Diccionario

Unidad de vidaUniversidadde Madridde Navarrade Piurade ZaragozaUruguay

Unidad de vida
1. Los fundamentos de la unidad de vida
2. Aspectos de la unidad de vida
3. Identificación con Cristo
Universidad
1. San Josemaría, universitario
2. Su modo de entender la universidad
3. El amor a la verdad y la investigación científica
4. La educación superior y la preparación profesional
5. El ambiente universitario
6. La promoción de instituciones universitarias
Universidad de Madrid
Universidad de Navarra
Universidad de Piura
1. El comienzo de la Universidad
2. La estancia de san Josemaría
Universidad de Zaragoza
1. Los estudios de san Josemaría
2. Profesores y compañeros
Uruguay
1. Los comienzos
2. El aliento del fundador
3. Desarrollo de la labor apostólica

 «    UNIDAD DE VIDA    » 

En una homilía que san Josemaría Escrivá de Balaguer pronunció en la Universidad de Navarra el 8 de octubre de 1967, rememoraba: “Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas”. Y, enseguida, dirigiéndose con gran fuerza a la multitud que le escuchaba, añadió: “hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser en el alma y en el cuerpo santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales” (CONV, 114).

El concepto de “unidad de vida” que desarrollan esas palabras fue uno de los aspectos centrales de la vida y enseñanzas de san Josemaría. Con una profundidad y una fuerza poco comunes, vivió y explicó esta característica de la vida cristiana vivida en plenitud: la armonía, la consonancia, el empaste coral, la interacción y la unidad en que deben confluir los diversos aspectos de la vida de un cristiano y de sus variadas y múltiples actividades, cuando, movido por la gracia y la caridad, están dirigidas objetiva e intencionalmente a un único fin. Y esto -aquí radica en gran parte su originalidad-, referido a todos los cristianos, en particular al cristiano corriente que vive en el ajetreo de las circunstancias ordinarias en medio del mundo.

En esta voz se glosan algunos aspectos de esta noción y de esta realidad. Sólo se consideran los aspectos más fundamentales, pues, bajo la expresión “unidad de vida”, podría tratarse de toda la existencia cristiana. Dos textos del fundador del Opus Dei pueden servirnos de base para realizar este breve análisis: “La fisonomía espiritual propia del Opus Dei -enseñará con fuerza el fundador- se caracteriza por la perfecta unión del aspecto ascético con el apostólico, que están armónicamente fundidos y compenetrados con el carácter secular de la Obra y con la condición también secular de sus miembros”. Esta fisonomía espiritual “se manifiesta especialmente en la unidad de vida, sencilla y fuerte, de los fieles del Opus Dei, que crea en sus almas la necesidad y como el instinto sobrenatural de purificar todas las acciones, de elevarlas al orden de la gracia, de santificarlas y de convertirlas en instrumento de apostolado” (cfr. Statuta, 79, 80; cfr. ibidem, 113)

1. Los fundamentos de la unidad de vida

a) El designio divino

Los planes de Dios sobre el hombre presentaban desde el principio -es decir, en la situación del Paraíso- una perfecta unidad de vida, edificada sobre la armonía de todas las fuerzas humanas, y sobre la gracia sobrenatural, como principio de una vida superior, que perfeccionaba y elevaba todo lo humano natural, y hacía posible que el hombre se dirigiese en todos sus actos al fin último sobrenatural. Por este motivo, comenta santo Tomás, Dios concedió al hombre “el auxilio de la justicia original por cuya virtud, si la mente del hombre se sometía a Dios, se le someterían totalmente las fuerzas inferiores de su cuerpo, de modo que nada le dificultara tender totalmente a Él” (qq. De Malo, 5, a.1, c).

Sin embargo, aun en aquella situación, la unidad era para el hombre una meta y una tarea, en razón de su libertad: “Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su libre albedrío” (Si 15, 14). A la unidad entitativa de la persona y a la armonía -natural, preternatural y sobrenatural- de todos los principios operativos fundados en la naturaleza y en la gracia, el hombre debía añadir la unidad dinámica existencial, mediante la permanente elección libre del único verdadero fin último: la glorificación de Dios por el conocimiento y el amor.

Cuando Adán pecó, al rebelarse su voluntad contra la de Dios, se desencadenó a la vez una rebelión en sus fuerzas inferiores; la armonía humana quedó profundamente herida (cfr. S.Th. I-II, q. 82, a. 4). Si, al principio, la unidad era tarea y meta para el hombre en razón de su libertad, después del pecado original -es decir, en la condición actual de la naturaleza caída- esta unidad se nos presenta como tarea también por un nuevo motivo: por la división y desarmonía dejadas en el hombre por el pecado original, aun después de perdonado.

Además, como otra fuente de discordancia interior, el mundo material se tornó hostil al hombre (cfr. Gn 3, 17-18). En adelante, la reconstrucción de la unidad, de esa armonía interior humana, sería condición de la reordenación de la entera creación. Solo la gracia -que nos ha ganado Jesucristo-, al sanar y elevar la naturaleza, restituye al hombre un principio de unidad capaz de hacer posible que todos los actos se encaminen al fin sobrenatural. Para esto, junto con la gracia, el cristiano recibe las virtudes infusas, y particularmente la caridad, fuente próxima de los actos sobrenaturales que le unen efectivamente con Dios y “forjan así la unidad de la existencia humana” (SAN CLEMENTE ROMANO, Ep. ad Cor., I).

A esta creciente unidad entre las potencias espirituales, que se deriva de la caridad, sigue el mayor dominio del alma sobre las fuerzas sensibles: la voluntad, bajo el imperio de la caridad, se enseñorea cada vez más de todas las energías, y el hombre adquiere esa “unidad de vida, sencilla y fuerte, que le hace sentir -como se dijo al inicio- la necesidad y como el instinto sobrenatural de purificar todas las acciones, elevándolas al orden de la gracia, de santificarlas y de convertirlas en instrumento de apostolado”.

b) Correspondencia a la gracia

Pero la gracia sola no basta. Después de la restauración de la naturaleza humana, el hombre continúa siendo libre, y además esa restauración no es total. Para realizar la unidad de vida, es decir, para encaminar todos los actos al fin último sobrenatural, debe cooperar libremente con la gracia. Esta cooperación no se realiza sin esfuerzo personal, sin lucha contra las tendencias desordenadas que la naturaleza humana ha heredado con el pecado original. Por eso, Dios “nos pide lucha” (ECP, 114). Es una “lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón” (ECP, 73). De ahí que, en este mundo, la armonía de nuestras facultades, la unidad de vida que se deriva de la gracia, está in fieri, como poder y fuerza para alcanzarla, y ha de actuar mediante la cooperación personal, quitando los obstáculos a la gracia de Dios, negando el propio egoísmo.

En consecuencia, puede decirse que la lucha interior es una tarea de construcción de la unidad de vida, secundando la obra de la gracia. Inicialmente, se requiere una multiplicidad de prácticas ascéticas que parecen dispersas; pero esta aparente complejidad de composición y agregación -que en realidad es siempre unitaria respecto al fin- se resuelve en una unidad más alta. Al crecer en gracia, el alma pasa del empeño por añadir y sumar a una unidad superior que abarca más, de modo que esos actos, que al principio parecían dispersos, van estando cada vez más explícitamente informados por la caridad, hasta que llega un momento en que el alma no los experimenta como diversos (cfr. AD, 296).

c) Rectitud de intención

La lucha del cristiano por corresponder a la gracia en los más diversos campos de su actividad se inicia por la decisión firme y operativa de identificar su voluntad con la de Dios. De esta identificación se sigue -análogamente a como el pecado provocó la disgregación- una creciente armonía de todas sus potencias, que acaban por encontrarse en la búsqueda incesante de Dios.

Así, la unidad de vida se va forjando mediante ese querer exclusivo del orden a Dios como Fin Último, en cada acción; esto es lo que hace buena a la voluntad, otorgando al hombre la rectitud de intención. Por eso, en la enseñanza de san Josemaría, el núcleo de la lucha cristiana por la unidad de vida es sencillo y claro: buscar siempre y en todas las cosas solamente el amor y la gloria de Dios (cfr. C, 768).

Este vivir en presencia de Dios se convierte así en el “nervio” de la “unidad de vida” (cfr. ECP, 11). De este modo, desaparece el peligro de considerar la referencia personal a Dios sólo como una dimensión diversa y separada de las otras que integran la vida del cristiano. Dicha referencia debe llenar toda la existencia personal cristiana que, por recibir su unidad del amor a Dios, es una vida en presencia de Dios; de un Dios que es nuestro Padre. Unidad de vida, plenitud de la caridad, presencia de Dios, sentido de la filiación divina; realidades que, en la enseñanza del fundador del Opus Dei, se nos manifiestan en su más íntima conexión.

2. Aspectos de la unidad de vida

Desde esta perspectiva unitaria de la vida cristiana, se descubre la posibilidad concreta de superar algunos dilemas que proceden de la descomposición de las fuerzas naturales por el pecado original y los pecados personales. Son las contraposiciones – natural-sobrenatural, contemplación-acción, santificación personal-empeño apostólico, doctrina-vida, obediencia-libertad, etc. – que nuestra naturaleza herida experimenta de alguna manera, pero que no pueden elevarse a la categoría de principios constitutivos, confundiendo la dignidad de la naturaleza con los síntomas de su parcial corrupción. En las enseñanzas de san Josemaría, la superación de estos dilemas es una consecuencia -natural y necesaria- de la vida cristiana buscada en plenitud: y, por primera vez en la historia de la Iglesia, exigida al cristiano corriente, al hombre de la calle, no a pesar de su situación en el mundo, sino precisamente a través y mediante esa condición suya en las realidades temporales.

a) Lo humano y lo divino

Entre esas manifestaciones o aspectos de la unidad de la existencia cristiana, hay que señalar en primer lugar la unión de lo natural y lo sobrenatural, de la naturaleza y la gracia, que no es yuxtaposición, sino sanación, perfección y elevación de lo humano al orden sobrenatural. La enseñanza del fundador del Opus Dei presenta constantemente una visión de encarnación -no de sustitución- de lo divino en lo humano: “Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo” (AD, 75).

