Regnare Christum volumus!" –queremos que Cristo reine. (Forja, 639)
Hemos de dar a Dios toda la gloria 1, escribe san Josemaría en el texto que nos está sirviendo de guía para los capítulos de esta Parte I. Y a continuación añade: Por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria 2. Dar gloria a Dios se traduce en buscar que Cristo reine. La aspiración: Deo omnis gloria!, ¡a Dios toda la gloria!, se prolonga ahora en esta otra: Regnare Christum volumus!, ¡queremos que Cristo reine!, invocación que hace eco a las palabras de san Pablo: "es necesario que Él reine" (1Co 15, 25).
Puesto que el Hijo de Dios se ha hecho hombre para disipar las tinieblas del pecado que oscurecen la gloria de Dios en el mundo (cfr. Jn 1, 4-5), procurar que Él reine no es "otra cosa más" que el cristiano ha de hacer para dar gloria a Dios, sino el único modo de darle gloria: de conocerle y amarle, de cumplir su Voluntad y de ser contemplativo en la vida ordinaria. Lo que se ha expuesto en el capítulo anterior se ilumina de modo nuevo al considerar que dar gloria a Dios es buscar que Cristo reine.
Estudiaremos en primer lugar la noción de Reino de Cristo que se encuentra en la base de la enseñanza de san Josemaría. Después veremos en qué consiste ese reinado en los corazones y en la sociedad.
Para este tema tienen especial importancia las homilías Cristo Rey (22-XI-1970) y El corazón de Cristo, paz de los cristianos (17-VI-1966), pronunciadas en las respectivas solemnidades litúrgicas y recogidas en Es Cristo que pasa. Las citaremos con frecuencia, pero también acudiremos a muchos otros escritos que contienen el eco de una predicación vibrante de amor a Cristo.
La "gloria de Dios" reclama que toda la creación esté sometida a su dominio (al dominio de Dios) o, lo que es lo mismo, que todo forme parte del Reino de Dios o Reino de los Cielos 3. Este Reino no es, evidentemente, un ámbito, como una especie de territorio, sino una situación o estado de cosas en el que todo está bajo el señorío de Dios. Sólo así se manifiesta su Omnipotencia, Bondad y Sabiduría, es decir, su gloria.
Objetivamente, todo está sometido a Dios, porque cualquier criatura se encuentra bajo su poder, pero su gloria postula que el hombre quiera estarlo libremente, como corresponde a su naturaleza, participando en la vida íntima de Dios. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa 4, dice san Josemaría. Formar parte del reino de Dios es tener vida sobrenatural (cfr. Mc 9, 43-49; Mc 10, 26). De hecho, "lo que los evangelios sinópticos llaman reino (malkuth [basileiva]) de Dios, es llamado en San Juan casi siempre "vida eterna"" 5. Dios, en efecto, ha creado al hombre para que se integre en su Reino no por necesidad, como las criaturas sólo materiales, sino en libertad, acogiendo el don de participar en la Vida trinitaria y viviendo de acuerdo con ese don por el amor: un amor que obedece filialmente a la Voluntad divina.
Este es el significado que san Agustín descubre en el precepto de "no comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal" (cfr. Gn 2, 16-17), dado por Dios a nuestros primeros padres: "Convenía al hombre que se le prohibiera alguna cosa, para que, colocado bajo el Señor Dios, pudiera merecer la posesión de su Señor con la virtud de la obediencia" 6.
El hombre da gloria a Dios cuando libremente quiere y cumple su Voluntad como hijo suyo y procura que todo se realice de acuerdo con ella. Si quiere esto, quiere el Reino de Dios. Tal es el sentido de la petición del Padrenuestro: "venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo" (Mt 6, 10) 7. "Dar gloria a Dios" y "querer el Reino de Dios" son, pues, expresiones equivalentes.
Pero san Josemaría no dice que para dar gloria a Dios sea preciso querer que Dios reine. Sería repetir lo mismo. Lo que dice es: Hemos de dar a Dios toda la gloria. (...) Y por eso queremos nosotros que Cristo reine 8. Se refiere al reinado de Cristo en cuanto Hombre, o por su Humanidad, no sólo en cuanto Dios.
El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo 9.
Ahora bien, ¿qué entiende san Josemaría por "Reino de Cristo"? Para responder a esta pregunta, veremos en primer lugar (1.1) la relación del Reino de Cristo con la gloria de Dios y con la Iglesia, ya que –como se puede comprobar en el texto que nos sirve de guía para los tres capítulos de esta Parte I–, las tres nociones están íntimamente unidas: dar gloria a Dios se traduce en buscar que Cristo reine, y el reinado de Cristo exige edificar la Iglesia. Después expondremos que este Reino se establece a través de la mediación sacerdotal de Cristo (1.2). Será el punto más extenso y es fundamental para todo el capítulo, porque de ahí se derivará que "querer que Cristo reine" consiste en acoger personalmente su mediación sacerdotal y en ser instrumentos suyos para extenderla a todos los hombres. Por último (1.3) mencionaremos algunas características del reinado de Cristo que lo distinguen de los reinados humanos.
Algo semejante a lo que dijimos al inicio del capítulo precedente sobre la noción de "gloria de Dios", habría que repetir ahora respecto al "Reino de Cristo". San Josemaría se refiere muchas veces a ese reinado, pero no explica el concepto. No está haciendo teología académica. Predica para transmitir un espíritu de vida cristiana y da por supuesto que las personas a quienes se dirige le entienden.
Aquí, en cambio, tenemos que plantearnos lo que significa "Reino de Cristo" en su mensaje, ya que no podemos suponer, como sucedía en el capítulo anterior con el concepto de gloria de Dios, que el de "Reino de Cristo" no ha experimentado desarrollos relevantes en el siglo XX y que san Josemaría está empleando una expresión pacíficamente compartida por la doctrina común. Al contrario, a lo largo de este periodo se produce una notable profundización, no tanto porque el debate teológico esté centrado en este punto 10, sino como consecuencia de la intensa reflexión sobre la Iglesia, con la que guarda una estrechísima relación. Incluso se puede decir que, en parte, es la presencia del tema del Reino de Dios y de Cristo en las fuentes de la Revelación, junto con la necesidad de aclarar las interpretaciones de que ha sido objeto en autores protestantes, lo que lleva a profundizar en la doctrina católica sobre la Iglesia.
En el Magisterio, la doctrina se desarrolla sobre todo a partir de Pío XI, y alcanza su madurez, por así decir, en la Constitución Lumen gentium del Vaticano II 11. El número 5 de esa Constitución, con el fundamento bíblico que contiene, refleja objetivamente la base doctrinal de la noción de Reino de Cristo en san Josemaría. Decimos objetivamente porque nos referimos al contenido, no a la relación cronológica con sus obras. Desde la década de 1930 afirma que el Reino de Dios y de Cristo se realiza edificando la Iglesia, como hemos visto en el texto base del inicio de la Parte I ("exigencia del reinado de Cristo" es que "todos con Pedro vayan a Jesús por María") 12. Para él, no hay tensión alguna entre Reino e Iglesia: la Iglesia es ya un inicio del Reino, y su misión no es otra que la de extenderlo. Esta doctrina la verá confirmada en la Lumen gentium y utilizará a partir de entonces la enseñanza de esta Constitución con la familiaridad de quien ya la poseía sustancialmente, como se percibe en numerosos textos que hablan del Reino y de la Iglesia. Por ejemplo:
La Sagrada Escritura utiliza muchos términos –sacados de la experiencia terrena– para aplicarlos al Reino de Dios y a su presencia entre nosotros, en la Iglesia. La compara al redil, al rebaño, a la casa, a la semilla, a la viña, al campo en el que Dios planta o edifica 13.
El Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones 14.
Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (1Co 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol 15.
Para comprender la noción de "Reino de Cristo" presente en san Josemaría, resulta necesario partir de los textos bíblicos y recorrer, aunque sea rápidamente, el camino de la evolución histórica del concepto.
El lector de la obras de san Josemaría puede observar en las homilías que hemos citado, y en otros escritos, que cuando habla del Reino de Cristo hace referencia principalmente a la Biblia y a la Liturgia. Tomemos el ejemplo de la homilía Cristo Rey 16. De las 59 citas que contiene, 56 son de la Escritura (principalmente del Evangelio de san Mateo, llamado el "Evangelio del Reino"), una sola –pero fundamental por ofrecer el punto de arranque y el tema de fondo de la homilía– de la Liturgia, concretamente del Prefacio de la solemnidad de Cristo Rey, y dos de los Padres (san Agustín y san Gregorio Magno).
La Sagrada Escritura es la fuente primordial. Entre los textos del Antiguo Testamento, san Josemaría se detiene sobre todo, y con mucha frecuencia, en las palabras proféticas del Salmo 2 que preanuncian la realeza de Cristo: "Yo mismo he ungido a mi Rey en Sión, mi monte santo (...). Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones" (Sal 2, 6-7). La misericordia de Dios Padre –comenta– nos ha dado como Rey a su Hijo 17.
Del Nuevo Testamento cita prácticamente todos los pasajes sobre el reinado de Jesucristo. Nos limitamos a una síntesis, sin señalar cada vez dónde y cómo los cita. Desde el inicio de su ministerio público, Jesús habla de la cercanía inminente del Reino de Dios (cfr. Mc 1, 14 s. y par.): está ya en medio de los que le escuchan (cfr. Lc 17, 21) y es reconocible por los milagros y exorcismos que Él realiza (Mt 11, 5; Lc 11, 20). Entre las "parábolas del Reino", algunas dan a entender que Jesús, siendo Hijo del Rey, es Rey Él mismo (cfr. Mt 22, 1 s., Lc 14, 15 ss.). Acepta las aclamaciones del pueblo cuando entra triunfalmente en Jerusalén (cfr. Mt 21, 1 ss. y par.), y la pregunta de Poncio Pilato recibe una respuesta diáfana: "Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo..." (Jn 18, 37). Afirma su realeza antes de subir al Cielo: "se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18), y anuncia que vendrá a sentarse en el trono de su gloria para juzgar a todos los pueblos al final de los tiempos (cfr. Mt 25, 31 ss.). La plenitud de su Reino es una realidad escatológica (Ap 1, 29.36.49; Ap 11, 15).
San Pablo enseña que el Reino de Dios se realiza a través del Reino de Cristo. Aclara que ninguno que se comporta "como un adorador de ídolos, puede heredar el Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5, 5). Dice que Dios "nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón del los pecados" (Col 1, 13 s.). Y desarrolla su pensamiento de modo más acabado cuando describe la última meta del designio divino: "Después llegará el fin cuando (Cristo) entregue el Reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, toda potestad y poder. Pues es necesario que Él reine, hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies. Como último enemigo será destruida la muerte (...). Y cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas" (1Co 15, 24-28; cfr. Ef 1, 21-22) 18. Este último texto es uno de los que san Josemaría cita con más frecuencia. Siente incluso la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! (1Co 15, 25), conviene que Él reine 19. No se trata de que Cristo "llegue a ser" Rey, porque ya lo es -–Cristo es el Señor, el Rey 20–, sino de que los hombres le reconozcan como Rey.
"Si queremos resumir brevemente –escribe Schmaus– el papel de Cristo en la instauración del Reino de Dios, podemos decir que es el instrumento y la manifestación del Reino de Dios. Su vida, su palabra y su actividad estuvieron al servicio de esa finalidad. Y en Él se manifestó, apareció el Reino de Dios. Él es el Reino de Dios verdaderamente realizado dentro de la historia" 21.
Según algunos autores, Jesús habría anunciado la llegada inminente del Reino escatológico, es decir, el fin de los tiempos con la plenitud del sometimiento de los hombres a Dios y la participación de los elegidos en la gloria 22. La doctrina católica no entiende la llegada "inminente" en un sentido temporal. El anuncio de Jesús significa que con la Encarnación y el envío del Espíritu Santo la humanidad ha entrado en los "últimos tiempos", "el tiempo de la Iglesia", en el cual está ya presente el Reino de Cristo y de Dios porque la Iglesia, en cuanto Cuerpo místico de Cristo animado por el Espíritu Santo, es su "germen e inicio" 23. La duración de estos últimos tiempos no ha sido revelada por Dios. La Segunda Carta de Pedro advierte: "Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. No tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan" (2P 3, 8-9). La Segunda Carta a los Tesalonicenses exhorta a no inquietarse "como si fuera inminente el día del Señor" (2Ts 2, 2), sino a vivir en la fe y en la verdad, cumpliendo cada uno sus deberes, especialmente el de trabajar (cfr. 2Ts 2, 13; 2Ts 3, 6 s.). El cristiano ha de preparar activamente la segunda venida de Cristo, con una vida santa y procurando la difusión del Evangelio.
Desde el siglo II, los Padres y autores cristianos proclaman de muchos modos la realeza de Cristo e insisten sobre todo en las exigencias morales que comporta el sometimiento a Él y la participación en la Vida divina 24. San Josemaría cita, sin embargo, pocos testimonios patrísticos. Más que reflexionar sobre su doctrina, se fija en el ejemplo de los cristianos de los primeros siglos que dieron la vida por el Reino de Cristo, como refiere Eusebio: "Interrogados sobre Cristo y sobre su Reino (...) respondían que el Reino de Cristo no es de este mundo ni de esta tierra..." 25. En continuidad con este testimonio, predica que vale la pena jugarse todo por conseguirlo [el reino de Jesucristo] 26 y que su única ley es el precepto entrañable de la caridad 27. Volveremos luego sobre las características del Reino de Cristo.
Sucesivamente, el concepto de Reino está presente en la predicación y en las obras sobre la vida espiritual pero poco en la Teología especulativa. Esto puede explicarse, sin entrar en detalles, por la tendencia a identificarlo con la Iglesia y a hablar generalmente más de ella que del Reino, como se observa ya en san Gregorio Magno que aplica las parábolas evangélicas del Reino a la Iglesia 28. También influye, ya entrada la época medieval, la propensión a ver el Sacrum Imperium "como una primera materialización del Reino de Dios" 29. Santo Tomás no se ocupa de modo sistemático del tema, pero ofrece un texto de gran interés. Dice que el Reino de Dios es la Iglesia militante en cuanto congregación de los que se someten a Dios por la fe y caminan hacia la gloria; y es también la Iglesia triunfante, en cuanto formada por aquellos que ya han alcanzado la meta 30. En otros lugares afirma que "Regnum Dei est ecclesia" 31 y que "Regnum signat praesentem ecclesiam" 32.
No nos detenemos en los desarrollos posteriores 33, salvo para observar, en términos muy generales, que la teología protestante ha dedicado atención al estudio del Reino, "sustituyendo" con él, en cierto modo, el tema de la Iglesia, o hablando de la Iglesia como Reino. Ha subrayado así el aspecto invisible y ha dejado en segundo plano la visibilidad y "sacramentalidad" de la Iglesia. Por el contrario, la teología de la contrarreforma tendió a destacar el aspecto visible, sin dar quizá el debido peso a la noción bíblica y patrística del Reino. En el capítulo siguiente resumiremos el desarrollo de la eclesiología, que permitirá entender mejor la visión de san Josemaría, en la que se armonizan las nociones de Reino de Cristo y de Iglesia.
Si en la teología académica católica de los siglos pasados la noción de Reino no ha estado en primer plano, ha ocupado, sin embargo, un lugar principal en las enseñanzas de muchos santos 34.
Ejemplo emblemático es el de san Ignacio de Loyola en los Ejercicios espirituales, donde impulsa el ideal de extender el Reino de Cristo con una actividad apostólica planificada 35. Señalamos también, en particular, la obra de san Juan Eudes, La vie et le Royaume de Jésus dans les âmes chrétiennes (1637) 36.
En la época en la que comienza la actividad pastoral de san Josemaría se produce un hecho de importancia trascendental en este proceso. Pío XI dedica la encíclica Quas primas (11-XII-1925) a la realeza de Cristo e introduce la solemnidad litúrgica de Cristo Rey. El Papa enseña que Cristo es Rey en cuanto hombre 37, "no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista" 38, y que su reinado se extiende a los hombres considerados singularmente y "unidos en sociedad" 39.
La enseñanza del Pontífice encuentra un eco claro en la predicación de san Josemaría, si bien con una perspectiva nueva, sobre todo por lo que se refiere al reinado de Cristo en la sociedad. Se aparta de las interpretaciones de esas palabras que van en la línea de promover un "partido político confesional", dejando claro que el Reino no puede confundirse con fórmulas políticas 40. Su perspectiva anticipa y prepara la del Concilio Vaticano II, donde la enseñanza de Pío XI sobre el Reino de Cristo en la sociedad se enriquece con nuevos desarrollos doctrinales, como el que se refiere al derecho social y civil a la libertad religiosa 41. Tendremos ocasión de estudiarlo al final de este capítulo.
A raíz de la enseñanza de Pío XI se intensifica también el debate teológico acerca del progreso humano: si pertenece o no al Reino de Cristo. Ya nos hemos referido a esta cuestión en la Parte preliminar y no es necesario volver a los textos correspondientes de san Josemaría. Nos limitamos a recordar que el tema recibe nueva luz con la Constitución Gaudium et spes del Vaticano II. En su capítulo III, trata de la distinción entre el progreso humano y el reinado de Cristo, y la ordenación del primero al segundo 42. Esta enseñanza se completa con la del 72 sobre "la actividad económico-social y el reino de Cristo", donde se exhorta a los fieles a "contribuir al bienestar de la humanidad", por medio de la "competencia profesional" en las actividades temporales, realizándolas "con fidelidad a Cristo y al Evangelio". Josemaría Escrivá de Balaguer está en plena sintonía: hace ver que, para los laicos, la búsqueda del reinado de Cristo incluye la del progreso humano, lo cual no significa que, si alguna vez este progreso no se alcanza, no se haya adelantado en el reinado de Cristo, porque éste tiene lugar ante todo en los corazones.
Después del Vaticano II se promulga otro documento pontificio de gran importancia: la encíclica Redemptoris missio, de Juan Pablo II (7-XII-1990). En su capítulo II denuncia algunas concepciones teológicas erróneas acerca del Reino de Dios que nos dan pie temáticamente –no cronológicamente, porque la encíclica es posterior a san Josemaría–, para completar la exposición de este punto.
La encíclica reprueba a los que hablan del Reino de Dios pero "dejan en silencio a Cristo" 43 y dan a entender así que la mediación de Jesucristo no es el único camino para que los hombres se sometan al Reino de Dios. Pretenden ser concepciones "teocéntricas" del Reino, pero no "cristocéntricas". Para san Josemaría, como sabemos, dar gloria a Dios o buscar el Reino de Dios, que es lo mismo, exige absolutamente querer que Cristo reine.
Por otra parte, el Papa descalifica también determinadas concepciones que tienden a construir el Reino de Cristo sin edificar la Iglesia. Concepciones que "se presentan como "reinocéntricas" (...) como reacción a un supuesto "eclesiocentrismo" del pasado" 44. Para san Josemaría no existe, como ya hemos visto, la alternativa –o Reino de Cristo o Iglesia–, sino que el Reino de Cristo se establece edificando la Iglesia.
Como hace ver la encíclica, la postura "reinocéntrica" lleva a promover los "valores del Reino de Cristo", como la paz, la justicia, la libertad, la fraternidad..., sin promover la vida sacramental y los demás medios de salvación de que dispone la Iglesia. Conduce así a una visión secularizada del mismo Reino de Cristo "en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y cultural, con unos horizontes cerrados a lo trascendente" 45. También este punto ha sido subrayado por san Josemaría 46.
Positivamente, la encíclica Redemptoris missio se dirige a impulsar la misión apostólica de los cristianos. Idéntico anhelo ha movido a san Josemaría a repetir su Regnare Christum volumus! En esto reside fundamentalmente la coincidencia entre su enseñanza y la encíclica de Juan Pablo II.
¿Cuál es entonces la relación entre gloria de Dios y reinado de Cristo? En la respuesta está implicada toda la economía de la Redención 47 y de ella depende la entera vida cristiana. Podemos resumirla con palabras de la Escritura 48. Por la desobediencia del primer hombre entró el pecado en el mundo, perdimos la amistad con Dios y quedamos sometidos a las demás consecuencias del pecado (cfr. Rm 5, 19). La gloria de Dios se oscureció en un mundo subyugado por el "reino de las tinieblas" (cfr. Col 1, 13) y, de hijos de Dios, pasamos a ser "hijos de la ira" (Ef 2, 3).
Pero el pecado ha sido ocasión para que la gloria divina resplandeciera con fulgor incomparablemente más intenso, porque el mismo Hijo de Dios se ha hecho hombre: no se ha vestido de hombre: se ha encarnado 49. Ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra. (...) Un Dios que ama con corazón de hombre 50. Es así como ha llegado a brillar del modo más pleno y profundo la gloria divina en la naturaleza humana. "El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14).
El designio de Dios ha sido enviar a su Hijo como "luz que brilla en las tinieblas" (Jn 1, 5), para manifestar su gloria –su Amor–, salvando al hombre del pecado y dándole la vida sobrenatural. "Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para que recibiéramos por Él la vida" (1Jn 4, 10). "Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque es tábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo –por gracia habéis sido salvados–, y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6). "Nos arrebató del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados" (Col 1, 13-14). Quien recibe la vida sobrenatural de Cristo, entra en su Reino. Llega a ser una nueva criatura en Cristo (cfr. 2Co 5, 17), se asemeja a Él. Entonces la gloria de Dios se refleja en el hombre como en un espejo (cfr. 2Co 3, 18 y 2Co 5, 17).
El reinado de Cristo se extiende a toda la creación, porque todas las cosas han sido creadas "en Él y para Él" (Col 1, 16), y aunque el hombre las ha desnaturalizado no pocas veces, corrompiendo su uso, Cristo les ha devuelto su noble y original sentido al encarnarse. Dios ha querido "reconciliar por Él a todos los seres consigo" (Col 1, 20) y "recapitular todas las cosas en Cristo... para alabanza de su gloria" (Ef 1, 10.12) 51. Este designio divino sobre el hombre y el cosmos culminará con la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos como Juez universal a quien todos serán sometidos (cfr. Mt 25, 31 ss) y de quien todos los elegidos recibirán el premio de la Vida eterna. "Entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas" (1Co 15, 28).
