(Nac. Madrid, España, 17-XI-1913; fall. Barcelona, España, 7–XII–1972). Hijo de José María Hernández Delás y de Adela Garnica Echevarría, José María era el menor de cinco hermanos. Fue bautizado en la parroquia de San José. Recibió la primera Comunión en 1921 con sus compañeros de colegio en la parroquia de La Concepción. En 1923 inició el Bachillerato en el colegio de El Pilar, de los Padres Marianistas. Obtuvo el título de Bachiller en Ciencias en 1929. Superado el examen de ingreso, inició en 1932 sus estudios en la Escuela de Ingenieros de Minas, de Madrid.
Conoció a san Josemaría cuando un compañero de esta Escuela le invitó a visitar la Residencia DYA, en la calle Ferraz. Comenzó entonces a tener dirección espiritual con san Josemaría y a frecuentar los medios de formación que se ofrecían en la Residencia. Solicitó la admisión en el Opus Dei el 28 de julio de 1935. "La responsabilidad de ser de los primeros era algo que le espoleó siempre la conciencia, para vivir con fidelidad los compromisos que había adquirido" (MARTÍN DE LA Hoz, 2004, p. 18)
En noviembre de 1936, pocos meses después del comienzo de la Guerra Civil en España, fue detenido, llevado a la Cárcel Modelo y condenado a muerte por un tribunal popular; trasladado a la prisión de San Antón, en Madrid, estuvo a punto de ser fusilado. Posteriormente fue condenado a ocho meses de cárcel y enviado al penal de San Miguel de los Reyes, en Valencia, para cumplir la pena. Puesto en libertad en junio de 1937, se incorporó al Ejército republicano; estuvo primero en Madrid, en el Cuerpo de Trasmisiones y después en Baza (Granada) en el de Intendencia, hasta el final de la contienda. Acabada la guerra continuó sus estudios en la Escuela de Minas y los de Ciencias Naturales en la Universidad Central. Terminó la carrera de Ingeniero en 1941 y en 1944 obtuvo el doctorado en Ciencias Naturales. Ejerció la profesión en la Compañía Eléctrica, de Madrid.
En 1941, fue invitado por san Josemaría, lo mismo que Álvaro del Portillo y José Luis Múzquiz, a recibir la ordenación sacerdotal, para servir de ese modo a la Iglesia y a la Obra. Con plena libertad aceptó la llamada. Poco después, comenzaron sus estudios eclesiásticos, mientras san Josemaría buscaba la fórmula canónica para su ordenación. Después de una cuidadosa preparación a cargo de prestigiosos profesores y cumplidos los demás requisitos canónicos, recibieron los tres la ordenación sacerdotal, el 25 de junio de 1944, en la capilla del palacio episcopal, de manos del obispo de Madrid, Mons. Leopoldo Eijo y Garay.
Don José María celebró su primera Misa, el 27 de junio, en la iglesia de Santa Isabel, en Madrid. Sus padrinos fueron don José López Ortiz, O.S.A., y don José María Bueno Monreal. Apenas ordenado comenzó una honda labor sacerdotal: predicación de cursos de retiro, charlas, confesiones, dirección espiritual, etc. Se ocupó también de tareas de gobierno del Opus Dei. Realizó frecuentes viajes apostólicos a diversas ciudades: Barcelona, Zaragoza, Valencia. De modo especial, se dedicó a la atención sacerdotal de las mujeres del Opus Dei. Al mismo tiempo, impartía clases de Apologética y Teología en la Escuela de Minas de Madrid. En 1956, obtuvo el doctorado en Teología Moral en la Universidad Lateranense; allí fue uno más entre los otros alumnos, más jóvenes que él. Ese año publicó Perfección y Laicado (Madrid, Rialp, 1956).
En 1954, el fundador de la Obra le envió a varios países para impulsar allí el trabajo apostólico: viajó a Estados Unidos, México, Guatemala, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Argentina. Fue Consiliario del Opus Dei en Francia entre 1957 y 1959. Desde septiembre de 1959 fue Delegado para las circunscripciones de Inglaterra, Francia e Irlanda. En 1961 pasó a ser Delegado para Alemania y Austria; en 1966 volvió a Inglaterra como Sacerdote Secretario Regional y en 1967 regresó a Alemania, primero como Delegado y en 1969 como Sacerdote Secretario. Desde allí viajó a menudo a Bélgica, Suiza y Holanda. Fomentaba así la unión y el intercambio apostólico, cultural y afectivo entre estos países.
Las privaciones sufridas durante la guerra y el encarcelamiento afectaron considerablemente su salud, que siempre había sido delicada; sufrió varias operaciones graves y nunca le faltó alguna dolencia, que se esforzó por llevar con gran paciencia y heroica sencillez. Su última enfermedad le fue diagnosticada en 1971 en Alemania y confirmada en la Clínica Universidad de Navarra (Pamplona, España). Era un tumor en la región submaxilar. Desde hacía tiempo, le costaba la deglución de alimentos y el hablar. "Sin embargo -comenta uno de los que convivió con él- mientras tuvo un mínimo de fuerza física se sobreponía al esfuerzo y luchaba por cumplir el plan de vida y el plan de trabajo de una manera normal, que quiere decir heroica" (MARTÍN DE LA Hoz, 2004, p. 78). A finales de 1971 se trasladó a España para someterse a tratamiento; primero en Pamplona y luego en Barcelona. Acostumbrado al dolor, llevó la enfermedad con gran serenidad. Mientras pudo, celebró la santa Misa y preparó meditaciones y charlas escritas, pues no podía hablar.
Poco antes de su muerte, le visitó san Josemaría, que pasaba unos días en Barcelona. Fue un encuentro emotivo: ambos eran conscientes de que era la última vez que se verían en la tierra. A él se refirió san Josemaría horas más tarde: "Hoy he estado con un hermano vuestro... Tengo que hacer unos esfuerzos muy grandes para no llorar, porque os quiero con todo el corazón, como un padre y como una madre. Hace unos meses que no le había visto: me ha parecido un cadáver ya... Ha trabajado mucho y con mucho amor; quizá el Señor ha decidido darle ahora ya la gloria del Cielo..." (AVP, III, pp. 661-662). Murió con fama de santidad el 7 de diciembre de 1972. Sus restos mortales reposan en la iglesia de Montealegre (Barcelona).
