldados de Cristo, miembros de ese Pueblo de Dios que realiza en la tierra una lucha divina de comprensión, de santidad y de paz. Hay en todo el mundo muchos miles de matrimonios que pertenecen al Opus Dei, o que viven según su espíritu, sabiendo bien que un soldado puede ser condecorado en la misma batalla en la que el general huyó vergonzosamente.

46 Desde 1946 fijó usted su residencia en Roma. ¿Qué rasgos de los Pontífices que ha tratado destacan en su recuerdo?

Para mí, después de la Trinidad Santísima y de nuestra Madre la Virgen, en la Jerarquía del amor, viene el Papa. No puedo olvidar que fue S.S. Pío XII quien aprobó el Opus Dei, cuando este camino de espiritualidad parecía a más de uno una herejía; como tampoco se me olvida que las primeras palabras de cariño y afecto que recibí en Roma, en 1946, me las dijo el entonces Mons. Montini. Tengo también muy grabado el encanto afable y paterno de Juan XXIII, todas las veces que tuve ocasión de visitarle. Una vez le dije: "en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Su Santidad..." Y el Santo Padre Juan se reía, emocionado. ¿Qué quiere que le diga? Siempre los Romanos Pontífices, todos, han tenido con el Opus Dei comprensión y cariño.

47 Tuve ocasión, Monseñor, de escuchar sus respuestas a las preguntas que le hacía un público de más de 2.000 personas, reunidas hace año y medio en Pamplona. Insistía usted entonces en la necesidad de que los católicos se comporten como ciudadanos responsables y libres, y que "no vivan de ser católicos". ¿Qué importancia y qué proyección le da usted a esa idea?

Nunca ha dejado de molestarme la actitud del que hace de llamarse católico una profesión, como la de quienes quieren negar el principio de la responsabilidad personal, sobre la que se basa toda la moral cristiana. El espíritu de la Obra y el de sus socios es servir a la Iglesia, y a todas las criaturas, sin servirse de la Iglesia. Me gusta que el católico lleve a Cristo no en el nombre, sino en la conducta, dando testimonio real de vida cristiana. Me repugna el clericalismo y comprendo que –junto a un anticlericalismo malo hay también un anticlericalismo bueno, que procede del amor al sacerdocio, que se opone a que el simple fiel o el sacerdote use de una misión sagrada para fines terrenos.

Pero no piense que con esto me declaro contra nadie. No existe en nuestra Obra ningún afán exclusivista, sino el deseo de colaborar con todos los que trabajan por Cristo y con todos los que, cristianos o no, hacen de su vida una espléndida realidad de servicio.

Por lo demás, lo importante no es sólo la proyección que he dado a estas ideas, especialmente desde 1928, sino la que le da el Magisterio de la Iglesia. Y no hace mucho –con una emoción, para este pobre sacerdote, que es difícil de explicar– el Concilio ha recordado a todos los cristianos, en la Constitución Dogmática De Ecclesia, que deben sentirse plenamente ciudadanos de la ciudad terrena, trabajando en todas las actividades humanas con competencia profesional y con amor a todos los hombres, buscando la perfección cristiana, a la que son llamados por el sencillo hecho de haber recibido el Bautismo.


¿POR QUE TANTOS HOMBRES SE ACERCAN AL OPUS DEI?

(Entrevista realizada por Tad Szulc, corresponsal del New York Times, el 7-X-1966).

48 Podría decir si o hasta qué punto el Opus Dei en España tiene una orientación económica o política? Si fuera así, ¿podría definirla?

El Opus Dei no tiene ninguna orientación económica o política, ni en España ni en ningún otro sitio. Ciertamente, movidos por la doctrina de Cristo, sus miembros defienden siempre la libertad personal, y el derecho que todos los hombres tienen a vivir y a trabajar, y a estar cuidados durante la enfermedad y cuando llegue la vejez, y a constituir un hogar, y a traer hijos al mundo, y a educar a esos hijos en proporción al talento de cada uno, y a recibir un trato digno de hombres y de ciudadanos.

Pero la Obra no les propone ningún camino concreto, ni económico, ni político, ni cultural. Cada uno de sus miembros tiene plena libertad para pensar y obrar como le parezca mejor en este terreno. En todo lo temporal los socios de la Obra son libérrimos: caben en el Opus Dei personas de todas las tendencias políticas, culturales, sociales y económicas que la conciencia cristiana puede admitir.

Yo no hablo nunca de política. Mi misión como sacerdote es exclusivamente espiritual. Por lo demás, aunque expresara alguna vez una opinión en lo temporal, los socios de la Obra no tendrían ninguna obligación de seguirla.

Nunca los directores de la Obra pueden imponer un criterio político o profesional a los demás miembros. Si alguna vez un socio del Opus Dei intentara hacerlo, o servirse de otros miembros para fines humanos, saldría expulsado sin miramientos, porque los demás socios se rebelarían legítimamente.

No he preguntado ni preguntaré jamás a ningún miembro de la Obra de qué partido es o qué doctrina política sostiene, porque me parecería un atentado a su legítima libertad. Y lo mismo hacen los directores del Opus Dei en todo el mundo.

Sé, sin embargo, que entre los miembros de la Obra –en España como en cualquier otro país– hay de hecho gran variedad de opiniones, y no tengo nada que decir en contra. Las respeto todas, como respetaré siempre cualquier opción temporal, tomada por un hombre que se esfuerza por obrar según su conciencia. Ese pluralismo no es, para la Obra, un problema. Por el contrario, es una manifestación de buen espíritu, que pone patente la legítima libertad de cada uno.

49 ¿Es un mito, una verdad a medias o una realidad que el Opus Dei en España se ha convertido en una potencia política y económica a través de las posiciones que ocupan sus miembros en el mundo de la política y de la economía?

Es sencillamente un error. La mayoría de los miembros de la Obra son personas de condición social ordinaria o incluso modesta: obreros manuales, oficinistas, campesinos, empleadas, maestros, etc. Hay también algunos –muchos menos– que desarrollan su profesión en el mundo de la política y de la economía. Tanto unos como otros actúan a título exclusivamente personal, obran con plena autonomía y responden personalmente de sus actuaciones.

Los fines del Opus Dei son exclusivamente espirituales. A todos sus miembros, tanto si ejercen una especial influencia social como si no, les pide sólo que luchen por vivir una vida plenamente cristiana. No les da ninguna directriz sobre cómo han de desarrollar su trabajo. No intenta coordinar sus actividades. No se sirve de los cargos que puedan tener.

En este sentido la Obra se podría comparar a un club deportivo o a una asociación de fines benéficos que nada tiene que ver con las actividades políticas o económicas que puedan ejercer sus afiliados.

50 Si, como pretenden sus miembros, el Opus Dei es una asociación religiosa en la que cada individuo es libre de seguir sus propias opiniones, ¿cómo explica la creencia muy extendida de que el Opus Dei es una organización monolítica con unas posiciones muy definidas en asuntos temporales?

No me parece que esa opinión esté realmente muy extendida. Bastantes de los órganos más cualificados de la prensa internacional han reconocido el pluralismo de los socios de la Obra.

Ha habido, ciertamente, algunas personas que han sostenido esa opinión errónea a la que usted se refiere. Es posible que algunos, por motivos de diverso tipo, hayan difundido esa idea, aun sabiendo que no corresponde a la realidad. Pienso que, en muchos otros casos, puede deberse a falta de conocimiento, ocasionada quizá por las deficiencias de información: no estando bien informados, no es de extrañar que personas que no tienen interés suficiente para entrar en contacto personal con el Opus Dei e informarse bien, atribuyan a la Obra como tal las opiniones de unos pocos socios.

Lo cierto es que nadie que esté medianamente informado sobre los asuntos españoles puede desconocer la realidad del pluralismo existente entre los socios de la Obra. Usted mismo seguramente podría citar muchos ejemplos.

Otro factor puede ser el prejuicio subconsciente de personas que tienen mentalidad de partido único, en lo político o en lo espiritual. Los que tienen esta mentalidad y pretenden que todos opinen lo mismo que ellos, encuentran difícil creer que otros sean capaces de respetar la libertad de los demás. Atribuyen así a la Obra el carácter monolítico que tienen sus propios grupos.

51 Se cree generalmente que, como organización, el Opus Dei maneja una considerable fuerza económica. Puesto que el Opus Dei desarrolla de hecho actividades de tipo educativo, benéfico, etc., ¿podría explicarnos cómo administra esas actividades el Opus Dei, es decir, cómo obtiene los medios económicos, cómo los coordina y los distribuye?

Efectivamente en todos los países donde trabaja, el Opus Dei realiza actividades sociales, educativas y benéficas. No es ésa, sin embargo, la labor principal de la Obra; lo que el Opus Dei pretende es que haya muchos hombres y mujeres que procuren ser buenos cristianos y, por tanto, testigos de Cristo en medio de sus ocupaciones ordinarias. Los centros a los que se refiere, se ordenan precisamente a esa finalidad. Por eso la eficacia de toda nuestra labor se fundamenta en la gracia de Dios y en una vida de oración, de trabajo y de sacrificio. Pero no cabe duda de que cualquier actividad educativa, benéfica o social tiene que servirse de medios económicos.

Cada centro se financia del mismo modo que cualquier otro de su tipo. Las residencias de estudiantes, por ejemplo, cuentan con las pensiones que pagan los residentes; los colegios con las cuotas que satisfacen los alumnos; las escuelas agrícolas con la venta de sus productos, etc. Está claro, sin embargo, que estos ingresos casi nunca son suficientes para cubrir todos los gastos de un centro, y menos cuando se considera que todas las labores del Opus Dei están pensadas con un criterio apostólico y la mayoría se dirigen a personas de escasos recursos económicos, que –en muchas ocasiones– pagan por la formación que se les ofrece cantidades simbólicas.

Para hacer posible esas labores se cuenta también con las aportaciones de los miembros de la Obra, que destinan a ellas parte del dinero que ganaran con su trabajo profesional. Pero sobre todo con la ayuda de muchas personas que, sin pertenecer al Opus Dei, quieren colaborar en unas tareas de trascendencia social y educativa. Los que trabajan en cada centro procuran fomentar entre las personas individuales el afán apostólico, la preocupación social, el sentido comunitario que les llevan a colaborar activamente en la realización de esas empresas. Como se trata de labores hechas con seriedad profesional, que responden a necesidades reales de la sociedad, en la mayoría de los casos la respuesta ha sido generosa. Usted sabe, por ejemplo, que la Universidad de Navarra cuenta con una Asociación de Amigos con unos 12.000 miembros.

La financiación de cada centro es autónoma. Cada uno funciona con independencia y procura buscar los fondos necesarios entre personas interesadas en aquella labor concreta.

52 ¿Aceptaría usted la afirmación de que el Opus Dei "controla" de hecho ciertos bancos, empresas, periódicos, etc.? Si es así, ¿qué significa control en este contexto?

Hay algunos miembros del Opus Dei –bastantes menos de los que se ha dicho alguna vez– que ejercen su trabajo profesional en la dirección de empresas de diverso tipo. Unos dirigen empresas familiares, que han heredado de sus padres. Otros están al frente de sociedades que ellos han fundado, solos o unidos a otras personas de su misma profesión. Otros, en cambio, han sido nombrados gerentes de alguna empresa por los dueños, que tenían confianza en su habilidad y conocimientos. Pueden haber llegado a los cargos que ocupan por cualquiera de los caminos honestos que suele recorrer una persona para llegar a una posición de este tipo. Es decir, es algo que no tiene nada que ver con su pertenencia a la Obra.

Los directores de empresa que forman parte del Opus Dei buscan, como todos los socios, vivir el espíritu evangélico en el ejercicio de su profesión. Esto exige de ellos en primer lugar que vivan escrupulosamente la justicia y la honestidad. Procurarán, por tanto, hacer su labor de una forma honrada: pagar un salario justo a sus empleados, respetar los derechos de los accionistas o propietarios y de la sociedad, y cumplir todas las leyes del país. Evitarán cualquier clase de partidismos o favoritismos con respecto a otras personas, sean o no miembros del Opus Dei. Entiendo que el favoritismo sería contrario no ya a la búsqueda de la perfección cristiana –que es el motivo por el que ingresaron a la Obra–, sino a las exigencias más elementales de la moral evangélica.

Ya he hablado antes de la libertad absoluta de que gozan todos los socios de la Obra en su labor profesional. Esto quiere decir que aquellos socios que dirigen empresas de cualquier tipo lo hacen de acuerdo con su criterio personal, sin recibir ninguna orientación de los Directores sobre cómo han de realizar su labor. Tanto la política económica y financiera que siguen en la gestión de la empresa como la orientación ideológica, en el caso de una empresa de opinión pública, es de su exclusiva responsabilidad.

Toda presentación del Opus Dei como una central de consignas y orientaciones temporales o económicas, carece de fundamento.

53 ¿Cómo está organizado el Opus Dei en España? ¿Cómo está estructurado su gobierno y cómo funciona? ¿Interviene usted personalmente en las actividades del Opus Dei en España?

La labor de dirección en el Opus Dei [13] es siempre colegial, no personal. Detestamos la tiranía, que es contraria a la dignidad humana. En cada país la dirección de nuestra labor está encomendada a una comisión compuesta en su mayor parte por laicos de distintas profesiones y presidida por el Consiliario del Opus Dei en el país. En España el Consiliario es don Florencio Sánchez–Bella.

Como el Opus Dei es una organización sobrenatural y espiritual, su gobierno se limita a dirigir y orientar la tarea apostólica, con exclusión de cualquier tipo de finalidad temporal. La dirección de la Obra no sólo respeta la libertad de sus socios, sino que les hace tomar clara conciencia de ella. Para conseguir la perfección cristiana en la profesión o en el oficio que cada uno tenga, los socios de la Obra necesitan estar formados de modo que sepan administrar la propia libertad: con presencia de Dios, con piedad sincera, con doctrina. Esta es la misión fundamental de los directores de nuestra Obra: facilitar en todos los socios el conocimiento y la práctica de la fe cristiana, para que la hagan realidad en su vida, cada uno con plena autonomía. Ciertamente, por lo que se refiere al terreno estrictamente apostólico, se hace necesaria una cierta coordinación, pero aun aquí la coordinación se limita al mínimo para facilitar la creación de labores educativas, sociales o benéficas, que realizan un eficaz servicio cristiano.

Los mismos principios que acabo de exponer se aplican al gobierno central de la Obra. Yo no gobierno solo. Las decisiones se toman en el Consejo General del Opus Dei, que tiene su sede en Roma y que está compuesto actualmente por personas de catorce países. El Consejo General se limita a su vez a dirigir en líneas fundamentales el apostolado de la Obra en todo el mundo, dejando un amplísimo margen de iniciativa a los directores de cada país. En la Sección femenina existe un régimen análogo. De su Consejo Central forman parte asociadas de doce nacionalidades.

54 En su opinión, ¿por qué están molestas con el Opus Dei numerosas órdenes religiosas, tales como la Compañía de Jesús?

Conozco a multitud de religiosos que saben que nosotros no somos religiosos, pero que nos devuelven el afecto que les tenemos y ofrecen oraciones y sacrificios a Dios por los apostolados del Opus Dei. En cuanto a la Compañía de Jesús, conozco y trato a su General, el Padre Arrupe. Puedo asegurarle que nuestras relaciones son de estima y de afecto mutuo.

Tal vez haya encontrado usted a algún religioso que no comprende nuestra Obra; si es así, se deberá a un equívoco o a una falta de conocimiento de la realidad de nuestra labor que es específicamente laical y secular y no interfiere para nada en el terreno propio de los religiosos. Nosotros no tenemos para todos los religiosos más que veneración y cariño, y pedimos al Señor que cada día haga más eficaz su servicio a la Iglesia y a la humanidad entera. No habrá nunca una pelea entre el Opus Dei y un religioso, porque hacen falta dos para pelear y nosotros no queremos luchar con nadie.

55 ¿A qué atribuye la creciente importancia que se da al Opus Dei? ¿Es debida sólo al atractivo de su doctrina o es también un reflejo de las ansiedades de la edad moderna?

El Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación. El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima –olvidada durante siglos por muchos cristianos– de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia.

Para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto [14]. Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas. Las condiciones de la sociedad contemporánea, que valora cada vez más el trabajo, facilitan evidentemente que los hombres de nuestro tiempo puedan comprender este aspecto del mensaje cristiano que el espíritu del Opus Dei ha venido a subrayar. Pero más importante aún es el influjo del Espíritu Santo, que en su acción vivificadora ha querido que nuestro tiempo sea testigo de un gran movimiento de renovación en todo el cristianismo. Leyendo los decretos del Concilio Vaticano II se ve claramente que parte importante de esa renovación ha sido precisamente la revaloración del trabajo ordinario y de la dignidad de la vocación del cristiano que vive y trabaja en el mundo.

56 ¿Cómo se va desarrollando el Opus Dei en otros países, aparte de España? ¿Cuál es su influencia en los Estados Unidos, Inglaterra, Italia, etc.?

Pertenecen actualmente al Opus Dei personas de sesenta y ocho nacionalidades, que trabajan en todos los países de América y Europa occidental y en algunos de Africa, Asia y Oceanía. La influencia del Opus Dei en todos estos países es una influencia espiritual. Consiste esencialmente en ayudar a las personas que se acercan a nuestra labor a vivir más plenamente el espíritu evangélico en su vida ordinaria. Esas personas trabajan en los sitios más variados: hay entre ellos desde campesinos que cultivan la tierra en pueblos apartados de la Sierra andina, hasta banqueros de Wall Street. A todos ellos el Opus Dei les enseña que su trabajo corriente –sea humanamente humilde o brillante– es de un gran valor y puede ser un medio eficacísimo para amar y servir a Dios y a los demás hombres. Les enseña a querer a todos los hombres, a respetar su libertad, a trabajar – con plena autonomía, del modo que les parezca mejor– para borrar las incomprensiones y las intolerancias entre los hombres y para que la sociedad sea más justa. Esta es la única influencia del Opus Dei en cualquier lugar en que trabaja.

Refiriéndome a las labores sociales y educativas que la Obra como tal suele promover, le diré que responden en cada lugar a las condiciones concretas y a las necesidades de la sociedad. No tengo datos detallados sobre todas esas labores, porque, como comentaba antes, nuestra organización está muy descentralizada. Podría mencionar, como un ejemplo entre otros muchos posibles, Midtown Sports and Cultural Center en el Near West Side de Chicago, que ofrece programas educativos y deportivos a los habitantes del barrio. Parte importante de su labor consiste en promover la convivencia y el trato entre los distintos grupos étnicos que lo componen. Otra labor interesante en Estados Unidos se realiza en The Heights, en Washington, donde se llevan a cabo cursos de orientación profesional, programas especiales para estudiantes particularmente dotados, etc.

En Inglaterra se podría destacar la labor de residencias universitarias que ofrecen a los estudiantes no sólo un alojamiento, sino diversos programas para completar su formación cultural, humana y espiritual. Netherhall House en Londres es tal vez especialmente interesante por su carácter internacional. Han convivido en esa residencia universitarios de más de cincuenta países. Muchos de ellos no son cristianos, porque las casas del Opus Dei están abiertas a todos sin discriminación de raza ni religión.

Para no extenderme más, mencionaré sólo una labor, el Centro Internazionale della Gioventù lavoratrice en Roma. Este centro para la formación profesional de obreros jóvenes fue encomendado al Opus Dei por el Papa Juan XXIII e inaugurado por Paulo VI hace menos de un año.

57 ¿Cómo ve usted el futuro del Opus Dei en los años por venir?

El Opus Dei es todavía muy joven. Treinta y nueve años para una institución es apenas un comienzo. Nuestra tarea es colaborar con todos los demás cristianos en la gran misión de ser testimonio del Evangelio de Cristo; es recordar que esa buena nueva puede vivificar cualquier situación humana. La labor que nos espera es ingente. Es un mar sin orillas, porque mientras haya hombres en la tierra, por mucho que cambien las formas técnicas de la producción, tendrán un trabajo que pueden ofrecer a Dios, que pueden santificar. Con la gracia de Dios, la Obra quiere enseñarles a hacer de ese trabajo un servicio a todos los hombres de cualquier condición, raza, religión. Al servir así a los hombres, servirán a Dios.


EL OPUS DEI: PROMUEVE LA SANTIDAD EN EL MUNDO

(Entrevista realizada por Enrico Zuppi y Antonino Fugardi, director y redactor, respectivamente, de L'Osservatore della Domenica [Ciudad del Vaticano]. Publicada en tres entregas, los días 19 y 26 de mayo y 2 de junio de 1968)

58 El Opus Dei ocupa un papel de primer plano en el proceso moderno de evolución del laicado; querríamos, por eso, preguntarle, antes que nada, cuáles son, en su opinión, las características más notables de este proceso

He pensado siempre que la característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres. El Santo Padre lo ha dicho de una manera inequívoca: "Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo Bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante ese sacramento, en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia... El ser cristiano, el haber recibido el Bautismo, no debe ser considerado como indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado" [15].