Cristo es el modelo del cristiano también y expresamente en su unidad divino- humana: sin confusión, pero sin separación. La imitación de quien es perfecto Hombre y perfecto Dios, otorga a la unidad de vida un carácter cristocéntrico: “Si, viviendo en Cristo, tenemos en Él nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida, y llegamos a sacrificar gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento” (CONV, 88).

Bajo esta luz y, sobre todo, desde esta experiencia vivida, no existe el riesgo de caer en dos extremos equivocados: “Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Jn 1, 14)” (AD, 74).

b) La vida ordinaria

Al ser “muy humanos y muy divinos”, como expresión de la unidad interior de lo natural y lo sobrenatural, se corresponde externamente otro aspecto capital en la enseñanza y en la vida del fundador del Opus Dei, al que ya desde el inicio de estas páginas se ha hecho necesariamente referencia: la santificación de todas las actividades humanas; el encuentro con Dios, el amor a Dios, en todas y cada una de las acciones, por intrascendentes que parezcan: “No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca” (CONV, 114).

En la vida humana -toda ella ámbito y materia de la santificación- el trabajo ocupa un lugar de especial relieve. “El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1Co 10, 31)” (ECP, 48).

c) Contemplación y acción

“Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean. La luz de los seguidores de Jesucristo no ha de estar en el fondo del valle, sino en la cumbre de la montaña, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo (Mt 5, 16). Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enreda en una unidad de vida sencilla y fuerte” (ECP, 10).

Contemplación y acción, enseña san Josemaría, no se contraponen, sino que se requieren mutuamente. La unidad de vida, en su superación de la disyuntiva entre acción y contemplación, conduce a que los cristianos sean -en frase mil veces repetida por el fundador- “almas contemplativas, en medio de la calle, del trabajo, con una conversación continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día. Si pretendemos seguir lealmente los pasos del Maestro, ése es el único camino” (AD, 238).

La exigencia de seguir este camino, de superar la dicotomía entre contemplación y acción, se presenta de nuevo como un “seguir los pasos del Maestro”; es decir, como exigencia de la encarnación, como dimensión cristocéntrica del vivir cristiano que, también en esto, se concreta en la imitación más perfecta posible de Aquel -Cristo- que en esta tierra unió en su Humanidad el ser comprehensor y viator (cfr. S.Th. III, q. 9, a. 13).

d) Santidad y apostolado

La superación, no sólo teórica sino también práctica, de la posible contraposición entre ocuparse del propio perfeccionamiento y dedicarse al servicio de los demás -al apostolado-, surge de nuevo de la visión hondamente cristiana de todas las cosas; de una visión que parte del misterio de Cristo: “No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres” (ECP, 106). No es posible, pues, tampoco en nosotros, separar nuestro ser de hombres “divinizados” (santificación) de la función de corredención (apostolado). Esta necesaria unidad entre santificación personal y apostolado es exigencia de la caridad, que es constitutivamente una única virtud, que hace posible el amor sobrenatural a Dios y a los hombres por Dios (cfr. S.Th. II-II, q. 66, a. 6, c).

Si la propia santificación y el apostolado son inseparables, como la santificación es tarea constante, en todo momento y en toda actividad, resulta que todo en la vida cristiana es también apostolado. No es éste una actividad cristiana entre otras, sino una dimensión de la entera existencia del cristiano consecuente con su vocación. “El apostolado, esa ansia que come las entrañas del cristiano corriente, no es algo diverso de la tarea de todos los días: se confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión de un encuentro personal con Cristo” (AD, 264).

3. Identificación con Cristo

Después de este breve recorrido por las enseñanzas del fundador del Opus Dei acerca de la unidad de vida, resulta patente que podrían desarrollarse mucho más los diversos aspectos que, en estas páginas, han sido apenas apuntados. Además, se podrían haber considerado otros; por ejemplo: la unidad entre magnanimidad y humildad, entre pobreza y magnificencia, entre fortaleza y caridad, entre infancia espiritual y madurez humana, entre libertad y obediencia, entre doctrina y vida, etc. Como ya se anotaba al inicio, la unidad de vida atañe, por definición, a todos los aspectos de la existencia cristiana.

Para terminar, parece oportuno considerar de nuevo la esencia cristocéntrica de la unidad de vida en todas sus manifestaciones. La plenitud cristiana es plenitud de la caridad (cfr. Col 3, 14), y ésta confiere una plena unidad a la vida natural y sobrenatural del cristiano, que llega a ser efectivamente una, precisamente porque “Cristo vive en el cristiano. (...) La vida de Cristo es vida nuestra” (ECP, 103). Esta identificación con Cristo es obra de Dios en nosotros: “La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum (Jn 17, 23), hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor (In loann. Ev. tract., 26, 13)” (ECP, 87).

Por eso, la lucha interior por identificarnos con Jesús consiste en ir “dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!” (ECP, 104). La unidad de vida se nos manifiesta así como imitación o, mejor, participación en la suprema unidad de lo divino y lo humano realizada en la Encarnación del Hijo de Dios, en Cristo, en Quien se cumple la perfecta y definitiva Alianza entre Dios y el hombre, entre el Cielo y la tierra (cfr. LG, 9).

La Santa Cruz ocupa un lugar central en la obra de la Redención y, en consecuencia, en la identificación de cada uno con Cristo. “Cuando luchamos por ser verdaderamente ipse Christus, el mismo Cristo, entonces en la propia vida se entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos -aun los más insignificantes- adquieren un alcance eterno, porque van unidos al sacrificio de Jesús en la Cruz” (VC, X Estación) y, por la identidad sustancial del Sacrificio del Calvario con el Sacrificio de la Eucaristía, “el Fundador del Opus Dei considera la Santa Misa el centro y la raíz de la vida cristiana. No es un hecho que pasa, sino realidad sobrenatural y perenne, que empapa todos los momentos del día” (DEL PORTILLO, “Presentación”, en ECP, p. 14; cfr. PO, 14). La Misa es raíz necesariamente, en cuanto en ella se renueva el Sacrificio de la Redención y se contiene todo el bien de la Iglesia. Pero además, debe ser centro alrededor del cual gira -como polo de atracción y de donación de sentido- cada instante de la existencia. De esta forma, se llega a alcanzar una unidad de vida consistente en que la entera existencia del cristiano sea, en cierto modo, una Misa: se trata de conseguir, como decía san Josemaría, que la “vida entera se convierta en una continua alabanza a Dios: oración y reparación constantes, petición y sacrificio por todos los hombres. Y todo esto, en íntima y asidua unión con Cristo Jesús, en el Santo Sacrificio del Altar” (Carta 28-III- 1955, n. 4: AGP, serie A.3, 94-1-1).

Es voluntad de Dios que su Madre, María Santísima, sea Mediadora de nuestra identificación con Jesús, de modo que quien es Madre de Cristo según la naturaleza humana, sea también Madre -según la gracia- de todos los hombres, llamados a ser ipse Christus. Ella, en efecto, “cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza, de la que es efectivamente Madre según el cuerpo” (SAN AGUSTÍN, De sane. Virg., 6). Por tanto, el trato, la devoción, el amor a la Santísima Virgen no es algo yuxtapuesto a la esencia cristocéntrica de la vida sobrenatural, sino que fortalece la unidad de vida centrada en el amor a Dios en Cristo. Como recomendó de mil formas Mons. Escrivá de Balaguer, con su palabra y con su ejemplo, “si buscáis a María, encontraréis a Jesús” (ECP, 144).

Ignacio DE CELAYA

 «    UNIVERSIDAD    » 

En una entrevista concedida en 1967, el fundador del Opus Dei se reconocía “persona que desde los dieciséis años -ahora tengo sesenta y cinco- no ha perdido el contacto con la Universidad (...) me considero universitario: y todo lo que se refiere a la Universidad me apasiona” (CONV, 76-77). Estas palabras no sólo permiten iniciar esta voz con un texto de singular importancia, sino que ofrecen el esquema para la exposición que se debe desarrollar: la condición de san Josemaría como universitario y su doctrina sobre la universidad.

1. San Josemaría, universitario

San Josemaría fue un gran universitario: vivió la universidad, conoció a fondo sus virtudes y sus problemas, tuvo un modo de entenderla y promovió universidades y otras instituciones universitarias. Durante sus años de estancia en Zaragoza para realizar los estudios eclesiásticos de Teología (1920-1924) y dar comienzo a su labor sacerdotal (1925-1927), cursó en la Universidad de Zaragoza los estudios civiles de Derecho (1922-1927). Sacerdote secular y licenciado en Derecho, se trasladó a Madrid en 1927 para hacer los estudios de Doctorado en la Universidad Central, única que por entonces podía conferir ese grado. En una y otra ciudad, además de dedicarse a sus tareas pastorales, participó en la vida universitaria, enseñó Derecho Canónico y Derecho Romano a estudiantes universitarios en academias privadas, entabló amistad con profesores de las dos universidades y adquirió gran conocimiento y amor a la universidad (cfr. AVP I, pp. 232, 267-273, 289, 310).