Los numerosos testimonios de fama de santidad y favores movieron al Prelado del Opus Dei a solicitar de la Santa Sede la apertura de la causa de beatificación El Decreto de Introducción de la Causa fue publicado el 13 de enero de 2004. Un año después, el obispo auxiliar de Madrid presidió la sesión de apertura de la investigación diocesana sobre su vida, virtudes y fama de santidad, que fue clausurado el 17 de marzo de 2009 en la archidiócesis de Madrid. La Congregación para las Causas de los Santos emitió el Decreto de validez del proceso el 18 de marzo de 2010.
Ana María QUINTANA GONZÁLEZ
La labor estable del Opus Dei en Holanda se inició en 1959, aunque ya había sido preparada con anterioridad por san Josemaría, que visitó este país en varias ocasiones, tanto antes como después de ese año. El primer viaje de san Josemaría, en diciembre de 1955, lo hizo en coche desde Roma, pasando antes por Suiza, Francia y Bélgica. "Continuó la ruta de Breda, Rotterdam, La Haya, Amsterdam y Utrecht, echando los cimientos de la prehistoria de los Países Bajos" (AVP, III, pp. 335-336). Años más tarde recordaba muy bien una de sus primeras impresiones al llegar a Amsterdam: era al atardecer, ya oscureciendo y con niebla. Como extranjero se asombró del mar de lucecitas que flotaban por las calles; eran las bicicletas de la gente que regresaba a sus casas al término de su trabajo.
En uno de sus viajes, siempre acompañado por don Álvaro del Portillo, visitó la iglesia de Nuestra Señora, situada en Keizersgracht, 220, en uno de los principales canales de la ciudad. Don Álvaro tenía una cita, en el convento adjunto, con uno de los Padres Redentoristas a quienes estaba confiada la atención pastoral de esa iglesia. Años más tarde, en 1985, la labor pastoral en esta iglesia fue encomendada a sacerdotes del Opus Dei.
En uno de aquellos viajes el fundador estuvo hablando en la ciudad de Haarlem con el entonces obispo auxiliar de la diócesis, Mons. J. van Doodewaard, que anteriormente le había pedido que el Opus Dei empezara a trabajar en la diócesis (cfr. Heilige Jozefmaria Escrivá, Bulletin, 1, 2009, pp. 2-3).
En septiembre de 1958, en una carta a un miembro del Opus Dei de otro país, escribía: "Tengo muchas ganas de veros, para contaros tantas cosas buenas, también de Holanda, donde hemos terminado nuestra prehistoria de los Países Bajos" (AVP, III, p. 338).
El 7 de octubre de 1959, siendo yo, Hermann Steinkamp, un joven sacerdote, llegué a Amsterdam con la bendición de san Josemaría, para comenzar la labor con una residencia de universitarios. Pronto, se me unieron otros con la intención de permanecer en Holanda realizando su trabajo profesional. En septiembre de 1961 abrió sus puertas la Residencia Universitaria Leidenhoven. El 6 de septiembre, estando aún en obras, pasó san Josemaría por la Residencia de viaje hacia Roma. A los miembros de la Obra que estábamos comenzando la labor, nos encareció que hiciéramos un esfuerzo por adaptarnos a las costumbres del país y que sobre todo cuidáramos el cumplimiento de las Normas del plan de vida.
Recuerdo que san Josemaría vino esta vez a Holanda sobre todo con el propósito de darnos ánimos. Un colega sacerdote me dijo por aquel entonces: "¿Pero tú qué vienes a hacer a Holanda? Si nosotros aquí ya lo tenemos todo". En un ambiente de clericalismo muy extendido había gente que no entendía el espíritu secular del Opus Dei. El fundador animaba a trabajar con paciencia y recordaba cómo Holanda, en el reciente pasado, había sido el país que en términos absolutos había proporcionado a la Iglesia el mayor número de misioneros (cfr. Heilige Jozefmaria Escrivá, Bulletin, 1, 2009, p. 4).
"En 1965 llegaron a Amsterdam las primeras mujeres de la Obra. Algunas buscaron trabajo, otras comenzaron un instituto de idiomas y organizaron actividades para diversas edades. Las estudiantes y las jóvenes formaron el núcleo de lo que más adelante sería el Club De Borcht para la juventud. En 1968 comenzaron en Amsterdam la Residencia Universitaria femenina Aenstal y un nuevo Centro para labor con jóvenes". Después, a comienzo de los años 70, se abrieron dos nuevos centros en la ciudad de Utrecht. Uno para varones, Lepelenburg, y otro femenino, Hogeland. Hermann Steinkamp solicitó, como es costumbre, la venia al arzobispo de Utrecht, cardenal Bernard Alfrink. En el documento de concesión quiso añadir: Crescat Opus ad Dei gloriam et hominum salutem (Que la Obra crezca para gloria de Dios y el bien de los hombres)" (BONGAARTS, 2006, pp. 67-69).
La labor apostólica fue adelante aun en momentos difíciles. A comienzo de los años sesenta se desencadenó una fuerte campaña contra la Obra. San Josemaría estuvo muy atento a la situación y escribió algunas cartas a sus hijos. El 20 de marzo de 1964 dijo en una de esas cartas: "Cuando el Señor permite que se desahoguen, con tantas cosas calumniosas, esos grupos de fanáticos, es señal de que vosotros y yo hemos de saber callar, rezar, trabajar, sonreír... y esperar. No deis importancia a esas insensateces: quered de veras a todas esas almas" (cfr. AVP, III, p. 530). Y dos meses más tarde escribe de nuevo: "Siempre in laetitia. Espero -sé- que tendremos muchas cosas y muy buenas en esa estupenda tierra de los tulipanes. Comed, dormid, divertíos con todo, porque no hay motivo para otra cosa" (ibídem, p. 530, nt. 191). Y al obispo de Haarlem, para expresarle su asombro y su dolor por la campaña, le escribe: "(...) Pero no se preocupe, Excelencia, porque esto me hace amar aún más a Holanda y a todos los holandeses" (ibídem, p. 531).
Cuando en 1975 falleció el fundador, el apostolado se había extendido también a otras ciudades como Maastricht, Hengelo y Delft. Desde entonces se ha comenzado una casa de retiros (Zonnewende) y una escuela hostelera (Europrof).
En los años setenta, en Holanda el ambiente estaba marcado por una gran confusión doctrinal y moral, propagada por los medios de comunicación e incluso a través de la predicación. En la década anterior, la asistencia a la Misa dominical había decaído de un 64 por ciento en 1966, a menos del 40 por ciento en 1972. Como ya se ha señalado, san Josemaría continuó animando siempre a los fieles del Opus Dei a seguir impulsando el apostolado a pesar de las dificultades.
