Diccionario

AbandonoAcademia DYAAcciones graciasActividadAdministraciónAlbásDolores A.AlegríaAlemaniaAlma sacerdotalAmigos de DiosAmistadAmor a DiosAmor misericordiosoÁngelesApostoladoad fidemde la opiniónApuntesArgentinaA. enfermosAudaciaAustraliaAustria

Abandono
1. Confianza plena en Dios.
2. Abandono en su Voluntad aceptándola por entero.
3. Abandono y medios humanos.
Academia y residencia DYA
1. Precedentes.
2. La Academia.
3. La Academia y Residencia.
Acciones de gracias
1. El reconocimiento de los dones divinos, condición del progreso espiritual.
2. Importancia de las acciones de gracias.
Actividad del Opus Dei
1. Una actividad doble.
2. Actividades para hombres y para mujeres.
3. Actividad relativa a la formación individual.
4. Actividad relativa a los apostolados asociados.
Administración de la Residencia de la Moncloa
1. Precedentes.
2. Instalación y primera andadura de la Administración de La Moncloa.
3. Atención espiritual por parte de san Josemaría.
4. Papel de la Administración en el ambiente de los Centros.
Albás, Familia
1. Albás, línea paterna de Dolores.
2. Blanc, línea materna de Dolores.
3. Los Albás Blanc.
Albás Blanc, Dolores
1. En Barbastro.
2. La etapa de Logroño.
3. En Zaragoza.
4. En Madrid, Dolores, ayuda fundamental.
5. Enfermedad y fallecimiento.
6. La contribución de Dolores al Opus Dei.
Alegría
1. La alegría, virtud cristiana.
2. Se fundamenta en la filiación divina.
3. Es factor importante para la convivencia.
4. La alegría, rasgo característico del espíritu del Opus Dei.
5. La tristeza, enemiga de la alegría.
Alemania
1. Los inicios de la labor.
2. Los viajes de san Josemaría a Alemania.
3. Desarrollo de la labor apostólica.
Alma sacerdotal
1. El alma sacerdotal del cristiano.
2. Alma sacerdotal y mentalidad laical.
3. María Santísima, modelo para el alma sacerdotal del cristiano.
Amigos de Dios (libro)
1. Elaboración y contenido.
2. Características principales.
3. Difusión.
Amistad
1. Idea de amistad.
2. La amistad entre Dios y el hombre.
3. La amistad entre los hombres.
Amor a Dios
1. Carácter teologal del amor a Dios.
2. Concreciones vitales del amor a Dios.
3. Amor a Dios y amor al prójimo.
4. María: modelo de amor a Dios.
Amor misericordioso, Obra del
Ángeles
1. Los ángeles y su papel en la vida del cristiano y en la historia del Opus Dei.
2. Los arcángeles san Rafael, san Miguel y san Gabriel y las obras que san Josemaría les ha encomendado.
3. La devoción a los Ángeles Custodios.
Apostolado
1. Una vocación universal.
2. "Sobreabundancia de la vida interior".
3. "Apostolado de amistad y confidencia".
4. "Santificar a los demás con el trabajo". El ámbito del apostolado personal.
5. "Vibración apostólica".
Apostolado ad fidem
1. Alcance y sentido de la expresión.
2. Aspectos históricos.
3. Características generales.
Apostolado de la opinión pública
1. El interés de san Josemaría.
2. La difusión del mensaje cristiano.
3. Principios inspiradores.
4. La información sobre el Opus Dei.
5. Proyección evangelizadora.
Apuntes intimos (obra inédita)
1. Estructura de los Apuntes íntimos.
2. De las "cuartillas" a los "Cuadernos".
3. El contenido de los Cuadernos.
4. Conclusión.
Argentina
1. Inicio de la labor estable.
2. Síntesis histórica de la labor apostólica.
3. El viaje de catequesis de 1974.
Atención a enfermos y visitas a hospitales
1. El gitano moribundo.
2. Los hospitales de Madrid.
3. Glorificado sea el dolor.
4. Los cimientos para hacer la Obra de Dios: oración y expiación.
5. Constante atención a los enfermos.
Audacia
1. Significado y contexto.
2. Dos sentidos de la audacia.
3. Audacia e infancia espiritual.
Australia
1. Los comienzos en tierras lejanas.
2. La tiranía de la distancia.
Austria
1. La "prehistoria" de la labor estable.
2. El inicio del trabajo apostólico.
3. El Este de Europa.

 «    ABANDONO    » 

1. Confianza plena en Dios.

Como toda la Tradición cristiana, san Josemaría une el abandono a la humildad: "Le decías: "No te fíes de mí. Yo sí que me fío de ti, Jesús. Me abandono en tus brazos, allí dejo lo que tengo, ¡mis miserias! Y me parece buena oración" (C, 113). Y lo relaciona con la filiación divina y la vida de infancia. Es el abandono y la confianza del niño que considera que su Padre es la mayor defensa y seguridad ante cualquier peligro. San Josemaría, maestro de la infancia espiritual, dirá que la oración sencilla y confiada es "demostración evidente de confiado abandono" (AD, 296).

Confianza y convicción de que Dios Padre coloca a cada uno donde le conviene: "A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí, Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Tí. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres. Mi experiencia sacerdotal me ha confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención" (AD, 143).

2. Abandono en su Voluntad aceptándola por entero.

En los escritos de san Josemaría, se muestra con claridad que el abandono exige fortaleza, reciedumbre, humildad. No es un mero dejarse llevar, actitud pasiva, sino que como se lee en la cita anterior, empuja a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, y exige "rendir la inteligencia y el corazón" (Artículos del Postulador, 425).

El abandono conduce a aceptar y cumplir la Voluntad de Dios. Hay dos jaculatorias muy repetidas por san Josemaría, que reflejan esta actitud, en especial cuando ese abandono se hace particularmente difícil. De la primera da testimonio un punto de Camino: "¿Estás sufriendo una gran tribulación? ¿Tienes contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril: "Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén." Yo te aseguro que alcanzarás la paz" (C, 691). El uso de esta oración está atestiguado desde 1928. El propio autor explicó en alguna ocasión el lugar que ocupaba en su vida interior: "me da gozo y paz la recitación del «hágase» o «fíat», esa jaculatoria solidísima que nos hace identificarnos con la Voluntad de Dios". Y hay diversos textos en los que se manifiesta cómo acudía a su recitación para aceptar las penas: "¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro? ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios, y Él es bueno, y Él te ama ¡a ti solo! más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?" (F, 929).

Otra oración abundantemente repetida por san Josemaría está recogida en un texto de Via Crucis: "Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, sólo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella, déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno. Y quédate tranquilo" (VC, VII Estación).

El abandono que enseña es un abandono que lleva a aceptar la Voluntad de Dios, también cuando implica cruz, y a amarla, es decir, que exige reciedumbre, fortaleza, para confiar en Dios, y para que el sufrimiento que pueda experimentarse, no sólo no inquiete o angustie, sino que dé paz y alegría. "Jesús, ahora que realmente la Cruz es sólida, de peso, arregla las cosas de modo que nos llena de paz. Señor, ¿qué Cruz es ésta? Una Cruz sin Cruz. Con tu ayuda, conociendo la fórmula del abandono, así serán siempre todas mis Cruces" (Apuntes íntimos, n. 429: AVP, I, p. 400).

Su aguda conciencia de la importancia de la aceptación y abandono en la cruz le lleva a decir que si no hay alegría en la cruz es que ha fallado el abandono. Cuando flaquea el abandono, "perdida entonces la alegría, siento el peso de la Cruz" (CECH, p. 791). "Ese abandono es precisamente la condición que te hace falta para no perder en lo sucesivo tu paz" (C, 767), y "el abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra. Di, pues: "meus cibus est, ut faciam voluntatem ejus" (“mi alimento es hacer su Voluntad") (C, 766).

San Josemaría fundamenta el abandono en el sentido de la filiación divina, que, íntimamente ligado a la identificación con la cruz, es el rasgo en el que se apoyan los diferentes aspectos característicos de su figura humana y sacerdotal (cfr. ECHEVARRÍA, 2005, p. 101). Como recoge un documento pontificio, san Josemaría "puso en el sentido de la filiación divina en Cristo el fundamento de una espiritualidad en la que la fortaleza de la fe y la audacia apostólica de la caridad se conjugan armónicamente con el abandono filial en Dios Padre" (Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 1453).

3. Abandono y medios humanos.

El abandono exige lucha interior, desprendimiento del propio yo, no es, como ya decíamos, un simple dejarse llevar, pasivo, o una especie de providencialismo quietista: "Hasta llegar al abandono hay un poquito de camino que recorrer. Si aún no lo has conseguido, no te preocupes, sigue esforzándote. Llegará el día en que no verás otro camino más que Él (Jesús), su Madre Santísima, y los medios sobrenaturales que nos ha dejado el Maestro" (VC, IV Estación).

En algunos momentos de su vida san Josemaría consideró como muestra de confianza contar a Dios sus problemas sin pedirle nada y dejarle hacer: "ya no debo pedir nada a Jesús, me limitaré a darle gusto en todo y a contarle las cosas, como si Él no las supiera, lo mismo que un niño pequeño a su padre" (Apuntes íntimos, n. 416: AVP, I, p. 400). Sin embargo, en otra etapa de su vida espiritual, en su enseñanza habitual recalcaba que abandonarse no era dejar de luchar (una actitud así llevaría, no al abandono sino a la acedía), e insistía en la importancia de la oración de petición y en el deber de poner todos los medios humanos, todo el empeño posible, abandonando el resultado, el éxito o el fracaso en las manos de Dios: "Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto. Porque habrán "salido" como le conviene a Dios que salgan" (S, 860). Vio siempre un ejemplo de esta actitud en san José, que, como manifiestan los Evangelios, "se abandonó sin reservas en las manos de Dios", fue dócil a los planes que Dios le iba comunicando, poniendo a su servicio el entendimiento, y una actitud activa (cfr. ECP, 42).

Ana DE ZABALLA BEASCOECHEA

 «    ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA    » 

1. Precedentes.

San Josemaría difundió el mensaje de la llamada universal a la santidad desde el comienzo del Opus Dei. Lo llevó a cabo a través de la amistad, la dirección espiritual y la predicación. Sus primeros destinatarios fueron las personas que se acercaban a él: alumnos que frecuentaban la Academia Cicuéndez, donde san Josemaría daba clases de Derecho Romano, sacerdotes seculares, conocidos por motivos pastorales en Madrid y jóvenes profesionales que acudían a su encuentro buscando una orientación espiritual.

El crecimiento de su trabajo sacerdotal hizo que fuese muy conveniente la adquisición de un local donde pudiera formar mejor a las personas que se mostraban interesadas en conocer y vivir el espíritu del Opus Dei. A esta necesidad se unieron otras razones que dieron lugar al proyecto de DYA. Por una parte, san Josemaría llegó a la conclusión de que, para alcanzar lo antes posible el horizonte universal del Opus Dei, debía prestar mayor atención a la labor apostólica con universitarios. Por otra, deseaba que las personas que recibieran formación cristiana a través de la Obra lo hicieran a título personal, sin constituir parte de una asociación religiosa o grupo. Sólo les uniría el deseo de formar su conciencia en las verdades de la fe y del espíritu de santidad en medio del mundo que difundía el Opus Dei.

En el verano de 1932, san Josemaría consideró la idea de abrir una academia privada de preparación universitaria. Sería una iniciativa secular, no eclesiástica. Y se registraría civilmente, de modo que no provocara alarma el hecho de que un grupo de universitarios se reuniese en un local, cosa que podía ser vista con suspicacia por la autoridad civil debido a la convulsa situación que atravesaba España en ese momento.

A lo largo del curso 1932-1933, san Josemaría impulsó la apertura de esa academia universitaria. El comienzo de su labor de formación con gente joven a través de clases o círculos de formación cristiana, y la participación de dichos jóvenes en las catequesis para niños le ayudaron a conocer personas que más tarde acudirían a la academia. El nombre que pensó para el centro académico fue DYA. Las siglas, que hacían referencia a las clases de "Derecho y Arquitectura", fueron para san Josemaría y para los primeros miembros del Opus Dei un acto de fe. “DYA –les dijo Escrivá– significaba para ellos "Dios y Audacia".

2. La Academia.

Después de numerosas búsquedas, san Josemaría encontró un local adecuado en un bajo de la calle Luchana, 33, esquina a la de Juan de Austria. El inmueble se alquiló a nombre de Isidoro Zorzano, uno de los primeros fieles del Opus Dei. La bendición de la sede de la Academia DYA tuvo lugar el 8 de diciembre de 1933. Ricardo Fernández Vallespín, estudiante del último año de Arquitectura, fue nombrado director de esta iniciativa.

El alquiler mensual de la Academia se cubrió gracias al dinero aportado por san Josemaría, los primeros del Opus Dei que eran profesionales (sobre todo Isidoro Zorzano y José María González Barrado) y los donativos de alguna familia conocida.

La Academia estaba formada por seis habitaciones (una sala de estudio, un aula, una sala de visitas y tres despachos) más una cocina y un baño. San Josemaría llevó allí algunos muebles de la casa de su madre y unos cuantos enseres más que le dio una amiga de su familia. También se buscaron muebles de segunda mano y otros objetos en el Rastro de Madrid. El despacho que utilizaba el sacerdote tenía una mesa–buró pequeña, una lámpara y dos o tres asientos. Sobre la pared había una cruz de palo, sin crucifijo y, cercano a esta pared, un reclinatorio. Allí recibía a los estudiantes que deseaban conversar con él o confesarse.

La Academia pronto comenzó sus actividades. Se dieron clases particulares de algunas asignaturas de los cursos preparatorios de Arquitectura. Los estudiantes que acudían escucharon con frecuencia que, si deseaban colaborar para que reinase el espíritu cristiano en la sociedad, necesitaban una sólida preparación profesional. A eso debían aspirar los católicos que se dedicasen al desarrollo de la cultura y la ciencia: "Antes, como los conocimientos humanos (la ciencia) eran muy limitados, parecía muy posible que un solo individuo sabio pudiera hacer la defensa y apología de nuestra Santa Fe. Hoy, con la extensión y la intensidad de la ciencia moderna, es preciso que los apologistas se dividan el trabajo para defender en todos los terrenos científicamente a la Iglesia. Tú no te puedes desentender de esta obligación" (C, 338, que recoge un texto de junio de 1932). Es más, debían entender que su actividad académica era el campo donde Dios les llamaba a dar lo mejor de sí mismos: "Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave" (C, 336, que cita un texto de enero de 1934).

San Josemaría coordinó y muchas veces dirigió la formación cristiana que se impartía en la Academia. Dio numerosas clases de formación cristiana (varias cada semana) e impulsó a los asistentes a participar en actividades de carácter social y obras de misericordia como las catequesis o las visitas a enfermos. Un sacerdote amigo suyo, Vicente Blanco, impartió un curso sobre apologética para universitarios. Además, Escrivá repartió entre los chicos dos folletos que había redactado. Uno se titulaba Consideraciones espirituales, el precedente de Camino. Tenía 246 máximas espirituales a las que añadió 87 más en junio de 1933. El otro folleto era Santo Rosario, que había editado por primera vez en febrero de 1932.

San Josemaría creó un ambiente familiar que resultaba agradable a quien pasaba por la Academia. Pedía a los chicos que acudían que estuviesen unidos en el amor de Jesucristo. Hizo poner en un cuadro las palabras de la Última Cena: "Un Mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros, como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros" (Jn 13, 34-35). Unos amigos fueron trayendo a otros, y llegaron a ser más de ochenta los chicos que participaron en alguna reunión de carácter formativo, tanto profesional como religioso, durante los nueve meses en los que la Academia estuvo abierta en la calle Luchana.

Cuando llegó el verano de 1934, san Josemaría quiso continuar el trato con los que frecuentaban la Academia. Nació así la idea de Noticias, unas hojas multicopiadas que se distribuían entre los estudiantes que iban por DYA y que daban noticias de unos y otros. De este modo, se mantenía el contacto entre todos durante la pausa estival. Esta idea se volvió a repetir el año siguiente, cuando ya estaba en marcha la Residencia.

3. La Academia y Residencia.

Al poco tiempo de abrir la Academia, san Josemaría propuso a los miembros de la Obra que iniciasen una residencia de estudiantes en el siguiente curso académico. Con fe en Dios y en sus palabras, asintieron a este nuevo reto apostólico. En el mes de septiembre de 1934, alquilaron tres pisos de la calle Ferraz, 50, al propietario del inmueble, Javier Bordiú, un ingeniero de Minas que vivía en la planta principal del mismo edificio. Dos de los pisos se destinaron a la Residencia y el tercero a albergar la Academia. Las dificultades económicas para sacarlo adelante fueron enormes. San Josemaría consultó y consiguió que su familia destinara una parte de su patrimonio (la herencia recién recibida de un hermano de don José Escrivá) para sufragar este proyecto. Los pocos miembros de la Obra que trabajaban, como Ricardo Fernández Vallespín, Isidoro Zorzano o José María González Barrado, aportaron el dinero que les fue posible. Con todo, la ropa de cama para la Residencia se tuvo que comprar a crédito en unos grandes almacenes, y los muebles se fueron adquiriendo a medida que iban llegando los residentes y pagaban sus matrículas de ingreso.

Los acontecimientos políticos y sociales también hicieron mella en la Residencia DYA. La Revolución de Octubre de 1934 paralizó Madrid los primeros días de ese mes, y retrasó el inicio de las clases en la Universidad. Cuando comenzaron, sólo un estudiante había pedido plaza en la Residencia. En el mes de enero de 1935, los residentes eran ocho. Ricardo Fernández Vallespín, que era el director, tuvo que cancelar el alquiler del piso de la Academia porque no podían afrontar ese gasto, y ésta pasó a los locales de la Residencia. En el mes de abril las cosas comenzaron a mejorar, pues llegaron a los catorce residentes.

La mejora coincidió con la realización de un sueño acariciado largamente por san Josemaría: por primera vez iba a tener a Jesús Sacramentado en un Centro del Opus Dei. Después de conseguir los oportunos permisos en el obispado de Madrid–Alcalá, se erigió un oratorio en la Residencia. El 31 de marzo de 1935, san Josemaría celebró la Misa y se dejó reservado el Santísimo. Fue un día de gran alegría. Mes y medio más tarde, comentaba: "Desde que tenemos a Jesús en el Sagrario de esta Casa, se nota extraordinariamente: venir Él, y aumentar la extensión y la intensidad de nuestro trabajo" (AVP, I, p. 546).

Un folleto impreso ese curso explicaba que la Residencia "pretende dar a los estudiantes una eficaz formación religiosa, profesional y física" (MARTÍN DE LA Hoz – REVUELTA SOMALO, 2008, p. 301). La formación religiosa se realizó a través de diversos medios como las clases de formación cristiana, las meditaciones o los retiros mensuales. Más de cien jóvenes participaron en estas actividades. Con la experiencia que iba adquiriendo, a la que se unía su vida de oración, san Josemaría redactó la Instrucción sobre la obra de San Rafael, destinada al trabajo apostólico con la juventud que está fechada el 9 de enero de 1935. También hubo encuentros formativos con jóvenes profesionales con la idea de comenzar la obra de San Gabriel, destinada a personas que ya iniciaban su actividad profesional, en muchos casos con el matrimonio como horizonte.

La vida académica fue un punto de apoyo firme, tanto para los residentes como para los amigos y conocidos, que pasaban numerosas horas estudiando en las habitaciones o en la biblioteca de la Academia. Tenían muy presente lo que san Josemaría había publicado en Consideraciones espirituales: "Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración" (texto inspirado en uno anterior que san Josemaría había redactado en julio de 1932 y que luego pasó a ser el número 335 de Camino). También se dieron clases en la Academia, sobre todo a jóvenes estudiantes que hacían cursos preparatorios en Arquitectura, Ingeniería o Medicina.

El 2 de mayo, san Josemaría, Ricardo Fernández Vallespín y José María González Barrado fueron a Ávila para agradecer a Dios, a través de la Virgen, los favores que habían recibido ese año. Hicieron una romería al santuario de Sonsoles. Ese día, san Josemaría estableció que fuese una costumbre del Opus Dei que todos sus fieles hicieran una romería cada mes de mayo.

El comienzo del curso académico 1935-1936 en DYA fue diferente al del año anterior. Las veinte plazas de la Residencia se ocuparon desde el principio, y los amigos y conocidos que iban y venían fueron numerosos. Se hizo necesario habilitar un piso para la Academia y, al no encontrarse libre el que había alquilado el año anterior, Ricardo Fernández Vallespín encontró otro en la misma calle Ferraz, 48. Más de ciento cincuenta chicos participaron a lo largo de ese año académico en cursos de formación profesional o cristiana. De entre éstos, algunos se habían acercado a la Obra en el verano de 1935, como Álvaro del Portillo o José María Hernández Garnica, y otros lo hicieron antes de fin de año, como Pedro Casciaro o Francisco Botella.

Los universitarios que iban por DYA tenían ideas políticas diversas, sin que hubiese entre ellos personas que defendieran a partidos contrarios a la Iglesia. El contraste entre la agitada situación política del momento y la calma de la Residencia les llamaba la atención. Por indicación expresa de san Josemaría, en las reuniones colectivas de los residentes no se hablaba de política. Emiliano Amann, un chico de Bilbao de dieciséis años que estudiaba el curso preparatorio de Arquitectura y vivía en DYA, recordaba tiempo después: "la verdadera vida de familia que existía en aquella Residencia de Ferraz 50, el modo extraordinario de vivir la fraternidad entre todos, superando las diferencias regionales y políticas propias de aquellos años en España, el ambiente de estudio que reinaba en la Residencia y la ayuda y consejo que nos proporcionaban los que estaban en cursos superiores" (MARTÍN DE LA HOZ – REVUELTA SOMALO, 2008, p. 313). Los residentes aprendieron a convivir, y disfrutaron de momentos de esparcimiento, sobre todo con las excursiones (la primera de ese curso fue al monasterio de El Escorial) y algunos ratos de deporte.

Después del triunfo del Frente Popular en las elecciones generales de febrero de 1936, la inestabilidad social creció. El "pistolerismo" (asesinatos a sangre fría perpetrados en la calle y a plena luz del día) se hizo tristemente frecuente. Aunque la situación exigía prudencia, san Josemaría no dejó de impulsar el desarrollo del Opus Dei. Concretamente pensó que había llegado el momento de abrir dos Centros más, uno en París y otro en Valencia. En el mes de junio, Isidoro Zorzano fue nombrado director de DYA, y Ricardo Fernández Vallespín se fue a Valencia para empezar una residencia semejante en aquella ciudad. También durante ese mes (el día 17) se firmó la escritura de compra de la que iba a ser la nueva sede de DYA: el inmueble de la calle Ferraz, 16. Pero, cuando estaban acabando de trasladarse de la antigua sede a la nueva, comenzó la Guerra Civil. Los posteriores destrozos que sufrió el edificio, que se encontraba muy cerca de la primera línea de defensa del frente de Madrid, hicieron imposible que DYA volviese a la vida después del conflicto armado. Acabada la Guerra, en 1939 fue sustituida por la Residencia Universitaria Jenner.

José Luis GONZÁLEZ GULLÓN

 «    ACCIONES DE GRACIAS    » 

1. El reconocimiento de los dones divinos, condición del progreso espiritual.

Los escritos de san Josemaría destacan que la persona agradecida posee una honda humildad personal (cfr. ECP, 3) y la conciencia de su propia pequeñez (cfr. F, 174), que le hace recibir todo como un don inmerecido (cfr. F, 365), ya sea una alegría o una pena, venga de Dios o, aparentemente, de los hombres (cfr. C, 658 y C, 894). Al percibir el don recibido, esta persona es consciente del amor que el don expresa, y responde con un amor agradecido que se vierte en acciones de gracias (cfr. F, 904). La clave, por tanto, de las acciones de gracias propias de la virtud del agradecimiento es el amor; el amor humano que responde al Amor divino (cfr. VC, V Estación).

La Tradición cristiana concede gran importancia a las acciones de gracias en la liturgia. San Josemaría se hace eco de esa praxis invitando a agradecer el don que Dios hace de sí mismo en la Eucaristía (cfr. F, 27; F, 304; ECP, 88) y en los demás sacramentos (cfr. F, 11; C, 521); y llama incluso a romper a cantar (cfr. C, 523-524) en unión con la liturgia celestial (cfr. Ap 1, 6; 4, 11; 5, 13). Subraya especialmente la importancia de la acción de gracias después de la Comunión: "El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía" (ECP, 92).

Diversos autores espirituales han relacionado el agradecimiento con el don de la piedad y la acción del Espíritu Santo en el alma, destacando la llamada oración de agradecimiento, también fuera de la liturgia. En esa línea, san Josemaría anima a fomentar la actitud constante de acción de gracias, poniendo el fundamento de esta práctica de piedad en el sentido de la filiación divina. El cristiano que se sabe hijo de Dios Padre en el Hijo, movido por el Espíritu Santo, es capaz de vivir en constante agradecimiento filial y humilde hacia su Padre, y manifiesta así su conciencia de la presencia amorosa de su Padre y de los dones divinos en todo lo que le acontece (cfr. AD, 44-45, 149; F, 173, 221, 365; C, 608).

En los escritos de san Josemaría se enumeran muy diversos motivos para dar gracias a Dios, desde lo más humano y fácil (cfr. F, 16, 19, 174; S, 85; AD, 247), hasta la vocación a la santidad (cfr. ECP, 32; F, 279, 904; S, 454; C, 913), e incluso la tentación (cfr. F, 313) o el fracaso (cfr. C, 404); o como hacen los niños: "¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? –Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso: « ¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno!». Esa frase, bien sentida, es camino de infancia, que te llevará a la paz, con peso y medida de risas y llantos, y sin peso y medida de Amor" (C, 894).

La invitación a agradecer y a amar la Cruz como don de Cristo (cfr. C, 773, 776) tiene un profundo sentido, pues pone de relieve un elemento importante en el progreso espiritual, la identificación con Cristo: "Ut in gratiarum semper actione maneamus! Dios mío, gracias, gracias por todo. Por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir. Los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas!" (VC, VI Estación; cfr. F, 609).

El agradecimiento, la acción de gracias a Dios, debe expresarse en un amor manifestado en obras y verdad (cfr. F, 866), en obras de servicio (cfr. F, 891), en propósitos eficaces de mejora (cfr. C, 298; F, 279), y en apostolado (cfr. S, 2, 184; F, 27). Sólo así se corresponde sinceramente y de veras al gran amor que Dios nos tiene como hijos suyos. Hemos de agradecer, con nuestro amor, el amor que llevó a Cristo a encarnarse, a vivir y a morir por todos los hombres (cfr. S, 813). "¿Quieres saber cómo agradecer al Señor lo que ha hecho por nosotros? ¡Con amor! No hay otro camino. Amor con amor se paga. Pero la certeza del cariño la da el sacrificio. De modo que ¡ánimo! niégate y toma su Cruz. Entonces estarás seguro de devolverle amor por Amor" (VC, V Estación).

2. Importancia de las acciones de gracias.

El crecimiento en santidad presupone el agradecimiento, el reconocimiento efectivo de los dones de Dios, percibiendo su amor en todo lo que acontece a la persona. Y ese agradecimiento está llamado a expresarse a través de las acciones de gracias.

Esa espiral continua (del Amor gratuito de Dios si amor agradecido a Dios) lleva a la unión definitiva del hijo de Dios con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Así se realizó en la vida de san Josemaría como lo atestiguan unas palabras pronunciadas el 27 de marzo de 1975, víspera del cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal, a sólo tres meses de su fallecimiento: "Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado, habitualmente te las he dado. Antes de repetir ahora ese grito litúrgico (gratías tibí, Deus, gratias tibí!) te lo venía diciendo con el corazón pues no tenemos motivos más que para dar gracias, un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno, dar gracias, que es una obligación capital. No es una obligación de este momento, es un deber constante, una manifestación de vida sobrenatural, un modo humano y divino a la vez de corresponder al Amor tuyo, que es divino y humano" (citado en BERNAL, 1976, pp. 116-118).

Catherine DEAN

 «    ACTIVIDAD DEL OPUS DEI    » 

1. Una actividad doble.

En 1981, la Congregación para los Obispos, en una nota informativa sobre el Opus Dei, había acudido para describir la actividad de la futura prelatura, a la expresión "finalidad reduplicativamente pastoral", comentándola en los siguientes términos: "el Prelado y su presbiterio desarrollan una peculiar labor pastoral en servicio del laicado (bien circunscrito) de la Prelatura, y toda la Prelatura (presbiterio y laicado conjuntamente) realiza un apostolado específico al servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias locales" (IJC, p. 467 s.).

Cuando se habla de "actividad del Opus Dei" se hace referencia a que el Opus Dei como tal se dedica a difundir la llamada universal a la santidad y al apostolado y a atender pastoralmente a sus miembros y a los hombres y mujeres que se acercan a los medios que para este fin ofrece. Como fruto de esa labor de formación y de aliento, de índole principalmente espiritual, doctrinal y apostólica, contribuye a que esas personas, cada vez más conscientes de las exigencias de la vida en Cristo recibida en el Bautismo, luchen por ejercer las virtudes cristianas en su existencia ordinaria y se esfuercen por desarrollar un intenso apostolado entre personas de toda condición.

"La actividad principal del Opus Dei consiste en dar a sus miembros, y a las personas que lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo" (CONV, 27), afirma san Josemaría, y añade que, como consecuencia de esta actividad formativa de la Obra, nace lo que se puede considerar el servicio específico que la Prelatura presta a la Iglesia: un apostolado espontáneo, multiforme y capilar que escapa a las pretensiones de un registro sociológico porque es "un mar sin orillas" (CONV, 57). En esa línea, el fundador explicaba que el apostolado esencial del Opus Dei es el que desarrolla individualmente cada fiel "en el propio lugar de trabajo, con su familia, entre sus amigos. Una labor que no llama la atención, que no es fácil traducir en estadísticas, pero que produce frutos de santidad en millares de almas, que van siguiendo a Cristo, callada y eficazmente, en medio de la tarea profesional de todos los días" (CONV, 71). "¿Quién puede medir la eficacia sobrenatural de este apostolado callado y humilde? No se puede valorar la ayuda que supone el ejemplo de un amigo leal y sincero, o la influencia de una buena madre en el seno de la familia" (CONV, 31). Efectivamente, es imposible calibrar el impacto evangelizador que tiene la presencia de cristianos coherentes, y así lo subrayaba san Josemaría respondiendo a la pregunta que le formulaba un periodista; al Opus Dei pertenecen "personas de todas las condiciones sociales, profesiones, edades y estados de vida: mujeres y hombres, clérigos y laicos, viejos y jóvenes, célibes y casados, universitarios, obreros, campesinos, empleados, personas que ejercen profesiones liberales o que trabajan en instituciones oficiales, etcétera". Y a continuación, dirigiéndose directamente al entrevistador preguntaba: "¿Ha pensado en el poder de irradiación cristiana que representa una gama tan amplia y tan variada de personas, sobre todo si se cuentan por decenas de millares y están animadas de un mismo espíritu apostólico (...)?" (CONV, 18).

Supuesta la primacía del apostolado personal, nada impide, sin embargo, que a esa labor evangelizadora individual se añadan actividades con fines apostólicos, que sería difícil o imposible alcanzar por un solo individuo y en las que, por tanto, colaboran diversas personas, miembros del Opus Dei o no. "Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra" (CCE, 900). Este criterio básico para el apostolado individual y asociado, que el Catecismo expresa recomendando las enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre la misión de los laicos, se refleja en la actividad del Opus Dei, que no sólo fomenta y encauza el apostolado personal, sino que promueve, "con el concurso de una gran cantidad de personas (…) labores corporativas, con las que procura contribuir a resolver tantos problemas como tiene planteados el mundo actual. Son centros educativos, asistenciales, de promoción y capacitación profesional, etc." (CONV, 84; cfr. Statuta, 121 § 1).

Situándonos a otro nivel, no en el del apostolado, sino en el que podríamos denominar institucional, la Prelatura desarrolla, además, otras actividades. Es, en efecto, una institución jerárquica que depende del Romano Pontífice, de la Congregación para los Obispos y de los demás organismos de la Santa Sede competentes en cada caso; mantiene estrecha comunión con los obispos de las diócesis en las que desarrolla su tarea pastoral; está sujeta a las leyes justas de los diversos Estados donde viven sus fieles; necesita medios económicos para el desarrollo de sus iniciativas apostólicas, aunque la Prelatura misma sea propietaria sólo de un mínimo de bienes; ha de explicar su labor a la gente y debe defender su buen nombre cuando es atacado etc. Las actividades correspondientes (tanto de los órganos directivos de la Prelatura como de sus miembros) son naturalmente variadísimas y múltiples. Para cada uno de los cinco campos que se acaban de destacar, san Josemaría designó a un santo intercesor, concretamente a san Pío X, para las relaciones de la Obra con la Santa Sede; san Juan Bautista María Vianney (el Cura de Ars), para las relaciones con los obispos diocesanos; santo Tomás Moro, para las relaciones con las autoridades no eclesiásticas; san Nicolás de Bari, para los asuntos económicos; y santa Catalina de Siena, para el apostolado de la opinión pública.

Se podrían también añadir a esas manifestaciones de la "actividad del Opus Dei", el ejercicio de la sagrada potestad por parte del Prelado como Ordinario de la Prelatura (cuando erige nuevas Regiones o llama a algunos miembros laicos a recibir las sagradas órdenes, por ejemplo) o las disposiciones de sus Vicarios Regionales con sus Consejos respectivos sobre la incorporación de los fieles, etc. Todo eso, sin embargo, está siempre de algún modo relacionado con la finalidad "reduplicativamente pastoral" del Opus Dei, que sirve, por tanto, para exponer lo que realmente es esencial en su actividad.

2. Actividades para hombres y para mujeres.

Antes de seguir adelante y analizar la actividad de la Obra relativa a la formación individual de sus miembros y de las personas que la desean, así como su actividad dirigida a orientar labores de apostolado asociado, hay que mencionar un punto característico común a ambos tipos de actividad: el hecho, fijado en los Estatutos de la Prelatura (cfr. Statuta, 4.3), de que las dos Secciones del Opus Dei, de hombres y de mujeres, tienen cada una sus apostolados propios.

Se trata de un principio fundacional inamovible, que san Josemaría ha subrayado siempre con claridad, también con referencia a una de sus manifestaciones más significativas: la atención espiritual por separado de personas casadas. Vale la pena citarle extensamente: "Sé que hay grupos católicos que organizan retiros espirituales y otras actividades formativas para matrimonios. Me parece perfectamente bien que, en uso de su libertad, hagan lo que consideren oportuno y también que acudan a esas actividades los que encuentran en ellas un medio que les ayuda a vivir mejor su vocación cristiana. Pero considero que no es ésa la única posibilidad, y tampoco es evidente que sea la mejor. Hay muchas facetas de la vida eclesial que los matrimonios, e incluso toda la familia, pueden y a veces deben vivir juntos, como es la participación en el sacrificio eucarístico y en otros actos de culto. Pienso, sin embargo, que determinadas actividades de formación espiritual son más eficaces si acuden a ellas separadamente el marido y la mujer. De una parte, se subraya así el carácter fundamentalmente personal de la propia santificación, de la lucha ascética, de la unión con Dios, que luego revierte en los demás, pero en donde la conciencia de cada uno no puede ser sustituida. De otra parte, así es más fácil acomodar la formación a las exigencias y a las necesidades personales de cada uno, e incluso a su propia psicología. Esto no quiere decir que, en esas actividades, se prescinda del estado matrimonial de los asistentes: nada más lejos del espíritu del Opus Dei (…). Repito que en esto no pretendemos tampoco que nuestro modo de actuar sea el único bueno, o que deba adoptarlo todo el mundo. Me parece simplemente que da muy buenos resultados, y que hay razones sólidas (además de una larga experiencia) para hacerlo así, pero no ataco la opinión contraria" (CONV, 99).

Lo que san Josemaría expone en el texto citado sobre la atención diferenciada de personas casadas, es sólo un aspecto, característico ciertamente, de la separación de los apostolados de hombres y mujeres que se observa en la Prelatura. San Josemaría defendió siempre ese modo de proceder, insistiendo en la necesaria independencia y autonomía de las labores apostólicas de las dos secciones. Los medios de formación que ofrece el Opus Dei se organizan siempre o para varones o para mujeres. Como consecuencia, también las obras de apostolado que reciben su orientación y apoyo pastoral (residencias de estudiantes, colegios de Primera y Segunda enseñanza, etc.) son para chicos o para chicas, y son dirigidas por señores o por señoras, aunque existen iniciativas en las que, por su misma naturaleza, no es posible aplicar el mismo criterio, como, por ejemplo, parvularios, hospitales o universidades.

