Diccionario

CaminoCanadáCanonizaciónCarácterCaridadCarismasCartasP. CasciaroCastidadCatequesisCelibatoC. ELIS y SAFIChileC.R. Sta. CruzC.R. Sta. MaríaColombiaComunión SantosConcienciaCV IIConsagracionesContemplaciónContemplativosContriciónConversacionesConversiónCooperadoresCorazónCosas pequeñasCosta RicaCruzCultura

Camino (libro)
1. El proceso de redacción
2. Estructura interna
3. Un libro de aforismos espirituales
4. La recepción de Camino en la Iglesia del siglo XX
5. Camino y la vocación del laico
6. Difusión
Canadá
1. Inicio de la labor apostólica estable
2. Inicio de la labor apostólica con mujeres
3. Regalos de san Josemaría
4. Presencia epistolar
5. Traducción de Camino al hebreo y prehistoria de la labor en Israel
Canonización de San Josemaría
1. La beatificación
2. La canonización
Carácter, formación del
1. El carácter, rasgo distintivo de la personalidad humana y cristiana
2. Educación del carácter
Caridad
1. El mandatum novum
2. Universalidad del amor cristiano
3. Caridad, afectividad y cariño
4. Caridad, comprensión, perdón y justicia
Carismas
1. Concepto de carisma
2. Diversidad de carismas en la Iglesia
3. El carisma fundacional del Opus Dei
Cartas (obra inédita)
1. Hacia la preparación del ciclo de las Cartas
2. La redacción del ciclo de las Cartas
3. Descripción de conjunto del ciclo de las Cartas
4. Las Cartas posteriores a 1965
Casciaro Ramírez, Pedro
Castidad
1. La virtud de la castidad
2. importancia para la vida humana y cristiana
3. La castidad en el propio estado
Catequesis, labor y viajes de
1. Durante los primeros años de su sacerdocio (1925-1931)
2. Desde la fundación del Opus Dei hasta el comienzo de la Guerra Civil española (1928-1936)
3. En los años sucesivos (1939-1970)
4. Las grandes catequesis en los últimos años de su vida (1970-1975)
Celibato
1. Breve panorámica histórica
2. Celibato, amor y misión
3. El celibato apostólico en el Opus Dei
Centros ELIS y SAFI
Chile
1. Inicio de la labor estable
2. Desarrollo de la labor apostólica
3. El viaje de catequesis de san Josemaría
Colegio Romano de la Santa Cruz
1. Un centro de formación en Roma
2. Los comienzos (1948-1955)
3. Consolidación y sede definitiva (1956-1975)
Colegio Romano de Santa María
1. Los comienzos del Colegio Romano
2. El Colegio Romano de Santa María en Villa delle Rose
3. El Colegio Romano en Villa Balestra
Colombia
1. Inicio de la labor estable
2. Desarrollo de la labor apostólica
3. El paso de san Josemaría por Colombia
Comunión de los Santos
1. La comunión de los santos, artículo de la fe
2. De la comunión eucarística a la comunión de los santos
3. De la comunión con la humanidad que puebla la tierra a la comunión con los cielos
Conciencia
1. La conciencia, un lugar de encuentro con Dios
2. La libertad de las conciencias, una búsqueda de la verdad de Dios
3. En un camino de santidad: la plenitud de una vida
4. La formación de la conciencia y las realidades seculares
Concilio Vaticano II
1. San Josemaría y los trabajos del Concilio Vaticano II
2. Sintonías entre el espíritu del Opus Dei y los documentos del Vaticano II
3. La etapa post–conciliar
Consagraciones del Opus Dei
1. Consagración a la Sagrada Familia (1951)
2. Consagración al Corazón Dulcísimo de María (1951)
3. Consagración al Corazón Sacratísimo de Jesús (1952)
4. Consagración al Espíritu Santo (1971)
Contemplación
1. Distinción del concepto
2. La doctrina de san Josemaría
Contemplativos en medio del mundo
Contrición
1. Necesidad de la conversión y la contrición cristianas
2. Volver a Dios, nuestro Padre, mediante el sacramento de la Penitencia
3. Dolor de amor
Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer (libro)
1. El ciclo de las entrevistas
2. La homilía Amar al mundo apasionadamente

3. De la prensa periódica al libro
4. Tipo de entrevistas
5. Contexto, temas, ideas
6. Repercusión y fortuna editorial
Conversión
1. Enseñanzas bíblicas
2. Primera conversión y conversiones sucesivas
3. Elementos de la doctrina de la conversión
Cooperadores del Opus Dei
Corazón
1. El "corazón", centro de la persona
2. Amar a Dios con todo el corazón
3. Tener corazón para todos
4. Corazón puro
4. En el corazón de María
Cosas pequeñas
1. Noción
2. Ámbito de las cosas pequeñas
3. Relación con el mensaje fundacional
4. Fundamento teológico
Costa Rica
1. Inicio de la labor
2. Algunos datos sobre el desarrollo posterior del apostolado
Cruz
1. La Cruz en la vida de san Josemaría
2. Abandono en Dios e identificación con Cristo
3. Dolor y alegría: obediencia al Padre
4. El sentido amable y victorioso de la Cruz
5. La devoción a la Cruz
6. Para corredimir con Cristo
7. La Cruz y la Misa
8. El Espíritu Santo, "fruto" de la Cruz
9. María junto a la Cruz
Cultura
1. Dimensiones de la cultura
2. Formación integral
3. Formación permanente
4. Cultura e integración social

 «    CAMINO (libro)    » 

Camino es el libro más difundido de Josemaría Escrivá de Balaguer. Publicado en 1939, cuenta con cerca de 500 ediciones en 49 idiomas distintos. La historia de la redacción de Camino comienza en los años veinte. El elemento originante es la vida del propio autor en sus primeros años de sacerdocio y, especialmente a partir de 1928, tres años después de su ordenación, cuando entendió que Dios le llamaba a fundar el Opus Dei.

1. El proceso de redacción

La experiencia espiritual y apostólica de san Josemaría en los momentos germinales del Opus Dei había ido dando lugar a unas breves anotaciones que, hasta su interrupción al final de los años treinta, llegaron a llenar nueve cuadernos. A medio camino entre el diario y el libro de oraciones, estos Apuntes íntimos, como él los llamaba, recogen vivencias, mociones del espíritu, citas de diversa procedencia y consideraciones de muy variado género. De todo ese material, tras el inevitable proceso de selección y corrección, salió, en buena parte, lo que constituye hoy el contenido de Camino.

Una primera versión, muy breve, de lo que con el tiempo sería Camino, fue preparada, en edición multicopiada a velógrafo, en diciembre de 1932. Su título era Consideraciones espirituales, y se presentaba como un fascículo de 17 cuartillas con 246 máximas para la meditación. Las máximas aparecían numeradas y procedían enteramente de los Apuntes íntimos. Los destinatarios de esos fascículos eran personas a las que Josemaría Escrivá dirigía espiritualmente, sobre todo jóvenes.

Unos meses más tarde, en el verano de 1933, san Josemaría distribuyó entre esas mismas personas una segunda serie de máximas. Eran, de nuevo, cuartillas multicopiadas: 7, con un total de 87 consideraciones de numeración consecutiva a la anterior (de la 247 a la 333).

En 1934, Consideraciones espirituales fue editado finalmente como libro en la Imprenta Moderna, de Cuenca, de donde era obispo el beato Cruz Laplana, pariente del autor, que facilitó las gestiones. Esta edición recoge las consideraciones de los dos fascículos anteriores y otras nuevas, hasta un total de 440, pero ahora sin numerar. El conjunto, por primera vez, está dividido en capítulos: 26, de acuerdo con un esquema que, en gran parte, es ya el que se encontrará cinco años más tarde en la versión definitiva de Camino, en la que, sin embargo, tanto el número de consideraciones (que de 440 pasa a 999) como el de capítulos (de 26 a 46), será sensiblemente mayor.

En la fase final de la redacción de Camino, durante la Guerra Civil española (1936-1939), Escrivá de Balaguer acude no sólo a sus notas personales, sino también a otros materiales escritos: guiones de su propia predicación, correspondencia activa y pasiva, etc. Sobre su método de trabajo en esta época, y particularmente durante su estancia en Burgos, donde residió de enero de 1938 a marzo de 1939, han aportado testimonios escritos quienes entonces convivieron con él (Pedro Casciaro y Francisco Botella, por ejemplo), que recuerdan, entre otras cosas, haberle ayudado a clasificar unas octavillas extendidas sobre una cama, cada una de las cuales contenía uno de los futuros puntos de Camino (cfr. CECH, pp. 73-75).

La primera edición de Camino se imprimió en Valencia en abril de 1939. El cambio en el título del libro (de Consideraciones espirituales a Camino) coincide con la fijación de su extensión definitiva de 999 puntos (cfr. CECH, p. 98). Esta cifra no es casual, sino deliberada. Con un uso simbólico de la aritmética que recuerda a san Agustín, Escrivá de Balaguer persigue, con esos tres nueves, rendir homenaje a la Trinidad (9=3x3), algo que había estado ya presente en 1933, cuando había impreso la segunda versión a velógrafo de Consideraciones espirituales: con los 87 puntos que se añadían a los 246 de la primera versión se llegaba a un total de 333.

2. Estructura interna

Como se ha dicho, Camino está dividido en 46 capítulos. El primero tiene por título "Carácter"; el último, "Perseverancia". Aunque cada capítulo es autónomo, esos dos títulos colocados al comienzo y al final del libro delatan una intención de recorrido: el Camino que el fundador del Opus Dei plantea a sus lectores parte de un postulado esencial, "el cultivo de las dimensiones humanas de la personalidad (...) como exigencia de la fe y como coherencia cristiana" (CECH, p. 216), y tiene por meta el ideal de la fidelidad a Dios hasta el momento de la muerte. Se trata de un Camino de vida cristiana para el hombre que vive plenamente inmerso en el mundo, y de ahí que su final de trayecto se concrete en una meta práctica, la "Perseverancia", más que en el objetivo extrahumano de la vida eterna. En Camino existe también el capítulo "Postrimerías", pero se encuentra en un lugar intermedio, como perspectiva escatológica de la lucha personal del cristiano por vivir las virtudes, no como última etapa del caminar del hombre sobre la tierra, cosa que evidentemente los llamados novísimos no son, pues pertenecen ya al ámbito del más allá.

Pedro Rodríguez (cfr. CECH, pp. 176-191) ha propuesto una distribución de los 46 capítulos de Camino en tres bloques. El primero, "Seguir a Cristo: los comienzos del camino", comprende los capítulos 1 a 21; el segundo, "Hacia la santidad: caminar «in Ecclesia»", los 14 siguientes, hasta el 35; y el tercero, "Plenamente en Cristo: llamada y misión", los 11 finales. A su vez, subdivide cada una de esas partes en dos apartados. El esquema de conjunto que propone es el siguiente:

* Primera Parte: “Seguir a Cristo: los comienzos del camino".
A. Oración, expiación, examen: capítulos 1-10 (“Carácter", “Dirección", “Oración", “Santa Pureza", “Corazón", “Mortificación", “Penitencia", “Examen", “Propósitos", “Escrúpulos").
B. Vida interior, trabajo, Amor: capítulos 11-21 (“Presencia de Dios", “Vida sobrenatural", “Más de vida interior", “Tibieza", “Estudio", “Formación", “El plano de tu santidad", “Amor de Dios", “Caridad", “Los medios", “La Virgen").

* Segunda Parte: "Hacia la santidad: caminar «in Ecclesia»".
A) Iglesia, Eucaristía, Comunión: capítulos 22-25 ("La Iglesia", "Santa Misa", "Comunión de los Santos", "Devociones").
B) Fe, virtudes, lucha interior: capítulos 26-35 ("Fe", "Humildad", "Obediencia", "Pobreza", "Discreción", "Alegría", "Otras virtudes", "Tribulaciones", "Lucha interior", "Postrimerías").

* Tercera Parte: "Plenamente en Cristo: llamada y misión".
A. Voluntad y Gloria de Dios, Infancia espiritual: capítulos 36-42 ("La Voluntad de Dios", "La Gloria de Dios", "Proselitismo", "Cosas pequeñas", "Táctica", "Infancia espiritual", "Vida de infancia").
B. Vocación y misión apostólica: capítulos 43-46 ("Llamamiento", "El Apóstol", "El Apostolado", "Perseverancia").

3. Un libro de aforismos espirituales

La clasificación de un libro como Camino no puede prescindir de comparaciones con ciertos modelos de literatura espiritual en los que cabe encontrar semejanzas y afinidades. La imitación de Cristo, por el eco que ha tenido en el pueblo cristiano; los Avisos y Cautelas de san Juan de la Cruz y los Pensamientos de Pascal, por su género literario; o las obras de santa Teresa de Jesús, por su estilo, son algunas de las referencias históricas que la crítica ha establecido al respecto. Por lo que se refiere al género, en el siglo XX hallamos también obras que se encuadran perfectamente en el de Camino, como Vivir con Dios, del francés P. Raúl Plus; En busca del Escondido, del beato Manuel González, obispo de Palencia; o En provecho del alma, de san Pedro Poveda, que se publicó en 1909 con el subtítulo de «Máximas, pensamientos, avisos y consejos saludables para vivir cristianamente».

En los años cincuenta, la edición italiana de Camino fue presentada en L'Osservatore Romano como "el Kempis de los tiempos modernos" (cfr. CECH, p. 157). El Kempis es La imitación de Cristo, un texto clásico de la literatura ascética de autor desconocido, pero tradicionalmente atribuido al alemán Tomás de Kempis (1380-1471). Se trata de una obra que, dirigida inicialmente a los religiosos, ha tenido a lo largo del tiempo y hasta nuestros días una enorme aceptación: posiblemente es el texto cristiano más difundido después de la Biblia. Su comparación con Camino obedece no tanto a sus rasgos formales o a su doctrina espiritual, sino a su popularidad, pues Camino, como La imitación de Cristo, es una guía de vida cristiana para millones de personas de las más variadas condiciones y está presente en la biblioteca familiar de innumerables hogares cristianos de todo el mundo.

Si las analogías se buscan con criterios de otro tipo, como el del género literario, el parecido con La imitación de Cristo, libro de pensamientos no tan concisos como los de Camino, disminuye ante el que hay, por ejemplo, con algunos escritos de san Juan de la Cruz genéricamente designados como Avisos y Cautelas: los más conocidos son los Dichos de luz y amor, un conjunto de máximas que, como en el caso de Camino, pertenecen a una fase muy temprana de la producción literaria del autor (1578-1580) y que fueron escritas como complemento y al servicio de una cierta labor de dirección espiritual. Desde 1992, François Gondrand, que es quien mayor hincapié ha hecho en este paralelismo, subraya, basándose en él, el carácter esencialmente "oral" de Camino; es decir, su origen en el lenguaje hablado, más que en el escrito (cfr. GONDRAND, 2002, pp. 64-69): se trata de una aportación que se ha demostrado decisiva para el posterior análisis del libro por parte de la crítica literaria.

Las comparaciones se pueden buscar también en la literatura profana, y en esta línea el chileno José Miguel Ibáñez Langlois ha llamado la atención sobre la plena inserción de Camino en la tradición del género aforístico. En efecto: Camino, "obra compuesta de fragmentos, de uno o muy pocos párrafos –de ordinario, muy breves–, numerados, formando cada uno de ellos una unidad con entidad propia" (CECH, p. 154), es literariamente una colección de aforismos. Y esos aforismos –arguye el crítico chileno–, por su concisión, profundidad y eficacia comunicativa, pueden medirse con los de las grandes figuras que del aforismo han hecho un vehículo privilegiado de la sabiduría, "de Heráclito a Nietzsche" (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, p. 28). Sin embargo, Ibáñez Langlois no deja de señalar que dentro de ese género se ha desarrollado una veta de pensamiento cristiano que es en la que Camino encuentra su lugar natural, con representantes como Pascal y Kierkegaard, dos autores en los que tanto Ibáñez Langlois como Cornelio Fabro ven elementos en común con el autor de Camino (cfr. IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, pp. 27-29; FABRO, 2002, p. 16).

Por lo demás, Ibáñez Langlois no ignora la conexión existente entre Escrivá de Balaguer y los clásicos de la literatura espiritual española. Entre éstos, sin embargo, privilegia, más que a san Juan de la Cruz, a santa Teresa de Jesús: "Dentro del Siglo de Oro", ha escrito, "es con Santa Teresa con quien se evidencia un parentesco más sensible. Porque, así como ella escribió una prosa coloquial y fulgurante muy lejos de toda pretensión de «escritora», y sin saber siquiera que lo fuese –por pura obediencia, en pésimas condiciones, a toda carrera, en la más completa inocencia creadora–, así Josemaría Escrivá (...) poseyó el genio del idioma en forma inocente. Hizo gran literatura considerando él mismo que sólo escribía rápidos apuntes de conciencia, cartas de familia, anotaciones personales nacidas de su oración y transcritas en diminutos papelillos –en la agenda–, notas fundacionales, guiones para la predicación oral y consejos bien experimentados para ayudar a otros a orar como él lo hacía" (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, pp. 15-16). Aquí aparece de nuevo, como dato inicial, el mismo presupuesto de Gondrand (la interdependencia entre misión y escritura en san Josemaría, con lo segundo supeditado a lo primero), pero a partir de él Ibáñez Langlois toma otra línea de consideraciones, abriendo así nuevas perspectivas para el análisis de Camino.

Esa escritura fulgurante y, a la vez inocente, en efecto, se manifiesta en una coloquialidad que resulta innovadora si se compara con otros casos de literatura espiritual, incluso con los que más analogías muestran con Camino, como pueden ser los ya mencionados Avisos de san Juan de la Cruz o el Kempis (es decir, La imitación de Cristo).

Un ejemplo puede ilustrarlo. En el punto 164 de Camino, el tema de la inclinación al mal (o, al menos, a la propia satisfacción) descubierta en la propia alma se afronta con las siguientes palabras: "¿Cómo va ese corazón? –No te me inquietes: los santos –que eran seres bien conformados y normales, como tú y como yo– sentían también esas «naturales» inclinaciones. Y si no las hubieran sentido, su reacción «sobrenatural» de guardar su corazón –alma y cuerpo– para Dios, en vez de entregarlo a una criatura, poco mérito habría tenido. Por eso, visto el camino, creo que la flaqueza del corazón no debe ser obstáculo para un alma decidida y «bien enamorada»".

Es un modo de exhortar a la lucha cristiana muy distinto del que encontramos en La imitación de Cristo (I, cap. XIII, 3): "Hemos nacido inclinados al mal, y apenas superamos una tribulación o tentación, otra sobreviene: perdimos el gran bien de nuestra original felicidad y siempre tenemos algo por qué padecer. Muchos procuran huir de las tentaciones y vienen a caer más gravemente en ellas, pues no basta la huida para vencer: solo con la paciencia y con la verdadera humildad podemos ser más fuertes que todos nuestros enemigos". O en los Dichos de luz y amor (n. 42): "Cata que tu carne es flaca (cfr. Mc 14, 38) y que ninguna cosa del mundo puede dar fortaleza a tu espíritu ni consuelo, porque lo que nace del mundo, mundo es, y lo que nace de la carne, carne es; y el buen espíritu solo nace del espíritu de Dios, que se comunica no por mundo ni por carne".

¿Qué diferencias hay entre Camino y sus ilustres precedentes? De contenido, pocas, en este caso (en otros, naturalmente, sí las hay): el binomio flaqueza–paciencia, núcleo del discurso de Escrivá de Balaguer ("la flaqueza del corazón", "no te me inquietes"), supone una sustancial continuidad con el Kempis y con los Avisos. Pero la comunicación es distinta: el arranque con una pregunta directa sobre el corazón, la interpelación personal y estimulante, la expresión denotativa de cariño con la que el consejo es transmitido..., son manifestación de un sentir paternalmente amistoso que envuelve y condiciona todo. Y ciertamente, en esto hay algo que suena más a santa Teresa –quien sin embargo nunca escribió un libro parecido a Camino– que a san Juan de la Cruz o al Kempis. "Lee despacio estos consejos. Medita pausadamente estas consideraciones. Son cosas que te digo al oído, en confidencia de amigo, de hermano, de padre...", escribe propedéuticamente san Josemaría en el prologo de Camino.

Ese lenguaje coloquial y, a la vez, íntimo y penetrante ha movido a varios especialistas a investigar sus resortes comunicativos: las "marcas de la oralidad"( cfr. GONDRAND 2003, pp. 251-259), las estrategias apelativas" (cfr. CABALLERO, 2003, pp. 136-140), los "actos de habla" (cfr. SÁNCHEZ LANZA, 2011, pp. 390-392). Por ejemplo, el "¿cómo va ese corazón?" y el "no te me inquietes" del punto 164 de Camino, recién citado, son ejemplos de dos direcciones del lenguaje coloquial muy características del libro: el requerimiento y el posesivo afectivo. Igualmente típicas son la interrogación retórica ("¿que cuál es el secreto de la perseverancia?": C, 999), el subjuntivo de deseo ("que tu perseverancia no sea consecuencia ciega del primer impulso: C, 983), el discurso en primera persona ("cuanto más me exalten, Jesús mío, humíllame más en mi corazón": C, 591), el halago ("¡qué bien has entendido la obediencia...!": C, 622) o el mandato categórico ("acude a tu Custodio, a la hora de la prueba": C, 567); o el mismo hecho de dirigirse al lector tuteándolo. Naturalmente, tampoco faltan en Camino otros recursos más habituales del dialogo exhortativo, como pueden ser la sugerencia, la argumentación, el ruego, la promesa, etc.

A la vez, esa coloquialidad no es obstáculo para que Camino presente rasgos retóricos o poéticos interesantes, merecedores de atención por parte de lingüistas y críticos literarios. Pedro Antonio Urbina ha estudiado las imágenes que usa Escrivá de Balaguer, "imágenes de vida cotidiana trascendida" (URBINA, 2002, p. 51) que atraen por su belleza, mesura y viveza expresiva (cfr. ibidem, pp. 55-56). Otros han destacado su léxico preciso y castizo y su sentido del ritmo y de la sonoridad (cfr. GONDRAND, 2003, pp. 263-277). Otros, su gusto por la hipérbole y la paradoja (cfr. ORTIZ DE LANDÁZURI BUSCA, "Estudio literario de Camino, Surco y Forja", en GVQ, II, pp. 329-331). En definitiva, como afirma sentenciosamente Miguel Ángel Garrido, aunque en Camino no existe una explícita voluntad de estilo, "es evidente que la tersa prosa que se nos ofrece resulta de sucesivas correcciones que han buscado la máxima adecuación expresiva posible" (GARRIDO, 2002, p. 252).

Por todo lo anterior, Camino ha sido elevado, en sede académica, no sólo al rango de libro de espiritualidad incisivo y profundo, sino también al de obra de calidad literaria. El lingüista alemán Hans–Martin Gauger, en dos monografías (Durchsichtige Wörter: zur Theorie der Wortbildung y Untersuchungen zur spanischen und französischen Wortbildung, ambas publicadas en 1971), toma pasajes de Camino, junto con citas de Azorín, José Ortega y Gasset, Camilo José Cela y José María Gironella, para ilustrar sus teorías sobre el castellano y, más en general, sobre los usos lingüísticos. Es un caso entre muchos (cfr. CECH, p. 164): con los años, de Camino ya no sólo se dice que es un "clásico de la espiritualidad", sino también, sin más, que es un "clásico". En este sentido, Ibáñez Langlois ha señalado la presencia, en los pensamientos de Camino, de un rasgo propio de la literatura que cabe considerar clásica: "su inmunidad al desgaste, su novedad permanente, el que resistan un número indefinido de lecturas, con el poder de decir cada vez más a lo largo de los años" (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, p. 19).

4. La recepción de Camino en la Iglesia del siglo XX

Camino ha tenido una amplia acogida también en el mundo teológico y eclesiástico en general, una vez superado un primer momento, en la España de los años cuarenta, en el que no faltaron religiosos que lo juzgaron negativamente como un texto peligroso, incluso subversivo, por su audaz propuesta de espiritualidad laical. Del libro de Escrivá de Balaguer se aprecia sobre todo, en este ámbito, su fundamentación bíblica, su hincapié en la vida de oración y su exigencia de un alto grado de virtud humana en el cristiano corriente.

Entre los teólogos, Hans Urs von Balthasar se manifestó crítico con Camino en una ocasión, en el año 1963: quizá por su énfasis en el valor de las realidades temporales, lo consideraba, entre otras cosas, un libro de "espiritualidad insuficiente" para una misión de alcance universal (cfr. ALLEN, 2006, pp. 84-85). Sin embargo, la positiva valoración que han hecho de Camino otros teólogos y escritores católicos como el cardenal Martini, Thomas Merton o Leo Scheffczyk, procedentes de muy variados ámbitos geográficos y escuelas de pensamiento, abona más bien la tesis contraria (cfr. BURKHART – LÓPEZ, 2010, pp. 107-112; ALLEN, 2006, pp. 72 y 85; SCHEFFCZYK, 2007, pp. 214-215).

Pío XII, según él mismo dijo en una audiencia a Carmen Escrivá de Balaguer, la hermana de san Josemaría, tuvo en su mesilla durante años un ejemplar de Camino que Álvaro del Portillo le había regalado en su primer viaje a Roma, en el año 1943 (cfr. BERGLAR, 1988, pp. 250-251). También fue por medio de Álvaro del Portillo, en aquel viaje de 1943, como monseñor Montini, sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede, conoció Camino. Muchos años después, en 1976, Montini, siendo ya el Papa Pablo VI, confió al propio Del Portillo que desde muchos años atrás leía Camino y "que le hacía un gran bien a su alma" (DEL PORTILLO, 1993, p. 18). De Juan Pablo II se dice que, bromeando con el nombre de Camino en polaco, Droga, en alguna ocasión declaró que él, como muchos otros polacos, era "drogadicto": también él conocía el libro de Escrivá de Balaguer desde antes de ser Papa.

5. Camino y la vocación del laico

Camino, explica Rodríguez, "presupone la realidad de la fe y el bautismo y, desde ambos, se proyecta sobre la vida humana del cristiano, que debe ser reformada radicalmente –a la letra: desde la raíz, desde Cristo– hasta alcanzar las cimas de la santidad y de la entrega. Si hay algo que da unidad al libro, y ya desde el punto primero, es su «cristocentrismo» total: el plano inclinado hay que subirlo con Cristo, desde Cristo y en seguimiento de Cristo" (CECH, p. 187). De ahí que ni siquiera el primer capítulo ("Carácter") sea, para Rodríguez, un preámbulo "humano" a las sucesivas "consideraciones espirituales" (título original de Camino, como hemos visto): "Es decisivo, para comprender Camino, captar el sentido del capítulo primero, que el Autor titula «Carácter». Se equivocaría el que viera en este capítulo una especie de «introducción humana» al cristianismo o a la vida espiritual del cristiano. Tratan muchos de sus aforismos, es cierto, de rasgos capitales de la personalidad humana; pero el Autor sitúa el diálogo, desde el primer momento, en el interior de la «economía de la gracia», o como él dice, de la «economía del espíritu» (Camino, 234): su punto de partida es la presencia de Cristo en el lector con el que dialoga" (ibidem).

Ese planteamiento radicalmente cristocéntrico de Camino es lo que hace que el libro interpele y resulte provechoso no sólo al lector al que primariamente se dirige –el fiel católico laico, llamado a vivir su fe en medio de las realidades temporales–, sino también a otros. Es un hecho conocido, por ejemplo, que muchos religiosos y religiosas meditan Camino. Asimismo, son muy numerosas las personas no católicas que han encontrado en Camino luz e impulso para orientar su vida, tal como al propio autor declaró en 1966 un periodista de Le Fígaro: "Entre las personas que por propia iniciativa lo han traducido, hay ortodoxos, protestantes y no cristianos". Y proseguía en aquella ocasión Escrivá de Balaguer: "Camino se debe leer con un mínimo de espíritu sobrenatural, de vida interior y de afán apostólico. No es un código del hombre de acción. Pretende ser un libro que lleva a tratar y a amar a Dios y a servir a todos" (CONV, 36).

Algunos puntos de Camino son más generales y contemplan la vocación cristiana básica, radical, del bautizado: por ejemplo, "ten presencia de Dios y tendrás vida sobrenatural" (C, 278). Otros, en cambio se ciñen a la condición específica del cristiano corriente, consciente de su llamada a vivir la fe en medio del mundanal ruido: "sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos" (C, 939). La articulación de aquéllos y éstos da al conjunto un peculiar sentido teológico y configura una precisa imagen de Dios y del hombre (cfr. RODRÍGUEZ, 1965, P. 86). Los primeros hablan casi por igual al laico, al sacerdote y al religioso; al católico, al luterano y al anglicano; y también a quien no profesa la fe de Cristo, pues el ethos cristiano, que de modo sublime en ellos se manifiesta, no deja de atraer a quien busca la verdad. Los del segundo tipo son una lectura de ese principio básico y general para el caso particular del fiel común, como se ha dicho: resultan menos abarcantes, pero son los que en su momento hicieron de Camino una novedad en el panorama de la literatura espiritual.

Camino, en efecto, se inscribe "en la más genuina literatura espiritual cristiana, de la que constituye un eslabón preclaro, como también lo son el itinerarium mentís in Deum, bonaventuriano; el anónimo Contemptus saeculi, atribuido a Kempis, y el Ejercitatorio de García de Cisneros. Sólo que contrasta con estos tres clásicos por su orientación doctrinal, pues Camino muestra el modo de alcanzar la santidad, con la ayuda de la Gracia –que sin ella nada–, en el mundo y tomando ocasión de él, mientras que aquellas obras más bien enseñan cómo apartarse de la contaminación de lo terreno, para alcanzar también la santidad" (SARANYANA, 1988, p. 65). En el momento de la aparición del libro, en la primera mitad del siglo XX, esa novedad escandalizó a algunos: la propuesta de Escrivá de Balaguer de universalidad de la vida contemplativa, de democratización de la aspiración a la santidad, les parecía sospechosa de herejía.

Se trataba, en realidad, de una doctrina no sólo antigua sino de raíz evangélica (el Sermón de la montaña puede considerarse su primera formulación), pero habrían de pasar aún algunos años para que el Magisterio de la Iglesia la recogiera. Será en 1964, en su Const. Dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, cuando el Concilio Vaticano II declarará solemnemente: "A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión y guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad" (n. 31).

A este reconocimiento oficial de la vocación del laico y de su papel en la misión de la Iglesia habían contribuido diversos factores. Importante fue, desde luego, la reflexión de teólogos como Congar, Philips o De Lubac sobre la condición de los laicos. En un ámbito más pastoral que teológico, sin duda fue también importante la experiencia espiritual y apostólica de Josemaría Escrivá de Balaguer, de la que Camino, "un livre de pôche de los caminantes en esta tierra, de los trabajadores de la ciudad terrestre, cualquiera que sea su función social" (TORELLÓ, 1965, p. 61), es reflejo directo.

6. Difusión

Con cinco millones de ejemplares vendidos y traducciones en cincuenta idiomas, Camino es uno de los libros más difundidos del siglo XX.

Los datos de las 29 primeras ediciones españolas (anteriores a 1975, es decir, a la muerte del autor) figuran en uno de los apéndices de la edición crítico–histórica de Camino preparada por Pedro Rodríguez (cfr. CECH, pp. 1085-1087). Actualmente, pasado el primer decenio del siglo XXI, son ya más de ochenta las ediciones españolas del libro, entendiendo por tales sólo las realizadas en España en lengua castellana (se excluyen, por tanto, las ediciones en castellano publicadas en América Latina y las traducciones publicadas en España en lenguas distintas del castellano: catalán, euskera, gallego). En total, el número de ediciones de Camino en todo el mundo se acerca a las 500.

La relación ordenada de idiomas en los que Camino ha sido traducido a lo largo del tiempo refleja, en parte, el desarrollo internacional del Opus Dei. Las primeras traducciones fueron la portuguesa (1946), la italiana (1949), la inglesa (1953), la catalana (1955), la francesa y la alemana (1957). Luego, en 1959, 1961 y 1962, aparecieron las primeras ediciones de Camino en árabe, japonés y croata. Empezaba así a verificarse un fenómeno que posteriormente ha resultado cada vez más frecuente: la difusión de Camino en ámbitos a los que la labor del Opus Dei todavía no había llegado. El Opus Dei, en efecto, estaba presente en Japón desde el año 1957, pero no lo estaba todavía ni en el mundo árabe ni en las riberas orientales del Adriático: sólo en 1996 y 2003 se abrirían los primeros Centros del Opus Dei en Líbano y en Croacia.

En los años sesenta y setenta verían también la luz ediciones en euskera (1964), húngaro, polaco y tagalo (1966), gaélico (1967), esperanto, gallego y maltés (1968), checo y rumano (1969), armenio occidental, bahasa y griego (1970), ruso (1971), chino y hebreo (1972), danés, esloveno, finés y neerlandés (1973), ucraniano (1974), lituano y quechua (1975). En muchos casos se trataba de traducciones provisionales, realizadas por voluntarios al calor del entusiasmo suscitado por la lectura del libro y publicadas fuera del país al que iban primariamente dirigidas: la traducción polaca, por ejemplo, se publicó en Londres; la húngara, en Dublín; la rusa, en Madrid; la armenia, en Milán; la china, en Manila; la eslovena, en Buenos Aires; la ucraniana, en Múnich. Pasados los años, ha sido posible mejorar la calidad de muchas de esas traducciones, trabajando con criterios profesionales, y se ha publicado una nueva versión. Además, en algunos casos se han hecho versiones propias para las distintas variantes de una misma lengua: por ejemplo, tras la primera edición en euskera, dirigida genéricamente al público vascoparlante, han aparecido una traducción en euskera vizcaíno y otra en euskera unificado (el llamado "batua"); asimismo, a la traducción china de 1972 se ha añadido una en chino simplificado publicada en Hong Kong; y a la armenia occidental, de 1970, una en armenio oriental.

Después de la muerte de su autor, en 1975, Camino ha seguido ganando mercados lingüísticos: coreano (1979), búlgaro (1982), birmano y swahili (1984), sueco 1985), albanés (1988), amharico (1989), eslovaco (1993), estonio (2000), letón (2001), guaraní (2002), vietnamita (2003), bretón y tigrigna (2004), hiligaynon y malayalam (2008). Los cuatro últimos son idiomas hablados en Francia, Eritrea, Filipinas e India respectivamente. Se han publicado también ediciones de Camino para ciegos, en sistema braille, en castellano, inglés, portugués y alemán.

En el año 2002, Pedro Rodríguez, profesor de Teología de la Universidad de Navarra y editor (en 1989) de la edición crítica del Catecismo Romano del Concilio de Trento, publicó Camino. Edición crítico–histórica, primer volumen de la Colección de Obras Completas del fundador del Opus Dei, proyecto a largo plazo del Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer.

Alfredo MÉNDIZ

 «    CANADÁ    » 

A petición de san Josemaría, don Pedro Casciaro (cfr. CASCIARO, 1994, pp. 200-202; GONDRAND, 1991, pp. 208-209) recorrió varios países de América en 1948, acompañado de otros fieles del Opus Dei, para explicar la Obra a los Ordinarios de algunas diócesis y recoger datos sobre dónde sería preferible iniciar la labor apostólica (cfr. CANO, 2007, pp. 44-45).

En Canadá, visitó a los arzobispos de Quebec (Maurice Roy, 1947-1981, más tarde cardenal, que otorgó la venia para la apertura del primer Centro del Opus Dei en esa ciudad en 1964), Montreal (Joseph Charbonneau, 1940-1950; su sucesor, el cardenal Paul–Émile Léger, 1950-1968, otorgó la venia para el primer Centro en 1957), Ottawa (Alexandre Vachon, 1940-1953; su sucesor Joseph–Auréle Plourde, 1967-1989, otorgó la venia en 1982), y Toronto (James Ch. McGuigan, 1934-1971, luego cardenal; su sucesor Philip F. Pocok, 1971-1978, concedió la venia en 1978).

A partir de 1955 don José Luis Múzquiz, que se había trasladado a Estados Unidos para iniciar allí la labor apostólica, hizo viajes a Quebec para atender a Jacques Bonneville (1920-2011: cfr. Romana, 2011, pp. 332-333) y a su esposa Cécile, que habían solicitado la admisión en Boston en 1954 (cfr. GUEGUEN, 2007, pp. 85, 93 y nt. 84). Hubo retiros espirituales en una propiedad de Miss Nathalie Lincoln: The House of Studies, mansión amplia con parque, a orillas del lago Memphremagog, cerca de Sherbrooke. Joe Atkinson, el primer numerario canadiense (pidió la admisión en Boston en enero de 1959) recuerda su primer curso de retiro en esa casa durante la Semana Santa de 1959.

En 1956, el cardenal Léger visitó Montelar, Centro de mujeres del Opus Dei en Madrid, acompañado de don Amadeo de Fuenmayor. Enseguida pidió que el Opus Dei se estableciera en Montreal. En marzo de 1957, el cardenal recibió en Roma a don Álvaro del Portillo y a don Juan Manuel Martín, que preparaba su traslado a Montreal.

1. Inicio de la labor apostólica estable

Conforme al plan trazado por el fundador del Opus Dei, el sacerdote Juan Manuel Martín iba a ir a Canadá junto con otro sacerdote, pero este último no superó unas pruebas médicas. Según recuerdos de don Juan Manuel (en cuyo testimonio se basan éste y otros detalles de la presente narración), san Josemaría le llamó y le dijo: "Hijo mío, tendrás que ir al Canadá solo, de momento; se nos ha abierto un buen portón para entrar en ese gran país... y hemos de ir allá". Tras una larga travesía desde Nápoles a Nueva York y un par de meses en los Estados Unidos, llegó a Canadá, acompañado por don José Luis Múzquiz, el 7 de junio de 1957. Celebraron Misa en la Abadía de Saint–Benoît–du–Lac. Don José Luis dio una charla sobre la Obra en The House of Studies y al día siguiente llegaron a Montreal. Visitaron al cardenal Léger, que les acogió afectuosamente y les propuso que se alojaran en la Maison Léon XIII. Don José Luis regresó ese mismo día a Boston y don Juan Manuel vivió cuatro meses en esa residencia con un grupo de sacerdotes, profesores y capellanes de colegios o asociaciones; uno de ellos, Norbert Lacoste, fue el primero que pidió la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz en enero de 1958.

Posteriormente el Cardenal cedió una casa cercana a la Universidad de Montreal, donde en octubre comenzó a funcionar una pequeña residencia de estudiantes. La llamaron Piedmont, por encontrarse al pie del Mont–Royal. La residencia se amplió y aún se conserva. En 1959 llegaron don Vicente de Miguel Mayoral y don José María Escribano (cuyos recuerdos se han podido también recoger). En 1960, se sumó un ingeniero, Alfonso Bielza (que ha contribuido igualmente con sus recuerdos).

Un residente de Piedmont, André Allaire (1934-2007; cfr. Romana, 45, 2007, p. 328), estudiante de Medicina, fue el primero que pidió la admisión como supernumerario en Canadá y luego ayudó mucho en las tareas apostólicas. Dos estudiantes de Bachillerato, David Sands y Paul Cormier, pidieron la admisión en 1961. Les había invitado a conocer la Obra un arquitecto irlandés que ya había solicitado pertenecer a la Obra, Jack McCabe (1935-2006). André Blais pidió plaza en Piedmont al llegar a la Universidad y en 1962 se incorporó al Opus Dei. En julio de 1962 llegaron Joe Atkinson, de Boston, tras completar su doctorado; don Luis Carrión Sastre, de Irlanda; y Ernest Caparrós, de España.

Desde Piedmont, en Montreal, se continuaron los viajes a Quebec. En 1963 y durante un año, se instaló otro Centro, cerca de Loyola College, llamado Royal. En 1964 inició el trabajo apostólico estable en Quebec, en una casa alquilada a la Universidad Laval; el Centro se llamó Boisgomin. En 1969, se inició Riverview Study Center, cerca de McGill University. Desde Quebec y desde Montreal, se hacían viajes a Drummondville para apoyar la labor apostólica de André Allaire. En 1957 Jonathan de Villiers, un inglés, se instaló en Toronto. Hacia 1970 comenzaron los viajes periódicos a esa ciudad. El primer Centro, hoy Ernescliff College, se puso en 1978, cuando ya había un buen grupo de fieles de la Obra allí. Otros miembros del Opus Dei, con sus familias, se establecieron por razones profesionales en Ottawa, Calgary, Vancouver y Edmonton antes de junio de 1975. Se organizaron viajes y se tuvieron cursos de retiro, etc., poniendo así las bases para el futuro comienzo de la labor estable. En 2012, hay centros en Montreal, Quebec, Toronto, Ottawa, Vancouver y Calgary; y labor estable, atendida desde otras ciudades, en Abbotsford, Edmonton, Hamilton, Kingston, Kitchener–Waterloo y London.

2. Inicio de la labor apostólica con mujeres

La primera mujer que se acercó al Opus Dei lo hizo gracias a una noticia de prensa. Un artículo publicado el 8 de mayo de 1957 en el diario Le Devoir comentaba el deseo del cardenal Léger, de que el Opus Dei se desarrollara en Canadá. Annie Sioui, secretaria contable de origen hurón, que vivía en Montreal, trató de saber más y así conoció a l'abbé Martin. Pidió la admisión como agregada el 8 de julio de 1959.

En 1959, llegaron en barco a Halifax las tres primeras mujeres de la Obra, que se establecieron en Canadá: Nisa González Guzmán, María de las Nieves Martín Rueda y Mari Carmen García Grotta. Continuaron en tren hasta Montreal, donde Annie fue a recogerlas a la estación. Annie fue de gran ayuda para instalar la residencia Montboisé, cercana a la Universidad de Montreal. Después, un día de verano, recibieron la visita sorpresa del cardenal Léger, que fue a ofrecerles ánimo y apoyo. Denyse Larrivée, de Trois–Pistoles, fue la primera numeraria canadiense (1960) (su testimonio ha sido muy útil para trazar la historia de estos comienzos de la labor de mujeres del Opus Dei en Canadá); Madeleine Saint–Maurice, de Valleyfield, fue la primera supernumeraria (1962); y Jacinthe Grenier, de Grande Riviére, la primera numeraria auxiliar (1973).

En 1964, se consiguió una casa de retiros: Le Manoir de Beaujeu, con amplio parque a las orillas del río San Lorenzo, en Coteau du Lac. En 1965, se abrió el Centre Hudson en Montreal, y en 1968, la Residencia Trimar en la ciudad de Quebec. En 1971, se añadió al Manoir el Pavillon Soulanges, para ofrecer actividades a las mujeres, jóvenes y mayores, de los alrededores. En 2012 hay Centros en Montreal, Quebec, Coteau du Lac, Toronto, Ottawa, Vancouver y Calgary; una casa de convivencias, Cedarcrest, cerca de Toronto; y también labor estable en Abbostford, Edmonton, Hamilton, Kingston, Kitchener, London y Victoria.

3. Regalos de san Josemaría

San Josemaría daba a veces a sus hijas e hijos algunos regalos como manifestación de cariño, con el deseo de que fuesen recordatorios de la unidad de la Obra. Son, en su mayoría, detalles pequeños, muy de familia, pero que testimonian la atención y el afecto con que san Josemaría seguía todas las labores apostólicas.

En Piedmont se conservan los que recibió don Juan Manuel: un cáliz dorado "sencillísimo, sin adornos, con la patena" (Don Javier Echevarría le dijo mucho después: "el primero que el fundador regalaba para un país, sabed valorarlo"); el retablo del oratorio (una Anunciación inspirada en Fra Angélico, que el pintor Manolo Caballero realizó siguiendo indicaciones de san Josemaría) y la estatua de la Virgen con el Niño, en escayola policromada, de estilo románico, colocada en una hornacina en chaflán a la entrada. Don Juan Manuel cuenta que recibió también un ejemplar de Camino de la decimotercera edición (1956), con la dedicatoria manuscrita "Para esos hijos del Canadá, con una bendición del Padre, Roma 7 de febrero de 1957", conservado en la sede de la Comisión Regional.

En 1958, Nisa González Guzmán recibió una taza de la vajilla utilizada por la madre del fundador, una máquina de fotos y un Via Crucis. En 1959, Nisa llegó a Montreal con otros recuerdos más: dos piezas de vajilla y dos clavos del Pensionato, es decir, de los locales de la portería en los que se comenzó a vivir en Villa Tevere. Ese mismo año, Mari Carmen recibió un cáliz dorado para el oratorio de Montboisé, un pato de cerámica rojo, un burrito de plata y un pequeño candelero de porcelana. En 1962, don José Luis Múzquiz llevó a Montboisé, de parte de san Josemaría, un cofrecito de plata para la llave del sagrario. Cuando en 1964 se consiguió Le Manoir de Beaujeu, el fundador envió un cáliz dorado adornado de esmaltes, que se utiliza en ese oratorio.

4. Presencia epistolar

Como se advierte por los detalles mencionados, san Josemaría siguió de cerca el trabajo apostólico de Canadá. Además, escribió cartas a sus hijas y a sus hijos de ese país, en diferentes circunstancias. A mediados de noviembre de 1961, don José María Escribano, durante un curso de retiro, tuvo unas hemoptisis que dificultaron su predicación. Uno de los asistentes, médico, le aconsejó que hablara poco. Terminaron el retiro leyendo Camino. A los dos días, le diagnosticaron un tumor en el pulmón derecho y la necesidad de operar para extirparlo. Poco después (23–XI–61) don José María recibió la carta siguiente: "Querido José Mari: que Jesús te me guarde. Ayer recibí tu carta, y te pongo estas líneas, para decirte que te encomiendo especialmente y que pido al Señor que te nos pongas pronto bueno. Espero que me deis frecuentemente noticias de tu salud. Cuídate, déjate cuidar y piensa que, al hacerlo, tienes también el mérito de la obediencia. Estoy muy contento de vosotros: de esa gran tierra del Canadá es seguro que el Señor hará salir mucha buena labor y muchas almas santas. Te recuerda siempre con cariño, te abraza y te bendice tu Padre".

Diez médicos de diferentes especialidades confirmaron el diagnóstico y siguieron los preparativos para la operación. Mientras, el paciente y varias personas de la Obra encomendaban su curación a la intercesión del Siervo de Dios Isidoro Zorzano. A los nueve días de comenzar las novenas, la hemorragia cesó y al operar no encontraron ningún tumor en los pulmones, llegándose a pensar que había habido un error de diagnóstico.

Cuando supo san Josemaría que en Montreal habían encomendado la curación a la intercesión de Isidoro, vio la posibilidad de solicitar un proceso canónico que certificara el carácter milagroso de esa curación, y entre fines de 1963 y primeros de 1964 se hicieron las gestiones para que el proceso pudiera hacerse more apostolico, simplificando así los procedimientos. Don José Luis Soria, que se encargaba por entonces de la causa de canonización de Isidoro Zorzano, se puso en relación con don José María para preparar el proceso en la curia archidiocesana de Montreal: de los diez médicos sólo uno era católico y todos aceptaron testimoniar sobre la enfermedad y la curación. Don José Luis (en cuyos recuerdos se basa este relato concreto) vino a Montreal con un médico de la Consulta de la Congregación. El tribunal diocesano presidido por el cardenal Léger recogió los testimonios de don José María, de los médicos y de las otras personas que habían encomendado la curación a Isidoro. Don José Luis regresó a Roma con las actas del proceso.

San Josemaría también envió diversas cartas a la Asesoría regional de Canadá: "A mis hijas de Canadá: me acuerdo siempre de vosotras y rezo por todas, para que el trabajo que habéis comenzado crezca de forma segura. Sé que si continuáis fielmente de esta manera sobrenatural y ardiente, el Señor os utilizará para hacer mucho bien en numerosas almas y para llevar la luz y el calor de la gracia de Jesucristo" (1964). Años más tarde les decía: "Os tengo siempre presentes y os encomiendo, para que vuestra labor crezca con paso firme y seguro. Sé que si continuáis así –fieles, sobrenaturales y trabajadoras–, el Señor se va a servir de vosotras para hacer mucho bien a tantas almas y acercarlas a la luz y al calor de la gracia de Jesucristo" (18–II–70).

5. Traducción de Camino al hebreo y prehistoria de la labor en Israel

Stuart Idelson (1922-2011) fue el primer cooperador no católico (era hebreo) en Canadá. Conoció a don Juan Manuel en 1959, a través de unas clases de español. Le pidió un libro en castellano y éste le prestó Camino. Le gustó tanto que asumió la tarea de traducirlo al hebreo.

En 1962 fue a Roma para saludar a san Josemaría y quedó impresionado por el cariño que le mostró. Envió al fundador sugerencias para comenzar la labor apostólica en Israel. He aquí la respuesta que recibió, en carta manuscrita: "Muy querido Stuart: unas líneas para agradecerte el informe que me entregó D. Joe. Estoy completamente de acuerdo, y procuraremos –con calma, pero con verdadero interés– ver si los de Navarra conectan con los amigos de Israel. Reza por mí. Cuenta también con mis oraciones. Un abrazo y una cariñosa bendición de Josemaría" (Roma, 20–IV–1964).

Stuart (Sani) le respondió el 30 de abril: "Querido Padre: Le agradezco mucho su carta que acabo de recibir. Su decisión de establecer contacto con la Universidad de Jerusalén me emociona mucho. Unos amigos de Israel a quien hablé aquí de este asunto, piensan que los de Jerusalén estarán encantados con el proyecto (...). Tengo que disculparme por el retraso en la revisión de la traducción de Camino (...). Espero que estará listo dentro de dos meses. Con todo cariño le pide su bendición, Sani".

La labor estable en Israel se inició años más tarde, en 1993, después del fallecimiento de san Josemaría.

Ernest CAPARRÓS

 «    CANONIZACIÓN DE SAN JOSEMARÍA    » 

Inmediatamente después de la muerte de san Josemaría Escrivá, su fama de santidad comenzó a extenderse por todo el mundo. Las narraciones de favores, espirituales y materiales, atribuidos a su intercesión, se multiplicaron en muy diversos países. El 19 de febrero de 1981 fue introducida la causa de canonización, con el apoyo explícito de una tercera parte del episcopado mundial. Resumiremos a continuación las dos fases, beatificación y canonización, que ese proceso implica.

1. La beatificación

Se celebraron dos procesos sobre la vida y virtudes del fundador del Opus Dei: uno en el Vicariato de Roma y otro en la Curia arzobispal de Madrid, que, después de 980 sesiones, se concluyeron en 1986. Fueron interrogados 92 testigos, todos de visu, es decir, presenciales. Tras un minucioso estudio, el 19 de septiembre de 1989, el Congreso Peculiar de los Consultores Teólogos decretó, por mayoría, la heroicidad de las virtudes. En el mismo sentido se expresó, el 20 de marzo de 1990, la Congregación Ordinaria de Cardenales y Obispos. El 9 de abril de 1990, fue promulgado el decreto sobre las virtudes heroicas.

En 1976, había llegado a la Postulación de la causa la noticia de la curación repentina de una lipocalcinogranulomatosis tumoral, de sor Concepción Boullón Rubio, religiosa carmelita de la caridad residente en el convento de San Lorenzo de El Escorial, población cercana a Madrid. En 1982 la Curia de Madrid instruyó el correspondiente proceso super miro. El 6 de julio de 1981 fue promulgado el decreto que reconocía el carácter milagroso, es decir científicamente inexplicable, de esa curación.