El arzobispo de Utrecht, Mons. Willem Eijk, el 24 de junio de 2009 describía en una homilía la situación de la iglesia holandesa a mediados del siglo pasado: "¿Qué encontraron los pioneros holandeses del Opus Dei a comienzos de 1959? La Iglesia aparentaba ser una organización floreciente. Las iglesias estaban llenas, las Misas también. El 12 por ciento de todos los misioneros del mundo eran originarios de nuestro país. Pero esto no duraría largo tiempo. Cuatro años más tarde llegó el gran cambio. Era el comienzo de una nueva tormenta iconoclasta. Una cuarta parte de los sacerdotes abandonó su vocación. Pero esa situación no vino de repente: los que estaban al tanto sabían que desde la segunda mitad de los años cuarenta los católicos sufrían ya una profunda corriente de secularización" (cfr. Heilige Jozefmaria Escrivá, Bulletin, 1, 2009, pp. 4-5). A comienzos del siglo XXI, la Iglesia en Holanda vuelve a florecer en muchos ambientes y con diversas realizaciones. El Opus Dei no ha sido ajeno a esa renovación. Por ejemplo, con la inspiración de san Josemaría, los sacerdotes de la Obra se pusieron desde el comienzo a disposición para oír confesiones en diversas iglesias; se trataba de un servicio de singular importancia, pues hay que tener en cuenta que la práctica del sacramento de la Penitencia se había abandonado casi totalmente, a mediados de los años sesenta, y así continuó la situación durante muchos años. Además, movidos por la devoción eucarística del fundador, sacerdotes de la Obra volvieron a introducir la procesión con el Santísimo por las calles y los canales de Amsterdam, desde la iglesia de Nuestra Señora en el Keizersgracht, aprovechando el ciento cincuenta aniversario de la dedicación de esa iglesia. Las procesiones habían estado prohibidas desde el año 1578 hasta entrados los años ochenta del siglo XX.
Hermann STEINKAMP
(Nac. Boca de Huérgano, León, España, 11–I–1914; fall. Roma, Italia, 10–I–2004). Dora del Hoyo fue la primera numeraria auxiliar del Opus Dei, a la que han seguido muchas otras de todas las razas y puntos cardinales del mundo. Hija de Demetrio del Hoyo y de Carmen Alonso, vecinos de la citada villa y labradores, ocupó el quinto lugar entre sus hermanos -tres niñas más y dos varones-. Fue bautizada en la iglesia parroquial de San Vicente Mártir, el 13 de enero de 1914.
Dora acompañó y ayudó a sus padres en las tareas de la casa y de la tierra. Mostró muy precozmente gran inteligencia y habilidad en múltiples ocupaciones y trabajos. Durante seis años asistió a la escuela pública y aprendió a leer en El Quijote, único libro disponible para los maestros del pueblo. Destacó por su ambición de saber.
Se trasladó a Madrid en 1940, con veintiséis años, para encontrar una ocupación acorde con sus proyectos. Se apoyó en las religiosas de María Inmaculada, conocidas como del Servicio Doméstico. De 1940 a 1944 trabajó como doncella, en puestos de responsabilidad en casas de alto nivel social.
El 1 de octubre de 1943, el fundador del Opus Dei había puesto en marcha, en Madrid, la Residencia Universitaria La Moncloa, para estudiantes de diversas facultades. Las religiosas del Servicio Doméstico, que apreciaban al fundador y valoraban el trabajo de Dora del Hoyo, mediaron para que Dora abandonara otros empleos más confortables y mejor remunerados, y pasara a ayudar en las tareas de atención y cuidado doméstico de la Residencia de La Moncloa, dirigida en sus tareas administrativas por Encarnita Ortega y Narcisa González Guzmán, fieles del Opus Dei.
Dora tuvo que vencer una lógica resistencia para aceptar esa propuesta, pero al fin accedió, y en enero de 1944 comenzó a trabajar en esa Residencia, en la que aún no se habían acabado las obras de instalación y que tenía carencias de todo tipo, debidas también a las penurias causadas por la Guerra Civil española. Al percatarse del panorama pensó en marcharse inmediatamente. Pero le dio pena ver el exceso de trabajo y la inexperiencia en esta tarea del grupo encargado de que la casa funcionara. Encarnita y cuantas se ocupaban de la Residencia descubrieron pronto los conocimientos de Dora: cuidado y conservación de la ropa, lavado, plancha, tintorería, arte culinario... Era además serena y educada. En Moncloa conoció a san Josemaría, que fue desde entonces el punto de referencia en su vida (cfr. SASTRE, 1989, pp. 301-308).
El trabajo de administrar los Centros captaba buena parte de la atención del fundador. Desde que se abrió el primer Centro de mujeres del Opus Dei, Jorge Manrique, insistía en que pidieran a Dios mujeres que vocacionalmente desearan realizar este trabajo con dedicación profesional. No se trataba de una llamada distinta, sino de un trabajo más, incluido en la universal vocación a la santidad, pero de una relevancia imprescindible. Las que recibieran esta vocación en el Opus Dei se formarían con iguales medios, en amable convivencia familiar, compartiendo el esfuerzo y el estudio, capacitándose para desempeñar dignamente su profesión (cfr. SASTRE, 1989, pp. 301-308).
Por impulso de san Josemaría, en agosto de 1945 comenzó una nueva residencia de estudiantes en Bilbao (España), Abando. Su puesta en marcha requería la capacidad y el trabajo de personas como Dora del Hoyo. Se trasladó a Bilbao el 19 de septiembre de 1945. Allí el 14 de marzo de 1946 solicitó la admisión en el Opus Dei. Poco después, el 3 de mayo de 1946, se fue a vivir a Los Rosales, en Villaviciosa de Odón (Madrid), Centro de formación de las mujeres del Opus Dei, donde pudo ver a san Josemaría con frecuencia y recibir directamente orientación para el horizonte sobrenatural y humano de su vocación cristiana y de su trabajo.
El 23 de junio de 1946, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer se trasladó a Roma, donde establecería la Sede Central de la Obra. El 27 de diciembre del mismo año, Dora aterrizaba en el aeropuerto de Ciampino junto con otras mujeres del Opus Dei: iban a atender el trabajo de la administración del Centro de Roma e iniciar la labor apostólica del Opus Dei en Italia con mujeres.