3. Actividad relativa a la formación individual.

La actividad formativa que el Opus Dei desarrolla se dirige por lo general a fieles laicos, de modo que es fácil comprender que, como afirmaba el propio san Josemaría, no se ponga el acento en "comités, asambleas, encuentros, etcétera", sino en una atención personalizada. Por eso, continuaba: "alguna vez, ante el asombro de alguno, he llegado a decir que el Opus Dei, en ese sentido, es una organización desorganizada" (CONV, 63). De este modo, seguía el fundador, la mayoría de sus fieles "viven por su cuenta, en el lugar donde vivirían si no fuesen del Opus Dei: en su casa, con su familia, en el sitio en el que desarrollan su trabajo. Y allí donde está, cada miembro de la Obra cumple el fin del Opus Dei: procurar ser santo, haciendo de su vida un apostolado diario, corriente, menudo si se quiere, pero perseverante y divinamente eficaz. Esto es lo importante: y para alimentar esta vida de santidad y de apostolado, cada uno recibe del Opus Dei la ayuda espiritual necesaria, el consejo, la orientación. Pero sólo en lo estrictamente espiritual. En todo lo demás (en su trabajo, en sus relaciones sociales, etcétera) cada uno actúa como desea, sabiendo que ése no es un terreno neutro, sino materia santificante, santificable y medio de apostolado" (ibidem).

Impartir esa formación y prestar esa continua asistencia pastoral "exige una cierta estructura, pero siempre muy reducida. Se ponen los medios oportunos para que sea la estrictamente indispensable. Se organiza una formación religiosa doctrinal (que dura toda la vida), y que conduce a una piedad activa, sincera y auténtica, y a un encendimiento que lleva consigo necesariamente la oración continua del contemplativo y la tarea apostólica personal y responsable, exenta de fanatismos de cualquier clase" (ibidem).

Al hablar de esa formación, san Josemaría insiste siempre en que el Opus Dei no sólo se respeta la libertad de sus miembros, sino que les hace tomar clara conciencia de ella. Les enseña a que "sepan administrar la propia libertad con presencia de Dios, con piedad sincera, con doctrina. Esta es la misión fundamental de los directores de nuestra Obra: facilitar en todos los socios el conocimiento y la práctica de la fe cristiana, para que la hagan realidad en su vida, cada uno con plena autonomía" (CONV, 53). Se da pues "una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas y planes impuestos desde el vértice, en sede de gobierno" (CONV, 19). Un mínimo de organización hace falta, evidentemente, para proporcionar asistencia espiritual y formación doctrinal "Después, ¡patos al agua! Es decir: cristianos a santificar todos los caminos de los hombres, que todos tienen el aroma del paso de Dios" (ibidem). En organizar y ofrecer formación cristiana se agota en cierto sentido la actividad del Opus Dei, y comienza la libre y responsable acción personal de sus fieles. "Cada uno, con espontaneidad apostólica, obra con completa libertad personal y formándose autónomamente su propia conciencia de frente a las decisiones concretas que haya de tomar, procura buscar la perfección cristiana y dar testimonio cristiano en su propio ambiente, santificando su propio trabajo profesional, intelectual o manual. Naturalmente, al tomar cada uno autónomamente esas decisiones en su vida secular, en las realidades temporales en las que se mueva, se dan con frecuencia opciones, criterios y actuaciones diversas: se da, en una palabra, esa bendita desorganización, ese justo y necesario pluralismo, que es una característica esencial del buen espíritu del Opus Dei, y que a mí me ha parecido siempre la única manera recta y ordenada de concebir el apostolado de los laicos" (ibidem).

Para establecer aquel mínimo de organización desorganizada, san Josemaría señaló, ya en los primeros años de la fundación, tres campos principales de la actividad del Opus Dei, denominados respectivamente "obra de San Miguel", "obra de San Gabriel" y "obra de San Rafael". Durante un retiro espiritual que hizo, en octubre de 1932, en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, había tenido "la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles" (Instrucción, 8–XII–41, n. 9: AVP, I, p. 477), y desde entonces los consideró patronos de esos tres ámbitos del apostolado: san Miguel es, juntamente con san Pedro, patrono de la labor formativa del Opus Dei con los miembros célibes (numerarios y agregados); san Gabriel es, juntamente con san Pablo, patrono de la labor con personas que no se comprometen al celibato y que en su gran mayoría son casadas (supernumerarios y cooperadores); san Rafael es, juntamente con san Juan, el patrono del apostolado con la juventud. Alusiones a esta última obra se encuentran en Camino: "¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? Pues la tienes, sí, vocación. Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías" (C, 27). "¡Cómo te reías, noblemente, cuando te aconsejé que pusieras tus años mozos bajo la protección de San Rafael! para que te lleve a un matrimonio santo, como al joven Tobías, con una mujer buena y guapa y rica, te dije, bromista. Y luego ¡qué pensativo te quedaste!, cuando seguí aconsejándote que te pusieras también bajo el patrocinio de aquel apóstol adolescente, Juan, por si el Señor te pedía más" (C, 360).

En los tres ámbitos se ofrecen, en diversos lugares, las actividades habituales de la labor formativa: meditaciones, retiros mensuales, clases de doctrina, charlas o círculos de formación ascética y apostólica, dirección espiritual personal, etc. Análogos medios se organizan para los sacerdotes diocesanos que se adhieren a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz o buscan, sin ser socios, la ayuda espiritual del Opus Dei para santificarse en su ministerio. Esas actividades respetan siempre y completan las actividades formativas que prevén los Obispos para sus respectivas diócesis (cfr. Statuta, 72).

4. Actividad relativa a los apostolados asociados.

Como quedó dicho, el Opus Dei no limita su actividad a tareas de formación individual, sino que admite la posibilidad de algunas iniciativas educativas o asistenciales promovidas de común acuerdo por sus fieles, que se asocian, para alcanzar esos fines, con otras personas de buena voluntad. Para entender el carácter específico de esa dimensión de la actividad del Opus Dei, respetuosa siempre con la libertad de sus fieles en el ámbito civil, es útil recordar lo que el Concilio Vaticano II dejó apuntado: "El apostolado seglar admite varias formas de relaciones con la Jerarquía, según las varias maneras y objetos del mismo apostolado. Hay en la Iglesia muchas obras apostólicas constituidas por la libre elección de los laicos y se rigen por su juicio y prudencia. En algunas circunstancias, la misión de la Iglesia puede cumplirse mejor por estas obras y por eso no es raro que la Jerarquía las alabe y recomiende. Ninguna obra, sin embargo, puede arrogarse el nombre de católica sin el asentimiento de la legítima autoridad eclesiástica" (AA, 24).

Las obras apostólicas inspiradas por el Opus Dei son llevadas a cabo por sus miembros junto con otras personas, que muchas veces no comparten la misma fe. No suelen llamarse "católicas", ni tienen nombres de santos, etc., modo de proceder que es coherente con la vocación de fieles laicos que buscan la santidad ejerciendo sus derechos de ciudadanos. "He de confesar –son palabras de san Josemaría en este contexto– (…), que no simpatizo con las expresiones escuela católica, colegios de la Iglesia, etc., aunque respeto a los que piensan lo contrario. Prefiero que las realidades se distingan por sus frutos, no por sus nombres. Un colegio será efectivamente cristiano cuando, siendo como los demás y esmerándose en superarse, realice una labor de formación completa (también cristiana), con respeto de la libertad personal y con la promoción de la urgente justicia social. Si hace realmente esto, el nombre es lo de menos. Personalmente, repito, prefiero evitar esos adjetivos" (CONV, 81). El Código de Derecho Canónico se mueve en esta misma línea. Señala que todos los fieles, por participar en la misión de la Iglesia, "tienen derecho a promover y sostener la acción apostólica también con sus propias iniciativas, (…) pero ninguna iniciativa se atribuya el nombre de católica sin contar con el consentimiento de la autoridad eclesiástica competente" (CIC, 216). Y añade, en un contexto más específico, que a nadie le es lícito designar como "católica", sin ese consentimiento jerárquico, a una escuela, aunque sea "reapse catholica" (CIC, cc. 803.3).

En los Estatutos del Opus Dei (cfr. Statuta, 121-123) se consideran dos tipos de obras apostólicas llevadas a cabo por la libre iniciativa de sus fieles, a los que la Prelatura presta su asistencia pastoral: unas suelen llamarse "obras corporativas"; las otras no tienen nombre específico, aunque con frecuencia se les designa como "labores personales", en el sentido de que se trata de colegios, clubs, residencias, etc., organizadas por varias personas en uso de su libertad y bajo su propia responsabilidad. Mientras que el Opus Dei ofrece para las obras corporativas una garantía moral de su vivificación cristiana, en las labores personales sólo presta, a petición de los que las promueven o gestionan, una cierta atención pastoral (capellanes, profesores de religión, orientación doctrinal, etc.). A continuación se hablará casi exclusivamente de las obras corporativas, porque implican una "actividad del Opus Dei" como tal.

Las "obras corporativas" reúnen, por lo general, las siguientes características:

1) Son iniciativas civiles (no eclesiásticas), llevadas a cabo por fieles del Opus Dei conjuntamente con otras personas, cristianas o no, con las que se trata de satisfacer necesidades concretas de la sociedad, de acuerdo con las leyes de cada lugar.

Interesa poner de relieve, en primer lugar, su carácter civil y profesional, no–confesional: "no son obras eclesiásticas (…). Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo" (CONV, 119). Puede haber (y hay de hecho) alguna excepción de este principio general: las Facultades eclesiásticas y los Seminarios internacionales para la formación de candidatos al sacerdocio que sostiene la Prelatura. Pero se trata, como queda dicho, de excepciones: lo ordinario son las actividades de carácter civil.

Con las obras corporativas se intenta contribuir "a resolver cristianamente problemas que afectan a las comunidades humanas de los diversos países" (CONV, 19). No se plantean, por tanto, "con esquemas preconcebidos, sino que se estudian en cada caso las necesidades peculiares de la sociedad en la que se van a realizar, para adaptarlas a las exigencias reales" (CONV, 31). La gama de actividades que existe en los países donde el Opus Dei trabaja establemente va "desde un centro universitario o una residencia de estudiantes, hasta un dispensario o una granja–escuela para campesinos. Como lógico resultado, tenemos un mosaico multicolor y variado de actividades. Un mosaico organizadamente desorganizado" (CONV, 19).

2) Tienen una finalidad apostólica neta, por lo que se las llama también "obras de apostolado corporativo", para dejar claro que "lo corporativo" de estas empresas es solamente el apostolado.

Hay que resaltar también el carácter apostólico de esas labores. La misión del Opus Dei se centra en vivificar cristianamente "aquellas actividades que constituyen de un modo claro e inmediato un servicio cristiano, un apostolado. Sería absurdo pensar que el Opus Dei en cuanto tal se pueda dedicar a extraer carbón de las minas o a promover cualquier género de empresas de tipo económico. Sus obras corporativas son todas actividades directamente apostólicas: una escuela para la formación de campesinos, un dispensario médico en una zona o en un país subdesarrollado, un colegio para la promoción social de la mujer, etc. Es decir, obras asistenciales, educativas o de beneficencia, como las que suelen realizar en todo el mundo instituciones de cualquier credo religioso" (CONV, 27).

3) De los aspectos técnicos y económicos de cada una de esas obras se hacen cargo los propietarios y gestores, y no la Prelatura.

Conviene señalar además el hecho, recogido en los Estatutos de la Prelatura (cfr. Statuta, 122), de que, por lo que respecta a los aspectos técnicos y económicos de una obra de apostolado corporativo (y lo mismo vale, con mayor razón, para las "labores personales"), los únicos responsables son sus promotores y gestores. La Prelatura tampoco es propietaria de esas labores. Se trata de un principio esencial, que no es de índole táctica, sino que deriva del carácter secular de la vocación al Opus Dei, que hace que sus fieles actúen en todos los campos de la sociedad como lo que son: ciudadanos que hacen uso de sus derechos y cumplen a conciencia sus deberes. Aconsejándose con los Directores del Opus Dei sobre los aspectos apostólicos de la labor correspondiente, son los promotores quienes gobiernan la iniciativa, eligen los instrumentos jurídicos más oportunos para encauzarla, buscan los medios de financiación necesarios, se ocupan de conseguir los permisos administrativos, etc. San Josemaría ilustraba y completaba este cuadro: "Cualquier actividad educativa, benéfica o social tiene que servirse de medios económicos. Cada centro se financia del mismo modo que cualquier otro de su tipo. Las residencias de estudiantes, por ejemplo, cuentan con las pensiones que pagan los residentes; los colegios con las cuotas que satisfacen los alumnos; las escuelas agrícolas con la venta de sus productos, etc. Está claro, sin embargo, que estos ingresos casi nunca son suficientes para cubrir todos los gastos de un centro, y menos cuando se considera que todas las labores del Opus Dei están pensadas con un criterio apostólico y la mayoría se dirigen a personas de escasos recursos económicos, que (en muchas ocasiones) pagan por la formación que se les ofrece cantidades simbólicas" (CONV, 51).

En vista de la finalidad directamente apostólica de esas obras y de la dificultad objetiva de su mantenimiento, la Prelatura puede aconsejar a sus fieles que las apoyen, contribuyendo así a su labor. "Para hacer posible esas labores (aclara el fundador) se cuenta también con las aportaciones de los miembros de la Obra, que destinan a ellas parte del dinero que ganan con su trabajo profesional. Pero sobre todo con la ayuda de muchas personas que, sin pertenecer al Opus Dei, quieren colaborar en unas tareas de trascendencia social y educativa" (ibidem, 51). "Algunos se sienten movidos a colaborar por razones espirituales; otros, aunque no compartan los fines apostólicos, ven que se trata de iniciativas en beneficio de la sociedad, abiertas a todos, sin discriminación alguna de raza, religión o ideología" (ibidem, 27).

Es lógico que los promotores acudan también a las subvenciones y ayudas oficiales, estatales, municipales, etc., que por razones de justicia distributiva apoyan las iniciativas encaminadas al bien común que sus ciudadanos llevan a cabo. Para las obras corporativas del Opus Dei "no suponen un privilegio, sino sencillamente el reconocimiento de la función social que realizan, ahorrando dinero al erario público" (ibidem, 33).

4) El Opus Dei, en cambio, responde de la identidad cristiana de esas iniciativas, porque les presta una diligente asistencia pastoral, de modo que pueda garantizar que la labor que se realiza en ellas es conforme a la doctrina de la Iglesia Católica y al espíritu del Opus Dei.

Queda por comentar la última de las notas apuntadas arriba, que definen las obras corporativas: la garantía moral que ofrece la Prelatura. Aunque promueva actividades sociales, educativas y benéficas, "no es ésa, sin embargo, la labor principal de la Obra", dice el fundador: "lo que el Opus Dei pretende es que haya muchos hombres y mujeres que procuren ser buenos cristianos y, por tanto, testigos de Cristo en medio de sus ocupaciones ordinarias" (ibidem, 51). Precisamente a ese fin se dirigen estas obras. En los Estatutos se señala con claridad el papel que corresponde a la Prelatura en esas actividades: la vivificación cristiana. Para esto el Vicario Regional respectivo nombra, por una parte, los profesores de religión (cfr. Statuta, 121.2); y por otra, cuida de que se preste la oportuna formación doctrinal a las personas involucradas (profesores, alumnos, padres, residentes, personal administrativo, etc.) y de que se les asista sacerdotalmente. Para este fin, puede erigir un Centro de la Obra que se ocupe de esa labor (cfr. Statuta, 123).

Los Estatutos mencionan expresamente, en el número al que se acaba de hacer referencia, el respeto de la libertad de las conciencias que se vive en las obras corporativas, resaltando así una nota fundamental de todo el apostolado del Opus Dei que san Josemaría ha subrayado innumerables veces: "Las labores corporativas (…) están abiertas a todo tipo de personas, sin discriminación de ninguna clase social, cultural o religiosa" (CONV, 60). "El Opus Dei, desde que se fundó, no ha hecho nunca discriminaciones. Trabaja y convive con todos, porque ve en cada persona un alma a la que hay que respetar y amar. No son sólo palabras (…). He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia, no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad" (ibidem, 44).

Ernst BURKHART

 «    ADMINISTRACION DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA    » 

1. Precedentes.

San Josemaría consideró providencial el hecho de que su labor de apostolado en Madrid se desarrollara en la casa que compartía con su madre y hermanos. Esto facilitó que el ambiente en que se iniciaba esa labor fuera el propio de una familia, un ambiente que se transmitió al conjunto de las iniciativas del Opus Dei. Al comenzar la Residencia DYA en 1934, la atención de los servicios de limpieza y cocina corrió a cargo de personas contratadas, que trabajaban bajo la dependencia inmediata del director de la Residencia; la experiencia no fue buena. El inicio de la Guerra Civil en 1936 dejó en suspenso el problema. San Josemaría continuó, sin embargo, pensando en la cuestión; en los meses que estuvo refugiado en el Consulado de Honduras (entre marzo y agosto de 1937), al reflexionar sobre la marcha del Opus Dei, llegó a una conclusión neta: la presencia femenina era imprescindible para que los Centros del Opus Dei, también los de varones, fueran realmente hogares de familia (cfr. AVP, II, p. 403).

Después de la Guerra Civil, el fundador del Opus Dei acudió a su madre y a su hermana solicitando su colaboración. Se la prestaron generosamente, haciéndose cargo no sólo de algunas tareas de administración doméstica, sino contribuyendo a formar en estos trabajos a las mujeres que empezaron a acercarse a la Obra a partir de 1941. Fue así posible que pronto, en 1943, se estuviera en condiciones de organizar una administración completa e independiente, y un modo de trabajar que hiciera imposible la interferencia entre la administración y la residencia, que se fue consolidando con la experiencia.

2. Instalación y primera andadura de la Administración de La Moncloa.

La oportunidad de poner en funcionamiento una administración con todos sus elementos se presentó, como se ha dicho, en 1943, cuando hubo que cambiar la sede de la residencia instalada en la casa de la calle Jenner, que sucedía a la antigua Residencia DYA. La rescisión del contrato de alquiler de los pisos que se ocupaban en esa calle obligó a buscar un nuevo inmueble y san Josemaría pensó que era la ocasión idónea para encontrar uno que permitiera tener más residentes e instalar una zona independiente para la administración. Los edificios para la nueva residencia se encontraron en la avenida de La Moncloa, muy cerca de la Ciudad Universitaria. Se trataba de dos chalets en los números 3 y 4.

El 4 de enero de 1943 san Josemaría mostró a las mujeres de la Obra, que para entonces vivían ya en un Centro en la calle Jorge Manrique, los planos de los dos edificios. Habían sufrido mucho por los bombardeos de la artillería durante la guerra, y el propietario se había mostrado dispuesto a reconstruirlos siguiendo las indicaciones que se le dieran. Por eso, el fundador les pidió que estudiaran en profundidad qué aspectos debían tenerse en cuenta en la distribución de los locales.

El 28 de septiembre de 1943 marcharon a vivir a la Administración de La Moncloa Narcisa González Guzmán (Nisa), Encarnación Ortega (Encarnita) y Amparo Rodríguez Casado. Antes de dar ese paso, san Josemaría, acompañado de su hermana y de estas tres mujeres, fue a visitar la tumba de su madre en el cementerio de La Almudena. Allí rezaron por la nueva tarea que iban a afrontar y a la que con tanta generosidad se había dedicado doña Dolores (cfr. AVP, II, pp. 584-585).

La nueva residencia tenía capacidad para cien personas y contaba con una zona completamente independiente para las mujeres que iban a ocuparse de la atención doméstica. Cuando el 1 de octubre de 1943 se abrió oficialmente la Residencia, los obreros aún andaban por la casa y las tres mujeres que se ocupaban de la dirección del trabajo se encontraron muy pronto desbordadas por las dificultades: su propia inexperiencia, el desorden y suciedad que conllevaban las obras, averías frecuentes por la escasa calidad de los materiales de la postguerra, la carestía de alimentos, la falta de preparación del servicio doméstico, etc. Conocedor de esas dificultades, san Josemaría iba a verlas diariamente para seguir su trabajo y aportar soluciones concretas. Así, por ejemplo, les sugirió que comieran antes del horario fijado para la Residencia y que los residentes se repartieran en dos tandas, cuidando siempre de que esas tandas estuvieran a cargo de personas distintas cada vez para evitar el cansancio. También Carmen Escrivá de Balaguer las asesoraba, aunque no podía acudir con la frecuencia que hubiera deseado, pues se ocupaba de atender la Administración del Centro de Diego de León.

Quizá la dificultad más importante fue la falta de preparación del servicio doméstico, agravada por la inexperiencia de Nisa y Encarnita, que se esforzaban en dirigir con acierto y orden esos trabajos. Las empleadas contratadas al inaugurarse la Residencia se fueron marchando y san Josemaría acudió a las Hermanas del Servicio Doméstico, una congregación fundada en 1876 por santa María Vicenta López y Vicuña, para que le enviaran nuevas empleadas. La madre Carmen Barrasa, que apreciaba el interés del fundador del Opus Dei en cualificar el trabajo doméstico (cfr. SASTRE, 2010, p. 271), pidió a Salvadora del Hoyo (Dora) que fuera a trabajar a la Residencia. La llegada de Dora del Hoyo en enero de 1944 supuso un hito importante en la marcha de la administración. Aunque acudió con la intención de marcharse al cabo de un mes, y a pesar de que carecía de las comodidades materiales a las que estaba habituada en sus anteriores trabajos, se sintió atraída por el trato afable y cordial que le dispensaban Nisa y Encarnita, y por la abnegación y alegría con que afrontaban las tareas diarias. Contra todo pronóstico decidió quedarse. Junto a ella destacó enseguida Concepción de Andrés, quien había sido contratada por horas en la administración, pero que terminó viviendo y trabajando a jornada completa poco después de la llegada de Dora del Hoyo. Ambas acometían los distintos servicios con iniciativa y sentido de responsabilidad, haciendo que el ambiente entre las empleadas mejorara notablemente.

El 14 de abril de 1944 se incorporó María Arellano para ayudar en la dirección y organización de las tareas. Había pedido la admisión hacía poco, después de asistir a un curso de retiro en Jorge Manrique. Suponía un buen refuerzo porque, al contrario de Nisa G. Guzmán o de Encarnación Ortega, tenía experiencia en llevar una casa. La Administración de La Moncloa se convirtió de hecho en un Centro de referencia a la hora de desarrollar el trabajo de otras administraciones que empezaron a funcionar a partir de 1944, como la de la Residencia Abando, en Bilbao, o la de la casa de retiros La Pililla.

En la actualidad, la Administración del Colegio Mayor Moncloa es un Centro de Estudio y Trabajo (CET), conocido como La Loma, donde se ofrece a universitarias alojamiento y capacitación para los trabajos de la casa o relacionados con la hostelería, de forma que resulten compatibles ambos tipos de estudios, los universitarios y los relacionados con la administración del hogar.

3. Atención espiritual por parte de san Josemaría.

Desde el inicio de la Administración de La Moncloa, san Josemaría siguió muy de cerca el desarrollo de la labor, animando a quienes desempeñaban esa tarea a realizarla con ilusión humana y sobrenatural, convirtiendo el esfuerzo y la dedicación en el trabajo en ocasión de santificarlo y santificarse. Un suceso que ilustra este seguimiento es el protagonizado por Encarnita Ortega y Nisa G. Guzmán un día que el fundador fue a visitarlas, el 23 de diciembre de 1943, para felicitarles la Navidad. Desbordadas por el trabajo y agobiadas por la sensación de desastre, le transmitieron su desánimo e impotencia. San Josemaría no perdió la paz al escucharlas e intentó, como en otras ocasiones, darles aliento y nuevas fuerzas. Pero, inesperadamente, rompió en sollozos cuando les oyó decir que tantas ocupaciones les llevaban a descuidar su vida espiritual. Después de serenarse, les enumeró en un trozo de papel las dificultades objetivas que tenían y tras trazar una raya les expuso los remedios: "1) con mucho amor de Dios. 2) Con toda la confianza en Dios y en el Padre. 3) No pensar en los desastres, hasta mañana durante el retiro". Tanto Encarnación como Nisa no olvidarían nunca la importancia de mantener el horizonte sobrenatural de su trabajo (cfr. AVP, II, pp. 586-587).

San Josemaría también se ocupó personalmente de la formación de las empleadas. Cada ocho días iba a verlas y les impartía breves charlas que les abrían horizontes sobrenaturales, y les enseñaba a sentirse orgullosas de su trabajo como empleadas del hogar. Encarnación Ortega, siguiendo las indicaciones de Escrivá de Balaguer, les daba también una clase de catecismo de la doctrina cristiana a la semana.

Se podría afirmar que la importancia de esta administración radica, además de por su carácter de pionera, en haber propiciado el ambiente en que se forjaron las primeras mujeres que vieron en los trabajos del hogar la materia y el lugar de su entrega cristiana, según el espíritu del Opus Dei. De hecho, Dora del Hoyo (el 14–III–1946) y Concepción de Andrés (el 17–III–1946) pidieron la admisión en la Obra como numerarias auxiliares, estando ya en Bilbao, en la Residencia de Abando. La tercera numeraria auxiliar, Antonia de San Vicente, se incorporó al Opus Dei en la propia Administración de La Moncloa, donde había comenzado a trabajar de manera definitiva en febrero de 1945.

4. Papel de la Administración en el ambiente de los Centros.

El hecho de que la Administración de la Residencia de La Moncloa sea la primera experiencia en esta línea, y de que haya un modo de funcionamiento que luego, con las debidas adaptaciones, se aplicaría a los Centros del Opus Dei, hace oportuno que se dediquen unos párrafos a describir sus características generales.

Una administración es un Centro de mujeres, normalmente anejo a la residencia que atiende (sea de varones o de mujeres), pero completamente independiente, que se ocupa de crear el ambiente de familia propio de los Centros del Opus Dei a través de la atención de las tareas domésticas de la casa. Estas tareas se asumen como trabajo profesional y con la generosidad propia de las madres de familia. San Josemaría dispuso que cuando se atienda un Centro de varones, haya una estricta separación, de forma que las personas de uno y otro Centro ni se conozcan ni se traten. En el caso de que atienda una residencia femenina, también se observa una adecuada distinción de zonas y horarios.

El fundador de la Obra se refería a este trabajo como “el apostolado de apostolados" porque, con esta actividad callada y oculta, las mujeres que lo desempeñan facilitan el apostolado de los miembros del Opus Dei, al tiempo que aportan la fuerza sobrenatural sobre la que se apoya toda la labor apostólica: "Hijas mías, este trabajo vuestro, escondido, en los oficios humildes, es un gran medio de santificación y de formación. Vuestro trabajo en las Administraciones es indispensable para la buena marcha de vuestras casas, porque desde él aumentáis la eficacia de todas las actividades de los miembros de la Obra" (El trabajo de la Administración, Roma, 1993, p. 25: AGP, Biblioteca, P19). Parte esencial de ese trabajo es su contribución al ambiente de familia, característico del espíritu del Opus Dei. El fundador de la Obra hacía ver que el cuidado de los detalles pequeños que conlleva la formación de un hogar era además "un ámbito particularmente propicio para el crecimiento de la personalidad" (CONV, 87).

En una época en que, en algunos ambientes, se dudaba del valor del trabajo del hogar y se empezaba a poner el acento en la necesidad de que la mujer trabajara fuera de casa para su desarrollo profesional y personal, san Josemaría no dejó de insistir en que la dedicación al hogar era un verdadero trabajo con una enorme trascendencia en toda la sociedad: "A través de esa profesión (porque lo es, verdadera y noble) influyen positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos, en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces que la de otros profesionales" (CONV, 88). Por eso, impulsó que en las administraciones de los Centros se diera una auténtica preparación profesional que capacitara a las mujeres a crear su propio hogar trabajando en esas tareas con perfección humana y sobrenatural, como reflejan las siguientes palabras en la entrevista concedida a la revista Telva: "Y no digamos cuando ponen esa experiencia y esa ciencia al servicio de cientos de personas, en centros destinados a la formación de la mujer, como los que dirigen mis hijas del Opus Dei, en todos los países del mundo. Entonces se convierten en profesoras del hogar, con más eficacia educadora, diría yo, que muchos catedráticos de universidad" (CONV, 88).

Efectivamente, con ese fin, algunas de esas administraciones llevan anejas Escuelas de Hostelería en las que se imparten clases de carácter teórico y práctico para desempeñar los trabajos relacionados con el hogar y se contribuye de este modo a la promoción social de la mujer en algunas partes del mundo. Ejemplos de estas iniciativas son la Escuela de Hostelería y Turismo Altaviana (Valencia, España), la Escuela Nogalar (Monterrey, México), Lakefield (Hampstead, Gran Bretaña) y otras muchas en diversos países de todo el mundo.

Inmaculada ALVA

 «    ALBAS, FAMILIA    » 

1. Albás, línea paterna de Dolores.

Al parecer, el apellido Albás proviene de un gentilicio toponímico, localizado en una pequeña comarca del Mediodía francés. En España, el apellido aparece a comienzos del siglo XVI a través de una familia francesa que se asentó primero en el Somontano de Huesca y, después, en el de Sobrarbe.

La familia paterna de Dolores era oriunda de Aínsa, donde muchos Albás siguen afincados. Allí se conserva la casa solariega. En el siglo XVIII algunos Albás se trasladaron a Boltaña, donde acreditaron su título de infanzones, estamento de la baja nobleza con prebendas y exenciones muy bien estipuladas en Aragón.

El abuelo paterno, Manuel Albás Lines, nació en Boltaña en 1807. En 1830 bajó a Barbastro, en el Somontano, y en esta ciudad contrajo matrimonio el 27 de abril de 1830 con Simona Navarro Santías. Ambos cónyuges tenían veintitrés años en el momento de la boda. El año de su matrimonio, Manuel Albás inició un comercio de confitería en el centro de Barbastro, en la calle Romero, 20. Allí nacieron y vivieron sus siete hijos y sus nietos, hasta sumar veintitrés criaturas. Por este motivo, la Casa Albás fue llamada la "Casa de los chicos", nombre con el que todavía hoy en día se conoce en la ciudad. El matrimonio Albás Navarro poseyó una cierta fortuna y fue muy bien considerado en la ciudad. Cuando Manuel Albás falleció el 7 de abril de 1850, dejó seis hijos vivos. Pascual, el mayorazgo, no tenía aún los veinte años y la pequeña María había cumplido los siete.

Pascual Albás Navarro (futuro padre de Dolores) se vio cargado con una enorme responsabilidad que influyó en su carácter y en su comportamiento socio–político, más sereno que el del resto de sus parientes, ante la agitada vida civil de esos años. A los pocos años, Pascual y su primo Juan se unieron en matrimonio con dos hermanas Blanc Barón: Florencia y Dolores, el mismo día 15 de marzo de 1856, en la catedral de Barbastro.

2. Blanc, línea materna de Dolores.

Joaquín Blanc Peralta (abuelo de Dolores) fue hijo de Joaquín Blanc Castillón, cuya hermana, Alejandra Blanc Castillón, casó con Vicente Manzana Peyron, y vivió en Fonz desde su matrimonio. Es interesante este parentesco porque Alejandra era bisabuela de José Escrivá Corzán (padre de san Josemaría) y, por tanto, Dolores Albás y José Escrivá resultaban ser primos lejanos.

Joaquín Blanc Peralta nació en Barbastro el 8 de mayo de 1805 y el mismo día recibió el Bautismo. Joaquín era biznieto de Manuel Peralta Abizanda, que tenía confirmado por el rey Fernando VI el título de Marqués de Peralta, heredado de su tío Tomás Peralta, primer marqués de este título. El 7 de octubre de 1829, Joaquín se unió en matrimonio, en la catedral de Barbastro, con Isidora Barón Solsona, hija de Mariano Barón y Abadía y de Aquilina Solsona y Torrente, bisabuelos de Dolores. El matrimonio vivió en la plaza de Guisar, 1, donde nacieron once hijos, de los cuales la cuarta hija, Florencia, fue la madre de Dolores. Otro de los hijos, José María, llegó a ser en noviembre de 1895 obispo de Ávila.

3. Los Albás Blanc.

Después de su matrimonio en 1856, Pascual Albás Navarro y Florencia Blanc Barón se quedaron a vivir en la "Casa de los Chicos" de Barbastro. En la calle Romero fueron naciendo los quince hijos de Florencia y también los nueve de su hermana, Dolores. Los hijos de Pascual y Florencia fueron: Candelaria (1857-1920), Pilar (1858-1867), María Dolores (1859-1860), Simón (1861-1895), Francisca (1863-1882), Mauricio (1864-1924), Florencia (1866-1919), Vicente (1868-1950), Carlos (1869-1950), Práxedes (1871-1874), María Cruz (1873-1938), Pascuala (1875-1910), María Concepción (1877), María de los Dolores (1877-1941) y Florencio (1882-1966). En la "Casa de los chicos" Florencia y su hermana Dolores se ayudaban para sacar adelante a tanto niño. Cuatro hijos de Florencia y seis de Dolores fallecieron al poco de nacer.

El 27 de mayo de 1886, la vida de Florencia se vio truncada por el fallecimiento de su marido, con sólo cincuenta y cinco años. Pascual Albás, cofundador en 1843 de la Sociedad del Patrimonio de Nuestra Señora del Pueyo, pasaba unos días en ese Santuario por las facilidades que ofrecía a sus benefactores, y allí le sorprendió la muerte. Florencia quedó viuda y todavía con diez hijos en el hogar. En el año 1892 comienza el éxodo de los hijos. Algunos se ordenaron sacerdotes o ingresaron en una congregación religiosa, otros contrajeron matrimonio o fallecieron. En 1898, al finalizar las ferias de septiembre, María de los Dolores se casó con José Escrivá.

No son muchas las noticias que tenemos de doña Florencia: era aficionada a los viajes, y los hacía, además, para ayudar a sus hijas en los diversos partos y bautizos; en esos casos, a la comitiva se unían los otros hijos. También viajaba, gustosa, al convento de Las Miguelas (así se conocía a las Carmelitas Descalzas) donde ingresó otra de las hijas, Cruz. Y también acudió a Ávila cuando murió su hermano José María, obispo, que había tomado posesión de la diócesis en el anterior mes de mayo. El suceso influyó muy notablemente en doña Florencia, tanto que el dolor le impidió atender a su hija Florencia en el tercero de sus partos.

El último dato conocido de doña Florencia es que fue madrina de su nieta Carmen, primogénita del matrimonio Escrivá Albás. Hacia 1915, la Casa Albás se vendió, doña Florencia abandonó Barbastro y se fue a Burgos donde vivió con su hijo Vicente. Florencia murió el 26 de abril de 1925 y reposa en el panteón de los Albás Blanc, de Burgos (cfr. COMA, 2010, pp. 115-117).

Lourdes TORANZO

 «    ALBÁS BLANC, DOLORES    » 

1. En Barbastro.

El matrimonio Albás Blanc tuvo catorce hijos, de los cuales sobrevivieron nueve. Como convivieron en el mismo hogar con otros sobrinos, su casa era llamada en Barbastro "la Casa de los chicos". Los Albas Blanc procedían de antiguas familias aragonesas. El ambiente familiar, de sólida vida cristiana, había marcado el carácter de Dolores desde muy niña: libertad, laboriosidad y nobleza. A María de los Dolores (así registrada en el Libro de Bautismos), la llamaban, de pequeña, Lolita; y ya de mayor, doña Lola.

Siguiendo una tradición de familia, Lolita pasó sus dos o tres primeros años al cuidado de un matrimonio de confianza, en la montaña del Pirineo aragonés. Cuando fue a la escuela en Barbastro, asistió, como mediopensionista, al colegio de las Hermanas de la Caridad, donde cursó las materias básicas, completadas con Música, Dibujo y Bordado. También se decantó su afición por la literatura. Se conserva el dechado que presentó en la clase de bordado.

Hacia 1890, motivos comerciales hicieron que José Escrivá Corzán, el padre del futuro Josemaría, fuera a vivir a Barbastro, a la calle Río Ancho. Allí conoció a Dolores Albás, con la que se casó. El enlace matrimonial entre José Escrivá Corzán y Dolores Albás Blanc tuvo lugar el 19 de septiembre de 1898. Los novios, José y Dolores, de treinta y veintiún años de edad respectivamente, eran parientes lejanos. La ceremonia, celebrada en la catedral, en la capilla del Cristo de los Milagros, fue oficiada por don Alfredo, tío de Dolores y canónigo de Valladolid.

"Mi madre –recordaba el hermano del Fundador– era muy mujer de su casa, muy femenina, muy cariñosa con nosotros. Trabajaba poniendo amor y primor hasta en las cosas más pequeñas. Cuidaba los detalles, se esmeraba. La idea que tengo de ella es la de una mujer que tenía una gran delicadeza de alma y una gran reciedumbre para no consentirse caprichos. Ella vivía volcada en los demás" (S. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Romana, 1992, p. 142).

José Escrivá tenía un buen porvenir asegurado en Barbastro como copropietario de la sociedad Juncosa y Escrivá, comercio de tejidos y elaboración y venta de chocolate. El matrimonio Escrivá Albás vivía en el edificio que don José había alquilado en el número 26 de la calle Mayor.

Fueron naciendo los hijos: Carmen (1899); Josemaría (1902); María Asunción (1905); María Dolores (1907) y María Rosario (1909). La esposa contó con el apoyo incondicional de su marido y con la ayuda de las dos abuelas, Florencia y Constancia. El matrimonio se cimentó en la profunda formación religiosa que había recibido. Y, cuando llegó el momento del dolor (la muerte sucesiva y prematura de las tres niñas más pequeñas), los padres aumentaron su confianza en Dios. Y otro tanto hicieron ante el derrumbamiento económico de la sociedad que dirigía José Escrivá. En esa coyuntura el padre de san Josemaría decidió liquidar los bienes y pagar a los acreedores, aunque eso dañara su patrimonio, a pesar de que no tenía estricta obligación de justicia para hacerlo así.

