“Cristo Jesús, buen sembrador, a cada uno de sus hijos nos aprieta en su mano llagada -como al trigo-; nos inunda con su sangre, nos purifica, nos limpia, ¡nos emborracha!...; y luego, generosamente, nos echa por el mundo” (F, 894). En estas palabras de San Josemaría laten dos aspectos relativos al sacerdocio de Cristo y a su comunicación a los fieles. Por una parte, alude a que el cristiano es purificado del pecado y elevado a la condición de hijo adoptivo de Dios en el bautismo, gracias a la mediación sacerdotal de Cristo; por otra, y como consecuencia de la anterior, recibe el sacerdocio común, distinto del ministerial, que le habilita para prolongar su misión en la historia. San Josemaría tuvo una profunda conciencia de esta realidad y la transmitió vivamente en su predicación y en sus escritos.
“Todos, por el bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes” (ECP, 96; cfr. 1P 2, 9), Al recibir “el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de cristo” (ECP, 120). Esta participación, reforzada en la confirmación, “capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios” (ibidem), llevando a cabo, de modos diversos, la misión confiada por Cristo a los suyos (cfr. Jn 20, 21; Mt 28, 19-20). En el caso de los laicos, la misión específica en la que ejercen el sacerdocio común “consiste precisamente en santificar ab intra -de manera inmediata y directa- las realidades seculares, el orden temporal, el mundo” (CONV, 9): “una misión específica, sublime y necesaria” (CONV, 59).
Además del sacerdocio común recibido en el Bautismo, hay en la Iglesia otro sacerdocio, el ministerial, conferido por el sacramento del Orden. San Josemaría recuerda a menudo que la diferencia entre ambos es esencial y no sólo de grado (cfr. ECP, 79, donde cita LG, 10). El sacerdocio ministerial no es la cumbre del sacerdocio común ni lo absorbe: “en los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles” (AIG, p. 73). Está al servicio de la santificación y del apostolado de los demás miembros del Cuerpo místico (cfr. AIG, pp. 66-67; CCE, 1547). “El Orden Sagrado es el sacramento del servicio sobrenatural a los hermanos en la fe” (ECP, 79).
Cuando san Josemaría predica la realidad del sacerdocio común, tiene tras de sí veinte siglos de historia de la Iglesia, con sus luces y sombras en la comprensión práctica de esta verdad. La conciencia del sacerdocio común, muy viva al principio (cfr. 1P 2, 5.9), sufre, a partir del siglo V, una mengua entre los cristianos corrientes, a quienes se tiende a considerar como elementos pasivos, más que como sujetos activos de la misión de la Iglesia, si bien la doctrina del sacerdocio común continúa presente en la tradición teológica (cfr. San Agustín, De Civitate Dei, 20, 10; S.Th. III, q. 63, a. 3; q. 82, a. 1, ad 2). La Reforma protestante resaltó el sacerdocio bautismal, pero a costa de negar el ministerial, error impugnado en el Concilio de Trento (Sessio XXIII, Doctrina de sacramento ordinis, cap. 4: DS, 1767). A partir de entonces se acentúa la tendencia a reservar el término “sacerdocio” al ministerial, relegando a segundo plano el común de todos los fieles. La recuperación de su valor e importancia será visible en algunos autores del siglo XIX y cobrará nueva fuerza en el contexto de la reflexión teológica sobre la vocación y misión de los laicos, favorecida por el fenómeno pastoral de la Acción Católica y por el Magisterio de Pío XI y de Pío XII. Pero todavía en plena mitad del siglo XX las afirmaciones son cautelosas. Por ejemplo, Paul Dabin sugiere que los laicos “tienen también, en un sentido que convendrá precisar, su sacerdocio” (Dabin, 1950, p. 8). El tema encontrará una formulación rotunda y autorizada, años después, en el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 10). La predicación de san Josemaría, plasmada en la vida del Opus Dei desde los inicios y en sus escritos, se encuentra en la línea del Magisterio conciliar.
La doctrina sobre el sacerdocio común es de capital importancia para comprender el mensaje de san Josemaría, por la relación con dos temas centrales del espíritu de vida cristiana que difunde: la filiación divina adoptiva, y la santificación y apostolado en medio del mundo.
Respecto a lo primero, hay que tener en cuenta que la filiación divina adoptiva y el sacerdocio común son realidades distintas pero estrechamente vinculadas. La vida de un hijo de Dios -y en primer lugar la caridad que todo lo informa- ha de tener un hondo sentido sacerdotal. Para san Josemaría “no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres” (ECP, 106). De ahí concluye que “con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres” (ECP, 106). El cristiano sólo puede crecer como hijo de Dios -identificarse con Cristo- si prolonga su misión redentora, como instrumento suyo, actuando su participación en el sacerdocio de Cristo (cfr. ARANDA, 2000, p. 165).
En cuanto a lo segundo, conviene recordar que al ser adoptado como hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano es hecho también heredero: “si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo” (Rm 8, 17; cfr. Ga 4, 7). La herencia es la gloria del cielo (cfr. ibidem; Tt 3, 7; etc.), pero también incluye la posesión de todos los bienes creados por Dios para el hombre (cfr. Sal 2, 8; Hb 1, 2; etc.), una vez purificados de las consecuencias del pecado. Los hijos de Dios comienzan a poseer esta herencia cuando santifican las actividades temporales, poniendo en ejercicio el sacerdocio común. Los laicos han de actuarlo en la santificación del mundo desde “la misma entraña de la sociedad” (S, 318), lo que exige, para san Josemaría, “poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres” (F, 685), edificar el Reino de Cristo. Por esto el sacerdocio común se designa como “sacerdocio real” (1P 2, 9): “todos los bautizados participamos del sacerdocio real” (F, 882).
San Josemaría enseña que el cristiano llamado a santificarse en medio del mundo ha de tener a la vez “alma sacerdotal” y “mentalidad laical”. Propone la unidad de estos dos rasgos, no sólo a los laicos, sino también a los sacerdotes seculares: “en todo y siempre hemos de tener -tanto los sacerdotes como los seglares- alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical” (Carta 2-II-1945, n. 1: AGP, serie A.3, 92-3-1). La razón es clara. Unos y otros participan del sacerdocio de Jesucristo, aunque de distintos modos, y por eso han de tener “alma sacerdotal”. Por otra parte, ambos poseen también la secularidad como nota teológica propia; en el caso de los presbíteros, téngase en cuenta que la consagración sacerdotal “no es un fenómeno de separación sino de prevalencia y supeditación [de todas las actividades temporales al ejercicio del ministerio]” (Del PORTILLO, 1991, p. 202). De ahí que tanto a los laicos como a los sacerdotes seculares les resulte adecuado poseer una cristiana “mentalidad laical”.
San Josemaría no enseña una espiritualidad para sacerdotes seculares y otra distinta para laicos, sino que propone a ambos un solo espíritu de vida cristiana, a la vez sacerdotal y secular, caracterizado, entre otros aspectos, por la unión de los dos rasgos mencionados. Recuerda que “la función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia” (CONV, 69). Laicos y presbíteros han de cooperar en la santificación del mundo desde dentro, pero teniendo presente que las actividades temporales poseen una autonomía propia y que, por tanto, hay en este ámbito una pluralidad de opciones posibles dentro de la doctrina de la Iglesia. En consecuencia insiste en que se ha de respetar y promover la libertad de los laicos en el ejercicio del sacerdocio común en esas actividades (cfr. CONV, 12, 19, 59, 90).
Frente al peligro de plantear la cooperación entre presbíteros y laicos de modo clerical (cfr. CONV, 12; ECP, 79), san Josemaría proclama que “la vocación laical es plena y completa en sí misma” (CONV, 69), y subraya la grandeza del sacerdocio común en cuanto poder para realizar una misión específica con la que edificar la Iglesia. Invita a no confundir “el concepto de Iglesia-Pueblo de Dios con el concepto más limitado de Jerarquía” (CONV, 21) y afirma que el reconocimiento de la vocación y misión propia de los laicos comporta “una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias” (CONV, 59).
La dignidad del sacerdocio común se manifiesta tanto en el varón como en la mujer. La mujer no está llamada a recibir el sacerdocio ministerial (cfr. JUAN PABLO II, Cart. Ap. Ordinatio sacerdotalis, 22-V-1994), pero esto no significa un grado inferior de participación en la misión de Cristo. San Josemaría insiste en que todos los fieles, hombres y mujeres, poseen, por el Bautismo, un sacerdocio real (cfr. CONV, 14), y exhorta muchas veces a las mujeres a tener “alma sacerdotal” (este fue el tema de su predicación el mismo día de su muerte: cfr. AVP, III, p. 772).
El ejercicio del sacerdocio común tiene diversos aspectos que corresponden a los que encontramos en el sacerdocio de Jesucristo. Por una parte, la dimensión ascendente dirigida al Padre: el culto de adoración, de reparación por los pecados, de acción de gracias y de petición. Por otra, la dimensión descendente: dar a los hombres la vida divina, enseñarles la verdad salvadora y guiarles a la santidad. El cristiano, escribe san Josemaría, está “llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que (...) capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios” (ECP, 120).
Estas dos dimensiones del sacerdocio común, la ascendente y la descendente, tienen su cumbre en la Liturgia, sobre todo en la celebración eucarística, donde el cristiano da culto a Dios “por Cristo, con Cristo y en Cristo” (Plegaria Eucarística, Doxología) y coopera con el Espíritu Santo en la santificación de los hombres atrayéndoles a la unión con Cristo en la Iglesia. La conciencia del sacerdocio común lleva a san Josemaría a impulsar la “participación activa [de los laicos] en la liturgia de la Iglesia” (CONV, 9; cfr. F, 644; ECP, 88), de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia (cfr. F, 833).
Pero la Sagrada Liturgia “no agota toda la vida de la Iglesia” (SC, 9) y “la participación en las celebraciones litúrgicas no abarca toda la vida espiritual” de los fieles (ibidem, 12). “El cristiano, llamado a orar en común [en la Liturgia], debe también entrar en su aposento para orar al Padre en secreto (cfr. Mt 6, 6); más aún debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol (cfr. 1Ts 5, 17)” (Ibidem). El anhelo de orar sin cesar se traduce, en la enseñanza de san Josemaría, en la aspiración a convertir en oración la entera vida profesional, familiar y social. Estas actividades no son independientes de la santa Misa, al ser ésta el “centro y raíz de la vida cristiana” (ECP, 102). El cristiano ejercita el sacerdocio común también cuando orienta todas sus obras al Sacrificio eucarístico, ofreciéndolas al Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo. “Ejercitáis ese espíritu sacerdotal, al ofrecer a Dios el trabajo, el descanso, la alegría y las contrariedades de la jornada, el holocausto de vuestros cuerpos rendidos por el esfuerzo del servicio constante. Todo eso es hostia viva, santa, grata a Dios: ése es vuestro culto racionaI (Rm 12, 1). Grabad en vosotros las palabras de San Pedro: vosotros como piedras vivas sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo (1P 2, 5)” (Carta 6-V-1945, n. 27: BURKHART - LÓPEZ, 2010, I, p. 394). De ahí la exhortación de san Josemaría: “Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto -prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente-, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...” (F, 69).
En las palabras anteriores resalta la dimensión “ascendente” del sacerdocio común. Otros textos hacen referencia también a su dimensión “descendente” o “apostólica”. “Muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas. Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios” (Carta 2-II-1945, n. 11: BURKHART - LÓPEZ, 2010, I, p. 566).
El espíritu sacerdotal que nace del sacerdocio común entraña la conciencia de ser “instrumento de apostolado”, como acabamos de leer: miembro del Cuerpo místico de Cristo capacitado para cooperar con su misión redentora. “El Señor ha querido hacernos corredentores con Él” (F, 674). “La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención” (ECP, 120).
Jesucristo es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Da la vida sobrenatural, enseña la verdad que salva y guía por el camino de la santidad. El cristiano prolonga la dimensión descendente del sacerdocio de Cristo cuando procura ejercer, en su vida ordinaria unida al Sacrificio de la Misa, estos tres “oficios” (munera) de su sacerdocio, que san Josemaría menciona varias veces: santificar, enseñar y guiar a la santidad (cfr. ECP, 34, 92-93; AIG, p. 58). En primer lugar, ejerce el sacerdocio común cuando procura santificar a quienes le rodean, siendo instrumento para que reciban la vida sobrenatural, con su oración y acercándoles a los medios de santificación, principalmente a los sacramentos (cfr. ECP, 78-80); y, también, puesto que la vida sobrenatural es elevación de la vida humana, cuando procura que los demás, especialmente los más necesitados, dispongan de los medios para vivir de acuerdo con su dignidad (cfr. ECP, 111, 167). En segundo lugar, ejerce el sacerdocio común cuando enseña la doctrina de Cristo, con la palabra y el ejemplo (cfr. C, 342; F, 694). En tercer lugar, lo ejerce cuando guía a otros por el camino de la santidad. San Josemaría anima a hacerlo sobre todo de modo personal, de uno a uno, con el “apostolado de amistad y de confidencia” (CONV, 62).
La enseñanza de san Josemaría despliega la riqueza del sacerdocio común de los cristianos, en particular de los fieles laicos, profundizando en la doctrina revelada gracias a las luces que el Espíritu Santo le concedió. Su doctrina espiritual se convierte así en un lugar teológico potencialmente fecundo para la futura reflexión de los teólogos, y en impulso para la misión apostólica de los fieles laicos.
Javier LÓPEZ DÍAZ
El sacerdocio ministerial ha sido tratado por san Josemaría desde una perspectiva prevalentemente pastoral y espiritual, aunque trabajando siempre a partir del dato dogmático. Esto le permitió desarrollar un estilo en el que teoría y praxis se compenetraban profundamente, imprimiendo a los textos un sabor marcadamente existencial.
El fundador del Opus Dei se ocupa ampliamente de la condición común del fiel, de los laicos, cristianos corrientes que se santifican en medio del mundo, y de las profesiones seculares y de los sacerdotes seculares. Desde esta perspectiva de su pensamiento, tanto en el sacerdocio común de los fieles como en el sacerdocio ministerial, no existe contraposición ni desvalorización de uno respecto del otro, sino reconocimiento pleno de su valor. Y así afirma abiertamente que “el sacerdocio (ministerial) lleva a servir a Dios en un estado que no es, en sí, ni mejor, ni peor que otros: es distinto”, y a la vez añade sin titubeos que “la vocación de sacerdote aparece revestida de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra supera” (AIG, p. 70). En esta dirección encontramos un ejemplo tan audaz como real: “Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas -más que Ella sólo Dios- trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días” (AIG, p. 72).
Respecto a las posiciones teológicas asumidas, puede aplicarse al fundador del Opus Dei lo que el teólogo Mateo-Seco dice acertadamente a propósito de la institución fundada por san Josemaría: “no tiene «teología propia» sobre la naturaleza del sacerdocio: su pensamiento sobre el sacerdocio (...) no es otro que la doctrina de la Iglesia, en toda su amplitud y en toda su universalidad” (MATEO-SECO, 2002, p. 169). Dentro de este marco general, conviene de todas maneras percibir la profunda sintonía entre los ejes maestros de su predicación sobre el sacerdocio y la doctrina conciliar sobre el mismo tema. De modo especial podemos señalar “la unión entre consagración y misión” como “parte del núcleo esencial de su pensamiento teológico en torno al sacerdocio” (ibidem, p. 179).
A partir de estas premisas podemos encarar el tema que nos ocupa, considerando en primer lugar los aspectos doctrinales, moviéndonos luego a las funciones, para afrontar hacia el final la consideración de algunos elementos de espiritualidad sacerdotal. Todo esto sin olvidar que san Josemaría fue un sacerdote enamorado de su sacerdocio y que su experiencia espiritual está presente en toda su doctrina.
No es éste el lugar para exponer exhaustivamente la doctrina católica sobre el ministerio ordenado; podemos en cambio poner en relieve el fundamento más radical de esta doctrina, el binomio consagración-misión, recién mencionado, que de algún modo resume el Magisterio reciente sobre nuestro tema. Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei y, en su momento, Secretario de la Comisión Conciliar De disciplina cleri et popuili christiani, que coordinó la redacción del Decr. Conc. Presbyterorum ordinis, interrogado a propósito de las notas principales que en él delinean la figura teológica del presbítero, responde con una síntesis que conviene reproducir por entero: “Consagración y misión. La doble realidad significada en el conocido pasaje de la Epístola a los Hebreos, capítulo quinto, versículo primero, donde se dice que el sacerdote ex hominibus assumptus, pro hominibus constituitur. Elegido entre los miembros del pueblo sacerdotal de Dios, el presbítero participa, por una nueva y peculiar consagración, del sacerdocio ministerial del mismo Cristo. No es concebible una mayor elevación de la criatura, una mayor intimidad con Dios en su obra redentora. La debilidad humana es tomada, asumida, no solo para que coopere con Cristo, sino para que lo represente ante los hombres, para que actúe en su mismo nombre y persona. Porque, como consecuencia de esa participación en el sacerdocio ministerial de Cristo, el presbítero es destinado a la misión de evangelizar, santificar y gobernar, en comunión jerárquica con los obispos, al pueblo de Dios. Ahí está contenida toda la misteriosa grandeza de la vida sacerdotal: una peculiar consagración (añadida a la bautismal) que asume al hombre de los demás hombres y una misión que destina a ese mismo hombre al servicio pastoral de sus hermanos. Dos dimensiones -una vertical, de adoración; y otra horizontal, de servicio- de una misma vida, a la vez consagrada y enviada: una vida «dialogada» al mismo tiempo con Dios y con los hombres” (DEL PORTILLO, 1970, pp. 150-151).
En una entrevista concedida en 1967 -en el período inmediatamente postconciliar-, al preguntarle cómo debe realizarse hoy la existencia sacerdotal, san Josemaría no centra su respuesta en soluciones circunstanciales, sino que se remonta a lo permanente, apelando justamente a ese mismo concepto: “Acentuaría un rasgo de la existencia sacerdotal que no pertenece precisamente a la categoría de los elementos mudables y perecederos. Me refiero a la perfecta unión que debe darse -y el Decreto Presbyterorum Ordinis lo recuerda repetidas veces- entre consagración y misión del sacerdote” (CONV, 3). No se desliza hacia ninguno de los dos extremos que evoca ese binomio: el culto en desmedro de la predicación, o la misión evangelizadora planteada como menoscabo del ministerio sacramental. En su respuesta no prima una u otra, sino su inseparabilidad. Tampoco es casual -en san Josemaría y en el Concilio- el orden según el cual ese binomio es enunciado: consagración y misión. “La misión dimana y recibe sus especiales características de la consagración sacramental: ideo mittuntur quia consecrantur. Pero al mismo tiempo -y esto es verdaderamente importante- la consagración tiende a la misión de forma tan esencial que renunciar a la misión va contra la naturaleza misma de la consagración; es, por así decirlo, impedir violentamente su dinamismo cristológico y eclesial” (MATEO- SECO, 2002, p. 175).
En comunión con la tradición católica, san Josemaría subraya que el sacerdocio ministerial consiste fundamentalmente en una participación sacramental en la mediación salvífica de Cristo: “La mediación salvadora entre Dios y los hombres se perpetúa en la Iglesia por medio del Sacramento del Orden, que capacita -por el carácter y la gracia consiguientes- para obrar como ministros de Jesucristo en favor de todas las almas” (AIG, p. 35). En este contexto destaca la idea de instrumentalidad, de vital importancia para no precipitarse ni hacia mediaciones autónomas, ni hacia funciones extrañas al ministerio auténtico: “Esta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado” (ibidem, 39).
Encuentra así su justa comprensión otro binomio muy amado por el santo: alter Christus-ipse Christus. Remitiéndonos directamente a sus palabras, leemos en Sacerdote para la eternidad, que data del 13 de abril de 1973 y hace referencia a una próxima ordenación sacerdotal: “¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus sino ipse Christus, otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental” (AIG, p. 70). Importa percibir aquí, confirmando lo recién dicho sobre la exclusión de mediaciones autónomas, que el “ipse Christus” evita al “alter Christus” una hipotética independencia respecto a la única mediación salvífica: ser otro Cristo no significa un poder análogo al de Cristo pero numéricamente distinto, sino simplemente hacer visible al mismo Cristo ante los hombres. Es ésta la realidad a la que se refiere con las palabras de “forma sacramental”. Y esta perspectiva es la que caracteriza el modo específicamente sacerdotal de la presencia de Cristo entre los hombres, mientras corre el tempus Ecclesiae en el que vivimos.
La lógica de la mediación sacramental conduce espontáneamente al uso de la expresión tradicional in persona Christi para describir la modalidad específica del obrar ministerial: un uso que, en lo negativo, evita toda exaltación desmedida del ministro, toda concepción sustitutiva del sacerdocio y toda idea aditiva del ministerio ordenado respecto a Cristo; mientras que, en lo positivo, subraya la unicidad de la mediación de Cristo. Más específicamente, cuando se habla de obrar in persona Christi se “recalca esa estrecha relación entre el sacerdote y Jesucristo que consiste en hacerle presente en forma análoga a como el instrumento hace presente a la causa principal” (MATEO-SECO, 2002, p. 190). Esto lleva a san Josemaría a expresarse en términos fuertes, sin permitir la más mínima reducción del contenido de la expresión: en la celebración eucarística, decía él, “renuevo incruentamente el divino Sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi, representando realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que Él purifique” (AIG, p. 76). Y llevando la idea hasta el extremo, añade en otro momento: “todos los sacerdotes somos Cristo. Yo le presto al Señor mi voz, mis manos, mi cuerpo, mi alma: le doy todo. Es Él quien dice: esto es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, el que consagra. Si no, yo no podría hacerlo. Allí se renueva de modo incruento el divino Sacrificio del Calvario. De manera que estoy allí in persona Christi, haciendo las veces de Cristo. El sacerdote desaparece como persona concreta: don Fulano, don Mengano o Josemaría... ¡No señor! Es Cristo” (palabras pronunciadas el 10-V-1974: ECHEVARRÍA, 2004, pp. 152-153).
En sintonía con estas ideas, la predicación de san Josemaría acentúa fuertemente el aspecto permanente del sacerdocio. El título de la homilía Sacerdote para la eternidad no quiere ser, a este propósito, una simple expresión bien lograda, sino una afirmación categórica de lo indeleble. Se ha dicho certeramente que “se trata de una posición coherente con el hecho de tener en primer plano de la teología del sacerdocio la identificación sacramental con Cristo” (MATEO-SECO, 2002, p. 192). “Nuestro Padre Dios nos ha dado”, dice san Josemaría, “con el Orden sacerdotal, la posibilidad de que algunos fieles, en virtud de una nueva e inefable infusión del Espíritu Santo, reciban un carácter indeleble en el alma, que los configura con Cristo Sacerdote” (ECP, 79). Se trata, por tanto, de una permanencia enraizada en el carácter sacramental; en este sentido, siguiendo la teología tradicional, se piensa en una permanencia que continúa incluso más allá de la vida terrenal: el fundador del Opus Dei habla de “ese carácter con el que está sellado, que no perderá por toda la eternidad” (AIG, p. 81).
Podemos concluir esta rápida consideración de los aspectos doctrinales del sacerdocio en san Josemaría recordando su atención a la relación entre el sacerdocio común y el ministerial, desde el punto de vista del portador. Un texto especialmente claro es aquel en el que dice: “en los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote” (AIG, p. 73). No se trata, como se ve, de una posición de confrontación -no se está hablando de una diferencia de “grado” entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial-, sino de especificidad.
Terminamos el apartado con una frase que resume bien su pensamiento global sobre el sacerdocio: se trata de “una grandeza prestada” (AIG, p. 71), de algo inmenso que se recibe sin que llegue a pertenecernos.
Cuando hablamos de predicación en contexto sacerdotal, nos referimos a una función que dimana del sacramento, distinta por tanto de una simple conferencia o de actuaciones similares. En este sentido, el último Concilio ha realizado una fuerte opción a favor del origen sacramental de esta función, que no queda por tanto reducida al ámbito de la simple obligación o de la sola preparación intelectual. La Const. Dogm. Lumen gentium coloca los tres munera sacerdotales -no solo el culto- en conexión directa con el sacramento: dice, en efecto, que los presbíteros “han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Hch 5, 1-10; Hch 7, 24; Hch 9, 11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino” (LG, 28). Esta concepción fuerte del ministerio de la Palabra está presente en san Josemaría cuando dice: “con este sacerdocio ministerial, que difiere del sacerdocio común de todos los fieles esencialmente y no con diferencia de grado, los ministros sagrados pueden consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecer a Dios el Santo Sacrificio, perdonar los pecados en la confesión sacramental, y ejercitar el ministerio de adoctrinar a las gentes, in iis quae sunt ad Deum, en todo y sólo lo que se refiere a Dios” (ECP, 79).
Queda así realzado el nexo entre el origen del ministerio de la Palabra y el contenido de la predicación: porque es un aspecto intrínseco del sacerdocio, posee una finalidad salvífica y por eso se ejerce solamente in iis quæ sunt ad Deum. Las consecuencias inmediatas son claramente acentuadas: “Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la libre y serena controversia de los hombres. Sé también que los labios del sacerdote, evitando del todo banderías humanas, han de abrirse sólo para conducir las almas a Dios, a su doctrina espiritual salvadora, a los sacramentos que Jesucristo instituyó, a la vida interior que nos acerca al Señor sabiéndonos sus hijos y, por tanto, hermanos de todos los hombres sin excepción” (ECP, 184).
Esto no significa, sin embargo, indiferencia delante de los reclamos concretos provenientes de las realidades humanas, a las que un cristiano está llamado a responder. El fundador del Opus Dei continúa diciendo: “el sacerdote debe predicar -porque es parte esencial de su munus docendi- cuáles son las virtudes cristianas -todas-, y qué exigencias y manifestaciones concretas han de tener esas virtudes en las diversas circunstancias de la vida de los hombres a los que él dirige su ministerio. Como debe también enseñar a respetar y estimar la dignidad y libertad con que Dios ha creado la persona humana, y la peculiar dignidad sobrenatural que el cristiano recibe con el bautismo. Ningún sacerdote que cumpla este deber ministerial suyo podrá ser nunca acusado -si no es por ignorancia o por mala fe- de meterse en política’’ (CONV, 5). Esta tarea debe ser desarrollada con conciencia de su naturaleza evangélica, evitando proponer soluciones que coarten la libertad de los fieles. “La misión de dar doctrina, de ayudar a penetrar en las exigencias personales y sociales del Evangelio, de mover a discernir los signos de los tiempos, es y será siempre una de las tareas fundamentales del sacerdote. Pero toda labor sacerdotal debe llevarse a cabo dentro del mayor respeto a la legítima libertad de las conciencias: cada hombre debe libremente responder a Dios” (CONV, 59).
Existen aquí dos aspectos generales que encuentran una particular atención en el pensamiento del fundador del Opus Dei. De una parte, el respeto, por parte del ministro, de lo inmutable, ya que se trata de realidades recibidas de Dios, no provenientes del hombre. Dice san Josemaría, con palabras engarzadas en la doctrina de santo Tomás de Aquino: “Os recuerdo también otro signo claro de la catolicidad de la Iglesia: la fiel conservación y administración de los Sacramentos tal como han sido instituidos por Jesucristo, sin tergiversaciones humanas ni malos intentos de condicionarlos psicológica o sociológicamente. Porque nadie puede determinar lo que está bajo la potestad de otro, sino sólo lo que está dentro de su poder. Y como la santificación del hombre queda bajo la potestad de Dios santificante, no le corresponde al hombre establecer según su juicio qué cosas le han de santificar, sino que esto ha de ser determinado por institución divina (S.Th. III, q. 60, a. 5)” (AIG, p. 29).
De otra parte, en su predicación, el fundador del Opus Dei proclama con tenacidad el carácter de encuentro personal con Dios en Cristo que implican los sacramentos. Y a la vez invita a los sacerdotes a esforzarse por hacerlos llegar al mayor número posible de personas. Alrededor de este tema se mueve el Concilio cuando, hablando de la función de los obispos, les recuerda la obligación de regular con su autoridad “la administración sana y fructuosa” (LG, 28) de los sacramentos. A nivel presbiteral, san Josemaría manifiesta esta preocupación cuando escribe: “Pienso repetidamente en la responsabilidad, que incumbe a los sacerdotes, de asegurar a todos los cristianos ese cauce divino de los Sacramentos. La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa!” (ECP, 80).
Esta orientación hacia lo personal comporta simultáneamente la centralidad eucarística (armoniosamente unida con la reconciliación sacramental), a donde están llamados a confluir “todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado” (PO, 5). Dicho con las propias palabras de san Josemaría: “la administración de estos dos Sacramentos es tan capital en la misión del sacerdote, que todo lo demás debe girar alrededor. Otras tareas sacerdotales -la predicación y la instrucción en la fe- carecerían de base, si no estuvieran dirigidas a enseñar a tratar a Cristo, a encontrarse con Él en el tribunal amoroso de la Penitencia y en la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, en la Santa Misa” (AIG, p. 75).
Con este planteamiento, el fundador del Opus Dei se coloca en el gran surco de la tradición eclesial, resaltando la potestas consecrandi como “fin principal de la ordenación sacerdotal” (ibidem, p. 73), y entendiendo su función como la de “procurar que todos los católicos se acerquen al Santo Sacrificio siempre con más pureza, humildad y veneración” (ibidem, p. 78). Todo esto lleva a que la Eucaristía sea centro y raíz de la vida cristiana, ideal que san Josemaría no sólo inculca a los presbíteros, sino que los invita a que, también con el ejemplo, lo transmitan a los fieles: “un sacerdote que vive de este modo la Santa Misa -adorando, expiando, impetrando, dando gracias, identificándose con Cristo-, y que enseña a los demás a hacer del Sacrificio del Altar el centro y la raíz de la vida del cristiano, demostrará realmente la grandeza incomparable de su vocación” (ibidem, p. 81).
Conviene finalmente mencionar las dimensiones cósmica, escatológica y eclesial con las que san Josemaría contempla la Eucaristía. Habla de “ese instante supremo -el tiempo se une con la eternidad- del Santo Sacrificio de la Misa: Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia si todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre” (ECP, 94). En la Misa se da, podríamos decir, una concentración de la creación, del devenir, y de la misma Iglesia. Así pues, afirma en otro lugar, pero en continuidad con el texto anterior, “cuando celebro la Santa Misa [incluso] con la sola participación del que me ayuda, también hay allí pueblo. Siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes todas las criaturas de Dios -la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas-, dando gloria al Señor la Creación entera” (AIG, p. 77).
El nexo entre consagración y misión implica también aptitudes de la condición sacerdotal para desarrollar unas funciones, desde las sacramentales a las pastorales, que tienen una relevancia que trasciende los cambios sociales. En los años 1950 y siguientes se difundió en algunos ambientes la idea según la cual el sacerdote, para ser socialmente valorado, debía involucrarse en profesiones y trabajos seculares con la intención de alcanzar más fácilmente a la gente alejada de la Iglesia. Esta actitud no encontró eco en san Josemaría. Por el contrario, le dio ocasión para advertir que “el ministerio propio del sacerdote asegura suficientemente por sí mismo una legítima, sencilla y auténtica presencia del hombre-sacerdote entre los demás miembros de la comunidad humana a los que se dirige” (CONV, 4).
El sacerdote tiene su razón de ser en el ministerio de la Palabra, de los sacramentos, en el cuidado de la comunidad cristiana y en el servicio a todos los hombres. Por lo que se refiere a la atención a la comunidad cristiana, san Josemaría -por coherencia con su proclamación de la llamada universal a la santidad y al apostolado que está en el centro de su mensaje- puso un acento especial en la necesidad de que los presbíteros, en el ejercicio de su ministerio pastoral, dedicaran amplio espacio a la formación de los fieles; una «formación» que es entendida no sólo como transmisión de un contenido intelectual, sino como capacitación para la evangelización. Esto último, a su vez, exige una sólida vida espiritual personal y contemplativa; de otro modo, comentó en más de una ocasión, los cristianos “en lugar de cristianizar al mundo, se mundanizarán” (HERRANZ, 2007, p. 111). La realización por parte de los cristianos corrientes, los laicos, de las funciones que les son propias, presupone que toman conciencia de su vocación. Y ésta a su vez reclama un esfuerzo especial de atención pastoral y de instrucción por parte de los pastores; más aún, de un esfuerzo que, precisamente por estar encaminado a fomentar la conciencia del valor de la condición laical, reclama, en los sacerdotes, un particular espíritu de servicio. Así lo subraya san Josemaría en un texto en el que después de hablar del impulso dado por el Vaticano II a la misión de los laicos, dice: “Quisiera añadir que, junto a esta toma de conciencia de los laicos, se está produciendo un análogo desarrollo de la sensibilidad de los pastores. Se dan cuenta de lo específico de la vocación laical, que debe ser promovida y favorecida mediante una pastoral que lleve a descubrir en medio del Pueblo de Dios el carisma de la santidad y del apostolado, en las infinitas y diversísimas formas en las que Dios lo concede. Esta nueva pastoral es muy exigente, pero, a mi juicio, absolutamente necesaria. Requiere el don sobrenatural del discernimiento de espíritus, la sensibilidad para las cosas de Dios, la humildad de no imponer las propias preferencias y de servir a lo que Dios promueve en las almas” (CONV, 59).
Esa valoración de lo específico de la vocación laical trae consigo una importante consecuencia: el respeto a la libertad de la que gozan los cristianos en todas las cuestiones temporales. No es éste el momento de tratar con extensión ese tema: nos limitamos a hacer referencia a un texto muy significativo, situado inmediatamente después del recién citado, en el que expresa de manera neta su oposición a toda forma de clericalismo: “Uno de los mayores peligros que amenazan hoy a la Iglesia podría ser precisamente el de no reconocer esas exigencias divinas de la libertad cristiana, y, dejándose llevar por falsas razones de eficacia, pretender imponer una uniformidad a los cristianos. En la raíz de esas actitudes hay algo no sólo legítimo, sino encomiable: el deseo de que la Iglesia dé un testimonio tal, que conmueva al mundo moderno. Mucho me temo, sin embargo, que el camino sea equivocado y que lleve, por una parte, a comprometer a la Jerarquía en cuestiones temporales, cayendo en un clericalismo diverso” (CONV, 59).
Ni que decir tiene, por lo demás, que la crítica al clericalismo y la valoración de la misión de los laicos no implica en modo alguno una minusvaloración de la acción pastoral de los presbíteros. Al contrario, conduce a realizarla, pues al subrayar la grandeza de la vocación del cristiano, pone de manifiesto la dignidad y la importancia del sacerdocio ministerial, sin el cual, según la institución de Cristo, no podría haber plenitud de vida cristiana. Con sus propias palabras, “en el apostolado, al conducir a las almas por los caminos de la vida cristiana, se llega al muro sacramental. La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia” (CONV, 69). Se llega así a una situación de requerimiento mutuo en vistas de la evangelización, que gana presencia en la medida en que esa cooperación se realiza de hecho. Como comenta el canonista Amadeo de Fuenmayor respecto a estas acentuaciones de san Josemaría, “la labor de los laicos y la de los sacerdotes se complementan y se hacen mutuamente más eficaces (...). Esto hace que los clérigos no atropellen a los laicos, ni los laicos a los clérigos; que no haya clérigos que se quieran entrometer en las cosas de los laicos, ni laicos que se entrometan en lo que es propio de los clérigos” (FUENMAYOR, 1976, p. 32).
Como síntesis de lo dicho en estas líneas puede valer lo que comentó el propio san Josemaría: “Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana” (ECP, 99).
Sería demasiado pretencioso intentar resumir en pocas líneas el conjunto de las enseñanzas de san Josemaría sobre la espiritualidad sacerdotal, pero podemos presentar los que consideramos elementos principales sobre los que se apoya esta enseñanza.
Menciono, en primer lugar, el aspecto totalizante del sacerdocio en el sujeto: quienes han sido ordenados “han recibido el Sacramento del Orden para ser, nada más y nada menos, sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por cien” (AIG, p. 66). Mons. Echevarría recuerda las palabras que el fundador del Opus Dei solía dirigir a los recién ordenados: “Sed, en primer lugar, sacerdotes; después, sacerdotes; siempre y en todo, sólo sacerdotes” (ECHEVARRÍA, 2004, p. 148). Esto implica un sentido misional de toda la vida. Como sigue comentando el autor recién citado, “por el carácter indeleble recibido en la ordenación, se es sacerdote las veinticuatro horas del día, no sólo en los momentos en los que se ejercita expresamente el ministerio (...). En el sacerdote, todo debe cumplirse sacerdotalmente” (ibidem, pp. 153-154).
Hay que aludir también a la apremiante llamada dirigida a sacerdotes diocesanos a la santidad o, como dice el Decr. Presbyterorum ordinis, a “la perfección de la vida” (PO, 12). Lo que después del Concilio es moneda corriente, no lo era en los comienzos de la predicación de san Josemaría. Sus palabras, recuerda Del Portillo, “contribuían de forma incisiva a que cayese, respecto a la llamada a la santidad, esa falsa interpretación estamental de la vida y del ministerio del sacerdote diocesano, considerado como un estado superior que el del fiel seglar, e inferior que el del sacerdote religioso” (DEL PORTILLO, 1976, p. 9). Fiel al carisma recibido de Dios como pregonero de la llamada universal a la santidad, san Josemaría proclama que “por exigencia de su común vocación cristiana, como algo que exige el único bautismo que han recibido, el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida divina” (Carta 2-II-1945: AGP, serie A.3, 92-3-2). Y a la vez recuerda que los sacerdotes están llamados a “corresponder, con espíritu siempre joven y generosidad cada vez mayor, a la gracia de la vocación divina que recibieron” (CONV, 16). Tienen igual obligación, pero no deben olvidar su especial responsabilidad, porque su santidad tiene un gran influjo en la santidad del conjunto de los fieles. “Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor” (AIG, p. 71).
Otro punto de suma importancia es su insistencia en que los sacerdotes deben “buscar la santidad personal en el ejercicio de su propio ministerio” (CONV, 16; cfr. ibidem, 81). Se percibe aquí, una vez más, el nexo entre el dato dogmático y la aplicación pastoral o espiritual, como manifiesta, entre otros textos, el pasaje en el que señala la “perfecta unión que debe darse (...) entre consagración y misión del sacerdote: o lo que es lo mismo, entre vida personal de piedad y ejercicio del sacerdocio ministerial, entre las relaciones filiales del sacerdote con Dios y sus relaciones pastorales y fraternas con los hombres” (CONV, 3).
Todo lo dicho hasta ahora se completa con la consideración del lugar eminente que la dimensión del servicio ocupa en el sacerdocio, según el fundador del Opus Dei. No se trata sólo de una “actitud” servicial, o de ejercer el ministerio “con espíritu de servicio”, sino de la profunda convicción de que el sacerdocio ministerial es servicio. Dicho con sus propias palabras, “el Orden Sagrado es el sacramento del servicio sobrenatural a los hermanos en la fe” (ECP, 79). En esta perspectiva se entiende que un sacerdocio sin servicio es una contradicción; y cobra así toda su fuerza la insistencia con la que, hablando de los candidatos al sacerdocio, decía que “se ordenarán, para servir. No para mandar, no para brillar, sino para entregarse, en un silencio incesante y divino, al servicio de todas las almas” (AIG, p. 66). Significativamente, una extensa carta dirigida a los sacerdotes del Opus Dei y fechada el 8 de agosto de 1956, comienza precisamente con las palabras Ad serviendum.
Este servicio, por lo demás, debe tener por destinatarios a los demás sacerdotes. Como recuerda el segundo sucesor de san Josemaría, “su preocupación por la santidad del clero procede de mucho tiempo atrás. Tenía muy claro que el primer apostolado de los sacerdotes han de ser los mismos sacerdotes: no dejarles solos en sus penas, compartir sus alegrías, animarles en la dificultad, fortalecerlos en los momentos de duda... Conservó grabadas a fuego en su alma aquellas palabras de la Escritura santa: frater, qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma (Pr 18, 19), el hermano ayudado por sus hermanos es fuerte como ciudad amurallada” (ECHEVARRÍA, 2004, pp. 159-160). En esa línea se situó, entre otras cosas, su alabanza de las asociaciones sacerdotales encaminadas a fomentar la vida espiritual de quienes las integran (cfr. CONV, 16).