59   Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo.

El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina.

Desde hace muchísimos años, desde la misma fecha fundacional del Opus Dei, he meditado y he hecho meditar unas palabras de Cristo que nos relata San Juan: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum [16]. Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas.

Quisiera añadir que, junto a esta toma de conciencia de los laicos, se está produciendo un análogo desarrollo de la sensibilidad de los pastores. Se dan cuenta de lo específico de la vocación laical, que debe ser promovida y favorecida mediante una pastoral que lleve a descubrir en medio del Pueblo de Dios el carisma de la santidad y del apostolado, en las infinitas y diversísimas formas en las que Dios lo concede.

Esta nueva pastoral es muy exigente, pero, a mi juicio, absolutamente necesaria. Requiere el don sobrenatural del discernimiento de espíritus, la sensibilidad para las cosas de Dios, la humildad de no imponer las propias preferencias y de servir a lo que Dios promueve en las almas. En una palabra: el amor a la legítima libertad de los hijos de Dios, que encuentran a Cristo y son hechos portadores de Cristo, recorriendo caminos entre sí muy diversos, pero todos igualmente divinos. Uno de los mayores peligros que amenazan hoy a la Iglesia podría ser precisamente el de no reconocer esas exigencias divinas de la libertad cristiana, y, dejándose llevar por falsas razones de eficacia, pretender imponer una uniformidad a los cristianos. En la raíz de esas actitudes hay algo no sólo legítimo, sino encomiable: el deseo de que la Iglesia dé un testimonio tal, que conmueva al mundo moderno. Mucho me temo, sin embargo, que el camino sea equivocado y que lleve, por una parte, a comprometer a la Jerarquía en cuestiones temporales, cayendo en un clericalismo diverso pero tan nefando como el de los siglos pasados; y, por otra, a aislar a los laicos, a los cristianos corrientes, del mundo en el que viven, para convertirlos en portavoces de decisiones o ideas concebidas fuera de ese mundo.

Me parece que a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios –acordándonos de aquel grito del Bautista: illum oportet crescere, me autem minui [17]; conviene que Cristo crezca y que yo disminuya–, para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo. La misión de dar doctrina, de ayudar a penetrar en las exigencias personales y sociales del Evangelio, de mover a discernir los signos de los tiempos, es y será siempre una de las tareas fundamentales del sacerdote. Pero toda labor sacerdotal debe llevarse a cabo dentro del mayor respeto a la legítima libertad de las conciencias: cada hombre debe libremente responder a Dios. Por lo demás, todo católico, además de esa ayuda del sacerdote, tiene también luces propias que recibe de Dios, gracia de estado para llevar adelante la misión específica que, como hombre y como cristiano, ha recibido.

Quien piense que, para que la voz de Cristo se haga oír en el mundo de hoy, es necesario que el clero hable o se haga siempre presente, no ha entendido bien aún la dignidad de la vocación divina de todos y de cada uno de los fieles cristianos.

60 En este marco, ¿cuál es la tarea que ha desarrollado y desarrolla el Opus Dei? ¿Qué relaciones de colaboración mantienen los socios con otras organizaciones que trabajan en este campo?

No me corresponde a mí dar un juicio histórico sobre lo que, por gracia de Dios, el Opus Dei ha hecho. Sólo he de afirmar que la finalidad, a la que el Opus Dei aspira, es favorecer la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado por parte de los cristianos que viven en medio del mundo, cualquiera que sea su estado o condición.

La Obra ha nacido para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil –con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles–, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida de un cristiano corriente –que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina– puede y debe ser una vida santa y santificante.

En otras palabras: para seguir a Cristo, para servir a la Iglesia, para ayudar a los demás hombres a reconocer su destino eterno, no es indispensable abandonar el mundo o alejarse de él, ni tampoco hace falta dedicarse a una actividad eclesiástica; la condición necesaria y suficiente es la de cumplir la misión que Dios ha encomendado a cada uno, en el lugar y en el ambiente queridos por su Providencia. Y como la mayor parte de los cristianos recibe de Dios la misión de santificar el mundo desde dentro, permaneciendo en medio de las estructuras temporales, el Opus Dei se dedica a hacerles descubrir esa misión divina, mostrándoles que la vocación humana –la vocación profesional, familiar y social– no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella. El Opus Dei tiene como misión única y exclusiva la difusión de este mensaje –que es un mensaje evangélico– entre todas las personas que viven y trabajan en el mundo, en cualquier ambiente o profesión. Y a quienes entienden este ideal de santidad, la Obra facilita los medios espirituales y la formación doctrinal, ascética y apostólica, necesaria para realizarlo en la propia vida.

Los socios del Opus Dei no actúan en grupo, sino individualmente, con libertad y responsabilidad personales. No es por eso el Opus Dei una organización cerrada, o que de algún modo reúna a sus socios para aislarlos de los demás hombres. Las labores corporativas, que son las únicas que dirige la Obra, están abiertas a todo tipo de personas, sin discriminación de ninguna clase: ni social, ni cultural, ni religiosa. Y los socios, precisamente porque deben santificarse en el mundo, colaboran siempre con todas las personas, con las que están en relación por su trabajo y por su participación en la vida cívica.

61   Forma parte esencial del espíritu cristiano no sólo vivir en unión con la Jerarquía ordinaria –Romano Pontífice y Episcopado–, sino también sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. Desde muy antiguo he pensado que uno de los mayores males de la Iglesia en estos tiempos, es el desconocimiento que muchos católicos tienen de lo que hacen y opinan los católicos de otros países o de otros ámbitos sociales. Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos. Así nos sentiremos unidos, amando al mismo tiempo la variedad de las vocaciones personales; y se evitarán no pocos juicios injustos y ofensivos, que determinados pequeños grupos propagan –en nombre del catolicismo–, en contra de sus hermanos en la fe, que obran en realidad rectamente y con sacrificio, atendidas las circunstancias particulares de su país.

Es importante que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios. Lo propio de los socios del Opus Dei –cristianos corrientes– es santificar el mundo desde dentro, participando en las más diversas tareas humanas. Como su pertenencia a la Obra no cambia en nada su posición en el mundo, colaboran, de la manera adecuada en cada caso, en las celebraciones religiosas colectivas, en la vida parroquial, etc. También en este sentido son ciudadanos corrientes, que quieren ser buenos católicos.

Sin embargo, los socios de la Obra no se suelen dedicar, de ordinario, a trabajar en actividades confesionales. Sólo en casos de excepción, cuando lo pide expresamente la Jerarquía, algún miembro de la Obra colabora en labores eclesiásticas. No hay en esa actitud ningún deseo de distinguirse, ni menos aún de desconsideración por las labores confesionales, sino tan sólo la decisión de ocuparse de lo que es propio de la vocación al Opus Dei. Hay ya muchos religiosos y clérigos, y también muchos laicos llenos de celo, que llevan adelante esas actividades, dedicando a ellas sus mejores esfuerzos.

Lo propio de los socios de la Obra, la tarea a la que se saben llamados por Dios es otra. Dentro de la llamada universal a la santidad, el miembro del Opus Dei recibe además una llamada especial, para dedicarse libre y responsablemente, a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo, comprometiéndose a vivir un espíritu específico y a recibir, a lo largo de toda su vida, una formación peculiar. Si desatendieran su trabajo en el mundo, para ocuparse de las labores eclesiásticas, harían ineficaces los dones divinos recibidos, y por la ilusión de una eficacia pastoral inmediata producirían un daño real a la Iglesia: porque no habría tantos cristianos dedicados a santificarse en todas las profesiones y oficios de la sociedad civil, en el campo inmenso del trabajo secular.

Además, la necesidad exigente de la continua formación profesional y de la formación religiosa, junto con el tiempo dedicado personalmente a la piedad, a la oración y al cumplimiento sacrificado de los deberes de estado, coge toda la vida: no hay horas libres.

62 Sabemos que pertenecen al Opus Dei hombres y mujeres de todas las condiciones sociales, solteros o casados. ¿Cuál es pues el elemento común que caracteriza la vocación a la Obra? ¿Qué compromisos asume cada socio para realizar los fines del Opus Dei?

Voy a decírselo en pocas palabras: buscar la santidad en medio del mundo, en mitad de la calle. Quien recibe de Dios la vocación específica al Opus Dei sabe y vive que debe alcanzar la santidad en su propio estado, en el ejercicio de su trabajo, manual o intelectual. He dicho sabe y vive, porque no se trata de aceptar un simple postulado teórico, sino de realizarlo día a día, en la vida ordinaria.

Querer alcanzar la santidad –a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos– significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra.

Viviendo la caridad –el Amor– se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad...

Se ve en seguida que la práctica de estas virtudes lleva al apostolado. Es más: es ya apostolado. Porque, al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit facere et docere [18], que empezó a hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la palabra. Por eso he llamado a este trabajo, desde hace cuarenta años, apostolado de amistad y de confidencia.

Todos los socios del Opus Dei tienen este mismo afán de santidad y de apostolado. Por eso, en la Obra no hay grados o categorías de miembros. Lo que hay es una multiplicidad de situaciones personales –la situación que cada uno tiene en el mundo– a la que se acomoda la misma y única vocación específica y divina: la llamada a entregarse, a empeñarse personalmente, libremente y responsablemente, en el cumplimiento de la voluntad de Dios manifestada para cada uno de nosotros.

Como puede ver, el fenómeno pastoral del Opus Dei es algo que nace desde abajo, es decir, desde la vida corriente del cristiano que vive y trabaja junto a los demás hombres. No está en la línea de una mundanización –desacralización– de la vida monástica o religiosa; no es el último estadio del acercamiento de los religiosos al mundo.

El que recibe la vocación al Opus Dei adquiere una nueva visión de las cosas que tiene alrededor: luces nuevas en sus relaciones sociales, en su profesión, en sus preocupaciones, en sus tristezas y en sus alegrías. Pero ni por un momento deja de vivir en medio de todo eso; y no cabe en modo alguno hablar de adaptación al mundo, o a la sociedad moderna: nadie se adapta a lo que tiene como propio; en lo que se tiene como propio se está. La vocación recibida es igual a la que surgía en el alma de aquellos pescadores, campesinos, comerciantes o soldados que sentados cerca de Jesucristo en Galilea, le oían decir: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto [19].

Repito que esta perfección –que busca el socio del Opus Dei– es la perfección propia del cristiano, sin más: es decir, aquella a la que todo cristiano está llamado y que supone vivir íntegramente la exigencias de la fe. No nos interesa la perfección evangélica, que se considera propia de los religiosos y de algunas instituciones asimiladas a los religiosos; y mucho menos nos interesa la llamada vida de perfección evangélica, que se refiere canónicamente al estado religioso.

El camino de la vocación religiosa me parece bendito y necesario en la Iglesia, y no tendría el espíritu de la Obra el que no lo estimara. Pero ese camino no es el mío, ni el de los socios del Opus Dei. Se puede decir que, al venir al Opus Dei, todos y cada uno de sus socios lo han hecho con la condición explícita de no cambiar de estado. La característica específica nuestra, es santificar el propio estado en el mundo, y santificarse cada uno de los socios en el lugar de su encuentro con Cristo: éste es el compromiso que asume cada socio, para realizar los fines del Opus Dei.

63 ¿Cómo está organizado el Opus Dei?

Si la vocación a la Obra, como acabo de decirle, encuentra al hombre o a la mujer en su vida normal en medio de su trabajo, comprenderá que el Opus Dei no se edifique sobre comités, asambleas, encuentros, etcétera. Alguna vez, ante el asombro de alguno, he llegado a decir que el Opus Dei, en ese sentido, es una organización desorganizada. La mayoría de los socios –la casi totalidad– viven por su cuenta, en el lugar donde vivirían si no fuesen del Opus Dei: en su casa, con su familia, en el sitio en el que desarrollan su trabajo.

Y allí donde está, cada miembro de la Obra cumple el fin del Opus Dei: procurar ser santo, haciendo de su vida un apostolado diario, corriente, menudo si se quiere, pero perseverante y divinamente eficaz. Esto es lo importante: y para alimentar esta vida de santidad y de apostolado, cada uno recibe del Opus Dei la ayuda espiritual necesaria, el consejo, la orientación. Pero sólo en lo estrictamente espiritual. En todo lo demás –en su trabajo, en sus relaciones sociales, etcétera– cada uno actúa como desea, sabiendo que ése no es un terreno neutro, sino materia santificante, santificable y medio de apostolado.

Así, todos viven su propia vida, con las consecuentes relaciones y obligaciones, y acuden a la Obra para recibir ayuda espiritual. Esto exige una cierta estructura, pero siempre muy reducida: se ponen los medios oportunos para que sea la estrictamente indispensable. Se organiza una formación religiosa doctrinal –que dura toda la vida–, y que conduce a una piedad activa, sincera y auténtica, y a un encendimiento que lleva consigo necesariamente la oración continua del contemplativo y la tarea apostólica personal y responsable, exenta de fanatismos de cualquier clase.

Todos los socios, saben, además, dónde pueden encontrar a un sacerdote de la Obra, con el que tratar las cuestiones de conciencia. Algunos miembros –muy pocos en comparación con el total–, para dirigir una labor apostólica o para atender la asistencia espiritual de los demás, viven juntos, formando un hogar corriente de familia cristiana, y siguen trabajando al mismo tiempo en su respectiva profesión.

Existe en cada país un gobierno regional, siempre de carácter colegial, presidido por un Consiliario; y un gobierno central –formado por profesionales de muy diversa nacionalidad–, con sede en Roma. El Opus Dei está estructurado en dos Secciones, una para varones y otra para mujeres, que son absolutamente independientes, hasta constituir dos asociaciones distintas, unidas solamente en la persona del Presidente General [20].

Espero que haya quedado claro qué quiere decir organización desorganizada: que se da primacía al espíritu sobre la organización, que la vida de los socios no se encorseta en consignas, planes y reuniones. Cada uno está suelto, unido a los demás por un común espíritu y un común deseo de santidad y de apostolado, y procura santificar su propia vida ordinaria.

64 Algunos han hablado a veces del Opus Dei como de una organización de aristocracia intelectual, que desea penetrar en los ambientes políticos, económicos y culturales de mayor relieve, para controlarlos desde dentro, aunque con fines buenos. ¿Es cierto?

Casi todas las instituciones que han traído un mensaje nuevo, o que se han esforzado por servir seriamente a la humanidad viviendo plenamente el Cristianismo, han sufrido la incomprensión, sobre todo en los comienzos. Esto es lo que explica que, al principio, algunos no entendieran la doctrina sobre el apostolado de los laicos que vivía y proclamaba el Opus Dei.

Debo decir también –aunque no me gusta hablar de estas cosas– que en nuestro caso no faltó además una campaña organizada y perseverante de calumnias. Hubo quienes dijeron que trabajábamos secretamente –esto quizá lo hacían ellos–, que queríamos ocupar puestos elevados, etc. Le puedo decir, concretamente, que esta campaña la inició, hace aproximadamente treinta años, un religioso español que luego dejó su orden y la Iglesia, contrajo matrimonio civil, y ahora es pastor protestante.

La calumnia, una vez lanzada, continúa viviendo por inercia durante algún tiempo: porque hay quien escribe sin informarse, y porque no todos son como los periodistas competentes, que no se creen infalibles, y tienen la nobleza de rectificar cuando comprueban la verdad. Y eso es lo que ha sucedido, aunque estas calumnias están desmentidas por una realidad que todo el mundo ha podido comprobar, aparte que ya a primera vista resultan increíbles. Baste decir que las habladurías, a las que usted se ha referido, no hacen relación más que a España; y, desde luego, pensar que una institución internacional como el Opus Dei gravite en torno a los problemas de un solo país, demuestra pequeñez de miras, provincialismo.

Por otra parte, la mayoría de los socios del Opus Dei – en España y en todos los países– son amas de casa, obreros, pequeños comerciantes, oficinistas, campesinos, etc; es decir, personas con tareas sin especial peso político o social. Que haya un gran número de obreros socios del Opus Dei no llama la atención; que haya algún político, sí. En realidad, para mí es tan importante la vocación al Opus Dei de un mozo de estación como la de un dirigente de empresa. La vocación la da Dios, y en las obras de Dios no caben discriminaciones, y menos si son demagógicas.

Quienes al ver a los miembros del Opus Dei trabajando en los más diversos campos de la actividad humana, no piensan sino en supuestas influencias y controles, demuestran tener una pobre concepción de la vida cristiana. El Opus Dei no domina ni pretende dominar ninguna actividad temporal; quiere sólo difundir un mensaje evangélico: que Dios pide que todos los hombres, que viven en el mundo, le amen y le sirvan tomando ocasión precisamente de sus actividades terrenas. En consecuencia, los socios de la Obra, que son cristianos corrientes, trabajan donde y como les parece oportuno: la Obra sólo se ocupa de ayudarles espiritualmente, para que actúen siempre con conciencia cristiana.

65   Pero hablemos concretamente del caso de España. Los pocos socios del Opus Dei que, en este país, trabajan en puestos de trascendencia social o intervienen en la vida pública, lo hacen –como en todas las demás naciones con libertad y responsabilidad personales, obrando cada uno según su conciencia. Esto explica que en la práctica hayan adoptado posturas diversas y, en tantas ocasiones, opuestas.

Quiero advertir, además, que hablar de presencia de personas que pertenecen al Opus Dei en la política española, como si constituyera un fenómeno especial, es una deformación de la realidad que desemboca en la calumnia. Porque los socios del Opus Dei que actúan en la vida pública española son una minoría en comparación con el total de católicos que intervienen activamente en este sector. Siendo católica la casi totalidad de la población española, es estadísticamente lógico que sean católicos quienes participen en la vida política. Más aún, en todos los niveles de la administración pública española –desde los ministros hasta los alcaldes abundan los católicos provenientes de las más diversas asociaciones de fieles: algunas ramas de la Acción Católica, la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, cuyo primer presidente fue el hoy cardenal Herrera, las Congregaciones Marianas, etc.

No quiero extenderme más sobre este asunto, pero aprovecho la ocasión para declarar una vez más que el Opus Dei no está vinculado a ningún país, a ningún régimen, a ninguna tendencia política, a ninguna ideología. Y que sus socios obran siempre, en las cuestiones temporales, con plena libertad, sabiendo asumir sus propias responsabilidades, y abominan de todo intento de servirse de la religión en beneficio de posturas políticas y de intereses de partido. Las cosas sencillas son a veces difíciles de explicar. Por eso me he alargado un poco al responder a su pregunta. Conste, de todos modos, que las habladurías que comentábamos son ya cosa pasada. Esas calumnias están desde hace tiempo totalmente descalificadas: ya no las cree nadie. Nosotros, desde el primer momento, hemos actuado siempre a la luz del día –no había ningún motivo para obrar de otra manera–, explicando con claridad la naturaleza y los fines de nuestro apostolado, y todos los que han querido han podido conocer la realidad. De hecho, son muchísimas las personas –católicos y no católicos, cristianos y no cristianos– que ven con cariño y estima nuestra labor, y colaboran.

66   Por otra parte, el progreso de la historia de la Iglesia ha llevado a superar un cierto clericalismo, que tiende a desfigurar todo lo que se refiere a los laicos, atribuyéndoles segundas intenciones. Se ha hecho más fácil, ahora, entender que lo que el Opus Dei vivía y proclamaba era ni más ni menos que esto: la vocación divina del cristiano corriente, con un empeño sobrenatural preciso.

Espero que llegue un momento en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir, y que todos se den cuenta de que es una expresión clerical. En cualquier caso, no se aplica para nada al apostolado del Opus Dei. Los socios de la Obra no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaba allí.

Si Dios llama al Opus Dei a una persona que trabaja en una fábrica, o en un hospital, o en el parlamento, quiere decir que, en adelante, esa persona estará decidida a poner los medios para santificar, con la gracia de Dios, esa profesión. No es más que la toma de conciencia de las exigencias radicales del mensaje evangélico, con arreglo a la vocación específica recibida.

Pensar que esa toma de conciencia signifique dejar la vida normal, es una idea legítima sólo para quienes reciben de Dios la vocación religiosa, con su contemptus mundi, con el desprecio o la desestima de las cosas del mundo; pero querer hacer de este abandono del mundo la esencia o la culminación del Cristianismo es claramente una enormidad.

No es, pues, el Opus Dei el que introduce a sus socios en determinados ambientes; ya estaban allí, repito, y no tienen por qué salir. Además, las vocaciones al Opus Dei –que surgen de la gracia de Dios y de ese apostolado de amistad y de confidencia, del que antes hablaba– se dan en todos los ambientes.

