Vida cotidiana y santidad
en la enseñanza de San Josemaría

CAPÍTULO PRIMERO
Dar gloria a dios: Contemplación en medio del mundo

1. LA NOCIÓN DE "GLORIA DE DIOS" Y EL ACTO DE "DAR GLORIA A DIOS"
1.1. LA NOCIÓN DE "GLORIA DE DIOS"
      1.1.1. Sentido bíblico y desarrollo histórico
      1.1.2. Síntesis doctrinal: marco de la noción en san Josemaría
      1.1.3. Aspectos característicos de la enseñanza de san Josemaría
1.2. EL ACTO DE "DAR GLORIA A DIOS"
      1.2.1. Acto de conocimiento y de amor. Prioridad del amor
1.3. GLORIA A DIOS Y SANTIDAD
2. AMAR A DIOS Y CUMPLIR SU VOLUNTAD
2.1. ELEMENTOS DEL ACTO INTERIOR DE AMOR A DIOS
2.1.1. Rectitud de intención
      2.1.2. Querer la Voluntad de Dios
      2.1.3. Corresponder al amor de Dios
2.2. CUMPLIR LA VOLUNTAD DIVINA CON OBRAS
      2.2.1. "Obras son amores"
      2.2.2. Descubrir y realizar la Voluntad de Dios
2.3. GLORIA A DIOS Y "GLORIA PROPIA"
      2.3.1. Gloria a Dios y esfuerzo
      2.3.2. Gloria a Dios, paz y felicidad
3. VIDA DE ORACIÓN. CONTEMPLACIÓN EN MEDIO DEL MUNDO
3.1. VIDA DE ORACIÓN
      3.1.1. Convertir las obras en oración
      3.1.2. Diálogo con la Santísima Trinidad presente en el alma en gracia
3.2. LA CONTEMPLACIÓN
      3.2.1. Noción de contemplación y llamada universal a la contemplación
      3.2.2. Conocimiento por connaturalidad
      3.2.3. Contemplación de hijos de Dios en Cristo
3.3. "CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO"
      3.3.1. Contemplación "mientras" se realizan las actividades ordinarias
      3.3.2. Contemplación "a través" de las actividades ordinarias
      3.3.3. Contemplación "en" las actividades ordinarias
Algunas aplicaciones prácticas


CAPÍTULO PRIMERO
Dar gloria a dios: Contemplación en medio del mundo

"Deo omnis gloria!" –Para Dios toda la gloria.
(Camino, 780)

En la tradición de la Iglesia y en la enseñanza de san Josemaría, la actitud primordial del cristiano, la ambición más alta y la que ha de estar más profundamente arraigada en el alma, la aspiración que debe presidir toda la conducta y estar presente en todos los actos como su orientación más radical y profunda, esa actitud que llamamos fin último, es el afán de "dar gloria a Dios".

Cualquier fiel cristiano entiende lo que esta expresión significa, al menos de modo genérico. "Adorar a Dios", "honrarle", "reconocer su grandeza"... son los conceptos que enseguida evoca en la mente. Pero es fácil reducir inconscientemente su alcance, pensando que "dar gloria a Dios" consiste sólo o principalmente en pronunciar unas palabras de alabanza, una invocación, un "Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo", proferido más con la boca que con la vida. Menos frecuente será encontrar quien comprenda que "dar gloria a Dios" es un modo de vivir: un "vivir para la gloria de Dios", un no querer más que su Gloria 1. Pero es esto precisamente lo que enseña san Josemaría: Hacer de la vida corriente en medio del mundo un canto de gloria a Dios.

Al tratarse de la expresión más básica del fin último de la vida cristiana, en este capítulo 1º están comprendidos todos los temas de la Parte I. El "dar gloria a Dios" acabará traduciéndose, al terminar el capítulo , en santificación y apostolado. Pero hay entre medias un camino que recorrer, cuyo final se entenderá bien sólo si se ha comprendido el principio, porque no es más que su desarrollo. Y el principio sólo se acabará de comprender, a su vez, al final. Cada paso permitirá clarificar lo que estaba contenido en el anterior, al desplegarse la acción de dar gloria a Dios, hasta que podamos admirar al conjunto de su riqueza.