Philip GOYRET
La enseñanza de san Josemaría sobre los sacramentos se desarrolla por lo general en referencia a alguno de ellos en concreto, y especialmente, como es natural, a la Eucaristía. No faltan, sin embargo, momentos en los que habla de ellos en conjunto; de ordinario con frases breves, excepto en una homilía, como se verá en su momento, en la que los considera ex professo con cierto detenimiento. Aquí, para exponer su doctrina, tendremos en cuenta todos esos textos.
Los sacramentos forman parte del plan divino de salvación: “¿Qué son los sacramentos -huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos- sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales?” (CONV, 115). Los sacramentos se colocan en la lógica de la Encarnación vista en sentido pleno, es decir, abarcando desde la concepción y el nacimiento hasta la muerte en la Cruz. Santo Tomás de Aquino, después de comentar que la salvación del género humano proviene del Verbo encarnado, como de su causa primera y universal, concluye que resulta congruente con este hecho que se lleve a cabo por medio de realidades materiales y visibles, como ocurre con los sacramentos, a través de los que la fuerza salvadora de Cristo actúa en nosotros (Summa contra gentiles, IV, c. 66). Hay, en suma, una honda unidad entre creación y redención: el cosmos material está implicado en la salvación del hombre.
San Josemaría subraya que los sacramentos son regalo amoroso de Dios, no resultado de la iniciativa humana. “¡Qué bondad la de Cristo al dejar a su Iglesia los Sacramentos!” (C, 521). La ha dejado bien dotada para que podamos alcanzar con seguridad el destino al que nos quiere llevar. “Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino” (ECP, 34).
Esta consideración de los sacramentos, queridos por Cristo, le llevó a valorar con fuerza la necesidad de la fidelidad a los detalles en la forma establecida por el Señor, indicando que “la fiel conservación y administración de los Sacramentos tal como han sido instituidos por Jesucristo, sin tergiversaciones humanas ni malos intentos de condicionarlos psicológica o sociológicamente” (AIG, p. 29) es un signo claro de la catolicidad de la Iglesia. Que los sacramentos son de Cristo no sólo implica que Él mismo los ha instituido, sino que además permanece en ellos: “Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad” (ECP, 102). Y permanece con su fuerza redentora: “La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido (Himno de Vísperas de la Fiesta). De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. ¡Cómo no recordar aquí, aunque sea de pasada, los sacramentos, a través de los cuales Dios obra en nosotros y nos hace partícipes de la fuerza redentora de Cristo!” (ECP, 169).
En otra homilía de aquella década -en 1971- san Josemaría dedica una buena parte a resumir puntos básicos de la doctrina general sobre los Sacramentos: “Quisiera que considerásemos ahora ese manantial de gracia divina de los Sacramentos, maravillosa manifestación de la misericordia de Dios. Meditemos despacio la definición que recoge el Catecismo de San Pío V: ciertas señales sensibles que causan la gracia, y al mismo tiempo la declaran, como poniéndola delante de los ojos (Catechismus Romanus Concilii Tridentini, II, c. I, 3)” (ECP, 78; cfr. AIG, p. 24). La definición es clásica, idéntica en sustancia a la que se generalizó entre los teólogos a partir de la mitad del siglo XII, aunque no siempre con las mismas palabras. En todo caso, san Josemaría no se detiene a comentarla de modo profesoral, ni a ofrecer explicaciones teóricas sobre lo que son los signos, sino que pasa a señalar el amor de Dios que manifiestan al ajustarse a nuestra condición humana: “Dios Nuestro Señor es infinito, su amor es inagotable, su clemencia y su piedad con nosotros no admiten límites (...) ha instituido expresa y libremente -sólo Él podía hacerlo- estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la Redención” (ECP, 78).
A esa generosidad divina debe corresponder la gratitud humana, una gratitud que presupone, ante todo, fe, conciencia de la eficacia salvadora de los sacramentos: “Dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo” (ECP, 131). En la vida de la Iglesia lo primordial no somos los hombres sino la acción del Divino Paráclito, que Cristo nos prometió (Jn 15, 26; Jn 16, 7): “El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra. No puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo” (ECP, 130). Desde esta perspectiva san Josemaría remarca también el aspecto personal de la obra divina de santificación, la responsabilidad de un ministro sagrado: “Pienso repetidamente en la responsabilidad, que incumbe a los sacerdotes, de asegurar a todos los cristianos ese cauce divino de los Sacramentos. La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa! (...) cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo” (ECP, 80).
La consecuencia inmediata es la necesidad de los sacramentos para la vida cristiana, entendida ésta en su sentido genuino, conforme a la llamada a la santidad que Dios dirige a cada uno de los fieles: “Ser santos es vivir tal y como nuestro Padre del cielo ha dispuesto que vivamos. Me diréis que es difícil. Sí, el ideal es muy alto. Pero a la vez es fácil: está al alcance de la mano. Cuando una persona se pone enferma, ocurre en ocasiones que no se logra encontrar la medicina. En lo sobrenatural, no sucede así. La medicina está siempre cerca: es Cristo Jesús, presente en la Sagrada Eucaristía, que nos da además su gracia en los otros Sacramentos que instituyó” (ECP, 160). ¿No habría que contar también con otros medios? Sin duda, y además como medios imprescindibles; pero todos derivan, de un modo u otro, de los sacramentos. Especialmente, san Josemaría ve esta realidad con respecto a la Eucaristía, cuando afirma: “La Misa es centro y raíz de la vida cristiana” (ECP, 102). No se trata de una simplificación. El Concilio Vaticano II, en la Const. Dogm. Lumen gentium, sigue la misma lógica; después de una exposición resumida de cada uno de los siete sacramentos, concluye: “Todos los fieles, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (LG, 11). Para los Padres conciliares no era preciso mencionar otros medios: era claro que estaban comprendidos en los sacramentos.
En otro escrito suyo, san Josemaría, al referirse al camino que conduce a la santidad, menciona también al Espíritu Santo -sin su acción serían simple obra humana carente de eficacia- y la lucha ascética, que pone de manifiesto que la obra divina de nuestra santificación responsabiliza a fondo nuestra libertad: “La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo -que viene a inhabitar en nuestras almas-, mediante la gracia que se nos concede en los sacramentos, y con una lucha ascética constante” (F, 429; cfr. F, 643; AD, 141; C, 997). Dios mismo es el autor de nuestra santificación y nuestra colaboración en esta tarea pasa necesariamente por poner en práctica los medios que Él nos ha entregado. “Los Sacramentos, medicina principal de la Iglesia, no son superfluos: cuando se abandonan voluntariamente, no es posible dar un paso en el camino del seguimiento de Jesucristo: los necesitamos como la respiración, como el circular de la sangre, como la luz, para apreciar en cualquier instante lo que el Señor quiere de nosotros” (ECP, 80; cfr. ibidem, 78). Naturalmente, cada sacramento es necesario de un modo diverso: la Eucaristía y la Penitencia son, por así decir, los sacramentos de la vida ordinaria; los otros están destinados a situaciones singulares de la vida o a una necesidad no individual, sino comunitaria, como es el caso del Orden sagrado.
Esa importancia de los sacramentos permite a san Josemaría aconsejar la frecuencia de sacramentos, en especial, como es lógico, de la Penitencia y la Eucaristía: “El que desea luchar, pone los medios. Y los medios no han cambiado en estos veinte siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos” (ECP, 78; cfr. AD, 18, 185). Está claro, pues, que la necesidad de los sacramentos no quita que otros medios sean también necesarios. En otra ocasión, en lugar de “frecuencia”, habla de “práctica” de los sacramentos, que ve fundada en las palabras de misión, pronunciadas por Jesús antes de la Ascensión y recogidas al final del primer evangelio: “Son las palabras sencillas y sublimes del final del Evangelio de San Mateo: ahí está señalada la obligación de predicar las verdades de fe, la urgencia de la vida sacramental, la promesa de la continua asistencia de Cristo a su Iglesia. No se es fiel al Señor si se desatienden esas realidades sobrenaturales: la instrucción en la fe y en la moral cristianas, la práctica de los sacramentos. Con este mandato Cristo funda su Iglesia. Todo lo demás es secundario” (AIG, pp. 49-50).
Lo mismo que san Josemaría afirma con vigor la necesidad y suficiencia de los sacramentos, asegura igualmente, sin medias tintas, que se han de llevar a la vida y deben modelar la conducta. Lo hace poniendo de relieve la reprensión que merece quien deja que se pierdan sin fruto los dones recibidos; piénsese en la parábolas de los talentos (Mt 25, 24-30) y de los sarmientos (Jn 15, 1-2). Así, por ejemplo, dirigiéndose a estudiantes, les dice: “Frecuentas los Sacramentos, haces oración, eres casto... y no estudias... -No me digas que eres bueno: eres solamente bondadoso” (C, 337); o bien a un círculo más amplio de lectores: “Te veo, caballero cristiano -dices que lo eres-, besando una imagen, mascullando una oración vocal, clamando contra los que atacan a la Iglesia de Dios..., y hasta frecuentando los Santos Sacramentos. Pero no te veo hacer un sacrificio, ni prescindir de ciertas conversaciones... mundanas (podría, con razón, aplicarles otro calificativo), ni ser generoso con los de abajo... ¡ni con esa Iglesia de Cristo!, ni soportar una flaqueza de tu hermano, ni abatir tu soberbia por el bien común, ni deshacerte de tu firme envoltura de egoísmo, ni... ¡tantas cosas más! Te veo... -No te veo... -Y tú... ¿dices que eres caballero cristiano? - ¡Qué pobre concepto tienes de Cristo!” (C, 683; cfr. C, 807; S, 739; AD, 75).
En una homilía de 1971, ya varias veces citada, san Josemaría se detiene a considerar -brevemente- cada uno de los siete sacramentos. Es ya clásica en teología la explicación de santo Tomás de Aquino sobre el conjunto de los sacramentos mediante un paralelismo entre la vida sobrenatural y la vida corporal; la han recogido los dos catecismos para la Iglesia universal: el Catecismo para los párrocos, decretado por el Concilio de Trento y publicado por san Pío V (p. II, c. 1, n. 20) y el Catecismo de la Iglesia Católica, aprobado y promulgado por el beato Juan Pablo II (n. 1210). Otras explicaciones han tenido más o menos éxito en la historia de la teología: unas ven una correspondencia entre los sacramentos y los distintos daños causados por los pecados; otras acuden a un paralelismo con las virtudes, tres teologales y cuatro cardinales, o bien consideran la Iglesia militante como un ejército en orden de batalla y los sacramentos como los aparejos para esa guerra espiritual. El Concilio Vaticano II, en una perspectiva eclesiológica, pero sin ningún paralelismo bélico, muestra cómo el carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la Iglesia se actualiza por los sacramentos (LG, 11). San Josemaría se fija más bien en el valor de cada sacramento para la vida espiritual.
El Bautismo nos consigue “la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original” (ECP, 78). En la Confirmación se da “un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar -miles Christi, como soldado de Cristo- en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia” (ibidem). “La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33, 11)” (ibidem). Nuestro Señor “ha hecho del matrimonio un vínculo santo, imagen de la unión de Cristo con su Iglesia (cfr. Ef 5, 32), un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana, que ha de ser, con la gracia de Dios, un ambiente de paz y de concordia, escuela de santidad. Los padres son cooperadores de Dios” (ibidem). “Nuestro Padre Dios nos ha dado, con el Orden sacerdotal, la posibilidad de que algunos fieles, en virtud de una nueva e inefable infusión del Espíritu Santo, reciban un carácter indeleble en el alma, que los configura con Cristo Sacerdote, para actuar en nombre de Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico” (ECP, 79). “En la Unción de los enfermos, como ahora llaman a la Extrema Unción, asistimos a una amorosa preparación del viaje, que terminará en la casa del Padre” (ECP, 80).
Finalmente, en séptimo lugar presenta la Eucaristía: “y con la Sagrada Eucaristía, sacramento -si podemos expresarnos así- del derroche divino, nos concede su gracia, y se nos entrega Dios mismo: Jesucristo, que está realmente presente siempre -y no sólo durante la Santa Misa- con su Cuerpo, con su Alma, con su Sangre y con su Divinidad” (ibidem). No explica san Josemaría por qué deja este sacramento para el final, pero es fácil comprender que lo ve como aquél al que se ordenan los otros como a su fin, como él mismo describe en otra homilía: “La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos (cfr. S.Th. III, q. 65, a. 3). En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catequesis, 22, 3)” (ECP, 87).
Todos los sacramentos producen la gracia: Cristo, autor del sacramento, se hace presente en ellos y comunica su vida. En tres sacramentos se encuentra además otro efecto, el carácter sacramental. San Josemaría, en la citada presentación del Orden sagrado, dice que es indeleble en el alma y que configura con Cristo Sacerdote, para actuar en su nombre. En otra homilía menciona también el carácter con referencia al Bautismo y a la Confirmación: “En la Iglesia hay diversidad de ministerios, pero uno sólo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo” (AIG, pp. 35-36). No se detiene a comentar por qué la responsabilidad activa en la misión de la Iglesia proviene del carácter de esos dos sacramentos, lo da por supuesto como algo conocido y procede a partir de ahí. Lo mismo hace con la distinción entre el sacerdocio común de los fieles, y el sacerdocio ministerial: “En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial, que se diferencia esencialmente, y no sólo en grado (LG, 10), del sacerdocio común de los fieles” (AIG, pp. 73-74).
Se puede concluir que la doctrina de san Josemaría sobre los sacramentos en general es trasunto de la fe enseñada por el Magisterio de la Iglesia. Y, a la vez, cabe destacar cómo acentúa el papel decisivo de los sacramentos para vivir la vida cristiana en plenitud, de acuerdo con la llamada a la santidad que Dios dirige a todos los fieles, sin excluir a ninguno. La función que asigna a los sacramentos es tan central, que, aun siendo consciente del valor de otras realidades -en especial de la oración-, a veces los cita como si fueran el único medio de santificación; y lo son, en cierto sentido, porque de ellos derivan todos los demás. La oración, la meditación del evangelio, la atención a la predicación de la Palabra divina, se ordenan y reciben su fuerza última de la vida sacramental. Pero san Josemaría recuerda a la vez que, si deseamos que los sacramentos sean de veras fuerza de salvación, no basta recibirlos, por así decir, pasivamente, sino que deben ser acogidos de forma que comprometan, que la gracia que comunican se lleve a la vida. Frecuentar los sacramentos, resistiéndose a su influjo en la vida, sería desvirtuarlos, dejar de lado que “cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora” (CONV, 115), y por tanto, cerrar las puertas a ese amor.
Antonio MIRALLES
Una frase que estaba ya presente en la enseñanza del papa León XIII, “la Sagrada Escritura es como el alma de la Teología”, resonará, años más tarde, en el Concilio Vaticano II, cuando, al citar la Const. Dogm. Dei Verbum, 24, se diga además que la palabra escrita de Dios, junto con la Sagrada Tradición, constituyen los “cimientos perpetuos” en los que la ciencia teológica se robustece firmemente y se rejuvenece de continuo, “investigando a la luz de la fe toda la verdad contenida en el misterio de Cristo”. San Josemaría aprendió a vivir esa verdad durante su permanencia en el Seminario de Zaragoza, poniendo un interés especial en el estudio de la Biblia; así lo reflejan, entre otras cosas, las máximas calificaciones obtenidas en las asignaturas de Introducción y Exégesis de los Libros Sagrados. A partir de ese estudio y de su experiencia de oración ya desde niño, se puede decir que supo penetrar -de una manera práctica- en la gran verdad teológica del valor insondable de la Escritura.
La lectura de la Biblia es para el cristiano, y lo era para san Josemaría, un acto que debe realizarse con veneración, con conciencia de encontrarse delante del testimonio escrito de la Revelación; es decir, con una actitud de escucha que manifiesta el amor: “Oímos ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla. Porque somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (ECP, 89). Junto a esto consideraba la poquedad humana delante de la grandeza de la Palabra de Dios: “Si acudimos a la Sagrada Escritura, veremos cómo la humildad es requisito indispensable para disponerse a oír a Dios. Donde hay humildad hay sabiduría, explica el libro de los Proverbios (Pr 11, 2). Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: ésta es nuestra grandeza” (AD, 96).
En efecto, buscaba leer e interpretar la Sagrada Escritura con el mismo espíritu con que se escribió, procurando penetrar intelectual y vitalmente en el sentido de los textos sagrados. No pocas veces se servía del Antiguo Testamento, haciendo ver su valor perenne y poniendo como ejemplo de vida y de fidelidad a Dios algunas figuras de profetas y patriarcas. Las experiencias de los diversos personajes del pueblo elegido eran para él algo personal: “No sé qué te ocurrirá a ti..., pero necesito confiarte mí emoción interior, después de leer las palabras del profeta Isaías: «ego vocavi te nomine tuo, meus es tu!» -Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío!: ¡que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor!” (F, 12).
Al mismo tiempo hacía ver que ese recorrido histórico-salvífico confluía en la plenitud de la Revelación, en el Nuevo Testamento, que hace brillar con nueva luz la salvación iniciada por medio de la Antigua Alianza. Enseñaba así, en modo concreto, la unidad y continuidad de la Escritura, y el hecho de que la verdad revelada se encuentra en los distintos textos, aunque no siempre en todos con la misma claridad: “Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra (Sal 33, 5), se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem (Si 18, 12); nos rodea (Sal 32, 10), nos antecede (Sal 59, 11), se multiplica para ayudarnos (Sal 36, 8), y continuamente ha sido confirmada (Sal 117, 2). Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Sal 25, 6): una misericordia suave (Sal 109, 21), hermosa como nube de lluvia (Si 35, 24)” (ECP, 7).
La homilía prosigue haciendo ver la continuidad y, al mismo tiempo, la mayor luz en la Revelación, invitando a contemplar el mismo tema desde la perspectiva neotestamentaria: “Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5, 7). Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso (Lc 6, 36). Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17). ¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía ayudarle en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano” (ECP, 7).
En otro momento, en una apretada síntesis, san Josemaría completa el razonamiento: “Advierte la Escritura Santa que hasta el justo cae siete veces (Pr 24, 16). Siempre que he leído estas palabras, se ha estremecido mi alma con una fuerte sacudida de amor y de dolor. Una vez más viene el Señor a nuestro encuentro, con esa advertencia divina, para hablarnos de su misericordia, de su ternura, de su clemencia, que nunca se acaban. Estad seguros: Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce, y cuenta precisamente con esas debilidades para que nos hagamos santos” (AD, 215).
San Josemaría leía la Biblia in sinu Ecclesise. Las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia iluminaban constantemente su interpretación de la Escritura. Bastaría mencionar las citas de san Agustín, san Jerónimo, san Juan Crisóstomo o santo Tomás de Aquino, por nombrar algunos de los autores que mencionaba con mayor asiduidad. La Tradición viva de toda la Iglesia encontraba un eco enriquecedor -no era solamente repetición- en sus comentarios a los sagrados textos.
Valoraba el sentido y la profundidad de la Palabra de Dios como Revelación del misterio de Dios y de los hombres, y por eso se acercaba siempre a la Escritura con el deseo de conocer su verdad insondable. Como decía Mons. Del Portillo, “dio pruebas constantes de un respeto extraordinario hacia la Sagrada Escritura que, junto con la Tradición de la Iglesia, es la fuente de la que se nutría ininterrumpidamente para su oración personal y para su predicación” (DEL PORTILLO, 1994, pp. 147-148).
La Sagrada Escritura, tanto en sí misma como incorporada a la liturgia, era fuente de esa oración personal y de ese diálogo contemplativo con Dios, que san Josemaría buscaba en cada momento de su existencia. Recitando el Oficio Divino con amor y atención, vivía en primera persona aquello que había escrito en los años treinta: “Tu oración debe ser litúrgica. -Ojalá te aficiones a recitar los salmos y las oraciones del misal” (C, 86). Este consejo era una realidad que se había plasmado en su propia vida. En la celebración diaria del Sacrificio Eucarístico y en la recitación del Oficio Divino rezaba haciendo suyos los pasajes de la Escritura. En particular sabía alegrarse y sufrir, agradecer, perdonar y pedir con insistencia al Señor repitiendo las palabras del salmista, que conocía en muchos casos de memoria. Como anotaba Mons. Del Portillo, “me admiraba la facilidad con que citaba de memoria y con exactitud frases de la Sagrada Escritura. Hasta en sus conversaciones familiares traía a colación textos sagrados para mover a los presentes a una oración más honda” (DEL PORTILLO, 1994, p. 150).
Frecuentemente la Palabra inspirada suscitaba en su oración personal el deseo de acrecentar las virtudes, de vivir de fe, de esperanza y de amor. “Dios es el de siempre. -Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. -«Ecce non est abbreviata manus Domini» -¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!” (C, 586). “«In te, Domine, speravi»: en ti, Señor, esperé. -Y puse, con los medios humanos, mi oración y mi cruz. -Y mi esperanza no fue vana, ni jamás lo será: «non confundar in æternum»!” (C, 95). “La solución es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: «qui autem timet, non est perfectus in caritate». Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer. -Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! -¡Adelante!” (F, 260).
Ya en 1933 san Josemaría había escrito: “Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: «Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo»” (C, 382). No era solamente un consejo, sino algo que el fundador del Opus Dei había procurado vivir con diligencia: “Hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración” (ECP, 14).
Consciente de que la vida del cristiano tiene un solo objetivo, configurarse con Cristo, había escrito: “En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!” (ECP, 104). Ya al inicio de Camino, escribía: “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (C, 2).
Un modo práctico de mostrar esta realidad era la lectura cotidiana del Nuevo Testamento -unos versículos cada día, alrededor de cinco minutos- siguiendo el ejemplo de diversos santos. No pocas veces, anotaba alguna frase que le había llamado la atención. Ésta le servía en ocasiones de jaculatoria que, repetida durante la jornada, le ayudaba a mantener su presencia de Dios. Así lo dejó por escrito. “Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé -metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más-, son para que encarnes, para que «cumplas» el Evangelio en tu vida..., y para «hacerlo cumplir»” (S, 672).
Invitaba a sus hijas e hijos en el Opus Dei a que fuesen protagonistas de los textos que leían y meditaban en el Evangelio, de modo que escuchasen las palabras de Jesús y hablasen con Él: “Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más. Así -sé de tantas almas normales y corrientes que lo viven-, os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas” (AD, 222).
Esa misma invitación la repetía frecuentemente en sus escritos, que en no pocas ocasiones ponían de relieve su modo de leer, meditar y aplicar la vida de Jesucristo a la realidad cotidiana: “Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perenne actualidad del Evangelio: se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina; un amparo que gana en vigor, cuando vamos adelante a pesar de los traspiés, cuando comenzamos y recomenzamos, que esto es la vida interior, vivida con la esperanza en Dios” (AD, 216).
“Cuando se ama a una persona -afirmaba en otro momento- se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección. En los primeros años de mi labor sacerdotal, solía regalar ejemplares del Evangelio o libros donde se narraba la vida de Jesús. Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor” (ECP, 107).
Ya en el inicio de su ministerio pastoral y luego, desde el momento en que Dios le encomendó la tarea de realizar el Opus Dei en la tierra, san Josemaría se apoyó en la Revelación para anunciar el mensaje que Dios le había confiado para transmitir a la humanidad.
Meditó asiduamente los textos bíblicos, especialmente los del Nuevo Testamento, y puso de relieve nuevos aspectos y matices que quizá en un largo periodo de la Iglesia no se habían sacado a la luz. No consideraba la Biblia como un depósito inerte, sino como instrumento vital del que el Señor se sirve para infundir vida sobrenatural a quienes la leen con humildad y deseos de aprender. Una prueba elocuente -comenta Mons. Del Portillo- es la originalidad de sus comentarios a la Escritura, siempre incisivos e inmediatos; no son conclusiones al servicio de una precisa espiritualidad ni simples ejemplos que ilustran conceptos o ideas predeterminados (cfr. DEL PORTILLO, 1993, 149).
Predicando, presentaba la Escritura de tal modo que ella misma expresaba su potencia carismática y sobrenatural, dejando ver su densidad espiritual. En sus manos la Biblia no era jamás un texto erudito o una fuente de citas o lugares comunes. Su predicación acercaba las almas a Dios y a la conversión de corazón. No trató nunca de ser original, porque estaba convencido de que la Palabra de Dios es siempre nueva, y conserva intacta su irresistible fuerza de atracción, si se la proclama con fe.
De ordinario acudía a textos de la Escritura Santa para expresar las luces que el Señor le había hecho ver de un modo muy claro como elementos integrantes del carisma fundacional: la llamada universal a la santidad, el sentido de la filiación divina, la santificación de la vida ordinaria por medio del trabajo.
Su ministerio de la Palabra, su predicación pastoral y sus homilías se nutrían continuamente de la Palabra de Dios y se vigorizaban en la meditación personal y en el estudio, teniendo delante de sí las personas a las que se dirigían sus enseñanzas: “sus meditaciones se caracterizaban por el uso continuo de textos y pasajes evangélicos, que a través de su voz, cobraban vida sugestiva y llena de inspiración”, decía una de las personas que participó o asistió a un curso de retiro espiritual predicado por él (cfr. DEL PORTILLO, 1993, p. 148).
En la meditación personal de la Escritura y en la posterior predicación se advierte un acopio del tesoro acumulado por la Tradición cristiana. Su lectura eleva hacia una mejor comprensión de lo que el texto afirma. En su predicación se nota cómo los tres niveles -lectio, meditatio, contemplatio- se apoyan en una verdadera exégesis de hondo sentido teológico. Su oración partía de la lectio. La meditatio lo llevaba hacia la contemplatio, a tener siempre presente en su mente y en su corazón las escenas de la vida de Cristo.
Como consecuencia de esta actitud de profundización en el sentido del Nuevo Testamento, san Josemaría examinaba su conciencia, e invitaba a los demás a seguir ese camino, teniendo delante de los ojos la figura de Jesucristo, contemplando al Hijo de Dios que ha compartido en todo nuestra naturaleza humana, excepto en el pecado (cfr. Hb 4, 15). Ese conocimiento de Cristo mueve a amarle y a imitarle. Un buen ejemplo es su comentario a la escena de los discípulos de Emaús: “Cuando, al llegar a aquella aldea, Jesús hace ademán de seguir adelante, los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos. Le reconocen luego al partir el pan: El Señor, exclaman, ha estado con nosotros. Entonces se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba por el camino, y nos explicaba las Escrituras? (Lc 24, 32). Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciben el bonus odor Christi (2Co 2, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro” (ECP, 105).
Y yendo al núcleo del Evangelio, enseñaba a meditar el texto sagrado de modo que el ver a Jesús en su humanidad santísima, llevara a la contemplación del misterio divino: “Querría que os fijarais en que nadie escapa al mimetismo. Los hombres, hasta inconscientemente, se mueven en un continuo afán de imitarse unos a otros.
Y nosotros, ¿abandonaremos la invitación de imitar a Jesús? Cada individuo se esfuerza, poco a poco, por identificarse con lo que le atrae, con el modelo que ha escogido para su propio talante. Según el ideal que cada uno se forja, así resulta su modo de proceder. Nuestro Maestro es Cristo: el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino” (AD, 252).
Bernardo ESTRADA
La expresión “Sagrada Familia” hace referencia en el lenguaje cristiano a la familia en la tierra del Hijo de Dios hecho hombre: Jesucristo, su madre Santa María y el patriarca San José. La familia de Nazaret es el lugar de las relaciones en medio de las que “el Verbo se hizo carne” (Mt 1, 14), donde el Hijo, cuyo origen es trascendente y eterno, adquirió entonces un origen humano; lo divino y lo humano se han unido en la normalidad de una existencia familiar convertida así en lugar y ejemplo de unión entre Dios y las criaturas. María y José son las personas que más íntimamente han conocido el misterio del Verbo encarnado, y su santidad consiste en una relación auténtica y personal con Cristo, que los ha transformado interiormente sin modificar sin embargo las condiciones de vida que, a todos los efectos, son las mismas que las de cualquier familia hebrea de la época. María y José están unidos en un matrimonio en el que Dios pide a cada uno que se dé completamente a Él en la virginidad, y al mismo tiempo les da, en cuanto esposos, al propio Hijo: el Unigénito se hace hombre en la fe y en el cuerpo de María, y José es llamado a adherirse en la fe a la iniciativa divina, a convertirse en padre espiritual del Niño para darle un nombre y confirmar su pertenencia a la casa de David (Mt 1, 18-21), dando así cumplimiento a la Escritura (2S 7, 12-16).
El fundamento bíblico de la devoción a la Sagrada Familia se encuentra en los dos primeros capítulos de los evangelios de San Mateo y de San Lucas, donde se narran los misterios de la infancia de Jesús y de su vida en Nazaret antes de iniciar la predicación del Reino. Estos contenidos alimentaron la vida cristiana a partir de la época medieval y más ampliamente en la Edad Moderna. En 1892 León XIII instituyó la fiesta de la Sagrada Familia para impulsar la espiritualidad de las familias cristianas, y en 1921 Benedicto XV extendió su celebración a toda la Iglesia. Esta devoción tuvo una particular importancia en la vida y en la predicación de san Josemaría y se refleja en la historia de la institución por él fundada.
Movido por el deseo de alcanzar una profunda intimidad con Cristo en medio del mundo (“nel bel mezzo della strada”, como le gustaba decir acudiendo a palabras italianas), san Josemaría comprendió que María y José -que estuvieron junto a Jesús y le sirvieron en la normalidad de la vida familiar y de trabajo-, eran las mejores guías para recorrer el camino que Dios le había pedido que abriera: la búsqueda de la santidad en las circunstancias ordinarias. San Josemaría se dirigía a los laicos para presentarles también a ellos un camino de santidad, es decir, de vida cristiana plena, y recurría a la Sagrada Familia, que enseña cómo materializar el amor por Jesús y se convierte en escuela de vida interior, sobre todo para quienes no han sido llamados a abandonar las ocupaciones cotidianas a la hora de seguir a Cristo, sino que lo buscan precisamente en la normalidad de la vida cotidiana. Termina una de sus homilías con esta oración: “Señor, concédenos tu gracia. Ábrenos la puerta del taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu Madre Santa María y con el Santo Patriarca José -a quien tanto quiero y venero-, dedicados los tres a una vida de trabajo santo” (AD, 72). En su esfuerzo por mostrar modelos accesibles de vida interior para los laicos, san Josemaría encontró en la experiencia de familia y de trabajo, de María y de José, el mejor ejemplo de atención amorosa a Jesús, una atención que no exige abandonar la actividad cotidiana, sino que, por el contrario, se “encarna” en ella y en ella se realiza: “Con cuánta ternura y con cuánta delicadeza María y el Santo Patriarca se preocuparían de Jesús durante su infancia y, en silencio, aprenderían mucho y constantemente de Él. Sus almas se irían haciendo al alma de aquel Hijo, Hombre y Dios. Por eso la Madre -y después de Ella, José- conoce como nadie los sentimientos del Corazón de Cristo, y los dos son el camino mejor, afirmaría que el único, para llegar al Salvador” (AD, 281).
Aspecto importante de la devoción de san Josemaría a la Sagrada Familia es el hecho de que contemplaba a María y a José no sólo en el Evangelio, sino también en la Eucaristía, en la Misa y en el sagrario, donde, con un sentido profundo de la comunión de los santos, de la unión de María y José con Jesús, le gustaba considerar que acompañaban a la Persona de su Hijo. Recordaba con cariño una estampa que se difundió en España en la época de su primera Comunión. Representaba a María adorando la Hostia Santa. “Hoy, como entonces y como siempre, Nuestra Señora nos enseña a tratar a Jesús, a reconocerle y encontrarle en las diversas circunstancias del día y, de modo especial, en ese instante supremo -el tiempo se une con la eternidad- del Santo Sacrificio de la Misa” (ECP, 94).
Siguiendo una antigua tradición, llamaba a la Sagrada Familia la “trinidad de la tierra”, es decir, una comunión de personas en la que se reflejaba la Trinidad divina, porque Jesús, María y José formaban una sola cosa por el amor que les unía: “trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande: más que Ella, solo Dios. Y José, que estás inmediato a María, limpio, varonil, prudente, entero” (citado en BERNAL, 1976, p. 319). Con frecuencia a san Josemaría le gustaba llamar a la trinidad de la tierra, de manera abreviada, “los Tres”, animando a sus hijos a “estar siempre con los Tres”, porque de ellos aprendemos el camino para llegar a la Trinidad del Cielo.
En la segunda mitad del siglo XIX la devoción a la Sagrada Familia se centró en la contemplación de Jesús, María y José en su relación íntima y familiar y en su realidad propiamente humana, lo que llevó a presentarlos como modelo para los esposos cristianos. Desde el siglo XVII habían surgido cofradías e instituciones religiosas consagradas a la Familia de Nazaret. Más tarde se habían formado asociaciones familiares que recurrían a su intercesión para obtener la salvación eterna de todos sus miembros. Pero el verdadero cambio se produjo en 1890, cuando el papa León XIII escribió una fórmula de consagración y una oración destinadas a la consagración de las familias a la Sagrada Familia, y en 1892, con el establecimiento de la fiesta litúrgica.
En la predicación de san Josemaría, la referencia a la Sagrada Familia como modelo para los esposos cristianos asumió acentos particulares, derivados de las luces que había recibido de Dios para explicar a las personas casadas que están llamadas a la santidad, que la misma vida matrimonial es un camino vocacional que especifica la llamada a la santidad para todos los cristianos, recibida con el Bautismo. Ya desde los años treinta, había propuesto el ideal de la santidad cristiana en el matrimonio. Por entonces escribió una frase que acabó en Camino, en donde se evidencia el estupor que su predicación producía en sus oyentes: “¿Te ríes porque te digo que tienes «vocación matrimonial»? -Pues la tienes: así, vocación” (C, 27). Luego vendrían las grandes enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre la igual dignidad sobrenatural de todos los bautizados y la llamada a la santidad en el estado matrimonial. San Josemaría había comprendido que los primeros cristianos tenían conciencia de haber sido todos llamados a vivir “en Cristo”, independientemente de su estado de vida. Lo veía evidente, por ejemplo, en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas de San Pablo, escritos inspirados, en los que varios matrimonios cristianos se encuentran entre los principales evangelizadores (cfr. ECP, 30). Consideraba estos ejemplos como una realidad siempre actual: “Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia” (ECP, 22). La Familia de Nazaret enseña a las familias cristianas, por el hecho de tener a Jesús en el centro, a ser centros de irradiación de la luz de Cristo, y lugares desde los que el buen ambiente se difunde en la sociedad, a pesar de tantas dificultades.
El espíritu del Opus Dei está profundamente marcado por la vida de familia, en el sentido de que la relación con Dios está vista en la óptica de la filiación y de la fraternidad: por este motivo, la Familia de Nazaret constituye un importante punto de referencia para el modo de vivir en el Opus Dei. Expondremos a continuación algunas manifestaciones. A san Josemaría le gustaba decir que el Opus Dei era parte de la Familia de Nazaret: “A esa Familia pertenecemos”, comentó en más de una ocasión (VÁZQUEZ, 2002, p. 342). Con esas palabras, exhortaba a todos los fieles de la Obra para que cultivaran un clima afectuoso, de relaciones auténticas y de grandes ideales. La Sagrada Familia enseña a estar unidos en la donación concreta y efectiva, hecha de cosas pequeñas vividas en servicio a un gran proyecto, el de la Redención del género humano: “Hay que embeberse de esta lógica nueva, que ha inaugurado Dios bajando a la tierra. En Belén nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero. Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad, que es la Redención” (Carta 14-II-1974, n. 2: AGP, serie A.3, 95-2-4).
También desde el punto de vista material, la casa de Nazaret constituye un modelo real y práctico para los Centros del Opus Dei: “Los hogares del Opus Dei son acogedores y limpios, nunca lujosos (...). Nuestras casas tienen la sencillez del hogar de Nazaret, que fue testigo de la vida oculta de Jesús” (citado en BERNAL, 1976, p. 293). En la Familia de Nazaret, san Josemaría contemplaba un estilo de vida sencilla pero digna, donde se trabajaba y se vivía sobriamente; una vida centrada en lo fundamental, que es Jesús, pero sin olvidar las cosas de la tierra que Dios ha creado buenas, y que el Hijo de Dios ha redimido del pecado.
Hay un hecho de la historia del Opus Dei especialmente ligado a la Sagrada Familia. En 1951, los padres de algunos de los primeros fieles italianos de la Obra, por un mal consejo, enviaron al papa Pío XII una carta en la que criticaban los modos apostólicos del Opus Dei y pedían que se pusiese fin a esta actuación. El fundador reaccionó ante estas acusaciones injustas acudiendo a la ayuda del Cielo: “Poner bajo el patrocinio de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, a las familias de los nuestros: para que logren participar del gaudium cum pace de la Obra, y obtengan del Señor el cariño para el Opus Dei” (AVP, III, p. 194). El 14 de mayo de 1951, san Josemaría consagró las familias de las personas de la Obra a la Sagrada Familia. Unos meses más tarde, se habían retirado las falsas acusaciones y la tempestad había pasado (cfr. AVP, III, p. 194). Desde ese año, la consagración se repite en todos los Centros de la Obra en la fiesta de la Sagrada Familia, implorando la bendición de Dios para las familias de las personas de la Obra, de modo que comprendan y amen cada vez más la vocación de sus hijos, y el Opus Dei sea un elemento de unidad y de alegría para toda la familia en la tierra, y un instrumento para alcanzar la felicidad eterna en el Cielo.
Carla ROSSI ESPAGNET
Durante los primeros siglos del cristianismo, la figura de san José permanece en un segundo plano en la vida de la Iglesia. Algunos Padres recuerdan y colman de alabanzas al “varón justo”, cuya discreción, silencio y humildad se complacen en poner de relieve al comentar el misterio de la Encarnación. Pero la veneración pública y general al Santo Patriarca no comienza en Occidente hasta los siglos XIII-XV y va unida a los santos de la época que la propagaron, principalmente san Buenaventura, santa Brígida de Suecia, san Vicente Ferrer y san Bernardino de Siena. En el siglo XV, Juan Gerson, famoso teólogo y canciller de la Universidad de París, dio un gran impulso a la devoción a san José, y fue el primero que lo llamó “Abogado Todopoderoso de la Iglesia” (cfr. JANTSCH, 1962, p. 172). En el siglo siguiente, el dominico Isidoro de Isolanis insiste en la importancia de la devoción a san José para la paz del mundo y la extensión misionera de la Iglesia. En su obra Suma de las prerrogativas de San José (1522), suplica al papa que ordene a la Iglesia universal celebrar cada año fiestas en honor de san José, para obtener el fin de las guerras (cfr. MARTELET, 1999, p. 226). Es también conocido el impulso que en el mismo siglo dio a esta devoción santa Teresa de Jesús, quien manifestó su confianza en la protección de san José, dedicándole doce de los conventos que fundó. En el siglo XVII, se debe mencionar a san Francisco de Sales, quien colocó a la Orden de la Visitación bajo el patrocinio de san José. En el siglo XVIII destaca san Alfonso María de Ligorio, que puso a los Redentoristas bajo la protección de san José y escribió un librito con una novena al santo.
Por lo que se refiere al culto, la fiesta de san José está comprobada en Bolonia en el año 1372. Partiendo de Bolonia, la Orden de los Servitas, que ya eran especialmente devotos de la Madre de Dios, contribuyó a la extensión del culto de san José. Sixto IV, probablemente en el año 1481, introdujo la fiesta de san José en la liturgia romana. En 1621, Gregorio XVI declaró de precepto la fiesta de san José, el 19 de marzo. En 1870, Pío IX proclamó a san José Patrono de la Iglesia universal y elevó su festividad al máximo rango litúrgico. En 1955, Pío XII instituyó la fiesta de san José Obrero, el 1 de mayo. Su sucesor, Juan XXIII, quiso que se introdujera el nombre de san José en el canon de la Misa. Juan Pablo II escribió la Exhort. Ap. Redemptoris Custos (15-VIII-1989) sobre la figura y la misión de san José en la vida de Cristo y de la Iglesia.