En 1948 san Josemaría empezó a vivir en un edificio situado en el barrio romano de Parioli, que fue llamado Villa Tevere, donde iba a tener su sede el gobierno central del Opus Dei. Allí estuvo situado también el Colegio Romano de la Santa Cruz, Centro internacional de formación, erigido ese mismo año. En 1953 fue erigido el Colegio Romano de Santa María, para mujeres. Durante treinta años Dora se entregó a la tarea de llevar la administración doméstica de esos Centros, permaneciendo hasta 1973 en Villa Tevere y, desde ese año, en Cavabianca, a unos 10 kilómetros del centro de Roma.
De 1958 a 1972, algunos veranos san Josemaría residió durante breves periodos en diversos lugares de Inglaterra, Alemania, Italia o Francia. Dora, formó parte del pequeño grupo que atendió el trabajo de administración en estos lugares, aportando su experiencia y capacidad.
Recuperada de un infarto cardiaco en 1981, Dora reanudó su tarea hasta que cayó seriamente enferma en agosto de 2003. Falleció en la madrugada del 10 de enero de 2004. Reposa en la cripta de la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, que conserva el sagrado cuerpo de san Josemaría, junto a los restos mortales de Mons. Álvaro del Portillo, y de Carmen Escrivá de Balaguer.
A lo largo de los años que pasó en Roma, la conocieron numerosas mujeres del Opus Dei de muy diversos países; la alegría y el servicio abnegado de Dora dejaron huella en sus vidas. Dora entendió y respaldó, con su vida de servicio, la trascendencia sobrenatural que Mons. Escrivá dio siempre al trabajo de la administración doméstica y al cuidado de los Centros de la Obra. Poco después de su fallecimiento, se iniciaron los trámites para su causa de canonización.
Ana SASTRE
San Josemaría dedica a la humildad varias homilías en Amigos de Dios y en Es Cristo que pasa; algunos capítulos en Camino y en Surco, y habla de ella en otros muchos momentos. Se puede afirmar que la referencia a esta virtud es constante en todos sus escritos y en toda su predicación.
Su concepción de la humildad está impregnada de toda una tradición permanentemente meditada e incorporada a su vida. Además de la Sagrada Escritura y de las otras fuentes de inspiración presentes en san Josemaría (la patrística, los grandes doctores de la Iglesia...), muchas de las formulaciones y expresiones lingüísticas que utiliza sobre la humildad se inscriben claramente en la corriente mística y literaria del Siglo de Oro español, en particular en autores como Santa Teresa de Jesús y Cervantes. Las referencias, a menudo implícitas (cfr. por ejemplo, S, 259, 289) son muy numerosas.
Toda esa tradición, confirmada con la fuerza de su rica experiencia personal y pastoral, aparece, al mismo tiempo, exenta de sistematización y enriquecida por la visión particular del carisma recibido. La radicalidad de muchas de sus expresiones sobre nuestra pequeñez (cfr. C, 207, 592, 597), patrimonio común de la espiritualidad cristiana, está siempre acompañada por la afirmación, no menos radical, de la grandeza de nuestra condición de hijos de Dios (cfr. C, 274; AD, 143-144). Así enraizado, el "estilo" de humildad propuesto por san Josemaría al cristiano que busca la santidad en medio del mundo a través de su trabajo ordinario rezuma equilibrio, naturalidad, alegría inquebrantable y buen humor.
En las enseñanzas de san Josemaría, la humildad es descrita, ante todo, como la virtud que permite fundamentar y orientar correctamente toda la vida del hombre. "Por la senda de la humildad se va a todas partes..., fundamentalmente al Cielo" (S, 282). Al procurarnos la verdad esencial sobre nosotros mismos, la humildad nos dispone, como una brújula, a ajustar nuestro comportamiento, a lo largo de la vida, a esa verdad. El hombre, única criatura terrestre capaz de conocerse, es también la única capaz de asumir y orientar libremente su vida, aceptando o rechazando su identidad.
Como toda virtud, la humildad supone un saber y un poder: un saber sobre nuestra identidad humana y personal que "nace, como fruto de conocer a Dios y de conocerse a sí mismo" (F, 184); y un poder, fuerza activa, fruto de la gracia de Dios y de nuestra voluntad libre, que nos permite vivir, en todo momento, de acuerdo con nuestra identidad y nuestra finalidad.
Pero, ¿quiénes somos?, ¿para qué vivimos? La humildad "es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza" (AD, 94). Este conocimiento sólo es posible mirándonos en Dios como en un espejo, penetrando por la fe en el misterio de nuestra creación y redención.
Descubrimos entonces claramente que somos simples criaturas y, además, pecadores: "Es muy grande cosa saberse nada delante de Dios, porque así es" (S, 260). "Nuestra miseria resalta con demasiada evidencia. No me refiero a las limitaciones naturales: a tantas aspiraciones grandes con las que el hombre sueña y que, en cambio, no efectuará nunca, aunque sólo sea por falta de tiempo. Pienso en lo que realizamos mal, en las caídas, en las equivocaciones que podrían evitarse y no se evitan. Continuamente experimentamos nuestra personal ineficacia. Pero, a veces, parece como si se juntasen todas estas cosas, como si se nos manifestasen con mayor relieve, para que nos demos cuenta de cuán poco somos" (AD, 94).
Sin embargo esta constatación de nuestra pequeñez es sólo una parte de nuestra identidad, ya que, por puro regalo de Dios, estamos llamados a una inmensa grandeza. "Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: ésta es nuestra grandeza" (AD, 96); grandeza que consiste, nada menos, que en participar de la naturaleza divina. "Aun en los momentos en los que percibamos más profundamente nuestra limitación, podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, sabiéndonos partícipes de la vida divina" (ECP, 160). Dios quiere "endiosarnos", recuerda san Josemaría, haciéndose eco de una terminología ya presente en los albores de la literatura cristiana.
Pero ¿de qué endiosamiento se trata? Es capital distinguir "el endiosamiento bueno del endiosamiento malo" (AD, 94). Aquí se encuentra la principal clave de la humildad según san Josemaría. El endiosamiento malo no es otra cosa que el orgullo de querer identificarnos con Dios Creador, origen de todo lo que existe, pretendiendo suplantarle (cfr. AD, 100; ECP, 165). El endiosamiento bueno, en cambio, al identificarnos con Dios Hijo, por medio del Espíritu Santo, nos conduce a la humildad, sabiéndonos hijos de un Padre que nos ama con locura.