Esta es, en síntesis, la relación entre "gloria de Dios" y "reinado de Cristo", el porqué de la realeza de Cristo. De esta relación dimana la que hay entre "Reino de Dios" y "Reino de Cristo". El "Reino" es uno sólo: el "Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5, 5). Pero las expresiones "Reino de Dios" y "Reino de Cristo [en cuanto hombre]", no significan lo mismo. El Reino de Dios es, ante todo, el mismo Hijo de Dios hecho hombre, sentado con su Humanidad gloriosa a la derecha del Padre (cfr. Mc 16, 19; Col 3, 1; Ef 1, 20-22). Por la unión hipostática, su Humanidad pertenece absolutamente a la Persona divina; su voluntad humana está perfectamente identificada con la Voluntad del Padre. "La obediencia que presta al Padre no es simplemente la sumisión que presta un inferior a un superior, sino –sobre todo– la que el Hijo Eterno ofrece al Padre (...). El Padre regala todo al Hijo; el Hijo entrega todo al Padre" 52. Todo en Él es gloria y Reino de Dios.
A su vez, Jesucristo es Rey de toda la creación porque Dios, "resucitándole de entre los muertos y sentándole a su derecha en los cielos, le ha puesto por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación y de todo cuanto existe" (Ef 1, 20-21). Sin embargo, como consecuencia del pecado, "ahora no vemos que todo le esté ya sometido" (Hb 2, 8). Por eso san Pablo habla en futuro: "cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo..." (1Co 15, 28). Este sometimiento de los hombres a Cristo –el reconocimiento de su reinado, no por la fuerza sino en libertad–, es el modo establecido por Dios para disipar el reino de las tinieblas e irradiar su gloria y su Reino –el Reino de Dios– en el mundo. Dios ha querido incorporarnos a su Reino por medio de su Hijo encarnado, constituyéndole Rey como "único mediador entre Dios y los hombres" (1Tm 2, 5). Cuando el hombre acoge su mediación, Cristo reina en él y él se convierte en Reino de Dios. Más todavía: reina con Cristo, pues es hecho partícipe de su poder para unir a todas las criaturas con Dios. Veremos enseguida cada uno de estos aspectos.
La relación entre el Reino de Dios y de Cristo y la Iglesia, será el tema de fondo del capítulo siguiente. Aquí apuntamos sólo que el Reino de Dios, presente ya en Cristo, "se va instaurando paulatinamente en el hombre y en el mundo a través de un vínculo misterioso con Él" 53. Ese vínculo se realiza visiblemente por la incorporación a su Iglesia, al Pueblo que le reconoce como Rey. Por esto, el Reino de Dios y de Cristo "no puede ser separado de la Iglesia" 54, que es "germen e inicio" 55 de ese Reino en la tierra. Por medio de la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, se realiza en la historia el plan divino de atraer a todos los hombres a Cristo (cfr. Jn 12, 32) que, al final de los tiempos, cuando vendrá como Rey glorioso (cfr. Ap 19, 16), entregará al Padre el Reino conquistado con su Humanidad Santísima, y reinará eternamente con Él (cfr. Ap 21, 1-22, 5).
Todos los aspectos que hemos visto aparecen en las parábolas del Reino de los Cielos (cfr. Mt 13, 1 ss), bajo forma de imágenes. San Josemaría las trae a colación en la homilía Cristo Rey, haciendo referencia sobre todo a su significación escatológica.
La perfección del reino (...) no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra (cfr. Mt 13, 24), como el crecimiento del grano de mostaza (cfr. Mt 13, 31-32); su fin será como la pesca con la red barredera, de la que –traída a la arena– serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad (Mt 13, 47-48). Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada (cfr. Mt 13, 33) 56.
No podemos comentar todas esas imágenes. Mencionamos sólo, a título de ejemplo, algunos aspectos de las parábolas del sembrador y de la semilla. Jesucristo, enviado para instaurar el Reino de Dios, es como un sembrador que lanza la semilla. Él mismo es también, al encarnarse, la semilla sembrada en la tierra. E igual que la semilla, muere para dar fruto. San Josemaría descubre aquí una imagen profunda del misterio de la Eucaristía que edifica la Iglesia. Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna 57. Al recibir ese Pan, "muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17). Ese cuerpo es el "Cuerpo místico de Cristo", la Iglesia, en la que cada uno es miembro que coopera a transmitir la vida sobrenatural a los demás. Jesús presente entre nosotros, nos ha constituido como miembros suyos: vos estis corpus Christi et membra de membro (1Co 12, 27), vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros 58. Así como el fruto se convierte en nueva semilla para ser sembrado, así cada cristiano ha de ser semilla, como Cristo, y sembrador para cooperar con Él, dando la propia vida, en el establecimiento de su reinado en el mundo hasta su segunda venida al final de los tiempos.
La gloria de Dios y la salvación de los hombres exige reparar el pecado y sus consecuencias. Para esto ha sido enviado el Hijo. Jesús es el Camino, el Mediador; en Él, todo; fuera de Él, nada 59.
Su mediación tiene por objeto conquistar el Reino que entregará al Padre al final de los tiempos. Desde el inicio mismo de su predicación anuncia el Reino de Dios, llamando a todos a convertirse (cfr. Mc 1, 15; Mt 4, 17). Es una llamada eficaz, que realiza, en quien no se opone, aquello que anuncia: el restablecimiento de la amistad con Dios, porque Él, Jesús, la ha ganado con el precio de su Sangre. "Habéis sido comprados a gran precio" (1Co 6, 20; 1Co 7, 23), repite el Apóstol. Es un texto que san Josemaría cita docenas de veces. El ha comprado cada alma, una a una, al precio –lo repito– de su Sangre 60. Otras veces cita la Primera Carta de Pedro:
Sabed que fuisteis rescatados de vuestra vana conducta..., no con plata u oro, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo (1P 1, 18-19). No nos pertenecemos. Jesucristo nos ha comprado con su Pasión y con su Muerte. Somos vida suya 61.
Con su mediación sacerdotal Jesucristo "ha inaugurado en la tierra el reino de los cielos" 62. Esta mediación tiene una gran riqueza de aspectos que vamos a describir, porque sólo así podremos comprender después lo que encierra el acto de "querer que Cristo reine".
Para exponer la enseñanza de san Josemaría vamos a recordar antes unos conceptos teológicos comunes y a presentar un planteamiento que, a nuestro juicio, permite entender mejor su aspiración a que Cristo reine – el Regnare Christum volumus!– y saber qué ha de hacer el cristiano para realizar este ideal en su vida.
En general, un mediador es el que intenta poner de acuerdo a dos partes en conflicto. La mediación humana suele tener por objeto un bien profano. La mediación de Jesucristo, en cambio, tiene un objeto sagrado: reconciliar a los hombres con Dios, reparando la ruptura producida por el pecado. Por este motivo es una "mediación sacerdotal". El adjetivo "sacerdotal" (cuya raíz latina es "sacrum", sagrado) caracteriza toda la mediación de Jesucristo, no sólo algunos aspectos.
En la mediación sacerdotal de Jesucristo se pueden considerar dos direcciones: la de los hombres a Dios (mediación ascendente) y la de Dios a los hombres (mediación descendente). Cristo Señor realiza su mediación ascendente ofreciendo a Dios "dones y sacrificios por los pecados" (Hb 5, 1): una reparación que culmina con el Sacrificio de la Cruz. La mediación descendente la lleva a cabo de un triple modo, según sus palabras: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre si no es a través de mí" (Jn 14, 6). Este triple modo se suele describir con los términos "santificar", "enseñar" y "guiar". Cristo santifica al hombre dándole la Vida sobrenatural que Él tiene en plenitud; enseña la verdad divina como Maestro; y guía como Pastor o gobierna como Rey para llevar a los hombres a la unión con Dios (cfr., respectivamente, Jn 1, 16; Jn 18, 37; Jn 10, 11 ss.). Santificar, enseñar y gobernar, son los tres "oficios" de la mediación descendente de Cristo: los "munera Christi", que describiremos después.
Antes de la venida de Jesús al mundo, el sacerdocio era imperfecto. Por lo que se refiere a la mediación "ascendente", los sacerdotes ofrecían víctimas distintas a sí mismos, que no implicaban necesariamente el sometimiento del propio corazón a Dios. "¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a su palabra? Mejor es obedecer que sacrificar" (1S 15, 22; cfr. Os 6, 6). Por lo que se refiere a la mediación "descendente", los sacerdotes no tenían por sí mismos el poder de santificar, ni eran necesariamente maestros de la verdad divina ("profetas"), ni guías del pueblo para conducir hacia Dios ("reyes"), oficios que pertenecen a la mediación sacerdotal entre Dios y los hombres. Como escribe un Padre de la Iglesia, "entre los israelitas, los reyes y sacerdotes (...) no eran ambas cosas a la vez, sino que unos eran reyes y otros eran sacerdotes; sólo a Cristo pertenece la perfección y la plenitud en todo" 63.
El Hijo de Dios hecho hombre es el sacerdote perfecto, "Sumo Sacerdote para siempre" (Hb 6, 20). Lo es en cuanto a la "mediación ascendente", pues ha sometido perfectamente su voluntad humana a la Voluntad divina (cfr. Jn 5, 30; Jn 6, 38; Hb 10, 5-7) y ha consumado su entrega ofreciendo al Padre, por el Espíritu Santo, el Sacrificio de su misma vida (cfr. Hb 9, 14), haciéndose "obediente hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8). De este modo, ha reparado o satisfecho toda ofensa del hombre a Dios.
También es sacerdote perfecto en cuanto a la "mediación descendente": comunica la Vida sobrenatural que tiene en plenitud; enseña la Verdad revelada siendo Él la plenitud de esa Revelación divina; y guía hacia Dios por el camino que es Él mismo. De este triple modo redime de la culpa y de la pena por el pecado (cfr. Col 2, 13-15) y de la esclavitud de las consecuencias del pecado, siendo para todos "causa de salvación eterna" (Hb 5, 9).
La teología llama munera Christi u "oficios de Cristo" a estos tres aspectos de su mediación sacerdotal descendente, citándolos por lo general en el siguiente orden: santificar, enseñar y gobernar (munus sanctificandi, munus docendi, munus regendi).
"Santificar" incluye, en primer lugar, "justificar", hacer justo ("ajustar" en relación con Dios), porque el primer paso de la santificación consiste en el paso del estado de pecado al de justicia (cfr. Rm 5, 19). A partir de ahí el proceso de la vida sobrenatural se llama propiamente "santificación", porque Dios va haciendo cada vez más santo al cristiano que corresponde a sus dones (lo cual es también hacerle más "justo"). En suma, por la mediación sacerdotal de Cristo el cristiano es justificado y santificado (cfr. 1Co 1, 30).
"Enseñar" comprende comunicar la verdad salvadora sobre Dios y el hombre, así como el don interior de la fe para adherirse a ella. Por mediación de Cristo se reciben ambas cosas. Por una parte comunica la verdad –que se condensa en lo que Él es: el Verbo de Dios Padre hecho hombre por obra del Espíritu Santo para salvarnos–, no simplemente declarándola, sino dando "testimonio" de ella con su Vida, Muerte y Resurrección 64. Por otra parte concede el don interior de la fe viva, que se recibe con la gracia y que después ha de aplicarse progresivamente a la verdad revelada y testimoniada por Cristo. El munus docendi se llama también munus propheticum, por tratarse del oficio de transmitir a otros la Palabra de Dios.
"Gobernar" o "regir" o "guiar", hace referencia a la potestad de Cristo, que no ha de entenderse como un dominio humano contrario a la libertad, sino como el servicio amoroso de conducir a la felicidad eterna ayudando a usar la libertad para amar a Dios y a los demás. Por eso el munus regendi se llama también munus pastorale. Ser Rey equivale, en Jesucristo, a ser Pastor que guía a los suyos hacia el Cielo.
Estos tres munera de la mediación de Cristo son tres aspectos distintos pero inseparables de una sola realidad. Por eso hablaremos tanto de tria munera ("tres oficios de Cristo") como de un triplex munus ("un solo oficio que es triple") 65.
Decimos que el cristiano se incorpora al Reino de Cristo cuando recibe su mediación descendente. Pero esto implica, como acabamos de ver, tres aspectos: dejarse santificar, enseñar y gobernar por Él. ¿Por qué, entonces, se resume el efecto de la mediación descendente diciendo que "incorpora al Reino de Cristo", esto es, haciendo referencia a uno sólo de esos tres aspectos (el regir o gobernar)? En realidad, cualquiera de los tres podría servir para expresarlo, ya que en cada uno están implicados los otros dos 66. Pero si se analizan las cosas desde el punto de vista de la vida espiritual, hay un motivo para preferir hablar del reinado, es decir, para afirmar que "con su mediación sacerdotal, Jesucristo conquista su Reino". El motivo está ligado a nuestra relación con los munera Christi.
En efecto, cada uno de los tres aspectos de la mediación de Cristo tiene un término propio o específico en nosotros. Cuando decimos que nos santifica, queremos señalar que causa la gracia que eleva todo nuestro ser. Cuando decimos que nos enseña, nos referimos a que ilumina nuestra inteligencia con el conocimiento sobrenatural de la Verdad revelada. Y cuando decimos que nos guía o gobierna, ponemos de relieve que mueve nuestra voluntad a seguir libremente sus pasos para realizar la Voluntad de Dios. En este sentido, la gracia y la verdad que nos comunica al santificarnos y enseñarnos, se orientan a guiarnos o gobernarnos: a que con nuestra voluntad amemos y queramos cumplir la Voluntad de Dios siguiendo a Cristo, sometiéndole libremente nuestro corazón.
Con otras palabras, el designio de Dios para instaurar su Reino ha sido enviar a su Hijo para que, santificándonos y enseñándonos, nos lleve a obedecer al Padre por amor, como Él ha obedecido. Jesucristo es "causa de salvación eterna para los que le obedecen" (Hb 5, 9). En último término se salvan o son santos los que le obedecen por amor, los que se dejan guiar por Él. Su mediación sacerdotal se dirige a que la voluntad del hombre se le someta libremente, estableciendo así su Reino que al final de los tiempos entregará al Padre (cfr. 1Co 15, 25-28).
Otra cuestión unida a la anterior es que el cristiano, al recibir la mediación sacerdotal de Cristo no sólo se incorpora a su Reino, sino que recibe un "sacerdocio real" (1P 2, 9) –participa del sacerdocio y de la realeza de Jesucristo–, para ser mediador "en Cristo" entre Dios y los hombres. Al ser liberado del pecado y adoptado como hijo de Dios, es ungido como sacerdote en el Bautismo para cooperar en la expansión del Reino. "Todos los fieles cristianos, en cuanto son miembros de Cristo, se llaman sacerdotes y reyes" 67, dice santo Tomás.
Por tanto, la incorporación al Reino de Cristo no consiste sólo en someterse libremente a la potestad de Cristo, sino en ejercer su sacerdocio para contribuir a que se salven todos los hombres y se le someta la entera creación. Así como Cristo, al obedecer en su Humanidad Santísima a los designios del Padre ha sido constituido Rey para siempre (cfr. Flp 2, 9-10; 2P 1, 11), así también el cristiano que se le somete, reina con Él (cfr. Lc 19, 14-19; Rm 8, 17).
Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que –por obra del Espíritu Santo– tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20). A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo 68.
En la Cruz culmina la mediación ascendente de Jesucristo. Él reparó la desobediencia del pecado haciéndose "obediente hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8; cfr. Rm 5, 19), y Dios "perdonó todos nuestros delitos, al borrar el pliego de cargos que nos era adverso, que canceló clavándolo en la cruz" (Col 2, 13-14; cfr. Hb 10, 10). Ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz 69.
En la Cruz culminan también los tres aspectos de la mediación sacerdotal descendente. San Josemaría la contempla como Altar, Cátedra y Trono 70. Altar en el que ofrece el Sacrificio para darnos la vida sobrenatural; Cátedra desde la que nos enseña de modo supremo el Amor de Dios por nosotros; y Trono en el que triunfa sobre el poder del diablo, del pecado y de la muerte, y gobierna atrayendo a todos hacia sí.
La Epístola a los Hebreos muestra que era conveniente que el Hijo de Dios hecho hombre consumara su mediación sacerdotal por medio de los sufrimientos (cfr. Hb 2, 10), ya que es su amor lo que tiene valor redentor, y el amor se había de manifestar en la obediencia a la Voluntad del Padre, que culmina en abrazar libremente el dolor y la muerte (cfr. Hb 5, 8).
El dolor y la muerte han entrado en el mundo como castigo por el pecado: un castigo paterno, amoroso, dispuesto por la Voluntad de Dios para corregir la voluntad del hombre que, al pecar, se había apartado de la suya, y que por esto lo debe acoger, como exhorta la misma epístola: "Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando Él te reprenda; porque el Señor corrige al que ama y azota a todo aquel que reconoce como hijo" (Hb 12, 5-6). El Hijo de Dios hecho hombre ha tomado sobre sí el dolor y la muerte, y de este modo, los ha transformado en medio de redención. De ahí que se afirme que Jesucristo nos ha librado de la esclavitud del dolor y del miedo a la muerte (cfr. Hb 2, 15-15), porque les ha dado un sentido salvífico. "La muerte –escribe Joseph Ratzinger–, que por naturaleza es el fin, la destrucción de toda relación, ha sido transformada por Cristo en un acto de comunicación de sí mismo, y esto es la salvación de los hombres en cuanto que significa que el amor vence a la muerte" 71. El Sacrificio de la Cruz es el triunfo del amor. Así se comprende que san Juan llame a la muerte de Jesús glorificación de Dios y glorificación del mismo Hijo (cfr. Jn 12, 28; Jn 17, 1).
Esto no significa que lo que precede al Sacrificio del Calvario, y especialmente la vida de Jesucristo en Nazaret, haya sido una simple preparación de los años que vendrían después 72. Aunque el Sacrificio del Calvario es el hecho que, por su objeto, corona el Sacerdocio de Cristo, todos los actos del Señor son ejercicio de su mediación sacerdotal y están unidos al Sacrificio de la Cruz. Jesús –que ha venido al mundo para entregar se en el Calvario y ansiaba que llegase esa hora (cfr. Lc 12, 50; Jn 12, 27)– ha vivido cada momento de su paso por la tierra con plena entrega amorosa a la Voluntad del Padre. Cuando trabajaba como artesano, ya estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas (Jn 12, 32) 73.
También la Resurrección y Ascensión a los Cielos son inseparables del Sacrificio de la Cruz. Constituyen con la Muerte del Señor el "misterio pascual": misterio del "paso" de la vida terrena a la celestial, que glorifica a Dios y salva a los hombres. Resurrección y Ascensión pertenecen a la mediación sacerdotal del Señor e iluminan el sentido de la Cruz. Jesucristo, en efecto, ha padecido y ha muerto en la Cruz para resucitar y subir a los Cielos. El Señor declara la íntima conexión entre su Muerte y su Resurrección cuando afirma: "Yo doy mi vida para tomarla de nuevo" (Jn 10, 17). Del mismo modo manifiesta a los discípulos de Emaús la relación entre su Muerte y su Ascensión: "¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?" (Lc 24, 25-26; cfr. Jn 17, 4 ss). A su vez, san Pablo escribe que, por la obediencia de Cristo hasta la muerte, "Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre" (Flp 2, 9). Todo el misterio pascual forma una unidad.
Esta realidad de que el Señor ejerce su mediación sacerdotal con toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a los Cielos, con la Cruz como centro, configura el "querer que Cristo reine", tanto en el recibir la mediación de Cristo como en el ejercer la participación en ella. San Josemaría no separa la vida oculta de la vida pública y del misterio pascual.
Al ser la Cruz el centro de esa mediación, se comprende que Jesús resuma su seguimiento –la incorporación a su Reino y la cooperación en su expansión– con estas palabras: "Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24; cfr. Mc 8, 34). San Lucas puntualiza significativamente: la cruz "de cada día" (Lc 9, 23). Así como la "obediencia de la Cruz" –obediencia total y sin reservas a la Voluntad del Padre– estuvo presente en la vida ordinaria de Jesús en Nazaret, así también lo ha de estar en la vida del cristiano. Ha de llevar la cruz "cada día". Cada momento ha de procurar identificarse completamente con la Voluntad divina, obedeciendo por amor, con afán de ofrecer a Dios Padre reparación por los pecados y de salvar a todos los hombres.
Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo 74.
También la unidad del misterio pascual –la unión de la Muerte de Jesús con su Resurrección y Ascensión– tiene consecuencias capitales, que completan lo que acabamos de considerar. El cristiano ha de llevar su cruz de cada día, pero participando ya en la vida gloriosa de Cristo resucitado y en su señorío sobre toda la creación. No la ha de acoger porque "no hay más remedio": ha de llevar la cruz en triunfo por todos los caminos de la tierra 75. "Para el Beato Josemaría la cruz viene considerada principalmente en su dimensión gloriosa, aunque no se olviden sus aspectos dolorosos" 76.
Es muy propio de san Josemaría considerar esta unidad de los misterios de la vida de Cristo y verla plasmada en el cristiano que busca que Cristo reine, particularmente en la vida ordinaria en medio del mundo. Al recibir la mediación de Cristo, el cristiano es incorporado al Reino de Dios "en Cristo", lo que significa que se reproduce en él toda la vida de Cristo. La vida de Jesucristo, si le somos fieles, se repite en la de cada uno de nosotros de algún modo, tanto en su proceso interno –en la santificación– como en la conducta externa 77. Es un punto crucial. La Humanidad de Jesús no es sólo un puente (palabra de la que viene "pontífice") por el que el hombre llega a unirse con Dios, dejando el puente atrás, sino que se une con Dios "con el puente" y "en el puente". " [Dios] nos resucitó con Cristo y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 6; cfr. 1Co 15, 17-22; 1P 1, 3).