San Josemaría tuvo siempre una especial devoción a san José, que resumía refiriéndose a él como aquel “a quien tanto quiero y venero” (AD, 72). Este amor al Santo Patriarca se desarrolló en san Josemaría con ímpetu creciente hacia el final de su vida en la tierra, y con singular intensidad durante la catequesis que llevó a cabo en América en los dos últimos años (1974-1975) (cfr. HERRÁN, 1994, p. 12). Junto a la filiación a la Virgen Santísima, consideraba muchas veces la filiación a san José. Enseñaba que la paternidad de san José respecto a Jesús no se reduce a un mero título jurídico: es auténtica paternidad establecida por Dios, que quiso poner a san José a la cabeza de la Sagrada Familia. Esta paternidad se extiende espiritualmente a quienes están unidos a Cristo. Por esto san Josemaría llamaba a san José, nuestro Padre y Señor y consideraba que realmente formamos parte de su familia: “No es un pensamiento gratuito; hay muchas razones para afirmarlo. En primer lugar porque somos hijos de Santa María, su Esposa, y hermanos de Jesucristo, hijos todos del Padre del cielo. Y luego, porque formamos una familia de la que san José ha sido cabeza” (citado en HERRÁN, 1994, p. 14). En esta línea, escribe también: “La Iglesia entera reconoce en San José a su protector y patrono. A lo largo de los siglos se ha hablado de él, subrayando diversos aspectos de su vida, continuamente fiel a la misión que Dios le había confiado. Por eso, desde hace muchos años, me gusta invocarle con un título entrañable: Nuestro Padre y Señor. San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre” (ECP, 39). Como fruto de su especial devoción al Santo Patriarca, san Josemaría quiso nombrarlo Patrono del Opus Dei.
San Josemaría contemplaba a san José como un modelo eminente de santidad cristiana. La tradición devocional lo ha presentado de hecho como el mayor santo después de la Santísima Virgen, debido a una especial predestinación divina (cfr. HERRÁN, 1994, p. 43), y también como paradigma de santidad en las tareas ordinarias: “Eso nos enseña la vida de San José: sencilla, normal y ordinaria, hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente monótonos, que se suceden los unos a los otros. Lo he pensado muchas veces, al meditar sobre la figura de San José, y ésta es una de las razones que hace que sienta por él una devoción especial. Cuando en su discurso de clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el pasado 8 de diciembre, el Santo Padre Juan XXIII anunció que en el canon de la misa se haría mención del nombre de San José, una altísima personalidad eclesiástica me llamó en seguida por teléfono para decirme: Rallegramenti! ¡Felicidades!: al escuchar ese anuncio pensé en seguida en usted, en la alegría que le habría producido. Y así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor sobrenatural de la vida de San José, el valor de una vida sencilla de trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad” (ECP, 44).
Al meditar sobre la personalidad de san José, el fundador del Opus Dei pone de manifiesto el valor divino del trabajo: “Como todos los cristianos que vivimos aquel momento, recibí también con emoción y alegría la decisión de celebrar la fiesta litúrgica de San José Obrero. Esa fiesta, que es una canonización del valor divino del trabajo, muestra cómo la Iglesia, en su vida colectiva y pública, se hace eco de las verdades centrales del Evangelio, que Dios quiere que sean especialmente meditadas en esta época nuestra” (ECP, 52).
San Josemaría subraya también que san José es la persona que más intensamente ha tratado a Jesús y a María: “Si flaqueamos, acudiremos al amor de Santa María, Maestra de oración; y a San José, Padre y Señor Nuestro, a quien veneramos tanto, que es quien más íntimamente ha tratado en este mundo a la Madre de Dios y -después de Santa María- a su Hijo Divino” (AD, 255). Propone al Santo Patriarca como maestro de vida contemplativa y de celo por las almas: “Hemos hablado hoy de vida de oración y de afán apostólico. ¿Qué mejor maestro que San José? Si queréis un consejo que repito incansablemente desde hace muchos años, Ite ad loseph (Gn 41, 55), acudid a San José: él os enseñará caminos concretos y modos humanos y divinos de acercarnos a Jesús” (ECP, 38). En este sentido, escribe también: “José ha sido, en lo humano, maestro de Jesús; le ha tratado diariamente, con cariño delicado, y ha cuidado de Él con abnegación alegre. ¿No será ésta una buena razón para que consideremos a este varón justo, a este Santo Patriarca en quien culmina la fe de la Antigua Alianza, como Maestro de vida interior? La vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con Él. Y José sabrá decirnos muchas cosas sobre Jesús. (...) Maestro de vida interior, trabajador empeñado en su tarea, servidor fiel de Dios en relación continua con Jesús: éste es José, Ite ad loseph. Con San José, el cristiano aprende lo que es ser de Dios y estar plenamente entre los hombres, santificando el mundo. Tratad a José y encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María, que llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret” (ECP, 56; cfr. C, 560; F, 554).
La devoción a san José en el fundador del Opus Dei estaba íntimamente unida a la devoción a la Sagrada Familia, en cuya inseparabilidad insistía. Jesús, María y José formaban una familia unida a la que con frecuencia llamaba la trinidad de la tierra: “Entre los bienes que el Señor ha querido darme, está la devoción a la Trinidad Beatísima: la Trinidad del cielo, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, único Dios, y la trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Comprendo bien la unidad y el cariño de esta Sagrada Familia. Eran tres corazones, pero un solo amor” (citado en HERRÁN, 1994, p. 12). Por eso conviene mantenerlos unidos también en la vida interior, según un itinerario de la vida espiritual que va desde la trinidad de la tierra hasta la Trinidad del Cielo: “A través de Jesús, María y José, la trinidad de la tierra, cada uno encontrará su modo propio de acudir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad del Cielo” (BURKHART- LÓPEZ, II, 2011, pp. 141-143).
Señalemos finalmente que para san Josemaría, la figura de san José está siempre ligada a la fidelidad. Le gustaba imaginárselo joven, fuerte y casto, trabajador y responsable: “Fidelidad y San José son dos temas unidos y con frecuencia repetidos en la doctrina del fundador de la Obra” (SOLER, 2005, p. 279). De ahí que escriba: “Su fiesta es, por eso, un buen momento para que todos renovemos nuestra entrega a la vocación de cristianos, que a cada uno de nosotros ha concedido el Señor” (ECP, 43).
Manuel BELDA
(Nac. Orellana la Vieja, Badajoz, España, 16-X-1879; fall. Madrid, España, 30-XI-1963). Valentín María Sánchez Ruiz fue confesor del fundador del Opus Dei desde 1930 hasta 1940. No tuvieron relación durante los años de la Guerra Civil ni durante unos meses en 1932, con motivo de la disolución de la Compañía de Jesús en tiempos de la Segunda República.
El P. Sánchez Ruiz entró en la Compañía de Jesús el 10 de febrero de 1894. Recibió la ordenación sacerdotal el 21 de junio de 1911. Hizo una labor benemérita en el mundo de las publicaciones católicas a través de la Editorial El Apostolado de la Prensa. Tuvo gran difusión en España su Misal cotidiano para uso de los fieles.
San Josemaría, alentado por la fama que tenía el P. Sánchez Ruiz de ser un buen director de almas, le pidió que fuese su director espiritual a principios de julio de 1930. La primera conversación tuvo lugar en la Residencia de los Jesuitas de la calle de la Flor. En esa primera entrevista san Josemaría le habló del Opus Dei. Unos días más tarde le llevó las notas que tenía escritas sobre la Obra. El 21 de julio, el P. Sánchez Ruiz le devolvió esas hojas y accedió a ser su director espiritual.
El P. Sánchez Ruiz solía recibir a san Josemaría en distintos lugares: en el colegio de Chamartín, en Leganitos, en la calle Almagro, en el primer monasterio de la Visitación, o en la calle de Velázquez, donde tenía su sede el Apostolado de la Prensa.
San Josemaría habla de estas conversaciones de dirección espiritual en las anotaciones de sus Apuntes íntimos. En una de ellas, incluye un comentario que alude al trato con su confesor: “Cuando escribo estas Catalinas (así llamo siempre a estas notas), lo hago por sentirme impulsado a conservar, no sólo las inspiraciones de Dios -creo firmísimamente que son divinas inspiraciones- sino cosas de la vida que han servido y pueden servir para mi aprovechamiento espiritual y para que mi padre confesor me conozca mejor” (Apuntes íntimos, n. 167: AVP, I, p. 339). En su relación, siempre quedó claro entre los dos que el P. Sánchez Ruiz era el director espiritual de san Josemaría, pero que la dirección del Opus Dei correspondía solamente a su fundador (cfr. AVP, I, p. 468).
En cierta ocasión Dios se sirvió de una de estas conversaciones para hacer entender a san Josemaría cuál debía ser el nombre de la nueva fundación: “La Obra de Dios: hoy me preguntaba yo, ¿por qué la llamamos así? (...). Y el p. Sánchez, en su conversación, refiriéndose a la familia nonnata de la Obra, la llamó «la Obra de Dios». Entonces -y sólo entonces- me di cuenta de que, en las cuartillas nombradas, se la denominaba así. Y ese nombre (¡¡La Obra de Dios!!), que parece un atrevimiento, una audacia, casi una inconveniencia, quiso el Señor que se escribiera la primera vez, sin que yo supiera lo que escribía; y quiso el Señor ponerlo en labios del buen padre Sánchez, para que no cupiera duda de que Él manda que su Obra se nombre así: La Obra de Dios” (Apuntes íntimos, n. 126: AVP, I, p. 334).
La relación terminó, en octubre de 1940, a causa de las incomprensiones y dificultades que se levantaron contra el fundador del Opus Dei, como consecuencia de las actuaciones de algunos religiosos en España. La última vez que se encontraron fue el 22 de noviembre de 1948. La Santa Sede había concedido al Opus Dei la aprobación pontificia de sus Estatutos. El P. Sánchez Ruiz se llevó una gran alegría. San Josemaría dejó constancia escrita de ese encuentro: “Se ponía contentísimo con los datos de la extensión de la Obra, que le di. Le tenté un poco, diciéndole: «sufrí de veras, padre; y, al ver aquel acoso que me hacían personas tan buenas..., pensé en algún instante: ¿me equivocaré... y no será de Dios... y estaré engañando a las almas?» Protestó al momento, con calor: «No, no: es de Dios, todo de Dios»” (ibidem, n. 1873, 22-XI-1948: AVP, II, p. 448).
Cuando le llegó a san Josemaría la noticia de su fallecimiento, celebró la santa Misa en sufragio de su alma y escribió una carta al Consiliario del Opus Dei en España, cuyos últimos párrafos son los siguientes: “¡Que en paz descanse, porque era bueno y apostólico! A él acudía yo, especialmente cuando el Señor o su Madre Santísima hacían con este pecador alguna de las suyas, y yo, después de asustarme, porque no quería aquello, sentía claro y fuerte y sin palabras, en el fondo del alma: «ne timeas!, que soy Yo». El buen jesuita, al escucharme horas después en cada caso, me decía sonriente y paterno: «esté tranquilo: eso es de Dios». Perdonad. Soy un pobre hombre. Rezad por mí, para que sea bueno, fiel y alegre. He sentido la necesidad de contarte esto, para que también encomendéis al Señor esa alma, que pienso que le era muy grata” (Carta a Florencio Sánchez Bella, Roma, 6-XII-1963: AVP, II, pp. 448-449).
Ramón PEREIRA
San Josemaría tuvo relación directa, entre 1931 y 1945, con el Real Patronato de Santa Isabel, fundación del siglo XVI, integrada por un monasterio de Agustinas Recoletas, con una iglesia conventual abierta al culto público y un colegio regentado por religiosas de La Asunción. Atendió a ambas comunidades. Allí tuvieron lugar algunos acontecimientos relevantes de su vida espiritual. El conjunto del Patronato de Santa Isabel pertenece en la actualidad a Patrimonio Nacional. Desde el punto de vista eclesiástico, estuvo vinculado a la jurisdicción eclesiástica exenta de la Real Capilla hasta los primeros años de la Segunda República y, posteriormente, a la jurisdicción diocesana. El Patronato, que sigue funcionando en la actualidad, se encuentra en la calle de Santa Isabel, cerca de la Estación de Atocha de Madrid (cfr. SÁENZ RUIZ OLALDE, 1990, pp. 17 ss.).
Antes de relacionarse con el Patronato, san Josemaría estuvo trabajando pastoralmente entre 1927 y 1931 en el Patronato de Enfermos de la calle Santa Engracia, fundado por Luz Rodríguez Casanova y gestionado por las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Enterado de que las Agustinas Recoletas de Santa Isabel se habían quedado sin capellán, les ofreció sus servicios sin percibir retribución ni nombramiento alguno (cfr. AVP, I, pp. 335-337).
En ese momento los bienes pertenecientes al Patrimonio de la Corona y Patronatos Reales habían pasado a depender, por decisión del Gobierno de la República, del Ministerio de Gobernación a través de la Dirección General de Beneficencia; en 1934 ésta se integró en el Ministerio de Trabajo, Sanidad y Previsión Social y, en 1935, el Patronato se vinculó al Ministerio de Instrucción Pública (cfr. Sáenz Ruiz Olalde, 1990, pp. 30-41). Fue, pues, a esas instituciones a las que tuvo que acudir san Josemaría para los asuntos administrativos.
Por otra parte, al proclamarse la Segunda República, la Real Capilla -de la que dependían eclesiásticamente los Patronatos Reales- fue suspendida; pero su prelado, Pro-Capellán de Palacio, Vicario General Castrense y Patriarca de las Indias Occidentales, se mantuvo en su cargo hasta abril de 1933, en que fue nombrado obispo de Cádiz-Ceuta. Durante ese tiempo, san Josemaría estuvo por tanto vinculado a la jurisdicción palatina; después de esa fecha, por indicación de la Santa Sede, el Patronato pasó a depender de la diócesis de Madrid-Alcalá.
San Josemaría fue capellán interino de las Agustinas Recoletas de Santa Isabel entre septiembre de 1931 y diciembre de 1934, cuando fue nombrado rector-administrador del Patronato, cargo que ocupó hasta diciembre de 1945. Gracias a su encargo de capellán en una fundación real, no fue expulsado, como otros sacerdotes extradiocesanos, de la diócesis de Madrid-Alcalá. El posterior rectorado, ya dependiente de la diócesis madrileña, garantizó su estabilidad en la capital de España y permitió su incardinación (Archivo General de Palacio de Madrid, Expediente personal 182/21).
El nombramiento como rector de 1934 fue apoyado por la Priora de las Agustinas Recoletas y otorgado por el Presidente de la República, nuevo Patrono de los antiguos Patronatos Reales. La promoción interna de un candidato conocido fue una práctica habitual en los Patronatos Reales y se repitió en el caso del rector Escrivá de Balaguer. Por lo que se refiere a la colación canónica del cargo, el obispo de Madrid-Alcalá, Mons. Eijo y Garay, otorgó el permiso de palabra, no in scriptis, como medida de protesta ante el régimen republicano, claramente enfrentado a la Iglesia católica.
En enero de 1934, don Josemaría solicitó autorización para ocupar la habitación de los capellanes del Patronato y en la primavera siguiente se trasladó a vivir allí con su familia, con el permiso de Clara de Campoamor, Directora General de Beneficencia.
El Real Monasterio de Santa Isabel fue fundado por san Alonso de Orozco en 1589. En 1610, el convento se trasladó junto al Colegio de Santa Isabel, del que luego hablaremos. En esa misma fecha pasó a la estricta regla de la beata Mariana de san José, y en 1619 quedó bajo la jurisdicción exenta de la Real Capilla de Palacio. El monasterio, a pesar de ser patronato real, sufrió problemas financieros con asiduidad. En 1677 se finalizaron las obras de la iglesia conventual, mejorada por la dinastía borbónica.
El Monasterio de Santa Isabel, dotado de nuevas Constituciones con la llegada de los Borbones al trono, sufrió la exclaustración ordenada por José Bonaparte. No obstante, debido a su condición de patronato real, no padeció otras medidas anticlericales del siglo XIX. Durante el siglo XX, fue desalojado en dos ocasiones: en mayo de 1931, durante la quema de conventos en Madrid, por temor a un incendio provocado, y en mayo de 1936, al ser confiscado el edificio en aplicación de la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas. En Santa Isabel, al contrario que en otros conventos reales de la capital y parroquias cercanas, no hubo que lamentar víctimas personales, aunque hubo cuantiosos destrozos materiales.
El Colegio de Santa Isabel fue fundado en 1592 por Felipe II para niñas huérfanas de servidores de la Corte y su cuidado se encomendó al vecino convento hasta el siglo XVII. En 1876, al inicio del reinado de Alfonso XII, la Congregación de La Asunción, de origen francés, se hizo cargo del colegio, que contaba con internado (para niñas de clases altas) y externado (escuela gratuita para niñas del barrio). Desde 1909 hubo alumnas mediopensionistas. A todas las alumnas de La Asunción se les procuraba facilitar una sólida formación religiosa y vida cristiana. Desde el punto de vista humano, se subrayaba la adquisición de criterio propio, la franqueza y la sencillez en la relación con los demás. Se les proporcionaba también la preparación necesaria para desenvolverse en su ambiente social y el conocimiento de dos lenguas extranjeras. A las alumnas de la escuela gratuita se les facilitaba educación básica, religiosa y formación profesional. Hasta 1927 no se introdujeron en el Colegio de Santa Isabel-La Asunción los estudios de Bachillerato (Anales del Real Colegio de Santa Isabel-La Asunción, III, p. 303).
Aunque teóricamente el capellán de las Agustinas Recoletas no se relacionaba con el vecino Colegio, cuya atención pastoral competía a su propio capellán y al rector del Patronato, el capellán Escrivá de Balaguer, según los Anales del Colegio de Santa Isabel-La Asunción, ejerció cierta actividad pastoral con las alumnas, especialmente a través de clases de catequesis, pláticas y retiros (Anales del Colegio de Santa Isabel, III, pp. 70-71).
La incorporación de san Josemaría al Patronato de Santa Isabel como capellán interino de las Agustinas Recoletas coincidió con una etapa de intenso crecimiento interior plasmado en una honda percepción de la filiación divina, en la devoción a la Eucaristía, al Amor Misericordioso, a la Humanidad de Cristo hecho Niño, a la Virgen María y a los Ángeles Custodios, reflejados en sus Apuntes íntimos y en Consideraciones espirituales, precedente de Camino. Algunos puntos de Consideraciones espirituales, luego de Camino, por ejemplo, los números 98, 425, 892 y 933, fueron escritos en Santa Isabel. También redactó Santo Rosario, a principios de diciembre de 1931, en la Iglesia de Santa Isabel.
En otoño de 1931 las Agustinas Recoletas mostraron a su capellán una imagen del Niño Jesús Dormido del Monasterio, al que tuvo una intensa devoción toda su vida. La imagen se describe en la Catalogación de Patrimonio Nacional, realizada en 1994, como una talla en madera policromada en bulto redondo de un Niño Jesús yacente, de autor anónimo español del último tercio del siglo XVII. En la Historia Manuscrita del monasterio y en la Relación del Convento de Santa Isabel aparecen citadas varias imágenes del Niño Jesús, pero todas son posteriores a 1700. No consta en cambio ninguna anterior; de momento, no ha sido posible hallar documentación escrita sobre la imagen que aquí nos interesa. En 1959, Mons. Escrivá de Balaguer encargó hacer una copia de este Niño Jesús que se conserva en Cavabianca, sede del Colegio Romano de la Santa Cruz (cfr. AVP I, pp. 366-422).
Desde el confesonario en la iglesia de Santa Isabel, abierta al culto público, el capellán Escrivá de Balaguer pudo realizar una labor apostólica con personas que acudían a esa iglesia. Entre ellas se encuentran algunas de las mujeres jóvenes que se acercaron así al Opus Dei, aunque perdieron el contacto con el fundador durante la Guerra Civil (cfr. SASTRE, 1989, pp. 100-107).
Pedro Casciaro, uno de los primeros miembros del Opus Dei, recuerda que en 1936, su fundador, señalando las sepulturas de dos Pro-capellanes de Palacio y Vicarios castrenses que están enterrados en la Iglesia de Santa Isabel, le comentó que la figura jurídica del Opus Dei podría ir en esta línea: la de una jurisdicción secular y personal. Estos prelados son Antonino de Sentmenat y Cartellá y Jaime Cardona y Tur, fallecidos respectivamente en 1806 y 1923; ambos, por razón de sus cargos, tuvieron el título honorífico de Patriarcas de las Indias Occidentales.
Entre la documentación personal del rector Escrivá de Balaguer se conserva un ejemplar del Breve de Clemente XII (1738) sobre el Colegio de Santa Isabel, que incluye el texto del Breve de Paulo V de 1614 referido al Monasterio de Santa Isabel. En ambos textos se alude a la jurisdicción eclesiástica de la Real Capilla de Palacio en el Patronato de Santa Isabel.
A la jurisdicción eclesiástica de la Real Capilla pertenecían el rey, su familia y sus servidores allá donde se localizaran, porque hasta el siglo XVI, la Corte no tuvo sede fija. A la jurisdicción eclesiástica castrense pertenecen los militares y sus familias, sin tener en cuenta dónde se localicen, ya que por razón de su trabajo tienen gran movilidad. En ambas jurisdicciones priman los criterios personales, no los territoriales, igual que en las prelaturas personales (cfr. COMELLA, 2006, pp.145-170).
Finalizada la Guerra Civil, de nuevo como rector-administrador del Patronato, Josemaría Escrivá de Balaguer contribuyó a la instalación de las dos comunidades religiosas integradas en el mismo. El Monasterio de las Agustinas Recoletas y la iglesia habían sido destruidos por un incendio provocado el 20 de julio de 1936. San Josemaría, establecido con su familia y algunos de sus primeros seguidores en la vivienda rectoral, consiguió que las Recoletas se alojaran provisionalmente en una zona del Colegio de Santa Isabel. En agosto de 1939, se trasladó a la Residencia Universitaria de la calle de Jenner, en el número 6. Tras firmar un contrato de arrendamiento para no perjudicar a futuros rectores, cedió gratuitamente su vivienda a las Agustinas Recoletas, que la ocuparon hasta 1946, año en que finalizaron las obras de restauración del Monasterio.
Otra intervención del rector Escrivá de Balaguer tuvo relación con el estatuto legal del Real Colegio de Santa Isabel-La Asunción después de la Guerra Civil. Como ocurriera durante la Segunda República, las autoridades competentes pretendían vincular el centro educativo al Ministerio de Educación Nacional. En ese supuesto, desaparecerían la figura del rector y capellanes de la histórica fundación eclesiástica. San Josemaría defendió el cargo apelando a la secular historia del Monasterio y Colegio y a la voluntad fundacional de Felipe II, relativa a la rectoría y capellanías. Sus argumentos convencieron a las autoridades y se mantuvo el status quo del Patronato, que pasó a depender de la Casa Civil del Jefe de Estado (cfr. AGP, serie A.3, 319, 1, 5).
En 1942, el nuevo Jefe de Estado confirmaba en su cargo de rector de Santa Isabel a san Josemaría, a petición del obispo de Madrid-Alcalá, Mons. Leopoldo Eijo y Garay (cfr. AGP, serie A.5, 208, 3, 2).
En 1946, ante la perspectiva de la expansión del trabajo apostólico del Opus Dei por diversos países y su futura aprobación como institución de derecho pontificio, san Josemaría se trasladó a Roma. En diciembre de 1945 solicitó la dimisión como rector-administrador del Patronato de Santa Isabel, que volvió a visitar durante un viaje por España y Portugal en 1972. En esta visita, el antiguo rector recordó con emoción los años transcurridos en Santa Isabel (cfr. VÁZQUEZ DE PRADA, 1983, p. 389).
Beatriz COMELLA GUTIÉRREZ
Con palabras de san Pablo que fueron repetidamente objeto de su consideración y de su predicación, san Josemaría mostraba su convicción de que la santidad es la meta exacta, adecuada, de la vida del cristiano: “Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad (Ef 1, 4-5). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1Ts 4, 3), ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima” (AD, 2; cfr. en el mismo sentido AD, 294).
Como se puede apreciar en el texto apenas citado -paradigmático en el tema que aquí nos ocupa, pero sólo uno entre muchos-, la santidad del hombre es para san Josemaría el objeto de una llamada de Dios, de una elección, de una vocación. Una vocación que está presente en la eternidad de Dios y que arranca con la existencia misma del hombre (cfr. ECP, 1). Al enseñar que el hombre ha sido creado para Dios, san Josemaría asumía la constante tradición de la Iglesia, tomándola como punto de partida radical. Como consecuencia, en sus escritos, el hombre, el cristiano, es siempre contemplado como el objeto de una elección divina, de una predilección de Dios, que mira con amor a cada uno, y a cada uno destina a la comunión de vida con Él (cfr. ECP, 1). La santidad no es otra cosa que esa comunión de vida con Dios: “Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios; a mayor intimidad con el Señor, más santidad” (AIG, p. 21). Unión con Dios que, como veremos, tiene en san Josemaría unos perfiles bien definidos.
“«Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Efeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos.» -¿Verdad que es conmovedor ese apelativo -¡santos!- que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí?” (C, 469). Este punto de Camino en el que san Josemaría aúna tres textos paulinos (2Co 13, 2; Ef 1, 1; Flp 1, 1), pone de manifiesto, a la vez, la universalidad con que el fundador del Opus Dei proclama la llamada a la santidad (los cristianos pueden dirigirse a otros con el apelativo de “santo”) y la fundamentación bíblica de ese modo de proceder. Conviene por tanto que dediquemos unas líneas a considerar la doctrina bíblica sobre la santidad y su recepción por san Josemaría.
La etimología de la palabra “santo” sugiere la idea de separación, de algo reservado, de algo trascendente. En el Antiguo Testamento, el concepto, en su plenitud, conviene exclusivamente a Dios: sólo Dios es santo por esencia, alejado de todo pecado y de toda imperfección, plenitud de vida y perfección (cfr., por ejemplo, Ex 15, 11; 1S 2, 2; Os 11, 9; Is 6, 3; y comentarios en ANCILLI, 1984, pp. 346-347; ILLANES, 2007, p. 129; MARTI, 2006, p. 26).
La santidad es una propiedad exclusiva de Dios, pero Dios -plenitud del amor trinitario- la puede comunicar a los demás seres, especialmente a los espirituales, haciéndoles partícipes de su vida. La criatura será santificada en la medida en que se separe del pecado y se sustraiga de todo lo que la aparte de Dios. Así, se puede hablar de personas santas, lugares santos, etc. (cfr. Ex 3, 5; Ex 35, 2; Ex 19, 6; Lv 11, 44; Lv 11, 20-26; Lv 21, 6-8; Sal 5, 8; Ne 8, 11). Y así, también, el pueblo de Dios es santo, y está llamado a corresponder a la libre elección divina purificándose de toda inmundicia incompatible con la santidad de Dios: “Sed santos, porque yo, Yahveh, Dios vuestro, soy santo” (Lv 19, 2; Lv 20, 26).
El Nuevo Testamento hace también sujeto de este atributo divino a Jesús (cfr. Hch 3, 14). En Cristo, la comunicación de la vida y la santidad divinas alcanza su punto máximo al hacerse su naturaleza humana partícipe de la santidad del Verbo, quedando así santificada, penetrada de la vida de Dios. Cristo es santo en su ser, en su persona, y en su operación, en la que la voluntad humana se une perfectamente a la divina. Y junto a Jesús, también el cristiano es denominado santo, por la particular unión que alcanza con Cristo por el Bautismo (cfr. Hch 9, 13; Rm 16, 2; Rm 15, 25; 1Co 16, 1; 2Co 1, 1) gracias a la acción del Espíritu Santo, que Cristo envía desde el Padre. De esta manera, el cristiano es santo porque es templo del Espíritu Santo (cfr. 1Co 6, 19), nueva criatura en Cristo (cfr. Ga 6, 15) y, en suma, hijo de Dios (cfr. Rm 8, 14-17; 1Jn 3, 1-2) (cfr. ILLANES, 2007, p. 131).
Los textos del Nuevo Testamento implican una notable profundización en la noción de santidad respecto a los del Antiguo (cfr. ILLANES, 2007, p. 132). La santidad no se predica sólo del pueblo de Israel, sino de toda persona que recibe la gracia. Y la palabra adquiere una densidad particular: connota no solamente algo moral, sino algo mucho más íntimo: la participación en la vida misma de Dios. Más concretamente, una participación en la vida misma de Cristo, y en Él y por Él en la de la Trinidad, que afecta a los niveles más profundos del ser, que transforma y eleva al hombre, elevando también su acción. Al mismo tiempo, se universaliza la aplicación del concepto: “No estamos destinados -decía san Josemaría- a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres. Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo” (ECP, 133).
Dicho con otras palabras, en el cristiano no sólo se da una santidad moral sino también una santidad ontológica, puesto que participa realmente del ser de Cristo. Con el Bautismo, la Trinidad viene a habitar en el cristiano por la infusión en el alma de una nueva realidad que la transforma: la gracia, a la que acompañan las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Así, con la gracia y con la efusión en él del Espíritu Santo, el cristiano es divinizado (cfr. Ga 6, 15; 1Jn 3, 1), se hace partícipe de la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4). De esa santidad ontológica, real, del hombre cristiano, surgen sus obras como de una nueva naturaleza; de modo que estas obras, en la medida en que corresponden a esa nueva naturaleza, son también santas, expresión y fuente de santidad (cfr. ANCILLI, 1984, pp. 347-350).
En el Bautismo, el cristiano, por obra del Espíritu Santo, es injertado en Cristo y comienza a vivir de la santidad de Dios como hijo de Dios en Cristo. Toda realización ulterior de la realidad cristiana se fundamenta y se inserta en el Bautismo. La plenitud de la vida, la santidad, no será otra cosa que la realización acabada y perfecta de todo lo que la vida divina ha puesto en el corazón del cristiano.
“Tienes obligación de santificarte. -Tú también. -¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto»” (C, 291; la historia de este punto, en CECH, pp. 471-473). La santidad es la meta propia del bautizado y también, a través de la Iglesia, la de todo hombre, ya que todo hombre está llamado desde la obra redentora de Cristo a la salvación, que se opera en la Iglesia y por el Bautismo. El transcurrir de la historia irá propiciando la aparición de muy diversos modos de realizar en el tiempo esa llamada: la historia de la Iglesia está jalonada de santos, también reconocidos por la Iglesia (canonizados) que manifiestan la riqueza de aspectos y facetas de la santidad. Esta misma historia pone de relieve que en determinadas épocas la percepción de la santidad como la meta común a la que todo cristiano está llamado por el hecho mismo de su bautismo se ha difuminado hasta llegar a la persuasión de que la santidad parecería una meta demasiado alta para el común de los cristianos corrientes y, por tanto, accesible sólo a algunos.
La proclamación sin ambages por parte del Concilio Vaticano II de la llamada universal a la santidad supuso la cancelación definitiva de esa tendencia: “todos en la Iglesia -afirma la Lumen Gentium- , ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Ts 4, 3; Ef 1, 4)” (LG, 39).
San Josemaría -que ha sido considerado, precisamente en este punto, un precursor del Vaticano II- lo venía afirmando, de palabra y por escrito, desde decenios antes: “Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas” (CONV, 26). En un documento terminado de redactar en los años sesenta, pero con materiales de la década de 1930, recalcaba: “Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa -homo peccator sum (Lc 5, 8), decimos con Pedro-, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo” (Carta 24-III-1930, n. 2: ILLANES, 2007, pp. 146-147).
Y en otro lugar, haciendo referencia expresa a la gracia bautismal, decía: “todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad (cfr. 1Co 12, 4-6; 1Co 13, 1-13)” (ECP, 134; cfr. en el mismo sentido F, 13, 562).
Estando todos los cristianos llamados a la plenitud de la vida cristiana, esta puede ser buscada, y alcanzada, en cualquier estado o condición. Concretamente el cristiano corriente, el laico seglar, debe buscar la configuración con Cristo en medio del mundo en que vive; de modo que es precisamente a través de las vicisitudes de la vida en el mundo como, unido a Dios y con la ayuda de la gracia, podrá llevar a plenitud su ser de cristiano. La existencia en el mundo (familiar, profesional, social, etc.) ofrece al cristiano, a quien Dios llama a vivir esa vida, la ocasión para tratar al Señor y servir a los demás ejercitando todas las virtudes -la caridad, la esperanza, la misericordia, la justicia, etc.- hasta el heroísmo y, de esta forma, perfeccionando a través de su conducta y de su vida ordinaria en el mundo la imagen de Cristo que le fue impresa en el Bautismo (cfr. BURKHART - LÓPEZ, I, 2010, pp. 49-52).
San Josemaría predicó incansablemente que toda la vida del cristiano, la lucha por la santidad, surge de la gracia de Dios y de la correspondencia de cada uno a esa gracia. Y siendo los sacramentos los cauces ordinarios de la comunicación de la gracia, no podían menos que aparecer muy frecuentemente en sus escritos y en su predicación. La raíz de la santidad del cristiano es sacramental. Los sacramentos lo configuran con Cristo y hacen posible que desarrolle la vida en Cristo que esa configuración trae consigo (cfr. ECP, 78). No es por eso de extrañar que los diversos sacramentos ocupen un papel destacado en la predicación del fundador del Opus Dei. Sirvan de ejemplo algunos textos:
- “El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor” (ECP, 106).
- “En el bautismo, nuestro padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos (Tt 3, 5-7)” (ECP, 128).
- “«Induimini Dominum Jesum Christum» -revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía San Pablo a los Romanos. -En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos” (C, 310).
- “Se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos (cfr. S.Th. III, q. 65, a. 3). En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catequesis, 22, 3)” (ECP, 87).
- “El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive” (CONV, 91).
En el conjunto de citas que acabamos de realizar se pueden distinguir dos cosas. En primer lugar, la íntima conexión de la doctrina de san Josemaría con toda la tradición cristiana y, si se quiere, particularmente con la de los Padres de la Iglesia. En segundo lugar, que esa acentuación sacramental de san Josemaría -según la perspectiva espiritual que le es propia- entronca y en parte se adelanta a algunos de los desarrollos en la fundamentación o enfoque de la teología moral contemporánea. Abandonando un planteamiento en parte voluntarista y en parte intelectualista -en el que incidió gran parte de la teología moral del siglo XVI y siguientes-, en nuestros días se ha abierto paso en la teología moral un planteamiento de fundamentación, confirmado por Juan Pablo II en la Cart. Enc. Veritatis splendor, que se apoya en la comprensión del sujeto moral cristiano como “hijo de Dios en Cristo por obra del Espíritu Santo”, viendo en el Bautismo y en la Eucaristía los dos momentos fundamentales de esa configuración.
El Bautismo incorpora a la persona que lo recibe a aquello que un día vivió Cristo: su muerte y su resurrección, su experiencia de la muerte y su paso a la vida. Participando en el Bautismo del acontecimiento de la Cruz, el hombre se ve realmente liberado del pecado. Y así como la muerte y sepultura de Cristo no son hechos aislados, sino que se ordenan a su resurrección -y han de ser comprendidos en conjunto-, así también, el sacramento del Bautismo tiene por objetivo un cambio completo del hombre, el don de la vida nueva, la participación en la vida misma de Cristo resucitado (cfr. VS, 21). Se participa, por tanto, de la muerte de Jesús para pasar a una vida libre del pecado en comunión con Cristo resucitado.
La Eucaristía a su vez se ordena a llevar a la plenitud esa vida nueva recibida en el Bautismo. En efecto, siguiendo el paralelismo tradicional que la teología católica establece entre los sacramentos y la vida natural del hombre, se puede decir que, así como nacer no es vivir, aunque para vivir hay que nacer, de modo análogo, el nacer a la vida cristiana, siendo imprescindible, no lo es todo: hay que vivir y ese vivir, que implica el actuar libre que desenvuelve la vida y la lleva a plenitud, es alimentado y hecho posible por la Eucaristía. Participar en la Eucaristía supone para el bautizado recibir a Cristo mismo y tomar parte en la donación incondicionada de Cristo por amor, reconocer el amor sacrificial de Cristo y hacerlo propio configurando el propio modo de vivir al del Señor que se les entrega. El vivir del cristiano puede así ser un vivir desde y por amor, en una donación incondicionada al Padre y a los demás hombres, como el de Cristo.
Dicho con otras palabras, mediante la celebración de la Eucaristía, Cristo arranca al creyente de la posesión egoísta de sí mismo y lo hace partícipe de su misma caridad. Participando en este sacramento, el cristiano se hace capaz de articular su conducta desde el fundamento originario de su nueva vida, desde el amor, configurándose plenamente a Cristo y siendo capaz de vivir la vida del Señor, y así, convertirla en el seguimiento de Cristo, en la identificación con Jesús.
En sintonía con estas verdades cristianas, san Josemaría recalca la necesidad de que el sacrificio eucarístico, la santa Misa, constituya el centro y la raíz de la vida del bautizado: “Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto -prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente-, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...” (F, 69; cfr. en el mismo sentido, subrayando la razón de fin de todos los sacramentos que tiene la Eucaristía, ECP, 86-87). Y como prolongación de la celebración eucarística, el trato con Jesús en el Sagrario: “¡Sé alma de Eucaristía! -Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!” (F, 835).
La participación en la vida de Cristo, la unión con Cristo, presupone la acción del Espíritu Santo y, a la vez, conduce a abrazarse a ella. Es el Espíritu Santo quien santifica al hombre (cfr. C, 57), quien guía al cristiano en el proceso de configuración de la propia vida según Cristo: “el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14)” (ECP, 135; cfr. C, 273).
Junto al Bautismo y a la Eucaristía san Josemaría concedía un lugar de privilegio en la vida del cristiano al sacramento de la Penitencia. Era bien consciente de que en la respuesta libre del hombre a los dones de Dios cabe la posibilidad del error, de la flaqueza. De ahí que la santidad del cristiano se configure siempre con la forma de una lucha interior que no cesará hasta el momento mismo de la muerte: “La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad -insisto- está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios” (F, 312). En esa vida de amor y empeño, ocupa un lugar importante la Penitencia. “Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia” (AD, 214), y poco después añade: “En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios” (ibidem). De esa forma, la santidad del cristiano se va haciendo realidad mediante la sinergia de la voluntad y los dones de Dios, y la correspondencia libre, agradecida, amorosa y filial del hombre (cfr. S, 668; F, 429 y 990.
Con toda la tradición cristiana, san Josemaría entiende la santidad como unión con Dios. Una unión a la que se ordenan los dones recibidos con el Bautismo y panificados por la Eucaristía, que configuran con Cristo. El cristiano se une a Dios siendo configurado con Cristo y viviendo de lo que Cristo es por la obra del Espíritu Santo. Dicho con otras palabras, la santidad forma una sola cosa con la identificación con Cristo.
La expresión “identificación con Cristo” tiene un valor específico. No es, por lo demás, la única que permite la descripción de la vida cristiana como vida de relación con Cristo. El Nuevo Testamento mismo nos ofrece al menos otras dos: imitación de Cristo y seguimiento de Cristo, de tal modo que la santidad puede ser caracterizada como el seguir a Cristo y el imitar a Cristo. Está claro que el imitar y el seguir tienen aquí un sentido pleno, como lo enseña de modo catequético Juan Pablo II, en la Cart. Enc. Veritatis splendor: el fundamento esencial y original de la moral cristiana es seguir a Cristo, un seguimiento que no se reduce a una mera imitación exterior, sino a un seguir interior, conformándose a los sentimientos mismos de Jesús, compartiendo su vida y su destino, haciendo del amor la expresión de la propia vida (cfr. VS, 19).
El seguimiento y la imitación de Cristo entendidos de este modo son completamente análogos a lo que designamos como identificación con Cristo. De hecho, san Josemaría utiliza en muchas ocasiones esas expresiones: seguimiento de Cristo (cfr. S, 728), imitación de Cristo (cfr. ECP, 106). Pero se puede establecer un matiz que las diferencia de la identificación con Cristo. El matiz consiste en que para san Josemaría, la identificación con Cristo es como la meta o el ideal al que tienden y en el que naturalmente han de terminar el seguimiento y la imitación de Cristo. El cristiano es y ha de llegar a ser “ipse Christus”, el mismo Cristo, dirá innumerables veces: “En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!” (ECP, 104).