El orgullo "es el pecado capital que conduce al endiosamiento malo. La soberbia lleva a seguir, quizá en las cuestiones más menudas, la insinuación que Satanás presentó a nuestros primeros padres: se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal (Gn 3, 5). Se lee también en la Escritura que el principio de la soberbia es apartarse de Dios (Si 10, 14). Porque este vicio, una vez arraigado, influye en toda la existencia del hombre, hasta convertirse en lo que san Juan llama superbia vitae (1Jn 2, 16), soberbia de la vida" (AD, 99).
Frente a este orgullo fruto del endiosamiento malo, san Josemaría insiste en presentarnos la humildad como fruto del endiosamiento bueno: "Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia (1P 5, 5), enseña el Apóstol san Pedro. En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más camino -para vivir vida divina- que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza acaso en nuestra humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el que ha creado todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que -hablando al modo humano- quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira ser humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas (Flp 3, 21). Nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa con un endiosamiento bueno" (AD, 98).
En san Josemaría la consideración y la profunda vivencia de la filiación divina impregna toda su predicación, de modo que la humildad no es simplemente la humildad de una criatura con relación a su Creador o la de un creyente con relación a Dios, sino la de un hijo queridísimo, limitado, pobre, pecador, y llamado a participar de la intimidad divina, identificándose con Jesucristo, el Hijo por naturaleza del Padre. "Cuando se trabaja por Dios, hay que tener "complejo de superioridad", te he señalado. Pero, me preguntabas, ¿esto no es una manifestación de soberbia?- ¡No! Es una consecuencia de la humildad, de una humildad que me hace decir: Señor, Tú eres el que eres. Yo soy la negación. Tú tienes todas las perfecciones: el poder, la fortaleza, el amor, la gloria, la sabiduría, el imperio, la dignidad... Si yo me uno a Ti, como un hijo cuando se pone en los brazos fuertes de su padre o en el regazo maravilloso de su madre, sentiré el calor de tu divinidad, sentiré las luces de tu sabiduría, sentiré correr por mi sangre tu fortaleza" (F, 342).
Aprender a ser humildes es, en definitiva, "aprender a ser hijo de Dios" (AD, 148). En efecto, "la conciencia de la magnitud de la dignidad humana -de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios- junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria" (ECP, 133). La medida de la humildad nos viene dada por ese sentido de total dependencia de Dios, como quien nada es, ni tiene, ni puede por sí mismo, pero tiene a Dios por Padre.
La humildad es "la base sobrenatural de todas las virtudes" (S, 289), no en razón de la dignidad de su objeto, la cual corresponde a las virtudes teologales, sino en razón de su extensión moral: abre la vía a la acción divina, aleja los obstáculos que se oponen a la construcción del edificio espiritual. Sin humildad es imposible amar a Dios y a los demás. La humildad asegura la rectitud de intención que "está en buscar «sólo y en todo» la gloria de Dios" (F, 921).
San Josemaría nos recuerda que toda virtud auténtica es manifestación de humildad: "«La oración» es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo. «La fe» es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia. «La obediencia» es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios. «La castidad» es la humildad de la carne, que se somete al espíritu. «La mortificación» exterior es la humildad de los sentidos. «La penitencia» es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor. -La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética" (S, 259).
Sin embargo, sin despojar a la humildad del puesto básico que la teología moral le ha otorgado tradicionalmente (cfr. ADNÉS, 1960, cols. 1136-1187), san Josemaría repite de modo insistente que el fundamento de toda la vida espiritual para el Opus Dei, tal como Dios se lo hizo ver, es el sentido de la filiación divina (cfr. IJC, pp. 476-477; AVP, I, pp. 389-392). En realidad, no hay contradicción ninguna. La humildad cristiana hunde sus raíces en la filiación divina, en donde encuentra su explicación última y su savia, ya que Jesucristo, con quien debemos identificarnos, se humilló, se anonadó y obedeció hasta la muerte, por amor al Padre (cfr. Flp 2, 8).
El conocimiento de nuestra identidad como seres humanos no es suficiente para ser humildes. Es necesario además conocer nuestro yo individual, con nuestras circunstancias, talentos, defectos y limitaciones personales. Son innumerables los textos en que san Josemaría nos recuerda que nuestras propias acciones, las pruebas, las caídas, el juicio de los demás, el examen de conciencia, las tentaciones... nos permiten conocernos mejor y nos llevan por consiguiente a la humildad.
Pero todo eso, en que la inteligencia juega un papel fundamental, es sólo el primer paso. La humildad requiere además la aceptación por parte de la voluntad de nuestra identidad, es decir del proyecto de Dios para cada uno de nosotros; y la lucha constante por ajustamos a ella. ¿Cómo lograr recorrer esas etapas? ¿Cómo adquirir la humildad?
Ante todo, recurriendo a la oración, al diálogo con Dios: la humildad no es fruto de la reflexión y de la introspección ni menos aún de una simple decisión de nuestra voluntad. Sin la gracia de Dios ni podemos conocernos ni ejercitar la humildad. Por consiguiente, en primer lugar, como ocurre con todas las virtudes, hay que pedirla a Dios: "Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde. El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas... Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del Sagrario" (S, 273).
Sólo contemplando constantemente la vida de Jesús (cfr. AD, 97, 236) y meditando sus enseñanzas aprenderemos a comportarnos con humildad: una humildad que, como don sobrenatural, Dios va infundiendo en el alma, por esta vía de la oración, con una luz y fuerza antes insospechadas (cfr. AD, 20).
"Siempre intentamos ser reyes, aunque sea del reino de nuestra miseria" (ECP, 17). Por eso, para que sea Dios el que reine en nuestra vida, la humildad ha de colocar al yo en su sitio: con relación a Dios, a los demás, a la entera creación. Se evitan así los defectos de apreciación sobre nuestras propias capacidades, las evasiones, descentramientos, tensiones, comparaciones, luchando por estar allí donde nos corresponde (cfr. C, 832) y por ser plenamente lo que Dios quiere que seamos (cfr. CONV, 116). "Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo" (ECP, 31).
Para que el "yo" profundo y definitivo triunfe, es decir para dejar que Cristo viva en nosotros, es necesario tener a raya ese otro "yo" del hombre viejo que busca su vanagloria (cfr. C, 780), encerrándolo en sí mismo: "La soberbia entorpece la caridad. -Pide a diario al Señor -para ti y para todos- la virtud de la humildad, porque con los años la soberbia aumenta, si no se corrige a tiempo" (F, 596). Es preciso, pues, querer ser humildes. Pero de la humildad nadie sabe nada hasta que llega el momento de ejercitarla. "Me decías: «¡hay que decapitar el 'yo'!...» -Pero, ¡cómo cuesta!, ¿no?" (S, 279). ¡Cuánto cuesta vivir la humildad!, porque –afirma la sabiduría popular cristiana- «la soberbia muere veinticuatro horas después de haber muerto la persona»" (F, 599).