Tal vez esa misma sencillez de la naturaleza y modo de obrar del Opus Dei sea una dificultad para quienes estén llenos de complicaciones, y parecen incapacitados para entender nada genuino y recto.

Naturalmente, siempre habrá quien no comprenda la esencia del Opus Dei, y esto no nos extraña, porque ya previno de estas dificultades el Señor a los suyos, comentándoles que non est discipulus super Magistrum [21], no es el discípulo más que el Maestro. Nadie puede pretender que todos le aprecien, aunque sí tiene el derecho a que todos le respeten como persona y como hijo de Dios. Por desgracia, hay fanáticos que quieren imponer totalitariamente sus ideas, y éstos nunca captarán el amor que los socios del Opus Dei tienen a la libertad personal de los demás, y después a la propia libertad personal, siempre con personal responsabilidad. Recuerdo una anécdota muy gráfica. En cierta ciudad de la que ya no sería delicado decir el nombre, el Ayuntamiento estaba deliberando la oportunidad de conceder una ayuda económica a una labor educativa dirigida por socios del Opus Dei, que como todas las obras corporativas que la Obra lleva a cabo tiene una función clara de utilidad social. La mayoría de los concejales estaban a favor de esa ayuda. Explicando las razones de esta postura, uno de ellos, socialista, comentaba que él había conocido personalmente la labor que se hacía en ese centro: "Es una actividad –dijo que se caracteriza porque los que la dirigen son muy amigos de la libertad personal: en esa residencia viven estudiantes de todas las religiones y de todas las ideologías". Los concejales comunistas votaron en contra. Uno de ellos, explicando su voto negativo, dijo al socialista: "Me he opuesto porque, si están así las cosas, esa residencia constituye una eficaz propaganda del catolicismo".

Quien no respeta la libertad de los demás o desea oponerse a la Iglesia, no puede apreciar una labor apostólica. Pero aun en estos casos, yo, como hombre, estoy obligado a respetarle y a procurar encaminarle hacia la verdad; y, como cristiano, a amarle y a rezar por él.

67 Aclarado este punto, quisiera preguntarle: ¿cuáles son las características de la formación espiritual de los socios, que hacen que quede excluido cualquier tipo de interés temporal en el hecho de pertenecer al Opus Dei?

Todo interés que no sea puramente espiritual está radicalmente excluido, porque la Obra pide mucho – desprendimiento, sacrificio, abnegación, trabajo sin descanso en servicio de las almas–, y no da nada. Quiero decir que no da nada en el plano de los intereses temporales; porque en el plano de la vida espiritual da mucho: da medios para combatir y vencer en la lucha ascética, encamina por caminos de oración, enseña a tratar a Jesús como un hermano, a ver a Dios en todas las circunstancias de la vida, a sentirse hijo de Dios y, por tanto, comprometido a difundir su doctrina.

Una persona que no progrese por el camino de la vida interior, hasta comprender que vale la pena darse del todo, entregar la propia vida en servicio del Señor, no puede perseverar en el Opus Dei, porque la santidad no es una etiqueta, sino una profunda exigencia.

Por otra parte, el Opus Dei no tiene ninguna actividad de fines políticos, económicos o ideológicos: ninguna acción temporal. Sus únicas actividades son la formación sobrenatural de sus socios y las obras de apostolado, es decir, la continua atención espiritual a cada uno de sus socios, y las obras corporativas apostólicas de asistencia, de beneficencia, de educación, etcétera.

Los socios del Opus Dei se han unido sólo para seguir un camino de santidad, bien definido, y colaborar en determinadas obras de apostolado. Sus compromisos recíprocos excluyen cualquier tipo de interés terreno, por el simple hecho de que en este campo todos los socios del Opus Dei son libres, y por tanto cada uno va por su propio camino, con finalidades e intereses distintos y en ocasiones contrapuestos.

Como consecuencia del fin exclusivamente divino de la Obra, su espíritu es un espíritu de libertad, de amor a la libertad personal de todos los hombres. Y como ese amor a la libertad es sincero y no un mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo. En el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado. Cuando observo entre los socios de la Obra tantas ideas diversas, tantas actitudes distintas –con respecto a las cuestiones políticas, económicas, sociales o artísticas, etc.–, ese espectáculo me da alegría, porque es señal de que todo funciona cara a Dios como es debido.

Unidad espiritual y variedad en las cosas temporales son compatibles cuando no reina el fanatismo y la intolerancia, y, sobre todo, cuando se vive de fe y se sabe que los hombres estamos unidos no por meros lazos de simpatía o de interés, sino por la acción de un mismo Espíritu, que haciéndonos hermanos de Cristo nos conduce hacia Dios Padre.

Un verdadero cristiano no piensa jamás que la unidad en la fe, la fidelidad al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, y la preocupación por hacer llegar a los demás el anuncio salvador de Cristo, esté en contraste con la variedad de actitudes en las cosas que Dios ha dejado, como suele decirse, a la libre discusión de los hombres. Más aún, es plenamente consciente de que esa variedad forma parte del plan divino, es querida por Dios que reparte sus dones y sus luces como quiere. El cristiano debe amar a los demás, y por tanto respetar las opiniones contrarias a las suyas, y convivir con plena fraternidad con quienes piensan de otro modo.

Precisamente porque los socios de la Obra se han formado según este espíritu, es imposible que nadie piense en aprovecharse del hecho de pertenecer al Opus Dei para obtener ventajas personales, o para intentar imponer a los demás opciones políticas o culturales: porque los demás no lo tolerarían, y le llevarían a cambiar de actitud o a dejar la Obra. Es este un punto en el que nadie en el Opus Dei podrá permitir jamás la menor desviación, porque debe defender no sólo su libertad personal, sino la naturaleza sobrenatural de la labor a la que se ha entregado. Pienso, por eso, que la libertad y la responsabilidad personales, son la mejor garantía de la finalidad sobrenatural de la Obra de Dios.

68 Quizá pueda pensarse que, hasta ahora, el Opus Dei se ha visto favorecido por el entusiasmo de los primeros socios, aunque sean ya varios millares. ¿Existe alguna medida que garantice la continuidad de la Obra, contra el riesgo, connatural a toda institución, de un posible enfriamiento del fervor y del impulso iniciales?

La Obra no se basa en el entusiasmo, sino en la fe. Los años del principio –largos años– fueron muy duros, y sólo se veían dificultades. El Opus Dei salió adelante por la gracia divina, y por la oración y el sacrificio de los primeros, sin medios humanos. Sólo había juventud, buen humor y el deseo de hacer la voluntad de Dios.

Desde el principio, el arma del Opus Dei ha sido siempre la oración, la vida entregada, el silencioso renunciamiento a todo lo que es egoísmo, por servir a las almas. Como le decía antes, al Opus Dei se viene a recibir un espíritu que lleva precisamente a darlo todo, mientras se continúa trabajando profesionalmente por amor a Dios y a sus criaturas por El.

La garantía de que no se dé un enfriamiento es que mis hijos no pierdan nunca este espíritu. Sé que las obras humanas se desgastan con el tiempo; pero esto no ocurre con las obras divinas, a no ser que los hombres las rebajen. Sólo cuando se pierde el impulso divino viene la corrupción, el decaimiento. En nuestro caso se ve clara la Providencia del Señor, que –en tan poco tiempo, cuarenta años– hace que sea recibida y actuada esta específica vocación divina, entre ciudadanos corrientes iguales a los demás, de tan diversas naciones.

El fin del Opus Dei, repito una vez más, es la santidad de cada uno de sus socios, hombres y mujeres que siguen en el lugar que ocupaban en el mundo. Si alguien no viene al Opus Dei a ser santo a pesar de los pesares –es decir, a pesar de las propias miserias, de los propios errores personales–, se irá enseguida. Pienso que la santidad llama a la santidad, y pido a Dios que en el Opus Dei no falte nunca esa convicción profunda, esta vida de fe. Como ve, no nos fiamos exclusivamente de garantías humanas o jurídicas. Las obras que Dios inspira se mueven al ritmo de la gracia. Mi única receta es ésta: ser santos, querer ser santos, con santidad personal.

69 ¿Por qué hay sacerdotes en una institución marcadamente laical como es el Opus Dei? ¿Todo miembro del Opus Dei puede llegar a ser sacerdote, o sólo aquellos que son elegidos por los directores?

La vocación al Opus Dei puede recibirla cualquier persona que quiera santificarse en el propio estado: sea soltero, casado o viudo; sea laico o clérigo.

Por eso al Opus Dei se asocian también sacerdotes diocesanos, que siguen siendo sacerdotes diocesanos igual que antes, puesto que la Obra les ayuda a tender a la perfección cristiana propia de su estado, mediante la santificación de su trabajo ordinario, que es precisamente el ministerio sacerdotal al servicio de su propio Obispo, de la diócesis y de la Iglesia entera. También en su caso la vinculación al Opus Dei no modifica para nada su condición: continúan plenamente dedicados a las misiones que les confíe el respectivo Ordinario y a los otros apostolados y actividades que deben realizar, sin que jamás se interfiera la Obra en esas tareas; y se santifican practicando lo más perfectamente posible las virtudes propias de un sacerdote.

Además de esos sacerdotes, que se incorporan al Opus Dei después de haber recibido las sagradas órdenes, hay en la Obra otros sacerdotes seculares que reciben el sacramento del Orden después de pertenecer al Opus Dei, al que se vincularon por tanto siendo laicos, cristianos corrientes. Se trata de un número muy restringido en comparación al total de socios –no llegan al dos por ciento–, y se dedican a servir los fines apostólicos del Opus Dei con el ministerio sacerdotal, renunciando más o menos, según los casos, al ejercicio de la profesión civil que tenían. Son, en efecto, profesionales o trabajadores, llamados al sacerdocio después de haber adquirido una competencia profesional y de haber trabajado durante años en su ocupación propia: médico, ingeniero, mecánico, campesino, maestro, periodista, etcétera. Hacen además, con la máxima profundidad y sin prisas, los estudios en las correspondientes disciplinas eclesiásticas hasta conseguir un doctorado. Y eso sin perder la mentalidad característica del ambiente de la propia profesión civil; de modo que, cuando reciben las sagradas órdenes, son médicos–sacerdotes, abogados– sacerdotes, obreros–sacerdotes, etc.

Su presencia es necesaria para el apostolado del Opus Dei. Este apostolado lo desarrollan fundamentalmente los laicos, como ya he dicho. Cada socio procura ser apóstol en su propio ambiente de trabajo, acercando las almas a Cristo mediante el ejemplo y la palabra: el diálogo. Pero en el apostolado, al conducir a las almas por los caminos de la vida cristiana, se llega al muro sacramental. La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia. Y como el apostolado del Opus Dei presupone una espiritualidad específica, es necesario que el sacerdote dé también un testimonio vivo de ese espíritu peculiar.

Además de ese servicio a los otros socios de la Obra, esos sacerdotes pueden realizar y realizan de hecho, un servicio a otras muchas almas. El celo sacerdotal, que informa sus vidas, les debe llevar a no permitir que nadie pase a su lado sin recibir algo de la luz de Cristo. Más aún, el espíritu del Opus Dei, que no sabe de grupitos ni de distinciones, les impulsa a sentirse íntima y eficazmente unidos a sus hermanos los otros sacerdotes seculares: se sienten y son de hecho sacerdotes diocesanos en todas las diócesis donde trabajan, y a las que procuran servir con empeño y eficacia.

Quiero hacer notar, porque es una realidad muy importante, que esos socios laicos del Opus Dei que reciben la ordenación sacerdotal, no cambian su vocación. Cuando abrazan el sacerdocio, respondiendo libremente a la invitación de los directores de la Obra, no lo hacen con la idea de que así se unen más a Dios o tienden más eficazmente a la santidad: saben perfectamente que la vocación laical es plena y completa en sí misma, que su dedicación a Dios en el Opus Dei era desde el primer momento un camino claro para alcanzar la perfección cristiana. La ordenación sacerdotal no es, por eso, en modo alguno una especie de coronación de la vocación al Opus Dei: es una llamada que se hace a algunos, para servir de un modo nuevo a los demás. Por otra parte, en la Obra no hay dos clases de socios, clérigos y laicos: todos son y se sientes iguales, y todos viven el mismo espíritu: la santificación en el propio estado [22].

70 Usted ha hablado con frecuencia del trabajo: ¿podría decir qué lugar ocupa el trabajo en la espiritualidad del Opus Dei?

La vocación al Opus Dei no cambia ni modifica en ningún modo la condición, el estado de vida, de quien la recibe. Y como la condición humana es el trabajo, la vocación sobrenatural a la santidad y al apostolado según el espíritu del Opus Dei, confirma la vocación humana al trabajo. La inmensa mayoría de los socios de la Obra son laicos, cristianos corrientes; su condición es la de quien tiene una profesión, un oficio, una ocupación, con frecuencia absorbente, con la que se gana la vida, mantiene a su familia, contribuye al bien común, desarrolla su personalidad.

La vocación al Opus Dei viene a confirmar todo eso; hasta el punto de que uno de los signos esenciales de esa vocación es precisamente vivir en el mundo y desempeñar allí un trabajo –contando, vuelvo a decir, con las propias imperfecciones personales– de la manera más perfecta posible, tanto desde el punto de vista humano, como desde el sobrenatural. Es decir, un trabajo que contribuya eficazmente a la edificación de la ciudad terrena –y que esté, por tanto, hecho con competencia y con espíritu de servicio– y a la consagración del mundo, y que, por tanto, sea santificador y santificado.

Quienes quieren vivir con perfección su fe y practicar el apostolado según el espíritu del Opus Dei, deben santificarse con la profesión, santificar la profesión y santificar a los demás con la profesión. Viviendo así, sin distinguirse por tanto de los otros ciudadanos, iguales a ellos, que con ellos trabajan, se esfuerzan por identificarse con Cristo, imitando sus treinta años de trabajo en el taller de Nazareth.

Porque esa tarea ordinaria es no sólo el ámbito en el que se deben santificar, sino la materia misma de su santidad: en medio de las incidencias de la jornada, descubren la mano de Dios, y encuentran estímulo para su vida de oración. El mismo quehacer profesional les pone en contacto con otras personas – parientes, amigos, colegas– y con los grandes problemas que afectan a su sociedad o al mundo entero, y les ofrece así la ocasión de vivir esa entrega al servicio de los demás que es esencial a los cristianos. Así, deben esforzarse por dar un verdadero y auténtico testimonio de Cristo, para que todos aprendan a conocer y a amar al Señor, a descubrir que la vida normal en el mundo, el trabajo de todos los días, puede ser un encuentro con Dios.

En otras palabras, la santidad y el apostolado forman una sola cosa con la vida de los socios de la Obra, y por eso el trabajo es el quicio de su vida espiritual. Su entrega a Dios se injerta en el trabajo, que desarrollaban antes de venir a la Obra y que continúan ejerciendo después.

Cuando, en los primeros años de mi actividad pastoral, empecé a predicar estas cosas, algunas personas no me entendieron, otras se escandalizaron: estaban acostumbradas a oír hablar del mundo siempre en un sentido peyorativo. El Señor me había hecho entender, y yo procuraba hacerlo entender a los demás, que el mundo es bueno, porque las obras de Dios son siempre perfectas, y que somos los hombres los que hacemos malo al mundo por el pecado.

Decía entonces, y sigo diciendo ahora, que hemos de amar el mundo, porque en el mundo encontramos a Dios, porque en los sucesos y acontecimientos del mundo Dios se nos manifiesta y se nos revela.

El mal y el bien se mezclan en la historia humana, y el cristiano deberá ser por eso una criatura que sepa discernir; pero jamás ese discernimiento le debe llevar a negar la bondad de las obras de Dios, sino, al contrario, a reconocer lo divino que se manifiesta en lo humano, incluso detrás de nuestras propias flaquezas. Un buen lema para la vida cristiana puede encontrarse en aquellas palabras del Apóstol: Todas las cosas son vuestras, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios [23], para realizar así los designios de ese Dios que quiere salvar al mundo.

71 ¿Podría darme algunos datos sobre la expansión de la Obra en estos cuarenta años de vida? ¿Cuáles son sus labores apostólicas más importantes?

He de decir, ante todo, que agradezco mucho a Dios Nuestro Señor haberme permitido ver la Obra, sólo cuarenta años de su fundación, extendida por todo el mundo. Cuando nació, en 1928, en España, nació ya romana, que para mí quiere decir católica, universal. Y su primer impulso fue, como era inevitable, la expansión en todos los países. Al pensar en estos años transcurridos, vienen a mi memoria muchos sucesos que me llenan de alegría: porque, entremezclándose con las dificultades y las penas que son en cierto modo la sal de la vida, me recuerdan la eficacia de la gracia de Dios y la entrega –sacrificada y alegrede tantos hombres y mujeres que han sabido ser fieles. Porque quiero dejar bien claro que el apostolado esencial del Opus Dei es el que desarrolla individualmente cada socio en el propio lugar de trabajo, con su familia, entre sus amigos. Una labor que no llama la atención, que no es fácil traducir en estadísticas, pero que produce frutos de santidad en millares de almas, que van siguiendo a Cristo, callada y eficazmente, en medio de la tarea profesional de todos los días.

Sobre este tema no cabe decir mucho más. Podría contarle la vida ejemplar de tantas personas, pero esto desnaturalizaría la hermosura humana y divina de esa labor, al quitarle intimidad. Reducirlo a números o estadísticas sería peor aún, porque equivaldría a querer catalogar en vano los frutos de la gracia en las almas.

Puedo hablarle de las labores apostólicas que los socios de la Obra dirigen en muchos países. Actividades con fines espirituales y apostólicos, en las que se procura trabajar con esmero y con perfección también humana, y en las que colaboran otras muchas personas que no son del Opus Dei, pero que comprenden el valor sobrenatural de ese trabajo, o que aprecian su valor humano, como es el caso de tantos no cristianos que nos ayudan eficazmente. Se trata siempre de labores laicales y seculares, promovidas por ciudadanos corrientes en el ejercicio de sus normales derechos cívicos, de acuerdo con las leyes de cada país, y llevadas siempre adelante con criterio profesional. Es decir, son tareas que no aspiran a ningún tipo de privilegio o trato de favor.

Seguramente conocerá una de las labores de este tipo que se desarrolla en Roma: el centro ELIS, que se dedica a la cualificación profesional y a la formación integral de obreros, mediante escuelas, actividades deportivas y culturales, bibliotecas, etcétera. Es una labor que responde a las necesidades de Roma y a las circunstancias particulares del ambiente humano en el que ha surgido el barrio del Tiburtino. Obras semejantes se llevan a cabo en Chicago, Madrid, México, y en muchos otros sitios. Otro ejemplo podría ser Strathmore College of Arts and Science, de Nairobi. Se trata de un college preuniversitario, por el que han pasado centenares de estudiantes de Kenia, Uganda y Tanzania. A través de él, algunos keniatas del Opus Dei, junto a otros conciudadanos, han realizado una profunda labor docente y social; fue el primer centro del East Africa que realizó la completa integración racial, y con su labor ha contribuido mucho a la africanización de la cultura. Cosas parecidas cabe decir de Kianda College, también de Nairobi, y que está realizando una tarea de primer plano en la formación de la nueva mujer africana.

Puedo referirme también, por señalar sólo una más, a otra labor: la Universidad de Navarra. Desde su fundación en 1952, se ha desarrollado hasta contar ahora con dieciocho facultades, escuelas e institutos, en los que cursan estudios más de seis mil alumnos. En contra de lo que han escrito recientemente algunos periódicos, he de decir que la Universidad de Navarra no ha sido sostenida por subvenciones estatales. El Estado español no sufraga en modo alguno los gastos de sostenimiento, ha contribuido sólo con algunas subvenciones para la creación de nuevos puestos escolares. La Universidad de Navarra se sostiene gracias a la ayuda de personas y de asociaciones privadas. El sistema de enseñanza y de vida universitaria, inspirado en el criterio de la responsabilidad personal y de la solidaridad entre todos los que allí trabajan, se ha mostrado eficaz, constituyendo una experiencia muy positiva en la actual situación de la universidad en el mundo.

Podría hablarle de labores de otro tipo en los Estados Unidos, en Japón, en Argentina, en Australia, en Filipinas, en Inglaterra, en Francia, etc. Pero no es necesario. Baste decir que el Opus Dei está actualmente extendido en los cinco continentes, y que pertenecen a él personas de más de setenta nacionalidades, y de las más diversas razas y condiciones.

72 Para terminar: ¿está usted satisfecho de estos cuarenta años de actividad? ¿Las experiencias de estos últimos años, los cambios sociales, el Concilio Vaticano II, etc., le han sugerido acaso algunos cambios de estructura?