Teniendo en cuenta el conjunto de la predicación de san Josemaría, las palabras de la última cita ("La vida de Jesucristo...") significan, en nuestra opinión, que el cristiano es santificado por el Espíritu Santo de modo que se reproduce en él cada uno de los momentos de la vida del Señor. Se trata del "proceso interno de santificación", de nuestra vida sobrenatural, por tanto, no de la vida natural del hombre. No es que el cristiano nace, crece y muere como Cristo, y que resucitará al final de los tiempos: no se reduce a eso la repetición de la vida Cristo en nuestra "conducta externa". Si se piensa que todos los momentos de la existencia cristiana –el nacimiento, el crecimiento, etc.– han de ser santificados por la gracia de Cristo, estamos ya más cerca de lo que quiere expresar el texto. Pero su significado es más radical, pues en la existencia del cristiano se actualizan de algún modo los misterios de la vida humana de Jesús. Nace a la vida sobrenatural por obra del Espíritu Santo a través de la Virgen; crece en esa vida por el impulso del Espíritu y con la mediación materna de María, análogamente a como el Señor ha crecido en edad, sabiduría y gracia (cfr. Lc 2, 52); se da cuenta de cómo en tantos sucesos pequeños y grandes de su existencia se renuevan las escenas del Evangelio, y hasta puede decir con el Apóstol que completa en su carne "lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo que es la Iglesia" (Col 1, 24). Muere "según la carne" (Rm 8, 5) –es decir, al pecado y a la "voluntad propia" que conduce al pecado–, análogamente a como Cristo ha muerto para resucitar. Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz (...). Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo 78.
Esta presencia de los misterios de la vida de Cristo en el cristiano, de raigambre paulina, se encuentra a lo largo de la historia con acentuaciones diversas en la teología y en la espiritualidad cristiana.
Ya santo Tomás había enseñado que la Resurrección del Señor –y lo mismo se puede decir de cada uno de los demás misterios de su Vida– tiene no sólo una ejemplaridad sino también una eficacia específica en nuestra salvación que se nos aplica gracias a un "contacto virtual" o contacto con la "virtud" (poder salvífico) de Cristo que se hace presente en todos los tiempos y lugares 79. De este modo ofrecía una base teológica para considerar cómo se hacen presentes los misterios de la vida del Señor en la vida del cristiano.
Entre los autores de vida espiritual, esta doctrina se encuentra con especial profundidad en los grandes maestros de la escuela francesa del s. XVII, que tiene su inicio con Pierre de Bérulle, fundador en 1611 de la Congregación del Oratorio, en Francia. Para Bérulle las circunstancias de la vida de Cristo en cuanto hombre, que históricamente han tenido lugar una sola vez, poseen una presencia eterna por la unión con la Divinidad 80. "Esto nos obliga a tratar las cosas y los misterios de Jesús, no como cosas pasadas y extinguidas, sino como cosas vivas, presentes y eternas, de las que podemos obtener un fruto también presente y eterno" 81. El cristiano, según Bérulle, está llamado a "adherirse" a los estados de la vida de Jesús, entendiendo esa "adhesión" no como simple imitación exterior sino como una verdadera comunión vital: "Yo quiero que el espíritu de Jesús sea el espíritu de mi espíritu y la vida de mi vida" 82. En la misma línea de Bérulle se podrían citar textos de otros autores de su escuela. Incluimos a pie de página solamente uno, especialmente significativo, de san Juan Eudes (1601-1680) 83.
La sintonía de san Josemaría con los autores de la escuela francesa es patente en este aspecto; más todavía si se considera la importancia que da a la configuración con Cristo por el sacramento del Bautismo, y a la Liturgia eucarística que hace sacramentalmente presentes los misterios de la vida del Señor, permitiendo al cristiano participar en ellos 84. Hay también diferencias. Mientras los autores de esta escuela insistan en que la conformación con Cristo está unida a la abnegación o negación de sí mismo, san Josemaría lo comparte; pero si en este contexto algunos de sus representantes recomiendan la práctica del "ofrecimiento a Dios como víctima" 85, no va por ese camino porque no plantea así la unión con el Sacrificio de Cristo, como veremos más adelante.
Por otra parte, aunque estos autores se dirigen también a laicos, el espíritu no es aún, lógicamente, el de la santificación del mundo desde dentro.
Para san Josemaría, la presencia actual de los misterios de la vida de Cristo se puede realizar en la vida ordinaria.
Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura. Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo (...), llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña 86.
Hemos visto que la mediación de Cristo es ascendente y descendente, y que esta última tiene tres aspectos: santificar, enseñar y gobernar. Aplicaremos este esquema para exponer el contenido del Regnare Christum volumus!, de san Josemaría.
Hay razones para sostener que este esquema se adapta bien a su enseñanza. Con esto no queremos decir que se derive de su doctrina, y mucho menos que sea parte de ella; ciertamente se podría presentar su mensaje ordenando las ideas de otro modo. Pero podemos señalar dos razones que avalan nuestra elección. La primera es que ese esquema permite tratar todas las facetas del reinado de Cristo porque abarca todos los aspectos de su mediación, y en la enseñanza de san Josemaría se encuentran de hecho todas esas facetas o aspectos: tendremos ocasión de comprobarlo en la segunda parte del capítulo, al citar y estudiar los textos de san Josemaría siguiendo ese orden. El segundo motivo es que ese esquema encuentra apoyo en su misma enseñanza: vamos a detenernos en este punto.
Recordemos el texto citado al inicio del capítulo: Hemos de dar a Dios toda la gloria. Por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria. Reflexionando sobre estas frases salta a la vista la concatenación de dos ideas: 1ª) La gloria de Dios está relacionada con el reinado de Cristo: para dar gloria a Dios hay que querer que Cristo reine. 2ª) La gloria de Dios está vinculada al Per Ipsum et cum Ipso et in Ipso (la doxología de la Plegaria Eucarística), en el sentido de que el cristiano da gloria a Dios "por Cristo, con Él, y en Él". Al unir las dos ideas con un "ya que", su sentido más obvio es: "sólo si Cristo reina, podemos dar gloria a Dios, pues le glorificamos por Cristo, con Cristo y en Cristo". El "por Él, con Él, y en Él" indica por tanto tres aspectos del reinado de Cristo. Y no hay dificultad para entenderlos del siguiente modo: "por Cristo" damos gloria a Dios recibiendo su mediación descendente al reconocerle y acogerle como Rey; "con Cristo y en Cristo" damos gloria a Dios ejerciendo nuestra participación en su mediación: tanto en la ascendente (ofreciendo "con Cristo" oraciones y sacrificios a Dios Padre por todos los hombres), como en la descendente (actuando como mediadores "en Cristo" para que reine en los demás y en el mundo).
Lógicamente, no pretendemos aquí ofrecer una interpretación de la doxología final de la Plegaria Eucarística. Queremos indicar solamente que el esquema que vamos a seguir encuentra apoyo en ella.
Recordemos la doxología completa "Por Cristo nuestro Señor, por quien Tú creas todas las cosas buenas, las santificas, vivificas, bendices y nos las das. Por Él, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria". En su clásico estudio sobre el sentido teológico de la liturgia, Vagaggini comenta que, en estas palabras, "Cristo nuestro Señor es considerado como el gran mediador, por cuyo medio hace el Padre todo: crea, santifica, vivifica, bendice todo bien y lo da a los hombres, y por cuyo medio, junto con Él y en unión con Él, como cabeza nuestra (...) damos nosotros toda gloria al Padre" 87. Como se ve, en el inicial "por Cristo nuestro Señor" está incluida tanto la mediación descendente (por Él recibimos todo del Padre) como la ascendente (por Él damos gloria al Padre). Estos mismos dos aspectos se contienen después en el "por Él, con Él y en Él". Aquí entendemos el per Ipsum como recibir la mediación descendente de Cristo, y el cum Ipso et in Ipso como ejercicio participado de su mediación.
Con otras palabras, puesto que Cristo establece su reinado por el ejercicio de su mediación, el cristiano, para "querer que Cristo reine", 1º) ha de recibir "por Él" (o sea, por medio de Él) su mediación descendente –ser santificado, enseñado y gobernado "por Él"–; y 2º) ha de ejercer él mismo la mediación de Cristo, pues al ser reconciliado con Dios "por Él" es hecho también mediador entre Dios y los hombres "con Él y en Él": "con Él" porque es hecho mediador "con Cristo" para ofrecer a Dios oraciones y sacrificios por los pecados, participando de su mediación ascendente; y "en Él" porque es hecho mediador "en Cristo" con el fin de extender su reinado participando de su mediación descendente, como miembro o instrumento suyo para santificar, enseñar y guiar a los demás.
Como se puede ver, este planteamiento se apoya en dos elementos. El primero es la distinción entre mediación ascendente y descendente. El segundo es la actuación de ésta última a través de los tres "munera Christi".
Este segundo elemento (los munera), frecuente en la teología y en el Magisterio 88, se encuentra también en san Josemaría. Escribe, por ejemplo, que el cristiano se sabe llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo 89. En otra ocasión amplía los conceptos (el texto que se reproduce a continuación consta de varios párrafos; aquí se citan sólo algunas frases):
El Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo. Es Rey y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios (...). Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma (...). Es Maestro de una ciencia que sólo Él posee: la del amor sin límites a Dios y, en Dios, a todos los hombres (...). Es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos (Jn 15, 15), dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por su amigos (Jn 15, 13) 90.
Como se ve, presenta a Cristo no sólo como Rey, Sacerdote y Profeta, sino también como "Amigo". No emplea, pues, el esquema rígidamente, pero a la vez es innegable que la noción teológica de los tria munera le sirve de trasfondo.
En definitiva, para exponer nuestra relación con Cristo, el esquema de la mediación "ascendente" y la "descendente" y –dentro de esta última– del triplex munus, además de tener una sólida base en la doctrina del Magisterio y en la tradición teológica, encuentra apoyo en las enseñanzas de san Josemaría.
Jesucristo ha sido enviado como Rey para someter todas las cosas al Padre con su mediación sacerdotal. Por eso su sacerdocio es "real" (en el sentido de "regio"), ya que a través de él conquista su Reino 91. Y también por eso su potestad de Rey es una "potestad-servicio": el poder de entregarse para salvarnos. Para Jesucristo, "servir es reinar" 92. Reina sirviendo: entrega su vida por amor –lo cual es servir, ponerse a disposición nuestra–, no para sofocar nuestra libertad, sino para alcanzarnos "la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 21).
Cuando san Josemaría predica sobre el Reino de Cristo, el vocabulario está lleno de términos como libertad, servicio, amor, santidad... Son, junto con los de verdad, gozo y paz, los mismos que emplea la tradición de la Iglesia reflejada en la Liturgia. La homilía Cristo Rey comienza recordando las palabras del Prefacio de la Misa de la solemnidad: el Reino de Cristo es "reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz". Veamos cómo comenta estas características esenciales.
El Reino de Cristo tiene, en primer lugar, carácter sobrenatural. Su reino no es de este mundo (Jn 18, 36), aunque está en el mundo 93. No es de este mundo porque viene de arriba. Es ante todo un don: el don de participar en la vida de Dios que es el bien supremo para el hombre. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero (cfr. Mt 6, 33), lo único verdaderamente necesario (cfr. Lc 10, 42) 94. El Reino está presente ya "en este mundo", pero es preciso no confundirlo con los reinos "de este mundo". Para subrayarlo reme-mora la historia del antiguo Israel: los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo (Rm 14, 17) 95.
El Espíritu Santo, que infunde el amor divino en los corazones, es el vínculo de unión del Reino. Es cierto que al hablar del Reino de Dios y de Cristo empleamos términos como sometimiento, sujeción, dominio, etc., que en el uso humano suelen oponerse a libertad y liberación. Pero esta oposición no existe en el reinado de Cristo. Al contrario:
El Reino de Cristo es de libertad 96.
Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir (Mt 20, 28) 97.
No se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas 98.
Esta última es la razón primordial: la relación con el amor.
Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales 99.
Al ser el suyo un Reino al que sólo pertenece quien acoge el don de la santidad, y al ser la esencia de la santidad el amor que derrama el Espíritu en los corazones, está claro que en ese Reino no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres! 100
Una libertad que surge también del conocimiento de la verdad acerca de Dios, que Jesús no impone sino que propone (cfr. Jn 8, 32):
Dios, que puede vencer siempre, prefiere convencer 101.
San Josemaría ve toda la doctrina tradicional acerca del Reino desde la perspectiva del espíritu de filiación divina y de santificación en medio del mundo. Recuerda, por ejemplo, que Dios no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 102. El "sometimiento" al Reino no es el de un esclavo a su señor, sino el de un hijo que ama a su padre. En la homilía sobre Cristo Rey, cuando está hablando de pedir ayuda para servir eficazmente a su Reino, es significativa la puntualización que hace: Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos! 103
Por otra parte, como decíamos, cuando se refiere a la expansión del Reino de Cristo tiene en la mente en primer lugar la misión específica de los laicos (aun cuando en los textos hable de los cristianos en general porque todos han de contribuir a esa tarea, cada uno a su modo). A los laicos corresponde de un modo peculiar, desde dentro de las actividades temporales,
liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20). A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor 104.
También es típico de san Josemaría en este tema destacar la universalidad del Reino de Cristo, por la relación evidente con la vocación universal a la santidad. La llamada al Reino es una invitación dirigida a todos (...). Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo 105. Por eso predica también a todos lo que implica la incorporación a ese Reino: nacer de nuevo (cfr. Jn 3, 5), hacerse como niños, en la sencillez de espíritu (cfr. Mc 10, 15; Mt 18, 3); alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios (cfr. Mt 19, 23). Jesús quiere hechos, no sólo palabras (cfr. Mt 7, 21). Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna (cfr. Mt 11, 12) 106.
Después de haber señalado las bases doctrinales de la enseñanza de san Josemaría sobre el reinado de Cristo y de haber indicado el esquema que vamos a seguir, situémonos ya en la perspectiva del cristiano corriente que aspira a la santidad. ¿Qué significa para él "querer que Cristo reine"?
Explicarlo no será otra cosa que hacer explícito lo que se ha dicho sobre "dar gloria a Dios". Veremos, por tanto, que "conocer y amar a Dios" –en lo que consiste darle gloria– es conocerle y amarle "por Cristo, con Cristo y en Cristo". Y todo lo que implica el conocimiento y el amor a Dios –cumplir su Voluntad y, en último término, contemplarle– se concentra ahora en buscar que Cristo reine en nosotros y en el mundo por el amor: un amor que se manifiesta en obras de seguir a Cristo hasta identificarse con Él, prolongando también su misión (cfr. Jn 20, 21).
El Reino de Dios se establece ante todo en el interior del hombre, cabeza de la creación visible. Por eso también se ha de establecer ahí en primer lugar el reinado de Cristo, enviado por el Padre para instaurar su Reino. ¡Queremos que Cristo reine! Pero nos debemos preguntar: ¿dónde debe reinar Cristo Jesús? (...). Debe reinar, primero, en nuestras almas. Debe reinar en nuestra vida, porque toda ella tiene que ser testimonio de amor 107.
La última frase indica ya en qué consiste querer que Cristo reine: Él reina en quienes le aman. Querer que reine es idéntico a amarle. Es la misma equivalencia que existe entre dar gloria a Dios y amar a Dios.
Cuando consideremos, en todo lo que sigue, que querer que Cristo reine implica "someterse" a Él, conviene tener presente que el "sometimiento" a Cristo no es otro que el del amor: el sometimiento de quien desea cumplir la voluntad de la persona que ama. "Si alguno me ama, guardará mi palabra" (Jn 14, 23), dice el Señor. En las relaciones humanas es frecuente separar la idea de sometimiento de la de amor, pero en la relación con Cristo es imposible: "si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor (...). Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 15, 10.14).
Cristo reina en quien le ama, pero ¿qué es amar a Jesucristo?
Ante todo hemos de considerar que el amor a Jesucristo se dirige a su Persona, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Ciertamente es amor a un hombre, pero a un hombre que es Dios. Es "amor a Dios en Cristo". Por eso, amar a Cristo no es un medio o un paso para amar a Dios, sino que es ya amar a Dios. No cabe un verdadero amor a Cristo en cuanto hombre o a su Humanidad que no sea amor a Dios, porque la Humanidad de Cristo no es un "instrumento separado" sino hipostáticamente unido a la Divinidad 108. Cada uno de los gestos humanos de Jesús –escribe san Josemaría– es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 109.
Esta consideración es básica para entender la apasionada exhortación de san Josemaría:
¡Amad la Santísima Humanidad de Jesucristo! No hay en esto nada de sensualidad, de equivocación. Al contrario, es amar el paso de Dios por la tierra. (...) Y de la Humanidad de Cristo, pasaremos al Padre, con su Omnipotencia y su Providencia, y al fruto de la Cruz, que es el Espíritu Santo. Y sentiremos la necesidad de perdernos en este Amor, para encontrar la verdadera Vida 110.
Afirma que "no hay equivocación" en el amor a la Humanidad de Cristo, porque no tendría sentido un amor a Jesucristo que fuera solamente amor a un hombre y no amor a Dios. En un amor equivocado de ese género podría infiltrarse la sensualidad, podría ser un amor reducido a sentimiento, mero sentimentalismo. Esto no puede suceder si se tiene presente que al amar a Cristo amamos "el paso de Dios por la tierra", amamos a Dios. En consecuencia, la afirmación siguiente de que "de la Humanidad de Cristo pasaremos al Padre", no significa que el amor a Cristo "quede atrás" una vez que hayamos llegado al amor del Padre (como sucede, por ejemplo, cuando a través del afecto a una persona, conocemos a otra, y comenzamos a apreciarla con independencia de la primera que ha servido sólo de "intermediario"). El misterio de la unión hipostática es infinitamente más profundo. En Cristo "encontramos inmediatamente a Dios" 111. Él es el Camino y, a la vez, la meta: la Verdad y la Vida. Se puede decir que conocerle y amarle es como pasar a través de una puerta: por el mismo acto de pasar, nos encontramos ya en el interior de la Trinidad. El mismo Jesús dice: "Yo soy la puerta" (Jn 10, 9).
Decíamos que el amor a Cristo no es un simple sentimiento. Detengámonos un momento en este punto. Desde luego, los sentimientos pueden estar involucrados, pero también pueden estar ausentes. Este amor es esencialmente un acto de la voluntad que implica conocimiento: es un amor-conocimiento. Para amar a Cristo es preciso conocerle y, a su vez, el amor hace más penetrante y vivo el conocimiento. No es el amor de un siervo que "no sabe lo que hace su señor" (Jn 15, 15) y se limita a cumplir lo que le manda sin preocuparse de conocer los motivos y, por tanto, sin poner en juego plenamente su inteligencia y su voluntad. "A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). El amor a Cristo es un amor de amistad, el amor del amigo que conoce y hace propios los pensamientos y deseos más íntimos. Por esto san Josemaría aconseja mucha lectura del Santo Evangelio, para conocer a Jesucristo (...) y enamorarse de su Humanidad Santísima 112. A su vez el amor lleva a profundizar en el conocimiento. Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección 113. Con este mutuo alimentarse del conocimiento y del amor se va estableciendo y radicando el reinado de Cristo en el alma.
En este marco se entiende mejor que san Josemaría hable de etapas clarísimas en la vida cristiana: "Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo" 114. No se trata de "etapas sucesivas", porque buscar a Cristo es ya haberle encontrado y comenzar a amarle, como aclara en otro momento: En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos (cfr. Flp 3, 20) 115. Del mismo modo, quien ya trata y ama a Jesucristo, ha de seguir buscándole siempre, para que toda su vida sea un continuo crecer en ese conocimiento y amor que son el fin último de la existencia cristiana.
El amor-conocimiento de Cristo tiene su cumbre en la contemplación, que identifica más profundamente al cristiano con Cristo, porque no es una simple mirada exterior sino una intensa participación en su misma Vida sobrenatural. Por la contemplación, el cristiano se llena de su amor redentor a todos los hombres.
Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (Jn 13, 34-35) 116.
Significativamente hace notar que el Señor pronunció estas palabras en la inminencia de su Pasión, ya que es en la Pasión donde se manifiesta de modo supremo ese amor. Por eso he regalado desde el principio tantos libros de la Pasión del Señor: porque es cauce perfecto para nuestra vida contemplativa 117.
En síntesis, Cristo reina en quien le ama, y este amor, inseparable del conocimiento, tiene su cima en la contemplación que identifica al cristiano con Cristo, dándole su amor redentor: el amor a Jesucristo incluye necesariamente el afán de corredimir con Él.
Volvamos ahora a la pregunta sobre qué es amar a Cristo (o amar a Dios en Cristo). Ya vimos en el capítulo 1º que amar a Dios es conocer y cumplir su Voluntad. Esta Voluntad es la de unirnos a Él –hacernos (dejarnos hacer) santos, incorporarnos a la Vida divina– por medio del Hijo encarnado, único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5). Amar a Cristo es, igualmente, cumplir su voluntad humana, que coincide perfectamente con la divina. Por eso, para cumplir la Voluntad de Dios hay que cumplir la de Cristo, como muestran las palabras del Padre: "Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle" (Mt 17, 5).
"Escucharle" es acoger su doctrina, seguir su ejemplo y vivir su misma Vida sobrenatural. Lo podemos decir con los términos que ya conocemos. Amar a Cristo –cumplir su voluntad, "escucharle"– es recibir su mediación sacerdotal: dejarse santificar, enseñar y guiar por Él.
No sólo esto, porque la Voluntad de Dios expresada por medio de Cristo, es que, al acoger su mediación, el cristiano se convierta él mismo en mediador, en el sentido de prolongar la mediación de Cristo participando en su sacerdocio. Por eso, amarle significa tomar parte en su mediación ascendente, ofreciendo a Dios reparación por los pecados, en unión con Cristo; y significa también tomar parte en su mediación descendente, siendo instrumento suyo para santificar, enseñar y guiar a otros la santidad.
Todo esto es amar a Jesucristo. Un panorama inmenso, cuyo despliegue en la enseñanza de san Josemaría vamos a ver en los apartados siguientes. Seguiremos el esquema que acabamos de exponer y que se puede sintetizar en estos términos: amar a Jesucristo es amar a Dios "por Cristo, con Cristo y en Cristo".