2. La etapa de Logroño.

Barbastro no ofrecía capacidad de recuperación económica para la familia Escrivá, por lo que se hizo necesario cambiar de ciudad. Aunque mantuvieron un ambiente familiar digno y lleno de cariño, la familia tuvo que asumir el cambio de situación social.

José llegó solo a Logroño a principios de 1915 y comenzó a trabajar en La Gran Ciudad de Londres, unos almacenes especializados en paños. Siete meses más tarde consiguió para su familia una modesta vivienda en un cuarto piso de la calle Sagasta, muy próxima a su lugar de trabajo. La casa tenía 80 metros cuadrados y cuarenta y ocho escalones que la separaban de la planta baja, con el consiguiente esfuerzo para Dolores, que sufría un padecimiento reumático. A finales de diciembre de 1918 o comienzos de 1919 la familia pudo dejar ese piso y pasar a otro más espacioso en la calle Canalejas. Finalmente en 1921 volvieron a la calle Sagasta, esta vez a un segundo piso.

En el invierno de 1917-1918 Josemaría vio en la nieve las huellas que había dejado un carmelita descalzo. Este hecho, percibido con luz nueva, le movió a plantearse su vocación. Decidió hacerse sacerdote para estar más disponible al querer de Dios. Como modo de suplir su ausencia de la casa paterna, pidió a Dios, con audacia, un nuevo hijo para sus padres. En febrero de 1919 nació Santiago, el último hijo de José y Dolores. Josemaría empezó sus estudios en el Seminario de Logroño, y los continuó en el de Zaragoza a partir de septiembre de 1920.

Cuando se estaba preparando para la ordenación de diácono, el 27 de noviembre de 1924 recibió un telegrama donde se le comunicaba que su padre estaba gravemente enfermo. Al llegar a Logroño supo que había fallecido. Al dolor de perder a un padre y amigo, se unió la responsabilidad de sacar adelante la familia; y así prometió hacerlo delante de los restos mortales de su padre.

La etapa de Logroño había durado diez años. A principios de 1925, Dolores levantó la casa de nuevo, y con sus hijos viajó a Zaragoza, donde Josemaría seguía sus estudios e iba a iniciar su labor pastoral.

3. En Zaragoza.

La vida de Dolores adquirió un nuevo sentido: secundar la misión de su hijo Josemaría. Fijaron su residencia en el barrio de Tenerías, primero en la calle Urrea, y luego en la de Rufas. Eran en los dos casos viviendas modestas.

El 28 de marzo de 1925, Josemaría recibió la ordenación sacerdotal en la iglesia de San Carlos, de manos de Mons. Miguel de los Santos Díaz Gomara. En la capilla de la Virgen de la Basílica del Pilar, a las 10, 30 de la mañana del 30 de marzo (sin solemnidades) ofreció san Josemaría su primera Misa en sufragio por el alma de su padre. Asistieron Dolores, joven viuda, con sus dos hijos y muy pocas personas cercanas. Fue un día intenso marcado por el dolor del recuerdo del reciente fallecimiento de José Escrivá y por la ausencia de diversos familiares cercanos.

Algo después pudieron pasar a un piso más cómodo en la calle San Miguel. El 27 de abril de 1927, Josemaría recibió el permiso de traslado a Madrid para cursar el doctorado de Derecho. Viajó a la capital el 18 de marzo de 1927. La familia esperó en Fonz, villa cercana a Barbastro, en casa de unos parientes, sus noticias para hacer también ellos el traslado.

4. En Madrid, Dolores, ayuda fundamental.

Al vivir más cerca del hijo, la madre comprobó su intensa dedicación sacerdotal, su esfuerzo por allegar recursos económicos, su escaso descanso y sus privaciones en las comidas. Aunque su hijo todavía no le había manifestado lo ocurrido el 2 de octubre de 1928 (la luz fundacional del Opus Dei), Dolores se daba cuenta de que Josemaría multiplicaba la acción apostólica y de que ofrecía a Dios una intensa mortificación. Tras unos meses en la calle Fernando el Católico, ocuparon la vivienda de la calle José Marañón que las Damas Apostólicas ponían a disposición del capellán (de septiembre de 1929 a mayo de 1931). Más tarde la familia Escrivá pasó a la calle Viriato, a un piso interior. Desde diciembre de 1932 y hasta mayo de 1934 vivieron en un nuevo piso más confortable, en la calle Martínez Campos, 4. San Josemaría, con el consentimiento de su madre, organizó allí reuniones con los jóvenes a los que trataba. Era una vivienda de clase media, arreglada con gusto, que mostraba, sin palabras, lo que sería una característica de la labor del Opus Dei: la realidad de ser una familia. Los chicos que allí acudían se encontraban en "su casa", pasaban por el comedor a merendar, y mantenían alegres tertulias con san Josemaría.

En mayo de 1934, la familia se trasladó a la vivienda que el Patronato de Santa Isabel tenía destinada para los capellanes. En esas fechas, san Josemaría comenzó a instalar la Residencia DYA. Como necesitaba dinero para llevar adelante esta empresa apostólica, en el mes de septiembre explicó el Opus Dei a su familia y les pidió su ayuda. La respuesta fue unánime: parte del patrimonio, recientemente heredado de un hermano de su padre, fue utilizado para poner en marcha esa iniciativa apostólica.

Poco antes de la Guerra Civil española, se llevaron a la nueva vivienda de Dolores (desde febrero de 1936 se habían trasladado a la calle Doctor Cárceles, 3) papeles y documentos en los que san Josemaría había ido poniendo por escrito la naturaleza y la historia del Opus Dei. Se guardaron en un baúl destinado a este fin. Al comenzar la Guerra, su madre metió algunos documentos entre la lana de su colchón, y en cierta ocasión, cuando los milicianos registraron su piso, aparentó estar enferma. Al convertirse el barrio en zona de guerra, doña Dolores y sus hijos se trasladaron a la calle de Caracas, a la vivienda de la familia González–Barrado. En el traslado se llevaron consigo el baúl.

A finales de 1937, san Josemaría dejó Madrid para escapar de la persecución religiosa. Año y medio más tarde, el 28 de marzo de 1939, Madrid capituló ante el llamado Ejército Nacional. Ese mismo día san Josemaría llegó en uno de los primeros medios de transporte que entraron en la capital, provisto de dos maletas de comida. Su primera visita fue para su madre y hermanos. Dolores sólo tenía sesenta y dos años, pero estaba avejentada.

San Josemaría acondicionó la vivienda en el Patronato de Santa Isabel, del que era rector, para fijar allí su residencia madrileña. De nuevo pidió a su madre y a su hermana Carmen que organizasen la vida diaria. Trasportaron desde la calle Caracas los muebles y los enseres de los Escrivá. La Rectoral fue pareciéndose a una casa de familia. Con escasos medios materiales recomenzó la labor apostólica, y en agosto de 1939 san Josemaría animó a los miembros del Opus Dei (que tenían la experiencia de DYA) a que pusieran en marcha de nuevo una residencia de estudiantes, en dos pisos en la calle Jenner. Allá fueron Dolores y su hija para encargarse de la administración doméstica de la Residencia. Tuvieron dificultades para encontrar alimentos. La madre de San Josemaría padecía fuertes dolores de cabeza, pero dedicaba tiempo y cariño a los que ya eran del Opus Dei; arreglaba desperfectos en la ropa, cosía botones, zurcía calcetines y preparaba algo de merienda con restos del almuerzo; en las fiestas, a veces, hacía helado casero con una vieja heladora de manivela. Aunque era bastante callada (tenía la seriedad de los Albás), sabía aderezar su conversación con toques sobrenaturales; y sus palabras acercaban a Dios.

En el segundo curso después de la guerra (1940-1941) se trasladaron la familia y algunos de los primeros miembros de la Obra a la calle Diego de León, 14. Dolores vivió en una habitación del segundo piso, donde pasaba horas dedicada a la costura. Allí se reunían las chicas que iba formando san Josemaría; entre otros menesteres, se ocupaban de los lienzos del oratorio y confeccionaban ornamentos.

5. Enfermedad y fallecimiento.

A principios de abril de 1941, Dolores, con sus hijos y con Isidoro Zorzano, hizo una excursión a El Escorial. En el coche iban cantando el himno de la Virgen del Pilar con entusiasmo y haciendo oración pero al regreso empezó a no encontrarse bien. Dolores tenía entonces sesenta y cuatro años. Los médicos pensaron en un simple resfriado. Cuando san Josemaría salió hacia Lérida, para predicar unos ejercicios espirituales a sacerdotes diocesanos, el estado de Dolores no parecía alarmante: "Ofrece tus molestias por esta labor que voy a hacer, pedí a mi madre al despedirme. Ella asintió pero no pudo evitar decir por lo bajo: ¡este hijo!" (Citado en CASCIARO, 2006, p. 191).

La enfermedad empeoró y al día siguiente (22 de abril), a las diez de la mañana ya había perdido el conocimiento. Llegó Álvaro del Portillo con un sacerdote que le dio la extremaunción. Fue instalada en el oratorio de Diego de León, amortajada con el hábito del Carmen. Apenas ocurrido el fallecimiento se avisó por teléfono a san Josemaría para que regresara urgentemente.

El propio san Josemaría lo narró con las siguientes palabras: "A mitad de los ejercicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor sobrenatural, el oficio inigualable que compete a la madre junto a su hijo sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla. Casi inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que hacía también los ejercicios, y me dijo: don Álvaro le llama por teléfono. Padre, la Abuela ha muerto, oí a Álvaro. Volví a la capilla sin una lágrima. Entendí enseguida que el Señor mi Dios había hecho lo que más convenía, y lloré, como llora un niño, rezando en voz alta (estaba solo con Él) aquella larga jaculatoria, que tantas veces os recomiendo: fíat, adimpleatur, laudetur iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amén. Amén. Desde entonces, siempre he pensado que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esa labor" (Carta 8–VIII–1956, n. 45: AGP, serie A.3, 94-1–2).

Cuando san Josemaría llegó a Madrid, de madrugada, rezó intensamente ante el sagrario y se acercó a su madre, a la que besó en la frente, llorando. Algunos oyeron la oración confiada de un hijo, roto por el dolor: "yo pensaba que mi madre les hacía falta a estas hijas mías, y me dejas sin nada ¡Sin nada!" (Citado en CASCIARO, 2006, p. 191). El entierro fue al día siguiente en el cementerio de La Almudena. Ahora José y Dolores descansan en la cripta del Centro de Diego de León, en Madrid, a donde el 31 de marzo de 1969 se trasladaron sus restos.

6. La contribución de Dolores al Opus Dei.

San Josemaría dejó claro testimonio de la contribución que su madre había tenido en la vida del Opus Dei: "No recuerdo haberla visto nunca desocupada. Siempre estaba atareada en alguna cosa: hacía una labor de punto, cosía o recosía prendas de ropa, leía…". Recordaba su cariño, su cuidado del hogar, su laboriosidad: "No tengo memoria de haber visto jamás a mi madre ociosa. Y no era una persona rara, era una persona corriente, amable. No tenía la vocación nuestra, pero era una buena madre de familia, de familia cristiana, y sabía aprovechar el tiempo" (Carta 29-VII-1965, n. 53: AGP, serie A.3, 94-4–1).

Entre otros detalles que muestran esa realidad, san Josemaría destacó dos. La importancia que su madre había tenido en su formación cristiana cumplidos ya los setenta años, comentaba: "Todavía hoy, a mis siete años (ya sabéis que el cero lo he mandado de paseo), recito por la mañana , por la noche las oraciones que me enseñó mi madre. De modo que le debo, a estas alturas, la piedad de toda mi vida" (Apuntes tomados en una tertulia, 21-X-1972, en Dos meses de catequesis, I, 1972, p. 174: AGP, Biblioteca, P04). Y la impronta que su madre y su hermana habían dejado en un rasgo fundamental del espíritu del Opus Dei, el espíritu de familia: "veo como Providencia de Dios que mi madre y mi hermana Carmen nos ayudaran tanto a tener en la Obra este ambiente de familia. El Señor quiso que fuera así" (Crónica, 1969, p. 402: AGP, Biblioteca, P01).

Gloria TORANZO

 «    ALEGRÍA    » 

1. La alegría, virtud cristiana.

La alegría es una virtud de especial relieve en el cristiano. Aunque, más que virtud, es una consecuencia de vivir las demás virtudes: “la alegría perfecciona el acto virtuoso, pues se presta más atención y más celo a aquellos actos que se realizan con alegría" según afirma santo Tomás de Aquino (cfr. Comentario a la Ética a Nicómaco, Libro 1, Lección 13).

El anuncio del nacimiento del Hijo de Dios a los pastores se llevó a cabo con estas palabras de gozo: "Vengo a anunciaros una gran alegría" (Lc 2, 10). El Evangelio (que significa buena noticia) nos enseña cómo la felicidad verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones, del dolor y de la muerte, es la de quienes se encontraron con Dios y supieron seguirle en una entrega generosa; es la alegría del anciano Simeón al tener en sus brazos al Niño Jesús (cfr. Lc 2, 29-30), es el inmenso gozo de los Magos al encontrar de nuevo la estrella que habían perdido en el camino de Belén (cfr. Mt 2, 10), o el alborozo de los Apóstoles cuando se encuentran con Cristo Resucitado (cfr. Jn 20, 20), etc.

La alegría no está en los goces de fuera: "La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar alegría. Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia, sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de muchos" (GD, 1).

Cristo promete a los Apóstoles hacerles partícipes de su alegría: "Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar" (Jn 16, 22). Esta alegría, sin embargo, no es más que un principio, un adelanto de aquella otra a la que hemos sido llamados por Dios como coronación de la vida terrena. Como enseña santo Tomás, "el gozo de esta vida no puede ser pleno. Lo será cuando en la patria poseamos de modo acabado el bien perfecto: 'entra en el gozo de tu Señor' (Mt 25, 21)" (Super Ev. S. loann. lect. 15, 1, 2). Esa es también la enseñanza de san Josemaría: "La alegría de los pobrecitos hombres, aunque tenga motivo sobrenatural, siempre deja un regusto de amargura. – ¿Qué creías? –Aquí abajo, el dolor es la sal de nuestra vida" (C, 203).

La alegría no se debe, pues, a que todo salga bien, sino a que está fundada en la confianza en Dios, que nos ayuda a superar las dificultades. "La alegría es un bien cristiano. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aun entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona, y ya no hay tristeza" (ECP, 178).

2. Se fundamenta en la filiación divina.

La alegría es fruto del Espíritu Santo, que lleva a profundizar en la filiación divina. Por eso, las personas más felices, también en esta vida, han sido y son los santos, es decir, los cristianos que han vivido a fondo su fe. El reconocimiento de nuestra dependencia filial de Dios es "fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza" (CCE, 301). Cuanto más se avanza en el camino hacia Dios, mayor y más tangible será la alegría.

San Josemaría enseñó siempre que la alegría nace de la filiación divina y se alimenta del cumplimiento de la Voluntad de Dios: "Alégrese el corazón de los que buscan al Señor" (1Cro 16, 10; cfr. C, 666). La alegría es consecuencia de la filiación divina, de sabernos queridos por nuestro Padre Dios que nos acoge, nos ayuda y nos perdona (cfr. F, 332). Ese seguro anclaje en la filiación divina le llevaba a decir: "Los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo. Si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar" (AD, 92). O, con otras palabras: "Si nos sentimos hijos predilectos de nuestro Padre de los Cielos, ¡que eso somos!, ¿cómo no vamos a estar siempre alegres? Piénsalo" (F, 266).

La alegría pertenece a la esencia de la santidad. Estamos contentos porque "hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene" (1Jn 4, 16). "Que estén tristes los que no se consideren hijos de Dios" (S, 54). San Josemaría asociaba, pues, la alegría a la santidad. Por eso, no es obstáculo para la verdadera alegría que las circunstancias en que se desarrolla la existencia de una persona sean difíciles o dolorosas. La alegría es compatible con la existencia de dificultades, del dolor y de la muerte: "Esta es la diferencia entre nosotros y los que no conocen a Dios. Ellos en la adversidad se quejan y murmuran, a nosotros, las cosas adversas no nos apartan de la virtud ni de la verdadera fe. Por el contrario, éstas se afianzan en el dolor" (SAN CIPRIANO, De mortalitate, 13). Esto es así porque la santidad consiste en identificarse con Cristo y a Cristo lo encontramos en la Cruz. Por eso, enseñaba san Josemaría que "la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz" (F, 28). La consecuencia es que "nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo. Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!, Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad aquí y, después, eternamente" (S, 52).

3. Es factor importante para la convivencia.

La alegría es fruto de un corazón bueno, pues como escribe Hermas: "Todo hombre alegre obra el bien. En cambio, el hombre triste se porta mal en todo momento" (El Pastor de Hermas, "Mandamientos", 10, 3: Ruiz BUENO, 1974, p. 994). De ahí que la alegría se manifieste como un efecto de la caridad.

Por eso, la vocación cristiana, fundamentada en la filiación divina, convierte a los hombres en "sembradores de paz y de alegría". Era ésta una expresión muy querida de san Josemaría, con la que deseaba expresar que cuando se busca sinceramente la santidad, se alcanza también la paz del corazón y, con la paz, la alegría, que acaba desbordándose en los demás: "Si vivimos así, realizaremos en el mundo una tarea de paz. Sabremos hacer amable a los demás el servicio al Señor, porque Dios ama al que da con alegría (2Co 9, 7). El cristiano es uno más en la sociedad, pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre" (AD, 93).

El cristiano proclama su testimonio con alegría y buen humor, aprovechando las ocasiones que le proporciona su normal actividad en medio del mundo, para llevar el mensaje de Cristo a las personas que tiene cerca, de modo amable y atractivo, según el consejo del Apóstol: "Que vuestra conversación sea siempre con gracia, sazonada con sal, de forma que sepáis responder a cada uno como conviene" (1Co 10, 31). Con otras palabras, lo expresaba san Josemaría: "Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría" (F, 591).

Cuando falta la alegría, se entorpecen las buenas relaciones en el ámbito de la familia o de los grupos sociales. La experiencia enseña que toda alegría que se vive al margen de Dios o contra Dios "no satisface, sino que introduce cada vez más al hombre en el torbellino en el que, a la postre, ya no podrá ser verdaderamente feliz" (RATZINGER, 1991, p. 481).

4. La alegría, rasgo característico del espíritu del Opus Dei.

"Sólo tenía yo veintiséis años, gracia de Dios y buen humor" (CONV, 32). Así se expresaba san Josemaría al recordar el inmenso horizonte que se había abierto ante su mirada el 2 de octubre de 1928. En otro momento, afirmaba: "Por temperamento, he sabido tener habitualmente la sonrisa en los labios y en la mirada" (CECH, p. 792). Y poco antes de morir, confesaba, en una conversación informal: "Ser santo es ser dichoso, también aquí en la tierra. Y me preguntaréis quizá: Padre, y usted ¿ha sido dichoso siempre? Yo, sin mentir, recordaba hace pocos días (…) que no he tenido nunca una alegría completa, siempre, cuando viene una alegría, de esas que satisfacen el corazón, el Señor me ha hecho sentir la amargura de estar en la tierra, como un chispazo del Amor. Y, sin embargo, no me he sentido nunca infeliz, no recuerdo haber sido infeliz nunca. Me doy cuenta de que soy un gran pecador, un pecador que ama con toda su alma a Jesucristo. Así que infeliz, nunca, alegría completa nunca tampoco. ¡Ay qué lío me he hecho!" (Citado en BERNAL, 1976, p. 158).

Un dato constante que señalan cuantos le conocieron fue su alegría y simpatía arrolladora: "Yo le recuerdo (señala una Hermana de la Caridad) siempre alegre. Si tuviera que destacar una cualidad de él, creo que me quedaría con ésta: la jovialidad, el gozo que emanaba su persona (…). Nos alegraba la vida con su modo de ser. Estábamos deseando que llegara, en aquella época de inseguridad y de probable y próxima persecución (…). No le vi nunca contagiarse de ningún espíritu de derrotismo" (Citado en SASTRE, 1989, p. 129). Y esa fue su constante enseñanza: "Estad siempre alegres. También a la hora de la muerte. Alegría para vivir y alegría para morir. Con la gracia de Dios, no tenemos miedo a la vida, ni tenemos miedo a la muerte (…). Nuestra alegría (…) tiene un fundamento sobrenatural, que es más fuerte que la enfermedad y la contradicción. No es una alegría de cascabeles o de baile popular. Es algo más íntimo. Algo que nos hace estar serenos, contentos (alegres, con contenido), aunque a la vez, en ocasiones, esté severo y grave el rostro" (Instrucción, mayo 1935/14–IX–1950, n. 69: AGP, serie A.3, 90-1–1).

San Josemaría predicó siempre la santidad con buen humor. Buen humor que no es cuestión de temperamento, sino de vida interior. Las virtudes cristianas son virtudes alegres. Por eso previno: "De lejos viene el empeño diabólico de los enemigos de Cristo, que no se cansan de murmurar que la gente entregada a Dios es de la «encapotada». Y, desgraciadamente, algunos de los que quieren ser «buenos» les hacen eco, con sus «virtudes tristes». –Te damos gracias, Señor, porque has querido contar con nuestras vidas, dichosamente alegres, para borrar esa falsa caricatura (…)" (S, 58). Lo de santos "encapotados" proviene de santa Teresa, que rogaba a Dios: "De devociones necias y santos de rostro desabrido, líbranos Señor".

5. La tristeza, enemiga de la alegría.

La falta de alegría se denomina tristeza, que es una sensación desagradable, dolor o aflicción, causada por un mal presente y no deseado. Es característico de la tristeza apesadumbrarse ante el mal presente, lo que denota falta de fe y de esperanza.

Según su causa, cabrían tres tipos de tristeza. Hay una tristeza "buena", cuando es provocada, por ejemplo, por el pecado, propio o ajeno. El mismo Jesucristo la padeció en el Huerto de Getsemaní: "mi alma está triste hasta la muerte" (Mt 26, 37). Una tristeza que podríamos también denominar "fisiológica", que puede ser consecuencia de la enfermedad o del agotamiento. Y finalmente una tristeza "mala", causada por la falta de correspondencia a la gracia de Dios, tristeza profunda que tiene su origen en la "enfermedad" del alma. Santo Tomás dirá que su origen es casi siempre la soberbia: "La tristeza mala proviene del desordenado amor a sí mismo, el cual no es un pecado especial, sino la raíz general de todos los pecados" (S.Th. II-II, q. 28, a. 4). En cualquier caso, la tristeza es un enemigo que hace la vida imposible (cfr. CECH, p. 795). De esta tristeza previene san Josemaría: "¿No hay alegría? Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. Casi siempre acertarás" (C, 662).

El que se sabe hijo de Dios no debe dejarse vencer por la tristeza, sea cual sea la causa que la provoque, ni siquiera cuando el motivo son los propios pecados personales: "Cuando te apuren tus miserias no quieras entristecerte. Gloríate en tus enfermedades, como San Pablo" (C, 879). "Los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias" AD, 92).

Miguel Ángel MONGE SÁNCHEZ

 «    ALEMANIA    » 

1. Los inicios de la labor.

Con mucha visión sobrenatural y carente de medios materiales, llegó a Bonn el 10 de agosto de 1952 Alfonso Par, ingeniero, ordenado sacerdote en agosto de 1951. Poco después, visitó al cardenal, que se alegró de que la Obra comenzara a trabajar en Alemania. El mismo año llegaron Fernando Inciarte, Fernando Echeverría y Jordi Cervós Navarro, los tres con sus estudios recién terminados de Filosofía, Derecho y Medicina respectivamente. Inciarte fue después profesor de las Universidades de Colonia y Friburgo de Brisgovia y, a partir de 1975, catedrático de la Universidad de Münster; y Cervós, catedrático del Instituto de Neuropatología de la Universidad Libre de Berlín, decano de la Facultad de Medicina y vicepresidente de esta Universidad. En 1954 llegó el Dr. Antonio Jiménez, también jurista, que acababa de ser ordenado sacerdote y en septiembre de 1955, José Arquer, arqueólogo, y también recién ordenado.

En 1953 consiguieron un piso en la Koblenzer Strasse, 129, hoy Adenauerallee, y cuando pudieron disponer del inmueble, instalaron allí la Residencia de Estudiantes Althaus. Algunos de los residentes y de los asistentes a las actividades descubrieron en el Opus Dei su modo concreto de vivir la vocación cristiana. Así el estudiante de Derecho Kurt Malangré, supernumerario, que más adelante fue alcalde de Aquisgrán; Klaus M. Becker, entonces estudiante, que fue el primer numerario surgido de la labor apostólica en Alemania; poco después le siguió su amigo Peter Blank. En 1958 abrieron un Centro en Colonia que fue la sede de la Comisión Regional.

En octubre de 1956, llegamos a Colonia Carmen Mouriz, que había estudiado en el Colegio Alemán de Madrid y yo misma, Ana María Quintana, que tenía el título de Profesor Mercantil. Esta llegada marcaba el inicio del trabajo estable de la Obra entre las mujeres, y facilitaba la formación a las que ya se habían incorporado. Eran Käthe Retz, psicóloga; Marlies Kücking, estudiante de Germánicas; Hele Steinbach, farmacéutica, madre de dos hijos y algunas más. Habían reunido en Bonn, donde vivían, un grupo de estudiantes, escolares y señoras que asistían a medios de formación prepararon así la futura labor.

Poco antes, en su primera visita a Althaus, san Josemaría había expresado su deseo de que las mujeres comenzaran la labor precisamente en Colonia, y así se hizo. Se había conseguido un piso en la Hülchrather Strasse, 6 y, pocos meses después, otro en el mismo edificio. Cuando llegaron, el piso estaba en obras, pues había que renovarlo completamente. También ellas venían con poco bagaje, pero sabiendo que san Josemaría rezaba intensamente por el apostolado en Alemania. Antes de salir de Roma, donde estuvieron un tiempo, habían recibido su bendición. Una vez terminadas las obras, la Residencia se llenó por completo; suponía mucho trabajo. Cuando san Josemaría se enteró de la situación, quiso que fueran enseguida tres numerarias auxiliares: las españolas Emilia Llamas, Atanasia (Tasia) Alcalde y la mejicana Epitacia (Pelancho) R. Gaona llegaron a Colonia el 7 de junio de 1957.

A partir de ese momento, creció mucho la labor apostólica. En esos años se acercaron a la Obra Franzis Niewel, estudiante, y Annemarie Leven, farmacéutica, compañera de Hele Steinbach. Marga Schraml y Jutta Geiger, alemanas, descubrieron el Opus Dei en el ejercicio de su profesión en Roma. Más tarde, los miembros de la nueva generación, una vez terminados los estudios, ejercieron su profesión como médicos, profesoras de Segunda Enseñanza, arquitectos, directoras de las Administraciones de los Centros, etc.

2. Los viajes de san Josemaría a Alemania.

San Josemaría preparó personalmente la futura labor del Opus Dei en Europa Central. En su primer viaje, en noviembre de 1949, escribió desde Milán una carta a sus hijos de México, en la que decía: "Estamos estos días aquí, preparando el arreglo de esta casa, y camino de Austria y Alemania, donde vamos a echar una ojeada con vistas a abrir un par de casas también, cuanto antes, con la ayuda de Dios. No dejéis de encomendar las cosas que ahora llevamos entre manos, porque importan mucho para toda la Obra" (AVP, II, p. 332).

Acompañado de otras personas, san Josemaría salió de Roma el 22 de noviembre. Estuvo varios días en Milán, y el 30 de noviembre llegó a Münich. Se notaba el paso de la guerra por la capital de Baviera. La ciudad estaba medio destruida. El fundador no olvidó nunca la impresión que le produjo. Al día siguiente, después de celebrar la santa Misa en la catedral, visitaron al arzobispo de München-Freising, cardenal Michael Faulhaber, y a otras personas. El cardenal se mostró muy cordial con el fundador, interesándose por la Obra. A los pocos días, san Josemaría estaba de regreso en la Ciudad Eterna, poniendo fin a este primer viaje (de 3.490 kilómetros) de preparación de la labor de la Obra en Europa Central.

Desde Roma, san Josemaría seguía a labor de sus hijos en Bonn. En cuanto pudo, los visitó. El 1 de mayo de 1955 estuvo por primera vez con ellos en Althaus. Se interesó por cada uno de ellos. Le gustaron mucho la situación de la casa y las posibilidades que presentaba. Por lo que se refería a su estado, escasez de muebles pobreza de las habitaciones, les hizo ver que había que superar esa etapa cuanto antes.

Al día siguiente, 2 de mayo, estuvo de nuevo en Althaus. El fundador se sentía feliz junto a sus hijos en Alemania y con una gran esperanza al pensar en las muchas personas a las que el Señor llamaría a la Obra. Dirigiéndose a uno de los presentes, dijo: "Hijo mío, ¿no te hace ilusión ver la confianza que el Señor ha puesto en nosotros? Parece como si hubiera condicionado la fecundidad de la labor a que seamos fieles. ¡Qué responsabilidad tan grande tenemos! ¡Y qué sentido de la filiación divina, ante esta confianza que Dios nos ha manifestado! ¡Qué ilusión al pensar en la cosecha que se aproxima a esta tierra alemana! La Obra huele ya a campo cuajado, a cosa hecha a pesar de que veintisiete años no son nada para un ente moral, y menos para una familia que el Señor ha querido promover y que ha de durar mientras haya hombres sobre la tierra, para servir a la Iglesia, para extender el reinado de Cristo, para bien de las almas, para hacer dichosa a la humanidad, llevándola a Dios" (citado en AVP, III, p. 334).

Dos días más tarde recibieron otra corta visita del Padre. Les alentó a seguir trabajando sin desánimo, les habló de perseverancia y de entrega recordándoles unas palabras que repetía frecuentemente: "¡Fieles, vale la pena!". Durante ese viaje visitó Colonia, Düsseldorf, Maguncia y Coblenza. Hoy en día, una placa de la cripta de la catedral de Colonia, que enumera los santos y beatos que han visitado la catedral, incluye el nombre de san Josemaría Escrivá de Balaguer.

A finales de 1955, emprendió un nuevo viaje por Suiza y Francia, y llegó a Alemania el 30 de noviembre. Celebró la santa Misa en la catedral de Colonia. Después estuvo en Althaus. Como siempre, fue un encuentro lleno de cariño humano y sentido sobrenatural. Les dijo con firmeza: "Ha acabado la prehistoria de la región alemana y ahora estamos ya en la historia. Hoy empieza la historia de la Obra en Alemania. Hoy, 30 de noviembre de 1955, entramos en la historia de esta región. No será algo inmediato, repentino. Requerirá algunos meses, esperar. Pero vendrá gente, saldremos de Bonn, se comenzará a trabajar en labores más diversas" (citado en AVP, III, p. 336).

Siguió viaje a Viena y el 7 de diciembre, a su regreso de la capital austríaca, estuvo de nuevo en Althaus. Contó que habían estado en Viena y que habían llenado de avemarías y de canciones los caminos del centro de Europa (cfr. Diario de Althaus, Bonn, 7–XII–1955: AGP, serie M.2.2, 1-7). Les recordó que tenían que ser fieles, santos. En el momento de irse repetía que no había necesidad de despedirse, porque siempre estaban unidos, consummati in unum!

En 1956, estuvo en Suiza, Francia y Bélgica, y el 30 de junio pasó a Alemania. En Aquisgrán hizo una corta parada para rezar en la catedral. En Althaus pudo conocer a uno de los primeros alemanes del Opus Dei, así como a otros estudiantes que frecuentaban el Centro.

En octubre de ese año, las mujeres del Opus Dei instalaron una pequeña residencia, Eigelstein, en Colonia. El 22 de agosto de 1957, tuvieron la primera visita de san Josemaría. Había hecho muchos kilómetros en coche para venir a verlas; estaba contentísimo. Le dolió la extrema pobreza del oratorio, que era provisional. Comentó que daban a Dios todo lo que tenían en medio de esa pobreza, y así ponían el fundamento para que hubiese una gran floración en Alemania. Les entregó dos cajas de bombones suizos. Preguntó si estaban bien de salud y si estaban contentas. Insistió en que ser de las primeras suponía una gracia extraordinaria y exigía también una correspondencia extraordinaria. Se enteró de que no tenían lavadora, e hizo las gestiones necesarias para comprarles una.

El día 24, fiesta de san Bartolomé, llegó por la mañana san Josemaría con don Álvaro a Eigelstein para celebrar la santa Misa. Después estuvieron hablando y las animó a poner una residencia de nueva planta: vendrían muchas miles. Dependía de su fidelidad y buen humor.

Luego fue a Bonn, donde le esperaba un buen grupo de estudiantes que habían llegado de Suiza, Austria, España y Portugal para asistir a una Ferienakademie (academia de verano) en la ciudad de Altenberg. Les habló de la necesidad del descanso, para poder trabajar más; del amor a la libertad propia y a la ajena; del amor a la patria, pero sin estrechez de corazón, y de que tenían que ser fundamento firme, saber desaparecer.

En septiembre de 1958, san Josemaría estuvo de nuevo en Colonia. A sus hijas les llevó un zueco de cerámica de Delft. Les recomendó que, al verlo, pidieran por la labor que pronto comenzaría en Holanda. Habló de viajes periódicos a Amsterdam y comentó que, aunque sabía que no tenían medios económicos y que eran muy pocas, le daría alegría que procurasen hacer ese esfuerzo que redundaría en provecho de la Obra. En este viaje visitó a sus hijos en el Centro de la Comisión Regional de Colonia. El día 22, viajó a la abadía de María Laach. También estuvo en Althaus, donde conoció a algunos de los que recientemente habían pedido la admisión en la Obra.

Un año más tarde, el 16 de septiembre de 1959, estuvo otra vez en Althaus. Estaban allí unas quince personas. Uno de los presentes, Rolf Thomas, que había pedido la admisión en el Opus Dei el año anterior, quedó muy impresionado por la firmeza de la fe de san Josemaría, con la que veía al Opus Dei al servicio de la Iglesia. Resume su impresión en estas tres frases que más tarde le oyó decir muchas veces al fundador: "Soñad y os quedaréis cortos; Dios no se deja ganar en generosidad; antes, más y mejor" (THOMAS, 2010, p. 26). Por la tarde, san Josemaría visitó a sus hijas en la Residencia Eigelstein. Les pidió que rezaran por él, para que fuera bueno y fiel. Les instó a que estuvieran siempre muy contentas.

Su última estancia en Colonia fue en mayo de 1960. Estuvo en el Centro de la Asesoría Regional del país. Preguntó a la directora por un próximo viaje que debía realizar a Viena y con este motivo, recordando años pasados, comentó que la guerra era una injusticia, y que también era una injusticia la división de Berlín. Le contaron que seguían buscando un solar para la nueva residencia y san Josemaría prometió ofrecer la santa Misa para que lo encontraran pronto. Ya a punto de dejar el piso, una de las presentes le dijo que estaba dispuesta a irse a Rusia. Comentó entonces san Josemaría que para trabajar en cualquier país, se necesita un mínimo de libertad, pues de otro modo no se puede trabajar ni desarrollar el apostolado del Opus Dei, y añadió: "Hija mía, yo pido por la unidad de este país vuestro, pido también por Berlín, es un deber de justicia. Tenéis que trabajar en todas las regiones alemanas. ¡Qué campo tan inmenso os espera!" (BERGLAR, 2005, p. 261).

3. Desarrollo de la labor apostólica.

Las visitas del fundador fueron siempre motivo de alegría y de renovación interior, y un estímulo para incrementar la labor apostólica. En su primera visita a las que vivían en la modesta Residencia Eigelstein, las animó a conseguir una residencia de nueva planta. En su segunda visita les propuso que instalasen otro Centro, fuera de la Residencia. Con el tiempo, ese piso se la Asesoría Regional también acabó resultando pequeño para la creciente labor. Adquirieron entonces, en 1963, un chalecito en Lindenthal. En 1958 les pidió que hicieran viajes a Holanda, donde empezaba la labor. Sus iniciativas trajeron siempre incremento de las personas que frecuentan los medios de formación que ofrece a Prelatura, tanto por parte de las mujeres como con los varones, en diversos lugares de Alemania.

Muy a menudo san Josemaría decía a sus hijas e hijos que había que ejercer el apostolado en el país en que se encontraban y extenderlo desde ese país a otros. Desde Alemania se colaboró en mayor o menor escala (con viajes más o menos regulares y después con personas que se trasladaron) a los inicios de Holanda y Austria, y más tarde de Suecia y Finlandia (BERGLAR, 2005, pp. 283-284).

Con la fuerza de sus palabras y la seguridad en su oración, se fueron buscando nuevos instrumentos materiales que contribuyeran a dar realce a la calidad de la formación. Con el tiempo se pudo disponer de inmuebles donde tener cursos de retiros y convivencias. Además, en 1963 se inauguró en Colonia la Residencia Schweidt para universitarios y a partir de 1966 las mujeres contaron con la Residencia Müngersdorf con 119 plazas (SCHELLENBERGER, 2011, p. 53). Anexo a cada una de las Residencias funcionaba un Centro de Formación Profesional. Por razones profesionales, y con el deseo de llevar el mensaje del Opus Dei a todas partes en servicio a la Iglesia, se instalaron también Centros en otras ciudades. Aunque no faltaron dificultades, la labor apostólica continuó desarrollándose.