En este capítulo 1º hablaremos únicamente de los aspectos generales implicados en el "dar gloria a Dios", sin entrar en los particulares. Por ejemplo, se dirá que dar gloria a Dios es amarle cumpliendo su Voluntad, pero no se explicará todavía que esto comporta buscar que Cristo reine, porque será el objeto del capítulo . También veremos que dar a Dios toda la gloria significa contemplarle en la vida ordinaria, pero no nos detendremos aún en explicar que contemplamos a Dios en la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Más aún, sólo al final del capítulo veremos que esa contemplación se traduce, en último término, en ser "almas de Eucaristía", haciendo de la Santa Misa el "centro y la raíz" de la propia vida.

La secuencia de ideas del presente capítulo puede observarse en los subtítulos principales. Dar gloria a Dios es conocerle y amarle. Amarle verdaderamente reclama el empeño de cumplir su Voluntad con obras. La permanencia de este amor es la vida de oración, cuya cima es la contemplación. Dar a Dios toda la gloria significa, para san Josemaría, buscar ser contemplativos en la vida ordinaria.

1. LA NOCIÓN DE "GLORIA DE DIOS" Y EL ACTO DE "DAR GLORIA A DIOS"

Recordemos el texto citado en la visión general de esta Parte I:

Hemos de dar a Dios toda la gloria. Él lo quiere: gloriam meam alteri non dabo, mi gloria no la daré a otro (Is 42, 8). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria (Canon de la Misa). Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María 2.

Para san Josemaría, la primera expresión del fin último de la vida cristiana es "dar gloria a Dios". Esta fue la aspiración suprema que guió todos sus pasos. De palabra y por escrito repitió innumerables veces: Deo omnis gloria!, ¡para Dios toda la gloria!

¿En qué consiste "dar gloria a Dios"? Para responder, es necesario preguntarse primero qué se entiende por "gloria de Dios" y, más exactamente, qué entiende san Josemaría cuando usa esta expresión.

1.1. LA NOCIÓN DE "GLORIA DE DIOS"

Nos encontramos aquí por primera vez con una cuestión metodológica que se nos presentará con frecuencia a lo largo de estas páginas. San Josemaría no suele dar muchas explicaciones de su vocabulario teológico. En el caso que ahora nos ocupa no indica explícitamente qué entiende por "gloria de Dios". Utiliza la expresión dando por supuesto que todos, o al menos los destinatarios de su predicación, la entienden, porque la emplea en el sentido tradicional y común que posee en aquel momento. Pero nosotros hemos de preguntarnos si por "gloria de Dios" se entiende hoy lo mismo que en esa época, o si ha habido un desarrollo relevante de la doctrina católica que sea necesario tener en cuenta para no interpretar los textos en un sentido diverso al original.

La cuestión se repetirá en otros temas y plantea, como acabamos de decir, un problema de método. Cuando haya que precisar, por ejemplo, qué supone para san Josemaría "querer que Cristo reine", tendremos que aclarar primero la noción de "reinado de Cristo" que subyace a su enseñanza. Será preciso tener en cuenta que comienza a emplearla en época de Pío XI, pero que se trata de una noción que ha experimentado cierta evolución en el Magisterio de los decenios sucesivos, por lo que deberemos preguntarnos si la emplea en el sentido inicial o en otro más próximo al que adquiere después. Algo semejante sucederá cuando hablemos de la edificación de la Iglesia: será necesario examinar primero la noción de "Iglesia" que está en la base de su enseñanza; y como el desarrollo de la eclesiología en el siglo XX ha sido muy considerable, se hará imprescindible ver si ese desarrollo está presente en su pensamiento.

Al preguntarnos ahora qué entiende san Josemaría por "gloria de Dios", la tarea es mucho más sencilla, ya que esta noción apenas ha sufrido evolución en los últimos decenios. Se observan quizá algunas novedades en la especulación teológica, pero no parece que hayan sido asumidos por la doctrina común.

Para señalar que no ha habido un desarrollo doctrinal importante del concepto de "gloria de Dios" desde la época en que predica san Josemaría, nos parece suficiente hacer notar, teniendo en cuenta los límites de nuestro trabajo, que los elementos de esa noción contenidos en el Catecismo de la Iglesia Católica 3, de 1992, se encuentran ya en el antiguo Catecismo para los párrocos 4 y en el Concilio Vaticano I 5. También los datos bíblicos y doctrinales que emplea el Magisterio pontificio reciente 6 son sustancialmente los que ya se encontraban en uno de los mejores diccionarios bíblicos existentes en los primeros años de la predicación de san Josemaría, editado en 1903 7, así como en la voz "Gloire de Dieu" del Dictionnaire de Théologie Catholique, publicada en el tomo de 1925 8, y en la correspondiente, mucho más amplia, del Dictionnaire de spiritualité, publicada en un fascículo de 1967 9.