¿Satisfecho? No puedo por menos de estarlo, cuando veo que, a pesar de mis miserias personales, el Señor ha hecho en torno a esta Obra de Dios tantas cosas maravillosas. Para un hombre que vive de su fe, su vida será siempre la historia de las misericordias de Dios. En algunos momentos de esa historia quizá sea difícil de leer, porque todo puede parecer inútil, y hasta un fracaso; otras veces, el Señor deja ver copiosos los frutos y entonces es natural que el corazón se vuelque en acción de gracias. Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que –por la gracia de Dios– veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años. La principal característica del Opus Dei no son unas técnicas o métodos de apostolado, ni unas estructuras determinadas, sino un espíritu que lleva precisamente a santificar el trabajo ordinario.

Errores y miserias personales, repito, los tenemos todos. Y todos debemos examinarnos seriamente en la presencia de Dios, y confrontar nuestra propia vida con lo que el Señor nos exige. Pero sin olvidar lo más importante: si scires donum Dei!... [24], ¡si reconocieras el don de Dios!, dijo Jesús a la samaritana. Y San Pablo añade: Llevamos ese tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la excelencia del poder es de Dios y no nuestra [25].

La humildad, el examen cristiano, comienza por reconocer el don de Dios. Es algo bien distinto del encogimiento ante el curso que toman los acontecimientos, de la sensación de inferioridad o de desaliento ante la historia. En la vida personal, y a veces también en la vida de las asociaciones o de las instituciones, puede haber cosas que cambiar, incluso muchas; pero la actitud con la que el cristiano debe afrontar esos problemas ha de ser ante todo la de pasmarse ante la magnitud de las obras de Dios, comparadas con la pequeñez humana.

El aggiornamento debe hacerse, antes que nada, en la vida personal, para ponerla de acuerdo con esa vieja novedad del Evangelio. Estar al día significa identificarse con Cristo, que no es un personaje que ya pasó; Cristo vive y vivirá siempre: ayer, hoy y por los siglos [26].

En cuanto al Opus Dei considerado en conjunto, bien puede afirmarse sin ninguna clase de arrogancia, con agradecimiento a la bondad de Dios, que no tendrá nunca problemas de adaptación al mundo: nunca se encontrará en la necesidad de ponerse al día. Dios Nuestro Señor ha puesto al día la Obra de una vez para siempre, dándole esas características peculiares, laicales; y no tendrá jamás necesidad de adaptarse al mundo, porque todos sus socios son del mundo; no tendrá que ir detrás del progreso humano, porque son todos los miembros de la Obra, junto con los demás hombres que viven en el mundo, quienes hacen ese progreso con su trabajo ordinario.


LA UNIVERSIDAD AL SERVICIO DE LA SOCIEDAD ACTUAL

(Entrevista realizada por Andrés Garrigó, publicada en Gaceta Universitaria [Madrid], el 5-X-1967)

73 Monseñor, desearíamos que nos dijera cuáles son, a su juicio, los fines esenciales de la Universidad; y en qué términos sitúa la enseñanza de la religión dentro de los estudios universitarios

La Universidad –lo sabéis, porque lo estáis viviendo o lo deseáis vivir debe contribuir desde una posición de primera importancia, al progreso humano. Como los problemas planteados en la vida de los pueblos son múltiples y complejos –espirituales, culturales, sociales, económicos, etc.–, la formación que debe impartir la Universidad ha de abarcar todos estos aspectos.

No basta el deseo de querer trabajar por el bien común; el camino, para que este deseo sea eficaz, es formar hombres y mujeres capaces de conseguir una buena preparación, y capaces de dar a los demás el fruto de esa plenitud que han alcanzado.

La religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma –que no se aquieta– si no trata y conoce al Creador: el estudio de la religión es una necesidad fundamental. Un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado. Por eso la religión debe estar presente en la Universidad; y ha de enseñarse a un nivel superior, científico, de buena teología. Una Universidad de la que la religión está ausente, es una Universidad incompleta: porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye –sino que exige– las demás dimensiones. De otra parte, nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno, que ha de poseer –por tanto– una cultura religiosa: doctrina, para poder vivir de ella y para poder ser testimonio de Cristo con el ejemplo y con la palabra.

74 En esta etapa histórica preocupa singularmente la democratización de la enseñanza, su accesibilidad a todas las clases sociales, y no se concibe la institución universitaria sin una proyección o función social. ¿En qué sentido entiende usted esta democratización, y cómo puede cumplir la Universidad su función social?

Es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional y con su actuación cívica. Los universitarios necesitan ser responsables, tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución. Dar al estudiante todo eso es tarea de la Universidad

Cuantos reúnan condiciones de capacidad deben tener acceso a los estudios superiores, sea cualquiera su origen social, sus medios económicos, su raza o su religión. Mientras existan barreras en este sentido, la democratización de la enseñanza será sólo una frase vacía.

En una palabra, la Universidad debe estar abierta a todos y, por otra parte, debe formar a sus estudiantes para que su futuro trabajo profesional esté al servicio de todos.

75 Muchos estudiantes se sienten solidarios y desean adoptar una actitud activa, ante el panorama que observan, en todo el mundo, de tantas personas que sufren física y moralmente o que viven en la indigencia. ¿Qué ideales sociales brindaría usted a esta juventud intelectual de hoy?

El ideal es, sobre todo, la realidad del trabajo bien hecho, la preparación científica adecuada durante los años universitarios. Con esta base, hay miles de lugares en el mundo que necesitan brazos, que esperan una tarea personal, dura y sacrificada. La Universidad no debe formar hombres que luego consuman egoístamente los beneficios alcanzados con sus estudios, debe prepararles para una tarea de generosa ayuda al prójimo, de fraternidad cristiana.

Muchas veces esta solidaridad se queda en manifestaciones orales o escritas, cuando no en algaradas estériles o dañosas: yo la solidaridad la mido por obras de servicio, y conozco miles de casos de estudiantes españoles y de otros países, que han renunciado a construirse su pequeño mundo privado, dándose a los demás mediante un trabajo profesional, que procuran hacer con perfección humana, en obras de enseñanza, de asistencia, sociales, etc., con un espíritu siempre joven y lleno de alegría.

76 Frente a la actualidad socio–política de nuestro país y de los demás, frente a la guerra, a la injusticia o a la opresión, ¿qué responsabilidad atribuye a la Universidad como corporación, a los profesores, a los alumnos? ¿Puede la Universidad, en cualquier caso, admitir dentro de su recinto el desarrollo de actividades políticas por parte de estudiantes y profesores?

Antes de nada, quiero decir que en esta conversación estoy expresando una opinión, la mía, la de una persona que desde los dieciséis años –ahora tengo sesenta y cinco– no ha perdido el contacto con la Universidad. Expongo mi modo personal de ver esta cuestión, no el modo de ver del Opus Dei, que en todas las cosas temporales y discutibles no quiere ni puede tener opción alguna –cada socio de la Obra tiene y expresa libremente su propio parecer personal, del que se hace también personalmente responsable–, ya que el fin del Opus Dei es exclusivamente espiritual.

Volviendo a vuestra pregunta, me parece que sería preciso, en primer lugar, ponerse de acuerdo sobre lo que significa política. Si por política se entiende interesarse y trabajar en favor de la paz, de la justicia social, de la libertad de todos, en ese caso, todos en la Universidad, y la Universidad como corporación, tienen obligación de sentir esos ideales y de fomentar la preocupación por resolver los grandes problemas de la vida humana. Si por política se entiende, en cambio, la solución concreta a un determinado problema, al lado de otras soluciones posibles y legítimas, en concurrencia con los que sostienen lo contrario, pienso que la Universidad no es la sede que haya de decidir sobre esto.

La Universidad es el lugar para prepararse a dar soluciones a esos problemas; es la casa común, lugar de estudio y de amistad; lugar donde deben convivir en paz personas de las diversas tendencias que, en cada momento, sean expresiones del legítimo pluralismo que en la sociedad existe.

77 Si las circunstancias políticas de un país llegaran a tal situación que un universitario –profesor, alumno– estimara en conciencia preferible politizar la Universidad, por carecer de medios lícitos para evitar el mal general de la nación, ¿podría, en uso de su libertad, hacerlo?

Si en un país no existiese la más mínima libertad política, quizá se produciría una desnaturalización de la Universidad que, dejando de ser la casa común, se convertiría en campo de batalla de facciones opuestas.

Pienso, no obstante, que sería preferible dedicar esos años a una preparación seria, a formar una mentalidad social, para que los que luego manden –los que ahora estudian– no caigan en esa aversión a la libertad personal, que es verdaderamente algo patológico. Si la Universidad se convierte en el aula donde se debaten y deciden problemas políticos concretos, es fácil que se pierda la serenidad académica y que los estudiantes se formen en un espíritu de partidismo; de esa manera, la Universidad y el país arrastrarán siempre ese mal crónico del totalitarismo, sea del signo que sea.

Quede claro que, al decir que la Universidad no es el lugar para la política, no excluyo, sino que deseo, un cauce normal, para todos los ciudadanos. Aunque mi opinión sobre este punto es muy concreta, no quiero añadir más, porque mi misión no es política, sino sacerdotal. Lo que os digo es algo de lo que me corresponde hablar, porque me considero universitario: y todo lo que se refiere a la Universidad me apasiona. No hago, ni quiero, ni puedo hacer política; pero mi mentalidad de jurista y de teólogo –mi fe cristiana también– me llevan a estar siempre al lado de la legítima libertad de todos los hombres.

Nadie puede pretender en cuestiones temporales imponer dogmas, que no existen. Ante un problema concreto, sea cual sea, la solución es: estudiarlo bien y, después, actuar en conciencia, con libertad personal y con responsabilidad también personal.

78 ¿Cuáles son, a su juicio, las funciones que competen a las asociaciones o sindicatos de estudiantes? ¿Cómo deben plantearse sus relaciones con las autoridades académicas?

Me estáis pidiendo un juicio sobre una cuestión muy amplia. No voy, por eso, a descender a detalles: sólo algunas ideas generales. Pienso que las asociaciones de estudiantes deben intervenir en las tareas específicamente universitarias. Ha de haber unos representantes –elegidos libremente por sus compañeros– que se relacionen con las autoridades académicas, conscientes de que tienen que trabajar al unísono, en una tarea común: aquí hay otra buena ocasión de hacer un verdadero servicio.

Es necesario un estatuto que regule el modo de que esta tarea se realice con eficacia, con justicia y de un modo racional: los asuntos han de venir bien trabajados, bien pensados; si las soluciones que se proponen están bien estudiadas, nacidas del deseo de construir y no del afán de crear oposiciones, adquieren una autoridad interna que hace que se impongan solas.

Para todo esto, es preciso que los representantes de las asociaciones tengan una formación seria: que amen primero la libertad de los demás, y su propia libertad con la consiguiente responsabilidad; que no deseen el lucimiento personal ni se arroguen facultades que no tienen, sino que busquen el bien de la Universidad, que es el bien de sus compañeros de estudio. Y que los electores escojan a sus representantes por esas cualidades, y no por razones ajenas a la eficacia de su Alma Mater: sólo así la Universidad será hogar de paz, remanso de serena y noble inquietud, que facilite el estudio y la formación de todos.

79 ¿En qué sentido entiende usted la libertad de enseñanza y en qué condiciones la considera necesaria? En este sentido, ¿qué atribuciones deben reservarse al Estado en materia de enseñanza superior? ¿Estima usted que la autonomía es un principio básico para la organización de la Universidad? ¿Podría apuntarnos las líneas maestras en las que ha de fundarse el sistema autonómico?

La libertad de enseñanza no es sino un aspecto de la libertad en general. Considera la libertad personal necesaria para todos y en todo lo moralmente lícito. Libertad de enseñanza, por tanto, en todos los niveles y para todas las personas. Es decir, que toda persona o asociación capacitada, tenga la posibilidad de fundar centro de enseñanza en igualdad de condiciones y sin trabas innecesarias. La función del Estado depende de la situación social: es distinta en Alemania o en Inglaterra, en Japón o en Estados Unidos, por citar países con estructuras educacionales muy diversas. El Estado tiene evidentes funciones de promoción, de control, de vigilancia. Y eso exige igualdad de oportunidades entre la iniciativa privada y la del Estado: vigilar no es poner obstáculos, ni impedir o coartar la libertad.

Por eso considero necesaria la autonomía docente: autonomía es otra manera de decir libertad de enseñanza. La Universidad, como corporación, ha de tener la independencia de un órgano en un cuerpo vivo: libertad, dentro de su tarea específica en favor del bien común.

Algunas manifestaciones, para la efectiva realización de esta autonomía, pueden ser: libertad de elección del profesorado y de los administradores; libertad para establecer los planes de estudio; posibilidad de formar su patrimonio y de administrarlo. En una palabra, todas las condiciones necesarias para que la Universidad goce de vida propia. Teniendo esta vida propia, sabrá darla, en bien de la sociedad entera.

80 Se aprecia en la opinión estudiantil una crítica cada vez más intensa del carácter vitalicio de la cátedra universitaria. ¿Le parece acertada esta corriente de opinión?

Sí. Aun reconociendo el alto nivel científico y humano del profesorado español, prefiero el sistema de la libre contratación. Pienso que la libre contratación no perjudica económicamente al profesor, y que constituye un incentivo para que el catedrático no deje nunca de investigar y de progresar en su especialidad. Evita también que las cátedras se entiendan como feudos, y no como un lugar de servicio.

No excluyo que el sistema de cátedras vitalicias pueda dar buenos resultados en algún país, ni que con ese sistema se den casos de catedráticos muy competentes, que hacen de su cátedra un verdadero servicio universitario. Pero estimo que el sistema de libre contratación facilita que estos casos sean más numerosos, hasta conseguir el ideal de que lo sean prácticamente todos.

81 ¿No opina usted que –después del Vaticano II– han quedado anticuados los conceptos de "colegios de la Iglesia", "colegios católicos", "Universidades de la Iglesia", etc.? ¿No le parece que tales conceptos comprometen indebidamente a la Iglesia o suenan a privilegio?

No: no me lo parece, si por colegios de la Iglesia, colegios católicos, etc., se entiende el resultado del derecho que tienen la Iglesia y las Ordenes y Congregaciones religiosas a crear centros de enseñanza. Montar un colegio o una universidad no es un privilegio, sino una carga, si se procura que sea un centro para todos, no sólo para los que cuentan con recursos económicos. El Concilio no ha pretendido declarar superadas las instituciones docentes confesionales; ha querido sólo hacer ver que hay otra forma –incluso más necesaria y universal, vivida desde hace tantos años por los socios del Opus Dei– de presencia cristiana en la enseñanza: la libre iniciativa de los ciudadanos católicos que tienen por profesión las tareas educativas, dentro y fuera de los centros promovidos por el Estado. Es una muestra más de la plena conciencia que la Iglesia tiene, en estos tiempos, de la fecundidad del apostolado de los laicos.

He de confesar, por otra parte, que no simpatizo con las expresiones escuela católica, colegios de la Iglesia, etc., aunque respeto a los que piensan lo contrario. Prefiero que las realidades se distingan por sus frutos, no por sus nombres. Un colegio será efectivamente cristiano cuando, siendo como los demás y esmerándose en superarse, realice una labor de formación completa –también cristiana–, con respeto de la libertad personal y con la promoción de la urgente justicia social. Si hace realmente esto, el nombre es lo de menos. Personalmente, repito, prefiero evitar esos adjetivos.

82 Como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, desearíamos que nos hablara de las principios que le inspiraron al fundarla y de su significación actual dentro del marco de la Universidad española

La Universidad de Navarra surgió en 1952 –después de rezar durante años: siento alegría al decirlo– con la ilusión de dar vida a una institución universitaria, en la que cuajaran los ideales culturales y apostólicos de un grupo de profesores que sentían con hondura el quehacer docente. Aspiraba entonces –y aspira ahora– a contribuir, codo con codo con las demás universidades, a solucionar un grave problema educativo: el de España y el de otros muchos países, que necesitan hombres bien preparados para construir una sociedad más justa.

Cuando fue fundada, los que la iniciaron no eran unos extraños a la Universidad española: eran profesores que se habían formado y habían ejercido su magisterio en Madrid, Barcelona, Sevilla, Santiago, Granada y en tantas otras universidades. Esta colaboración estrecha –me atrevería a decir que más estrecha que la que tienen entre sí universidades incluso vecinas– se ha continuado: hay frecuentes intercambios y visitas de profesores, congresos nacionales en los que se trabaja al unísono, etc. El mismo contacto se ha mantenido y se mantiene con las mejores universidades de otros países: el actual nombramiento de doctores honoris causa a profesores de la Sorbona, Harvard, Coímbra, Munich y Lovaina lo confirma.

La Universidad de Navarra ha servido también para dar cauce a la ayuda de tantas personas que ven en los estudios universitarios una base fundamental del progreso del país, cuando están abiertos a todos los que merecen estudiar, sean cuales fuesen sus recursos económicos. Es una realidad la Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra que, con su aportación generosa, ha conseguido ya distribuir un elevado número de becas o bolsas de estudio. Este número aumentará cada vez más, como aumentará la afluencia de estudiantes afroasiáticos y latinoamericanos.

83 Algunos han escrito que la Universidad de Navarra es una Universidad para ricos y que, aun siendo así, recibe cuantiosas subvenciones del Estado. En cuanto a lo primero, sabemos que no es así, porque somos también estudiantes y conocemos a nuestros compañeros; pero ¿qué hay de las subvenciones estatales?

Existen datos concretos, al alcance de todos, porque han sido difundidos por la prensa, que hacen ver cómo –siendo el coste aproximadamente el mismo que en las demás Universidades– el número de universitarios que reciben ayuda económica para sus estudios en la Universidad de Navarra es superior al de cualquier otra Universidad del país. Os puedo decir que este número aumentará todavía, para procurar alcanzar un porcentaje más alto o al menos similar al de la Universidad no española que más se distinga por su labor de promoción social.

Comprendo que llame la atención ver a la Universidad de Navarra como un organismo vivo, que funciona admirablemente, y que esto haga pensar en la existencia de ingentes medios económicos. Pero no se tiene en cuenta, al discurrir así, que no bastan los recursos materiales para que algo vaya adelante con garbo: la vida de este centro universitario se debe principalmente a la dedicación, a la ilusión y al trabajo que profesores, alumnos, empleados, bedeles, estas benditas y queridísimas mujeres navarras que hacen la limpieza, todos, han puesto en la Universidad. Si no fuese por esto, la Universidad no hubiera podido sostenerse.

Económicamente, la Universidad se financia con subvenciones. En primer lugar, la de la Diputación Foral, para gastos de sostenimiento. También hay que mencionar la cesión de terrenos por parte del Ayuntamiento de Pamplona, para poder construir los edificios, como es práctica habitual en los municipios de tantos países. Sabéis por experiencia el interés moral y económico que supone para una región como la de Navarra, y concretamente para Pamplona, contar con una Universidad moderna, que abre a todos la posibilidad de recibir una buena enseñanza superior.

Preguntáis sobre subvenciones del Estado. El Estado español no ayuda a atender los gastos de sostenimiento de la Universidad de Navarra. Ha concedido algunas subvenciones para la creación de nuevos puestos escolares, que alivian el gran esfuerzo económico requerido por las nuevas instalaciones. Otra fuente de ingresos, en concreto para la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales, son las corporaciones guipuzcoanas, y, en especial, la Caja de Ahorros Provincial de Guipúzcoa. Especial importancia han tenido desde los comienzos de la Universidad la ayuda prestada por fundaciones españolas o extranjeras, estatales y privadas: así, un importante donativo oficial de los Estados Unidos, para dotar de instrumental científico a la Escuela de Ingenieros Industriales; la contribución de la obra asistencial alemana Misereor al plan de los nuevos edificios; la de la Fundación Huarte, para la investigación sobre el cáncer; las de la Fundación Gulbekian, etc.

Luego, la ayuda que, si cabe, más se agradece: la de miles de personas de todas las clases sociales, muchas de ellas de escasos recursos económicos, que en España y fuera de España están colaborando, en la medida de sus posibilidades, a sostener la Universidad.

Finalmente, no hay que olvidar a esas empresas que se interesan y cooperan en las tareas de investigación de la Universidad, o la ayudan de cualquier modo.

Quizá penséis que, con todo esto, el dinero sobra. Pues no: la Universidad de Navarra sigue siendo deficitaria. Desearía que nos ayudasen aún más personas y más fundaciones, para poder continuar con más extensión esta tarea de servicio y de promoción social.