En 1975, en el momento del fallecimiento de san Josemaría, se contaba con varios Centros en Colonia y Bonn; además, en Aquisgrán, Berlín, Essen, Münich, Münster, Tréveris, Jülich. Desde esas ciudades se hacían viajes a otras: Friburgo, Düsseldorf, Heidelberg, Monchengladbach. La labor apostólica entre los sacerdotes también había crecido. Buen signo de ese desarrollo apostólico es el hecho de que, cuando en enero de 2002, y con motivo del centenario del nacimiento de san Josemaría, se celebró una Misa solemne, miembros del Opus Dei y amigos llenaron por completo la catedral de Colonia. Y algo análogo ha acontecido en años posteriores.

Ana María QUINTANA GONZÁLEZ

 «    ALMA SACERDOTAL    » 

1. El alma sacerdotal del cristiano.

Para comprender el contenido que tiene la expresión "alma sacerdotal" en la predicación de san Josemaría, parece necesario hacer referencia a sus enseñanzas sobre el sacerdocio común, donde encuentra su fundamento.

Esta doctrina, elaborada a partir de las fuertes expresiones de la Sagrada Escritura (cfr. Ex 19, 5-6; Is 61, 3-6; Rm 12, 1; 1P 2, 4-5, 9-10; Flp 2, 5; Ap 1, 5-6) y de los Padres, es una constante en sus escritos. Tiene matices en gran parte originales como fruto de la hondura con que medita sobre el misterio de la Redención y de su carisma fundacional: abrir en la Iglesia un camino de santidad, de "almas contemplativas en medio del mundo" para santificar (redimir) el mundo desde dentro.

a) El sacerdocio común de los fieles, fundamento del alma sacerdotal.

Desde los inicios de su actividad pastoral, san Josemaría subraya, con un convencimiento persuasivo, que Dios ha querido hacer partícipe al cristiano del carácter pleno y definitivo del sacerdocio de Cristo, para seguir manteniendo su presencia redentora entre los hombres: "¡Siempre Cristo que pasa! Cristo, que sigue pasando por las calles y por las plazas del mundo, a través de sus discípulos, los cristianos" (ECP, 71). Por el Bautismo todos los fieles participan en el sacerdocio de Cristo y están llamados a compartir sus sentimientos, su afán de almas, su entrega redentora que ha de manifestarse en todos los ámbitos de la vida: la familia, el trabajo, las relaciones sociales. "La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención" (ECP, 120). El sacerdocio común es, pues, el sacerdocio de la propia vida, de modo que el cristiano, todo cristiano, está Habilitado para ofrecer su propia existencia como "hostia agradable" a Dios (Rm 13, 1; 1P 2, 5).

El único Sacerdocio de Cristo puede ser participado de otra manera en virtud del sacramento del Orden, que da origen al sacerdocio ministerial por el que el sacerdote queda configurado de modo específico con el Sumo Sacerdote y puede obrar en la persona de Cristo, infiriendo los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. La diferencia entre ambos sacerdocios no es de grado, sino de esencia (cfr. LG, 10; DEL PORTILLO, 1990, op. 42-43). Los demás fieles están incorporados a Cristo por el Bautismo, pero no tienen potestad para actuar in persona Christi Capitis. El poder que confiere el Orden sacerdotal no lo poseen los fieles laicos que se encuentran ante lo que san Josemaría llamaba de modo gráfico el muro sacramental. "La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia" (CONV, 69). Hay, por eso, una íntima relación entre ambos sacerdocios, que se presuponen y complementan en el contexto de la común llamada a la santidad y al cumplimiento de la misión de la Iglesia. "Dios Nuestro Señor nos ha llamado a todos a la plenitud de la caridad, a la santidad (…). Ni como hombre ni como fiel cristiano el sacerdote es más que el seglar" (AIG, pp. 68-69, 72), sólo es diverso el modo de participar del sacerdocio de Cristo.

Al explicar la doctrina teológica del sacerdocio común, san Josemaría no se limita a exponer teóricamente esta verdad, sino que mueve a situar la totalidad de la existencia bajo el impulso de ese sacerdocio, convirtiendo la vida entera en oración, sacrificio, culto a Dios. En sintonía con san Pablo afirma: "Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que (en ese movimiento) se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1Co 10, 31)" (CONV, 115).

En este contexto emplea la expresión alma sacerdotal para expresar la disposición habitual de ejercer la propia participación en el sacerdocio eterno de Cristo. Es un impulso interior que impregna el ser y el actuar del cristiano de sentido apostólico y corredentor. "Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios–Hombre" (ECP, 96).

De modo semejante a como el alma es forma del cuerpo, el alma sacerdotal debe informar todos los instantes y la entera actividad de la existencia cristiana. Como en la vida de Cristo todas sus acciones estuvieron penetradas del afán redentor que lleva en su corazón, el alma sacerdotal, que participa de esos mismos sentimientos, tiene un vivo sentido del pecado y de la necesidad de la expiación, así como de la llamada a convertir toda la vida en alabanza a Dios, en unión con Cristo y su Sacrificio del Altar. La gracia del Espíritu Santo trae consigo todas las virtudes necesarias que permiten fructificar en obras el sacerdocio espiritual recibido en el Bautismo: la fe proporciona claridad para que la actividad diaria (trabajo, relaciones familiares y sociales) se convierta en lugar de encuentro con Dios; la caridad urge a hacer de la propia vida ofrenda y servicios; y la esperanza lleva a difundir en todo momento la alegría propia del que se sabe hijo de Dios y heredero del cielo.

"Mirad, la Redención que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1Co 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6)" (ECP, 121).

Es significativo, tanto de la radicalidad con que profundizó en la doctrina del sacerdocio común, como de su valoración de la mujer, el hecho de que algunas de sus afirmaciones más netas en este sentido estén dirigidas precisamente a mujeres: "Vosotras, por ser cristianas, tenéis alma sacerdotal", afirmó unas horas antes de dejar esta tierra (26–VI–1975, citado en DEL PORTILLO, 1976, p. 22), y en otra ocasión cercana en el tiempo se expresó de modo semejante: "Yo en el altar, soy Cristo, no soy Josemaría. Tú eres mujer, pero tienes también alma sacerdotal, lo dice San Pedro: vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa y lo dice a hombres y a mujeres, a todos los cristianos: por tanto eres ipse Christus, el mismo Cristo" (Catequesis en América, I, 1974, p. 587: AGP, Biblioteca, P05).

b) Alma sacerdotal e identificación con Cristo.

Los dos textos que acabamos de citar, en los que se afirma que el cristiano debe ser no ya "alter Christus, sino ipse Christus" (ECP, 104), ponen de manifiesto la interna relación entre alma sacerdotal e identificación con Cristo. Esta identificación tiene una raíz sacramental que san Josemaría recordó con claridad en diversas ocasiones. "El cristiano –escribe– se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera" (ECP, 106).

Pero esa base o raíz sacramental debe redundar en la vida. El cristiano debe dejar que la vida de Cristo "se manifieste en nosotros" (ECP, 104), porque "Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes" (ECP, 174). Para ello es necesario conocer y amar a Cristo, tener sus mismos sentimientos. "El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí" (ECP, 103). Y precisa: para ser ipse Christus hay que mirarse en Él. (…) hay que aprender detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas (…). Así nos sentiremos metidos en su vida" (ECP, 107), "porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo" (ECP, 14).

El cristiano configurado con Cristo, que "acepta que en su corazón habite Cristo" (ECP, 183), participará también de su misión, de modo que "en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte– la eficacia salvadora del Señor" (ibidem). No es posible separar en Cristo su ser de Dios–Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa. Ésta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo" (ECP, 122). Y del mismo modo, en el cristiano no puede haber ninguna actividad que no esté impregnada de ese afán redentor, porque "abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, "terminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención" (ECP, 183).

c) La santa Misa, punto decisivo de referencia para el alma sacerdotal.

"Gracias al Bautismo y la Confirmaron, el pueblo sacerdotal se hace apto para celebrar la liturgia" (CCE, 1119). La primera manifestación del alma sacerdotal es amar el Santo Sacrificio de la Misa, donde el cristiano une su sacrificio al de Jesucristo, Sacerdote y Víctima, y (por Él, con Él y en El) presenta al Padre todas sus obras y la creación entera. "Con alma sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos nosotros estar con Jesús entre Dios y los hombres" (Carta 11–III–1940, n. 11: AGP, serie A.3, 91-6–1).

San Josemaría aconsejó renovar en la santa Misa el ofrecimiento de la propia vida y de la actividad diaria para que, al ser asumidas por Cristo, reciban valor redentor. La vida de los fieles unidos a Cristo por la gracia es toda ella verdadero culto espiritual, pero sus actos de culto interior se consuman cuando en la santa Misa unen sus vidas al Sacrificio de Cristo cuando, uniéndose a cuanto está realizando el sacerdote in persona Christi, se ofrecen ellos mismos y su vida entera. Es esa ofrenda vivencial del Sacrificio del Altar, de la celebración litúrgica, la que permitirá vivir con alma sacerdotal durante la jornada entera: "Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba?" (ECP, 154).

d) Alma sacerdotal y amor a la Cruz.

Tener alma sacerdotal implica amor a la Cruz, anhelo de difundir por todas partes el fuego de amor que Cristo ha venido a traer a la tierra (cfr. Lc 12, 49), afán de almas, urgencia por la salvación de todos los hombres, deseo de llevar a Cristo hasta el último rincón de la tierra: "El Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones" (ECP, 11). Y hacerlo con actitud sacerdotal. Es propio del alma sacerdotal experimentar un vivo sentido del pecado, que mueve a la expiación, al sacrificio alegre, en una entrega que enseña a ver en todos los acontecimientos, también en los dolorosos, una fuente de vida, de gracia y de paz.

e) Alma sacerdotal y vida ordinaria.

En conformidad con el núcleo de su mensaje (la santificación en medio del mundo) el fundador del Opus Dei subrayó la necesidad de que el alma sacerdotal impregnara toda la actuación del cristiano. "No me cansaré de repetir (…) que el mundo es santificable, que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo" (ECP, 120). "Mientras desarrolláis vuestra actividad en la misma entraña de la sociedad, participando en todos los afanes nobles y en todos los trabajos rectos de los hombres, no debéis perder de vista el profundo sentido sacerdotal que tiene vuestra vida. Debéis ser mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Dios todas las cosas, y para que la gracia divina lo vivifique todo: con mucho gusto gastaré cuanto tengo y me entregaré a mí mismo por las almas (2Co 12, 15)". En esa línea se refiere al trabajo: "En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación" (CONV, 55). En efecto, "al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora" (ECP, 47). "Este es nuestro sitio, dentro de estos límites, aquí hemos de gastarnos diariamente con Él, ayudándole en su labor redentora" (AD, 49), de forma que el trabajo se convierte en altar de la ofrenda de la propia existencia a Dios (cfr. ECP, 96).

2. Alma sacerdotal y mentalidad laical.

La secularidad es una dimensión de la Iglesia que deriva del misterio del Verbo Encarnado. Siguiendo sus pasos, el cristiano corriente está presente en el mundo para santificarlo y llevarlo a Dios. El mundo es el lugar en el que Dios le ha puesto para santificarse, para encontrarse con sus hermanos los hombres, para ponerle a Él en la cumbre y en la entraña de todas las actividades humanas (cfr. F, 678). Por eso el cristiano ama el mundo y todo empeño humano noble. Y se siente llamado a cumplir una específica tarea. Esa perspectiva provoca lo que san Josemaría llamó mentalidad laical.

Alma sacerdotal y mentalidad laical aparecen así como expresiones y realidades complementarias. El alma sacerdotal hace referencia a un espíritu, que debe informar todas las acciones. La mentalidad laical alude más bien a un estilo, a un modo de actuar, a un temple de alma (cfr. ILLANES, "Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei", en OIG, p. 237). De ahí que se invite a poner en práctica la misión del cristiano con mentalidad laical, con la mentalidad propia de quien vive en el mundo y tiene como encargo divino sobrenaturalizarlo, divinizarlo: "Con mentalidad plenamente laical, ejercitáis ese espíritu sacerdotal, al ofrecer a Dios el trabajo, el descanso, la alegría y las contrariedades de la jornada, el holocausto de vuestros cuerpos rendidos por el esfuerzo del servicio constante. Todo eso es hostia viva, santa, grata a Dios: ése es vuestro culto racional (Rm 12, 1)" (Carta 6–V–1945, n. 27: AGP, serie A.3, 92-4–2).

San Josemaría exhorta, en suma, a ejercitar el alma sacerdotal con mentalidad laical, de forma que la entera existencia se convierta en oración y en sacrificio, sin desnaturalizarla, respetando la autonomía de las diversas realidades terrenas y conduciéndolas, desde dentro de ellas mismas, a Dios. De ese mismo modo, alma sacerdotal y mentalidad laical llevarán a descubrir y a vivir la sabiduría sobrenatural y humana que se precisa para saber estar en el lugar que a cada uno le corresponde en el mundo.

3. María Santísima, modelo para el alma sacerdotal del cristiano.

Santa María ha recibido una alta participación en el sacerdocio de Cristo, de rango eminente e intransmisible, en razón de su maternidad divina y de su misión de Madre y Tipo de la Iglesia (cfr. LG, 63). La santísima y siempre virgen María fue corredentora en todos los momentos de su vida, también en los ordinarios y sencillos. Los textos de las Sagradas Escrituras que nos hablan de Nuestra Señora, hacen ver precisamente cómo la Madre de Jesús acompaña a su Hijo paso a paso, asociándose a su misión redentora, alegrándose y sufriendo con Él, amando a los que Jesús ama, ocupándose con solicitud maternal de todos aquellos que están a su lado" ECP, 141)

Su colaboración humilde, discreta y eficacísima en la tarea redentora, "contenta de estar allí, donde la quiere Dios" (ECP, 148), es la mejor esperanza para quienes desean seguir las huellas que ha dejado Cristo Redentor: "María nos muestra que esa senda es hacedera, que es segura" ECP, 176).

María Mercedes OTERO TOMÉ

 «    AMIGOS DE DIOS (libro)    » 

1. Elaboración y contenido.

Tanto desde la intencionalidad del autor como desde el servicio que prestan a los lectores, Es Cristo que pasa y Amigos de Dios podrían ser consideradas obras íntimamente relacionadas aunque estén separadas por un breve lapso de tiempo, y cada una posea su propia génesis y desarrollo. El itinerario de la primera fue enteramente conducido por san Josemaría; en la segunda, en cambio, lo fue sólo en parte, pues si bien el autor había dejado preparados esos textos (y otros semejantes que aún no han visto la luz) para su eventual edición, sólo alcanzó a ver la publicación de siete de ellos. Los once restantes se difundieron tras su fallecimiento (siguiendo las indicaciones de su más cercano colaborador, Mons. Álvaro del Portillo) en diversos medios de comunicación, y fueron reunidos posteriormente en el volumen que analizamos.

Al preparar, bajo la dirección de Mons. Del Portillo, la primera edición de Amigos de Dios, se procuró que la semejanza entre los dos libros (ya prevista por el autor) quedase puesta de manifiesto en todos los detalles. Y así, en el nuevo libro se reunieron también dieciocho homilías, idéntico número al de las aparecidas en Es Cristo que pasa, precedidas como allí por una presentación de Mons. Del Portillo y seguidas de tres índices muy elaborados (de textos bíblicos, de autores y documentos, y de materias), que permiten captar la riqueza doctrinal y espiritual del libro además de facilitar al lector interesado una utilización provechosa de sus contenidos y fuentes.

Se tuvieron también en cuenta los mismos criterios técnicos de composición y edición que se habían adoptado entonces (tipos de letra, tamaño del libro, color y estilo de la portada, lámina clásica al comienzo de cada homilía, etc.), y se hizo asimismo constar en cada uno de los textos la fecha en que habían sido pronunciados o datados por el autor. La única diferencia formal entre ambos volúmenes radica en la ordenación sistemática del índice general, que en el primero se adecuaba a los tiempos y festividades del calendario litúrgico, mientras que en el segundo se ajusta, idealmente, a ciertos hitos necesarios en el camino de la santificación del cristiano corriente en su vida cotidiana, a través de su progresiva identificación con Cristo con ayuda de la gracia y mediante la práctica de las virtudes.

Las dieciocho homilías que componen Amigos de Dios fueron publicadas separadamente por vez primera entre los años 1973 y 1977, pero todas se remontan a meditaciones predicadas por san Josemaría entre 1941 y 1968. Las siete que fueron editadas antes del 26 de junio de 1975, es decir, en vida del autor son: a) en marzo de 1973: Humildad y Virtudes humanas; b) en mayo de 1973: El tesoro del tiempo y Para que todos se salven; y c) en julio de 1973: Vida de oración; Madre de Dios, Madre nuestra y Hacia la santidad. Todas ellas, conforme al deseo de san Josemaría de hacer llegar su espíritu y su ayuda a muchas personas, aparecieron publicadas en revistas y folletos de amplia difusión. Las once restantes vieron la luz en diferentes momentos de los años 1976 y 1977, en publicaciones del mismo género. El libro como tal, fue editado por vez primera en Madrid, por Ediciones Rialp, en diciembre de 1977.

2. Características principales.

En síntesis, Amigos de Dios es un libro profundamente bíblico y de alto contenido teológico–espiritual, que se desenvuelve en una atmósfera de oración, de relación cercana y filial con Dios (una relación de amistad). Como es habitual en las obras de su autor, ésta es también hondamente cristocéntrica: todo gira en torno al misterio del Verbo Encarnado y Redentor, a su amor al Padre, a su entrega por nosotros, al Modelo vivo y actual que nos ofrece de una existencia humana santificada y santificadora. Análogamente a lo que se advierte en Es Cristo que pasa, el perfil literario de Amigos de Dios se caracteriza por la atmósfera de comunicación personal, de diálogo con los lectores que san Josemaría sabe establecer, en que se deja adivinar también el fundamento oral de los textos.

El objeto del libro es promover la vida de santidad, que está al alcance de todo cristiano, siempre que viva de fe y sea dócil a la acción del Espíritu Santo. En esa línea, el estilo y los modos apostólicos que en esta obra se enseñan están engarzados con las tareas normales de cualquier persona. Ambos aspectos, lucha por la santidad y afán apostólico en medio de la existencia cotidiana, se muestran, en fin, como realidades fundidas y compenetradas en la "unidad de vida", de la que san Josemaría repite sin cansancio que "es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales" (AD, 165).

Como ha quedado incoado en párrafos anteriores, el libro contempla desde diversas perspectivas el dinamismo de la vida espiritual cristiana en su progresivo desarrollo hacia la identificación con Cristo. Cada uno de los textos que lo componen ha sido escrito para enseñar a desenvolverse con soltura y profundidad en los caminos de la vida interior, que son los caminos de la correspondencia a la gracia de la creciente intimidad con Dios. San Josemaría quiere enseñar en estas páginas a los hijos de Dios (a quienes, siéndolo ya por la gracia, quieren serlo también con sus obras) a tratar a su Señor con la máxima cercanía: a convertirse en verdad en amigos de Dios. Hijos de Dios y amigos de Dios: hijos no sólo por el don recibido sino también por la diligente docilidad al Espíritu Santo, Maestro interior que conduce con suavidad a quien activamente se deja guiar por Él (del capítulo 8 de la Carta a los Romanos encontramos once citas) a una semejanza cada vez más intensa con Jesucristo.

La amistad con Dios comporta actualizar el amor, la búsqueda y la memoria renovada de su presencia, una oración confiada y continua, una lucha ascética alegre. "No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios. Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver (con su ejemplo) que ése es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón (Mt 11, 29), no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque Él ha afirmado: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá (Lc 11, 9)" (AD, 247).

El escenario propio de la amistad con Dios que enseña a vivir san Josemaría es, pues, como ya se ha indicado, la vida ordinaria del cristiano. "Me interesa confirmar de nuevo –escribe– que no me refiero a un modo extraordinario de vivir cristianamente" (AD, 312). A la luz de su enseñanza la normal existencia de cada día, lejos de ser algo oscuro o intrascendente, se presenta para los hijos–amigos de Dios como una realidad llena de atractivo y belleza. La primera de las homilías del libro, que lleva el significativo título de La grandeza de la vida corriente, es punto de partida de un recorrido que encamina al lector, paso a paso, hacia un encuentro cada vez más pleno con Dios, es decir, hacia la santidad. Éste –Hacia la santidad– es justamente el título dado por san Josemaría a la homilía con la que se cierra el volumen, de carácter fuertemente autobiográfico y que debe ser tenida como una de las homilías más importantes de cuantas ha escrito. En ella se invita vivamente al lector a adentrarse sin temor por el camino que Dios mismo ha querido establecer para que lleguemos a Él: el camino de la intimidad con la Humanidad santísima de Cristo, tan amado por san Josemaría y por todos los santos. "Ir junto a Jesucristo, como fueron su Madre Bendita y el Santo Patriarca, con ansia, con abnegación, sin descuidar nada. Participaremos en la dicha de la divina amistad (en un recogimiento interior, compatible con nuestros deberes profesionales y con los de ciudadano), y le agradeceremos la delicadeza y la claridad con que Él nos enseña a cumplir la Voluntad del Padre Nuestro que habita en los cielos" (AD, 300).

Entre la primera y la última de las homilías, san Josemaría va prestando atención a diversas manifestaciones de esa creciente syngeneia o familiaridad del cristiano (mediante su fidelidad a la gracia) con Dios Padre, en Cristo, por el Espíritu Santo, y lo hace fijándose en los puntos clave donde la acción de Dios y la acción de la criatura se entrelazan: el ejercicio de las virtudes, que permiten al cristiano (diciéndolo con una idea también de san Josemaría) purificar su intención y su acción cotidianas, santificarlas y convertirlas en instrumentos de apostolado, para que se asemejen a las del Señor. "Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas, que tengan ese bonus odor Christi (2Co 2, 15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir" (ECP, 156).

En su desarrollo, el libro va deteniéndose en "el entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana" (AD, 295); en las virtudes cardinales, que conforman la personalidad del cristiano con la amable figura de Jesucristo Hombre; en la santificación del trabajo y de la actividad ordinaria conforme al Modelo que se nos ofrece en la vida escondida del Hijo de Dios en Nazaret; etc. Y siempre de la mano de la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, a cuya protección se acoge constantemente el autor e invita a acogerse a los lectores: "Con el fin de que cada uno de nosotros pueda servir a la Iglesia en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa. Cada uno realizando los deberes personales, que le son propios; cada uno en su oficio y profesión, y en el cumplimiento de las obligaciones de su estado, honre gozosamente al Señor" (AD, 316).

En uno de los pasajes marianos del libro, que no queremos dejar de mencionar, se lee un párrafo hermoso y profundo en el que el autor parece abrir humildemente su alma ante el lector para decirle: "Te aconsejo –para terminar– que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces" (AD, 293).

En esa "experiencia particular del amor materno de María" se encierran, para san Josemaría, grandes riquezas de santidad, o como venimos considerando, de amistad con Dios. Vale la pena acabar esta pequeña selección de contenidos transcribiendo sus palabras: "Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser; lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Ése, y no otro, es el temple de nuestra fe" (ibidem).

3. Difusión.

Análogamente a lo que había sucedido en el caso de Es Cristo que pasa, del que en poco más de dos años habían aparecido ediciones en seis lenguas diferentes (castellano, italiano, portugués, inglés, alemán y francés), así también de Amigos de Dios se multiplicaron en poco tiempo las ediciones en esos mismos idiomas. Concretamente, las primeras ediciones en lenguas distintas aparecieron en el siguiente orden y fecha: a) castellano: Amigos de Dios. Homilías (diciembre de 1977); b) italiano: Amici di Dio. Omelie (1978); c) portugués: Amigos de Deus. Homilias (1979); d) alemán: Freunde Gottes. Homilien (1979); e) inglés: Friends of God. Homilies (1981); f) francés: Amis de Dieu. Homelies (1981). Más tarde fueron seguidas por nuevas ediciones en otras lenguas, en un proceso de difusión universal que sigue abierto.

Entre 1977 y 2009, en concreto, habían aparecido 104 ediciones, publicadas en 26 países y en 16 lenguas diferentes, que son –además de las antes señaladas– las siguientes: japonés (1985), catalán (1990), neerlandés (1994), finés (1994), ruso (1995), polaco (1996), checo (1999), chino (2003), sueco (2003) y croata (2004). El número total de ejemplares distribuidos era, a finales de 2009, de 463.322.

Antonio ARANDA

 «    AMISTAD    » 

1. Idea de amistad.

Para la cultura clásica, la amistad es la relación humana por excelencia, pues en ella se dan las condiciones para una relación libre y de plena reciprocidad entre las personas. Por esta razón, es considerada una condición sine qua non para la vida feliz. Según Aristóteles, la amistad es lo más necesario para la vida, de modo que, "el hombre feliz necesita amigos" (ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, IX, 1170 b 15-19). Sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera los demás bienes, porque la prosperidad no sirve de nada si se está privado de la posibilidad de hacer el bien, la cual se ejercita sobre la base de la amistad: "es propio del amigo hacer el bien" (ARISTÓTELES, ibidem, IX, 1171 b 14-25). Pero, además de necesaria, la amistad es bella, y se alaba a los que aman a sus amigos, e incluso se equiparan los hombres buenos a los buenos amigos. De esto se sigue que la amistad requiere reciprocidad, sin algún tipo de reciprocidad, la amistad es imposible. La reciprocidad propia de la amistad perfecta reside en querer. La virtud del amigo es querer. Por eso piensa Aristóteles que la amistad va acompañada de virtudes y sin ellas no se da verdaderamente.

En los Evangelios, Jesucristo habla de amistad y manifestaciones de amistad. Y en esos mismos Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles encontramos numerosos ejemplos del amor de amistad con el que se trataban los primeros cristianos. Los discípulos hablan a sus amigos de Jesucristo, la predicación del Evangelio se hace entre los amigos de los primeros cristianos. A través de los Padres de la Iglesia, las enseñanzas sobre la amistad de pensadores griegos y romanos son asumidas en la idea cristiana del hombre y de la sociedad. Pero lo que constituye una novedad, incluso para el judaísmo, es la relación de amistad entre Dios y el hombre, que Jesucristo encarna en su vida terrena y de la que hace partícipes a todos los cristianos. Los autores clásicos coinciden en señalar que la nota que distingue la amistad de otras formas de amor es una semejanza en la virtud, en las cualidades de los amigos. Sin duda, entre Dios y el hombre se da la mayor desemejanza. ¿Cómo es posible ese amor de amistad si la distancia es inconmensurable?

La clave está en las palabras y acciones de Jesucristo. Dios hecho Hombre, Dios que ama con corazón humano, Hombre que manifiesta el infinito amor de Dios. En el evangelio de san Juan se encuentran afirmaciones de Jesucristo bien explícitas: "A vosotros os he llamado amigos" (Jn 15, 15), y refiriéndose a sí mismo: "nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). El llanto por la muerte de su amigo Lázaro, la tristeza ante la deserción del joven rico, el diálogo con Judas en el huerto de los olivos, son sin duda muestras de la amistad de Jesús, de la intimidad con sus amigos.

El cristianismo dota a la amistad de un sentido hasta entonces desconocido en la cultura tanto judía como greco–romana: el hombre es capaz de relacionarse con Dios en términos de amistad. Por su naturaleza, el amor de amistad entraña benevolencia y amor mutuo. La vida de los santos ofrece un claro testimonio de la novedad en la experiencia de fe que lleva consigo saberse amigo de Dios.

Santo Tomás de Aquino apreciaba que la amistad tiene algo de divino: "La caridad es la amistad del hombre con Dios principalmente, y con los seres que le pertenecen" (S.Th. II-II, q. 23, a. 1). En la Mística española se encuentran magníficos ejemplos de esa amistad con la persona de Dios–Hijo. Presentan un modelo de trato con Dios que, por un lado, sigue fielmente al único modelo que es Jesucristo y, por otro, responde a los anhelos más íntimos del corazón humano. La literatura mística desvela facetas del amor que han traspasado el ámbito de la vivencia religiosa, sus textos son incluidos en las antologías poéticas. Desde la distancia y radical desemejanza, la amistad entre Dios y el hombre inspira palabras que, jugando con la contradicción y la paradoja, logran apresar lo inefable de la unión amorosa mejor que los grandes poemas de amor.

En esta tradición netamente cristiana (mantenida sobre todo por la experiencia de los místicos) se sitúa la comprensión y vivencia de la amistad de san Josemaría. Al comentar los Evangelios, descubre a Jesús, modelo de amigo y ejemplo de amistad sincera. La amistad (junto con la filiación) son las relaciones que enmarcan la apertura personal del cristiano, no sólo hacia las demás personas, sino principalmente hacia Dios. Mons. Álvaro del Portillo afirma en la Presentación de Amigos de Dios: "Hijos de Dios, Amigos de Dios: ésa es la verdad que Mons. Escrivá de Balaguer quiso grabar a fuego en los que le trataban (…). Filiación y amistad son dos realidades inseparables para los que aman a Dios". San Josemaría procuraba mover a las almas para que no pensaran "en la amistad divina exclusivamente como un recurso extremo" (AD, 247). La meta de la vida cristiana, afirma, es "la unión de amistad con Dios" (S, 665).

2. La amistad entre Dios y el hombre.

Para san Josemaría, consciente de que todo el amor procede de Dios, pues Él nos amó primero (cfr. 1Jn 4, 19), la amistad del hombre con Dios no es sino respuesta a la iniciativa de Dios, a la primera amistad que es la de Dios con el nombre. Como afirma Benedicto XVI, amar a Dios "ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro" (DCe, 1). Pero Dios no impone su amor, queda en manos de cada hombre, de su libertad, la respuesta a esa iniciativa de amistad divina: "en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino" (AD, 36). Es ante todo un camino interior, en el que el hombre se encuentra a sí mismo al responder amorosamente a Dios: "El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros" (DCe, 2). Para san Josemaría esta verdad simplifica la vida del cristiano: "El principal requisito que se nos pide –bien conforme a nuestra naturaleza– consiste en amar (…) sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad" (AD, 6).

Sin libertad no podemos amar, pero "sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena" (AD, 38). Libertad y amor se reclaman mutuamente, es decir, la amistad entre Dios y el hombre presupone la condición humana libre. Por eso, si al amor de Dios sólo se puede responder con amor, san Josemaría no ve contradicción alguna entre libertad y respuesta incondicional a Dios. Libertad y amor se fecundan entre sí: "la libertad sólo puede entregarse por amor" y "la libertad renueva el amor" (AD, 31). Puede decirse que san Josemaría lo fía todo en la libertad, pues sólo la libertad (no las cualidades personales) nos hace capaces de la amistad con Dios. Si, como hemos visto, sin virtudes no es posible la amistad entre los seres humanos, de modo que quien aspira a entablar una amistad debe crecer en las virtudes para merecerla, en la relación con Dios las cosas son a la inversa: Dios ofrece su amistad y si el hombre, abriendo su corazón, la acoge, se da en él un proceso de crecimiento progresivo en la virtud.

También aquí san Josemaría ve en Jesucristo el modelo a seguir. "Nunca podremos entender esa libertad de Jesucristo, inmensa (infinita) como su amor" (AD, 26). Cristo "se entrega a la muerte con la plena libertad del amor" (VC, X Estación). En el cristiano que sigue sus pasos, la amistad con Dios implica una creciente identificación con la voluntad divina. Jugando con la paradoja, san Josemaría afirma que "nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos" (AD, 35). Para san Josemaría la amistad es camino, el único camino hacia Dios. Si buscamos a Jesús, "participaremos en la dicha de la divina amistad" (AD, 300). Y esto constituye el auténtico motivo de la vida cristiana: "No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía" (ECP, 154).

Los Evangelios nos presentan a Jesús, Verbo encarnado, Hijo de Dios hecho Hombre, manteniendo una relación de amistad con los Apóstoles, con discípulos como Lázaro, Marta y María, a los que se refiere claramente como amigos. Este es un tema muy frecuente de la predicación de san Josemaría, la cual desglosa las diversas maneras en las que Jesucristo nos dio ejemplo de su amistad. Cuando presenta la Humanidad de Jesucristo, entre otras características, menciona la amistad: "el Verbo de Dios (…) ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor" (ECP, 112). Recuerda que "es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos (Jn 15, 15), dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por sus amigos (Jn 15, 13). Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda (cfr. Jn 11, 43; Lc 5, 24), sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida" (ECP, 93).

San Josemaría se conmueve ante el amor de amistad de Jesús. Se refiere a la Eucaristía como la muestra de su infinito amor, el signo más claro de su amistad (cfr. ECP, 83). Conocedor de la pobre respuesta que puede dar el cristiano a la prueba de amistad de Jesucristo que supone la Eucaristía, le llama, desvelando las mociones de su propio corazón, "el gran Solitario". Del Sagrario dice que es Betania: "Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania. Hazte amigo de los amigos del Maestro: Lázaro, Marta, María. Y después ya no me preguntarás por qué llamo Betania a nuestro Sagrario" (C, 322).

La firmeza con la que san Josemaría afirma: "¡No hay más amor que el Amor!" (C, 417) tiene como consecuencia que el empeño por corresponder al amor de amistad de Dios manifestado en Jesucristo requiera un trato íntimo, confiado, que describe con imágenes claras: "el Señor no será para nosotros Juez, sino amigo" (ECP, 187). Se refiere a Dios como "el Amigo" (C, 422; ECP, 93); también le llama "mi Amigo" (F, 913), "el gran Amigo" (C, 88), "un Amigo grande y bueno del niño sencillo" (F, 346). Invita a tratar a Jesucristo en la oración, "como se confía en un hermano, en un amigo, en un padre" (AD, 245; cfr. ECP, 116), y así "hasta que se convierta en tu Amigo, en tu Confidente, en tu Guía" (S, 680). Un amigo al que se le da todo: "Un amigo es un tesoro. –Pues ¡un Amigo!, que donde está tu tesoro allí está tu corazón" (C, 421).

Si la vida cristiana se entiende como un trato de amistad con Dios, no sorprende que para crecer en el trato con el Espíritu Santo san Josemaría hable de frecuentar la amistad con Él. "Propósito: «frecuentar», a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil con el Espíritu Santo. –Veni, Sáncte Spiritus! ¡Ven, Espíritu Santo, a morar en mi alma!" (F, 514).

La relación de amistad es igualmente adecuada para tratar a los santos; en Amigos de Dios, hablando de cómo hacer oración, propone: "para seguir las huellas de Jesucristo, cambiad palabras de amistad con los que le conocieron de cerca" (AD, 252). Así mismo, recomienda este tipo de relación para tratar a los Ángeles custodios y a las almas del purgatorio (cfr. AD, 315; C, 571).

3. La amistad entre los hombres.

Si Jesucristo se hace Hombre por amor y quiere la amistad con los hombres, igualmente los cristianos deben acercar las almas a Jesucristo, hacerlo presente a los demás a través del amor y de la amistad hacia ellos: "La caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios" (AD, 232). Las dos formas de la amistad, con Dios y con los hombres, reflejan la doble dimensión del amor, ascendente y descendente, que san Josemaría presenta como una unidad. Como afirma Benedicto XVI, el hombre "no puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto (como nos dice el Señor) que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cfr. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios" (DCe, 7).

Precisamente el amor universal de Dios por los hombres implica un apostolado igualmente universal: "universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado" (AD, 230). La certeza de que todo cristiano por el Bautismo recibe la condición de hijo de Dios queda reflejada en una fórmula renovadora de la misión apostólica de todo cristiano: "No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios" (ECP, 106). La igualdad ganada por la condición de hijos de Dios nos convierte además en hermanos: "Todos los bautizados (hombres y mujeres) participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental que enseñaba ya San Pablo" (CONV, 14). Esta igualdad singulariza la comunión de la Iglesia y, como consecuencia de esto, prepara el terreno para una forma de vivir su misión apostólica en la que el punto de partida es precisamente la igual dignidad entre los hombres. San Josemaría la denomina "apostolado de amistad y confidencia".

Presenta la amistad de Jesucristo con los hombres como el modelo del apostolado del cristiano. Así precisa: "Cuando te hablo de «apostolado de amistad», me refiero a amistad «personal», sacrificada, sincera; de tú a tú, de corazón a corazón" (S, 191). Las palabras y acciones de Jesucristo son el contenido del mensaje apostólico de los primeros cristianos, de todo cristiano. La amistad como modo característico de relación con los demás sitúa la caridad en un plano de igualdad, en el que (como hemos visto) la reciprocidad es una exigencia irrenunciable. San Josemaría distingue claramente el apostolado de amistad de otras formas de servicio y trato en las que se acepte una desigualdad entre el que ofrece y el que recibe. Si la caridad de un hijo de Dios no se confunde "con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores" (AD, 230), mucho menos puede suceder esto en el apostolado de amistad, pues recibe su especificidad de la realidad inconfundible en que consiste la verdadera amistad.