En efecto, el amor a Cristo consiste en estos dos aspectos inseparables (digámoslo de nuevo, a costa de repetir, para retener el esquema):
1º) amar a Dios "por Cristo" (gracias a su mediación sacerdotal), lo que implica acoger esa mediación dejándose santificar, enseñar y guiar por Él;
2º) amar a Dios "con Cristo" y "en Cristo", lo que implica participar en su mediación sacerdotal "ascendente" (ofrecer a Dios, en unión con Cristo, oraciones y sacrificios por los pecados) y "descendente" (santificar, enseñar y guiar a los demás hacia la santidad, actuando como instrumentos o miembros de Cristo) 118.
Este esquema nos permitirá mostrar con cierto orden la riqueza de matices del amor a Jesucristo, como lo entiende san Josemaría. Al detallarlo es de suma importancia no perder de vista la inseparabilidad entre recibir personalmente la mediación de Cristo y ser instrumentos suyos para comunicarla a otros. Esa inseparabilidad la expresan las siguientes palabras con singular piedad y belleza:
Cristo Jesús, Buen Sembrador, nos aprieta –como al trigo– en su mano llagada, nos inunda con su sangre, nos purifica, nos limpia, ¡nos emborracha! Y luego, generosamente, nos echa por el mundo 119.
Amar a Jesucristo es amar a Dios "por Cristo", entendiendo esta expresión en el sentido de amar a Dios gracias a la mediación sacerdotal de Cristo, es decir, recibiendo esa mediación. En breve: amar a Jesucristo implica acoger su mediación. Y esto significa dejarse santificar, enseñar y guiar por Cristo. Hemos de
acudir a Él, que nos anima, nos enseña, nos guía 120.
La cita anterior procede de una homilía sobre el Corazón de Jesús. La frase completa es: En esto se concreta la verdadera devoción al Corazón de Jesús: en conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos, y en mirar a Jesús y acudir a Él, que nos anima, nos enseña, nos guía 121. Es evidente que la "devoción al Corazón de Jesús" equivale al "amor a Jesucristo" y consiste, como se ve en la frase, en un conocimiento amoroso de Dios por medio de Cristo que tiene estos tres elementos: dejarse "animar", enseñar y guiar por Cristo. La referencia a los tria munera resulta bastante clara. Las palabras "Él nos anima", en el contexto concreto –es decir, junto con "nos enseña" y "nos guía"–, pueden entenderse en el sentido radical de que nos da vida sobrenatural: "nos anima" porque nos "vivifica" o "santifica", y no sólo porque "nos alienta" o "nos da ánimos", en sentido psicológico.
Trataremos estos tres puntos brevemente, sólo lo necesario para indicar que son partes constitutivas del amor a Jesucristo. No nos detendremos en los medios para ser santificados, enseñados y guiados por Cristo, que se estudiarán en el capítulo 9.
Para que Cristo santifique al cristiano con su gracia, es decir, para que éste reciba vida sobrenatural de la plenitud Cristo, es necesario que se "acerque" a su Humanidad Santísima, fuente de toda gracia. "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" (Jn 7, 37), dice el Señor. Esta fuente se ha abierto en la Cruz y está representada misteriosamente por el momento en que "uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua" (Jn 19, 34). Sangre y agua, porque la santificación del hombre incluye simultáneamente el lavado de purificación del pecado (simbolizado por el agua) y la infusión de la vida sobrenatural (significada por la sangre).
El amor a Cristo, que lleva a querer ser santificados por Él, se concreta, por tanto, en querer participar de su gracia entrando en una relación con su Humanidad Santísima: una relación de "presencia" mutua que santo Tomás llama "contacto espiritual" 122. Este "contacto" se establece en la oración y en los sacramentos, y de modo supremo en la Eucaristía. San Josemaría lo expone con una anécdota:
Un Obispo muy santo, amigo mío, en una de sus incesantes visitas a las catequesis de su diócesis, preguntaba a los niños por qué, para querer a Jesucristo, hay que recibirlo a menudo en la Comunión. Nadie acertaba a responder. Al fin, un gitanillo tiznado y lleno de mugre, contestó: ¡Porque pa quererlo, hay que rosarlo! Nosotros lo rozamos cada día en nuestros tiempos de meditación, que son un verdadero contacto con Nuestro Señor y, de modo aún más íntimo, también cada día, en la Sagrada Eucaristía 123.
La anécdota da a entender que el amor a Cristo exige el acercamiento a su Humanidad, el "contacto" con Él. Y la última frase indica que esto se produce en el coloquio de la oración y al participar en la Eucaristía y en los demás sacramentos, huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos 124.
No vamos a hablar ahora de estos medios de santificación que son los sacramentos: lo haremos, como quedó dicho, en el capítulo 9º. Nos interesa únicamente dejar sentado que un elemento esencial del acto interior de amar a Cristo y de querer que reine en nosotros, es el deseo de ser santificados por el "contacto" con Él, que se realiza sobre todo en la Eucaristía y en la oración. ¡Pan y palabra!: Hostia y oración 125.
El amor a Cristo implica también dejarse enseñar por Él: aprender lo que hizo y enseñó, desde la Encarnación hasta la Ascensión a los Cielos, porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo 126. Lejos de la actitud de quienes pretenden amar a Cristo pero ponen poco empeño en conocerle, san Josemaría insiste en que buscar ese conocimiento forma parte del amor y lo manifiesta. Cuando se ama mucho a una persona, se desea saber todo lo que a ella se refiere 127.
A la vez, la enseñanza de Cristo se condensa en el amor: es Maestro de Amor 128, nos revela el amor del Padre. Jesús ha concebido toda su vida como una revelación de ese amor 129. Podemos decir que el amor a Cristo implica aprender de Él a amar, "no de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad" (1Jn 3, 18). Esa enseñanza tiene su centro en la Cruz, donde culmina la revelación del Amor de Dios por los hombres. "No me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Co 2, 2; cfr. 1Co 1, 23-24; Flp 3, 8): el amor a Jesucristo aspira a aprender la "sabiduría de la Cruz".
Lo que el Señor enseñó con su palabra y sus obras –condensado en ese amor–, es la plenitud de la Revelación divina que entregó a los Apóstoles para llevarla a todas las gentes (cfr. Mt 28, 19-20), y que la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, conserva y expone fielmente. La teología, por su parte, se esfuerza en profundizar en ese depósito sagrado. De ahí que querer ser enseñados por Cristo se deba traducir en asimilar más y más la doctrina de la Iglesia. San Josemaría se refiere insistentemente a este aspecto: Para nuestra santidad, doctrina 130; y en otro momento: tenéis siempre el deber de adquirir una formación doctrinal religiosa firme y profunda, porque el mayor enemigo que tiene Dios en la tierra es la ignorancia 131.
Decíamos que este aprender la doctrina es, para san Josemaría, una dimensión integrante del amor a Cristo. Separada de su amor y reducida a una actividad exclusivamente intelectual, no sería "conocimiento" de Cristo, pues éste no consiste sólo en estar informados sobre lo que hizo y enseñó, sino en conocer lo que significan sus palabras y obras: el amor de Cristo, revelación del Amor del Padre. Y esto sólo es posible si hay amor.
El conocimiento de Cristo no proviene, por tanto, "de la carne ni de la sangre" (Mt 16, 17). Excede las fuerzas humanas, es un don de Dios: "nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo" (Mt 11, 27). Acoger la enseñanza de Cristo no es un aprendizaje cualquiera, como familiarizarse con la doctrina de un filósofo, sino un entrar en la vida divina de conocimiento y amor, unido a Cristo (cfr. Ef 3, 17-19), lo cual sólo es posible por la acción del Espíritu Santo, "Maestro interior" que hace asimilar la doctrina de Cristo 132.
Para aprender de Jesús hay que tratar de conocer su vida 133, dice san Josemaría; y a continuación concreta: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración 134.
De nuevo hacemos notar que no nos detenemos ahora en los medios, pero sí señalamos que el afán de adquirir doctrina, como parte del amor a Cristo, "alimenta" la oración. No aspira a un conocimiento intelectual que sea fin de sí mismo; y tampoco busca esa doctrina sólo como algo "previo", para servirse después de ella en la oración. La unión entre doctrina y amor es más estrecha. Así como la comida no alimenta mientras está en la despensa, por mucho que se acumule allí, tampoco la doctrina de Cristo se "aprende" mientras no se asimile en la oración. Si permanece sólo en el intelecto, aunque sin duda se posee, aún no se ha hecho plenamente propia. El "adquirir doctrina" de que habla san Josemaría, se realiza acabadamente en la oración. Bien gráficamente lo expresan estas palabras: Iremos a Jesús, al Tabernáculo, a conocerle, a digerir su doctrina 135.
A partir de la infusión de la gracia que se recibe por el "contacto" con Cristo en los sacramentos (sobre todo en la Eucaristía), la relación con Él se hace más estrecha por medio del trato a lo largo del día, que es la vida de oración. Por eso, la específica dimensión del amor a Cristo que consiste en querer ser enseñados por Él se concreta en tratarle con una oración constante a lo largo de la jornada.
Dios no es el caudillo que arrastra sin amor, sino el Amor mismo, que nos toma como posesión suya 136. Amar a Cristo implica también querer ser gobernados por Él, libremente: obedecerle por amor. No tendría sentido llamarle Señor y no hacerle caso: "¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?" (Lc 6, 46). Obedecerle es poner por obra sus enseñanzas e imitar su ejemplo sin mengua, viviendo en la existencia ordinaria la obediencia amorosa de la Cruz. En este sentido pueden entenderse las palabras de san Pedro: "Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas" (1P 2, 21).
Para que el amor se manifieste en obras de seguimiento a Cristo, es preciso aprender a hacer el bien. No hablamos ahora de aprender la doctrina, sino de aprender a practicarla en la situación concreta de cada uno, siguiendo el ejemplo de Cristo y las inspiraciones del Espíritu Santo. Es decir, aprender la virtudes de Cristo en cuanto hombre: las virtudes humanas del cristiano. Querer ser gobernados por Cristo, como miembros de su Cuerpo, exige cultivar esas virtudes, informadas por el amor a Cristo, en el trabajo y en la vida familiar y social.
Dejarse gobernar por Cristo, obedecerle y seguirle, es mucho más que la simple imitación exterior de su ejemplo. Es vivir su misma vida incluso en las acciones más ordinarias, realizándolas según la Voluntad de Dios en conformidad con Cristo. "Revestíos del Señor Jesucristo" (Rm 13, 14), dice san Pablo. No se trata de un revestimiento externo, sino de una transformación interior –presencia de la vida de Cristo en el cristiano– que se manifiesta en toda la conducta, como se deduce de estas otras palabras: "revestíos con entrañas de misericordia, con bondad, con humildad, con mansedumbre, con paciencia (...). Sobre todo revestíos con la caridad que es el vínculo de la perfección (...), y todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en el Señor Jesús" (Col 3, 12-17). San Josemaría entiende de este modo el "seguimiento de Cristo" y el "revestirse de Él". Lo expresa vivamente cuando escribe:
Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo 137.
Recapitulando: en los tres apartados anteriores hemos comenzado a ver la gran riqueza de matices contenidos en el amor a Cristo (concretamente en el "amor a Dios por Cristo"). Pero no hemos hecho más que hablar del primer aspecto, que es recibir su mediación descendente. El panorama se ensancha cuando consideramos que al recibir esa mediación somos hechos mediadores nosotros mismos, y que el amor a Cristo comporta, en consecuencia, ejercer o prolongar participadamente su mediación entre Dios y los hombres: tanto en el sentido de elevar a Dios un culto de adoración, acción de gracias y reparación por los pecados, como en el de cooperar en la redención de los hombres. Son los dos apartados que veremos a continuación.
Varios pasajes de la Escritura dan a entender que el cristiano, al ser unido a Dios por medio de Cristo, es hecho mediador con Él y en Él. "Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero escogida y preciosa delante de Dios, también vosotros –como piedras vivas– sois edificados como edificio espiritual en orden a un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo" (1P 2, 4-5). De la profundidad de significado de este texto nos limitamos a considerar ahora únicamente que el "acercarse" a Cristo implica recibir su mediación; y que el "ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo" representa una invitación a unirnos a su mediación ascendente: es el tema del presente apartado.
El texto habla de ofrecer sacrificios a Dios "por medio" (dia) de Jesucristo. Evidentemente el "por medio" abarca todo, tanto la mediación descendente como la ascendente. Pero cuando se trata de la participación en el aspecto ascendente (ofrecer sacrificios a Dios), también se puede decir que el cristiano ofrece sacrificios a Dios "con (sun) Cristo" (cfr. Ga 2, 19). Con eso no se excluye que los ofrezca "por medio de Cristo", ya que "con Cristo" no significa un estar "a su lado" o a su nivel, sino un estar en una comunión en la que Él es nuestra Cabeza.
La Tradición patrística ha expresado de muchos modos esta unidad entre acoger la mediación de Cristo y tomar parte en ella.
Los cristianos, dice Clemente de Alejandría, "son a la vez salvados y salvadores" 138. Como veremos, es una constante en la predicación de san Josemaría. Recuerda que Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre 139.
Pero antes de abordar el tema, conviene hacer una observación terminológica. Nos serviremos de un texto muy significativo dentro de la cuestión que nos ocupa.
La participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo, le hace idóneo [al cristiano] para guiar los hombres hacia Dios, enseñarles la verdad del Evangelio, y corredimirlos con su oración y su expiación 140.
El texto es significativo por dos motivos. El primero es que afirma la ideoneidad del cristiano, a causa de su participación en los tres munera de Cristo Sacerdote, para mediar él mismo entre Dios y los hombres, tanto en el sentido ascendente (de ofrecer a Dios "oración y expiación" por los pecados 141), como en el descendente (de "guiar a los hombres hacia Dios" y de "enseñar el Evangelio"). En este sentido nos corrobora en lo que llevamos dicho.
El segundo motivo es la terminología. Para designar la cooperación del cristiano en la misión redentora de Cristo, habla de "corredimir" (aquí aplicado sólo al ofrecer oración y expiación; en otras ocasiones también al guiar, enseñar y santificar a los hombres). Es el vocabulario habitual de san Josemaría. Escribe, por ejemplo, en Forja: La Redención se está haciendo, todavía en este momento..., y tú eres –¡has de ser!– corredentor 142. Cristo no solamente nos ha redimido, sino que nos ha hecho colaboradores suyos: corredentores. Para san Josemaría, la gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención 143.
Resulta claro que "corredimir" no expresa una cooperación en la obra de Cristo en un plano de igualdad –como algunos autores temen, cuando tienen reservas para aplicar el título de "Corredentora" a María–, sino cooperación al modo en que los miembros sanos del cuerpo participan de la operación de la cabeza 144.
Encontraremos los términos corredención, corredimir, corredentores, etc. en los textos de san Josemaría que citaremos, tanto en este apartado como el siguiente, ya que Cristo nos asocia a sí en todos los aspectos de su misión. Podemos decir que el amor a Jesucristo, por el que reina en el alma, implica corredimir con Él y en Él.
Jesucristo, en cuanto Hombre y como cabeza de la humanidad (cfr. Rm 5, 14-15; 1Co 15, 22.45-47), ha ofrecido a Dios Padre un culto perfecto de alabanza, acción de gracias, reparación y súplica por todos los hombres. Su acto supremo es el Sacrificio de la Cruz (cfr. Hb 9, 14). Al aplicarnos su mediación, nos atrae hacia sí para que, unidos a Él, también nosotros podamos ofrecer a Dios Padre, por la acción del Espíritu Santo, su mismo Sacrificio al que unimos nuestra propia vida. De este modo damos culto a Dios.
Hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1P 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre 145.
Amar a Cristo implica ofrecerse por Él, con Él y en Él, para alabar, dar gracias, reparar y presentar súplicas a Dios Uno y Trino.
Ofrecerse a Dios en unión con Cristo no significa ser "víctima" en el mismo sentido en que lo es Cristo. Hay un modo genérico de entender el término "víctima", que san Josemaría utiliza alguna vez, por ejemplo en Camino: Ningún ideal se hace realidad sin sacrificio. –Niégate. –¡Es tan hermoso ser víctima! 146 Ser "víctima" equivale en este texto a ofrecer el sacrificio interior de la propia voluntad.
Pero si se toma el término "víctima" como equivalente a "víctima inocente" (tal como se dice en el lenguaje corriente que uno es víctima porque ha sufrido un daño sin culpa propia), entonces la única Víctima es Jesucristo, que no tiene pecado. Él ha reparado como "víctima propiciatoria" (1Jn 4, 10) por los pecados de todos los hombres, mientras que el cristiano ha de reparar también, y en primer lugar, por las propias culpas.
Todos, excepto la Santísima Virgen, somos pecadores. Cualquier pena que sufra un cristiano puede verla como ocasión para reparar por el pecado. Por eso insiste san Josemaría: Nada de mentalidad de víctima. Hay una sola Víctima: Cristo Señor Nuestro en la Cruz 147. Al participar activamente en el Sacerdocio de Cristo –por haber dado a nuestra vida un sentido profundamente sacerdotal–, tenemos que vivir nuestra vocación con sencillez, con naturalidad (cfr. 1Cro 29, 17 y Pr 11, 20), sin espectáculo, convencidos de que la única víctima es Él, Cristo Señor Nuestro. Si unimos nuestras pequeñeces –las pequeñas y las grandes contradicciones, que todas son de igual tamaño (cfr. Rm 8, 18)– a los grandes dolores del Señor, Víctima, se agrandará su valor, se harán un tesoro y, entonces, llevaremos a gusto, con garbo, la Cruz de Cristo 148. San Josemaría rechaza los "victimismos" 149 que conducen a quejarse de las contrariedades de la vida, sin tener en cuenta que no son nada en comparación con la Cruz de Cristo y que pueden unirse a su sacrificio.
Como decíamos más arriba, el "ofrecimiento a Dios como víctima" ocupa un lugar importante en algunos autores de la escuela francesa del XVII 150 y en otros, anteriores y posteriores.
La participación del cristiano en la mediación ascendente nos lleva a considerar algunos aspectos del amor a Cristo y de su reinado en nuestras almas que se encuentran como condensados en las siguientes palabras:
Ama el sacrificio, que es fuente de vida interior. Ama la Cruz, que es altar del sacrificio. Ama el dolor, hasta beber, como Cristo, las heces del cáliz 151.
Amar a Cristo es amar el sacrificio, unidos al que Él ofrece al Padre en la Cruz, y es por tanto amar el dolor que el sacrificio comporta. Se trata de un punto capital en la vida cristiana, que las enseñanzas de san Josemaría resaltan de un modo característico.
La mediación sacerdotal de Cristo se consuma en la Cruz. Su amor a la Voluntad del Padre le lleva a asumir el dolor y la muerte, consecuencias del pecado, para reparar la desobediencia del hombre con un sacrificio perfecto. Esta relación del amor con el sacrificio se debe dar también en el cristiano, ya que Cristo, al ofrecer su Sacrificio, lo ha unido a sí para que se ofrezca con Él al Padre. Mientras estemos en la tierra y no hayamos llegado a la plenitud de la vida futura, no puede haber amor verdadero sin experiencia del sacrificio, del dolor 152.
Uno de los más antiguos Padres de la Iglesia escribe: "Mi amor está crucificado" 153. Esta afirmación se puede entender en el sentido de que su amor se dirige a Cristo crucificado; pero se puede entender también –y esta lectura es inseparable de la anterior– en el sentido de que su mismo amor está marcado por la Cruz: es un amor que se manifiesta en ofrecer el sacrificio de la propia voluntad, obedeciendo a la Voluntad divina "hasta la muerte", con una entrega total, en unión con Cristo en la Cruz.
¿Qué significa que la obediencia a la Voluntad divina deba ser "hasta la muerte"? Significa ciertamente que el cristiano ha de estar dispuesto a morir antes que desobedecer o pecar; pero también, y sobre todo, que en cada momento ha de estar dispuesto a "morir" a la propia voluntad: a quitar lo que hay de "propio" en ella –el ponerse a sí mismo como fin último–, para hacer suya la Voluntad de Dios. Seguir a Cristo obedeciendo hasta la muerte es llevar la cruz cada día (cfr. Lc 9, 23). Es ofrecer con Él, por Él y en Él el sacrificio de la propia voluntad en todas las cosas, buscando solamente la Voluntad de Dios. De ahí que san Pablo pudiera decir, ya antes de dar la vida en el martirio: "con Cristo estoy crucificado" (Ga 2, 19); y que afirmara a continuación, como consecuencia: "y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Ga 2, 20). La enseñanza es clara. Para que Cristo reine en el alma, no basta obedecerle en algo, ni siquiera en mucho: hay que darse del todo, hay que negarse del todo: es preciso que el sacrificio sea holocausto 154.
Entre los sacrificios que se ofrecían en el Antiguo Testamento, el "holocausto" consistía en quemar la víctima ofreciéndola enteramente a Dios, mientras que en otros sacrificios se reservaba una parte. San Josemaría habla de holocausto para señalar que el sacrificio que hemos de ofrecer a Dios es la entrega total de nuestra vida: que sepáis ofreceros en holocausto, diciendo de veras: con plena sinceridad, con alegría, me he entregado, Señor, con todo lo que tengo (1Cro 29, 17) 155.
El ofrecimiento a Dios con Cristo en perfecto holocausto 156, en la vida ordinaria, no implica prescindir de afanes, ideales, aficiones y proyectos nobles, pero exige ordenarlos totalmente y sin reservas al cumplimiento de la Voluntad de Dios. El sacrificio de la propia voluntad consiste en emplear la vida como Dios quiere, no como quiere la "voluntad propia".
Ejercitáis ese espíritu sacerdotal, al ofrecer a Dios el trabajo, el descanso, la alegría y las contrariedades de la jornada, el holocausto de vuestros cuerpos rendidos por el esfuerzo del servicio constante. Todo eso es hostia viva, santa, grata a Dios: ése es vuestro culto racional (Rm 12, 1). Grabad en vosotros las palabras de San Pedro: vosotros como piedras vivas sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo (1P 2, 5) 157.