El 17 de mayo de 1992, en la plaza de San Pedro, Juan Pablo II celebró solemnemente la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, junto con la de la religiosa canosiana sudanesa Josefina Bakhita. En la homilía, entre otras cosas, el Papa dijo: "Con sobrenatural intuición, el beato Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo (...). En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios, el nuevo beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo (...). La actualidad y transcendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes, como lo muestra también la fecundidad con la que Dios ha bendecido la vida y obra de Josemaría Escrivá" (CAPUCCI, 2009, pp. 33-34).

2. La canonización

A los pocos meses de la beatificación, llegó a la Postulación la noticia de otra curación que presentaba características extraordinarias: la desaparición de las lesiones típicas de una radiodermitis crónica, debida a la exposición durante años a los rayos X, de las manos del Dr. Manuel Nevado Rey, cirujano traumatólogo de Badajoz, tras la invocación del entonces beato Josemaría Escrivá. Del 12 de mayo al 4 de julio de 1994 se instruyó, en la Curia episcopal de Badajoz, el correspondiente proceso. El 26 de abril de 1996 la Congregación para las Causas de los Santos decretó a plena validez del proceso. El 10 de julio de 1997 la Consulta Médica de la misma Congregación afirmó por unanimidad que la curación del Dr. Nevado de "radiodermitis crónica grave, en el tercer estadio, en fase de irreversibilidad", fue "muy rápida, completa y duradera; científicamente inexplicable". El 9 de enero de 1998 los consultores teólogos, llamados a pronunciarse sobre el carácter preternatural de esa curación y sobre la relación causal entre la invocación del beato Josemaría y la desaparición de la enfermedad, emitieron voto positivo unánime. El 21 de septiembre de 2001, la Congregación Ordinaria de Cardenales y Obispos miembros de la Congregación confirmó el carácter milagroso de la curación del Dr. Nevado y su atribución al Beato Josemaría. La lectura del respectivo decreto super miro tuvo lugar el 20 diciembre, en presencia del Santo Padre.

El 20 de febrero de 2002, el Papa presidió un Consistorio Ordinario Público de Cardenales, que estableció el 6 de octubre de 2002 como fecha de la canonización. Ese día, ante una muchedumbre de 300.000 fieles procedentes de todo el mundo, Juan Pablo II inscribió a san Josemaría en el Catálogo de los Santos de la Iglesia universal. Asistían a la ceremonia más de cuatrocientos obispos. Las imágenes, retransmitidas en directo por veintinueve emisoras televisivas, llegaron a todos los países del mundo.

En la homilía de la Misa, entre otras cosas. El Santo Padre dijo: "La Providencia divina ha dispuesto que la trayectoria terrena de San Josemaría Escrivá tuviese lugar en el siglo XX, tiempo que ha presenciado enormes desarrollos de la ciencia y de la técnica (...). Es preciso reconocer que, junto a logros admirables del espíritu humano, en este tiempo nuestro abundan los torrentes de aguas amargas, que tratan Inútilmente de apagar la sed de felicidad de los corazones (...). Gracias a la doctrina y al espíritu del Fundador del Opus Dei, hasta de las piedras más áridas e insospechadas han brotado torrentes medicinales. El trabajo humano bien terminado se ha hecho colirio, para descubrir a Dios en todas las circunstancias de la vida, en todas las cosas. Y ha ocurrido precisamente en nuestro tiempo, cuando el materialismo se empeña en convertir el trabajo en un barro que ciega a los hombres, y les impide mirar a Dios" (CAPUCCI, 2009, pp. 137-138).

En la mañana del 7 de octubre, tras una Misa de acción de gracias celebrada por Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, el Santo Padre tuvo una audiencia con los fieles llegados a Roma para la canonización del fundador. En su discurso trazó un breve perfil del nuevo santo. Entre otras cosas, Juan Pablo II dijo: "San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Podría decirse que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. Vista así, la vida diaria revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos".

Y, a continuación: "Escrivá de Balaguer fue un santo de gran humanidad. Todos los que lo trataron, de cualquier cultura o condición social, lo sintieron como un padre, entregado totalmente al servicio de los demás, porque estaba convencido de que cada alma es un tesoro maravilloso: en efecto, cada hombre vale toda la sangre de Cristo. (...) El Señor le hizo entender profundamente el don de nuestra filiación divina. Él enseñó a contemplar el rostro tierno de un Padre en el Dios que nos habla a través de las más diversas vicisitudes de la vida. Un Padre que nos ama, que nos sigue paso a paso y nos protege, nos comprende y espera de cada uno de nosotros la respuesta del amor. La consideración de esta presencia paterna, que lo acompaña a todas partes, le da al cristiano una confianza inquebrantable; en todo momento debe confiar en el Padre celestial. Nunca se siente solo ni tiene miedo. En la Cruz –cuando se presenta– no ve un castigo, sino una misión confiada por el mismo Señor. El cristiano es necesariamente optimista, porque sabe que es hijo de Dios en Cristo".

Más adelante, el Papa comentó la actualidad del mensaje de san Josemaría, subrayando la sintonía de sus enseñanzas con uno de los temas que el Papa consideraba cruciales en la pastoral en nuestros días: la armonía entre fe y cultura. He aquí sus palabras: "Este mensaje tiene numerosas implicaciones fecundas para la misión evangelizadora de la Iglesia. Fomenta la cristianización del mundo «desde dentro», mostrando que no puede haber conflicto entre la ley divina y las exigencias del auténtico progreso humano. Este sacerdote santo enseñó que Cristo debe ser la cumbre de toda actividad humana. Su mensaje impulsa al cristiano a actuar en los lugares donde se está forjando el futuro de la sociedad. De la presencia activa de los laicos en todas las profesiones y en las fronteras más avanzadas del desarrollo sólo puede derivar una contribución positiva para el fortalecimiento de la armonía entre fe y cultura, que es una de las mayores necesidades de nuestro tiempo" (CAPUCCI, 2009, pp. 141-142).

Y concluyó exhortando a los presentes a servir a la Iglesia con una conducta coherente con el ejemplo y las enseñanzas de san Josemaría. Palabras que todos entendieron como una llamada a la responsabilidad, así como aquellas con las que Juan Pablo II, tras la ceremonia de la canonización, se despidió de los fieles presentes: "Saludo cordialmente al Prelado y a todos los miembros del Opus Dei: os agradezco todo lo que hacéis por la Iglesia" (CAPUCCI, 2009, p. 134).

FLAVIO CAPUCCI

 «    CARÁCTER, FORMACIÓN DEL    » 

San Josemaría habla del carácter, conjunto de cualidades psíquicas y espirituales que configuran la manera de ser de cada persona, desde una perspectiva espiritual, en cuanto elemento conformador de la personalidad y, especialmente, del temple del cristiano que está llamado a asemejarse a Jesucristo impregnando su personal modo de ser con la luz y la vida que derivan del Dios hecho hombre. Plantea, pues, la formación del carácter con una orientación humana y sobrenatural, que es profundamente cristológica y por tanto apostólica. A este respecto es muy significativo que Camino se inicie con un capítulo dedicado al carácter y que sus primeros puntos sean los siguientes: "Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón" (C, 1); "Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo" (C, 2).

1. El carácter, rasgo distintivo de la personalidad humana y cristiana

Como el ser humano es una unidad de cuerpo y alma, de espíritu y materia, el carácter o modo de ser tiene una base biológica, el temperamento, es decir, aquellos aspectos de su constitución fisiológica que influyen en su modo de reacción. La conjunción de carácter y temperamento da lugar a la índole de cada persona; de ahí que existan individuos que son temperamentalmente introvertidos o extrovertidos, inquietos o reflexivos, etc. Por eso es preciso templar el carácter mediante el buen uso de la inteligencia y la voluntad, de modo que dé lugar a una personalidad equilibrada (cfr. S, 417).

En la configuración del carácter, la familia tiene un influjo destacado, y en especial los padres. Así ocurre en la vida de todo ser humano. Y así debió ocurrirle –a san Josemaría le gustaba señalarlo– a Cristo en cuanto hombre, cuyo modo de ser mostraría rasgos que recordarían a santa María y a san José: "Porque Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús, y por tanto, su trato con José" (ECP, 55).

Junto a la influencia familiar hay que mencionar la que ejerce la cultura regional y nacional en cuyo contexto nace o se desarrolla cada persona. San Josemaría no vacilaba en reconocerlo respecto de sí mismo: "Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por todo lo que suponga tapujos" (ECP, 70). A la vez, invitaba a superar toda limitación cultural, de forma que la espontaneidad, estuviera muy unida no sólo a la fortaleza, que lleva a moderar las manifestaciones del propio temperamento, sino a la magnanimidad, que nace de un corazón grande capaz de apreciar no sólo la propia familia o la propia cultura, sino las riquezas que se manifiesten en otras personas o en otras comunidades o civilizaciones (cfr. C, 525).

El hecho de que el carácter tenga presupuestos psíquicos y reciba el influjo de los contextos que rodean a cada persona, no puede hacer olvidar, sin embargo, que todos esos factores no determinan por entero la personalidad: la voluntad, y con ella la libertad, juegan un papel decisivo. De cómo actúe cada persona, de cómo decida en las diversas circunstancias de su vida dependerá la configuración definitiva de su carácter: "No digas «Es mi genio así..., son cosas de mi carácter». Son cosas de tu falta de carácter" (C, 4).

En el idioma castellano la voz "carácter" puede usarse con dos sentidos o acepciones: un sentido genérico, que remite a todo modo de ser; y un sentido más restringido, al que se acude para designar el hecho de que una determinada persona posee un carácter consistente y una voluntad firme, de modo que, refiriéndose a ella, puede decirse que es un varón o una mujer "de carácter". En el punto de Camino que acabamos de citar, y, en general, en los escritos de san Josemaría, están presentes esos dos sentidos, pero el segundo es el predominante, si no numéricamente, al menos en cuanto objetivo o intención, en coherencia con su aguda conciencia de la relación entre lo cristiano y lo humano, entre las virtudes sobrenaturales y las virtudes humanas, "«lesus Christus, perfectus Deus, perfectus Homo» –Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales –a pesar de todo el armatoste externo de piedad–, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas" (S, 652).

De hecho puede decirse que uno de los objetivos fundamentales de la predicación de san Josemaría –presupuesta su proclamación de la llamada universal a la santidad y su honda conciencia de la necesidad absoluta de la gracia divina para responder a esa llamada– fue el deseo de formar hombres y mujeres de carácter, en los que una personalidad humana bien asentada sirviera de apoyo a la vocación divina y a su concreta realización en los hechos. Es esta convicción de fondo lo que explica que inicie Camino, como antes señalábamos, con un capítulo dedicado al carácter, y la fuerza con que, en ese capítulo y en otros muchos momentos, recalque la importancia de fortalecer y orientar adecuadamente el propio carácter.

Sin el esfuerzo necesario para orientar y templar el carácter, la personalidad se desdibuja e incluso se desmorona y las metas ideales resultan inalcanzables. "No caigas –afirma en Camino– en esa enfermedad del carácter que tiene por síntomas la falta de fijeza para todo, la ligereza en el obrar y en el decir, el atolondramiento...: la frivolidad, en una palabra. Y la frivolidad –no lo olvides– que te hace tener esos planes de cada día tan vacíos («tan llenos de vacío»), si no reaccionas a tiempo –no mañana: ¡ahora!–, hará de tu vida un pelele muerto e inútil" (C, 17). Y en una de sus homilías: "El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él. Estos son nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces (Judas 1, 12), aunque se encubran en un continuo parloteo, en paliativos con los que intentan difuminar la ausencia de carácter, de valentía y de honradez" (AD, 29). Hablando positivamente, y de nuevo en Camino: "Voluntad. –Energía. –Ejemplo. –Lo que hay que hacer, se hace ... Sin vacilar ...Sin miramientos ... Sin esto, ni Cisneros hubiera sido Cisneros; ni Teresa de Ahumada, Santa Teresa ...; ni Iñigo de Loyola, San Ignacio ... ¡Dios y audacia! –«Regnare Christum volumus»!" (C, 11).

El fortalecimiento del carácter implica empeño y lucha, pero sin olvidar –y esto es decisivo para entender el mensaje de san Josemaría– que ese fortalecimiento no tiene su fin en el carácter mismo. "Tienes ambiciones:... de saber..., de acaudillar..., de ser audaz. Bueno. Bien. –Pero... por Cristo, por Amor" (C, 24)

No se trata solamente de ser una persona de carácter, sino de fortalecer –y, en su caso, enderezar– el propio carácter, para así estar en condiciones de amar y de servir. Más concretamente, de identificarse con Cristo para, en Cristo y con Cristo, aprender a tratar a Dios como Padre y a afrontar las situaciones y tareas que implique la propia vida con un profundo espíritu de servicio. Esa finalidad, a la que debe aspirar todo cristiano, reclama energía interior, firmeza de carácter, sin lo que no puede haber ni verdadero crecimiento en la vida espiritual: "No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter. Esas posturas delatan egoísmo, comodidad, y desde luego no se compaginan con el amor" (AD, 151), ni auténtico testimonio de fe cristiana: "–Hijo: ¿dónde está el Cristo que las almas buscan en ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los otros?, ¿en esas pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en esa tozudez?... ¿Está ahí Cristo? –¡¡No!! –De acuerdo, debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo" (F, 468).

2. Educación del carácter

Cuanto hemos expuesto pone de manifiesto que en relación con el carácter puede hablarse no sólo de evolución –se modifica, por ejemplo, con la edad–, sino de educación o formación, ya que, partiendo de la realidad psíquica de cada sujeto, a voluntad puede orientar sus potencialidades en uno u otro sentido. De hecho, ésta es, como decíamos al principio, la perspectiva que adopta san Josemaría y por tanto la que ha estado presente desde el principio de estas páginas. Conviene, no obstante, que, siguiendo a san Josemaría, completemos la exposición, aunque sea a modo de pinceladas.

Para un cristiano la formación del carácter remite no sólo a un ideal, sino a una persona, Jesucristo, y es, por tanto, asunto de amor. "Es ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar, en la propia vida. Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en Él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz" (ECP, 107).

Desde esa mirada a Cristo, se mira a la propia persona. La formación del carácter presupone autoconocimiento, advertencia de las propias cualidades y de las propias limitaciones, de forma que se potencien los aspectos positivos y se corrijan los negativos: "las asperezas de tu carácter, tus egoísmos, tu comodidad, tus antipatías..." (S, 863). Y, supuesto ese conocimiento, decisión de crecer, de mejorar, de ser más dueño de uno mismo, sin permitir que aflore el "mal carácter", como señala un punto de Surco (S, 651) en referencia a los caracteres amargos y agresivos, pero formulando un principio que es aplicable a cualquiera de los aspectos negativos de la personalidad.

La formación y dirección del carácter, la lucha contra los propios defectos, conlleva el ejercicio de las virtudes: la humildad, que modera el amor desordenado de la propia excelencia; la templanza, que ayuda a superar la tentación de buscar ante todo lo placentero; la fortaleza, que corrige tanto la irascibilidad como la abulia; la castidad que, al dominar la afectividad, "enrecia" el carácter (cfr. C, 144); la laboriosidad, que impulsa a perseverar en la tarea, venciendo la tentación de la comodidad; la afabilidad, que fomenta el trato amable y distendido... En suma, todo lo que, enseñando a decir que "no" a lo que implica egoísmo o falta de control (cfr. C, 5), coloca en condiciones de decir que "sí" a lo que verdaderamente vale: el amor a Dios y los demás. Esto requiere, y san Josemaría lo recuerda, que la práctica de las virtudes sea auténtica, es decir, que vaya más allá de un comportamiento meramente exterior, y esté acompañada de una verdadera decisión de la voluntad. "La fachada es de energía y reciedumbre. –Pero ¡cuánta flojera y falta de voluntad por dentro! –Fomenta la decisión de que tus virtudes no se transformen en disfraz, sino en hábitos que definan tu carácter" (S, 777).

La educación del carácter no es una tarea que afecte sólo a algunos momentos del día o a algunas etapas de la vida, sino que se realiza a través de las circunstancias en las que se desenvuelve la vida ordinaria, a la que el fundador del Opus Dei concedió siempre singular importancia: lo de cada día. La negación de sí mismo en las cosas ordinarias es lo que fortalece la voluntad. "No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas –que nunca son futilidades, ni naderías– fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo" (C, 19). Así las diversas facultades, que son como "resortes" de la acción, constituirán un conjunto de "teclas" bien afinadas, capaces de sonar armónicamente, sin tensiones ni disonancias, no sólo en momentos especiales, sino en cualquier situación: "¡Esa desigualdad de tu carácter! –Tienes el teclado estropeado: das muy bien las notas altas y las bajas..., pero no suenan las de en medio, las de la vida corriente, las que habitualmente escuchan los demás" (S, 440).

La lectura del primer capítulo de Camino pone de manifiesto que el fundador del Opus Dei, en relación con la formación del carácter, concede una particular importancia, tanto a la necesidad de abrir el alma a grandes ideales (cfr. especialmente C, 1, 7, 11, 12, 16, 17), como al trato con quienes nos rodean y con quienes convivimos, es decir, al dominio sobre el propio carácter y a la finura en la caridad que se adquieren saliendo de sí mismo y, cuando llega el caso, respetando, y apreciando, los modos de ser que son distintos del nuestro. "A veces pretendes justificarte, asegurando que eres distraído, despistado, o que, por carácter, eres seco, reservón. Y añades que, por eso, ni siquiera conoces a fondo a las personas con quienes convives –Oye: ¿verdad que no te quedas tranquilo con esa excusa?" (S, 755). Y en el primer capítulo de Camino: "Chocas con el carácter de aquel o del otro... Necesariamente ha de ser así: no eres una moneda de cinco duros que a todos gusta. Además, sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes –imperfecciones, defectos– de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección? Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues, no te santificarías" (C, 20). Pensamiento que en Surco se resume con estas palabras: "El diamante se pule con el diamante..., y las almas con las almas" (S, 442).

Así, en el desarrollo de la vida ordinaria, en la convivencia con los demás, en la dedicación ilusionada a la propia tarea, en la superación de problemas, dificultades o contradicciones, tendrá lugar un hondo proceso de formación del carácter, siempre que en su raíz estén ese trato con Dios, esa conciencia de la filiación divina, ese saberse pequeño, niño, delante de Dios del que fluyen el crecimiento en la fe, en la esperanza y en el amor y, como consecuencia, la entrega. "No dejaré de insistirte, para que se te grabe bien en el alma: ¡piedad!, ¡piedad!, ¡piedad!, ya que, si faltas a la caridad, será por escasa vida interior: no por tener mal carácter" (F, 79).

Firmeza de carácter, caridad verdadera, trato filial con Dios, se funden así en una síntesis que recorre toda la obra de san Josemaría y de la que son expresión acabada los dos puntos, uno de Surco y otro de Camino, que citamos a continuación: "Sereno y equilibrado de carácter, inflexible voluntad, fe profunda y piedad ardiente: características imprescindibles de un hijo de Dios" (S, 417). "Ser pequeño: las grandes audacias son siempre de los niños. –¿Quién pide... la luna? –¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo? «Poned» en un niño «así», mucha gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de Dios), mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal como indudablemente Dios los quiere" (C, 857).

De esa unión entre gracia divina y correspondencia humana de la que depende la formación del carácter, encontramos – nos lo recuerda san Josemaría– un modelo acabado en Santa María: "«Una gran señal apareció en el Cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza; vestida de sol; la luna a sus pies». –Para que tú y yo, y todos, tengamos la certeza de que nada perfecciona tanto la personalidad como la correspondencia a la gracia. –Procura imitar a la Virgen, y serás hombre –o mujer– de una pieza" (S, 443).

Genara CASTILLO

 «    CARIDAD    » 

San Josemaría, recogiendo la tradición bíblica, explica de muchos modos cómo el amor a los hombres se fundamenta en el amor a Dios. La unidad con que san Josemaría presenta estos dos aspectos del amor es tal que cabe hablar de "un único Amor fontal omnipresente, sencillo, inteligente, recio y tierno a la vez" (CARDONA, 1988, p. 175). En este Diccionario se dedica una voz propia a su enseñanza sobre el Amor a Dios. Por este motivo, esta voz se centra en la doctrina de san Josemaría sobre la virtud de la caridad cuando se dirige hacia los hombres.

La práctica de la caridad, característica esencial de la vida de san Josemaría, constituye un elemento central de su enseñanza. Fue un sacerdote que sabía querer del todo, sin cortapisas, y que enseñó a amar "con el ansia de repartir calor divino y humano, ahogando el mal en abundancia de bien" (ECHEVARRÍA, 1994, p. 251).

Su doctrina en torno a la caridad está enfocada desde una perspectiva trinitaria y cristocéntrica. La clave principal radica en el amor de Cristo. "(...) El amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo" (ECP, 169). El hombre tiene así acceso en la gracia a la "corriente de amor instaurada en el mundo por la Encarnación, por la Redención y por la Pentecostés" (ECP, 163). San Josemaría contempla el desbordarse de la caridad desde su fuente en Dios, que es Amor (cfr. AD, 228), a través de Jesucristo (cfr. ECP, 163; AD, 224, 230), como fruto del Espíritu Santo (cfr. AD, 236), para transformar al cristiano a imagen de Cristo (cfr. AD, 236) y hacerlo así capaz de amar a todos los hombres como el Señor lo ha hecho (cfr. AD, 225). Dentro de esta corriente sobrenatural, el amor a los demás queda inscrito como parte integrante del acercamiento del hombre a Dios: "la caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios" (AD, 232).

En suma, a la luz de la caridad de Cristo, el amor del cristiano "se fundamenta en una raíz sobrenatural, puesto que no se guía por simpatías o antipatías, sino que procede de Dios mismo, que se nos revela –con su paso por la tierra– profundamente humano; pone en ejercicio los resortes de la afectividad que acompañan siempre a la caridad auténtica" (ECHEVARRÍA, 2001, p. 203). Por otra parte, como las demás virtudes, la caridad está también llamada a crecer. El progreso en la vida cristiana nunca se puede dar por terminado (cfr. AD, 232). De ahí que san Josemaría sostenga que sería ingenuo pensar que las exigencias de la caridad se cumplen con facilidad. Siempre es necesario el empeño personal (cfr. AD, 234).

1. El mandatum novum

San Josemaría extrae su enseñanza sobre la caridad del Evangelio mismo. Entre los textos del Nuevo Testamento que tiene más presentes, además del referido al doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Mt 22, 37-40), debe destacarse por su especial importancia el relacionado con el mandatum novum de la caridad (Jn 13, 34-35).

Por el misterio de la Encarnación, el Verbo ha asumido una naturaleza humana perfecta. Cristo se ha convertido así en el verdadero modelo de todo lo humano (cfr. AD, 74). El mandatum novum viene a ser un puente perfecto entre el obrar de Jesús y su doctrina: el Señor muestra en su manera totalmente única de amar el modelo que los discípulos han de imitar. "Sólo de esta manera, imitando –dentro de la propia personal tosquedad– los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo" (AD, 225). En las palabras de Cristo queda claro que la caridad mutua es el rasgo que permite reconocer a los cristianos como sus verdaderos discípulos. Jesús enseña a vivir todas las virtudes, pero deja claro que el amor mutuo es "la característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos" (AD, 224). Por tanto, "la caridad es la sal del apostolado de los cristianos; si pierde el sabor, ¿cómo podremos presentarnos ante el mundo y explicar, con la cabeza alta, aquí está Cristo?" (AD, 234).

La caridad es un elemento esencial e indispensable de la vida del cristiano. El que se une a Cristo ha quedado transformado por el amor de Dios: "pongamos generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando (...). Debemos comportarnos así, porque hemos sido hechos hijos del mismo Padre, de ese Padre que no dudó en entregarnos a su Hijo muy amado" (AD, 228). En esa línea, establece una estrecha relación entre el texto joánico del mandatum novum y el de san Pablo, en el que el apóstol exhorta: "Llevad unos la carga de los otros y así cumpliréis la Ley de Cristo" (Ga 6, 2). En 1933, al poner la Residencia universitaria de Ferraz (DYA), quiso san Josemaría que esta encomienda presidiera la sala de estudio de la Residencia, mediante un cuadro con un pergamino en el que se escribió: "Mandatum novum do vobis: ut diligatis invicem, sicut dilexi vos, ut et vos diligatis invicem. In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad invicem" (Jn 13, 34-36). "En esa palabra de Jesús veía la síntesis del espíritu que quería inculcar a los estudiantes: amor, fraternidad, servir a los demás, llevar la carga de los otros. El «mandatum novum», en su doble forma joánica y paulina, era algo que tenía en el alma" (CECH, p. 556).

2. Universalidad del amor cristiano

San Josemaría subraya el alcance universal de la caridad cristiana, que se extiende a todos los hombres (PERO–SANZ, 1988, pp. 67-72), creados a imagen de Dios y llamados a participar de la vida divina. "Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios" (ECP, 133). El destinatario de la caridad es cada persona en virtud de su dignidad de hombre y de hijo de Dios: "amar al hombre por su intrínseca dignidad –y como consecuencia respetarlo y comprenderlo–, he ahí el claro enlace entre la dignidad humana y la razón del amor hacia los demás" (HERVADA, 1992, p. 19). La dignidad de toda persona se percibe, en efecto, con especial claridad a la luz de la fe, porque "cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo" (ECP, 80). La caridad, por tanto, ha de superar todas las barreras: "No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios" (ECP, 13). La vida cristiana ha de ser un testimonio de santidad y caridad, una siembra de paz y de alegría en todos los ambientes, para llegar a todos los hombres, sea cual sea su estatus social, su profesión o su nivel cultural (cfr. AD, 130).

El amor cristiano no tiene límites en cuanto a su alcance, ya que debe proceder según una serie de círculos cada vez más amplios. Debe dirigirse de modo particular hacia los demás cristianos. "El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad" (AD, 226). Sin este testimonio, "¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?" (ibídem). La caridad, siendo una virtud de horizonte universal, es una virtud ordenada. Ha de orientarse, en primer lugar, a los más cercanos: no creo en la caridad –escribía san Josemaría– "si martirizas a los de tu casa; si permaneces indiferente en sus alegrías, en sus penas y en sus disgustos (...)" (AD, 227). Pero ha de extenderse generosamente a todos, incluso hasta los enemigos". San Josemaría, glosando ese dicho evangélico, comentaba que acudía a esa palabra para referirse así a aquellos que se sitúan a sí mismos como tales: "yo no me siento enemigo de nadie, ni de nada" (AD, 230). A pesar de que pueda no sentir la atracción humana hacia aquellas personas que le rechazan, el cristiano debe devolver bien por mal. "Jesús nos exige que no les devolvamos mal por mal; que no desaprovechemos las ocasiones de servirles con el corazón, aunque nos cueste: que no dejemos nunca de tenerlas presentes en nuestras oraciones" (AD, 231).

La difusión de la doctrina cristiana sobre el amor de caridad presupone que todos, cristianos o no cristianos, conozcan mejor a Jesucristo y se acerquen más a Él (cfr. AD, 226-227). Todo hombre es imagen de Dios y merece ser amado. En consecuencia, es propio de la caridad cristiana "venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo" (AD, 230). La caridad, que conduce a desear y buscar el verdadero bien para todas las almas, aspira a lograr "para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él" (AD, 231).

El eje de la enseñanza de san Josemaría radica en la vocación universal a la santidad de todo cristiano en medio de su vida ordinaria y de su trabajo, poniendo a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. "Un secreto. –Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. –Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. –Después... "pax Christi in regno Christi" –la paz de Cristo en el reino de Cristo" (C, 301). Desde este punto de vista, la siembra de caridad que los cristianos han de realizar supone una contribución imprescindible a la construcción de una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo (cfr. ECP, 167). Esta idea de san Josemaría, muy alejada de planteamientos confesionalistas o restauracionistas (cfr. ILLANES, 1994, pp. 589-592), es fruto de la convicción de que la sociedad humana habrá alcanzado una calidad tanto mayor cuanto más numerosos sean los que viven según el espíritu del Evangelio y cuanto más nítida sea su identificación con Cristo (cfr. DEL PORTILLO, 1995, pp. 221-223).

3. Caridad, afectividad y cariño

Un punto clave de la enseñanza de san Josemaría sobre la caridad es "que el amor sobrenatural, la caridad, tiene en nosotros una insuprimible dimensión humana; se trata del amor de una criatura que no es sólo espíritu, sino cuerpo y alma en unidad sustancial" (YANGUAS, 1998, p. 145). San Josemaría establece una adecuada integración de lo sobrenatural y lo natural, de lo espiritual y lo afectivo (cfr. YANGUAS, 1998, pp. 151-152). Encuentra en el corazón de Cristo el modelo de caridad que es, a la vez, humano y divino: "¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... –¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo" (S, 813).

Recogiendo una enseñanza de santo Tomás (cfr. S.Th. I–II, q. 26, a. 3), recuerda que la caridad es más que un mero afecto sensible: caridad (dilectio) expresa "una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género" (AD, 231). Que en su esencia la caridad sea una "elección" de la voluntad explica, entre otras cosas, la posibilidad de que el cristiano ame a quien o a quienes no le atraen o le perjudican. La afectividad no es siempre criterio válido, e incluso puede no seguir a la valoración objetiva del bien que realiza la inteligencia, ni a la libre elección de ese bien que procede de la voluntad.

Son la inteligencia y la voluntad –en un cristiano la fe y la caridad infundidas por el Espíritu Santo– las que deben guiar la acción. Sin olvidar que el amor cristiano es una virtud sobrenatural que se despliega y crece a través de los actos de la voluntad elevada por la gracia, y que acoge e informa también todo el mundo de la afectividad, de manera que sanándola, perfeccionándola y elevándola, pueda contribuir en su lugar al obrar humano íntegramente bueno. "La gracia divina en efecto, está llamada a permear todo el hombre, no sólo la inteligencia y la voluntad; también la afectividad. Ese amplio y variado mundo que define y caracteriza en buena medida a cada persona, no debe ser sofocado ni suprimido, sino ordenado, reordenado, e integrado en el proceso de «cristificación»" (YANGUAS, 1998, p. 145).

San Josemaría tiene siempre presente el principio de que para ser divinos hay que ser muy humanos (cfr. BERNAL, 2002, p. 33). Insiste en que el hombre no tiene un corazón para el amor sobrenatural y otro distinto para el amor humano (cfr. ECP, 166; cfr. AD, 229). "No quería una caridad que no fuera también afecto, calor humano, y no quería «hijos sin corazón»" (TORELLÓ, 1993, p. 426). El amor sobrenatural, a la vez que acoge la afectividad humana, la purifica. Esa purificación del corazón resulta necesaria para que el amor no se corrompa: es preciso apartarse de la insensibilidad, pero también de los excesos del sentimentalismo, o de los engaños de la sensualidad. "Poniendo el amor de Dios en medio de la amistad, ese afecto se depura, se engrandece, se espiritualiza; porque se queman las escorias, los puntos de vista egoístas, las consideraciones excesivamente carnales. No lo olvides: el amor de Dios ordena mejor nuestros afectos, los hace más puros, sin disminuirlos" (S, 828).

La caridad verdadera no es reducible a mero sentimiento, pero el sentimiento también está llamado a intervenir, ordenadamente, haciendo que la caridad se exprese en cariño, ternura, atención, interés, cuidado. No se trata de una asistencia puramente exterior o simple beneficencia. "Si pensásemos (...) que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano" (ECP, 167).

En la enseñanza de san Josemaría, "se subraya fuertemente esa dimensión humana de la virtud teologal –divina en cierto modo– de la caridad. Quizá el ejemplo más frecuente, de una parte, y más logrado y bello, de otra, sea la presentación de la caridad como «cariño»: la caridad es afecto humano, «cariño» elevado al orden sobrenatural (...). El cariño humano, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural" (YANGUAS, 1998, p. 154). Por tanto, despojar a la caridad del cariño, sería quitarle el calor humano y, en el fondo, falsificarla. San Josemaría se sirve de una elocuente anécdota para mostrar de forma gráfica su doctrina: "Expresaba bien esta aberración la resignada queja de una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño. El amor que nace del Corazón de Cristo, no puede dar lugar a esa clase de distinciones" (AD, 229).

4. Caridad, comprensión, perdón y justicia

Considera también san Josemaría que la misericordia, el perdón y la comprensión son elementos integrantes de la caridad sobrenatural. "–Me pondría de rodillas, sin hacer comedia –me lo grita el corazón–, para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar" (F, 454). Enseña que la misericordia es más que mera compasión. "La misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia. Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso" (AD, 232). La capacidad de perdonar nace también como un momento interno a la propia caridad. "Decía –sin humildad de garabato– aquel amigo nuestro: «no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer»" (S, 804). San Josemaría ve en la comprensión una de las primeras manifestaciones de la caridad. "Más que en «dar», la caridad está en «comprender»" (C, 463). Afirma que la forma mejor de tratar al prójimo es "la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre!– como instrumentos de unidad" (AD, 233). A la vez, san Josemaría aclara que la comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad (cfr. F, 282; S, 864), porque conduce también a actuar para el auténtico bien de todos (cfr. S, 803). Hay que tratar con afecto al que yerra, pero sabiendo defender la verdad y la fe (cfr. F, 863), porque la verdad salva, y defenderla es también un reflejo del amor de Dios (cfr. S, 764).

En resumen, la doctrina sobre la caridad presenta en san Josemaría, por así decir, un carácter sinfónico, que integra en una visión unitaria la pluriforme realidad del amor humano con el amor que Cristo nos ha manifestado y la vocación a identificarse con Él.

Juan Ignacio RUIZ ALDAZ

 «    CARISMAS    » 

1. Concepto de carisma

El término "carisma" viene del griego charisma (de charis: don/gracia con el sufijo –ma que indica en griego el efecto de una acción). En el Nuevo Testamento es usado dieciséis veces en las cartas de san Pablo y una en la primera de san Pedro. Con esta palabra, san Pablo menciona las gracias especiales, concedidas a determinados fieles, para que contribuyan a la edificación de la Iglesia. El criterio fundamental para que los carismas sean fructíferos se encuentra en la caridad: "Si hablara..., tuviera..., conociera..., repartiera..., pero no tuviera caridad, de nada me aprovecharía" (1Co 13, 1-3).

La teología escolástica, con santo Tomás de Aquino a la cabeza, ha distinguido la gracia gratis data (dada para el bien común), de la gracia gratum faciens (la que se da en orden a la salvación de quien la recibe). Los carismas pertenecen a las gracias gratis datae. En el curso de los siglos se afianzó la tendencia a considerar los carismas como "dones extraordinarios, llamativos y transitorios, recibidos principalmente por la Iglesia en sus orígenes" (cfr. ROMANO, 1992, p. 424). A partir del Concilio Vaticano I –y, sobre todo, con Pío XII–, se inició una superación gradual de esa postura reduccionista.

El Concilio Vaticano II, en virtud de una mayor atención al actuar del Espíritu Santo, realzó especialmente el papel de los carismas en la Iglesia. Enseña el Concilio que, en el diseño de salvación del Padre, la Iglesia "toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo" (AG, 2). El Paráclito, "con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cfr. Ef 4, 11-12; 1Co 12, 4 y Ga 5, 22)" (LG, 4). El Concilio también ha reconocido que el Espíritu "reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia" (LG, 12). El párrafo dedicado a los carismas concluye diciendo que "el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno (cfr. 1Ts 5, 19-21)" (LG, 12).

2. Diversidad de carismas en la Iglesia

San Pablo, a la vez que recalca la "diversidad de dones" (1Co 12, 41), subraya que los carismas son manifestaciones particulares del mismo Espíritu Santo, que los distribuye "a cada uno según quiere" (1Co 12, 11). Sus cartas ofrecen cuatro elencos de carismas que, sin pretender ser exhaustivos, muestran la riqueza y la variedad de la acción del Espíritu (cfr. 1Co 12, 8-10; 1Co 12, 28-30; Rm 12, 6-8; Ef 4, 11). El servicio al que son destinados los carismas mencionados por el Apóstol tiene por objeto realidades muy variadas: la evangelización, la enseñanza, la profecía, el gobierno, la curación, el don de lenguas y los milagros. El criterio que regula el ejercicio de los diversos carismas está formulado en 1P 4, 10: "Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios".

El tema de la variedad de carismas en la unidad de la Iglesia estuvo muy presente en las reflexiones del Concilio Vaticano II. Una de las ideas centrales del Concilio es la de la comunión. Este asunto apareció de nuevo en la Cart. Communionis Notio (28–V–1992) de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo capítulo cuarto se titula "Unidad y diversidad en la comunión eclesial". Comienza con unas palabras de Juan Pablo II: "La universalidad de la Iglesia, de una parte, comporta la más sólida unidad y, de otra, una pluralidad y una diversificación, que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren en cambio el carácter de comunión" (CN, 15). El valor positivo de la variedad fue subrayado por el entonces cardenal Ratzinger en su ponencia Los movimientos eclesiales y su colocación teológica, del 28 de mayo de 1998. Dirigiéndose a los obispos recordó "que no les está permitido ceder a una uniformidad absoluta en las organizaciones y programas pastorales. No pueden ensalzar sus proyectos pastorales como medida de aquello que le está permitido realizar al Espíritu Santo: ante meros proyectos humanos puede suceder que las Iglesias se hagan impenetrables al Espíritu de Dios, a la fuerza que las vivifica. No es lícito pretender que todo deba insertarse en una determinada organización de la unidad; mejor menos organización y más Espíritu Santo!".

Entre los diversos dones carismáticos, el Concilio habla de las llamadas "gracias de estado", dadas a los fieles para ayudarles a vivir su propia vocación–misión en la Iglesia, así como de otros carismas relacionados con determinados ministerios y/o sacramentos, el carisma del celibato o de la virginidad, y otros dones con los que el Espíritu Santo hace posible que algunos fieles cumplan peculiares misiones al servicio de las almas. "Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1Co 2, 11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia" (LG, 12). "Los carismas –señala el Catecismo de la Iglesia Católica– se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo" (CCE, 800).

En el seno de esta variedad de carismas se pueden señalar algunas grandes líneas que se desarrollan en torno a los tres modos diferentes con los que los fieles participan en la misión de la Iglesia: la secularidad específica de los laicos, la ministerialidad de los pastores, y la "tensión escatológica" de los consagrados. Durante los siglos, se ha desarrollado notablemente la reflexión teológica sobre la vida religiosa y, en buena medida, la sacerdotal, así como sobre tareas y carismas que con ellas se relaciona. Mucho menos desarrollada estaba la vida espiritual de los fieles laicos. Y, es justamente al servicio de su vocación–misión eclesial donde se sitúa el carisma recibido por el fundador del Opus Dei.

San Josemaría recordó con frecuencia la importancia de la docilidad a la acción del Espíritu, exhortando a la oración personal, en la que se perciben y acogen sus inspiraciones. Así, será posible "ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón" (ECP, 130). "Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros" (ECP, 135).

San Josemaría vio muy claro que los carismas que cada uno recibe deben ser vistos con profundidad y sentido eclesiales, lo que le hizo fácil amar todos los carismas en la Iglesia y también la libertad de los cristianos, huyendo de cualquier actitud exclusivista. Al mismo tiempo señaló que los carismas que presuponen fidelidad y humildad, reclaman correspondencia y poner en juego las capacidades humanas en servicio de lo que Dios pide, de ahí que dijera que no se debe ser "milagreros" (C, 583) y advirtiera frente a la tentación de ser "carismáticos sin doctrina" (CONV, 2).

3. El carisma fundacional del Opus Dei

La vida de san Josemaría estuvo radicalmente marcada por un hecho sobrenatural acaecido el 2 de octubre de 1928. Desde ese día puso todas sus fuerzas al servicio de la misión que el Señor le había confiado con una "iluminación sobre toda la Obra" (Apuntes íntimos, n. 306: AVP, I, p. 293), según él mismo atestiguó. En aquella luz vio la esencia de la Obra como Dios la quería a lo largo de los siglos: un fenómeno pastoral y apostólico destinado a promover la santidad entre los cristianos corrientes, para los cuales el trabajo y las ocupaciones ordinarias se transformarían en medio de santificación. Una luz que le permitió ver la grandeza y las exigencias de la vocación cristiana, vivida en las entrañas de la sociedad y –de manera especial– en el trabajo profesional.

Aquella iluminación adquirió mayores matices y profundizaciones con otras luces que san Josemaría fue recibiendo en años posteriores. Las más importantes, en las siguientes fechas: el 14 de febrero de 1930, cuando Dios le hizo entender que aquel mensaje debía extenderse también entre las mujeres; el 7 de agosto de 1931 (fiesta entonces de la Transfiguración), cuando en la santa Misa –levantando la Sagrada Hostia– vino a su pensamiento una frase de la Escritura "et ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum" (Jn 12, 32), y entendió "que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas" (Apuntes íntimos, nn. 217 y 218: AVP, I, p. 381); el día 16 de octubre de 1931, en el que tuvo una profunda experiencia de la filiación divina que, según él mismo declaró, iba a constituir "el fundamento del espíritu del Opus Dei" (ECP, 64); y el 14 de febrero de 1943, cuando quedó configurada institucionalmente la presencia del ministerio sacerdotal en el Opus Dei mediante la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.

El valor del carisma recibido por san Josemaría puede comprenderse mejor si se tiene presente que, durante bastantes siglos, se había difundido la idea de que la santidad exigía un alejamiento de las realidades temporales, para abrazar el estado religioso, definido como "estado de perfección". De acuerdo con ese esquema, se pensaba –al menos inconscientemente– que los laicos no podían aspirar a una verdadera plenitud de vida cristiana, sino sólo a una santidad de rango inferior. Esta postura entraba en contradicción con el hecho de que toda la Iglesia es un "pueblo mesiánico" que "tiene por cabeza a Cristo"; que pone como condición la "dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un Templo" (LG, 9); y en la que todos los fieles están llamados a "la misma santidad", cultivándola en los múltiples géneros de vida y ocupaciones (cfr. LG 31).

En uno de sus primeros escritos, san Josemaría señala que "cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes" (Instrucción, 19-III-1934, n. 48: AVP, I, p. 576). Estas palabras, dirigidas a los primeros fieles del Opus Dei, se aplican plenamente a su persona y misión. Como fundador había recibido unas luces, un carisma, que le hacían penetrar en el misterio de Cristo con particular hondura, mostrando con fuerza los rasgos e implicaciones del espíritu que debía transmitir. El carisma fundacional –cuyo núcleo hemos recordado sucintamente–, le permitió concretamente valorar de modo particular en el misterio de Cristo aquellos aspectos que iluminan la existencia de los cristianos inmersos en las realidades seculares. En síntesis, se trata de identificarse con Cristo como:

Hijo del Padre, contemplando con amor todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador, y cumpliendo cada cosa –también el trabajo– en el espíritu de la filiación divina y, por tanto, con todas sus características: fe, esperanza, caridad, paz, serenidad, alegría...

– Verbo encarnado, descubriendo a la luz de su Encarnación el valor de las realidades terrenas.

– Hijo del artesano, que sigue el ejemplo de su vida con la que ha revelado el valor redentor de la vida ordinaria y del trabajo.

– Sacerdote (mediador entre Dios y los hombres), transformando todo en una ofrenda agradable a Dios en virtud de la participación en su sacerdocio.

– Apóstol (enviado) del Padre, reconociéndose al cristiano un apóstol con la misión de transformar todas las realidades temporales desde dentro, para santificar el mundo como fermento en la masa.

Se puede además considerar parte del carisma fundacional la integración de estos diversos aspectos en una profunda unidad de vida, en la cual confluyen y se unen contemplación y acción, vida interior y apostolado. San Josemaría lo describió en modo sintético: "Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación –cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios–, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?" (Instrucción, 19–III–1934, n. 33: AGP, serie A.3, 90-1–1).

Al mismo tiempo san Josemaría entendió que el carisma recibido pedía ser vivido con naturalidad, y que no debía dispensar del empeño para adquirir una sólida formación cristiana y de ejercitarse en las virtudes humanas, entre las cuales destacaba la laboriosidad. Aspectos estos que tienen especial relieve en una espiritualidad radicalmente secular como la promovida por él.

El carisma fundacional constituye la raíz de un amplio fenómeno pastoral que desde entonces se ha ido desarrollando y ha dado lugar al Opus Dei como "partecica de la Iglesia". Desde su origen (doble misión del Hijo y de su Espíritu), en la Iglesia todo es para la misión. Por consiguiente, en aquel carisma se pueden distinguir dos dimensiones: un mensaje, y una comunidad eclesial animada y al servicio de aquel mensaje. Las dos dimensiones –profética e institucional– están tan íntimamente implicadas, que constituyen un único evento divino, percibido por san Josemaría "en su total unidad y son llevadas a la práctica en un único movimiento de su espíritu" (RODRÍGUEZ, "El Opus Dei como realidad eclesiológica", en OIG, p. 37).

Conviene también destacar la firmeza con la cual san Josemaría supo no sólo vivir este carisma, sino también defenderlo de posibles incomprensiones, y transmitirlo. Lo atestigua el largo y complejo itinerario jurídico de la Obra, impulsado por su extrema fidelidad a la luz recibida de Dios en 1928 y por su deseo de coherencia con aquella inspiración originaria que iba gradualmente desplegando sus virtualidades. La novedad del carisma le obligó a abrir y a trazar nuevos cauces jurídicos, contando siempre con la autoridad de la Iglesia, consciente de que sólo en ella "hay garantía de verdad, y sólo en y por la Iglesia toda concreta misión cristiana puede alcanzar su objetivo" (IJC, p. 15).

Arturo CATTANEO

 «    CARTAS (obra inédita)    » 

San Josemaría designó con el nombre de Cartas un conjunto de escritos dedicados a la formación de los fieles del Opus Dei. Dentro de ese conjunto cabe distinguir dos grupos, distintos entre sí, tanto por la fecha de su redacción como, al menos en parte, por su tono. El primer grupo está constituido por lo que el propio san Josemaría calificó en diversas ocasiones como "el ciclo de las Cartas": escritos destinados a exponer el espíritu y la labor apostólica del Opus Dei, tarea a la que puso punto final en 1965 y, en algún caso, en 1966. El segundo grupo, formado por escritos redactados entre 1967 y 1974, está íntimamente relacionado con la situación de la Iglesia en esos años y con la especial intensidad con que san Josemaría, consciente de que el fin de su vida terrena podía encontrarse ya cercano, afrontó la responsabilidad que en ese contexto le correspondía como fundador del Opus Dei.

De los dos grupos de Cartas nos ocuparemos en la presente voz, siguiendo un orden cronológico, empezando, en consecuencia, por los escritos que integran el "ciclo de las Cartas". Advirtamos, antes de entrar en materia, que la denominación de Cartas proviene de san Josemaría, que acudió a ese vocablo, que tiene claras resonancias familiares, para designar tres breves Cartas circulares que envió en 1938 y 1939 a los miembros del Opus Dei cuando, estando cercano el fin de la Guerra Civil española, podía pensarse en redoblar el impulso apostólico. Consta además que había pensado en ese término desde comienzos de la década de 1930, con vistas a escritos provocados no por situaciones circunstanciales sino por realidades permanentes y dando a esa palabra un significado análogo al que tiene en bastantes autores de la época clásica y, después, en la tradición eclesiástica. Es decir, exposición detenida y detallada de un tema, o de una serie de temas relacionados entre sí, redactada con el tono propio del género epistolar, pero dirigida no a una persona determinada, sino a todo un conjunto de personas.

1. Hacia la preparación del ciclo de las Cartas

En los años inmediatamente posteriores al 2 de octubre de 1928, al comenzar la labor apostólica encaminada a poner en práctica la misión para la que Dios le convocaba, san Josemaría preparó algunos textos que pudieran servir de apoyo a su acción sacerdotal. Vieron así la luz Santo Rosario y Consideraciones espirituales, cuyas primeras versiones datan de 1931 y 1932.

Paralelamente advirtió la necesidad de preparar además escritos dirigidos específicamente a quienes se estaban incorporando al Opus Dei. De comienzos de la década de 1930 datan algunos pasajes de sus Apuntes íntimos, en los que habla de la preparación de textos que pudieran ayudar, a quienes se iban uniendo a la Obra, a profundizar en los ideales y horizontes que les había abierto mediante la predicación o en charlas personales. Decisión en la que se reafirmó al concluir los ejercicios espirituales que realizó en 1934: "Propósito: terminado el trabajo de obtención de grados académicos, lanzarme –con toda la preparación posible– a dar ejercicios, pláticas, etc., a quienes se vea que pueden convenir para la O. [la Obra], y a escribir meditaciones, cartas, etc., a fin de que perduren as ideas sembradas en aquellos ejercicios pláticas y en conversaciones particulares" (Apuntes íntimos, n. 1723).

Fruto de ese empeño fue la redacción, en 1934 y 1935, de tres documentos a los que califica como Instrucciones; y el comienzo de un cuarto, al que aplicó esa misma denominación, pero que no completó hasta 1950. Se trata de escritos que, como indica su nombre, aspiran a ofrecer orientaciones y normas concretas de acción. Pensaba además en textos de carácter más decididamente expositivo, a los que en las notas o apuntes de 1930 alude con el nombre genérico de "cartas" y a los que terminará designando con ese título, pero escribiendo la palabra Carta con mayúscula y dando a ese vocablo el significado al que antes nos referíamos.

Teniendo a la vista, de forma muy determinada en algunos casos, más genérica otros, esos posibles escritos, san Josemaría trabajó durante los años treinta –y algo parecido continuó ocurriendo en años sucesivos– con la metodología que se describe en las voces destinadas a los Apuntes íntimos y a Camino. Es decir, considerando los temas en la oración, tomando notas –breves en unos casos, más extensas en otros– a partir de esa oración personal y de su experiencia, y conservando esas notas –con frecuencia guardándolas en sobres– con vistas a su posterior utilización.

Esos materiales –muy variados: frases incisivas, párrafos largos relativamente elaborados, esquemas más o menos desarrollados, esbozos de meditaciones...– ofrecieron la base y, en ocasiones, incluso el esquema o estructura de las Cartas que ahora nos ocupan. El hecho es, sin embargo, que los escritos a los que el material reunido apuntaba, quedaron pospuestos, hasta que, años después, san Josemaría acometió su elaboración definitiva.

Fue, en efecto, sólo a fines de los años cincuenta y comienzo de los sesenta cuando san Josemaría pudo por fin dedicar tiempo a esa labor, de modo que, entre 1960 y 1965 (o, en algún caso, 1966), procedió a la redacción final del conjunto de las Cartas. Preparó todos estos documentos de modo que pudieran ser utilizados enseguida en la formación de los fieles del Opus Dei, y, posteriormente –transcurrido un tiempo después de su muerte–, publicados, cuestión que dejó a la prudencia de quienes le sucedieran.