En Jesucristo, la amistad se revela en su plenitud y esto tiene consecuencias para la amistad entre seres humanos. Jesucristo reina sirviendo, amando, dando la vida por sus amigos; trae la ley del amor, la justicia del doble mandamiento que convierte en primeros a los últimos y a todos los hombres en hijos de Dios. El cristiano debe vivir las relaciones de amistad con esa misma radicalidad. Apelando a esa forma superior de justicia, san Josemaría aconseja: "No tengas enemigos. Ten solamente amigos: amigos de la derecha (si te hicieron o quisieron hacerte bien) y de la izquierda (si te han perjudicado o intentaron perjudicarte)" (C, 838). El cristianismo da un sentido pleno a esa inclinación a "hacer el bien", propia de la amistad. "Con tu amistad y con tu doctrina, me corrijo: con la caridad y con el mensaje de Cristo, moverás a muchos no católicos a colaborar en serio, para hacer el bien a todos los hombres" (S, 753).

San Josemaría entiende que la amistad es la urdimbre en la que arraiga un orden social justo. Sólo esa relación deja espacio a la verdadera justicia: "En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa" (F, 565). Porque la caridad cristiana, que eleva la amistad, recoge las características que le son propias.

Las exigencias de la justicia no son menores entre los amigos, sino que la virtud de la amistad es ya el ejercicio de una forma de justicia más plena que la presente en cualquier otra forma de sociedad humana. Se trata de una justicia que reconoce y aprecia al otro no solo por las cualidades y a pesar de sus defectos, sino que exige querer a los demás con sus defectos (cfr. F, 954). La armonía y el entendimiento que se dan entre los amigos crean un espacio de justicia, de comprensión y ayuda mutua, en el que no se requiere propiamente otra ley que la del amor. Esta clase superior de justicia es la que inaugura Jesucristo con todos sus discípulos, es la que debe regir entre los cristianos y en toda verdadera amistad humana. "Te consideras amigo porque no dices una palabra mala. Es verdad, pero tampoco veo una obra buena de ejemplo, de servicio. Esos son los peores amigos" (S, 740).

San Josemaría predica la santificación del mundo desde las mismas entrañas de la sociedad civil. Sabe bien que una sociedad se forja, entre otras, mediante las relaciones de amistad. Es una experiencia universal que la amistad es capaz de disolver el escepticismo más radical sobre la verdad y la justicia. Para san Josemaría la amistad sincera y leal es capaz de superar todos los obstáculos, todas las dificultades que impiden una convivencia justa y, sobre todo, mantienen al hombre alejado de Dios, donde hay amistad sincera, hay alegría, amor, entrega, fidelidad (cfr. S, 733, 746; ECP, 49). Siendo una relación natural, anima a llevar una vida de amistad precisamente por su importancia en la construcción de una sociedad más digna y humana. Por su centralidad constituye el verdadero foco de todas las relaciones humanas. "Para que este mundo nuestro vaya por un cauce cristiano, que es el único que merece la pena, hemos de vivir una leal amistad con los hombres, basada en una previa leal amistad con Dios" (F, 943). Porque para el cristiano corriente, es en la vida social donde se despliegan las virtudes humanas y cristianas. A esa unidad vital se refiere san Josemaría cuando afirma que "viviendo la caridad (el Amor) se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad". Y concluye: "se ve en seguida que la práctica de estas virtudes lleva al apostolado. Es más, es ya apostolado" (CONV, 62).

Para san Josemaría ningún aspecto de la existencia humana (por muy insignificante que parezca) es indiferente en el camino hacia el encuentro con Dios. La amistad no puede quedar al margen de la lucha por la santidad. La amistad cristiana es una relación basada en la virtud y acompañada de virtudes. Del mismo modo que san Josemaría enseñaba que las virtudes humanas son la base de las virtudes cristianas, que sólo podemos amar a Dios con el mismo corazón con el que amamos a los seres humanos y las cosas buenas de este mundo, presenta la amistad como una pieza clave en la formación humana y en la práctica ascética del cristiano. Es una manera de vivir y de relacionarse en la que se puede y se debe crecer. Entre los consejos que da para mejorar en la vida cristiana aparecen junto a los tradicionalmente considerados en la ascética otros que directamente apuntan a la amistad. "No resulta compatible amar a Dios con perfección, y dejarse dominar por el egoísmo o por la apatía en el trato con el prójimo" (S, 745). La amistad verdadera supone también un esfuerzo cordial por comprender, por ayudar y servir al amigo (cfr. S, 730, 731, 740, 746). Siguiendo el modelo del Amigo, como Él, recuerda que ser amigo implica "dar gustosamente su vida los unos por los otros, en la hora heroica y en la convivencia corriente" (S, 750).

Cuando enumera las virtudes sobre las que se apoya la vida espiritual, entre la pobreza, la alegría y la castidad, sitúa también la amistad (cfr. CONV, 62). Los verbos con los que se refiere a esa promoción continua de la amistad denotan el particular peso que le otorga en la existencia plena del cristiano: cultivar, cuidar, sembrar (cfr. ECP, 36). La amistad debe ser leal, sincera (cfr. F, 454; S, 747; ECP, '49). Como conducta libre del hombre la amistad está abierta a su crecimiento, pero también a su perversión por la deslealtad, a falta de fortaleza, etc. (cfr. C, 160). Tanto la amistad con Dios como con los hombres puede perderse y malograrse (cfr. F, 1043). San Josemaría menciona virtudes que son también dimensiones de la amistad. Por lo que se manifiesta esa acción unitiva del entero ser humano que el amor y la amistad, realiza. Esto se da de modo pleno en la amistad con Dios, que configura la existencia del cristiano con unidad de vida.

Lourdes FLAMARIQUE

 «    AMOR A DIOS    » 

1. Carácter teologal del amor a Dios.

Un análisis, incluso somero, del amor a Dios en el fundador del Opus Dei, pone de manifiesto, ante todo, su carácter teologal. El amor a Dios en la vida y doctrina de san Josemaría se enraíza en la conciencia propia de la persona de fe, de saberse amado por Dios, con un amor sin medida que se manifiesta en la creación y en la acción redentora y santificadora de Dios. La historia de la salvación no es vista por el creyente de un modo impersonal, como si consistiese en un conjunto de acontecimientos que se sitúan frente al propio yo, sin involucrarlo ontológica y existencialmente, sino como lo que es: el actuar de un Dios que crea, redime y santifica, implicándose con la Encarnación y el envío del Espíritu Santo. El amor a Dios consiste en la respuesta humana al amor de Dios, hecha posible por la acción del mismo Dios.

San Josemaría dirige la mirada hacia el núcleo del misterio del amor de Dios, subrayando tanto su entraña trinitaria como su cercanía a cada uno de nosotros. Lo hace significativamente remitiendo a la Escritura y específicamente a Cristo. "Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis thesauros, tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama, de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: “El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?" (Rm 8, 32)" (ECP, 162).

La conciencia de la hondura del amor de Dios hacia el hombre, que marcó la biografía y el pensamiento de san Josemaría, deriva de la asunción profunda de la fe, es decir, de la penetración en el significado de lo que nos transmiten la Escritura y la Tradición de la Iglesia (con su Magisterio, su liturgia, etc.). La experiencia personal de ese amor (espiritual, mística) no es otra cosa que el eco en la propia existencia de lo que Dios revela y actúa. Por eso, san Josemaría exhorta a una lectura del Evangelio en la que lo narrado nos interpela. "Jesús es tu amigo. El Amigo. Con corazón de carne, como el tuyo. Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro. Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti" (C, 422). Lo objetivo de la fe cristiana verdaderamente asimilada y lo subjetivo de la propia vida interior poseen entonces una autenticidad que no deja lugar ni para un "objetivismo" frío y existencialmente indiferente, ni para un "subjetivismo" que antepone la interpretación individualista de las propias vivencias a la luz de la revelación divina.

La meditación del amor de Dios, asentada en una fe vivida, abre la interioridad del ser humano a un convencimiento que, en san Josemaría, se expresa con términos muy humanos, como la locución Dios se ha enamorado del hombre, y se configura como el eje de toda la existencia. "El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres, sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. (…) La Trinidad se ha enamorado del hombre" (ECP, 84). El amor de Dios se percibe como algo muy personal porque "nuestro Padre Dios nos ama a cada uno tal como somos, ¡tal como somos!" (AD, 148).

El amor a Dios surge en el hombre como respuesta a un amor antecedente de Dios hacia nosotros. El carácter infinito del amor de Dios impele a edificar toda la vida sobre su fundamento, con una esperanza llena de alegría que conduce a querer corresponder a dicho amor. "La única norma o medida que nos permite comprender de algún modo esa manera de obrar de Dios es darnos cuenta de que carece de medida, ver que nace de una locura de amor, que le lleva a tomar nuestra carne y a cargar con el peso de nuestros pecados. ¿Cómo es posible darnos cuenta de eso, advertir que Dios nos ama, y no volvernos también nosotros locos de amor? Es necesario dejar que esas verdades de nuestra fe vayan calando en el alma, hasta cambiar toda nuestra vida. ¡Dios nos ama! El Omnipotente, el Todopoderoso, el que ha hecho cielos y tierra. Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios" (ECP, 144).

La índole teologal del amor a Dios se manifiesta asimismo en nuestra respuesta, ya que su origen se encuentra en Dios. Es Él quien concede el amor con el que le amamos, derramando el don del Espíritu Santo (cfr. Rm 5, 5). Desde esta perspectiva, que ese amor sea teologal significa, por un lado, que consiste en un amor filial, porque si vivimos en Cristo (cfr. Ga 2, 20), el amor a Dios estriba en amar al Padre en el Hijo, gracias a la acción del Espíritu que nos incorpora a Cristo y nos lleva a clamar ¡Abbá, Padre! (cfr. Ga 4, 4-7). Y, por otro lado, que, así como el Hijo se encarna para cumplir la voluntad del Padre (cfr. Jn 6, 38; Le 22, 42; y Hb 10, 5-7), el amor a Dios del cristiano debe llevarse a cabo cumpliendo su voluntad. La inmensidad del amor de Dios que se vuelca sobre el hombre - "¡No hay más amor que el Amor!" (C, 417) - conduce a orientar toda la vida hacia su amor, con una entrega que es respuesta a su llamada: "¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios!" (C, 420). En síntesis, la espiritualidad de san Josemaría se precisa como una espiritualidad filial, en la que el amor a Dios consiste en el amor de un hijo de Dios, gracias a la acción divina y a la correspondencia del hombre que busca en su existencia dar gloria a Dios, cumpliendo su voluntad en su existencia concreta cfr. C, 754-778).

Entre las diferentes conclusiones que se desprenden de lo dicho en referencia a san Josemaría cabe destacar dos. Por una parte, la plegaria confiada ante la constatación de las propias flaquezas: "Dile –yo se lo digo– que Él es toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia. Y añade: por eso quiero enamorarme de Ti, a pesar de la tosquedad de mis maneras, de estas pobres manos mías, ajadas y maltratadas por el polvo de los vericuetos de la tierra" (AD, 246). Por otra, el recurso ineludible al Espíritu Santo, tal y como se pone de manifiesto en un punto de Forja, de claro sabor autobiográfico: "No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! (…), rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte" (F, 430).

2. Concreciones vitales del amor a Dios.

El amor a Dios en la espiritualidad de san Josemaría no se recluye en la esfera emotiva, ni se encuentra a merced de los vaivenes de sentimientos o estados de ánimo. Aunque se manifieste afectivamente (de no ser así, no sería humano y, por esa razón, tampoco sobrenatural), el amor consiste en el acto más radical de la libertad, que se ejerce en lo íntimo de la persona y la implica en todas sus dimensiones: en la inteligencia y en la voluntad, en sus afectos y actitudes, en su interioridad y en sus relaciones con los demás. Nuestro autor acude a la expresión querer querer para indicar lo dicho, refiriéndolo tanto al amor a Dios como a la caridad con respecto al prójimo, sobre la que habrá que volver. "¿De qué amor se trata? La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano significa querer querer" (AD, 231). Ahí radica el fin de la persona, que se vive plenamente en lo escatológico, pero que empieza a ser ya una realidad en nuestra vida cotidiana. Por lo demás, la expresión "querer querer" aleja de una concepción voluntarista del amor a Dios, es decir, de un "querer" resultado de una presunta voluntad autosuficiente, de tenor pelagiano, para subrayar la necesidad de la gracia en el ejercicio de la libertad.

El amor a Dios se configura precisamente como amor filial que se expresa en todas las esferas de la persona y en cada uno de los ámbitos de su existencia, generando un modo de vivir nuevo; una vida interior que conlleva una serie de concreciones en la existencia cristiana. Detengámonos en tres de ellas.

En primer lugar, el amor a Dios conduce a percatarse de la necesidad de la lucha espiritual (purificación y crecimiento en las virtudes) ante la evidencia de los propios pecados y de la distancia que media entre el amor de Dios y nuestro amor a Dios. "Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento" (ECP, 75), observaba san Josemaría. Por eso anotó sintéticamente al concluir el año 1971, cuatro años antes de su muerte: "Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias!" (AVP, III, p. 639). El realismo que san Josemaría recalca se refuerza con la consideración del contraste entre un Dios que es amor y llega hasta el extremo de la kénosis, y un ser humano que experimenta la tendencia al egocentrismo. "Bastan unos rasgos del Amor de Dios que se encarna, y su generosidad nos toca el alma, nos enciende, nos empuja con suavidad a un dolor contrito por nuestro comportamiento, mezquino y egoísta en tantas ocasiones. (…) Al considerar la entrega de Dios y su anonadamiento (hablo para que lo meditemos, pensando cada uno en sí mismo), la vanagloria, la presunción del soberbio se revela como un pecado horrendo, precisamente porque coloca a la persona en el extremo opuesto al modelo que Jesucristo nos ha señalado con su conducta. Pensadlo despacio: Él se humilló, siendo Dios. El hombre, engreído por su propio yo, pretende enaltecerse a toda costa, sin reconocer que está hecho de mal barro de botijo" (AD, 112). De ahí que una de las primeras concreciones existenciales del amor a Dios consista en una lucha interior encaminada, con la gracia, a despojarse del hombre viejo para revestirse de nuevo en Cristo.

En segundo lugar, el amor a Dios implica el trato con Dios. El amor a Dios no consiste en un ensimismamiento auto–referencial, pero tampoco en la disolución de la propia persona en el seno de una instancia amorfa. El amor es de carácter unitivo y dialógico o relacional, por eso –encarece san Josemaría– el cristiano necesita concretar un plan de vida, es decir, un conjunto de prácticas de piedad en las que, a lo largo del día, busca a Dios, le trata y se introduce en él. La constancia en dicho trato constituye una demanda del amor. De ahí la exigencia de un empeño cotidiano: "Eso de sujetarse a un plan de vida, a un horario –me dijiste–, ¡es tan monótono! Y te contesté: hay monotonía porque falta Amor" (C, 77). Es por tanto comprensible la insistencia con la que san Josemaría predicaba que, en la vida ordinaria del cristiano, de lo que se trata es de convertir el trabajo en oración (cfr. ECP, 48), al tiempo que insistía: lo primero son las normas, es decir, las prácticas de piedad cotidianas. "¿No es verdad que tú has visto la necesidad de ser alma de oración, con un trato con Dios que te lleva a endiosarte?" (ECP, 8), un endiosamiento que abarca todo lo humano y, con la virtud de la gracia, lo transforma en un acto de amor a Dios.

En tercer lugar, puesto que la espiritualidad de san Josemaría es eminentemente secular y por lo tanto se vive en lo ordinario, el amor a Dios se concreta en un conjunto de actitudes que permiten hacer de la prosa diaria, endecasílabos de amor a Dios (cfr. CONV, 116). "El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor" (ECP, 48). Para eso es menester la rectitud de intención, es decir, buscar sólo la gloria de Dios (F, 921), pero además, vivir las virtudes humanas, el afán de servicio a los demás, el cuidado de las cosas pequeñas, llevar a cabo bien las tareas de cada jornada, etc.

3. Amor a Dios y amor al prójimo.

San Josemaría se detiene en varias ocasiones para poner de manifiesto el auténtico sentido antropológico del amor, indicando que no faltan hermenéuticas desenfocadas. "Algunas veces –me lo has oído comentar con frecuencia– se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar de modo egoísta la propia personalidad. Y siempre te he dicho que no es así: el amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse" (F, 28). Dicho sentido alcanza su plenitud a la luz de la enseñanza evangélica de que no cabe separar el amor a Dios del amor al prójimo (cfr. Mt 22, 34-40; 1Jn 4, 7-21).

El amor al prójimo no se puede limitar a fomentar buenos sentimientos. San Josemaría lo expuso de un modo incisivo en una ocasión: "Hoy, después de dar la sagrada Comunión a las monjas, antes de la santa Misa, le dije a Jesús lo que tantas y tantas veces le digo de día y de noche: (…) «te amo más que éstas». Inmediatamente, entendí sin palabras: «obras son amores y no buenas razones»" (Apuntes íntimos, n. 606: AVP, I, p. 417). El requerimiento oído aquel día no lo abandonó nunca: "Dios mío –exclamaba don Josemaría ante el recuerdo–: ¡cuánto me duele aquel obras son amores y no buenas razones!" (ibidem, n. 912: p. 485).

El amor al prójimo como expresión intrínseca del amor a Dios remite al carácter teologal de éste, de ahí que san Josemaría invite a "no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios" (ECP, 97). Un amor en el que lo humano abre el espacio donde se muestra lo divino. "El cristiano, al hacer presente a Cristo entre los hombres, siendo él mismo ipse Christus, no trata sólo de vivir una actitud de amor, sino de dar a conocer el Amor de Dios, a través de ése su amor humano" ECP, 115). Dicho amor llama a no desentenderse de los demás, tanto de su situación espiritual como de su estado material, a no conformarse con no causar daño. La pasividad no es cristiana: obras son amores y no buenas razones. Por eso san Josemaría impulsa una y otra vez al apostolado personal y a comprometerse por el desarrollo integral de los seres humanos en nuestra vida cotidiana (en el seno de la familia, con el trabajo, con la acción en la sociedad, etc.).

El entrelazamiento de lo humano y lo divino, del amor a Dios que se lleva a cabo en el amor a los demás porque se vive la vida de Cristo, es central en la espiritualidad de san Josemaría. Veámoslo en un último texto sintético, entre los muchos que podrían traerse a colación. "La caridad no la construimos nosotros, nos invade con la gracia de Dios porque Él nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Tú y yo estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a la fe, por el amor del Padre. Pedid con osadía al Señor este tesoro, esta virtud sobrenatural de la caridad, para ejercitarla hasta en el último detalle. Con frecuencia, los cristianos no hemos sabido corresponder a ese don; a veces lo hemos rebajado, como si se limitase a una limosna, sin alma, fría; o lo hemos reducido a una conducta de beneficencia más o menos formularia. (…) Para que se os metiera bien en la cabeza esta verdad, de una forma gráfica, he predicado en millares de ocasiones que nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas" (AD, 229). El amor teologal lleva a poner el corazón en el trato con Dios y con los demás, de una manera que sea operativa humana y sobrenaturalmente.

4. María: modelo de amor a Dios.

La existencia del cristiano corriente se entreteje en medio de los afanes cotidianos. En ella, el amor a Dios constituye el acicate de la fidelidad al amor de Dios que nos llama a sí. Por eso san Josemaría concluye su célebre obra Camino con un punto significativo: "¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. Enamórate, y no «le» dejarás" (C, 999).

La descripción de las enseñanzas de san Josemaría acerca del amor a Dios quedaría incompleta si no se recordase su dimensión mariana. Ésta proviene de un doble motivo: de una parte, por el evidente papel que juega María en la existencia cristiana en su caminar hacia Cristo. Y de otra, porque en ella san Josemaría vio un modelo de amor a Dios en lo ordinario. "No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios! Porque eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido" (ECP, 148).

Luis ROMERA

 «    AMOR MISERICORDIOSO, OBRA DEL    » 

La Obra del Amor Misericordioso (OAM) fue un movimiento devocional muy difundido en España durante los años veinte y treinta del siglo XX. Sus orígenes se sitúan en los escritos y representaciones pictóricas de la religiosa francesa María Teresa Desandais (1876-1943), del monasterio de la Visitación de Dreux. La visitandina francesa (que se consideraba continuadora de la misión de Margarita María de Alacoque y de Teresa de Lisieux) fue autora de una imagen de Cristo, Amor Misericordioso, y de numerosos escritos portadores de un vigoroso mensaje de renovación espiritual. Tanto la imagen como los escritos se editaron por cientos de miles, en España, bajo el seudónimo de "Sulamitis".

El papa Pío XI (1922-1939) tuvo ocasión de conocer y bendecir la OAM en tres ocasiones. De otra parte, durante los años veinte y treinta, numerosos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos sintonizaron con su doctrina. Algunos de ellos ya están en los altares o tienen iniciados sus procesos de canonización: san José María Rubio, el beato Manuel González, el mártir Buenaventura García de Paredes, el dominico Juan González Arintero o la madre Esperanza de Jesús. San Josemaría forma parte de ese grupo de protagonistas de la historia espiritual del momento que supieron valorar la riqueza escondida en los sencillos y profundos escritos de la religiosa visitandina.

San Josemaría entró en relación con la OAM a su llegada a Madrid, en 1927. Por aquellas fechas, la OAM estaba presente en muchos de los lugares que el fundador del Opus Dei frecuentaba en la capital: el Patronato de Enfermos, el Real Patronato de Santa Isabel, la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, la iglesia de las Esclavas del Sagrado Corazón en la calle Martínez Campos, el primer monasterio de la Visitación, el convento de las Reparadoras de la calle Torrija y algunos más. En la Navidad del año 1931, san Josemaría escribió: "Acerca del Amor Misericordioso diré que es una devoción que me roba el alma" (Apuntes íntimos, n. 510, 25–XII–1931: CECH, pp. 804-805).

La presencia de la OAM en la vida de san Josemaría tuvo variadas manifestaciones: visitas a las imágenes del Amor Misericordioso en la Basílica de Atocha y en la Casa del Amor Misericordioso de la calle Ferraz, familiaridad con algunos de sus opúsculos y oraciones, referencias al Amor Misericordioso en sus propios escritos, difusión ocasional de la imagen, los escritos y los cultos de la OAM y, por último, la relación personal con algunos de sus propagandistas: la madre Esperanza de Jesús y Juana Lacasa, principalmente.

La relación de san Josemaría con la OAM fue evolucionando entre 1927 y 1935, distinguiéndose tres etapas. Una primera de toma de contacto y de aprovechamiento personal: desde su llegada a Madrid hasta septiembre de 1931. Una segunda etapa, de gran aprecio y sintonía tanto en su vida como en su tarea apostólica: desde septiembre de 1931 a marzo de 1932. Y, finalmente, una tercera fase, desde marzo 1932 a septiembre de 1935, de discernimiento definitivo, en la que la presencia de la devoción al Amor Misericordioso fue perdiendo intensidad (al menos en lo que se refiere a sus manifestaciones exteriores) hasta quedar como una devoción exclusivamente personal de san Josemaría, es decir, no transmitida como fundador a los miembros del Opus Dei.

Hasta el final de su vida, san Josemaría recitó, diariamente, la Ofrenda al Amor Misericordioso, oración compuesta por María Teresa Desandais, en 1902, que rezaba así: "Padre Santo, por el Corazón Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús, vuestro amado Hijo y me ofrezco a mí mismo en Él, con Él, por Él, a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas" (DEL PORTILLO, 1993, p. 138). La OAM recomendaba renovar a diario este ofrecimiento, de modo particular durante la Misa, en el momento de la elevación de la Sagrada Hostia; así lo hacía san Josemaría.

La relación de san Josemaría con la OAM fue la historia de un proceso que corrió paralelo a los inicios del Opus Dei y a la manifestación de dos dimensiones, inseparables y de gran importancia en su vida espiritual, como fueron la filiación divina y la infancia espiritual. Los escritos del Amor Misericordioso fueron para san Josemaría un fructífero punto de reencuentro con las tradiciones de san Francisco de Sales y de santa Teresa de Lisieux. Tradiciones que san Josemaría asumió y reinterpretó a partir de sus personales experiencias sobrenaturales.

De hecho, a san Josemaría le ayudaron a profundizar en este aspecto central de la vida cristiana que es la filiación divina, que forma parte del espíritu del Opus Dei, constituyendo el fundamento de toda la vida espiritual. La infancia espiritual la dio a conocer, pero dejando libertad para seguirla o no, según lo que a cada uno le sugiriera el Espíritu Santo. Otros rasgos más devocionales y menos universales –como la espiritualidad victimal– no pasaron al espíritu del Opus Dei. Y, a partir de la fecha antes mencionada, no volvió a hablar del Amor Misericordioso, hasta el punto de que muy pocos conocían esa devoción en san Josemaría.

Federico M. REQUENA

 «    ÁNGELES    » 

1. Los ángeles y su papel en la vida del cristiano y en la historia del Opus Dei.

Los ángeles han tenido y tienen un papel importante en la historia de la salvación. Desde el principio, Dios ha contado con ellos en su afán de dar al hombre la felicidad eterna para la que lo ha creado. La misión de los ángeles se integra en el designio salvífico divino a favor de los hombres. Ellos no tienen otro fin que el de adorar a Dios y actuar a su servicio para que el proyecto salvador llegue a su plenitud, es decir, a la unión de todos los seres creados con el Padre, en Cristo, por medio del Espíritu Santo. Esta es la razón de ser de su existencia y de su obrar como intermediarios entre Dios y los hombres, aspecto que san Josemaría comprendió en profundidad: "Dios estará a nuestro lado y enviará a sus Ángeles, para que sean nuestros compañeros de viaje, nuestros prudentes consejeros a lo largo del camino, nuestros colaboradores en todas nuestras empresas" (ECP, 63).

Ya en época patrística se enseñaba que un ángel especial protege continuamente a cada hombre: es el ángel custodio o de la guarda (nombre sugerido en Sal 90 [Vg 89], 11). La doctrina difundida por los Padres de la Iglesia había sido persuasión general en tiempos de Cristo (cfr. Mt 18, 10) y de la Iglesia primitiva (cfr. Hch 12, 15). Con argumentación filosófica santo Tomás explica por qué la presencia de los Ángeles Custodios en el mundo es un aspecto de la providencia divina. Entre la naturaleza divina y la de los hombres –escribe– está la naturaleza angélica, y como las cosas inferiores se cuidan por medio de las superiores, es lógico que Dios en su providencia acerca de la salvación de los hombres, haya querido servirse de los ángeles, que ayudan a los hombres a atender a su fin y les evitan dificultades que impedirían su progreso (cfr. In II Sent, d 11, q. 1, a. 1, sol).

De la biografía y de los escritos del fundador del Opus Dei, resulta clara la honda conciencia que tenía acerca del importante papel que jugaron en su vida. San Josemaría habla siempre de los ángeles de un modo vivo, concreto, y precisamente gracias a eso ha sabido indicar y brindar elementos esenciales acerca de su realidad, naturaleza y misión, ofreciendo una significativa aportación en el campo de la espiritualidad y de la reflexión teológica (cfr. LAVATORI, "Gli angelí: la loro presenza e la loro azione nella vita cristiana secondo il beato Josemaría", en GVQ, V/l, p. 137).

Un acontecimiento de capital importancia relacionado con los ángeles está dado por la fecha en que se fundó el Opus Dei. Precisamente el día 2 de octubre de 1928, memoria litúrgica de los Ángeles Custodios. Esta coincidencia entre el nacimiento del Opus Dei y la fiesta de los Ángeles permanecerá siempre como una piedra miliar en el alma del fundador: "La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre (…)". Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho (…) (Instrucción, 19–III–34, nn. 6-7: AVP, I, p. 297). "Recibí la iluminación sobre toda la Obra (…). Aún resuenan en mis oídos –decía en 1964– las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, festejando a su Patrona" (Meditación, 14–II–1964: AVP, I, p. 295). Como afirma Mons. Álvaro del Portillo, "a partir de la fiesta de los Ángeles Custodios de 1928, nuestro Fundador tuvo por ellos una devoción más intensa. Enseñaba a sus hijos: «El trato y la devoción a los Santos Ángeles Custodios está en la entraña de nuestra labor, es manifestación concreta de la misión sobrenatural de la Obra de Dios»" DEL PORTILLO, 1993, p. 159).

2. Los arcángeles san Rafael, san Miguel y san Gabriel y las obras que san Josemaría les ha encomendado.

El Pseudo–Dionisio habla de una jerarquía angélica, compuesta de nueve órdenes unidos entre sí de modo que cada uno ayuda al otro a conseguir su fin, que es la unidad y semejanza con Dios (serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, príncipes, arcángeles, ángeles). La Sagrada Escritura, que no es rigurosa en lo que se refiere al número de órdenes angélicas (cfr. Ef 1, 21 y Col 1, 16), sí nos habla de la presencia y acción de tres arcángeles: Rafael (cfr. Tb 3, 17; 4, 21; 11, 18), Gabriel (cfr. Dn 9, 21-27; Lc 1, 19.26) y Miguel (cfr. Jds 1, 9; Ap 12, 7-9), en favor de la salvación de los hombres.

Desde el 2 de octubre de 1928, san Josemaría, consciente de la misión que Dios le había encomendado, comenzó a tratar apostólicamente a gente. A medida que pasaba el tiempo, percibía la necesidad de organizar ese apostolado personal que desarrollaba con hombres y mujeres de muy distintos estratos sociales y profesiones, y buscaba el modo de estructurarlo. Fue en ese contexto cuando el 6 de octubre de 1932, haciendo oración en la capilla de San Juan de la Cruz, durante un retiro espiritual en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, tuvo "la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles –cuya intercesión pedimos cada día todos los socios de la Obra (…)–, teniéndoles desde aquel momento como Patronos de las tres obras que componen el Opus Dei" (Instrucción, 8–XII–41, n. 9: AVP, I, p. 466).

Bajo el patrocinio de san Rafael puso la labor de formación cristiana que el Opus Dei realiza con la juventud, considerada como una de las fases más importantes del desarrollo y crecimiento de la persona, previa a una integración plena en la vida social y profesional. De ese empeño apostólico por entusiasmar a la juventud, la obra de san Rafael, con un ideal de santidad y seguimiento de Cristo en medio del mundo y a través del trabajo, surgen muchas personas que se incorporan a la obra de san Miguel y a la obra de san Gabriel. A la obra de san Miguel pertenecen aquellos fieles del Opus Dei que se comprometen a vivir el celibato apostólico con entera disponibilidad al servicio de las necesidades de formación y apostolado que desarrolla la Obra en el mundo entero. La obra de san Gabriel se dedica a la formación y apostolado entre cristianos adultos, que en su gran mayoría son padres y madres de familia. A la invocación de los tres arcángeles, san Josemaría unió la de los tres apóstoles: san Juan, san Pedro y san Pablo (cfr. BERGLAR, 1987, p. 140).

3. La devoción a los Ángeles Custodios.

La Sagrada Escritura muestra a los ángeles como seres activos: nos revela que intervienen en la historia humana. En la vida de san Josemaría se manifiesta la naturalidad y la frecuencia con que acude a ellos, también en detalles muy materiales: en un período de grandes apuros económicos, se le estropeó su reloj. Su reacción fue confiarse a la providencia divina, acudiendo a su ángel custodio: "Hablando con mi Señor, le indiqué que mi Ángel Custodio, a quien Él ha dado más talento que a todos los relojeros, arreglara mi reloj. Pareció oírme, puesto que volví a mover y a tocar y retocar, en vano, el reloj estropeado. Entonces (…), me arrodillé y comencé un padrenuestro y un ave, que me parece no llegué a terminar, porque cogí de nuevo el reloj, toqué las saetas ¡y echó a andar! Di gracias a mi buen Padre" (Apuntes íntimos, n. 892: AVP, I, pp. 478-479). A esto y a otros momentos similares puede hacer referencia un punto de Camino: "Te pasmas porque tu Ángel Custodio te ha hecho servicios patentes. Y no debías pasmarte: para eso le colocó el Señor junto a ti" (C, 565). Una idea semejante refleja al sugerir: "Cuando tengas alguna necesidad, alguna contradicción, pequeña o grande, invoca a tu Ángel de la Guarda, para que la resuelva con Jesús o te haga el servicio de que se trate en cada caso" (F, 931).

Al igual que san Josemaría vivió y experimentó la presencia y acción eficaz de los ángeles, la referencia a esos seres espirituales fue también frecuente tanto en sus consejos y sugerencias en la dirección de almas como en su predicación. Repetidas veces exhortaba a ser confidente de los ángeles, hasta tener con ellos una verdadera amistad y comunión íntima: "Ten confianza con tu Ángel Custodio. Trátalo como un entrañable amigo y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día" (C, 562). Esta amistad que recomienda se debe claramente a la neta conciencia que san Josemaría tiene acerca de la naturaleza de su misión: "La tradición cristiana describe a los Ángeles Custodios como a unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus caminos. Y por eso nos invita a tratarlos, a acudir a ellos" (ECP, 63).

Como se puede ver a través de las citas expuestas, el fundador del Opus Dei tiene una certeza conceptual y una fe indiscutida en la acción angélica en favor de los hombres. Por eso, no sólo acude a su ángel custodio para confiarle lo propio, sino que además, tiene la costumbre de saludar y acudir a los ángeles custodios de las otras personas para pedir por ellas: "Acostúmbrate a encomendar a cada una de las personas que tratas a su Ángel Custodio, para que le ayude a ser buena y fiel, y alegre; para que pueda recibir, a su tiempo, el eterno abrazo de Amor de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo y de Santa María" (F, 1012). Era tanta su fe en la existencia y misión de los ángeles, que siendo seminarista, leyó en un libro de un Padre de la Iglesia que los sacerdotes tienen, además del ángel custodio, un arcángel ministerial. Por eso, él mismo comentaba que desde el día de su ordenación se dirigía a su arcángel ministerial con gran sencillez y confianza, tanto que afirmaba que estaba seguro de que, si la opinión de ese escritor no fuese correcta, el Señor le habría concedido uno, por la fe con que le había invocado siempre (cfr. DEL PORTILLO, 1993, p. 159).

Según asegura Mons. Álvaro del Portillo, san Josemaría "adquirió el hábito de saludar siempre al Ángel Custodio de las personas con las que se encontraba. Solía decir que saludaba primero al personaje. Un día de 1972 ó 1973 vino a verle el arzobispo de Valencia, Mons. Marcelino Olaechea, acompañado de su secretario. Como eran muy amigos, el Padre le saludó y le dijo en broma: –Don Marcelino, ¿a quién he saludado primero? El arzobispo respondió: –Primero, a mí. –No, le dijo el Padre. He saludado primero al personaje. Don Marcelino repuso, perplejo: –Pero, entre mi secretario y yo, el personaje soy yo. Entonces nuestro Fundador explicó: –No, el personaje es su Ángel Custodio" (DEL PORTILLO, 1993, pp. 159-160).

Citemos dos manifestaciones más. En primer lugar, su conciencia de la relación de los ángeles con la Sagrada Eucaristía. Tenía la firme convicción de que, a modo de adoración y veneración, los ángeles están presentes en la celebración de la Santa Misa: "(…) la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: «Sanctus, Sanctus, Sanctus» Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles, no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad" (ECP, 89). Fruto de una fe plena en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, al hacer la genuflexión ante el Sagrario, agradecía siempre a los Ángeles, allí presentes, la adoración que continuamente prestan a Dios. Solía comentar: "Cuando voy a un oratorio (…) donde está el tabernáculo, digo a Jesús que le amo, e invoco a la Trinidad. Después doy gracias a los Ángeles que custodian el Sagrario, adorando a Cristo en la Eucaristía" (DEL PORTILLO, 1993, p. 159).

Y en segundo lugar, su confianza en la ayuda del ángel custodio en ese momento supremo que es el fin de la vida terrena. El Ángel Custodio nos acompaña siempre como testigo de mayor excepción. Él será quien, en tu juicio particular, recordará las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo largo de tu vida. Mas cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Ángel presentará aquellas corazonadas íntimas (quizá olvidadas por ti mismo), aquellas muestras de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo (…)" (S. 693).

Gabriela AYBAR PERLENDER

 «    APOSTOLADO    » 

1. Una vocación universal.

Se podría decir que el primer elemento de la enseñanza de san Josemaría sobre el apostolado es que se trata de una vocación–misión ("un mandato imperativo de Cristo": C, 942), que es universal, ya que nadie está excluido, aún cuando se concreta de diversos modos. Desde muy pronto la Iglesia, que reconoció en los obispos a los sucesores de los apóstoles, les atribuyó de manera eminente la misión apostólica. Al mismo tiempo, en varios textos de san Pablo (que se llamó a sí mismo apóstol) se pone de relieve que, en un sentido más amplio y sin referencia a funciones de gobierno, todos los fieles son también enviados por Cristo. Los Hechos de los Apóstoles confirman esa misma realidad proporcionando, además de las predicaciones multitudinarias de Pentecostés y más tarde de Pedro o de Pablo a las gentes, episodios de encuentros apostólicos, como el de Felipe con el intendente de la reina de Etiopía (Hch 8, 26-40), o el de Priscila y Aquila con Apolo, al que "le expusieron con más exactitud el camino del Señor" (Hch 18, 26), y a los que el mismo Pablo dirigió dos veces el elogio de "colaboradores" valientes y figuras significadas de la comunidad cristiana (cfr. Rm 16, 3-5; 1Co 16, 19).