Cuando el Señor le hizo ver en Madrid (2-X-1928) que le quería como instrumento para hacer realidad el Opus Dei, se dedicó plenamente a esta misión y dejó en muy segundo plano la tesis doctoral (cfr. AVP I, pp. 325-328), que pudo presentar por fin, después de los duros avatares de la Guerra Civil, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid, en la que obtuvo el grado de Doctor en Derecho (18-XII- 1939) (cfr. AVP II, p. 430). Enseñó también Ética y Moral Profesional para periodistas (1940-1941). Algunos que admiraban sus condiciones personales le animaron a que aspirara a una cátedra universitaria, pero desechó esa posibilidad para entregarse por entero a lo que Dios le había encomendado. Con este fin, se relacionó en su labor sacerdotal con toda clase de personas, aunque vio muy pronto conveniente, para la expansión y continuidad del Opus Dei, que muchas de ellas debían ser estudiantes y graduados universitarios; esto mantuvo muy vivo su conocimiento e interés por las cuestiones universitarias. De hecho, las primeras labores apostólicas corporativas fueron para estudiantes universitarios, aunque seguía atendiendo a otras personas. Al trasladar su residencia a Roma en 1946, continuó rodeado de universitarios. Allí obtuvo el Doctorado en Teología (Universidad Lateranense, 20-XII-1955) y en 1960 recibió el Doctorado honoris causa por la Universidad de Zaragoza. Su amor a la universidad y a las almas le llevó a fundar en 1952 la Universidad de Navarra en Pamplona, de la que desde 1960 fue Gran Canciller y a impulsar la Universidad de Piura en Perú (1969). Con toda razón dijo de sí mismo en 1964: “Yo amo a la universidad: me honro de haber sido alumno de la universidad española. Lo recuerdo, ¡maestros y compañeros que evoco con un afecto entrañable!” (Nuestro Tiempo, enero 1965, p. 96).

El fundador del Opus Dei apreció enseguida la hondura del servicio humano y cristiano propio de las tareas educativas. Dedicarse a ellas -escribía- es “profesión nobilísima y de la máxima importancia, para el bien de la Iglesia que siempre ha tenido como enemigo principal la ignorancia; y también para la vida de la sociedad civil” (Carta 2-X-1939, n. 3: AGP, serie A.3, 91-5-2). Enamorado de Jesucristo y de las almas, contemplaba la trascendencia de la universidad en orden a la formación de la juventud y al desarrollo cultural y espiritual de los pueblos, y sentía la urgencia del “apostolado de la inteligencia” (C, 978) para que el espíritu cristiano tuviera mayor presencia en las universidades y en el mundo de las profesiones intelectuales, del pensamiento y de la cultura. “Hemos de procurar que, en todas las actividades intelectuales, haya personas rectas, de auténtica conciencia cristiana, de vida coherente, que empleen las armas de la ciencia en servicio de la humanidad y de la Iglesia” (F, 636), enseñaba. Es comprensible que a la luz de esta elevada visión suya de la universidad, se despertara en no pocas personas la vocación al profesorado universitario (cfr. AVP, II, pp. 427-429).

2. Su modo de entender la universidad

Desde sus orígenes, la universidad ha sido universitas scientiarum (comunidad de saberes) y universitas magistrorum et scholarium (comunidad de maestros y estudiantes), con funciones de cultivo e investigación de los saberes, enseñanza profesional, educación superior y elevación cultural. Sin embargo, según las circunstancias, tiempos y lugares, estas diversas funciones han sido atendidas en grado muy distinto, o incluso se ha prescindido de alguna de ellas.

San Josemaría, muy humano y muy sobrenatural, con fe muy viva, contemplaba al hombre y a todas las realidades con visión trascendente, en su absoluta y teologal radicalidad. Veía a la universidad como institución social surgida en la historia al amparo de la Iglesia en el ámbito de las actividades temporales, para el desarrollo de unas funciones intelectuales, que “tiene como su más alta misión el servicio a los hombres, el ser fermento de la sociedad en que vive” (Discurso, 7-X-1967, en AA.VV., 1993, p. 90), a la que corresponde “contribuir desde una posición de primera importancia, al progreso humano” (CONV, 73). Ha de prestar ese servicio siendo una buena universidad, lo mejor que se pueda. Inseparablemente, ha de tener presente al Creador, respetar el sentido divino y la naturaleza de las cosas y contribuir a que el hombre alcance su verdadero fin eterno. Explicaba: “La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino (...). No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la tierra con la vida definitiva en la Patria” (ECP, 177).

Mons. Alvaro del Portillo, el mejor conocedor de su pensamiento, dijo de él: “al situarse ante la universidad, la acepta tal como es, con sus características tradicionales, y la contempla con ojos de fe. Esta perspectiva trascendente se traduce en una concepción de la universidad que respeta plenamente su autonomía, al tiempo que aspira a que en ella se viva un espíritu coherente con las exigencias de la existencia secular cristiana” (DEL PORTILLO, “Prólogo”, en AA.VV., 1993, pp. 19-20); y mostraba su responsabilidad: “la universidad, con sus tareas docentes e investigadoras, con su aspiración a profundizar en las fuentes de la sabiduría y de la ciencia, es como la vanguardia de la sociedad civil: en aulas y laboratorios, en bibliotecas y hospitales, se fragua día a día un espíritu que puede ser cristiano -y llevar por tanto a los hombres por sendas que conducen a la vida eterna- y puede ser, desgraciadamente, ajeno al mensaje de Cristo, con todas las funestas consecuencias que la historia -también la más reciente- ha puesto de relieve” (DEL PORTILLO, en AA.VV., 1986, p. 15).

Para san Josemaría, la universidad se debe ocupar con razonable armonía de todas las funciones que le han caracterizado a lo largo de la historia. Respeta el ámbito propio secular y profesional de la universidad en cuestiones de organización, enseñanzas concretas que imparte, planes de estudio, métodos didácticos, temas de investigación y tantos otros que se pueden considerar “técnicos” o “circunstanciales”, aunque en todo ello el objetivo ha de ser prestar a la sociedad el mejor servicio que pueda con un “trabajo bien hecho” (CONV, 75), y saber que “como los problemas planteados en la vida de los pueblos son múltiples y complejos -espirituales, culturales, sociales, económicos, etc-, la formación que debe impartir la Universidad ha de abarcar todos estos aspectos” (CONV, 73). Desde la perspectiva de fe cristiana, debe además “ordenar toda la cultura a la salvación, iluminar todo conocimiento humano con la fe, formar cristianos llenos de optimismo y de empuje capaces de vivir en el mundo su aventura divina (...); cristianos decididos a fomentar, defender y amparar los intereses -los amores- de Cristo en la sociedad; que sepan distinguir la doctrina católica de lo simplemente opinable, y que en lo esencial procuren estar unidos y compactos; que amen la libertad y el consiguiente sentido de responsabilidad personal” (Carta 2-X-1939, n. 6: AGP, serie A.3, 91-5-1).

La universidad ha de disponer de autonomía suficiente para desarrollar su propio proyecto: “La Universidad, como corporación, ha de tener la independencia de un órgano en un cuerpo vivo (...); libertad de elección del profesorado y de los administradores; libertad para establecer los planes de estudio; posibilidad de formar su patrimonio y de administrarlo. En una palabra, todas las condiciones necesarias para que la universidad goce de vida propia” (CONV, 79).

La inspiración cristiana de la universidad responde a la verdad profunda sobre el hombre. No es algo impuesto desde fuera, sino que es cualidad intrínseca que vivifica y da sentido a toda la labor académica e impulsa al más completo cumplimiento de sus diversas funciones. Pieza básica para esto es que el universitario cristiano ame y consiga la unidad de vida, algo que el fundador del Opus Dei ha predicado con gran vigor e inspirada lucidez, para todo cristiano llamado a santificarse en la vida ordinaria. Decía en la Universidad de Navarra: “allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres” (CONV, 113); “cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios” (CONV, 116). “Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte” (ECP, 10). Si hay unidad de vida, habrá coherencia entre la fe y las obras, y el trato con Dios, el trabajo profesional, la conducta personal, las relaciones sociales, el acercar a los demás a Jesucristo, todo, queda fundido y compenetrado en todo momento de la vida secular ordinaria. Aplicar todo esto al trabajo universitario da plenitud a la inspiración cristiana de una universidad.

3. El amor a la verdad y la investigación científica

La inteligencia humana, participación en el entender divino, tiene como atributo el hambre humana de verdad, el amor a la verdad. San Josemaría veía la universidad como una institución que tiene en su raíz un amor intenso a la verdad, el afán de buscarla y enseñarla de modo que caracterice las relaciones personales de la vida universitaria. Se busca la verdad con el estudio, con la reflexión, con la investigación científica, para gozar al contemplarla y servir a otros con la verdad hallada, no por vanidoso egocentrismo. “Sois, en verdad -decía san Josemaría a unos profesores universitarios-, unos preclaros cultivadores del saber, enamorados de la Verdad, que buscáis con afán para sentir luego la desinteresada felicidad de contemplarla. Sois, en verdad, servidores nobilísimos de la Ciencia, porque dedicáis vuestras vidas a la prodigiosa aventura de desentrañar sus riquezas, pero además la tradición cultural del Cristianismo, que transmite a vuestras tareas plenitud humana, os empuja a comunicar después esas riquezas a los estudiantes con abierta generosidad, en la alegre labor de magisterio, que es forja de hombres, mediante la elevación de su espíritu” (Discurso, 7-X-1967, en AA.VV., 1993, pp. 87-88).

Se ha de investigar bien, con rigor metodológico y de razonamiento, con distinción clara entre lo verdadero y lo simplemente probable o hipotético. La universidad aspira a tener presencia activa en la vanguardia del avance de las ciencias y del pensamiento, y a ganarse el aprecio del mundo científico por la fiabilidad de los resultados y de las conclusiones que se ofrecen. El investigador tratará de ser “un ejemplo manifiesto de espíritu abierto, de comprensión, y un modelo de colaboración científica” (Carta 2-X-1939, n. 11: AGP, serie A.3, 91-5-2). No ha de tener miedo a los descubrimientos científicos de otros, si son ciertamente verdaderos; y no ha de olvidar que “Jesucristo no ha enfeudado su Iglesia a ningún mundo, a ninguna civilización, a ninguna cultura; sino que, como en la parábola evangélica, la levadura ha de operar sin descanso, informando una masa en constante renovación” (Discurso, 21-X-1960, en AA.VV., 1993, p. 53).