¿Por qué emprendió esa tarea sólo y precisamente en la fecha indicada? Las razones, aunque fueron varias, se pueden reconducir a dos tipos fundamentales. La primera está relacionada con el crecimiento de la labor apostólica del Opus Dei y con el contexto eclesial en que esa labor se desarrollaba. A fines de los años cincuenta san Josemaría vio, con total claridad, que había llegado el momento de dar pasos en orden a un objetivo en el que venía pensando desde tiempo atrás: apartarse, también públicamente, de la figura de Instituto secular y buscar por otra vía la configuración jurídica del Opus Dei, siguiendo lo que ya había entrevisto en los años treinta, dentro del marco de las figuras de jurisdicción personal. Esta decisión, además de las imprescindibles propuestas y estudios jurídico–canónicos, hacía aconsejable, e incluso necesario, proceder a exponer y describir, desde sus núcleos más radicales y básicos, el espíritu del Opus Dei, partiendo a ese efecto de apuntes y documentos que ahora podía retomar, completar y glosar con mayor amplitud. Era, a la vez, el momento de comentar, también por escrito, para conocimiento fehaciente de los fieles del Opus Dei, las diversas fases de la historia de la configuración jurídico–eclesial de la Obra de Dios y del esfuerzo que, a ese respecto, había tenido que afrontar para proteger en todo momento la sustancia del espíritu de la Obra. De ahí las Cartas. Había, pues, que releer las anotaciones y los papeles antiguos para, teniéndolos a la vista, abordar la redacción definitiva de los documentos que hasta entonces no había estado en condiciones de ultimar.

El segundo tipo de motivos al que antes aludíamos, se sitúa en un nivel muy diverso del anterior, más aún, de rango inferior, pero a la vez, como ocurre con frecuencia con lo material, determinante para la puesta en práctica de una tarea. Deriva de un hecho muy sencillo: la imposibilidad de disponer, antes de mediados de los años cincuenta, de la totalidad de los papeles antiguos que estaban llamados a constituir el punto de partida del trabajo que se disponía a emprender.

Al estallar, en 1936, la Guerra Civil española, san Josemaría, al igual que el conjunto del clero madrileño, se vio obligado a abandonar su lugar habitual de residencia. Dejó gran parte de sus papeles al cuidado de su madre, doña Dolores Albás, que los conservó con extrema solicitud. Acabada la guerra, recuperó ese material pero, ocupado en otras tareas –la expansión y los pasos jurídicos del Opus Dei, además de los encargos recibidos de diversos obispos españoles–, no pudo dedicarle tiempo y preparar escritos que entregar a la imprenta, de modo que lo guardó en espera de que llegara el momento oportuno (más datos históricos sobre lo dicho y lo que sigue en ILLANES, 2009, pp. 246-250).

Cuando, a partir de 1946, el fundador del Opus Dei marchó a Roma y fijó allí su residencia, pensó enseguida en trasladar todo ese material a la capital de Italia, pero pudo llevarse sólo una parte muy reducida. Para disponer del resto tuvo que esperar a que en 1956 todo el Consejo General del Opus Dei se instalara definitivamente en la Ciudad Eterna. Fue entonces cuando no sólo el conjunto de los documentos de gobierno, sino también todos los papeles personales de san Josemaría, se enviaron a Roma.

Durante los años sucesivos, san Josemaría acudió a esos papeles siempre que lo estimó oportuno, e incluso, en ocasiones, los dio a conocer a quienes convivían con él de forma más inmediata. Como es lógico, añadió además notas o apuntes redactados durante años posteriores. A finales de la década de 1950 y comienzos de la de 1960 estuvo por fin en condiciones de completar las Instrucciones y dar forma definitiva al ciclo de las Cartas.

2. La redacción del ciclo de las Cartas

Para acometer esa tarea, san Josemaría contaba con un material abundante y variado. Los papeles sobre los que se disponía a trabajar eran, en efecto, muy diversos, tanto por su fecha, como por su naturaleza. Había anotaciones breves sobre temas varios; folios o cuartillas en los que se desarrollaba un pensamiento o doctrina; esquemas o esbozos de esquemas, acompañados, en algunos casos, por textos complementarios, más o menos ordenados; ideas y resúmenes para charlas con ocasión de la labor sacerdotal y apostólica; guiones para meditaciones y cursos de retiro, etc. En ocasiones no incluían fecha alguna; otros, en cambio, estaban fechados o, al menos, ofrecían datos que permitían fecharlos. Algunos papeles, muy antiguos, procedían de la década de 1930 o de los inicios de la de 1940; otros, más recientes, del resto de la década de 1940 o de la de 1950.

Al volver sobre esos papeles para proceder a completar sus Cartas, el fundador del Opus Dei aspiraba a glosar con amplitud y detenimiento aspectos importantes del espíritu, el apostolado y la historia de la Obra. No era su intención –así lo pensaba desde antiguo y lo confirma y concreta en los años sesenta– limitarse a preparar una o varias Cartas sueltas, sino una gama de escritos que, de acuerdo con la expresión que él mismo empleó, pudiera ser calificado como "el ciclo de las Cartas". Es decir, un conjunto orgánico de documentos en los que se expusieran los rasgos configuradores del espíritu y del apostolado del Opus Dei, junto con los hitos fundamentales de su historia jurídica, de modo que quedaran como herencia o testimonio que constituyera punto de referencia para el futuro.

En todo momento partió, como ya hemos indicado, de las anotaciones, esbozos y esquemas que había conservado, teniendo en cuenta tanto su contenido como su antigüedad. Actuó a la vez movido por una honda conciencia de fundador, que le permitía revivir las fechas y momentos en los que su predicación había ido glosando con especial fuerza los diversos aspectos del espíritu del Opus Dei, y expresar ese espíritu cada vez con más hondura, de acuerdo con la madurez humana, espiritual e intelectual que había alcanzado. Esta capacidad era fruto de su estudio y de su oración, y de la experiencia adquirida gracias al desarrollo del Opus Dei. También tuvo influencia en este proceso su meditación y consideración, a la luz del carisma fundacional, del contexto en el que tenían lugar su vida y la del Opus Dei: el desarrollo general de la cultura, la celebración del Concilio Vaticano II, los avatares de la historia de la Iglesia y del mundo, etc.

Fue –esto es lo que conviene destacar ahora– desde esa honda madurez cristiana como san Josemaría abordó la tarea de dar forma definitiva a las Cartas de fecha mas antigua, y la de elaborar otras nuevas, fechadas ya en los años en los que se encontraba. En coherencia con el intento que como fundador se había propuesto, san Josemaría, respetando siempre la substancia de lo que en los papeles antiguos se contenía, no vaciló, cuando así lo consideró conveniente, en completar y ampliar lo que en esas notas se afirmaba, en desarrollar cuestiones espirituales o puntos de doctrina antes sólo incoados, etc., de modo que la redacción final ofreciera una exposición del mensaje del Opus Dei en la que se reflejara la doctrina contenida en los textos antiguos, con el lenguaje y la precisión alcanzados por su experiencia de fundador y su profundización en el carisma fundacional a lo largo de los años.

Esa referencia a la historia concreta del Opus Dei motiva que las Cartas, aun estando todas terminadas de redactar en la primera parte de la década de 1960, tengan fechas diversas. En las Cartas datadas a fines de los años cincuenta o en los primeros años sesenta, esa fecha coincide con la de su redacción material. En las Cartas de fecha antigua, es eco de la datación de los papeles que sirven de base a la redacción que san Josemaría emprendió en la década mencionada. Dicho con otras palabras: las fechas de las Cartas antiguas no son las de su última redacción –que se sitúa, como ya se ha dicho, entre 1960 y 1965 o 1966–, sino la del tiempo en el que la substancia de esa Carta estaba tanto en la mente y en la predicación de san Josemaría como en los papeles antiguos a los que nos venimos refiriendo.

A medida que iba progresando en la preparación de las Cartas, san Josemaría tomó además otra decisión: destruir, una vez que había llegado a la versión final de cada documento, los esquemas, esbozos y borradores de los que se había servido, dejando así como texto sólo el correspondiente a esa versión final. Esto hace que, respecto a las Cartas de fecha antigua, resulte imposible determinar sus diversas capas redaccionales, es decir, qué párrafos o frases provienen de papeles antiguos, y cuáles, en cambio, del momento en que san Josemaría procedió a completar su redacción. El texto final cobra así una importancia decisiva.

San Josemaría determinó, además, que, a medida que iba dando por concluida la redacción de las diversas Cartas, se fuera procediendo a su impresión –labor que concluyó en 1967– y a su envío a las diversas Regiones de la Obra. Esta primera edición impresa circuló, pues, aunque limitadamente, entre los fieles del Opus Dei. Algún tiempo después, en 1969, decidió proceder a una revisión general de todas las Cartas, de modo que la primera edición fue en consecuencia retirada. Esta revisión, en las primeras diecisiete Cartas, es decir, desde la fechada el 24– III–1930 hasta la fechada el 7–X–1950, fue realizada por san Josemaría sobre textos mecanografiados en cuartillas a doble espacio. A partir de la Carta fechada el 9–I–1951, y hasta el final (es decir, hasta las fechadas en 1965 o 1966), la metodología del trabajo cambió: san Josemaría procedió a la revisión no sobre un texto escrito a máquina, sino sobre un ejemplar de la primera edición impresa y luego retirada. Las correcciones –tanto las hechas sobre textos mecanografiados como sobre textos impresos–, son, por lo demás, de detalle.

Esta variación en el modo de trabajar la explica Mons. Echevarría en la portada de la Carta fechada el 9 de enero de 1951, mediante una amplia anotación manuscrita, con letra roja y fechada el 26 de mayo de 1969, en la que se lee: "Después de haber usado la primera edición impresa de las Cartas, el Padre ha hecho a mano algunas correcciones sobre el texto, que está copiado a máquina en cuartillas: en esas páginas queda, pues, el texto definitivo. (...) Como del texto de las Cartas –las que van de 1951 en adelante– no se conservaban textos escritos a máquina, el Padre me ha ido dictando las correcciones que ha querido introducir, para que yo las pusiera en un ejemplar tirado en la imprenta". En esa misma nota de 26 de mayo de 1969, Mons. Echevarría comenta que "con el fin de evitar posibles equivocaciones en las ediciones futuras", san Josemaría determinó que se destruyeran todos los ejemplares impresos que hubiera tanto en Roma como en las diversas Regiones a las que se habían enviado. Quedan, pues, como texto normativo los ejemplares, mecanografiados o impresos, tal y como fueron revisados en 1969; todos ellos se conservan en AGP, serie A–3, leg. 91 a 96.

Añadamos un último dato. Durante todo el proceso de redacción y revisión de las Cartas, el fundador del Opus Dei trabajó en su lengua nativa, es decir, en castellano. En un primer momento pensó en la posibilidad de que las Cartas se difundieran entre los fieles del Opus Dei, no sólo en la lengua castellana en la que estaban redactadas, sino también en latín, subrayando así, con el sentido de perennidad que tiene la lengua latina, la firmeza del magisterio fundacional que en todas se contenía. De hecho, algunas de las primeras Cartas que dio por concluidas, las entregó para que fueran traducidas a ese idioma y las envió así a las diversas Regiones del Opus Dei, si bien enseguida completó el envío remitiendo además el original castellano.

Pronto sin embargo abandonó la idea de traducir sus Cartas al latín, decisión que arrastraba consigo el abandono de una praxis, muy relacionada con la anterior: la de designar a las Cartas por el incipit, es decir, por las palabras con que comenzaba la versión latina (y, obviamente, la previa y original redacción castellana), que estaban escogidas, según un uso frecuente en los documentos eclesiásticos, de modo que resultaran expresivas del contenido del documento. Dejada aparte la citación mediante el incipit latino, se hacía necesario pensar en otro sistema. La decisión recayó finalmente sobre un modo de referencia que consiste en acudir a la palabra Carta, seguida de la fecha que en cada caso le corresponde. Conviene anotar, finalmente, que para todas las Cartas, aunque no hubieran sido traducidas al latín, san Josemaría quiso contar con una versión latina de la frase inicial, de modo que, si en algún caso se viera oportuno, pudieran ser citadas por un incipit en ese idioma.

3. Descripción de conjunto del ciclo de las Cartas

Resultado de la labor que hemos descrito es un corpus, ciclo o conjunto de treinta y siete Cartas. La primera está datada el 24 de marzo de 1930, fiesta en aquel entonces del arcángel san Gabriel, y a última el 24 de octubre de 1965, festividad del arcángel san Rafael. La Carta 24–III–1930 trata de la santificación de la vida ordinaria, del quehacer de cada día, como lo subraya su incipit latino: Singuli dies. La Carta 24–X–1965 trata del apostolado y de la formación para el apostolado, puntos a los que aluden las palabras elegidas para su incipit: Argentum electum, tomadas de Proverbios 10, 20, donde designan la actitud del que busca a Dios y aspira a darle a conocer.

Analizando el contenido de los treinta y siete escritos que integran el ciclo de las Cartas, cabe ordenarlas según diversos criterios. El más claro, a nuestro juicio, es el que permite distribuirlas, de acuerdo con lo que ya hemos apuntado en párrafos anteriores, en dos series: 1) las que describen aspectos del espíritu y del apostolado de la Obra; y 2) las que comentan algunas cuestiones relacionadas con su itinerario jurídico.

1) Las Cartas destinadas a glosar aspectos del espíritu y del apostolado del Opus Dei son veinticinco. Las detallamos a continuación, indicando, entre paréntesis, el incipit latino. Los temas que tratan las diversas Cartas se entrecruzan y complementan, como corresponde al género epistolar y lo reclama la íntima unidad que se da entre todos los elementos que configuran la realidad del Opus Dei; no obstante, para dar una idea, aunque sea muy sintética de la amplitud de su contenido, las presentamos agrupándolas según la temática que en cada caso prevalece:

a) Cartas sobre diversos aspectos del espíritu del Opus Dei: Carta 24-III-1930 (Singuli dies); Carta 24-III-1931 (Videns eos); Carta 9-I-1932 (Res omnes); Carta 11-III-1940 (Sincerus est); Carta 31-V-1943 (Legitima hominum); Carta 15-X-1948 (Meum gaudium); Carta 15-VIII-1953 (Mirabilis omnino).

b) Cartas sobre el apostolado: Carta 16-VII-1933 (Vos autem); Carta 2-X-1939 (Euntes ergo); Carta 24-X-1942 (Quem per annos); Carta 30-IV-1946 (Numquam antehac); Carta 14-II-1950 (Bene nostis); Carta 29-IX-1957 (Multum usum); Carta 9-I-1959 (Dei amore); Carta 16-VI-1960 (Dei voluntas); Carta 29-VII-1965 (Verba Domini).

c) Cartas sobre el sacerdocio en el Opus Dei: Carta 2-II-1945 (Sacerdotes iam); Carta 28-III-1955 (Divinus seminator); Carta 8-VIII-1956 (Ad serviendum).

d) Cartas sobre la formación: Carta 6-V-1945 (Divinus magister); Carta 9-I-1951 (Hac nostra aetate); Carta 2-X-1963 (Optime nostis); Carta 14-II-1964 (In Opere Dei); Carta 15-VIII-1964 (Veritatem facientes); Carta 24- X-1965 (Argentum electum).

2) Las Cartas encaminadas a explicar el alcance y el sentido de las diversas fases del itinerario jurídico del Opus Dei son doce. Se ocupan desde los primeros pasos en los años cuarenta hasta llegar, pasando por las aprobaciones pontificias de 1947 y 1950, a la preparación de la solución jurídica, que se alcanzará en 1982, después de la muerte de san Josemaría, pero basándose en sus textos e indicaciones. Teniendo en cuenta que estas Cartas están relacionadas con las diversas etapas de ese itinerario jurídico, cuyas fechas son conocidas, no parece necesario detallar su contenido (todas han sido por lo demás objeto de consideración en IJC). Nos limitamos por eso a reseñarlas, indicando entre paréntesis el incipit latino: Carta 14-II-1944 (Opus nostrum); Carta 29-XII-1947/14-II-1966 (Ascendente eo); Carta 8-XII-1949 (Perfice gressus); Carta 7-X-1950 (Via deflectit); Carta 14-IX-1951 (Hoc tempore); Carta 24- XII-1951 (In patientia); Carta 12-XII-1952 (Multa scripta); Carta 19-III-1954 (Vocationis vestrae); Carta 31-V-1954 (Sicut antea); Carta 2-X-1958 (Non ignoratis); Carta 25-I-1961 (Gratias Deo) y Carta 25-V-1962 (Ne proiicias).

Se señalan a continuación algunas observaciones que contribuyen a completar la descripción de las Cartas.

En primer lugar, que la extensión es muy variada, ya que oscilan –en texto impreso de 24x17 centímetros– entre las siete páginas que tiene la más breve y las casi cuatrocientas que tiene la más larga, aunque la media se sitúa entre las sesenta y las ochenta páginas.

En segundo lugar, que las Cartas de fechas más antiguas (concretamente las cuatro fechadas en los primeros años treinta) tratan de facetas básicas del espíritu del Opus Dei. En Cartas sucesivas se da paso a temas que desarrollan o concretan lo ya expuesto en las Cartas anteriores o que abren otras perspectivas (como es el caso de las Cartas de contenido jurídico o el de las Cartas sobre el sacerdocio, que tienen fechas posteriores a la ordenación sacerdotal, en 1944, de seglares que eran ya fieles del Opus Dei).

En tercer lugar, que si bien la distinción entre Cartas destinadas a glosar aspectos del espíritu y del apostolado del Opus Dei y Cartas que se ocupan de su itinerario canónico es, en sí misma, clara, la lectura de los textos pone de manifiesto que ambas temáticas se entrecruzan. Y esto como fruto de una realidad substantiva. Desde la perspectiva jurídico–canónica, la totalidad de la historia del Opus Dei es, en efecto, el resultado de la búsqueda, por parte de su fundador, de una configuración que reflejara la realidad de su espíritu. De ahí que las consideraciones histórico–jurídicas estén acompañadas de amplios desarrollos de carácter espiritual: referencias a la santificación y al apostolado en medio del mundo, consideraciones sobre la secularidad, análisis de las virtudes y de las implicaciones que tienen en quienes están llamados a poner en práctica el ideal cristiano precisamente en las condiciones propias del ordinario existir humano y social, etc.

En cuarto y último lugar, que las Cartas, aunque procedan a desarrollar temas de gran calado, mantienen siempre un estilo epistolar, con un lenguaje directo y familiar. Tienen, ciertamente, un esquema o hilo conductor, pero evitan consciente y decididamente –así lo advierte su Autor en diversos momentos– la rigidez expositiva y el tono de tratado o explicación exhaustiva, es decir, cuanto hubiera podido llevar a aprisionar el mensaje en un esquema preconcebido, para dejar, en cambio, que el espíritu fluya con libertad.

4. Las Cartas posteriores a 1965

En 1965 san Josemaría había dado por terminada la tarea de preparación de Cartas en el sentido ya mencionado: es decir, escritos amplios y con tono expositivo dirigidos a los fieles del Opus Dei. Los acontecimientos de años posteriores, y más concretamente las tensiones y crisis que conoció la Iglesia en los años siguientes a 1967 y 1968, le llevaron a cambiar de idea. Su conciencia de la responsabilidad que recaía sobre él como fundador y cabeza del Opus Dei en orden a la vida espiritual de sus miembros, le había llevado en algunos de los escritos que integran el ciclo de las Cartas a dar orientaciones que tenían en cuenta el contexto eclesial recién mencionado (así ocurre, concretamente, con algunas de las Cartas fechadas entre 1963 y 1965). El aumento de la situación de crisis a partir de 1967-1968 le impulsó a redactar nuevas Cartas, que tuvieran como objetivo predominante fortalecer la fe y orientar la vivencia cristiana.

Con esa intención redactó a comienzos de 1967 una amplia Carta, que dató el 19 de marzo de ese año, festividad de San José. El incipit de la Carta está formado por las palabras Fortes in fide, tomadas de la versión latina de la primera de las epístolas de san Pedro (1P 5, 9), para añadir a continuación: "así os veo, hijas e hijos queridísimos: fuertes en la fe, dando con esa fortaleza divina el testimonio de vuestras creencias en todos los ambientes del mundo, movidos por el poder impetuoso del Espíritu Santo en una renovada Pentecostés". Esta Carta, de la que se conserva AGP, serie A–3, leg. 95, carp. 6) un texto mecanografiado con abundantes correcciones de puño y letra de san Josemaría, es muy extensa (190 páginas, en texto impreso de formato 24x17 centímetros). Constituye una invitación a la firmeza en la fe en el contexto de la compleja situación que atravesaban durante esos años la Iglesia y la sociedad, con el deseo de adherirse al Año de la Fe convocado por Pablo VI un mes antes, el 22 de febrero de 1967.

Desde años atrás el fundador del Opus Dei tenía la costumbre de escribir una carta a las promociones de fieles del Opus Dei que iban a recibir la ordenación sacerdotal. Se trataba, de ordinario, de cartas breves: un folio, o incluso algo menos. En 1971 decidió enviarles un texto más largo. Determinó, a la vez, que se imprimiera y se hiciera llegar también a los demás miembros del Opus Dei. La Carta fruto de esa decisión está fechada el 10 de junio de 1971, y ocupa diecinueve páginas, en texto impreso de formato 16x12 centímetros (AGP, serie A–3, leg. 96, carp. 2). Está en clara continuidad con la Carta de 1967 recién descrita, aunque el tono y algunos de los temas sean distintos, como corresponde a un escrito dirigido de forma inmediata a quienes se preparaban para la recepción del sacramento del Orden.

La Carta a los sacerdotes de 1971 anticipa, por lo demás, de algún modo, tres Cartas que, entre marzo de 1973 y febrero de 1974, dirigió a todos los fieles del Opus Dei, y a las que el propio san Josemaría, aludiendo a la antigua costumbre de convocar al pueblo para la santa Misa mediante tres toques sucesivos de campana, calificó como "las tres campanadas". "Salgo otra vez a vuestro encuentro –escribe al comienzo de la tercera–, volviendo a sonar la campana. (...) Esta carta es como una tercera invitación, en menos de un año, para urgir vuestras almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la dura prueba que soporta la Iglesia".

La primera de estas Cartas está fechada el 28 de marzo de 1973; la segunda, el 17 de junio de ese mismo año; la tercera, el 14 de febrero de 1974. Todas tienen bastantes páginas, aunque de formato pequeño (16x12 centímetros): veintiocho la primera; cincuenta y una la segunda; cuarenta y ocho la tercera (AGP, serie A–3; leg. 96, carp. 1). Las tres, aun tratando cuestiones diversas, al menos en parte, manifiestan la misma actitud de espíritu y aspiran al mismo objetivo, tal y como queda claramente expresado en las palabras que hemos citado en el párrafo precedente.

José Luis ILLANES

 «    CASCIARO RAMÍREZ, PEDRO    » 

(Nac. Murcia, España, 16–IV–1915; fall. México D. F., México, 23–III–1995). Miembro del Opus Dei desde 1935, desempeñó un papel importante en la expansión de la Obra y difusión de su apostolado.

Fue el mayor de tres hermanos: Soledad (que murió a los pocos años) y José María. Sus padres eran Pedro Casciaro Parodi y Emilia Ramírez. Contrajeron matrimonio en Torrevieja (Alicante) en 1914. La familia paterna era de origen italiano, con ideas liberales y republicanas, de buena posición económica y no muy practicantes. Los Ramírez, en cambio, eran una familia modesta y muy religiosos.

El padre de Pedro era catedrático de Geografía en un instituto de Albacete, muy culto y, al mismo tiempo, hombre de acción. En 1936, fue nombrado Presidente Provincial del Frente Popular. Los domingos solía acompañar a su mujer a Misa, hasta que un periódico local publicó un artículo injurioso titulado "Laicismo, pero no para mi casa", en el que se le criticaba por haber celebrado la primera Comunión de su hijo José María. Desde entonces dejó de asistir a Misa. Posteriormente, ya acabada la Guerra Civil española, reanudó la vida cristiana.

Pedro estudió Bachillerato en el instituto de Albacete. En 1932 se trasladó a Madrid para preparar el examen de ingreso en la Escuela de Arquitectura. Consiguió ingresar en 1935, tras cursar dos años prescritos de Ciencias Exactas y superar exigentes exámenes de dibujo. Agustín Thomás Moreno, amigo de la infancia, le habló de san Josemaría y facilitó su primer encuentro en el mes de enero de 1935. Comenzó a tener dirección espiritual con este sacerdote. Pocos meses después, el 11 de noviembre, se incorporó al Opus Dei. Pedro compatibilizó los estudios de Arquitectura y de Ciencias Exactas, hasta que decidió centrarse en la segunda carrera por consejo de san Josemaría para dedicarse más intensamente a las tareas de la Obra.

La Guerra Civil española le sorprendió en Alicante mientras estaba en casa de sus abuelos. Aunque al inicio de la contienda había sido declarado inútil por enfermedad, fue movilizado en junio de 1937, siendo destinado a Valencia. Allí retomó contacto con Francisco Botella, amigo, compañero de carrera y miembro del Opus Dei.

En el mes de octubre de 1937, Juan Jiménez Vargas los visitó en Valencia y les anunció que, en breve, llegaría san Josemaría acompañado de algunos fieles del Opus Dei y de otras personas. Su objetivo era intentar pasar el frente por los Pirineos y llegar a través de Francia a la zona de España donde la Iglesia no era perseguida. Pedro Casciaro se unió a la expedición.

Después de múltiples dificultades, emprendieron la marcha desde Barcelona el 19 de noviembre. Llegaron a Andorra el 2 de diciembre. Pasaron por el santuario de Lourdes, donde san Josemaría celebró una Misa en la que rezó, según le dijo a Pedro, por la mejora de la vida cristiana del padre de Pedro.

Ya en España, Pedro Casciaro fue destinado a Pamplona como soldado y después a Burgos (marzo de 1938), ciudad en la que se había establecido san Josemaría, con el que tuvo la posibilidad de convivir.

El curso 1940-41 fue director de la Residencia Samaniego (Valencia) y profesor de la Universidad de Valencia. El curso siguiente se trasladó a Madrid, donde fue nombrado director del Centro de Estudios de la calle Diego de León. En 1944 pasó a ser director de la Residencia Universitaria La Moncloa (Madrid). Participó en los inicios del Opus Dei en Bilbao y en otras ciudades españolas. Entre 1942 y 1945 fue profesor del Instituto Ramiro de Maeztu, de Madrid. En 1946 obtuvo el doctorado en Ciencias Exactas en la Universidad Central de Madrid con la tesis: Los espacios n–dimensionaies de Riemann. Años más tarde, en 1973, obtuvo el grado de Doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Navarra.

En 1936, san Josemaría le preguntó si estaba dispuesto a ordenarse sacerdote. Pedro aceptó. Ya acabada la Guerra Civil, realizó los estudios necesarios para su ordenación. Mons. Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid, le administró el diaconado el 15 de junio de 1946 y la ordenación sacerdotal el 29 de septiembre de 1946 en la capilla del Palacio Episcopal. Celebró la primera Misa solemne en el santuario de Nuestra Señora de Begoña en Bilbao.

En abril de 1948, san Josemaría le encomendó la realización de un viaje por diversos países de América, acompañado por otros dos miembros del Opus Dei. El objetivo era doble: visitar a algunos obispos que habían pedido que el Opus Dei comenzase a trabajar en sus diócesis y estudiar sobre el terreno las posibilidades de implantación del Opus Dei en esos países. Estuvieron en Estados Unidos (Nueva York, Chicago y Washington), Canadá (Toronto, Montreal, Ottawa y Quebec), México, Perú, Chile y Argentina (Buenos Aires y Rosario). En cada país permanecieron entre una y tres semanas, excepto en México, donde estuvieron dos meses. A la vuelta de este viaje, en septiembre de 1948 contaron sus impresiones a san Josemaría en Molinoviejo, una casa de retiros del Opus Dei cercana a Segovia.

El 17 de diciembre Pedro Casciaro regresó a Molinoviejo. San Josemaría pidió que se encargara de empezar la labor apostólica del Opus Dei en México, a donde llegó, al puerto de Veracruz, el 18 de enero de 1949.

A lo largo de su vida, san Josemaría le asignó diversas funciones de gobierno en el Opus Dei. Entre ellas, fue miembro del Consejo General del Opus Dei desde 1946 a 1948 y Consiliario de México y Centroamérica desde 1948 a 1956. Desde 1956 a 1958 fue Delegado Regional para Guatemala y México. Permaneció en México hasta 1958, año en el que fue nombrado Procurador General del Opus Dei y Delegado Regional de Italia.

En 1958, san Josemaría le pidió que se trasladase a Kenya para estudiar in situ la sugerencia de Mons. Gastone Mojaisky Perrelli, Delegado Pontificio en ese país, de que el Opus Dei impulsara la creación de una universidad. Años más tarde vieron la luz Strathmore y Kianda College, dos colleges interraciales en Nairobi (Kenia). También participó en el comienzo del trabajo apostólico en Nigeria.

Permaneció en Roma hasta mayo de 1966, cuando volvió a ser nombrado Consiliario del Opus Dei en México. Ejerció este cargo hasta 1972 y después fue Director Espiritual de la Región de México un año más. Impulsó la creación de diversas actividades apostólicas del Opus Dei en este país. Cabe destacar el IPADE (Instituto Panamericano para Alta Dirección de Empresas), la Universidad Panamericana, la Escuela de Montefalco, etc.

Del 15 de mayo al 22 de junio de 1970, acompañó a san Josemaría en su primera visita a México. En esos días participó en la Novena que el santo hizo a la Virgen de Guadalupe.

Después de haber cesado en los cargos de gobierno del Opus Dei, permaneció en este país hasta su muerte, dedicándose a la atención pastoral de los fieles de la Prelatura y a otros encargos sacerdotales.

Ramón PEREIRA

 «    CASTIDAD    » 

"Porque verán a Dios" es el título de la homilía que san Josemaría dedica a tratar de la virtud de la castidad o pureza (cfr. AD, 175-189), a la que, según él mismo decía, "suelo añadir el calificativo de santa" (ECP, 5). Ese título, que remite a las palabras del Señor en el Evangelio –"bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8)–, señala con precisión la clave para percibir la perspectiva desde la que san Josemaría considera siempre esa virtud, "que sin ser la única ni la primera, sin embargo actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica" (AD, 175). Esta doctrina resulta clara si se advierte que la vida eterna consistirá en "ver a Dios cara a cara" (1Co 13, 12); y que la vida cristiana, en cuanto participación y desarrollo de la gracia santificante, es como el comienzo de la vida eterna en la tierra. De ahí que san Josemaría, que habla del existir de los cristianos como de un caminar en "presencia de Dios" (C, 278) o de ser "contemplativos en medio del mundo" (ECP, 174), subraye con fuerza que, aunque "la santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado" (ECP, 5).

1. La virtud de la castidad

Creada "a imagen de Dios" (Gn 1, 27), que "es Amor" (1Jn 4, 16), la persona humana está llamada a hacer de su existencia una respuesta de amor, que, en el caso del cristiano, se resume en la caridad –"el vínculo de la perfección" (Col 3, 14)–; y, como consecuencia, "convertir –por el amor– el trabajo humano de nuestra jornada habitual, en obra de Dios, con alcance eterno" (F, 742). Por eso, como "no hay amor humano neto, franco y alegre (...) si no se vive esa virtud de la castidad" (ECP, 25), "discurrir sobre este tema significa dialogar sobre el Amor" (AD, 178). Lo que comporta, entre otras cosas, que se deba "tratar de la santa pureza con razonamientos positivos y límpidos, con palabras modestas y claras" (ibídem).

San Josemaría dijo y escribió en los contextos más variados que la castidad es "una corona triunfal" (C, 123), "una triunfante afirmación de amor" (S, 831; ECP, 25). Está al servicio del amor y es también su fruto o resultado. Crea en el interior del corazón la disposición necesaria para que el hombre pueda "responder que sí a su Amor, con un cariño claro, ardiente y ordenado" (AD, 178). A la vez, "la pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos" (ECP, 5), haciendo posible "vivir delicadamente (...) esa finura que sólo se entiende cuando nos colocamos junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz" (AD, 184). "Pero no es santa, ni agradable a Dios si la separamos de la caridad. La caridad es la semilla que crecerá y dará frutos sabrosísimos con el riego, que es la pureza. Sin caridad, la pureza es infecunda, y sus aguas estériles convierten las almas en un lodazal, en una charca inmunda, de donde salen vaharadas de soberbia" (C, 119).

"La castidad –no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada– es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida" (ECP, 25). Y, según el mismo san Josemaría explica en una apretada síntesis, conlleva que "el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos –y no simplemente continentes u honestos–, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor" (AD, 177). San Josemaría proclamará de muchas maneras que la castidad no es "una negación" sin más (cfr. ECP, 5; F, 92; AD, 177), ni su importancia se debe a la abstención de la actividad sexual (que sí será necesaria en los que no han sido escogidos por Dios para vivir en el matrimonio).

Es una "afirmación". Todo ser humano ha de "ser continente, cada uno según su estado [... Pero] esta postura comporta un acto positivo, con el que aceptamos de buena gana el requerimiento divino" AD, 182). Debido al pecado original, existe en el interior del corazón un desorden, que hace que se rebele el "estímulo de la carne" (cfr. 2Co 12, 7) o "concupiscencia de la carne" (1Jn 2, 16). Se manifiesta de manera particular en "la apetencia sexual, que [por eso] debe ser ordenada" (ECP, 5). Si no es así, cuando "las pasiones" no se ordenan y se ponen al servicio de la "concupiscencia de la carne", las personas se convierten en "esclavos de la sensualidad" ECP, 5). Eso ocurre, comenta san Josemaría, con referencia al placer y satisfacción que "Dios ha unido a las diversas funciones de la vida humana", siempre que el hombre, invirtiendo el orden de las cosas, busca esa emoción como valor último. despreciando el bien y el fin al que debe estar ligada y ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o en ocasión de pecado" (ECP, 25).

Esa "ordenación" –para san Josemaría como para la gran teología– se identifica con la integración del bien de la sexualidad en el bien de la persona. Es fruto del señorío de la persona sobre sí misma, sabedora de que "el sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad" (ECP, 24), que "la apetencia sexual (...) no es mala de suyo, porque es una noble realidad humana santificable" (ECP, 5). Por eso, el "vencimiento" propio, necesario a fin de "someter las pasiones" (AD, 177), no se ha de entender como una negación o recorte de los valores de la corporalidad y sensibilidad. "Es combate, pero no renuncia (...). No ha de reducirse de ninguna manera a una negación fría y matemática" (AD, 182). Es sólo subordinación del instinto a la racionalidad exigida por la misma condición de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios. La "violencia" de la castidad combate la esclavitud que el "hombre viejo" o la "carne", de que habla san Pablo, quiere imponer a los hijos de Dios. Nada de lo que pertenece al "ser" de la persona puede considerarse como menos bueno o infrahumano.

Es una "afirmación decidida de la voluntad". El querer y el dominio que requiere esa "ordenación" no viene de "la carne, ni viene del instinto" (AD, 177), que, como tal, sólo es capaz de percibir la dimensión útil y placentera de la sexualidad. Es necesaria la actuación de la voluntad racional, porque sólo la razón es capaz de percibir el bien de la sexualidad como bien de la persona; y sólo la voluntad racional es capaz de integrarlo en el bien de la persona, impregnándolo de racionalidad.

Pero esa integración será "virtuosa", si la decisión de la voluntad, supuesta siempre la actuación de la gracia, está al servicio del amor. Ha de darse, por tanto, en el interior de "este corazón nuestro [que] ha nacido para amar. (...) Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño!" (AD, 183). Por eso "responder que sí a su Amor [de Dios], con un cariño claro, ardiente y ordenado, que eso es la castidad" (AD, 178), comporta el compromiso de la voluntad de llevar a Dios en nuestros cuerpos, ya que, por haber sido "comprados a gran precio" (1Co 6, 20) y hechos "templos de Dios" (1Co 3, 16), "pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias" (AD, 177). Se requiere la colaboración de la libertad humana al don de la gracia, que, teniendo lugar en el interior del corazón, se manifiesta al exterior a través del lenguaje de la corporalidad. "Nos revela la Escritura Santa que esa obra grandiosa de la santificación, tarea oculta y magnífica del Paráclito, se verifica en el alma y en el cuerpo" (AD, 178).

Como trasfondo doctrinal de la enseñanza sobre la castidad subyace, entre otros principios de la antropología cristiana, una idea del hombre que lleva a verlo con lo que podríamos calificar como una "totalidad unificada" ("unidad substancial" de cuerpo–alma, de que habla la explicación hilemórfica) y una valoración de la sexualidad como dimensión constitutiva de la persona humana.

2. importancia para la vida humana y cristiana

El papel decisivo de la castidad en la vida humana y cristiana viene determinado por su necesidad. Si esta virtud no se vive, el existir de las personas no se desarrolla de acuerdo con su dignidad, y tampoco es posible corresponder a la gracia que el Señor pide "a cada uno, de acuerdo con su situación personal, [que] exige la práctica de las virtudes propias de los hijos de Dios" (AD, 177). De la homilía "Porque verán a Dios" son unas palabras que, de algún modo, resumen el pensamiento de san Josemaría sobre esta función e importancia: "Ciertamente la caridad teologal se nos muestra como la virtud más alta; pero la castidad resulta el medio sine qua non, una condición imprescindible para lograr ese diálogo íntimo con Dios; y cuando no se guarda, si no se lucha, se acaba ciego; no se ve nada, porque el hombre animal no puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios" (1Co 2, 14)" (AD, 175).

Espiritualmente hablando, los que "se han entregado cobardemente a la lujuria", "no ven, ni oyen, ni entienden nada" (AD, 181). Han abdicado de lo que es más propio del ser humano, como imagen de Dios: "la inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite –con la libre voluntad, otro don de Dios– conocer y amar" (ECP, 24;cfr. A cfr. AD, 179). Y cuando ya no predominan "las aspiraciones de la vida espiritual", sino que ese horizonte es presidido por la sensibilidad, el placer o la satisfacción, se oscurece la luz de la inteligencia y se debilita la voluntad. Si no se lucha por rechazar los desvaríos de la impureza se puede terminar, como advertía el confesor, "un poco rudo": "andas ahora por caminos de vacas; luego, ya te conformarás con ir por los de cabras; y luego..., siempre como un animal, que no sabe mirar al cielo" (S, 843).

La necesidad de contrarrestar esas consecuencias explica que san Josemaría anime fuertemente a amar y vivir personalmente esta virtud: "No olvides que la pureza enrecia, viriliza el carácter" (C, 144). Y también, a que mediante su valoración, se contribuya a humanizar la sociedad: "Hace falta una cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia" (C, 121). Esa afirmación de la castidad cobra un vigor y vibración especiales al situarla en relación con la vida cristiana. Después de haber enumerado los recursos (formación de la conciencia, guarda de los sentidos, frecuencia de sacramentos, etc.) con que "contamos siempre los cristianos para vencer en esta lucha por guardar la castidad" (AD, 185), añade: "Me diréis que todo eso resume, sin más, la vida cristiana. Ciertamente no cabe separar la pureza, que es amor, de la esencia de nuestra fe, que es caridad, el renovado enamorarse de Dios que nos ha creado, que nos ha redimido y que nos coge continuamente de la mano, aunque en multitud de circunstancias no lo advirtamos" (AD, 186; cfr. S, 836, 837).

Una vida cristiana auténtica no se puede separar del esfuerzo por guardar la castidad, ya que, según se argumenta en esta misma homilía, "Jesucristo es el modelo nuestro, de todos los cristianos" (AD, 175). [... Y] "quiere que nosotros conservemos ese ejemplo sin sombras: un modelo maravilloso de pureza, de limpieza, de luz, de amor que sabe quemar todo el mundo para purificarlo" (AD, 176). Para reflejar ese modelo o "revestirse de Cristo", es decir, "esa obra grandiosa de ¡a santificación", necesitamos de la "tarea oculta y magnífica del Paráclito" (AD, 178); por tanto el cristiano ha de luchar por ser dócil a esa acción del Espíritu Santo. Sólo así el alma dispondrá de ese como instinto sobrenatural para descubrir "a Jesús que pasa quasi in occulto (Jn 7, 10) por las encrucijadas aparentemente más vulgares" (AD, 4). Esa motivación late en Camino: "Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual que recubre mi corazón, para que sienta y siga con docilidad los toques del Paráclito en mi alma" (C, 130). Y también en la invitación a poner los medios para vencer en el combate de la castidad. "¡Qué amor a la virtud encantadora de la santa pureza, que nos ayuda a ser más fuertes, más recios, más fecundos, más capaces de trabajar por Dios, más capaces de todo lo grande!" (AD, 176).

La relación entre vida cristiana vibrante y corazones limpios, entregados al Amor, es también la razón de que la castidad sea necesaria en el apostolado. "Sin la santa pureza no se puede perseverar en el apostolado" (C, 129). No es posible, porque "tu apostolado debe ser una sobreabundancia de tu vida "para adentro" (C, 961; cfr. F, 708; AD, 5): de "una intensa vida interior", que consiste "en ser, eficaz y realmente, hombres y mujeres que hacen de su jornada un diálogo ininterrumpido con Dios" (F, 572). Esa perspectiva hace ver que, entre otras cosas, vale la pena esforzar por superar las dificultades que pudieran presentarse y que, en ocasiones, pudieran parecer duras y pesadas. Es una exigencia del amor a Dios y de la ayuda que se puede y debe dar a los demás. "Comparo esta virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por todos los ambientes de la tierra sin temor a quedar enlodados. Las alas –también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las nubes– pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo. Grabadlo en vuestras cabezas, decididos a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!, ¡arriba!, hasta el sol, a la caza del Amor" (AD, 177). Jamás se debe olvidar que la "carga" del Evangelio es "suave y ligera" (Mt 11, 30).

3. La castidad en el propio estado

Valorar como se debe la importancia de la castidad exige, junto a otras cosas, advertir que, como recuerda san Josemaría, "vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina" (ECP, 46). Por eso, la castidad es necesaria para todos. El ejercicio de esta virtud no queda "reducido" a la lucha contra el desorden de la concupiscencia, que acompaña al hombre mientras peregrina por la tierra. Además, ha de hacerse en todos los estados y etapas de la vida "de acuerdo con su situación personal" (cfr. AD, 177), es decir, conforme lo exige la propia vocación.

"Por vocación divina unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros" (ECP, 5). "Pero, en cualquier caso, cada uno en su sitio, con la vocación que Dios le ha infundido en el alma –soltero, casado, viudo, sacerdote– ha de esforzarse en vivir delicadamente la castidad, que es virtud para todos y de todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que sólo se entiende junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz" (AD, 184).

Desde esa valoración positiva de la vida matrimonial, san Josemaría anima a los que se preparan para el matrimonio a que comprendan "bien lo que es el amor: el Amor divino, y también el amor humano noble; y sabrán lo que es la paz, la alegría, la fecundidad" (CONV, 105). Con esa perspectiva les recuerda que "el noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza" (ibidem). En ese mismo sentido se expresa el Concilio Vaticano II cuando dice "a los novios (...) que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto" (GS, 49) y el Catecismo de la Iglesia Católica, que en la castidad propia de esa etapa "han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios" (CCE, 2350).

Con esa convicción san Josemaría asegura "a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia" (ECP, 25). "Les diré también –continúa el texto– que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos" (ibidem). Con lógica coherencia, san Josemaría recordaba una y otra vez que "el verdadero amor mutuo transciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los hijos" (CONV, 94): el amor conyugal forma parte irrenunciable de la respuesta de los casados a su vocación a la plenitud de la vida cristiana, y la apertura a la fecundidad es una dimensión constitutiva de ese amor.

En este sentido, san Josemaría alertaba de las consecuencias a que puede conducir la desnaturalización del amor conyugal: "Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables" (ECP, 25; cfr. CONV, 94). Ese "no cegar las fuentes de la vida" expresa la generosidad y la fidelidad a la vocación recibida que debe guiar las manifestaciones de su amor. Ésa es la razón de que san Josemaría subraye con fuerza de palabra y por escrito: "Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar adelante una familia numerosa, si Dios se la manda" (CONV, 94).

La familia numerosa no es, pues, sin más, la que tiene muchos hijos, sino la que es generosa con el plan de Dios: "Cuando alabo la familia numerosa, no me refiero a la que es consecuencia de relaciones meramente fisiológicas; sino a la que es fruto de ejercitar las virtudes cristianas, a la que tiene un alto sentido de la dignidad de la persona, a la que sabe que dar hijos a Dios no consiste sólo en engendrarlos a la vida natural, sino que exige también toda una larga tarea de educación: darles la vida es lo primero, pero no es todo. Puede haber casos concretos en los que la voluntad de Dios –manifestada por los medios ordinarios– esté precisamente en que una familia sea pequeña. (...). No es el número por sí solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es suficiente para que una familia sea más o menos cristiana. Lo importante es la rectitud con que se viva la vida matrimonial" (ibidem). Por esa razón los esposos a los que "el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. (...) No hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza" (CONV, 96).

Amor conyugal y apertura a la vida conforman la castidad o constituyen la misma realidad. Esto equivale a decir que la relación conyugal es expresión verdadera del amor cuando se vive la castidad: "Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara" (ECP, 25).

Proclamando la grandeza de la vocación matrimonial, san Josemaría enseña a la vez que a algunos Dios les pide más: “entregarse por amor al Reino de los cielos sólo a Jesús y, por Jesús, a todos los hombres" (AD, 184). Es el don de los que, siguiendo la llamada del Señor, viven la virginidad o el celibato por el reino de los cielos, que exige, ciertamente, la continencia: pero sólo será expresión de la virtud de la castidad si está al servicio del Amor de Dios y de los demás. Y así "es algo más sublime que el amor matrimonial, aunque el matrimonio sea un sacramento y sacramentum magnum (Ef 5, 32)" (ibidem).

Esa sublimidad del celibato se debe a su vinculación particular con el reino de los cielos. Objetivamente el celibato expresa en forma más acabada la redención del cuerpo, como será en la resurrección. El matrimonio expresa esa misma redención mediante el sacramento, según la condición de este mundo. Pero desde la perspectiva de las existencias concretas, "lo que interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es –siempre y sólo– hacer la voluntad de Dios" (CONV, 92). El don del celibato y el matrimonio son dos tipos de llamada vocacional que se necesitan: ninguna expresa completamente por sí sola el misterio del amor de Cristo por la Iglesia. Y se complementan: el celibato "recuerda" que la castidad propia del matrimonio ha de vivirse con la perspectiva del reino de los cielos; el matrimonio, que la castidad del celibato no puede quedarse en una universalidad abstracta, ya que sólo las personas singulares pueden ser amadas. Por eso "no hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato" (ibidem). En el fondo, porque uno y otro son modos que expresan que "la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor" (AD, 183).

Augusto SARMIENTO

 «    CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE    » 

San Josemaría afirmó siempre que "el Opus Dei es una gran catequesis", pues se propone avivar en los fieles corrientes la urgencia de la llamada a la santidad, al tiempo que ofrece la formación doctrinal de la fe cristiana y los medios ascéticos y espirituales para alcanzar ese fin. El afán del fundador por difundir la doctrina cristiana comenzó muy pronto: desde que el Señor se cruzó en su vida, preparándole para la misión a la que le destinaba, y se mantuvo vivo hasta el momento de su muerte.

1. Durante los primeros años de su sacerdocio (1925-1931)

Durante las seis semanas que pasó como regente auxiliar en la parroquia de Perdiguera, adonde fue enviado a los dos días de su ordenación sacerdotal, san Josemaría dedicó gran atención a la catequesis de niños y de adultos, con vistas a la primera Comunión de unos y al cumplimiento del precepto pascual por parte de los otros. De vuelta a Zaragoza, en mayo de 1925, mientras proseguía sus estudios de Derecho, encontró un puesto de capellán en la iglesia de San Pedro Nolasco. Además de cumplir las obligaciones propias de ese encargo, se entregó generosamente a otros servicios pastorales no estipulados en el contrato de la capellanía: catequesis, atención de enfermos, ministerio de la Confesión, etc. Era una iglesia muy frecuentada en la que siempre había trabajo por hacer. Logró reunir un grupo de muchachos que, en las horas libres de los domingos, iban a enseñar la doctrina cristiana a los niños del barrio de Casablanca, que era entonces un suburbio de la ciudad.

En 1927 se trasladó a Madrid para obtener el doctorado en Derecho. En la residencia para sacerdotes enclavada en la calle Larra, donde se alojó al poco de llegar a la capital, conoció la intensa labor de catequesis y asistencia a los enfermos que llevaban a cabo las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Muy pronto fue nombrado capellán del Patronato de Enfermos. Allí, como antes en San Pedro Nolasco, se excedió generosamente en el cumplimiento de sus encargos sacerdotales. Además de celebrar Misa y atender otros actos de culto, se fue incorporando voluntariamente a las variadas obras de misericordia que se impulsaban en el Patronato y desde el Patronato de las Damas Apostólicas.

Por lo que se refiere al tema que nos ocupa, san Josemaría colaboró en la preparación anual de unos cuatro mil niños para la primera Comunión. La catequesis eucarística consistía en darles algunas pláticas y charlar con cada uno para confirmar su capacidad de entendimiento y sus disposiciones para recibir la Eucaristía. En los días previos a las primeras Comuniones, se ocupaba –junto con otros sacerdotes– de confesar a los niños. Nunca olvidó ese trabajo pastoral, del que –así decía– aprendió tanto. "Yo tengo sobre mi conciencia –explicaba en febrero de 1975 a un gran concurso de gente– el haber dedicado muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres de Madrid. Hubiera querido ir a confesar en todas las grandes barriadas más tristes y desamparadas del mundo" (Notas de una reunión familiar, 14-11-1975, en Obras, 1980, p. 452: AGP, Biblioteca, P03).

Una de las primeras damas apostólicas, Asunción Muñoz González, testimonia cómo san Josemaría iba "a los colegios que teníamos en los barrios madrileños que, en aquellos tiempos, eran cincuenta y ocho, que daban educación a doce mil niños y niñas (...). Allí daba pláticas a los niños y charlaba amistosamente con cada uno empleando toda su simpatía personal, toda su energía de apóstol, en llevar los corazones de aquellos chicos hasta el conocimiento y el amor de Jesucristo" (AGP, serie A.5, 228-3–10).

2. Desde la fundación del Opus Dei hasta el comienzo de la Guerra Civil española (1928-1936)

En 1931 dejó de trabajar en el Patronato de Enfermos, pero continuó dando catequesis por diversos barrios madrileños. Con frecuencia iba a confesar y a explicar el Catecismo a los chicos recogidos en Porta Coeli, un asilo para golfillos regentado por unas religiosas. Y, a título de clases particulares, durante dos años consecutivos, impartió lecciones de religión a cinco chiquillos de una familia, con asistencia también de las personas del servicio doméstico.

Desde que puso en marcha de forma estructurada la obra de san Rafael, es decir, la labor del Opus Dei con la juventud, san Josemaría invitó a participar en las catequesis a los estudiantes universitarios a quienes trataba. La primera tuvo lugar el 22 de enero de 1933, en el Colegio Divino Redentor, llevado por las Misioneras de la Doctrina Cristiana y situado en la barriada de Los Pinos, en el municipio de Tetuán. Estaba situado en una hondonada, de modo que, cuando llovía, aquello se convertía en un verdadero arroyo; por esto la gente de la zona conocía a esa escuela con el nombre de Colegio del Arroyo. Iban cada domingo. San Josemaría atendió esa catequesis muchos domingos desde 1933 hasta 1936, superando ingentes dificultades, entre otras las derivadas del odio anticlerical que fue creciendo a lo largo de aquellos años.

Se iniciaba así un medio de formación que –en palabras del fundador– es parte esencial en la labor que la Obra realiza con la gente joven. Tal y como san Josemaría concebía estas catequesis, con lo que implicaban de contribución mediante la labor en parroquias, escuelas, etc., eran y (siguen siendo) un medio en la formación personal de quienes se incorporaban como profesores. En efecto, no sólo les ayudaba a conocer mejor la doctrina cristiana, para luego explicarla a los niños, sino que se despertaba en ellos un fuerte sentido de responsabilidad y les facilitaba un modo concreto de participar en la misión evangelizadora de la Iglesia.