84 Como Fundador del Opus Dei e impulsor de una amplia gama de instituciones universitarias en todo el mundo, ¿podría describirnos qué motivaciones han llevado al Opus Dei a crearlas y cuáles son los rasgos principales de la aportación del Opus Dei a este nivel de enseñanza?

El fin del Opus Dei es hacer que muchas personas, en todo el mundo, sepan, en la teoría y en la práctica, que es posible santificar su tarea ordinaria, el trabajo de cada día; que es posible buscar la perfección cristiana en medio de la calle, sin abandonar la labor en la que el Señor ha querido llamarnos. Por eso, el apostolado más importante del Opus Dei es el que realizan individualmente sus socios, a través de su tarea profesional hecha con la mayor perfección humana –a pesar de mis errores personales y de los que cada uno pueda tener–, en todos los ambientes y en todos los países: porque pertenecen al Opus Dei personas de unas setenta naciones, de todas las razas y condiciones sociales.

Además, el Opus Dei, como corporación, promueve, con el concurso de una gran cantidad de personas que no están asociadas a la Obra –y que muchas veces no son cristianas–, labores corporativas, con las que procura contribuir a resolver tantos problemas como tiene planteados el mundo actual. Son centros educativos, asistenciales, de promoción y capacitación profesional, etc.

Las instituciones universitarias, de las que me habláis, son un aspecto más de estas tareas. Los rasgos que las caracterizan pueden resumirse así: educación en la libertad personal y en la responsabilidad también personal. Con libertad y responsabilidad se trabaja a gusto, se rinde, no hay necesidad de controles ni de vigilancia: porque todos se sienten en su casa, y basta un simple horario. Luego, el espíritu de convivencia, sin discriminaciones de ningún tipo. Es en la convivencia donde se forma la persona; allí aprende cada uno que, para poder exigir que respeten su libertad, debe saber respetar la libertad de los otros. Finalmente, el espíritu de humana fraternidad: los talentos propios han de ser puestos al servicio de los demás. Si no, de poco sirven. Las obras corporativas que promueve el Opus Dei, en todo el mundo, están siempre al servicio de todos: porque son un servicio cristiano.

85 En mayo, en una reunión que tuvo con los estudiantes de la Universidad de Navarra, prometió usted un libro sobre temas estudiantiles y universitarios. ¿Podría decirnos si tardará mucho en aparecer?

Permitid a un viejo de más de sesenta años esta pequeña vanidad: confío en que el libro saldrá y en que podrá servir a profesores y alumnos. Al menos, meteré en él todo el cariño que tengo a la Universidad, un cariño que no he perdido nunca desde que puse los pies en ella por primera vez hace... ¡tantos años!

Quizá tarde todavía un poco, pero llegará. Prometí, en otra ocasión, a los estudiantes de Navarra una imagen de la Virgen para colocarla en medio del campus, y que desde allí bendijera el amor limpio, sano de vuestra juventud. La estatua tardó un poco en llegar, pero llegó al fin, Santa María, Madre del Amor Hermoso, bendecida expresamente por el Santo Padre para vosotros.

Sobre el libro he de deciros: no esperéis que gustará a todos. Expondré allí mis opiniones, que confío en que serán respetadas por los que piensen lo contrario, como respeto yo todas las opiniones distintas de la mía; como respeto a los que tienen un corazón grande y generoso, aunque no compartan conmigo la fe de Cristo. Os contaré una cosa que me ha sucedido muchas veces, la última aquí, en Pamplona. Se me acercó un estudiante que quería saludarme. –Monseñor, yo no soy cristiano –me dijo–, soy mahometano. –Eres hijo de Dios como yo –le contesté. Y lo abracé con toda mi alma.

86 Finalmente, ¿podría decirnos algo a nosotros, a los que trabajamos en la prensa universitaria?

Es una gran cosa el periodismo, también el periodismo universitario. Podéis contribuir mucho a promover entre vuestros compañeros el amor a los ideales nobles, el afán de superación del egoísmo personal, la sensibilidad ante los quehaceres colectivos, la fraternidad. Y ahora, una vez más, no puedo dejar de invitaros a amar la verdad.

No os oculto que me repugna el sensacionalismo de algunos periodistas, que dicen la verdad a medias. Informar no es quedarse a mitad de camino entre la verdad y la mentira. Eso ni se puede llamar información, ni es moral, ni se pueden llamar periodistas a los que mezclan, con pocas verdades a medias, no pocos errores y aun calumnias premeditadas: no se pueden llamar periodistas, porque no son más que el engranaje –más o menos lubrificado– de cualquier organización propagadora de falsedades, que sabe que serán repetidas hasta la saciedad sin mala fe, por la ignorancia y la estupidez de no pocos. Os he de confesar que, por lo que a mí toca, esos falsos periodistas salen ganando: porque no hay día en el que no rece cariñosamente por ellos, pidiendo al Señor que les aclare la conciencia.

Os ruego, pues, que difundáis el amor al buen periodismo, que es el que no se contenta con los rumores infundados, con los "se dice" inventados por imaginaciones calenturientas. Informad con hechos, con resultados, sin juzgar las intenciones, manteniendo la legítima diversidad de opiniones en un plano ecuánime, sin descender al ataque personal. Es difícil que haya verdadera convivencia donde falta verdadera información; y la información verdadera es aquella que no tiene miedo a la verdad y que no se deja llevar por motivos de medro, de falso prestigio, o de ventajas económicas.


LA MUJER EN LA VIDA DEL MUNDO Y DE LA IGLESIA

(Entrevista realizada por Pilar Salcedo, publicada en Telva [Madrid], el 1-II-1968)

87 Monseñor, cada vez es mayor la presencia de la mujer en la vida social, más allá del ámbito familiar, en el que casi exclusivamente se había movido hasta ahora. ¿Qué le parece esta evolución? ¿Y cuáles son, a su entender, los rasgos generales que la mujer ha de alcanzar para cumplir la misión que le está asignada?

En primer término, me parece oportuno no contraponer esos dos ámbitos que acabas de mencionar. Lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una gran función humana y cristiana. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales –la del hogar también lo es–, en cualquiera de los oficios y empleos nobles que hay en la sociedad, en que se vive. Se comprende bien lo que se quiere manifestar al plantear así el problema; pero pienso que insistir en la contraposición sistemática –cambiando sólo el acento– llevaría fácilmente, desde el punto de vista social, a una equivocación mayor que la que se trata de corregir, porque sería más grave que la mujer abandonase la labor con los suyos.

Tampoco en el plano personal se puede afirmar unilateralmente que la mujer haya de alcanzar su perfección sólo fuera del hogar: como si el tiempo dedicado a su familia fuese un tiempo robado al desarrollo y a la madurez de su personalidad. El hogar –cualquiera que sea, porque también la mujer soltera ha de tener un hogar– es un ámbito particularmente propicio para el crecimiento de la personalidad. La atención prestada a su familia será siempre para la mujer su mayor dignidad: en el cuidado de su marido y de sus hijos o, para hablar en términos más generales, en su trabajo por crear en torno suyo un ambiente acogedor y formativo, la mujer cumple lo más insustituible de su misión y, en consecuencia, puede alcanzar ahí su perfección personal.

Como acabo de decir, eso no se opone a la participación en otros aspectos de la vida social y aun de la política, por ejemplo. También en esos sectores puede dar la mujer una valiosa contribución, como persona, y siempre con las peculiares de su condición femenina; y lo hará así en la medida en que esté humana y profesionalmente preparada. Es claro que, tanto la familia como la sociedad, necesitan esa aportación especial, que no es de ningún modo secundaria.

Desarrollo, madurez, emancipación de la mujer, no deben significar una pretensión de igualdad –de uniformidad– con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar: eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta. En un plano esencial –que ha de tener su reconocimiento jurídico, tanto en el derecho civil como en el eclesiástico– sí puede hablarse de igualdad de derechos, porque la mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad de persona y de hija de Dios. Pero a partir de esa igualdad fundamental, cada uno debe alcanzar lo que le es propio; y en este plano, emancipación es tanto como decir posibilidad real de desarrollar plenamente las propias virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que tiene como mujer. La igualdad ante el derecho, la igualdad de oportunidades ante la ley, no suprime sino que presupone y promueve esa diversidad, que es riqueza para todos.

La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida.

Para cumplir esa misión, la mujer ha de desarrollar su propia personalidad, sin dejarse llevar de un ingenuo espíritu de imitación que –en general– la situaría fácilmente en un plano de inferioridad y dejaría incumplidas sus posibilidades más originales. Si se forma bien, con autonomía personal, con autenticidad, realizará eficazmente su labor, la misión a la que se siente llamada, cualquiera que sea: su vida y su trabajo serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa María, Madre de Dios y Madre de los hombres, es no sólo modelo, sino también prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve.

88 En ocasiones, sin embargo, la mujer no está segura de encontrarse realmente en el sitio que le corresponde y al que está llamada. Muchas veces, cuando hace un trabajo fuera de su casa, pesan sobre ella los reclamos del hogar; y cuando permanece de lleno dedicada a su familia, se siente limitada en sus posibilidades. ¿Qué diría usted a las mujeres que experimentan esas contradicciones?

Ese sentimiento, que es muy real, procede con frecuencia, más que de limitaciones efectivas –que tenemos todos, porque somos humanos– de la falta de ideales bien determinados, capaces de orientar toda una vida, o también de una inconsciente soberbia: a veces, desearíamos ser los mejores en cualquier aspecto y a cualquier nivel. Y como no es posible, se origina un estado de desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y de tedio: no se puede estar en todas las cosas, no se sabe a qué atender y no se atiende eficazmente a nada. En esta situación, el alma queda expuesta a la envidia, es fácil que la imaginación se desate y busque un refugio en la fantasía que, alejando de la realidad, acaba adormeciendo la voluntad. Es lo que repetidas veces he llamada la mística ojalatera, hecha de ensueños vanos y de falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo!

El remedio –costoso como todo lo que vale– está en buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo: el trato con Dios, mediante una vida interior auténtica. Si, viviendo en Cristo, tenemos en El nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida, y llegamos a sacrificar gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento. El problema que planteas en la mujer, no es extraordinario: con otras peculiaridades, muchos hombres experimentan alguna vez algo semejante. La raíz suele ser la misma: falta de un ideal profundo, que sólo se descubre a la luz de Dios.

En todo caso, hay que poner en práctica también remedios pequeños, que parecen banales, pero que no lo son: cuando hay muchas cosas que hacer, es preciso establecer un orden, es necesario organizarse. Muchas dificultades provienen de la falta de orden, de la carencia de ese hábito. Hay mujeres que hacen mil cosas, y todas bien, porque se han organizado, porque han impuesto con fortaleza un orden a la abundante tarea. Han sabido estar en cada momento en lo que debían hacer, sin atolondrarse pensando en lo que iba a venir después o en lo que quizá hubiesen podido hacer antes. A otras, en cambio, las sobrecoge el mucho quehacer; y así sobrecogidas, no hacen nada.

Ciertamente habrá siempre muchas mujeres que no tengan otra ocupación que llevar adelante su hogar. Yo os digo que ésta es una gran ocupación, que vale la pena. A través de esa profesión –porque lo es, verdadera y noble influyen positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos, en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces que la de otros profesionales. Y no digamos cuando ponen esa experiencia y esa ciencia al servicio de cientos de personas, en centros destinados a la formación de la mujer, como los que dirigen mis hijas del Opus Dei, en todos los países del mundo. Entonces se convierten en profesoras del hogar, con más eficacia educadora, diría yo, que muchos catedráticos de universidad.

89 Perdone que insista en el mismo tema: por cartas que llegan a la redacción, sabemos que algunas madres de familia numerosa se quejan de verse reducidas al papel de traer hijos al mundo, y sienten una insatisfacción muy grande al no poder dedicar su vida a otros campos: trabajo profesional, acceso a la cultura, proyección social... ¿Qué consejos daría usted a estas personas?

Pero, vamos a ver: ¿qué es la proyección social sino darse a los demás, con sentido de entrega y de servicio, y contribuir eficazmente al bien de todos? La labor de la mujer en su casa no sólo es en sí misma una función social, sino que puede ser fácilmente la función social de mayor proyección. Imaginad que esa familia sea numerosa: entonces la labor de la madre es comparable –y en muchos casos sale ganando en la comparación– a la de los educadores y formadores profesionales. Un profesor consigue, a lo largo quizá de toda una vida, formar más o menos bien a unos cuantos chicos o chicas. Una madre puede formar a sus hijos en profundidad, en los aspectos más básicos, y puede hacer de ellos, a su vez, otros formadores, de modo que se cree una cadena ininterrumpida de responsabilidad y de virtudes.

También en estos temas es fácil dejarse seducir por criterios meramente cuantitativos, y pensar: es preferible el trabajo de un profesor, que ve pasar por sus clases a miles de personas, o de un escritor, que se dirige a miles de lectores. Bien, pero, ¿a cuántos forman realmente ese profesor y ese escritor? Una madre tiene a su cuidado tres, cinco, diez o más hijos; y puede hacer de ellos una verdadera obra de arte, una maravilla de educación, de equilibrio, de comprensión, de sentido cristiano de la vida, de modo que sean felices y lleguen a ser realmente útiles a los demás. Por otra parte, es natural que los hijos y las hijas ayuden en las tareas de la casa: una madre que sepa preparar bien a sus hijos, puede conseguir esto, y disponer así de oportunidades, de tiempo que –bien aprovechado– le permita cultivar sus aficiones y talentos personales y enriquecer su cultura. Por fortuna, no faltan hoy medios técnicos que, como sabéis muy bien, ahorran mucho trabajo, si se manejan convenientemente y se les saca todo el partido posible. En esto, como en todo, son determinantes las condiciones personales: hay mujeres que tienen una lavadora del último modelo, y tardan más tiempo en lavar –y lo hacen peor– que cuando lo hacían a mano. Los instrumentos son útiles sólo cuando se saben emplear.

Sé de muchas mujeres casadas y con bastantes hijos, que llevan muy bien su hogar y además encuentran tiempo para colaborar en otras tareas apostólicas, como hacía aquel matrimonio de la primitiva cristiandad: Aquila y Priscila. Los dos trabajaban en su casa y en su oficio, y fueron además espléndidos cooperadores de San Pablo: con su palabra y con su ejemplo llevaron a Apolo, que luego fue un gran predicador de la Iglesia naciente, a la fe de Jesucristo. Como ya he dicho, buena parte de las limitaciones se pueden superar, si verdaderamente se quiere, sin dejar de cumplir ningún deber. En realidad, hay tiempo para hacer muchas cosas: para llevar el hogar con sentido profesional, para darse continuamente a los demás, para mejorar la propia cultura y para enriquecer la de otros, para realizar tantas tareas eficaces.

90 Usted aludió a la presencia de la mujer en la vida pública, en la política. Actualmente se están dando en España pasos importantes en este sentido. ¿Cuál es a su juicio la tarea específica que debe realizar la mujer en este terreno?

La presencia de la mujer en el conjunto de la vida social es un fenómeno lógico y totalmente positivo, parte de ese otro hecho más amplio al que antes me he referido. Una sociedad moderna, democrática, ha de reconocer a la mujer su derecho a tomar parte activa en la vida política, y ha de crear las condiciones favorables para que ejerciten ese derecho todas las que lo deseen. La mujer que quiere dedicarse activamente a la dirección de los asuntos públicos, está obligada a prepararse convenientemente, con el fin de que su actuación en la vida de la comunidad sea responsable y positiva. Todo trabajo profesional exige una formación previa, y después un esfuerzo constante para mejorar esa preparación y acomodarla a las nuevas circunstancias que concurran. Esta exigencia constituye un deber particularísimo para los que aspiran a ocupar puestos directivos en la sociedad, ya que han de estar llamados a un servicio también muy importante, del que depende el bienestar de todos.

Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles. En este sentido no se pueden señalar unas tareas específicas que correspondan sólo a la mujer. Como dije antes, en este terreno lo específico no viene dado tanto por la tarea o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa función, por los matices que su condición de mujer encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas. En virtud de las dotes naturales que le son propias, la mujer puede enriquecer mucho la vida civil. Esto salta a la vista, si nos fijamos en el vasto campo de la legislación familiar o social. Las cualidades femeninas asegurarán la mejor garantía de que habrán de ser respetados los auténticos valores humanos y cristianos, a la hora de tomar medidas que afecten de alguna manera a la vida de la familia, al ambiente educativo, al porvenir de los jóvenes.

Acabo de mencionar la importancia de los valores cristianos en la solución de los problemas sociales y familiares, y quiero subrayar aquí su trascendencia en toda la vida pública. Igual que al hombre, cuando la mujer haya de ocuparse en una actividad política, su fe cristiana le confiere la responsabilidad de realizar un auténtico apostolado, es decir, un servicio cristiano a toda la sociedad. No se trata de representar oficial u oficiosamente a la Iglesia en la vida pública, y menos aún de servirse de la Iglesia para la propia carrera personal o para intereses de partido. Al contrario, se trata de formar con libertad las propias opiniones en todos estos asuntos temporales donde los cristianos son libres, y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación, siendo siempre consecuente con la fe que se profesa.

91 En la homilía que usted pronunció en Pamplona en el pasado mes de octubre, durante la misa que celebró con ocasión de la Asamblea de los Amigos de la Universidad de Navarra, habló del amor humano con palabras que nos han conmovido. Muchas lectoras nos han escrito comentando el impacto que experimentaron al oírle hablar así. ¿Nos podría decir cuáles son los valores más importantes del matrimonio cristiano?

Hablaré de algo que conozco bien, y que es experiencia sacerdotal mía, ya de muchos años y en muchos países. La mayor parte de los socios del Opus Dei viven en el estado matrimonial y, para ellos, el amor humano y los deberes conyugales son parte de la vocación divina. El Opus Dei ha hecho del matrimonio un camino divino, una vocación, y esto tiene muchas consecuencias para la santificación personal y para el apostolado. Llevo casi cuarenta años predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando –creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio– me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!

El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado –con la gracia de Diostodo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive. Por esto pienso siempre con esperanza y con cariño en los hogares cristianos, en todas las familias que han brotado del sacramento del matrimonio, que son testimonios luminosos de ese gran misterio divino –sacramentum magnum! [27], sacramento grande– de la unión y del amor entre Cristo y su Iglesia. Debemos trabajar para que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad, con la conciencia de que el sacramento inicial –el bautismo– ya confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino.

Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad.

Pero que no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz.

Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio –que es un sacramento, un ideal y una vocación–, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae –las muchas dificultades, físicas y morales– non potuerunt extinguere caritatem [28], no podrán apagar el cariño.

92 Sabemos que esta doctrina suya sobre el matrimonio como camino de santidad no es una cosa nueva en su predicación. Ya desde 1934, cuando escribió "Consideraciones espirituales", usted insistía en que había que ver el matrimonio como una vocación. Pero en este libro, y luego en "Camino", usted escribió también que el matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo. ¿Nos podría explicar cómo se concilian estos dos aspectos?

En el espíritu y en la vida del Opus Dei no ha habido nunca ningún impedimento para conciliar estos dos aspectos. Por lo demás, conviene recordar que la mayor excelencia del celibato –por motivos espirituales– no es una opinión teológica mía, sino doctrina de fe en la Iglesia. Cuando yo escribía aquellas frases, allá por los años treinta, en el ambiente católico –en la vida pastoral concreta– se tendía a promover la búsqueda de la perfección cristiana entre los jóvenes haciéndoles apreciar sólo el valor sobrenatural de la virginidad, dejando en la sombra el valor del matrimonio cristiano como otro camino de santidad.

Normalmente, en los centros de enseñanza no se solía formar a la juventud de manera que apreciara como se merece la dignidad del matrimonio. Todavía ahora es frecuente que, en los ejercicios espirituales que suelen dar a los alumnos cuando cursan los últimos estudios secundarios, se les ofrezcan más elementos para considerar su posible vocación religiosa que su también posible orientación al matrimonio. Y no faltan –aunque sean cada vez menosquienes desestiman la vida conyugal, haciéndola aparecer a los jóvenes como algo que la Iglesia simplemente tolera, como si la formación de un hogar no permitiese aspirar seriamente a la santidad.

En el Opus Dei hemos procedido siempre de otro modo, y –dejando muy clara la razón de ser y la excelencia del celibato apostólico– hemos señalado el matrimonio como camino divino en la tierra.

A mí no me asusta el amor humano, el amor santo de mis padres, del que se valió el Señor para darme la vida. Ese amor lo bendigo yo con las dos manos. Los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del Matrimonio, como el pan y el vino son la materia de la Eucaristía. Por eso me gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí coplas de amor humano a lo divino. Y, a la vez, digo siempre que, quienes siguen el camino vocacional del celibato apostólico, no son solterones que no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda vocación cristiana.

No hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato propter regnum coelorum [29], por el reino de los cielos. Estoy convencido de que cualquier cristiano entiende perfectamente cómo estas dos cosas son compatibles, si procura conocer, aceptar y amar la enseñanza de la Iglesia; y si procura también conocer, aceptar y amar su propia vocación personal. Es decir, si tiene fe y vive de fe.

Cuando yo escribía que el matrimonio es para la clase de tropa, no hacía más que describir lo que ha sucedido siempre en la Iglesia. Sabéis que los obispos –que forman el Colegio Episcopal, que tiene como cabeza al Papa, y gobiernan con él toda la Iglesia– son elegidos entre los que viven el celibato: lo mismo en las Iglesias orientales, donde se admiten los presbíteros casados. Además es fácil de comprender y de comprobar que los célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas, también en el apostolado seglar. Esto no quiere decir que los demás seglares no puedan hacer o no hagan de hecho un apostolado espléndido y de primera importancia: quiere decir sólo que hay diversidad de funciones, diversas dedicaciones en puestos de diversa responsabilidad.

En un ejército –y sólo eso quería expresar la comparación– la tropa es tan necesaria como el estado mayor, y puede ser más heroica y merecer más gloria. En definitiva: que hay diversas tareas, y todas son importantes y dignas. Lo que interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es –siempre y sólo– hacer la voluntad de Dios.

Por eso, un cristiano que procura santificarse en el estado matrimonial, y es consciente de la grandeza de su propia vocación, espontáneamente siente una especial veneración y un profundo cariño hacia los que son llamados al celibato apostólico; y cuando alguno de sus hijos, por la gracia del Señor, emprende ese camino, se alegra sinceramente. Y llega a amar aún más su propia vocación matrimonial, que le ha permitido ofrecer a Jesucristo –el gran Amor de todos, célibes o casados– los frutos del amor humano.

93 Muchos matrimonios se ven desorientados, en relación con el tema del número de hijos, por los consejos que reciben, incluso de algunos sacerdotes. ¿Qué aconsejaría usted a los matrimonios, ante tanta confusión?

Quienes de esa manera confunden las conciencias olvidan que la vida es sagrada, y se hacen acreedores de los duros reproches del Señor contra los ciegos que guían a otros ciegos, contra los que no quieren entrar en el Reino de los cielos y no dejan tampoco entrar a los demás. No juzgo sus intenciones, e incluso estoy seguro de que muchos dan tales consejos guiados por la compasión y por el deseo de solucionar situaciones difíciles: pero no puedo ocultar que me causa una profunda pena esa labor destructora –en muchos casos diabólica– de quienes no sólo no dan buena doctrina, sino que la corrompen. No olviden los esposos, al oír consejos y recomendaciones en esa materia, que de lo que se trata es de conocer lo que Dios quiere. Cuando hay sinceridad –rectitud– y un mínimo de formación cristiana, la conciencia sabe descubrir la voluntad de Dios, en esto como en todo lo demás. Porque puede suceder que se esté buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo. Entre otras cosas, ésa es una actitud farisaica indigna de un hijo de Dios.

El consejo de otro cristiano y especialmente –en cuestiones morales o de fe– el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide en una circunstancia determinada; pero el consejo no elimina la responsabilidad personal: somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin, y habremos de dar personalmente cuenta a Dios de nuestras decisiones. Por encima de los consejos privados, está la ley de Dios, contenida en la Sagrada Escritura, y que el Magisterio de la Iglesia –asistida por el Espíritu Santo– custodia y propone. Cuando los consejos particulares contradicen a la Palabra de Dios tal como el Magisterio nos la enseña, hay que apartarse con decisión de aquellos pareceres erróneos. A quien obra con esta rectitud, Dios le ayudará con su gracia, inspirándole lo que ha de hacer y, cuando lo necesite, haciéndole encontrar un sacerdote que sepa conducir su alma por caminos rectos y limpios, aunque más de una vez resulten difíciles.

La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad.

Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas. El matrimonio –no me cansaré nunca de repetirlo– es un camino divino, grande y maravilloso y, como todo lo divino en nosotros, tiene manifestaciones concretas de correspondencia a la gracia, de generosidad, de entrega, de servicio. El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone a ese amor de Dios que debe imperar en nuestra vida. Este es un punto fundamental, que hay que tener muy presente, a propósito del matrimonio y del número de hijos.

94 Hay mujeres que, teniendo ya bastantes hijos, no se atreven a comunicar a sus parientes y amigos la llegada de uno nuevo. Temen las críticas de quienes piensan que, existiendo la píldora, es un atraso la familia numerosa. Evidentemente, en las circunstancias actuales, puede resultar difícil sacar adelante una familia con muchos hijos. ¿Qué nos diría sobre esto?

Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar adelante una familia numerosa, si Dios se la manda.

Cuando alabo la familia numerosa, no me refiero a la que es consecuencia de relaciones meramente fisiológicas; sino a la que es fruto de ejercitar las virtudes cristianas, a la que tiene un alto sentido de la dignidad de la persona, a la que sabe que dar hijos a Dios no consiste sólo en engendrarlos a la vida natural, sino que exige también toda una larga tarea de educación: darles la vida es lo primero, pero no es todo.

Puede haber casos concretos en los que la voluntad de Dios –manifestada por los medios ordinarios– esté precisamente en que una familia sea pequeña. Pero son criminales, anticristianas e infrahumanas, las teorías que hacen de la limitación de los nacimientos un ideal o un deber universal o simplemente general.

Sería adulterar y pervertir la doctrina cristiana, querer apoyarse en un pretendido espíritu postconciliar para ir contra la familia numerosa. El Concilio Vaticano II ha proclamado que entre los cónyuges que cumplen la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente [30]. Y Paulo VI, en otra alocución pronunciada el 12 de febrero de 1966, comentaba: que el Concilio Vaticano II, recientemente concluido, difunda en los esposos cristianos espíritu de generosidad para dilatar el nuevo Pueblo de Dios... Recuerden siempre que esa dilatación del reino de Dios y las posibilidades de penetración de la Iglesia en la humanidad para llevar la salvación, la eterna y la terrena, está confiada también a su generosidad.

No es el número por sí solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es suficiente para que una familia sea más o menos cristiana. Lo importante es la rectitud con que se viva la vida matrimonial. El verdadero amor mutuo trasciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los hijos. El egoísmo, por el contrario, acaba rebajando ese amor a la simple satisfacción del instinto y destruye la relación que une a padres e hijos. Difícilmente habrá quien se sienta buen hijo – verdadero hijo– de sus padres, si puede pensar que ha venido al mundo contra la voluntad de ellos: que no ha nacido de un amor limpio, sino de una imprevisión o de un error de cálculo.

Decía que, por sí solo, el número de hijos no es determinante. Sin embargo, veo con claridad que los ataques a las familias numerosas provienen de la falta de fe: son producto de un ambiente social incapaz de comprender la generosidad, que pretende encubrir el egoísmo y ciertas prácticas inconfesables con motivos aparentemente altruistas. Se da la paradoja de que los países donde se hace más propaganda del control de la natalidad –y desde donde se impone la práctica a otros países– son precisamente los que han alcanzado un nivel de vida más alto. Quizá se podrían considerar seriamente sus argumentos de carácter económico y social, cuando esos mismos argumentos les moviesen a renunciar a una parte de los bienes opulentos de que gozan, en favor de esas otras personas necesitadas. Entre tanto se hace difícil no pensar que, en realidad, lo que determina esas argumentaciones es el hedonismo y una ambición de dominio político, de neocolonialismo demográfico.

No ignoro los grandes problemas que aquejan a la humanidad, ni las dificultades concretas con que puede tropezar una familia determinada: con frecuencia pienso en esto y se me llena el corazón de padre que, como cristiano y como sacerdote, estoy obligado a tener. Pero no es lícito buscar la solución por esos caminos.

95   No comprendo que haya católicos –y, mucho menos, sacerdotes– que desde hace años, con tranquilidad de conciencia, aconsejen el uso de la píldora para evitar la concepción: porque no se pueden desconocer, con triste desenfado, las enseñanzas pontificias. Ni deben alegar –como hacen, con increíble ligereza– que el Papa, cuando no habla ex cathedra, es un simple doctor privado sujeto al error. Ya supone una arrogancia desmesurada juzgar que el Papa se equivoca, y ellos no. Pero olvidan, además, que el Romano Pontífice no es sólo doctor –infalible, cuando lo dice expresamente–, sino que además es el Supremo Legislador. Y en este caso, lo que el actual Pontífice Paulo VI ha dispuesto de modo inequívoco es que se deben seguir obligatoriamente en este asunto tan delicado –porque continúan en pie– todas las disposiciones del Santo Pontífice Pío XII, de venerada memoria: y que Pío XII sólo permitió algunos procedimientos naturales –no la píldora–, para evitar la concepción en casos aislados y arduos. Aconsejar lo contrario es, por lo tanto, una desobediencia grave al Santo Padre, en materia grave.

Podría escribir un grueso volumen sobre las consecuencias desgraciadas que, en todo orden, lleva consigo el uso de esos u otros medios contra la concepción: destrucción del amor conyugal –el marido y la mujer no se miran como esposos, se miran como cómplices–, infelicidad, infidelidades, desequilibrios espirituales y mentales, daños incontables para los hijos, pérdida de la paz en el matrimonio... Pero no lo considero necesario: prefiero limitarme a obedecer al Papa. Si alguna vez el Sumo Pontífice decidiera que el uso de una determinada medicina, para evitar la concepción, es lícita, yo me acomodaría a cuanto dijera el Santo Padre: y, ateniéndome a las normas pontificias y a las de la teología moral, examinando en cada caso los evidentes peligros a los que acabo de aludir, daría a cada uno en conciencia mi consejo. Y siempre tendría en cuenta que salvarán a este mundo nuestro de hoy, no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu y reducirlo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que saben que la norma moral está en función del destino eterno del hombre: los que tienen fe en Dios y arrostran generosamente las exigencias de esa fe, difundiendo en quienes le rodean un sentido trascendente de nuestra vida en la tierra.

Esta certeza es la que debe llevar no a fomentar la evasión, sino a procurar con eficacia que todos tengan los medios materiales convenientes, que haya trabajo para todos, que nadie se encuentre injustamente limitado en su vida familiar y social.

96 La infecundidad matrimonial –por lo que puede suponer de frustraciónes fuente, a veces, de desavenencias e incomprensiones. ¿Cuál es, a su juicio, el sentido que deben dar a su matrimonio los esposos cristianos que no tengan descendencia?

En primer lugar les diré que no han de darse por vencidos con demasiada facilidad: antes hay que pedir a Dios que les conceda descendencia, que les bendiga –si es su Voluntad– como bendijo a los Patriarcas del Viejo Testamento; y después es conveniente acudir a un buen médico, ellas y ellos. Si a pesar de todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza.

Si los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge, empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso. Que miren a su alrededor, y descubrirán en seguida personas que necesitan ayuda, caridad y cariño. Hay además muchas labores apostólicas en las que pueden trabajar. Y si saben poner el corazón en esa tarea, si saben darse generosamente a los demás, olvidándose de sí mismos, tendrán una fecundidad espléndida, una paternidad espiritual que llenará su alma de verdadera paz.

Las soluciones concretas pueden ser distintas en cada caso, pero en el fondo todas se reducen a ocuparse de los demás con afán de servicio, con amor. Dios premia siempre, dando a sus almas una honda alegría, a los que tienen la generosa humildad de no pensar en sí mismos.

97 Hay matrimonios en los que la mujer –por las razones que sean– se encuentra separada del marido, en situaciones degradantes e insostenibles. En esos casos, les resulta difícil aceptar la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Estas mujeres, separadas del marido, lamentan que se les niegue la posibilidad de construir un nuevo hogar. ¿Qué respuesta daría usted ante estas situaciones?

Diría a esas mujeres, comprendiendo su sufrimiento, que pueden ver también en esa situación la Voluntad de Dios, que nunca es cruel, porque Dios es Padre amoroso. Es posible que por algún tiempo la situación sea especialmente difícil, pero, si acuden al Señor y a su Madre bendita, no les faltará la ayuda de la gracia.

La indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos, resulta condición indispensable de felicidad para los cónyuges, de seguridad también espiritual para los hijos. Y siempre –aun en esos casos dolorosos de que hablamos– la aceptación rendida de la Voluntad de Dios lleva consigo una honda satisfacción, que nada puede sustituir. No es como un recurso, como un consuelo: es la esencia de la vida cristiana.

Si esas mujeres tienen ya hijos a su cargo, han de ver en esto una exigencia continua de entrega amorosa, maternal, entonces muy especialmente necesaria, para suplir en esas almas las deficiencias de un hogar dividido. Y han de entender generosamente que esa indisolubilidad, que para ellas supone sacrificio, es en la mayor parte de las familias una defensa de su integridad, algo que ennoblece el amor de los esposos e impide el desamparo de los hijos. Este asombro ante la dureza aparente del precepto cristiano de la indisolubilidad, no es nuevo: los Apóstoles se extrañaron cuando Jesús lo confirmó. Puede parecer una carga, un yugo: pero Cristo mismo ha dicho que su yugo es suave y su carga ligera.

Por otra parte, aun reconociendo la inevitable dureza de bastantes situaciones –que, en no pocos casos, se habrían podido y debido evitar–, es necesario no dramatizar demasiado. La vida de una mujer en esas condiciones, ¿es realmente más dura que la de otra mujer maltratada, o la de quien padece alguno de los otros grandes sufrimientos físicos o morales, que la existencia lleva consigo?

Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona –y aun a una sociedad entera– es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad. A quien siente el agobio de una situación difícil, yo le aconsejaría que procure también olvidarse un poco de sus propios problemas, para preocuparse de los problemas de los demás: haciendo esto, tendrá más paz y, sobre todo, se santificará.

98 Uno de los bienes fundamentales de la familia está en gozar de una paz familiar estable. Sin embargo no es raro, por desgracia, que por motivos de carácter político o social una familia se encuentre dividida. ¿Cómo piensa usted que pueden superarse esos conflictos?

Mi respuesta no puede ser más que una: convivir, comprender, disculpar. El hecho de que alguno piense de distinta manera que yo –especialmente cuando se trata de cosas que son objeto de la libertad de opinión– no justifica de ninguna manera una actitud de enemistad personal, ni siquiera de frialdad o de indiferencia. Mi fe cristiana me dice que la caridad hay que vivirla con todos, también con los que no tienen la gracia de creer en Jesucristo. ¡Figuraos si se ha de vivir la caridad cuando, unidos por una misma sangre y una misma fe, hay divergencias en cosas opinables! Es más, como en esos terrenos nadie puede pretender estar en posesión de la verdad absoluta, el trato mutuo, lleno de afecto, es un medio concreto para aprender de los demás lo que nos pueden enseñar; y también para que los demás aprendan, si quieren, lo que cada uno de los que con él conviven le puede enseñar, que siempre es algo.

No es cristiano, ni aun humano, que una familia se divida por estas cuestiones. Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad lleva consigo.

Pondré el ejemplo de lo que se vive en el Opus Dei, que es una gran familia de personas unidas por el mismo fin espiritual. En lo que no es de fe, cada uno piensa y actúa como quiere, con la más completa libertad y responsabilidad personal. Y el pluralismo que, lógica y sociológicamente, se deriva de este hecho, no constituye para la Obra ningún problema: es más, ese pluralismo es una manifestación de buen espíritu. Precisamente porque el pluralismo no es temido, sino amado como legítima consecuencia de la libertad personal, las diversas opiniones de los socios no impiden en el Opus Dei la máxima caridad en el trato, la mutua comprensión. Libertad y caridad: estamos hablando siempre de lo mismo. Y es que son condiciones esenciales: vivir con la libertad que Jesucristo nos ganó, y vivir la caridad que El nos dio como mandamiento nuevo.

99 Acaba usted de hablar de la unidad familiar como de un gran valor. Esto puede dar pie a mi siguiente pregunta: ¿cómo es que el Opus Dei no organiza actividades de formación espiritual donde participen conjuntamente marido y mujer?

En esto, como en tantas otras cosas, los cristianos tenemos la posibilidad de escoger entre soluciones diversas, de acuerdo con las propias preferencias u opiniones, sin que nadie pueda pretender imponernos un sistema único. Hay que huir, como de la peste, de esos modos de plantear la pastoral y, en general, el apostolado, que no parecen sino una nueva edición, corregida y aumentada, del partido único en la vida religiosa.

Sé que hay grupos católicos que organizan retiros espirituales y otras actividades formativas para matrimonios. Me parece perfectamente bien que, en uso de su libertad, hagan lo que consideren oportuno; y también que acudan a esas actividades los que encuentran en ellas un medio que les ayuda a vivir mejor su vocación cristiana. Pero considero que no es ésa la única posibilidad, y tampoco es evidente que sea la mejor.

Hay muchas facetas de la vida eclesial que los matrimonios, e incluso toda la familia, pueden y a veces deben vivir juntos, como es la participación en el sacrificio eucarístico y en otros actos de culto. Pienso, sin embargo, que determinadas actividades de formación espiritual son más eficaces si acuden a ellas separadamente el marido y la mujer. De una parte, se subraya así el carácter fundamentalmente personal de la propia santificación, de la lucha ascética, de la unión con Dios, que luego revierte en los demás, pero en donde la conciencia de cada uno no puede ser sustituida. De otra parte, así es más fácil acomodar la formación a las exigencias y a las necesidades personales de cada uno, e incluso a su propia psicología. Esto no quiere decir que, en esas actividades, se prescinda del estado matrimonial de los asistentes: nada más lejos del espíritu del Opus Dei. Llevo ya cuarenta años diciendo de palabra y por escrito que cada hombre, cada mujer, ha de santificarse en su vida ordinaria, en las condiciones concretas de su existencia cotidiana; que los esposos, por tanto, han de santificarse viviendo perfectamente sus obligaciones familiares. En los retiros espirituales y en otros medios de formación que organiza el Opus Dei, y a los que asisten personas casadas, se procura siempre que los esposos cobren conciencia de la dignidad de su vocación matrimonial y que, con la ayuda de Dios, se preparen para vivirla mejor.

En muchos aspectos las exigencias y las manifestaciones prácticas del amor conyugal son distintas para el hombre y para la mujer. Con medios de formación específicos, se les puede ayudar eficazmente a descubrirlos en la realidad de su vida. De modo que esa separación durante unas horas o unos días, les hace estar más unidos y quererse más y mejor a lo largo del resto del tiempo: con un amor lleno también de respeto.

Repito que en esto no pretendemos tampoco que nuestro modo de actuar sea el único bueno, o que deba adoptarlo todo el mundo. Me parece simplemente que da muy buenos resultados, y que hay razones sólidas –además de una larga experiencia– para hacerlo así, pero no ataco la opinión contraria.

Además, he de decir que, si en el Opus Dei seguimos este criterio para determinadas iniciativas de formación espiritual, sin embargo, en otro género de actividades variadísimo, los matrimonios, como tales, participan y colaboran. Pienso, por ejemplo, en la labor que se hace con los padres de los alumnos en colegios dirigidos por miembros del Opus Dei; en las reuniones, conferencias, triduos, etcétera, especialmente dedicados a los padres de estudiantes que viven en Residencias dirigidas por la Obra.

Como ves, cuando por la naturaleza de la actividad viene requerida la presencia del matrimonio, son marido y mujer los que participan en estas labores. Pero este tipo de reuniones e iniciativas es diverso de las que van directamente encaminadas a la formación espiritual personal.

100 Continuando con la vida familiar, quisiera ahora centrar mi pregunta en la educación de los hijos, y en las relaciones entre padres e hijos. El cambio de la situación familiar en nuestros días lleva, algunas veces, a que el entendimiento mutuo no sea fácil, e incluso a la incomprensión, dándose lo que se ha llamado conflicto entre generaciones. ¿Cómo puede superarse esto?

El problema es antiguo, aunque quizá puede plantearse ahora con más frecuencia o de forma más aguda, por la rápida evolución que caracteriza a la sociedad actual. Es perfectamente comprensible y natural que los jóvenes y los mayores vean las cosas de modo distinto: ha ocurrido siempre. Lo sorprendente sería que un adolescente pensara de la misma manera que una persona madura. Todos hemos sentido movimientos de rebeldía hacia nuestros mayores, cuando comenzábamos a formar con autonomía nuestro criterio; y todos también, al correr de los años, hemos comprendido que nuestros padres tenían razón en tantas cosas, que eran fruto de su experiencia y de su cariño. Por eso corresponde en primer término a los padres –que ya han pasado por ese trance facilitar el entendimiento, con flexibilidad, con espíritu jovial, evitando con amor inteligente esos posibles conflictos.

Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel de los hijos. Los chicos –aun los que parecen más díscolos y despegados– desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre. Esa amistad de que hablo, ese saber ponerse al nivel de los hijos, facilitándoles que hablen confiadamente de sus pequeños problemas, hace posible algo que me parece de gran importancia: que sean los padres quienes den a conocer a sus hijos el origen de la vida, de un modo gradual, acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su natural curiosidad; hay que evitar que rodeen de malicia esta materia, que aprendan algo –que es en sí mismo noble y santo– de una mala confidencia de un amigo o de una amiga. Esto mismo suele ser un paso importante en ese afianzamiento de la amistad entre padres e hijos, impidiendo una separación en el mismo despertar de la vida moral.

Por otra parte, los padres han de procurar también mantener el corazón joven, para que les sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones nobles e incluso las extravagancias de los chicos. La vida cambia, y hay muchas cosas nuevas que quizá no nos gusten –hasta es posible que no sean objetivamente mejores que otras de antes–, pero que no son malas: son simplemente otros modos de vivir, sin más trascendencia. En no pocas ocasiones, los conflictos aparecen porque se da importancia a pequeñeces, que se superan con un poco de perspectiva y de sentido del humor.

101   Pero no todo depende de los padres. Los hijos han de poner también algo de su parte. La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico. Conviene ayudarles a que comprendan la hermosura sencilla –tal vez muy callada, siempre revestida de naturalidad– que hay en la vida de sus padres; que se den cuenta, sin hacerlo pesar, del sacrificio que han hecho por ellos, de su abnegación –muchas veces heroica– para sacar adelante la familia. Y que aprendan también los hijos a no dramatizar, a no representar el papel de incomprendidos; que no olviden que estarán siempre en deuda con sus padres, y que su correspondencia –nunca podrán pagar lo que deben– ha de estar hecha de veneración, de cariño agradecido, filial.

Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias... Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero –hecho de sacrificio– y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño problema y su solución más delicada. Y porque todo esto es lo normal, la inmensa mayoría de la gente me ha entendido muy bien cuando me ha oído llamar –ya desde los años veinte lo vengo repitiendodulcísimo precepto al cuarto mandamiento del Decálogo.

102 Quizá como reacción a una educación religiosa coactiva, reducida a veces a unas pocas prácticas rutinarias y sensibleras, parte de la juventud de hoy prescinde casi totalmente de la piedad cristiana, porque la interpreta como beatería. ¿Cuál es a su parecer la solución a este problema?

La solución es la que la pregunta lleva ya implícita: enseñar –primero con el ejemplo, y después con la palabra– en qué consiste la verdadera piedad. La beatería no es más que una triste caricatura pseudo–espiritual, fruto generalmente de la falta de doctrina, y también de cierta deformación en lo humano: resulta lógico que repugne, a quienes aman lo auténtico y lo sincero. He visto con alegría cómo prende en la juventud –en la de hoy como en la de hace cuarenta años– la piedad cristiana, cuando la contemplan hecha vida sincera; –cuando entienden que hacer oración es hablar con el Señor como se habla con un padre, con un amigo: sin anonimato, con un trato personal, en una conversación de tú a tú; –cuando se procura que resuenen en sus almas aquellas palabras de Jesucristo, que son una invitación al encuentro confiado: vos autem dixi amicos [31], os he llamado amigos; –cuando se hace una llamada fuerte a su fe, para que vean que el Señor es el mismo ayer y hoy y siempre [32].

Por otra parte, es muy necesario que vean cómo esa piedad ingenua y cordial exige también el ejercicio de las virtudes humanas, y que no puede reducirse a unos cuantos actos de devoción semanales o diarios: que ha de penetrar la vida entera, que ha de dar sentido al trabajo, al descanso, a la amistad, a la diversión, a todo. No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad.

He dicho antes que todo esto la juventud lo entiende bien. Y ahora añado que el que procura vivirlo se siente siempre joven. El cristiano, aunque sea un anciano de ochenta años, al vivir en unión con Jesucristo, puede paladear con toda verdad las palabras que se rezan al pie del altar: entraré al altar de Dios, del Dios que da alegría a mi juventud [33].

103 Entonces, ¿le parece importante educar a los chicos, desde pequeños, en la vida de piedad? ¿Piensa que en la familia deben hacerse algunos actos de piedad?

Considero que es precisamente el mejor camino para dar una formación cristiana auténtica a los hijos. La Sagrada Escritura nos habla de esas familias de los primeros cristianos – la Iglesia doméstica, dice San Pablo [34]–, a las que la luz del Evangelio daba nuevo impulso y nueva vida.

En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder transmitir –más que enseñar– esa piedad a los hijos.

¿Los medios? Hay prácticas de piedad –pocas, breves y habituales– que se han vivido siempre en las familias cristianas, y entiendo que son maravillosas: la bendición de la mesa, el rezo del rosario todos juntos –a pesar de que no faltan, en estos tiempos, quienes atacan esa solidísima devoción mariana–, las oraciones personales al levantarse y al acostarse. Se tratará de costumbres diversas, según los lugares; pero pienso que siempre se debe fomentar algún acto de piedad, que los miembros de la familia hagan juntos, de forma sencilla y natural, sin beaterías. De esa manera, lograremos que Dios no sea considerado un extraño, a quien se va a ver una vez a la semana, el domingo, a la iglesia; que Dios sea visto y tratado como es en realidad: también en medio del hogar, porque, como ha dicho el Señor, donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos [35].

Lo digo con agradecimiento y con orgullo de hijo, yo sigo rezando –por la mañana y por la noche, y en voz alta– las oraciones que aprendí cuando era niño, de labios de mi madre. Me llevan a Dios, me hacen sentir el cariño con que me enseñaron a dar mis primeros pasos de cristiano; y, ofreciendo al Señor la jornada que comienza o dándole gracias por la que termina, pido a Dios que aumente en la gloria la felicidad de los que especialmente amo, y que después nos mantenga unidos para siempre en el cielo.

104 Continuemos, si me lo permite, con la juventud. A través de la sección Gente joven de nuestra revista, nos llegan muchos de sus problemas. Uno muy frecuente es la imposición que a veces ejercen los padres en el momento de determinar la orientación de sus hijos. Esto sucede tanto en la orientación de carrera o de trabajo, como en la elección de un novio o, mucho más, si pretende seguir la llamada de Dios para emplearse en el servicio de las almas. ¿Cabe alguna justificación para esa actitud de los padres? ¿No es una violación de la libertad que es imprescindible para llegar a la madurez personal?)

En última instancia, es claro que las decisiones que determinan el rumbo de una vida, ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo.

Esto no quiere decir que no haga falta, de ordinario, la intervención de otras personas. Precisamente porque son pasos decisivos, que afectan a toda la vida, y porque la felicidad depende en gran parte de cómo se den, es lógico que requieran serenidad, que haya que evitar la precipitación, que exijan responsabilidad y prudencia. Y una parte de la prudencia consiste justamente en pedir consejo: sería presunción –que suele pagarse cara– pensar que podemos decidir sin la gracia de Dios y sin el calor y la luz de otras personas, especialmente de nuestros padres.

Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. Unas veces prestarán esa ayuda con su consejo personal; otras, animando a sus hijos a acudir a otras personas competentes: a un amigo leal y sincero, a un sacerdote docto y piadoso, a un experto en orientación profesional.

Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos –de construirlos según sus propias preferencias–, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y –más de una vez– en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal.

Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales: dejó Dios al hombre –nos dice la Escritura– en manos de su albedrío [36].

Unas palabras más, para referirme expresamente al último de los casos concretos planteados: la decisión de emplearse en el servicio de la Iglesia y de las almas. Cuando unos padres católicos no comprenden esa vocación, pienso que han fracasado en su misión de formar una familia cristiana, que ni siquiera son conscientes de la dignidad que el Cristianismo da a su propia vocación matrimonial. Por lo demás, la experiencia que tengo en el Opus Dei es muy positiva. Suelo decir, a los socios de la Obra, que deben el noventa por ciento de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser generosos. Puedo asegurar que en la inmensa mayoría de los casos –prácticamente en la totalidad– los padres no sólo respetan sino que aman esa decisión de sus hijos, y que ven en seguida la Obra como una ampliación de la propia familia. Es una de mis grandes alegrías, y una comprobación más de que, para ser muy divinos, hay que ser también muy humanos.

105 Hay actualmente quienes mantienen la teoría de que el amor lo justifica todo, y concluyen de ahí que el noviazgo es como un matrimonio a prueba. No seguir lo que consideran imperativos del amor piensan que es algo inauténtico, retrógrado. ¿Qué piensa usted de esa actitud?

Pienso lo que debe pensar una persona honrada, y especialmente un cristiano: que es una actitud indigna del hombre, y que degrada el amor humano, confundiéndolo con el egoísmo y con el placer.

¿Retrógrados los que no obran o piensan de esa manera? Retrógrado es más bien quien retrocede hasta la selva, no reconociendo otro impulso que el instinto. El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza. Por eso quise, hace poco más de un año, regalar a la Universidad de Navarra una imagen de Santa María, Madre del Amor Hermoso: para que los chicos y las chicas, que frecuentan los cursos de aquellas Facultades, aprendieran de Ella la nobleza del amor, también del amor humano.

¿Matrimonio a prueba? ¡Qué poco sabe de amor quien habla así! El amor es una realidad más segura, más real, más humana. Algo que no se puede tratar como un producto comercial, que se experimenta y se acepta luego o se desecha, según el capricho, la comodidad o el interés.

Esa falta de criterio es tan lamentable, que ni siquiera parece preciso condenar a quienes piensan u obran así, porque ellos mismos se condenan a la infecundidad, a la tristeza, a un aislamiento desolador, que padecerán cuando pasen apenas unos años. No puedo dejar de rezar mucho por ellos, amarlos con toda mi alma, y tratar de hacerles comprender que siguen teniendo abierto el camino del regreso a Jesucristo: que podrán ser santos, cristianos íntegros, si se empeñan, porque no les faltará ni el perdón ni la gracia del Señor. Sólo entonces comprenderán bien lo que es el amor: el Amor divino, y también el amor humano noble; y sabrán lo que es la paz, la alegría, la fecundidad.

106 Un gran problema femenino es el de las mujeres solteras. Nos referimos a aquellas que, con vocación matrimonial, no llegan a casarse. Al no conseguirlo se preguntan: ¿para qué estamos en el mundo? ¿Qué les contestaría usted?

¿Para qué estamos en el mundo? Para amar a Dios, con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, y para extender ese amor a todas las criaturas. ¿O es que esto parece poco? Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible.

El matrimonio es camino divino, es vocación. Pero no es el único camino, ni la única vocación. Los planes de Dios, para cada mujer, no están ligados necesariamente al matrimonio. ¿Tienen vocación matrimonial y no llegan a casarse? En algún caso puede ser cierto, y quizá haya sido el egoísmo o el amor propio lo que ha impedido que esa llamada de Dios se cumpliera; pero otras veces, la mayoría incluso, eso puede ser un signo de que el Señor no les ha dado verdadera vocación matrimonial. Sí: les gustan los niños; sienten que serían buenas madres; que entregarían su corazón, fielmente, a su marido y a sus hijos. Pero esto es normal en toda mujer, también en quienes, por vocación divina, no se casan –pudiendo hacerlo–, para preocuparse del servicio de Dios y de las almas.

No se han casado. Bien: que sigan, como hasta ahora, amando la Voluntad del Señor, tratando de cerca a ese Corazón amabilísimo de Jesús, que no abandona a nadie, que es siempre fiel, que nos va cuidando a lo largo de esta vida, para darse a nosotros ya desde ahora y para siempre.

Además, la mujer puede cumplir su misión –como mujer, con todas las características femeninas, también las afectivas de la maternidad– en ámbitos diversos de la propia familia: en otras familias, en la escuela, en obras asistenciales, en mil sitios. La sociedad es, a veces, muy dura –con una gran injusticia– con las que llama solteronas: hay mujeres solteras que difunden a su alrededor alegría, paz, eficacia: que saben entregarse noblemente al servicio de los demás, y ser madres, en profundidad espiritual, con más realidad que muchas, que son madres sólo fisiológicamente.

107 Las preguntas anteriores se han referido al noviazgo; el tema que planteo ahora se refiere ya al matrimonio: ¿qué consejos daría usted a la mujer casada para que, con el pasar de los años, su vida matrimonial siga siendo feliz, sin ceder a la monotonía? Tal vez la cuestión parezca poco importante, pero en la revista se reciben muchas cartas de lectoras interesadas por este tema.

A mí me parece que es, en efecto, una cuestión importante; y por eso lo son también las posibles soluciones, a pesar de su apariencia modesta.

Para que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que decir al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía también. Si el marido llega a casa cansado de trabajar, y la mujer comienza a hablar sin medida, contándole todo lo que a su juicio va mal, ¿puede sorprender que el marido acabe perdiendo la paciencia? Esas cosas menos agradables se pueden dejar para un momento más oportuno, cuando el marido esté menos cansado, mejor dispuesto.

Otro detalle: el arreglo personal. Si otro sacerdote os dijera lo contrario, pienso que sería un mal consejero. Cuantos más años tenga una persona que ha de vivir en el mundo, más necesario es poner interés en mejorar no sólo la vida interior, sino –precisamente por eso– el cuidado para estar presentable: aunque, naturalmente, siempre en conformidad con la edad y con las circunstancias. Suelo decir, en broma, que las fachadas, cuanto más envejecidas, más necesidad tienen de restauración. Es un consejo sacerdotal. Un viejo refrán castellano dice que la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta.

Por eso, me atrevo a afirmar que las mujeres tienen la culpa del ochenta por ciento de las infidelidades de los maridos, porque no saben conquistarlos cada día, no saben tener detalles amables, delicados. La atención de la mujer casada debe centrarse en el marido y en los hijos. Como la del marido debe centrarse en su mujer y en sus hijos. Y a esto hay que dedicar tiempo y empeño, para acertar, para hacerlo bien. Todo lo que haga imposible esta tarea, es malo, no va.

No hay excusa para incumplir ese amable deber. Desde luego, no es excusa el trabajo fuera del hogar, ni tampoco la misma vida de piedad que, si no se hace compatible con las obligaciones de cada día, no es buena, Dios no la quiere. La mujer casada tiene que ocuparse primero del hogar. Recuerdo una copla de mi tierra, que dice: la mujer que, por la iglesia, / deja el puchero quemar, / tiene la mitad de ángel, / de diablo la otra mitad. A mí me parece enteramente un diablo.

108 Dejando aparte las dificultades que pueda haber entre padres e hijos, también son corrientes las riñas entre marido y mujer, que a veces llegan a comprometer seriamente la paz familiar. ¿Qué consejos daría usted a los matrimonios?

Que se quieran. Y que sepan que a lo largo de la vida habrá riñas y dificultades que, resueltas con naturalidad, contribuirán incluso a hacer más hondo el cariño.

Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio –su mal genio, a veces– y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuanto todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño.

Los matrimonios tienen gracia de estado –la gracia del sacramento– para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura –por un motivo humano y sobrenatural a la vez– las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta.

Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño.

Es preciso aprender a callar, a esperar y a decir las cosas de modo positivo, optimista. Cuando él se enfada, es el momento de que ella sea especialmente paciente, hasta que llegue otra vez la serenidad; y al revés. Si hay cariño sincero y preocupación por aumentarlo, es muy difícil que los dos se dejen dominar por el mal humor a la misma hora...

Otra cosa muy importante: debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño. No os animo a pelear: pero es razonable que peleemos alguna vez con los que más queremos, que son los que habitualmente viven con nosotros. No vamos a reñir con el preste Juan de las Indias. Por tanto, esas pequeñas trifulcas entre los esposos, si no son frecuentes –y hay que procurar que no lo sean–, no denotan falta de amor, e incluso pueden ayudar a aumentarlo.

Un último consejo: que no riñan nunca delante de los hijos: para lograrlo, basta que se pongan de acuerdo con una palabra determinada, con una mirada, con un gesto. Ya regañarán después, con más serenidad, si no son capaces de evitarlo. La paz conyugal debe ser el ambiente de la familia, porque es la condición necesaria para una educación honda y eficaz. Que los niños vean en sus padres un ejemplo de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de comprensión; y que las pequeñeces de la vida diaria no les oculten la realidad de un cariño, que es capaz de superar cualquier cosa.

A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa. En una palabra, que marido y mujer vivan queriéndose el uno al otro, y queriendo a sus hijos, porque así quieren a Dios.

109 Pasando a un tema muy concreto: se acaba de anunciar la apertura en Madrid de una Escuela–residencia dirigida por la Sección femenina del Opus Dei, que se propone crear un ambiente de familia y proporcionar una formación completa a las empleadas del hogar, cualificándolas en su profesión. ¿Qué influencia cree usted que pueden tener, para la sociedad, este tipo de actividades del Opus Dei?

Esa obra apostólica –hay muchas semejantes llevadas por asociadas del Opus Dei, que trabajan junto con otras personas que no son de nuestra Asociación– tiene como fin principal el de dignificar el oficio de las empleadas del hogar, de modo que puedan realizar su trabajo con sentido científico. Digo con sentido científico, porque es preciso que el trabajo en el hogar se desarrolle como lo que es: como una verdadera profesión.

No hay que olvidar que se ha querido presentar ese trabajo como algo humillante. No es cierto: humillantes eran, sin duda, las condiciones en que muchas veces se desarrollaba esa tarea. Y humillantes siguen siendo algunas veces ahora: porque trabajan según el capricho de señores arbitrarios, sin garantías de derechos para sus servidores, con escasa retribución económica, sin afecto. Hay que exigir el respeto de un adecuado contrato de trabajo, con seguridades claras y precisas; hay que establecer netamente los derechos y los deberes de cada parte. Es necesario –además de esas garantías jurídicas– que la persona que preste ese servicio esté capacitada, profesionalmente preparada. He dicho servicio –aunque la palabra hoy no gusta– porque toda tarea social bien hecha es eso, un estupendo servicio: tanto la tarea de la empleada del hogar como la del profesor o la del juez. Sólo no es servicio el trabajo de quien lo condiciona todo a su propio bienestar.

¡Es una cosa de primera importancia el trabajo en el hogar! Por lo demás, todos los trabajos pueden tener la misma calidad sobrenatural: no hay tareas grandes o pequeñas; todas son grandes, si se hacen por amor. Las que se tienen como tareas grandes se empequeñecen, cuando se pierde el sentido cristiano de la vida. En cambio, hay cosas, aparentemente pequeñas, que pueden ser muy grandes por las consecuencias reales que tienen.

Para mí igualmente importante es el trabajo de una hija mía asociada del Opus Dei que es empleada del hogar, que el trabajo de una hija mía que tiene un título nobiliario. En los dos casos, sólo me interesa que el trabajo que realicen sea medio y ocasión de santificación personal y ajena: y será más importante la labor de la persona que, en su propia ocupación y en su propio estado, vaya haciéndose más santa y cumpla con más amor la misión recibida de Dios.

Ante Dios, igual categoría tiene la que es catedrático de una universidad, como la que trabaja como dependiente de un comercio o como secretaria o como obrera o como campesina: todas las almas son iguales. Sólo que a veces son más hermosas las almas de las personas más sencillas, y siempre son más agradables al Señor las que tratan con más intimidad a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Con esa Escuela que se ha abierto en Madrid, puede hacerse mucho: una auténtica y eficaz ayuda a la sociedad, en una tarea importante; y una labor cristiana en el seno del hogar, llevando a las casas alegría, paz, comprensión. Estaría hablando horas sobre este tema, pero ya es suficiente lo que he dicho para ver que entiendo el trabajo en el hogar como un oficio de trascendencia muy particular, porque se puede hacer con él mucho bien o mucho mal en la entraña misma de las familias. Esperemos que sea mucho bien: no faltarán personas que, con categoría humana, con competencia y con ilusión apostólica, harán de esa profesión una tarea alegre, de eficacia inmensa en tantos hogares del mundo.

110 Circunstancias de muy diversa índole y exhortaciones y enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, han creado y estimulado una profunda inquietud social. Se habla mucho de la virtud de la pobreza, como testimonio. ¿Cómo puede vivirla un ama de casa, que debe proporcionar a su familia un justo bienestar?

Se anuncia el Evangelio a los pobres (Mt 11, 5), leemos en la Escritura, precisamente como uno de los signos que dan a conocer la llegada del Reino de Dios. Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de muchos de ellos. Es éste un tema en el que querría detenerme un poco, porque no siempre se predica hoy la pobreza de modo que su mensaje llegue a la vida. Sin duda con buena voluntad, pero sin haber captado del todo el sentido de los tiempos, hay quienes predican una pobreza fruto de una elucubración intelectual, que tiene ciertos aparatosos signos exteriores y simultáneamente enormes deficiencias interiores y a veces también externas. Haciéndome eco de una expresión del profeta Isaías –discite benefacere (Is 1, 17)–, me gusta decir que hay que aprender a vivir toda virtud, y quizá muy especialmente la pobreza. Hay que aprender a vivirla, para que no quede reducida a un ideal sobre el que se puede escribir mucho, pero que nadie realiza seriamente. Hay que hacer ver que la pobreza es invitación que el Señor dirige a cada cristiano, y que es –por tanto– llamada concreta que debe informar toda la vida de la humanidad.