Citamos dos textos más en los que san Josemaría pone de relieve la cercanía y la orientación de los conceptos de seguimiento e imitación de Cristo con el de identificación con Cristo:
- “Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro único modelo. Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas, adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres” (AD, 128; el subrayado es nuestro).
- “Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 12, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo” (AD, 299).
Al comprender la santidad como identificación con Cristo, san Josemaría la concibe, por un lado, como algo dado, que se comunica al cristiano con la gracia a través de los sacramentos, empezando por el Bautismo. Y por otro lado, como un proceso de crecimiento en la semejanza a Cristo, que se va obrando a lo largo de toda la vida por la correspondencia del cristiano a la gracia recibida. Esa plenitud llegará al final, cuando cada uno, tras la muerte, alcance la identificación plena con Cristo y, con ella, la comunión plena de vida con Dios. Pero se inicia ya en la vida en el tiempo con la correlación entre gracia de Dios y correspondencia del hombre. De aquí que san Josemaría describiera la santidad al mismo tiempo como un don y como una tarea. Dios concede sus dones; el hombre, al recibirlo, es llamado a aplicar su libertad en corresponder con todas sus fuerzas de modo que el Espíritu Santo pueda ir conformando en él la imagen de Cristo. “No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas” (ECP, 58).
La comprensión de la santidad como identificación con Cristo lleva consigo ineludiblemente la afirmación del apostolado, la llamada como contribución a la santificación de los demás, como una tarea inherente a la propia santificación. En efecto, dada la configuración real con Cristo que se obra con el Bautismo y se plenifica con la Eucaristía, el ser, el sentir y el vivir del cristiano pueden ser, deben ser, el ser y el sentir del propio Cristo. En suma, la configuración del cristiano con Cristo lleva también consigo la configuración de la misión del cristiano en el mundo con la de Cristo.
Fue en san Josemaría una profunda convicción doctrinal la inseparabilidad en Jesucristo de su ser y de su misión: “No es posible separar en Cristo su ser de Dios- Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres” (ECP, 106). Si en Cristo ser y misión constituyen una unidad indisociable, en el cristiano, configurado verdaderamente a Cristo, ha de ocurrir lo mismo. El apostolado es, desde esta perspectiva, la manifestación de la santidad: “Es preciso que seas «hombre de Dios», hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. -Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida «para adentro»” (C, 961).
La vida del cristiano es, por eso, para san Josemaría una vida dotada de un significado apostólico profundo, determinante. Así como Cristo vivió para entregarse para la redención de los hombres, también el cristiano debe vivir de cara a los demás, con actitud no sólo de respeto sino de amor y de espíritu de servicio, procurando transmitirles siempre con respeto a su libertad, lo que sabe que es el don más precioso para todo hombre, la fe. De este modo el cristiano continúa la misión redentora de Cristo: “Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención” (ECP, 183).
En esta línea, y con frecuencia, san Josemaría utiliza el término corredención o corredentores para significar gráficamente la participación del cristiano en la misión de Cristo (de cuyo ser ya participa por la gracia): “La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención. Nos urge la caridad de Cristo (cfr. 2Co 5, 14), para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas. Mirad: la Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1Co 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6)” (ECP, 120-121). Corredención, apostolado, santificación de la vida ordinaria, santidad forman así una profunda unidad.
El proceso a través del cual el bautizado va progresando en la configuración con Cristo recibida en el Bautismo tiene para san Josemaría una serie de referencias, como jalones, necesarias para alcanzar esa finalidad. Se pueden encontrar expresadas con una gran belleza en la homilía Hacia la santidad (AD, 294-316). También aparecen con los matices del tema concreto de que se ocupa en La grandeza de la vida corriente (AD, 1-22). Las mismas ideas pueden encontrarse diseminadas por toda su predicación.
En apretada síntesis, se podrían señalar los siguientes rasgos o dimensiones en ese camino de santidad o identificación con Cristo:
a) Piedad, trato personal con Dios, vida interior
“La meta no es fácil: identificarnos con Cristo. Pero tampoco es difícil, si vivimos como el Señor nos ha enseñado: si acudimos diariamente a su Palabra, si empapamos nuestra vida con la realidad sacramental -la Eucaristía- que Él nos ha dado por alimento” (ECP, 32). Impulsa, por tanto, al trato directo con Dios en la oración y en la Eucaristía, como medio indispensable para identificarse con Él (cfr. también, ECP, 107; AD, 111). En definitiva, se trata de conocer y amar a Jesucristo, lo que implica dirigir la mirada hacia la Humanidad Santísima de Cristo (cfr. AD, 299-300), mediante la lectura meditada del Santo Evangelio y de la Pasión del Señor.
En la homilía Hacia la santidad describe con detalle ese camino de oración, subrayando -de cara precisamente a poner de relieve que trata de un camino llamado a ser recorrido por cristianos corrientes- que se inicia con las oraciones que se aprendieron desde niños, de modo que, perseverando en ese inicio de contemplación que implica la oración infantil, y a través de una vida espiritual cada vez más honda, se llega hasta la intimidad con la Trinidad Beatísima (cfr. AD, 295-298).
b) Amor a la Cruz
De manera clara, san Josemaría advierte que “estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos” (AD, 301).
La Cruz, que formó parte integrante de la vida de Jesús entre los hombres, no puede no estar presente en la del cristiano, que tiene que ser vida de amor y de entrega. La contemplación de la cruz de Cristo ayuda por lo demás a alcanzar una comprensión profunda del sentido verdadero del dolor y del sufrimiento, hasta captar ese signo positivo -capacidad de amar sin límites en la obra de la redención- que tan difícil es de vislumbrar cuando se contempla desde una perspectiva exclusivamente natural.
De ahí que invitara a meditar en la Pasión del Señor, introduciéndose por derroteros de contemplación hasta las llagas abiertas del Redentor (cfr. AD, 302).
c) En la vida corriente
San Josemaría describe un itinerario exigente que puede y debe ser recorrido por cualquier persona en el contexto de su vida normal y corriente. No hay en la santidad nada que pueda ser considerado extraordinario, en el sentido de reservado para algunos que reciben de Dios un don particular, aunque tenga todo lo extraordinario que implica la realidad del obrar de Dios: “Me interesa confirmar de nuevo -afirma en una de sus homilías- que no me refiero a un modo extraordinario de vivir cristianamente” (AD, 312), sino de afrontar la vida ordinaria y corriente, con presencia de Dios y con espíritu de servicio que anima todas las acciones. Es en las circunstancias de cada día y a través precisamente de ellas, donde el cristiano encuentra a Dios y vive la vida sobrenatural que le ha sido comunicada por la gracia divina.
d) En unión con la Santísima Virgen
El cristiano está acompañado a lo largo de todo su camino por la Madre del Redentor. Es en María donde mejor se ha realizado la configuración a Cristo, en su ser y en su misión, por obra del Espíritu Santo, y es María quien puede guiar al cristiano en ese proceso de identificación. El modelo del cristiano es siempre Jesucristo, pero para acercarse a ese modelo ha de estar presente ante nuestros ojos la vida, el ejemplo de la Santísima Virgen, como modelo para la identificación con Jesucristo.
Pueden citarse aquí, junto a numerosos puntos de Camino, Surco y Forja, las tres homilías sobre la Virgen publicadas en Es Cristo que pasa y Amigos de Dios, en las que san Josemaría exhorta a imitar a María, a sentirse identificado con Ella, para alcanzar la santidad y, como redundancia, a cumplir la personal misión apostólica. Citamos un pasaje entre tantos otros: “Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fíat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios” (AD, 281).
Enrique MOLINA
La exposición de la moral cristiana realizada por el Catecismo de la Iglesia Católica (CCE) arranca desde una óptica de vocación universal a la santidad (nº 1691- 1698), meta de la vida (nn. 2012-2016) y del esfuerzo de todo cristiano: “En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo” (nº 1709). No es anecdótico que el Catecismo haya querido exponer la «Vida en Cristo» (la parte moral) desde la grandiosa perspectiva conciliar del capítulo V de Lumen gentium, dedicado a la vocación universal a la santidad en la Iglesia. Juan Pablo II afirmó que esta doctrina “ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana” (ChL, 16).
La importancia atribuida en la enseñanza reciente a la doctrina de la llamada universal a la santidad no significa que ésta constituya una novedad: la conciencia de esa llamada ha estado siempre presente en la vida de la Iglesia, como no podía ser de otra manera, puesto que tiene su raíz en la regeneración operada por el Bautismo y ha sido proclamada por el mismo Jesucristo (cfr. Mt 5, 48). También es cierto que en el Magisterio reciente es proclamada con una claridad, profundidad y fuerza que aspira a poner fin a un descuido multisecular. Mientras en los tres primeros siglos de cristianismo el bautizado intentaba vivir el radicalismo cristiano como respuesta a la llamada divina, con la paz de Constantino se debilitó, de hecho, la vida cristiana: el aumento de conversiones no garantizaba su calidad. El monaquismo fue la respuesta de la acción del Espíritu Santo a una Iglesia que perdía vitalidad, y los monjes fueron considerados prototipo de vida cristiana. La posterior tendencia medieval a estructurar jerárquicamente la sociedad favoreció una creciente distancia entre clero, monacato y laicado; así se consideraba que estos últimos, en cuanto simples miembros del pueblo, no serían objeto de particular elección de Dios. Aunque a lo largo de los siglos no faltaron maestros que predicaron la apertura de la santidad a todos los cristianos, en la práctica pastoral y en la reflexión teológica se tendía a acentuar las dificultades que podía representar la vida en el mundo para alcanzar una verdadera santidad. Esta perspectiva o tendencia fue descalificada por el último Concilio: “Todos los cristianos, por tanto, en sus condiciones de vida, trabajo y circunstancias, serán cada vez más santos a través de todo ello si todo lo reciben con fe de manos del Padre del cielo y colaboran con la voluntad de Dios, manifestando a todos, precisamente en el cuidado de lo temporal, el amor con el que el Padre amó el mundo” (LG, 41).
Los factores que contribuyeron en el siglo XX a madurar la propuesta, en términos inequívocos, de la llamada universal a la santidad fueron de orden teórico -una renovada teología que hizo emerger en la Iglesia su dimensión espiritual y sacramental-, y de orden práctico o vital, de un despertar de la conciencia de misión de los laicos: “Las manifestaciones de este fermento laical en la vida de la Iglesia son muy variadas y heterogéneas, en sus orígenes y fines: la floración de asociaciones de obreros y de estudiantes en el norte de Europa como cauce de la acción de los católicos en el mundo; la promoción de la Acción Católica por parte de la Jerarquía; las llamadas «nuevas formas» de búsqueda de la perfección en el mundo, que desembocaron en los Institutos seculares; los movimientos de espiritualidad y apostolado familiar como los Équipes Notre-Dame de Henri Caffarel (fundados en Francia en 1939) y los Gruppi di spiritualitá familiare (creados por Cario Colombo, en Milán, en 1949); y el fenómeno pastoral del Opus Dei, suscitado por iniciativa divina en 1928 para proclamar y difundir, precisamente, la llamada a la santidad en medio del mundo, a través del trabajo santificado” (BOSCH, 2008, p. 50).
“Por haber proclamado la vocación universal a la santidad desde la fundación del Opus Dei en 1928, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer ha sido unánimemente reconocido como un precursor del Concilio precisamente en aquello que constituye el núcleo fundamental de su Magisterio” (Decreto de introducción de la Causa de Beatificación, 19-II-1981). “Con sobrenatural intuición, el Beato Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado” (JUAN PABLO II, Homilía, 17-V-1992). Efectivamente, el 2 de octubre de 1928, el joven Josemaría “percibió con una luz especialísima la universalidad de la llamada de Dios, y ante su vista se abrió un panorama amplio, ilimitado, de cristianos de las más diversas condiciones y latitudes santificándose en medio de las ocupaciones profesionales y de los quehaceres más diversos” (ILLANES, 2003, p. 74): “A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén” (AD, 294). Esa «sobrenatural intuición» es fruto de la gracia que Dios concede a quien se esfuerza en meditar su Palabra: “no es una casualidad que las grandes espiritualidades que han marcado la historia de la Iglesia hayan surgido de una explícita referencia a la Escritura. Pienso, por ejemplo, (...) en san Josemaría Escrivá y su predicación sobre la llamada universal a la santidad” (VD, 48).
Los textos bíblicos que el Magisterio y la teología utilizan para fundamentar la doctrina de la llamada universal a la santidad fueron comentados por san Josemaría en ese mismo sentido:
- “Tienes obligación de santificarte. -Tú también. -¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto»” (C, 291; cfr. Mt 5, 48).
- “No me gusta hablar de elegidos ni de privilegiados. Pero es Cristo quien habla, quien elige. Es el lenguaje de la Escritura: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem -dice San Pablo- ut essemus sancti (Ef 1, 4). Nos ha escogido, desde antes de la constitución del mundo, para que seamos santos” (ECP, 1; cfr. AD, 2);
- “Las palabras de Jesús, amorosas y a la vez exigentes, ¿son sólo para oírlas, o para oírlas y ponerlas en práctica? Él dijo: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos” (ECP, 33);
- “Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: hæc est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1Ts 4, 3), ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación” (AD, 2).
Cerramos esta serie de textos de citas bíblicas con el inicio de la homilía Hacia la santidad: “Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1Ts 4, 3). Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os lo recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la Voluntad de Dios, que seamos santos” (AD, 294).
Pero san Josemaría no se limita a remitir a algunos textos, o a proclamar la llamada a la santidad de modo genérico, sino que los glosa. En sus escritos “esa llamada es universal tanto en sentido subjetivo (todos los hombres son llamados personalmente) como en sentido objetivo (todas las situaciones de la vida son lugar y medio de santidad)” (BURKHART - LÓPEZ, I, 2010, p. 205). “Mi predicación -afirma con palabras netas- ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas” (CONV, 26). Para san Josemaría, ser cristiano es sinónimo de ser llamado a la santidad e, inseparablemente, ser apóstol: “Aunque seamos personalmente indignos, la gracia de Dios nos convierte en instrumentos para ser útiles a los demás, comunicándoles la buena nueva de que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2, 4)” (ECP, 175).
La llamada a la santidad y al apostolado tiene su raíz en el Bautismo, pero el cristiano está llamado a descubrirla a lo largo de su existencia, en la que habrá momentos en los que advierte que consciente y libremente ha de responder a la gracia que Dios ha determinado para él: “Estás obligado a ser santo: a no defraudar a Dios, por la elección de que te ha hecho objeto; ni tampoco a las criaturas, que tanto esperan de tu vida de cristiano” (F, 20). Con la predicación de la llamada universal a la santidad san Josemaría se dirige a todos los cristianos, incluyendo a los que en la vida corriente buscan a Dios en el cumplimiento de sus deberes familiares y profesionales: “«¿Quién ha dicho que, para llegar a la santidad, sea necesario refugiarse en una celda o en la soledad de una montaña?», se preguntaba, asombrado, un buen padre de familia, que añadía: «entonces serían santas, no las personas, sino la celda o la montaña. Parece que se han olvidado de que el Señor nos ha dicho expresamente a todos y cada uno: sed santos, como mi Padre celestial es santo». -Solamente le comenté: «además de querer el Señor que seamos santos, a cada uno le concede las gracias oportunas»” (S, 314).
Vicente BOSCH
Santo Rosario es la primera obra escrita de san Josemaría, publicada por primera vez en 1934. En 2010 se encontraba traducida a treinta idiomas y, en España, había alcanzado la 50ª edición. El número de ejemplares editados superaba el de 1.250.000. También en ese mismo año apareció la edición crítico-histórica de Santo Rosario en la Colección de Obras Completas de San Josemaría.
En sus primeras fases editoriales siguió un curso muy similar al de Camino. San Josemaría lo calificaba como un escrito “para ayudar a hacer oración”, en el que procuraba transmitir un poco de su experiencia y mostrar un modo accesible de oración contemplativa al hilo de los misterios del Rosario. Su intención era conducir a los lectores por el camino de la contemplación, animándoles a introducirse en la vida de Jesucristo y de Santa María como un personaje más, instándoles a no ser meros espectadores sino co-protagonistas de las escenas evocadas en los misterios. Santo Rosario es fiel reflejo de la vida espiritual y de las experiencias interiores de san Josemaría, en el otoño de 1931.
El libro, en su núcleo inicial y fundamental, fue escrito durante la novena de la Inmaculada de 1931, en la acción de gracias de la Misa, junto al presbiterio de la iglesia del Patronato de Santa Isabel, de Madrid. El autor solía decir que lo escribió de un tirón. Hay datos suficientes para saber que el 6 de diciembre ya estaba escrito. Pocos días después trasladó las primeras notas a unas cuartillas, con esmerada caligrafía, con la idea de imprimirlas a velógrafo (cfr. AVP, I, p. 409).
El autógrafo de Santo Rosario se conserva y tiene la forma de un cuaderno de 17 hojas apaisadas de 15x21 cm, con las marcas del óxido de las grapas en el borde izquierdo. El texto está formado por cuatro piezas: la primera consta de tres hojas para presentar el modo que propone de rezar el Rosario; la segunda, de las hojas 4 a 13 y tres líneas de la 14, contiene los quince misterios del Rosario; la tercera, de las hojas 14 y 15, el comentario a las letanías; y, la cuarta, una exhortación final. El contenido del primer autógrafo, con algunos añadidos posteriores, constituye la parte fundamental de Santo Rosario.
En enero o febrero de 1932 se imprimieron unos pocos folletos de Santo Rosario a velógrafo, una multicopista de alcohol. El número de ejemplares impresos fue muy limitado, no llegando al centenar. El resultado fue un folleto de diez cuartillas, mecanografiadas en forma apaisada por las dos caras. La distribución se circunscribió al círculo de personas que se formaban al calor del mensaje espiritual de san Josemaría, en aquellos primeros años del Opus Dei.
En 1934 vio la luz la primera edición, en Madrid, en la Imprenta del Sagrado Corazón. Es un folleto apaisado de 11x16 cm, con 24 páginas numeradas; portada y contraportada en cartulina. No consta fecha de edición, aunque por otros documentos sabemos que es 1934. Se imprimieron unos mil ejemplares. En la portada se lee, en el centro, el título: Santo Rosario; debajo aparece el nombre del autor, sin el apellido: José María. Estos ejemplares se distribuyeron entre los estudiantes que frecuentaban la Residencia y la Academia DYA, en la calle de Ferraz, de Madrid.
En junio de 1939 comenzaron las gestiones para editar, en Valencia, Camino y Santo Rosario. El autor seguía pensando en un sencillo folleto, y así se publicó. Imprimieron 4.000 ejemplares. La edición de 1939 reproduce el texto de 1934, sin apenas variantes. El folleto que resulta es, en esta ocasión, vertical, de 15’3x12’5 centímetros, y tiene 16 páginas. No consta en ninguna parte el año de la edición. Estos ejemplares se difundieron principalmente entre los estudiantes que frecuentaban los Centros del Opus Dei que se abrieron en los primeros años cuarenta en España.
En 1945 se publicó la 4ª edición de Santo Rosario, en Madrid, en la Editorial Minerva, con una tirada de 5.000 ejemplares. El resultado es un libro de 152 páginas, de 14’8x11’5 centímetros. El papel es consistente, amarillo-claro, ahuesado. Ya aparece con el nombre del autor. El libro viene con ilustraciones de Luis Borobio. La maquetación está muy cuidada y se combina en los dibujos el color negro con el verde. Sin embargo, la novedad fundamental de la edición de 1945 está en el texto, que aumenta un 35 por ciento respecto al contenido inicial. Este incremento es el resultado de igualar el comentario de los misterios, ajustándose a los tres (1º y 5º de Gozo y 1º Doloroso) que, desde su redacción inicial, tenían mayor extensión. El acrecentamiento estuvo provocado por el proyecto de maquetación adoptado, que exigía la misma extensión para todos los misterios. Pero también lo exigía el crecimiento del público al que se iba a dirigir en lo sucesivo. En la primera redacción apenas se mencionaban los textos evangélicos que fundamentan los misterios, pues se suponía en los lectores un conocimiento de los pasajes bíblicos. Ahora, al dirigirse a un público más amplio, se requería una introducción bíblica a la escena comentada. El libro se completa con un prólogo que san Josemaría escribió en Fátima el 6 de febrero de 1945.
En 1952 san Josemaría escribió una nota para la 5ª edición española y en 1971, redactó otra para la 12ª edición española. Estas dos “Notas del Autor” aparecían en las ediciones como “Notas” a las correspondientes ediciones españolas. Pero no se referían a algo propio o peculiar de esas ediciones, sino al mensaje mismo del libro: insistía en el consejo que daba por los años treinta y subrayaba al mismo tiempo la libertad espiritual de todos para recorrer la senda de la infancia espiritual. Por eso, san Josemaría indicó en 1972 que, en lo sucesivo, podían aparecer bajo el epígrafe “Notas a precedentes ediciones”, sin referirse necesariamente a la edición en que aparecieron por primera vez. Sí debía constar, sin embargo, el texto íntegro, la firma del autor y la indicación de la ciudad y fecha en que fueron redactadas.
En 1968, en la 10ª edición española, reelaboró el prólogo de Fátima, reduciéndolo y suprimiendo alguna referencia que resultaba ajena y desconocida a gentes de cultura no española.
El 9 de enero de 1973, en la 14ª edición española, se publicó un último párrafo introductorio añadido por el autor: “El rezo del Santo Rosario, con la consideración de los misterios, la repetición del Padrenuestro y del Avemaría, las alabanzas a la Beatísima Trinidad y la constante invocación a la Madre de Dios, es un continuo acto de fe, de esperanza y amor, de adoración y reparación”. Se situó antes del texto que está bajo el epígrafe “Al lector”. Estas líneas se escribieron en años de dolor e incertidumbre para las almas piadosas, que contemplaban una proliferación de la doctrina insegura y de una moral alejada de su fundamento divino. En este contexto, san Josemaría vuelve a proponer el rezo y la contemplación del santo Rosario, como el arma espiritual para vencer en las batallas del espíritu. De hecho, una sencilla lectura del nuevo texto evidencia que, dentro de su laconismo y rigor, viene a ser el mensaje radical, y señala con profundidad espiritual y teológica la naturaleza del Rosario. Es como un dardo dirigido al lector, en el mismo inicio del libro.
Tras la muerte del autor, el libro experimentó nuevos añadidos, orientados a facilitar el rezo del Rosario, como es la introducción del texto de las letanías lauretanas y breves guías del Rosario. También se incluyeron notas biográficas sobre el autor. El complemento de mayor entidad estuvo causado por la publicación de la Cart. Ap. Rosarium Virginis Mariae, de 16 de octubre de 2002, por la que el Santo Padre Juan Pablo II introducía en el rezo del Rosario una cuarta serie de misterios, correspondientes a la vida pública de Jesús, que llamó Misterios de Luz o Luminosos. Desde entonces las ediciones de Santo Rosario incluyen los comentarios a estos nuevos misterios con textos de san Josemaría, provenientes de otros escritos suyos.
En 2010 se publicó en la Colección de Obras Completas de san Josemaría, promovida por el Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, una cuidada edición, con introducción histórica y notas muy documentadas, realizada por Pedro Rodríguez, Constantino Ánchel y Javier Sesé (Rialp, Madrid, 370 pp.)
Una lectura primera de los comentarios de los misterios manifiesta cómo un texto tan breve y conciso es capaz de llenar de luz y de conmover, con un lenguaje lleno de poesía con el que el autor compromete al lector en un diálogo contemplativo. Dice Mons. Echevarría: “Muchos escritores e innumerables lectores consideran este libro como una verdadera joya desde el punto de vista literario, por su estilo y sus imágenes sugestivas; por la claridad de su prosa, que lo hace asequible a toda clase de personas, independientemente de su formación cultural o literaria; por la profundidad y sencillez con que expone la escenas evangélicas, con una sobriedad de palabras que dan al texto una notable incisividad” (SRECH, “Prólogo”, pp. XIV-XV).
Los textos de Santo Rosario tienen un hondo valor poético por su capacidad de concentrar el sentido de los conceptos en pocas palabras; y a la vez, poseen un intenso valor narrativo pues, en escuetas pinceladas, recrean los sucesos evangélicos que están en la base de los misterios, y les dan una fuerte carga de emoción y exhortación. El equilibrio se mantiene gracias a la fuerte presencia de la verdad dogmática, que siempre queda patente. A. Vilarnovo, experto en teoría de la comunicación, define Santo Rosario como “modelo acabado de logos pragmático”, porque, explica, “son textos que hacen, más que dicen. ¿Qué hacen? Simplemente conducen a un lector empírico al encuentro con Dios. Mejor: el autor realiza a través del discurso diversos actos: el primero de ellos, hacer que el receptor o lector contemple. Naturalmente, nos encontramos en este caso con textos que tienen belleza literaria, pero no es ésta la finalidad principal que quiso lograr el autor. La finalidad no es sólo estética. Hay un deliberado propósito de conmover al lector y sumirlo en la contemplación” (VILARNOVO, 2002, pp. 88-89).
El escritor y crítico literario chileno José Miguel Ibáñez Langlois califica Santo Rosario como una “obra de arte bien hecha” porque resuelve fácilmente los problemas de expresión. Y, prosigue: “esos problemas eran, en este libro, sumamente difíciles: temas evangélicos mil veces leídos y meditados, que debían describirse, glosarse y hacerse participar por la piedad de los lectores, en un espacio muy breve. El desafío fue resuelto de un modo en apariencia fácil (...). Lo esencial de Santo Rosario como literatura es que, para introducirse en el corazón de los acontecimientos salvíficos como un maravillado testigo ocular, el autor ha sabido inaugurar en la palabra poética toda una perspectiva, un «punto de vista narrativo» en primera persona, con su correspondiente invención de personajes dialécticos, el yo y el tú, el narrador niño y el lector niño: perspectiva que es, a la par e inseparablemente, lírico-narrativa y espiritual-teológica” (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, pp. 78-79).
A través de la descripción de las escenas, el lector es proyectado al instante mismo de los misterios considerados, junto con los personajes del Evangelio. Es tiempo de contemplación, un tiempo pleno por la alta densidad de sentido y de vivencias que percibe el lector. Como explica Vilarnovo (2002, p. 93), “durante el tiempo de la contemplación autor y lector viven en un momento pleno la vida de Jesús y de María; hablan con ellos, se fijan en sus virtudes, realizan actos (de fe, de esperanza, de amor, de contrición), tienen afectos (vergüenza, amor, odio, etc.). Al salir de las escenas y del discurso, autor y lector se encuentran de nuevo en el mundo de acá, en la vida que han de santificar; sin embargo, las disposiciones interiores de los sujetos ya no serán exactamente las mismas que abrigaban antes de la lectura”.
En los meses anteriores a la redacción de Santo Rosario, se da en san Josemaría una fuerte intensificación de su vida de oración personal. La redacción de Santo Rosario está envuelta por una vivencia intensa y gozosa de Dios como Padre, acompañada por una comprensión espiritual de la propia condición de hijo de Dios. A la vez, ese sentir la paternidad divina se enmarca en grandes tribulaciones y sufrimientos, que le llevan a sentirse hijo pequeño de Dios, un niño que nada puede por sí y todo lo espera de su Padre-Dios. Así, el sentido de la filiación divina y la vida espiritual de infancia se funden y se entrecruzan en san Josemaría y se trasladan al texto.
La experiencia de la filiación divina conduce a un conocimiento y amor intenso a Jesús, con un especial descubrimiento intelectual y afectivo de la infancia del Señor. Al mismo tiempo, en el proceso interior de aquellos días, se hizo presente de un modo cada vez más intenso y decisivo, María Santísima. También fueron días que, por las tribulaciones que pasaba, le hicieron sentir de un modo especial el valor de la Cruz y del sufrimiento, afirmado con expresiones fuertes, como amar la Cruz. Todo este conjunto de factores condujo a san Josemaría a una oración de infancia, que aparece reflejada de modo especial en las consideraciones de los misterios, en Santo Rosario.
Como dice Mons. Echevarría: “El autor de «Santo Rosario» enseña en estas páginas a rezar, uniendo estrechamente la plegaria vocal y la oración contemplativa. (...) Éste fue su consejo a lo largo de toda la vida: no separar las plegarias que se pronuncian con la boca (sobre todo las que componen el Rosario: Padrenuestro, Avemaría y Gloria) de la oración contemplativa, hecha «sin ruido de palabras» en la intimidad del corazón, hablando de tú a tú con Dios. (...) Las consideraciones de «Santo Rosario» muestran hasta dónde puede llegar un alma sencilla (un «alma de niño») en su trato con Dios y con la Madre de Dios” (SRECH, “Prólogo”, pp. XVI-XVII).
Constantino ÁNCHEL
Los santuarios e iglesias dedicadas a la Virgen son lugares privilegiados de oración y de evangelización. Las peregrinaciones conservan resonancias bíblicas y tienen un sentido de búsqueda de Dios, de purificación, de penitencia y de oración y, por tanto, de conversión personal. Algo parecido puede decirse de las múltiples imágenes de la Virgen existentes en iglesias, ermitas o en hornacinas de las calles de muy diversas ciudades.
Siguiendo la tradición mariana universal de la Iglesia, el alma de san Josemaría se enriqueció en las visitas a los santuarios e iglesias dedicadas a la Virgen, así como a sus imágenes, de modo que esas visitas forman parte importante de su biografía espiritual. Estuvo en cientos de lugares marianos en el mundo entero. Así lo señalaba en una reunión de familia el 8 de septiembre de 1973: “esta mañana consideraba en mi meditación que la Iglesia ha dispuesto, desde hace siglos, que se celebren la mayoría de las advocaciones de la Virgen. Y yo le decía a mi Madre que quería -y quiero- contemplarla en todas las ermitas y Santuarios del mundo. Estas cosas son cosas de amor, y como nosotros somos almas de amor, mantenemos una conversación constante con María y José y, después, con ellos, pasamos a tratar a Jesús y, con los tres, al Padre y al Espíritu Santo” (citado en ECHEVARRÍA, 2001, p. 171).
El fundador del Opus Dei rezó en numerosos lugares dedicados a Santa María. Ha sido por eso necesario realizar una selección limitándonos a algunos de los principales santuarios marianos que visitó a lo largo de su vida, siguiendo un cierto orden cronológico.
El primer santuario mariano en que consta que estuvo san Josemaría fue el santuario de Nuestra Señora de los Ángeles, de Torreciudad. Lo hizo en brazos de su madre, cuando apenas tenía dos años de edad. Sufrió una enfermedad infecciosa muy grave cuando tenía alrededor de año y medio, hasta el punto de que la situación era desesperada. Sus padres reaccionaron como buenos cristianos y, después de rezar abandonándose en la voluntad de Dios, prometieron que si el niño sanaba, lo llevarían en peregrinación a la ermita de Torreciudad. Tiempo después, con el niño ya curado, los Escrivá cumplieron su promesa y peregrinaron en acción de gracias a Torreciudad. Años después, y por impulso de san Josemaría, en esa zona se edificó un gran santuario al que se trasladó la imagen, aunque conservando el edificio de la antigua ermita.
Inmediatamente después, hemos de referirnos al santuario de Nuestra Señora del Pilar (Zaragoza, España), tan querido para los aragoneses y para otros muchos fieles. El fundador del Opus Dei se refirió a menudo a su devoción a la Virgen del Pilar, aprendida en el hogar de sus padres y desarrollada durante sus estudios sacerdotales y, también, cuando cursaba la carrera de Derecho en la Universidad de Zaragoza. En esa época sus visitas al Pilar eran diarias. Fue en el santuario del Pilar donde celebró, junto a pocas personas, su primera Misa solemne, el 30 de marzo de 1925, en sufragio por el eterno descanso de su padre. En todos sus viajes a Zaragoza en años posteriores no faltó nunca una visita al Pilar.
La relación de san Josemaría con la Virgen de la Medalla Milagrosa es también muy antigua y se fue desarrollando con el tiempo. Aunque su primera visita a este santuario en París tuvo lugar en los años cincuenta, esa devoción estuvo presente en la vida del fundador del Opus Dei desde su infancia, pues asistió al parvulario en el colegio que las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl -a la que pertenecía Catalina Labouré, de quien proviene la Medalla Milagrosa- tenían en Barbastro. Y, sobre todo, por la gran devoción que su padre, José Escrivá, tenía a esa advocación. De hecho, su padre falleció después de rezar en su casa delante de esa imagen el 27 de noviembre de 1924, fecha en que se celebra esta advocación mariana.
En 1927 san Josemaría se trasladó a Madrid para terminar los estudios de Doctorado en Derecho, mientras realizaba una intensa labor pastoral y esperaba la luz de Dios que guiara sus pasos. Así sucedió el 2 de octubre de 1928, no sin relación con la Virgen. Pegado a la casa de ejercicios que tenían los Padres Paúles, se encuentra la basílica de La Milagrosa. En esa casa de ejercicios, en una habitación sencilla, mientras hacía los ejercicios espirituales junto a otros sacerdotes diocesanos, tuvo lugar el nacimiento del Opus Dei. En años sucesivos san Josemaría fue a rezar ante la Virgen de la Medalla Milagrosa, en el santuario de la rué du Bac de París.
La fundación del Opus Dei tuvo lugar en Madrid, donde san Josemaría desarrolló su labor sacerdotal desde 1927 hasta 1946, fecha en la que fijó su residencia en Roma. Durante esos años las visitas a los santuarios marianos de la capital de España fueron habituales.
De su devoción a la Virgen en los diversos santuarios de la ciudad y en las imágenes distribuidas por las calles de Madrid, se conserva el testimonio de don Pedro Casciaro, que narra cómo cierto día san Josemaría le indicó las representaciones de la Virgen que podía contemplar en los recorridos desde su domicilio en la calle Castelló hasta la Ciudad Universitaria: “Entonces fue enumerándome las imágenes de la Virgen que podía encontrar en mi camino: en la calle de Goya hay una pastelería, apenas volver la esquina de Castelló, que tiene una hornacina con la Purísima Concepción; al llegar a la estatua de Colón en el cruce con el Paseo de la Castellana, tienes en uno de los relieves del pedestal de la estatua una escena de los Reyes Católicos donde hay una imagen de la Virgen del Pilar” (CASCIARO, 1996, pp. 27-28).
Más en concreto hay que citar la advocación de Nuestra Señora la Real de la Almudena. Después de la ocupación musulmana, se reencontró esta imagen en una muralla de Madrid. En el sitio del descubrimiento se situó una copia, en la Cuesta de la Vega, donde san Josemaría, en muchas ocasiones, había permanecido arrodillado en largos ratos de oración. Actualmente la imagen se venera en el interior de la catedral, pero en la muralla sigue habiendo una hornacina que recuerda el anterior emplazamiento.
También de aquellos primeros años de la vida del Opus Dei, data la primera visita de san Josemaría al santuario de Sonsoles en Ávila, el 2 de mayo de 1935. El año anterior Ricardo Fernández Vallespín, uno de los primeros miembros del Opus Dei, había sufrido un ataque de reumatismo y, viendo peligrar sus exámenes en la Escuela de Arquitectura, hizo una promesa a la Virgen. San Josemaría le ayudó a cumplir esa promesa acompañándole, en el día mencionado, a ese santuario. A partir de ese momento, las romerías del mes de mayo se hicieron habituales en la vida de los fieles del Opus Dei.
Durante la Guerra Civil española, tras una accidentada peripecia por los Pirineos, llegó san Josemaría a Andorra en los primeros días de diciembre de 1937. Una vez repuestos de la dura travesía, emprendió, con quienes le acompañaban, viaje a Lourdes.
El 11 de diciembre llegaron al santuario, donde san Josemaría pudo celebrar la santa Misa y agradecer a la Virgen haber recobrado la libertad. Habitualmente, las muchas veces que volvió a Lourdes durante su vida, iba a beber el agua de la gruta, pero no pedía nada; se limitaba a dar gracias. Solo en una ocasión, en 1957, sí pidió expresamente por una intención: la curación de su hermana Carmen cuando le diagnosticaron la enfermedad que produciría su muerte, siempre aceptando de antemano la Voluntad de Dios. La última visita a Lourdes la hizo en octubre de 1972.
En 1945 tuvo lugar la primera romería de san Josemaría a la Virgen de Fátima. El viaje fue propiciado por sor Lúcia, la vidente de Fátima, que por aquél entonces estaba en el convento de las Doroteas de Tuy. El fundador había llegado a dicha ciudad a visitar a su amigo fray José López Ortiz, obispo de la diócesis, en febrero de 1945. El obispo le preguntó si le gustaría conocer a sor Lúcia. En esa visita, sor Lúcia le pidió que el Opus Dei fuera a Portugal. El 6 de febrero san Josemaría llegó a Fátima. Visitaron la Capelinha y el santuario, entonces en construcción, y fueron después a Aljustrel para conocer a las familias de los videntes. En años posteriores, están documentadas once visitas de san Josemaría al santuario de Fátima.
Al año siguiente, en 1946, hubo en la historia jurídica del Opus Dei, y más concretamente en las gestiones para obtener la aprobación pontificia, momentos delicados que requirieron la presencia del fundador en Roma. Su precaria salud -le afligía una fuerte diabetes- hacía desaconsejable ese viaje, pero san Josemaría, después de poner su confianza en la Virgen, se encaminó a Roma para impulsar la solución canónica del Opus Dei. Al estar cerrada la frontera francesa y no haber tráfico aéreo con Italia, tuvo que viajar a Barcelona y allí embarcar hacia Génova, para proseguir el viaje a Roma por carretera. El 19 de junio partió de Madrid y después de visitar El Pilar y celebrar la santa Misa en la iglesia de Santa Engracia, llegó el día 20 al monasterio de Montserrat para suplicar la protección de la Madre de Dios y para saludar al abad Escarré, con quien san Josemaría tenía estrecha amistad.
También visitó a la Virgen de la Merced, patrona de Barcelona, una antigua devoción mariana que se remonta al siglo XIII. El 21 de junio de 1946, por la mañana, antes de celebrar la santa Misa, san Josemaría dirigió la meditación a sus hijos en el oratorio del primer Centro del Opus Dei en Barcelona, llamado La Clínica, en la calle Muntaner, 444: “¿Qué será de nosotros?”, decía -haciendo referencia a las dificultades para la aprobación- tomando las palabras de boca de San Pedro: «Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te; quid ergo erit nobis»: (...) Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te…! (Mt 19, 27) (...) ¿Qué vas a hacer ahora con nosotros? ¡No puedes dejar abandonados a quienes se han fiado de Ti!” (AVP, III, p. 33). Después fue a saludar a la Virgen de la Merced, donde repitió esos argumentos en su oración a la Madre de Dios antes de tomar el barco. En 2010, en el camarín de la Virgen se ha colocado un bajo relieve que recuerda este momento.
Desde su llegada a Roma, en 1946, fueron frecuentes sus visitas a las basílicas romanas. En primer lugar acudió a la basílica de San Pedro, que visitó muchas veces, rezando siempre ante la imagen de la Madonna del Soccorso. Acudió también a la basílica de Santa María la Mayor, para rezar en la capilla Borghese, donde se encuentra la imagen de Santa María Salus populi Romani, como se la denomina desde el siglo VI. Entre esas visitas destacamos la del 15 de julio de 1958, durante la cual se reafirmó en su oración a la Virgen como Madre del Amor Hermoso, para pedir la firmeza en la fe y la santa pureza para los fieles del Opus Dei y para toda la Iglesia.
Otro lugar mariano especialmente ligado a la historia del Opus Dei es la Santa Casa de Loreto. Los días 3 y 4 de enero de 1948 tuvo lugar la primera visita de san Josemaría a este santuario. En 1951 se desató una grave contradicción sobre el Opus Dei, que san Josemaría afrontó acudiendo a la oración; concretamente fue al santuario de Loreto el 15 de agosto para consagrar el Opus Dei al Corazón Dulcísimo de la Virgen. Así lo recordaba: “Viene a mi recuerdo el viaje que hice a Loreto, el 15 de agosto de 1951, para visitar la Santa Casa, por un motivo entrañable. Celebré allí la Misa. Quería decirla con recogimiento, pero no contaba con el fervor de la muchedumbre. No había calculado que, en ese gran día de fiesta, muchas personas de los contornos acudirían a Loreto, con la fe bendita de esta tierra y con el amor que tienen a la Madonna" (ECP, 12). Al regresar a Roma, comentó a los miembros de la Obra que vivían allí, cómo la consagración a la Virgen le daba la seguridad de que la Señora tomaría una vez más al Opus Dei bajo su amparo (cfr. AVP, III, pp. 195-202).