Dios quiere que se pongan a su servicio los talentos que Él concede (cfr. Mt 25, 14 ss.). El cristiano los ha recibido para un fin: la gloria de Dios, el Reino de Cristo. Dios se ha querido servir incluso de vuestros talentos humanos. Recordad siempre el mandato de Cristo: que brille vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16). Para Él toda la gloria, todo el honor: soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum (1Tm 1, 17), sólo a Dios hemos de dar el honor y la gloria, por los siglos sin fin 158. Todo empleo de los dones recibidos de Dios que desvíe del cumplimiento de su Voluntad se ha de rechazar sin titubeos. En este caso, más honrado es el Señor con el abatimiento de tus talentos que con el vano uso de ellos 159.
Lo mismo puede decirse, en general, de los bienes de este mundo. San Josemaría habla de no buscar "compensaciones": satisfacciones que implican postergar la Voluntad de Dios, huyendo del sacrificio.
Hemos venido a esta tierra, para ofrecer nuestra vida en un holocausto a Dios: no os canséis de entregaros; no paréis en vuestro afán por alcanzar la santidad, echando mano –al cabo del tiempo– de compensaciones humanas 160.
Honra, dinero, progreso profesional, aptitudes, posibilidades de influencia en el ambiente, lazos de sangre (...), todo ha de someterse –así, someterse– a un interés superior: la gloria de Dios y la salvación de las almas 161.
El principio que se afirma en estas frases es válido para todos los cristianos; el modo de concretarlo depende de la vocación de cada uno.
Es frecuente en la literatura espiritual contraponer el "amor a la Cruz" y el "amor al mundo", como si el ofrecer sacrificios a Dios en unión con Cristo exigiera prescindir necesariamente de los bienes de esta tierra, o como si fuera más perfecto hacerlo así. En este sentido se interpretan a veces algunos textos del Nuevo Testamento. Veamos uno de ellos.
San Pablo afirma: "El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Ga 6, 14). El término "mundo" se refiere aquí a las realidades terrenas manchadas por el pecado. En cuanto creadas por Dios, las realidades de este mundo son buenas y deben amarse como camino de santificación; pero en cuanto deformadas por el pecado no cabe amarlas, pues sería incompatible con el amor a Dios (cfr. Rm 1, 25). De ahí que "estar crucificado para el mundo" no significa necesariamente abandonar las actividades temporales buenas, sino haber "crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias" (Ga 5, 24), para ordenar esas actividades a la gloria de Dios (cfr. 1Co 10, 31).
En consecuencia, esas palabras del Apóstol ("el mundo está crucificado para mí...") se pueden aplicar plenamente a quienes han sido llamados por Dios a santificarse en medio del mundo. Ponen de manifiesto que es preciso realizar las actividades temporales sacrificando la "propia voluntad", si inclina a algo diverso de lo que quiere Dios. Se puede "estar crucificado para el mun do", en medio del mundo: muriendo a uno mismo en el ejercicio de las tareas temporales, para vivir la vida de Cristo y corredimir con Él.
Para un cristiano corriente que busca la santidad, estar inmerso en las actividades temporales no es incompatible con estar con Cristo en la Cruz.
Dios es Amor, y todo lo que ha dispuesto revela su Amor. También el dolor y la muerte, consecuencias del pecado, manifiestan su Amor, pues aun siendo castigos, no se quedan en simple privación de bienes: el mismo Hijo de Dios los ha asumido y ha hecho que se convirtieran en medicina que repara las heridas del pecado y en medio para que le amemos y glorifiquemos, cumpliendo su Voluntad, y por tanto en medio para nuestra santidad y felicidad.
"Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito" (Jn 3, 16). Dios ha manifestado su Amor por nosotros entregando a su Hijo hecho hombre al dolor y a la muerte. "No perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32). A su vez, Jesucristo, al aceptar el dolor y la muerte, obedeciendo hasta el Sacrificio de la Cruz, ha manifestado en cuanto hombre, de modo supremo, el amor al Padre. Se puede decir que "ha vencido el dolor" porque con su Pasión, Muerte y Resurrección nos ha alcanzado que el dolor y la muerte desaparezcan en la Vida eterna y que, ya en esta vida, se conviertan en medios para testificar la obediencia de amor a Dios Padre y para reparar por la desobediencia del pecado (cfr. Rm 5, 18).
"La victoria de Cristo sobre el dolor tiene una doble faceta: en primer lugar, la victoria definitiva, que se dará en la consumación de la historia y que consiste en la total aniquilación del dolor y de la muerte, pues en la Jerusalén celeste "la muerte no existirá más, ni habrá duelo" (Ap 21, 4); en segundo lugar, la victoria ya presente, y que consiste precisamente en que se da al hombre la posibilidad de cambiar de signo al dolor, al hacerlo colaborador de la Redención. En la fe en esta doble victoria se apoya inconmoviblemente la fortaleza cristiana ante el dolor, porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos (Es Cristo que pasa, 168)" 162.
Nosotros, escribe san Josemaría, no podemos aspirar a ser corredentores con Cristo, si no estamos dispuestos a reparar por los pecados, como Él lo hizo 163. El cristiano está llamado a ofrecer a Dios Padre el Sacrificio de su Hijo y a ofrecerse en unión con Él. También para nosotros la realidad del dolor y de la muerte sirven para confirmar la obediencia de amor a la Voluntad de Dios en reparación por los pecados.
El Sacrificio de la Cruz ilumina el sentido del dolor y de la muerte. Dios busca con ellos nuestro bien –curar nuestra voluntad y unirnos a la suya–, y para dar plenitud a este designio los ha asumido Él mismo en su naturaleza humana al ofrecerse en el Calvario. Cristo ha convertido el dolor en amor, pues su aceptación del dolor es un acto de amor. Al hacernos partícipes de su mediación, ha querido que unamos a su Sacrificio nuestros sufrimientos, a los que confiere la inefable grandeza de servir a la Redención del mundo.
El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22, 42). En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican. Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida 164.
Lo que podía haber sido sólo medicina amarga para combatir la inclinación al mal, se ha transformado en alimento de vida espiritual, en medio de glorificación a Dios y redención de la humanidad.
Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad 165.
Al asumir el dolor y la muerte, Cristo nos enseña que el sufrimiento no repugna a nuestra condición de hijos de Dios ni al amor que nos tiene el Padre. Un cristiano no puede decir que Dios no le ama porque permite que sufra. La enseñanza de la Cruz es precisamente la opuesta. El valor que ha recibido el dolor al convertirse en medio de corredención testimonia que somos hijos de Dios de verdad y no sólo de nombre. Esta es la profunda consideración de san Josemaría al contemplar la oración en Getsemaní:
Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento?
Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como Él, podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi, Abba, Pater, ...fiat! 166
San Josemaría enseña a recibir el dolor como una bendición, y a amarlo como medio de santificación propia y de glorificación de Dios. El siguiente punto de Camino refleja especialmente la "sabiduría de la Cruz" (cfr. 1Co 2, 2) que Dios le concedió:
Bendito sea el dolor. –Amado sea el dolor. –Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor! 167
La expresión "amado sea el dolor" se inspira en las epístolas de san Pablo. El Apóstol muestra el motivo por el que muchos rechazan como una necedad el sentido cristiano del sufrimiento: "se comportan como enemigos de la cruz de Cristo (...) porque ponen el corazón en las cosas terrenas" (Flp 3, 18-19; cfr. 1Co 1, 23). Quien, en cambio, tiene su corazón puesto en Dios, no rehúsa el dolor sino que lo acoge como medio para corredimir: "Me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo" (Col 1, 24). El cristiano que "pierde" su vida por amor a Cristo, la "encuentra" (cfr. Mt 10, 39): "si sufrimos con Él, también con Él reinaremos" (2Tm 2, 12).
Un hijo de Dios no debe limitarse a la resignación ante el dolor, si desea participar en la Cruz redentora. Ha de "amar el dolor". Esto no significa que el dolor sea en sí mismo un bien (es precisamente la privación de un bien), sino que el sufrimiento se puede convertir en un acto de amor redentor. "Amado sea el dolor" significa: amado sea Dios a través del dolor, pues el dolor es ocasión de manifestar el amor a Dios y a los demás por Él. Los textos de san Josemaría que muestran esta convicción –hablando de "padecer por amor", de "amar en el sufrimiento" o "en la enfermedad" o "en la contradicción", etc.– son numerosísimos. De un modo u otro, son siempre aplicaciones de una verdad que condensa en estas palabras: El Dolor es la piedra de toque del Amor 168. Así pues, resulta patente que la locución "amado sea el dolor" de ningún modo significa que haya que querer el dolor por el dolor, o el dolor en sí mismo.
San Josemaría rechaza los sufrimientos que son manifestación de amor propio desordenado: sufrir porque algo va contra la propia voluntad, el propio gusto, etc. Los llama dolores "inventados", y le repugna que se designe como "cruces" a tales contrariedades, pues en esos dolores no se halla el amor a la Voluntad de Dios que caracteriza la Cruz. Aunque comprendo que es un modo normal de decir, siento desagrado cuando oigo llamar cruces a las contradicciones nacidas de la soberbia de la persona. Estas cargas no son la Cruz, la verdadera Cruz, porque no son la Cruz de Cristo. Lucha, pues, contra esas adversidades inventadas, que nada tienen que ver con el resello de Cristo: ¡despréndete de todos los disfraces del propio yo! 169
Sólo el dolor que se padece por amor a Dios merece ser llamado "cruz", ya que los sufrimientos de Cristo en la Cruz no se pueden separar de su amor. Jesús no se ha rebelado contra la Voluntad del Padre. A mí no me gusta que llaméis cruces a lo que os produce dolor, porque la Cruz es el trono donde triunfó Jesucristo Sacerdote. Esos Cristos, rabiosos, encrespados, me molestan. El Señor extendió los brazos con gesto de sacerdote, y más que con hierros se dejó clavar en el madero, por Amor 170.
No es necesario esperar a que se presente un dolor físico o moral –una enfermedad, una contrariedad...– para amar la Cruz con un amor "actual". Si fuera así, no se podría amar la Cruz en todo momento y no sería una dimensión integrante del amor a Cristo. Es cierto que las circunstancias de sufrimiento o de adversidad son ocasiones para que el amor a la Cruz se haga patente, pero en realidad éste puede estar presente en todo acto, ya que en todo acto se puede buscar que Cristo reine, y Él reina desde la Cruz.
Algo de dolor se encuentra incluso en medio de las mayores alegrías y satisfacciones de la vida presente. La alegría de los pobrecitos hombres, aunque tenga motivo sobrenatural, siempre deja un regusto de amargura. –¿Qué creías? –Aquí abajo, el dolor es la sal de nuestra vida 171. Este "regusto de amargura" del que habla san Josemaría no nace de la disconformidad con la Voluntad divina, sino del hecho de que en esta tierra ninguna alegría es plena. Por eso cabe amar la Cruz también en medio de las buenas y legítimas satisfacciones.
La presencia del amor a la Cruz en todo acto de amor a Dios puede entenderse, de algún modo, considerando que, en esta vida, cualquier acto de amor exige vencer cierta resistencia del amor propio desordenado. El reino de Dios sólo se alcanza a viva fuerza: regnum caelorum vim patitur, et violenti rapiunt illud (Mt 11, 12) 172. Para que Cristo reine en el alma por el amor, es necesario "negarse a uno mismo", "morir a uno mismo" y tomar la Cruz para corredimir con Él (cfr. Lc 9, 23) 173.
El amor a la Cruz es parte integrante del amor a Dios "con Cristo". Sin amor a la Cruz no puede haber amor a Cristo y, por tanto, verdadero amor a Dios. La perfección de este amor en el Cielo se da sin el dolor, pues allí Dios "enjugará toda lágrima; y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó" (Ap 21, 4; cfr. Ap 7, 17). En la gloria celestial, el "amor a la Cruz" no implicará ya "amor al dolor", sino que será amor a Cristo que ha dado su vida en la Cruz y conserva en su Humanidad glorificada, como trofeo, las llagas de la Pasión. La Redención habrá dado ya su fruto, con la recapitulación de todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10). En esta tierra, en cambio, el amor a la Cruz implica dolor.
Quien ama a Dios ha de encontrar necesariamente un verdadero, aunque imperfecto, anticipo de la felicidad definitiva. Como el amor a Dios implica amor a la Cruz, el dolor que el encuentro con la Cruz comporta inevitablemente en esta vida, no excluye la felicidad. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz 174.
Esta afirmación resultaría paradójica si el fin del hombre fuese un bien terreno. Pero en una visión de fe, la paradoja no existe. Cuando el sufrimiento se transforma en un acto de obediencia por amor a la Voluntad del Padre, sucede lo que se lee en Camino: La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. –Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada 175. San Josemaría escribe incluso, transmitiendo indudablemente su propia experiencia: Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz 176.
"Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 30), dice el Señor. La carga es ligera porque Él "tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores" (Is 53, 4). Jesús vino a la tierra para padecer..., y para evitar los padecimientos –también los terrenos– de los demás 177.
Además, llevar ese yugo se hace suave porque nos ha mostrado que el dolor se puede transformar en amor. Es un dolor que se paladea, que es amable, que es fuente de íntimo gozo, pero dolor real, porque supone vencer el propio egoísmo, y tomar el Amor como regla de todas y de cada una de nuestras acciones 178.
Lo que es incompatible con la felicidad no es el dolor, sino el egoísmo –la pretensión de hacer "la propia voluntad"– y la consecuente falta de amor a Dios. Nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo. Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!, Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad aquí y, después, eternamente 179.
Las palabras "hasta que se decide a no serlo" indican que el cristiano no será feliz mientras busque la felicidad egoístamente. No dicen que sólo ha de aspirar a la felicidad en el Cielo. Al ser la gracia incoación de la gloria, comporta necesariamente una auténtica felicidad en la tierra. El Evangelio es Buena nueva, y las mismas Bienaventuranzas (cfr. Mt 5, 3 ss.) no prometen un mero consuelo en el más allá, sino que califican de "bienaventurados" precisamente a los que ya aquí y ahora siguen sin condiciones la Voluntad de su Padre celestial.
La experiencia de los santos confirma esta verdad, que se refleja de modo diáfano en la vida de san Josemaría, alegre y positiva, como muestran los biógrafos, a la vez que presidida enteramente por la Cruz 180. Su enseñanza es que el camino de quien sigue a Cristo "negándose a sí mismo", "tomando la cruz" y "perdiendo la propia vida" (cfr. Mt 16, 24-25) es un camino de felicidad ya en este mundo. Por eso afirma con decisión: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra 181. Palabras que son como un eco de la promesa de Jesús de que quien le siga dejando todas las cosas "recibirá en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna" (Mc 10, 30), y de que quienes tomen la cruz encontrarán descanso para sus almas (cfr. Mt 11, 28-30). También las Cartas de los Apóstoles repiten varias veces que la vida cristiana se caracteriza por la alegría en medio de las pruebas y por la esperanza de felicidad plena en el Cielo (cfr. 1P 4, 12-13; Flp 2, 17-18; Flp 4, 4).
San Josemaría lo condensa en una jaculatoria: Todos los años suelo escribir en la primera hoja de la epacta que uso: in laetitia, nulla dies sine Cruce!, para animarme a llevar con garbo la carga del Señor, siempre con buen humor –aunque sea a contrapelo tantas veces–, siempre con alegría 182.
Recapitulemos lo que se ha dicho en este apartado: el amor a Cristo supone participar en su mediación "ascendente" para corredimir con Él, ofreciendo la propia vida al Padre por el Espíritu Santo, en unión con el Sacrificio de la Cruz, lo que implica amar la Cruz con un amor que conlleva en la vida presente dolor: un dolor que no impide la felicidad sino que la radica en el alma, al hacer más profundas las raíces del amor.
Pasemos ahora a considerar el tercer aspecto del amor a Jesucristo. Amarle implica querer que reine en los demás. Para esto, el cristiano ha de "prolongar" la misión redentora de Cristo ejercitando la participación que ha recibido en su sacerdocio. Esta "prolongación" no es una simple sucesión temporal, como si Jesucristo perteneciera al pasado y el cristiano continuara su misión en el presente. Es el mismo Cristo quien realiza su misión por medio del cristiano en cada momento de la historia. "Cristo resucitado obra realmente en y a través de los creyentes" 183.
"Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vo sotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 19-20). Jesús envía a sus discípulos –a los Doce Apóstoles y a todos los cristianos, con poderes y funciones diversas– a santificar, enseñar y guiar a las almas. El Señor quiere atraer a los hombres hacia sí a través de cada cristiano. Amar a Cristo entraña secundar este querer 184.
La Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz (...) continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6) 185.
Ser "corredentor con Cristo" equivale aquí a ser "mediadores en Cristo", prolongando su mediación descendente. El cristiano está llamado, en efecto, a ser guía, maestro y sacerdote de sus hermanos los hombres, siendo para ellos otro Cristo, alter Christus, o mejor, como os suelo decir, ipse Christus 186.
No es el cristiano quien santifica, o enseña o guía, sino Cristo a través de él. El cristiano ha de ser un "miembro" de Cristo, que vive su misma vida sobrenatural y la transmite a los demás. Cristo vive en el cristiano 187, insiste san Josemaría; y añade: cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres 188.
El cristiano es "miembro" e "instrumento" de Cristo como persona libre. Está llamado a cumplir su mandato de "ir" a todas las gentes, empleando su inteligencia y su voluntad, con iniciativa propia y libertad. El amor a Cristo apremia a procurar activamente que todos le conozcan y le amen. Jesús mismo lo muestra cuando se revela como el Buen Pastor que va en busca de la oveja que se ha perdido (Lc 15, 4-6). San Josemaría invita a seguir este ejemplo: Has de ir a buscar a las almas, como el Buen Pastor salió tras la oveja centésima: sin aguardar a que te llamen 189.
A la vez no se ha de olvidar que Jesús afirma: "Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre" (Jn 6, 44; cfr. Jn 6, 65). Y para que el Padre atraiga a las almas, Jesús lo pide con su oración, ofrece el Sacrificio de su vida en expiación por los pecados y se dirige a todos para que se abran al don de Dios. La enseñanza de san Josemaría recalca el ejemplo del Señor: Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción 190. El cristiano ha de "ir" activamente a las personas para atraerlas a Cristo, pero su acción apostólica debe estar precedida por una oración y expiación más intensas aún, porque es el Padre quien atrae.
Hablamos, desde luego, del cristiano corriente, llamado a la santidad en medio del mundo. Para realizar el mandato de "ir a todas las gentes" no es necesario que cambie de lugar o de actividad. Las circunstancias de la vida ordinaria pueden convertirse en medio y ocasión para atraer hacia Cristo. Es posible "ir" a donde ya se está, comenzando a estar presente ahí de un modo nuevo, con la fuerza de la vida de Cristo 191.
A continuación nos referiremos a cada uno de los tres aspectos de la participación del cristiano en la mediación descendente de Cristo. Este tema es el fundamento del apostolado, que se tratará con más amplitud en el capítulo siguiente sobre la edificación de la Iglesia.
Querer que Cristo reine en los demás pide ser instrumento suyo para santificar, desempeñando la propia participación en su munus sanctificandi. Y puesto que la santificación exige un "contacto" (espiritual) con Jesucristo en cuanto Hombre, como ya hemos visto, "santificar a otros" consiste esencialmente en ponerles en contacto con Cristo acercándoles a los sacramentos: invitarles al Bautismo, si se trata de no cristianos; o facilitarles, si son católicos, el acceso a la Confesión, a la que san Josemaría alude con gran frecuencia, como paso imprescindible para reencontrar a Cristo en la Eucaristía. Baste un ejemplo, tomado de su predicación oral:
¡El Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad a las almas a la Confesión 192.
También se les pone en contacto con Cristo moviéndoles a la oración: a dirigirse a Dios para adorar, pedir o dar gracias. Los textos de san Josemaría en este sentido son muy numerosos.
Hacia 1930, cuando se acercaban a mí, sacerdote joven, personas de todas las condiciones –universitarios, obreros, sanos y enfermos, ricos y pobres, sacerdotes y seglares–, que intentaban acompañar más de cerca al Señor, les aconsejaba siempre: rezad. Y si alguno me contestaba: no sé ni siquiera cómo empezar, le recomendaba que se pusiera en la presencia del Señor y le manifestase su inquietud, su ahogo, con esa misma queja: Señor, ¡que no sé! Y, tantas veces, en aquellas humildes confidencias se concretaba la intimidad con Cristo, un trato asiduo con Él. Han transcurrido muchos años, y no conozco otra receta. Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración! (Lc 11, 1) 193.
Lógicamente, para acercar a los sacramentos es preciso antes enseñar lo que son, y ayudar a recibirlos con convicción interior y con aprovechamiento. Algo semejante se puede decir de la oración. Por eso nos detendremos algo más en los otros dos aspectos del triple munus, que son inseparables de éste.
Parte integrante del amor a Cristo es enseñar a otros a amarle, ejerciendo la propia participación en el munus docendi (diferente en el laico y en el ministro ordenado, como sucede también en los otros munera). Para que Cristo reine es preciso darlo a conocer. Todo nuestro afán será enseñar a conocer a Jesucristo, y por Él, al Padre y al Espíritu Santo 194.
"Para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37), dice el Señor. Para quien quiere cooperar en la misión de Cristo, las consecuencias son claras:
No basta aceptar personalmente, en el fuero de la propia conciencia, las exigencias de la verdad. Hay que saber proclamarla, llevarla a los demás. No nos ha dado Dios la inteligencia, y luego la luz sobrenatural de la fe, para nuestro exclusivo beneficio, sino para que hagamos llegar su fe hasta los últimos confines de la tierra 195.
En esto consiste la tarea de "dar doctrina", a la que tantas veces se refiere san Josemaría, con palabras que muestran la importancia capital que le concede. No olvidéis que la esencia de nuestro apostolado es dar doctrina, porque, como os he dicho una y mil veces, la ignorancia es el mayor enemigo de la fe. Escribía San Pablo a los romanos: ¿cómo invocarán a Aquél en quien no han creído? Y ¿cómo creerán, sin haber oído hablar de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica? (Rm 10, 14) 196. Dirige estas palabras a los fieles del Opus Dei, pero no son otra cosa que el eco del mandato de Cristo: "Id y enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19).