Pobreza no es miseria, y mucho menos suciedad. En primer lugar, porque lo que define al cristiano no son tanto las condiciones exteriores de su existencia, cuanto la actitud de su corazón. Pero además, y aquí nos acercamos a un punto muy importante del que depende una recta comprensión de la vocación laical, porque la pobreza no se define por la simple renuncia. En determinadas ocasiones el testimonio de pobreza que a los cristianos se pide puede ser el de abandonarlo todo, el de enfrentarse con un ambiente que no tiene otros horizontes que los del bienestar material, y proclamar así, con un gesto estentóreo, que nada es bueno si se lo prefiere a Dios. Pero ¿es ése el testimonio que de ordinario pide hoy la Iglesia? ¿No es verdad que exige que se dé también testimonio explícito de amor al mundo, de solidaridad con los hombres?

A veces se reflexiona sobre la pobreza cristiana, teniendo como principal punto de referencia a los religiosos, de los que es propio dar siempre y en todo lugar un testimonio público, oficial: y se corre el riesgo de no advertir el carácter específico de un testimonio laical, dado desde dentro, con la sencillez de lo ordinario.

Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque –hecha de cosas concretas–, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades.

Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es –en buena parte– cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada caso lo que Dios nos pide. No quiero, pues, dar reglas fijas, aunque sí unas orientaciones generales, refiriéndome especialmente a las madres de familia.

111   Sacrificio: ahí está en gran parte la realidad de la pobreza. Es saber prescindir de lo superfluo, medido no tanto por reglas teóricas cuando según esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la comodidad indebida. Confort, en su sentido positivo, no es lujo ni voluptuosidad, sino hacer la vida agradable a la propia familia, y a los demás, para que todos puedan servir mejor a Dios.

La pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas terrenas; en llevar con alegría las incomodidades, si las hay, o la falta de medios. Es además saber tener todo el día cogido por un horario elástico, en el que no falte como tiempo principal –además de las normas diarias de piedad el debido descanso, la tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado a una afición de arte, de literatura o de otra distracción noble: llenando las horas con una tarea útil, haciendo las cosas lo mejor posible, viviendo los pequeños detalles de orden, de puntualidad, de buen humor. En una palabra, encontrando lugar para el servicio de los demás y para sí misma: sin olvidar que todos los hombres, todas las mujeres –y no sólo los materialmente pobres– tienen obligación de trabajar: la riqueza, la situación de desahogo económico es una señal de que es está mas obligado a sentir la responsabilidad de la sociedad entera.

El amor es lo que da sentido al sacrificio. Toda madre sabe bien qué es sacrificarse por sus hijos: no está sólo en concederles unas horas, sino en gastar en su beneficio toda la vida. Vivir pensando en los demás, usar de las cosas de tal manera que haya algo que ofrecer a los otros: todo eso son dimensiones de la pobreza, que garantizan el desprendimiento efectivo.

Para una madre es importante no sólo vivir así, sino también enseñar a vivir así a sus hijos: educarles, fomentando en ellos la fe, la esperanza optimista y la caridad; enseñarles a superar el egoísmo y a emplear parte de su tiempo con generosidad en servicio de los menos afortunados, participando en tareas, adecuadas a su edad, en las que se ponga de manifiesto un afán de solidaridad humana y divina.

Para resumir: que cada uno viva cumpliendo su vocación. Para mí, el mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia –muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar.

112 A lo largo de esta entrevista ha habido ocasión de comentar aspectos importantes de la vida humana y específicamente de la vida de la mujer; y de advertir cómo los valora el espíritu del Opus Dei. ¿Podría decirnos, para terminar, cómo considera que se debe promover el papel de la mujer en la vida de la Iglesia?

No puedo ocultar que, al responder a una pregunta de este tipo, siento la tentación –contraria a mi práctica habitual– de hacerlo de un modo polémico. Porque hay algunas personas que emplean ese lenguaje de una manera clerical, usando la palabra Iglesia como sinónimo de algo que pertenece al clero, a la Jerarquía eclesiástica. Y así, por participación en la vida de la Iglesia, entienden sólo o principalmente la ayuda prestada a la vida parroquial, la colaboración en asociaciones con mandato de la Sagrada Jerarquía, la asistencia activa en las funciones litúrgicas, y cosas semejantes.

Quienes piensan así olvidan en la práctica –aunque quizá lo proclamen en la teoría– que la Iglesia es la totalidad del Pueblo de Dios, el conjunto de todos los cristianos; que, por tanto, allá donde hay un cristiano que se esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia. Con esto no pretendo minimizar la importancia de la colaboración que la mujer puede prestar a la vida de la estructura eclesiástica. Al contrario, la considero imprescindible. He dedicado mi vida a defender la plenitud de la vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que viven en medio del mundo y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo.

Sólo quiero hacer notar que hay quienes promueven una reducción injustificada de esa colaboración; y señalar que el cristiano corriente, hombre o mujer, puede cumplir su misión específica, también la que le corresponde dentro de la estructura eclesial, sólo si no se clericaliza, si sigue siendo secular, corriente, persona que vive en el mundo y que participa de los afanes del mundo.

Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso, ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su vocación humana.

¡Cuánto me emociona pensar en tantos cristianos y en tantas cristianas que, quizá sin proponérselo de una manera específica, viven con sencillez su vida ordinaria, procurando encarnar en ella la Voluntad de Dios! Darles conciencia de la excelsitud de su vida; revelarles que eso, que aparece sin importancia, tiene un valor de eternidad; enseñarles a escuchar más atentamente la voz de Dios, que les habla a través de sucesos y situaciones, es algo de lo que la Iglesia tiene hoy apremiante necesidad: porque a eso la está urgiendo Dios.

Cristianizar desde dentro el mundo entero, mostrando que Jesucristo ha redimido a toda la humanidad: ésa es la misión del cristiano. Y la mujer participará en ella de la manera que le es propia, tanto en el hogar, como en las otras ocupaciones que desarrolle, realizando las peculiares virtualidades que le corresponden. Lo principal es, pues, que como Santa María –mujer, Virgen y Madre– vivan de cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum [37], hágase en mí según tu palabra, del que depende la fidelidad a la personal vocación, única e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores de la obra de salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero.


AMAR AL MUNDO APASIONADAMENTE

(Homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967).

113   Acabáis de escuchar la lectura solemne de los dos textos de la Sagrada Escritura, correspondientes a la Misa del domingo XXI después de Pentecostés. Haber oído la Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas palabras mías que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una gran familia de hijos de Dios en su Iglesia Santa. Palabras, pues, que desean ser sobrenaturales, pregoneras de la grandeza de Dios y de sus misericordias con los hombres: palabras que os dispongan a la impresionante Eucaristía que hoy celebramos en el campus de la Universidad de Navarra.

Considerad unos instantes el hecho que acabo de mencionar. Celebramos la Sagrada Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado [38]. Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual –espiritualista, quiero decir–, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.

Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él.

En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra...

¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero lugar de nuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres.

114   Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno [39]. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.

Por el contrario, debéis comprender ahora –con una nueva claridad– que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.

Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.

¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo.

115   El auténtico sentido cristiano –que profesa la resurrección de toda carne– se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu. ¿Qué son los sacramentos –huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos– sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía –ya inminente– sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo –vino y pan–, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? [40].

Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios [41]. Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que –en ese movimiento– se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios [42].

116   Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra –como sabéis– en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra. ¡Qué bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de Castilla!: Despacito, y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas [43]. Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...

Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera –¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...–, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor: mirad mis manos y mis pies, dijo Jesús resucitado: soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo [44].

Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando –con plena libertad– sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida.

117   Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables– soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas.

Se ve claro que, en este terreno como en todos, no podríais realizar ese programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la libertad que os reconocen –a la vez– la Iglesia y vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad responsable.

Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis –¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia– vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos –en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional– , asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo –lo diré de un modo positivo–, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social.

118   Sé que no tengo necesidad de recordar lo que, a lo largo de tantos años, he venido repitiendo. Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde. ¿Tendré que volver a afirmar que los hombres y las mujeres, que quieren servir a Jesucristo en la Obra de Dios, son sencillamente ciudadanos iguales a los demás, que se esfuerzan por vivir con seria responsabilidad –hasta las últimas conclusiones– su vocación cristiana?

Nada distingue a mis hijos de sus conciudadanos. En cambio, fuera de la Fe, nada tienen en común con los miembros de las congregaciones religiosas. Amo a los religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del mundo –su contemptus mundi– que son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero el Señor no me ha dado vocación religiosa, y desearla para mí sería un desorden. Ninguna autoridad en la tierra me podrá obligar a ser religioso, como ninguna autoridad puede forzarme a contraer matrimonio. Soy sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo.

119   Quienes han seguido a Jesucristo –conmigo, pobre pecador– son: un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo –que así confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo diocesano–, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las almas quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres –de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas– que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad –repito–, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades más vulgares.

También las obras, que –en cuanto asociación– promueve el Opus Dei, tienen esas características eminentemente seculares: no son obras eclesiásticas. No gozan de ninguna representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la Iglesia. Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo. Un dato os lo aclarará: el Opus Dei, por ejemplo, no tiene ni tendrá jamás como misión regir Seminarios diocesanos, donde los Obispos instituidos por el Espíritu Santo [45] preparan a sus futuros sacerdotes.

120   Fomenta, en cambio, el Opus Dei centros de formación obrera, de capacitación campesina, de enseñanza primaria, media y universitaria, y tantas y tan variadas labores más, en todo el mundo, porque su afán apostólico –escribí hace muchos años– es un mar sin orillas.

Pero ¿cómo me he de alargar en esta materia, si vuestra misma presencia es más elocuente que un prolongado discurso? Vosotros, Amigos de la Universidad de Navarra, sois parte de un pueblo que sabe que está comprometido en el progreso de la sociedad, a la que pertenece. Vuestro aliento cordial, vuestra oración, vuestro sacrificio y vuestras aportaciones no discurren por los cauces de un confesionalismo católico: al prestar vuestra cooperación sois claro testimonio de una recta conciencia ciudadana, preocupada del bien común temporal; atestiguáis que una Universidad puede nacer de las energías del pueblo, y ser sostenida por el pueblo.

Una vez más quiero, en esta ocasión, agradecer la colaboración que rinden a nuestra Universidad mi nobilísima ciudad de Pamplona, la grande y recia región navarra; los Amigos procedentes de toda la geografía española y –con particular emoción lo digo– los no españoles, y aun los no católicos y los no cristianos, que han comprendido, y lo muestran con hechos, la intención y el espíritu de esta empresa. A todos se debe que la Universidad sea un foco, cada vez más vivo, de libertad cívica, de preparación intelectual, de emulación profesional, y un estímulo para la enseñanza universitaria. Vuestro sacrificio generoso está en la base de la labor universal, que busca el incremento de las ciencias humanas, la promoción social, la pedagogía de la fe.

Lo que acabo de señalar lo ha visto con claridad el pueblo navarro, que reconoce también en su Universidad ese factor de promoción económica para la región y, especialmente, de promoción social, que ha permitido a tantos de sus hijos un acceso a las profesiones intelectuales, que –de otro modo– sería arduo y, en ciertos casos, imposible. El entendimiento del papel que la Universidad habría de jugar en su vida, es seguro que motivó el apoyo que Navarra le dispensó desde un principio: apoyo que sin duda habrá de ser, de día en día, más amplio y entusiasta.

Sigo manteniendo la esperanza –porque responde a un criterio justo y a la realidad vigente en tantos países– de que llegará el momento en el que el Estado español contribuirá, por su parte, a aliviar las cargas de una tarea que no persigue provecho privado alguno, sino que –al contrario– por estar totalmente consagrada al servicio de la sociedad, procura trabajar con eficacia por la prosperidad presente y futura de la nación.

121   Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto –particularmente entrañable– de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor limpio entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez más que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos a que antes aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario desde hace cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que no lo comprendían.

El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano.

Ya lo sabéis, profesores, alumnos, y todos los que dedicáis vuestro quehacer a la Universidad de Navarra: he encomendado vuestros amores a Santa María, Madre del Amor Hermoso. Y ahí tenéis la ermita que hemos construido con devoción, en el campus universitario, para que recoja vuestras oraciones y la oblación de ese estupendo y limpio amor, que Ella bendice.

¿No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? [46]. ¡Cuántas veces, ante la imagen de la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios. La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada..., ya no me pertenezco..., mi cuerpo y mi alma –mi ser entero– son de Dios... Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: glorificad a Dios en vuestro cuerpo [47].

122   Por otra parte, no podéis desconocer que sólo entre los que comprenden y valoran en toda su profundidad cuanto acabamos de considerar acerca del amor humano, puede surgir esa otra comprensión inefable de la que hablará Jesús [48], que es un puro don de Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno.

123   Debo terminar ya, hijos míos. Os dije al comienzo que mi palabra querría anunciaros algo de la grandeza y de la misericordia de Dios. Pienso haberlo cumplido, al hablaros de vivir santamente la vida ordinaria: porque una vida santa en medio de la realidad secular –sin ruido, con sencillez, con veracidad–, ¿no es hoy acaso la manifestación más conmovedora de las magnalia Dei [49], de esas portentosas misericordias que Dios ha ejercido siempre, y no deja de ejercer, para salvar al mundo?

Ahora os pido con el salmista que os unáis a mi oración y a mi alabanza: magnificate Dominum mecum, et extollamus nomen eius simul [50]; engrandeced al Señor conmigo, y ensalcemos su nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de fe.

Tomemos el escudo de la fe, el casco de salvación y la espada del espíritu que es la Palabra de Dios. Así nos anima el Apóstol San Pablo en la epístola a los de Efeso [51], que hace unos momentos se proclamaba litúrgicamente.

Fe, virtud que tanto necesitamos los cristianos, de modo especial en este año de la fe que ha promulgado nuestro amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI: porque, sin la fe, falta el fundamento mismo para la santificación de la vida ordinaria. Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al mysterium fidei [52], a la Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres.

Fe, hijos míos, para confesar que, dentro de unos instantes, sobre este ara, va a renovarse la obra de nuestra Redención [53]. Fe, para saborear el Credo y experimentar, en torno a este altar y en esta Asamblea, la presencia de Cristo, que nos hace cor unum et anima una [54], un solo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia, una, santa, católica, apostólica y romana, que para nosotros es tanto como universal.

Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María.


Notas

1 Cfr. Decreto Presbyterorum Ordinis, 8. 2 Schema Decreti Presbyterorum Ordinis, Typis Polyglottis Vaticanis 1965, pág. 68.
3 Cfr. can. 89 del C.I.C.
4 Cfr. Const. Lumen gentium, 28; Const. Gaudium et spes, 43; Decr. Apostolicam actuositatem, 24.
5 Cfr. Const. Lumen gentium, 31; Const. Gaudium et spes, 37; Decr. Apostolicam actuositatem, 7.
6 Cfr. Const. Lumen gentium, 44; Decr. Perfectae caritatis, 5.
7 Ga 3, 26– 28.
8 La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz es una Asociación propia, intrínseca e inseparable de la Prelatura. Está constituida por los Clérigos incardinados al Opus Dei y por otros sacerdotes o diáconos, incardinados en diversas diócesis. Estos sacerdotes y diáconos de otras diócesis –que no forman parte del clero de la Prelatura, sino que pertenecen al presbiterio de sus respectivas diócesis y dependen exclusivamente de su Ordinario, como Superiorse asocian a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, para buscar su santificación, según el espíritu y la praxis ascética del Opus Dei. El Prelado del Opus Dei es, a la vez, Presidente General de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
9 Recordamos cuanto se ha dicho en la Presentación de este volumen sobre algunas respuestas, referentes a aspectos jurídicos y organizativos, que eran exactas y precisas en aquellos momentos en los que el Opus Dei no había aún recibido la configuración jurídica definitiva deseada por su Fundador, y que hoy habría que completar con la breve explicación que en la misma Presentación se da.
10 Mons Escrivá de Balaguer expresó repetidamente que el Opus Dei, de hecho, no era un Instituto Secular, como tampoco era una común asociación de fieles. Aunque en 1947 el Opus Dei fue aprobado como Instituto Secular, como la solución jurídica menos inadecuada para el Opus Dei en las normas jurídicas entonces vigentes en la Iglesia, Mons. Escrivá de Balaguer había pensado, ya desde muchos años antes, que la situación jurídica definitiva del Opus Dei estaba entre ls estructuras seculares de jurisdicción personal, como es el caso de las Prelaturas personales.
11 Estas obras corporativas, de carácter netamente apostólico, las promueven –como acaba de señalar Mons. Escrivá de Balaguer los miembros de la Prelatura junto con otras personas. A la Prelatura Opus Dei, que asume exclusivamente la responsabilidad de al orientación doctrinal y espiritual, no pertenecen ni las empresas propietarias de esas iniciativas, ni los correspondientes bienes muebles o inmuebles. Los fieles del Opus Dei que trabajan en esas labores lo hacen con libertad y responsabilidad personales, en plena conformidad con las leyes del país, y obteniendo de las autoridades el mismo reconocimiento que se concede a otras actividades similares de los demás ciudadanos.
12 Anuario Pontificio, 1966, p. 885 y 1226.
13 Cfr. nota al n. 35.
14 Mt 5, 48.
15 Enc. Ecclesiam suam, parte I.
16 Jn 12, 32
17 Jn 3, 30.
18 Hch 1, 1.
19 Mt 5, 48.
20 Cfr. la nota al n. 35. Desde la erección del Opus Dei en Prelatura personal, en lugar de Presidente General, hay que decir Prelado, que es el Ordinario propio del Opus Dei, y al que ayudan en el ejercicio de su labor de gobierno sus Vicarios y Consejos. El Prelado es elegido por el Congreso General del Opus Dei; esta elección requiere la confirmación del Papa, como es norma canónica tradicional para los prelados de jurisdicción elegidos por un Colegio.
21 Mt 10, 24
22 Mons. Escrivá de Balaguer habla en esta respuesta de dos modos en que los sacerdotes seculares pueden pertenecer al Opus Dei: a) los sacerdotes que provienen de los miembros seglares del Opus Dei, que son llamados a las Sagradas Ordenes por el Prelado, que se incardinan en la Prelatura y constituyen su presbiterio. Se dedican fundamentalmente, aunque no exclusivamente, a la atención pastoral de los fieles incorporados al Opus Dei y, junto con éstos, llevan a cabo el apostolado específico de difundir, en todos los ambientes de la sociedad, una profunda toma de conciencia de la llamada universal a la santidad y al apostolado (cfr. Presentación); b) los sacerdotes seculares ya incardinados en alguna diócesis pueden participar también de la vida espiritual del Opus Dei, como señala Mons. Escrivá de Balaguer al inicio de esta respuesta, asociándose a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que está intrínsecamente unida a la Prelatura, y de la que es Presidente General el Prelado del Opus Dei. Cfr. el texto de la Presentación, pp. 19-20, donde hay una sucinta explicación de esta asociación sacerdotal, en los precisos términos jurídicos que aún no podía utilizar Mons. Escrivá de Balaguer al conceder esta entrevista.
23 1Co 3, 22
24 Jn 4, 10.
25 2Co 4, 7.
26 Hb 13, 8.
27 Ef 5, 32.
28 Ct 8, 7.
29 Mt 19, 12.
30 Const. past. Gaudium et spes, 50.
31 Jn 15, 15
32 Hb 13, 8.
33 Sal 43, 4.
34 1Co 16, 19.
35 Mt 18, 20.
36 Si 15, 14.
37 Lc 1, 38.
38 Cfr. Ap 21, 4.
39 Cfr. Gn 1, 7  y ss.
40 cfr. Gaudium et Spes, GS 38.
41 1Co 3, 22–23.
42 1Co 10, 31.
43 A. Machado, Poesías completas. CLXI. Proverbios y cantares. XXIV. Espasa–Calpe. Madrid, 1940.
44 Lc 24, 39.
45 Hch 20, 28.
46 1Co 6, 19.
47 1Co 6, 20.
48 Cfr. Mt 19, 11.
49 Si 18, 4.
50 Sal 34, 4.
51 Ef 6, 11  y ss.
52 1Tm 3, 9
53 Secreta del domingo IX después de Pentecostés.
54 Hch 4, 32.