En 1934 se comenzó una catequesis más. Estaba a punto de abrirse la Academia y Residencia DYA, la labor apostólica con los estudiantes universitarios iba tomando vuelo, y san Josemaría vio la necesidad de disponer de otro lugar además de Los Pinos. Con este motivo escribió unas letras al Vicario General de la diócesis, pidiéndole que le reservara otra catequesis (AGP, serie A.3.4, 253, 340812-1). El lugar designado fue Vallecas.

3. En los años sucesivos (1939-1970)

Con el final de la Guerra Civil, san Josemaría pudo reanudar plenamente las actividades apostólicas del Opus Dei. Reservó una atención especial a fomentar el desarrollo del apostolado con la gente joven, convencido de que esta labor era clave para el desarrollo de la Obra. Hasta su marcha a Roma, dedicó muchas horas a la atención espiritual de los jóvenes que acudían a los Centros de la Obra para recibir formación cristiana y siguió impulsando los medios específicos de esa labor, entre ellos las catequesis y las visitas a los pobres, enfermos y necesitados.

El número de fieles fue creciendo y la labor se hacía más amplia. Las catequesis, siempre con el impulso de san Josemaría, se multiplicaron. En charlas y encuentros informales san Josemaría fue exponiendo sus ideas acerca de las catequesis, subrayando la necesidad de que los encargados de las clases prepararan los temas con rigor y con un mínimo de formación pedagógica, ya que solo así la labor se realizaría según su espíritu.

Ya en Roma siguió insistiendo en esta idea madre: la misión del Opus Dei puede resumirse en dar doctrina a todo tipo de personas, del modo más adecuado en cada caso. Y aunque se vio obligado a limitar mucho su actuación personal inmediata en este campo, no por eso se sintió eximido de esa tarea. Más aún, puede afirmarse que –espoleado por el afán de transmitir a muchas personas la doctrina de Cristo– se "inventó" nuevos modos de dar catequesis, como veremos a continuación.

4. Las grandes catequesis en los últimos años de su vida (1970-1975)

Desde el primer momento, san Josemaría se ocupó de transmitir formación cristiana a las personas que reunía a su alrededor. A las formas usuales de la predicación sacerdotal (pláticas, meditaciones, etc.) se unía otra que tuvo una gran importancia: reuniones de carácter familiar y amigable ("tertulias", las llamaba) en las que salían a relucir temas muy diversos, que el fundador aprovechaba para transmitir la doctrina cristiana y el espíritu de la Obra. Dedicó millares de horas a impartir formación de esta manera, habitualmente en grupos reducidos de personas. Poco a poco, las circunstancias le impulsaron a dirigir la palabra a verdaderas multitudes, sin que esas reuniones perdieran su carácter profundamente familiar.

La primera ocasión se presentó en 1960, durante un viaje a España con motivo de la erección de la Universidad de Navarra. En Madrid, Zaragoza y Pamplona se reunió con numerosos miembros del Opus Dei que no le conocían personalmente y estaban deseosos de ver y oír al Padre, así como con personas que sin pertenecer al Opus Dei participaban de algún modo de su labor. Como el tiempo de que disponía era muy limitado, optó por recibirlos en ambientes de mayor capacidad, como un salón de actos o la sala de estar de una residencia universitaria. De este modo, en pocos días, su palabra llegó a muchos centenares de personas. Lo mismo sucedió en 1964 y 1967, siempre con motivo de actos públicos de la Universidad de Navarra. En estas ocasiones hubo que recurrir a locales alquilados, como teatros, e incluso a reuniones masivas al aire libre.

En 1970 realizó su primer viaje a América, para rezar ante la Virgen de Guadalupe; aunque ese fue el motivo fundamental del viaje, no dejó de reunirse con fieles y cooperadores del Opus Dei en México, y con otros llegados desde diversos países americanos. El fruto espiritual de aquellos cuarenta días –en los que estuvo con varios millares de personas– fue muy grande.

Ese viaje señaló el comienzo de una nueva etapa en el modo de desarrollar las "catequesis". Este vocablo, en su raíz etimológica, significa "hacer sonar" en los oídos un mensaje. Esto es lo que siempre había hecho san Josemaría, y esto es lo que hizo en los últimos años de su vida, ayudado por los medios técnicos del momento (uso de altavoces, grabaciones en audio y en vídeo, y filmación de películas) que nos permiten seguir beneficiándonos ahora de su mensaje vivo.

Consciente de las dificultades por las que atravesaba la Iglesia en la época del inmediato post–concilio, vio con claridad que el Señor le pedía llevar la luz de la doctrina cristiana, no sólo a sus hijas e hijos, sino a muchas otras personas. Alentado por el clama, ne cesses (Is 58, 1) –clama sin cesar– que el Señor había hecho resonar en su alma, en agosto de 1970, decidió "lanzarse al ruedo", como él mismo decía. Es decir, "salir al encuentro de muchas personas para hablarles de fe, esperanza y amor. Su decisión de presentarse ante millares de personas atenta contra su modo de ser, más inclinado al diálogo personal, a la reunión familiar. Se expone, al comparecer públicamente, a ser objeto de crítica y, ¿por qué no?, también de entusiasmos, de agradecimientos y de afecto. Pero todo pasa rápidamente de sus manos a las de Dios (...). Se transforman, por obra y gracia de la humildad y el servicio de este sacerdote, en un gran ofertorio a Dios" (SASTRE, 1983, p. 529).

En 1972 emprendió un viaje por España y Portugal que duró más de dos meses. Pamplona, Bilbao, Madrid, Oporto, Lisboa, Sevilla, Valencia y Barcelona fueron las etapas sucesivas de esa gran catequesis. La misma labor, esta vez en otro continente, la desarrolló en los años 1974 y 1975, mediante dos viajes a casi todos los países de América Meridional y Central. Más de tres meses duró el primero, que le llevó a Brasil, Argentina, Chile, Ecuador, Perú y Venezuela; aquí se vio obligado a interrumpirlo, a causa de algunas enfermedades que incidieron sobre una salud ya fuertemente quebrantada. Al año siguiente, del 4 al 15 de febrero, un nuevo viaje le llevó, primero, a Venezuela, para proseguir la catequesis interrumpida el año anterior, y posteriormente a Guatemala. Pero volvió a caer enfermo de gravedad y no tuvo más remedio que regresar a Roma.

En todos los lugares, con las lógicas particularidades de cada sitio, las reuniones seguían el mismo esquema: unas palabras introductorias de san Josemaría, centradas en la liturgia del día o en algún punto de la doctrina católica que deseaba subrayar especialmente, seguidas de un intenso diálogo con el auditorio, hecho de preguntas muchas veces emocionadas de respuestas incisivas, que servían no sólo a quien había planteado la cuestión, sino a todos los presentes: personas de todas las edades y razas, de cualquier clase y condición social.

Las preguntas del auditorio abarcaban un espectro muy amplio; pero, entre las contestaciones, según expone uno de los biógrafos del fundador, "destacan tres puntos capitales: 1) Un sí a la vida, don de Dios, y a las familias numerosas; un sí que excluye cualquier tipo de manipulación. 2) Una fidelidad a la tradicional doctrina de fe de la Iglesia, que tiene validez intemporal y que no admite transformaciones, «recortes», «enmiendas» o «reinterpretaciones». 3) Una recomendación insistente, casi suplicante: hay que acudir frecuentemente al Sacramento de la Confesión. Porque sin Confesión no hay reconciliación con Dios, y sin reconciliación con Dios no hay vida interior ni frutos" (BERGLAR, 1987, p. 291).

Una multitud incalculable de personas se benefició de estos viajes. La palabra de san Josemaría les ayudó a reforzar su fe y, en muchos casos, a reemprender el camino de la vocación cristiana. Gracias a las filmaciones de gran parte de estos encuentros, emitidas posteriormente en innumerables ocasiones, también por cadenas televisivas de muchos países, la catequesis de san Josemaría sigue llegando a millones de personas.

José Antonio LOARTE

 «    CELIBATO    » 

La palabra "celibato" designa la condición del célibe, es decir, de la persona que no ha contraído matrimonio. Esa definición, lingüísticamente negativa, permite intuir que se aplica a situaciones muy diversas. El celibato es la condición de quienes no han contraído matrimonio, pero piensan en contraerlo y ponen los medios para lograrlo mediante el trato con personas del otro sexo, etc. Es también la de quienes, al menos en un principio, pensaron en contraer matrimonio, pero por circunstancias varias (dedicación absorbente a algunas tareas, necesidad de atender a miembros de la propia familia, etc.), no lo contraen de hecho. Y, finalmente, la de quienes consciente y voluntariamente asumen –por una u otra razón, ordinariamente relacionada con la práctica de la religión– una opción y un compromiso celibatarios. Tal es el celibato del que aquí nos ocupamos. Más concretamente del celibato que, partiendo de los textos neotestamentarios, se ha vivido y se vive en la tradición cristiana, y del que se ocupa la presente voz para exponer la enseñanza de san Josemaría a ese respecto.

San Josemaría predica y escribe sobre la vocación al celibato por el reino de los cielos (es la expresión que emplea el Evangelio), en cuanto pastor: más que proponer una teoría del celibato, lo vive y enseña a vivirlo. Y lo hace además en cuanto fundador y, por tanto, dirigiéndose a los fieles del Opus Dei, cristianos corrientes que viven y se santifican en medio del mundo, aunque, como es lógico, bastantes de sus orientaciones tengan un alcance más amplio. Antes de exponer esa enseñanza resultará útil ofrecer una panorámica histórica que ayude a encuadrarla.

1. Breve panorámica histórica

Los textos neotestamentarios en los que se habla del celibato, y en los que aparece recomendado, son fundamentalmente dos. El pasaje del Evangelio según san Mateo en el que Jesucristo alaba a los que han decidido no contraer matrimonio "por el Reino de los cielos", propter Regnum coelorum (Mt 19, 12). Y el texto de la Primera Carta a los Corintios en el que san Pablo habla del celibato y del matrimonio como dones o vocaciones divinas, señalando a la vez la excelencia de la primera (1Co 7, 3-7, 25-35).

Ya desde la misma época apostólica hubo cristianos, hombres y mujeres, que acogieron esa invitación y asumieron el compromiso del celibato; los primeros solían ser designados como ascetas o continentes; las segundas como vírgenes. Entre estas últimas –más numerosas– se llegó en bastantes casos a una configuración de tipo consecratorio, dando origen incluso a un rito litúrgico. No faltaron sin embargo mujeres que continuaron asumiendo el celibato sin variar su condición canónica o eclesial.

Con la aparición y difusión del monaquismo a principios del siglo IV, ascetas y vírgenes, tanto las consagradas como las no consagradas, fueron integrándose en las diversas comunidades monásticas que se constituyeron. La realidad –e incluso la idea– de un compromiso de celibato asumido por cristianos corrientes que seguían viviendo en medio del mundo desapareció. Salvo casos excepcionales, sólo hubo en la Iglesia, durante bastantes siglos, dos figuras de celibato: el celibato sacerdotal y el celibato monástico o, en términos más genéricos, religioso o consagrado.

La situación cambia en la primera mitad del siglo XX, cuando se produce un movimiento general de vuelta a las fuentes y por tanto a la condición de los primeros cristianos, también por lo que se refiere a un celibato asumido por quienes mantenían su vocación laical y, por tanto, en medio del mundo y en orden a la santificación del mundo. Este es el caso del celibato que viven algunos miembros del Opus Dei y el que san Josemaría tuvo presente en su predicación.

2. Celibato, amor y misión

Las palabras propter Regnum coelorum con las que, siguiendo el hablar de Cristo, suele definirse el celibato cristiano, evocan el amplio y rico significado que en la Sagrada Escritura tiene la expresión "reino de los cielos": el señorío que en consonancia con su condición de Creador corresponde a Dios sobre la totalidad del universo; la acción poderosa, amorosa y salvadora con la que Dios elige a Israel y lo dirige a lo largo de la historia preparando la venida del Mesías; Cristo que con su muerte y resurrección consuma el designio de salvación, de modo que el Reino se hace presente en Él y, desde Él, se extiende a toda la humanidad, y a la creación entera tal y como será renovada al final de los tiempos.

Asumir el compromiso de celibato respondiendo a la llamada divina –es Dios, en efecto, quien concede ese don– implica, por tanto, quedar por entero en la esfera de la acción de la gracia, participando en el amor y la misión de Cristo. En su predicación san Josemaría insistió siempre en el amor, en el amor que Dios nos tiene, y nos ha manifestado en Cristo, y en el amor con que el hombre debe corresponder. "¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?" (C, 425); "Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor" (C, 430); "¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, Y no "le" dejarás" (C, 999).

Los pasajes mencionados –a los que podrían añadirse muchos otros– se refieren a la totalidad de los cristianos, sea cual sea su estado o condición. Tienen pues aplicación, y muy especial, a quienes son llamados al celibato. Quienes siguen ese camino vocacional no son personas que "no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda vocación cristiana" (CONV, 92). Quien es amado por Dios al celibato es alguien que sabe amar, y, porque sabe, es capaz, con la ayuda de la gracia divina, de lanzarse por un camino en el que el amor a Dios deberá llenar todas las capas de su personalidad. Esta honda comprensión de la relación entre amor y celibato refleja por lo demás su propia experiencia, ya que –según él mismo ha contado– se orientó hacia el sacerdocio cuando, a la edad de dieciséis o diecisiete años, "comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor" (Meditación, 19–III–1975: AVP, I, p. 97).

En la contestación a la entrevista de Conversaciones de la que acabamos de reproducir unas palabras, san Josemaría añade una segunda razón que fundamenta el celibato, poniendo de manifiesto su importancia para la vida de la Iglesia. Se trata de un pasaje en el que, después de recordar que en la Iglesia, obispos y sacerdotes están llamados al celibato dice: "los célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas, también en el apostolado seglar" (CONV, 92). Esta razón puede parecer de menor peso, e incluso meramente funcional y pragmática, pero sólo si se la separa de su contexto, ya que en realidad lo que hace es recordar que la llamada al celibato es, a la vez, llamada a participar en la misión de Cristo.

El celibato cristiano se elige y se vive en el amor. Pero, ¿amor hacia quién? Hacia Dios y hacia los hermanos, a quienes la misión llama a servir. "El amor de Dios y el apostolado, como motivo del celibato, no son inseparables, sino intrínsecos el uno al otro. La razón de ser del celibato es el amor a Jesucristo; y este amor al Señor necesariamente comporta la participación en su misión" (BURKHART – LÓPEZ, I, 2010, p. 221).

La inseparabilidad de los dos motivos del celibato cristiano pone de relieve el valor y la grandeza de esta condición de vida que implica tener como horizonte radical y pleno a Dios y a su Iglesia. De ahí las constantes declaraciones de la Tradición y del Magisterio en ese sentido. Desde la época patrística, en la que los escritos sobre la virginidad y el celibato son numerosos, hasta el Concilio de Trento (cfr. CONCILIO DE TRENTO, sesión XXIV, canon 10: DS, 1810) y el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 41; PO, 16, etc.), por no mencionar las múltiples referencias en los documentos, alocuciones, etc., de los pontífices recientes.

Señalemos, por lo demás, que la inseparabilidad entre esos dos motivos redunda en toda la vida celibataria. El célibe que se abre al don de Dios recibe el impulso "a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno" (CONV, 122). Ese impulso, ese amor, sostendrá toda su vida y será el motivo de la perseverancia: la auténtica caridad engendra una fuerte ternura por Cristo, que lleva a orientar por entero, y cada vez más hondamente los afectos del corazón (cfr. C, 164). Y a su vez hará que ese corazón, delicadamente dirigido hacia Dios, se abra cada vez más sincera y auténticamente al amor a los hombres. Por eso san Josemaría gustaba de unir al substantivo "celibato" el adjetivo "apostólico", subrayando la unidad entre los dos motivos que el celibato cristiano implica.

Luchar por vivir la castidad, la pureza del corazón y de los afectos, es condición indispensable para crecer en el amor a Dios y en la entrega y el servicio a los hermanos. "La pureza enrecia, viriliza el carácter" (C, 144), "actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica" (AD, 175), para la apertura hacia la trasmisión del don de la vida, también de la vida espiritual. El cristiano fiel a su compromiso de celibato puede así recibir una fecundidad con la cual participa de la paternidad divina: Dios "da el ciento por uno: y esto es verdad hasta en los hijos. –Muchos se privan de ellos por su gloria, y tienen miles de hijos de su espíritu. –Hijos, como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los cielos" (C, 779).

Por esto, san Josemaría se opuso siempre a todo intento de presentar la opción por el celibato como la consecuencia de la falta de energía o de la incapacidad para la vida afectiva. El cristiano, todo cristiano, debe tener corazón y, con ese único corazón, amar a Dios y a los hombres: "Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño! El que por Dios renuncia a un amor humano no es un solterón, como esas personas tristes, infelices y alicaídas, porque han despreciado la generosidad de amar limpiamente" (AD, 183).

Esta realidad se aplica a todo celibato cristiano. Al celibato propio de la vida consagrada, a la que san Josemaría siempre manifestó gran aprecio, aunque fuera un camino muy distinto de aquél al que Dios le había llamado. Al celibato sacerdotal, que él mismo vivía y del que siempre subrayó la riqueza espiritual y humana: "Mienten –o están equivocados– quienes afirman que los sacerdotes estamos solos: estamos más acompañados que nadie, porque contamos con la continua compañía del Señor, a quien hemos de tratar ininterrumpidamente" (F, 38). Al celibato de quien, acogiendo la llamada divina, decide permanecer célibe en medio del mundo, precisamente para santificar desde dentro ese mundo en el que vive; es decir, al celibato apostólico, por usar la expresión a la que acudió con frecuencia, a veces dándole un significado genérico, pero, en otros muchos momentos, reservándola para el celibato vivido en medio del mundo y siendo del mundo, al que nos referiremos en el apartado siguiente.

Añadamos ahora que la decidida afirmación de la centralidad del amor en la vida celibataria no lleva a san Josemaría a olvidar que el amor es esencial para todas las vocaciones en la Iglesia. Aquí se manifiesta el sentido de comunión en el seno de la Iglesia, que es –junto al amor– una de las claves fundamentales de su predicación sobre el celibato y en general sobre la diversidad de vocaciones o condiciones cristianas. En sus obras, se encuentran frecuentes pasajes en los que acude al procedimiento de enumerar distintos estados o condiciones –célibes, casados, viudos, sacerdotes, hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, etc.– precisamente para subrayar que todos están igualmente llamados a la santidad y al amor divino "que es la esencia misma de toda vocación cristiana" (CONV, 92): "Cada uno en su sitio, con la vocación que Dios le ha infundido en el alma –soltero, casado, viudo, sacerdote– ha de esforzarse en vivir delicadamente la castidad, que es virtud para todos y de todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que sólo se entiende cuando nos colocamos junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz" (AD, 184; cfr. ECP, 25).

Por eso san Josemaría reitera y hace suya la constante predicación cristiana sobre "la excelencia y el valor del celibato" (CONV, 45; cfr. CONV, 92, 122; AD, 184). A la vez proclama que el matrimonio no es una mera institución social, ni la condición en la que son dejados los cristianos que no reciben la llamada al celibato, sino una vocación cristiana en el sentido fuerte y pleno de la expresión: "Llevo casi cuarenta años –afirmaba en 1968– predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando –creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio– me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!" (CONV, 91).

3. El celibato apostólico en el Opus Dei

Desde el principio, desde el 2 de octubre de 1928, el mensaje del Opus Dei se dirige a todo tipo de personas, de cualquier profesión u oficio, solteros o casados. San Josemaría vio enseguida que en el Opus Dei debía de haber "personas [...] que, para asegurar la continuidad de las tareas apostólicas, se comprometan a vivir en celibato, y a las que, entre otras cosas, por su mayor disponibilidad fáctica, se les reserven determinadas funciones de dirección o formación" (IJC, pp. 43-44). Comprendió también que habría de comenzar incorporando en el Opus Dei a quienes se comprometieran al celibato: de esa forma se daría solidez a la Obra, y se sentaban las bases para que, cuando llegara el momento oportuno, se pudieran abrir las puertas a todo tipo de personas. "En consecuencia orientó así su labor fundacional, invitando a comprometerse en celibato apostólico –según la expresión que le gustaba emplear– a quienes veía que podían tener esta vocación, al mismo tiempo que predicaba con fuerza y claridad el valor cristiano del matrimonio. Como fruto de esta labor fue desarrollándose el Opus Dei, en el que, desde el principio, se afirma la posibilidad de que formen parte de él tanto personas célibes como casadas, aunque el modo de pertenencia de unos y otros recibe configuraciones diversas, de acuerdo con lo que permitía el derecho canónico de la época, hasta llegar al completo reconocimiento de que unas y otras podían ser miembros del Opus Dei de pleno derecho" (OCÁRIZ, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, p. 184).

Paralelamente advirtió, también desde los inicios, que el ambiente al que antes nos referíamos, es decir, la tendencia a unir el celibato sólo a la condición sacerdotal o a la vida religiosa, reclamaba poner de manifiesto la naturaleza del compromiso de celibato que promovía. Más concretamente, la necesidad de subrayar que ese compromiso de celibato "no implica la menor referencia de consagración o de renuncia a las actividades seculares. Al contrario: se sitúa en un contexto de plena y radical afirmación del valor de lo secular" (ILLANES, "Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei", en OIG, p. 293). Supone el reconocimiento del pleno valor cristiano de las realidades seculares y la conciencia de que el cristiano corriente debe santificarse en y a través de ellas. Y surge, por tanto, en el seno de esa conciencia, y a su servicio, correspondiendo a la invitación divina de santificarse en y a través de la vida ordinaria, no sólo con plenitud de entrega sino con la disponibilidad, también fáctica o material que el celibato implica, a la difusión, con la palabra y con el ejemplo, de la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo. El celibato en el Opus Dei es secular y laical, porque es asumido en orden a la personal santificación en medio del mundo y al servicio de una misión que hace referencia a esa santificación.

En esa misma línea de explicar los rasgos y la significación del compromiso de celibato en el Opus Dei, se sitúa el uso (documentado ya a principios de los años treinta –cfr. CASAS RABASA, 2009, pp. 371-411 – aunque puede ser anterior) de la expresión "celibato apostólico" entendida no solo en sentido genérico –todo celibato cristiano implica, como antes se dijo, referencia a la misión–, sino específico. El celibato de los miembros del Opus Dei no sólo tiene una dimensión apostólica, sino que esa dimensión lo cualifica y condiciona: su razón de ser estriba en la orientación de la existencia a la luz de una llamada divina que lleva a mostrar con la totalidad de la propia vida que todas las situaciones humanas seculares son fuente y ocasión de santidad.

Para explicar la realidad del espíritu y de la vida del Opus Dei, san Josemaría acudió con alguna frecuencia al ejemplo los primeros cristianos. "La manera más fácil de entender el Opus Dei –afirmaba en una de sus entrevistas– es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe" (CONV, 24) Esa comparación, realizada en esa entrevista, en la que hablaba en términos generales, la reiteró en diversos momentos respecto al celibato, aludiendo a "aquellos ascetas y aquellas vírgenes, que dedicaban personalmente su vida al servicio de la Iglesia –no se encerraban en un convento: se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales" (Instrucción, 8–XII–1941, n. 81: AGP, serie A.3, 90-1–2).

Como antes se decía, desde 1928 san Josemaría percibió que el espíritu del Opus Dei se dirigía a personas de toda condición. La decisión de iniciar su apostolado promoviendo la incorporación a la Obra con compromiso de celibato, connotaba, por tanto, ya desde el comienzo, la intención de ir preparando el momento en que personas casadas pudieran formar parte del Opus Dei. Ese momento llegó en los años 1948 y 1949, poco después de que el Opus Dei hubiera recibido, el 24 de febrero de 1947, la primera aprobación pontificia: dos documentos de la Santa Sede, y la posterior aprobación definitiva, otorgada el 16 de junio de 1950, lo hicieron posible. En los años siguientes el Opus Dei se desarrolló ampliamente, de forma que en 1967 su fundador podía pronunciar las siguientes palabras: "Quienes han seguido a Jesucristo –conmigo, pobre pecador– son: un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo –que así confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo diocesano–, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las almas quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres –de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas– que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad –repito–, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos" (CONV, 119). En la actualidad podría emplearse un lenguaje parecido, señalando que el número de los fieles de la Obra ha aumentado hasta alcanzar los 89.000, de ellos la mayoría unidos en matrimonio.

Conviene añadir que en el Opus Dei no sólo hay célibes y casados, sino que esas dos situaciones son, por lo que se refiere a la configuración del Opus Dei, complementarias. Es decir, contribuyen a poner de manifiesto y a realizar la misión propia de la Prelatura: difundir la conciencia de la posibilidad de santificar todas las realidades terrenas, y hacerlo desde dentro de ellas mismas, esforzándose por santificar cada uno la condición a la que Dios le ha llamado y en la que, a través de las circunstancias históricas, le coloca. Es por eso connatural al Opus Dei que lo integren personas de variadas razas y países, hombres y mujeres, solteros y casados, jóvenes y ancianos, profesionales dedicados a as más diversas tareas y oficios.

Y todo esto teniendo en cuenta una afirmación decisiva que san Josemaría reiteró innumerables veces: la unidad de vocación; el hecho de que en el Opus Dei no hay categorías o grados de miembros, porque en todos los fieles del Opus Dei, sea cual sea su posición en la sociedad, se da la misma realidad espiritual –la llamada a santificar cada uno su propio estado o condición– y de que todos tienen plena responsabilidad de contribuir a la misión propia de la Prelatura. "En la Obra –afirma san Josemaría– no hay grados o categorías de miembros. Lo que hay es una multiplicidad de situaciones personales –la situación que cada uno tiene en el mundo– a la que se acomoda la misma y única vocación específica y divina: la llamada a entregarse, a empeñarse personalmente, libremente y responsablemente, en el cumplimiento de la voluntad de Dios manifestada para cada uno de nosotros" (CONV, 62).

Dicho con otras palabras: la gran variedad de fieles cristianos que forman parte del Opus Dei, "reflejo de la que existe en el entero Pueblo de Dios, lleva consigo una diversidad de modos de ser miembro del Opus Dei; modos, sin embargo, que no son grados de mayor o menor pertenencia a la Obra, ni comportan diversidad de vocación peculiar" (OCÁRIZ, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, p. 179). De ahí que sería equivocado considerar a los fieles casados de la Prelatura como una aproximación a la categoría de miembro del Opus Dei, de la que los célibes representarían la perfección; como, desde otra perspectiva, considerar el matrimonio como un elemento definidor de la secularidad. Todos, célibes y casados, son igualmente miembros del Opus Dei y todos son plenamente seculares.

Puede por eso decirse que el modo de pensar y de expresarse de san Josemaría "obedeció en todo momento a un planteamiento equivalente al que hoy solemos designar como «eclesiología de comunión»: habló siempre, en efecto, de una multiplicidad de situaciones, funciones y tareas, todas ellas dotadas de dignidad intrínseca, que, precisamente en su diversidad, se complementan contribuyendo a la perfección, y a la eficacia apostólica, del conjunto»" (ILLANES, "Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei", en OIG, p. 292). En suma, "la llamada universal a la santidad y al apostolado, con todo lo que implica –el reconocimiento de la apertura a una misma plenitud de vida cristiana en y desde todas las situaciones y condiciones humanas–, se encuentra recogida incluso en la configuración estructural del Opus Dei, haciendo posible que la Prelatura cumpla eficazmente la misión de proclamarla y difundirla desde el interior de las más diversas realidades temporales" (ibidem).

Laurent TOUZE

 «    CENTROS ELIS Y SAFI    » 

Los Centros ELIS y SAFI son unas de las principales obras apostólicas promovidas por fieles del Opus Dei en Roma, la primera para varones y la segunda para mujeres. Fueron realizadas gracias al impulso de san Josemaría y por encargo del papa Juan XXIII.

En la concreción de este encargo del Santo Padre, tuvo una intervención destacada Mons. Angello dell'Acqua, que, en 1959, después de haber conocido a algunos fieles y cooperadores del Opus Dei, y de haber visto la experiencia de Tajamar en Madrid, sugirió que se confiara la realización del nuevo centro social al Opus Dei. Obtenida la conformidad del Santo Padre, Mons. Dell'Acqua se dirigió a san Josemaría, en quien encontró una total disponibilidad, lo que dio inicio a una profunda amistad entre ambos. Los terrenos para la edificación se encontraron cerca de la Via Tiburtina, en una zona de Roma en rápida expansión y con muchos problemas sociales. Los trabajos comenzaron en 1962, año en que se constituyó el Associazione Centro ELIS (Educazione, Lavoro, Istruzione, Sport), que se convirtió sucesivamente en propietaria del terreno y de los edificios. El proyecto incluía una residencia para jóvenes trabajadores, un centro de formación profesional con varias especializaciones, una biblioteca para el barrio, un centro deportivo con una escuela de fútbol y una hospedería. Al mismo tiempo las mujeres del Opus Dei organizaron la escuela hostelera SAFI (Scuola Alberghiera Femminile Internazionale). En los años siguientes se añadió una escuela secundaria estatal experimental, una escuela deportiva femenina y otras actividades destinadas a personas desfavorecidas.

La Santa Sede decidió erigir en el mismo complejo una iglesia parroquial que fue confiada a sacerdotes del Opus Dei. La nueva iglesia –San Giovanni Battista in Collatino– fue dedicada a san Juan Bautista, nombre de pila del papa Pablo VI, que el 21 de noviembre de 1965 la inauguró a la vez que los Centros ELIS y SAFI. De este modo el Papa pudo mostrar a muchos cardenales, obispos y padres conciliares una labor de la Iglesia a favor de los estratos sociales más débiles, puesta en marcha por el Opus Dei, hacia el cual Pablo VI mostraba gran confianza. Era la primera vez que un Papa se acercaba a un Centro del Opus Dei, y al final de la tarde, saliéndose del programa previsto, Pablo VI saludó a san Josemaría con un cariñoso: Tutto qui é Opus Dei! y le abrazó. La prensa y la televisión pusieron de relieve este acontecimiento.

San Josemaría estudió personalmente los programas formativos de ELIS. A través de sus indicaciones y de los encuentros con las personas de la Obra que trabajaban en el Centro, se percibía el interés que tenía en la calidad del trabajo, en la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia, en la deontología y en la formación humana y doctrinal de los trabajadores. Animaba a que se combatiese la ignorancia religiosa, que estaba difundiéndose rápidamente por todas las clases sociales y exponía a los obreros al influjo del marxismo. Fue en varias ocasiones a ELIS –lo llamaba "el Tiburtino"– antes del inicio de las actividades en octubre de 1964, e incluso después, para estar junto a sus hijos. Manifestó su deseo, que quedó sin realizar, de sentarse en un confesonario de la parroquia para administrar el sacramento de la Penitencia.

Esta iniciativa ha contribuido a ofrecer un ejemplo tangible de promoción social y de santificación del trabajo, como consecuencia del espíritu del Opus Dei, que han podido apreciar autoridades civiles y eclesiásticas, en frecuentes visitas. El 15 de enero de 1984 otro papa, Juan Pablo II, en el ámbito de la visita pastoral a la parroquia de San Giovanni Battista in Collatino, pasó algunas horas en ELIS, donde se reunió en el gimnasio con Mons. Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei y con un numeroso grupo de jóvenes.

A lo largo de casi cincuenta años, ELIS y SAFI han visto pasar millares de alumnos y alumnas que han aprendido una profesión que les ha permitido encontrar un puesto de trabajo. El objetivo inicial de constituir un centro internacional para la juventud trabajadora se ha conseguido y el alcance social ha superado ampliamente la ciudad de Roma. Las actividades formativas se han adecuado a las exigencias del mercado de trabajo con la constitución de una cooperativa social y la creación en 1992 de un consorcio estable con muchas grandes empresas italianas y multinacionales para personalizar las necesidades formativas y garantizar las salidas profesionales. Esta ampliación hace que los beneficiarios de la formación sean desde niños de las escuelas deportivas hasta adultos de los masters empresariales, pasando por diversos niveles y ámbitos educativos y profesionales todos orientados a favorecer la adquisición de una verdadera competencia profesional que facilite la rápida incorporación al mercado del trabajo. El cuerpo docente está compuesto por profesores, técnicos de las empresas del consorcio y directores de empresas que colaboran gratuitamente para transmitir a los estudiantes su experiencia y competencia.

Desde 1987, ELIS es también una ONG para la cooperación al desarrollo, reconocida por el gobierno italiano. Realiza proyectos de formación profesional en diversos países de América Latina, Asia y África, como la creación de escuelas y la formación de maestros, técnicos y mujeres microempresarias.

Cosimo DI FAZIO

 «    CHILE    » 

La labor del Opus Dei en Chile comenzó en 1950. En 1974, como parte del viaje de catequesis que realizó por tierras americanas, san Josemaría –que había seguido desde Roma el crecimiento de la labor– se detuvo en Chile durante diez días, donde celebró diversos encuentros y reuniones.

1. Inicio de la labor estable

En 1947, Mons. Raúl Pérez Olmedo, vicerrector de la Pontificia Universidad Católica de Chile y asesor de la Acción Católica, viajó a Roma. En la ceremonia de condecoración al embajador de Chile ante la Santa Sede, Luis Subercaseaux Errázuriz, le correspondió sentarse al lado de Mons. Montini –futuro Pablo VI– con quien habló de su preocupación por los universitarios de provincias que estudiaban en Santiago, a los que no sabía cómo atender bien en una residencia a su cargo. Mons. Montini le recomendó que se pusiera en contacto con san Josemaría, ya que el Opus Dei por él fundado tenía gran experiencia en residencias universitarias, y le dio una tarjeta de presentación. Mons. Pérez Olmedo visitó a san Josemaría en el Centro de Diego de León, en Madrid, quien lo invitó a almorzar unos días más tarde junto con Mons. Alfredo Cifuentes, arzobispo de La Serena; estaban también Mons. Eijo y Garay, el sacerdote Pedro Casciaro –que en 1948 hizo un viaje de reconocimiento por gran parte de los países de América, entre ellos, Chile–, Adolfo Rodríguez Vidal y Ricardo Fernández Vallespín. Agradeció la acogida que tuvo y visitó algunas residencias universitarias, quedando impresionado por su categoría.

El 18 de enero de 1950, san Josemaría escribió a Adolfo Rodríguez Vidal (1920-2003), recién ordenado sacerdote: "Hijo mío, ¿te atreverías a ir a Chile de Consiliario de esa Quasiregión? El viaje sería casi inmediato. Desde luego es predilección de Dios y mía" (AGP, serie A.3.4, 261-4, 500118-2). Secundando esa petición, Rodríguez Vidal llegó a Santiago dos meses después, el 5 de marzo, para comenzar la labor estable del Opus Dei en Chile. Ese día escribió una carta a san Josemaría, a la que el fundador del Opus Dei contestó con estas palabras: "Dios te bendiga y te haga el corazón cada día más grande y la cabeza cada día más clara, para que sepas comprender y amar a ese país magnífico donde el Señor te ha puesto para que trabajes en su viña del Opus Dei" (AGP, serie A.3.4, 261-4, 500313-4).

El cardenal arzobispo de Santiago, Mons. José María Caro, invitó a don Adolfo Rodríguez a permanecer en el palacio episcopal hasta que encontrara una casa adecuada para instalar el primer Centro del Opus Dei en el país. Así lo hizo, pero durante pocos días, porque el 4 de abril de 1950, don Adolfo comenzó a dirigir una residencia universitaria ya existente, que hasta entonces había estado a cargo de Mons. Pérez Olmedo, pero que le fue confiada para que la impulsara y desarrollara. La llamó Alameda porque estaba ubicada en la avenida Bernardo O'Higgins 2138, conocida popularmente como La Alameda, según su denominación en el periodo colonial. El 16 de junio de 1950 celebró por primera vez la santa Misa en esa residencia, que fue el primer Centro del Opus Dei en Chile, pero por falta de sagrario no pudo dejar reservado el Santísimo. Muy contento, un mes después, el 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, escribía a Roma: "¡Tenemos al Señor con nosotros desde esta mañana! (...) La Virgen del Carmen es la Patrona de Chile y de hoy no podía pasar" (SASTRE, 1990, p. 403).

A mediados de 1951, un estudiante universitario español, José Enrique Díez Gil, se unió a Rodríguez para trabajar en los comienzos de los apostolados de la Obra en Chile. Comenzó a estudiar Derecho en la Universidad Católica. En 1953 llegaron, procedentes también de España, José Manuel Domingo Arnáiz, ingeniero naval, y Francisco Martí, sacerdote.

Don Adolfo Rodríguez, con la ayuda de María de Tezanos–Pinto de Infante y Laura Prado de Dávila –a las que conoció a través de sus maridos y que serían las primeras mujeres chilenas del Opus Dei–, preparó todo lo necesario con el fin acoger a Dorotea Calvo, Petra Angulo, Rosario Gómez Antón y Patricia Ilarraz. Llegaron el 9 de noviembre de 1953, para comenzar a trabajar profesional y apostólicamente en el país. El Centro estaba en la calle Moneda 1847.

San Josemaría acompañó epistolarmente a las personas de la Obra en Chile, manifestando así su cercanía espiritual. Por ejemplo, escribía a Rodríguez en octubre de 1950: "Me doy cuenta de tu soledad, que es sólo aparente (¡te acompañamos tanto!)" (AVP, III, p. 183). El 18 de noviembre de 1953, escribía a las mujeres recientemente llegadas al nuevo país: "Muy contento de vuestra llegada a Chile. Tened buen humor y, con la gracia de Dios, serenas y adelante. La bendición más cariñosa del Padre" (AGP, serie A.3.4, 265-3, 531118-2).

2. Desarrollo de la labor apostólica

Durante los primeros años de su estancia en Chile, Rodríguez –ingeniero naval de profesión–, dio clases en las Escuelas de Ingeniería y de Economía de la Pontificia Universidad Católica de Chile. También empezó muy pronto a impartir docencia en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile. Desde allí, con su trabajo sacerdotal de formación doctrinal y dirección espiritual, trató a numerosas personas, algunas de las cuales se acercaron al Opus Dei. Los primeros jóvenes que pidieron la admisión en el Opus Dei fueron Juan Cox, José Miguel Ibáñez y Pablo Vial. También se incorporaron pronto algunos hombres casados como Eduardo Infante, Fernando Dávila, Emilio Donoso y Carlos Cuevas.

Con el inicio del curso académico, el 19 de marzo de 1954, las mujeres comenzaron la Escuela Hogar Lar con nueve alumnas, en la casa de la calle Moneda. Un mes antes, habían recibido una carta fechada en Roma, el 25 de enero de 1954, en la que san Josemaría escribía: "Que Jesús me guarde a mis chilenas. ¡Adelante! Mucha alegría, que eso andará cada día mejor. Encomendamos vuestra labor de la escuela–hogar" (AGP, serie A.3.4, 265-4, 540125-1). El 19 de abril de 1955, les volvía a escribir: "Contento con vuestra labor. Que el Señor y nuestra Madre del Cielo sigan enviando vocaciones chilenas. A Elena, una bendición especial. Y otra, también muy cariñosa, para todas del Padre" (AGP, serie A.3.4, 267-2, 550419-2). Efectivamente, poco antes había pedido la incorporación la primera chilena: María Elena Wielandt, a la que siguieron María Angélica Yrarrázaval, Eugenia Armijo, Eliana Azúa, Olga Villarreal, Alicia Sandoval y otras mujeres casadas, además de las dos mencionadas más arriba: Paula Ruiz–Tagle, Rosa Yrarrázaval de Ríos, Isabel Valdés, Luz María Videla de Yrarrázaval, Yolanda Cox de Ruiz–Tagle y María Teresa Correa de García.

En 1955, los primeros chilenos fueron a Roma para formarse junto al fundador, aprendiendo a su lado el espíritu de la Obra: primero, Pablo Vial; después, José Miguel Ibáñez, Fernando Iacobelli y Eugenio Zúñiga, quienes recibieron la ordenación sacerdotal y volvieron a trabajar pastoralmente en Chile.

El trabajo apostólico creció y se hicieron necesarias más manos. En esos primeros años llegaron otros sacerdotes: Antonio Martín, Vicente de Fuenmayor y Juan Roselló. También llegaron otras mujeres como Victoria Careaga, María Consolación Pérez, Pilar de Pedro, Begoña Orúe y Teresa Zumalde.

En octubre de 1955 comenzó a construirse Antullanca, la primera casa de retiros del Opus Dei en América del Sur, que se pudo utilizar a fines de 1959. En el año 1956, la Escuela Hogar Lar se trasladó a una nueva sede en la avenida Colón 3296, en la casa que perteneció a Elina Gaínza de Gianoli, fiel del Opus Dei, natural de Uruguay, que había regresado a su país natal. En la casa de la calle Moneda se inauguró, entonces, la primera residencia universitaria de las mujeres. En 1960 se comenzó a trabajar en el barrio El Salto, aprovechando un establo y una lechería adjunta, donados por una cooperadora. En 1961 se dieron los primeros pasos de lo que pocos años después sería Fontanar, una escuela para empleadas del hogar que quisieran completar la enseñanza escolar y hacer estudios profesionales. En 1963, en Chimbarongo, Sexta Región, se abrió la Escuela Agrícola Las Garzas. A fines de los años sesenta, un grupo de padres de familia comenzó los colegios Los Andes y Tabancura, confiando la atención espiritual de esos centros educativos al Opus Dei. En esa década también se dio inicio a una serie de viajes a Valparaíso, Viña del Mar, Concepción y Rancagua para dar a conocer el mensaje del Opus Dei.

3. El viaje de catequesis de san Josemaría

San Josemaría llegó a Santiago de Chile el 28 de junio de 1974, procedente de Brasil y Argentina.

Durante su visita quiso reunirse con las personas de la Obra en un ambiente de intimidad familiar y por eso les hizo saber que prefería que los encuentros informales –tertulias– se realizaran en sitios donde se desarrollara una labor apostólica. Así, los grandes encuentros (o tertulias generales) se tuvieron en el Colegio Tabancura; y para otros más reducidos, se utilizaron diversos Centros, preferentemente Alameda (que en ese momento ocupaba una sede diversa de la de los inicios).

Los primeros días hubo un fuerte temporal, al que san Josemaría, bromeando, sacó punta sobrenatural para hablar de fe: "¿Dónde están los Andes?; me estáis engañando, Yo tengo que tener fe, una fe tremenda para tragarme que hay Andes, toda una montaña inmensa, ahí. ¡Si no la he visto!" (AVP, III, p. 710). La lluvia torrencial obligó a suspender la primera tertulia general en el Colegio Tabancura, programada para el domingo 30 de junio. San Josemaría tuvo el detalle de reunirse en Alameda con los que, desafiando el temporal viajaron desde Rancagua, Viña del Mar y Aconcagua. Advirtió desde un comienzo que él nunca hablaba de cosas que no fueran sobrenaturales: "hablo sólo de Dios y del alma. De manera que no me refiero a cosas políticas" (AVP, III, p. 711). Aclarado este punto, pidió a los que lo oían comprensión en la convivencia social, sin que renunciasen a sus ideas cristianas: "Que os comprendáis los chilenos, que os disculpéis, que conviváis, que os queráis" (AVP, III, p. 711). En las circunstancias políticas que vivía el país, eran unas palabras muy necesarias.

Un fuerte enfriamiento, a causa de una avería en la instalación del aire acondicionado durante el vuelo a Santiago, le había producido afonía y fiebre. Unos días de relativo descanso dejaron al Padre en condiciones de reanudar el plan de tertulias con renovado brío y con voz firme. Mejoró el tiempo y, por fin, pudo divisar la cordillera de Los Andes. Durante esos días consagró altares, visitó Centros, estuvo con el cardenal–arzobispo de Santiago, celebró veinticinco reuniones públicas y otras tantas más reducidas. No dio señales de agotamiento, pero su salud estaba quebrantada: le hicieron un análisis de sangre y, al ver los resultados, el médico preguntó si el paciente estaba haciendo reposo absoluto. No era así; tampoco en los días sucesivos el reposo fue absoluto, ya que san Josemaría se opuso a ello; pero los que le acompañaban extremaron su cuidado.

En los encuentros celebrados en Chile –como en otros países–, los asistentes solían hacerle preguntas variadas, manifestando así sus inquietudes de vida cristiana. La mayoría de esas intervenciones trataban de la fe, de la práctica de los sacramentos, de la vida familiar y de la educación de los hijos. En la predicación de san Josemaría, uno de los temas constantes fue la necesidad de acudir al sacramento de la Penitencia: "¡El Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad las almas a la Confesión. ¡No hagáis que sea inútil mi venida a Chile! ¡Que sea mucha gente la que se acerque al perdón de Dios!" (AVP, III, p. 715).

Uno de esos días, el 5 de julio, las religiosas Carmelitas Descalzas del Monasterio de San José de la calle Pedro de Valdivia hicieron llegar a san Josemaría una carta invitándolo a visitarlas, pues conocían su amor a santa Teresa. Para conseguir su propósito argumentaban –usando palabras de la Santa– "tanto alcanzas cuanto esperas". Esa misma mañana hizo el hueco para ir a verlas acompañado de don Álvaro del Portillo, don Javier Echevarría y don Adolfo Rodríguez. Les explicó apenas llegó: "Yo tengo un amor muy grande a la vocación de almas contemplativas, porque en el Opus Dei somos contemplativos en medio de la calle" (AVP, III, p. 713). Luego les habló de la necesidad de rezar por los sacerdotes, de ser fieles a su vocación y de vida de piedad, con mucha persuasión y energía (cfr. AVP, III, pp. 713-714).

El lunes, 8 de julio, víspera de la partida de san Josemaría para Lima, "fueron muchos los que a la hora de comer se lanzaron a la carretera, para llegar a primera hora de la tarde al santuario mariano de Nuestra Señora de Lo Vásquez, adonde acudiría el Padre. (...) Tan pronto llegó a la explanada delante del templo, se emocionó al ver la multitud de personas que habían sacrificado el almuerzo para acompañarle en el rezo del rosario. (...) Antes de salir a la explanada se puso el Padre unas gafas oscuras. No sólo para defenderse del sol. Es que no vería ya más a aquellas gentes, y le embargaba la emoción" (AVP, III, p. 715).

La visita de san Josemaría marcó un hito en el desarrollo de la labor apostólica. En 1975 había Centros del Opus Dei sólo en Santiago y Chimbarongo. Gracias a su impulso y a su intercesión, en los años siguientes comenzó la labor estable en Viña del Mar y Concepción, y años más tarde, en Antofagasta y Temuco. En esas ciudades y en Santiago aumentaron los centros culturales, las residencias universitarias, los clubs juveniles, y otras labores educativas y de promoción social, y se consolidaron las que él conoció: las primeras residencias universitarias –ahora llamadas Alborada y Araucaria– contaron con sedes construidas de planta; y también se desarrollaron las obras sociales y educativas El Salto, Fontanar y Las Garzas.

Después de 1975, miembros de la Obra que se han trasladado a diversos puntos del país, han comenzado el trabajo apostólico desde Arica, en el extremo norte, hasta Punta Arenas, junto al Estrecho de Magallanes, incluyendo Iquique, Calama, La Serena, Ovalle, Curicó, Talca, Chillán, Los Ángeles, Valdivia, Osorno, Puerto Varas y Puerto Montt. En 1989 se inició la Universidad de Los Andes, con sede en la ciudad de Santiago. También hay chilenas y chilenos del Opus Dei en países de los cinco continentes, haciendo realidad el deseo que san Josemaría manifestó frecuentemente en Santiago: "En Chile y desde Chile".

Speria CAYO TAMBURRINO

 «    COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ    » 

El Colegio Romano de la Santa Cruz es uno de los Centros interregionales del Opus Dei, directamente dependientes del prelado, destinados a proporcionar una intensa formación doctrinal–religiosa y espiritual a los fieles de la Prelatura, en este caso, numerarios varones, que posteriormente pueden recibir encargos de formación en las diversas circunscripciones (cfr. Statuta, n. 98). En este lugar reciben también su formación específica la mayoría de los candidatos al sacerdocio del clero incardinado en la Prelatura (cfr. Statuta, n. 102). Tiene su sede en Roma y fue erigido el 29 de junio de 1948, fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo. También en Roma existe un Centro paralelo para las mujeres: el Colegio Romano de Santa María, erigido por el fundador en 1953.

1. Un centro de formación en Roma

La mejor explicación sobre el espíritu y fines del Colegio Romano de la Santa Cruz nos la ofrecen las siguientes palabras del fundador, dirigidas a un grupo de nuevos alumnos: "¿Sabéis qué quiere decir Colegio Romano de la Santa Cruz? Colegio (...) es una reunión de corazones que forman –consummati in unum– un solo corazón, que vibra con el mismo amor. Es una reunión de voluntades, que constituyen un único querer, para servir a Dios. Es una reunión de entendimientos, que están abiertos para acoger todas las verdades que iluminan nuestra común vocación divina. Romano, porque nosotros, por nuestra alma, por nuestro espíritu, somos muy romanos. Porque en Roma reside el Santo Padre, el Vice–Cristo, el dulce Cristo que pasa por la tierra. De la Santa Cruz, porque el Señor quiso coronar la Obra con la Cruz, como se rematan los edificios, un 14 de febrero... Y porque la Cruz de Cristo está inscrita en la vida del Opus Dei desde su mismo origen, como lo está en la vida de cada uno de mis hijos... Aquí venís (...) para seguir estudios teológicos de altura universitaria. Después, para convivir con vuestros hermanos de distintos países, y para que veáis que en las demás naciones hay muchas cosas admirables, dignas de ser alabadas e imitadas (...). Habéis venido a llenar de Sabiduría el vaso de vuestra alma, poniendo mucho empeño en que no se rompa. Si no mejorarais en vuestra vida interior, en la piedad y en la doctrina, habríamos perdido el tiempo" (citado en SASTRE, 1991, p. 343).

Como escribe Vázquez de Prada, "el Fundador había concebido el Colegio Romano como instrumento de instrumentos, para romanizar la Obra y mantenerla unida" (AVP, III, p. 279). Entendía por "romanizar" el amor y la lealtad al Sumo Pontífice, la visión católica y ecuménica –que sabe superar nacionalismos y particularidades pueblerinas–, algo que deseaba inculcar en todos los miembros del Opus Dei, pero especialmente en aquellos que ocuparían encargos de formación o de gobierno, o servirían a los demás como sacerdotes. Además, deseaba que el tiempo pasado en Roma ayudara a los alumnos a reforzar su unión con el Padre y sus Consejos centrales de gobierno, y con el resto de la Obra, representada allí por personas de países, culturas y mentalidades muy diversas. También deseaba que ese periodo robusteciera su vida espiritual y el conocimiento teórico y práctico del espíritu del Opus Dei. Todo esto, acompañando la realización de los estudios institucionales de Filosofía y Teología, la licencia de grado y el doctorado en una disciplina eclesiástica.