Cabe preguntarse, al considerar estos textos, por qué san Josemaría destaca el "dar doctrina". No es, ciertamente, porque enseñar sea "más importante" que santificar (acercar a otros a los sacramentos) o que guiarles a la santidad. Los tres munera Christi forman una unidad, como ya sabemos. Precisamente por esto, a través de uno de ellos se pueden ver los otros dos. Al afirmar que dar doctrina es la gran misión nuestra 197, san Josemaría está señalando que de este modo los fieles cristianos procuran ser instrumentos de Cristo para acercar a otros a los sacramentos y para guiarles hacia la santidad: dirigiéndose primero a la cabeza, y luego a la voluntad y a los sentimientos. Igualmente insiste en fundar el crecimiento de la vida interior ante todo en la doctrina y, con esa luz, en las decisiones de la voluntad y en los afectos 198.
La tarea de "dar doctrina" (cristiana) tiene un contenido más elevado –de otro orden– que la actividad humana de enseñar. Se trata de ser instrumentos de Cristo para que otros le conozcan y le amen. Cuando el Señor enseña, no transmite sólo unos conocimientos, sino que ofrece su amistad: la participación en su misma vida. "Os he llamado amigos –dice a los Apóstoles–, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Por parte del cristiano, dar doctrina es dar a conocer a Jesucristo y enseñar a amarle. Es ser instrumento suyo para que otros le traten en el Pan y en la Palabra; es decir, para enseñar a acudir a los sacramentos y a hacer oración.
Por otra parte, recuérdese lo que dijimos más arriba sobre el munus docendi de Cristo. El oficio de enseñar implica dar testimonio de la verdad con la propia vida, de modo que la misma vida del cristiano se convierta en "signo" de la verdad. El cristiano ha de ser testigo de Dios unido a Cristo, el "Testigo fiel" (Ap 1, 5): ha de ser "testigo en el Testigo" 199. Como escribe Paul O'Callaghan, "el celo de los cristianos por testimoniar la resurrección de Cristo, que en muchos casos llega a la aceptación de la muerte a ejemplo del verdadero Testigo (Mártir), es lo que hace humanamente posible la fe de los otros" 200.
Al ser instrumentos de Cristo, los cristianos enseñan como Él: con la palabra y con las obras. El apostolado de dar doctrina está manco e incompleto, si no va acompañado por el ejemplo. Hay un refrán que deja, con la sabiduría del pueblo, muy claro lo que os estoy diciendo. Y el refrán es éste: fray ejemplo es el mejor predicador 201. Se enseña a hacer oración siendo alma de oración: dedicando tiempo a la oración y tratando de convertir las actividades en oración. El buen ejemplo consiste en "procurar" hacerlo así, a pesar de que a veces no se logre por debilidad personal. Consiste en luchar sinceramente, aunque sean patentes las propias miserias: como Él –que coepit facere et docere (Hch 1, 1)–, primero hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos tener una doble vida. No podemos enseñar lo que no practicamos; por lo menos, hemos de enseñar lo que luchamos por practicar 202.
Parte integrante del amor a Cristo es, finalmente, guiar a otros hacia la santidad, procurando que quieran seguir libremente al Señor. El cristiano está habilitado para esta tarea en virtud de su participación en el munus regale de Cristo, su función de regir o guiar.
Procurar que los demás sigan a Cristo es el mayor servicio al que impulsa el amor, y la razón última de todos los servicios que el cristiano pueda prestar. Para el cristiano, "guiar" no es imponerse, sino servir. Lo que atrae hacia Cristo –y por tanto, lo que constituye la esencia del "gobernar" o "guiar" por el camino de la santidad– es el amor manifestado en obras de servicio, el amor con el que se busca el bien del otro. Puesto que todos necesariamente quieren su propio bien, se sienten atraídos por quien desinteresadamente les ayuda a encontrarlo (siempre que lo reconozcan como su bien; por esto hay que enseñar la verdad para guiar por el camino del bien).
Puede ilustrarlo un ejemplo: un niño pequeño se siente atraído por su madre cuando le llama, porque se sabe amado. Las madres se valen de esta atracción para lograr que los hijos hagan lo que les conviene: llaman al pequeño para que dé los primeros pasos y aprenda a andar.
Jesucristo es Rey y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir (Mt 20, 28) 203.
Dios no se dirige a nosotros con actitud de poder y de dominio, se acerca a nosotros, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres (Flp 2, 7) 204.
Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por sus amigos (Jn 15, 13) 205.
De ahí que participar en el oficio de guiar, propio de Cristo, sea esencialmente servir por amor:
Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres 206.
Para servir (y guiar así hacía la unión con Dios) se precisan unas condiciones. "Discite benefacere!" (Is 1, 17), repite san Josemaría con frecuencia: ¡aprended a hacer el bien! Lo suele relacionar con el lema "para servir, servir". Porque hemos de servir, siempre os repito que para servir, es necesario servir. Para ser de utilidad al Cuerpo Místico, se precisa una recta conciencia, bien formada, que produzca frutos de buenas obras 207. Para servir a los demás hace falta "servir" en el sentido de tener preparación, ser idóneos para prestar el servicio de que se trate. Y para prestar un servicio no sólo en un aspecto técnico sino en sentido integral –acercando las personas a Cristo, en definitiva–, se necesitan virtudes humanas. Es un tema que trataremos en el capítulo 6º.
Cristo atrae hacia sí por el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo. El cristiano puede atraer a otros hacia Cristo en la medida en que vive "según el Espíritu" (cfr. Rm 8, 14.17), amando a los demás con obras de servicio, hasta entregar la propia vida. "Que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 13, 34), dice el Señor. Ser instrumento suyo para guiar implica amar a los demás como Él, que "no vino a ser servido sino a servir" (Mt 20, 28). Todo el que quiera seguirle no ha de pretender otra línea de conducta 208, comenta san Josemaría. Queremos servir, nos sentimos honrados de hacerlo y estamos convencidos de que no podríamos imitar a Cristo, como es nuestro único deseo, si prescindiéramos de ese afán 209.
Unas palabras que Juan Pablo II dirige a todos los fieles (no sólo a los ministros sagrados) ayudan a profundizar en esta idea. La participación en la misión real de Cristo, escribe, "se expresa en la disponibilidad a servir, según el ejemplo de Cristo, que "no ha venido para ser servido, sino para servir" (Mt 20, 28). Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente "reinar" sólo "sirviendo", a la vez el "servir" exige tal madurez espiritual que es necesario definirlo como "reinar". Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio. Nuestra participación en la misión real de Cristo –concretamente en su "función real" (munus)– está íntimamente unida a todo el campo de la moral cristiana y a la vez humana" 210.
Por otra parte, si el cristiano se sabe miembro de Cristo para servir a los demás, verá en aquellos a quienes sirve otros miembros de Cristo –o personas que están llamadas a serlo–: verá en ellos a Jesús. En último término, el amor, el servicio a los demás, se dirige al mismo Cristo, según sus palabras: "Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).
Con esta afirmación del Señor llegamos a la conclusión del presente apartado. El cristiano que ama a Cristo obra como instrumento suyo para santificar, enseñar y guiar a otros hacia la santidad. De este modo, al extender su Reino, Cristo mismo reina en su corazón.
El reinado de Cristo se ha de establecer ante todo en los corazones, como hemos visto, pero no para que cada uno dé gloria a Dios independientemente de los demás, sino en comunión con ellos en la Iglesia –"Reino de Cristo, presente ya en misterio" 211– y en la misma sociedad civil, donde los cristianos están llamados a ser sal y levadura, porque son en el mundo "lo que el alma en el cuerpo" 212.
Cristo sólo reina plenamente en el corazón de quien quiere que reine también en la sociedad en la que vive. "La "vida interior" no sería más que pura mistificación si se replegara sobre sí misma en una especie de egoísmo refinado" 213. La vida social es una exigencia de la naturaleza humana y los cristianos han de estructurarla de acuerdo con su dignidad de personas que son hijos adoptivos de Dios o están llamados a serlo 214.
Comentando el punto 301 de Camino –estas crisis mundiales son crisis de santos...–, Pedro Rodríguez hace notar que san Josemaría "descalifica toda concepción de la vida cristiana como intimismo que se ausenta de las "crisis mundiales" –equivocado sentido de la "vida interior"–, y pone en cambio la "vida interior" en estricta e interna relación con la actividad humana, con los problemas de la sociedad humana" 215. Citemos directamente sus palabras: Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad 216. Cristo asumió nuestra naturaleza, para introducir a todos los hombres en la vida divina, de modo que –uniéndonos a Él– vivamos individual y socialmente los mandatos del Cielo 217. Buscar el reinado de Cristo implica querer que reine no sólo en los corazones o en la vida privada, sino también en el entramado externo y público de relaciones que constituye la sociedad. ¿Qué significa esto para san Josemaría?
Una primera respuesta la encontramos en la homilía Cristo Rey, donde escribe que los cristianos estamos llamados a procurar que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor 218. Un hijo de Dios, codo a codo con los demás ciudadanos –nótese este inciso: está hablando de valores humanos que todos pueden compartir– debe defender todos los bienes derivados de la dignidad de la persona. Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal 219, dentro de una pacífica y razonable convivencia 220. En otros términos, para que Cristo reine en la sociedad es preciso procurar que las relaciones sociales estén presididas por la justicia y la paz, el amor y la libertad, características del Reino de Cristo.
Completaremos después esta primera respuesta, pero ya desde ahora deseamos señalar que aspirar al reinado de Cristo en la sociedad y en el mundo no es proponer una teoría o un programa político. San Josemaría habla de santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención 221, y aclara a continuación: No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa 222. Concretamente, querer que Cristo reine en la sociedad no es pretender un estado confesional ni forma alguna de integrismo religioso-político. El Reino de Cristo es de libertad 223, porque la adhesión a Él por la fe ha de ser libre.
El sentido originario de la vida social es el e servir al bien integral de la persona humana (cfr. Gn 2, 8 ss.). Sin embargo, todo ha sido trastocado por la desobeddiencia del primer hombre y la sucesiva proliferación del pecado que "hace reinar entre los hombres la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las "estructuras de pecado" son expresión y efecto de los pecados personales" 224.
Hay, pues, dos factores que se oponen al reinado de Cristo en la vida social: la inclinación interior a dejarse arrastrar por "la concupiscencia, la violencia y la injusticia"; y la presencia de "estructuras de pecado", que proceden de los pecados personales y a ellos conducen al dificultar la práctica de las virtudes. En consecuencia, buscar que Cristo reine en la sociedad consiste, por una parte, en procurar que las relaciones sociales estén presididas por el amor y las virtudes de Cristo, y no viciadas por "la concupiscencia, la violencia y la injusticia", ayudando a los demás, si son cristianos, a santificar esas relaciones y a santificarse en ellas; y, si no lo son ni desean serlo, a practicar las virtudes humanas. Por otra parte, e inseparablemente, consiste en configurar la sociedad de acuerdo con el querer de Cristo, de modo conforme a la dignidad de la persona humana, "saneando las estructuras y los ambientes del mundo (...) para que favorezcan la práctica de las virtudes en vez de impedirla" 225.
Joseph Ratzinger designa estos dos elementos ("las estructuras y los ambientes del mundo") con los términos instituta et mores: las instituciones y las costumbres, entendiendo por costumbres "un tejido de convicciones fundamentales que se manifiestan en la forma de vida, que dan concreción al consenso sobre los indiscutibles valores fundamentales de la vida humana" 226. Josemaría Escrivá de Balaguer compendia los dos aspectos con las siguientes palabras, desde la perspectiva de la vida espiritual: Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social 227. Se trata de orientar con sentido cristiano las profesiones, las instituciones y las estructuras humanas 228.
Para referirse a esta tarea, san Josemaría emplea algunas veces el término "cristianizar". Dice, por ejemplo, que el fiel ha de procurar cristianizar la sociedad 229, o que ha de hacer lo posible para cristianizar su ambiente 230, o que los laicos han de cristianizar desde dentro el mundo entero 231. En estas expresiones, "cristianizar" equivale a "buscar que Cristo reine" (en la sociedad, en el propio ambiente, en el mundo entero, etc.).
El término "cristianizar" no debe llevar a equívocos. José Luis Illanes hace notar "las radicales diferencias que median entre el planteamiento apostólico de san Josemaría y las actitudes de "institucionalismo confesional" o de "restauracionismo" con añoranzas de cristiandad, presentes en muy diversos ambientes de Europa de la primera mitad del siglo XX" 232. El historiador François-Xavier Guerra observa que "no se encuentra en los escritos de Josemaría Escrivá ninguna alusión nostálgica a una Edad de Oro, a una época o a una sociedad idealmente cristiana" 233. Dice, en cambio: Amamos esta época nuestra, porque es el ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación. No admitimos nostalgias ingenuas y estériles 234. Quizá por esto no habla de "recristianización", en un contexto en el que es frecuente entender este término como vuelta a una época pasada 235, sino simplemente de "cristianización". Con estas acotaciones se puede decir que la búsqueda de la cristianización de la sociedad es tan central en la predicación de san Josemaría que, "dejarla en un segundo plano, deformaría por entero el alcance de su mensaje" 236.
Para explicar cómo entiende san Josemaría el reinado de Cristo en la sociedad, sobre todo en relación con las estructuras e instituciones –aspecto que puede parecer más problemático o más expuesto a la sospecha de integrismo–, conviene tener en cuenta los precedentes históricos 237. La idea del "reinado de Cristo en la sociedad" figura ya en los primeros escritos suyos de la década de 1930 238. Es la época en la que Pío XI impulsa vigorosamente la acción de los cristianos para promover el reinado de Cristo en la sociedad 239. No hay duda de que la predicación de san Josemaría debe mucho a este impulso, pero no se limita a reproponer la enseñanza del Pontífice sino que, a la luz del espíritu que ha recibido, la proyecta a horizontes nuevos que sólo se abrirán paso varios decenios más tarde.
Sintetizando el marco en el que se mueve la concepción de Pío XI, Rhonheimer ha escrito que "ya su primera encíclica Ubi arcano, proponía la visión de una sociedad bajo la guía de la Iglesia, reconocida como verdadera y única maestra de los pueblos. La misma encíclica veía a los laicos organizados y guiados por la jerarquía, como el instrumento para alcanzar ese fin en todos los ámbitos de la sociedad. Sólo de este modo, afirmaba el Pontífice, el Reino de Cristo, la pax Christi in regno Christi, "la paz de Cristo en el Reino de Cristo" llegaría a ser realidad" 240. Con este ideal, el Papa impulsa la Acción Católica. San Josemaría manifestará siempre gran estima a esta institución, según vimos 241, pero dejará claro a la vez que no es ni puede ser el único camino para que los laicos asuman su propia misión 242. Lo que Dios nos pide a nosotros es distinto 243, escribe a los fieles del Opus Dei, y lo caracteriza por un específico espíritu de libertad y de responsabilidad personal 244 en el ejercicio de las propias tareas en la sociedad y en la Iglesia; un espíritu que nace del bautismo y se apoya en la filiación divina 245. De ahí que, cuando se hace eco del lema de Pío XI en un punto de Camino (Estas crisis mundiales son crisis de santos. –Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. –Después... "pax Christi in regno Christi" –la paz de Cristo en el reino de Cristo 246), el emblema del Pontífice adquiere una connotación que anticipa los tiempos. "Escrivá ve actuar a los laicos con plena libertad y con la consiguiente responsabilidad personal, junto con otros hombres que no comparten su misma fe. Los ve como fermento, fundidos en la masa de los hombres, iluminando todas las actividades humanas con la luz de la fe y esparciendo la sal de la buena doctrina y de la caridad de Cristo entre los hombres" 247. Para él, "la idea del Reino de Cristo en la sociedad no es un programa político" 248. Es más, excluye tajantemente que su predicación pueda dar lugar a un grupo político católico.
No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa –sería una locura–, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está (...), sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa 249.
A la vez, impele a los fieles a dar tono cristiano a la sociedad desde el sitio en el que cada uno se encuentra.
{Así}actuaron los primeros cristianos. No tenían, por razón de su vocación sobrenatural, programas sociales ni humanos que cumplir; pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en la que se movían 250.
No hay duda de que, con este espíritu, san Josemaría recoge las más profundas aspiraciones de Pío XI, pero lo hace abriendo un camino nuevo. No promueve una acción común de los católicos en el vasto campo de las cuestiones políticas opinables, sino la actuación libre y responsable de cada uno, coherente con la fe y respetuosa de la libertad de los demás, para impulsar –desde dentro de las actividades humanas– el progreso temporal empapado de espíritu cristiano 251. Y esto, colaborando "codo a codo" con los demás ciudadanos en todo ideal humanamente noble y bueno.
Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia 252.
Una "razonable convivencia social" es una convivencia fundada sobre bases razonables, compatible con las diferencias de fe religiosa. Por esto, "cristianizar" la sociedad no tiene nada que ver con "imponer" a otros la fe verdadera. La doctrina cristiana reclama el respeto a la "libertad de las conciencias", expresión de Pío XI que también emplea san Josemaría en la misma época y en años sucesivos, pero ampliándola hasta entenderla como respeto a un derecho humano que no es otro que el derecho a la libertad social y civil en materia religiosa enseñado después por el Concilio Vaticano II 253. Así lo expone en una entrevista de 1966:
En cuanto a la libertad religiosa, el Opus Dei, desde que se fundó, no ha hecho nunca discriminaciones: trabaja y convive con todos, porque ve en cada persona un alma a la que hay que respetar y amar. No son sólo palabras; nuestra Obra es la primera organización católica que, con la autorización de la Santa Sede, admite como Cooperadores a los no católicos, cristianos o no. He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad. Comprenderá que siendo ése el espíritu que desde el primer momento hemos vivido, sólo alegría pueden producirme las enseñanzas que sobre este tema ha promulgado el Concilio 254.
Si la razonable convivencia social no reclama compartir la misma fe religiosa, postula en cambio, para que llegue a ser verdadera convivencia humana, el respeto de la ley moral natural que el hombre puede conocer con su razón y que la Iglesia enseña. Cuando cualquier ciudadano, cristiano o no, pretende que las leyes y las costumbres de la sociedad proscriban robar o maltratar a un inocente, no está queriendo imponer una fe religiosa, aunque esa convicción formara también parte de sus creencias, sino que está exigiendo que la convivencia social se funde sobre una base razonable. E igualmente, cuando un ciudadano, cristiano o no, pretende que la ley civil promueva el respeto de la vida humana desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; o reconozca la identidad del matrimonio entre un hombre y una mujer con un vínculo que la autoridad humana no puede disolver; o proteja los derechos de los padres en la educación de los hijos; o la verdad y la libertad en la información; o la justicia en las relaciones laborales y la moralidad pública en general; etc., no está tratando de imponer a los demás su credo religioso, sino que trabaja por una "razonable convivencia" en una sociedad estructurada conformemente a la dignidad de la persona humana, es decir, de acuerdo con la ley moral natural. Un cristiano, gracias a la Revelación, conoce, con una certeza superior, esas exigencias de la ley moral, pero en realidad son exigencias que están al alcance de la razón humana. Ciertamente forman parte de la concepción cristiana de la vida y facilitan alcanzar la santidad, pero no son exclusivas de esa concepción y favorecen el camino hacia la felicidad para todos. Por eso el cristiano puede razonablemente pedir el acuerdo libre de los demás sobre esos temas, también de quienes no comparten su fe. En este sentido, cuando san Josemaría escribe: Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas 255, no está pretendiendo que el Estado asuma una fe religiosa sino que cumpla su función estrictamente secular de servicio a todos los ciudadanos (lo está pidiendo "por amor a todas las criaturas"). Está en juego una parte esencial del bien común que todos los ciudadanos han de promover, y está en juego también la búsqueda del reinado de Cristo en la sociedad, que corresponde a los fieles cristianos.
Quiere el Señor que seamos nosotros, los cristianos –porque tenemos la responsabilidad sobrenatural de cooperar con el poder de Dios, ya que Él así lo ha dispuesto en su misericordia infinita–, quienes procuremos restablecer el orden quebrantado y devolver a las estructuras temporales, en todas las naciones, su función natural de instrumento para el progreso de la humanidad, y su función sobrenatural de medio para llegar a Dios, para la Redención: venit enim Filius hominis –y nosotros hemos de seguir los vestigios del Señor– salvare quod perierat (Mt 18, 11); Jesús vino para salvar a todos los hombres 256.
El afán de santificar las actividades temporales, buscando "el Reino de Dios y su justicia" (Mt 6, 33), garantiza que el progreso sea auténtico. Cabe, sin duda, un progreso humano que no tenga en cuenta a Cristo, pero cuando se excluye expresamente la ordenación a su reinado, es fácil que, en aspectos de importancia capital, los resultados acaben siendo contrarios al bien común. El Hijo de Dios, al haber asumido una naturaleza humana, ha manifestado plenamente en qué consiste la perfección del hombre y a su luz se descubre en qué consiste el auténtico perfeccionamiento de la sociedad. Cuando se rechaza esta luz sólo porque la Iglesia la posee y difunde, es fácil equivocarse. Así sucede, por desgracia, con las leyes contrarias al respeto de la vida humana, a la dignidad de la persona, a la estabilidad de la familia, o con sistemas y organizaciones económicas que marginan a los más débiles; etc.
Las "estructuras temporales" (por tanto, seculares), no tienen sólo una función "natural" sino también una "sobrenatural", porque si cumplen su función "natural" –si sirven plenamente al bien humano de los ciudadanos– ipso facto, y sin ningún añadido, cumplen también la función "sobrenatural" de favorecer el camino de los cristianos hacia la santidad.
El siguiente texto, leído en su unidad, subraya esta misma idea:
Esfuérzate para que las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajas y te mueves con pleno derecho de ciudadano, se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida. Así, no lo dudes, aseguras a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitarás a muchas almas que, con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación cristiana 257.
Dotar a la sociedad de estructuras conformes a una concepción cristiana de la vida tiende a asegurar a todos los ciudadanos los medios para vivir de acuerdo con la dignidad humana y facilita, por eso mismo, a los cristianos que respondan a su vocación a la santidad. Las dos funciones son coincidentes. San Josemaría no dice que a las estructuras justas haya que añadir algo específicamente católico. En general, no le agrada que las actividades temporales se presenten como oficialmente católicas, porque advierte el riesgo de oscurecer su autonomía propia y de instrumentalizar a la Iglesia 258. Ángel Rodríguez Luño destaca con razón lagran estima de san Josemaría por las realidades creadas "y, más específicamente por la libertad personal (...) así como por la autonomía y el valor intrínseco de las realidades terrenas" 259.