Como universitas scientiarum, la universidad “debe investigar la verdad en todos los campos, desde la Teología, ciencia de la fe, llamada a considerar verdades siempre actuales, hasta las demás ciencias del espíritu y de la naturaleza” (Discurso, 7-X-1967, en AA.VV., 1993, p. 90). El amor a la verdad reclama el conocimiento de las verdades naturales, pero mucho más acuciantes son las verdades trascendentes, que son las que responden a los más profundos interrogantes que se plantea el hombre. Esto permite, además, la consideración interdisciplinar de las cuestiones y que sean atendidos los principios éticos derivados de la dignidad de la persona humana y de la naturaleza de las cosas. Así lo afirma en una de sus Cartas: “No siendo la ciencia más que el conocimiento de la verdad de las cosas, si unimos las disciplinas que proceden de la razón humana con las que se apoyan en la verdad de la fe, lograremos que integren y complementen mutuamente su verdad” (Carta 9-I-1951, n. 18: AGP, serie A.3, 93-3-1). Y lo reitera en múltiples discursos académicos: “Las ciencias humanas, desarrolladas con principios y métodos propios, avaloradas con el contraste de la Revelación sobrenatural, contribuyen a resolver de modo adecuado los problemas humanos, espirituales y temporales, de todo tiempo y lugar” (Discurso, 7-X-1972, en AA.VV., 1993, p. 98); “la fe es nuevo acicate para la búsqueda cotidiana de soluciones, certeza de que ni la ciencia ni la conciencia de un científico pueden aceptar sinrazones de mentirosa eficacia” (Discurso, 9-V-1974, en AA.VV., 1993, p. 108). “Salvarán este mundo nuestro -permitid que lo recuerde-, no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta” (Discurso, 9-V-1974, en AA.VV., 1993, p. 108). Por otra parte, el investigador cristiano “cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural” (ECP, 184).

La investigación ha de gozar de libertad, pero la adhesión a la fe no restringe la libertad. San Josemaría lo explicaba con lúcida contundencia: “Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema. Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1, 26) y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe -aunque sea con un duro trabajo- desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo (...) Yo soy la Verdad” (ECP, 10).

La investigación se interesa por las ciencias humanísticas y sociales y por las naturales y tecnológicas, sin estar sometida a criterios utilitaristas. Esto no es obstáculo para que, entre sus tareas de servicio, pueda reclamar “la colaboración económica de entidades privadas -industriales o de otro género-, a cambio de trabajos de investigación científica, útiles para su actividad o para sus fines” (Carta 2-X-1939, n. 25: AGP, serie A.3, 91 -5-2).

La verdad sólidamente adquirida reclama lealtad. Decía san Josemaría en un discurso académico: “La Universidad sabe que la necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico, y sostiene su temple de honradez ante posibles situaciones incómodas, porque a esa rectitud comprometida no corresponde siempre una imagen favorable en la opinión pública” (Discurso, 9-V-1974, en AA.VV., 1993, pp. 106-107). Puede y debe haber, en cambio, diálogo sincero sobre ella para que esa verdad sea mejor iluminada, comprendida y aceptada. San Josemaría pedía a Dios “que ilumine las inteligencias y fortalezca las voluntades, de manera que nos acostumbremos siempre a buscar, a decir y a oír la verdad, y se establezca así entre los hombres un clima de comprensión y de concordia, de caridad y de luz, por todos los caminos de la tierra” (Discurso, 9-V-1974, en AA.VV., 1993, p. 110).

4. La educación superior y la preparación profesional

Es fin básico de la universidad facilitar a sus alumnos los conocimientos necesarios para que puedan desenvolverse en la sociedad como buenos profesionales, competentes en su especialidad, “bien preparados para construir una sociedad más justa” (CONV, 82); “hombres y mujeres (...) capaces de dar a los demás el fruto de esa plenitud que han alcanzado” (CONV, 73); “cabales, honrados, limpios, pero que no se crean genios, sino gente como los demás, ciudadanos que se esfuercen por portarse honradamente en la vida”, como dijo en una tertulia con profesores en Pamplona en 1972 (Apuntes tomados en una tertulia, 6-X-1972: AGP, P04, 1972, vol. I, p. 43). Y, junto a eso, ha de contribuir a que su personalidad se desarrolle y madure, a que se formen libremente un criterio recto ante la vida y adquieran conciencia de la responsabilidad que tienen ante Dios y ante los hombres. San Josemaría enseñaba: “No hay Universidad propiamente en las Escuelas donde, a la transmisión de los saberes, no se une la formación enteriza de las personalidades jóvenes” (Discurso, 26-XI-1964, en AA.VV., 1993, p. 77). Por esto, se ha de ofrecer también formación religiosa: “La religión debe estar presente en la Universidad; y ha de enseñarse a un nivel superior, científico, de buena teología. Una Universidad de la que la religión está ausente, es una Universidad incompleta: porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye - sino que exige- las demás dimensiones. De otra parte, nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno” (CONV, 73).

“La universidad -decía san Josemaría en otro discurso académico- no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con altura científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan, y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa. Contribuye así con su labor universal a quitar barreras que dificultan el entendimiento mutuo entre los hombres, a alejar el miedo ante un futuro incierto, a promover -con el amor a la verdad, a la justicia y a la libertad- la paz verdadera y la concordia de los espíritus y de las naciones” (Discurso, 7-X-1972, en AA.VV., 1993, p. 98).

Todo esto se consigue como resultado de una docencia actualizada, de calidad y atractiva, de la inspiración cristiana de las enseñanzas, del ejemplo personal en unidad de vida, con la tarea de asesoramiento académico, con la oferta de medios para la formación religiosa, cultural, espiritual y para la vida de piedad. Pero siempre, con el más delicado respeto a la libertad personal.

5. El ambiente universitario

En una universidad informada por las ideas y el espíritu que san Josemaría vivía y enseñaba, en la que muchos se proponen atender a la llamada a la santidad en sus tareas profesionales seculares universitarias, se presta atención a ciertos rasgos característicos. El amor al trabajo bien hecho, la educación en la libertad personal y en la responsabilidad también personal, y el espíritu de convivencia y de humana fraternidad, son algunos de ellos (cfr. CONV, 84) que se van a comentar brevemente.

a) Amor al trabajo

El fundador del Opus Dei ha hecho ver con feliz insistencia que el amor al trabajo es clave en la existencia del cristiano corriente que vive en el mundo: además de ser fuente de recursos para el sostenimiento familiar, es ocasión para el desarrollo de la personalidad, medio de contribuir a la mejora de la sociedad, lugar de encuentro con Dios, realidad santificable y santificadora que ha de ser realizada con la mayor perfección que se pueda, con competencia profesional, por amor a Dios y en servicio de los hombres (cfr. ECP, 47; CONV, 10). Esto se traduce: en el profesor universitario, en entrega entusiasta a su específica tarea profesional, a su función de magisterio generoso con estudiantes y discípulos, a realizar lo mejor que pueda sus tareas de investigación y de enseñanza, a trabajar en equipo siempre que sea conveniente; en el alumno, en interés por el estudio, por su capacitación profesional, por adquirir en libertad el buen criterio preciso para asumir sus responsabilidades en la sociedad; en las personas de la administración y de los servicios, en el esmero que ponen en su trabajo para hacer las cosas “como el mejor y si es posible (...) mejor que el mejor” (AD, 63): todos gozosamente conscientes de su valiosa contribución a hacer día a día la universidad, en sincera unión de voluntades.

b) Amor a la libertad

San Josemaría pedía libertad para la creación de universidades, para el desarrollo de todas sus funciones y para que estuviera presente en toda la vida universitaria. Con respeto a la doctrina y a la moral cristianas, quería “libertad de los maestros y de los profesores: para que puedan ejercer su profesión, con nobleza y competencia, sin injustas presiones de un monopolio de privilegiados; (...) para que puedan estudiar y buscar sinceramente la verdad, sin estar condicionados por motivos de situación económica o social”, libres y responsables en la enseñanza, en la elección de sus temas de investigación, en sus opiniones y actuaciones científicas, profesionales, sociales, políticas, etc.; “libertad de los alumnos, el derecho a que no se deforme su personalidad y no se anulen sus aptitudes, el derecho a recibir una formación sana sin que se abuse de su docilidad natural para imponerles opiniones o criterios humanos de parte (..). Finalmente: la libertad estudiantil universitaria: para que puedan reunirse en grupos o asociaciones, en donde pueda madurar su formación humana, cultural y espiritual” (Carta 2-X-1939, n. 12: AGP, serie A.3, 91- 5-2). Ha de haber “educación en la libertad personal y en la responsabilidad también personal. Con libertad y responsabilidad se trabaja a gusto, se rinde, no hay necesidad de controles ni de vigilancia: porque todos se sienten en su casa (CONV, 84). Se han de respetar las distintas opiniones científicas, sociales y políticas, los gustos y aficiones de cuantos trabajan o estudian en la universidad. Los alumnos han de estar en condiciones “de formar con libertad las propias opiniones en todos los asuntos temporales (...), y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación” (CONV, 90). “El pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado” (CONV, 67). El derecho a la propia libertad ha de acompañarse del respeto a la libertad de los demás, y a la que corresponde a la propia universidad. Por otra parte, el recto uso de la libertad es fruto mucho más de convicciones bien formadas que de medidas coercitivas.