Se cuentan por millares los alumnos que han pasado por este Centro. Hasta su muerte, san Josemaría les dedicó muchas energías y durante algunas temporadas la convivencia con ellos fue muy estrecha. Así, varias generaciones de alumnos pudieron beneficiarse directamente de su ejemplo y de sus enseñanzas, que –como tantos de ellos han declarado– fueron la experiencia más fecunda de ese periodo romano. La historia de la expansión internacional y consolidación institucional del Opus Dei debe mucho al Colegio Romano, donde el fundador pudo formar directamente a laicos y sacerdotes que protagonizarían, en muchos casos, los comienzos y el desarrollo de la Obra en tantos lugares e iniciativas. Ellos han sido quizá la mejor cadena de transmisión del espíritu del Opus Dei, aprendido junto al fundador, a las generaciones futuras de fieles.

2. Los comienzos (1948-1955)

Los comienzos de Colegio Romano de la Santa Cruz fueron muy modestos y estuvieron caracterizados por la pobreza, las incomodidades materiales, y también la alegría de convivir en Roma con el fundador y de estar cerca de la Sede de Pedro. Durante el verano de 1947, san Josemaría y algunos miembros del Opus Dei se habían trasladado a la portería de la actual Villa Tevere. No pudieron ocupar la vivienda principal hasta febrero de 1949, a causa de los antiguos inquilinos, que se negaron a abandonarla. Los planes contemplaban instalar allí la sede central de la Obra y buscar otra sede propia para un centro de formación al que acudirían universitarios de distintos países, que sería el Colegio Romano de la Santa Cruz. Había muy pocos medios, de modo que ni tan siquiera tenían camas para todos, ni podían encender la calefacción.

En esas circunstancias, san Josemaría tomó una decisión audaz: erigir allí mismo el Colegio Romano de la Santa Cruz, con un decreto que firmó el 29 de junio de 1948. Álvaro del Portillo, que fue nombrado Rector del mismo, consideraba muchos años después que "humanamente, la erección de este Centro de formación en 1948 era una auténtica locura. En una casa mínima –la portería de Villa Tevere–, vivíamos amontonados todos los que entonces estábamos en Roma". Y a pesar de todo, sin esperar a que las circunstancias fueran más favorables, y contando con un exiguo número de personas –sólo cuatro alumnos comenzaron los estudios–, redactó "un decreto en el que, con espíritu profético, afirmaba que el Colegio Romano de la Santa Cruz estaba destinado a recibir gente ex omni natione, de todas las naciones, y a dar frutos cada día más copiosos. ¿No es esto una gran manifestación de fe?" (DEL PORTILLO, 1988, p. 132).

Para san Josemaría se trataba de una carrera contra el tiempo, pues estaba convencido –lo dijo muchas veces en esos años– de que si no lograba sacar adelante ese proyecto, la expansión y el desarrollo de la Obra sufrirían un retraso de medio siglo. "Se sabía depositario del espíritu de la Obra –explicaba Mons. Del Portillo-, con la obligación de extenderlo cuanto antes por todas partes. Para eso necesitaba sacerdotes y Directores, y quiso formarlos personalmente, a su lado, al mismo tiempo que romanizaba la Obra, haciendo que estuviera cada día más pegada al Papa" (DEL PORTILLO, 1988, p. 132).

Un año después, como se lee en una nota programática de 1949, san Josemaría pensaba en organizar un gran centro universitario en Roma, en donde cursarían sus estudios de Filosofía y Teología los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz. Para que eso fuera posible, antes tenían que formarse un número suficiente de profesores, realizando licenciaturas y doctorados en las facultades eclesiásticas romanas. El centro universitario no pudo verlo realizado en vida, pero tocaría a su sucesor ponerlo en marcha en 1984: se trata de la actual Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

Algunos de los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz que habían obtenido el doctorado en las facultades eclesiásticas romanas decidieron dedicarse profesionalmente a la Filosofía, el Derecho Canónico, la Pedagogía y la Teología. Con ellos se formó con el tiempo un cuerpo de profesores que se dedicó a impartir en la misma sede del Colegio las asignaturas del ciclo institucional de estudios eclesiásticos. Más tarde, varios de ellos trabajaron en las facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra o en otras instituciones, entre otras la actual Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

Volviendo a 1949, era urgente conseguir un edificio como sede del Colegio Romano. Se vieron varios lugares. La posibilidad más concreta que se ofrecía –el Oratorio del Gonfalone, junto a la Via Giulia– se desvaneció en 1950. Lo mismo ocurrió con otra posible sede, junto a la Iglesia de los Santi Quattro Coronati. Escrivá de Balaguer tuvo que contentarse con Villa Tevere como sede provisional del Colegio.

En el curso 1950-51, el Centro contaba ya con más de veinticinco alumnos "y pronto –escribía con satisfacción san Josemaría– podremos enviar profesores y directores de Centros de Estudios a cada Región, con láurea en filosofía escolástica, en Derecho canónico y en Teología. ¡Un gran paso, para la formación de todos y para facilitar la elección de gente que vaya al Sacerdocio!" (AVP, III, p. 213). Ya en esos incipientes momentos, veía proyectada en el tiempo lo que hoy es una realidad: "De aquí, del Colegio Romano, saldrán centenares –millares– de sacerdotes y de laicos que extenderán la labor en los sitios en que se está trabajando; la comenzarán en otras muchas naciones que nos esperan; y pondrán en marcha Centros de formación, para hombres de todos los continentes y de todas las razas, en servicio de la Iglesia" (BERNAL, 1980, p. 322).

Enseguida, las dificultades económicas motivadas por la construcción de los edificios de Villa Tevere y el mantenimiento de los alumnos fueron agobiantes. Eran obras de cierta envergadura y, como la penuria económica fue tanta, representaron un auténtico desafío: "Muy apurados de dinero[escribía en 1950 el fundador en una carta a sus hijos del Consejo General, entonces todavía en Madrid]. Días de no saber cómo pagar –ni un resquicio humano se ve–, para poder continuar estas obras de Villa Tevere" (AVP, III, p. 213). "Seguimos saliendo adelante, cada día, de milagro" (ibidem, p. 212), se lee en otra carta de 1954. Fueron esos primeros años "una dura prueba, un interminable agobio en medio de una indecible pobreza" (ibidem, p. 273).

Pero estas dificultades no frenaron el desarrollo del Centro: siguió aumentando el número de alumnos y el ambiente iba haciéndose cada vez más internacional. San Josemaría lo recordaba así: "Estábamos siempre pensando en traer más gente al Colegio Romano, todos los posibles, porque convenía: para la gloria de Dios, para el servicio de la Iglesia, de las almas y de la Obra, para que (...) aprendáis a amar a otras naciones, y a ver las cosas buenas y los defectos que hay en otras tierras como los hay en la de cada uno. Convenía, además, para recibir una formación recia, unitaria, en el buen espíritu de la Obra" (citado en BERNAL, 1980, p. 320).

En 1951 san Josemaría aprobó el plan de estudios para los numerarios del Opus Dei, en el que se fijaban, en particular, los cursos institucionales de Filosofía y Teología que debían seguir. Los programas de cada asignatura tenían la profundidad y rigor que se exigían en las universidades pontificias de Roma. A este plan de 1951 siguió otro análogo, del 14 de febrero de 1955, para las numerarias del Opus Dei.

En 1952 se incorporaron al Colegio Romano de la Santa Cruz personas de México, Portugal, Irlanda, Italia y España. Ese año, la ya difícil situación económica se hizo desesperada y fue ésta una de las intenciones que llevaron a san Josemaría a consagrar el Opus Dei al Sagrado Corazón, el 26 de octubre de 1952. En 1953, los alumnos eran ya ciento veinte, y el fundador pensaba todavía en aumentar ese número hasta un máximo de doscientos.

Las dificultades de espacio y las restricciones eran tales que fue necesario buscar un lugar donde los alumnos pudieran tener un poco de esparcimiento, al menos durante el verano. Gracias a los buenos oficios de Álvaro del Portillo –que contó con la generosidad de un amigo suyo–, se consiguió una finca agrícola en Salto di Fondi, cerca de Terracina, que además de convertirse en sede del Colegio Romano en los periodos de descanso, proporcionó comestibles muy necesarios para los Centros de Roma: el fundador lo veía como "el pan, el descanso y la salud de nuestra gente del Colegio Romano" (AVP, III, p. 250). Para su puesta en marcha fue muy valiosa la ayuda personal de Carmen Escrivá de Balaguer, hermana del fundador. La casa se usó desde 1953 a 1966, cuando se dejó y se buscó otra en una zona de montaña, cerca de L'Aquila.

En 1953, con motivo del 25° aniversario de la fundación del Opus Dei, san Josemaría recibió una carta muy elogiosa del Prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, el Card. Pizzardo. Después de alabar el plan de estudios eclesiásticos para todos los miembros de la Obra, calificaba de "sabia y previsora prudencia" la decisión de erigir, en 1948, el Colegio Romano de la Santa Cruz, sin ahorrarse fatigas y sufrimientos" (IJC, Apéndice documental, n. 39, pp. 561-563).

Ciertamente, los hechos confirmaron la cordura de aquella "locura" inicial de san Josemaría. Después de seis años, en agosto de 1954, podía vislumbrar los prometedores resultados del Centro, y así lo escribía a varios hijos suyos que estaban al frente de las circunscripciones de la Obra: "Si me sois fieles, si no nos dejáis solos, desde el próximo año habrá numerosas promociones de sacerdotes, con los grados académicos eclesiásticos obtenidos en Roma. Esto supone que, desde diciembre del 55, podréis contar cada año con personal... si respondéis a mis llamadas, que son llamadas de Dios". Les hablaba de la improrrogable necesidad de enviar dinero y gente para el Colegio Romano de la Santa Cruz. "Pensad que, mientras no lleguemos al final –hasta el último ladrillo, hasta la última silla–, es como si la casa de la Obra se nos quemara. Es preciso, por encima de todo, apagar este incendio" (AVP, III, pp. 273-274).

Un año después, el 20 de abril de 1955, se obtuvo el apoyo de una empresa de construcción, la empresa Castelli, que –sin solucionar el problema económico– proporcionó serenidad, pues las obras podrían continuar sin los continuos agobios debidos a la falta de liquidez, que amenazaban con paralizar todo. "Ese respiro económico permitió realizar el proyecto sin mayores retrasos. De modo que se pudo hacer frente a la necesidad de disponer de plazas suficientes, mejorando la situación de los nuevos alumnos del Colegio Romano" (AVP, III, p. 256).

3. Consolidación y sede definitiva (1956-1975)

En el año académico 1955-56 salieron sesenta nuevos doctores del Colegio Romano. A menos de diez años de su fundación, el Centro estaba alcanzando su madurez y –como había previsto san Josemaría– podía ofrecer de manera continuada promociones de sacerdotes y seglares debidamente formados. Pero, como se ha dicho, san Josemaría quería aumentar el número de alumnos hasta llegar a doscientos, y para eso era absolutamente necesario acabar los trabajos de Villa Tevere. Además, las obras requerían una notable dedicación de tiempo por parte de los alumnos, que colaboraban en múltiples tareas relacionadas con las obras sin descuidar su exigente plan de estudios y de formación.

El tiempo escaseaba y también el espacio y los medios materiales, pero estos inconvenientes se suplían con la cariñosa y vigilante presencia del fundador. Sus palabras en frecuentes tertulias eran la mejor explicación del espíritu y de la historia del Opus Dei, como han testimoniado muchas personas. Sabía encender a sus oyentes en deseos de entregarse a Dios y de llevar la luz del Evangelio a todas partes. El ambiente, muy hogareño, rebosaba alegría y espíritu juvenil, así que las incomodidades materiales se tomaban a modo de anécdota divertida. Era clara la conciencia del privilegio que suponía vivir junto a un santo auténtico, que era además un Padre, enérgico y cariñoso a la vez. Todo esto, que procede de los relatos de quienes vivieron esos momentos, permite concluir que la huella que el fundador dejó en el Colegio Romano de la Santa Cruz fue imborrable. Con frase expresiva, lo explicaba su sucesor, cuando afirmaba que aquel Centro era "obra de las manos, de la cabeza, del alma, del corazón de nuestro queridísimo Padre" (DEL PORTILLO, 1988, p. 132).

El 9 de enero de 1960 se terminaron por fin las obras de Villa Tevere, pero a mediados de esa década, aquellos edificios que tanto esfuerzo habían costado se habían quedado pequeños para albergar el Colegio Romano. Los alumnos seguían aumentando en número, con lo que el espacio disponible disminuía de curso en curso. San Josemaría deseaba que esos hijos suyos pudieran estar más tiempo al aire libre y con facilidades para hacer deporte. Los órganos centrales de gobierno de la Obra, cuyas funciones también se habían dilatado, necesitaban más espacio. Fue entonces –en el mes de noviembre de 1967– "cuando determinó que el Colegio Romano no podía seguir alojado por más tiempo en la sede central del Opus Dei. Debía trasladarse a otra parte; y rápidamente. Así, pues, se pusieron a buscar un posible emplazamiento en el casco urbano. (...) Después de algunas consultas, y teniendo en cuenta el factor principal –la escasez de dinero–, el Padre se decidió por lo más ventajoso. Es decir, levantar edificios de nueva planta" (AVP, III, pp. 675-676). Se encontraron unos terrenos en las afueras de Roma, junto a la vía Flaminia: el nombre elegido para la sede definitiva fue "Cavabianca".

De nuevo se embarcaba san Josemaría en una empresa demasiado audaz, otra "locura" a los ojos humanos (de hecho la llamaría, bromeando, una de sus "últimas locuras"). Ciertamente la situación económica no era tan desastrosa como en los años cincuenta, pero tampoco se contaba con suficientes recursos para afrontar una empresa de tal envergadura. Por otro lado, en muchos lugares se estaban cerrando seminarios y noviciados de religiosos, a causa de la crisis vocacional que se desencadenó tras el Concilio Vaticano II, y no faltaron quienes le criticaron por esto o intentaron disuadirle: "Vienen a verme obispos de todo el mundo –explicaba en 1972–, y me dicen: pero usted está loco... Y les contesto: estoy cuerdísimo. Cuando hay pájaros y no se tiene jaula, lo que hace falta es la jaula. Necesito formar allí –teniéndolos uno, dos o tres años, todo lo más– a hijos míos intelectuales de todos los países" (AVP, III, p. 677).

Entre 1968 y 1970 se realizaron los estudios y proyectos previos. En 1971, anunciaba san Josemaría: "Vamos a comenzar las obras allá arriba, en Cavabianca, con dinero que no es nuestro, con el fruto del trabajo de muchos hermanos vuestros, y con la ayuda de muchas personas que ni siquiera son cristianas". Y más tarde añadía: "En todo el mundo hemos comenzado a preparar instrumentos de trabajo sin dinero. Yo lo había hecho antes muchas veces; pero desde hace años tenía el propósito de no volver a obrar así. Sin embargo, pensando que el bien de la Iglesia y el bien de la Obra (...) hace conveniente que muchos hijos míos pasen por Roma, hemos comenzado a construir Cavabianca con pocas liras. No quería repetir esa locura, pero ya estamos metidos en esta tarea" (SASTRE, 1991, p. 618).

Las obras comenzaron el 9 de enero de 1971 y el 7 de marzo de 1974 pudieron trasladarse a Cavabianca algunos alumnos del Colegio Romano. Como había hecho en Villa Tevere, san Josemaría dedicó toda su atención a la preparación de este nuevo instrumento, incluso a detalles arquitectónicos o de decoración, para garantizar que cumpliera su función formativa y se facilitaran la vida de piedad, el estudio y el necesario descanso, junto a la práctica de las virtudes cristianas. También los alumnos de Colegio Romano colaboraron en muchas cuestiones materiales para agilizar las obras y ahorrar en lo posible.

Hasta pocos días antes de morir, san Josemaría atendió con cariño y desvelos de buen Pastor a los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz. Siguió yéndoles a ver y a charlar con ellos a menudo, para formarlos y transmitirles el espíritu del Opus Dei. Cuando entregó su alma a Dios, 934 alumnos habían pasado por el Colegio Romano.

Luis CANO

 «    COLEGIO ROMANO DE SANTA MARÍA    » 

El Colegio Romano de Santa María es un Centro interregional para la formación de mujeres del Opus Dei, con sede en Roma, erigido por san Josemaría. Su prehistoria se remonta a finales de la década de 1940.

1. Los comienzos del Colegio Romano

En junio de 1948, convencido de que había llegado el momento de dar un nuevo impulso en la expansión del Opus Dei por todo el mundo, san Josemaría firmó el Decreto de erección del Colegio Romano de la Santa Cruz, para la formación de los varones. No era posible aún empezar un Colegio análogo para sus hijas, pues había pocas mujeres del Opus Dei y no podían desplazarse a Roma sin desatender la labor que se realizaba. La Guerra Civil española (1936-39) había dificultado el incremento de mujeres en el Opus Dei. San Josemaría iba sin embargo preparando el comienzo de un Centro de Estudios interregional para mujeres del Opus Dei (cfr. AVP, III, p. 281).

Veía necesario formar bien a los fieles del Opus Dei –tanto varones como mujeres–, para enraizar los apostolados de la Obra en sus países y comenzar actividades en nuevos lugares. La gran diversidad de los fieles del Opus Dei que se preveía –de origen, raza, cultura y profesión– hacía necesario dar una sólida formación a todos en la doctrina cristiana y en el espíritu de la Obra; sólo así se podía garantizar la unidad y la eficacia apostólica del Opus Dei a lo largo del tiempo. San Josemaría inició en aquellos años una verdadera "batalla de formación" para proporcionar a todos los fieles de la Obra estudios de Filosofía y Teología, adecuados a la capacidad intelectual y al nivel cultural de cada uno. Tenía el profundo convencimiento de que la ignorancia es el mayor enemigo de la fe y el obstáculo para que se dé un verdadero desarrollo humano. Deseaba también que todos –también las mujeres– se "hicieran muy romanos", es decir, que cimentasen su amor a la Iglesia y al Papa, siendo así universales, católicos, con corazón grande y espíritu amplio, abiertos a todos los hombres, sin distinción de raza, lengua, cultura o nacionalidad.

En ese contexto, el 12 de diciembre de 1953, san Josemaría erigió el Colegio Romano de Santa María. Su fin, como expresa el Decreto de erección del Colegio Romano de Santa María, es fortalecer en las mujeres del Opus Dei la unión con Dios –vida contemplativa en medio de las actividades ordinarias– y capacitarlas para llevar a cabo una constante y sobrenatural actividad apostólica. El Colegio Romano –afirma el Decreto– imparte una formación doctrinal teológica y espiritual que contribuya a profundizar en la vida cristiana y en el espíritu del Opus Dei, y permita transmitir la fe allá donde cada uno se encuentre. El Decreto continúa diciendo que se constituye para mujeres procedentes de todas las naciones, en la Urbe, centro y cabeza de la Iglesia católica, de modo que sea, también para el Opus Dei, instrumento de unidad y cohesión. Recuerda finalmente que toda la labor está al servicio de la Iglesia, y que quienes cursen sus estudios deberán ser sembradoras de paz y de alegría, atrayendo así a muchas almas a Dios (cfr. IJC, pp. 557-558). Del Colegio Romano de Santa María deberían salir promociones de mujeres hondamente formadas, capacitadas para santificar cada una su propia profesión y para ser profesoras de los Studia Generalia de las diversas circunscripciones del Opus Dei.

El 14 de febrero de 1955 se concretaba para las mujeres un plan de estudios de Filosofía y Teología análogo al que ya existía desde 1951 para los varones del Opus Dei. San Josemaría habría querido que sus hijas cursaran esos estudios en las facultades eclesiásticas –como lo hacían sus hijos–, pero las normas canónicas entonces vigentes no lo permitían. Manifestó al Papa su preocupación porque las mujeres, que podían asistir a los centros superiores de enseñanzas de ámbito civil, no pudieran acceder a los centros del mismo nivel de ciencias eclesiásticas. Mientras se resolvía este problema, animó a sus hijas a que siguiesen con hondura los estudios de Filosofía y Teología en el Colegio Romano de Santa María, y en los Centros de Estudios regionales (cfr. AVP, III, p. 287, nt. 103).

Erigido jurídicamente el Colegio Romano, se empezó de modo modesto. En 1954, formaron parte de la primera promoción siete alumnas. Provenían de España, Irlanda, Italia y México. Las seis primeras promociones se alojaron en Villa Sacchetti, Centro situado en el conjunto de edificios de Villa Tevere, con fachada a la Via di Villa Sacchetti. La proximidad del fundador facilitaba el seguimiento cercano de la formación: impartía sesiones doctrinales, dirigía meditaciones o intervenía en tertulias familiares. Y subrayaba la importancia y el sentido de su estancia en el corazón de la Obra; con estas palabras lo hacía a la segunda promoción, en enero de 1955: "No imagináis cuánto rezo por el Colegio Romano de Santa María. Tengo aquí el corazón metido: ¡cuánta ilusión he puesto! Y veo a la vuelta de los años la labor portentosa. Va a ser una gran sementera" (SASTRE, 1989, p. 433).

A medida que el Opus Dei se iba extendiendo a nuevos países, aumentaba también el número de alumnas del Colegio Romano de Santa María, y la variedad de su procedencia. En 1956 ya había representantes de catorce naciones y se preveía la necesidad de una sede propia.

Desde la primavera de 1948 Villa delle Rose, una edificación situada en Castel Gandolfo, se utilizaba como casa de retiros. En 1949, después de haber cedido la condesa Campello sus derechos sobre el edificio, Pío XII otorgó en usufructo la propiedad al Opus Dei y, diez años más tarde, Juan XXIII se la entregó definitivamente. San Josemaría decidió destinar Villa delle Rose como sede del Colegio Romano de Santa María. Fue necesario realizar obras de ampliación, que empezaron el 7 de julio de 1959, con escasez de medios económicos. El fundador actuó como solía hacer: ante lo que veía necesario para el servicio a Dios y a las almas, no rehuía las dificultades ni los sacrificios. Se pusieron los medios: oración, mortificación y búsqueda de recursos en todo el mundo. Los donativos llegaron con generosidad. San Josemaría siguió muy de cerca las obras, que duraron casi cuatro años. Le importaba mucho que las alumnas vieran materializado el espíritu del Opus Dei: buen gusto, compaginado con el espíritu de pobreza y el cuidado de las cosas pequeñas. Quería que la residencia fuese muy clara y alegre, para que todas pudieran disponer de un mínimo de comodidad. Pensaba especialmente en las alumnas que llegarían de culturas diversas a la europea, en las que provendrían de climas tropicales luminosos.

De 1959 a 1963, no se incorporaron al Colegio Romano de Santa María nuevas promociones de alumnas. El 14 de febrero 1963, san Josemaría inauguró la nueva sede del Colegio Romano. Consagró el altar del oratorio dedicado a Sancta María Mater Pulchrae Dilectionis, celebró la santa Misa y dejó el Santísimo Sacramento reservado en el sagrario. Asistieron mujeres del Opus Dei de unos veinte países. Doce años más tarde, en su última estancia en Villa delle Rose, el 26 de junio de 1975, el mismo día de su muerte, san Josemaría tuvo un encuentro con alumnas de los cinco continentes.

2. El Colegio Romano de Santa María en Villa delle Rose

Al poco de funcionar en Villa delle Rose, el Colegio Romano de Santa María vio ampliada su actividad. El 24 de octubre de 1964 se constituyó el Istituto Internazionale di Pedagogia, que impartiría licenciatura y doctorado en Ciencias de la Educación. El Istituto era una sección en Roma de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra. Esos estudios iban dirigidos a preparar a las alumnas para realizar con nivel científico las tareas de formación personal y la dirección de centros educativos. El 31 de mayo de 1989 se comunicó al profesorado del Istituto que cesaban sus actividades hasta que el Gran Canciller viera oportuno activarlo de nuevo.

Desde 1963 a 1975 san Josemaría acudió con frecuencia a Villa delle Rose para estar con sus hijas. Procuraba hacerlo en las fiestas más destacadas: Navidad, Pascua, las fechas fundacionales del Opus Dei, y cuando una promoción terminaba sus estudios y dejaba Roma. Siempre llevaba algún detalle: objetos de decoración para la casa, abanicos para decorar el soggiorno, o unos caramelos. Dirigió meditaciones y charlas y en ocasiones mantuvo encuentros de tono familiar. En todo momento transmitía el amor a Dios y a las almas, y el interés por todo lo humano noble y bello; animaba a aprovechar la convivencia con personas procedentes de naciones distintas, para conocer y comprender mejor su cultura y sus tradiciones; y también las impulsaba a aprender idiomas y a cultivar el propio, para poder comunicarse eficazmente con los demás, y dar a conocer a Jesucristo. Y, entremezcladas con esas enseñanzas, transmitía su cariño y animaba a disfrutar cantando, pasándolo bien y haciéndolo pasar bien a las demás; le gustaba que se cantaran canciones de amor humano "a lo divino".

Trataba temas espirituales y apostólicos, especialmente lo que en cada momento llevaba más en el corazón o consideraba de más actualidad para las oyentes, respondiendo también a las situaciones concretas de la Iglesia y del mundo. Y hablaba del amor a la Iglesia y al Papa, de la unidad vocacional en el Opus Dei; de sinceridad; de humildad para buscar en todo la gloria de Dios, para saber agradecer, para rectificar, para comprender y perdonar, para saber pedir perdón, para servir... Sabía que algunas de esas hijas suyas, al terminar su estancia en Roma, posiblemente ocuparían cargos de dirección y de formación en la Obra, e inculcaba con fuerza que ambas son siempre tareas de servicio a los demás.

En esos encuentros en Villa delle Rose el fundador del Opus Dei pudo conocer a muchas de las primeras que habían llegado al Opus Dei en los diversos países; sabía escuchar con sonriente paciencia a las que no conocían bien el castellano; se interesaba por las penas, las alegrías, la salud de todas; por las dificultades que podían tener algunas, por el cambio de clima o de hábitos alimentarios, y preguntaba con frecuencia si estaban alegres y si se practicaba la corrección fraterna, señal de verdadera caridad.

Alrededor de esos temas giró también su última estancia en Villa delle Rose. Al llegar a Castel Gandolfo el 26 de junio de 1975 comentó que ya no estaba en Roma para nadie, porque pensaba salir de viaje. Pero Dios le permitió ausentarse de Roma por unas horas para un breve encuentro con las mujeres del Opus Dei de todo el mundo en ese Colegio Romano en el que tenía tan metido su corazón.

3. El Colegio Romano en Villa Balestra

Después de la muerte de san Josemaría, el Colegio Romano continuó en Villa delle Rose diecisiete años más, aunque pronto, como fruto de la expansión de la Obra, se advirtió que Villa delle Rose quedaba pequeña para el Colegio Romano. En 1983 se iniciaron las gestiones para encontrar una nueva sede. Ya entonces, habían pasado por Villa delle Rose más de seiscientas personas y se preveía un crecimiento mayor.

En 1985 se pudo adquirir un inmueble cercano a la Sede Central del Opus Dei en Roma: Villa Balestra. Había servido durante años como colegio. Requería obras de adaptación para constituir la nueva sede. Las obras empezaron en 1990 y en septiembre de 1992 el Colegio Romano pudo trasladarse definitivamente a Villa Balestra, pocos meses después de la beatificación de san Josemaría. Este traslado respondía a un deseo explícito suyo.

El 12 de mayo de 1993, el Prelado del Opus Dei, Álvaro del Portillo, celebró la primera Misa solemne en la nueva sede. La homilía que pronunció expresó lo que debía ser la actitud de las que comenzaran allí sus estudios: "Hijas mías, tenéis que santificar vuestro trabajo, con la conciencia clara de que habéis venido a este Centro, que se encuentra en el corazón de la Obra, en comisión de servicio, para formaros bien, para identificaros con el espíritu de la Obra, para ser ipse Christus. ... Lo primero que os inculco es la unidad, para que sintáis con el corazón de la Obra. Unidad. Y para tener unidad, caridad: alter alterius onera portate... Servid a las demás de todo corazón; con alma sacerdotal, sin decir nunca "basta". Ayudad con cariño a vuestras hermanas, sin desear pago humano..." (Noticias, V–1993, p. 27: AGP, Biblioteca, P02).

El desarrollo de la Pontificia Universitá della Santa Croce, con sus facultades de Teología, Derecho Canónico, Filosofía o Comunicación Social Institucional de la Iglesia, ha permitido a muchas alumnas de Villa Balestra cursar estudios en este centro académico.

Lo que en 1953 era sólo una pequeña semilla, ha alcanzado una madurez notable y un alcance universal. Han pasado desde entonces por el Colegio Romano de Santa María muchas mujeres jóvenes de más de sesenta nacionalidades. Unas han vuelto a sus países de origen, otras han ido a diferentes regiones para llevar, con su trabajo profesional y su apostolado, el espíritu del Opus Dei a los más diversos países: China, Singapur, Suecia, Finlandia, los Países Bálticos, India, Israel, Kazajistán, Hungría, Croacia, Rusia, India, Sudáfrica, etc., o han ido a reforzar la labor en naciones donde hacía falta.

Gertrud LUTTERBACH

 «    COLOMBIA    » 

La labor apostólica del Opus Dei en Colombia se inició en 1951. Desde Roma, san Josemaría siguió muy de cerca el comienzo y posterior desarrollo de la labor que allí se venía realizando. Durante el viaje de catequesis que hizo por diversos países americanos, tenía previsto detenerse también en Colombia, pero ese proyecto no pudo ser llevado a la práctica.

1. Inicio de la labor estable

Durante su viaje a Colombia en 1983, el primer sucesor de san Josemaría, Mons. Alvaro del Portillo, afirmó que ya en 1939 había oído hablar a san Josemaría de su devoción a Nuestra Señora de Chiquinquirá, Patrona de Colombia, y también referirse con enorme cariño a este país (AGP, P04, 1983, p. 416). Diez años después, a finales de los años cuarenta, san Josemaría preveía el comienzo del trabajo apostólico del Opus Dei en Colombia. La insistencia, ante el fundador, del nuncio en Colombia, Mons. Antonio Samoré (1950-1953), y del arzobispo de Bogotá, Mons. Crisanto Luque (1950-1959), para que se emprendiera cuanto antes la labor, motivó que a comienzos de 1951 se le planteara de parte de san Josemaría al presbítero Teodoro Ruiz Jusué (1917-2001), que residía en España, su traslado a Colombia para iniciar allí la labor apostólica.

La tarde del 11 de octubre de 1951 san Josemaría, que se encontraba de paso por Madrid después de haber renovado la consagración del Opus Dei al Corazón Inmaculado de María en los santuarios de Lourdes y de El Pilar, recibió a don Teodoro, para impartirle la bendición antes del viaje que emprendería a Colombia. Llegó a Bogotá, la capital de la República, el sábado 13 de octubre. Cinco días después, san Josemaría le escribía desde Oporto (Portugal) una tarjeta en la que le manifestaba su cercanía y cariño.

Después de cuatro meses de trabajo apostólico, en 1952 llegaron dos nuevos miembros del Opus Dei desde España: en febrero don Teodoro contó con la ayuda del presbítero Aurelio Mota; y en julio de ese año llegó a Colombia el médico Ángel Jolín (1925-1961).

En febrero de 1952 se estableció el primer Centro del Opus Dei en el país, situado en la carrera 4, N. 12-47, en el actual barrio de La Candelaria; al año siguiente, con la llegada de José Albendea, que fue posteriormente Profesor Titular de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Sabana (1932-2003), y del arquitecto Luis Borobio (1924-2005), creció la labor apostólica y se trasladaron a una sede más amplia en la calle 35 N. 6-41, situada en el barrio de La Merced.

Desde Roma, san Josemaría seguía de cerca la marcha del trabajo apostólico: acompañaba a sus hijos colombianos con su oración, sus consejos y su cariño. En carta a Ángel Jolín, enfermo de hemofilia, le escribía: "me da envidia ver cómo te toma el Señor para que le consueles con tus sufrimientos, ante el desamor y el olvido de tantas almas" (AVP, III, p. 242). También acudía a ellos en momentos de grandes estrecheces económicas en Roma, donde se construía la sede central del Opus Dei y se impulsaba la expansión apostólica por todo el mundo, incluso cuando faltaban los medios materiales más imprescindibles. En carta a don Teodoro le recordaba: "ya te he escrito varias veces, angustiado. Por eso, haz lo que puedas y –in nomine Domini– hasta lo que no puedas" (AVP, III, p. 229).

San Josemaría también impulsó a don Teodoro Ruiz a que acelerase los preparativos necesarios para la llegada de las mujeres del Opus Dei a Colombia, "porque sin ellas las cosas van más lentas y peor (...) estaréis siempre mancos" (AVP, III, p. 323). De este modo, el 15 de abril de 1954, llegaron a Cartagena, para seguir después a Bogotá, las primeras mujeres: Josefina de Miguel (1909-2005), María Adela Tamés, Teresa Ivars y Concha Campá, haciendo así realidad este deseo de san Josemaría. El 14 de febrero de 1956 abrió sus puertas en Bogotá la Residencia Universitaria Ina– ya, primera iniciativa apostólica dirigida a mujeres, desde donde se realizó una amplia labor cultural con jóvenes y señoras.

Pronto, con la gracia de Dios, algunas personas decidieron incorporarse al Opus Dei: en 1952 Ignacio Gómez Lecompte, y pocas semanas después Diego Torres Gómez. Las primeras mujeres de la Obra en Bogotá fueron Mercedes Posada de Gómez Tanco, Ángela Restrepo de Casas, Mercedes Sinisterra Pombo y Anita Quiroga Fandiño; en Medellin, Lillyam Aristizábal Correa, Cecilia Toro Villa y Esther Mejía Picón. La primera colombiana del Opus Dei fue Rosi Escobar Henríquez, que pidió la admisión en Irlanda y llegaría al país unos años después.

En enero de 1955, san Josemaría escribía a don Teodoro manifestándole su alegría ante la próxima llegada de los primeros colombianos al Colegio Romano de la Santa Cruz. Esa alegría se trocó en duelo el 20 de agosto de 1958, cuando murió ahogado en las playas de Terracina (Italia) Gustavo Bedoya, que acababa de llegar al Colegio Romano dos días antes. Para san Josemaría, que se encontraba en Gran Bretaña en ese momento, la noticia del accidente, que le comunicaron ese mismo día, fue un golpe muy duro.

2. Desarrollo de la labor apostólica

En febrero de 1954 se trasladaron a Medellín, la segunda ciudad del país, los primeros fieles del Opus Dei que iban a iniciar la labor apostólica en esa ciudad; las mujeres empezaron a viajar desde Bogotá en julio de ese año, y se establecieron en 1957 en la Residencia Universitaria Citará. A comienzos de 1958, desde Medellin, se empezó a realizar viajes a Manizales, hasta que dos años después se estableció el primer Centro de la Obra en esa ciudad. Y, a partir de 1961, algunos fieles comenzaron a viajar periódicamente a Cali, entonces la tercera ciudad colombiana en población, para promover la labor apostólica. En esas y en otras ciudades la labor fue tomando cuerpo entre hombres y mujeres, tanto solteros como casados.

El 15 de agosto de 1959, se erigió un Centro de Estudios en Bogotá para intensificar la formación de los colombianos que el Señor iba enviando a la Obra. En 1964 y 1969 comenzaron Centros de Estudios para los apostolados con mujeres. También a comienzos de la década de los sesenta, con el impulso de san Josemaría, se iniciaron en Bogotá actividades apostólicas con "muchachos de la calle" y huérfanos de la violencia que venía azotando al país desde hacía décadas; algunos de estos muchachos vivían en una obra benéfica llamada La Ciudad del Niño. De esa labor muchos jóvenes se acercaron más a Dios.

San Josemaría impulsó desde el primer momento el establecimiento de casas de retiro, para ahondar en la formación cristiana de las personas que participaban en las labores apostólicas de la Obra; así nacieron Guaycoral, en Medellín, en 1955, y Torreblanca, en Bogotá, en 1966.

A partir de 1964, algunos padres de familia crearon la Asociación para la Enseñanza (ASPAEN), que inició sus labores con el Gimnasio Los Cerros, para muchachos, y el Gimnasio Pinares, para niñas, en Bogotá y Medellín, respectivamente. María Adela Tamés fue una de las principales promotoras de los colegios para niñas.

En mayo de 1967, san Josemaría escribió a los fieles del Opus Dei en Colombia manifestándoles su alegría ante la posibilidad de comenzar una Facultad de Pedagogía en el país. Ese comentario se convirtió en la primera piedra de la que doce años después sería la Universidad de La Sabana, obra de apostolado corporativo del Opus Dei.

3. El paso de san Josemaría por Colombia

En 1974, durante su segunda catequesis por tierras americanas, san Josemaría aspiraba a que se realizase algo que, casi veinte años antes, había manifestado a un fiel del Opus Dei colombiano: "¡Qué maja es esa tierra tuya, hijo mío! ¡Qué deseos tengo de conocerla!" (AGP, P04, 1983, p. 402). Sin embargo, los planes de Dios eran diferentes: su situación de salud y la altura de Bogotá (2.650 metros sobre el nivel del mar), aconsejaron aplazar su estancia en Colombia. Esto no impidió que el avión que lo trasladaba de Quito a Caracas hiciera escala en el aeropuerto de Bogotá durante cincuenta minutos, momentos que aprovechó para saludar al Vicario Regional y a algunas mujeres del Opus Dei, manifestándoles que ofrecía al Señor y a su Madre Santísima el no poder estar con sus hijas e hijos colombianos: "muchas veces tenemos que decir fiat!", les dijo; y los animó a realizar una gran labor apostólica "en Colombia y desde Colombia" (AGP, P04, 1983, p. 405).

San Josemaría no pudo volver físicamente a Colombia. Cuando falleció, había labor apostólica estable del Opus Dei en Bogotá, Medellín, Manizales, Cali y Cartagena. Existían centros educativos de hombres y mujeres en las dos primeras ciudades; se estaban colocando los cimientos de la futura Universidad de La Sabana; y se facilitaba formación espiritual, humana, y profesional a personas de todas las condiciones sociales del país.

Manuel PAREJA ORTIZ

 «    COMUNIÓN DE LOS SANTOS    » 

San Josemaría vivió de un modo particular la comunión de los santos y enseñó a vivirla como fuente de vida –que hace partícipe de la abundancia de la gracia y de la fuerza que da la unión–, como fuente de alegría –al sentirse cada uno integrado en una multitud, en una familia, formando parte de una causa común, versos de un mismo poema–, y también como fuente de responsabilidad, al influir la propia lucha y virtud en la lucha y virtud de los demás. En este caso, como en otros muchos puntos, su experiencia espiritual y su predicación retoman la tradición de la Iglesia y la transmiten con el calor y la vibración con que se comunica lo personalmente asumido y vivido. Comenzaremos, por eso, evocando la fe de la Iglesia a este respecto, para pasar luego a ver cómo reverbera en la doctrina de san Josemaría.

1. La comunión de los santos, artículo de la fe

La comunión de los santos integra el artículo IX del designado como Credo de los Apóstoles: "Credo Sanctam Ecclesiam Catholicam, sanctorum communionem". El Catecismo de la Iglesia Católica resalta que estas dos verdades no se distinguen, pues la comunión de los santos es precisamente la Iglesia (cfr. CCE, 946). Y siguiendo la tradición oriental y occidental desglosa su contenido con dos palabras: sancta sanctis (lo que es santo para los que son santos), que expresan dos significados estrechamente relacionados: la comunión en las cosas santas y la comunión entre las personas santas.

Los fieles (sancti) se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo (sancta) para crecer en la comunión (Koinônia) con el Espíritu Santo y comunicarla al mundo (cfr. CCE, 948). Por otra parte, la comunión de las personas santas abarca, desde el punto de vista teológico y dogmático, tanto la fraternidad de los fieles que "peregrinan" ahora en la Iglesia (Ecclesia in terris) como la de los que ya gozan de la visión de Dios (Ecclesia in patria) y la de los difuntos que se purifican antes de ser recibidos en la gloria (Ecclesia purgans). Este es el fundamento de la veneración a los santos, que nos ayudan con su intercesión desde la otra vida, y de la oración por las almas del Purgatorio, a las que podemos ayudar desde la tierra.

Para explicitar los bienes espirituales –cosas santas– que se comparten, el Catecismo acude a los primeros cristianos, que tenían en común la fe trasmitida por los Apóstoles, los sacramentos, los carismas, la caridad e incluso los bienes materiales (cfr. CCE, nn. 949-953). Por otra parte, es significativo advertir que alude a la comunión de personas de un modo trasversal en las principales verdades de la fe, tanto para referirse a la intimidad de Dios, o a la imagen de Dios plasmada en la Creación en el ser humano, como para hablar de la Iglesia, descrita como comunión de los santos y como la única familia de Dios (cfr. CCE, 959; ver CASTILLA DE CORTÁZAR, 1996, pp. 163-194).

El misterio de la comunión de las personas, distinguiéndola de la mera comunidad en sentido sociológico, ha despertado un creciente interés a lo largo del siglo XX, tanto en la filosofía –fenomenológica y personalista–, como en la teología. A partir del Concilio Vaticano II y de las enseñanzas de Juan Pablo II abundan los estudios que ahondan en que Dios es Amor, es decir, Comunión de Personas, así como en el hecho de que la plenitud de la imagen de Dios en el hombre no está en cada persona aislada sino en la comunión de personas unidas entre sí, a imagen de la Trinidad. En consonancia, se advierte que, entrelazada con su estructura jerárquica, lo más nuclear del misterio de la Iglesia es la unión –comunión– con Dios y con los demás; de ahí que la expresión comunión de los santos sea reconocida por la eclesiología contemporánea como una de las mejores, o incluso la mejor, descripción de la Iglesia.

En san Josemaría ese gran horizonte teologal que acabamos de describir lo encontramos, como es usual, en su predicación y en sus escritos, expresado no de una manera abstracta y conceptual, sino viva: "¡Qué alegría da la comunión de los santos!" (F, 258).

2. De la comunión eucarística a la comunión de los santos

Situado en el seno de la Iglesia san Josemaría percibe y vive la comunión de los santos, generada a través de la "comunión en los sacramentos", en especial de la "communio eucharistica". La Eucaristía es para él el corazón de la Iglesia, la autodonación de Jesús en el Sacrificio, en la Comunión y en el Sagrario, que genera la unión fraterna. Lo expresa en Camino: "Comunión, unión, comunicación, confidencia: Palabra, Pan, Amor" (C, 535), queriendo significar que el don por excelencia de Cristo –"Palabra, Pan, Amor"–, es también la base de la "comunión, unión, comunicación, confidencia", de los hombres con Dios y de los hombres entre sí.

En la santa Misa, se da cita la única Iglesia celestial y terrena: "Todos los cristianos, por la Comunión de los Santos, reciben las gracias de cada Misa, tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un niño, quizá distraído. En cualquier caso, la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus... Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa" (ECP, 89).

Celebrar la Misa, participar en la Misa, es entrar en una realidad de comunión a la que el cristiano acude con sus realidades y problemas, grandes o pequeños, uniéndose a la Iglesia entera y a toda la humanidad, tanto la que puebla ahora la tierra como la que ha concluido ya su caminar terreno. Todos estos aspectos están presentes en la enseñanza de san Josemaría, si bien de ordinario en sus escritos la expresión "comunión de los santos" designa de manera primaria la gran fraternidad de los fieles en la Iglesia (Ecclesia in terris): "«Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Éfeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos.» –¿Verdad que es conmovedor ese apelativo –¡santos!– que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí? –Aprende a tratar a tus hermanos" (C, 469). Lo mismo que en san Pablo, la expresión los "santos" designa aquí sencillamente los fieles, los cristianos, hombres y mujeres seguidores de Cristo en las diversas circunstancias de la vida, "tus hermanos". De ahí que las relaciones entre los cristianos sean fraternales, familiares.

Describe esta "communio" gráficamente: "Comunión de los Santos. –¿Cómo te lo diría? –¿Ves lo que son las transfusiones de sangre para el cuerpo? Pues así viene a ser la Comunión de los Santos para el alma" (C, 544). San Josemaría se une a esa gran Comunión en la Iglesia viviendo intensamente la comunión con quienes dependen especialmente de él: sus hijos, a quienes les propone: "Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo" (C, 545). La Comunión se manifiesta en esa conciencia de estar acompañado, ayudado, seguro, como dentro de una ciudad amurallada, pues: "Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma" (C, 460; Pr 18, 19). Así lo subrayaba en una carta a una hija suya que se encontraba lejos de otras: "Únete a las intenciones del Padre: no olvides el valor inmenso de la Comunión de los Santos: de este modo no podrás decir nunca que estás sola, puesto que te encontrarás acompañada por tus hermanas y por toda la familia" (AVP, II, p. 455).

La comunión de los santos es una comunión vivificadora que trasmite energía, fuerza, apoyo que se constata; incluso en el mismo momento en el que se presta la ayuda: "Hijo: ¡qué bien viviste la Comunión de los Santos, cuando me escribías: "ayer 'sentí' que pedía usted por mí"!" (C, 546). "Comunión de los Santos: bien la experimentó aquel joven ingeniero cuando afirmaba: «Padre, tal día, a tal hora, estaba usted pidiendo por mí»" (S, 472). Esa ayuda es fuente de alegría: "Qué bonita oración, para que la repitas con frecuencia, la de aquel amigo que pedía por un sacerdote encarcelado por odio a la religión: «Dios mío, consuélale, porque sufre persecución por Ti. ¡Cuántos sufren, porque te sirven!» –¡Qué alegría da la Comunión de los Santos!" (F, 258).

La comunión de los santos –huelga decirlo– es una presencia y una ayuda que no dependen de la cercanía física y menos aún de la materialidad de "vivir bajo un mismo techo": superando las distancias se sitúa en un plano distinto al de las leyes del espacio. Por eso se puede ayudar a todos o ser ayudado por todos, aunque estén físicamente lejos, como le escribían: "(...) cuando por necesidad se está aislado, se nota perfectamente la ayuda de los hermanos. Al considerar que ahora todo he de soportarlo «solo», muchas veces pienso que, si no fuese por esa «compañía que nos hacemos desde lejos» –¡la bendita Comunión de los Santos!–, no podría conservar este optimismo, que me llena" (S, 56). Esa unidad, unión–con, es fuente de vida y eficacia: "Ausencia, aislamiento: pruebas para la perseverancia. –Santa Misa, oración, sacramentos, sacrificios: ¡comunión de los santos!: armas para vencer en la prueba" (C, 997). "Por la Comunión de los Santos –sigue diciendo–, has de sentirte muy unido a tus hermanos. ¡Defiende sin miedo esa bendita unidad! –Si te encontraras solo, las nobles ambiciones tuyas estarían condenadas al fracaso: una oveja aislada es casi siempre una oveja perdida" (S, 615).

Apoyados unos en otros, como los naipes, como eslabones de una misma cadena, la Comunión invita a los cristianos a sentir la responsabilidad respecto de los demás; responsabilidad que se expresa no solo en la oración, sino en la totalidad de la vida: en el empeño por vivir cristianamente, por ser fiel a Dios en todo momento, también, e incluso especialmente en las tareas ordinarias: "Recuerda con constancia que tú colaboras en la formación espiritual y humana de los que te rodean, y de todas las almas –hasta ahí llega la bendita Comunión de los Santos–, en cualquier momento: cuando trabajas y cuando descansas; cuando se te ve alegre o preocupado; cuando en tu tarea o en medio de la calle, haces tu oración de hijo de Dios, y trasciende al exterior la paz de tu alma; cuando se nota que has sufrido –que has llorado–, y sonríes" (F, 846).

La llamada a la responsabilidad, "que tu vida no sea una vida estéril", con la que san Josemaría comienza Camino, enfatiza que la propia fidelidad a Dios, a la fe, a la personal condición cristiana, con todo lo que implica, es la mejor ayuda que se puede prestar a los demás, pues "de que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes" (C, 755). Para lograrlo enseña: "Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel" (C, 549).

3. De la comunión con la humanidad que puebla la tierra a la comunión con los cielos

La comunión en la Iglesia presupone participar en los méritos infinitos de Jesucristo, de la Virgen y de todos los santos. Por eso, así como supera las distancias, también trasciende el tiempo. En este sentido, san Josemaría escribe: "Si sientes la Comunión de los Santos –si la vives–, ... te sentirás "aliado" de todas las almas penitentes que han sido, son y serán" (C, 548).

Dentro de esta dilatación, que se actualiza y concentra en la celebración de la santa Misa, san Josemaría vivía en intensidad la "Communio" con la Iglesia "in patria". De esa realidad nos da un buen testimonio el capítulo de Camino titulado "Devociones". Pedro Rodríguez, analizando este capítulo ha señalado que lo más original de su planteamiento es que explica la doctrina a través de las formas de vivirla (cfr. RODRÍGUEZ, 2004, pp. 199-212). En efecto, no procede a declaraciones genéricas, sino que va señalando medios prácticos y concretos para que la relación personal con la Iglesia del Cielo se lleve a efecto. Sigue, además, un orden rigurosamente teológico: primero, el trato con "el hombre Cristo Jesús" (1Tm 2, 5) (cfr. C, 554-557); a continuación, los modos o formas para establecer una comunión viva con los hombres y mujeres que nos han precedido en la fe, y con los ángeles: ante todo con la Virgen María (cfr. C, 558) y con san José (cfr. C, 559-561), después con los Ángeles, en especial los Ángeles Custodios (cfr. C, 562-570), finalmente con las almas del purgatorio (cfr. C, 571).

Un ejemplo que ilustra con particular viveza la predicación oral de san Josemaría sobre la comunión de los santos tuvo lugar en Buenos Aires, en el Teatro Coliseo. Era el 26 de junio de 1974, un año antes de su tránsito al cielo, en la última reunión de su viaje a Argentina, la más multitudinaria. La noche anterior se preguntaba con cierta preocupación si era posible que se congregasen en un local miles de personas para oír hablar de Dios a un sacerdote –"a un cura que no dice más que cosas archisabidas" (AVP, III, p. 707)–. Su inquietud obtuvo respuesta al ver el local abarrotado de gente, lo que le llevó enseguida a pensar en la fuerza de la oración, principalmente de quienes, en otros lugares del mundo, estaban encomendando su viaje, o sea en la comunión de los santos, a la que hizo alusión varias veces a lo largo de ese encuentro. Seleccionamos algunos párrafos: "Si ahora que me encuentro yo aquí, si podemos tener estas conversaciones tan afectuosas –que nadie diría que estamos aquí cuatro mil personas por lo menos, sino una docena–, si podemos tenerlas es porque están rezando en todo el mundo. (...) Formamos una gran Comunión de los Santos: nos están enviando a raudales la sangre arterial y llena de oxígeno, pura, limpia: por eso podemos conversar así, por eso estamos a gusto. Si no, no aguantaríais, hijos; diríais: este curita que se marche a su casa. Y en cambio me decís: Padre, quédese" (Catequesis en América, I, 1974, pp. 606-611: AGP, Biblioteca, P05).

El dogma de la comunión de los santos nos sitúa ante la realidad de una Iglesia que vive en virtud de la comunión con los sancta, con los ritos santos, con los sacramentos. Y, en consecuencia, se constituye como comunión de los santos (sancti), como participación de todos sus miembros en la misma vida de Cristo. La comunión de los santos implica que ningún cristiano puede sentirse solo. Y a la vez que ninguno pueda considerar que crece como cristiano en virtud de sus solas fuerzas, sino gracias a la ayuda que recibe de Cristo y de su cuerpo místico. Es, por eso, fuente de fortaleza, de esperanza y, a la vez, de humildad.