A lo largo de aquel año de 1951, san Josemaría realizó otras muchas romerías, renovando la consagración del Opus Dei y agradeciendo la intercesión de la Virgen: el 21 de agosto fue a Pompeya, en Nápoles, y el 22 al Santuario del Divino Amore, cerca de Roma. Estuvo en Lourdes el 6 de octubre, y celebró allí misa el 7. De Lourdes fue a Zaragoza, donde se postró a los pies de la Virgen del Pilar el día 9; y, después de pasar por Madrid, visitó a sus hijos de Portugal, renovando la consagración en Fátima el 19 de octubre.
A Loreto volvió otras veces en años posteriores: el 7 de noviembre de 1953, el 12 de mayo de 1955, el 8 de mayo de 1969 y la última, el 22 de abril de 1971.
Muchas de las visitas de san Josemaría a diversos santuarios de la Virgen en Europa tenían como objetivo poner los cimientos de la futura labor del Opus Dei en esos países, lo que el fundador denominaba la prehistoria. Así lo señalaba Mons. Álvaro del Portillo: “mucho antes de que se estableciera el primer Centro de la Obra en las distintas naciones, nuestro Padre, con muchísima anticipación -yo he sido testigo-, había fertilizado aquel terreno con rezos y mortificaciones; había cruzado ciudades, rogado en iglesias, tratado a la Jerarquía, visitado tantos sagrarios y santuarios marianos, para que, al cabo del tiempo, sus hijas e hijos encontraran roturado el terreno en aquel nuevo país. Roturado y sembrado, porque, como solía decir, había lanzado a manos llenas por tantas y tantas carreteras y caminos de esa nación la semilla de sus avemarías, de sus cantos de amor humano que convertía en oración, de sus jaculatorias, de su penitencia alegre y confiada” (Del PORTILLO, 1992, p. 36).
De ese modo en los años cincuenta y sesenta visitó santuarios marianos y tumbas de santos o lugares donde habían vivido, como por ejemplo: Einsiedeln, Lourdes, Loreto, Fátima, Willesden, Nuestra Señora del Pilar en Zaragoza, la Medalla Milagrosa en París, Asís, Bari, Lisieux, Ars, Siena, la iglesia de Santa Catalina en Bruselas, Nuestra Amada Señora de Ámsterdam, Maria Laach, la Mailander Madonna (Madonna de Milán) en la catedral de Colonia, etc.
Entre las romerías de san Josemaría en Europa destacan las que realizó a la basílica de Einsiedeln, a la que acudió por primera vez en 1955. En esa localidad decidió celebrar el Segundo Congreso General del Opus Dei que tuvo lugar del 22 al 26 de agosto de 1956. Volvería en 1958 y en 1969. Siempre pedía por la Iglesia, por el Papa y por el desarrollo del Opus Dei en el mundo entero.
Otra advocación que quedó grabada en el alma de san Josemaría fue la de Maria Pótsch, en la catedral de Viena. En 1949, san Josemaría estuvo en Austria, pero no pudo entrar en Viena. Sí pudo hacerlo en mayo de 1955. El 3 de diciembre regresó a Viena y celebró la Misa en la catedral de San Esteban y se detuvo ante la imagen de Maria Potsch. Allí empezó a rezar la jaculatoria Sancta María, Stella Orientis, filios tuos adiuva!. El fundador del Opus Dei rezó con esa jaculatoria durante años por los cristianos perseguidos tras el telón de acero. Así lo expresaba en una carta: “sigo pensando que es Viena un magnífico enclave para el oriente, y que esos hijos darán en estas tierras mucha gloria a Dios Nuestro Señor (...): Un propósito hice hoy, de devoción a la Ssma. Virgen” (AVP, III, p. 336).
En 1969, san Josemaría sintió urgencia de rezar muy especialmente por la Iglesia y por la culminación del itinerario jurídico del Opus Dei. Recorrió varios santuarios de la Virgen en romerías de desagravio y de petición por la Iglesia, por el Papa y por la Obra. Visitó Lourdes, en Francia; Sonsoles, el Pilar y la Merced, en España; Einsiedeln, en Suiza; y Loreto, en Italia. Al año siguiente continuó esa peregrinación extendiéndola también a América.
El primero de abril de 1970 inició un viaje penitente a santuarios de España y Portugal. En Madrid, antes de empezar su peregrinación, pudo contemplar de cerca la imagen de Nuestra Señora de Torreciudad, recién restaurada. El 7 de abril llegó a Torreciudad. Un kilómetro antes de la antigua ermita se descalzó y fue rezando el rosario con intensa oración de petición. Después, san Josemaría visitó las obras del nuevo santuario que se estaba levantando, y bendijo las excavaciones donde irían la cripta y cuarenta confesonarios. Regresó a Madrid y el 13 de abril continuó el viaje a Fátima. Junto a la carretera, antes de llegar a la explanada del santuario, le esperaba un grupo de hijos suyos portugueses. Como en Torreciudad, rezó descalzo hasta la capilla de la Virgen. Había ido a Fátima, seguro de que, en su omnipotencia suplicante, la Señora escucharía sus peticiones.
Unas semanas más tarde, realizó su primer viaje a América. Su meta era peregrinar a la Virgen de Guadalupe, en la ciudad de México. El 15 de mayo de 1970, acompañado de don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría, llegó a México. Por la noche les recordaba el programa del viaje a sus hijos de México: “He venido a ver a la Virgen de Guadalupe, y de paso a veros a vosotros”. Su primer encuentro con la Virgen en la basílica de Guadalupe duró hora y media, de rodillas, absorto, con los ojos clavados en la imagen.
Del 16 al 24 de mayo de 1970 realizó una novena, visitando a diario a la Virgen. Después, del 9 al 17 de junio estuvo en Jaltepec, junto a la laguna de Chapala. Un día en que había dirigido la palabra a un grupo de sacerdotes, se retiró fatigado a una habitación, donde reposó unos momentos. Había en el cuarto un cuadro de la Virgen de Guadalupe donde aparecía Nuestra Señora dando una rosa a Juan Diego. Al contemplarlo, san Josemaría comentó: “Así querría morir: mirando a la Santísima Virgen, y que Ella me dé una flor” (Dios oyó su súplica, porque el día 26 de junio de 1975, cuando su corazón dejó de latir, acababa de mirar devotamente una imagen de la Virgen de Guadalupe que estaba en la habitación donde solía trabajar). El 22 de junio, víspera de su salida de México, fue a despedirse de la Virgen de Guadalupe. El santuario estaba abarrotado de gente, fieles del Opus Dei y personas que cooperaban en los apostolados de la Obra. Salió emocionado y con la seguridad de que la Virgen había escuchado su oración.
En 1974 realizó una extensa catequesis por diversos lugares de América. No faltaron en su programa de trabajo algunas visitas a santuarios y lugares marianos. En primer lugar, cronológicamente, a la Patrona de Brasil, Nuestra Señora Aparecida. Estuvo el 28 de mayo de 1974, y allí le esperaban centenares de personas, que le acompañaron en el rezo del rosario.
Unos días después llegó a Argentina. El miércoles 12 de junio de 1974, fue de romería al santuario de Nuestra Señora de Luján, Patrona de Argentina, Uruguay y Paraguay, que se encuentra a unas dos horas en coche del centro de Buenos Aires. En la explanada del santuario le esperaba una gran muchedumbre que rezó con él a la Virgen.
Desde Argentina pasó a Chile. Allí visitó la Virgen del Cerro y el santuario de la Inmaculada de Lo Vásquez, cercana a Santiago, la capital del país. En Perú, en Ecuador y en Venezuela, aunque rezó con frecuencia ante las imágenes de los lugares en que vivió, no pudo por su estado de salud realizar ninguna visita a otros santuarios marianos.
La vida de san Josemaría se acercaba a su final. En 1975 acudió en peregrinación ante la imagen de la Virgen del santuario de Torreciudad. Parecía como si la Divina Providencia quisiera que regresara al lugar donde, con tan pocos años de edad, Nuestra Señora le había salvado la vida. El día 23 de mayo llegó al santuario. A primera hora de la tarde pudo contemplar el retablo, todavía sin terminar, y comentó: “es todo un señor retablo. ¡Qué suspiros van a echar aquí las viejas..., y la gente joven! ¡Qué suspiros! ¡Bien!” (AVP, III, p. 761).
Sentía la urgencia de que el santuario se pusiera cuanto antes al servicio de los fieles. Y se propuso, con particular empeño, que no se retrasasen lo más mínimo las obras, consumiendo etapas según plazos previstos, puntualmente, sin demoras. Efectivamente, el 7 de julio el santuario abrió sus puertas para celebrar solemnemente la Misa en sufragio por el alma de san Josemaría.
José Carlos MARTÍN DE LA HOZ
Si bien el adjetivo “secular” es más antiguo, y el nombre latino sæculum, del que procede, se encuentra ya en los escritos apostólicos, el término “secularidad” se difunde sólo a partir de la segunda mitad del siglo XX (cfr. ILLANES, 2003, p. 132). La reflexión teológica sobre la secularidad ha evolucionado desde un momento en el que estuvo vinculada a la Const. Dogm. Lumen gentium, donde se habla de la secularidad únicamente en relación a los fieles laicos (LG, 31), hasta una etapa posterior en la que se toma el término en un sentido más amplio, aplicándolo a la Iglesia y a todo cristiano (cfr. Illanes, 2001, pp. 146 ss.).
En este sentido lo usa Juan Pablo II en la Exhort. Ap. Christifideles laici, donde se afirma que la Iglesia tiene “una dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su razón en el misterio del Verbo Encarnado” (ChL, 15). Los fieles laicos no quedan caracterizados por la secularidad sin más, sino por un especial acento en la secularidad, que en el texto viene expresado con la formula “índole secular” ya empleada por el Concilio (cfr. LG, 31), la cual “no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales” (ChL, 15).
Es importante tener presente este desarrollo, para entender por qué san Josemaría no hace uso del término “secularidad” como tal hasta una época relativamente tardía, a pesar de que la realidad a la que refiere dicho término -el ser del mundo- se encuentra claramente en el núcleo de su mensaje desde el principio. En todo caso hay que tener presente que san Josemaría habla de la secularidad preferentemente en referencia a los fieles cristianos laicos y a los sacerdotes seculares.
Para comprender la naturaleza de la secularidad en la obra de san Josemaría contamos ante todo con los textos de su predicación, con esclarecedoras entrevistas y, fundamentalmente, con la realidad de su obra apostólica, que incluye la defensa del carisma fundacional. En conexión con esas fuentes cabe citar los escritos de Álvaro del Portillo sobre la secularidad, que constituyen una glosa a las palabras y al espíritu de san Josemaría sobre esta cuestión. Estos textos, testimonios y glosas, nacidos como despliegue natural del celo sacerdotal de san Josemaría, al tiempo que no ocultan su marcado tono existencial, rebosan de un profundo contenido teológico, cuyas líneas principales cabe hacer explícitas, de modo que puedan iluminar los problemas de índole teórica y práctica que rodean a la comprensión de la secularidad en el ámbito jurídico, sociológico, etc.
El mensaje central de la predicación de san Josemaría -la llamada universal a la santidad y la santificación del trabajo y la vida ordinaria- encierra en su mismo núcleo una determinada concepción de la secularidad, del ser del mundo, como una determinación positiva del modo en que están llamados a vivir su vocación cristiana la mayor parte de los fieles.
Como insistía a menudo, las palabras del Evangelio, “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48), se dirigen a todos los hombres sin excepción. Según esto, para la mayoría de ellos, ha de ser posible realizarlas en el curso de su vida ordinaria, en medio de los afanes temporales, como subrayará después Lumen gentium, en el número 31. Esto implica, entre otros, dos puntos fundamentales:
- De una parte, una decidida afirmación de la importancia de la gracia bautismal en virtud de la cual todo cristiano -el cristiano común, podríamos decir- participa plenamente de la vida de Cristo y de la unión a la Iglesia.
- De otra, una visión positiva de las realidades terrenas, deudora de la consideración de la creación como una obra buena, salida de las manos de Dios, que si bien quedó afectada por el pecado del hombre, ha sido también objeto de redención.
Desde esta óptica, la secularidad aparece como un modo de la vocación cristiana, que lleva a tomar plena conciencia del Bautismo y a asumir confiadamente la naturaleza propia de las realidades temporales, seguros de que en su misma entraña, por su propia naturaleza, están abiertas a Dios, que las creó buenas. Así pues, lejos de constituir un modo de vida contrapuesto a la teologal, la secularidad representa un modo positivo de vivir y de realizar la vocación cristiana profundamente arraigado en la conciencia de la propia vocación bautismal.
Estrechamente relacionada con la valoración positiva de las realidades creadas se encuentra la doctrina de la santificación del trabajo. El trabajo no es un castigo; en el relato de la creación, el mandato de trabajar es anterior al pecado. Esto es indicativo de que el trabajo mediante el cual el hombre habita el mundo es una realidad radicalmente noble, santificable, ordenable a la gloria de Dios; encierra “algo divino” (CONV, 116), no es de por sí un obstáculo para el trato con Dios sino, por el contrario, ocasión de “encuentro con Cristo” (ibidem), el cual, verdadero Dios y verdadero hombre, también realizaba la redención cuando trabajaba con sus manos, durante los años que precedieron a su vida pública. Este pensamiento, resultado de la profundización en el sentido de la encarnación del Hijo de Dios, se encuentra igualmente en la base del “materialismo cristiano” predicado por San Josemaría, que se contrapone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu (cfr. CONV, 115), tanto ideológicos (cfr. AD, 171) como prácticos: “óyeme bien: estar en el mundo y ser del mundo no quiere decir ser mundanos” (F, 569).
A la luz de su carisma fundacional, y anticipando en buena parte el contenido de la exhort. ap. Christifideles laici, en la que Juan Pablo II hacía considerar la índole peculiar en que los laicos contribuyen a la misión evangelizadora de la Iglesia en el mundo, San Josemaría pudo escribir: “sueño -y el sueño se ha hecho realidad- con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina; si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que él las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre” (ECP, 20).
La secularidad entraña una visión optimista del mundo y de las realidades seculares, así como el reconocimiento de la consistencia y del valor que les es propio, en cuanto realidades positivamente queridas por Dios. Pero no se trata de un optimismo ingenuo, porque tiene en cuenta también el desorden que el pecado del hombre introdujo en las realidades creadas, por el cual éstas se cierran sobre sí mismas -están sometidas a vanidad (cfr. Rm, 8, 20)-, dando lugar a “lo mundano”, una configuración de las cosas creadas que oscurece su ordenación última a Dios. Por esto, la afirmación decidida de la bondad de las realidades terrenas no puede separarse de la Cruz de Cristo. De ahí también que el “amor apasionado al mundo”, característico de la secularidad tal y como la entiende san Josemaría, se enmarque necesariamente en la conciencia de ser corredentores con Cristo, y sea inseparable de su Misterio Pascual: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum, y yo, cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré hacia mí todas las cosas (Jn 12, 32).
Estas palabras, que se refieren directamente a la redención del mundo que Cristo realiza muriendo en la Cruz y resucitando al tercer día, san Josemaría las aplicaba específicamente a la santificación del trabajo (cfr. ECP, 105). Los cristianos colaboran en la obra de la redención cuando ponen a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, lo cual es inseparable de poner la Cruz en la entraña de estas mismas actividades (cfr. F, 678). De la identificación con Cristo, en y con ocasión del trabajo cotidiano, procede la fecundidad apostólica de la vida cristiana en medio del mundo: “El mundo nos espera. ¡Sí!, amamos apasionadamente este mundo porque Dios así nos lo ha enseñado: «sic Deus dilexit mundum...» -así Dios amó al mundo; y porque es el lugar de nuestro campo de batalla -una hermosísima guerra de caridad-, para que todos alcancemos la paz que Cristo ha venido a instaurar” (S, 290).
Esta comprensión de la secularidad está repleta de consecuencias prácticas, sobre las que san Josemaría llama la atención en diversas ocasiones. Así, la secularidad supone: a) respetar las exigencias propias de las realidades seculares; b) construir la ciudad terrena codo con codo con los demás hombres; c) defender la libertad personal (cfr. ECP, 184).
a) Las realidades seculares tienen una lógica propia, deudora de la creación, que el trabajo del hombre, continuador de la obra creadora de Dios, ha de descubrir y respetar: “El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas” (ECP, 184).
b) La secularidad supone participar del amor creador de Dios, contribuyendo a la construcción de la ciudad terrena, compartiendo afanes nobles con los demás ciudadanos: “Ha querido el Señor que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el «amor al mundo» que late en el cristianismo. -Por tanto, no debe faltar nunca ilusión en tu trabajo profesional, ni en tu empeño por construir la ciudad temporal” (F, 703). “Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina” (ECP, 46).
c) La secularidad supone advertir en profundidad la lógica de los asuntos humanos, los principios a los que obedecen, pero también su contingencia, su autonomía y su mutabilidad características, que conducen a vivir un exquisito respeto a la libertad personal: “Sólo si [el cristiano] defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya. Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros -para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje- integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad (2Co 3, 17)” (ECP, 184).
Todos los aspectos anteriores componen lo que otras veces san Josemaría denomina “mentalidad laical”. Cabría decir que esta expresión designa la índole específica del modo cristiano de ser en el mundo. Según expone san Josemaría, esta cristiana “mentalidad laical”, “ha de llevar a tres conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen en materias opinables soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas” (CONV, 117).
La mentalidad laical propia de los hombres y mujeres que viven su vocación cristiana en medio del mundo es inseparable de la lucha para defender la libertad que Cristo nos ha conquistado -“la libertad de los hijos de Dios” (cfr. Rm 8, 21)-, y reclama un continuo ejercicio de discernimiento o criterio, para distinguir lo que en este mundo obedece al plan de Dios, y lo que es resultado de un abandono de las realidades terrenas a la lógica de lo mundano, a la vanidad del pecado.
En vivir y defender la libertad consiste, en gran parte, el ideal cristiano, un ideal que compromete y lleva a animar todas las realidades humanas -familia, trabajo, amistad, cultura, etc. - con el “alma sacerdotal” que debe caracterizar a todo cristiano. Cabría decir que este par de conceptos -alma sacerdotal y mentalidad laical-, que san Josemaría presentaba siempre unidos, componen el núcleo de la secularidad como modo específico de la vocación cristiana. Ya que, en resumen, la secularidad, como modo de vivir la vocación cristiana, se traduce en que, desde el lugar que ocupa en el mundo, respetando la lógica propia de las realidades terrenas, cada uno se esfuerce por ordenar a la luz de Dios los diversos asuntos que constituyen la materia ordinaria de su vida componiendo una unidad de vida “sencilla y fuerte”, que lleve a superar cualquier posible dilema entre tomarse en serio las cosas del mundo y tomarse en serio a Dios: “No se puede separar la religión de la vida, ni en el pensamiento, ni en la realidad cotidiana” (S, 308)
La secularidad, como modo cristiano de ser en el mundo, derivado del hecho del Bautismo, define una manera peculiar de participar en el reinado de Cristo (cfr. LG, 36). Esta peculiar participación en el Reino de Cristo es la específica de los fieles laicos, los cuales, implicados de lleno en las realidades terrenas, se empeñan en vivir y defender la libertad que Cristo les ha ganado -la libertad de amar a Dios sobre todas las cosas-, en dos frentes principales: el frente de la vida interior, encaminado a hacer realidad la primacía de Dios en la propia vida, siendo “contemplativos en medio del mundo”, e, inseparablemente -pues la vida interior impulsa al apostolado-, el frente de la vida exterior, que traduce la “vibración” apostólica del cristiano en obras de servicio a los demás, tanto a nivel personal como colectivo.
En consecuencia, la secularidad reclama, por una parte, una lucha interior exigente que lleva a encarnar el espíritu y las virtudes cristianas de un modo acorde con el lugar que cada uno ocupa en el mundo, teniendo en cuenta que la secularidad otorga un modo peculiar al ejercicio de todas las virtudes, que san Josemaría resumía hablando de “naturalidad” (cfr. IJC, pp. 9-64).
La secularidad lleva a insistir en las virtudes humanas y civiles necesarias para desenvolverse en el mundo -laboriosidad, valentía, amabilidad, cortesía, etc.-, y define un modo peculiar de vivir virtudes característicamente cristianas, tales como la pobreza, la humildad, la obediencia. Así, por ejemplo, san Josemaría habla de un “ascetismo sonriente”, de un “espíritu de penitencia” manifestado sobre todo en el cumplimiento abnegado de los propios deberes profesionales, familiares, sociales, del cuidado de las cosas pequeñas como manifestación de amor a Dios. Y enseña que la pobreza no supone renunciar al uso de bienes, necesarios para llevar a cabo el propio trabajo, sino vivir interiormente desprendidos de ellos, hacerlos rendir para que cumplan su función, ser económicamente responsables, etc. La humildad no supone renunciar a los propios derechos o a los merecimientos legítimos, sino referir todo honor y toda honra recibidos a la gloria de Dios, etc.
En todo caso, tal modo secular de vivir las virtudes no supone merma alguna en su radicalidad cristiana: “sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada” (AD, 206; cfr. AD, 200). Es decir: las mismas virtudes humanas, con sus fines propios, han de ser asumidas y formalizadas desde un fin superior, desde una óptica sobrenatural -con un instinto sobrenatural, que, nacido del sentido de la filiación divina, alimenta la unidad de vida. De ahí que -como hacía notar Álvaro del Portillo, glosando el espíritu del fundador del Opus Dei- la secularidad “se malogra por el aburguesamiento” (Carta 28-XI- 1982, n. 23, en Cartas de familia, II: AGP, Biblioteca, P17).
“Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo y no sólo el templo es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando con plena libertad sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida” (CONV, 116).
El respeto y el amor a la libertad personales, a las opciones que cada fiel toma “en las cosas que Dios ha dejado, como suele decirse, a la libre discusión de los hombres” (CONV, 67), constituye una de las manifestaciones más claras de secularidad. Por esta razón, san Josemaría afirma también que “el hecho de ser católico no significa formar grupo, ni siquiera en lo cultural e ideológico, y, con mayor razón, tampoco en lo político” (CONV, 29). Lo que nos une como cristianos no tiene por qué traducirse en unidad en lo humanamente contingente.
La secularidad reclama también afirmar y defender la libertad y responsabilidad personal de los fieles cristianos en el ejercicio de sus derechos y deberes cívicos, en sus asuntos económicos, opciones temporales, profesionales, culturales, políticas, etc., bien entendido que la responsabilidad supone el esfuerzo por adquirir una profunda formación cristiana, capaz de orientar el ejercicio de su profesión y su actuación cotidiana en todos los ámbitos.
Esta concepción de la secularidad permite entender por qué el modo de vivir el cristianismo propio de los fieles laicos se opone a cualquier forma de “clericalismo”, ya sea de parte de los laicos -cuando, a la espera de las directrices del clero, eluden su propia responsabilidad de trabajadores y ciudadanos en los asuntos que son de su competencia-, ya sea de parte de los clérigos -cuando estos se extralimitan en su misión, e instrumentalizan la actividad de los laicos.
Frente a esto, san Josemaría sostiene la necesaria y legítima autonomía del laico, señalando “que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas” (CONV, 12). “Los cristianos gozáis de la más plena libertad, con la consecuente personal responsabilidad, para intervenir como mejor os plazca en cuestiones de índole política, social, cultural, etcétera, sin más límites que los que marca el Magisterio de la Iglesia. Únicamente me preocuparía -por el bien de vuestras almas-, si saltarais esos linderos, ya que habríais creado una neta oposición entre la fe que afirmáis profesar y vuestras obras, y entonces os lo advertiría con claridad” (AD, 11).
En efecto, defender la legítima autonomía del fiel laico en los asuntos temporales no significa sustraer su actuación a las enseñanzas del Magisterio, sino que más bien indica que el cristiano está llamado a hacer propia la verdad del Evangelio conforme a las enseñanzas del Magisterio, que la define y aplica, asimilándola con hondura y plasmándola en obras mediante una acción libre y responsable.
La legítima autonomía de los fieles laicos significa que, en suma, su misión en el mundo, su participación en el Reino de Cristo, “depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo. El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina” (CONV, 59).
Queda claro que reconocer la secularidad y, con ella, la legitima autonomía de los laicos en sus opciones temporales nada tiene que ver con ahogar las exigencias evangélicas de ser sal y luz del mundo: “Por tu condición de ciudadano corriente, precisamente por ese «laicismo» tuyo, igual -ni más, ni menos- al de tus colegas, has de tener la valentía, que en ocasiones no será poca, de hacer «tangible» tu fe: que vean tus buenas obras y el motivo que te empuja” (F, 723; cfr. S, 318).
En el texto que precede la palabra “laicismo” aparece entrecomillada para indicar que ese supuesto “laicismo” no designa, en realidad, más que la “mentalidad laical” a la que antes hacíamos referencia; y, en la predicación de san Josemaría, esta “mentalidad laical” aparece indefectiblemente vinculada al “alma sacerdotal” que ha de distinguir a todo cristiano. Cabría decir, por tanto, que -como ya antes apuntábamos- es la combinación de ambos aspectos -alma sacerdotal y mentalidad laical- lo que, en última instancia, compone su concepción de la secularidad, como un modo específico de realizar la vocación cristiana en medio del mundo.
Ana Marta GONZÁLEZ
Fue en este seminario donde san Josemaría, después de haber decidido ser sacerdote, comenzó los estudios eclesiásticos. Frecuentó sus aulas durante dos cursos académicos, desde el otoño de 1918 hasta el de 1920, momento en el que se trasladó a Zaragoza.
San Josemaría terminó el Bachillerato en junio de 1918. Durante el verano preparó el ingreso en el Seminario con la ayuda de don Albino Pajares, sacerdote conocido de su familia. Recibió clases de Latín, Lógica, Metafísica y Ética, que le permitieron superar el examen oral ante tres profesores e ingresar en el primer curso de Teología.
Los estudios eclesiásticos se dividían en Latinidad (para los más jóvenes, hasta los estudios equivalentes, que en la legislación de la época se designaban como tercer curso de Bachillerato), Filosofía (equivalente a los últimos cursos de Bachillerato) y Teología (carrera de cinco años).
En 1918, la diócesis de Calahorra disponía de seiscientos sesenta sacerdotes y la cifra media de ordenaciones anuales, en los años 1900-1920, fue de diecinueve. Había dos seminarios para alumnos mayores: uno en Calahorra, lugar de residencia del obispo, con catorce alumnos, y otro en Logroño, con cincuenta y nueve. El de Logroño se ubicaba en un viejo caserón en el centro de la ciudad, con serias deficiencias materiales. Más tarde, en los años veinte, se construyó una sede nueva.
Los alumnos podían ser internos, si residían en el Seminario, y externos, si vivían con sus familias. Hasta mediados del siglo XIX, los externos habían sido abundantes, pero se había reducido su número para conseguir una mejor disciplina y formación sacerdotal. Entre 1918 y 1920, los externos eran alrededor de diez o doce.
Josemaría fue alumno externo: acudía al Seminario desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde. A lo largo de estos dos años cursó, con notas brillantes, siete asignaturas: Historia Eclesiástica, Sociología, Francés, Arqueología, Derecho Español, Teología Pastoral y Teología Fundamental.
Don Valeriano Ordóñez era entonces rector del Seminario, y don Pablo Lorente Ibáñez, don Gregorio Lanz y don Francisco Santamaría fueron algunos de los profesores que dieron clase a Josemaría. Cabe destacar la influencia de don Gregorio Fernández Anguiano, Prefecto de Disciplina, con quien tuvo mucha confianza. Otros profesores a quienes trató fueron don Miguel Berger y don Javier Lauzurica.
Los responsables del Seminario vigilaban la disciplina y buscaban el aprovechamiento académico de los alumnos, cosa no siempre fácil, dada la variedad de circunstancias personales y sociales de cada uno. Diariamente, los jóvenes tenían prácticas de piedad en común: oración, santa Misa, visita al Santísimo, Rosario, lectura espiritual, etc. Se les impartían tres o cuatro horas de clase diarias y debían estudiar personalmente otro tanto.
Los condiscípulos de san Josemaría lo describieron como responsable, buen estudiante, alegre, amable con todos, un tanto reservado y piadoso. Fueron años de intenso estudio y oración, aunque las cosas no estaban del todo claras para él: “Y yo, medio ciego, siempre esperando el porqué. ¿Por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo, ¿qué es? Y con un latín de baja latinidad, cogiendo las palabras del ciego de Jericó, repetía: Domine, ut videam!, Ut sit!, Ut sit! Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro” (Toldrá, 2007, p. 178).
Algunos de sus compañeros, que también recibieron la ordenación sacerdotal, fueron José Millán Morga, Máximo Rubio, Manuel San Martín González, Manuel María Calderón, Pedro Baldomero Larios, Juan Cruz Moreno y Alberto del Pozo.
En septiembre de 1920, Josemaría trasladó su matrícula a la Universidad Pontificia de Zaragoza. Sin embargo, no perdió contacto con Logroño, adonde acudía con frecuencia para estar con sus padres.
Jaime TOLDRÁ
En el edificio de la plaza de La Seo de Zaragoza se ubicaban, en los comienzos del siglo XX, el Seminario Conciliar y la Universidad Pontificia, ambos denominados “de San Valero y San Braulio”. En aquel edificio recibió san Josemaría las clases de Filosofía y Teología durante sus años de estudio en Zaragoza.
El itinerario de la historia del Seminario Conciliar se podría resumir del siguiente modo. Tras la expulsión de los Jesuitas, en 1767, los edificios que ocupaban en el centro de Zaragoza pasaron por tres años de abandono hasta que, en 1770, se instaló en ellos el Seminario Sacerdotal de San Carlos Borromeo, por traslado desde su antigua sede, en la plaza del Reino, donde había sido erigido en 1737.
El 17 de diciembre de 1786, se erigió el Seminario ad formam Concilii, con la invocación de San Valero y San Braulio, obispos de Zaragoza, y se le otorgaron Reglas y Constituciones (Reglamento disciplinar del Seminario General Pontificio de San Valero y San Braulio). El 21 de febrero de 1788 fueron sancionadas por el rey Carlos III, que lo asumió bajo su Real Protección y Patronato. Finalmente, el arzobispo Lezo, el 1 de mayo de 1788, procedió a la inauguración solemne del Colegio Seminario Conciliar, que tuvo como primera sede una parte del Seminario Sacerdotal de San Carlos.
En 1848, el Seminario Conciliar se trasladó a su nueva sede, un edificio construido de nueva planta en la plaza de La Seo, en los solares de lo que había sido Diputación del Reino de Aragón. En la sede abandonada, treinta y ocho años después, en 1886, se instaló el Seminario de San Francisco de Paula, que fundó el cardenal Francisco de Paula Benavides y Navarrete, arzobispo de Zaragoza. En 1951, al construirse un nuevo edificio para el Seminario Conciliar en la zona llamada de Casablanca, en las afueras de la ciudad, se refundieron los dos seminarios existentes en Zaragoza. San Josemaría fue alumno y superior del Seminario de San Francisco de Paula entre los años 1921 y 1925.
El Seminario Conciliar contaba desde su fundación con cien plazas para alumnos internos, que estudiaban Filosofía y Teología. A éstos hay que sumarles los alumnos externos, que llegaron a alcanzar la cifra de trescientos, hasta que desaparecieron en el curso 1934-1935. En los años en los que san Josemaría fue seminarista de Zaragoza, el número de colegiales del Seminario Conciliar osciló entre noventa y ciento seis alumnos internos y unos cincuenta alumnos externos. El uniforme de los colegiales del Seminario Conciliar era un manto azul, con beca y, sobre ella, el escudo de la Inmaculada. Se distinguía del de los colegiales del Seminario de San Francisco de Paula, un manto negro con beca roja, que llevaba un escudo que consistía en un sol con rayos, en cuyo centro resplandecía la palabra CHARITAS.
La formación espiritual, humana y doctrinal del Seminario Conciliar seguía las pautas marcadas por sus Constituciones, y el ambiente era similar al del resto de los seminarios españoles. Con el Concordato de 1851 se abrió el camino para la reorganización de los estudios eclesiásticos, y el Ministerio de Gracia y Justicia elaboró el Plan de estudios para los Seminarios Conciliares de España, que fue el que en teoría estuvo vigente hasta la erección de las Universidades Pontificias en 1896. La ausencia de Universidades Pontificias se suplió con la figura de los llamados Seminarios Generales, capacitados para otorgar los grados académicos mayores en las tres disciplinas eclesiásticas.
En 1897, el Seminario de Zaragoza fue elevado al rango de Universidad Pontificia: se erigieron las Facultades de Teología, Derecho Canónico y Filosofía Escolástica; se constituyeron los respectivos Colegios de Doctores; y se hicieron los nombramientos pertinentes, específicos del nuevo rango académico adquirido por este centro docente eclesiástico.
Desde entonces los planes de estudios estuvieron perfectamente detallados, especificándose, además de las materias, el número de clases para cada una, y los libros de texto. Así continuaron, sin modificaciones sustanciales, excepto en los libros de texto, hasta la supresión de las Universidades Pontificias españolas, en 1933. A partir de septiembre de 1899 la Dirección del Seminario Conciliar de San Valero y de San Braulio fue confiada, por el arzobispo Vicente Alda y Sancho, a la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos.
Los seminaristas, tanto filósofos como teólogos, de los dos Seminarios de Zaragoza, recibían las lecciones en el mismo inmueble que albergaba a los alumnos internos del Seminario Conciliar. El plan de estudios en los años de seminario de san Josemaría en Zaragoza fue el siguiente:
(La versión impresa incluye una tabla)
Algunos de los profesores de San Josemaría fueron don Manuel Pérez Aznar, profesor de Teología Dogmática, que explicaba De incarnatione et gratia y de Deo creante; don Santiago Guallart Poza, profesor de Teología dogmática, que enseñaba De actibus et virtutibus; don Valentín Hernández Martínez, profesor de Introductio in S. Scripturam y Exegesis novi testamenti; don Práxedes Alonso Zaldívar, profesor de la parte de Preceptos de Teología moral; don José María Bregante Lacambra, profesor de Liturgia y de Teología pastoral; y don Federico Magdalena Lacambra, también de Dogmática, que explicaba De re sacramentaria.
En la actualidad el Seminario de Zaragoza tiene como sede un amplio edificio situado en la Ronda de la Hispanidad. Su dirección corre a cargo de los sacerdotes de la diócesis.
Ramón HERRANDO PRAT DE LA RIBA
San Josemaría ingresó en el Seminario de San Francisco de Paula de Zaragoza el 28 de septiembre de 1920. Provenía del Seminario de Logroño, donde había concluido los estudios del primer curso de Teología. El 31 de marzo de 1925, tres días después de su ordenación como presbítero, salió del Seminario para incorporarse a su primer destino pastoral.
El Seminario de San Francisco de Paula fue fundado en el año 1886 por el cardenal Francisco de Paula Benavides y Navarrete, arzobispo de Zaragoza, y se extinguió en 1951. En un principio, la finalidad de este Seminario era acoger a alumnos internos que, faltos de recursos económicos, no podían ingresar en el Seminario Conciliar de San Valero y San Braulio de Zaragoza. A partir de 1897, se amplió la admisión a cualquier sector de la población, y se mantuvieron algunos becarios, como en cualquier otro seminario de la época. Hubo siempre un número reducido de seminaristas, alrededor de cincuenta.
Durante los años en que san Josemaría estuvo en el Seminario, el número de alumnos osciló entre treinta y cinco y cuarenta. Los Superiores del Seminario eran un Rector y dos Directores o Inspectores que ya habían recibido algún grado del sacramento del Orden o, al menos, tenían la tonsura. Uno de los inspectores se encargaba de los alumnos de Teología que vivían en el piso tercero y el otro, de los que cursaban Filosofía y de los alumnos de Humanidades, que habitaban en el piso cuarto. Su misión consistía en cuidar del cumplimiento del Reglamento y mantener la disciplina; en acompañar y velar por el orden en las idas y venidas a las clases que se tenían en la Facultad Pontificia, con sede en el Seminario Conciliar de San Valero y San Braulio, en un edificio en la plaza de La Seo, a escasamente unos diez minutos andando; en vigilar las horas de estudio y el orden en los paseos; y, en general, en servir de conexión entre el Rector y el conjunto de los seminaristas. Mensualmente, hacían un breve informe de los alumnos. A diferencia de los demás seminaristas, a los directores o inspectores no se les preguntaba públicamente en las clases de las distintas asignaturas.
El Seminario de San Francisco de Paula tuvo siempre su sede en el inmueble del Real Seminario Sacerdotal de San Carlos, donde ocupaba parte de la tercera y la cuarta plantas de las cuatro de que constaba el edificio. En el tercer piso había una pequeña capilla dedicada a san Francisco de Paula. Algunas de las ceremonias litúrgicas se celebraban en la iglesia de San Carlos, que formaba una unidad con el edificio del Real Seminario Sacerdotal de San Carlos, con el que se comunicaba interiormente. Ambos edificios abrían sus puertas a la plaza de San Carlos.
El Real Seminario Sacerdotal de San Carlos era una institución cuyos orígenes se encuentran en el movimiento renovador del clero que promovieron los Píos Operarios Misionistas de la Congregación de Aragón. Bajo el impulso del sacerdote oscense, el venerable Francisco Ferrer, después de la Guerra de Sucesión, en 1711, fundaron una serie de seminarios sacerdotales por distintos lugares de España. Esos seminarios sacerdotales agrupaban a unos pocos sacerdotes a los que se les llamaba Directores, y se dedicaban a dar tandas de ejercicios para sacerdotes y ordenandos, hacer exámenes sinodales y organizar actividades de formación permanente del clero. El Seminario de San Francisco de Paula estuvo vinculado desde su fundación al Real Seminario Sacerdotal de San Carlos, del que recibió siempre una cierta tutela y vigilancia: su Rector era habitualmente uno de los sacerdotes del Seminario Sacerdotal y durante algunas épocas, incluso dependió de su Presidente. El rector del Seminario de San Francisco de Paula durante los años en que estuvo san Josemaría fue don José López Sierra: había sido nombrado en 1919 y fue sustituido en 1926.
El horario en el Seminario de San Francisco de Paula era el siguiente: la hora de levantarse variaba entre las cinco y media y las seis y media según las épocas del año; media hora después había treinta minutos de meditación en la capilla del Seminario y a continuación se bajaba a la iglesia de San Carlos, a la que se accedía por una puerta lateral que daba al claustro del edificio, para la santa Misa. Después del desayuno -que se hacía en silencio, mientras se leía la Imitación de Cristo-, se trasladaban al Seminario Conciliar, en donde se impartían las clases de la Universidad Pontificia. Regresaban al terminar las clases sobre las doce y media.
Durante la comida se mantenía el silencio y se leía algún libro de carácter piadoso. Desde el comedor que estaba en la primera planta, por el claustro, se trasladaban a la iglesia de San Carlos a hacer una breve visita al Santísimo e inmediatamente después, había un rato de recreo en una azotea cubierta situada en la planta cuarta. Al término del recreo, salían de nuevo a clase; regresaban para merendar y comenzaba el tiempo de estudio dividido en dos partes, entre las que se situaba el rezo del santo Rosario y un rato de lectura espiritual, que se hacían ambos en la capilla, bajo el cuidado y vigilancia de los Inspectores. Cenaban a las nueve de la noche. El día terminaba en la capilla con un acto en el que se rezaban algunas oraciones y se hacía el examen de conciencia. Los jueves, los domingos y los días de fiesta variaba el horario, ya que por la tarde había paseo. Los sábados se trasladaban a la Basílica del Pilar para visitar a la Virgen y rezar una Salve; además ese día había una sabatina que consistía en una lectura sobre la Virgen y el rezo del Rosario, para terminar con un canto mariano.