c) Espíritu de convivencia

Otro importante rasgo es el espíritu de convivencia (cfr. CONV, 84), informado por la fraternidad humana y cristiana, que se vive cuando hay una adecuada consideración de la dignidad de la persona humana. El cristiano debe ser consciente de que “el otro”, cualquiera que sea, es su hermano, “vale toda la sangre de Cristo” (ECP, 80). Explicaba san Josemaría: “Es en la convivencia donde se forma la persona; allí aprende cada uno que, para poder exigir que respeten su libertad, debe saber respetar la libertad de los otros. Finalmente, el espíritu de humana fraternidad: los talentos propios han de ser puestos al servicio de los demás. Si no, de poco sirven” (CONV, 84). La universidad ha de ser “la casa común, lugar de estudio y de amistad; lugar donde deben convivir en paz personas de las diversas tendencias que, en cada momento, sean expresiones del legítimo pluralismo que en la sociedad existe” (CONV, 76); y decía a un numeroso grupo de estudiantes que la universidad “es la casa de todos, es la casa de la paz, es la casa del amor, es la casa de la hermandad. ¡Quereos! Igual al que está arriba como al que está abajo, al de la derecha que al de la izquierda. Yo respeto toda clase de pensamientos terrenos. Tenéis perfecto derecho a pensar como os dé la gana. Siempre que no ofendáis a Dios” (Apuntes tomados en una tertulia, 24-IV-1967: AGP, P01, 1967, p. 71). “Con esta exigencia de humana fraternidad -comentaba Mons. Alvaro del Portillo- cuantos forman parte de la corporación académica se constituyen en familia, en fermento que influye de modo especial, con influencia poderosa y benéfica, en el propio ambiente universitario, donde se cultivan el ejercicio simultáneo de la libertad y la responsabilidad personales, y la virtud de la convivencia, sin discriminaciones de ningún tipo” (DEL PORTILLO - PONZ - HERRANZ, 1976, p. 56). “La caridad cristiana -enseñaba san Josemaría- no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos: se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador”, y conduce al propósito “de no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la justicia y la paz” (ECP, 72). En una universidad que realice a fondo su carácter de comunidad de alumnos y de profesores, todos han de ser y saberse respetados, comprendidos y queridos. Las relaciones entre profesores, entre alumnos, y entre estos y los profesores, son sencillas y cordiales. El trato es leal, veraz, sincero, confiado, sin engaño ni doblez. Así surge la amistad y el ambiente es de alegría y pronto al servicio generoso a los demás.

6. La promoción de instituciones universitarias

Desde 1933 (Academia DYA), fueron surgiendo, primero en España y luego en muy diversos países, como fruto de la libre iniciativa de los ciudadanos, una pléyade de labores universitarias, residencias de estudiantes y Colegios Mayores universitarios, promovidos por entidades y personas deseosas de emprender tareas de educación superior inspiradas en las enseñanzas de San Josemaría, que habían despertado “la conciencia de la nobleza de la vocación universitaria, como instrumento de progreso espiritual, científico, cultural y civil” (discurso, 7-X-1972, en AA.VV., 1993, p. 98). En 1952 comenzó la Universidad de Navarra en Pamplona (España) y en 1969 la de Piura en Perú. Después de su fallecimiento, se siguieron creando en todos los continentes buen número de otras Universidades e instituciones similares, de muy variadas características, con el común afán de hacer realidad sus funciones de servicio humano y cristiano a toda clase de personas siguiendo esas mismas enseñanzas. Son “focos de irradiación del espíritu cristiano que, promovidas por laicos, dirigidas como un trabajo profesional por ciudadanos laicos (...) y abiertos a personas de toda clase y condición, han sensibilizado vastos estratos de la sociedad sobre la necesidad de dar una respuesta cristiana a las cuestiones que les plantea el ejercicio de su profesión” (CONV, 18).

Francisco PONZ PIEDRAFITA

 «    UNIVERSIDAD DE MADRID    » 

La ubicación de una universidad en Madrid data del siglo XIX. En la historia antigua era frecuente considerar que no convenía la vecindad de una universidad con el Gobierno, lo que quizá explica que Madrid careciera de ella durante siglos. Esta perspectiva cambió a principios del siglo XIX por difusión de las ideologías centralizadoras, que llevaron a plantear la necesidad de crear una Universidad Central que proporcionara una enseñanza calificada de Ampliación, que, siguiendo las exigencias científicas más depuradas, trascendiera el objetivo meramente profesional y entrara en el ámbito desinteresado del amor al saber; así, esta Universidad sería la única autorizada para otorgar el título de Doctor. Estas ideas, aprobadas en 1813 por una Junta en la que se encontraba el poeta y político Manuel José Quintana (1772-1857), llevaban consigo el traslado a Madrid de la cercana Universidad de Alcalá de Henares, creada en 1499 por el cardenal Ximénez de Cisneros.

Tras numerosas vicisitudes, el traslado de la Universidad de Alcalá se produjo con la Real Orden de 29 de octubre de 1836, iniciándose de este modo una nueva universidad, que se llamó tanto de Madrid como Central, a la que se pidió que fuera “un establecimiento digno de la capital de la monarquía” (art. 1). Más tarde, con la Ley de Ordenación de la Universidad Española, de 1943, Madrid perdió, jurídicamente, el monopolio para conferir el grado de Doctor (art. 21), aunque esto tardó tiempo en hacerse operativo, así como el calificativo de Central. A su vez, el crecimiento de universidades en toda España hizo que Madrid pasara a tener más universidades, por lo que el Dr. Botella, rector durante los años 1968-1972, propuso llamarla Universidad Complutense, recuperando el nombre romano del lugar donde la creó el cardenal Cisneros.

Cuando en 1927 san Josemaría fue a Madrid para hacer el doctorado en Derecho, se encontró con un profesorado de calidad, comprometido en diversas perspectivas políticas, lo que se acentuó en años siguientes. Entre 1928 y 1935, san Josemaría se examinó, como era obligado para presentar una tesis, de cuatro asignaturas, de las que se matriculó como alumno no asistente o libre. Estas fueron: Filosofía del Derecho, con un tribunal presidido por Luis Mendizábal; Historia del Derecho Internacional, presidido por Adolfo González Posada; Historia de la Literatura jurídica española, también presidido por Adolfo González Posada; e Historia de las Instituciones políticas y civiles en América, presidido por Rafael Altamira.

Además, san Josemaría inició una tesis doctoral sobre la ordenación sacerdotal de mestizos y cuarterones en América, que no llegó a terminar por interrumpir el trabajo y desaparecer la documentación ya reunida durante la Guerra Civil. En cambio, aprovechando su estancia en Burgos en 1938, redactó la tesis doctoral titulada Estudio histórico canónico de la jurisdicción eclesiástica “Nullius dioecesis” de la Abadesa del Monasterio de Las Huelgas, Burgos, que obtuvo la calificación de Sobresaliente, tras ser defendida en la Facultad de Derecho el 18 de diciembre de 1939, ante un tribunal compuesto por Inocencio Jiménez, como presidente; Ignacio de Casso, Mariano Puigdollers y fray José López Ortiz, como vocales, y actuando como secretario el único no catedrático de universidad: Santiago Magariños. Posteriormente, en 1944, san Josemaría publicó un largo trabajo, distinto de la tesis y basado en una nueva investigación, que se tituló La Abadesa de Las Huelgas.

José Antonio IBÁÑEZ-MARTÍN

 «    UNIVERSIDAD DE NAVARRA    » 

Los afanes de servicio a la Iglesia y a la sociedad que animaban al fundador del Opus Dei le llevaron muy pronto a acariciar la idea de promover centros académicos superiores en los que cristianos con vocación profesional universitaria y coherentes con su fe se dedicaran -en colaboración con otras personas- a la formación de la juventud, al cultivo de las diversas ciencias profanas y sagradas, y a la investigación científica en bien de la humanidad. Dentro del “mar sin orillas” de actividades en las que hombres y mujeres pueden desarrollar su trabajo y servir a las almas, las propias de una universidad presentaban a sus ojos un interés peculiar por su repercusión social.

Cuando el Opus Dei había alcanzado cierto desarrollo y una parte de sus fieles había optado libremente por dedicarse al profesorado universitario, san Josemaría consideró llegado el momento de hacer realidad aquella idea y fundó en 1952 la Universidad de Navarra, con sede central en Pamplona, en una extensa área geográfica carente entonces de universidades. El proyecto fue acogido con viva satisfacción por las autoridades regionales y por la sociedad de Navarra. Fruto de la libre iniciativa social, se proponía desarrollar desde una perspectiva cristiana, con amor al trabajo bien hecho, con mentalidad de servicio, en un clima de libertad, comprensión y cordial convivencia y sin discriminaciones de ningún tipo, las funciones propias de una universidad: la búsqueda y enseñanza de la verdad; la formación profesional, humana, cultural y espiritual de sus estudiantes, facilitada por el asesoramiento académico personalizado; el desarrollo de la investigación en las distintas ramas del saber incluido el progreso tecnológico; y ser lugar de estudio interdisciplinar de las grandes cuestiones que importan al hombre y foco de irradiación de cultura. Quería hacerlo en estrecha cooperación y diálogo con las demás instituciones académicas superiores, abierta a los avances científicos y a las diferentes corrientes de pensamiento, con presencia activa en el origen de los cambios.

Durante ocho años (1952-1960), con Ismael Sánchez Bella como primer rector, usó por razones legales el nombre de Estudio General de Navarra. La Diputación Foral de Navarra tomó a la Universidad bajo sus auspicios, le facilitó locales para su instalación provisional y le concedió subvenciones económicas que, aunque no cubrían la totalidad de los costes, supusieron una buena ayuda. En ese periodo se establecieron ya diversas enseñanzas: Derecho (1952); Medicina y Enfermería (1954); Filosofía y Letras (1955); Periodismo, Ciencias (primer año) y Alta Dirección de Empresas (IESE, en Barcelona), (1958); y Derecho Canónico (1959).

En 1960, el Ayuntamiento de Pamplona, consciente de su interés para la ciudad, delimitó un espacio de algo más de cien hectáreas para Campus de la Universidad, de las que le fue cediendo gratuitamente cerca de la cuarta parte. En ese mismo año, la Santa Sede, con aprobación de Juan XXIII, erigió el Estudio General en Universidad y nombró Gran Canciller a san Josemaría. Se celebró con ese motivo un solemne acto académico al que asistieron altas representaciones de la Iglesia, del Estado, de Navarra y de otras universidades españolas y gran número de personas. Desde entonces pudo llamarse Universidad de Navarra. Dos años más tarde (1962), el Estado Español reconoció la plena validez oficial de los estudios cursados en los centros de la Universidad, rompiendo un monopolio estatal de más de un siglo.