El orgullo penetra no sólo en la inteligencia y en la voluntad, sino en la imaginación, en la memoria, en todos los sentidos, exaltando el propio juicio, el propio poder, la búsqueda de placer... Se muestra de mil modos, ya que los disfraces de la soberbia son variadísimos, infinitos. San Josemaría, siguiendo la sabiduría moral cristiana, busca desenmascararlos: "La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío. (...) La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad" (AD, 100).
Y para ayudar a afinar en la lucha contra el orgullo, san Josemaría señala múltiples manifestaciones de modo concreto y realista: "pensar que lo que haces o dices está mejor hecho o dicho que lo de los demás; querer salirte siempre con la tuya; disputar sin razón o -cuando la tienes- insistir con tozudez y de mala manera; dar tu parecer sin que te lo pidan, ni lo exija la caridad; despreciar el punto de vista de los demás; no mirar todos tus dones y cualidades como prestados" (S, 263), no dejarse ayudar ni corregir (cfr. S, 707) y... tantos otros ejemplos.
Si no rectifican, "muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se trasforman en desgraciadas e infecundas" (ECP, 18).
¡Qué importancia tiene por eso, la virtud de la sinceridad, en la que tanto insiste san Josemaría, al unísono con la tradición espiritual cristiana! Juega, en efecto, un papel fundamental en el camino hacia la humildad porque es la puerta abierta a la gracia divina: sinceridad con Dios en la oración y con aquellos a quienes acudimos para recibir orientación en nuestra lucha interior, y en la confesión, reconociendo nuestras limitaciones y pecados.
"Insisto, por su importancia capital": todas las mezquindades se superan "con humildad, y con sinceridad en la dirección espiritual y en el Sacramento de la Penitencia. Id a los que orientan vuestras almas con el corazón abierto; no lo cerréis, porque si se mete el demonio mudo, es difícil de sacar.
Perdonad mi machaconería, pero juzgo imprescindible que se grabe a fuego en vuestras inteligencias, que la humildad y -su consecuencia inmediata- la sinceridad enlazan los otros medios, y se muestran como algo que fundamenta la eficacia para la victoria" (AD, 188)
Para avanzar con más ligereza por la senda de la humildad, san Josemaría nos invita a descubrir el atajo de la infancia espiritual: "¡Que seáis muy niños! Y cuanto más, mejor (...). Las grandes caídas, las que causan serios destrozos en el alma, y en ocasiones con resultados casi irremediables, proceden siempre de la soberbia de creerse mayores, autosuficientes. En esos casos, predomina en la persona como una incapacidad de pedir asistencia al que la puede facilitar: no sólo a Dios; al amigo, al sacerdote (...). Fomentad el hambre, la aspiración de ser como niños. Convenceos de que es la forma mejor de vencer la soberbia" (AD, 147).
Y porque él había hecho suya esta actitud, sin que por eso la vía de la infancia espiritual fuese preceptiva para los fieles del Opus Dei (cfr. CECH, p. 916), podía exclamar poco antes de morir, la víspera de su jubileo sacerdotal: "A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando" (AVP, III, p. 755).
Desde la "ciencia de la cruz" san Josemaría comprende el inestimable valor de las humillaciones para el progreso de la humildad y, por tanto, de la vida interior: "Hijo, óyeme bien: tú, feliz cuando te maltraten y te deshonren; cuando mucha gente se alborote y se ponga de moda escupir sobre ti, porque eres «omnium peripsema», como basura para todos... Cuesta, cuesta mucho. Es duro, hasta que -por fin- un hombre se acerca al Sagrario, se ve considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y dice de verdad: «Señor, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo, para qué la quiero? » Hasta entonces, no sabe el hijo de Dios lo que es ser feliz: hasta llegar a esa desnudez, a esa entrega, que es entrega de amor, pero fundamentada en la mortificación, en el dolor" (F, 803).
Por eso, "nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad" (ECP, 19), que nos lleva además a perdonar, cuantas veces sea necesario, siguiendo el ejemplo de Cristo (cfr. S, 805). "Éste es el camino seguro: por la humillación, hasta la Cruz; desde la Cruz, con Cristo a la Gloria inmortal del Padre" (F, 1020). Y san Josemaría no cesa de insistir: "Al contemplar la escena de la Encarnación, refuerza en tu alma la decisión de «la humildad práctica». Mira que Él se abajó, tomando nuestra pobre naturaleza. Por eso, en cada jornada, has de reaccionar ¡inmediatamente!, con la gracia de Dios, aceptando -queriendo- las humillaciones que el Señor te depare" (F, 139).
Al mismo tiempo, nos incita a reaccionar también contra algunos clichés y falsos conceptos de la humildad muy difundidos entre los cristianos. Junto al orgullo que parece olvidar nuestra miseria para subrayar una pretendida grandeza, existe también una falsa humildad que, de diferentes maneras, subraya sólo la miseria.
En primer lugar la humildad puramente exterior, que se manifiesta en palabras y actitudes: "No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo" (C, 594). "En la experiencia y praxis espiritual de san Josemaría ciertos actos exteriores de humillación eran muy sospechosos de inautenticidad, de falsa humildad. En efecto, quiere evitar de raíz todo lo que parezca mera exterioridad que chocaba con la naturalidad de la vida cristiana en el mundo, que él predicaba" (CECH, pp. 718-719): "Sería lamentable que alguno concluyera, al ver desenvolverse a los católicos en la vida social, que se mueven con encogimiento y capitidisminución. No cabe olvidar que nuestro Maestro era -¡es!- «perfectus Homo» -perfecto Hombre" (S, 421). Quizá, para evitar este riesgo, no se encontrará en san Josemaría (cfr. CECH, p. 719) la insistencia en algunos consejos de autores espirituales invitando al menosprecio exterior en el hábito y en el andar.