Blanca CASTILLA DE CORTÁZAR

 «    CONCIENCIA    » 

"Nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien" (AD, 75). Un camino hacia Dios, así comprendía san Josemaría la vida del hombre, un camino trazado por Dios mismo, en el que se hace el encontradizo para conducirlo hacia la casa del Padre. Si la iniciativa es divina, pues procede de la gracia de Cristo, tal como lo explica el texto, la respuesta humana revela toda una verdad interior del hombre que fue decisiva en la enseñanza de san Josemaría.

La gran importancia concedida por el fundador del Opus Dei a la "vida interior" es una forma de destacar la resonancia de la presencia de Dios en la vida de cada hombre a modo de un "Maestro interior" que le enseña la verdad definitiva de su vida, una vida de santidad. Este es el marco en el que hay que comprender su modo de referirse a la conciencia y también a las características que presenta, sobre las cuales va a incidir en sus escritos.

1. La conciencia, un lugar de encuentro con Dios

Lo que más llama la atención es que, al referirse a la conciencia, san Josemaría siempre la considera desde un punto de vista teologal, es decir, como un modo de relacionarse con Dios. No era un modo común de concebirla en la época de sus estudios, donde la manualística, centrada de forma casi exclusiva en la relación entre la ley (polo objetivo) y la conciencia (polo subjetivo), entendía esta última sólo como una aplicación cognoscitiva de la ley general al caso concreto, según el modelo del silogismo práctico racionalista que entonces se enseñaba. Era un modo sencillo de referirse a la conciencia para resolver los problemas morales relacionados con la confesión, pero que ocultaba dos cuestiones fundamentales, precisamente las que vemos resaltadas en la enseñanza de san Josemaría.

La primera consiste en que la aplicación de la ley se comprendía de forma casi exclusivamente deductiva, sin considerar adecuadamente el sentido propio de la intimidad del hombre, que es siempre esencial para que éste pueda percibir la cuestión del sentido de la acción, que es a su vez clave para la moralidad. El acto humano no es un simple "caso" de una norma, sino la expresión real de una persona. La perspectiva manualística tiende a una cierta visión "negativa" de la conciencia, que marca exclusivamente los mínimos de la ley en la conducta humana, y pierde la consideración de la conciencia como guía de un camino que conduce a la plenitud de Dios.

La segunda, es que, ante la práctica mecánica de la conciencia aplicativa, se obviaba la cuestión de la conciencia como voz de Dios, y su valor auténticamente religioso. Ya Newman había indicado con precisión que éste era el mayor problema de una cultura moderna secularizada, y también la forma en que se estaba llevando a cabo una emotivización de la conciencia, que era, en definitiva, una emotivización de la fe, reducida así a un modo romántico de "sentir a Dios". Para evitarlo, el cardenal inglés defendía el valor de una conciencia en diálogo con Dios, pues no es una simple creencia privada.

Las dos cuestiones se hicieron patentes en el debate sobre la "moral de situación", tan importante en el periodo anterior al Concilio Vaticano II (cfr. FERNÁNDEZ, 1997, pp. 69-101) y que luego marcaría las disputas morales del postconcilio. San Josemaría, que en torno a la conciencia mantiene una postura constante en su enseñanza, pudo, en medio de estas confusiones, ofrecer una doctrina clara en este tema. Habla de la conciencia, porque "cada hombre debe libremente responder a Dios" (CONV, 59).

Se aleja de presentar esta visión de la conciencia como una mera opinión privada y destaca en cambio la clave de la implicación de la persona humana en su relación con Dios. Newman lo explica al definirla: "no como capricho u opinión sino como obediencia debida a la Voz Divina que habla en nosotros" (NEWMAN, 1996, p. 79). En el interior del hombre la conciencia es el "lugar de encuentro con Dios", tal como lo describió Pío XII: "La conciencia es como un núcleo recóndito, como un sagrario dentro del hombre, donde tiene sus citas a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella" (Pío XII, 1952, p. 271; cfr. GS, 16). Este es sin duda el marco en el que se inserta el pensamiento de san Josemaría y es el que permite comprender los puntos en los que insiste especialmente.

2. La libertad de las conciencias, una búsqueda de la verdad de Dios

Un punto central sobre el que vuelve una y otra vez san Josemaría es el de la "libertad de las conciencias". Con tal expresión se refiere al modo como el hombre se relaciona con Dios, que es incomprensible sin la libertad. Para esto, resalta –basándose, según los datos que se poseen, en textos de Pío XI de 1931– su diferencia radical con una pretendida "libertad de la conciencia", expresión que emplea dándole el sentido que tiene en los textos pontificios aludidos y en otros escritos de la época, es decir, como si el hombre no estuviera llamado a buscar y encontrar a Dios según verdad. Así lo explica: "no es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios. (...) Podemos oponernos a los designios salvadores del Señor; podemos, pero no debemos hacerlo. Y si alguno tomase esa postura deliberadamente, pecaría al transgredir el primero y fundamental entre los mandamientos: amarás a Yavé, con todo tu corazón". Y enseguida añade: "Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar a Dios, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios" (AD, 32). La referencia a la "libertad de las conciencias" es una constante en sus escritos (cfr. CONV, 44, 59, 73; S, 389).

Habla de la libertad como una dimensión del obrar humano y no como una mera elección de un objeto. El hombre debe libremente buscar la verdad de Dios y esto supone que se implica a sí mismo en tal camino. Es algo muy diferente a elegir cualquier cosa sin más referencia que el propio parecer. El fundador del Opus Dei integra de forma decidida el movimiento de la libertad como reconocimiento de la presencia de Dios en la propia vida, y el inicio real de esta búsqueda. Esto conlleva la necesidad de un discernimiento en el cual se percibe lo absoluto de Dios en la existencia cotidiana. Solo por esta relación libre con Dios se puede comprender el valor absoluto que el cristianismo concede a la conciencia y que san Josemaría defendió con toda fuerza, desde el inicio de su labor fundacional: "Desde el principio de la Obra (...) se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad" (CONV, 29).

La conciencia se define por su movimiento de búsqueda de la verdad; tiene por eso siempre un valor cognoscitivo que se distingue, tal como Juan Pablo II aclara en la Cart. Enc. Veritatis splendor (n. 55), de la simple decisión subjetiva en un sentido voluntarista. La conciencia se ha de seguir, y se ha de exigir para ella un respeto de su libertad, por su relación dinámica hacia la verdad que busca. Los grandes derechos de la conciencia se fundan en el grave deber de formar la conciencia. "De otra parte, nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno" (CONV, 73).

3. En un camino de santidad: la plenitud de una vida

Si la conciencia no es solo una aplicación de la ley, sino una guía hacia Dios al que se dirige, formar la conciencia y seguirla es ante todo un camino de santidad, muy por encima de la seguridad que se siente al cumplir una norma de conducta. Si san Josemaría insiste en una finura grande de conciencia, es por ver en ella el mejor conocimiento de la voluntad de Dios en una exigencia de amor que es la esencia de la santidad. Así exhorta a los fieles: "Procuremos fomentar en el fondo del corazón un deseo ardiente, un afán grande de alcanzar la santidad, aunque nos contemplemos llenos de miserias. No os asustéis; a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que sólo gusta de la limpieza de Dios" (AD, 20).

Distingue claramente la respuesta en lo pequeño a Dios, de los escrúpulos que encierran al hombre en la búsqueda de una seguridad propia. Así lo deja claro en Camino en el capítulo que dedica a aquéllos y que se puede resumir como: "los escrúpulos son una prueba que Dios puede enviar al que le busca. El Autor la experimentó, y transmite al lector un criterio claro: «No es de Dios lo que roba la paz del alma» (C, 258)" (CECH, p. 439). Esta paz que nos aparece como criterio de la rectitud de la conciencia se ha de ver como el modo de experimentar una auténtica concordia con Dios, el hombre descansa en el encuentro con Dios, porque "pierdes la paz –¡y bien lo sabes!–, cuando consientes en puntos que entrañan descamino" (F, 166).

La conciencia nos abre así a la consideración de las exigencias propias de cada vocación, en la que se integran la variedad inmensa de las circunstancias de cada existencia y de cada día, en un camino de santidad, y unida a la práctica del examen diario de conciencia. Se comprende entonces cómo el gran guía de la conciencia es el Espíritu Santo, el Maestro interior, porque es Él quien nos atrae a Cristo y nos conforma con Él (cfr. C, 27). San Josemaría recordaba con frecuencia que "la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón" (ECP, 130).

4. La formación de la conciencia y las realidades seculares

La regla interna de "formar la conciencia" desarrolla toda la potencialidad propia de la búsqueda de la verdad. Es un aspecto esencialmente operativo y característico de una verdad que "obra", y el hecho de que se denomine "formación" tiene que ver con "dar forma", es decir, que el hombre se configura en lo más íntimo a partir de una verdad inicial que es su "forma". En este sentido, la formación requiere un buen conocimiento de los principios morales de la Iglesia católica en una obediencia fiel al Magisterio; pero no basta con ello, es necesaria también la experiencia en el actuar concreto iluminada por la prudencia. En este ámbito el fundador del Opus Dei era especialmente exigente: "En primer término, nos empeñaremos en afinar nuestra conciencia, ahondando lo necesario hasta tener seguridad de haber adquirido una buena formación" (AD, 185).

Dentro de un camino de santidad, el imperativo de la formación afecta a todas las realidades de la vida que esa santidad ilumina. Una verdadera formación requiere, además de la prudencia personal, la petición de consejo a personas instruidas; pero el fundador del Opus Dei tenía muy claro que había que tender a una formación estable y suficiente para que cada persona supiera responder a las condiciones ordinarias de su trabajo por sí mismo y fuera capaz de ayudar a otros en tal formación de la conciencia. Esto es lo que san Josemaría designa como "hombre de criterio" (C, 33), que no tiene miedo de "agotar la verdad" (ibídem) y de saber obrar como cristiano.

Se trata de una búsqueda de la verdad que, además, une al cristiano con los hombres de buena voluntad y es una contribución muy notable en la vida social. Se le puede aplicar a san Josemaría con exactitud la exhortación del Concilio: "Por la fidelidad a su conciencia, los cristianos se unen a los demás hombres en la búsqueda de la verdad y en la acertada solución de tantos problemas morales que surgen en la vida individual y social" (GS, 16).

Aquí se aprecia la profundidad del valor teologal que la conciencia tiene. Es el plan de Dios el que ilumina la verdad propia de lo secular y permite una mejor comunicación entre los hombres, respetando siempre la propia autonomía personal en la búsqueda de la verdad, dentro de un sano pluralismo en lo social (cfr. RODRÍGUEZ LUÑO, 1997, pp. 162-181). El planteamiento del fundador del Opus Dei es por eso mismo expresión de lo que la Cart. Enc. Veritatis splendor denomina "justa autonomía" (n. 40), muy diversa de lo que otros llamaron "autonomía teónoma", que separaba a Dios de un ámbito mundano del todo secularizado (cfr. TRIGO, 2003, pp. 631-689). La conciencia guía al hombre para que sepa hacer presente el amor de Dios en el mundo en todas las implicaciones que el amor humano sabe descubrir.

Juan José PÉREZ–SOBA

 «    CONCILIO VATICANO II    » 

El 9 de octubre de 1958 se clausuraba el largo pontificado de Pío XII, durante el cual la Iglesia había afrontado el tempestuoso período del segundo conflicto mundial y de una posguerra caracterizada, de una parte, por la amenaza de los sistemas ideológicos y totalitarios inspirados en el marxismo–leninismo, y, de otra, por el comienzo de la descolonización. Menos de veinte días después, el 28 de octubre, tras un cónclave en su conjunto bastante rápido, era elegido papa el patriarca de Venecia, Card. Angelo Giuseppe Roncalli, de setenta y siete años de edad, que asumía el nombre de Juan XXIII. Tres meses después de su elección, el 25 de enero de 1959, fiesta de la Conversión de San Pablo, pronunció una alocución a los cardenales reunidos en la sala capitular del monasterio benedictino de San Pablo Extramuros, al término de una Misa celebrada para rezar por los católicos perseguidos, especialmente en China. En medio de la sorpresa general, el pontífice pronunció en su discurso las siguientes palabras: "¡Venerables Hermanos y queridos hijos! Pronunciamos delante de vosotros, a la verdad temblando con un poco de conmoción, pero a la par con humilde resolución de propósitos, el nombre y la propuesta de una doble celebración: de un sínodo diocesano para la Urbe, y de un concilio ecuménico de la Iglesia universal". Se trataba de un paso decidido a casi noventa años de la dramática interrupción del concilio precedente, el Vaticano I, y que ya durante los pontificados de Pío XI y Pío XII había sido tomado en consideración, sin que se hubiera llevado a cabo. Iniciados los trabajos preparatorios, el concilio fue convocado el 25 de diciembre de 1961 por medio de la Const. Ap. Humanae salutis, para el año siguiente. El Vaticano II comenzó el 11 de octubre de 1962, con la participación de unos dos mil quinientos padres conciliares.

1. San Josemaría y los trabajos del Concilio Vaticano II

San Josemaría Escrivá no tomó parte directamente en el Concilio, pero mostró por este acontecimiento eclesial de extraordinaria importancia un interés y una atención muy especiales. Siendo presidente general del Opus Dei, podría haber sido invitado a participar en el Vaticano II como padre conciliar: declinó de antemano este ofrecimiento, ya que hubiera supuesto asistir como presidente de un instituto secular, justo en un momento en el que estaba insistiendo, en los dicasterios romanos, en que se encontrara una solución distinta con respecto a la naturaleza jurídica del Opus Dei: su presencia por este título en el Vaticano II como padre conciliar habría podido ser interpretada como un precedente en el sentido de la aceptación de la existencia del Opus Dei dentro de la figura canónica de instituto secular. Más adelante se le propuso participar en el Concilio como perito, pero prefirió renunciar a esta posibilidad. De todas formas, iban a ser padres conciliares Ignacio de Orbegozo, prelado de Yauyos, y Luis Sánchez–Moreno Lira, auxiliar de Chiclayo, ambos procedentes del clero del Opus Dei (a partir de la tercera sesión participó también Alberto Cosme do Amaral, nombrado auxiliar de Oporto, agregado de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz).

Estas renuncias no significaron una falta de compromiso por parte de san Josemaría ante un acontecimiento eclesial tan importante. Al contrario, ofreció toda la colaboración posible, suya y del Opus Dei: organizó una comisión de trabajo en la Obra para responder a la carta del Card. Domenico Tardini a numerosas autoridades eclesiásticas y académicas, que pedía sugerencias y temas con vistas al Concilio; aceptó ser privado de gran parte del tiempo de su principal colaborador en el gobierno del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, que fue nombrado secretario de la Commissio de Disciplina Cleri et Populi Christiani; en una carta del 28 de junio de 1960 envió al Card. Tardini, como respuesta a una petición suya, una lista de doce miembros de la Obra entre los cuales fuera posible elegir eventuales colaboradores para la asamblea conciliar (de hecho fueron puestos a disposición del Concilio, para diversas tareas, los sacerdotes Julián Herranz Casado y Salvador Canals Navarrete, a los que se unió el trabajo de algunos profesores de Teología y de Derecho Canónico); aconsejó a los miembros de la Obra en todo el mundo que participaran –como peritos, etc.– siempre que fueran invitados por los obispos a colaborar en los trabajos preparatorios que se desarrollaban en las Iglesias particulares; en 1963 elaboró un dictamen sobre los temas que se podrían incluir en el manual para párrocos y en el directorio catequético. Por lo demás, no sólo siguió con notable interés el desarrollo de los trabajos, sino que los acompañó con la oración por el buen desenlace de los mismos. También pidió a todos los miembros del Opus Dei que rezaran por esta intención: el 12 de julio de 1962, poco después de una audiencia que le había concedido Juan XXIII (27 de junio), les escribió pidiéndoles que ofrecieran oraciones, mortificaciones y su trabajo cotidiano por el buen resultado del concilio ecuménico; reiteró esa petición en otras ocasiones y aconsejó que recitaran a menudo, con esa intención, el himno Veni, Sancte Spiritus.

A lo dicho se debe añadir que con frecuencia intercambió ideas con los fieles de la Obra que eran padres conciliares. Tuvo además muchos encuentros con padres y peritos del Concilio, lo que le permitió conocer bien los hechos y, a la vez, transmitir su experiencia pastoral en relación con el apostolado de los laicos y con su misión de evangelización en la Iglesia. Con frecuencia eran los padres o peritos los que se acercaban a visitar a san Josemaría en la sede central del Opus Dei, en la calle Bruno Buozzi, 73 (Villa Tevere), en el barrio romano de Parioli (en más de una ocasión, la visita estaba unida a invitaciones a comer o a cenar). Entre los obispos que se entrevistaron con el fundador de la Obra se encuentran, por ejemplo: John Joseph Wright, arzobispo de Pittsburgh; el Card. Miguel Darío Miranda y Gómez, arzobispo de Ciudad de México; Octavio Antonio Beras Rojas, arzobispo de Santo Domingo; George Andrew Beck, arzobispo de Liverpool; el Card. José María Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla; el Card. Fernando Quiroga Palacios, arzobispo de Santiago de Compostela; François Marty, arzobispo de Reims; Guillaume–Marie van Zuylen, obispo de Lieja; el Card. Julius Döpfner, arzobispo de Munich; el Card. Franziskus König, arzobispo de Viena; el Card. Alfredo Ottaviani, secretario de la Sagrada Congregación del Santo Oficio; el Card. Giuseppe Siri, arzobispo de Génova.

2. Sintonías entre el espíritu del Opus Dei y los documentos del Vaticano II

El Vaticano II fue un acontecimiento especialmente importante para el Opus Dei, no sólo por su general relevancia en la vida de la Iglesia, sino también porque algunos de los aspectos basilares de la espiritualidad promovida por esta institución fueron confirmados en la asamblea conciliar, lo que explica que san Josemaría fuera reconocido como precursor de algunos temas conciliares por diversos participantes, como los cardenales Joseph Frings, Franziskus König y Giacomo Lercaro, En el capítulo IV de la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, del 21 de noviembre de 1964, estaban presentes muchos temas que habían sido objeto de la predicación de san Josemaría desde los años veinte y treinta; por ejemplo, en el número 31 de dicho documento se encuentran las siguientes palabras: "los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose guiar por el Evangelio para que, desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo, y de esta manera, irradiando fe, esperanza y amor, sobre todo con el testimonio de su vida, muestren a Dios a los demás. A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos". El capítulo V de la Const. Dogm. Lumen gentium, por otra parte, está enteramente dedicado a la vocación universal a la santidad en la Iglesia, otro elemento típico de la predicación del fundador del Opus Dei. También en el decreto sobre el apostolado de los laicos, Apostolicam actuositatem, del 18 de noviembre de 1965, se encuentran singulares consonancias con las enseñanzas de Mons. Escrivá y con la praxis apostólica del Opus Dei. Y, por último, la Const. Past. Gaudium et Spes (nn. 33-39) proclama una doctrina sobre el trabajo que entronca con cuanto había predicado a ese respecto san Josemaría desde 1928.

Además de ver confirmadas ideas centrales de su espiritualidad, la Obra encontró en el concilio la posibilidad de una solución a la cuestión de su configuración jurídica dentro del ordenamiento canónico: de hecho, el decreto sobre el ministerio y la vida sacerdotal, Presbyterorum ordinis, del 7 de diciembre de 1965, en el número 10, preveía la creación de la figura jurídica de la prelatura personal donde fuera necesaria para la actuación de particulares iniciativas pastorales, lo que permitió que el Opus Dei fuera erigido, en 1982, en un ente jerárquico de este tipo, abandonando la condición de instituto secular y encontrando finalmente una forma jurídica adecuada a su naturaleza.

3. La etapa post–conciliar

Pablo VI, con la Cart. Ap. In Spiritu Sancto, del 8 de diciembre de 1965, declaraba concluido el concilio: se abría entonces la difícil etapa post-conciliar. Pocos meses antes, el 24 de octubre, san Josemaría Escrivá había dirigido una carta a los miembros del Opus Dei, en la que los invitaba a dedicarse a la aplicación de los resultados del Vaticano II, por los que mostraba su veneración; así escribía: "conocéis el amor con que he seguido durante estos años la labor del Concilio, cooperando con mi oración y, en más de una ocasión, con mi trabajo personal. Sabéis también mi deseo de ser y de que seáis fieles a las decisiones de la Jerarquía de la Iglesia hasta en los menores detalles, obrando no ya como súbditos de una autoridad, sino con piedad de hijos, con el cariño de quienes se sienten y son miembros del Cuerpo de Cristo" (Carta 24–X–1965: AGP, serie A.3, 94-4–2). Al mismo tiempo el fundador del Opus Dei no infravaloraba los problemas que había que afrontar: "los años que siguen a un Concilio son siempre años importantes, que exigen docilidad para aplicar las decisiones adoptadas, que exigen también firmeza en la fe, espíritu sobrenatural, amor a Dios y a la Iglesia de Dios, fidelidad al Romano Pontífice" (ibídem). Ese realismo, que iba acompañado de una actitud optimista, le llevaba a decir: "Hijas e hijos míos, colocados nosotros por voluntad de Dios en medio del mundo, ciudadanos a la vez –con pleno derecho– de la sociedad humana y de la eclesial, tenéis en esta hora actual de la Iglesia una honda misión que realizar. Y la llevaréis a cabo en la medida en que vuestra fe sea recia y hunda sus raíces hasta lo más profundo de vuestros corazones" (ibídem).

Un término muy usado durante los trabajos del Vaticano II fue el de aggiornamento (actualización), para indicar la actitud que debía animar los trabajos en la asamblea conciliar; es interesante traer aquí algunas palabras de 1967 de san Josemaría al respecto, que expresan bien su pensamiento sobre el tema y ayudan a entender su actitud en relación con la difícil etapa post–conciliar: "Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad (...). Esa fidelidad delicada, operativa y constante –que es difícil, como difícil es toda aplicación de principios a la mudable realidad de lo contingente– es por eso la mejor defensa de la persona contra la vejez de espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental. Lo mismo sucede en la vida de las instituciones, singularísimamente en la vida de la Iglesia (...). Por eso, el aggiornamento de la Iglesia – ahora, como en cualquier otra época– es fundamentalmente eso: una reafirmación gozosa de la fidelidad del Pueblo de Dios a la misión recibida, al Evangelio. Es claro que esa fidelidad –viva y actual ante cada circunstancia de la vida de los hombres– puede requerir, y de hecho ha requerido muchas veces en la historia dos veces milenaria de la Iglesia, y recientemente en el Concilio Vaticano II, oportunos desarrollos doctrinales en la exposición de las riquezas del Depositum Fidei, lo mismo que convenientes cambios y reformas que perfeccionen –en su elemento humano, perfectible– las estructuras organizativas y los métodos misioneros y apostólicos. Pero sería por lo menos superficial pensar que el aggiornamento consista primariamente en cambiar, o que todo cambio aggiorna" (CONV, 1).

Carlo PIOPPI

 «    CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI    » 

Las consagraciones personales y colectivas –tanto de diócesis y demás instituciones religiosas como de entidades civiles– tienen una tradición secular en la Iglesia católica. Entre las de mayor arraigo popular pueden señalarse las realizadas a la Santísima Virgen y al Sagrado Corazón de Jesús. Países enteros, ciudades, iglesias particulares, órdenes y congregaciones religiosas, familias y hogares... y naturalmente personas singulares, se han consagrado a la Virgen, al Sagrado Corazón o a otras advocaciones para pedir la protección divina ante peculiares necesidades. Al mismo tiempo, ese acto ha conllevado siempre un compromiso de vida cristiana: desde practicar un acto de devoción, hasta identificar la propia vida con el significado espiritual de aquella particular consagración, buscando un efecto permanente y conformador de la propia espiritualidad. Por esta razón, las consagraciones suelen renovarse con periodicidad, a menudo todos los años, o en aniversarios particulares.

El Opus Dei fue consagrado por su fundador en cuatro ocasiones: a la Sagrada Familia (1951), al Corazón Dulcísimo de María (1951), al Corazón Sacratísimo de Jesús (1952) y al Espíritu Santo (1971). En todos los casos, san Josemaría dio ese paso para pedir la ayuda divina ante necesidades concretas. Al mismo tiempo, esas consagraciones –y la indicación de que se renovaran año tras año–, sirvieron al fundador para reforzar algunos aspectos de la vida de piedad de los miembros del Opus Dei.

1. Consagración a la Sagrada Familia (1951)

La primera consagración tuvo lugar el 14 de mayo de 1951, en el oratorio dedicado a la Sagrada Familia –todavía en construcción– en Villa Tevere. La decisión de realizarla fue rápida, al poco de regresar a Roma el fundador, tras un viaje por España en el que se había enterado de que algunas personas habían hecho llegar al Papa una queja contra el Opus Dei, firmada por los padres de cinco miembros de la Obra italianos. Ese escrito contenía quejas sobre la decisión de sus hijos de pedir la admisión en el Opus Dei, que libremente habían realizado. Enseguida, san Josemaría escribió: "Roma, 14 de mayo, 1951. Poner bajo el patrocinio de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, a las familias de los nuestros: para que logren participar del gaudium cum pace de la Obra, y obtengan del Señor el cariño para el Opus Dei" (AVP, III, p. 194).

Esta reacción del fundador no se debió sólo a ese episodio aislado. En otras ocasiones, años atrás, algunas familias de personas de la Obra habían sido prevenidas contra el Opus Dei por algunos religiosos –algo parecido a lo que acababa de suceder en Italia– y no habían faltado otras incomprensiones por parte de padres que, por diversos motivos, no aceptaban con agrado la vocación de sus hijos. Al mismo tiempo, la mayoría de las familias habían acogido con alegría esa elección e incluso se habían acercado al Opus Dei, hasta el punto de que pedían la admisión en los años sucesivos. Pero san Josemaría, que profesaba un cariño y simpatía especial por las familias de los miembros del Opus Dei, hasta decir que debían a sus padres no sólo el don de la vida sino también "el noventa por ciento de la vocación" (AVP, III, p. 188), tuvo una gran pena con esta nueva contradicción, sobre todo porque sabía que habían sido confundidos y obraban de buena fe. Siempre le dolió la falsa acusación de que el Opus Dei separaba a los hijos de sus familias, porque deseaba precisamente lo contrario: que las familias participaran del calor de hogar y de la ayuda de la Obra, sobre todo si las exigencias del servicio de Dios implicaban que un hijo o una hija tuviera que irse lejos para trabajar. Por otra parte, sabía que ese reproche lo habían sufrido muchas instituciones a lo largo de la historia y la biografía de los santos está llena de ejemplos de oposición familiar a la vocación de una hija o un hijo. El mismo Jesucristo antepuso el seguimiento de la llamada de Dios a la cercanía con los propios parientes con palabras tajantes (cfr. Lc 9, 59-62; Lc 14, 26) y en su conducta se encuentran claros ejemplos en ese sentido (cfr. Mt 12, 46-49; Lc 2, 49).

En la fórmula –que se repite en el Opus Dei en la fiesta de la Sagrada Familia–, se pide por los familiares de los miembros del Opus Dei: "Concédeles, Señor, que conozcan mejor cada día el espíritu de nuestro Opus Dei, al que nos llamaste para tu servicio y nuestra santificación; infunde en ellos un amor grande a nuestra Obra; haz que comprendan cada vez con luces más claras la hermosura de nuestra vocación, para que sientan un santo orgullo porque te dignaste escogernos, y para que sepan agradecer el honor que les otorgaste. Bendice especialmente la colaboración que prestan a nuestra labor apostólica, y hazles siempre partícipes de la alegría y de la paz, que Tú nos concedes como premio a nuestra entrega" (AVP, III, p. 195).

Con esta consagración realizada a la Sagrada Familia, san Josemaría reforzaba la presencia de la Familia de Nazaret (la "trinidad de la tierra", como la solía llamar) en la vida espiritual de los fieles del Opus Dei, tanto célibes como casados. Años después, les decía: "que busquéis con mayor esfuerzo la presencia, la conversación, el trato y la intimidad con Dios Señor Nuestro, Trino y Uno, a través de la devoción familiar a la trinidad de la tierra: que esta habitual confianza con Jesús, María y José sea para nosotros y para quienes nos rodean como una continua catequesis, un libro abierto que nos ayude a participar en los misterios, misericordiosamente redentores, del Dios hecho Hombre" (Carta 14-11-1974, n. 1: AVP, III, p. 687). Al final de su vida, presentaba esa devoción y la contemplación de ese misterio, que él mismo practicaba, como una vía maestra para llegar a Dios: "Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande: más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío!; ¡Qué modelos!" ("Oración", 28–III–1975: BERNAL, 1976, p. 319).

2. Consagración al Corazón Dulcísimo de María (1951)

La segunda consagración tuvo lugar el 15 de agosto de 1951, en el santuario de Loreto. En los meses anteriores, el fundador tuvo el presentimiento de que una grave amenaza se cernía sobre la Obra debido a un conjunto de indicios que, en distinta medida, apuntaban en esa dirección. Pero como no tenía pruebas concluyentes ni sabía a quién dirigirse para actuar y debelar ese peligro, su zozobra interior no encontraba salida. Al fin, pidió a todos los miembros del Opus Dei que rezaran la jaculatoria Cor Mariæ dulcissimum, iter para tutum! ("¡Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro!"), y tomó la decisión de consagrar la Obra al Corazón Dulcísimo de María. Eligió el santuario de Loreto, donde se venera la Santa Casa, para realizar la consagración, con palabras espontáneas, mientras celebraba la Misa. Después compuso una fórmula e indicó que se renovara todos los años el 15 de agosto.

Meses más tarde, salió a la luz la amenaza que san Josemaría había presentido, gracias a varias circunstancias, entre otras, al aviso del beato Cardenal Schuster, arzobispo de Milán. Según los datos que se poseen, se trataba de un intento de revisar e! estatuto jurídico del Opus Dei (que acababa de ser aprobado en modo definitivo por el Papa, un año antes) para modificarlo sustancialmente, prescindiendo incluso del fundador. Tras una protesta decidida por parte de Mons. Escrivá, dirigida por carta al Papa, Pío XII puso fin a cualquier procedimiento que estuviera en curso, y la cuestión terminó ahí.

Esta consagración armoniza con el profundo espíritu mariano que caracteriza la vida espiritual de los miembros del Opus Dei, y vino a corroborar algo que ya se vivía desde el principio: poner la Obra y sus apostolados bajo la protección de la Santísima Virgen. Situándola en su contexto histórico, hay que recordar que Pío XII consagró la entera humanidad al Corazón Inmaculado de María en 1942 y que, en 1948, invitó a todas las diócesis, parroquias y familias católicas a realizar esa misma consagración (Enc. Auspicia Quaedam, 1–V–1948). Aunque san Josemaría no estableció una ligazón directa con esa petición pontificia –relacionada con la paz del mundo–, la idea estaba en el ambiente y pudo inspirar al fundador, ante la grave necesidad que atravesaba la Obra. Por otro lado, el 15 de agosto de 1951 estaba reciente la proclamación del dogma de la Asunción de María, realizada por Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, lo que la convertía en una fecha doblemente apropiada para realizar la consagración del Opus Dei.

3. Consagración al Corazón Sacratísimo de Jesús (1952)

El 26 de octubre de 1952, solemnidad de Cristo Rey, san Josemaría realizó la consagración del Opus Dei al Sagrado Corazón de Jesús. Era la tercera consagración en el lapso de año y medio. Sabemos que uno de los motivos tenía puntos en común con los dos anteriores: una "contradicción de los buenos" (cfr. AVP, III, p. 227), relacionada también con el estatuto jurídico del Opus Dei. Otro era la grave situación económica en la que se encontraba la Obra, para sacar adelante la construcción de la sede central y de la sede provisional del Colegio Romano de la Santa Cruz, en Roma. Las obras no se podían parar sin grave quebranto económico y apostólico, pero no había dinero para hacer frente a las deudas. Un tercero era la petición por la paz de las almas y del mundo. De ahí que uniera a esta consagración la jaculatoria Cor Iesu Sacratissimum, dona nobis pacem!, que posteriormente, ya en los años setenta, completó con las palabras et misericors ("¡Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz!").

La decisión de llevar a cabo la consagración debió de tomarla el fundador entre los meses de abril y mayo de 1952. En junio tenía ya preparada la fórmula que usaría en la fiesta de Cristo Rey y que –desde el año siguiente– se renovaría en todos los Centros del Opus Dei (cfr. documentos en AGP, A–85-2–01). El 26 de octubre de 1952, por la mañana, durante la acción de gracias de la Comunión, consagró el Opus Dei ante una imagen del Sagrado Corazón, en el llamado Oratorio–biblioteca, contiguo al despacho del entonces Presidente General, ahora Prelado, del Opus Dei. El oratorio estaba todavía en construcción y la imagen no era la que lo preside en la actualidad.

También esta consagración suponía un refuerzo del amor y devoción a la santísima Humanidad de Cristo que caracteriza la vida espiritual de los miembros del Opus Dei. La fórmula evidencia el carácter interior, de entrega personal a Cristo, que Escrivá de Balaguer quiso dar a esa consagración. En efecto, indica que, al consagrar el Opus Dei "con todas sus obras apostólicas, te consagramos también nuestras almas con todas sus facultades; nuestros sentidos; nuestros pensamientos, palabras y obras; nuestros trabajos y nuestras alegrías. Especialmente te consagramos nuestros pobres corazones, para que no tengamos otra libertad que la de amarte a Ti, Señor". En las peticiones finales se ponen de relieve el amor a Cristo y a su Madre, el servicio a la Iglesia y al Papa, y el celo apostólico. Incluye, además, una doble petición por la unidad: "mantennos siempre unidos, por el amor, a la Obra, al Padre y a nuestros hermanos (...) establece en nuestros corazones el lugar de tu reposo, para permanecer así íntimamente unidos: a fin de que un día te podamos alabar, amar y poseer por toda la eternidad en el Cielo" (cfr. AVP, III, p. 233).

La elección de la fiesta de Cristo Rey era la adecuada, porque en ese día se renovaba cada año la consagración de la Humanidad al Sagrado Corazón, que León XIII había realizado en 1899. Así lo había dispuesto Pío XI al crear la nueva fiesta en 1925 (cfr. Enc. Quas primas, 11 –XII–1925). Era, por tanto, un día dedicado a la renovación del afán de identificarse con Cristo y participar en la misión evangelizadora de la Iglesia para edificar su Reino, objetivos con los que el Opus Dei se identifica plenamente y que la consagración de 1952 vino a reforzar.

4. Consagración al Espíritu Santo (1971)

La última consagración del Opus Dei la realizó el fundador el 30 de mayo de 1971, en el oratorio del Consejo General en Villa Tevere, que tiene como retablo una vidriera que representa la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. El motivo de esta consagración fue múltiple. Ante todo, san Josemaría quería implorar la ayuda de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad para inspirar y guiar toda la acción de la Obra y su expansión "en almas de toda raza, lengua y nación" y acrecentar la santidad de sus miembros en medio de la crisis doctrinal y disciplinar que estaba abatiéndose sobre muchas instituciones católicas, en los años del post–concilio. La fórmula –la más larga y elaborada de las cuatro– incluye, además, una especial petición por la Iglesia, por el Papa y por los pastores. Es muy posible que también tuviera presente en esa consagración el nuevo estatuto jurídico para el Opus Dei, de cuya consecución dependía, en definitiva, la defensa del genuino carisma de la Obra. Por último, este acto es un reflejo de un nuevo reverdecer de la devoción al Paráclito en el alma del fundador –muy antigua en san Josemaría– que en esos años se presentó en su alma como un "nuevo descubrimiento", especialmente de la acción del Paráclito en la Misa (cfr. AVP, III, p. 609).

Con esta consagración, san Josemaría no estaba simplemente recomendando una devoción más a los miembros del Opus Dei. Era su propósito fomentar una vida espiritual más pneumática, acrecentar en quienes por vocación están llamados a buscar la santidad un mayor trato con el Santificador, a quien solía llamar "el Gran Desconocido", ya que así lo era al menos en la devoción popular y también en parte de la reflexión teológica–espiritual. De esos años data una homilía dedicada al Espíritu Santo, que tituló precisamente El Gran Desconocido (recogida posteriormente en Es Cristo que pasa), y en la que se subraya la constante acción del Paráclito en las almas y en la Iglesia.

Luis CANO

 «    CONTEMPLACIÓN    » 

El lenguaje común identifica el término contemplación" con la operación física de centrar la mirada en un objeto o espacio material, y también con su derivado espiritual de fijar la atención sobre un asunto. En el ámbito religioso, "la contemplación es el acto con que la mente del creyente penetra y saborea la esfera luminosa de las verdades divinas" (ÁLVAREZ – ANCILLI, 1983, p. 472).

1. Distinción del concepto

El lenguaje cristiano asumió el término "contemplación" de la reflexión filosófica del pensamiento grecorromano y lo dotó de nuevos elementos: el pasar del mundo de la contemplación de las ideas o de la belleza a saberse en comunión vital con la Trinidad; la exclusión de todo panteísmo y la afirmación de un Dios creador y trascendente que llama al hombre a participar de su vida divina, y que sitúa la contemplación como una realidad nueva, de donde derivan el mutuo influjo entre conocimiento y amor en el proceso de acercamiento a Dios; y el desembocar de la contemplación en la acción, en el amor a Dios y al prójimo manifestado en obras (cfr. ILLANES, 2003, pp. 308-309).

En la historia de la espiritualidad la contemplación ha sido objeto de estudio por parte de los teólogos y –en el caso particular de la contemplación mística– de descripción fenomenológica por parte de los místicos, ofreciendo una gran riqueza de reflexiones, aunque sin llegar, como es lógico ante un tema tan profundo, a dar respuesta plena a todas las cuestiones que su noción plantea. De la amplitud de esas aportaciones dan testimonio las más de quinientas apretadas columnas que el Dictionnaire de Spiritualité dedica al tema. Esa misma amplitud nos exime de intentar ofrecer aquí ni siquiera una brevísima síntesis. Podemos por eso limitarnos a señalar, situándonos ya en nuestros días, que en los primeros cuatro decenios del siglo XX –y contemporáneamente al afirmarse la teología espiritual como disciplina científica– diversos autores dieron vida al debate sobre la llamada "cuestión mística": "los problemas planteados por la polémica se podrían reducir, esencialmente, a la llamada universal a la contemplación y las relaciones entre lo ascético y lo místico en la vida cristiana" (BOSCH, 2007, p. 477). Este debate y la doctrina de la llamada universal a la santidad, recordada y enfatizada por el Concilio Vaticano II, condujeron a la generalizada aceptación de la contemplación como dimensión connatural de la vocación cristiana: todo bautizado debe aspirar a ser contemplativo, a lograr una unión íntima de conocimiento y amor con Dios que impregne todo su actuar. En esa línea se mueve el Catecismo de la Iglesia Católica, como lo demuestran el número 2014 y los relativos a la oración contemplativa (nn. 2709-2719). Y ese mismo principio se encuentra en el corazón de la doctrina espiritual de san Josemaría.

2. La doctrina de san Josemaría

En las obras publicadas de san Josemaría aparecen con cierta frecuencia el sustantivo "contemplación" (15 ocasiones) y el adjetivo "contemplativo/a" (25), así como también, con mayor frecuencia, el verbo "contemplar" (116). Llama la atención el uso repetido del verbo en comparación con el que se hace del sustantivo y del adjetivo. En parte se puede justificar por su empleo con el significado genérico de "mirar", "ver", "presenciar"; un reciente estudio señala, sin embargo, que en ochenta pasajes se acude al verbo "contemplar", precisamente para aconsejar que en la oración o meditación "se consideren y revivan en la presencia de Dios, las escenas del Evangelio" (ILLANES, 2003, p. 313), lo que también explicaría esa diferencia numérica. En tales casos, san Josemaría usó con frecuencia la expresión "contemplativos en medio del mundo" para indicar que el cristiano crece en vida de oración, se abre a la contemplación también "en las actividades de la vida ordinaria y a través de ella, constituyendo, por tanto, un modo específico secular de vivir la oración contemplativa" (BELDA, 2007, p. 175). Dejando un estudio más detenido del tema para otras voces del Diccionario, subrayemos, no obstante ya desde ahora, que para san Josemaría, la conciencia de la filiación divina, es decir, el saberse hijo de Dios, lleva al cristiano a "contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador" (ECP, 65). Y también, en consecuencia, a ver a Dios en todas las cosas, con sus implicaciones prácticas. Escribe, por ejemplo: "Contempla al Señor detrás de cada acontecimiento, de cada circunstancia, y así sabrás sacar de todos los sucesos más amor de Dios, y más deseos de correspondencia" (F, 96). Y, en el mismo sentido, como algo propio de los hijos de Dios, alude a un hablar "la lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina" (ECP, 13).

La santidad cristiana, que se apoya necesariamente en la oración, busca traducirse en vida contemplativa. Al ser universal la llamada de los bautizados a la santidad, cabe también decir que, por lo mismo, están todos llamados a la contemplación amorosa de Dios, sean cuales fueren las circunstancias en que se desenvuelve su existencia. San Josemaría, que dirige su enseñanza a todos los cristianos, y de manera particular al fiel cristiano que denomina "cristiano corriente", escribe: "La oración es el fundamento de toda labor espiritual; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiéramos de este recurso, no lograríamos nada" (AD, 238).

San Josemaría enseña también –como quien lo tiene bien experimentado– que en la base de esa actitud contemplativa u oración continua han de hallarse algunos momentos especialmente dedicados cotidianamente a la oración mental. Se une así a la Tradición cristiana, de la que es también eco el Catecismo de la Iglesia Católica: "no se puede orar «en todo tiempo» si no se ora con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y duración" (CCE, 2697). La más alta expresión de la oración es, en efecto, la oración de contemplación (cfr. CCE, 2699), cuyo inicio se encuentra, con ayuda de la gracia, en la búsqueda constante de la presencia de Dios. San Josemaría lo refleja, por ejemplo, entre otros lugares, en el itinerario espiritual que presenta en su homilía Hacia la santidad: "Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, (...) ¿No es esto –de alguna manera– un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono?" (AD, 296).

La oración progresa por medio de los actos de fe, esperanza y amor, que informan la propia existencia; y la meditación –segunda expresión de la oración (cfr. CCE, 2699)– tiene en el Evangelio, actualizado y revivido, su alimento preferido: "Quieres aprender de Cristo y tomar ejemplo de su vida? –Abre el Santo Evangelio, y escucha el diálogo de Dios con los hombres..., contigo" (F, 322). Es en este contexto en el que san Josemaría emplea más veces la noción de contemplar, con el significado de revivir y hacer presentes las escenas de la vida de Jesús y de María: "La Iglesia nos anima a la contemplación de los misterios: para que se grabe en nuestra cabeza y en nuestra imaginación, con el gozo, el dolor y la gloria de Santa María, el ejemplo pasmoso del Señor, en sus treinta años de oscuridad, en sus tres años de predicación, en su Pasión afrentosa y en su gloriosa Resurrección" (AD, 299).

Y del trato con la Humanidad Santísima de Jesús, con María y José se pasa al trato con las Personas divinas: "de la trinidad de la tierra a la Trinidad del cielo", según una expresión que san Josemaría gustaba repetir. "El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como la de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia" (AD, 306). San Josemaría era perfectamente consciente de la gratuidad de la contemplación, y, al mismo tiempo, consideraba que era meta y horizonte de todo cristiano, pues comporta unión con Dios: "Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe, porque el Señor (...) es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos (...)" (AD, 308).

Vicente BOSCH

 «    CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO    » 

Con la expresión "contemplativos en medio del mundo", san Josemaría resumía uno de los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei, afirmando que el cristiano corriente, llamado a santificarse en medio del mundo, puede alcanzar la plenitud de la contemplación sin necesidad de apartarse de su condición secular, sino precisamente en y a través de las realidades temporales.

Esta doctrina no es fruto de una reflexión abstracta, sino consecuencia de algo que san Josemaría había encarnado en su propia existencia, como se lee en el Decreto sobre la heroicidad de sus virtudes: "Los rasgos más característicos de su personalidad no hay que buscarlos tanto en sus egregias cualidades para la acción como en su vida de oración, y en la asidua experiencia unitiva que hizo verdaderamente de él un contemplativo itinerante" (CONGREGACIÓN, 1990, p. 24).

San Josemaría proclamó abiertamente la contemplación en medio del mundo: "La contemplación no es cosa de privilegiados. Algunas personas con conocimientos elementales de religión piensan que los contemplativos están todo el día como en éxtasis. Y es una ingenuidad muy grande. Los monjes, en sus conventos, están todo el día con mil trabajos: limpian la casa y se dedican a tareas, con las que se ganan la vida. Frecuentemente me escriben religiosos y religiosas de vida contemplativa, con ilusión y cariño a la Obra, diciendo que rezan mucho por nosotros. Comprenden lo que no comprende mucha gente: nuestra vida secular de contemplativos en medio del mundo, en medio de las actividades temporales" (citado en BELDA, 1998, p. 331).

Según san Josemaría, el cristiano corriente debe ser contemplativo precisamente –como ya decíamos– en y a través de su vida ordinaria, ya que la contemplación no se ha de limitar a unos momentos concretos durante el día: ratos dedicados expresamente a la oración personal y litúrgica, participación en la santa Misa, etc., sino que ha de abarcar toda la jornada, hasta llegar a ser una oración continua, donde el alma "se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas" (AD, 307). Por eso afirma: "Quisiera que hoy (...) nos persuadiésemos definitivamente de la necesidad de disponernos a ser almas contemplativas, en medio de la calle, del trabajo, con una conversación continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día. Si pretendemos seguir lealmente los pasos del Maestro, ése es el único camino" (AD, 238).

En su enseñanza, la posibilidad de alcanzar la plenitud de la contemplación en medio del mundo está unida a una realidad que constituye el núcleo de su mensaje espiritual: la santificación del trabajo y de las actividades ordinarias, pues la clave para ser contemplativos en medio del mundo consiste en transformar el trabajo en oración: "Trabajemos, y trabajemos mucho y bien, sin olvidar que nuestra arma es la oración. Por eso, no me canso de repetir que hemos de ser almas contemplativas en medio del mundo, que procuran convertir su trabajo en oración" (S, 497); y también: "Nuestra vida es trabajar y rezar, y al revés, rezar y trabajar. Porque llega un momento en que no se saben distinguir estos dos conceptos, esas dos palabras, contemplación y acción, que terminan por significar lo mismo en la mente y en la conciencia" (citado en RODRÍGUEZ, 1986, p. 212). En estos textos se apunta la idea de que el trabajo puede transformarse no sólo en oración, sino además en oración contemplativa.

Afirma así san Josemaría que es posible alcanzar la contemplación "en las ocupaciones diarias, que no me son estorbo; que son –al contrario– vereda y motivo para amar más y más, y más y más unirme a Dios" (AD, 310). Es más, cuanto más inmerso esté un cristiano corriente en las realidades temporales, más hondamente ha de sentir la necesidad de crecer en presencia de Dios, pues de otro modo no podría santificar esas realidades. "Nuestra condición de hijos de Dios nos llevará –insisto– a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas –luz, sal y levadura, por la oración, por la mortificación, por la cultura religiosa y profesional–, haciendo realidad este programa: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios" (F, 740).

Siguiendo la tradición espiritual cristiana, considera que la contemplación consiste esencialmente en "un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio" (AD, 296), y a la vez enseña que Dios concede su gracia para que pueda alcanzarse también en una existencia secular y laical: "Nunca compartiré la opinión –aunque la respeto– de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles. Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura" (F, 738). El cristiano corriente puede reconocer a Dios en su trabajo cotidiano: "El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo" (ECP, 48). La actitud contemplativa está unida a una revalorización con sentido teologal de la actividad diaria: "Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir (...). Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra" (CONV, 114 y 121).

La enseñanza de san Josemaría puede sintetizarse con estas palabras: "«Contemplativos en medio del mundo», unidos a Dios y reconociendo su realidad en y a través de las variadas ocupaciones y situaciones del mundo, éste es, en suma, el ideal que Mons. Escrivá propone como meta de la vida de oración" (ILLANES, "Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei", en OIG, pp. 269-270). Con la expresión "contemplativos en medio del mundo", san Josemaría plantea a los cristianos corrientes que crezcan con su vida de oración, llegando a esa meta que es la contemplación. La segunda parte de la expresión, "en medio del mundo", debe, pues, entenderse en un pleno sentido teológico–espiritual, presuponiendo que el mundo es no sólo un ámbito sociológico, sino también el medio o instrumento para poder santificarse y alcanzar la plenitud de la comunión con Dios. En definitiva, la afirmación de la contemplación en medio del mundo lleva a sus últimas consecuencias la valoración, a la vez, de la oración contemplativa y de la vida secular que caracteriza la enseñanza de san Josemaría.

Manuel BELDA

 «    CONTRICIÓN    » 

En muchas ocasiones san Josemaría decía que la mejor de las devociones son los actos de contrición. "La vida espiritual es –lo repito machaconamente, de intento– un continuo comenzar y recomenzar. – ¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces un acto de contrición –y a diario deberíamos hacer muchos–, recomienzas, porque das a Dios un nuevo amor" (F, 384). La doctrina sobre la contrición ocupa un lugar importante en su mensaje; la analizaremos partiendo de su conexión con otra cuestión decisiva: la conversión.

1. Necesidad de la conversión y la contrición cristianas

Jesucristo comenzó su predicación del anuncio del reino de Dios con la llamada a la contrición, al arrepentimiento y, como consecuencia, a la conversión: "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca, convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). La conversión supone un profundo reconocimiento de nuestra condición de pecadores, de nuestras miserias, una específica humildad que deteste el pecado y sepa dejar todas las insuficiencias que arrastramos –aquellas que son consecuencia del pecado original y las causadas por nuestra propia culpa– en manos del Señor mediante actos verdadera y profundamente contritos. Esto es necesario al comenzar a vivir una vida auténticamente cristiana. Pero es igualmente necesario después de años de una rigurosa lucha ascética, ya que con el paso del tiempo se ven los propios defectos con más claridad, y pesan más. Esa experiencia no es motivo de sorpresa, más bien es algo muy normal en la vida interior. Ningún santo se sentía santo porque conocía perfectamente la discrepancia que hay entre el amor afectivo y el amor efectivo a Dios (el tema es recurrente en Tratado del amor a Dios de san Francisco de Sales, en Práctica del amor a Jesucristo de san Alfonso María de Ligorio y en otras obras similares). Hay que reaccionar con una visión sobrenatural, ver las cosas bajo la luz de la fe, que nos dice: una de las consecuencias del pecado original es nuestra constante inclinación al pecado y al error. A pesar de la lucha ascética, darse cuenta de esa inclinación puede llevar a la tentación de perder la paz y la alegría, cayendo en escrúpulos que no ven los propios defectos como faltas de amor a Dios. La salida a esta situación está únicamente en la verdadera humildad. "Si has cometido un error, pequeño o grande, ¡vuelve corriendo a Dios! –Saborea las palabras del salmo: «cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies» –el Señor jamás despreciará ni se desentenderá de un corazón contrito y humillado" (F, 172).

A san Josemaría le gustaba tener siempre muy presente la parábola del hijo pródigo (Lc 15), "que nunca nos cansaremos de meditar" (ECP, 178), pues "la vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que, por tanto, se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega" (ECP, 64).