Junto a la enseñanza oficial y auténtica propia del Magisterio de los Apóstoles y de sus sucesores, el cristianismo conoció desde los comienzos un apostolado realizado por los fieles corrientes, que contribuyeron en gran parte a difundir el Evangelio. Algunos de los textos más antiguos de la comunidad cristiana muestran este apostolado ejercido en todos los estratos de la sociedad. Los cristianos se extendieron hasta los confines del mundo conocido, como dice Tertuliano en un texto que san Josemaría citó algunas veces: "Somos de ayer y ya llenamos el orbe y todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las alturas, los municipios, los conciliábulos, los mismos campamentos, las tribus, las decurias, la corte, el senado, el foro. Os hemos dejado a vosotros solamente los templos" (El Apologético, XXXVII, 4). Y también: "Convivimos con vosotros en este mundo, sin evitar el foro, el mercado, los baños, tabernas, oficinas, albergues, vuestras ferias y los demás lugares donde se comercia. Con vosotros navegamos también nosotros, con vosotros hacemos la milicia, cultivamos la tierra y comerciamos; por tanto intercambiamos nuestras artesanías y ponemos a vuestra disposición nuestras obras" (El Apologético, XLII, 1). Los cristianos son como la levadura en la masa o el alma en el cuerpo (Carta a Diogneto nn. 5-6). Las primeras comunidades consideraban que el Bautismo, por sí mismo, implicaba una responsabilidad apostólica con respecto a la familia (esposo, hijos), a los allegados y a otras personas cercanas. El apostolado es una parte integrante, esencial, de la vocación cristiana y del compromiso bautismal.

La comprensión del apostolado como vocación cristiana universal se ha abierto camino a lo largo del siglo XX y se encuentra hoy comúnmente aceptada. Pero en las sociedades católicas de la primera mitad del siglo XX no lo era tanto, al igual de lo que ocurría con respecto a la llamada universal a la santidad. Una y otra llamada constituyen dos caras de una misma vocación cristiana, como lo ha proclamado el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 39-42), que considera parte principal de su mensaje el anuncio de la universalidad de la llamada a la santidad y al apostolado, y que recuerda que "lo propio del estado de los seglares es el vivir en medio del mundo y de las ocupaciones temporales, ellos son los llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento" (AA, 2; cfr. LG, 33).

Esta universalidad fue predicada por san Josemaría en referencia a personas de las más diversas profesiones y condiciones: "Hay que rechazar el prejuicio de que os fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico; a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos" (CONV, 21). Y también en referencia tanto al varón como a la mujer: "No veo ninguna razón por la cual al hablar del laicado (de su tarea apostólica, de sus derechos y deberes, etc.) se haya de hacer ningún tipo de distinción o discriminación con respecto a la mujer" (CONV, 14).

San Josemaría valoró las obras de apostolado asociado, es decir, las iniciativas, empresas o instituciones que los fieles cristianos, por sí mismos o unidos a otras personas de buena voluntad, pudieran promover. De hecho las impulsó en bastantes casos. Pero, como se advierte en sus escritos y en su predicación, el "apostolado" por antonomasia era para él la acción personal del cristiano, ejercida cada día entre sus iguales, para exhortarles (con su palabra y su conducta) a ser discípulos de Jesús. De ahí que, como escribió Álvaro del Portillo, entendiera siempre "la responsabilidad apostólica de los seglares como un mandato divino (dinamismo de la gracia sacramental), porque el mismo Cristo ha confiado a los bautizados el deber y el derecho de dedicarse al apostolado, sobre todo y primariamente, en y a través de las mismas circunstancias y estructuras seculares (no eclesiásticas), en las que se desarrolla su vida cotidiana y ordinaria de ciudadanos y cristianos corrientes" (DEL PORTILLO, 1992, p. 75).

Ser apóstol es, en suma, un deber primario de todo cristiano: "no tenemos más remedio que trabajar, al servicio de todas las almas. Otra cosa sería egoísmo. (…) No imaginéis este afán como una añadidura, para bordear con una filigrana nuestra condición de cristianos. Si la levadura no fermenta, se pudre. (…) No prestamos un favor a Dios Nuestro Señor, cuando lo damos a conocer a los demás: por predicar el Evangelio no tengo gloria, pues estoy por necesidad obligado, por el mandato de Jesucristo; y desventurado de mí si no lo predicare (1Co 9, 16)" (AD, 258).

El apostolado prolonga la mediación de Cristo y manifiesta que en el cristianismo juega un papel decisivo la mediación. La narración de la conversión de san Pablo comporta la mediación de Ananías, a quien Jesús envía a Pablo, que le pregunta: "¿Qué debo hacer?" (Hch 9, 6). El relato pone de relieve sin duda alguna la necesidad de una dirección o de un consejo espiritual para orientarse en la vida cristiana. Pero, en sentido más amplio, expresa la voluntad de Dios de servirse de un intermediario a la hora de darse a conocer o de dar a conocer sus deseos. Se puede igualmente llegar a la conclusión de que la dirección espiritual es una forma del apostolado cristiano, o que el apostolado cristiano supone una forma de consejo espiritual para con el prójimo y en servicio del prójimo.

El apostolado personal es manifestación de la caridad, que lleva a compartir con los que amamos aquello que más amamos. Este es ciertamente uno de los fundamentos de la enseñanza de san Josemaría sobre el apostolado: "Universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado; traducción en obras y de verdad, por nuestra parte, del gran empeño de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2, 4)" (AD, 230).

Si el apostolado es manifestación de caridad, en cierto sentido todo acto de caridad es apostólico. Aun cuando san Josemaría no se expresó nunca en estos términos, podría haber hecho suya la expresión de Benedicto XVI cuando habla en la Cart. Enc. Deus Caritas est de un "servicio de la caridad", que precede al apostolado de la fe (la predicación, el testimonio, la conversación apostólica), y que, aunque en ocasiones no dé lugar a una efectiva transmisión de la fe, mantiene siempre abierta esa posibilidad. Pero si la caridad es siempre apostolado, también es cierto que el apostolado no puede ser practicado sin caridad, porque la caridad es su alma. "La caridad es la sal del apostolado de los cristianos; si pierde el sabor, ¿cómo podremos presentarnos ante el mundo y explicar, con la cabeza alta, aquí está Cristo?" (AD, 234).

2. "Sobreabundancia de la vida interior".

San Josemaría se refirió frecuentemente a los primeros cristianos para explicar su concepción del apostolado de los laicos tal como lo esperaba de los miembros del Opus Dei o, en términos más amplios, tal y como lo consideraba en cuanto llamada de Dios a todos los bautizados. Al citar en numerosas ocasiones la breve pero profunda descripción de la vida de la primera comunidad que nos trasmiten los Hechos de los Apóstoles ("eran asiduos a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones": Hch 2, 42), san Josemaría ofrecía reinterpretado el dicho de un autor francés J. B. CHAUTARD: "una superabundancia de tu vida «para adentro»" (C, 961). Comprendemos así que el apostolado se funde con la vida de trato con Dios, es su prolongación natural, análogamente a como la caridad fraterna prolonga y vuelca en el prójimo el amor de Dios. De ahí se deriva igualmente la conexión constante entre la santidad y el apostolado a la hora de definir la vocación cristiana.

"Mirad además que Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado. Comprended que, hasta humanamente, como comenta un Padre de la Iglesia, la preocupación por las almas brota como una consecuencia lógica de esa elección: cuando descubrís que algo os ha sido de provecho, procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo hagáis solos (SAN GREGORIO MAGNO, Homiliae in Evangelia, 6, 6)" (AD, 5).

Se puede distinguir así entre la edificación personal en la relación con Dios y en la virtud (santidad), y la relación con el prójimo que recibe el nombre de caridad. Pero estas dos dimensiones se reclaman la una a la otra; no son dos más que en apariencia: la santidad alcanza su plenitud en el apostolado y el apostolado requiere a santidad.

El primer acto de caridad con el prójimo es la oración. Es más, la razón de ser de la actividad apostólica se enraíza en la unión con Dios, que se alcanza en los sacramentos y en la oración: "Te diré, plagiando la frase de un autor extranjero (alude a J. B. CHAUTARD), que tu vida de apóstol vale o que vale tu oración" (C, 108). Y, en otro lugar, "Si no tratas a Cristo en la oración y en el Pan, ¿cómo le vas a dar a conocer?" 3. 105). Sin vida de oración, el apostolado (la acción, aun realizada con intención apostólica) quedaría sin fruto: "Me resulta muy difícil creer en la eficacia sobrenatural de un apostolado que no esté apoyado, centrado sólidamente, en una vida de continuo trato con el Señor" (AD, 271). Por eso recomendó mantener, en toda labor apostólica, el siguiente principio: "Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en «tercer lugar», acción" (C, 82). A la inversa, que se pudiera afirmar que a santificación forma una sola cosa con el apostolado" (ECP, 145), hasta sostener que la vida interior puede medirse por el celo apostólico que se posee, pues éste denota el grado de identificación con la misión redentora de Cristo: "el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas. No cabe disociar la vida interior y el apostolado" (ECP, 122).

La oración agudiza el deseo de comunicar el objeto de su fe y de su amor, y aumenta esta fe y este amor. Fe en Dios que quiere servirse de los cristianos como apóstoles y enviados, y fe en su ayuda para la acción apostólica. Amor a Dios para hacer accesible a todos al Bien Soberano y amor al deseo divino de ser secundado por las criaturas. San Josemaría pone en guardia contra toda forma de activismo, que descuidaría los "medios sobrenaturales" y reduciría el apostolado a una simple propaganda para incorporarse a un movimiento, a un partido o a una secta: "Pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios" (AD, 18).

Piedad a la que debe unirse, como es obvio, la práctica de las virtudes, indispensables para mantener la "vibración apostólica"; en particular la virtud de la pureza, sin la cual "no se puede perseverar en el apostolado" (C, 129), ya que implica la superación de toda actitud egocéntrica y abre el corazón al amor y al servicio. Y la mortificación (la expiación de que habla el punto 82 de Camino), la clara conciencia no solo de que ninguna virtud se adquiere sin empeño y entrega (cfr. C, 175, 180), sino del valor redentor y apostólico del dolor cuando se une a la cruz de Cristo. "Si el grano de trigo no muere queda infecundo. ¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar espigas bien granadas? ¡Qué Jesús bendiga tu trigal!" (C, 199). "¿La Cruz sobre tu pecho? Bien. Pero la Cruz sobre tus hombros, la Cruz en tu carne, la Cruz en tu inteligencia. Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás apóstol" (C, 929).

El apostolado cristiano consiste en dar a conocer el Evangelio y ayudar a vivirlo, cualquiera que sea el punto de partida del interesado: ignorante, poco dispuesto, no practicante o, por el contrario, ya avanzado y deseoso de progresar en la fe. Se apoya en la vida de oración y en la santidad personal de quien lo ejerce, es decir, en la búsqueda de la santidad y el ejercicio de las virtudes cristianas. El ejemplo de vida cristiana constituye un requisito básico para el apostolado, como lo pone de relieve el resumen de la vida de Cristo que se encuentra al comienzo de los Hechos de los Apóstoles (1, 1), que a san Josemaría le gustaba repetir: coepit facere et docere, empezó a hacer y a enseñar. Ejemplo, por supuesto, tanto en relación con las virtudes que se refieren más específicamente a la vida social (justicia, lealtad) y las que las completan (educación, afabilidad), como en referencia al resto de las virtudes morales (templanza, fortaleza de ánimo).

Pero si la oración es el fundamento de la actividad apostólica, es también su término: "Haced de vuestros amigos almas de oración", es el consejo, la indicación que repitió en numerosas ocasiones. En una dedicatoria de una vida de Jesús a uno de los primeros miembros del Opus Dei, san Josemaría dejó escrito: "Que busques a Cristo. Que encuentres a Cristo. Que ames a Cristo". En el punto de Camino que recoge esta anécdota, añade: "Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?" (C, 382). Se podría ver aquí una sucesión de los fines o etapas del apostolado cristiano: romper la indiferencia y espolear a la búsqueda de Dios y de Jesucristo, transmitir la doctrina, encaminar hacia la vida de piedad. Y, como para cerrar el círculo, la formación de nuevos apóstoles que a su vez ayudarán a los que tengan a su alrededor a recorrer esas mismas etapas (cfr. C, 809).

Junto a la vida de oración, ocupa pues un lugar en el desarrollo del apostolado la formación doctrinal, es decir, el deseo de formarse en la fe con la profundidad que a cada uno le sea dado alcanzar. "¿Y cuáles son los medios principales para lograr que la vocación se afiance? Te señalaré hoy dos, que son como ejes vivos de la conducta cristiana: la vida interior y la formación doctrinal, el conocimiento profundo de nuestra fe" (ECP, 8).

De acuerdo con estas premisas se entiende que san Josemaría definiera el Opus Dei como una "gran catequesis" y que viera en el deseo de promover la formación doctrinal una "pasión dominante". Considerando, como muchos otros, que el primer enemigo de Cristo y de la Iglesia es la ignorancia, san Josemaría suscitaba constantemente formas diversas de este "apostolado de la doctrina" (cfr. S, 172). La piedad es fundamentalmente una actitud del corazón, una expresión del amor, y por tanto debe ser alimentada por el conocimiento, no sólo por medio de clases o de conferencias para un público numeroso, sino también en el ámbito del apostolado de cada uno con sus amigos.

3. "Apostolado de amistad y confidencia".

Una de las expresiones más habituales de san Josemaría a propósito del apostolado es la de "apostolado de amistad y confidencia". Se refería esencialmente a ese apostolado personal, sencillo y ordinario, llevado a la práctica por cada bautizado en su familia, en el ámbito profesional, en los diferentes círculos en los que se desenvuelve. En suma, con todas aquellas personas con las que mantiene una relación de amistad.

El vínculo que une este apostolado de amistad y confidencia con las consideraciones precedentes sobre la llamada universal a la santidad, sobre la caridad y la vida de oración, sobre el ejemplo o testimonio y sobre las virtudes, está especialmente bien recogido en un punto de Conversaciones: "Querer alcanzar la santidad (a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos) significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra. Viviendo la caridad (el Amor) se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad. Se ve en seguida que la práctica de estas virtudes lleva al apostolado. Es más: es ya apostolado. Porque, al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz. Se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit facere et docere (Hch 1, 1), que empezó a hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la palabra. Por eso he llamado a este trabajo, desde hace cuarenta años, apostolado de amistad y de confidencia" (CONV, 62).

La amistad es una virtud y un gran bien en sí misma (el mayor de los bienes de los hombres, según Dante), y para el cristiano la amistad es caridad. Entre la pasión y el eros, cuyo objeto es un único ser, y el ágape, que se extiende a todos los hombres, ha podido parecer que la philia, la amistad, ocupaba un espacio intermedio: más amplio que la pasión, más restringido a un pequeño número, esos "otros yo" que son necesarios para la vida lograda según Aristóteles. Pero la amistad cristiana ha de participar de la extensión universal de la caridad, sin dejar de ser amistad, afecto, comunidad de objetivos y de preocupaciones. No se funda necesariamente sobre la base natural de singularidades entrelazadas, ya que la visión de fe, que permite considerar a cada hombre como un hermano en Cristo, y el mandamiento del amor llevan a buscar la amistad del mayor número posible de personas, a hacerse "todo para todos, para salvar a todos" (1 Co 9, " 9-22). Sin instrumentalización, el apostolado es la plenitud de la amistad, porque "la verdadera amistad no debe ocultar lo que siente" (SAN JERÓNIMO, Cartas, 81, 1). Toda manifestación de caridad con el prójimo es ya, en este sentido, apostolado: "El deber de la fraternidad, con todas las almas, hará que ejercites el "apostolado de las cosas pequeñas", sin que lo noten: con afán de servicio, de modo que el camino se les muestre amable" (S, 737).

Según san Josemaría, la amistad personal lleva naturalmente a la confidencia, a la puesta en común de las alegrías y de las penas, y a la posibilidad de meterse sin violencia en la intimidad del amigo: "Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo. Todo eso es «apostolado de la confidencia»" (C, 973). En la confidencia, recibida o hecha, el cristiano ejerce el apostolado del Señor, haciendo las veces de su intermediario: "Cuando te hablo de «apostolado de amistad», me refiero a amistad «personal», sacrificada, sincera, de tú a tú, de corazón a corazón" (S, 191).

Es en el marco de la confidencia donde un amigo, además de mover a esa conversión que solamente el Espíritu Santo realiza en las almas, puede proporcionar una formación personalizada y llevar por el camino de la santidad a cualquier alma: "El apostolado cristiano (y me refiero ahora en concreto al de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales) es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina" (ECP, 149).

4. "Santificar a los demás con el trabajo". El ámbito del apostolado personal.

El apostolado personal de amistad y confidencia se desarrolla en todas las circunstancias, pero principalmente en el ámbito de la vida ordinaria del cristiano: en el de su familia y en el de su profesión. Para san Josemaría, esta es una enseñanza de raigambre evangélica: "Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. ¿Qué te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores. Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos" (C, 799).

El trabajo profesional (o el oficio o profesión que cada uno desarrolle, también para una madre de familia la administración doméstica de su hogar, o el estudio durante la época escolar o universitaria) constituye una ocupación que llena gran parte de la vida y en la cual o por la cual el cristiano debe esforzarse en "santificar a los demás", santificándose a sí mismo y santificando su trabajo. "El apostolado (…) no es algo diverso de la tarea de todos los días: se confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión de un encuentro personal con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo" (AD, 264). De ahí una de las expresiones más conocidas de san Josemaría: "santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo" (CONV, 55).

El prestigio profesional adquirido en el plano humano inspira con frecuencia entre los colegas y los compañeros de trabajo esa confianza que facilita la iniciativa apostólica. La cumplida realización de las tareas se convierte así en "anzuelo de pescador de hombres" (C, 372), cuya necesidad no ha cesado de recordar san Josemaría. Por lo demás, no es el mero rendimiento profesional o en los estudios, que debe ser estimado, lo que hace del trabajo el ámbito natural del apostolado, sino la práctica de las virtudes cristianas, la alegría, la coherencia entre las obras y la fe profesada. Así escribe: "Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo" (C, 2). Y también: "Sólo te preocupas de edificar tu cultura. Y es preciso edificar tu alma. Así trabajarás como debes, por Cristo: para que Él reine en el mundo hace falta que haya quienes, con la vista en el cielo, se dediquen prestigiosamente a todas las actividades humanas, y, desde ellas, ejerciten calladamente y eficazmente un apostolado de carácter profesional" (C, 347).

En ese contexto "el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional (…). El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual" (ECP, 122). Y eso no sólo en el ambiente de trabajo, sino en general: la familia, las relaciones establecidas en el entorno de la vida asociativa, de las responsabilidades públicas, del deporte o del tiempo de ocio, son igualmente circunstancias naturales del apostolado personal. Realizado en medio del mundo, basándose en la amistad, y comenzando por las relaciones surgidas en la vida ordinaria, ese apostolado es auténtico, no es llamativo, sino impregnado de naturalidad: "Quieres ser mártir. Yo te pondré un martirio al alcance de la mano: ser apóstol y no llamarte apóstol, ser misionero (con misión) y no llamarte misionero, ser hombre de Dios y parecer hombre de mundo: ¡pasar oculto!" (C, 848; cfr. C, 648).

El capítulo "El apostolado" de Camino completa la exposición de los amplios campos de apostolado que se les ofrecen a los cristianos, señalando al efecto varias ocasiones propicias. San Josemaría se refiere así al apostolado epistolar (cfr. C, 976-977); al apostolado "del almuerzo" ("Es la vieja hospitalidad de los Patriarcas, con el calor fraternal de Betania. Cuando se ejercita, parece que se entrevé a Jesús, que preside, como en casa de Lázaro", C, 974); al apostolado de la diversión (cfr. C, 975); al apostolado de no dar (cfr. C, 979), para estimular la generosidad de cada uno y la misma justicia, sin dar lugar a la menor forma de "mercadeo" apostólico. Y, refiriéndose a la necesaria formación doctrinal de las almas, hablaba también de "apostolado de la inteligencia": "«Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum» “venid detrás de mí, y os haré pescadores de hombres". No sin misterio emplea el Señor estas palabras: a los hombres, como a los peces, hay que cogerlos por la cabeza. ¡Qué hondura evangélica tiene el apostolado de la inteligencia!" (C, 978).

5. "Vibración apostólica".

Entre los obstáculos, de cara al apostolado personal, reconocibles y particularmente reconocidos por san Josemaría, figuran los "respetos humanos", la falsa vergüenza para hablar de Dios. Esta vergüenza es paradójica, ya que lo que se teme mostrar, los temas que se teme abordar, no tienen nada de "vergonzosos", y también porque, en cambio, se actúa, en ocasiones, con falta de vergüenza o de pudor en numerosos asuntos que deberían avergonzar. San Josemaría lo denunció siempre: "Hay un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto, el temor a tocar temas espirituales, porque se sospecha que una conversación así no caerá bien en determinados ambientes, porque existe el riesgo de herir susceptibilidades" (ECP, 175).

También los fracasos pueden enfriar el afán apostólico, si bien san Josemaría deja claro que cuando se ha actuado con rectitud de intención, son fracasos solo aparentes. Pueden incluso ser victorias a largo plazo y, en todo caso, son siempre útiles para el propio apóstol (a modo de lecciones de humildad, de corrección o de caridad): "No admitas el desaliento en tu apostolado. No fracasaste, como tampoco Cristo fracasó en la Cruz" (VC, XIII Estación).

Damos un paso más: "La sola presencia no basta", dijo en más de una ocasión. No basta con estar, ni siquiera con un estar que pueda servir de ejemplo. El cristiano debe hablar, haciéndose eco de san Pablo: "¿Pero cómo invocarán a Aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Y cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no hay enviados?" (Rm 10, 14-15). Y esto a pesar de los eventuales fracasos, ya sea en el apostolado ad fidem o en el intento de calentar corazones enfriados en la fe. El modelo viene dado por Cristo y su conversación con los peregrinos de Emaús: les da el valor y la audacia en la fe, los vuelve capaces de creer y de predicar la Buena Nueva: "«Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via?» ¿Acaso nuestro corazón no ardía en nosotros cuando nos hablaba en el camino? Estas palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de su vida" (C, 917).

En suma, los obstáculos se reducen a falta de fe, de una fe viva, de una fe que desemboca en visión sobrenatural y que se traduce, por lo que se refiere al apostolado, en audacia, o lo que es lo mismo, en una desvergüenza a la que san Josemaría calificó de "santa" para evitar toda ambigüedad: "Ríete del ridículo. Desprecia el qué dirán. Ve y siente a Dios en ti mismo y en lo que te rodea. Así acabarás por conseguir la santa desvergüenza que precisas, ¡oh paradoja!, para vivir con delicadeza de caballero cristiano" (C, 390).

Un concepto original subrayado por san Josemaría para significar el estado de espíritu y de gracia que debe tener el apóstol es el de "vibración apostólica": una disposición siempre presente para entablar conversación, para orientarla, o simplemente para actuar de una manera o de otra con el fin de acercar las almas a Dios. El término de "vibración" evoca a la vez una actividad constante y continua, y una transmisión inmediata del estado vibratorio sin otra causa que dicho estado en sí mismo y la puesta en contacto de objetos (de personas) aptos para recibirlo. El respeto humano es con frecuencia una "falta de vibración": "Te falta «vibración». Esa es la causa de que arrastres a tan pocos. Parece como si no estuvieras muy persuadido de lo que ganas al dejar por Cristo esas cosas de la tierra. Compara: ¡el ciento por uno y la vida eterna! ¿Te parece pequeño el «negocio»?" (C, 791).

Confiando, es decir teniendo fe, en la misión encomendada por Cristo a sus discípulos, y en la elección que hizo de ellos ("no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca", Jn 15, 16), el cristiano no puede privarse de practicar este apostolado personal de amistad y confidencia, de testimonio, de sobreabundancia de su vida Interior, mandato imperativo del Señor: "«Id, predicad el Evangelio. Yo estaré con vosotros». Esto ha dicho Jesús y te lo ha dicho a ti" (C, 904).

Prolongación y profundización de la vida de trabajo, del trato personal en el seno de la familia y de la sociedad, "el apostolado cristiano (y me refiero ahora en concreto al de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales) es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina" (ECP, 149). San Josemaría invita, en suma, a un apostolado realizado en la vida ordinaria, en medio de los anhelos y los desafíos que plantean el mundo y la historia, con una labor que puede, sobre todo en algunas ocasiones, ser lenta, pero que posee siempre gran alcance: "Eres, entre los tuyos alma de apóstol, la piedra caída en el lago. Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo y éste, otro y otro, y otro. Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?" (C, 831).

Cyrille MICHON

 «    APOSTOLADO AD FIDEM    » 

1. Alcance y sentido de la expresión.

San Josemaría emplea la expresión apostolado ad fidem para significar tanto el apostolado con los católicos alejados de la Iglesia como el apostolado con los cristianos no católicos y el apostolado con los no cristianos. En efecto, al usar la expresión con ese alcance tan general, no desconoce, como es lógico, las diferencias entre las situaciones, y, concretamente, al aplicarlo tanto al apostolado con los no cristianos como al relativo a los cristianos no católicos, distingue la diferencia fundamental, que radica entre estar o no estar incorporados a Jesucristo por el Bautismo. Tanto en sus enseñanzas pastorales como las iniciativas apostólicas que promovió hay una clara distinción entre lo que puede denominarse un "apostolado proprie ad fidem", referido a los no cristianos, y un "apostolado ad plenitudinem fidei", en relación a los cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica (cfr. Ocariz, 2009, pp. 110, 117 ss.).

El primero se corresponde con la dimensión misionera ad extra de la Iglesia; el segundo hace referencia al deseo de promover la unidad de los cristianos, es decir, al ecumenismo, si bien no se refiere a las actividades ecuménicas en cuanto tales entre la Iglesia católica y las otras iglesias comunidades eclesiales, sino a la incorporación plena a la Iglesia católica de los cristianos singulares (cfr. UR, 4), a partir del testimonio personal que los católicos ofrecen con su ejemplo y su palabra a todos los hombres, en el desempeño de la misión apostólica universal de la iglesia recibida de Jesucristo (cfr. Mt 28, 19-20).

Las diversas formas del apostolado ad fidem poseen como motivación común el amor a Dios y a los hombres y, como finalidad esencial, que todos los hombres y mujeres puedan acoger y abrazar la plenitud de verdad y de salvación "que subsiste en la Iglesia católica y apostólica" (DH, 1).

2. Aspectos históricos.

En el proceso que condujo a la aprobación pontificia del Opus Dei, en 1950, san Josemaría pidió insistentemente a la Santa Sede que cristianos no católicos y también no cristianos pudieran ser cooperadores del Opus Dei, participando así de sus bienes espirituales. Se trataba de una petición sin precedentes, en una época en la que ni el ecumenismo ni la relación con los no cristianos poseían la fuerza y la extensión que cobraron sobre todo a partir del Concilio Vaticano II (cfr. IJC, p. 253, nt. 63; RODRÍGUEZ, 1979, p. 67).

Recibió una negativa inicial que se transformó luego en un dilata, hasta que con la aprobación definitiva de 1950, apareció la figura de los "cooperadores no católicos", para referirse a quienes, sin pertenecer obviamente al Opus Dei, colaboran en las labores apostólicas con sus oraciones y limosnas y, frecuentemente, con su trabajo (cfr. AVP, III, p. 482, nt. 61). Refiriéndose a estos cooperadores, san Josemaría escribió en una de sus Cartas: "Protestantes de muy diversas denominaciones, hebreos, mahometanos, paganos, pasan de la noble amistad con una hija o con un hijo mío a la participación en labores de apostolado. Y, como por un plano inclinado, tienen así ocasión de conocer la riqueza de espíritu que encierra la doctrina cristiana. A bastantes les dará el Señor la gracia de la fe, premiando así su buena voluntad, manifestada en la leal colaboración en obras de bien" (Carta 12–XII–1952, n. 33: AVP, III, p. 482, nt. 61).

A este respecto, recordaba una anécdota de un encuentro suyo con Juan XXIII, al que comentó con espontaneidad y cariño: "«Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad». Él se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos" (CONV, 22).

Tras el Concilio Vaticano II san Josemaría señaló en una de sus homilías que se había llenado de gozo cuando, durante la Asamblea conciliar, había visto cómo tomaba cuerpo con renovada intensidad la "preocupación por llevar la Verdad a los que andan apartados del único Camino, del de Jesús, pues me consume el hambre de que se salve la humanidad entera" (AD, 226). Y añadía que esa gran alegría estaba motivada también "porque se veía confirmado nuevamente un apostolado tan preferido por el Opus Dei, el apostolado ad fídem, que no rechaza a ninguna persona, y admite a los no cristianos, a los ateos, a los paganos, para que en lo posible participen de los bienes espirituales de nuestra Asociación: esto tiene una larga historia, de dolor y de lealtad, que he contado en otras ocasiones" (AD, 227).

3. Características generales.

Según san Josemaría, el apostolado ad fídem ha de entenderse principalmente en el marco del "apostolado de amistad y confidencia" (cfr. S, 191, 192), por el que "se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez (…), con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina" (ECP, 149). Este apostolado personal lo realizan los fieles del Opus Dei con sus iguales en medio de sus circunstancias familiares, profesionales y sociales, contribuyendo así a informar el mundo entero con el espíritu de Jesús y a que todos perciban el bonus odor Christi (cfr. ECP, 156, 105, 36; AD, 271): "Con tu amistad y con tu doctrina –me corrijo: con la caridad y con el mensaje de Cristo–, moverás a muchos no católicos a colaborar en serio, para hacer el bien a todos los hombres" (S, 753). San Josemaría dispuso además que las iniciativas apostólicas promovidas por los fieles del Opus Dei estuvieran abiertas también a los no cristianos.

Un rasgo común a las diversas formas de apostolado ad fídem es el respeto y el amor a la libertad, que san Josemaría enseñó a sus hijos como característica fundamental de la fe cristiana. De ahí que pudiera declarar que desde el principio de la Obra, en esa acción apostólica, "se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad" (CONV, 29). El respeto a la libertad es una exigencia de la justicia y la caridad y no una táctica para conseguir la conversión del otro. Es precisamente la amistad leal, unida al amor a la verdad, la que lleva a mostrar a todos la riqueza de la fe católica de un modo auténtico, con sencillez y naturalidad, respetando las conciencias y evitando una acomodación de la doctrina que sería expresión de un falso irenismo (cfr. F, 456).

Finalmente, san Josemaría entiende que también al apostolado ad fídem ha de aplicarse el principio clásico del orden de la caridad: "El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?" (AD, 226). Por eso, añadía que para que el apostolado ad fidem arraigue con fuerza y no se quede en "palabrería hipócrita", debe venir precedido y acompañado por el amor a los que ya son miembros de la Iglesia: cuando amamos en el Corazón de Cristo a os que somos hijos de un mismo Padre, estamos asociados en una misma fe y somos herederos de una misma esperanza (MINUCIÓ FÉLIX, Octavius, 31), nuestra alma se engrandece y arde con el afán de que todos se acerquen a Nuestro Señor" (AD, 226; cfr. S, 643, 64).

Juan ALONSO

 «    APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA    » 

1. El interés de san Josemaría.

Entre 1902 y 1975, el arco temporal de la vida de san Josemaría, los principales creadores de opinión eran las agencias de noticias, los periódicos, la radio, la televisión, las productoras y distribuidoras de películas y las editoriales, así como los intelectuales que colaboraban con esas empresas. A ellos se unían los líderes de opinión de ámbito local, o incluso doméstico, a los que el fundador del Opus Dei otorgaba gran relevancia: personas que trabajaban en lugares como las peluquerías o los bares, donde se habla, se debate y se crean opiniones colectivas a pequeña escala.

Sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, la Iglesia ha prestado particular atención a estos fenómenos, a medida que crecía su impacto social. Señalaba Juan Pablo II que "los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales" (RMi, 37). En ocasiones los creadores de opinión pública influyen de manera más amplia y a veces incluso más profunda que los padres y los educadores. Se comprende que el Concilio Vaticano II señalara la necesidad de llevar a cabo un apostolado eficaz en los medios de comunicación, que permitiera que la doctrina de Cristo llegara a amplios sectores de la sociedad (cfr. IM, 1-4). Desde entonces, el Magisterio de la Iglesia ha recordado en diversas ocasiones que en la tarea de evangelización no basta con "usar" los medios para difundir el mensaje cristiano, sino que "conviene integrar el mensaje mismo en esta «nueva cultura» creada por la comunicación moderna" (RMi, 37).

Esa preocupación está presente en san Josemaría desde los años treinta. Con el tiempo, va transmitiendo su interés a las personas que trata. A todos les recuerda la importancia del apostolado de la opinión pública, la necesidad de buscar nuevos modos de ser testigos de Cristo en ese ámbito. Además de gozar de unas extraordinarias cualidades de comunicación (cfr. URBANO, 2008, pp. 140 ss.), san Josemaría era consciente de la necesidad de ir más allá de las relaciones personales inmediatas y llegar a círculos más amplios, proporcionados a la universalidad del mensaje cristiano.

Para san Josemaría, el apostolado de la opinión pública era la suma de esfuerzos que los católicos están llamados a realizar, con el fin de impregnar de dignidad humana y de sentido cristiano las actividades y profesiones relacionadas con la comunicación. Esa conciencia nace de la secularidad que está presente en su forma de pensar y que se resume en amar apasionadamente al mundo, participar en su dinamismo, sentirse responsable de su evolución. Innegable es además su sensibilidad hacia la comunicación y en particular hacia el periodismo, cualidad muy apropiada en una persona que dedicó toda su vida a la transmisión del evangelio.

En 1964 san Josemaría quiso que el apostolado de la opinión pública que deberían desarrollar los fieles del Opus Dei y quienes participan en sus actividades se pusiera bajo la intercesión de santa Catalina de Siena, que, como comentó muchas veces, "amó con obras y de verdad a la Iglesia y al Papa" (Recuerdos de nuestro Padre, pp. 399-400: AGP, Biblioteca, P21).

En este terreno cabe señalar la existencia de dos campos a los que san Josemaría dedicó atención: el apostolado de la opinión pública en cuanto tal y la información sobre el Opus Dei.

2. La difusión del mensaje cristiano.

Como parte de un mensaje de santificación de la realidad temporal, san Josemaría recordó que el apostolado de la opinión pública es para los cristianos una responsabilidad de la que no pueden desentenderse. Cada uno en su ambiente participa, como ciudadano libre y responsable, en la creación de la opinión pública. Se puede decir que esa preocupación es un eco de la invitación que está en la base de la vocación cristiana: euntes ergo docete omnes gentes (Mt 28, 19). San Josemaría dio ejemplo de esta actitud, e intervino (siempre en coherencia con su condición sacerdotal) en los canales de difusión de ideas, pero sobre todo movilizó a otras personas. Los frutos de su predicación se concretan en la participación activa de un gran número de cristianos en esas tareas.

Además, animó a muchas personas a embarcarse en proyectos profesionales relacionados con la comunicación. Son numerosos los ciudadanos que, en diversos países, movidos por sus enseñanzas, han decidido promover empresas en el campo del periodismo, la publicidad, la literatura o el cine, por mencionar solamente algunos aspectos. Cada uno de acuerdo con sus propias inclinaciones y principios, se ha sentido estimulado por san Josemaría a ejercer sus derechos y a poner en marcha múltiples iniciativas (SORIA, 1993, pp. 114-124). Destaca de otra parte, su papel decisivo en la promoción de los estudios universitarios civiles de Periodismo en España, y concretamente en el comienzo de ese título académico en la Universidad de Navarra (cfr. BARRERA, 2008, pp. 231-257).

3. Principios inspiradores.

De modo muy sintético, vale la pena enunciar algunos criterios fundamentales que san Josemaría sugirió para la realización del apostolado de la opinión pública:

Enamorados del mundo: san Josemaría transmitía una visión positiva del mundo, de las realidades creadas, de las tareas humanas nobles. Esa visión positiva alcanza también a las profesiones de la comunicación, que san Josemaría valora hondamente, por lo que pueden aportar a la vida social. Pedía que toda la labor de apostolado de la opinión pública se realizase de modo profesional y positivo: es preciso, decía, "ahogar el mal en abundancia de bien" (S, 864).

Defensores de la libertad: como parte esencial de la mentalidad laical, san Josemaría plantea la participación en la opinión pública siempre en un contexto de libertad y de pluralismo. La libertad de expresión de las propias ideas y de desarrollo de los propios proyectos son premisas de la comunicación pública, que san Josemaría hace suyas. No postula soluciones corporativas en los debates públicos. De la libertad decía que "cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante" (ECP, 184).

Testigos de la verdad: los cristianos son y actúan como testigos de una verdad que han recibido, y entienden su misión evangelizadora como un servicio al anuncio de esa verdad, tanto en las relaciones personales de amistad como en otros ámbitos de la vida social, entre los que hay que destacar la educación y la comunicación, actividades en las que se juega la transmisión de las creencias de una generación a otra. El testimonio de la verdad lleva consigo la firmeza para ir contracorriente cuando resulte necesario.