Pero junto a la falsa humildad puramente exterior, existen también otras formas más interiores como la que, concentrando la atención en los propios defectos, limitaciones y fracasos, conduce al desánimo, al pesimismo y a la tristeza (S, 262). San Josemaría responde con firmeza a esta frecuente y pésima tentación: "No te cause pena ser nada, porque así Jesús tiene que ponerlo todo en ti" (C, 596). Y recuerda que "ser humilde no equivale a tener angustia o temor" (S, 264).
Y sale al paso con aún mayor energía, si cabe, de una segunda manifestación de falsa humildad, que es fruto de la cobardía, de la pereza y del egoísmo. Queriendo proteger el yo, el hombre renuncia a la grandeza a la que está llamado, por miedo al esfuerzo y a los posibles fracasos que su búsqueda comporta (cfr. S, 68). "Esa falsa humildad es comodidad: así, tan humildico, vas haciendo dejación de derechos... que son deberes" (C, 603). Por consiguiente, insiste san Josemaría, "no concedáis el menor crédito a los que presentan la virtud de la humildad como apocamiento humano, o como una condena perpetua a la tristeza. Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios?" (AD, 108).
Al hablar de la humildad, san Josemaría piensa especialmente en la del cristiano corriente que busca la santidad en medio del mundo, a través del trabajo profesional. En la medida en que la santificación de la vida ordinaria implica la realización de un trabajo serio y que el trabajo serio es el "profesional", santificar la vida ordinaria significa fundamentalmente santificar el trabajo profesional (que no debe confundirse, por tanto, con el mero hecho de tener un "empleo" en un sector profesional determinado). "Para que Él reine en el mundo hace falta que haya quienes, con la vista en el cielo, se dediquen prestigiosamente a todas las actividades humanas, y, desde ellas, ejerciten calladamente -y eficazmente- un apostolado de carácter profesional" (C, 347). Trabajar así es, por consiguiente, un "serviam!" permanente, es decir, un acto de humildad (cfr. S, 491). Lo cual supone que lo contrario -no trabajar bien, hacer chapuzas- es en el pensamiento de san Josemaría una manifestación del "non serviam!" (cfr. ECP, 50-51; AD, 69-70).
En este contexto se entiende la invitación a ser no sólo un buen profesional, sino persona que goza de personalidad, de prestigio profesional (cfr. C, 372), no como manifestación de vanidad o de poder, sino para conducir a la humanidad entera a Jesucristo, haciéndole presente en todos los ambientes y profesiones. "Si tú, por falsa o por mal entendida humildad, te aíslas, encerrándote en tu rincón, faltas a tu deber de instrumento divino" (S, 287).
El esfuerzo por vivir la humildad en la vida ordinaria lleva a descubrir "la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento fiel de las obligaciones habituales de la jornada, con esas luchas que llenan de gozo al Señor, y que sólo Él y cada uno de nosotros conocemos" (AD, 8). Escapamos así, dice san Josemaría, a un "enemigo hipócrita de nuestra santificación: el pensar que esta batalla interior ha de dirigirse contra obstáculos extraordinarios, contra dragones que respiran fuego. Es otra manifestación del orgullo. Queremos luchar, pero estruendosamente, con clamores de trompetas y tremolar de estandartes. (...) Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho. Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad" (ECP, 77).
Al conceder tanta importancia al valor de lo que parece pequeño a la mirada puramente humana, san Josemaría nos invita a un humilde realismo, que evita refugiar nuestra imaginación en la exaltación del yo: "Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo" (AD, 8).
El hombre es instrumento: causa, sin duda, especialmente porque es libre; pero causa segunda que deja todos sus talentos, la vida entera, a disposición de Jesucristo (cfr. AD, 21) para que sea Él quien actúe y brille. De ahí el cariño particular de san Josemaría por la figura del borrico, humilde instrumento de Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén (cfr. C, 606; F, 381).
"Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya" (ECP, 3; cfr. F, 232). De nuestra respuesta depende "que el Señor pueda servirse de nosotros para que, metidos en todas las encrucijadas del mundo -estando nosotros metidos en Dios-, seamos sal, levadura, luz. Tú, en Dios, para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para fermentar. Pero no me olvides que no creamos nosotros esa luz: únicamente la reflejamos. No somos nosotros los que salvamos las almas, empujándolas a obrar el bien: somos tan sólo un instrumento, más o menos digno, para los designios salvadores de Dios. Si alguna vez pensásemos que el bien que hacemos es obra nuestra, volvería la soberbia, aún más retorcida; la sal perdería el sabor, la levadura se pudriría, la luz se convertiría en tinieblas" (AD, 250).
Esta actitud se tradujo en una norma habitual de conducta de san Josemaría: "ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca" (AVP, III, p. 746); norma de gran importancia en su espiritualidad y que recomendó con ahínco a lo largo de su vida: "Te aconsejo que no busques la alabanza propia, ni siquiera la que merecerías: es mejor pasar oculto, y que lo más hermoso y noble de nuestra actividad, de nuestra vida, quede escondido... ¡Qué grande es este hacerse pequeños!: "Deo omnis gloria!" –toda la gloria, para Dios" (F, 1051).
Buscar el prestigio, ser líder, se compaginan así con el ocultarse y desaparecer, propios del endiosamiento bueno, de la humildad del hijo de Dios. "Jesucristo nos busca –con una vocación, que es vocación a la santidad– para consumar, con Él, la Redención. Considerad su primera enseñanza: hemos de corredimir no persiguiendo el triunfo sobre nuestros prójimos, sino sobre nosotros mismos. Como Cristo, necesitamos anonadarnos, sentirnos servidores de los demás, para llevarlos a Dios" (ECP, 31). Ese "pasar oculto" significa para san Josemaría rechazar todo vano deseo de protagonismo o autoafirmación (cfr. IJC, p. 63), para vivir aquel "conviene que Él crezca y yo disminuya", que pronunció san Juan Bautista (cfr. Jn 3, 30) (cfr. ECP, 58).
Dios nos ha mostrado el camino: su ejemplo, eminentemente pedagógico, es la base teológica de esa manera de concebir la humildad (cfr. CECH, p. 908). Dios mismo se esconde, para que le busquemos libremente y sin miedo; para enseñarnos, de modo práctico, que sólo recorriendo ese camino de escondimiento, podemos llegar a Él y manifestar su presencia a los demás: "La eficacia corredentora, ¡eterna!, de nuestras vidas, sólo puede actuarse con la humildad, desapareciendo para que los demás descubran al Señor" (F, 669). Es todo un juego divino. Dios se esconde en la Creación, en la Humanidad de Cristo Redentor, en la actividad del Espíritu Santo Santificador. Y no sólo se esconde, sino que se humilla. Se hace esclavo para sanar nuestro orgullo y darnos ejemplo. "Jesucristo (...) teniendo la naturaleza de Dios, (...) no obstante, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reducido a la condición de hombre (Flp 2, 6-7). Hijos, pasmaos agradecidos ante este misterio, y aprended: todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas" (AD, 111). "Y más oculto aún, por Amor a los hombres, está en la Hostia" (C, 843).