El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas 260.
Lo mismo sucede con las estructuras de la sociedad. La enseñanza de san Josemaría no lleva a formar "estructuras cristianas" (en el sentido de confesionales) sino "estructuras conformes a la fe cristiana", que no son otras que las exigidas por la dignidad de la persona humana. Así como para él no hay una "medicina cristiana" sino médicos cristianos que tratan de practicar la medicina con competencia, por amor a Dios, tampoco hay una "política cristiana" sino políticos cristianos que han de realizar ese trabajo según sus leyes propias, viviendo las virtudes cristianas por amor a Dios y a los demás, coherentemente con su fe. Al trabajar en la vida pública –les dice–, no podéis olvidar que los católicos deseamos una sociedad de hombres libres –todos con los mismos deberes y los mismos derechos frente al Estado–, pero unidos en un concorde y operativo trabajo para conseguir el bien común, aplicando los principios del Evangelio, que son la fuente constante de la enseñanza de la Iglesia 261.
Como se puede ver en lo que llevamos dicho, san Josemaría habla siempre de vida cristiana y no de teoría política. Por lo que se refiere a la doctrina social, hace suyo todo lo que la Iglesia enseña, y rechaza lo que el Magisterio recusa. Su pensamiento se sitúa en el plano de la búsqueda de la santidad y es compatible con cualquier idea u opción política que pueda ser informada por el Evangelio.
Concluyamos recordando el otro punto al que aludimos brevemente más arriba. Para que Cristo reine en la sociedad no basta procurar que sus estructuras sean conformes a la dignidad de la persona humana. Aunque ésta sea una meta alta, no pasa de ser una exigencia básica. Hace falta mucho más. Es necesario llevar el Evangelio a las personas, es decir, procurar, sobre todo, que los ciudadanos quieran libremente amar a Jesucristo y que cada uno irradie a su alrededor la luz y el calor de ese amor en su conducta diaria.
El fin no es sólo que las estructuras sean sanas, sino que las personas sean santas. Tan equivocado sería despreocuparse de que las leyes y las costumbres de la sociedad sean conformes al espíritu cristiano, como contentarse sólo con eso, porque en ese mismo momento peligrarían de nuevo esas estructuras. Si se quiere que Cristo reine en la sociedad, siempre hay que estar re-comenzando. Como enseñaba Pablo VI, "no hay humanidad nueva, si antes no hay hombres nuevos, con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio" 262.
El camino para cristianizar la sociedad parte de la santidad personal de los cristianos. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención 263. Viene bien recordar que esta empresa de sanear las estructuras de la sociedad "es un cometido que exige valentía y paciencia" 264: valentía porque el cristiano no ha de tener miedo a chocar con el ambiente, cuando sea inevitable; y paciencia, porque cambiar la sociedad desde dentro requiere tiempo. Cuanto más profunda sea la trasformación que la sociedad necesita, tanta mayor ha de ser la fuerza del fermento que la transforma, sin desvirtuarse él mismo.
El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene –no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado– de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica 265.
Querer que Cristo reine en la sociedad pertenece al fin de la vida espiritual y, por tanto, ha de ser ambición de todo cristiano. No se pide, sin embargo, a todos lo mismo. Cada uno ha de contribuir a esa meta según su vocación y misión específica. Como escribe Ramiro Pellitero, "la transformación social en orden al Reino de Dios corresponde de modo particular a los cristianos laicos y se ejerce dentro de una gran diversidad de opciones" 266. A ellos les compete, cooperando con el sacerdocio ministerial, "iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor" 267.
Dentro de este modo de buscar que Cristo reine en la sociedad, propio de todos los fieles laicos, san Josemaría concreta una forma específica de llevarlo a cabo. En su enseñanza, el trabajo profesional ocupa un puesto singular en el conjunto de las actividades temporales, con vistas al reinado de Cristo. Ésta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad 268, afirma en una homilía; y poco después señala el modo que propone: elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio 269. Se trata, con otras palabras, de la santificación del trabajo, tema que será objeto de un entero capítulo de este libro y que ahora mencionamos sólo para mostrar su relación con el reinado de Cristo en el mundo. Por el trabajo –escribe–, somete el cristiano la creación (cfr. Gn 1, 28) y la ordena a Cristo Jesús, centro en el que están destinadas a recapitularse todas las cosas 270. Se abre aquí una perspectiva fascinante cuyo origen se encuentra en un hecho histórico que es preciso recordar para comprender el alcance del mensaje.
El 7 de agosto de 1931 fue una fecha memorable para san Josemaría. Muchas veces recordará que ese día el Señor le hizo ver con claridad inusitada una característica del espíritu que venía transmitiendo desde 1928 271. Comprendió que Jesucristo reinará en el mundo si los cristianos le ponen en la entraña y en la cumbre de su actividad profesional, santificando su trabajo. De este modo Él atraerá a todos los hombres y a todas las cosas hacia sí, y su Reino será una realidad, porque la sociedad entera –con sus instituciones y costumbres–, edificada con el entramado de las diversas profesiones, llegará a estar configurada cristianamente.
Este mensaje quedó impreso en su alma a partir de aquella fecha, al comprender en un sentido nuevo las palabras del Señor recogidas en Jn 12, 32, según la Vulgata: "et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí) 272. He aquí uno de los pasajes en que san Josemaría se refiere a lo que el Señor le hizo comprender entonces:
Cuando un día, en la quietud de una iglesia madrileña, yo me sentía ¡nada! –no poca cosa, poca cosa hubiera sido aún algo–, pensaba: ¿tú quieres, Señor, que haga toda esta maravilla? (...). Y allá, en el fondo del alma, entendí con un sentido nuevo, pleno, aquellas palabras de la Escritura: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Lo entendí perfectamente. El Señor nos decía: ¡si vosotros me ponéis en la entraña de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño..., entonces omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! 273
En otro lugar –escribiendo en tercera persona– explica el sentido que descubrió en este pasaje del Evangelio:
[Aquel sacerdote] entendió claramente que, con el trabajo ordinario en todas las tareas del mundo, era necesario reconciliar la tierra con Dios, de modo que lo profano –aun siendo profano– se convirtiese en sagrado, en consagrado a Dios, fin último de todas las cosas 274.
Las biografías de san Josemaría narran la profunda conmoción que experimentó en su alma al recibir esta luz 275. Las palabras de Jn 12, 32, esculpidas al pie de la imagen de san Josemaría en los muros de la Basílica de San Pedro, bendecida por Benedicto XVI el 14 de septiembre de 2005, recuerdan la importancia de este suceso para su enseñanza y su servicio a la Iglesia.
Los comentarios siguientes pueden ayudar a valorar el contenido teológico de lo que comprendió Josemaría en esa ocasión 276.
1) En los textos citados, habla de poner a Cristo en la cumbre de las "actividades de la tierra", es decir, de todas las actividades humanas nobles. En otras ocasiones se refiere más en concreto al trabajo profesional. Por ejemplo, en el siguiente texto, con la sucesiva aplicación a la vida espiritual:
Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su trabajo profesional ordinario en Nazaret, con su entrega plena al cumplimiento de la labor mesiánica, con su muerte en la Cruz, es centro de la creación, Rey de todo lo creado 277.
La aplicación a la vida espiritual es:
Que entreguemos plenamente nuestras vidas al Señor Dios Nuestro, trabajando con perfección, cada uno en su tarea profesional y en su estado, sin olvidar que debemos tener una sola aspiración, en todas nuestras obras: poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres 278.
Buscar el reinado de Cristo en la sociedad quiere decir santificar todas las actividades humanas; dentro de esta tarea, la santificación del trabajo profesional tiene una función peculiar: la de ser "eje" de la santificación en medio del mundo. Aunque este tema lo veremos más adelante con cierto detalle 279, vale la pena citar aquí otro texto que muestra el relieve del trabajo profesional para "el reinado de Cristo en los corazones y, a partir de ellos, en el mundo" 280. Después de recordar las palabras de Jn 12, 32, san Josemaría comenta:
Unidos a Cristo por la oración y la mortificación en nuestro trabajo diario, en las mil circunstancias humanas de nuestra vida sencilla de cristianos corrientes, obraremos esa maravilla de poner todas las cosas a los pies del Señor, levantado sobre la Cruz, donde se ha dejado enclavar de tanto amor al mundo y a los hombres.
Así simplemente, trabajando y amando a Dios en la tarea que es propia de nuestra profesión o de nuestro oficio, la misma que hacíamos cuando Él nos ha venido a buscar, cumplimos ese quehacer apostólico de poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de todas las actividades de los hombres: porque ninguna de esas limpias actividades está excluida del ámbito de nuestra labor, que se hace manifestación del amor redentor de Cristo.
De esta manera, el trabajo es para nosotros, no sólo el medio natural de subvenir a las necesidades económicas y de mantenernos en lógica y sencilla comunidad de vida con los demás hombres, sino que es también –y sobre todo– el medio específico de santificación personal que nuestro Padre Dios nos ha señalado, y el gran instrumento apostólico santificador, que Dios ha puesto en nuestras manos, para lograr que en toda la creación resplandezca el orden querido por Él.
El trabajo, que ha de acompañar la vida del hombre sobre la tierra (cfr. Gn 2, 15), es para nosotros a la vez –y en grado máximo, porque a las exigencias naturales se unen otras claramente de orden sobrenatural– el punto de encuentro de nuestra voluntad con la voluntad salvadora de nuestro Padre celestial 281.
Según Pedro Rodríguez, san Josemaría "comprendió que Dios quería (...) que la actividad secular del cristiano, en su más abarcante extensión, fuese signo e instrumento de la Cruz redentora de Cristo; (...) en definitiva, "comprendió" el significado salvífico de la secularidad cristiana" 282.
2) En esos mismos textos se refiere también a lo "profano" (lo que de por sí no es "sagrado" 283). Convertir lo profano en sagrado "aun siendo profano", significa que una actividad profesional –la medicina, la construcción, la hostelería, etc.–, sin cambiar su naturaleza y su función en la sociedad, con su autonomía y sus leyes propias, se puede convertir en oración, en diálogo con Dios, y así se santifica: se purifica y eleva. Por esto afirma:
En rigor, no se puede decir que haya realidades profanas, una vez que el Verbo de Dios se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar el mundo con su presencia y con el trabajo de sus manos, porque fue designio del Padre reconciliar consigo, pacificándolas por la sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo (Col 1, 20) 284.
3) Al hablar de poner al Señor "en la entraña" de las actividades humanas pone además de manifiesto que esa transformación de lo profano en santo o sagrado ocurre en lo más íntimo de la actividad. En efecto, la esencia de esa transformación es la caridad, el amor sobrenatural, que informa y vivifica enteramente aquello que se hace:
¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32) 285.
Algunas veces, en lugar de decir "en la entraña", san Josemaría escribe "en la cumbre" o "en la cima", como a continuación del pasaje apenas citado:
Si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! 286
Por una parte, "en la cumbre" equivale a "en la entraña", pues decir que el amor de Cristo vivifica una actividad desde su entraña es tanto como decir que la preside desde su cumbre. Por otra parte la expresión "en la cumbre" o "en la cima" añade algo: parece indicar que en esa actividad se tiene que ver a Cristo, pues "no puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte, ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 14-16). Por tanto, decir que el cristiano ha de poner a Cristo en la cima de su trabajo, significa que el amor con el que lo realiza se ha de manifestar en el trato con los demás, en la actitud de entrega y de servicio. Con naturalidad, se debe notar la caridad de Cristo en la conducta de sus discípulos, junto con la competencia profesional y dentro de ella. Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (cfr. 2Co 2, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro 287.
Hay también otro sentido de la expresión "poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas", que es consecuencia de lo anterior: quien hace su trabajo por amor a Cristo y para que los hombres, al verlo, glorifiquen a Dios, debe tratar de realizarlo lo mejor posible también humanamente, con la mayor perfección de que sea capaz. Así pone a Cristo en la cima de su trabajo. Esto no significa que haya de ser el mejor en esa tarea, pero sí que ha de esforzarse por llevarla a cabo con la mayor competencia humana que pueda adquirir y poniendo en práctica las virtudes cristianas empapadas por el amor a Dios. Poner al Señor en la cumbre del propio trabajo "no se ha de entender en términos de éxito terreno" 288; es algo que está al alcance de todos, no sólo de algunos particularmente dotados; es una exigencia personal: cada uno ha de ponerlo en la cumbre de sus actividades aunque humanamente no destaque en ellas.
El sentido más profundo, sin embargo, de ese "poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas", y en el que se encierran los anteriores, es el de unir el trabajo y todas las actividades buenas a la Santa Misa, cumbre de la vida de la Iglesia y del cristiano 289. Se encierran ahí los sentidos anteriores, porque unir el trabajo al Sacrificio de Cristo implica realizarlo por amor y con la mayor perfección humana posible. Entonces el trabajo se convierte en un acto de culto a Dios: se santifica por su unión con el Sacrificio del Altar, renovación o actualización sacramental del Sacrificio del Calvario, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei 290. El sentido tradicional de la expresión "opus Dei", que designa el oficio litúrgico, se abre en las palabras de san Josemaría al trabajo y a todas las actividades. Pide al cristiano que a lo largo de su jornada sea "alma de Eucaristía", porque sólo así Cristo estará en la cumbre de su actividad. Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía (...). Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando-sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí 291.
No prolongamos más esta línea, verdadero eje de la enseñanza de san Josemaría, porque necesitaríamos hablar de la edificación de la Iglesia, que es el tema del capítulo siguiente. Dejaremos sólo enunciada la idea central. La Eucaristía edifica la Iglesia porque reúne en un solo Cuerpo a quienes participan en ella: "puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17). Se ha dicho que "la Eucaristía es el cumplimiento de la promesa del primer día de la gran semana de Jesús: "Cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32)" 292. Se alcanza a entrever entonces el profundo significado que encierra el hecho de que la luz recibida por san Josemaría sobre este texto le llegara precisamente mientras alzaba la Hostia 293: en el momento de la Consagración, en la Santa Misa. Cuando el cristiano une su trabajo al Sacrificio del Altar, ese trabajo santificado edifica la Iglesia porque hace presente la fuerza unificadora de la Eucaristía: la acción de Cristo que por el Espíritu Santo atrae a todos los hombres y a todas las cosas hacia sí.
4) El camino que Dios quiso mostrar a san Josemaría para hacer realidad el reinado de Cristo (es decir, la adhesión libre de los hombres a su reinado), no era principalmente el de que los fieles promovieran colectivamente entidades que sirvieran de catalizadores del espíritu cristiano en la sociedad, tales como escuelas, medios de comunicación, iniciativas asistenciales, etc. Sin excluir todo esto, lo principal era que cada uno personalmente procurase levantar la Cruz de Cristo en la cima de su trabajo y de los deberes ordinarios, santificando sus tareas y siendo fermento de vida cristiana en su lugar en el mundo. Un modo poco vistoso y poco brillante de contribuir al reinado de Cristo, pero portador de toda la eficacia de la promesa divina.
Poner a Cristo en la cumbre de "todas las actividades humanas" para que Él reine, no significa tampoco que su reinado será el resultado del influjo humano de un gran número de cristianos actuando en todas las profesiones. Es el Señor quien atraerá hacia sí todas las cosas, si un puñado de cristianos fieles, hombres y mujeres, procuran ser auténticamente santos cada uno en su lugar en medio del mundo. No es una cuestión de proporciones humanas. Lo que entendió san Josemaría es que se nos pide a los cristianos que pongamos a Cristo en la entraña de nuestra actividad, quizá de muy poco relieve social, y que si lo hacemos así, Él atraerá todas las cosas hacia sí: no sólo aquellas que son efecto de nuestro limitado trabajo, sino todas y en todo el mundo.
Desde 1931 estaba claro que aquellas palabras, que relata San Juan –et ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32)–, debíamos entenderlas en el sentido de que le alzáramos, como Señor, en la cumbre de todas las actividades humanas: que Él lo atraería todo hacia sí, en su reinado espiritual de amor 294.
Así como querer que Cristo reine en la propia vida incluye buscar la propia perfección –las virtudes humanas informadas por la caridad, para ser a imagen de Cristo "perfecto hombre" 295–, así también querer que Cristo reine en la sociedad exige buscar su perfeccionamiento: el bien común temporal, del que forma parte el progreso. En realidad no es un simple paralelismo entre el bien de la persona y el de la sociedad, como si la búsqueda de lo uno pudiera ser independiente de lo otro. Lo que llamamos bien común de la sociedad es bien de las personas que la constituyen. Y a su vez, el bien de las personas contribuye al bien común de la sociedad, siempre que este último se entienda de modo integral. Las condiciones de vida social que se intenta mejorar no se reducen al desarrollo económico y al bienestar material, aunque ciertamente los incluyen. Son también, y antes –en sentido cualitativo, no en el de urgencia temporal, en el que pueden a veces tener preferencia los aspectos materiales–, la libertad, la justicia, la moralidad, la paz, la cultura, etc.: todo lo que corresponde a la dignidad de la persona humana, que ha de ser amada por sí misma. La sensibilidad de san Josemaría hacia este tema es muy aguda:
Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (cfr. Tertuliano, Apologeticum, 17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor 296.
En las líneas anteriores hemos mencionado los conceptos de "bien común temporal" y de "progreso". Son términos que aparecen frecuentemente en sus escritos. Conviene preguntarse qué entiende por ellos.
En cuanto al "bien común temporal" recordemos que el Concilio Vaticano II lo describe como el "conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección" 297. San Josemaría no ofrece ninguna definición. Podemos suponer que la noción que emplea coincide con la del Concilio, porque es la clásica.
Por lo que se refiere al "progreso humano", es una expresión que prácticamente coincide con la anterior, pero pone el acento en el desarrollo dinámico del bien común, más que en las condiciones ya alcanzadas. En este sentido es un concepto más limitado, y puede volverse ambiguo si se pierde de vista el de bien común. Por ejemplo, no es progreso humano el desarrollo de instrumentos que sólo puedan usarse para realizar el mal de modo técnicamente más perfecto. Por eso san Josemaría lo pone algunas veces entre comillas para indicar que es contrario al bien de la persona humana: un "progreso", que devuelve a la selva 298. En la casi totalidad de los textos, sin embargo, el término progreso equivale a bien común o forma parte de él 299: El progreso rectamente ordenado es bueno, y Dios lo quiere 300.
Desear sinceramente el reinado de Cristo en la sociedad implica, por tanto, procurar el bien común temporal y el progreso. Este bien o este progreso es un "fin" porque se ha de querer en sí mismo y no solamente como medio para alcanzar otro bien, ya que la persona humana es esencialmente social, y lo que pertenece a su esencia –en este caso la formación de la sociedad y su perfeccionamiento– tiene razón de fin, no de medio. Sin embargo, no es el fin último sobrenatural, ni anticipo de éste, porque ningún bien terreno puede ser en sí mismo incoación de los bienes sobrenaturales. La búsqueda del progreso de la sociedad humana es un fin subordinado a la búsqueda de la santidad, al fin último sobrenatural.
No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (cfr. Hb 13, 14), porque este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar (Jorge Manrique, Coplas, V). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos des-entendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes 301.
Que el cristiano no ha de pretender construir en este mundo una "Ciudad definitiva" significa que no ha de poner en el progreso objetivamente realizado el fin último de su vida. No obstante tiene que buscarlo como fin propio al que tienden las actividades temporales. Para quienes, como Teilhard de Chardin en Le milieu divin 302, ven el progreso humano como un proceso evolutivo hacia "los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que habita la justicia" (2P 3, 13), que llegará al final de los tiempos cuando todas las cosas sean "recapituladas en Cristo" (cfr. Ef 1, 10), esta actitud de buscar el progreso sin poner el sentido último de la vida en conseguirlo efectivamente, quitaría fuerza a la misma búsqueda del progreso. Para san Josemaría no es así. El progreso en cuanto resultado del obrar no es el fin último sobrenatural ni un anticipo de éste. Es, sin embargo, importante, porque al ser un fin del hombre (que se ha de ordenar al fin último sobrenatural) y no sólo un medio, es una imagen real de la plenitud escatológica de la creación. Nos estamos refiriendo al establecimiento de la justicia, de la paz, de las condiciones de libertad y, en definitiva, a lo que el Magisterio a partir de Pablo VI ha llamado "civilización del amor". No estamos hablando de cualidades de la persona sino de condiciones objetivas de vida en el mundo, de progreso objetivamente alcanzado. Esas condiciones son una imagen de los "nuevos cielos y de la nueva tierra", no un anticipo. Es posible que en la historia haya retrocesos objetivos, una pérdida del progreso alcanzado hasta entonces, lo cual no significa que las personas que viven en esos momentos no progresen hacia la santidad (por eso decimos que para ellos el progreso de la sociedad no es anticipo del fin último sobrenatural).
Al ser imagen de "los cielos nuevos y tierra nueva" y de la "recapitulación de todas las cosas en Cristo", el logro efectivo y objetivo de unas mejores condiciones de vida, materiales y espirituales, es un elevado valor y una meta irrenunciable, especialmente para aquellos que han sido llamados a santificar las actividades temporales desde dentro. Ya hemos dicho que los cristianos sólo avanzarán hacia la santidad si cumplen el mandamiento original de cultivar y perfeccionar este mundo, buscando ese progreso humano. Ahora bien, hay que añadir algo más. Esos positivos logros objetivos son nada menos que lugar y "materia" de contemplación. Recuérdese lo que dijimos en el capítulo 1º: análogamente a como Dios vio que era bueno lo que había creado porque manifestaba su bondad, el hombre puede contemplar a Dios en la perfección de su trabajo realizado (en sus efectos), porque ese trabajo es participación del poder creador de Dios.