La formación espiritual estaba dirigida a fomentar la vida de piedad como fuente de virtudes necesarias para llevar una vida ejemplar y desarrollar el futuro ejercicio del ministerio sacerdotal. La piedad eucarística, la devoción mariana y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, con sus múltiples y arraigadas manifestaciones a lo largo del curso, se convertían en instrumentos vivos de la formación espiritual para la maduración y progreso de los seminaristas en su vida de piedad. Eran auténticos motores del ejercicio de las virtudes cristianas, de una más frecuente y fervorosa vida sacramental, de una mayor mortificación y del celo por la salvación de las almas. Una especial significación en la vida del Seminario tenía la Asociación del Sagrado Corazón de Jesús o Asociación del Apostolado de la Oración.
De los casi cinco años que san Josemaría vivió en el Seminario de San Francisco de Paula, durante dos fue alumno y al inicio del tercer año, el 28 de septiembre de 1922, día en que el cardenal Soldevila le confirió la Tonsura, en la Capilla del Palacio Arzobispal, a la edad de veinte años, fue nombrado Director o Inspector, cargo que desempeñó hasta que salió del Seminario, camino de su primer destino pastoral como Presbítero. En los años de permanencia en el Seminario recibió todas las Ordenes Sagradas: el Ostiariado y Lectorado, el 17 de diciembre de 1922; y cinco días después, el 21 de diciembre, le fueron conferidas las Órdenes del Exorcistado y del Acolitado, también en la Capilla del Palacio Arzobispal. Cuando ya había concluido el quinto curso de Teología, recibió el Subdiaconado en la iglesia del Real Seminario Sacerdotal de San Carlos, el 14 de junio de 1924; seis meses después, el 20 de diciembre de 1924, en el mismo lugar, le fue conferido el Diaconado y el 28 de marzo de 1925 recibió el Presbiterado de manos de Mons. Miguel de los Santos Díaz Gomara, Obispo Titular de Tágora y Presidente del Real Seminario Sacerdotal de San Carlos.
El junio de 1924, unos días antes de que se le confiriese el Subdiaconado, san Josemaría, concluyó sus estudios de quinto curso de Teología en la Universidad Pontificia.
Durante los dos últimos cursos del Seminario (1923-1925), con la autorización de sus superiores, frecuentó las aulas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza como alumno no oficial y se examinó de algunas asignaturas.
Los estudios biográficos realizados sobre los años de seminario de san Josemaría, aportan una documentación que ponen de manifiesto una actitud interior de fe inquebrantable y de firmeza en su respuesta a la vocación. No le faltaron contradicciones entre sus compañeros, de modo especial durante su primer curso, que supusieron una fuerte tribulación para su alma, por afectar directamente, aunque desde fuera, a su decisión de secundar la Voluntad de Dios. Esas circunstancias fueron un catalizador de una honda maduración espiritual, que le confirmó en la decisión, que mantuvo siempre, de fidelidad al querer divino.
Ramón HERRANDO PRAT DE LA RIBA
La serenidad es la actitud o cualidad que permite al hombre mantener un temple sosegado y ecuánime, sin caer ni en la inquietud ni en la zozobra. Está muy relacionada con la paciencia y ambas con la fortaleza, virtud que ayuda a enfrentarse con las dificultades y a superarlas. San Josemaría habla de la serenidad, vinculándola a esas otras dos disposiciones del espíritu mencionadas en uno de los pasajes de la homilía que dedica a tratar de las virtudes: “Fuertes y pacientes: serenos. Pero no con la serenidad del que compra la propia tranquilidad a costa de desinteresarse de sus hermanos o de la gran tarea, que a todos corresponde, de difundir sin tasa el bien por el mundo entero. Serenos porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida. Serenos, aunque sólo fuese para poder actuar con inteligencia: quien conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar los pros y los contras, de examinar juiciosamente los resultados de las acciones previstas. Y después, sosegadamente, interviene con decisión” (AD, 79).
La serenidad hace referencia al carácter. Hay personas que son por temperamento sosegadas y tranquilas, incluso apáticas. Otras son nerviosas, con tendencia al perfeccionismo y a la agitación. Entendida como actitud moral, la serenidad presupone la capacidad que el hombre posee para dominar y educar el propio carácter a fin de adoptar en todo momento una actitud equilibrada y serena. Los autores discuten si es una virtud, o más bien el fruto o resultado de un conjunto de virtudes o actitudes: la fortaleza, la paciencia, el orden, la confianza en los demás, la capacidad de reflexionar sobre la experiencia ya adquirida, etc.
Sin ignorar esos componentes humanos, san Josemaría, hablando desde una perspectiva cristiana, la relaciona directamente con el sentido de la filiación divina, con el hecho de tener fija la mirada en Dios que, siendo nuestro Padre, está junto a nosotros con su amor. “Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. (...) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos” (C, 267).
La serenidad tiene sus raíces en la fe, que da a conocer que el universo, y especialmente la vida y la historia humanas, tienen sentido, y enseña que ninguna realidad escapa a la providencia divina. “La fe cristiana, (...) nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos -con la gracia del Cielo- construir nuestro destino eterno” (ECP, 99).
Fundamentada en la verdad de un Dios creador, lleno de amor y omnipotente, la serenidad aspira a enraizarse en el mismo ser del creyente, de modo que su actitud ante el mundo y los acontecimientos que jalonan su historia se defina a partir de la convicción de que Dios está cerca, de que nada le es ajeno: “Aleja enseguida de ti -¡si Dios está contigo!- el temor y la perturbación de espíritu” (S, 854). La serenidad es, en suma, la actitud propia del hombre que vive y reflexiona sobre cuanto le rodea, sobre su propia vida y sobre el conjunto de la historia a la luz de la fe: “Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1, 26) y le ha dado una chispa de luz, el trabajo de la inteligencia debe -aunque sea con un duro trabajo- desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas” (ECP, 10). El cristiano puede, por tanto, sentirse, aun en medio de las dificultades, sereno, capaz de afrontar la vida con ánimo entero, con ilusión, con deseos de servir, con capacidad y sostenido por la gracia, para continuar o reemprender siempre el camino.
“Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad, que da el saberse hijo amado de Dios” (ECP, 126). La serenidad que predica san Josemaría es la serenidad del hombre concreto “de carne y hueso” (AD, 117), que conoce la entrega y el empeño que el vivir reclaman y, a la vez, se sabe, en Cristo, hijo de Dios. No es, por tanto, un sentimiento pasajero o una actitud exclusivamente interior, sino una fuerza vital que se refleja en el exterior de la persona y en sus obras. “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (C, 2), afirma al comienzo de Camino, para añadir, inmediatamente después: “Que tu porte exterior sea reflejo de la paz y el orden de tu espíritu” (C, 3). Y algo más adelante: “No soslayes el deber. -Cúmplelo derechamente, aunque otros lo dejen incumplido” (C, 36).
Aunque tenga sus raíces en la filiación divina, y sea por tanto don de Dios, la serenidad no se adquiere sin la cooperación humana. La serenidad exige, en efecto, dominio de uno mismo, modelar el propio carácter, juicio equilibrado, reflexión paciente, control de los nervios y de la imaginación, formar y cultivar la inteligencia, situarse de modo adecuado ante el quehacer concreto.
Y todo eso reclama la puesta en marcha del conjunto de virtudes y modos de comportamiento al que, en un principio, hacíamos referencia, poniéndolo en relación con la serenidad: la fortaleza que lleva a realizar el bien, sin doblarse ante la contradicción, ya que “el fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas” (AD, 77); la paciencia, que permite superar el paso del tiempo, evitando nerviosismos e intemperancias; la prudencia, que ayuda a percibir lo que en cada momento es oportuno y lo que, en cambio, debe dejarse para más adelante; el orden, que distribuye adecuadamente las cosas y las tareas, superando la tendencia a la improvisación, y facilita la atención a los detalles (la atención por amor a las cosas pequeñas, de que tanto habló san Josemaría), evitando a la vez todo perfeccionismo y toda minuciosidad excesiva; la flexibilidad, que se contrapone tanto a la rigidez, que manifiesta falta de madurez y puede desembocar en actitudes contrarias a la justicia y a la misericordia, como a la debilidad, que impide que la acción sea eficaz y hace al sujeto víctima de sus propias pasiones, de las corrientes de opinión o de las modas.
Pero aunque esas y otras virtudes humanas sean imprescindibles para crecer en la serenidad, san Josemaría no dejó nunca de recordar que las virtudes humanas están en relación estrecha con las sobrenaturales. Habló pues de lucha ascética, “poniendo en ejercicio, a lo largo del día, las virtudes teologales, que antes que para teorizar son virtudes para vivir: la fe, la esperanza, la caridad. Y así tendréis serenidad” (Carta 31-V-1954, n. 25: CANALS, 1988, p. 106).
Desde esta perspectiva hay una virtud que cobra especial importancia: la humildad. Cuando se ven las cosas sólo desde el propio punto de vista, y más aún cuando se las refiere sólo a la propia persona y a las propias fuerzas, la realidad se deforma, las dificultades se exageran, se abre la puerta a la turbación y al abatimiento, y, en consecuencia, se pierde la serenidad. “Es a veces corriente, incluso entre almas buenas -escribe san Josemaría-, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se transforman en desgraciadas e infecundas” (ECP, 18).
Íntimamente relacionada con la humildad está la confianza, sea en los demás, sea, sobre todo, en Dios. Saber que no estamos aislados en medio de un mundo impersonal y desconocido, que contamos no sólo con nuestra inteligencia y con nuestras fuerzas, sino con el aliento y el apoyo de quienes nos rodean, favorece el desarrollo de un ánimo sereno. Y de modo particular si quien nos ofrece su ayuda y su compañía es precisamente Dios que sabemos nos ama. Que en Él podemos no sólo apoyarnos, sino abandonarnos, siguiendo el consejo del salmista: “deja en el Señor tu cuidado y Él te sustentará” (Sal 55, 23, citado en S, 873; ver también Mt 6, 25-34).
San Josemaría, que predicó la llamada a santificarse en medio del mundo cumpliendo todas las obligaciones sociales, profesionales, familiares, etc., habló muchas veces de responsabilidad, y empleó en diversos momentos la expresión “preocupaciones”: el padre y la madre de familia han de estar preocupados por la educación de sus hijos, el dirigente de una fábrica por la marcha de la labor y el trabajo de los obreros, y así sucesivamente. Pero excluyó a la vez toda tendencia a una preocupación enfermiza, que quita la paz. “Si -por tener fija la mirada en Dios- sabes mantenerte sereno ante las preocupaciones (...) te ahorrarás muchas energías, que te hacen falta para trabajar con eficacia, en servicio de los hombres” (S, 856). Un punto de Surco resume bien esta enseñanza: “¿Preocupaciones?... -Yo no tengo preocupaciones -te dije-, porque tengo muchas ocupaciones” (S, 511). Poniendo todos los medios humanos a su alcance, el cristiano debe afrontar la propia tarea, las propias ocupaciones, con confianza en Dios y, por tanto, con optimismo y con serenidad, sin inquietud ni falsos temores.
En el camino de la serenidad, es esencial el trato asiduo, personal, con Cristo, de forma que la propia vida refleje la de Jesús y, por tanto, su unión con Dios Padre, su entrega serena y confiada al cumplimiento del querer divino. San Josemaría usa la expresión “ipse Christus” para indicar esa unión con Jesús a la que, presuponiendo el Bautismo, puede y debe llegar el cristiano a través del trato personal con Él: “Para ser ipse Christus hay que mirarse en Él. No basta tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz” (ECP, 107).
Vivida así, la contemplación de la vida de Cristo pone en ejercicio no sólo la inteligencia y el sentimiento, sino también la libertad, sin la cual las virtudes serían únicamente una serie de modos de vida mecánicamente aprendidos; es decir, no estarían radicadas en el ser de la persona ni influirían plenamente en las actitudes y comportamientos. Quien trata a Cristo y busca en todo la voluntad de Dios Padre verá siempre las cosas con esperanza y optimismo, y el trato personal con el Señor se expresará “en alegría, en serenidad, en afán de justicia” (ECP, 156). También en la contradicción.
Al contemplar la vida de Cristo, el cristiano entiende que las contradicciones -verdadera piedra de toque para la serenidad- son ocasión para vivir la fe y la fortaleza, de modo que llenen el alma la alegría y la paz, “con la claridad de Dios en el entendimiento” (AD, 305). Y, al tener esa claridad en el entendimiento, reflejarla en las obras, ya que la fe y confianza en Dios se manifiestan en la perseverancia -por amor- en lo que el alma reconoce como voluntad de Dios, como bien para nosotros mismos y para los demás, aunque pueda costar esfuerzo. “Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos” (ECP, 75).
En la contradicción la serenidad se vive como roca fuerte en la que el ánimo toma nuevo vigor: “Aunque todo se hunda y se acabe, aunque los acontecimientos sucedan al revés de lo previsto, con tremenda adversidad, nada se gana turbándose. Además, recuerda la oración confiada del profeta: «el Señor es nuestro Juez, el Señor es nuestro Legislador, el Señor es nuestro rey; Él es quien nos ha de salvar»” (S, 855).
Tanto si se la considera como una virtud especial, como si se piensa que es el resultado de un conjunto de disposiciones y virtudes, la serenidad ocupa un lugar de singular importancia: sólo la persona serena puede enfrentarse adecuada y eficazmente a las tareas, compromisos y obligaciones que la vida trae consigo.
Necesitamos la serenidad para “poder actuar con inteligencia: quien conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar los pros y los contras, de examinar juiciosamente los resultados de las acciones previstas. Y después, sosegadamente, interviene con decisión” (AD, 79). En otras palabras, “necesitamos de la serenidad de la mente, para no ser esclavos de nuestros nervios o víctimas de nuestra imaginación; necesitamos de la serenidad del corazón, para no vernos consumidos por la ansiedad ni por la angustia; necesitamos también de la serenidad en nuestra acción, para evitar oscurecimientos superficiales e inútiles derroches de nuestras fuerzas” (CANALS, 1988, p. 108).
La persona serena posee la capacidad para ser objetiva y concreta, para analizar los problemas y sintetizar las posibles soluciones, para tener visión tanto del conjunto como de los detalles. La persona serena es también firme al mandar o al aconsejar, sabe encontrar la palabra justa y oportuna para indicar un camino o para ofrecer consuelo, atendiendo a la diversidad de circunstancias y de situaciones.
La serenidad cristiana no es, como la serenidad estoica, mero dominio de las pasiones (cfr. S, 876), y menos todavía frialdad o indiferencia ante la vida terrena. El cristiano sabe que el mundo es bueno, porque ha sido creado por Dios. Y, si está llamado a santificarse en medio del mundo, sabe que debe participar, con empeño -más aún, con ilusión- en las tareas que implica y en los avatares que lo acompañan, pensando en el servicio de los demás, y soportando, si llegara el caso, los sinsabores o venciendo las dificultades. El cristiano no se desentiende de las dificultades de la vida humana, ni ignora las fatigas, ni se refugia en añoranzas o en mundos ideales. “Serenos. Pero no con la serenidad del que compra la propia tranquilidad a costa de desinteresarse de sus hermanos o de la gran tarea, que a todos corresponde, de difundir sin tasa el bien por el mundo entero” (AD, 79). “El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil. Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad” (AD, 77).
El ser humano está llamado a actuar con responsabilidad y con ánimo sereno en todas las situaciones y circunstancias que definen su vida. En el trabajo diario, cuando se hace duro y pesado o cuando reclama tomar decisiones difíciles. En los momentos en los que debamos dar consejo a otros (a los hijos, a los alumnos, a los subordinados, a los amigos, etc.). En la vida de relación, cuando surgen roces o problemas. En el apostolado, respetando la libertad y el ritmo que cada persona sea capaz de seguir: “Es menester lograr que las almas apunten muy alto: empujarlas hacia el ideal de Cristo; llevarlas hasta las últimas consecuencias, sin atenuantes ni paliativos de ningún género, sin olvidar que la santidad no es primordialmente obra de brazos. La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias. Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia” (S, 668).
Serenos también en el esfuerzo por ser mejores, sin irritarse con uno mismo ni perder la paz aunque pueda parecer que se procede lentamente o haya incluso retrocesos, faltas o pecados, que pueden provocar no sólo arrepentimiento y dolor, sino también abatimiento, ya que el alma “deja de saborear la paz y la serenidad cuando se aleja de su fin”, es decir, de Dios (cfr. AD, 10). Pero seguir esa pendiente conduce al error y al sinsentido. La santidad exige esfuerzo, pero la confianza en la misericordia y en el amor divino excluye todo desaliento. “Serenos, porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida” (AD, 79). “¿Qué importa tropezar, si en el dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa a proseguir con renovado aliento? No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez. (...) Con serenidad, tranquilo, por mucho que duela la herida aún no restañada de tu último resbalón, abraza de nuevo la cruz y di: Señor, con tu auxilio, lucharé para no detenerme, responderé fielmente a tus invitaciones, sin temor a las cuestas empinadas, ni a la aparente monotonía del trabajo habitual, ni a los cardos y guijos del camino” (AD, 131).
Pase lo que pase, en el interior del propio espíritu o en el mundo que le rodea, la persona, con el auxilio de la gracia, está siempre en condiciones de continuar esforzándose serena y confiadamente por crecer en santidad y por hacer del mundo un lugar plenamente humano, en el que todo hombre y toda mujer puedan desarrollarse como seres humanos y abrirse al diálogo con el Creador. Quien tiene fe debe ver siempre las cosas con esperanza y optimismo, con conciencia de que la participación en los nobles afanes humanos no aparta de Dios, ya que la gracia hace posible orientarlo todo hacia Él, y de ese modo “divinizar el mundo” (cfr. AD, 308).
Concluyamos señalando que san Josemaría evoca, también respecto a la serenidad, el ejemplo de Santa María: “¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza. Porque nos falta fe: ¡bienaventurada tú, que has creído! Porque se cumplirán las cosas que se te han declarado de parte del Señor (Lc 1, 45)” (AD, 286).
Wendy PETZALL
El espíritu de servicio forma parte de la identidad cristiana, ya que el cristiano está llamado a vivir la vida de Cristo, que vino a la tierra no para ser servido sino para servir y dar su vida en redención de muchos (cfr. Mc 10, 45). Así lo subraya san Josemaría: “El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres” (ECP, 106). Y en otro lugar: “Tú quieres pisar sobre las huellas de Cristo, vestirte de su vestidura, identificarte con Jesús: pues que tu fe sea operativa y sacrificada, con obras de servicio, echando fuera lo que estorba” (F, 155).
El espíritu de servicio es como un impulso interior que mueve a obrar en beneficio de otro y lleva a vivir la solidaridad con todos los hombres, ya que, como dice san Josemaría, la solidaridad se mide “por obras de servicio” (CONV, 75). Está relacionado con un dato fundamental: el hecho de que la sociedad se estructura a través de una diversidad de tareas, oficios y funciones, de modo que se desarrolla gracias a la aportación de todos ellos. En este sentido, cada uno es, de un modo u otro, servidor de los demás. Esta realidad se acentúa aún más desde una visión cristiana de las cosas, ya que, según la fe, todos los seres humanos somos radicalmente iguales en cuanto hijos de Dios y, por tanto, desde esa perspectiva, no hay oficios o tareas de poca categoría, y la relación entre unos y otros se hace patente.
El espíritu de servicio nace de la justicia y de la caridad. En razón de la justicia damos lo que al otro le corresponde, trátese de la justicia conmutativa (referida fundamentalmente a la reciprocidad), de la distributiva (que atañe más bien a la equidad), o de la social (que hace referencia a la solidaridad). El amor va más allá: a darse al otro con olvido de nosotros mismos, con verdadera entrega, con sacrificio, abnegación y generosidad. Unidos, el amor y la justicia buscan el bien del otro moviendo a realizar obras concretas de servicio y a realizarlas con una actitud del espíritu que implica respeto, aprecio, valoración de aquel al que se sirve. “Justicia -dice san Josemaría- es dar a cada uno lo suyo; pero yo añadiría que esto no basta. Por mucho que cada uno merezca, hay que darle más, porque cada alma es una obra maestra de Dios. La mejor caridad está en excederse generosamente en la justicia; caridad que suele pasar inadvertida, pero que es fecunda en el Cielo y en la tierra” (AD, 83).
El espíritu de servicio es, en suma, una disposición espiritual que informa todo quehacer humano, como señalaba san Josemaría en una homilía en la festividad de san José: “ese servir humano, esa capacidad que podríamos llamar técnica, ese saber realizar el propio oficio, ha de estar informado por un rasgo que fue fundamental en el trabajo de San José y debería ser fundamental en todo cristiano: el espíritu de servicio, el deseo de trabajar para contribuir al bien de los demás hombres” (ECP, 51). Lo que, viendo las cosas desde la otra vertiente de la realidad, lleva a señalar que toda actividad recta puede ser calificada como servicio: “toda tarea social bien hecha es eso, un estupendo servicio: tanto la tarea de la empleada del hogar como la del profesor o la del juez. Sólo no es servicio el trabajo de quien lo condiciona todo a su propio bienestar” (CONV, 109).
Prolongamos a continuación estas consideraciones revisando algunos de los ámbitos en los que se desarrolla la vida del hombre. Lo haremos citando textos de san Josemaría, con algunos comentarios.
El trabajo es, para san Josemaría, no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres a Dios y entre sí (cfr. CONV, 10).
Por ser signo, debe expresar no sólo objetivamente, sino también subjetivamente la realidad expresada: “lo que he enseñado siempre (...) es que todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales -a manifestar su dimensión divina- y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei" (CONV, 10).
El ejemplo de san José resulta aquí de clara aplicación: “El trabajo de José no fue una labor que mirase hacia la autoafirmación, aunque la dedicación a una vida operativa haya forjado en él una personalidad madura, bien dibujada. El Patriarca trabajaba con la conciencia de cumplir la voluntad de Dios, pensando en el bien de los suyos, Jesús y María, y teniendo presente el bien de todos los habitantes de la pequeña Nazaret. (...) Era su labor profesional una ocupación orientada hacia el servicio, para hacer agradable la vida a las demás familias de la aldea, y acompañada de una sonrisa, de una palabra amable, de un comentario dicho como de pasada, pero que devuelve la fe y la alegría a quien está a punto de perderlas” (ECP, 51).
El acceso a la cultura es un derecho humano fundamental, y es deber de los individuos y de la sociedad procurar que todos tengan la posibilidad de llegar a ella como medio de conseguir la perfección integral de la persona. Una cultura fundamentada en valores profundos enriquece al hombre y le pone en condiciones de desplegar, de lleno, sus posibilidades. De ahí que entre los objetivos que la sociedad debe proponerse ha de estar el empeño por conseguir que todos puedan obtener, por igual, las oportunidades para adquirirla.
San Josemaría manifestó, desde muy joven, un gran aprecio por la cultura, y lo confirmó no sólo con declaraciones, sino con hechos. Basta mencionar el impulso a la creación de dos universidades, las de Navarra (1952) y Piura (1969).
Apreció, pues, a fondo la labor de la inteligencia, el deseo de saber, poniendo a la vez de manifiesto que el estudio y la investigación no deben cerrarse sobre sí mismos, sino abrirse al servicio de la sociedad. Así lo señaló en referencia tanto a personas singulares (cfr. C, 345) como a instituciones. “Es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional y con su actuación cívica. Los universitarios necesitan ser responsables, tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución. Dar al estudiante todo eso es tarea de la Universidad” (CONV, 74).
Las palabras citadas expresan un criterio general que aplicó a todas las obras apostólicas que los fieles del Opus Dei pusieron en marcha. Deben ser, declaraba, “obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo” (CONV, 119). Parte importante de la formación cultural fue siempre la formación doctrinal religiosa, que consideraba imprescindible si se quería adquirir o transmitir una preparación que pusiera al individuo en condiciones de servir a la sociedad, trabajando por el bien común. La formación religiosa no hace sino reconocer una dimensión importante de la persona, que no ignora, sino que exige las demás dimensiones. “La religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma -que no se aquieta- si no trata y conoce al Creador: el estudio de la religión es una necesidad fundamental. Un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado. (...) De otra parte, nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno, que ha de poseer -por tanto- una cultura religiosa: doctrina, para poder vivir de ella y para poder ser testimonio de Cristo con el ejemplo y con la palabra” (CONV, 73).
En consonancia con el Magisterio de la Iglesia, que enseña que “para los fieles laicos, el compromiso político es una expresión cualificada y exigente del empeño cristiano al servicio de los demás” (CIC, 565), san Josemaría concibe la política como un servicio y como modo de trabajar en favor de la paz, de la justicia social y de la libertad de todos. No vaciló en denunciar la injusticia: “Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. (...) Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor” (ECP, 111). De ahí que instara a comportarse de manera responsable en este terreno: “Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común” (F, 714).
El cristiano, como todo hombre de bien, tiene el deber de defender “la libertad personal, y el derecho que todos los hombres tienen a vivir y a trabajar, y a estar cuidados durante la enfermedad y cuando llegue la vejez, y a constituir un hogar, y a traer hijos al mundo, y a educar a esos hijos en proporción al talento de cada uno, y a recibir un trato digno de hombres y de ciudadanos” (CONV, 48; cfr. AD, 171).
Con ese realismo que le llevaba a evitar sueños o propósitos inconsistentes, recordaba que la acción social requiere una preparación profesional exigente que pone al hombre en condiciones de poder realizar un aporte, cualitativamente importante, en la solución de los problemas que atañen al bien común de la sociedad. “Todo trabajo profesional exige una formación previa, y después un esfuerzo constante para mejorar esa preparación y acomodarla a las nuevas circunstancias que concurran. Esta exigencia constituye un deber particularísimo para los que aspiran a ocupar puestos directivos en la sociedad, ya que han de estar llamados a un servicio también muy importante, del que depende el bienestar de todos” (CONV, 90).
La actividad económica tiene como fin el procurar los bienes necesarios para que el hombre disponga de ellos a fin de llevar una vida decorosa, acorde con su dignidad. Todo hombre tiene derecho a vivir en libertad para poder realizar sus aspiraciones y ello requiere un mínimo de bienestar económico. La producción de bienes y riquezas debe concebirse como una actividad puesta al servicio de todos, de manera que los dueños de los medios de producción, además de lograr el justo beneficio que pueden rendirles su patrimonio o su talento, contribuyan a elevar el nivel socio económico de las personas que laboran a su servicio y el de la sociedad a la cual pertenecen.
Todos, directivos, empleados, colaboradores, etc., deben actuar con conciencia de la función social que les corresponde. Y así, en una de las entrevistas que concedió en los años sesenta, después de subrayar que los fieles del Opus Dei gozan de plena libertad en las cuestiones profesionales y en los puestos de dirección que puedan ocupar, añadía, refiriéndose a estos últimos, que han de buscar, como todos, “vivir el espíritu evangélico en el ejercicio de su profesión. Esto exige de ellos en primer lugar que vivan escrupulosamente la justicia y la honestidad. Procurarán, por tanto, hacer su labor de una forma honrada: pagar un salario justo a sus empleados, respetar los derechos de los accionistas o propietarios y de la sociedad, y cumplir todas las leyes del país. Evitarán cualquier clase de partidismos o favoritismos con respecto a otras personas, sean o no miembros del Opus Dei” (CONV, 52).
Todo ello sin olvidar, como antes se decía, que no se cumple con la justicia si se atiende sólo a la justicia conmutativa, sino que es necesario que la distributiva y la social informen toda la actividad. “Al realizar cada uno vuestro trabajo, al ejercer vuestra profesión en la sociedad, podéis y debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de servicio. El trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en cuenta los adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una gran función, útil siempre a la humanidad entera, si nos mueve la generosidad, no el egoísmo, el bien de todos, no el provecho propio: si está lleno de sentido cristiano de la vida” (ECP, 166).
La familia, fundada en el matrimonio, es una comunidad de amor, donde unos sirven a otros en una dádiva generosa, olvidándose de sí mismos. Es ese el lugar privilegiado donde se aprende a amar y a servir, los padres se dan a los hijos y estos se ayudan entre sí. Se despliega allí, además, un servicio amoroso en el cuidado de los enfermos y de los ancianos. En la familia se reciben las primeras lecciones de solidaridad. San Josemaría acudía al ejemplo de la familia de Nazareth para iluminar lo que ha de ser el vivir de una familia cristiana, ya que “en los planes colmados de ansias redentoras de Dios” se atribuye una función de “protagonista admirable a la Sagrada Familia” (Carta 14-II-1974, n. 2: AGP, serie A.3, 95-2-4).
A partir de ese modelo, el fundador del Opus Dei pensaba en las familias cristianas como “hogares luminosos y alegres”, de forma que cada familia fuera “un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida” (ECP, 22), de modo que a través de la entrega mutua de los esposos, entre los padres y los hijos, de “los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria” (ECP, 23), se irradie en la sociedad entera un ideal de amor, de comprensión y de servicio (cfr. ECP, 91).
La familia es el ámbito natural donde nace y se desarrolla la vida y, por la educación humana y la educación en la fe, se presta un servicio a la sociedad y se hace crecer la Iglesia. Pero también, cuando los cónyuges no reciben el don de los hijos, tienen otras posibilidades de servir. “Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza. Si los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge, empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso” (CONV, 96).
A lo largo de los párrafos que preceden hemos ido recorriendo diversos aspectos de la vida y de la acción humanas procurando poner de manifiesto cómo, respecto a todos ellos, san Josemaría situaba ante un horizonte de servicio. Terminamos evocando las fuentes de donde mana el espíritu de servicio: la conciencia de estar, todos los hombres, relacionados unos con otros; la aspiración a la solidaridad; la reacción espontánea que suscitan las injusticias y los sufrimientos, y tantas cosas más. Y, en especial, el ejemplo de Cristo, la realidad de su entrega. “Aprendamos a servir”, exhortaba san Josemaría en una de sus meditaciones. Y continuaba: “no hay mejor señorío que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los demás. Cuando sentimos el orgullo que barbota dentro de nosotros, la soberbia que nos hace pensar que somos superhombres, es el momento de decir que no, de decir que nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad. Así nos identificaremos con Cristo en la Cruz, no molestos o inquietos o con mala gracia, sino alegres: porque esa alegría, en el olvido de sí mismo, es la mejor prueba de amor” (ECP, 19).
Belén RAMÍREZ LANDAETA
En los escritos de san Josemaría abundan las referencias a la sinceridad. Surco contiene un capítulo completo sobre esta virtud, uno de los cinco que en esta obra se dedican a los deberes de justicia respecto de la verdad (cfr. DEL PORTILLO, 1992, p. 154). Así queda de manifiesto la sintonía de san Josemaría con la tradición del pensamiento cristiano que ha considerado esta virtud parte potencial de la justicia (cfr. S.Th. II-II, q. 109, a. 3). En sus restantes obras hay también abundantes referencias al tema.
Lo que san Josemaría dice de la sinceridad puede organizarse en torno a tres contextos que se entrelazan: la sinceridad como virtud humana, muy estrechamente relacionada con la veracidad; la rectitud de vida, ligada a la sencillez o transparencia que san Josemaría nombra alguna vez como “sinceridad de vida”; y el ejercicio de la virtud de la sinceridad en el contexto de la oración, del examen de conciencia, del sacramento de la penitencia y de la dirección espiritual.
“Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: «ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto»... -Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y humana de la sinceridad”. Así escribe san Josemaría en el punto 337 de Surco. Interesa fijarse en el binomio que se establece: virtud humana y sobrenatural. Es muy característico de nuestro autor considerar que “la vida del cristiano debe consistir en una armonía de las virtudes humano-naturales y cristiano-sobrenaturales, no por una yuxtaposición postiza y artificial, sino por una elevación que es el efecto de la abnegación y la generosidad” (FABRO, 1993, p. 44). Para san Josemaría las virtudes humanas son base sobre la que se apoyan las virtudes sobrenaturales: la gracia santifica lo humano. Era muy de su gusto la consideración del símbolo Quicumque, que nos dice de Jesucristo que es perfectus Deus, perfectus homo. Así san Josemaría ve que el cristiano debe ser, como Cristo, un hombre cabal. En este contexto debe entenderse la importancia que da a las virtudes humanas, en general, y, en particular, a la sinceridad.
Su aprecio por la sinceridad arraiga, en parte, en su propio temperamento y educación: “Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por todo lo que suponga tapujos” (ECP, 70). Sin embargo, hunde sus raíces en razones teológicas profundas: la verdad tiene algo de sagrado porque es reflejo de la Verdad Suma, por eso la más pequeña mentira no es ni pequeña, ni inocua, porque es una ofensa a Dios (cfr. S, 577) y, en consecuencia, es preciso estar dispuesto a sufrir por la verdad antes que hacer sufrir a la verdad en ventaja propia (cfr. S, 567).
San Josemaría considera, además, que la franqueza y la sinceridad, que se oponen a la hipocresía, a la ambigüedad, a la astucia y a la doblez, son realidades esenciales para el adecuado desarrollo de la vida social en todos sus niveles. Y también cualidades indispensables para atraer a otros a Cristo: “Naturalidad, sinceridad, alegría: condiciones indispensables, en el apóstol, para atraer a las gentes” (S, 188). Esta contraposición sinceridad-doblez como actitudes opuestas, aparece en muchos de sus textos que nos invitan a “esforzarnos, para que de nuestra parte no quede ni sombra de doblez” (AD, 243), o animan a obrar “siempre con sencillez” (AD, 160).
San Josemaría relaciona esta sinceridad con la sencillez y simplicidad características de la infancia: el cristiano debe tener por virtud la falta de doblez que el niño tiene por cualidad natural (cfr. C, 868). De este modo entronca con un tema querido de la Patrística: la prevención contra la dipsychia (la doblez de alma) y la exhortación a la sencillez: “Procura la sencillez y sé inocente, y serás como los niños pequeños, que no conocen la maldad, destructora de la vida de los hombres” (Pastor de Hermas: Ruiz BUENO, 2002, p. 759).
“El cristiano ha de manifestarse auténtico, veraz, sincero en todas sus obras. Su conducta debe transparentar un espíritu: el de Cristo. Si alguno tiene en este mundo la obligación de mostrarse consecuente, es el cristiano, porque ha recibido en depósito, para hacer fructificar ese don, la verdad que libera, que salva. Padre, me preguntaréis, y ¿cómo lograré esa sinceridad de vida?” (AD, 141). En el trato con Dios Padre, en la imitación de Cristo, en la docilidad al Espíritu Santo, responde san Josemaría. En el pasaje encontramos una sucinta descripción de lo que el fundador del Opus Dei entiende por “sinceridad de vida”: la rectitud, la sencillez, la coherencia del cristiano que busca, con la ayuda de la gracia, poner en línea su conducta con su conciencia bien formada.
La sinceridad de vida manifiesta la rectitud y se opone a la doblez que nace de un corazón que no busca con pureza a Dios en todo (cfr. BOSCH, 2004, pp. 102). La pureza de corazón, que se refleja en las obras, en la conducta y en las palabras, es calificada por san Josemaría como sencillez o transparencia. Esta actitud, o mejor, virtud -la sencillez-, es parte de la sinceridad de vida y es compatible con los errores prácticos y los defectos, pues mueve a no ocultarlos y rectificarlos sin admitir la doblez o hipocresía. Es una cualidad del cristiano, que san Josemaría considera de profunda raíz evangélica: “Mira: los apóstoles, con todas sus miserias patentes e innegables, eran sinceros, sencillos..., transparentes. Tú también tienes miserias patentes e innegables. -Ojalá no te falte sencillez” (C, 932).
La sinceridad de vida implica coherencia entre la vida y la doctrina: “«Coepit facere et docere» -comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar” (F, 694). Es recurrente en la predicación de san Josemaría la referencia al pasaje de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 1) citado en ese punto para ilustrar la idea de que la sinceridad de nuestra fe exige que a las palabras acompañen las obras: “No somos sinceramente creyentes, si no nos esforzamos por realizar con nuestras acciones lo que confesamos con los labios” (AD, 268).
La noción de sinceridad de vida como rectitud, sencillez y coherencia es cercana a los términos bíblicos que se usan para traducir esas palabras, haplotes y tamim. En efecto, indican una cualidad del corazón del hombre que vive su fe, su relación con Dios, sin duplicidad, y que es justo: puro de corazón (cfr. De ANDIA, 1990, cois. 892-894).
En algunos de sus escritos, san Josemaría, en un contexto que hace referencia al progreso espiritual, pero también a la vida ordinaria del hombre, habla de sinceridad con Dios, sinceridad en la dirección espiritual, sinceridad con los demás hombres. Así, por ejemplo, lo hace en Surco: “Sinceridad: con Dios, con el Director, con tus hermanos los hombres. -Así estoy seguro de tu perseverancia” (S, 325), es decir, de completar con plenitud la vida cristiana.
a) Sinceridad con Dios
En relación al conocimiento propio, san Josemaría alerta contra el peligro de la falta de objetividad (cfr. S, 329), recomienda -con expresión muy frecuente en su predicación- “sinceridad salvaje” y suele usar la comparación con la salud física: conocer los síntomas que aparecen en nuestra alma como haríamos con los del cuerpo: “Ten sinceridad «salvaje» en el examen de conciencia; es decir, valentía: la misma con la que te miras en el espejo, para saber dónde te has herido o dónde te has manchado, o dónde están tus defectos, que has de eliminar” (S, 148).
La sinceridad con Dios tiene, como una de sus manifestaciones principales, la sinceridad en el sacramento de la Penitencia. De acuerdo con la enseñanza de la Iglesia sobre este sacramento (cfr. CCE, nn. 1456, 1458), san Josemaría considera que la sinceridad en la confesión es indispensable para la unión con Dios: sin ella no se puede poseer o recuperar su amistad. Y en consonancia con el tono pastoral presente en sus escritos, se refirió alguna vez a esa sinceridad total en la confesión, aunque suponga un esfuerzo, acudiendo a una expresión castiza: “soltar el sapo”. “La sinceridad es indispensable para adelantar en la unión con Dios. -Si dentro de ti, hijo mío, hay un «sapo», ¡suéltalo! Di primero, como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una vez que se ha soltado el «sapo» en la Confesión, ¡qué bien se está!” (F, 193).
Señalemos también que la sinceridad, en cualquiera de sus dimensiones, especialmente en la espiritual, se funda, según san Josemaría, en el sentido de la filiación divina: Dios lo conoce todo (cfr. S, 326) y, sobre todo, lo perdona todo: “Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades” (ECP, 64). Por eso, el cristiano que se sabe hijo de Dios no lo considera ni “un Dominador tiránico ni un Juez rígido e implacable” (ibidem) y no lo teme ni a Él ni a los hombres que lo representan: “Tener miedo a algo o a alguien, pero especialmente a quien dirige nuestra alma, es impropio de un hijo de Dios” (F, 242). La sinceridad presupone un contexto de libertad y de confianza.
b) Sinceridad con los demás hombres
En relación a la sinceridad entre los hombres, san Josemaría recalca la importancia del clima de confianza que todo ser humano debe crear a su alrededor y, especialmente, quien está en la posición de educar u orientar a otros, e insiste en la importancia del binomio sinceridad-confianza: a la confianza se responde con sinceridad; y al revés: la sinceridad refuerza la confianza. La vida social -ya lo decíamos antes- no puede desplegarse de modo conveniente si falta la confianza, esa conciencia de estar en relación con personas sinceras, a las que se puede prestar fe y de las que uno se puede fiar. Esto, que es necesario a todos los niveles (el comprador confía en que el vendedor no le engañe), lo es especialmente cuando se trata de relaciones más íntimas y, en particular, cuando una de las personas en relación ocupa de algún modo una posición de responsabilidad. En ese sentido -el ejemplo podría valer para otras situaciones-, dirigiéndose a padres y educadores, san Josemaría les aconsejaba fiarse, aun a riesgo de que pudieran ser engañados alguna vez, como base fundamental para su tarea educativa, que sólo puede realizarse si los hijos (o educandos) confían en ellos y adoptan una disposición de sinceridad: el bien no se puede imponer, sino inspirar, es decir, impulsar a amarlo con el propio corazón.