Orientados al diálogo: san Josemaría reiteró de diferentes maneras que el diálogo es cauce adecuado para la transmisión de la verdad cristiana. Diálogo que supone buenas "entendederas" y buenas "explicaderas", e implica "don de lenguas" (F, 895), es decir, capacidad de exponer de forma clara y amena las verdades de la fe, respetando las creencias y las opiniones de los demás, queriéndoles, aprendiendo de ellos.

Cultivadores de la amistad: el diálogo, para san Josemaría, presupone el amor a la verdad, pero implica además una "leal amistad con los hombres" (F, 943). La amistad posee una dimensión racional e implica y conlleva también empatía, generosidad y todas las virtudes que adornan la amistad. La difusión de la doctrina cristiana y la información sobre el Opus Dei se realizan no de forma anónima, sino en el marco de una relación personal, que es la base de todo apostolado, también en el terreno de la opinión pública: las personas son las que orientan las instituciones.

Sembradores de alegría: la comunicación más eficaz es la que se realiza sin palabras. El mensaje cristiano es creíble cuando se nota que quien lo transmite es feliz: "por sus frutos los conoceréis" (Mt 7, 16). El apostolado de la opinión pública no se reduce a técnicas, se desarrolla sobre todo a través de la coherencia de vida y de la alegría que proporciona la experiencia cristiana. Por eso, favorece un clima de caridad, de convivencia, que ahogue todos los odios y rencores (cfr. F, 564).

4. La información sobre el Opus Dei.

Pasemos a la segunda vertiente del apostolado de la opinión pública a la que antes nos referíamos, la información sobre el Opus Dei y sus actividades.

Desde los comienzos de su actividad como fundador, san Josemaría dejó muy claro que toda labor apostólica debe orientarse a la gloria de Dios; principio que, obviamente, vale también para el Opus Dei. De ahí que, hablando de sí mismo, dijera que lo mejor era "ocultarse y desaparecer: que sólo Jesús se luzca"; y que, hablando de la Obra, subrayara también que no debía buscar gloria humana, sino orientar todo a la gloria de Dios. La humildad debía ser virtud que practicaran tanto los individuos como las instituciones (cfr. CONV, 40).

A la vez declaró también con fuerza que abominaba de toda clandestinidad y de todo secreteo (cfr. CONV, 30, 34, 41). Desde su fundación en 1928 el Opus Dei fue conocido y aprobado por las autoridades civiles y eclesiásticas; y lo mismo ocurrió con la opinión pública en general, lógicamente con más amplitud en la medida que iba creciendo el apostolado y, por tanto, atrayendo más intensamente la atención de la sociedad.

Por indicación suya se crearon, ya a fines de los años cincuenta, departamentos de comunicación en Roma, en Madrid y en otros lugares donde estaba presente el Opus Dei. Desde el primer momento, además de desarrollar otras tareas de comunicación, los profesionales que trabajaban en esos departamentos prestaron gran atención a la relación con los periodistas y medios de comunicación. Se puede decir que san Josemaría fue pionero en la promoción de entidades académicas destinadas a formar profesionales en la comunicación institucional en la Iglesia. Muchas de sus ideas sobre el modo de informar acerca del Opus Dei tienen aplicación en ámbitos más amplios. Esas ideas están de alguna manera en el origen de la Facultad de Comunicación Social Institucional de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, donde se forman profesionales que desempeñan tareas de comunicación en diferentes realidades eclesiales.

Por lo demás, y en lo que se refiere a la información sobre el Opus Dei a la opinión pública no se limitó a impulsar el trabajo de otros sino que intervino personalmente concediendo entrevistas a periodistas de diferentes países; algunas están recopiladas en el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, que se publicó en 1968.

5. Proyección evangelizadora.

Desde 1975, año de fallecimiento de san Josemaría, la importancia de la comunicación no ha hecho sino crecer. En esa misma medida puede decirse que es cada día más clara la trascendencia del apostolado de la opinión pública. El mundo es hoy una "conversación global", donde los cristianos han de participar de modo activo, encontrar su voz y proponer su mensaje, que puede llegar hasta el último rincón del planeta, con toda su fascinante novedad, a través de los canales que ofrece el ámbito profesional de la comunicación.

Juan Manuel MORA

 «    APUNTES INTIMOS (obra inédita)    » 

1. Estructura de los Apuntes íntimos.

Del Portillo estructuró el libro en dos partes: la primera, principal, es la transcripción de los Cuadernos en los que san Josemaría recogió sus notas y apuntes personales desde la fundación del Opus Dei en 1928 hasta finales de 1940; la segunda parte, complementaria, es un conjunto de diversos manuscritos de san Josemaría, de la misma época, agrupados en catorce apéndices. Álvaro del Portillo, con ocasión de anotar los Apuntes íntimos, dio una numeración marginal consecutiva a los párrafos (o grupos de párrafos) de todo el libro, que ha pasado a ser el modo de referencia normal de esta fuente.

Los Cuadernos de san Josemaría son nueve, nombrados con números romanos y con las hojas numeradas en el anverso con arábigos. Hoy se dispone sólo de ocho: el Cuaderno I fue destruido por el Autor ("Yo quemé el cuaderno n° 1", escribió en los años cuarenta sobre la inicial página de respeto del Cuaderno II). Su contenido textual no nos es del todo desconocido (cfr. CECH, "Introducción" § 3, nt. 23). "La razón que le movió a destruirlo –escribe Álvaro del Portillo en la "Nota preliminar" de su edición– fue que ahí había consignado muchos sucesos de tipo sobrenatural y muchas gracias extraordinarias que le concedió el Señor" y "no quería que, basándonos en esos dones extraordinarios, le tuviésemos por santo, cuando no soy más que un pecador". El Cuaderno VIII se quedó en Madrid con los otros siete cuando comenzó la Guerra Civil, y san Josemaría lo volvió a utilizar al regresar a la capital de España, acabada la guerra; tiene, pues, dos fases literarias separadas por tres años: la primera, que llamamos Cuaderno VIII/1, comprende las hojas 1 a 62 y la otra, posterior a la guerra, es el Cuaderno VIII/2, hojas 62v–74. San Josemaría comenzó a escribir el último Cuaderno de la serie en Pamplona, en diciembre de 1937, cuando abandonó la zona republicana para trasladarse a la de Burgos, y no le dio el número IX, como parecía lógico, sino que lo llamó VIII duplicado.

A continuación del texto de los Cuadernos, la edición de Apuntes íntimos incluye catorce Apéndices, que transcriben otros documentos, con notas de la vida espiritual del Autor, de ordinario escritas para su confesor; en varios casos se trata de relaciones redactadas después de sus cursos de retiro.

Detengámonos ahora en la parte principal de los Apuntes íntimos, los Cuadernos, estudiando, primero, su origen, para pasar, después, a una descripción de sus contenidos.

2. De las "cuartillas" a los "Cuadernos".

Recoger sus notas espirituales en unos cuadernos tipo "Diario" no fue el proyecto inicial de san Josemaría. Para dejar constancia de su vida de oración y de lo que Dios le pedía, lo primero que utilizó es lo que él solía llamar cuartillas, que con alguna frecuencia eran sencillamente octavillas. Y eso, ya desde su juventud, en la época de los barruntos. El evento del 2 de octubre de 1928 tendrá lugar, precisamente, cuando trataba de recopilar con alguna unidad las cuartillas que estaba considerando: "Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles" (Apuntes íntimos, n. 306). Con ocasión de una conversación con el P. Sánchez Ruiz, entonces su confesor, el 6 de julio de 1930, entregó algunas cuartillas que le fueron devueltas. Entonces decidió conservar sus notas y apuntes espirituales no en "cuartillas" (papeles sueltos), sino en "Cuadernos", que dan más seguridad. Pero no era aquélla una decisión sólo para el futuro, sino que implicaba la fatigosa tarea de trasladar a cuadernos todas las notas anteriores.

La transcripción emprendida había ocupado todo el Cuaderno I y el Cuaderno II hasta su hoja 43. Allí, con fecha 25 de octubre de 1930, víspera de Cristo Rey, tenemos la primera anotación escrita al día, es decir, directamente en el Cuaderno: Apuntes íntimos, n. 96. A partir de esta fecha, san Josemaría sigue ya el estilo que podríamos llamar habitual en la composición de sus Cuadernos: lleva siempre en el bolsillo de su sotana una cuartilla u octavilla ("mi cuartilla", escribe en alguna ocasión), en la que toma breves notas, o bien apuntes más detenidos, que luego le sirven de guión o recordatorio para recoger el contenido en los textos de su Cuaderno.

Un solo ejemplo de lo que digo, tomado del Cuaderno IV. El Autor está hablando de la oración que hacía "ayer, por la tarde, a las tres", en el "presbiterio de la Iglesia del Patronato": "Mi imaginación andaba suelta, lejos del cuerpo y de la voluntad, lo mismo que el perro fiel, echado a los pies de su amo, dormita soñando con carreras y caza y amigotes (perros como él) y se agita y ladra bajito pero sin apartarse de su dueño. Así yo, perro completamente estaba, cuando me di cuenta de que, sin querer, repetía unas palabras latinas, en las que nunca me fijé y que no tenía por qué guardar en la memoria (1): Aún ahora, para recordarlas, necesitaré leerlas en la cuartilla, que siempre llevo en mi bolsillo para apuntar lo que Dios quiere: dicen así las palabras de la Escritura, que encontré en mis labios: «et fui tecum in ómnibus ubicumque ambulasti, firmans regnum tuum in aeternum»: apliqué mi inteligencia al sentido de la frase, repitiéndola despacio" (Apuntes íntimos, n. 273).

Aquí vemos al Autor redactando directamente sobre el Cuaderno con el punto de partida de la frase latina escrita en la octavilla. El (1) que aparece en el texto es la señal que san Josemaría puso allí en una de sus relecturas del Cuaderno, en la que escribió en el margen inferior: "(1) En esta cuartilla, de que hablo, instintivamente, llevado de la costumbre, anoté, allí mismo en el presbiterio, la frase, sin darle importancia".

3. El contenido de los Cuadernos.

Ahora una palabra sobre los Cuadernos en sí mismos. El Autor llamaba a aquellas primitivas cuartillas, y a las notas de los Cuadernos que las sustituyeron, las "catalinas": "Son notas ingenuas (catalinas las llamaba, por devoción a la Santa de Siena), que escribí durante mucho tiempo de rodillas y que me servían de recuerdo y de despertador. Creo que, ordinariamente, mientras escribía con sencillez pueril, hacía oración" (Apuntes íntimos, n. 1862).

Aparentemente los Cuadernos de Apuntes íntimos tienen la estructura de un diario personal, y muchas veces lo son. Pero tienen una variedad temática que no se ciñe al género "Diario". Lo explicaba el propio Autor el año mismo de su muerte: "No he hecho nunca un diario, porque no me gusta, pero he ido tomando apuntes, siempre por mandato de mi confesor. Ahí salen personas, relatos de sucesos concretos, apuntes de ejercicios de cuando yo era joven. Hay mucha historia de la Obra en esos apuntes. Pensaba que habían desaparecido (…). Y un buen día aparecieron esos apuntes. De modo que hay mucho material, mucho, mucho. Algunos papeles los rompí" (Catequesis en América, III, 1975, p. 142: AGP, Biblioteca, P04).

En la base del texto encontramos, siempre, una vida metida en Dios. La interacción entre la "cuartilla" y el Cuaderno que hemos examinado, refleja la gran atención que el Autor presta a las mociones de Dios en su vida. El movimiento de sacar la cuartilla y apuntar unas palabras es una forma de docilidad a "los toques del Paráclito" (Apuntes íntimos, n. 769; C, 130), acompañados con frecuencia de palabras y de luz. La cuartilla es manifestación de su fe en la presencia y en la providencia de Dios; una fe que le llevaba a la lectura sobrenatural de los acontecimientos, pequeños y grandes, de su alma y del mundo. Ocupan lugar central en este movimiento la llamada de Dios (conocida plenamente el día 2 de octubre de 1928) a promover el Opus Dei en el mundo, y las luces sucesivas con las que el Señor le ilustra para comprender y realizar esa misión. Los Cuadernos son fruto de su oración y para su oración, es decir, para dirigir su acción su vida. Suponen, ante todo, "recuerdo y despertador" para el propio Autor, que durante los años en que los escribe, los lee y los medita una vez y otra, los anota y los glosa. Y los lee y comenta a los primeas que vienen a la Obra.

En el Cuaderno no escribe todos los días. En el espacio de casi doce años que cubren estos Apuntes, hay ritmos y periodos muy diversos. Las anotaciones llevan siempre la fecha del día en que se transcriben, no la fecha de la anotación en a "cuartilla". Pero puede haber muchas cuartillas acumuladas y con frecuencia pasa el tiempo y el Autor no encuentra el momento oportuno, y finalmente quedan sin transcribir. Así lo hace notar a veces.

Podemos distinguir, dentro de la unidad de origen del conjunto, cuatro tipos de anotaciones:

a) Un primer grupo está constituido por los apuntes que se refieren de manera directa al espíritu, misión y organización del Opus Dei. Son abundantísimos. Toman unas veces la forma de una reflexión, otras tienen estilo de diálogo con el Señor (en este sentido se funden con las del segundo grupo), otras adoptan una forma de expresión casi jurídica o normativa. Dos ejemplos tomados de los Cuadernos III y IV: "Se verá de implantar en todas las Casas de la O. de D. esa costumbre de comentar el Santo Evangelio por las noches" (Apuntes íntimos, n. 125). "La Obra de Dios no nacerá perfecta. Nacerá como un niño. Débil, primero. Después, comienza a andar. Habla, luego, y obra por su cuenta. Se desarrollan todas sus facultades. La adolescencia. La virilidad. La madurez. Nunca tendrá la OD decrepitud: siempre viril en sus ímpetus, y prudente, audazmente prudente, vivirá en una eterna sazón, que le ha de dar el estar identificada con Jesús, cuyo apostolado va a hacer hasta el fin" (Apuntes íntimos, n. 409).

b) Un segundo grupo tiene carácter de autobiografía espiritual: son experiencias íntimas del trato con Dios y con los hombres: en la Eucaristía, en la oración, en el trabajo, en la mortificación, en la acción sacerdotal y apostólica, en las contradicciones y en la pobreza, en la forma cotidiana de expresar la piedad filial. Un ejemplo: "Jesús: que desde hoy nazca o renazca a la vida sobrenatural. Ut iumentum! Te pido perdón de todas las infamias –innumerables– de mi vida. Que esta otra vida, a la que quiero nacer hoy, sea una continua infancia sobrenatural: vida de Fe, vida de Amor, vida de Abandono. Fiat. Madre Inmaculada, ¡Tú lo harás!" (Apuntes íntimos, n. 805).

c) Un tercer grupo de anotaciones, en estrecha conexión con el anterior, está más en la línea de un Diario. Es la actividad de una jornada, o de unos días: visitas, trabajos, tareas, gestiones, estudio, predicación, atención a la familia, acción pastoral aquí y allá, planes apostólicos, caminatas de un lado para otro en Madrid. Autobiografía, como el anterior, pero más externa, aunque vista siempre y de manera temática en la perspectiva de Dios, de la acción de Dios en su alma y en las almas que le rodean. Una muestra de ese estilo en el Cuaderno IV: "El día de la Asunción vino Pepe R. a ayudar mi Misa y, con ese motivo, fuimos a su casa. Bajó Guillermo Escribano (presidente de la Confederación de estudiantes católicos de España) y a vueltas de una pintoresca discusión, que tuvieron los muchachos, le animé a prepararse para cátedras" (Apuntes íntimos, n. 230).

d) Un cuarto y último grupo tiene una intensa profundidad espiritual: son textos que no muestran el estilo narrativo del grupo anterior, ni la formulación autobiográfica del grupo segundo. Son piezas autónomas, que se agregan a las anotaciones de los dos grupos anteriores: literariamente, "consideraciones" sobre el vivir en Cristo, sobre el testimonio apostólico, sobre la vida cristiana de unión con Dios y en medio de las circunstancias ordinarias. Muchas pasarán literalmente a Camino, a Forja y a Surco. Guardan en común con muchas del grupo primero, desde el punto de vista literario, el carácter acabado y "autónomo" de cada anotación. El clima del grupo segundo es como el hogar, el horno en que se forjan estas "consideraciones" del grupo cuarto, que, una vez acrisoladas, se agregan, se yuxtaponen, se distribuyen dentro de la secuencia biográfica de los grupos segundo y tercero.

Leyendo los Apuntes íntimos, se hace evidente que el Autor escribe en el Cuaderno siguiendo lo que indican las papeletas y cuartillas que tiene delante, y en cada una hay o puede haber contenidos que corresponden a estos cuatro tipos y géneros literarios que hemos señalado. Da la impresión de que el Autor lo que quiere es que las cosas que ha visto en diálogo con el Señor queden escritas, aunque eso implique cambios bruscos de género o estilo. Este modo de redactar presta a la secuencia textual en los Cuadernos un gran interés. "El conjunto –como anota Álvaro del Portillo– es un documento espontáneo, de gran belleza, de tersa frescura y ciertamente autobiográfico".

4. Conclusión.

"Los fines de estas catalinas son la Obra y mi alma" (Apuntes íntimos, n. 263). Este texto de septiembre de 1931 me parece importante para situar el significado histórico de los Apuntes íntimos de san Josemaría. El Autor escribe sus cuartillas –había ya anotado en febrero de ese mismo año– porque se siente "impulsado a conservar, no sólo las inspiraciones de Dios –creo firmísimamente que son divinas inspiraciones– sino cosas de la vida que han servido y pueden servir para mi aprovechamiento espiritual y para que mi padre confesor me conozca mejor" (Apuntes íntimos, n. 167).

Es casi el "Deus et anima mea", de san Agustín; lo inverso a la publicidad. Los primeros Cuadernos se llenaron de luces de Dios sobre la Obra de Dios y sobre su misión en el seno de la Iglesia, y, junto a esas luces y en interna relación, como reflexiones y anticipaciones suyas y profundas experiencias espirituales, que el Autor (unas veces redacta en primera persona; otras, las "despersonaliza") querría retener en su intimidad orante y para su confesor: en todo caso, dirá poco después, no son para "ponerlas a ventilar" (Apuntes íntimos, n. 446). Por eso, es una fortuna, para la comprensión de san Josemaría y de su vivir en la Iglesia, que este rico texto haya superado las idas y venidas durante la Guerra Civil española y sobre todo que se haya "impuesto" a la humildad de san Josemaría, que escribió: "Quemé uno de los cuadernos de apuntes míos personales hace años, y los hubiera quemado todos, si alguien con autoridad y luego mi propia conciencia no me lo vedaran" (Apuntes íntimos, n. 1862).

Pedro RODRÍGUEZ

 «    ARGENTINA    » 

1. Inicio de la labor estable.

El trabajo apostólico del Opus Dei en Argentina comenzó en 1950. En el año 1935 Mons. Antonio Caggiano había sido nombrado obispo de Rosario y en 1946 fue creado cardenal. Viajó a Roma con la preocupación de buscar ayudas para la labor pastoral. Le hablaron del Opus Dei y visitó personalmente a san Josemaría para expresar su interés por que el Opus Dei se estableciera en su diócesis. Para atender este deseo, san Josemaría indicó que fuera un sacerdote a Argentina. Decidió que le acompañaran también algunos seglares para que se pudiera entender bien el espíritu secular, laical, del Opus Dei. El viaje tenía como objetivo estar en el país un mes o dos, saludar al Cardenal, recoger información y regresar. El 12 de marzo de 1950 arribaron al recién inaugurado aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, tres miembros del Opus Dei: Ricardo Fernández Vallespín, sacerdote, y los profesores Ismael Sánchez Bella, catedrático de la Universidad de La Laguna y Francisco Ponz Piedrafita, de la Universidad de Barcelona.

Al ver las buenas posibilidades que se presentaban y, a instancias del Card. Caggiano, san Josemaría pidió a Ricardo Fernández Vallespín e Ismael Sánchez Bella que se quedaran en la ciudad de Rosario (que tenía setecientos mil habitantes) donde comenzaron a desarrollar, respectivamente, su tarea pastoral y profesional.

El 31 de agosto de 1950, el mismo Card. Caggiano dejó reservado el Santísimo Sacramento en una casa alquilada en la calle San Juan, 865, que sería la primera residencia universitaria, llamada Residencia Universitaria del Paraná, y que luego pasó a denominarse Residencia Universitaria Litoral. Allí descubrió su vocación Adolfo Isoardi, estudiante de Medicina, el primero en unirse al Opus Dei como numerario, el 1 de noviembre de 1950. En diciembre de 1951 llegaron de España Ignacio Echeverría, sacerdote, y el estudiante José Luis Gómez, de dieciocho años. A los pocos días, en enero de 1952, arribó también de España el joven Ángel Ruiz Vallés. Los dos estudiantes comenzaron en Rosario las carreras de Ciencias Económicas e Ingeniería respectivamente.

En 1952, don Ricardo Fernández Vallespín se trasladó a Buenos Aires y así comenzó una nueva etapa del desarrollo del Opus Dei en el país. Alquiló un pequeño apartamento en la calle Cerrito. Ese mismo año pidió la admisión en Rosario Arnaldo Contreras, un joven médico tucumano. A los pocos meses, Ismael Sánchez Bella regresó a España para impulsar, a petición de san Josemaría, la creación de la futura Universidad de Navarra, en Pamplona.

Ese mismo año, como fruto de la labor sacerdotal de Ricardo Fernández Vallespín e Ignacio Echeverría, se incorporaron al Opus Dei las primeras argentinas: Julia Capón, hija de inmigrantes españoles, estudiante de Estadística y Matemática en la Universidad Nacional del Litoral, que pidió la admisión en el Opus Dei el 13 de agosto de aquel año, y Ofelia Vitta, maestra, que lo hizo en diciembre.

Por lo general, san Josemaría enviaba a sus hijas a iniciar la labor en pequeños grupos de dos o tres. Sin embargo, cuando tres españolas solicitaron el visado para dirigirse a Argentina, el permiso le fue otorgado a una sola. Así fue como, a mediados de 1952, cruzó el Atlántico Sabina Alandes. En mayo de 1953 recibieron finalmente la autorización para entrar en el país Rosa María Ampuero y Sofía García.

A principios de 1953 se consiguió, en la calle rosarina, el 25 de diciembre, una casa que sería el primer Centro de las mujeres en Argentina. Allí se desarrolló una intensa actividad y varias jóvenes se acercaron al Opus Dei: María Elsa Fabri y Ana María Brun, estudiantes de Lenguas; Estela Barbero, estudiante de Historia; Alba María Blotta, de Ciencias de la Educación, y Evangelina dei Forno, de Arquitectura. El 2 de octubre de 1953 pidió la admisión, como agregada, Teresa Pequich, que trabajaba en una importante empresa multinacional instalada en la ciudad. La casa muy pronto resultó pequeña y, a comienzos de 1955, comenzó a funcionar Cheroga, la primera residencia universitaria, en la calle San Luis.

2. Síntesis histórica de la labor apostólica.

El desarrollo de la labor apostólica del Opus Dei refleja las características sociológicas de la Argentina, país que se convirtió, entre finales del siglo XIX y los años cincuenta del siglo XX, en receptor de sucesivas corrientes migratorias, provenientes sobre todo de Europa. Este proceso creó una sociedad abierta, con tendencias igualitarias y con pocas barreras entre clases sociales, como quedó de manifiesto en el hecho de que los primeros numerarios de Buenos Aires procedieran de cinco barrios –Barrio Norte, Belgrano, Almagro, Boedo y Liniers– muy dispares desde el punto de vista social (cfr. LÉPORI DE PITHOD, 2002, p. 131)

En Buenos Aires, en 1953, se alquiló una vieja casona en la calle Chacabuco, en el barrio de San Telmo, para instalar una residencia de estudiantes. Al año siguiente fue a vivir allí Miguel Gutiérrez, tucumano, doctorado en Química por la Universidad de Granada (España), donde había conocido el Opus Dei. Mientras tanto, en Rosario, otros jóvenes continuaban incorporándose a las labores de formación: Ernesto García, que por entonces cursaba Ingeniería, y Francisco Polti.

Adolfo Isoardi, Ernesto García y Francisco Polti se incorporaron a mediados de la década de los años cincuenta al Colegio Romano de la Santa Cruz, Centro Internacional del Opus Dei en Roma, para realizar los estudios de Filosofía y Teología. Más tarde, los tres se ordenaron sacerdotes en Roma. Con su posterior regreso al país, el apostolado del Opus Dei tomó un nuevo impulso.

A partir de septiembre de 1956, las mujeres del Opus Dei tuvieron su primer Centro en Buenos Aires, en la calle Beruti. Empezaron la labor en esa ciudad Tere Zumalde y María José Vázquez, españolas que habían llegado a Rosario un par de años atrás, y Edith Sabolo. En 1959, la Residencia de Beruti se trasladó a una nueva casa en la calle Paraguay y muy pronto el crecimiento hizo que se abriera Sur, en el barrio de Belgrano.

En 1963 se inauguró la Residencia de Estudiantes Los Aleros, para varones, en la esquina de Amenábar, y Virrey Olaguer y Feliú. Hasta nuestros días recibe cada año a muchos estudiantes de diferentes puntos del país. Ese mismo año 1963, en Rosario, se consiguió una casa en la calle San Lorenzo, 840. En Rosario, en 1957, Ignacio Rodríguez, que trabajaba en el Ferrocarril Urquiza, descubrió su vocación al Opus Dei y pidió la admisión como agregado.

El cariño de san Josemaría le llevó a seguir atentamente los pasos de sus hijos de sus hijas. Ignacio Echeverría recordaba que "el Padre siempre siguió muy de cerca cada paso que la labor desarrollaba en tantas partes del mundo, ya que estaba en todos los detalles". Señala que impulsaba las actividades apostólicas respetando la libertad personal a la vez que se interesaba sobre "la vida, las ilusiones, los problemas, la salud o las familias de sangre de sus hijos (…). Existía una relación directa con él que se expresaba a través de cartas colectivas, entrañables notas personales o breves recados" (LÉPORI DE PITHOD, 2002, p. 126).

A comienzos de 1962, llegó a Buenos Aires el sacerdote Emilio Bonell, quien sería Vicario Regional hasta 1991. Gracias a su impulso, creció de modo extraordinario el trabajo apostólico del Opus Dei en Argentina. En 1964, José María Fontán, también sacerdote, junto con algunos otros miembros de la Obra, comenzó a viajar a la ciudad de Córdoba y, en 1971, gracias a la generosidad de muchas personas, pudo abrirse allí el primer Centro. Al año siguiente, se consiguió alquilar en la localidad de Bella Vista, provincia de Buenos Aires, una antigua casona (actualmente La Chacra) que en adelante sería utilizada como casa de retiros y cursos de formación cristiana.

En 1961 había surgido la idea de crear en Buenos Aires una escuela de hogar y cultura para capacitar a la mujer. En 1967 se ampliaron los programas de estudio y se inauguró el ICIED (Iniciativas de Capacitación Integral para Emprendimientos de Desarrollo), en la localidad de Bella Vista. En la Argentina, el ICIED ha venido a responder expresamente a las necesidades que ha planteado el desarrollo de la industria de la hostelería. Acompañando los cambios pedagógicos del país, el ICIED se ha transformado en el ICES y es ahora un instituto de educación formal.

A principios de los años setenta, como fruto de iniciativas personales de fieles del Opus Dei, con la colaboración de cooperadores y amigos, se crearon varios Centros de Formación Rural y los colegios Los Molinos y El Buen Ayre. Estas instituciones educativas y de promoción humana son propiedad de asociaciones civiles y reciben atención espiritual de sacerdotes del Opus Dei. Con el tiempo surgieron otros colegios en diferentes ciudades de Argentina.

3. El viaje de catequesis de 1974.

El 7 de junio de 1974 san Josemaría llegó a la Argentina, como parte de un viaje de catequesis por América. Tenía como objetivo confirmar en la fe a sus hijos y encaminar a muchas otras almas por las sendas de la vida interior, en una siembra continua y generosa de doctrina. Permaneció en el país hasta el 28 de junio. Durante su estancia, conversó en animados encuentros multitudinarios con personas de toda edad y condición. Se calcula que más de veinticinco mil personas pudieron verlo y escucharlo durante esos días en reuniones que tuvieron lugar en La Chacra, el Colegio de Escribanos, el Centro Cultural San Martín y el Teatro Coliseo. El 12 de junio san Josemaría fue en peregrinación a la Basílica de Luján y allí rezó el santo Rosario, junto a una multitud de fieles que se había congregado en la iglesia.

La situación política y social de Argentina en los años setenta conocía duros enfrentamientos ideológicos y armados. Era también la época de confusiones doctrinales que produjeron dolorosas divisiones. Sin referirse en ningún caso a cuestiones políticas, el mensaje de san Josemaría insistió en el respeto a la libertad de las personas y a un legítimo pluralismo. En el primer encuentro desarrollado en el Colegio de Escribanos, ante la pregunta de un asistente en torno a qué quería dejarnos en el corazón a todos sus hijos sudamericanos, respondió: "que sembréis la paz y la alegría por todos lados, que no digáis ninguna palabra molesta para nadie, que sepáis ir del brazo de los que no piensan como vosotros. Que no os maltratéis jamás; que seáis hermanos de todas las criaturas" (Catequesis en América, I, 1974, p. 407: AGP, Biblioteca, P05). Y el domingo 23 junio, en el encuentro en el Teatro Coliseo reiteró: "¡Llenad de Amor esta tierra! ¡Que los argentinos se quieran! (…) ¡quereos mucho!" (Catequesis en América, I, 1974, p. 549: AGP, Biblioteca, P05).

El 26 de junio de 1974, exactamente un año antes de su muerte y poco antes de dejar el país, san Josemaría dijo: "Y cuando me vaya me quedaré a los pies de Santa María de Luján; ahí dejo mi corazón (…). Hijos míos, gracias, gracias a Dios, gracias a vosotros, y gracias a Santa María de Luján: porque he venido, y porque me iré, pero volveré; y además, me quedaré" (Catequesis en América, I, 1974, p. 608: AGP, Biblioteca, P05).

Después de la visita de san Josemaría a Argentina, comenzó una nueva etapa de la historia del Opus Dei en el país. Con el impulso de sus palabras, la labor apostólica se fue extendiendo y se comenzó a trabajar establemente en La Plata (1980), Tucumán (1981), Mendoza (1982), Santo Tomé (Corrientes) y Santa Fe (1986). En la década de los noventa, se inició la labor estable del Opus Dei en Mar del Plata (1990), Salta y Posadas (1995), y en el año 2003, en San Juan.

En 1978, por iniciativa de un grupo de profesionales y empresarios, se creó el Instituto de Altos Estudios Empresariales (IAE), que a partir de 1991 formaría parte fundacional de la Universidad Austral. En mayo de 2000 abrió sus puertas el Hospital Universitario Austral.

En el presente (2013), la labor apostólica de la Prelatura se ha extendido a lo largo y a lo ancho del territorio nacional. Pertenecientes a todas las clases sociales, los fieles del Opus Dei llegan con su apostolado y con las distintas iniciativas de educación y desarrollo a innumerables personas de toda condición social, económica y cultural. Numerosos miembros del Opus Dei de nacionalidad argentina han ido a otros países a iniciar o reforzar la labor apostólica, haciendo realidad la esperanza que manifestó san Josemaría en su paso por esas tierras en 1974: había que hacer el Opus Dei "en Argentina y desde Argentina".

Liliana María BREZZO

 «    ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES    » 

1. El gitano moribundo.

En la catedral de Nuestra Señora de La Almudena, de Madrid, hay una capilla dedicada a san Josemaría, en el lado derecho de la girola, junto a la capilla del Santísimo Sacramento. En el centro de la capilla se alza una imagen de san Josemaría, fundida en bronce, del escultor Venancio Blanco. El artista ha representado a san Josemaría revestido con ornamentos sacerdotales, para subrayar su carácter de sacerdote de Jesucristo. Su gesto es recio, sonriente y amigable, con los brazos abiertos y unas manos fuertes en actitud se abrazar a la persona que está ante él. Completan la capilla cuatro altorrelieves del mismo escultor. El inferior derecho representa a san Josemaría atendiendo a un enfermo agonizante, un gitano fallecido en a Hospital General de Madrid.

El 16 de febrero de 1932, san Josemaría escribió en sus Apuntes íntimos que dos días antes había visitado a un enfermo en ese Hospital. Se trataba de un moribundo que, al parecer, no quería recibir los santos sacramentos. San Josemaría le visitó, después de hablar con la religiosa encargada de la sala de enfermos: "Era un gitano, cosido a puñaladas en una riña –refiere el sacerdote–. Al momento, accedió a confesarse. No quería soltar mi mano y, como él no podía, quiso que pusiera la mía en su boca para besármela. Su estado era lamentable: echaba excrementos por vía oral. Daba verdadera pena. Con grandes voces dijo que juraba que no robaría más. Me pidió un Santo Cristo. No tenía, y le di un rosario. Se lo puse arrollado a la muñeca y lo besaba, diciendo frases de profundo dolor por lo que ofendió al Señor" (Apuntes íntimos, n. 608: AVP, I, p. 429). El gitano murió con muerte edificantísima, diciendo entre otras frases, al besar el Crucifijo del rosario: "Mis labios están podridos, para besarte a ti" (cfr. ibidem). Nunca olvidó san Josemaría aquel grito sincero de arrepentimiento. Ese hombre fue uno de los miles de enfermos y moribundos a los que san Josemaría atendió en los hospitales de Madrid y en sus barriadas limítrofes. Esta labor estuvo, durante varios años, relacionada con el Patronato de Enfermos dirigido por la Congregación de las Damas Apostólicas. Con frecuencia las religiosas acudían a san Josemaría para que fuera a atender enfermos en los lugares más variados (cfr. GONZÁLEZ–SIMANCAS, 2008, p. 147 ss.). Al dejar el Patronato de Enfermos, el 28 de octubre de 1931, san Josemaría cesó también en el trabajo de atención domiciliaria de enfermos, específico de dicha institución, pero no en las visitas a enfermos. Al día siguiente escribió: "ayer hube de dejar definitivamente el Patronato, los enfermos por tanto: pero, mi Jesús no quiere que le deje y me recordó que Él está clavado en una cama del hospital" (Apuntes íntimos, n. 360: AVP, I, p. 425). Fue el sacristán de Santa Isabel, Antonio Díaz, quien le habló del trabajo que la Congregación Seglar de San Felipe Neri hacía en el vecino Hospital General.

2. Los hospitales de Madrid.

Entre 1931 y 1936, san Josemaría frecuentó distintos hospitales de Madrid para atender a los enfermos internos en esos centros. Los hospitales públicos acogían sobre todo a quienes, por carecer de medios, no podían convalecer de su enfermedad en sus domicilios particulares. Allí se daban cita los más pobres de la sociedad. En los años treinta la capital de España contaba con varios centros hospitalarios, entre los que destacaban por sus dimensiones, el Hospital General, que dependía de la Diputación Provincial, y el Hospital de la Princesa, de la Beneficencia. El primero estaba en la calle de Santa Isabel, junto a la glorieta de Atocha, y el otro en la calle de Alberto Aguilera. Había otros hospitales de dimensiones más reducidas y, de algún modo, especializados en la atención a la infancia, como el de San Rafael, situado en el barrio del Niño Jesús; los de Incurables, uno para hombres y otro para mujeres, que acogían sobre todo a ancianos y personas con enfermedades degenerativas; y el Hospital del Rey, para enfermedades infecciosas. Este último estaba en las afueras de Madrid, en Chamartín de la Rosa, y era de reciente construcción; respondía a una concepción de la medicina y de la hospitalización más moderna y acorde con los planteamientos alcanzados; y dependía de distintas fundaciones benéficas. Hay constancia documental abundante de la presencia de san Josemaría en tres de estos hospitales: Hospital General, Hospital de la Princesa y Hospital del Rey. Sólo hay un testigo que afirma haber acompañado a san Josemaría al Hospital de San Rafael.

San Josemaría comenzó la atención de enfermos en el Hospital General el 8 de noviembre de 1931, ajustándose en esa tarea a los modos de proceder de la Congregación de San Felipe Neri, que practicaba las obras de misericordia llamadas corporales: lavar a los enfermos, cortarles las uñas, limpiar los vasos de noche, barrer el suelo. Los sacerdotes, además, ejercían su ministerio con quienes lo solicitaban. Acudía allí los domingos por la tarde y mantuvo esta dedicación hasta julio de 1936. En este hospital conoció a gente que luego participó de la incipiente labor del Opus Dei, como Luis Gordon, Jenaro Lázaro, Antonio Medialdea o Saturnino de Dios (cfr. AVP, I, pp. 423-425).