Además san Josemaría encuentra en la vida de Jesús otra razón profunda de ese "ocultarse y desaparecer" en la vida de Jesús. "¡Treinta y tres años de Jesús!...: treinta fueron de silencio y oscuridad; de sumisión y trabajo..." (S, 485).
El resultado es la sencillez, la naturalidad, el desear ser "uno más", evitando buscar aplausos, o llamar la atención, "sin rarezas, ni ñoñerías" (C, 379). "Al comportarnos con normalidad -como nuestros iguales- y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el ejemplo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Fijaos en que toda su vida está llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la atención, como un trabajador más, y le conocen en su aldea como el hijo del carpintero. A lo largo de su vida pública, tampoco se advierte nada que desentone, por raro o por excéntrico. Se rodeaba de amigos, como cualquiera de sus conciudadanos, y en su porte no se diferenciaba de ellos. (...) No había en Jesús ningún indicio extravagante. A mí, me emociona esta norma de conducta de nuestro Maestro, que pasa como uno más entre los hombres (...). Así hemos de desenvolvernos nosotros en medio de este mundo: como nuestro Señor" (ECP, 148).
San Josemaría, huyendo de todo lo que pudiese "sonar a autobombo" (CONV, 18) o vana complacencia, recuerda la importancia de vivir la humildad también de modo colectivo. El hombre pretende a veces gloriarse a través de su pertenencia a diferentes grupos: a una familia determinada, a un linaje, a un grupo social, a una ciudad, una región, un país, una raza, una profesión, una escuela determinada o una universidad, a una religión o a una institución determinada... Este orgullo "colectivo" puede manifestarse, por consiguiente, de formas muy diversas.
Así, al subrayar por ejemplo la diferencia entre patriotismo y nacionalismo (cfr. S, 315), san Josemaría pone en guardia contra el orgullo nacional o de grupo (cfr. S, 722), afirma que las palabras del Apóstol: "no hay distinción de gentil y judío, de circunciso y no circunciso, de bárbaro y escita, de esclavo y libre, sino que Cristo es todo y está en todos" (Col 3, 11), sirven "hoy como ayer: ante el Señor, no existen diferencias de nación, de raza, de clase, de estado... Cada uno de nosotros ha renacido en Cristo, para ser una nueva criatura, un hijo de Dios: ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos!" (S, 317).
La expresión "humildad colectiva" aparece desde muy temprano en los escritos de san Josemaría como algo esencial, para evitar el error que lleva a ensalzar la institución a la que se pertenece, en detrimento de las demás. "Esta humildad colectiva tan grata a Dios, libra del exagerado espíritu de cuerpo, del fanatismo, de formar grupito". Y continúa: "se rechaza la idea de que lo nuestro es bueno, por ser nuestro; y lo de los demás, mediocre o malo. El Señor acepta como ofrenda muy agradable la humildad colectiva" (Carta 24–XII–1951, n. 42: IJC, p. 270, nt. 116).
Aplicándola a los fieles del Opus Dei y a su condición secular, que reclama naturalidad, deseo de no distinguirse en nada de los demás ciudadanos, san Josemaría les invita a referir a Dios todo honor y alabanza, hasta el punto de afirmar que la mayor gloria del Opus Dei es no tener gloria humana. Quería que su lema personal fuese también un lema colectivo: "hacer y desaparecer, que sólo Jesús se luzca", buscando únicamente la gloria de Dios y el servicio de la Iglesia y de las almas (cfr. AVP, I, p. 351).
La humildad, al permitirnos ver todo con relación a Dios, nos lleva a la aceptación de la realidad sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre el mundo en el que vivimos: alegrías, éxitos, fracasos, humillaciones, dificultades, sufrimientos. Todo lo cual se traduce en la vida y en los escritos de san Josemaría en continuas acciones de gracias, en una actitud de compunción y de petición de perdón (cfr. ECP, 138), en deseos de rectificación, en un optimismo permanente lleno de buen humor, evitando las quejas y el victimismo.
"Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. ¿Habéis contemplado amor más grande? (...) Repaso mi conducta, y me asombro ante el cúmulo de mis negligencias. (...) Me apena de veras este comportamiento mío, pero no me quita la paz. Me postro ante Dios, y le expongo con claridad mi situación. Enseguida recibo la seguridad de su asistencia, y escucho en el fondo de mi corazón que El me repite despacio: meus es tu! (Is 43, 1); sabía -y sé- cómo eres, ¡adelante!" (AD, 215).
La conciencia de pecador invadido por la gracia de Dios, característica de los grandes santos, llevaba a san Josemaría a considerarse "un pecador que ama con locura a Jesucristo" (cfr. CECH, pp. 720-721), y a comprobar que "a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que sólo gusta de la limpieza de Dios" (AD, 20).
Pero la experiencia de la propia miseria nunca debe abocar en el desánimo: "Si te alejas de Él por cualquier motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios" (AD, 214). Descubrimos entonces que "la infinita misericordia del Señor no tarda en acudir en socorro del que lo llama desde la humildad" (AD, 104), proporcionándonos la paz y "el verdadero buen humor" (ECP, 18).
La humildad así vivida permitía a san Josemaría afirmar que, al hacer balance de su vida, le había "salido una carcajada. Me he reído de mí mismo, y me he llenado de agradecimiento a Nuestro Señor, porque es Él quien lo ha hecho todo" (AVP, III, p. 756).
Es constante y unánime en la tradición de la Iglesia ver en la Virgen "la obra maestra" de Dios. Este prodigio se realizó "quia respexit humilitatem ancillae suae, porque Dios vio la bajeza de su esclava (Lc 1, 48): la mayor humildad se conjuga con la mayor gloria" (ECP, 178).
El profundo convencimiento de que María es inmejorable maestra de humildad, lleva a san Josemaría a pedirle que nos "adiestre a caminar por esa senda" (S, 289): "Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini, de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar queriendo en su locura igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste. María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella –a Santa María–, y así nos pareceremos más a Cristo" (AD, 109).
María Isabel ALVIRA DOMÍNGUEZ