“Escuchad a vuestros hijos, dedicadles también el tiempo vuestro, mostradles confianza; creedles cuanto os digan, aunque alguna vez os engañen; no os asustéis de sus rebeldías, puesto que también vosotros a su edad fuisteis más o menos rebeldes; salid a su encuentro, a mitad de camino, y rezad por ellos, que acudirán a sus padres con sencillez -es seguro, si obráis cristianamente así-, en lugar de acudir con sus legítimas curiosidades a un amigote desvergonzado o brutal. Vuestra confianza, vuestra relación amigable con los hijos, recibirá como respuesta la sinceridad de ellos con vosotros” (ECP, 29).
c) Sinceridad en la dirección espiritual
Un ámbito donde la necesidad de la sinceridad se hace sentir con particular intensidad es la dirección espiritual. San Josemaría utiliza también aquí el símil de la medicina: acudir para nuestra ayuda espiritual a quien puede ayudarnos porque nos conoce y no a un “médico de ocasión” (cfr. F, 128).
Los textos de san Josemaría que se refieren a la sinceridad en el contexto de la relación entre el director y quien acude para recibir ayuda espiritual se basan en una rica experiencia pastoral (cfr. BOSCH, 2004, p. 112) y por eso reflejan consejos de experimentado guía de almas: la sinceridad con quien dirige el alma es camino de perseverancia en la fe y en la propia vocación personal (cfr. S, 325); la apertura total de la intimidad -“sinceridad salvaje” (cfr. F, 127; AD, 188)- conduce a la victoria sobre el enemigo del alma y, en cambio, el ocultamiento de las dificultades y tentaciones es aliarse con el enemigo: tener “un secreto a medias con el demonio” (S, 323). Para conseguir esa sinceridad que desarma al demonio interesa referir primero lo que supone mayor dificultad, “aquello que querrías que no se supiera” (S, 327; cfr. F, 126).
En referencia a la falta de sinceridad en la dirección espiritual, san Josemaría acude a una exégesis espiritual del pasaje sobre el “demonio mudo” (cfr. Lc 11, 14-26): “Si el demonio mudo -del que nos habla el Evangelio- se mete en el alma, lo echa todo a perder” (F, 127). “Id a la dirección espiritual con el alma abierta: no la cerréis, porque -repito- se mete el demonio mudo, que es difícil de sacar. Acordaos de aquel pobre endemoniado, que no consiguieron liberar los discípulos; sólo el Señor obtuvo su libertad, con oración y ayuno. En aquella ocasión obró el Maestro tres milagros: el primero, que oyera: porque cuando nos domina el demonio mudo, se niega el alma a oír; el segundo, que hablara; y el tercero, que se fuera el diablo” (AD, 188). Este pasaje es un ejemplo de cómo san Josemaría descubre en el Evangelio aspectos nuevos a través de su continua meditación (cfr. Del Portillo, 1992, p. 113). Su tipo de lectura de la Sagrada Escritura “corresponde substancialmente al tipo de lectura hecha por los Padres y con gran tradición en la vida de la Iglesia” (Morujao, 2003, p. 313). En efecto, san Josemaría encuentra en el texto un nuevo sentido, más allá del literal: la mudez física aparece ligada en el pasaje evangélico a la posesión diabólica; él relaciona también con el diablo la insinceridad: una “mudez espiritual” que lleva a cerrar el alma a la ayuda de Dios a través del director. Esa “mudez espiritual” es obra de Satanás, el padre de la mentira, el que separa y calumnia, y por eso es calificada como un “meterse el demonio mudo” en el alma.
Cruz GONZÁLEZ-AYESTA
Por sociedad suele entenderse la agrupación natural o pactada de personas que forman una comunidad que permite alcanzar, mediante la mutua cooperación, todos o algunos de los fines de la vida. Cada ser humano se encuentra en medio de una red de relaciones que constituyen el ámbito en el que se desarrolla y en el que influye. La sociedad es, en este sentido, una tarea, en cuanto que cada hombre se encuentra llamado a contribuir a vitalizar todos los sectores de la sociedad que le incumben, para que sean cada vez más un lugar de libertad, de convivencia y de paz. Todas las relaciones entre los hombres, tanto las relaciones de empresa, de escuela, de universidad y de trabajo, como las de entretenimiento, diversión, deporte, arte y cultura, son elementos constitutivos de la sociedad en la que el hombre está llamado a vivir de acuerdo con la naturaleza que a cada una de estas relaciones le es propia. En ellas, el cristiano aporta, respetando siempre lo propio de los diversos órdenes temporales, la luz y el impulso que vienen de Cristo. Esta es la perspectiva desde la que san Josemaría considera la sociedad.
El hombre “no es un verso suelto” (ECP, 111). No nace solo y no muere solo. La vida de cada persona “se entrelaza con otras vidas” (ECP, 111). Llega al mundo en el seno de la familia, que es el fundamento de toda la sociedad. Recibe alimento, formación y cultura en la sociedad y tiene que corresponder con espíritu de solidaridad y servicio hacia sus hermanos. Desinteresarse del conjunto de los componentes de la sociedad en la que se vive, o de algunos de ellos, sería contrario a la naturaleza humana y contrario también a la vocación cristiana. La convivencia humana constituye como una tela formada por el cruzarse de relaciones que configuran nuestra identidad. La convivencia es ocasión de encuentro y de colaboración, de apreciar a los demás como personas, dotadas de dignidad. “Has de convivir, has de comprender, has de ser hermano de tus hermanos los hombres, has de poner amor -como dice el místico castellano- donde no hay amor, para sacar amor” (F, 457).
Dado que el hombre sólo se puede realizar plenamente en Cristo (GS, 22), hasta el punto de que tiene que llegar a ser “alter Christus, ipse Christus” (cfr. ECP, 104), el cristiano sabe que su encuentro con los demás, en cualquiera de los ámbitos de la actividad social, es ocasión, no sólo de convivir humana y cristianamente, sino de convivir según Cristo, sabiendo reconocer a Cristo en los demás y haciéndose Cristo para ellos. La convivencia social, en cuanto llamada a encontrar a Cristo y hacerse Cristo, ofrece la posibilidad de santificarse y de contribuir a santificar a los demás, dándoles a conocer a Cristo, de forma que, libremente, puedan abrirse a la fe en Él. De este modo, la sociedad está a la altura de la dignidad del ser humano y facilita a todo hombre y a toda mujer no sólo que viva de manera adecuada a su naturaleza, sino que realice el destino trascendente al que Dios le encamina al conferirle la gracia y la llamada a participar en la vida divina. Por eso, san Josemaría podía decir que todos los hombres y todas las mujeres forman “parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad” (ECP, 111).
Al expresarse así, san Josemaría no piensa sólo en la vida de piedad cristiana, sino en toda la vida humana, con el conjunto de relaciones que conlleva, ya que también en esa vida debe hacerse presente la verdad sobre el hombre -sin manipular ni adulterar, sino perfeccionándola- que implica la fe cristiana. San Josemaría, que rechazó con fuerza todo intento de confundir indebidamente lo divino y lo humano, y todo intento de servirse de la Iglesia para fines temporales (cfr., por ejemplo, CONV, 117), recalcó a la vez que el cristiano está llamado no sólo a santificarse en medio del mundo, sino a santificar ese mundo, contribuyendo con su trabajo bien hecho y con espíritu de servicio a que alcance la perfección humana y cristiana a la que está ordenado. Llegó a afirmar en una de sus homilías que “hablando con profundidad teológica, (...) hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades -buenas, nobles, y aun indiferentes- que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres (...). Porque en Cristo plugo al Padre poner la plenitud de todo ser, y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la Cruz (Col 1, 19-20)” (ECP, 112). Todos los elementos de la sociedad, incluso los aparentemente más profanos, son campo de santificación para el cristiano porque han sido creados por Dios y son por eso buenos y pueden integrarse, respetando su naturaleza, en el orden de la Redención (cfr. GS, 39).
Todo esto sin olvidar que la unión hacia la que conduce la auténtica convivencia no destruye lo que es individual y personal. La solidaridad social no lleva a la homogeneización. Convivir con los demás en la sociedad exalta la individualidad del ser humano, porque la convivencia social reclama que cada persona obre con libertad, según su propia personalidad, enriqueciendo la sociedad con la mutua complementariedad. Así lo subrayó san Josemaría en muchas ocasiones, también por ejemplo, en referencia a esa realidad básica que es la relación entre hombre y mujer, que no debe ser vista como un enfrentamiento dialéctico, sino como una cooperación complementaria: “la igualdad esencial entre el hombre y la mujer exige precisamente que se sepa captar a la vez el papel complementario de uno y otro en la edificación de la Iglesia y en el progreso de la sociedad civil: porque no en vano los creó Dios hombre y mujer” (CONV, 14). La riqueza de la diversidad y de la libertad individual en la sociedad motivó a san Josemaría a salir en defensa de la apertura de todos los sectores de la sociedad a mujeres y hombres, así como a personas de toda raza y de toda clase económica y social (cfr. CONV, 10, 14, 74), pues no sólo lo exige el mandato evangélico de la caridad, sino la misma naturaleza del ser humano. Como afirma Benedicto XVI en la Cart. Enc. Caritas in veritate, el hombre “se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios” (n. 53).
San Josemaría puso siempre de manifiesto la importancia de la virtud de la justicia, que lleva a cumplir el propio deber y aportar a la sociedad las personales capacidades (cfr. AD, 154-174). Dirigiéndose, por ejemplo, a universitarios, les recuerda que deben “tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución” (CONV, 74). Ya todos dice: “Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común” (F, 714). “Tú, por tu condición de cristiano, no puedes vivir de espaldas a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de tus hermanos los hombres” (F, 453). Cada cristiano debe fomentar “una mentalidad de servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional y con su actuación cívica” (CONV, 74). Sin olvidar que los buenos deseos deben llegar a ser hechos cumplidos. “Yo, la solidaridad la mido por obras de servicio”, afirmaba en una de las entrevistas que concedió en los años sesenta. Y continuaba: “dándose a los demás mediante un trabajo profesional, que procuran hacer con perfección humana, en obras de enseñanza, de asistencia, sociales, etc.” (CONV, 75).
Sería, en efecto, negligencia, incompatible con la moral natural y con la vocación cristiana, no asumir la responsabilidad personal de participar, con libertad, lealtad y espíritu de servicio, en la vida de la sociedad, y de esa forma dejar de “contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social” (S, 302). “Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar «sin miedo» en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad” (F, 715).
El cristiano, que se sabe plenamente parte de la sociedad y del mundo, se siente responsable y estudia cómo ofrecer soluciones eficaces a los problemas que toda sociedad experimenta y “a los cuales tanto puede aportar el ideal cristiano” (CONV, 27). Esta actitud del espíritu le lleva a actuar junto con otros para el desarrollo de actividades e iniciativas, que constituyen “una auténtica y eficaz ayuda a la sociedad” (CONV, 109).
La responsabilidad cristiana hacia la sociedad tiene su fundamento más profundo en Cristo mismo. El cristiano debe tener los sentimientos de Cristo: “un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas -comenta san Josemaría-, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres” (ECP, 167).
La paz, que es fruto del amor por los demás, no puede ser conseguida para una sola persona, puesto que reclama la participación de toda la sociedad. El respeto a los demás, el afán de justicia, la solidaridad, deben informar la vida de la sociedad. Por eso, es preciso que esas actitudes aniden en el ánimo de cada uno de los ciudadanos. La convivencia, la justicia y la paz sociales son reflejo del afán de justicia y del deseo de paz presentes en los corazones. Una presencia a la que impulsa la naturaleza cristiana y que refuerza y amplía el ideal cristiano: “Sólo si miramos y contemplamos el Corazón de Cristo, conseguiremos que el nuestro se libere del odio y de la indiferencia; solamente así sabremos reaccionar de modo cristiano ante los sufrimientos ajenos, ante el dolor” (ECP, 166).
Los componentes de la sociedad son muchos y muy variados: la familia, el barrio, los clubes, los equipos de deporte, las asociaciones de arte, el gremio, el lugar de comercio, el cine, etc. Todos esos lugares y todas esas actividades contribuyen a dar trabazón a la sociedad. “En la misma trama de las relaciones humanas, habéis de mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz. Como Cristo pasó haciendo el bien (Hch 10, 38) por todos los caminos de Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia, de la sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de la cultura y del descanso, tenéis que desarrollar también una gran siembra de paz” (ibidem).
San Josemaría animó a contribuir a dar “tono humano” a la sociedad, es decir a afrontar el trato diario y las cuestiones y problemas que se plantean, a veces difíciles, con serenidad y con caridad fraterna, de modo que se perfeccione la sociedad y se refleje el espíritu de Cristo en los ambientes que la componen. “Es menester que sea tal vuestra formación, que llevéis, con naturalidad, vuestro propio ambiente, para dar «vuestro tono» a la sociedad con la que conviváis” (C, 376). En esa misma línea señaló la conveniencia de estar presentes -o incluso de promover, en la medida en la que cada uno lo considere oportuno- en las asociaciones y entidades que hacen posible el buen funcionamiento de la sociedad. “Con libertad, y de acuerdo con tus aficiones o cualidades, toma parte activa y eficaz en las rectas asociaciones oficiales o privadas de tu país, con una participación llena de sentido cristiano: esas organizaciones nunca son indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres” (F, 717). Y esto sin olvidar que también la diversión, las celebraciones y las fiestas forman parte del vivir social, en las que el cristiano puede aportar la alegría y el sentido de la persona humana que deriva del Evangelio. “Urge recristianizar las fiestas y costumbres populares. -Urge evitar que los espectáculos públicos se vean en esta disyuntiva: o ñoños o paganos. Pide al Señor que haya quien trabaje en esa labor de urgencia, que podemos llamar «apostolado de la diversión»” (C, 975). “Sería lamentable que alguno concluyera, al ver desenvolverse a los católicos en la vida social, que se mueven con encogimiento y capitidisminución. No cabe olvidar que nuestro Maestro era -¡es!- «perfectus Homo» -perfecto Hombre” (S, 421). Es en el nombre de Cristo como hay que influir en el ambiente de toda la sociedad (cfr. C, 376).
Podrían lógicamente decirse muchas más cosas: san Josemaría ha hablado constantemente de la presencia y acción del cristiano en la sociedad humana, ciudadano entre ciudadanos. Pero lo señalado puede ser suficiente para mostrar, de una parte, el aprecio que el fundador tuvo de todas las realidades humanas y, de otra, su clara conciencia de todo lo que puede aportar a la vida social el cristiano que, consecuente con su fe, transmite con su pensamiento y con su acción la fuerza vital del Evangelio a modo de “inyección intravenosa, puesta en el torrente circulatorio de la sociedad” (Instrucción, 19-III-1934, n. 42: AVP, III, p. 452, nt. 189). Unidad de vida, valoración de las realidades humanas y de la secularidad, responsabilidad apostólica y mentalidad laical constituyen así el horizonte desde el que san Josemaría contempla y habla de la sociedad.
Robert A. GAHL, Jr.
La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz fue fundada el 14 de febrero de 1943. Ese día, san Josemaría, que estaba buscando la solución para la ordenación sacerdotal de miembros del Opus Dei, la encontró, por inspiración divina, mientras celebraba la santa Misa.
Al tratar de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, cabe considerar diversos hitos que ayudan a entender su configuración jurídica definitiva, su expansión por las diócesis de los cinco continentes y cómo ha contribuido a difundir el espíritu del Opus Dei.
Los precedentes de la historia de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz se entrelazan con la biografía de san Josemaría, especialmente a partir del momento en el que decidió hacerse sacerdote. Los años pasados en el Seminario de Logroño y en el de Zaragoza, las experiencias pastorales como presbítero en la diócesis de Zaragoza y luego en la de Madrid, dejaron una honda huella en su alma. Sintió siempre un profundo amor al sacerdocio y a los sacerdotes, especialmente a los presbíteros seculares. Por haberlos vivido en primera persona, comprendía bien los problemas y dificultades inherentes a la vida y al ministerio del sacerdote secular. De hecho, durante toda su vida, muchos de sus mejores amigos fueron presbíteros.
Cuando el 2 de octubre de 1928 recibió “la iluminación sobre toda la Obra” (AVP, I, p. 293), san Josemaría vio con claridad que todos los fieles bautizados, sacerdotes y laicos, estaban llamados por Dios a ser santos, y que el trabajo profesional y el cumplimiento de los deberes ordinarios eran camino para llegar a esa meta. Quince meses más tarde, el 14 de febrero de 1930, Dios le hizo ver que la Obra estaba también dirigida a las mujeres, algo que no había contemplado hasta ese momento.
Desde el comienzo de la Obra, san Josemaría había entendido que la tarea apostólica del Opus Dei exigía una cooperación orgánica entre sacerdotes y seglares. Por eso, planteó a algunos sacerdotes incardinados en diversas diócesis que le ayudasen en esa tarea. Entre 1928 y 1935, llegó a reunir hasta diez presbíteros, uno de los cuales, José María Somoano, murió en julio de 1932. De febrero de 1932 a principios de 1935, san Josemaría se reunió con estos sacerdotes los lunes con el fin de que se identificaran con el espíritu del Opus Dei, y de que luego se lo transmitieran a los laicos, hombres y mujeres, que se acercaban a los apostolados de la Obra. Incluso varios de los presbíteros se vincularon de algún modo al Opus Dei, con una promesa de obediencia a su fundador, hecha en febrero de 1934. Sin embargo, la puesta en marcha de la Academia y Residencia DYA a partir del verano de ese año provocó cierto distanciamiento en varios de esos sacerdotes, que dificultaron el proyecto apostólico. Su actitud y otros hechos hicieron comprender a san Josemaría que estos sacerdotes no se habían identificado con el espíritu del Opus Dei, por lo que a mediados de 1935 decidió prescindir de ellos.
San Josemaría pensó que los sacerdotes que necesitaba la Obra procederían de los laicos del Opus Dei que, después de haber recibido la formación propia de su espíritu, estuvieran en condiciones de transmitirla a otros, y que contaran con plena disponibilidad para atender las tareas apostólicas y de gobierno del Opus Dei que fuesen necesarias. A partir de 1940 comenzaron a prepararse para recibir las sagradas órdenes los primeros tres fieles que serían sacerdotes, aunque -así lo testimonia Pedro Casciaro- a principios de 1936, el fundador ya había preguntado a algunos de la Obra si estarían dispuestos a ordenarse sacerdotes cuando fuese oportuno.
Al concluir la Guerra Civil, la Iglesia en España necesitaba recuperarse del trauma que había supuesto el conflicto, durante el cual había tenido lugar el asesinato de más de seis mil presbíteros. San Josemaría puso todo su empeño en ayudar pastoralmente al clero, especialmente al secular. A petición de los obispos de diversas diócesis, se trasladó de un lugar a otro de España para predicar y asistir a numerosos grupos de católicos, muchos de ellos sacerdotes. Solamente en los años 1940- 1942 predicó veintitrés tandas de ejercicios espirituales a sacerdotes y seminaristas de toda la Península Ibérica.
Al mismo tiempo, san Josemaría era consciente de que los presbíteros que atendiesen sacerdotalmente las labores de la Obra debían proceder de los miembros laicos, pero no encontraba en el derecho de la Iglesia una fórmula jurídica que permitiese la incardinación de estos miembros del Opus Dei. Todo sacerdote debía estar incardinado en una diócesis, en una orden religiosa o en una institución similar, con el fin de evitar que hubiera presbíteros vagos. Y, antes de poder llamar a nadie al presbiterado, se debía contar con el necesario título de ordenación, que garantizaba los recursos para mantenerse dignamente. Ni una ni otra vía era apta para lo que el Opus Dei reclamaba. Su carácter secular excluía toda solución en la línea de las estructuras religiosas. Y la posibilidad de constituir beneficios o capellanías como título de ordenación no era viable en la práctica.
El 14 de febrero de 1943, mientras celebraba la santa Misa en un Centro del Opus Dei para la labor apostólica con mujeres, san Josemaría tuvo una particular luz de Dios que resolvió el problema. Así lo describió él mismo: “Yo empecé la Misa buscando la solución jurídica para poder incardinar en la Obra a los sacerdotes. Llevaba ya mucho tiempo tratando de encontrarla, sin resultado. Y aquel día, intra missam, después de la Comunión, el Señor quiso dármela: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Me dio incluso el sello: la esfera del mundo con la cruz inscrita” (Coverdale, 2002, p. 329). La solución consistía en una sociedad sacerdotal que permitiera que los laicos del Opus Dei pudieran ser ordenados, quedando incardinados en esa sociedad y ejerciendo su ministerio principalmente al servicio de los miembros de la Obra y de sus iniciativas apostólicas. De este modo, quedaba configurada institucionalmente la presencia del ministerio sacerdotal en el Opus Del, confirmándose así la luz del 2 de octubre de 1928, cuando san Josemaría vio el Opus Dei como realidad apostólica compuesta de seglares y sacerdotes en íntima cooperación.
San Josemaría dio los pasos necesarios para una aprobación jurídica en esta línea. Según el derecho canónico vigente, la fórmula más adecuada -o, mejor, menos inadecuada- era la de una sociedad de vida en común sin votos. Para poder hacer la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, formada por los sacerdotes del Opus Dei de acuerdo con la fórmula indicada, se hacía necesario pedir el correspondiente permiso a la Curia romana. El 11 de octubre de 1943, se recibió el nihil obstat de la Santa Sede para su erección diocesana; y el 8 de diciembre, el obispo de Madrid erigió la Sociedad. Dos días más tarde, se constituyó el Centro de Estudios Eclesiásticos de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, con sede en la calle Diego de León, como lugar donde los fieles del Opus Dei podían cursar los estudios de las disciplinas de Teología. Lógicamente, san Josemaría fue el primero en incorporarse a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, mediante una sencilla ceremonia realizada ante Mons. Eijo y Garay.
El Opus Dei había ido creciendo poco a poco, y en aquel momento ya era urgente contar con más sacerdotes. En 1940, san Josemaría preguntó a tres hijos suyos, jóvenes ingenieros -Álvaro del Portillo, José Luis Múzquiz y José María Hernández Garnica-, si estaban dispuestos a ser ordenados. Los tres respondieron afirmativamente, y empezaron los estudios de Filosofía y de Teología exigidos a los candidatos antes de la ordenación sacerdotal. Con el permiso del obispo de Madrid, san Josemaría escogió a un distinguido grupo de profesores -entre otros, a José María Bueno Monreal, futuro cardenal arzobispo de Sevilla, y al agustino José López Ortiz, futuro obispo de Tuy-Vigo- para que les dieran clases. Los exámenes tuvieron lugar en el Seminario de Madrid.
Los sacerdotes del Opus Dei se ordenaban para prestar un servicio preferente a los apostolados del Opus Dei, sin perder de vista que eran sacerdotes de Jesucristo y, por tanto, debían tener los brazos abiertos a todas las almas. San Josemaría recordaría siempre a sus hijos sacerdotes que “en el Opus Del todos somos iguales. Sólo hay una diferencia práctica: los sacerdotes tienen más obligación que los demás de poner su corazón en el suelo como una alfombra, para que sus hermanos pisen blando. (...) Hijos míos sacerdotes, estad siempre dispuestos a servir con espíritu deportivo, con vuestra alma sacerdotal y con vuestra mentalidad laical. Habéis de ser alegres, doctos, sacrificados, santos, olvidados de vosotros mismos: en nuestra tarea nadie tiene tiempo para pensar en sí mismo, para andar con preocupaciones personales: hemos de ocuparnos solamente de la gloria de Dios y del bien de las almas” (MATEO-SECO - RODRÍGUEZ-OCAÑA, 1994, p. 38).
Desde 1944, se han sucedido las promociones de miembros del Opus Dei que han recibido la ordenación sacerdotal, permitiendo de este modo la expansión de la Obra por todo el mundo. La erección del Colegio Romano de la Santa Cruz en Roma, en 1948, facilitó la formación en el espíritu del Opus Del de los miembros de la Obra de muchos países y sus estudios de filosofía, teología o derecho canónico en universidades pontificias con sede en Roma.
Durante los años 1948 y 1949, san Josemaría sintió con especial viveza la llamada a acercar el espíritu del Opus Dei a los sacerdotes diocesanos. Sin duda había un elemento teológico de peso: la naturaleza secular de la vocación al Opus Dei se adecúa perfectamente a la naturaleza teológica y a las circunstancias de la vida del sacerdote secular. Y san Josemaría entendía con claridad que el espíritu del Opus Dei, que lleva a santificar la vida ordinaria de cada persona, puede desarrollarse no sólo de acuerdo con las exigencias del sacerdocio común de los fieles, sino también con las del sacerdocio ministerial del sacerdote secular.
De otra parte, san Josemaría mantenía muy vivo su aprecio, más aún, su cariño y su conciencia de unidad, hacia sus hermanos sacerdotes diocesanos. Sentía que debía ayudarles y que, con el espíritu que había recibido de Dios, podía contribuir a evitar las dificultades -en ocasiones, la soledad humana- por las que pasan los sacerdotes, y a impulsar su santidad y su acción pastoral en las diócesis a las que cada uno pertenecía. “Guardaba en mi corazón, desde siempre, esta preocupación por los sacerdotes seculares, a los que tanto tiempo he dedicado, incluso antes de llegar yo mismo al presbiterado, cuando me nombraron Superior del Seminario de San Carlos en Zaragoza, y después en muchas horas de oír sus confesiones y con numerosas correrías apostólicas por España, hasta que hube de venirme a Roma. En los años 1948 y 1949 esta preocupación martilleaba mi alma con una insistencia especial” (Carta 24-XII-1951, n. 3: AVP III, p. 171).
Meditó largamente cómo concretar ese impulso. En sus reflexiones, la única solución que le parecía posible era, al mismo tiempo, sumamente dolorosa: dejar el Opus Dei para dedicarse a los sacerdotes seculares con una nueva fundación. Después de hablar sobre el particular con diversas personalidades de la Santa Sede, comunicó su decisión al Consejo General del Opus Dei y a sus hermanos, Carmen y Santiago. Pensaba que el momento era el adecuado pues estaba cercana la obtención de la aprobación pontificia definitiva del Opus Dei, que daría estabilidad jurídica a la Obra. Podía emprender una fundación distinta: “Estaba decidido -¡y cómo y cuánto me costaba!- a dejar el Opus Dei, pensando que ya podría caminar solo, para dedicarme exclusivamente a crear otra asociación, dirigida a mis hermanos los sacerdotes diocesanos” (AVP, III, p. 171).
Pero las cosas tomaron un rumbo insospechado. Cuando parecía que la aprobación definitiva del Opus Dei iba a tener lugar el 1 de abril de 1950, se produjo un retraso por parte de la Curia vaticana. En el tiempo que quedó disponible, san Josemaría comprendió que los sacerdotes incardinados en las diócesis cabían también en el fenómeno pastoral del Opus Dei y podían ser admitidos como socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. No hacía falta ninguna fundación nueva. El sacerdote secular que se adscribiese a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no tenía que cambiar su situación en la Iglesia: debía buscar -como todos los que son del Opus Dei- la santificación en su “trabajo profesional”, que en su caso es el de su ministerio pastoral, realizado con plena dedicación y en comunión con su propio Ordinario. San Josemaría vio con gran alegría la acción de Dios que “me libró, con su mano misericordiosa -cariñosa- de Padre, del sacrificio bien grande que me disponía a hacer dejando el Opus Dei. Había enterado, oficiosamente, de mi intención a la Santa Sede, como ya os he escrito, pero vi después con claridad que sobraba esa fundación nueva, esa nueva asociación, puesto que los sacerdotes diocesanos cabían perfectamente en la Obra” (AVP, III, p. 174).
San Josemaría se apresuró a comunicar la posibilidad a la Santa Sede. En un escrito dirigido el 2 de junio de 1950 al dicasterio encargado de la aprobación definitiva de la Obra, planteó su deseo de asociar a sacerdotes diocesanos a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. La propuesta fue admitida, y el 16 de junio, mediante el Decr. Primum inter, quedó aprobado que los sacerdotes incardinados en las diócesis pudieran ser socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
Desde entonces, la labor de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz con sacerdotes de las diferentes diócesis se fue desarrollando. Antes de terminar la década de los cincuenta los socios sacerdotes eran ya numerosos. Algunos habían conocido el espíritu del Opus Dei en sus seminarios, y otros cuando realizaron estudios en diversas universidades o facultades de Teología. Los primeros fueron sacerdotes de diócesis españolas, pero en seguida les siguieron presbíteros de otros países y continentes.
Entre los documentos aprobados en el Concilio Vaticano II se encuentra el Decr. Presbyterorum Ordinis, promulgado el 7 de diciembre de 1965. En ese Decreto (n. 10), se establece la posibilidad de erigir Prelaturas personales, y en otro lugar (n. 8) se anima al desarrollo de asociaciones de clérigos que, a través de determinados medios de vida espiritual y de ayuda fraterna, fomenten la santidad sacerdotal en el ejercicio del ministerio y en el servicio a todo el ordo presbyterorum. Ambos puntos tienen que ver con la historia que estamos narrando.
San Josemaría, que había planteado a la Santa Sede ya en 1962 la necesidad de cambiar la configuración jurídica del Opus Dei para adoptar una solución acorde con su carisma fundacional, entendió claramente que esa solución se encontraba en la erección de una prelatura. Con el fin de preparar los documentos necesarios para llegar a esa solución jurídica, convocó un Congreso General especial del Opus Dei en junio de 1969, que confirmó esa decisión, de modo que se pudo proceder a la redacción de unos estatutos, de un Codex Iuris particularis, que la completaba. San Josemaría murió en 1975 sin haber podido plantear a la Santa Sede la petición formal de la nueva configuración jurídica. Fue su sucesor al frente del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, quien continuó con esta tarea. En 1978, Juan Pablo I, en un borrador de carta que no llegó a enviar por su muerte repentina, había mencionado la necesidad de resolver la configuración jurídica del Opus Dei, de acuerdo con lo que quería san Josemaría. Poco después, Juan Pablo II indicó que consideraba una improrrogable necesidad resolver el status jurídico. Mons. Álvaro del Portillo solicitó en 1979 que el Opus Dei fuese erigido en Prelatura personal. La historia culminó el 28 de noviembre de 1982, cuando el papa Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal de ámbito internacional.
En esos Estatutos, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz aparece como una asociación de clérigos propia e intrínseca a la Prelatura, de la que forman parte los sacerdotes que integran el presbiterio de la Prelatura (seglares del Opus Dei que han recibido la ordenación sacerdotal), y a la que pueden pertenecer sacerdotes incardinados en las diversas diócesis, para participar y contribuir a los fines de la asociación, que son la búsqueda de la santidad en el ejercicio de su ministerio, según el espíritu del Opus Dei. La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz cuenta en la actualidad, junto con los sacerdotes de la Prelatura, con presbíteros incardinados en las muchas diócesis del mundo que, viviendo conforme al espíritu del Opus Dei, refuerzan su situación diocesana, su dependencia del obispo local y la unidad con el presbiterio de su diócesis.
José Luis GONZÁLEZ GULLÓN
La Constitución Apostólica Ut sit (28- XI-1982) y el Codex iuris particularis Operis Dei, n. 36, definen la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como una Asociación de clérigos propia, intrínseca e inseparable de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei. Tiene como fin el fomento de la santidad de los clérigos seculares en el ejercicio de su ministerio, según el espíritu y la praxis ascética del Opus Dei.
Aunque la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz hunde sus raíces en el amor de san Josemaría por el sacerdocio diocesano y el acontecimiento fundacional que tuvo lugar en 1928, su origen concreto se sitúa unos años después, en 1943.
San Josemaría, muy pronto, advirtió que la novedad del espíritu del Opus Dei reclamaba en primer lugar sacerdotes provenientes de los laicos del Opus Dei, y que se dedicaran, de modo especial, a atender sacerdotalmente a los otros fieles de la institución y a sus apostolados, aunque sin excluir a ninguna otra alma (cfr. AVP, II, p. 647). Pero, ¿cómo concretar esa realidad? El 14 febrero de 1943, recibió la luz que buscaba: en esa fecha nació la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, como núcleo sacerdotal de la Obra. Ese día el Señor le hizo encontrar la solución teológica y canónica para que pudiera existir, dentro del fenómeno pastoral de la Obra, un cuerpo sacerdotal proveniente del laicado del Opus Dei y formado según su espíritu, que quedaría integrado en la Obra, con una plena condición secular, para la atención pastoral de los miembros del Opus Dei y de sus apostolados. La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz fue erigida por el obispo de Madrid el 8 de diciembre de 1943.
Entre tanto, como se ha dicho, san Josemaría tenía en su mente y en su corazón la necesidad de llegar con su mensaje a sus hermanos sacerdotes diocesanos. Y a ellos continuó dedicando, especialmente a partir de 1938, una gran parte de su tiempo. De ahí que pensara en extender también a los sacerdotes de diversas diócesis la posibilidad de incorporarse al fenómeno espiritual del Opus Dei. Fue así como la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que apareció históricamente en 1943 y acogió a los sacerdotes procedentes de los miembros laicos del Opus Dei, pasó luego a acoger también a sacerdotes incardinados en las diócesis, que reciben la vocación divina al Opus Dei. Esto tuvo lugar en abril de 1950. Cuando estaba tramitando la nueva aprobación pontificia del Opus Dei, el Señor hizo ver al fundador que, dentro del fenómeno pastoral de la Obra, cabían también los sacerdotes incardinados en las diócesis, que podrían ser admitidos como socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz (cfr. AVP, III, pp. 171-176).
En la aprobación pontificia del 16 de junio de 1950, se presenta ya la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como agrupación sacerdotal del Opus Dei, formada:
a) de una parte, por todos los miembros numerarios del Opus Dei que han recibido las Órdenes Sagradas;
b) de otra parte, por aquellos sacerdotes, o al menos clérigos ordenados in sacris, incardinados en las diócesis, que soliciten la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, bien como agregados, bien como supernumerarios, y sean debidamente recibidos en la Sociedad.
Finalmente, en la Const. Ap. Ut sit, con la que el Opus Dei es erigido en prelatura personal -con un Prelado, su presbiterio, y los fieles incorporados- queda erigida a la vez la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que los Estatutos describen como “Asociación clerical propia e intrínseca de la Prelatura, de manera que con ella forma un todo único -aliquid unum- y de ella no puede separarse”. En el título II de los estatutos concedidos por la Santa Sede a la Prelatura, queda regulada la Sociedad Sacerdotal de modo nítido:
- el Presbiterio de la Prelatura está constituido por aquellos fieles del Opus Dei que reciben la sagrada Ordenación, se incardinan en la Prelatura y se dedican a su servicio; estos clérigos, por el hecho de la Ordenación, pertenecen ipso facto también a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz;
- a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz pueden asociarse también -como socios agregados o supernumerarios- presbíteros y diáconos incardinados en las Iglesias particulares;
- el Presidente de la Sociedad es el Prelado del Opus Dei;
- el fin es la “santificación sacerdotal conforme al espíritu y praxis ascética del Opus Dei”.
La apertura de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz a todos los sacerdotes que reciban del Señor la vocación al Opus Dei “tiene como fundamento radical la convicción del Fundador de que el «mensaje» del 2 de octubre -la santificación del trabajo y de la vida ordinaria, con unas características propias en el campo de la espiritualidad- incluye también a los sacerdotes seculares: los de la Prelatura, por la implicación esencial que tienen en la estructura misma del Opus Dei; y los diocesanos en general, por la manera secular de vivir la «ministerialidad» que caracteriza a la posición eclesiológica del sacerdote” (RODRÍGUEZ, “El Opus Dei como realidad eclesiológica”, en OIG, p. 125). De ahí que san Josemaría dijera a los sacerdotes que el ministerio sacerdotal era como su “trabajo profesional”: “Si cabe hablar así, para los sacerdotes su trabajo profesional, en el que se han de santificar y con el que han de santificar a los demás, es el sacerdocio ministerial del Pan y de la Palabra” (IJC, p. 289). “Empleaba así analógicamente este concepto central en la espiritualidad del Opus Dei, sabiendo que, en sentido estricto, «el trabajo profesional» es una realidad que pertenece al orden de la Creación” (RODRÍGUEZ, “El Opus Dei como realidad eclesiológica”, en OIG, pp. 125-126), y no al eclesial. De esta manera subrayaba, con dos palabras, que la santidad del sacerdote consiste en asumir seriamente su ministerio sacerdotal y, a la vez, proyectaba sobre ella toda la riqueza espiritual que Dios le había hecho entender.
La autoapertura de que hablamos es, en este sentido, “expresión de la tendencia -inmanente al Opus Dei y a su espiritualidad- a la communio eclesial, que toma la forma de familia (amistad, trato familiar con los colegas, preocupación material y espiritual por los demás, etc.) y que en el caso de los sacerdotes tiene, además, un nuevo fundamento eclesiológico: la convicción de que la fraternidad sacerdotal no acaba en el Presbiterio de la Prelatura, sino que está constitutivamente abierta a la fraternidad del Ordo presbyterorum, que es esencialmente universal. Es ésta, en efecto, como dijo el Concilio Vaticano II, una fraternidad sacramental, basada en la Ordenación y no sólo en la incardinación” (ibidem, p. 126).
Así, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, por su carácter internacional, brinda a los sacerdotes que se asocian -y a los que sin ser miembros, con ésta se relacionan y cooperan- una peculiar experiencia de esa universalidad del Ordo de los presbíteros. El presbiterio de una diócesis es el instrumento ministerial -bien unido al obispo como Cabeza- para que se realice, en la Palabra y en los sacramentos, el misterio de la Iglesia particular; que es la misteriosa presencia en ella de la Iglesia universal. Pero precisamente por el carácter mistérico de esa presencia, las experiencias de Iglesia universal en los más diversos niveles -tanto para los fieles como para los sacerdotes- son una ayuda apreciable para vivir el misterio de la comunión universal de la catolicidad y superar una posible tentación de localismo. En este sentido, la vida y las actividades de una asociación de naturaleza interdiocesana e internacional ofrecen a los miembros de los distintos presbiterios locales una experiencia de amistad sacerdotal y de fraternidad que conforta y ayuda a vivir la vida del presbiterio local en apertura a los otros presbiterios, y en última instancia, al entero Ordo presbyterorum.
Estamos, pues, ante una de esas asociaciones de sacerdotes que el Concilio Vaticano II desea fomentar en la Iglesia y tenerlas en gran estima (cfr. PO, 8). Son asociaciones que, aprobadas por la autoridad eclesiástica, fomentan, a través de unos determinados medios de vida espiritual y de la ayuda fraterna, la santidad sacerdotal en el ejercicio del ministerio y el servicio a todo el Ordo presbyterorum (cfr. CONV, 7; CIC, 278).
La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz trata de promover entre el clero la ayuda y el impulso que ofrece el mensaje espiritual del que nace y vive el Opus Dei. Quienes incardinados a una diócesis, se asocian a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, lo hacen -movidos por una vocación divina, como los demás fieles del Opus Dei- con el mismo fin que cualquier otro miembro: encontrar apoyo y estímulo para buscar la perfección cristiana, la santidad; y, precisamente según el espíritu del Opus Dei y a través de sus medios ascéticos; por tanto, en y por el ejercicio de su ministerio.
Este compromiso para santificar la propia vida implica, en estos sacerdotes, una ulterior radicación en las exigencias de santidad y apostolado ínsitas en el Bautismo primero, y en la ordenación sacerdotal después, en plena conformidad con la propia condición diocesana; y recibiendo del Opus Del ayuda espiritual y, sobre todo, un espíritu que lleva a valorar la vida ordinaria, descubriendo ahí una constante invitación al encuentro con Dios, y al amor y servicio de los demás hombres.