2. Volver a Dios, nuestro Padre, mediante el sacramento de la Penitencia

Este volver tiende por su propia naturaleza al sacramento de la Penitencia. "Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios. (...) No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos" (ibídem). La contrición tiene, pues, una estrecha relación, por un lado, con la filiación divina, que, según la enseñanza de san Josemaría, constituye el fundamento de toda la vida espiritual, y, por otro, con el sacramento de la Penitencia.

Consideremos primero su relación con la filiación divina: "La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre" (ibídem). El hombre necesita convertirse mediante la contrición, dándose cuenta del regalo inmenso y gratuito de su filiación divina. La gracia nos empuja a esa conversión siempre que, de un modo u otro, nos hemos apartado de Dios. "Si obraras conforme a los impulsos que sientes en tu corazón y a los que la razón te dicta, estarías de continuo con la boca en tierra, en postración, como un gusano sucio, feo y despreciable... delante de ¡ese Dios! que tanto te va aguantando" (C, 597). Pero esta situación no nos debe quitar la paz y la confianza en el Señor. "La indulgencia es proporcional a la autoridad. Un simple juez ha de condenar –quizá reconociendo los atenuantes– al reo convicto y confeso. El poder soberano de un país, algunas veces, concede una amnistía o un indulto. Al alma contrita, Dios la perdona siempre" (S, 763). "Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado (Lc 15, 32)" (ECP, 178).

Los actos de contrición deben respirar el aire de la filiación divina auténticamente vivida: "Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón" (ECP, 64).

Pero si san Josemaría insiste en la filiación divina, subraya también que está en relación con el sacramento de la Penitencia, como lo señala la Tradición cristiana. Según la enseñanza del Concilio de Trento, "son quasi–materia de este sacramento los actos del penitente, es decir: contrición, confesión y satisfacción" (DH, 1673). Doctrina que se precisa añadiendo a continuación que la contrición ocupa entre los tres actos del penitente el primer lugar (cfr. DH, 1674).

Dejando claro que este sacramento es absolutamente necesario para el perdón de los pecados graves, san Josemaría va más allá recomendando el uso frecuente, incluso semanal, de este sacramento. Ese consejo parte de una razón teológica; la importancia del perdón, también de las faltas leves, y el hecho de que todos los sacramentos implican una específica configuración con Cristo, también el sacramento de la Penitencia. La configuración con Cristo en este sacramento hace al penitente partícipe de Cristo crucificado en cuanto que Cristo, al asumir la condición humana, se sometió al juicio de Dios Padre sobre el pecado. Recibiendo este sacramento, el penitente cobra una especial dignidad al quedar incorporado, mediante su contrición, a la obra redentora de Jesús, a esa reconciliación obrada por la Cruz de Cristo, que alcanza la humanidad entera. Dice san Josemaría: "Jesús: que nunca más te pierda (...). Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la pluma no puede, no debe estampar" (SR, Quinto Misterio Glorioso); "Acaba siempre tu examen con un acto de Amor –dolor de Amor–: por ti, por todos los pecados de los hombres..." (C, 246).

3. Dolor de amor

San Josemaría repite con frecuencia que la santidad personal consiste en identificarse con Cristo, en "ser otro Cristo, el mismo Cristo"; tarea que dura toda la vida y que lleva a mantener el deseo de conversión de forma constante. Puede darse el caso de que la conversión inicial parta de un gran alejamiento de Dios, pero aún entonces no se debe desesperar: "¡Muy honda es tu caída! –Comienza los cimientos desde ahí abajo. –Sé humilde. –"Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies". –No despreciará Dios un corazón contrito y humillado" (C, 712). "Padre: ¿cómo puede usted aguantar esta basura? –me dijiste–, luego de una confesión contrita. –Callé, pensando que si tu humildad te lleva a sentirte eso –basura: ¡un montón de basura!–, aún podremos hacer de toda tu miseria algo grande" (C, 605). Siempre se debe ir adelante por el camino cristiano con plena confianza en Dios: "El Señor convirtió a Pedro –que le había negado tres veces– sin dirigirle ni siquiera un reproche: con una mirada de Amor. –Con esos mismos ojos nos mira Jesús, después de nuestras caídas. Ojalá podamos decirle, como Pedro: "¡Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo!", y cambiemos de vida" (S, 964).

Pero en la vida espiritual ordinaria no se trata siempre de un comienzo completamente nuevo. "En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón. (...) Él nos oye, y no desatenderá lo que pide un corazón contrito y humillado" (ECP, 57; las palabras finales son una cita del Salmo 51, que san Josemaría meditaba a diario). Justamente cuando uno ya lleva años de lucha ascética, viendo sus propias faltas de correspondencia al amor a Dios, se puede caer en la tentación de calibrar las deficiencias como algo inevitable. Precisamente entonces hay que mantener el alma joven y profundamente humilde, y temer cualquier forma de aburguesamiento espiritual. "Advierte la Escritura Santa que hasta el justo cae siete veces (Pr 24, 16). Siempre que he leído estas palabras, se ha estremecido mi alma con una fuerte sacudida de amor y de dolor" (AD, 215).

El dolor de los pecados es perfecto cuando es un "dolor de amor", cuando es expresión de un amor que nace de lo más hondo del alma. Así lo recalcó con fuerza san Josemaría: "Dolor de Amor. –Porque Él es bueno. –Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. –Porque todo lo bueno que tienes es suyo. –Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡Él!... ¡¡a ti!! –Llora, hijo mío, de dolor de Amor" (C, 436; cfr. C, 503). "¿Lloras? –No te dé vergüenza. Llora: que sí, que los hombres también lloran, como tú, en la soledad y ante Dios. –Por la noche, dice el Rey David, regaré con mis lágrimas mi lecho. Con esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual" (C, 216). "Lo que debo a Dios, por cristiano: mi falta de correspondencia, ante esa deuda, me ha hecho llorar de dolor: de dolor de Amor. 'Mea culpa!'" –Bueno es que vayas reconociendo tus deudas: pero no olvides cómo se pagan: con lágrimas... y con obras" (C, 242).

En ese contexto se entiende bien que, como ya hemos visto, para san Josemaría, la vida espiritual sea un continuo comenzar y recomenzar. "Vivía, con esperanza, el hoy y ahora" (BERNAL, 1976, p. 215). El estar aquí y ahora en la presencia de Dios es fundamental en toda la enseñanza del fundador del Opus Dei. "Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de Él. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús. Sólo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza en fortaleza divina" (VC, VII Estación). Como el amor no tiene límites, cada momento presenta –en cierto modo– una nueva apertura al amor a Dios, y "no olvides que el Dolor es la piedra de toque del Amor" (C, 439). Por lo tanto el "dolor de Amor" debe ser algo constante en la vida interior. "Alimenta en tu alma el afán de reparación, para conseguir cada día una contrición mayor" (F, 198).

El dolor y la contrición se convierten aquí en desagravio, que se extiende a los pecados de todos los hombres. "Renueva durante el día tus actos de contrición: mira que a Jesús se le ofende de continuo y, por desgracia, no se le desagravia con ese ritmo. Por eso vengo repitiendo desde siempre: los actos de contrición, ¡cuantos más, mejor! Hazme tú eco, con tu vida y con tus consejos" (S, 480). Esta solidaridad con el género humano es una consecuencia de la íntima unión con Cristo que se ofrece por todos los hombres en la Cruz. Así el fundador del Opus Dei aconseja: "Acaba siempre tu examen con un acto de Amor –dolor de Amor–: por ti, por todos los pecados de los hombres... –Y considera el cuidado paternal de Dios, que te quitó los obstáculos para que no tropezases" (C, 246).

Finalmente, un texto que nos sitúa ante el horizonte mariano de la contrición: "Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga el regalo –prueba de su cariño por ti– de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor. Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre–Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos. Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús" (F, 161).

Klaus M. BECKER

 «    CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro)    » 

En 1968 se publicó en castellano, y también, casi simultáneamente, en inglés, portugués e italiano, Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer. un libro con algunas entrevistas que san Josemaría había concedido a la prensa en los dos años anteriores.

1. El ciclo de las entrevistas

A mediados de los años sesenta, en efecto, san Josemaría se había dado cuenta, según explica Illanes, de "que la concesión de entrevistas a la prensa podía ser un vehículo adecuado para trasmitir su testimonio como fundador sobre la realidad del Opus Dei y, eventualmente, para tratar temas doctrinales hacia los que la opinión pública, recién celebrado el Concilio Vaticano II, estaba particularmente sensibilizada" (ILLANES, 2009, p. 259). Y en consecuencia fue entrevistado por varios medios de comunicación.

En la primavera de 1966, pocos meses después de la clausura del Concilio Vaticano II, san Josemaría concede su primera entrevista. Se la hace Jacques Guillemé– Brûlon, corresponsal de Le Figaro, y aparece publicada en el diario parisino el 16 de mayo. Ese mismo año, en otoño, recibe a Tad Szulc, del New York Times, y en abril del año siguiente a Peter Forbath, de Time: ambos le entrevistan, pero luego publican sólo una parte muy reducida de las respuestas, cada uno en el marco de un reportaje sobre el Opus Dei. En el libro Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, en cambio, las dos entrevistas serán reproducidas íntegramente.

En octubre de 1967, con ocasión de un viaje a España, san Josemaría concede un par de entrevistas a dos publicaciones promovidas por personas del Opus Dei y dirigidas a un público sectorial: Palabra, revista atenta sobre todo a dar información católica a los sacerdotes, y Gaceta Universitaria, un semanario estudiantil. Los entrevistadores son, respectivamente, Pedro Rodríguez y Andrés Garrigó.

En enero de 1968, una revista femenina española, Telva, envía a Roma a su directora, Pilar Salcedo, que hace una nueva entrevista a san Josemaría. Publicada en Telva el 1 de febrero, la entrevista aparecerá también, en marzo, con algún pequeño añadido que quiso introducir san Josemaría, en Mundo Cristiano, una revista familiar muy popular en España en aquel momento. Para entonces también L'Osservatore della Domenica, semanario vaticano, había solicitado una entrevista al fundador del Opus Dei, que de nuevo había accedido. La harán el director, Enrico Zuppi, y un colaborador, Antonino Fugardi. Se publicará, con abundantes fotografías, en tres entregas, los días 19 y 26 de mayo y 2 de junio de 1968. Será la última de lo que se puede llamar el "ciclo de las entrevistas" de san Josemaría.

Tras la de L'Osservatore della Domenica, en efecto, el fundador del Opus Dei deja de dar entrevistas a la prensa: más adelante, sólo en un par de ocasiones, por circunstancias muy particulares, volverá a concederlas.

2. La homilía Amar al mundo apasionadamente

Cuando se publicó Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, a las siete entrevistas para la prensa se añadió, como último capítulo del libro, el texto de una homilía que san Josemaría había pronunciado en la Universidad de Navarra durante su viaje a España en octubre de 1967. A esa homilía, que tocaba temas afines al mensaje que las entrevistas transmitían –lo que justificaba su inclusión en el libro–, se le puso por título Amar al mundo apasionadamente.

San Josemaría pronunció la "homilía del campus", como hoy es popularmente conocida, el domingo 8 de octubre, en una misa al aire libre para los participantes (decenas de miles de personas) en la II Asamblea General de la Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra.

3. De la prensa periódica al libro

Las entrevistas de Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer se difundieron ampliamente no sólo desde los órganos de prensa a los que habían sido concedidas, sino también desde otros que las reprodujeron posteriormente, e incluso por medio de folletos, separatas, etc., tanto en su lengua original como en otras.

Al reunirlas en libro, las entrevistas fueron dispuestas según un orden no cronológico, sino temático. En primer lugar, una entrevista sobre la Iglesia, la de Palabra, como marco de las cuatro siguientes, centradas en el Opus Dei (Time, New York Times, Le Figaro y L'Osservatore della Domenica), y al final las de Gaceta Universitaria y Telva, que se ocupan de temas monográficos (la universidad y la mujer).

4. Tipo de entrevistas

Las entrevistas de que se compone el libro fueron contestadas por escrito. San Josemaría prefería este tipo de entrevista, más adecuada para comunicar mensajes perennes. Por lo demás, como escribe Illanes, este modo de trabajar implicó que san Josemaría fuera "a la vez persona entrevistada y protagonista; dicho de otro modo, autor de un texto que responde por entero a su autoría. Las preguntas, en efecto, no sólo fueron contestadas por escrito, sino que al elaborar esas respuestas san Josemaría, aun ateniéndose a las normas sobre extensión y a la brevedad de plazos que reclaman la naturaleza y el ritmo propios de los medios de comunicación social, expuso con detenimiento sus ideas y procedió con calma, revisando varias veces –hasta siete u ocho en más de un caso– lo escrito, a fin no sólo de precisar los conceptos, sino también de pulir el estilo" (ILLANES, 2009, p. 260).

Los entrevistadores estuvieron de acuerdo en atenerse a la metodología señalada: es decir, enviaron siempre un cuestionario y, en el momento de su encuentro con San Josemaría (o, en algún caso, en otro momento), recibieron las respuestas por escrito.

5. Contexto, temas, ideas

De lo dicho en los párrafos anteriores se sigue que los grandes temas de Conversaciones no son simplemente los que sugieren con sus preguntas los entrevistadores, sino también los que intencionadamente plantea san Josemaría en sus apuestas. Lógicamente, en buena parte unos y otros son coincidentes.

El Opus Dei, y su papel y significado en la Iglesia y en la sociedad, es un primer tema de las entrevistas con san Josemaría. Se trata de un tema obvio en un diálogo con el fundador, pero además viene exigido por algunas circunstancias entonces muy vivas: por una parte, la provisionalidad de su estatuto canónico (en los años sesenta el Opus Dei era todavía un Instituto secular, figura inadecuada a su realidad constitutiva); por otra, la presencia de algunos de sus miembros en puestos relevantes de la vida pública española en un momento histórico delicado e interesante; y por otra, su evidente dinamismo evangelizador, que en veinte años le había llevado a estar presente en los cinco continentes.

Otro tema fuerte es la libertad cristiana. "El vocablo que con más insistencia aparece a lo largo de este volumen es el de «libertad»", escribió uno de los primeros recensores del libro (FERNÁNDEZ DE LA MORA, 1968, p. 7). La idea de libertad que desarrolla san Josemaría es, por supuesto, teológica: el hombre es libre porque ha sido hecho a imagen de Dios. Pero tiene implicaciones muy concretas en el orden temporal: es también libertad política, por ejemplo.

Para el cristiano, la condición de hijo de Dios y la misión apostólica son elementos constitutivos de una libertad de orden superior que pide ser reconocida, especialmente, en el seno de la Iglesia. Esta "reivindicación de la «autonomía apostólica» de los laicos" (GARCÍA SUÁREZ, 1970. p. 160), presentada no en términos de tensión dialéctica frente al ministerio jerárquico, sino de comunión (cfr. ibidem), es uno de los rasgos destacados de la visión de la Iglesia que emerge de las entrevistas a san Josemaría y de la "homilía del campus". La Iglesia, naturalmente, y en particular la Iglesia del Concilio Vaticano II, es otro tema importante en Conversaciones.

Lo son también la universidad y la mujer, hasta el punto de merecer dos entrevistas por así decir monográficas, las dos últimas. Es llamativo el sentido de anticipación que supone afrontar en aquel momento (otoño de 1967 e invierno de 1968) esos dos temas, que van a ocupar enseguida un lugar destacado en la agenda de la historia: de mayo de 1968 es la gran revuelta estudiantil de París, extendida rápidamente a toda Europa; de julio, la encíclica Humanae vitae, que sale al paso de la revolución sexual y desata inevitablemente la oposición de un cierto feminismo al Magisterio católico. Muchas de las cosas que san Josemaría dice en esas dos entrevistas revelan una profunda conciencia de los problemas latentes y arrojan luz para darles una solución cristiana. Solución que pasa por la aceptación de ciertas transformaciones en curso, perfectamente legítimas (la garantía de una progresiva democratización de la enseñanza, el acceso de la mujer al espacio público, etc.), y por un esfuerzo de concordia en la universidad, en la familia, en la sociedad en general.

Las entrevistas y las homilías de Conversaciones se enmarcan en una coyuntura que tiene como puntos de fuerza, entre otros, el Concilio Vaticano II, con su programa de renovación de la Iglesia, y el desfase entre la pujanza apostólica y la provisionalidad jurídica del Opus Dei en aquellos momentos. Entre los restantes elementos de contexto, uno no despreciable es el régimen de Franco en España que, por una parte, representaba una anomalía en el mundo occidental, donde la democracia parlamentaria era la norma y, por otra, aun siendo oficialmente católico, debía adaptarse al principio de libertad religiosa, sancionado por la Iglesia en el Concilio.

Este último tema interesa especialmente a Le Figaro, Time y New York Times, medios más atentos a los equilibrios y desequilibrios de la política internacional –y, en general, a las cuestiones humanas– que a la vida de la Iglesia. Al ser interrogado acerca de la política española, san Josemaría, evitando juicios sobre cuestiones concretas, que considera que no le competen, afirma siempre netamente la libertad de que gozan en esta materia los miembros del Opus Dei y, más en general, todos los católicos, y deja en manos de la jerarquía episcopal las eventuales indicaciones que, en relación con determinadas cuestiones temporales, pueda ser preciso dar a los fieles.

Sobre el Concilio Vaticano II hay referencias, sobre todo, en las entrevistas a Palabra y L'Osservatore della Domenica. La primera se abre con un revelador comentario de un término italiano entonces en boga, aggiornamento (actualización, puesta al día), que para él significa, sustancialmente, fidelidad: la Iglesia se pone al día en el Concilio Vaticano II, viene a decir san Josemaría, no por un superficial afán de estar de moda, sino para que sea eficaz en el momento presente, con sus características propias, su deseo de fidelidad a la misión que Jesucristo le ha dado al fundarla. A esta hermenéutica se ajustan luego muchas otras consideraciones de san Josemaría –siempre positivas y estimulantes– sobre la Iglesia del Concilio.

6. Repercusión y fortuna editorial

El impacto de Conversaciones fue grande sobre todo en España, donde en el momento de su aparición figuró durante varias semanas en las listas de libros más vendidos. Con el paso de los años, además, las ediciones en castellano y en otros idiomas se han sucedido de manera continua, lo que ha hecho del libro, como de otros de san Josemaría, no sólo un best seller momentáneo, sino también un long seller.

De Conversaciones se han impreso, hasta la fecha, unas setenta ediciones en once lenguas. En 1968, como se ha dicho, el libro salió casi a la vez en castellano, italiano, inglés y portugués; al año siguiente se publicó en francés. En 1970 aparecieron las traducciones alemana y catalana. Más recientes son las primeras ediciones en neerlandés (1991), polaco (1993), checo (2002) y sueco (2010). El número total de ejemplares publicados es de algo más de 350.000.

En 2012 Ediciones Rialp (Madrid) publicó la edición crítico–histórica del libro, preparada por José Luis lllanes y Alfredo Méndiz. La obra, que incluye un prólogo de Mons. Javier Echevarría, forma parte de la Colección de Obras Completas de san Josemaría, dirigida por el Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer.

Alfredo MÉNDIZ

 «    CONVERSIÓN    » 

En sentido religioso, se entiende por conversión la transformación mediante la cual el sujeto pasa de una vida pecadora a otra virtuosa y justa. Significa también el paso de la incredulidad a la fe, y la vuelta a la fe después de un tiempo de distanciamiento. En su acepción teológica, consiste en la acogida libre por parte del hombre del don de Sí que hace Dios en Cristo por el Espíritu Santo.

1. Enseñanzas bíblicas

La conversión implica un cambio profundo que el Nuevo Testamento describe como paso de las tinieblas a la luz (cfr. Jn 1, 4-9; Hch 26, 18; 1P 2, 9; Ef 5, 8), de la vida según la carne a la vida según el espíritu (Rm 8, 1-13; Ga 5, 15-26), del poder y esclavitud de Satanás a la libertad de los hijos de Dios. Es, en definitiva, la muerte del "hombre viejo" y la aparición del "hombre nuevo" resucitado en Cristo (Ef 4, 22-24): un segundo nacimiento, una resurrección, una nueva creación.

En el lenguaje bíblico, la idea de conversión se expresa mediante los verbos hebreos sûb y nhm (en griego, strefô y metánoia). El primero significa dirigirse hacia una meta o ideal distinto del que se tenía hasta el momento, alejarse de, volver (aunque en sí mismo no posee un valor religioso, fue adquiriendo poco a poco el sentido de vuelta a Yahveh, a través de la fe, la obediencia y el rechazo de las obras malas, tanto del pueblo elegido como del individuo). El segundo, suspirar, sollozar, dolerse, arrepentirse, consolar, que expresa la idea de conversión moral o religiosa, de vuelta a Dios en su sentido más fuerte. Si en el Antiguo Testamento, convertirse era vivir según la ley de Yahveh, huyendo de lo que le desagrada, en el Nuevo Testamento, la conversión adquiere un marcado carácter cristocéntrico: consiste en escuchar y seguir a Jesucristo, es decir, creer en Él, vivir su vida (cfr. entre otros muchos textos Lc 9, 23 y Flp 1, 21).

La Sagrada Escritura muestra claramente la primacía de la acción gratuita de Dios en la conversión: sale al encuentro, llama y se adelanta dando su gracia: "Ninguno puede venir a Mí, si mi Padre no lo atrae" (Jn 6, 44). En este sentido, el Magisterio de la Iglesia ha afirmado en varias ocasiones la necesidad de la gracia y de los auxilios del Espíritu Santo, y ha puesto de manifiesto también el papel de la libertad del hombre para acoger el Evangelio (cfr. CCE, nn. 1426-1429).

2. Primera conversión y conversiones sucesivas

Es tradicional en teología espiritual referirse a una primera conversión, que acontece con el Bautismo, por el que el hombre es justificado y santificado, naciendo a la vida de la gracia; y a sucesivas conversiones, ya que el inicio es susceptible de perfeccionamiento, en la medida en que el creyente, con la gracia y sus buenas obras, se identifica más con Cristo. "La liturgia de la Iglesia propone a los cristianos unos tiempos especiales de conversión como son los de Adviento y Cuaresma. Sin embargo, la conversión personal ha de ser una actitud permanente del creyente, como respuesta a la llamada universal a la santidad (cfr. Mt 5, 48)" (ALONSO, 2006, p. 186). Por primera conversión se entiende también el momento de toma de conciencia de la propia vocación dentro de la común llamada a la santidad que Dios dirige a todos los hombres, o sea, la percepción de cómo, en un modo concreto, la vocación cristiana se determina dando cauce, a lo largo de la propia existencia, a la condición de hijos de Dios. En todo caso, puede afirmarse, por tanto, que la vida cristiana es conversión continua, es decir, vida que se va edificando a través de sucesivas conversiones o segundos nacimientos, en el encuentro con Dios por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo, en la oración, en la Escritura y en los sacramentos.

Esta doctrina común de la Iglesia encuentra una expresión clara y sintética en un texto de san Josemaría: "La conversión es cosa de un instante. –La santificación es obra de toda la vida" (C, 285). Aquí, san Josemaría usa el término "conversión" en un sentido muy próximo al de "justificación", es decir, como cambio de pecador a justo, pero también en el del cambio por el que una persona advierte que debe pasar de una existencia superficial a otra comprometida y coherente. Así entendida, la conversión acontece, efectivamente, en un instante, aunque pueda tener actos previos de preparación. El vocablo "santificación", en cambio, lo aplica al despliegue, posibilitado y guiado por la gracia de Dios, de la "santificación" radical producida en el instante de la justificación (cfr. CECH, p. 468). El mensaje transmitido por san Josemaría busca precisamente difundir entre los cristianos la pujanza de la primera conversión, y desplegar con la ayuda de la gracia, a través de sucesivas conversiones, toda la virtualidad de la primera: "La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar –en las nuevas situaciones de nuestra vida– la luz, el impulso de la primera conversión" (ECP, 58).

Y así en otro lugar menciona: "En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón" (ECP, 57). En este sentido, las segundas conversiones vienen exigidas por la primera ya que, en realidad, no son sino momentos de una única y misma llamada de Dios al hombre, y del despliegue de la respuesta humana que busca una mayor proximidad a Dios: "Acercarse un poco más a Dios quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar atentamente sus inspiraciones –los santos deseos que hace brotar en nuestras almas–, y a ponerlos por obra" (F, 32).

3. Elementos de la doctrina de la conversión

La homilía La conversión de los hijos de Dios, recogida en Es Cristo que pasa, nos proporciona los principales elementos de la doctrina de san Josemaría sobre nuestro tema. Ya el mismo título relaciona la conversión con la filiación divina, característica esencial en la experiencia y doctrina espiritual de san Josemaría: "La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre" (ECP, 64). La conversión implica "un examen hondo, pidiendo ayuda al Señor, para que podamos conocerle mejor y nos conozcamos mejor a nosotros mismos. No hay otro camino, si queremos convertirlos de nuevo" (ECP, 58). El humilde reconocimiento del pecado y la seguridad del perdón divino ("Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve a Él, cuando se arrepiente y pide perdón": ECP, 64) desemboca en la contrición ("esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto–, se manifiesta en obras de sacrificio y entrega": ECP, 64), y se materializa en el sacramento de la Penitencia: "volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo" (ECP, 64). Ese deseo de cambiar, el propósito de enmienda, se manifiesta en lucha ascética. Una constante de las enseñanzas de san Josemaría es presentar la vida del cristiano no como una acumulación de victorias, sino como un continuo comenzar y recomenzar: "La vida espiritual –lo repito machaconamente, de intento– un continuo comenzar y recomenzar. –Recomenzar? ¡Si!: cada vez que haces un acto de contrición –y a diario deberíamos hacer muchos–, recomienzas, porque das a Dios un nuevo amor" (F, 384).

En el trasfondo teológico de las enseñanzas de san Josemaría sobre la conversión no falta el recurso filial a la intercesión de Santa María, que desde el Cielo continúa su función maternal ("Antes, solo, no podías... –Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!": C, 513), y "facilitando" la conversión: "A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María" (C, 495).

María Ángeles VITORIA

 «    COOPERADORES DEL OPUS DEI    » 

Los cooperadores del Opus Dei son mujeres y hombres de todos los credos, razas, culturas, países y condiciones sociales, que colaboran en las tareas de evangelización y de promoción humana y social que alienta la Prelatura del Opus Dei, sin formar parte jurídicamente de ella. "Sueño –y el sueño se ha hecho realidad– con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas" (ECP, 20). San Josemaría, consciente de la universalidad del mensaje de santidad en medio del mundo que Dios le había confiado, comprendió que los apostolados del Opus Dei no podían apoyarse exclusivamente en el trabajo de los fieles de la Obra, sacerdotes y laicos, sino que debían contar también con la colaboración de otras muchas personas, a las que movería la honda tarea de promoción humana y cristiana que desarrolla el Opus Dei a través de esas labores apostólicas. Desde el inicio vio en los cooperadores una gran ayuda para extender el servicio del Opus Dei a la Iglesia y a todas las almas.

Los cooperadores, sin ser fieles de la Prelatura, colaboran activa y eficazmente en sus apostolados aportando su oración, su ayuda económica o su trabajo. Para ser cooperador no es preciso tener vocación al Opus Dei, sino solo la intención de colaborar en sus apostolados (cfr. Statuta, nn. 16 §1 y 108). Los cooperadores forman una asociación propia e inseparable de la Obra, que también puede ser constituida formalmente. En algunos lugares han sido constituidas asociaciones que cuentan con reconocimiento civil, y a las que pueden pertenecer aquellos cooperadores que lo deseen (así, por ejemplo, la Asociación de Cooperadores del Opus Dei en España).

Los cooperadores pueden prestar su colaboración de formas diversas: con su oración, con sus limosnas y donativos, o dedicando parte de su tiempo como servicio a una labor apostólica promovida por fieles de la Prelatura. A su vez, los cooperadores se benefician y participan en la medida de sus disposiciones personales de los bienes espirituales de la Obra (cfr. Statuta, n. 16). La Santa Sede ha concedido indulgencias que pueden ganar en determinadas fechas del año. Y los sacerdotes de la Prelatura celebran la Eucaristía, anualmente, en el mes de noviembre por el eterno descanso de las almas de los cooperadores fallecidos. Además de recibir la ayuda espiritual de la oración de todos los fieles de la Prelatura, los cooperadores pueden participar, si lo desean, en los medios de formación cristiana que promueve el Opus Dei.

Pueden ser admitidas como cooperadoras las comunidades religiosas. Y también personas católicas o no católicas, o incluso no cristianas (cfr. Statuta, nn. 108, 16 §2 y 108).

El Opus Dei ha sido la primera institución de la Iglesia en la que se ha admitido la posibilidad de contar con cooperadores no católicos. En 1948 san Josemaría formuló por primera vez a la Santa Sede la petición oficial. La respuesta de la Curia fue que se trataba de una petición que carecía de precedentes en la historia de la Iglesia. Al insistir, ya no obtuvo una rotunda negativa sino un dilata, dejando la cuestión pendiente para el futuro. Tras dejar pasar un tiempo prudencial, en 1950, con la aprobación definitiva del Opus Dei, quedó establecida la figura de los cooperadores no católicos (cfr. AVP, III, p. 482, nt. 61; IJC, p. 253, nt. 63).

San Josemaría consideró la existencia de cooperadores acatólicos del Opus Dei como una inmediata realidad de colaboración en iniciativas apostólicas de alcance cultural, social, etc., consciente de que la cooperación de católicos y no católicos en actividades de interés humano, impregnadas de espíritu cristiano, es también un modo de dar a conocer a Cristo y la Iglesia (cfr. OCÁRIZ, 2009, pp. 109-110). Ésta es precisamente una de las vías posteriormente propuestas por el Concilio Vaticano II para el ejercicio de la actividad ecuménica (cfr. UR, 12).

De hecho, san Josemaría vio a los cooperadores acatólicos como una posible expresión de lo que él llamaba apostolado ad fidem, es decir, como un camino a través del cual las personas no cristianas puedan llegar a recibir el don de la fe, y los cristianos no católicos la plenitud de la fe que ya poseen imperfectamente (cfr. OCÁRIZ, 2009, p. 109).

Montserrat GAS AIXENDRI

 «    CORAZÓN    » 

"Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra. Me emociona contemplar la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre" ECP, 107). Estas palabras de san Josemaría pueden servir para exponer sus enseñanzas sobre una realidad que la teología espiritual ha tratado con frecuencia usando el vocablo "corazón".

"Corazón" (con sus equivalentes en hebreo o en griego) aparece con frecuencia en la Sagrada Escritura, y no simplemente para designar a un órgano concreto del cuerpo humano, sino para aludir a la totalidad del ser humano, con sus pensamientos, deseos, anhelos y decisiones. El propio san Josemaría nos ofrece, en una homilía, un florilegio que confirma lo que acabamos de decir, a la vez que evidencia la raíz última de su pensamiento. "Al corazón pertenecen la alegría: que se alegre mi corazón en tu socorro (Sal 12 [Vg 11], 6); el arrepentimiento: mi corazón es como cera que se derrite dentro de mi pecho (Sal 21 [Vg 20], 15); la alabanza a Dios: de mi corazón brota un canto hermoso (Sal 44 [Vg 43], 2); la decisión para oír al Señor: está dispuesto mi corazón (Sal 56 [Vg 55], 3); la vela amorosa: yo duermo, pero mi corazón vigila (Cant 5, 2). Y también la duda y el temor: no se turbe vuestro corazón, creed en mí (Jn 14, 1). El corazón no sólo siente; también sabe y entiende. La ley de Dios es recibida en el corazón (cfr. Sal 39 [Vg 38], 9), y en él permanece escrita (cfr. Pr 7, 3). Añade también la Escritura: de la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34). El Señor echó en cara a unos escribas: ¿por qué pensáis mal en vuestros corazones? (Mt 9, 4). Y, para resumir todos los pecados que el hombre puede cometer, dijo: del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias (Mt 15, 19)" (ECP, 164).

La tradición teológica y espiritual cristiana ha vuelto con frecuencia a estas ideas, comentándolas desde muchas perspectivas. En la Edad Media, sobre todo a partir de san Bernardo, se produjo una clara acentuación de los aspectos cristológicos, centrando la atención en el Corazón de Jesús, del que brota un amor que es expresión del amor infinito de Dios. A partir de ese momento la devoción al Sagrado Corazón de Jesús se fue extendiendo, recibiendo un impulso especial con santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), hasta el punto de llegar a ser, desde entonces hasta nuestros días, una de las líneas devocionales más significativas de la espiritualidad católica.

San Josemaría no sólo conoció, sino que participó personalmente de esa devoción y contribuyó a su difusión, como lo ponen de manifiesto, entre otras muchas cosas, la homilía que le dedicó (cfr. ECP, 162-170) y el hecho de que, en 1952, en momentos difíciles de la historia de la Obra, decidiera consagrar el Opus Dei al Sagrado Corazón de Jesús, pidiendo por la paz de la Iglesia, del mundo y de todas las almas.

1. El "corazón", centro de la persona

El "corazón" hace referencia al "centro" de la persona desde el que brota todo pensamiento y toda acción. Es la sede del amor, mucho más que de los sentimientos, como a veces afirman algunos autores. San Josemaría lo señala con claridad: "Cuando hablamos de corazón humano no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro (...). Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella – alma y cuerpo– a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6, 21)" (ECP, 164).

"Corazón", por lo tanto, quiere decir humanidad plena, con el espesor de la emotividad, en armonía con todas las facultades. El propio san Josemaría ejemplificó en su vida lo que significa tener corazón. Dotado de cordialidad, de buen humor, de intuición profunda, de grandes pasiones, sabía manifestar el cariño con concreción, también material, de atención humana. Los que lo trataron testimonian que aquello que conquistaba de él, antes incluso que su profundo mensaje de santificación del trabajo y en el trabajo, era percibir, de forma inmediata y clara, que recibía a cada persona con el corazón; se le sentía aliado, amigo. Con él, ser ayudados para mejorar, ser corregidos de cualquier defecto, no provocaba humillación, sino estímulo. Por lo demás, lo que traslucía en su persona remitía a una fundamentación más honda que no dejó nunca de explicitar: "Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano" (ECP, 167). Y en otro lugar: el camino de Jesús "se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor" (ECP, 158).

Con el racionalismo que dominó en la filosofía durante los siglos pasados, especialmente después de Descartes, la verdad del hombre tendió a ser referida solamente a la esencia abstracta, a la racionalidad y a la lógica, mientras que los sentimientos pasaron a ser considerados fenómenos irracionales, ciegos, superficiales, de adolescentes. Y esta actitud se hizo presente también entre cristianos, en parte tal vez por la influencia del rigorismo jansenista.

Pero la realidad es que la necesidad de amor está profundamente enraizada en el corazón del hombre, incluso más de lo que está en la mente el deseo de verdad. Si el corazón no se siente amado, la mente va detrás del corazón con sus miedos, con su necesidad irreprimible de ser reconocido y acogido, aceptando toda idea que haga al corazón sentirse apreciado. De ahí que el amor da sentido a la vida, y esto tanto más cuanto más hondo sea y más represente a nuestros ojos a la persona que nos ama; lo que llega a su cumbre cuando quien nos manifiesta amor, y amor de Padre, es Dios, infinito y omnipotente.

2. Amar a Dios con todo el corazón

Como respuesta a Dios, que se encarna para amarnos con corazón de hombre, hemos de amarle con todo nuestro ser, con todo nuestro corazón. Es decir, no con un amor de pura admiración o en la distancia, y menos aún con un amor que viera a Dios como un mero dispensador de dones, sino con un amor verdadero, apasionado, al que se unen inteligencia, voluntad y sentimiento, y que ve en Dios al Amado hacia el que se dirige toda la persona. "Señor: que tenga peso y medida en todo... menos en el Amor" (C, 427).

Para llegar a ese amor, el camino es Cristo: contemplar a Cristo, amar a Cristo, enamorarse de Cristo, de su figura humana en la que se nos manifiesta la divinidad. Este enamoramiento se puede alcanzar gracias a la fe. Porque Jesús está vivo, resucitado, y quiere permanecer en intimidad con nosotros: "Permaneced en mi amor" (Jn 15, 9). Son numerosísimas las expresiones de san Josemaría en este sentido. Así, en una homilía en la fiesta de la Epifanía, ante el Niño Jesús envuelto en pañales al que los Magos proclaman rey de Israel, se preguntaba: "¿Dónde está el Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña?" (ECP, 31). Y para eso se queda en la Eucaristía: "Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. –Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! –¡tuyo!– tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía" (C, 432).

Amar a Jesús con corazón humano quiere decir también amarlo radicalmente, queriéndolo Señor, Rey de nuestra vida, desde lo más hondo de nuestro ser: "Pero el Señor sabe que dar es propio de enamorados, y Él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón (Pr 23, 26). ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo" (ECP, 35). "No destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente Él nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón" (ECP, 100).

3. Tener corazón para todos

Cuando el amor de Dios anida en el corazón, se dirige también con fuerza hacia los demás. "En esto se conocerá que sois mis discípulos" (Jn 13, 35), ha dicho Jesús. El amor a los demás hace visible el amor a Dios. Pero no hay verdadera visibilidad si los demás no perciben el amor. No es verdadero amor el actuar de quien da cosas e incluso realiza obras sacrificadas, al tiempo que el otro nota que se le ayuda pero no se le ama. Quien ama, obra y se sacrifica; pero quien hace cosas que ayudan a los demás no siempre sabe amarlos. Este punto manifiesta propiamente el verdadero sentido de tener corazón. "Fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos. (...) El amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a saborear el amor divino" (ECP, 166).

Podemos pensar que amamos cuando nos sacrificamos por los demás o nos esforzamos por vivir bien las virtudes que se refieren a la relación con los demás. Pero no basta: el verdadero secreto es tener al otro en el corazón, para que sienta nuestra comprensión y amistad: "la caridad, más que en dar, está en comprender" (ECP, 123). "Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad" (ECP, 167). Se puede decir que se tiene corazón cuando se tiene verdadero interés por quien se nos acerca, superando categorías, barreras, fronteras ideológicas, religiosas, de grupo. Incluso ante la barrera que puede representar el daño o la ofensa sufrida, el cristiano está llamado a perdonar; y a perdonar sabiendo reconocer que toda persona, también la que ha realizado el mal o incluso parece afirmarse en él, es capaz de arrepentimiento, pues el corazón conserva siempre, aunque sea entre rescoldos, la capacidad de amar. "Mi experiencia de hombre, de cristiano y de sacerdote me enseña todo lo contrario: no existe corazón, por metido que esté en el pecado, que no esconda, como el rescoldo entre las cenizas, una lumbre de nobleza. Y cuando he golpeado en esos corazones, a solas y con la palabra de Cristo, han respondido siempre" (AD, 74).

El mandamiento de la caridad, el mandamiento nuevo, está más allá de nuestras fuerzas. Como hacía notar Benedicto XVI a los seminaristas del Seminario Romano, el 12 de febrero de 2010, se trata ciertamente de un amor que imita a Cristo hasta el don de sí mismo, pero no en virtud de un heroísmo personal: "en este caso el cristianismo sería un moralismo heroico. Es verdad que debemos alcanzar esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado y donado, pero también aquí la verdadera novedad no es lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es lo que hace Él". El cristiano no es un héroe que intenta poner en práctica el Evangelio en virtud de sus propias fuerzas, sino alguien que, consciente de su debilidad, se abre a la acción del Espíritu Santo. Prueba de que deja actuar al Espíritu Santo es exactamente el corazón humano, que se abre a toda persona que se hace prójimo, que resulta cercana. Por eso no se debe confundir la auténtica caridad fraterna con las "obras de caridad" realizadas sin verdadero amor: "Con frecuencia, los cristianos no hemos sabido corresponder a ese don; a veces lo hemos rebajado, como si se limitase a una limosna, sin alma, fría; o lo hemos reducido a una conducta de beneficencia más o menos formularia. Expresaba bien esta aberración la resignada queja de una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño. El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones. (...) Para que se os metiera bien en la cabeza esta verdad, de una forma gráfica, he predicado en millares de ocasiones que nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural" (AD, 229).

4. Corazón puro

El corazón está hecho para amar y, dada la limitación humana, puede descarriarse. Es necesario mantener el corazón puro evitando que se manche como consecuencia de alguna de las tres concupiscencias de que habla san Juan: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida (cfr. 1Jn 2, 16).

La soberbia de la vida, el orgullo, el colocarse por encima de los demás, el hacer que nuestro pensamiento gire siempre en torno a nosotros mismos, empequeñecen el corazón, le hacen incapaz de amar, y lo condenan al aislamiento. "Te encuentras solo..., te quejas..., todo te molesta. –Porque tu egoísmo te aísla de tus hermanos, y porque no te acercas a Dios" (S, 709). "Arrancar de cuajo el amor propio y meter el amor a Jesucristo: aquí radica el secreto de la eficacia y de la felicidad" (S, 696).

La concupiscencia de la carne, la impureza en el sentido moral de la palabra, es un sucedáneo del verdadero amor, pues es fruto del amor egoísta, que busca el propio placer y no la unión con el otro, al que no se ama, sino del que uno se sirve. La virtud de la castidad, el dominio del propio cuerpo, lleva en cambio al amor verdadero. Y "para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas. Quien no sea capaz de entender un amor así, sabe muy poco de lo que es el verdadero amor, y desconoce por entero el sentido cristiano de la castidad" (ECP, 40).

Es necesario mantener el corazón puro, libre, capaz de apasionarse, también humanamente, por los verdaderos amores, en el matrimonio o en el celibato: "Si tu ojo derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y tíralo lejos! –¡pobre corazón, que es el que te escandaliza! .... Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. –Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: «Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!»" (C, 163). "He de repetirte que la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor. Este corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de miseria. El verdadero amor de Dios –la limpieza de vida, por tanto– se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón" (AD, 183). En este sentido, el celibato no es renuncia al corazón, sino empeño por amar con todo el corazón, como se ve en esta afirmación: "El Amor... ¡bien vale un amor!" (C, 171).

Ciertamente el corazón se deja captar por aquello que le atrae y es necesario contemplar los amores verdaderos para aprender a enamorarse; pero con frecuencia el ambiente rodea el corazón de atracciones que están fuera de lugar, o de miedos; y el cristiano, hombre o mujer, debe colaborar siempre con la gracia divina manteniéndose alejado de las tentaciones que pueden engañar el corazón: "lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón. Es inútil clamar por el sosiego exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma" (ECP, 73).

Finalmente, la concupiscencia de los ojos, que centra el corazón en la posesión de los bienes materiales que por sí mismos son buenos, pero que pueden, si el corazón se centra por entero en ellos, hacer perder el sentido de la vida: "Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro está aquí, reclinado en un pesebre; es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros amores, porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón (Mt 6, 21)" (ECP, 35). Todas las criaturas están finalizadas hacia el amor. Cuando el corazón está lleno de amor verdadero, sabe ver en toda criatura el vehículo de su amor. Un corazón enamorado sabe apreciar todo aquello que Dios ha creado, pero sabe también apartarse cuando pone en peligro su verdadero tesoro. Un cristiano que tiende hacia la santidad, donde quiera que sea, "es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano" (ECP, 138).

Y esto se aplica no solo al círculo de las relaciones habituales, sino también respecto al bien social: "Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo" (ECP, 167). Un corazón que sabe amar no tiene nunca un horizonte pequeño, sino universal.

4. En el corazón de María

La Virgen María tenía siempre su corazón totalmente abierto a Jesús. Y puesto que el verdadero amor ama a los amores de la persona amada, María, dirigiendo en su propio corazón todo el amor hacia Jesús, mantenía –y mantiene- los lazos de amor que Jesús establece con cada uno de nosotros. Por esto aceptó la Cruz, puerta del amor de Jesús por cada persona humana, y por eso ha llegado a ser Madre nuestra. Innumerables son las expresiones llenas de ternura con las que el fundador del Opus Dei se dirigía a la Virgen; citemos una en la que se nos muestra como maestra de amor: "La Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza" (C, 504).

Ugo BORGHELLO

 «    COSAS PEQUEÑAS    » 

La vida cotidiana de todas las personas se compone de hechos, circunstancias, acciones, relaciones habituales, costumbres, en su mayoría aparentemente sin relieve, de modo que por su carácter repetitivo pueden ser vividos de modo rutinario y superficial. Pero la mirada atenta, unida a una motivación noble, descubre allí modos de servir y de hacer la vida más humana. Es el valor antropológico de lo pequeño, que requiere el giro del interés propio hacia el bien de los otros y se experimenta como un vencimiento gratificante. El cristiano, y así lo enseñó san Josemaría, por la fe y con la ayuda de la gracia, puede encontrar en ese entramado constantes ocasiones de amar a Dios y al prójimo.

1. Noción

La espiritualidad cristiana, ya desde los tiempos apostólicos, considera esa posibilidad como una dimensión ordinaria de la vida de la gracia, aunque rara vez se detiene a comentarla con detalle. Algunos autores clásicos han destacado, con diferentes enfoques, la importancia de las cosas pequeñas para avanzar en la práctica de virtudes y crecer en amor de Dios, como es el caso del jesuita Alonso Rodríguez (1538-1616) con su obra de amplia difusión Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, y el de la carmelita santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897), que en los manuscritos que compuso presenta las cosas pequeñas como expresión propia y adecuada de su camino de infancia espiritual.

Esta propuesta y otras análogas tienen de ordinario su origen y ámbito en la vida religiosa, dejando a cada lector la aplicación a sus personales circunstancias en el mundo (ILLANES, 2003, p. 126). San Josemaría –que conocía estos escritos– entiende las cosas pequeñas en una perspectiva nueva, como parte integrante de la santificación en la vida ordinaria en medio del mundo, a la que están llamados la inmensa mayoría de los cristianos, y como algo característico de la espiritualidad laical (ILLANES, 2003, pp. 127-130). La fuente más certera para conocer el origen y contenido de las cosas pequeñas en sus escritos es el correspondiente capítulo de Camino, "Cosas pequeñas". Este capítulo procede de la época redaccional de Burgos (1938) y no existía en su antecedente Consideraciones espirituales (Cuenca, 1934), aunque algunos puntos de esta obra (dos de "Caridad" y cinco de "Infancia espiritual") pasaron a este nuevo capítulo junto con otros once puntos de distinta procedencia. Pedro Rodríguez, basándose en la intención y en el orden temático de Camino, ve en esta nueva disposición el deseo del autor de ampliar el enfoque de las cosas pequeñas: no son en primer lugar expresión de la infancia espiritual, sino del amor a Dios y al prójimo en la santificación de la vida ordinaria del cristiano. Aunque personalmente el fundador del Opus Dei seguía un verdadero "camino de infancia" y lo recomendaba (cfr. AVP, I, p. 404), veía con claridad que esto era un don particular (cfr. C, 852), mientras que la santificación de la vida cotidiana es llamada divina para todos los cristianos (cfr. CECH, p. 911).

La posición del capítulo en el conjunto de la obra, entre "Proselitismo" y "Táctica", advierte Pedro Rodríguez, "parece algo muy meditado", porque cuidar las cosas pequeñas en el trabajo y en la vida espiritual es el presupuesto de toda acción apostólica –así se evita la tentación de limitar la santificación a situaciones extraordinarias–, y subraya que "la relación personal del cristiano con Dios ha de ser un flujo incesante, como las pequeñas realidades de cada día: un flujo de Amor y de oración" (CECH, p. 912). Estos tres temas enlazados entre sí –proselitismo, cosas pequeñas y táctica– conducen a los dos capítulos sobre infancia espiritual, un estilo de vida cristiana con raigambre evangélica (cfr. Mt 18, 3 ss.), que implica y realza el valor de lo pequeño dándole un brillo especial, sin que nadie esté obligado a seguir este camino.

2. Ámbito de las cosas pequeñas

Un bosquejo temático en los escritos de san Josemaría nos permitirá ver el alcance de las cosas pequeñas, tanto en profundidad como en extensión. La clave de su valor se encuentra en el primer punto del capítulo correspondiente de Camino: "Hacedlo todo por Amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. –La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo" (C, 813), y en concreto: "Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!" (C, 814); la mayúscula indica que es Dios quien es amado mediante esos actos, en apariencia insignificantes. Si el amor humano se expresa en los detalles, en "pequeñeces", lo mismo el Amor divino (cfr. C, 824). "El secreto para dar relieve a lo más humilde, aun a lo más humillante, es amar" (C, 418). Lo pequeño se agranda por el Amor y éste, si es real, se expresa en los detalles. Debido a esta relación recíproca entre el Amor y las cosas pequeñas, se agudiza la mirada para descubrir nuevas ocasiones similares de amar. El fundador del Opus Dei lo proclamó en la homilía de la Misa celebrada en el Campus de la Universidad de Navarra, el 8 de octubre de 1967: "Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir" (CONV, 114). "Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios" (CONV, 116). Para dar fuerza a su mensaje, san Josemaría utilizaba a veces la paradoja: "intrascendente" – "trascendente", "deberes pequeños" – "santidad grande" (cfr. C, 817), no "poder vencer" en lo grande por no "querer vencer" en lo pequeño (cfr. C, 828). Al enseñar el valor de los detalles pequeños, siempre hacía referencia al Amor de Dios, y por eso mismo rechazaba lo cuadriculado o maniático. Estaba convencido de que el Amor a Dios en esos detalles evitaba el perfeccionismo que, al nutrirse de intereses egoístas, empequeñece y enrarece a las personas a la vez que dificulta las relaciones con los demás.

El ámbito de las cosas pequeñas es tan extenso como la vida misma. Consiste ante todo en cumplir el pequeño deber de cada momento, más en concreto "haz lo que debes y está en lo que haces" (C, 815), que es al mismo tiempo "oración cuajada en obras" y fundamento para la gracia del apostolado (cfr. C, 825). De portarse en cada momento como Dios quiere "dependen muchas cosas grandes" (C, 755), pero para asegurarlo hay que preguntarse con frecuencia si realmente se está actuando así (cfr. C, 772). El segundo momento de la frase citada –"está en lo que haces"– implica realizar nuestras actividades –particularmente el trabajo profesional– con perfección humana, perseverando en el amor hasta "poner la última piedra", como lo expresa san Josemaría (cfr. AD, 55). En la homilía de Pamplona se detiene con particular interés en el matrimonio y la familia, "un camino divino, vocacional, maravilloso", donde es imprescindible cultivar este estilo cristiano: "Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano" (CONV, 121). Una década antes, había puesto a la Virgen María como ejemplo en el cuidado del hogar familiar: "María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!" (ECP, 148).

El crecimiento en virtudes también es fruto de cosas pequeñas y, en general, el mismo fortalecimiento de la voluntad (cfr. C, 19). La vida de piedad se desarrolla a base de muchos detalles, que nunca se convierten en rutina si se alimentan de la filiación divina (cfr. AD, 146, 149) y, especialmente, si son expresión de infancia espiritual (cfr. C, 876, 878, 891). En la liturgia, el cuidado de los detalles es prueba de interés y amor (cfr. F, 833). La sobriedad (cfr. C, 681) y el desprendimiento (cfr. AD, 119), como aspectos de la templanza, se pueden vivir en cosas pequeñas y nada llamativas, igual que sucede con la obediencia (cfr. C, 614, 618). La penitencia, imprescindible en la vida cristiana, se puede ejercitar en muchos detalles que pasan inadvertidos a los demás, pero contribuyen a mejorar las relaciones humanas (cfr. AD, 138-139). Existe también el "apostolado de las cosas pequeñas": "El deber de la fraternidad, con todas las almas, hará que ejercites el «apostolado de las cosas pequeñas», sin que lo noten: con afán de servicio, de modo que el camino se les muestre amable" (C, 737).