A lo largo de los años, la Universidad de Navarra ha continuado creciendo, con nuevas Facultades, Escuelas e Institutos que confieren un elevado número de titulaciones, unas tradicionales y otras novedosas, y con gran aumento de profesores, alumnos e instalaciones. El Campus de Pamplona es el más amplio y diversificado, para ciencias médicas y de la naturaleza, ciencias sociales, jurídicas y humanísticas, arquitectura y ciencias sagradas. La Clínica de la Universidad, con unas cuatrocientas camas, goza de gran prestigio por su alta calidad asistencial, científica y humana. El Campus de Barcelona está al servicio del IESE, que dispone además de otra sede en Madrid. Y el de San Sebastián se dedica a las enseñanzas de ingeniería superior y a la investigación tecnológica, así como a la Asistencia de Dirección para empresas y organizaciones. Las abundantes construcciones, incluidas las instalaciones deportivas, los colegios mayores y los comedores universitarios, han quedado emplazadas en los correspondientes espacios con buen gusto y funcionalidad.

San Josemaría siguió muy de cerca la vida de la Universidad de Navarra e impulsó su desarrollo con su oración, aliento, indicaciones y consejos. Quería que la convergencia del cultivo de los muy variados estudios civiles con los de las Facultades de ciencias sagradas contribuyera a la unidad del saber y a la configuración de la cultura. Veló para que, con delicado respeto a la libertad de las conciencias, se ofrecieran enseñanzas de doctrina católica y para que la docencia e investigación en las ciencias humanas respondieran a una concepción cristiana, en la seguridad de no haber incompatibilidad entre las verdades científicas y la fe. Estableció una Capellanía Universitaria para facilitar atención espiritual a cuantos libremente la desearan. Donó una imagen de Santa María Madre del Amor Hermoso, bendecida en 1965 por Pablo VI, para que desde la ermita del Campus presidiera la vida de la Universidad. Muchas veces estuvo en Pamplona con los universitarios. Algunas de esas visitas fueron para presidir actos de investidura de Doctores honoris causa, coincidentes con asambleas de la Asociación de Amigos en las que participaban muchos millares de personas. Se reunía también con profesores, alumnos y empleados, a los que hablaba de Dios, de la santificación del trabajo y del estudio, de la mejora de la vida cristiana personal, de acercar almas a Jesucristo, de vivir la solidaridad con todos y en especial con los más necesitados.

La Asociación de Amigos, constituida por iniciativa de san Josemaría en 1960, cuenta con millares de personas de toda condición, que con sus oraciones, apoyo moral y gestión de ayuda económica contribuyen a la buena marcha de la Universidad. Facilita becas para estudiantes, dotaciones para la investigación y fondos para la mejora de sus instalaciones. Alumni, agrupación de antiguos alumnos, proporciona asimismo medios para becas y otras necesidades.

En 2010, la Universidad contaba con 15 Facultades y Escuelas Superiores, 16 Institutos y otros 22 centros más, en su mayoría de investigación. Ofrecía 38 titulaciones de Grado, 34 de Master y 33 programas de Doctorado. Tenía 876 profesores (más 925 colaboradores docentes) y 1.124 profesionales de administración y servicios. De los 11.215 estudiantes de cursos ordinarios, 8.930 eran de Grado, 1.102 de Master y 1.093 de Doctorado, con un 8, un 49,4 y un 31,2 % respectivamente de otros países. Otros 1.602 seguían cursos de especialización y otros estudios. En la Clínica trabajaban 505 médicos, 753 enfermeras y 907 de otras profesiones. Las Bibliotecas disponían de 1.142.974 volúmenes, 19.818 revistas científicas impresas y 41.225 electrónicas.

Francisco PONZ PIEDRAFITA

 «    UNIVERSIDAD DE PIURA    » 

Universidad en Perú que cuenta con dos campus, uno en Piura y otro en Lima. Fue fundada el 7 de abril de 1969 por el impulso de San Josemaría. La Universidad de Piura fue la segunda Universidad promovida por fieles del Opus Dei, después de la Universidad de Navarra.

1. El comienzo de la Universidad

Terminaba el Concilio Vaticano II cuando Mons. Erasmo Hinojosa, obispo de Piura, preguntó a Mons. Luis Sánchez Moreno Lira, obispo de Nilopolis y también Padre conciliar, cómo dirigirse al fundador del Opus Dei. Éste le sugirió la manera más sencilla e inmediata: escribirle. Pocos días después Mons. Erasmo Hinojosa le entregó una carta para San Josemaría, rogándole que se la hiciera llegar.

El 30 de noviembre de 1965, San Josemaría contestó la misiva con las siguientes palabras: “he recibido su afectuosa carta del pasado día 9, en la que me comunica su deseo de que el Opus Dei desarrolle una labor de carácter universitario en la ciudad de Piura. Como V.E., también yo estoy convencido de que en esa ciudad y con ese centro universitario se realizará un gran servicio a la Iglesia, al Perú y a tantas almas. No le puedo dar, sin embargo, una respuesta definitiva, porque el desarrollo de esa labor compete a los directores de la Obra en Perú, a quienes, por tanto, daré a conocer la petición -tan sacerdotal y tan apostólica- de V.E. El Consiliario del Opus Dei en esa nación, Rvmo. D. Vicente Pazos, se pondrá en relación con V.E. para tomar los datos oportunos y -de común acuerdo-, estudiar la posibilidad de llevar a cabo esta tarea. Desde ahora no dejaré de rezar a Dios nuestro Señor y a su Madre santísima por ese proyecto” (Archivo de la Arquidiócesis de Piura).

El 11 de abril de 1968, san Josemaría recibió en Roma al grupo promotor de la nueva Universidad. Al entrar en la sala donde le esperaban les agradeció lo que se estaba haciendo. Les dijo que todo saldría bien, pero que no se extrañaran de que surgieran dificultades. “La Universidad de Piura hará crecer a la ciudad y tarea suya es disminuir el hambre, evitar que haya enfermos solos, dar más trabajo”. Nacía, así, la Universidad con este encargo y resello especial: búsqueda y transmisión de la verdad -lo propio de la tarea universitaria- y labor de promoción social. Ante la pregunta de si vendría al Perú cuando la Universidad estuviera madura, respondió con rapidez: “ya está madura en vuestros corazones y en vuestros deseos...” (ROMERO, 2009, pp. 18-20).

En los comienzos, en 1969, no se disponía más que de un edificio en la Plaza de Armas de Piura, cedido por el obispado, y de 150 hectáreas de desierto inhóspito en las afueras de la ciudad, que habían sido donadas por varias familias. Con el pasar de los meses se fue mejorando el terreno y se puso en marcha el proyecto.

La fe de san Josemaría en que valía la pena emprender la tarea con decisión y generosidad, y en que no podían faltar los medios para llevarla a cabo, fue un estímulo constante. En sus cartas al rector se puede constatar su desvelo por todos. El 29 de marzo de 1969 le decía: “Os acompaño con mis oraciones y con mi trabajo y ahora, que comienza la actividad académica de la Universidad, pido a la Santísima Virgen, Sedes Sapientiae, Asiento de la Sabiduría, que sea la vuestra una verdadera siembra de doctrina y de paz. (...) Estoy seguro de que el Señor va a recompensar en gran manera vuestro esfuerzo, permitiéndoos ver crecer y madurar en espléndidos frutos esas tareas, en las que ponéis el alma entera”. Y el 19 de febrero de I970: “Lo que se ha realizado hasta ahora es sólo el punto de partida de un gran quehacer. Con tiempo y con el esfuerzo de todos, esos ideales se verán cumplidos. No dejaré de acompañaros con mi oración, para que el Señor os ilumine y os ayude siempre”. En esa misma carta añadía: “Me da mucha alegría la ayuda que habéis enviado para la construcción del Santuario de la Virgen de Torreciudad: será un instrumento maravilloso que acercará muchas almas, por María, a su Hijo Jesús”. Y en Navidad de 1972: “Me han dado tanta alegría las noticias de esa estupenda labor y de todos vosotros” (Archivo del Rectorado de la Universidad de Piura).

2. La estancia de san Josemaría

Cinco años después san Josemaría acudió al Perú. El 29 de julio de 1974 tuvo una tertulia con cuatro mil personas entre profesores, alumnos, personal de limpieza y amigos de otros lugares del país, en Chosica, en los jardines de la casa de retiros de Larboleda. Al ver las insignias académicas de la Universidad, con los colores de las distintas facultades, estimuló a todos para crecerse ante las dificultades para impulsar generosamente esta labor. “¿Sabéis lo que es sacar adelante una Universidad en medio de un desierto? Tenéis un talento extraordinario y una entereza como la del siglo XVI. El otro día visité, en Lima, la tumba de Pizarro (fundador de la ciudad en 1535). ¡Vosotros sois más valientes que Pizarro! Sois capaces de poneros hierros, o sin hierros, pasar los Andes y recorrer los desiertos para extender la cultura cristiana a todas partes. ¡Adelante!” Y añadió: “Uno de mis orgullos es ser Gran Canciller de esta Universidad” (ASPÍLLAGA, 1999, p. 46).

San Josemaría añadió: “En Piura estoy desde el primer momento. Amo a la Universidad y a toda la población de Piura. Quiero con predilección al profesorado, a los estudiantes, a los empleados, a todos. Es una obligación mía, porque soy el Gran Canciller. (...) La Universidad de Piura es un gran bien para las almas, para las inteligencias, para el pueblo entero del Perú” (ASPÍLLAGA, 1999, pp. 46-47).

San Josemaría regaló a la Universidad un busto de bronce que le habían hecho, pidiendo que rezaran por él. El busto está colocado sobre una columna de mármol verde, en la sala de sesiones del Consejo Superior de la Universidad.

En la actualidad, la Universidad cuenta con seis facultades: Ciencias Económicas y Empresariales, Ingeniería, Comunicación, Ciencias y Humanidades, Derecho y Ciencias de la Educación. Además tiene doce programas académicos, diversas especialidades, masters y estudios a distancia.