Al incorporarse a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, el sacerdote incardinado en una diócesis busca, y recibe, exclusivamente, una ayuda en el terreno espiritual (cfr. CONV, 16):
a) Quedan íntegros, sin excepción alguna, los deberes que derivan de su incardinación en la diócesis, así como su vinculación jurídica y afectiva con los demás miembros de su presbiterio; también con las legítimas tradiciones litúrgicas y espirituales que pueden caracterizar la vida de esa concreta comunidad diocesana. Ninguno de esos vínculos sufre detrimento, sino que más bien se refuerzan, porque el espíritu que reciben al acercarse al Opus Dei les lleva a buscar la santidad cristiana y la perfección humana precisamente en el fiel desempeño de sus deberes sacerdotales. Más en concreto, las normas estatutarias precisan con toda claridad que los sacerdotes agregados y supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no forman parte del clero de la Prelatura -constituido exclusivamente por los incardinados en ésta- sino que pertenecen al presbiterio de sus diócesis respectivas.
b) Estos sacerdotes no tienen ningún vínculo jerárquico con la Prelatura ni dependen de ningún superior eclesiástico en el Opus Dei: con el presidente general de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que es el Prelado del Opus Dei, tienen una relación de tipo asociativo -no están, por tanto, sujetos a su potestad de jurisdicción-, que se refiere exclusivamente a la vida espiritual, es decir a algunos aspectos que pertenecen a la libre disposición de cada presbítero o diácono. Por eso, no surge ninguna “doble obediencia”, que se plantearía si existiera un doble superior, pues deben obediencia, exclusivamente, a su propio obispo. En la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz existe tan solo la disciplina normal que rige cualquier tipo de asociación, proveniente de la obligación de observar y cultivar las propias ordenaciones, que se refieren solo a la vida espiritual.
c) Quienes piden la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz deben sobresalir por su amor a la diócesis, su obediencia y veneración hacia su obispo, el afán de promover vocaciones para el seminario y las demás instituciones de la iglesia, y el deseo de cumplir con la máxima perfección los oficios ministeriales.
d) Los sacerdotes agregados y supernumerarios deben fomentar, de modo positivo y a todos los niveles, la fraternidad entre todos los miembros de sus respectivos presbiterios, así como la comunión jerárquica con el propio obispo y con los demás pastores de la Iglesia, especialmente con el Romano Pontífice, que es la cabeza del Colegio de los Obispos. Por eso, han de procurar ser siempre fermento de unidad.
e) Los sacerdotes agregados y supernumerarios no se dedican a los apostolados específicos del Opus Dei, sino al encargo ministerial que les señalen sus obispos. Será su propio obispo y sólo él quien juzgue si poseen las cualidades necesarias para desempeñar una determinada tarea pastoral o si carecen de ellas.
Los socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz emplean, para alcanzar la santidad en el ejercicio de su ministerio, unos medios comunes y otros específicos.
Los comunes son los propios de los demás sacerdotes, a saber: los aconsejados por la autoridad suprema de la Iglesia y los mandados o recomendados por el propio obispo. Entre los primeros destacan la celebración diaria de la santa Misa -centro y raíz de la vida interior, en expresión característica de san Josemaría- y el rezo de la Liturgia de las Horas; la oración, la mortificación, la confesión sacramental frecuente, el trabajo ministerial y el empeño por el estudio de las ciencias sagradas. Entre los segundos, la dirección espiritual general que imparte el Obispo diocesano, a través de sus cartas y escritos pastorales, homilías, disposiciones sinodales, formación permanente, etc.; dirección que los socios no sólo aceptan de buen grado, sino que promueven entre los demás sacerdotes.
Los medios específicos son los que derivan de la praxis ascética del Opus Dei; por ejemplo, lectura y meditación diaria de la Sagrada Escritura y de libros espirituales de reconocido valor, especialmente de los Santos Padres; hacer a diario dos largos ratos de oración mental; rezo diario del Santo Rosario y otras análogas normas de piedad.
Además -y sin crear ningún tipo de interferencias, ni siquiera temporales, con el ejercicio del ministerio- el Opus Dei facilita a estos socios ciertos medios de formación, entre los que destacan círculos de estudio, las convivencias anuales y otros medios de variada índole, que fomentan su preparación humana y espiritual para que estén en condiciones de responder a su vocación específica. Al impartir estos medios, el Opus Dei nunca da indicaciones pastorales sobre el modo de ejercer el ministerio, sino que se limita a inculcar en el sacerdote que sea un hombre de oración, que obedezca delicada y prontamente a su obispo, que se desviva en el cumplimiento amoroso de su ministerio, que arda en amor por las almas -también por las de sus hermanos sacerdotes-, que viva con la alegría de un hijo de Dios todas las virtudes, humanas y sobrenaturales (cfr. CONV, 16).
Como se ha dicho, para los sacerdotes agregados y supernumerarios, se evita incluso la sombra de una especial jerarquía propia de la Sociedad, puesto que se busca únicamente la ayuda espiritual a través de los medios indicados:
- El Prelado del Opus Dei es el Presidente General de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
- En cada Región, el Vicario Regional usa el ministerio del Sacerdote Director Espiritual de la Región, que no es Director en el gobierno de la Prelatura y a quien pueden ayudar en cada diócesis otras figuras, como el Admonitor y el Director espiritual.
- Se constituyen Centros personales, con un consejo local -ordinariamente formado por sacerdotes incardinados en la Prelatura, para que los socios de la Sociedad Sacerdotal se dediquen a sus propios encargos en la diócesis-, que desarrollan su tarea de ayuda espiritual, sin que tengan ninguna forma de régimen o de gobierno.
- A la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz se pueden adscribir como cooperadores otros clérigos incardinados en alguna diócesis, que deseen ayudar a la Sociedad con su oración, con sus limosnas y, en lo posible, también con su propio ministerio sacerdotal.
Ignacio DE CELAYA
El término “solidaridad” aparece muy pocas veces en los escritos de San Josemaría publicados hasta el momento. No obstante, la realidad significada por el vocablo -la conciencia de estar vinculado a los demás y la decisión de actuar en coherencia con esa mutua vinculación- tiene una fuerte presencia en su pensamiento, no sólo porque se relaciona con las virtudes fundamentales de la justicia y la caridad, sino porque entronca con la llamada a la santidad según el espíritu del Opus Dei, que busca “poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas”, y en consecuencia, con la valoración de la sociedad en la que esas actividades se desarrollan. Esa aparente paradoja requiere una explicación que obliga a hacer referencia a la evolución en el uso del término, para desde ahí proceder a una apreciación sobre el contexto hermenéutico en que se sitúa en la obra de San Josemaría.
El Diccionario de la Real Academia Española atribuye al término “solidaridad” dos acepciones indicativas de los sentidos con los que habitualmente se utiliza esa palabra. El primero es asumir como propia una empresa ajena. El segundo lleva al ámbito jurídico y hace referencia al modo de afrontar in solidum determinadas obligaciones, esto es, que sobre cada una de las personas que las asumen recaiga la entera responsabilidad de cumplirlas, sin perjuicio de que luego pueda recabar la aportación de los demás. Existe una analogía entre los dos sentidos, pero al mismo tiempo la divergencia es clara y expresiva de la evolución del concepto que acoge el término. El segundo sentido es muy antiguo; el primero, en cambio, moderno.
El término entendido en su sentido jurídico atravesó la Edad Media y la Moderna llegando a la Ilustración, momento en el cual fue utilizado como sinónimo de caridad y como perteneciente, por tanto, al ámbito de la moral y de la religión. Pero con una peculiaridad esencial, y es que conecta de forma directa con el hecho de que el ser humano liga a los individuos unos con otros, implicando que sean en su conjunto, in solidum, responsables del todo social. No es extraño que esa noción de solidaridad se articule, en la Francia Ilustrada del XVIII, con su concepción de una naturaleza humana universal a la que es posible llegar a través de la razón.
De ahí pasa al terreno de la sociología, ya en el XIX, con Durkheim como principal teórico, quien afirma una distinta naturaleza del vínculo social según se trate de sociedades tradicionales -en las que se daba una solidaridad mecánica, basada en la homogeneidad-, o de las modernas, en las que rige una solidaridad orgánica, basada en la diferencia e interdependencia de funciones sociales. Por otra parte, conviene hacer notar que en el momento del cambio del siglo XIX al XX, el término se utiliza habitualmente en referencia a la solidaridad con los del mismo gremio o clase, y no con la humanidad en general, en consonancia con los movimientos sociales propios de la época. Su uso no se generaliza hasta el XX y en ningún momento tiene carácter propiamente ascético. Más aún, en ocasiones el contenido que alude a ese término aspira a ser una sustitución de la caridad cristiana que empieza a verse de modo peyorativo, como un abajamiento desde una posición superior a otra inferior. En este sentido, la solidaridad no sería una cuestión de caridad sino de justicia social.
Esa carga en parte anticristiana que se había volcado sobre el vocablo explica que -aunque a nivel teológico dogmático se acudiera a la solidaridad para hablar de la incorporación a Cristo, en virtud de la Encarnación, de todo el género humano- en la Doctrina Social de la Iglesia no fuera acogida hasta la segunda mitad del siglo XX. La encontramos, por ejemplo, en el número 14 del Decr. Apostolicam actuositatem del Concilio Vaticano II, en la Cart. Enc. Sollicitudo rei socialis (nn. 9, 21, 23, 39, 40), de Juan Pablo II, o en la Cart. Enc. Caritas in veritate (nn. 58 y 59), de Benedicto XVI, donde se destaca la inseparabilidad de la subsidiariedad y la solidaridad.
La generalización -también en el lenguaje civil- del uso del vocablo está relacionada con el desarrollo de asociaciones y organizaciones, en ocasiones cercanas al entorno eclesiástico y ordenadas a la lucha contra la marginalidad y al fomento de la cooperación al desarrollo. En este contexto no es ocioso hacer mención de la utilización del término en el ámbito jurídico-político internacional para presentarlo, por ejemplo, como uno de los pilares de la Unión Europea.
Lo dicho hasta ahora no tiene una finalidad erudita sino la de dar razón de la evolución del uso de un término cuyo significado en el momento actual ha sido fruto de un profundo cambio en las concepciones sociales. No es pues extraño, si tenemos presentes la cronología y el sustrato ideológico de ese proceso, que el número de veces en que es empleado por san Josemaría sea reducido. Sólo utiliza este término en una decena de ocasiones en sus textos publicados y, significativamente, la mitad de esos momentos se corresponde con entrevistas recogidas posteriormente en el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Es significativo, porque utiliza en la respuesta la misma palabra que su entrevistador ha usado en la pregunta, lo que podría llevarnos a pensar que no la usa de modo espontáneo. Las razones de este hecho pueden ser básicamente dos. En primer lugar, que la generalización del término es muy reciente. Y en segundo lugar, y yendo más al fondo, que la aspiración de san Josemaría fue siempre pastoral, por lo que la solidaridad tiene sentido pleno en el ámbito teológico y doctrinal y no en el propiamente sociopolítico con el que se usaba el vocablo de modo predominante en los años sesenta.
El contenido de las enseñanzas de san Josemaría es fundamentalmente espiritual, pero esto no significa que el eco de sus palabras haya de quedar reducido al ámbito de la interioridad. Por el contrario, tiene que traducirse al exterior y reclama que unos y otros sean conscientes de su propia responsabilidad en ese sentido. La responsabilidad social así entendida implica -y san Josemaría lo proclama con nitidez- reaccionar ante la injusticia y tratar de paliar sus efectos. “Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres” (ECP, 167). La solidaridad, en cuanto actitud que lleva a sentir la responsabilidad respecto a los demás, implica algo que san Josemaría nunca dejó de repetir, que la justicia sola no basta. “Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios” (AD, 172). Y poco después añade: “no conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio” (AD, 173). Evitaba así la contraposición entre caridad y justicia, en la medida en que, al adoptar una perspectiva operativa, alineaba la justicia en el contexto de ese interés por el prójimo del que brota también la solidaridad.
Esa simbiosis entre la intolerancia a la injusticia y la superación de la justicia a través de la caridad se percibe bien en textos como el siguiente: “Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos” (ECP, 111). O como en este otro, donde encontramos precisamente la palabra solidaridad: “La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra. Viviendo la caridad -el Amor- se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad...” (CONV, 62).
Aunque el uso de la palabra “solidaridad” entendida como actitud social sea reciente, la realidad que acoge es muy antigua, considerada ya bajo otras denominaciones. De ahí que pueda ser útil rastrear en el pensamiento de san Josemaría otros términos, éstos sí muy utilizados en su predicación oral o escrita. Entre ésos, además de los de caridad, generosidad, servicio, trabajo y justicia, podemos señalar uno que le resulta especialmente caro: el término “ciudadanía”, al que se dedica un capítulo en Surco y que aparece también en el capítulo “Labor” de Forja. Amparada bajo esos términos u otros similares, podría decirse que la idea contemporánea de “solidaridad” aparece reflejada en la vida y obra de san Josemaría de diversas formas:
1. Un primer ámbito es el de la solicitud personal hacia los más desfavorecidos. Todos sus biógrafos dan cuenta de su preocupación personal en este sentido ya desde los años veinte y treinta, en una España que sufría una crisis con graves carencias sociales. Preocupación que contagió a las personas que trataba. Uno de los ejemplos más conocidos es el de la atención a enfermos y las visitas a pobres que inició en aquellos años y mantuvo en los siguientes, con las que no aspiraba a resolver un problema social concreto, sino a algo más profundo, a acercar a la gente joven al prójimo necesitado, para que vieran a “Jesucristo en el pobre, en el enfermo, en el desvalido, en el que padece la soledad, en el que sufre, en el niño”; así aprenderían que “hay que hacer una gran batalla contra la miseria, contra la ignorancia, contra la enfermedad, contra el sufrimiento”, porque el “contacto con la miseria o con la humana debilidad es una ocasión de la que suele valerse el Señor, para encender en un alma quién sabe qué deseos de generosidad y de divinas aventuras. A la vez sensibiliza a los más jóvenes, para que tengan siempre entrañas de justicia y de caridad” (Carta 24-X-1942, n. 42: BERNAL, 1976, pp. 330-331).
Las numerosas obras de contribución al desarrollo, de promoción social, de ayuda a los pobres y desvalidos, promovidas por fieles del Opus Dei en los diversos continentes, tanto en países en vía de desarrollo como en otros que han alcanzado ya un mayor nivel de vida, pero en los que no faltan bolsas de pobreza o marginación, son una prueba patente de la eficacia de esa metodología pastoral.
Conviene no olvidar, por otra parte, que la necesidad de una solidaridad real, activa, concreta, no desaparece con el desarrollo económico de las sociedades, pues siempre existirán quienes sufran en propia carne el abandono o la exclusión: “Me atrevo a decir que, cuando las circunstancias sociales parecen haber despejado de un ambiente la miseria, la pobreza o el dolor, precisamente entonces se hace más urgente esta agudeza de la caridad cristiana, que sabe adivinar dónde hay necesidad de consuelo, en medio del aparente bienestar general” (Carta 24-X-1942, n. 41: AGP, Serie A.3, 91-7-2). La realidad es, en efecto, que el hecho de que los Estados hayan asumido por diferentes vías la tarea de aliviar las necesidades más primarias no convierte en obsoletas la caridad y la solidaridad. “La generalización de los remedios sociales contra las plagas del sufrimiento o de la indigencia -que hacen posible hoy alcanzar resultados humanitarios, que en otros tiempos ni se soñaban-, no podrá suplantar nunca, porque esos remedios sociales están en otro plano, la ternura eficaz -humana y sobrenatural- de este contacto inmediato, personal, con el prójimo: con aquel pobre de un barrio cercano, con aquel otro enfermo que vive su dolor en un hospital inmenso; o con aquella otra persona -rica, quizá- que necesita un rato de afectuosa conversación, una amistad cristiana para su soledad, un amparo espiritual que remedie sus dudas y sus escepticismos” (Carta 24-X-1942, n. 44: AGP, serie A.3, 91-7-2).
2. Un segundo ámbito es el de la responsabilidad en la mejora de la sociedad como un rasgo propio de un buen ciudadano; algo que en la terminología habitual utilizada por san Josemaría sería consecuencia de su mentalidad laical. Aunque guarda relación con el punto anterior, no es idéntico puesto que no es lo mismo la preocupación por el bien común que por los sectores más desfavorecidos. El lugar habitual (aunque no único) en que se desempeña esta tarea es el trabajo profesional, que no es sólo el lugar en el que los hombres se procuran los medios necesarios para la subsistencia propia y la de su familia sino lugar de santificación y de servicio a los demás. Así, “toda nuestra vida es eso, hijas e hijos míos: un servicio de metas exclusivamente sobrenaturales, porque el Opus Dei no es ni será nunca -ni podrá serlo- instrumento temporal; pero es al mismo tiempo un servicio humano, porque no hacéis más que tratar de lograr la perfección cristiana en el mundo limpiamente, con vuestra libérrima y responsable actuación en todos los campos de la actividad ciudadana. Un servicio abnegado (...) para que haya cada día menos pobres, menos ignorantes, menos almas sin fe, menos desesperados, menos guerras, menos inseguridad, más caridad y más paz” (Carta 31-V-1943, n. 1: RODRÍGUEZ, “El Opus Dei como realidad eclesiológica”, en OIG, p. 17).
Pero, más allá de la propia profesión, esta preocupación por el bien común se traducirá en todo tipo de iniciativas y actividades, más o menos relacionadas con el propio oficio y formación. Ocupará también el tiempo libre o se desarrollará en el momento de la jubilación. Como dice el punto 714 de Forja, “como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común”. “Yo la solidaridad la mido por obras de servicio” (CONV, 75). Y el testimonio de desprendimiento, de olvido de sí que se le pide al cristiano que vive en medio del mundo no consiste tanto en gestos llamativos, que alguna vez pueden ser necesarios, sino en un “testimonio explícito de amor al mundo, de solidaridad con los hombres” (CONV, 110; cfr. también CONV, 111; ECP, 138).
3. Por último, el antiguo sentido de la humanitas estoica, al que responde la solidaridad ilustrada entendida como unión entre los pueblos, tiene amplio reflejo en san Josemaría, dotado de una mente amplia, muy alejada de nacionalismos excluyentes o de clasismos, actitudes a las que no fueron ajenos algunos de sus contemporáneos. Así, el punto 303 de Surco, proclama: “Un hijo de Dios no puede ser clasista, porque le interesan los problemas de todos los hombres... Y trata de ayudar a resolverlos con la justicia y la caridad de nuestro Redentor. Ya lo señaló el Apóstol cuando nos escribía que para el Señor no hay acepción de personas, que no he dudado en traducir de este modo: ¡no hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios!”. O el punto 315: “Ama a tu patria: el patriotismo es una virtud cristiana. Pero si el patriotismo se convierte en un nacionalismo que lleva a mirar con despego, con desprecio (sin caridad cristiana ni justicia) a otros pueblos, a otras naciones, es un pecado”. O, por último, el 316: “No es patriotismo justificar delitos... y desconocer los derechos de los demás pueblos”. Y en Es Cristo que pasa: “Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros” (ECP, 106).
Caridad VELARDE
(Nac. Arriondas, Asturias, 4-II-1902; fall. Madrid, 16-VII-1932). José María Somoano fue uno de los primeros sacerdotes que se vincularon a san Josemaría en los años iniciales del Opus Del.
Era el primogénito del matrimonio entre Vicente Somoano Uncal y María Berdasco Caravia, al que siguieron otros diez hijos. En otoño de 1915, José María se trasladó a Alcalá de Henares (Madrid) para iniciar los estudios de Humanidades en el Seminario Menor. Sobre el origen de su vocación sacerdotal, contamos con el testimonio de su hermana: “sé que fue siempre un chico bueno y piadoso; y he sacado la conclusión de que aquella fue la única y gran ilusión de su vida. Siempre y sólo quiso ser eso: sacerdote” (CEJAS, 1995, p. 31).
Fue ordenado sacerdote el 11 de junio de 1927 por Mons. Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá, quedando incardinado en dicha diócesis. Desempeñó los encargos ministeriales de Capellán auxiliar del Hospital de Alcazarquivir, en Marruecos, durante su Servicio Militar (1927-28) y, de vuelta a Madrid, de Ecónomo de las parroquias de San Mamés y de su anejo de Navarredonda (1928-1929); de Capellán del Asilo Porta Coeli (1929-1931) y de Capellán del Hospital Nacional de Infecciosos, también llamado Hospital del Rey (1931-1932).
Desde los inicios de su vida sacerdotal buscó cultivar una profunda vida interior, que se traslucía en su modo de celebrar la santa Misa, en su dedicación pastoral y en su afán de desagravio por los pecados -también los de algún sacerdote que conoció y que vivía mal su ministerio-. Puso gran empeño en ser fiel a su vocación. Formó, junto a otros condiscípulos del Seminario de Madrid, en 1929, la Congregación Mariana Sacerdotal. A esta profunda vida interior unió, desde el principio de su ministerio sacerdotal, un deseo sincero de entregar su vida a los más necesitados de la sociedad madrileña de aquel tiempo. Fruto de ese deseo fue su petición -aceptada por la Autoridad eclesiástica- de pasar a trabajar en el Hospital del Rey, cuidando espiritualmente a quienes padecían enfermedades infecciosas.
El 2 de enero de 1932 su amigo sacerdote Lino Vea-Murguía le presentó a san Josemaría, quien ese mismo día le explicó la Obra. Somoano recoge en su diario la impresión de este primer encuentro: “me visitó por primera vez José Ma Escrivá acompañado por Lino. Me entusiasmó. Le prometí enchufes -enfermos orantes- para la O. de D. [Obra de Dios]. Yo entusiasmado. Dispuesto a todo” (CEJAS, 1995, p. 130). La total disponibilidad afirmada en su diario adquiere su pleno sentido en la anotación realizada por san Josemaría en sus Apuntes íntimos (n. 541) dos días más tarde: "... ya pertenece este amigo a la Obra” (AVP, I, p. 433).
Desde entonces Somoano participaba con asiduidad en las Conferencias Sacerdotales que cada lunes, desde el 22 de febrero de 1932 y hasta principios de 1935, reunieron a san Josemaría y a los sacerdotes a los que formaba en el espíritu del Opus Dei. María Ignacia García Escobar, enferma crónica en el Hospital del Rey, testimonia el bien que le hacían estos encuentros: “cuando volvía los lunes de asistir a las reuniones espirituales de nuestra Obra, solamente al mirarle se le notaba lo contento y satisfecho que venía. Y el cuadernillo donde conservaba los apuntes de las meditaciones y demás cositas de ésta, era su joya más preciada” (CEJAS, 1995, pp. 154-155). Somoano buscó también desde el principio que los enfermos ofrecieran su oración y sufrimientos por el Opus Dei. San Josemaría escribió en una nota personal: “Con José Ma Somoano hemos conseguido... un enchufe magnífico, porque sabe nuestro hermano, admirablemente, encauzar el sufrimiento de los enfermos de su hospital, para que el Corazón de nuestro Jesús acelere la hora de su Obra, movido por tan hermosa expiación” (Apuntes íntimos, n. 545: AVP, I, pp. 433-434).
A consecuencia de la legislación antirreligiosa del gobierno de la Segunda República, el 15 de abril de 1932 fue cesado de su cargo de capellán, aunque siguió visitando a los enfermos que lo requerían sin tener en cuenta los riesgos. Él mismo ingresó como paciente en el Hospital del Rey el 14 de julio del mismo año, donde falleció a los dos días, probablemente envenenado por odio a la fe. Había ofrecido su vida a Dios como reparación.
Nicolás ÁLVAREZ DE LAS ASTURIAS
San Josemaría estuvo en Suiza en diecinueve ocasiones. Sus viajes sirvieron, por un lado, como preparación, y después, como apoyo del trabajo apostólico del Opus Dei en este país. Estuvo también con frecuencia en el santuario mariano de Einsiedeln. Además eligió este lugar para celebrar el Segundo Congreso General del Opus Dei.
San Josemaría pisó suelo suizo por primera vez el año 1953. Después, en 1955, viajó por el país hasta tres veces para preparar el comienzo del trabajo apostólico del Opus Dei. Así, entre el 24 y el 30 de abril estuvo en Zúrich, Basilea, Lucerna, Berna, Friburgo y Sankt Gallen; visitó también los santuarios marianos de Einsiedeln y Mariastein (cfr. AVP, III, p. 333). El último día escribía a Roma: “¡Cuánta labor nos espera en Suiza! Vamos sembrando de Avemarías todos estos caminos, seguros de que comenzarán estos hijos míos pronto su trabajo en esta nación tan estratégicamente colocada, desde todos los puntos de vista. También desde el apostólico” (AVP, III, p. 333, nt. 63).
Posteriores viajes le llevaron a muchos otros lugares, como Brig, Ginebra, Yverdon, Zug, Brunnen, Lucerna, Lugano y Vaduz en Liechtenstein (cfr. AVP, III, pp. 335, 337-339). Generalmente pasaba la noche en Lucerna. El 18 de noviembre de 1955 y el 26 de junio de 1956 celebró la santa Misa en la iglesia del Sacré-Cœur, en Lausana, y el 3 de julio de 1956, en la Marienkirche de Schaffhausen. Recorrió así ese pequeño país centroeuropeo de norte (Schaffhausen, Basilea) a sur (Lugano, Locarno) y de este (Sankt Gallen) a oeste (Ginebra). Estuvo en esas ciudades no como quien va de paso o de visita, sino como un Padre que reconoce cuidadosamente el delicado terreno que va a confiar a personas puestas bajo su responsabilidad, con la intención de prepararlas del modo más adecuado.
El 31 de octubre de 1956 pudo por fin enviar a los dos primeros miembros del Opus Dei a Zúrich: el psiquiatra y sacerdote Juan Bautista Torelló y el arquitecto Pedro Turull, dos catalanes que ya llevaban años trabajando en Italia. Traían consigo cartas de recomendación del capellán de la Guardia Suiza del Vaticano, Mons. Paul Krieg. Edwin Zobel, un empresario zuriqués de origen protestante, que había conocido y apreciado el Opus Dei en Barcelona, se convirtió pronto en una gran ayuda.
El fundador no sólo siguió desde Roma los primeros pasos, sino que personalmente acudió repetidas veces al Centro de la Obra en Zúrich: la primera fue el 2 de septiembre de 1957; al año siguiente en julio y en septiembre; y de nuevo el 24 de mayo de 1959. A partir de 1959 hizo reforzar el trabajo apostólico con varias personas, entre ellos el ingeniero español Cari Schick, el filólogo italiano Giorgio del Lungo, el sacerdote de origen croata Vladimiro Vince y Hans Freitag, el primer suizo del Opus Dei. Con su ayuda se pudo poner en marcha, en 1961, la Residencia de estudiantes Fluntern en un chalet de la zona universitaria. San Josemaría visitó la casa en agosto de 1963.
Las mujeres pudieron abrir su primer Centro en 1964. El 19 de agosto, Carla Arregui, que realizó estudios de Filología Románica, y Begoña de Acha se instalaron en Zúrich, alentadas por el celo apostólico del fundador. Era un paso que urgía, pues desde 1956 ya había suizas que pertenecían al Opus Dei. También en la instalación de este Centro, Edwin Zobel y su esposa Paisa Ferchen prestaron una ayuda sustancial. Cuatro años más tarde las mujeres pudieron trasladarse a la Residencia de estudiantes Sonnegg, situada en las cercanías de la universidad.
En 1964 se empezó a preparar el inicio de la labor en la Suiza francesa, en concreto en Ginebra. El responsable directo fue el primer consiliario de Suiza, don José Luis Múzquiz. Ya se habían dado diversos pasos cuando el papa Pablo VI, en una audiencia privada el 10 de octubre 1964, sugirió al fundador que el Opus Dei extendiera su trabajo a Friburgo, pues allí -decía- se encuentra una buena universidad de inspiración católica. San Josemaría aceptó enseguida la sugerencia pontificia: el proyecto de Ginebra se dejó de lado y se buscó una casa en Friburgo, tarea nada fácil debido a la escasez de viviendas. Finalmente, en otoño de 1966, pudo abrir sus puertas en la zona antigua de la ciudad la Maison d’étudiants du Bourg. Las mujeres alquilaron por la misma época Villa Diana. Ambas casas eran sin embargo soluciones transitorias y tiempo después se dejaron. Las sedes definitivas se encontraron años después.
Cuando san Josemaría murió, en junio de 1975, el Opus Dei había echado raíces sobre todo en Zúrich; el número de personas que se incorporaron aumentó considerablemente justo en este período. En el mismo 1975 se inició la labor en Ginebra y más tarde se abrieron Centros en dos ciudades más: en 1991 en Lausana y en 1997 en Lugano, ciudad de habla italiana donde hacía decenios que había miembros del Opus Dei.
El 3 de julio de 1956 viajó San Josemaría a Einsiedeln para preparar el segundo Congreso General. Se reservó una parte del hotel Pfauen, situado enfrente del santuario, y se organizaron los detalles para el alojamiento de los participantes. El fundador eligió este lugar como muestra de su devoción mariana, pero también debido a su céntrica situación en Europa. Bajo su dirección y con un saludo y bendición del Papa Pío XII se reunió el Congreso desde el 22 al 25 de agosto. La asamblea decidió el traslado de la sede del Consejo General del Opus Dei de Madrid a Roma. Además declaró el castellano, a propuesta de nueve regiones de habla no castellana, como lengua oficial del Opus Dei (cfr. AVP, III, pp. 257-260; Sastre, 1989, pp. 442-444).
El santuario de Einsiedeln fue una meta frecuente de los viajes de San Josemaría a Suiza. Entre 1955 y 1969 se le podía encontrar allí casi todos los años. Los registros del monasterio dan cuenta de las numerosas ocasiones en las que celebró en diversos altares, sobre todo, el que entonces era del Santísimo. En cuanto divisaba en la lejanía las torres del santuario, rezaba con alegre expectación una Salve. Pasó muchas horas de intensa oración delante de la imagen de la Virgen, presentándole sus intenciones. En agosto de 1957 vivió unas tres semanas en este lugar, con viajes a diferentes lugares en Suiza y países colindantes. Las últimas visitas las hizo en 1968 y 1969 (cfr. URBANO, 1995, pp. 404, 406).
Después de 1969 no se le presentó a San Josemaría ninguna nueva oportunidad de ir a Suiza. Según manifestó él mismo, siempre se había encontrado muy a gusto allí; sólo le dolía la división producida entre las confesiones cristianas. A la naturaleza, más bien reservada, de sus habitantes le dio una vuelta positiva. Suiza era para él como un volcán cubierto de nieve: más bien frío por fuera, pero con un fuego ardiente en su interior; y explicaba que, si este fuego alcanza la superficie, hace derretir la nieve y el agua riega un suelo fecundo. Le gustó el espíritu trabajador del pueblo y muchas veces alabó su sentido de la responsabilidad.
Beat MÜLLER
Surco es una obra de Josemaría Escrivá de Balaguer, publicada póstuma en 1986. Se trata de un libro espiritual semejante a Camino y Forja, compuesto de aforismos, que tiene como objetivo ayudar la meditación personal. A continuación explicaremos la historia de la composición, y comentaremos brevemente su estilo, estructura y contenido.
Las primeras noticias que tenemos de Surco son de finales de los años treinta. J.L. Illanes, en un artículo sobre la obra escrita de san Josemaría, afirma que poco después de publicar Camino, Escrivá de Balaguer había pensado en este libro al que ya entonces llamó “Surco, que evoca la hondura con que la llamada divina debe enmarcarse en el alma y conducir a crecimiento en las virtudes” (ILLANES, 2009, p. 274). Seguramente la buena acogida de Camino hizo pensar a su autor en la conveniencia de publicar nuevos libros que ayudaran a las personas que se estaban acercando a los apostolados del Opus Dei.
En 1950 san Josemaría prometió en el prólogo de la séptima edición castellana de Camino, “un nuevo encuentro en otro libro -Surco- que pienso entregarte dentro de pocos meses”. A pesar de esos deseos, el autor no consiguió terminar esta nueva obra y, como ya hemos dicho, su publicación se retrasó.
Poco sabemos acerca de su composición; sin embargo, los datos que se poseen y los evidentes parecidos entre Camino y Surco, tanto por su contenido como por su estructura, permiten concluir que Surco, al igual que Camino, es fruto de las anotaciones de pensamientos espirituales y anécdotas significativas provenientes de la experiencia sacerdotal de san Josemaría. En el estado actual de la investigación no estamos en condiciones de determinar qué parte de esas notas tienen su origen en los años treinta o cuarenta, y qué parte fue completándose más tarde.
A su muerte, san Josemaría dejó una caja en la que había ido guardando el índice del libro, el prólogo y una serie de sobres que reunían papeletas con anotaciones o puntos ya desarrollados para cada capítulo. Entre ellos se encontraba el punto 1.000, que aludía con humor a las elucubraciones que algunos habían hecho acerca del dígito “999”, número de puntos de que consta Camino. Todo esto confirma la hipótesis de que san Josemaría utilizó el mismo método de trabajo que en la redacción de Camino: fue seleccionando ideas y consideraciones que fue ordenando en esos sobres. Pero “su intenso trabajo fundacional, la labor de gobierno al frente del Opus Dei, su amplísima labor pastoral con tantas almas y otras mil tareas al servicio de la Iglesia, le impidieron dar un último repaso sosegado al manuscrito” (S, “Presentación”, pp. 15-16). La ordenación y edición de ese material la realizó Álvaro del Portillo después de la muerte del fundador.
Surco, desde una perspectiva formal, está dividido en treinta y dos capítulos, cada uno de los cuales agrupa unos treinta y cinco o cuarenta puntos. Además incluye un índice de textos de la Sagrada Escritura y otro analítico o por materias, muy completo. Los puntos -mil en total- son en su gran mayoría breves, aunque algunos alcanzan la extensión de una página, e incluso la superan en algo. Todos los capítulos terminan con una referencia a la Virgen María, como manifestación de la devoción mariana del autor.
El estilo de Surco es similar al de Camino; es decir, pertenece al género aforístico. Este género literario fue descrito por Ibáñez Langlois con estas palabras: “texto breve y sentencioso, portador de un pensamiento o de un contenido de sabiduría intenso, en un contexto de fragmentos afines pero misceláneos: no sistemáticos” (IBÁÑEZ LANGLOIS, “Josemaría Escrivá como escritor”, en GVQ, II, p. 280). Ese estilo permite al autor condensar ideas profundas en pocas palabras, y abordar los temas desde varios puntos de vista y de forma diversa. Además, el contenido de esas consideraciones es, como escribe Alonso Seoane, muy distinto. Hay “puntos de distinta naturaleza: máximas de carácter formativo y nocional; pequeñas actualizaciones de escenas evangélicas; breves frases encendidas dirigidas al Señor, que son mínimas unidades de oración personal; consideraciones algo más extensas sobre puntos ascéticos, desarrolladas en forma de reflexión, de pequeño diálogo, de alegoría, y de otros esquemas similares” (ALONSO SEOANE, en GARRIDO, 2002, p. 153.). En Surco abundan consideraciones breves, pero caben también pensamientos más largos y elaborados. En general se trata de anotaciones hechas desde y para el diálogo con Dios, aunque hay otras de carácter ascético o formativo.
Una característica común del estilo de Camino, Surco y Forja es su capacidad de hacer intuir y expresar altos contenidos espirituales en figuras sensibles; de plasmar verdades divinas -o espirituales- en la concreción material de un tropo, metáfora, ejemplo, ilustración, parábola, anécdota... En Surco encontramos varias de estas imágenes, como por ejemplo: “alas para volar”, “aleación mecánica”, “banderín de enganche”, “envoltorio y regalo”, “centinela de guardia”, “niño mimado”, “roturar, abrir surco”, “sal de la tierra”, “siete cerrojos”, “talla del diamante”, “mirada incendiaria”, “molino de viento”, etc. Son imágenes vivas que ayudan a fijar en la mente del lector conceptos ascéticos.
La estructura de Surco está íntimamente relacionada con el método de trabajo adoptado por el autor y orientada a su finalidad. Dicho método se basa, como ya hemos apuntado, en la agrupación de consideraciones afines que surgían de la labor de almas y de la vida de oración de san Josemaría. Y su finalidad es promover el encuentro con una Persona: Jesucristo. En palabras de Álvaro del Portillo, la intención del autor consiste en “fomentar y facilitar la oración personal”, y por tanto “su género y estilo no es, pues, el de los tratados teológicos sistemáticos, aunque su rica y profunda espiritualidad encierra una subida teología” (S, “Presentación”, p. 16).
El libro tiene un esquema abierto, que refleja la intención del autor, como confirma lo escrito por Álvaro del Portillo en la presentación: “Escrivá de Balaguer nunca quiso en ningún campo -y menos aún en las cosas de Dios- hacer primero el traje para después meter, por la fuerza, a la criatura. Prefería, por su respeto a la libertad de Dios y a la de los hombres, ser un observador atento, capaz de reconocer los dones de Dios, para aprender y, sólo después, enseñar” (S, “Presentación”, p. 17).
La temática de cada pensamiento está relacionada con los demás puntos del capítulo, pero no forma parte, como ha sido apuntado más arriba, de un desarrollo orgánico y articulado. Cada consideración tiene, pues, un sentido completo, aunque se entiende mejor en el contexto del libro. Sin embargo, sí se puede señalar un hilo conductor, que el mismo san Josemaría menciona en el prólogo: “Déjame, lector amigo, que tome tu alma y le haga contemplar virtudes de hombre: la gracia obra sobre la naturaleza” (S, “Prólogo”).
El libro pretende transmitir la convicción profunda de que la vida cristiana debe informar toda la existencia del ser humano. El contenido de Surco, según Álvaro del Portillo, es “la vida misma del cristiano, en la que -al paso de Cristo- lo divino y lo humano se entrelazan sin confusión, pero sin solución de continuidad” (S, “Presentación”, p. 19), de modo que “ese caminar [la existencia cristiana] deje huella, abra surco en la historia y en el quehacer de los hombres” (ILLANES, 1987, p. 487).
En un estudio sobre Surco, José Morales afirma que el punto de partida de la obra es la convicción de que el cristiano ha recibido una vocación a la eternidad, que tiene que realizar en su paso por el tiempo. Escrivá de Balaguer quiere provocar el inconformismo en el lector, animándole a que “abandone sus posiciones vetustas, derrotistas y cómodas, (...) a que renueve la conciencia de su identidad, y a que no sucumba ante los espejismos de una cultura secularizada” (Morales, 1994, p. 219). Con otras palabras, que el cristiano no tenga miedo a encararse con las cuestiones fundamentales de la existencia, y se decida a vivir el radicalismo evangélico que conducirá a la cristianización del mundo. “Surco aspira, en suma, a subrayar, a proclamar, la integridad del ser y del vivir cristianos: que el ser cristiano no es ajeno al ser del hombre, sino que reclama y exige realizar la propia humanidad, colocar en servicio de los horizontes que la fe descubre la totalidad de las energías y virtualidades humanas” (Illanes, 1987, pp. 487-488).
Al mismo tiempo Surco denuncia dos deformaciones contrapuestas: un cristianismo apocado, encogido, triste, avergonzado, poco consciente en suma del don de la Redención (S, 12, 267, 421...); [y] una actitud orgullosa, basada en la confianza en sí mismo, centrada en la propia afirmación o el propio encumbramiento (S, 8, 304, 422...). Porque la coherencia del existir cristiano no fluye de uno mismo, de la propia voluntad, del propio ideal o del propio empeño, sino del saberse objeto de un infinito amor divino, que a todos distingue y a nadie excluye” (Illanes, 1987, p. 488).
Como consecuencia, son las virtudes cristianas, fundamentalmente, las cualidades que deben relucir en la vida de los cristianos, que serán como “linternas en la oscuridad” (S, 318). Por esa razón se les dedican muchos capítulos: Generosidad, Audacia, Alegría, Sinceridad, Naturalidad, Lealtad, Amistad, Pureza, Responsabilidad, etc., ya que Surco pretende ayudar al cristiano a configurarse con Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. También se agrupan párrafos bajo títulos más novedosos o sorprendentes como “Ciudadanía” o “La lengua”.
En definitiva, Surco es un libro escrito para ayudar al cristiano corriente que desarrolla su existencia en medio de los afanes del mundo, para introducirle en el trato con Cristo a través de la meditación de su vida, y moverle a que esa meditación lo transforme gradualmente en Cristo y le ayude a convertir la realidad que lo circunda en un mundo más cristiano.
Como otras obras de San Josemaría, Surco ha tenido muchas traducciones. En 2010 se habían editado más de medio millón de ejemplares en veinte idiomas distintos: Surco (castellano), Soleo (italiano), Díe Spur des Sämanns (alemán), Sillón (francés), Sulco (portugués), Furrow (inglés), Hiraku (japonés), Bruzda (polaco), De Voor (holandés), Solc (catalán), Goldatz (euskera), Brazda (búlgaro), Brázda (checo), Borozda (ruso), Brázda (eslovaco), Uter Lann (birmano), Batgoran (coreano), Barázda (húngaro), Lee hen (chino) y Plogfäran (sueco).
Fernando CROVETTO