En definitiva, afirmar que el progreso no es el fin último sobrenatural ni un anticipo suyo, no es quitarle importancia. Es solamente no divinizar el progreso. Es divinizado el hombre al buscar el progreso humano con su trabajo santificado, pero no son santificados, en sentido estricto, los efectos de ese trabajo. Ciertamente el mundo será transformado al final de los tiempos, cuando todas las criaturas sean "recapituladas" en Cristo, reflejando de modo nuevo la gloria de Dios, pero esto será efecto de una acción divina sobrenatural.
La exégesis del texto paulino que habla de la "recapitulación de todas las cosas en Cristo" (Ef 1, 10), tiene una larga historia 303. Parece que fue sobre todo Teodoreto de Ciro (s. V) quien lo interpretó en el sentido de que al final de los tiempos serían reunidos bajo Cristo Cabeza ("recapitulados") no sólo los ángeles y los hombres sino también el mismo cosmos transformado y hecho incorruptible; de ahí, según Teodoreto, que san Pablo escriba que "la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19) y que "gime y sufre con dolores de parto hasta el momento presente" (Rm 8, 22) 304.
En esta misma línea, santo Tomás afirma que al final de los tiempos, "así como el cuerpo humano [de los hijos de Dios] se revestirá de una cierta forma sobrenatural de gloria (...) así toda criatura sensible recibirá una cierta novedad de gloria" 305, y esto permitirá contemplar a Dios también en las criaturas materiales en las que "aparecerán manifiestamente los indicios de la divina majestad" 306. "Según esta reflexión –comenta Fernando Ocáriz– la realidad de los nuevos cielos y la nueva tierra recapitulados en Cristo, es decir, el estado final y definitivo del cosmos, será tal que no exista ruptura ni desproporción entre la contemplación amorosa inmediata de la Trinidad por parte del alma de los hombres bienaventurados y lo que éstos, con sus ojos glorificados, vean en el mundo material" 307.
Si tal es el destino final del cosmos perfeccionado por el trabajo del hombre, ¿cómo no advertir la importancia del progreso objetivamente alcanzado (no sólo de su búsqueda, que está fuera de cuestión), para el cristiano que, ya en esta tierra, quiere vivir para la gloria de Dios y contemplarle?
La búsqueda del progreso temporal en orden al reinado de Cristo es parte integrante de la santificación del trabajo profesional, eje de la santidad en el mensaje de san Josemaría. Y lo es porque la santificación del trabajo implica la elevación de la misma realidad humana del trabajo al orden de la santidad. Humanamente el trabajo es fuente de progreso, de civilización y de bienestar 308. Por su naturaleza es medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres 309. Quien quiera santificar su trabajo no puede prescindir de esta realidad. Necesariamente habrá de aspirar al progreso temporal, para ordenarlo a Dios. No es admisible pensar que, para ser cristiano, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana 310.
Lejos de despreciar la búsqueda del progreso temporal y lejos al mismo tiempo de divinizarlo, más allá también de las posturas encarnacionistas y escatologistas extremas a las que hicimos referencia 311, la enseñanza de san Josemaría está empapada de la sabiduría de la Encarnación, de la Cruz y de la Resurrección de Cristo 312. El siguiente texto, dirigido a los miembros del Opus Dei pero válido en general para los fieles laicos, es emblemático de esa sabiduría:
Ha querido el Señor que, con nuestra vocación, manifestemos aquella visión optimista de la creación, aquel amor al mundo que late en el cristianismo. No debe faltar nunca la ilusión, ni en vuestro trabajo ni en vuestro empeño por construir la ciudad temporal. Aunque, al mismo tiempo, como discípulos de Cristo que han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5, 24), procuréis mantener vivo el sentido del pecado y de la reparación generosa, frente a los falsos optimismos de quienes, enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3, 18), todo lo cifran en el progreso y en las energías humanas 313.
De este texto nos interesa destacar ahora dos aspectos:
1) El empeño por construir la ciudad temporal es un deber de aquellos hijos de Dios que han sido llamados a santificar el mundo desde dentro. Promover todos los bienes derivados de la dignidad de la persona (...) especialmente el de la libertad personal 314, forma parte constitutiva del empeño para que Jesucristo reine en la sociedad. Más aún: No sólo no hay incompatibilidad entre el cristianismo y los problemas que surgen al hilo del progreso de la ciudad temporal, sino que –al revés– los verdaderos valores del hombre y su dignidad personal y social únicamente podrán salvaguardarse, integrados en la concepción cristiana de la vida 315.
2) El reinado de Cristo no se reduce a ese progreso terreno. Es un reino de santidad. Por eso se equivocan quienes "todo lo cifran en el progreso", como si fuera el fin último, e intentan "edificar la sociedad prescindiendo absolutamente de la religión" 316. Un tal progreso no puede ser íntegro, porque hace caso omiso de aspectos fundamentales del bien común, como el de "reconocer y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos" 317, y con frecuencia se concentra sólo en el bienestar material, convirtiendo a sus protagonistas en "enemigos de la cruz de Cristo" (Flp 3, 18). San Josemaría previene de esta visión horizontal del progreso humano:
Volved los ojos a esos pueblos, que han alcanzado un crecimiento casi increíble de cultura y de progreso; que, en pocos años, han llevado a cabo una evolución técnica admirable que les proporciona un alto nivel de vida material. Sus investigaciones –es una maravilla cómo Dios ayuda a la inteligencia humana– deberían haberles movido a acercarse a Dios, porque, en la medida en que son realidades verdaderas y buenas, proceden de Dios y conducen a Él.
Sin embargo, no es así: tampoco ellos, a pesar de su progreso, son más humanos. No pueden serlo, porque, si falta la dimensión divina, la vida del hombre –por mucha perfección material que alcance– es vida animal. Sólo cuando se abre al horizonte religioso culmina el hombre su afán por distinguirse de las bestias: la religión, desde cierto punto de vista, es como la más grande rebelión del hombre, que no quiere ser una bestia 318.
Se dirá acaso que son palabras excesivas, porque el hombre que rechaza a Dios sigue siendo hombre y puede realizar muchas obras humanamente nobles y buenas. Esto no lo niega san Josemaría, como puede verse en otros textos suyos 319. Sus palabras hacen referencia a la expresión de san Pablo en 1Co 2, 14: yucikos de anqrwpo ou decetai ta tou pneumatos, que la Vulgata traduce "animalis autem homo non percipit quae sunt Spiritus Dei". Lo que afirma san Josemaría, con toda la antropología cristiana, es que, sin Dios, el hombre no puede vivir una vida íntegramente digna.
Podemos concluir con el breve comentario a un texto de la Escritura que liga la relación del hombre con los bienes de este mundo y con Dios, poniendo en conexión lo que acabamos de tratar –el reinado de Cristo en la sociedad– con su reinado en los corazones, que hemos considerado al inicio del capítulo:
Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor 320.
* * *
1. Vivir y morir con Cristo. Un conciso resumen de la vida cristiana se encuentra en el párrafo conclusivo del Via Crucis:
Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él 322.
San Josemaría no separa nunca la identificación personal con Cristo (la santidad) de la corredención (el apostolado). Sólo se puede identificar con Cristo quien coopera con Él en su misión redentora. La vida cristiana es una vida de amor a Cristo y de amor a los demás en unión con Cristo, y para vivir esta vida es necesario "morir a uno mismo": combatir el amor propio desordenado (las diversas formas de egoísmo) y la voluntad "propia" (en el sentido que ya conocemos: "propia" como independiente de la Voluntad de Dios). Este "morir a uno mismo" se realiza por la mortificación y la penitencia, que no son algo negativo sino el camino para vivir la vida de Jesucristo 323.
2. Contemplación y Cruz. En el lenguaje común, cuando se habla de "contemplar" un paisaje, o una puesta de sol, o una obra de arte..., normalmente se quiere decir que uno se queda extasiado, admirado, y que se deleita mientras contempla. En la contemplación cristiana sucede en parte lo mismo y en parte no. También hay un gozo profundo, incomparablemente superior a cualquier otro, porque la contemplación de Dios anticipa de algún modo la visión beatífica. Sin embargo, siempre está presente la Cruz: por una parte, porque es contemplación de Cristo crucificado, ya que ahí se nos manifiesta de modo supremo el Amor de Dios y, por tanto, su gloria; y, por otra parte, porque esta contemplación no es un mirar "desde fuera", como quien mira a cierta distancia, sino la contemplación de quien participa de ese Amor estando con Cristo en la Cruz (cfr. Ga 2, 19-20).
De ahí que sea posible que la contemplación cristiana no lleve consigo ningún gusto sensible. El amor del cristiano es un amor sacrificado, un amor como el de Cristo en la Cruz, que ve al Padre y se dirige a Él desde la Cruz. En la vida del cristiano se refleja de algún modo esta misma realidad. No hay contemplación sin Cruz.
Mirar a Cristo en la Cruz lleva a descubrir también que podemos contemplar a Dios (en Cristo) en lo que padecemos, más incluso que en lo que hacemos. En la vida de Cristo, su obediencia (considerada materialmente) se consuma con un acto –porque es una actividad libre– que no consiste en hacer esto o aquello, sino en padecer hasta la muerte, con un abandono absoluto en las manos de su Padre (cfr. Lc 23, 46; Mt 27, 46). San Josemaría enseña cómo los hijos de Dios hemos de poner en práctica, en la existencia cotidiana, esta lección sublime.
No olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios. Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene –oculta o descarada e insolente– cuando no la esperamos. (...) Al admirar y al amar de veras la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos una a una sus Llagas. Y en esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos. Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura (cfr. Ct 2, 14), se cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para hallar la intimidad de Cristo: y veremos que su modo de conversar es apacible y su rostro hermoso (cfr. Ct 2, 14) 324.
3. Santidad y Cruz. No seremos santos, si no nos unimos a Cristo en la Cruz: no hay santidad sin cruz, sin mortificación 325. El reinado de Cristo en la propia vida exige sacrificio: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame" (Lc 9, 23). A pesar de la claridad de estas palabras, siempre acecha el peligro de olvidarlas. Se tiende a evitar las contrariedades de modo más o menos consciente, y así muchas cosas buenas se dejan de hacer sólo porque cuestan, aunque deberían hacerse.
La dirección espiritual es un cauce valioso para enseñar y ayudar de modo práctico y concreto a amar la Cruz: recordar que es "normal" que cueste esfuerzo renunciar a una comodidad, o superar un desánimo, o cortar con un afecto o un sentimiento que aparta de Dios, o trabajar más y mejor aunque sea sin gusto y sin ganas, o perseverar tenazmente en el apostolado, etc. Cuando la vida espiritual requiere un vencimiento que cuesta mucho, no significa que las cosas vayan mal, sino que ha llegado la hora de amar más la Cruz.
Sin participación en la Pasión de Cristo, no se puede ir detrás del Maestro. Quizá por esto contemplamos una dolorosa desbandada: muchos pretenden componer una vida según las categorías mundanas, con el seguimiento de Jesucristo sin Cruz y sin dolor. Y esto no es posible sin alterar sustancialmente el mensaje de Nuestro Redentor, porque no es el discípulo más que el Maestro (Mt 10, 24) 326.
En este sentido, san Josemaría transmite una experiencia práctica de gran importancia:
Sabed que nos sirven más las cosas que aparentemente no van y nos contrarían y nos cuestan, que aquellas otras que al parecer van sin esfuerzo. Si no tenemos clara esta doctrina, estalla el desconcierto, el desconsuelo. En cambio, si tenemos bien cogida toda esta sabiduría espiritual, aceptando la voluntad de Dios –aunque cueste–, en esas circunstancias precisas, amando a Cristo Jesús y sabiéndonos corredentores con Él, no nos faltará la claridad, la fortaleza para cumplir con nuestro deber: la serenidad 327.
4. Obediencia y Cruz. Jesucristo nos redimió obedeciendo por amor: así reparó la desobediencia. Y su obediencia culminó en la Pasión y Muerte de Cruz. "Aun siendo Hijo aprendió ("experimentó") por los padecimientos lo que significa obedecer" (Hb 5, 8). En la vida cristiana es esencial aprender a obedecer por amor (obedecer a Cristo, el Buen Pastor, y a quien ejerce su oficio). Y la obediencia se "aprende" verdaderamente, se "experimenta", cuando requiere un sacrificio que contraría la propia voluntad.
Puede suceder que durante mucho tiempo, en un cristiano que de veras quiera seguir a Cristo, la obediencia no le exija grandes vencimientos, ya sea porque al inicio resulta más fácil dejarse guiar, o porque agradan las orientaciones que se reciben. El Espíritu Santo lleva a las almas por un plano inclinado. Pero antes o después se presentan ocasiones en las que la obediencia cuesta y pide quizá heroísmo. Estas situaciones forman parte de los planes de Dios. Entonces se puede hacer más honda la realidad de que Cristo reina en el alma, y de que no se quiere la propia voluntad sino la de Dios. Ahora, que te cuesta obedecer, acuérdate de tu Señor, "factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis" –¡obediente hasta la muerte, y muerte de cruz! 328
5. Felicidad y Cruz. Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado 329. El único amor que puede colmar todas las aspiraciones del corazón humano es el amor a Dios, que es amor a Cristo y por tanto a la Cruz. En la dirección espiritual muchas veces es preciso ayudar a ser realistas y a darse cuenta de que la felicidad en esta tierra es felicidad en la Cruz: felicidad verdadera, pero con dolor. La felicidad absoluta, sin dolor de ninguna clase, sólo es posible en el Cielo, cuando Dios "enjugará toda lágrima de los ojos; y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó" (Ap 21, 4; cfr. Ap 7, 15-17).
Conviene estar prevenidos de una visión terrena o mundana de la felicidad, que la sitúa en el éxito, en la salud, en el bienestar, etc. Algo de esto puede haber tras la tristeza por un fracaso, la impaciencia por una enfermedad o la amargura por la falta de algo que se desea. Si una persona que ha descubierto su vocación cristiana y quiere amar a Dios sobre todas las cosas, no fuera feliz, no sería porque ama a Dios y se ha entregado en sus manos, sino porque no ama la Cruz y, por tanto, porque aún no se ha entregado del todo a Dios. La alegría (...) tiene sus raíces en forma de cruz 330.
La felicidad de un cristiano es un don de Dios, un fruto del Espíritu Santo, que no depende sustancialmente de las circunstancias: de la buena salud, o de la buena fortuna... Que se reciba este don depende sólo de la "buena voluntad" (cfr. Lc 2, 14). San Josemaría atestigua así su propia experiencia:
Ninguna pena me ha hecho perder el gaudium cum pace, porque Dios me ha enseñado a amar, y nullo enim modo sunt onerosi labores amantium (S. Agustín, De bono viduitatis, 21, 26); para quien ama, el trabajo no es nunca carga pesada. Por esto, lo importante es aprender a amar, porque in eo quod amatur, aut non laboratur, aut et labor amatur (ibid.): donde hay amor, todo es felicidad 331.
En Camino da este consejo:
Si salen las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que pone el incremento. –¿Salen mal? –Alegrémonos, bendiciendo a Dios que nos hace participar de su dulce Cruz 332.
6. Paz y lucha. El efectivo reinado de Cristo en el corazón se reconoce por la paz que trae consigo. Cuando todo el querer de un cristiano está en cumplir, como Cristo, la Voluntad de Dios, entonces tiene paz interior, que es un don de Dios (otro fruto del Espíritu Santo), y no la pierde a causa del dolor, de la enfermedad o del fracaso.
En esta tierra, el reino de Cristo en el alma no llega nunca a ser completo. Siempre queda algo que someterle, porque –afirma la sabiduría popular cristiana– "la soberbia muere veinticuatro horas después de haber muerto la persona" 333. Es lógico, por tanto, que tampoco la paz llegue a ser perfecta. Dios la va concediendo, pero supone al mismo tiempo una conquista progresiva, ya que siempre es necesario luchar contra la inclinación al pecado. La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz 334.
Hay también una paz de los que no quieren luchar para que Cristo reine en ellos: la paz de los vencidos "que yacen en tinieblas y en sombra de muerte" (Lc 1, 79), sin vida sobrenatural y sin verdadera libertad. En este sometimiento al "poder de las tinieblas" (Col 1, 13) por el pecado, no hay felicidad sino frustración.
7. Sembradores de paz y de alegría. Los cristianos que tratan de vivir coherentemente su vocación han de procurar ser sembradores de paz y de alegría en los caminos de los hombres 335.
Al hablar a otros de la Cruz, al invitarles a llevar una vida mortificada, al pedirles que no se dejen dominar por la comodidad, la sensualidad, la codicia, el afán de poder, etc., el cristiano no es un "aguafiestas", sino que está ayudando a ir por el camino de la felicidad, de la paz y de la alegría, bienes que sólo se encuentran plenamente en el seguimiento de Cristo. Del joven rico que no quiso seguir a Jesús, dice el Evangelio que "se fue triste" (Lc 18, 18 ss.).
El cristiano, en su apostolado, no ha de tener miedo a mover a otros a cambiar la pobre satisfacción de unos bienes materiales, por el único amor que llena el corazón de paz y alegría.
Nuestra actitud –ante las almas– se resume así, en esa expresión del Apóstol, que es casi un grito: caritas mea cum omnibus vobis in Christo Iesu! (1Co 16, 24): mi cariño para todos vosotros, en Cristo Jesús. Con la caridad, seréis sembradores de paz y de alegría en el mundo, amando y defendiendo la libertad personal de las almas, la libertad que Cristo respeta y nos ganó (cfr. Ga 4, 31) 336.
8. Ser humanos para ser sobrenaturales. El hecho de que Jesucristo haya padecido y muerto, implica que la ausencia del dolor y de la muerte no es condición exigida, en la vida presente, por la perfección del hombre. El sufrimiento hace patente la indigencia de la naturaleza humana en sí misma, con sus consecuencias para la vida espiritual y para el apostolado. Por ejemplo, ayuda a comprender que es humano compadecerse de quien sufre, en vez de volver la espalda al dolor, como aquellos que pasaron de largo ante el herido, en la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10, 31-32), o de pensar que si alguien sufre es por su culpa, como decían algunos ante el ciego de nacimiento (cfr. Jn 9, 2). Él, "perfectus Deus, perfectus Homo" –perfecto Dios y perfecto Hombre–, que tenía toda la felicidad del Cielo, quiso experimentar la fatiga y el cansancio, el llanto y el dolor..., para que entendamos que ser sobrenaturales supone ser muy humanos 337.
El sentido humano y sobrenatural del dolor no se refiere sólo a grandes sufrimientos, sino también a las cosas menudas de la vida ordinaria.
Jesús volvía de Betania con hambre (cfr. Mt 21, 18). A mí me conmueve siempre Cristo, y particularmente cuando veo que es Hombre verdadero, perfecto, siendo también perfecto Dios, para enseñarnos a aprovechar hasta nuestra indigencia y nuestras naturales debilidades personales, con el fin de ofrecernos enteramente –tal como somos– al Padre, que acepta gustoso ese holocausto 338.
9. Reinado de Cristo y trabajo profesional. Que Cristo reine en la sociedad depende, según la enseñanza de san Josemaría, de que los cristianos santifiquemos el trabajo profesional, realizándolo por amor a Dios, con toda la perfección posible. La rectitud de intención, la intensidad, el cuidado de las cosas pequeñas, el servicio a los colegas, la lealtad, etc., tienen una trascendencia que supera el ámbito inmediato. En la medida en que un cristiano obra de este modo, Cristo atrae todas las cosas hacia sí, aunque la propia tarea parezca poco importante a los ojos humanos, y aunque quizá no se perciba aún la transformación del ambiente. Este convencimiento es parte de la vida de fe, según las palabras de la Escritura: "Es necesario que Él reine, hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies" (1Co 15, 25).
Por contraste, se pone de manifiesto la importancia trascendental de evitar el aburguesamiento en el trabajo, la visión humana plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones 339, la rutina, la falta de rectitud de intención y el ansia de satisfacciones humanas.
No os podéis entibiar: la profesión u oficio es el ámbito natural de nuestro apostolado y, por tanto, el punto de encuentro constante con Dios, el terreno para nuestro diálogo divino y para nuestra lucha interior. Revelaría un síntoma indudable de tibieza que nuestro trabajo ordinario se transformara en campo para satisfacciones de afirmación personal, de influjo a lo humano, de mundano progreso 340.
10. Una batalla de paz y de amor. El reino de Cristo no se queda en la intimidad de la propia alma. Debe extenderse a la entera sociedad y necesariamente ha de contrastar con las manifestaciones del pecado. "No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada. Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su misma casa" (Mt 10, 34-36). "¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres" (Lc 12, 51-52). La naturalidad cristiana pide que no se oculte la propia vida de fe para evitar a toda costa ese choque, porque Dios cuenta con él 341.
La meditación frecuente del Salmo 2, que san Josemaría recomendaba, es una gran ayuda para profundizar en el reinado de Cristo que han de establecer los hijos de Dios. Ese reinado es el mayor bien para la sociedad, pero –como hace ver el Salmo– exige lucha, pues hay que contar con la oposición de quienes lo rechazan y confiar en la ayuda divina.
Por todos los caminos de la tierra nos quiere el Señor, sembrando la semilla de la comprensión, de la caridad, del perdón: in hoc pulcherrimo caritatis bello, en esta hermosísima guerra de amor, de disculpa y de paz 342.
Las siguientes palabras completan el sentido de esta idea:
Sin espíritu belicoso ni agresivo, in hoc pulcherrimo caritatis bello, con una comprensión que acoge a todos y colabora con todos los hombres de buena voluntad –también, sin transigir con los errores que profesan, con los que no conocen o no aman a Jesucristo–, no olvidéis que el Señor dijo: no penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada (Mt 10, 34). Es muy fácil prestar atención sólo a la mansedumbre de Jesús y orillar –porque estorban a la comodidad y al conformismo– sus palabras, divinas también, con las que nos aguijonea para que nos compliquemos la vida 343.
La conclusión más importante es que el reinado de Cristo en la sociedad exige que los hijos de Dios quieran ser santos en el lugar donde cada uno se encuentra. Recordemos un texto, citado antes parcialmente:
Un secreto. –Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. –Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. –Después... "pax Christi in regno Christi" –la paz de Cristo en el reino de Cristo 344.