Carmela ASPÍLLAGA PAZOS

 «    UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA    » 

La Universidad de Zaragoza es una de las universidades más antiguas de España. Su origen se remonta a un Estudio de Artes liberales que ya existía en 1335: se estudiaban las enseñanzas del trivium y el quadrivium. El 13 de diciembre de 1474 el papa Sixto IV lo elevó a la categoría de Estudio General de Artes, a petición de Fernando el Católico, entonces rey de Sicilia y futuro rey de Aragón. La fundación de la Universidad de Zaragoza como tal tuvo lugar el 10 de septiembre de 1542, mediante el privilegio Dum noster animus, otorgado a la ciudad de Zaragoza por el emperador Carlos (I de España y V de Alemania) y por la reina Juana, su madre, en las Cortes Generales de Aragón reunidas en Monzón. Disponía que hubiera de inmediato “un Estudio General, tanto en Teología, Derecho Canónico y Civil, como también en Medicina, Filosofía, Artes y de igual modo cualesquiera otras facultades y ciencias autorizadas”. La fundación fue aprobada por el papa Julio III en 1554 y confirmada por el papa Pablo IV en 1555. Con todo, la falta de medios económicos hizo que la inauguración se retrasara hasta el 24 de mayo de 1583, fecha en la que comenzó sus actividades gracias al impulso y a la munificencia de Pedro Cerbuna, canónigo de La Seo de Zaragoza, vicario general de la archidiócesis, diputado del Reino de Aragón y, poco después, obispo de Tarazona. Ese día Juan Marco juró su cargo como primer rector y fray Jerónimo Javierre dictó la primera lección en la Universidad.

En la actualidad es la única universidad pública de la Comunidad Autónoma de Aragón. Aunque su campus principal, con varios emplazamientos, está situado en la ciudad que le da nombre, también tiene campus en Huesca, Teruel y La Almunia de Doña Godina, y dispone de una sede en Jaca. Cuenta con más de 3.800 profesores y cerca de 36.000 alumnos, repartidos en más de 20 facultades y escuelas. Estos datos contrastan con los del primer cuarto del siglo XX cuando, por ejemplo, en 1924 contaba sólo con cuatro facultades, 70 profesores y 1.169 alumnos.

1. Los estudios de san Josemaría

La ciudad de Zaragoza y su universidad ocupan un lugar propio en la vida de san Josemaría. En 1918 había iniciado los estudios eclesiásticos en Logroño, adonde se había trasladado con toda la familia desde su Barbastro natal en 1915. Para secundar el consejo de su padre, de que estudiara también la carrera de Derecho, solicitó y obtuvo autorización para trasladarse a Zaragoza, que era la ciudad universitaria más cercana y donde tenía varios parientes. El traslado se materializó el 28 de septiembre de 1920, fecha de su incorporación al Seminario de San Francisco de Paula de Zaragoza (ubicado en el edificio del Real Seminario Sacerdotal de San Carlos), para continuar su formación sacerdotal. No obstante, fue sólo tres años más tarde, a finales del curso 1922-1923, en septiembre, cuando, ya al final de sus estudios de teología, se matriculó por vez primera en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza (entonces emplazada en la plaza de la Magdalena, en el casco histórico, donde compartía edificio con la Facultad de Filosofía y Letras). Hacía un año que era clérigo y desempeñaba el cargo de Superior del Seminario y se disponía a realizar el quinto curso de Teología en la Universidad Pontificia de San Valero y San Braulio (suprimida en 1933).

La prioridad de su preparación para el sacerdocio, primero, y la dedicación a las tareas pastorales y a sus obligaciones familiares, después, hicieron que los estudios civiles ocuparan un segundo plano y que se matriculara como alumno libre. No obstante, los cursos 1923-1924 y 1925-1926 solicitó poder frecuentar las aulas de la Facultad, asistiendo a las explicaciones de cátedra de varias asignaturas. Durante esos años la Facultad contaba con unos 390 alumnos por término medio, de los que sólo alrededor de cien eran alumnos oficiales (en contraste con los 2.523 alumnos del curso 2010-2011).

San Josemaría finalizó la licenciatura en Derecho en la convocatoria extraordinaria de 1927. Desde tiempo atrás venía impartiendo clases particulares para contribuir al sostenimiento económico de su madre y hermanos (su padre había fallecido el 27 de noviembre de 1924). Por idéntica razón, el último trimestre de 1926 se incorporó al Instituto Amado como profesor de Derecho Romano y Derecho Canónico. En su revista Alfa-Beta publicó en marzo de 1927 un artículo sobre “La forma jurídica del matrimonio en la actual legislación española”, su primer texto impreso. El 19 de abril de 1927 se trasladó a Madrid, con permiso de su obispo, para iniciar el doctorado en Derecho, que entonces sólo podía obtenerse en la Universidad Central (hoy Complutense).

2. Profesores y compañeros

De su paso por la Facultad quedaron muchos y buenos amigos. Sus compañeros de estudios le recordaban con cariño, por su trato franco y amable, y por su espíritu de servicio, que le llevó a ayudarles (por ejemplo, en el estudio del latín) y a interesarse por su vida interior, convirtiéndose en director espiritual de algunos. Con varios de ellos la relación de amistad se prolongó a lo largo de los años. Es el caso de fray José López Ortiz, que llegó a ser catedrático de Historia del Derecho en la Universidad de Santiago de Compostela y después en la Central, y que acabó siendo obispo de Tuy.

En cuanto a los profesores, san Josemaría guardaba muy buen recuerdo de muchos de ellos, entre los que cabe mencionar a Carlos Sánchez del Río y Peguero, al que fue a pedir asesoramiento al comenzar sus estudios en 1923, ya que ocupaba la Secretaría General de la Universidad; a Inocencio Jiménez y Vicente, catedrático de Derecho Penal desde 1906, que destacaba por su experiencia internacional, su producción científica y sus estudios de Sociología; y a Salvador Minguijón, catedrático de Historia del Derecho desde 1911. Con todo, fue posiblemente con Miguel Sancho Izquierdo, José Pou de Foxá y Juan Moneva y Puyol con los que mantuvo una relación más estrecha y continuada a lo largo de su vida. Cuando se conocieron, en 1923, Sancho Izquierdo era un joven profesor que acababa de obtener la cátedra de Derecho Natural (1920) y que destacaría por su producción científica; con el correr de los años, llegaría a ser rector de la Universidad y el 28 de noviembre de 1964 recibiría el Doctorado honoris causa por la Universidad de Navarra, de manos de su fundador y gran canciller, su discípulo y amigo.

San Josemaría tuvo también una sintonía especial con José Pou de Foxá, catedrático de Derecho Romano desde 1918 y sacerdote; conociendo su intención de trasladarse a Madrid, le apoyó en esta decisión y, luego, siguió muy de cerca sus primeros pasos allí. Mantuvieron una nutrida correspondencia.

Juan Moneva y Puyol, catedrático de Derecho Canónico desde 1903, merece un comentario aparte. Dotado de una singular personalidad, destacaba por su ingenio y por su agudeza, que generaban múltiples anécdotas, algunas de las cuales todavía se recuerdan. Entre el profesor y el alumno se creó una especial sintonía y una profunda amistad y, de hecho, fue una de las pocas personas a las que san Josemaría invitó a su primera Misa, por estar de luto por la muerte de su padre. Bien elocuentes fueron las palabras que san Josemaría dedicó a la memoria de su querido maestro (f. 1951) el 21 de octubre de 1960, en el discurso que pronunció en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza, al recibir el Doctorado honoris causa: “Fue, de todos mis profesores de entonces, el que más de cerca traté y de este trato nació entre nosotros una amistad que se mantuvo viva, después, hasta su muerte. Don Juan me demostró en más de una ocasión un entrañable afecto y yo pude apreciar siempre todo el tesoro de recia piedad cristiana, de íntegra rectitud de vida y de tan discreta como admirable caridad, que se ocultaba en él bajo la capa, para algunos engañosa, de su aguda ironía y de la jovial donosura de su ingenio. Para don Juan y para mis otros maestros, mi más emocionado recuerdo; que a él, y a cuantos como él pasaron ya de esta vida, les haya otorgado el Señor el premio de la eterna bienaventuranza” (ESCRIVÁ DE BALAGUER, 1993, p. 48).

Durante sus primeros años en Madrid, mantuvo un contacto regular con la Facultad, pues algunos de sus alumnos en la Academia Cicuéndez, se matriculaban como alumnos libres en la Facultad de Derecho de Zaragoza, donde se examinaban. Luego cesó esa relación, aunque san Josemaría siguió viajando esporádicamente a Zaragoza para impulsar la labor del Opus Dei en Aragón. Su reencuentro con el Alma mater tuvo lugar en octubre de 1960, cuando fue investido Doctor honoris causa por la Universidad de Zaragoza por su rector magnífico, Dr. Juan Cabrera y Felipe, a propuesta de la Facultad de Filosofía y Letras, siendo su padrino el Dr. Fernando Solano Costa, catedrático de Historia. El discurso de agradecimiento de san Josemaría versó sobre las huellas de Aragón en la Iglesia universal, y giró en torno a cuatro de sus protagonistas: Aurelio Prudencio (348- ca. 410), San Braulio (590-651), el rey Sancho Ramírez (ca. 1043-1094) y san José de Calasanz (1557-1648).

Javier FERRER ORTIZ

 «    URUGUAY    » 

Uruguay, el segundo país más pequeño de América Latina, está situado entre Argentina y Brasil. El 95 por ciento de sus tres millones y medio de habitantes tiene alguna ascendencia europea. Católico desde sus orígenes, Uruguay sufrió las consecuencias de las corrientes secularistas del siglo XIX; en 1907, se aprobó la ley del divorcio; en 1934, la del aborto libre, que se restringe en 1938 por la actuación de algunos católicos. Uruguay fue, desde siempre, motivo de especial oración por parte de san Josemaría, quien impulsó en el Congreso General del Opus Dei en Einsiedeln (agosto 1956) el apostolado estable en el país.