San Josemaría comenzó a frecuentar el Hospital del Rey en enero de 1932, gracias a su amistad con el capellán de esta institución, José María Somoano. Al comienzo acudía para ayudar en la labor de la capellanía. A partir de abril, una de las mujeres internadas en este centro, María Ignacia García Escobar, aquejada de tuberculosis, solicitó ser admitida en el Opus Dei, y ofrecía por la Obra sus sufrimientos. San Josemaría, tras visitarla, aprovechaba también para atender a otros enfermos. En julio de 1932 murió, probablemente envenenado, el capellán Somoano. Entonces san Josemaría habló con sor Engracia Echeverría, superiora de la comunidad de las Hijas de la Caridad que atendía el Hospital, y se ofreció sin reservas para atender todas las necesidades que surgieran. Hay que tener en cuenta que, con las nuevas leyes laicistas del momento, se había excluido de la plantilla del Hospital el puesto de Capellán, y la normativa ponía muchas trabas a su labor pastoral. No obstante, desde esa fecha, bien san Josemaría, bien algunos de los sacerdotes que colaboraban con él, como don Lino Vea Murguía o don Saturnino de Dios, se hicieron cargo de la atención sacerdotal del Hospital del Rey. Los recuerdos que las religiosas escribieron sobre el trabajo del fundador del Opus Dei en este Hospital son elocuentes (cfr. Testimonios, 1994, pp. 315-320, 363– 369, 413-417).

El Hospital de la Princesa era el tercer centro en el que san Josemaría atendía enfermos. Agregado a la Facultad de Medicina, sus instalaciones respondían a la concepción hospitalaria de la última mitad del siglo XIX. Al igual que el Hospital General, estaba saturado: el número total de enfermos era de unos dos mil, alojados en salas de doscientas a trescientas camas, salas aprovechadas al máximo, ya que entre cama y cama había solamente espacio para una mesilla de noche que, en muchos casos era sustituida por una silla. El pasillo central, que era muy amplio, estaba casi siempre ocupado por dos filas de camas. No sabemos cuándo comenzó a visitar enfermos en este hospital, pues en los escritos de san Josemaría sólo hay una referencia incidental de 1933. Probablemente fue informado y quizá introducido en este centro por el Dr. Blanc Fortacín, pariente suyo y médico de prestigio. Hay un testimonio expresivo del Dr. Tomás Canales, que trabajaba ahí desde diciembre de 1932. Afirma: "desde el día en que me presentaron al Padre, lo veía con mucha frecuencia por las mañanas en el Hospital, por los años 1933-34. Iba de sala en sala, hablando con los enfermos, confesaba y daba la Comunión, pero con cariño y una simpatía que encantaba al personal sanitario y a los enfermos. Lo veía a distintas horas de la mañana, por lo que deduzco que debía estar tres o cuatro horas". Y añade: "No temía a contagio, porque en todas las salas que entraba eran enfermos contagiosos y más de una vez se le avisó del peligro que corría en el trato con los enfermos y siempre contestaba, con simpatía y sonriendo, que él estaba inmunizado a todas las enfermedades" (SASTRE, 1989, pp. 116-117).

3. Glorificado sea el dolor.

El sentido que tenían estas visitas, a las que san Josemaría dedicaba muchas horas, lo encontramos en unas palabras, a primera vista tal vez desconcertantes, pero que manifiestan su serenidad y sentido sobrenatural. El 14 de enero de 1932 escribió: "Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor ¡Glorificado sea e dolor!" (Apuntes íntimos, n. 563: AVP, I, p. 443). Pudo decirlas porque su alma se había fortalecido con el propio sufrimiento. San Josemaría desarrollaba por aquellos años una intensa actividad apostólica entre jóvenes, además del cumplimiento de las obligaciones de la capellanía y de las visitas a los enfermos, al tiempo que pedía muchas oraciones y él mismo realizaba duras penitencias (cfr. AVP, I, p. 335). Además, san Josemaría tenía experiencia de largas agonías, vividas con entereza junto a los enfermos.

En un coloquio en Lisboa en el año 1972, explicó el sentido de la glorificación del dolor, al responder a la pregunta de un asistente: "Me has hablado de Camino. No me lo sé de memoria, pero hay una frase que dice: bendito sea el dolor, amado sea el dolor, santificado sea el dolor, glorificado sea el dolor. ¿Te acuerdas? Eso lo escribí en un hospital, a la cabecera de una moribunda a quien acababa de administrar la Extremaunción. ¡Me daba una envidia loca! Aquella mujer había tenido una gran posición económica y social en la vida, y estaba allí, en un camastro de un hospital, moribunda y sola, sin más compañía que la que podía hacerle yo en aquel momento, hasta que murió. Y ella repetía, paladeando, ¡feliz!: bendito sea el dolor –tenía todos los dolores morales y todos los dolores físicos–, amado sea el dolor, santificado sea el dolor, ¡glorificado sea el dolor! El sufrimiento es una prueba de que se sabe amar, de que hay corazón" (CECH, p. 406).

4. Los cimientos para hacer la Obra de Dios: oración y expiación.

En los enfermos san Josemaría encontraba los medios para hacer la Obra de Dios. Muchos años después recordaba: "Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada" (BERNAL, 1980, p. 188; cfr. SASTRE, 1989, pp. 107 ss.). Humanamente no se entiende que buscase donde sólo había pobreza y miseria; sólo la perspectiva de fe y de amor ilumina este comportamiento. Por eso, en otra ocasión añadió: "Fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios, en todos esos sitios. Mientras tanto trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor. Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas… Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta. Pero he querido deciros (algún día os lo contarán con más detalle, con documentos y papeles) que la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas" (BERNAL, 1980, p. 189).

El 2 de julio de 1974, en el colegio Tabancura de Santiago de Chile, alguien le pidió que explicase por qué decía que "el tesoro del Opus Dei son los enfermos". Despacio, como saboreando los recuerdos, san Josemaría habló de un "sacerdote que tenía 26 años, la gracia de Dios, buen humor y nada más. No poseía virtudes, ni dinero. Y debía hacer el Opus Dei ¿Y sabes cómo pudo? Por los hospitales. Aquel Hospital General de Madrid cargado de enfermos, paupérrimos, con aquellos tumbados por la crujía, porque no había camas. Aquel Hospital del Rey, donde no había más que tuberculosos, y entonces la tuberculosis no se curaba ¡Y ésas fueron las armas para vencer! ¡Y ése fue el tesoro para pagar! ¡Y ésa fue la fuerza para seguir adelante! (…) Y el Señor nos llevó por todo el mundo, y estamos en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía, gracias a los enfermos, que son un tesoro" (BERNAL, 1980, p. 189; cfr. SASTRE, 1989, pp. 110-111).

Consciente de la tarea apostólica que tenía entre manos, san Josemaría plasmó por escrito en sus Apuntes íntimos que los cimientos de esa actividad eran la oración y la expiación: "Así, en ese gran edificio, que se llama «la Obra de Dios» y que llenará todo el mundo, no hay que dar importancia a la veleta brillante. ¡Eso ya vendrá! Los cimientos: de ellos depende la solidez toda del conjunto. Cimientos hondos, muy hondos y fuertes: los sillares de ese cimiento son la oración; la argamasa que unirá estos sillares tiene un nombre solamente: expiación. Orar y sufrir, con alegría. Ahondar mucho; pues, para un edificio gigante, se precisa una base gigante también (octubre 1930)" (n. 92: AVP, I, p. 367).

En 1934 había escrito en una de sus Consideraciones Espirituales: "Después de la oración del Sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos" (BERNAL, 1980, p. 219). Aquí está el sentido de sus visitas a los hospitales..

5. Constante atención a los enfermos.

La atención a los enfermos no fue un episodio aislado en la vida de san Josemaría, restringido a la época de los comienzos, sino que se extendió a lo largo de toda su vida.

Durante su vida en Roma y en sus numerosos viajes por todo el mundo, se prodigó tanto en la atención de los enfermos que le eran cercanos como de aquellos de los que le llegaban noticias. Los testimonios sobre su cuidado y sus visitas a enfermos son numerosísimos. Limitémonos a un ejemplo: sus visitas a la Clínica Universidad de Navarra, siempre que acudía a Pamplona.

Uno de los médicos de la Clínica Universitaria, después de recordar las visitas que había realizado a los enfermos y los encuentros con médicos y enfermeras, comenzaba sus recuerdos con estas palabras: "para comprender las dimensiones de su cariño a los enfermos, un cariño universal, que no distingue, que no regatea, hay que comprender previamente que Monseñor Escrivá de Balaguer quiso para la Universidad de Navarra y, especialmente para su Clínica, ese aire luminoso, ordenado y limpio, humanamente agradable que sabe proyectar en un ambiente sólo aquel que tiene un concepto entrañable de lo que es un hogar" (DEL PORTILLO – PONZ PIEDRAFITA – HERRANZ, 1976, p. 165). Estas palabras encierran lo que fue la predicación y visitas a enfermos de san Josemaría.

Gonzalo LOBO MÉNDEZ

 «    AUDACIA    » 

1. Significado y contexto.

El término "audacia" encuentra un contexto muy apropiado para captar su significado para san Josemaría en la expresión "Dios y audacia", que aparece dos veces en Camino (11 y 401) y una en Surco (96). En los comienzos del Opus Dei, la expresión se relaciona con la historia de la primera actividad apostólica de carácter institucional, la Academia DYA, inaugurada a finales de 1933 (cfr. AVP, I, pp. 508-519, 533-538). Hay testimonios que muestran que era una expresión que san Josemaría usaba con frecuencia, para animar, a quienes se acercaban a su apostolado, a superar las dificultades y a comportarse con magnanimidad y altura de miras (cfr. Testimonios, 1994, p. 294).

La expresión "Dios y audacia" pone de relieve que la audacia no es una actitud meramente humana, sino que se fundamenta en la confianza en Dios, de quien el cristiano recibe la fortaleza para actuar audazmente. Es manifestación de la fe en Dios, que opera en el cristiano y le lleva a evitar toda actitud apocada y a no contemporizar (cfr. C, 54), tanto en su misión apostólica como en la propia vida espiritual. Constituye un rasgo de esa "naturalidad sobrenatural de la ascética cristiana" (S, 559) que lleva al discípulo de Jesús a superar sus propias limitaciones, a crecerse ante los obstáculos (cfr. C, 12) y a ampliar sus horizontes con la "santa ambición (…) de llevar el mundo entero a Dios" (S, 701) [ambición que debe ser "por Cristo, por Amor" (C, 24)], sin caer en la falsa prudencia de quienes "han llamado locuras a las obras de Dios" (C, 479). Al contrario, "por la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez" (AD, 87), escribe san Josemaría.

2. Dos sentidos de la audacia.

Los pasajes en los que san Josemaría habla de la audacia aparecen en dos ámbitos principales. Por un lado, la audacia, entendida sobre todo como sinónimo de valentía y fortaleza, es el contrapunto de la cobardía, la vergüenza y los respetos humanos que retraen al cristiano y le impiden presentarse claramente como discípulo de Cristo: "Asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria" (S, 36). Es abierto testimonio de fidelidad a Dios y a la fe recibida: "Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe" (S, 46). Este significado de la audacia se encuentra ya en Camino y aparece con más frecuencia en Surco, donde hay un capítulo con este título (S, 96-124).

La audacia no es, como se ha visto, algo puramente humano, y no se debe confundir con la osadía, imprudencia o atrevimiento inconsciente de quien actúa movido por su carácter impulsivo o como reacción ante determinadas circunstancias. Así, escribe san Josemaría, que "audacia no es imprudencia, ni osadía irreflexiva, ni simple atrevimiento" (S, 97; cfr. C, 401); por el contrario, "es fortaleza, virtud cardinal, necesaria para la vida del alma" (S, 97). Su raíz se ancla en la confianza en Dios: "¿Has visto? ¡Con Él, has podido! ¿De qué te asombras? Convéncete: no tienes de qué maravillarte. Confiando en Dios ¡confiando de veras!, las cosas resultan fáciles. Y, además, se sobrepasa siempre el límite de lo imaginado" (S, 123). El cristiano audaz, que confía en Dios, se llena de optimismo: "Antes eras pesimista, indeciso y apático. Ahora te has transformado totalmente: te sientes audaz, optimista, seguro de ti mismo, porque al fin te has decidido a buscar tu apoyo sólo en Dios" (S, 426). Y eso con independencia de que no se vea el fruto: "Convéncete: cuando se trabaja por Dios, no hay dificultades que no se puedan superar, ni desalientos que hagan abandonar la tarea, ni fracasos dignos de este nombre, por infructuosos que aparezcan los resultados" (S, 110). Quien es sobrenaturalmente audaz no se arredra, antes bien, insiste (cfr. S, 107), reconociendo con humildad que la fuerza viene de lo alto, que no procede de su propio esfuerzo: "Con sentido de profunda humildad (fuertes en el nombre de nuestro Dios y no, como dice el Salmo, «en los recursos de nuestros carros de combate y de nuestros caballos»), hemos de procurar, sin respetos humanos, que no haya rincones de la sociedad en los que no se conozca a Cristo" (F, 716).

La audacia, cuando es sobrenatural, nace del amor a Dios y se manifiesta en el modo de relacionarse con Él. Es "chifladura de enamorado" (S, 799), "locura de amor" (F, 790, 825; AD, 307), "audacia de niño" (F, 70), "divino atrevimiento" (AD, 306). Este segundo sentido del término está presente ya en las primeras obras de san Josemaría: "No temas si, al discurrir por tu cuenta, se te escapan afectos y palabras audaces y pueriles. Jesús lo quiere" (SR, Conclusión). Los dos sentidos se hallan íntimamente relacionados y en el capítulo de Camino donde se incluyen los textos que hacen referencia al primer sentido de audacia aparece también la audacia o atrevimiento en el trato con Dios: "No pidas a Jesús perdón tan sólo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente. Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán, ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido. Sé audaz: dile que estás más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y Teresita, más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y Javier" (C, 402).

3. Audacia e infancia espiritual.

La audacia es una actitud propia de los niños (cfr. C, 857, 896), cuyo atrevimiento e ingenua confianza revelan la intimidad y la ausencia de respetos humanos: "Ten todavía más audacia y, cuando necesites algo, partiendo siempre del «Fiat», no pidas: di «Jesús, quiero esto o lo otro», porque así piden los niños" (C, 403). El camino de la infancia espiritual encuentra en la audacia un maravilloso instrumento de lo sobrenatural: "Niño audaz, grita: ¡Qué amor el de Teresa! ¡Qué celo el de Xavier! ¡Qué varón más admirable San Pablo! ¡Ah, Jesús, pues yo te quiero más que Pablo, Xavier y Teresa!" (C, 874). San Josemaría alienta al cristiano a la audacia en la vida interior, imitando a los grandes santos (cfr. ECP, 83), como camino para enamorarse de Dios, dejando que Él actúe (cfr. S, 124) le transforme: "Sé atrevido en tu oración, el Señor te transformará de pesimista en optimista; de tímido en audaz; de apocado de espíritu en hombre de fe, ¡en apóstol!" (S, 118). Característico de este sentido de audacia es su estrecha relación con la vida de infancia espiritual: "Y, antes de terminar la decena, has besado tú las llagas de sus pies, y yo más atrevido –por más niño– he puesto mis labios sobre su costado abierto" (SR, Primer Misterio Glorioso). En último término, la raíz y fundamento de a audacia no es sino el amor: "Mira, las dificultades (grandes y pequeñas) se ven enseguida, pero, si hay amor, no se repara en esos obstáculos, y se procede con audacia, con decisión, con valentía" (F, 676).

Víctor SANZ SANTACRUZ

 «    AUSTRALIA    » 

1. Los comienzos en tierras lejanas.

En 1959, en los Estados Unidos, pidió la admisión en el Opus Dei el primer australiano, Ron Woodhead, un profesor de la Escuela de Ingenieros que descubrió el Opus Dei durante un año sabático en el Massachusetts Institute of Technology, en Boston. En 1960 regresó a Australia, siendo el único miembro en este país hasta la llegada de otros fieles del Opus Dei en 1963.

Durante el Concilio Vaticano II, el cardenal Gilroy, arzobispo de Sydney, visitó la Residenza Universitaria Internazionale (RUI) en Roma, que le causó muy buena impresión. En ese momento el Gobierno australiano quería establecer colegios mayores en la Universidad de New South Wales, en Sydney. Ofrecieron al cardenal la posibilidad de designar una institución que tomara la responsabilidad de construir y administrar uno de estos colegios. Después de haber visto la RUI, el cardenal preguntó a san Josemaría si sería posible que el Opus Dei se encargara de la atención espiritual de un colegio mayor. Tras estudiar el asunto, san Josemaría aceptó (cfr. COVERDALE, 2009, p. 103; CERDA, 2010, pp. 49-151).

Acto seguido, preguntó a algunos miembros de la Obra si estarían dispuestos a empezar la labor apostólica estable en Australia. Jim Albrecht y Chris Schmitt, dos sacerdotes norteamericanos, llegaron el 19 de mayo de 1963 a Roma para pasar unos días con san Josemaría. El 24 de mayo, fiesta de María Auxiliadora, Patrona de Australia, salieron hacia Australia, donde llegaron el día 25. Dos seglares norteamericanos, que habían pasado también unos días con san Josemaría en Roma, llegaron dos meses más tarde. Eran George Block, químico, y Owen Hughes, Ingeniero naval recién graduado.

El 16 de noviembre llegaron cuatro españoles: Joaquín Villanueva, Javier Casadesús, el sacerdote Norberto Estarriol y Emiliano Conejo. Como los norteamericanos, también habían pasado unos días en Roma al lado de san Josemaría, que volcó su afecto hacia ellos y les animó a cumplir su plan de vida espiritual y a ser sinceros y alegres. Como en ese momento había personas de dos países diferentes entre los que iban a empezar la labor apostólica, les sugirió que evitaran hacer un grupo de españoles y otro de americanos. También les dijo que se perdonaran mutuamente enseguida cualquier desavenencia. Les llenó de esperanza en que el apostolado se desarrollaría pronto. Como el vuelo era largo y no habían viajado mucho, les aseguró que llegarían bien. Antes de salir de Roma les regaló un crucifijo y un tríptico de la Virgen con la jaculatoria: Sancta María, Stella Orientis, filios tuos adjuva! Con visión práctica les dio también un aparato de radio que les ayudara a aprender inglés, y tres ceniceros en forma de pez. Dos años después de su llegada a Australia, tres australianos se habían incorporado al Opus Dei.

Margaret Horsch, maestra de Primaria australiana, que había pedido la admisión como supernumeraria en Estados Unidos en 1955, regresó a Sydney en agosto de 1964 con el fin de ayudar a dar a los primeros Centros el aire de familia que deseaba san Josemaría. El 6 de noviembre de 1965 llegaron Sylvia Pons, Rosemary Salaz, Cuca Berazaluce y Janis Carroll. En Roma habían recibido la bendición de san Josemaría para que fueran "con el espíritu de San Pablo". Margaret había preparado con donativos y ahorros todo el menaje de la casa. Hasta mayo de 1966 siguieron llegando el resto de las doce mujeres que componían el primer grupo. Todas pasaron por Roma para recibir la bendición de san Josemaría, excepto Maruja Cavero, Julita Fernández e Irene Rubio, las tres numerarias auxiliares, que viajaron desde Japón, donde habían iniciado la labor en 1960. San Josemaría les insistió en la sinceridad, en el cumplimiento de las normas de piedad y en la fidelidad; concretamente, les pidió que comieran y durmieran bien para no inventarse problemas personales; también les dijo que venían ad tempus (por un tiempo, cosa que ellas interpretaron como llegar a tiempo).

La pequeña casa alquilada en Silver Street, en Randwick, se convirtió en Eremeran Study Centre, un foco de labor apostólica con bachilleres y universitarias. Allí se incorporaron a la Obra Rosemary Mullins, en 1968, y Josefina Díaz, en 1969, que fueron las primeras que pidieron la admisión en suelo australiano.

Un año después de haber llegado a Australia, recibieron a modo de donativo un solar situado enfrente de la entrada principal de la Universidad de New South Wales, con el fin de que lo utilizaran como instrumento apostólico dirigido a estudiantes de esa universidad. En 1970 el edificio construido sobre él se convirtió en Creston College, para universitarias.

Como se dijo más arriba, los primeros profesionales del Opus Dei trabajaron desde el principio en el proyecto de un colegio mayor, afiliado a la Universidad de New South Wales. En 1964 constituyeron con otros australianos una compañía llamada Education Development Association, que negoció con la universidad la obtención de un solar dentro del campus, consiguió un préstamo de un banco local y siguió la construcción del edificio. En junio de 1970 el gobernador de Nueva Gales del Sur, Sir Roden Cutler, inauguró oficialmente Warrane College, con capacidad para doscientos estudiantes. Desde entonces miles de estudiantes han vivido en Warrane. Tras la obtención de un título universitario han trabajado en las carreras más diversas y han fundado familias. Muchos de ellos quieren profundamente a la Obra y han animado a sus hijos a residir en Warrane College durante sus estudios universitarios.

2. La tiranía de la distancia.

San Josemaría lies escribía regularmente, sin permitir que lo que en Australia se llama "la tiranía de la distancia" (cfr. BLAINEY, 1982) les hiciera perder de vista la cercanía espiritual que tenía con ellos. A finales de noviembre de 1963 escribió: "Espero del Señor, por la intercesión de Nuestra Madre Santa María, que daréis fruto sabroso y abundante. Siempre in gaudio et pace" (AGP, serie A.3.4, 279-3, 631130-2). El 5 de abril de 1964 escribió de nuevo, de su puño y letra: "Todo andará maravillosamente, si me cumplís las normas. Contadme muchas cosas" (AGP, serie A.3.4, 280– 4. 640405-3).

Antes de la Navidad de 1963, animaba a los recién llegados: "mis deseos de que, en el próximo año nuevo, Él y su Madre Santísima (nuestra Madre) os llenen de alegría y bendigan con frutos abundantes y sabrosos vuestras labores apostólicas. Que estéis siempre contentos: ¡gracia de Dios y buen humor!" (AGP, serie A.3.4, 279-4, 631200-4).

Aunque habían llegado las primeras personas a la Obra, Father Norbert tenía la impresión de que las cosas iban muy lentas y manifestó su impaciencia en una carta a san Josemaría. Éste le contestó: "Decidle a Norberto que no se ganó Zamora en una hora". La Obra necesitaba tiempo para crecer.

De hecho, la distancia aumentaba el espíritu universal de san Josemaría. Él pensaba que el mundo era pequeño para ofrecérselo a Dios. Le daba mucha alegría pensar que, cuando en Europa aún no había empezado el nuevo día, había hijas e hijos suyos que lo habrían comenzado ya, y que habrían rezado y ofrecido la santa Misa por los demás miembros de la Obra y por todas las almas.

Desde el año 1975 la región de Australia continuó recibiendo abundantes bendiciones divinas. Se abrieron Centros en Melbourne y en Nueva Zelanda, en las ciudades de Auckland y Hamilton. Actualmente se dan medios de formación con regularidad en Canberra, Brisbane, Newcastle, Perth, Hobart, y Wellington (Nueva Zelanda). En Sydney, por iniciativa de personas del Opus Dei, se empezaron cuatro colegios de segunda enseñanza, que cuentan actualmente con 1.500 alumnos en total.

Amin ABBOUD

 «    AUSTRIA    » 

1. La "prehistoria" de la labor estable.

La importancia que san Josemaría dio a su primer viaje en 1949 se refleja en una carta escrita desde Milán a los de la Obra de México, diciéndoles que "estamos (…) camino de Austria y Alemania, donde vamos a echar una ojeada con vistas a abrir un par de casas también, cuanto antes, con la ayuda de Dios. No dejéis de encomendar las cosas que ahora llevamos entre manos, porque importan mucho para toda la Obra" (AVP, III, p. 332). Poco antes de cruzar los Alpes escribió a sus hijos de Portugal: "al entrar en Austria y Alemania por vez primera, recuerdo emocionado mi primer viaje por esas tierras benditas de Portugal. Encomendad de firme las cosas, para que el Señor no mire nuestras miserias, sino nuestra fe, y podamos pronto emprender definitivamente la labor en el centro de Europa" (DE AZEVEDO, 1988, p. 225).

El lunes, 28 de noviembre, san Josemaría tuvo en Bolzano su primer contacto con el mundo germánico. Al día siguiente llegó a Innsbruck. Inicialmente san Josemaría había querido ir a Viena, pero renunció, por razones de prudencia, a atravesar la zona controlada entonces por la Unión Soviética.

A pesar de la situación política y de que el tiempo era desapacible, la impresión que tuvo san Josemaría del país fue muy positiva. La gran cantidad de cruceros, capillitas y humilladeros bien cuidados, y la limpieza y el orden que observó en las iglesias dejaron huella en su memoria. Después de haber llevado a cabo algunas visitas en Innsbruck, el viaje continuó hacia Baviera, donde san Josemaría tenía el propósito de visitar al cardenal Michael Faulhaber en Münich, un prelado que tenía un gran aprecio por el fundador (cfr. AVP, III, p. 332).

El segundo viaje tuvo lugar seis años más tarde (1955), cuando ya había empezado la labor estable en Alemania y poco antes de que terminara el régimen de ocupación aliada en Austria. Esa visita formó parte de un largo recorrido de cuatro semanas, que empezó el viernes, 22 de abril, y terminó el jueves, 21 de mayo. La ruta en coche incluía una estancia de cuatro días en Austria. Después de haber estado en Suiza y Alemania, el 6 de mayo entró en Austria. Cuando atravesó el puesto de control soviético en la línea de demarcación de Enns, ya sabía que el país estaba a punto de recuperar su independencia. "Antes de llegar a la capital –contaba en 1974– viniendo por la carretera de Münich, se encuentra un puente con un crucifijo muy grande. Al pie había un soldado ruso. A mí, que estuve año y medio bajo la dominación comunista durante la guerra civil española y vi asesinar tanta gente y quemar tantas iglesias, me impresionó" (citado en ECHEVARRÍA, 2002, p. 20).

Fue en este primer viaje a Viena cuando "descubrió" el magnífico monumento a la Santísima Trinidad en el Graben, conocido como la Pestsäule o columna de la peste por haber sido construida en el siglo XVII en agradecimiento a la Trinidad por el fin de la peste que había azotado a la ciudad. Durante su estancia visitó tanto al arzobispo coadjutor Franz Jachym como al nuncio Giovanni Dellepiane.

La tercera visita a Austria se enmarca en un viaje de veinticinco días en noviembre y diciembre de 1955. En Austria estuvo cuatro días. El 29 de noviembre entraba en Alemania y el mismo día llegó a Colonia. San Josemaría, que quería dirigirse cuanto antes a Viena, permaneció poco tiempo en Bolonia. El domingo, 4 de diciembre, después de celebrar la santa Misa en la catedral de Viena, daba las gracias ante un venerado icono oriental procedente del noreste de Hungría: Maria Pötsch (en alemán) o Maria Pócs (en húngaro). Fue entonces cuando tuvo la inspiración de componer la jaculatoria que a partir de entonces innumerables personas de todo el mundo han rezado por sus intenciones: "Sancta María, Stella Orientis, filios tuos adiuva!" ("Santa María, Estrella de Oriente, ayuda a tus hijos"). Más tarde, el cardenal arzobispo de Viena, Franz König, recordaría aquel hecho que él había oído varias veces de los labios de san Josemaría (cfr. AVP, III, p. 337).

La invocación tenía un triple sentido: la Madre de Dios es invocada como estrella que señala a Jesús, como estrella de los "hijos suyos que viven en el Oriente" y también como estrella que tiene que encender nuestros corazones para propagar a fuego de Cristo y atraer suavemente a todos hacia el amor de Dios (estas ideas aparecen en el texto de la consagración del altar del oratorio de Sancta Maria Stella Orientis de Villa Tevere).

Aquel mismo día san Josemaría escribió al Consejo General: "Sigo pensando que es Viena un magnífico enclave para el oriente, y que esos hijos darán en estas tierras mucha gloria a Dios Nuestro Señor" (AVP, III, p. 336). Cinco días más tarde (el 9 de diciembre de 1955, cuando estaba ya de regreso a Roma) escribió otra carta en la que puede leerse: "Me siento seguro al afirmar que Dios Nuestro Señor nos va a dar medios abundantes, facilidades y personal para que trabajemos por Él cada día mejor en la parte Oriental de Europa, hasta que se nos abran, que se abrirán, las puertas de Rusia (…). Haz que digan muchas veces esta jaculatoria: Sancta Maria, Stella orientis, filios tuos adiuva!" (AVP, III, pp. 336-337). El mismo domingo o el lunes, Escrivá visitó de nuevo al arzobispo coadjutor de Viena, Franz Jachym, quien recordó inmediatamente el anterior encuentro de mayo y preguntó cuándo iba a venir el Opus Dei a Viena. Después de aquella visita san Josemaría, con sus acompañantes, regresó a Colonia y a Bonn, donde habló, con los que estaban entonces en Alemania, sobre los planes en Austria.

2. El inicio del trabajo apostólico.

El 5 de enero de 1955 san Josemaría escribía desde Roma al consiliario en Alemania, Alfonso Par, diciendo que "aquí ya hay un grupito practicando alemán, de cara también a Austria". El 15 de abril de 1955 reiteraba: "si las cosas de Austria se arreglan, yéndose los rusos, será cosa de ir pensando en Viena". Fue por aquellas fechas cuando san Josemaría preguntó a dos postgraduados (Joaquín Francés, en Medicina, y Remigio Abad, en Economía), que estaban terminando sus estudios de Teología en las universidades de Roma, si estaban dispuestos a empezar la labor en Austria. Ambos recibieron la ordenación sacerdotal en 1956. El 30 de octubre de 1956, durante la revolución popular en Budapest y pocos días antes de la ordenación de Joaquín Francés, san Josemaría escribía otra vez a Alfonso Par que "en cuanto se ordene Joaquín F., convendrá precipitar la marcha a Viena" y le recomendaba: "pedid al Señor muchas vocaciones y, con los medios sobrenaturales, no dejéis de poner también los humanos". Joaquín Francés y Remigio Abad llegaron finalmente a principios de 1957 a Bonn con el fin de ambientarse. La correspondencia de aquellas fechas indica que san Josemaría tenía prisa por empezar en Austria. El 16 de abril siguiente era don Álvaro del Portillo quien escribía a Alfonso Par para decirle que "el Padre desea que se ponga enseguida en marcha el inicio de la nueva Región" y el 6 de mayo san Josemaría les hacía llegar a Bonn un ejemplar de Camino con una dedicatoria: "Para Viena. Sancta Maria, stella orientis, filios tuos adiuva!". Finalmente a primera hora de la mañana del 22 de mayo de 1957 llegaban a la Estación del Oeste de Viena los dos sacerdotes acompañados por don Alfonso Par.

Los recién llegados pasaron las primeras noches en una residencia de estudiantes donde vivía un universitario austríaco que había conocido la Obra en Londres. Más tarde se alojaron en una pequeña habitación subarrendada en la Hiegasse, 10, hasta que en junio de 1957 alquilaron otra muy modesta en la Barnabitengasse, 3/26. La primera visita de los recién llegados al arzobispo de Viena, Franz König, nombrado poco antes, fue el comienzo de una larga amistad del cardenal austríaco con el santo fundador.

Cuando Remigio Abad tuvo que regresar a España por razones de salud, le sustituyó otro de los sacerdotes de Alemania, José Arquer. Él y Joaquín Francés consiguieron alquilar en octubre de 1957 una vivienda en la Favoritenstrasse, 24, que hasta el año 2000 fue la sede de la Comisión Regional. En Pascua de 1958 Joaquín pudo viajar a Roma con un grupo de estudiantes y san Josemaría le regaló prácticamente todo el ajuar del oratorio de San Nicolás de Villa Tevere para que pudieran celebrar dignamente la santa Misa en el nuevo Centro. En septiembre y noviembre llegaron otras cuatro personas a Viena: dos sacerdotes (Luis Gorostiza y Germán Rovira) y los dos primeros laicos (Xavier Sellés y Ricardo Estarriol, periodista que se especializó en la información sobre el oriente europeo). A los que iban a Austria, san Josemaría les había hablado de la unidad y de la necesidad de hacerse todo para todos, de no ser cuerpo extraño en el nuevo país y de deshacerse de la cáscara nacional. En mayo de 1959 Austria era ya una circunscripción propia dependiente del Consejo General en Roma.

Käthe Retz, psicóloga, diplomada en Bonn, llegaría un año más tarde (el primero de mayo de 1960) a Viena en compañía de Josefina Elejalde, de Bilbao, y Marga Schramel, de Constanza. San Josemaría había pedido a uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, José María Hernández Garnica, que las ayudara con su aliento y consejo para la labor profesional y apostólica que iban a desarrollar en Austria. En pocos meses las tres mujeres consiguieron convertir una villa semiabandonada en la zona residencial de Viena, en una agradable residencia de estudiantes que recibió el nombre de Währing.

Muy pronto llegaron las primeras personas que pidieron la admisión, y la Obra fue desarrollándose en Viena y fuera de Viena. San Josemaría seguía muy de cerca el apostolado que se hacía en Austria. Desde 1960 surgió un punto de ignición en Graz, la capital de la Estiria, donde ocho años más tarde se abriría un Centro.

En 1963 tuvo lugar el último viaje de san Josemaría a Austria. Empezó un mes después de la elección del papa Pablo VI (21 de junio). El 19 de julio, salía de Roma, acompañado por Álvaro del Portillo, Javier Echevarría y Javier Cotelo. Emprendía un viaje por Italia, Austria, Liechtenstein, Suiza, Francia y España que iba a durar dos meses.

El jueves 25 de julio, Escrivá decidió (a pesar de un enorme calor reinante) viajar a Viena para visitar a María en la catedral de San Esteban y encontrarse con sus hijas y sus hijos de Austria. Pero sólo pudo conseguirlo en parte, porque sus hijos varones estaban en un curso de formación y descanso cerca de la frontera checoslovaca. San Josemaría, de acuerdo con su norma de conducta habitual, no quiso que se les avisara para evitar alterarles el ritmo normal de trabajo y descanso. Al día siguiente (viernes 26 de julio), después de celebrar Misa en la Favoritenstrasse, visitó a la Virgen de Maria Pötsch e hizo una breve escala en la Residencia Währing. Aprovechó las pocas horas de su estancia en Viena para animarles en el apostolado. Añadió que desde Roma se acordaba mucho de Austria, que pedía mucho por las vocaciones de allí y que estaba muy contento de lo que habían hecho hasta entonces.

Después de la apertura de la Residencia Währing, san Josemaría había insistido en que los varones abrieran a su vez una residencia de estudiantes, cosa que tuvo lugar en 1964: con el apoyo y aliento constante del fundador comenzó la residencia Birkbrunn. En 1965 empezaron los viajes regulares a Salzburgo. Diez años después se fundó en Viena un club juvenil para chicos. Delphin, antes en la Hörlgasse, 10 y después en la Mittelgasse, 17. También existía desde 1974 un club juvenil en la Universaumstrasse, 38, Universum, en el distrito obrero de Brigittenau. Las mujeres abrieron en 1978 un club juvenil para la formación cristiana de jóvenes, Stubentor, en la Beatrixgasse, 20.

El aprecio que tuvo el cardenal König a san Josemaría se puso de relieve cuando en 1970 confió la iglesia de Sankt Peter a los sacerdotes de la Obra. Cuando falleció el fundador, aquella joya del barroco austríaco en el corazón de Viena se había convertido en un conocido centro pastoral y litúrgico muy cercano a aquel monumento a la Santísima Trinidad que tanto había impactado a san Josemaría en mayo de 1955.

Cuando falleció san Josemaría ya habían recibido la ordenación sacerdotal tres austríacos fieles del Opus Dei, y otro estaba preparándose en Roma.

3. El Este de Europa.

San Josemaría permaneció atento a todas las posibilidades apostólicas que se pudieran presentar para ayudar a cristianos perseguidos tras el telón de acero. Con gran solicitud siguió los acontecimientos de la revolución popular en octubre y noviembre de 1956 en Hungría (cfr. BERNAL, 1996, p. 191) y la intervención soviética en Checoslovaquia, que cortó el intento de una cierta democratización (URBANO, 1994, p. 401). El trágico final de esa experiencia de liberalización le dolió, pero no perdió su esperanza. En un momento en el que apenas se adivinaba ninguna luz en el horizonte político de Europa del Este (1967), animaba a los miembros de la Obra a trabajar apostólicamente con personas del Este de Europa "para que, cuando haya un mínimo de libertad personal, podamos llevar a esos países el espíritu de la Obra. Ahora no es posible, pero antes o después los muros construidos con la violencia se derrumban solos, como los de Jericó. Y hemos de estar preparados para ese momento" (ECHEVARRÍA, 2002, p. 24).

Junto al altar de Maria Pötsch de Viena hay una placa de bronce que recuerda la fecha del 4 de diciembre de 1955. Fue bendecida, con ocasión del centenario del nacimiento de san Josemaría, por el arzobispo de Viena, cardenal Christoph Schönborn. Aquella inspiración de san Josemaría en 1955 en la catedral de Viena era ya entonces y, en 2002, una realidad: el trabajo apostólico del Opus Dei había comenzado en Polonia cuando todavía el país era comunista (1989), en Hungría y en Checoslovaquia en 1990, en Lituania en 1994, en Estonia y Eslovaquia en 1996 y en Kazajstán en 1997. Después empezaría en Croacia y en Eslovenia en 2003, en Letonia en 2004, en Rusia en 2007 y en Rumania en 2009.

Ricardo ESTARRIOL