El fundador del Opus Dei ilustra el valor de las cosas pequeñas con numerosos ejemplos tomados de la literatura, el arte, la naturaleza, la técnica, la industria, el deporte. Así, mediante la referencia al personaje de Tartarín de Tarascón denuncia las inútiles hazañas imaginarias (cfr. AD, 8), el mito del rey Midas le sirve para destacar el valor de lo pequeño (cfr. AD, 308), unos versos de Antonio Machado le sugieren la perfección en las tareas (cfr. CONV, 116), propone "hacer endecasílabos de la prosa de cada día" (CONV, 116) y se fija en los relatos de gestas que recogen, junto con aventuras gigantescas, "detalles caseros del héroe" (C, 826). La filigrana gótica en la crestería de la catedral de Burgos, que no se puede ver desde la calle, le parece un paradigma de trabajo hecho con perfección y de cara a Dios (cfr. AD, 65). Un edificio enorme se construye a fuerza de ladrillos, sacos de cemento, barras de hierro y horas de trabajo (cfr. C, 823) y un tapiz se teje a base de numerosas tramas de hilo (cfr. C, 826). Un pequeño tornillo que no apriete bien o se salga de su sitio puede inutilizar toda la maquinaria (cfr. C, 830). Las pequeñas ocasiones de penitencia son comparables a recoger flores sencillas para formar un ramillete que se entrega a Dios al final del día (cfr. C, 408). Para no prejuzgar "la pequeñez de los comienzos", sirve el ejemplo de las semillas: "no se distinguen por el tamaño las simientes que darán hierbas anuales de las que van a producir árboles centenarios" (C, 820). Y, finalmente, para "vencer en la Olimpiada sobrenatural" hace falta un entrenamiento concreto y diario (C, 822).

3. Relación con el mensaje fundacional

La doctrina de san Josemaría sobre las cosas pequeñas está presente desde los inicios de su actividad fundacional y en sus anotaciones personales de esa época, como se desprende del estudio crítico– histórico de Camino (cfr. CECH, pp. 883-895). Su enseñanza oral y escrita refleja continuamente la importancia de las cosas pequeñas, y a esa repetición intencionada se refería en la mencionada homilía de 1967 (cfr. CONV, 116). Era una convicción arraigada en su propia vida, que transmitía incansablemente a los miembros de la Obra, tomando ocasión de incidencias corrientes y señalando siempre como motivo el amor a Dios (cfr. AVP, III, pp. 397, 420, 424). Como ya se ha expuesto, las cosas pequeñas tienen su lugar propio en el entramado de la vida ordinaria del cristiano en el mundo, especialmente en el trabajo profesional, que para san Josemaría es "una realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora" (ECP, 47).

La práctica de las cosas pequeñas guarda una relación vital con un rasgo característico del espíritu fundacional, que es la unidad de vida: "Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas. ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser en el alma y en el cuerpo santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales" (CONV, 114). En efecto, la presencia de Dios propia de la unidad de vida hace descubrir en las circunstancias corrientes los más diversos modos de amar a Dios, y así se fortalece a su vez la unidad de vida.

4. Fundamento teológico

San Josemaría se dedicó plenamente a llevar a cabo el encargo recibido de Dios el 2 de octubre de 1928: difundir por todo el mundo y con carácter permanente la santidad en y mediante la vida ordinaria. Esto implicaba, sobre todo, una dedicación incansable a la tarea de formación y de gobierno del Opus Dei. La luz fundacional, convertida en mensaje de alcance universal, ha dado lugar a una espiritualidad laical dotada de un "dinamismo teológico", que Antonio Aranda explica así: "En ninguna de las obras que conocemos de su Autor se pretende teologizar, aunque, sin embargo, es patente que están en ellas los elementos configuradores de la reflexión teológica, es decir el estudio y la meditación de la Sagrada Escritura en consonancia con el sentir de la Tradición, y una firme adhesión a la doctrina magisterial, en una atmósfera esencialmente teologal donde la fuerza de la fe permite descubrir constantemente nuevos aspectos de los misterios revelados" (ARANDA, 2000, p. 68). Estos elementos relucen también en la enseñanza de san Josemaría sobre las cosas pequeñas, aunque aquí sólo es posible esbozarlos.

En efecto, la luz fundacional, siempre presente en su vida, le hacía descubrir en la Sagrada Escritura nuevas "luces" para hacer el Opus Dei. Esto afecta también a las cosas pequeñas en cuanto parte integrante del mensaje. En el Antiguo Testamento leía la importancia de acabar bien las tareas: "Más vale el final de una obra que su principio" (Qo 7, 8 [9]: AD, 55). En las palabras "No presentaréis nada defectuoso, pues no sería digno de Él" (Lv 22, 20) ve un acicate para trabajar con perfección (cfr. AD, 55). Más numerosas son las referencias al Nuevo Testamento, sobre todo al Evangelio. En la escena de Jesús resucitado que se presenta ante los Apóstoles en su realidad humana y divina, mostrando sus manos y sus pies (cfr. Lc 24, 39), ve una llamada al realismo cristiano, para atenernos sobriamente "a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor" (CONV, 116). Sobre la exclamación de la gente, "Bene omnia fecit" (Mc 7, 37), comenta que Jesús, perfecto Dios y hombre perfecto, "todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron" (AD, 56). La pequeña moneda de la viuda (cfr. Mc 12, 41-44) alegra al Señor por la intención que implica (cfr. C, 829). La generosidad que la mujer pecadora muestra con Jesús en el convite del fariseo (cfr. Lc 7, 44-47) mueve a san Josemaría a destacar los detalles de hospitalidad y delicadeza humana que el Señor echaba en falta en la conducta del anfitrión (cfr. AD, 73, 122). Una referencia frecuente es la alabanza del siervo bueno y fiel (cfr. Mt 25, 21; Lc 16, 10) para destacar la importancia de ser fieles en lo pequeño (cfr. AD, 62 y 221; C, 819 S, 507). La parábola de las vírgenes necias y las prudentes (cfr. Mt 25, 6-12) es también una llamada a estar en los detalles, que son "el aceite" (AD, 40-41). En la multiplicación de los panes (cfr. Jn 6, 12-13) advierte que Jesús hizo recoger los trozos sobrantes para que no se perdiesen (cfr. AD, 121). A propósito de las bodas de Caná (cfr. Jn 2, 1-11), destaca cómo la Virgen María está pendiente de los detalles de servicio (cfr. S, 63).

Es conocido el amplio uso de la patrística en los escritos de san Josemaría. En la homilía La grandeza de la vida corriente hay tres referencias en relación con las cosas pequeñas: a san Marcos Eremita, para mostrar que la santidad es tarea paciente y progresiva; a san Jerónimo, para subrayar el realismo de aprovechar las pequeñas ocasiones de amar a Jesucristo; y a Juan Casiano, sobre la importancia de los pequeños descuidos en la vida espiritual (cfr. AD, 7, 8, 15).

La vida y la enseñanza de san Josemaría son profundamente cristocéntricas, como refleja este texto de la homilía Cristo presente en los cristianos: "Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Efeso (Ef 1, 10); informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura" (ECP, 105). La percepción extraordinariamente intensa de estas palabras de Jesús (cfr. Jn 12, 32), el 7 de agosto de 1931, fue una nueva faceta decisiva de la luz fundacional (cfr. AVP, I, pp. 380-384), como una llamada del amor redentor de Cristo para identificarse con Él y ponerle en la cumbre de todas las actividades humanas (cfr. ECP, 183). La corriente de Amor que procede de Cristo en la Cruz y se hace presente en el Sacrificio eucarístico es la fuerza que santifica todas las actividades humanas, grandes y pequeñas, cuando es correspondido por el amor de quienes son hijos de Dios en Cristo; este amor filial lleva a imitar a Jesús –especialmente en su vida oculta– hasta ser, con expresión paulina, alter Christus, ipse Christus. La base y el impulso de esta imitación transformadora es precisamente la filiación divina, que san Josemaría experimentó como gracia extraordinaria, también en ese mismo año (cfr. AVP, I, p. 388). Por eso no dudó en considerar la filiación divina como fundamento del espíritu del Opus Dei (cfr. ECP, 64). En esta percepción viva del misterio de la Encarnación redentora se encuentra también el arraigo teológico y sentido último de las cosas pequeñas.

Elisabeth REINHARDT

 «    COSTA RICA    » 

Costa Rica es el tercer país de Centroamérica en el que se inició la labor apostólica del Opus Dei, después de Guatemala y El Salvador.

1. Inicio de la labor

En 1957, el arzobispo de San José de Costa Rica, Mons. Rubén Odio, viajó a Guatemala con motivo de un Congreso Eucarístico. El arzobispo de Guatemala, Mons. Rossell, que tenía un gran aprecio a la Obra y había pedido a san Josemaría que llegara el Opus Dei a Guatemala, le llevó al único Centro que había por entonces en Centroamérica y le presentó al sacerdote Antonio Rodríguez Pedrazuela, con quien conversó sobre la Obra y la labor apostólica que ésta realizaba en medio del mundo. Quedó entusiasmado y manifestó su deseo de que el Opus Dei trabajara en su diócesis.

Por entonces Costa Rica era un pequeño país agrícola, con una población de un millón escaso de habitantes. La capital, San José, ciudad rodeada de cafetales y palmeras, tenía una sola universidad, con unos cuatro mil alumnos, que pugnaba por desarrollarse y ser la puerta por la que el país se abriera al mundo y a una mayor participación en el consorcio de naciones.

La expansión a esta nación significaba no poco sacrificio para el Opus Dei, pues había que consolidar la aún reciente labor en Guatemala y en El Salvador y la expansión de la Obra –ya presente en más de veinte países– exigía un notable esfuerzo. El corazón de san Josemaría se dolía al tener que enviar a sus hijos, la mayoría jóvenes, con pocos medios. Muchas veces, sólo llevaban una imagen de la Santísima Virgen y su bendición. Pero el amor de san Josemaría a la Iglesia le movía a corresponder a las solicitudes que le llegaban de parte de las autoridades eclesiásticas.

El 8 de agosto de 1959 aterrizaron en San José los sacerdotes Antonio Rodríguez y José Luis Masot, acompañados por la oración de san Josemaría. Mientras cavilaban sobre cómo se trasladarían al centro de la ciudad y cómo lograrían una pensión barata hasta conseguir una casa donde instalarse, tuvieron la sorpresa de ver que salía a su encuentro el propio arzobispo, que les saludó efusivamente. Les anunció que se quedarían en el Palacio Arzobispal y les reiteró su deseo de ayudarles en lo que necesitaran.

Poco más de una semana después, el 19 de agosto, don Antonio regresó a Guatemala y don José Luis se quedó viviendo en el Palacio Arzobispal. Pasados apenas tres días, el 22, Mons. Odio falleció repentinamente de un paro cardíaco, a los cincuenta y siete años. El golpe fue duro para todos, también para don José Luis, pues el afecto que Mons. Odio, había manifestado y la ayuda que deseaba prestar, auguraban un buen comienzo de la labor apostólica. Su soledad duró poco, pues unas semanas más tarde, el 15 de octubre, llegó a Costa Rica Fernando Sáenz, también sacerdote.

La labor apostólica comenzó pronto, tanto con los varones como con las mujeres. La primera mujer que se acercó a la Obra fue Isabel Terán de Artiñano, a quien acudió don José Luis en busca de ayuda para conseguir la sede de la futura residencia universitaria. Isabel, acostumbrada a que la visitaran muchas personas para pedirle dinero, se impresionó de que este sacerdote –siguiendo una enseñanza de san Josemaría– le dijera a las claras que "no le interesaba su plata, sino su alma". Prometió ayudarle y pronto le presentó a su prima, María Terán de Rohrmoser. Entre las dos organizaron el primer curso de retiro para señoras que se tuvo en Costa Rica, en el Hotel Robert. El 11 de noviembre Isabel pidió la admisión en el Opus Dei como supernumeraria. Pronto la siguieron Ligia Herrera, María Terán y otras.

San Josemaría siguió paso a paso estas primeras andanzas. Le daba alegría leer las noticias que le enviaba don Antonio Rodríguez, que hacía frecuentes viajes desde Guatemala a Costa Rica. Aprovechando un viaje de Rafael Calvo Serer, lo envió a San José para ver a don José Luis y a don Fernando. Rafael les animó a alquilar una casa localizada a cincuenta varas al sur de la Pulpería La Luz, conocido punto de referencia en la ciudad. Cuando san Josemaría se enteró de la dirección, comentó en broma: "¡Parece que sólo tienen una luz...!" Y años más tarde, de nuevo bromeando con don Antonio en Roma, le dijo refiriéndose a las direcciones josefinas: "Oye, hijo mío, ¿y allí no han descubierto el número...?"

Mientras tanto, continuaba la labor de formación humana y cristiana con los muchachos y señores que habían ido conociendo: Enrique Vargas, Roger Echeverría, Juan Francisco Montealegre –que fue el primer supernumerario–, etc. En marzo de 1960 comenzó a funcionar la Residencia Miravalles. En esa época pasó por el país don Ricardo Fernández Vallespín, uno de los primeros fieles del Opus Dei; fue otra muestra del cariño de san Josemaría, que quería estar de esa manera cerca de los que abrían brecha. El 28 de octubre de 1961 pidió la admisión en la Obra José Antonio Sauma.

San Josemaría seguía el crecimiento del apostolado. En un viaje que don Antonio Rodríguez hizo a Roma a finales de los años cincuenta, san Josemaría le habló de las gentes de estas tierras y del afecto que sentía por ellas. Le dijo, con conocimiento de la historia centroamericana, que esos pueblos no podían vivir dándose la espalda. Sus hijos debían sembrar por doquier el espíritu del Opus Dei: un espíritu de paz, de amor al trabajo bien hecho, de respeto a la libertad de los demás, de aprecio a la justicia y de solidaridad cristiana, de entendimiento mutuo; evocó el cariño que tenía su hermana Carmen por Centroamérica y cómo había seguido día a día los inicios en Guatemala (cfr. RODRÍGUEZ PEDRAZUELA, 1999, pp. 280-281).

El 18 de diciembre de 1960 llegaron las primeras mujeres para establecerse en la ciudad: Fina Ventura, Conchita Puig, Piluca Jiménez, y cuatro numerarias auxiliares: Marta Cojolón, Paulina Segura, Daría Cifuentes y Eugenia Teque. Gracias a las que ya pertenecían al Opus Dei desde ese año, la casa –Veragua– ya estaba instalada y enseguida comenzaron las actividades.

2. Algunos datos sobre el desarrollo posterior del apostolado

Con el paso del tiempo, fueron surgiendo numerosas iniciativas apostólicas, impulsadas personalmente por san Josemaría o inspiradas en sus enseñanzas, como el Club Kamuk para muchachos, en 1963. En ese mismo año, la Escuela de Capacitación para la Mujer, en la zona de Pavas, a la que en 1974 se agregó el Instituto Profesional Femenino, un colegio de secundaria; hoy ambas iniciativas están integradas en el Proyecto Educativo Surí, en un edificio que se comenzó a construir en el año 2007 con la ayuda de numerosas personas. En 1967 se abrió el Club Moyagua, para oficinistas y obreros, y el Club Yokó, para muchachas jóvenes. Estas instituciones educativas y culturales han beneficiado a muchas personas de todos los ambientes sociales y han echado raíces en el país. Su influjo hizo que, en 1970, el entonces presidente de la República, don José Figueres Ferrer, invitara a san Josemaría a visitar la nación. Por carta, san Josemaría le contestó afectuosamente: "Le aseguro Señor Presidente que no dejo de importunar al Señor para que me dé pronto la oportunidad y la alegría de conocer ese querido país". Ese deseo no pudo verlo cumplido en vida, aunque fueron muchos los costarricenses que acudieron en 1970 a México, y en 1975, a Guatemala, para verle y escuchar sus enseñanzas.

La labor apostólica del Opus Dei en Costa Rica siguió creciendo después del fallecimiento de san Josemaría. El Patronato de la Residencia Universitaria Veragua adquirió en 1976 el local para la sede definitiva. Esta sede, además de una residencia para estudiantes, es un centro cultural, en el que se desarrollan actividades dirigidas a la formación integral de la mujer universitaria y profesional. También están Guaitil, Administración de la Residencia Miravalles, que comenzó en 1978 como un centro de capacitación profesional, dirigido a muchachas jóvenes; o el Centro de Complementación Educativa Lari, que nació en 1987 en el oeste de San José y desde donde se desarrollan labores sociales en zonas desfavorecidas de la ciudad. La propia Residencia Universitaria Miravalles cambió de sede en 1980, junto a los campos deportivos de la Universidad de Costa Rica. El Centro Cultural Caleros, desde 1989, ofrece a los profesionales del oeste de la ciudad de San José todos los medios de formación propios del Opus Dei.

Desde 1983, y por iniciativa de un grupo de padres de familia interesados en dar a sus hijos una formación completa y personalizada, funciona la Asociación para el Desarrollo Educativo y Cultural (ADEC), entidad que ha promovido varias iniciativas educativas, fundamentadas en las enseñanzas de san Josemaría: el colegio Yorkín, para muchachos; Iribó, para muchachas; y el preescolar Los Olmos.

Rosario DE JUANA ZUBIZARRETA

 «    CRUZ    » 

La cruz de que aquí se trata es la Cruz de Cristo, o sea el "patíbulo" de su suplicio, cuyo significado ha cambiado radicalmente respecto al original: dejando de indicar la maldición, llegó a significar la bendición. Éste, pues, es el sentido que ha cobrado en un contexto cristiano la palabra "cruz", por el misterio pascual de Jesús, que fue la obra de nuestra Redención. En toda la Tradición de la Iglesia, la cruz no se refiere sin más al sufrimiento, sino también, inseparablemente, a la manera de recibirlo así como al horizonte de esperanza que abre en aquel que lo acoge. Se trata, en definitiva, de la disposición de conformidad alegre con la Voluntad de Dios, con lo que Dios quiere o permite, especialmente cuando conlleva dificultad.

Fue en ese sentido como san Josemaría usó la palabra "Cruz", escribiéndola frecuentemente con mayúscula para subrayar que se trata de la Cruz de Cristo a la que se une el cristiano. En coherencia con ese planteamiento, san Josemaría edificó su vida y su enseñanza en coherencia con la vivencia de la Cruz ampliamente desarrollada por la Tradición cristiana aunque, como acontece en toda experiencia profunda, con matices propios. Por esa razón desarrollamos el tema siguiendo una perspectiva fuertemente biográfica.

1. La Cruz en la vida de san Josemaría

La vida de san Josemaría "muestra una visión serena y recia, sencilla y amable de la cruz; se trata de la visión que brota de la cercanía al Crucificado" (MATEO–SECO, 1992, p. 420). Muy temprano supo de la Cruz, no sólo porque oyó hablar de ella al ser educado como cristiano, sino también por los acontecimientos que fueron afectando a su familia. Sufrió por la muerte de sus tres hermanas pequeñas, que murieron en años sucesivos –comenzando por la más pequeña hasta la más cercana a él en edad– y pudo percibir, en estas circunstancias, la entereza cristiana con la que sus padres sobrellevaron esas desgracias. Después, les vio llevar con serenidad la ruina del negocio familiar, ocasionada por actuaciones desleales de un antiguo socio.

En lo físico, además de la enfermedad grave que tuvo a los dos años, san Josemaría padeció a lo largo de su vida diversas dolencias de cierta entidad, que soportó con reciedumbre. Había aprendido, pues, a integrar el momento del dolor en el horizonte de la totalidad de la vida, transida de esperanza sobrenatural. Es más, supo dar sentido positivo al dolor, precisamente a la luz de la Cruz de Cristo.

San Josemaría fue ahondando en la comprensión del Misterio de la Cruz conforme se fue fortaleciendo su vida de oración y de penitencia, especialmente desde que vio el Opus Dei, el 2 de octubre de 1928. En el momento en que entendió que Dios quería algo de él, supo también que el camino que debía recorrer implicaba penitencia y expiación, o sea, sufrimiento serenamente aceptado, vivido y buscado. Así lo expresó: "El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión... y a la penitencia" (Meditación, 14–II–1964: AVP, I, p. 92).

Tuvo algunas contradicciones en los años del Seminario de Zaragoza y en los comienzos de su ministerio sacerdotal: la hostilidad de ciertos compañeros, la incomprensión de algún formador...; y, en el ámbito familiar, la inopinada muerte de su padre, pocos meses antes de la ordenación diaconal, y el rechazo por parte de algunos parientes. Fueron momentos vividos junto a Jesucristo, presente en el sagrario; a veces, pasando la noche en vela de oración ante el Santísimo.

Ya después del 2 de octubre de 1928, frecuentó los hospitales para atender enfermos a los que pedía que ofrecieran su sufrimiento a Dios. Su trato con María Ignacia García Escobar, una mujer enferma de tuberculosis, que sería una de las primeras en pedir la admisión en el Opus Dei, se sitúa precisamente en este marco. Fue asimismo en el trato con varios de estos enfermos cuando sucedió un hecho que le impresionó: una mujer, ya a las puertas de la muerte, después de que le fueran administrados los últimos auxilios espirituales, a sugerencia del sacerdote, repetía a voces esta letanía del dolor: "Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor... ¡Glorificado será el dolor!" (Apuntes íntimos, n. 563: AVP, I, p. 443; cfr. C, 208). Este descubrimiento de la Cruz como gloria (cfr. F, 1020, 1022) se enraizó en su propia experiencia personal: "Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz: 1931. – ¡Cómo me hizo gozar la epístola de este día! En ella el Espíritu Santo, por S. Pablo, nos enseña el secreto de la inmortalidad y de la gloria (...). Este es el camino seguro: por la humillación, hasta la Cruz: desde la Cruz, con Cristo, a la Gloria inmortal del Padre" (Apuntes íntimos, n. 284: AVP, I, p. 387).

Siguiendo el recorrido de la vida de san Josemaría, se llega a la Guerra Civil en 1936, año en el que se desató una sangrienta persecución religiosa en España. San Josemaría mantuvo una actitud de serenidad frente a los graves acontecimientos a pesar de las mil vejaciones que soportó en estas circunstancias, pero, como es lógico, no dejó de sufrir por todo eso. Después de la guerra, cuando recomenzó el normal desarrollo la labor apostólica del Opus Dei –también fuera de Madrid–, arreció la "contradicción de los buenos", es decir la hostilidad de aquellos que, siendo hermanos en la fe, combatían la novedad de la Obra porque no la entendían. El sufrimiento que suponía semejante situación fue moralmente mayor que el de la guerra.

En esos primeros años cuarenta, a causa de las calumnias contra su persona, una noche el fundador del Opus Dei le dijo a Jesús, presente en el sagrario: "Jesús, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo para qué la quiero?" (Carta 29–XII–l947/14–II–1966, n. 38: AVP, II, p. 480). En una homilía en la que aludía a este tipo de contrariedades, san Josemaría comenzaba diciendo: "no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza" (AD, 301). Y termina explicando: "Así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo" (ibidem).

2. Abandono en Dios e identificación con Cristo

San Josemaría aceptó la Cruz en su vida, según estas palabras del Señor que meditó muchas veces: "Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día y que me siga" (Lc 9, 23, cfr. Mt 16, 24 y Mc 8, 34). Llegó muy lejos en esta vía del abandono confiado y alegre en las manos de Dios: "Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala por Jesús. Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz" (SR, Cuarto Misterio Doloroso). Acostumbraba a anotar en la epacta o calendario litúrgico anual: "In laetitia, nulla dies sine cruce!" (¡Con alegría, ningún día sin cruz!), y comentaba que lo hacía "para animarme a llevar con garbo la carga del Señor, siempre con buen humor –aunque sea a contrapelo tantas veces–, siempre con alegría" (Carta 2–II–1945, n. 21: AGP, serie A.3, 92-3–2).

El breve recorrido biográfico deja ver una progresiva identificación de san Josemaría con Cristo en la Cruz. Desde la interpretación serena de los acontecimientos adversos, que aprendió por la educación recibida, hasta asumir el dolor como camino de penitencia y de identificación con la Voluntad de Dios, más aún, de identificación con Cristo.

Es así también como lo entiende Flavio Capucci, cuando habla de las pruebas que sufrió san Josemaría en el arco de tiempo que va de 1931 a 1935: "Se trata de una serie de pruebas duras y prolongadas, que cada día y durante varios años le hicieron sentirse incapaz de proveer con sus solas fuerzas incluso a sus deberes más básicos, como el sostenimiento de la familia. Una sola de aquellas pruebas habría bastado para desanimar a cualquiera que no estuviera llevado de la mano y guiado por Dios para enfrentarse con ellas (...). En la vida del Fundador, éstas se sobrepusieron una sobre otra hasta evidenciar el heroísmo de su aceptación de la Cruz. (...) La Cruz no aparece sólo como el precio que pagar para conseguir fruto sobrenatural, sino también y sobre todo como camino de purificación, de desasimiento interior, de aquel abandono total en Dios que permite al Señor obrar según su beneplácito. En otras palabras: en cada uno de estos acontecimientos, se asiste a un desarrollo que va de una aceptación radical, ya al comienzo de las dificultades interpuestas por el Señor en el camino del Opus Dei, y avanza, a través de un abandono cada vez más completo, hasta llegar a un hito donde se presencia una identificación ya plenamente gozosa con la lógica de Dios, que es la lógica de Cristo. El proceso de identificación con Cristo culmina en la Cruz" (CAPUCCI, 2003, pp. 165-166).

3. Dolor y alegría: obediencia al Padre

Santo Tomás –que se apoya en Juan Damasceno– explica que, en Cristo, el dolor es compatible con la alegría (cfr. S.Th. III, q. 46, a. 8). San Josemaría prolonga esta consideración en el sentido de que, por la fe, cualquier cristiano está unido a Cristo: "La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. – Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada" (C, 758). Es esta la sorprendente experiencia de los santos: "Tú has hecho Señor que yo comprendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios" (Apuntes tomados en una meditación, 28–IV–1963).

Es más, el amor y la alegría encuentran su fundamento en la Cruz: "Algunas veces se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad. Y no es así: amor verdadero es salir de sí mismo, entregarse. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz" (ECP, 43).

San Josemaría solía utilizar como jaculatoria las palabras omnia in bonum, por las que resumía la consoladora afirmación de la Carta a los Romanos: "Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio" (Rm 8, 28). Es decir, las cosas agradables y las desagradables. Así, se entiende que "la penitencia es "gaudium, etsi laboriosum" –alegría, aunque trabajosa" (C, 548). La razón profunda no es otra que ésta de san Pablo: "Si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados" (Rm 8, 17).

Así la Cruz se convierte en camino para llegar a la plena conciencia de nuestra filiación divina en Cristo. Por eso, la Cruz no consiste tanto en el hecho de padecer, cuanto en la obediencia a la Voluntad de Dios, como Cristo que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (cfr. Flp 2, 8).

Éste es asimismo el ineludible camino de la santidad cristiana, según enseña con autoridad el Magisterio de la Iglesia: "El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cfr. 2Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas" (CCE, 2015).

4. El sentido amable y victorioso de la Cruz

San Josemaría era consciente de que caben malas interpretaciones en relación con la Cruz y que a veces el ser humano se busca –quizá inconscientemente– sufrimientos que le agobian. Por eso advierte: "¡Cuántos, con la soberbia y la imaginación, se meten en unos calvarios que no son de Cristo! La Cruz que debes llevar es divina. No quieras llevar ninguna humana. Si alguna vez cayeras en este lazo, rectifica enseguida: te bastará pensar que Él ha sufrido infinitamente más por amor nuestro" (VC, III Estación).

Aunque conocía la importancia que la palabra "víctima" ha tenido en la tradición espiritual, y respetaba otros caminos distintos del suyo, prefería subrayar que la única víctima inocente es en realidad Cristo: "Para nosotros, hijos, la Cruz es lugar de descanso. Abrid los brazos y poneos en esas cruces de palo que hay en nuestras casas. En esas cruces no hay crucifijo, porque hemos de clavarnos nosotros, sin llantos, sin miedos, sin llamarnos víctimas. Para eso está Cristo: Él es la única víctima" (Apuntes tomados en una tertulia, 14– IX–1962).

En el dolor y en la contradicción, si se acata plenamente la Voluntad de Dios, se alcanza la victoria espiritual. Aquí, tiene un papel otra consideración: cuando llevamos de buen grado la Cruz, Jesús se hace nuestro cirineo (cfr. F, 252 y passim). Al respecto, san Josemaría hacía la siguiente reflexión ascética: "A veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que pregunta por nosotros. Y si acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez por eso más oscura, el corazón mostrara repugnancia... no le des consuelos. Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!" (VC, V Estación).

O crux, ave, spes unica!, canta la liturgia de la Iglesia. Así se resume realmente la experiencia y la doctrina de san Josemaría en este punto central de su mensaje. Llevados de su mano, entendemos mejor y con nueva hondura palabras como las que escribe san Pablo en la Carta a los Gálatas: "Mihi autem ab sit gloriari nisi in cruce Domini nostri Iesu Christi" (Ga 6, 14). Entendemos, pues, que ahí está en juego la efectiva renovación –la nueva creación– por la que gozamos de una libertad gloriosa, propia de los hijos de Dios, que el mundo no siempre entiende, pero que resulta maravillosamente fecunda: "Al celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, suplicaste al Señor, con todas las veras de tu alma, que te concediera su gracia para "exaltar" la Cruz Santa en tus potencias y en tus sentidos... ¡Una vida nueva! Un resello: para dar firmeza a la autenticidad de tu embajada..., ¡todo tu ser en la Cruz!" (F, 517). Es la victoria de Cristo, y también nuestra: "Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad" (S, 887).

La Cruz ya no es patíbulo y maldición. El Señor bendice con la Cruz (cfr. S, 257). Los Padres de la Iglesia destacaron el paralelismo entre el árbol del paraíso, que causó la muerte, por la desobediencia de Adán, y el Árbol de la Cruz, que trajo la vida por la obediencia de Cristo, nuevo Adán. Así lo expresa escuetamente el prefacio de la Misa de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz: "ut unde mors oriebatur, inde vita resurgeret; et, qui in ligno vincebat, in ligno quoque vinceretur: per Christum" (para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida, y el que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido: por Cristo).

Por otra parte, san Josemaría, siguiendo a san Pablo (cfr. Flp 3, 18), se queja del despego creciente respecto de la Cruz: "Hay en el ambiente una especie de miedo a la Cruz, a la Cruz del Señor. Y es que han empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural. ¡Hasta quitan las cruces que plantaron nuestros abuelos en los caminos...! En la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del Redentor: «in quo est salus, vita et resurrectio nostra»: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección" (VC, II Estación).

5. La devoción a la Cruz

A partir de estas consideraciones, se entiende la honda devoción de san Josemaría a la Santa Cruz. Ya en el primer oratorio que puso en la Residencia DYA, había una cruz de palo. A ella se refiere este consejo de Camino: "Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú" (C, 178). Sin embargo, la cruz de palo y la consideración espiritual de Camino que acabamos de recordar, tan clara en su contexto, dieron lugar a sorprendentes y graves insinuaciones por parte de algunos. Muy lejos de la interpretación ascética que correspondía a la cruz sin crucifijo, algunos propalaron habladurías. Para cortar de raíz esas falsas interpretaciones el obispo de la diócesis y, después, la Santa Sede, concedió indulgencias siempre que se besara, o se rezara una jaculatoria ante esa cruz. Señalamos también que –y esto reafirma la hondura con que vivió la conexión entre la Cruz, la entrega y la alegría– estableció que esa cruz se adornara con flores en las fiestas relacionadas con la Santa Cruz.

Resulta esclarecedor traer a colación una observación que hacía acerca del arte sacro: "Hay una falsa ascética que presenta al Señor en la Cruz rabioso, rebelde. Un cuerpo retorcido que parece amenazar a los hombres: me habéis quebrantado, pero yo arrojaré sobre vosotros mis clavos, mi cruz y mis espinas. Esos no conocen el espíritu de Cristo. Sufrió todo lo que pudo –¡y por ser Dios, podía tanto!–; pero amaba más de lo que padecía... Y después de muerto, consintió que una lanza abriera otra llaga, para que tú y yo encontrásemos refugio junto a su Corazón amabilísimo" (VC, XII Estación). Así, se entiende también la particular devoción que tuvo por el Cristo "vivo" en la Cruz, es decir, Cristo antes de morir y antes de que se le abriera el costado con la lanza, en la Cruz, que contemplaba sufriendo con serenidad, lleno de amor. De hecho, hizo esculpir esa escultura en Roma y en Torreciudad y así lo consideraba en su meditación: "Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte. Con ademán de Sacerdote Eterno, sin padre ni madre, sin genealogía (cfr. Hb 7, 3), abre sus brazos a la humanidad entera" (VC, XI Estación).

A san Josemaría le gustaba mirar la Cruz; llevaba siempre encima un crucifijo y recomendaba orar con él: "Tu Crucifijo. Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también" (C, 302). Luego, el sentido que le da es bien profundo: "Nuestro Señor Jesús lo quiere: es preciso seguirle de cerca. No hay otro camino. Esa es la obra del Espíritu Santo en cada alma –en la tuya–: sé dócil, no opongas obstáculos a Dios, hasta que haga de tu pobre carne un Crucifijo" (S, 978). Ya se ve que de lo que se trata es de la identificación con Cristo, Hijo de Dios y Redentor del mundo.

6. Para corredimir con Cristo

"Jesús se entrega inerme a la ejecución de la condena. No se le ha de ahorrar nada, y cae sobre sus hombros el peso de la cruz infamante. Pero la Cruz será, por obra de amor, el trono de su realeza. (...) ¡Con qué amor se abraza Jesús al leño que ha de darle muerte! ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales? Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con Él" (VC, XI Estación). Esta cita de Via Crucis nos introduce en otro punto importante: la cruz del cristiano es participación efectiva, interior y no ya meramente exterior, en la Cruz de Cristo. La Cruz nos habla de corredimir con Cristo. Abrazarse a la Cruz, es así como, por la fe y el amor, dejamos efectivamente obrar la omnipotencia de Dios a través de nosotros (cfr. S, 995). Y esto no sólo en circunstancias o situaciones especiales, sino en la existencia ordinaria en medio del mundo, si se vive el deseo de cumplir en todo la Voluntad de Dios. El Señor se lo dio a entender por una gracia especial el 7 de agosto de 1931, entonces en Madrid fiesta de la Transfiguración del Señor: "Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinaria, aquello de la Escritura: "«Et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum» (Jn 12, 32) (...) Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas" (Apuntes íntimos, nn. 217 y 218: AVP, I, p. 381).

Es importante subrayar –ya lo hemos hecho, pero vale la pena reiterarlo– que el lugar de la realización efectiva de ese "llevar la Cruz" no son sólo la enfermedad grave, la persecución, el peligro del martirio u otras contradicciones de esta categoría, sino todo el amplio campo de las tareas ordinarias y de las normales relaciones familiares, laborales, de amistad, y en las demás ocupaciones de la vida cotidiana: "Aun en las jornadas en las que parece que se pierde el tiempo, a través de la prosa de los mil pequeños detalles, diarios, hay poesía más que bastante para sentirse en la Cruz: en una Cruz sin espectáculo" (F, 522).

En esta perspectiva, cobran un sentido muy concreto las palabras citadas, con las que Jesús invita al discípulo a llevar la cruz de cada día. "El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre" (ECP, 97). Realmente puede ser este el modo de vida de los fieles corrientes, con tal de que se entreguen plenamente al cumplimiento de la Voluntad de Dios y de esa manera, a través de la vida de los cristianos, vivida con sentido sobrenatural, la cruz, llevada como "resello divino" (cfr. S, 70 y F, 412) de su condición de hijos de Dios, está colocada en las mismas entrañas del mundo.

7. La Cruz y la Misa

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la Eucaristía es el "sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz" (n. 1359). De modo que "cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual" (CCE, 1364). Por tanto, "el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, que se ofreció a sí misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer" (CCE, 1367). San Josemaría tuvo viva conciencia de esta doctrina, según lo que se lee en esta consideración de Forja: "Mientras asistes a la Santa Misa, piensa –¡es así!– que estás participando en un Sacrificio divino: sobre el altar, Cristo se vuelve a ofrecer por ti" (F, 831). De ahí que sugiera el siguiente consejo: "¡Vive la Santa Misa! –Te ayudará aquella consideración que se hacía un sacerdote enamorado: ¿es posible, Dios mío, participar en la Santa Misa y no ser santo? –Y continuaba: ¡me quedaré metido cada día, cumpliendo un propósito antiguo, en la Llaga del Costado de mi Señor! –¡Anímate!" (F, 934).

La estrecha relación entre la Cruz y la Misa pone de manifiesto nuevamente que de lo que se trata es de la identificación dinámica del cristiano con Cristo: "Siempre os he enseñado, hijas e hijos queridísimos, que la raíz y el centro de vuestra vida espiritual es el Santo Sacrificio del Altar, en el que Cristo Sacerdote renueva su Sacrificio del Calvario, en adoración, honor, alabanza y acción de gracias a la Trinidad Beatísima. De este modo, muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas. Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios" (Carta 2–II–1945, n. 11: AGP, serie A.3, 92-3–2).

En el último decenio de su vida, san Josemaría tuvo la siguiente experiencia, que refiere de un modo indirecto: "Después de tantos años, aquel sacerdote hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero trabajo: "operatio Dei", trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina. A Cristo también le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz" (VC, XI Estación).

El descubrimiento estriba en la nueva conciencia de la relación que existe entre lo que se celebra en los misterios –actualización incruenta del Sacrificio de la Cruz– y lo que se vive en las circunstancias de cada día, por la aceptación plena de las exigencias del trabajo humano hasta el mismo cansancio. Tal descubrimiento vino a subrayar de un modo vivo el sentido que tiene la Cruz en la existencia de los fieles: la identificación del creyente con Cristo. La Misa, como renovación sacramental del sacrificio de la Cruz, realiza ya esa identificación. Pero, lo que se actúa ex opere operato en el sacramento, requiere la disponibilidad de cada cual para su pleno desarrollo en la vida.

8. El Espíritu Santo, "fruto" de la Cruz

En la historia de la salvación, el misterio pascual de Cristo y el envío del Espíritu Santo no son dos episodios que se suceden en el tiempo sin más. Al contrario, aquél es realmente causa de éste. En la Cart. Enc. Dominum et vivificantem, Juan Pablo II puso de manifiesto esta correlación entre el Sacrificio de la Cruz y el don del Paráclito, cuando escribía: "El Espíritu Santo (...) actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz. Proviniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado por la propia criatura (...); pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento –e indirectamente desde lo hondo del mismo pecado (...)– el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios mismo" (DVi, 41).

Por el Espíritu Santo, pues, participamos como hijos, con Cristo y en Cristo, en la vida divina de la Trinidad. Es tarea atribuida al Paráclito promover, es decir, iniciar y luego hacer madurar, nuestra identificación con Cristo. Sólo que, puntualiza san Josemaría, expresando de manera viva la doctrina que se acaba de recordar, "el Espíritu Santo es fruto de la Cruz" (F, 759; cfr. ECP, 96 y 137). En otro lugar, lo expone con más detalle:"... en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano (...). El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos. Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo" (ECP, 137).

Los frutos típicos de la acción del Espíritu se manifestarán en la vida de aquel cuya docilidad se concreta precisamente en la disponibilidad a abrazarse a la Cruz: "No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte, y siente, con Él, los insultos, y los salivazos, y los bofetones..., y las espinas, y el peso de la cruz..., y los hierros rompiendo tu carne, y las ansias de una muerte en desamparo... Y métete en el costado abierto de Nuestro Señor Jesús hasta hallar cobijo seguro en su llagado Corazón" (C, 58).

La alegre aceptación de la Voluntad de Dios en el dolor –la Cruz– se hace depender de la conciencia de nuestra condición de pecadores a la par que de nuestra filiación divina en Cristo, cuyo artífice es precisamente el Paráclito. Por una parte, el Espíritu Santo nos da la certeza de la remisión de los pecados y, por otra promueve el gozoso sentimiento de nuestra adopción filial en Cristo.

9. María junto a la Cruz

En el proceso de identificación efectiva del creyente con Cristo, obra del Espíritu, que se vale por esto de la Cruz, no falta el socorro de la Santísima Virgen. San Josemaría no deja de constatar que Cristo nos entregó a su Madre para que fuera también nuestra Madre justamente desde la Cruz, cuando faltaban pocos instantes para que entregara el espíritu (cfr. Jn 19, 30). "La Virgen Dolorosa. Cuando la contemples, ve su Corazón: es una Madre con dos hijos, frente a frente: Él... y tú" (C, 506).

María nos da ejemplo de fe, de aceptación y de obediencia a la Voluntad de Dios en la hora suprema de la Cruz. "«Cor Mariae perdolentis, miserere nobis!» –invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos. –Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada" (S, 258).

Más que la de cualquiera, la vida de María tuvo valor de corredención y, por eso, resulta ejemplar para el cristiano. "Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius, estaba junto a la cruz de Jesús su Madre (Jn 19, 25)" (AD, 287). De ahí este consejo: "De la mano de María, tú y yo queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre. Sólo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de Cristo, y la abrazaremos con la fuerza del amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra" (VC, IV Estación).

Paulin SABUY SABANGU

 «    CULTURA    » 

Para san Josemaría, cultura tiene un significado predominantemente referido al sujeto: cultura es la cualidad del hombre culto o cultivado. Cultivar es tratar con amor, trabajo y atención intelectual una realidad, en cuyo trato se cultiva a la vez el propio espíritu. Dado que, por tanto, el cultivo reviste, en su pensamiento y doctrina, un carácter marcado y relevante, la cultura es un elemento imprescindible para la configuración del cristiano tal como lo entiende san Josemaría.

1. Dimensiones de la cultura

Cultura y finura estética. En primer lugar, su doctrina recalca que la recepción de la gracia y el trato habitual con Dios necesariamente afinan no sólo el interior del hombre, sino al hombre en su totalidad. Puesto que para él la unidad de vida era un concepto central, ésta debía aparecer en todas sus vertientes. No es posible que un laico aprenda a amar a Dios, al prójimo y a la creación entera, y no exprese exteriormente de muchas formas ese amor. Éste –subraya una y otra vez san Josemaría– hace al espíritu atento, le hace fijarse en el detalle, le inclina a respetar y a querer agradar.

Decía Sócrates con respecto a la moda que no nos vestimos bien para presumir, sino para mostrar nuestra honra hacia las personas. San Josemaría insiste en la relevancia fundamental de la bella, correcta y verdadera forma de expresarse, en la palabra, en el gesto, en el porte y en el vestido, tanto porque ello es lo normal y natural en una rica interioridad como por la responsabilidad social ejemplar que lleva consigo. Es lo que él llamaba el tono humano. En línea con la gran tradición de la Iglesia y de la historia de la cultura, enfatizaba la importancia crucial de la estética, del estilo, de la buena presentación y las buenas maneras. Toda su doctrina y su vida están impregnadas de esta intercomunicación natural entre lo estético, lo ético y lo contemplativo: "Que tu porte exterior sea el reflejo de la paz y el orden de tu espíritu" (C, 3).

Si el cristiano se debe admirar continuamente de la verdad de Dios en la contemplación, no puede ser que después la desdiga con malas acciones o con pobreza estética. San Josemaría no pedía una estética desproporcionadamente lujosa en el vestido, la decoración, etc., ni tampoco una estética antinatural, fuera de contexto, pero sí, siempre, una estética (cfr. C, 3). Eugenio d'Ors expresaba por esos mismos años una idea cercana, al subrayar la gran importancia del arte popular: tal vez modesto en su base económica o en su particular brillo, pero muchas veces de excepcional calidad.

Cultura y virtud ética. Si el cultivo es del espíritu, carece de sentido que sólo se practique en la dimensión estética. El estético sin ética es una figura unilateral extraña, no natural. Es un amanerado. El puro esteta es una figura superficial y sin solidez; el rechazo del amaneramiento fue implícita y explícitamente constante en san Josemaría, pues no es compatible con la naturalidad, virtud central para él, ya que es consecuencia necesaria del espíritu del Opus Dei. Para el ser humano ser culto es lo natural; la naturalidad no tiene, en san Josemaría, nada que ver con la actuación meramente espontánea, pretendidamente "auténtica", sino con la sobria, sincera, expresión del espíritu cultivado (cfr. C, 379). Por eso el cristiano, para él, debía estar tan alejado del amaneramiento como de la zafiedad. Pensaba que cuando Dios entra en un alma, hasta la persona más tosca se refina.

La ética no es un "saber añadido" y menos aún un mero conjunto de reglas que debemos cumplir. Es madurez de juicio práctico y continuo aprendizaje y ejercicio de las virtudes, es decir, continuo cultivo del espíritu. Por lo tanto, si es cierto que la estética sin la ética genera amaneramiento, es también verdad que la ética sin la estética origina figuras insoportables. La falta de estética en la acción ética resulta con frecuencia éticamente contraproducente. Por eso san Josemaría predicaba la necesidad de obrar el bien amablemente, y de saber tener la elegancia de pasar por encima de las pequeñeces en el trato con las personas. Siempre que se pueda, hay que invitar antes que exigir imponiendo: que por querer "ser santo" no "fuerces" a los de tu alrededor a serlo (cfr. F, 393).

Cultura y saberes. Aparte de la capacidad de apreciación estética y de la virtud ética, existen, claro está, múltiples saberes, teóricos y técnicos. La cultura reclama estudio y san Josemaría lo subrayó con claridad (cfr. C, 332 ss.). Fue a la vez muy consciente de que el hombre culto no es el que sabe mucho de todo –lo que es imposible–, y menos el que sabe muchas cosas, el cual es erudito, pero no culto, sino el que procura conocer los principios de los diferentes saberes, y la ordenada relación entre ellos. Desde este punto de vista, es más bien la persona que sabe que no sabe, lo cual implica un profundo cultivo del espíritu, un gran saber, y va necesariamente unido a una cierta humildad moral. Sólo ella permite aprender, mientras que quien no la tiene, aparte de aprender mal, está siempre en peligro de encarnar la figura del pedante, tipo humano que disgustaba, sin ambages, a san Josemaría.

Por eso utiliza en el punto 333 de Camino el viejo aforismo romano non multa, sed multum, que quiere indicar el error de confundir el saber con el amontonamiento de conocimientos. El pedante, en sus diferentes variantes, convierte el saber en fin último. Frente a ello san Josemaría señala de nuevo que "la cultura es medio y no fin" (C, 345). En efecto, el único "saber" que puede ser fin último es el "saber práctico de Dios", que se adquiere en el estudio y trato humilde con Dios. Pero eso transciende la cultura. La clave del punto de Camino no está, por tanto, en el rebajamiento de la cultura, sino, al contrario, en su aceptación como medio que dispone para alcanzar el saber supremo. Se trata, en consecuencia, de una certificación del valor intrínseco de la cultura en la vida del cristiano. Nadie debe prescindir de ella, cada uno del modo y con las posibilidades recibidas de Dios.

2. Formación integral

En línea con la tradición cristiana, san Josemaría insiste en la necesidad de la educación integral (cfr. DEL PORTILO, "Prólogo", en Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, 1993). Con ello se refiere, sobre todo, a la cultura. Tuvo en alta estima a la ciencia, pero fue consciente de su carácter esencialmente particular, tanto objetiva como subjetivamente.

Por eso, su tesis expresa que primero está la ciencia, por encima la cultura, y en la cima la sabiduría. Las tres son necesarias y ninguna de ellas puede sustituir a las otras. Pero el fin último de las ciencias es contribuir al enriquecimiento unitario del espíritu humano o sea, a su cultivo, su cultura. La tesis de la Cart. Enc. Fides et ratio, según la cual es necesario buscar la unidad de los saberes para que la persona pueda alcanzar su unidad de vida, expresa profundamente la misma visión de san Josemaría, para quien la unidad de vida es fundamental, y las ciencias han de ser la base sobre la que se constituya luego de modo integral la cultura subjetiva y objetiva. Por eso él insistió grandemente –en tiempos en que era poco común oírlo– en la relevancia del trabajo interdisciplinar.

3. Formación permanente

Del mismo modo, y también como adelantado en su tiempo, promovió constantemente –por escrito y con los hechos– la necesidad de la formación permanente. Esto es consecuencia de su concepto subjetual de cultura: cultura es primariamente el cultivo integral, unitario, del espíritu de cada uno. Y cultivar es vida, otro concepto central en el pensamiento de san Josemaría. Dar por terminado en algún momento el cultivo era para él lo mismo que dejar de vivir como ser humano, espiritual, cristiano. La vida es juventud y por eso afirmaba que en el Opus Dei la vejez estaba prohibida, sin importar los años que se tengan.

4. Cultura e integración social

Puesto que es en sociedad donde vivimos como seres humanos, la persona sólo se humaniza y sólo contribuye, a su vez, a la perfección social, si es culta, es decir, si incorpora y encarna en su forma de vida, en su inteligencia y en su espíritu esa unidad de vida profunda. Por eso, todo cristiano que desea cumplir su misión en el mundo –cada uno la suya– tiene que conocer suficientemente la esencia, la unidad, del mensaje cristiano; de ahí que pusiera los medios para que los fieles del Opus Dei y las personas que se acercarían a sus apostolados pudieran adquirir una adecuada formación doctrinal–teológica. En referencia a la familia, y a las diversas instituciones dejó muy claro que se debe participar, es decir, hacer propia la unidad, la esencia, los fines, de las instituciones en las que se trabaja. Estar plenamente en ellas con la cabeza y el corazón, pues en todo lo noble está Dios. A esto le llamaba "santificar el mundo desde dentro", y una de las dimensiones de esa idea se muestra precisamente en la correspondencia cultura–integración social.

Por eso, las instituciones educativas, asistenciales y benéficas que promueve el Opus Dei no son nunca fines u objetivos de la Prelatura, sino sólo medios para expresar ese espíritu. El Opus Dei no es una institución cuyo fin sea promover instituciones de ninguno de los tipos señalados, y mucho menos otras de tipo religioso, o político partidista (éstas del todo excluidas), sino que es más bien, como él afirmaba, una gran catequesis. Es decir, cultura que promueve ciencia e invita a ir hacia la sabiduría.

Cultura y culturas. El respeto por el modo de ser, las costumbres y la historia de cada pueblo fue una constante en la vida y la obra del fundador del Opus Dei. Está bien documentado cómo pedía a los fieles del Opus Dei que se iban a vivir a otros países o regiones que se amoldaran a todo lo noble y honesto de ellas, en línea con la famosa afirmación paulina de "me he hecho todo para todos" (cfr. 1Co 9, 22). Pero, tanto por este amor a todos como por el señalado carácter subjetual de su concepto de cultura, no es habitual en su doctrina ni en sus escritos la expresión culturas. El hombre culto no es, en efecto, aquél que se limita a tener una "cultura particular", pues la cultura, por esencia, no es localista, sino que es capaz de enriquecerse continuamente con todo lo bueno de los demás.

El amor a lo local y recibido es otra cosa, que en la tradición recogida y subrayada por san Josemaría se llama patriotismo, amor a la patria. La identificación de la patria con una cultura exclusiva y la cristalización política de ello es lo que la tradición católica rechazó como nacionalismo. San Josemaría sigue esa doctrina: "¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías...!" escribe en Camino (cfr. C, 525). En este aspecto, catolicismo y cultura son la misma cosa.

Rafael ALVIRA