1. Los comienzos

El 20 de octubre de 1956, los sacerdotes Agustín Falceto y Gonzalo Bueno llegaron a Montevideo para comenzar la labor apostólica. Ya en 1955, don Ricardo Fernández Vallespín había hecho viajes desde Argentina para atender espiritualmente a Elina Gainza de Gianoli, y para impartir retiros a señoras y jóvenes. Elina había pedido la admisión en la Obra en Chile en 1954, y había regresado a Montevideo con sus cinco hijos después de enviudar.

Los recién llegados se alojaron en una casa del barrio Pocitos (bulevar Artigas casi Canelones), alquilada por don Ricardo meses atrás. “Vamos a empapelar de jaculatorias las paredes, para que se les peguen a los chicos cuando vengan”, dijo don Agustín al llegar. Pronto comprobaron lo que decía san Josemaría: “Ningún apostolado que hagáis queda sin fruto, hijos míos”. Una persona que había conocido la Obra en Estados Unidos tocó el timbre de la casa y les presentó a un amigo artista que se llamaba Boris Gurewitch, inmigrante judío ruso. Así nació una profunda amistad con Gurewitch, quien les regaló óleos y acuarelas que sirvieron para la decoración de la casa. Veinte años más tarde, el 26 de junio de 1975, Boris pidió la admisión en la Obra a su regreso a Alemania.

Don Agustín Falceto y don Gonzalo Bueno celebraron la Navidad de 1956 y el Año Nuevo en Buenos Aires y en Rosario, Argentina. Al regresar, conocieron a Ricardo Vernazza, estudiante de Derecho, que comenzó a ir regularmente a estudiar en la casa y a asistir a los medios de formación. Fue uno de los primeros fieles uruguayos del Opus Dei.

Al comenzar el curso 1957, los dos sacerdotes confesaban y daban charlas en los colegios San Juan Bautista y Zorrilla de San Martín. Allí conocieron a jóvenes que empezaron a asistir a los medios de formación. Algunos de ellos, más adelante, siguieron su camino cristiano en la Obra.

El día 2 de mayo, don Agustín y don Gonzalo recibieron una carta de san Josemaría en la que decía: “Queridísimos: que Jesús me guarde a esos hijos de Montevideo. Un muy bien, a vuestra labor. Y después deciros -que lo sepa don Ricardo- que conviene buscar casa para vuestras hermanas: (...) lo que se desea es encontrar un local -piso o casa no muy grande- donde puedan instalar una escuela del hogar. No importa que empiecen a trabajar ellas antes que lleguen vuestros hermanos. Un abrazo y una cariñosa bendición de vuestro Padre. Mariano” (AGP, serie A.3.4, 269-5, 570502-4). Buscaron casa y alquilaron una en la calle Solano Antuña, 2856, en la esquina con la calle Roque Graseras, también en el barrio Pocitos.

El 29 de agosto de 1957, llegó de Buenos Aires Carmen Sánchez, que se quedaría varios años en Uruguay. El 22 de septiembre llegaron de España María Isabel (Bey) Gómez del Moral, María Dolores (Loli) Lleó y Julia (Kitty) C. Bonell, que era la primera numeraria argentina. Las mujeres pusieron en marcha una Escuela de Arte y Hogar. El curso 1958 empezó con tres alumnas. Al año siguiente el número ascendió a veinte. En 1962 era ya muy conocida.

La labor apostólica en Uruguay contó en todo momento con la oración y el impulso de san Josemaría, manifestado, entre otras cosas, en sus cartas llenas de afecto. Citemos algunas que nos parecen significativas.

El 8 de mayo de 1957, Agustín Falceto y Gonzalo Bueno tuvieron una grata sorpresa; en una de las cartas que habitualmente les enviaban desde Roma, san Josemaría había añadido de su puño y letra: “Queridísimos, que Jesús me guarde a esos hijos. Muy contento con vuestro trabajo y por el cariño que mostráis al C. R. de la Santa Cruz. Una felicitación muy cariñosa, por su santo, a Gonzalo. Para los dos, un fuerte abrazo y la bendición de vuestro Padre. Mariano” (AGP, serie A.3.4, 269-5, 570502-04). Aunque pasaban por graves necesidades económicas, no habían dudado en enviar a Roma un generoso donativo de Elina, para ayudar a sacar adelante la construcción del Colegio Romano.

Meses más tarde, Elina repitió el gesto, y recibió también, el 3 de diciembre de 1956, una carta de san Josemaría que decía así: “Que el Señor premie su generosidad, porque vino en el momento más oportuno para esta labor de Roma, donde está el corazón de la Obra, que hace posible que luego se extienda por todo el mundo llevando nuestro mensaje de paz y alegría. Espero mucho fruto espiritual en Montevideo y sé y agradezco muy de veras la colaboración de Ud. y de sus hijos” (AGP, serie A.3.4, 269-2, 561203-1).

En septiembre de 1957, llegó a Montevideo Jesús Paniagua, químico. El 23 de diciembre del año siguiente llegó Juan Pablo Bueno, de diecinueve años, que comenzó la carrera de Derecho y se encargó de dirigir la Residencia Universitaria Iará, institución que los dos sacerdotes habían puesto en marcha en marzo de 1958. Había cuatro estudiantes.

2. El aliento del fundador

En 1962, María Isabel (Bey) Gómez del Moral falleció repentinamente a causa de una leucemia aguda. Era el domingo 19 de agosto. A los pocos días llegó una carta de san Josemaría, que en ese momento estaba en Inglaterra: “Londres, 2/9/1962. Que Jesús me guarde a esas hijas de Argentina y del Uruguay. Queridísimas: Recibí, a su tiempo, la noticia de la muerte de Bey, q.e.p.d., y os he acompañado mucho desde aquí. Aunque el Señor la tendrá en su gloria, no he dejado de hacer sufragios por el alma de esa hija mía. Cada vez que alguno de los nuestros deja esta casa terrena, tenemos nuevos motivos para dar más sentido sobrenatural a nuestra vida y para hacernos más fieles. Estad contentas, cumplidme las Normas, tened mucha devoción a la Santísima Virgen y, con más optimismo cada día, sacad adelante nuestras obras apostólicas y sed siempre -a todas horas- proselitistas. Os bendice cariñosamente vuestro Padre. Mariano” (AGP, serie A.3.4, 277-5, 620902-1). En marzo del año siguiente llegó María Isabel (Marila) Palma desde Buenos Aires para ayudar en la labor apostólica.

En una carta de junio de 1963 les confiaba: “Queridísimos: que Jesús me guarde a esos hijos. No sabéis cuánta alegría me dan vuestras cartas. Os encomiendo continuamente y estoy seguro de que el Señor y la Santísima Virgen seguirán bendiciendo vuestra labor. Cumplidme las Normas. Rezad por mí. ¡Cómo me gustaría ir a veros! Os bendice cariñosamente vuestro Padre. Mariano” (AGP, serie A.3.4, 279-1, 630603-1).

3. Desarrollo de la labor apostólica

San Josemaría no llegó a cumplir su deseo de visitar Uruguay. Cuando estuvo en la Argentina del 7 al 28 de junio de 1974, más de trescientas personas viajaron desde Uruguay para conocerlo. Durante las tres semanas que residió en Buenos Aires, decenas de uruguayos asistieron a las tertulias en el Teatro San Martin, en el Colegio de Escribanos, en el Teatro Coliseo y en La Chacra, donde se alojaba san Josemaría. Todos oían de labios del fundador del Opus Dei el espíritu que Dios le había inspirado.

Antes de 1974, muy pocos uruguayos conocían a san Josemaría. Para quienes pertenecían a la Obra, el encuentro con él les llevó a reafirmarse en su decisión de ser santos según el espíritu del Opus Dei. Para otros, fue el inicio de la llamada a vivir la vocación cristiana en la Obra. En cualquier caso, para todos supuso una confirmación en las verdades perennes de la fe católica, ya que la Iglesia atravesaba en esos años, también en Uruguay, momentos de confusión doctrinal.

Durante su estancia en Buenos Aires, san Josemaría hizo varias referencias a Uruguay, y reiteró su deseo de visitarlo. En una ocasión comentó que muchas personas de ese país comprenderían el mensaje del Opus Dei.

En efecto, cuando en 1975 san Josemaría se fue al cielo, el Opus Dei ya era bien conocido en el país. Los cursos de Secretariado que se impartían en el Colegio del Plata tenían reconocido prestigio. Por Iará y la Residencia Universitaria Montefaro, que había comenzado en 1972, habían pasado centenares de personas, así como por la Residencia Universitaria Mar, que había abierto sus puertas en 1967 a jóvenes universitarias. En el interior del país, mujeres y hombres que conocieron el espíritu del Opus Dei siendo estudiantes en Montevideo, lo extendieron entre sus familias y amigos.

En 1975, se adquirió la casa de retiros La Cantera. Poco después empezó el Centro de Estudios Miradores. En los años siguientes se abrieron centros culturales en otros barrios de Montevideo. En 1978, se pusieron en marcha colegios impulsados por padres de familia; en 1990, el Centro Asistencial de Desarrollo Integral (CADI) y el Centro Los Pinos; en 1995, empezaron la Escuela de Gastronomía y Hotelería del Plata y tantas iniciativas más que, impulsadas por el espíritu de san Josemaría, dan frutos abundantes de vida cristiana y de formación profesional cualificada en el Uruguay.

En 1986 un grupo de profesionales, entre ellos algunos miembros del Opus Dei, iniciaron el Instituto de Estudios Empresariales de Montevideo las actividades de carácter académico se ampliaron en años posteriores: Derecho, Estudios Empresariales, Economía, etc. Desde el principio los promotores solicitaron que atendiera la formación cristiana de los alumnos. En 1995, el gobierno uruguayo dictó un decreto con el que se establecía un marco normativo que permitiría la creación de universidades no estatales. El 29 de abril de 1997 la Universidad de Montevideo fue reconocida oficialmente.

Cristina DELPIAZZO