Para exponer nuestra noción no haremos uso de propuestas teológicas que no eran doctrina común en tiempos de san Josemaría, o al menos no emplearemos los elementos de esas propuestas que no lo eran. Nos referimos en particular al tema de la gloria de Dios desplegado con amplitud en la obra teológica de Hans Urs von Balthasar 10, cuyo propósito es "desarrollar la teología cristiana a la luz del tercer trascendental, es decir, completar la visión del verum y del bonum mediante la del pulchrum" 11. Este punto de vista, importante para la comprensión de la contemplación, se encuentra solamente incoado en santo Tomás cuando dice que la gloria implica la manifestación de la belleza 12. En san Josemaría, la noción de contemplación se abre a su realización en las actividades temporales y, quizá por este hecho, aúna la perspectiva de todos los trascendentales, sin separar el conocimiento de la verdad del amor al bien y del gozo en la belleza. Lo veremos en la tercera parte del capítulo.

Nos bastará, por tanto, indicar lo que se entiende comúnmente por "gloria de Dios" en la doctrina católica, suponiendo que san Josemaría se mueve en ese ámbito conceptual. Para exponer esta noción podemos recurrir no sólo a autores clásicos, como san Agustín o santo Tomás, y a escritos contemporáneos a san Josemaría, sino también a otros posteriores, como los textos de Juan Pablo II que citaremos, precisamente porque no ha habido un desarrollo relevante. Escogeremos los que nos parezcan más claros para transmitir la noción.

1.1.1. Sentido bíblico y desarrollo histórico

En la Sagrada Escritura la gloria de Dios es Dios mismo en cuanto se manifiesta a los hombres. Es una expresión que recorre todos los libros de la Biblia, desde el Génesis hasta la grandiosa visión de la gloria celestial en el Apocalipsis. En el Antiguo Testamento el término hebreo es ka-bo-d, "peso", de modo que ka-bo-d Jahvé sería "el peso" de Dios, en el sentido de su grandeza y majestad infinitas. Por derivación, el término se aplica también al hombre y al pueblo de Israel en la medida en que reflejan la gloria divina (o bien, con un sentido moralmente negativo, en la medida en que intentan atribuirse una importancia perteneciente sólo a Dios).

En la versión griega de los LXX, ka-bo-d fue traducido por doxa, "opinión" (en el sentido de fama o celebridad). Esta traducción comportó, según Kittel, un cambio de significado en el término griego, "pasando de la idea de pensar y de suponer, que son actos subjetivos, a expresar la objetividad absoluta, la realidad de Dios" 13. Mientras que en la cultura griega la doxa es un bien que comúnmente se busca (alcanzar fama o celebridad), en la Biblia, la gloria de Dios, dojxa tou` Qeou`, no es algo a lo que Dios aspira: es la manifestación de su ser que demanda alabanza por parte del hombre.

En el Nuevo Testamento, la gloria de Dios es la gloria del Padre (cfr. Mt 16, 27; Mc 8, 38; Lc 9, 26). En el cuarto evangelio aparece vinculada a la persona de Jesucristo: "Hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre" (Jn 1, 14; cfr. Jn 8, 54; Jn 17, 5; Jn 17, 24). San Pablo habla de "la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo" (2Co 4, 6; cfr. Col 2, 9), y de "la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios" (2Co 4, 4). El cristiano, enseña el Nuevo Testamento, está llamado a participar en esa gloria en la vida futura (cfr. Flp 3, 21; 2Ts 2, 14); pero ya ahora puede tener un "peso de gloria" (2Co 4, 17), como hijo adoptivo de Dios, según las palabras de Jesús en la última Cena: "Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno" (Jn 17, 22) 14. Esta comunicación de gloria es obra del Espíritu Santo (cfr. 2Co 3, 18; Rm 8, 30).

En la Patrística, la noción de gloria de Dios está poco presente al inicio, quizá por los problemas del uso del término griego. Parece que corresponde a Orígenes el mérito de haber discernido claramente la diferencia entre las acepciones profanas de "doxa" y la noción bíblica, y de haberla reintroducido en el pensamiento teológico 15. En todo caso, ya a partir del Concilio de Nicea (325), gloria designa a veces la misma naturaleza divina que el Padre comunica al Hijo –afirmar que el Verbo posee la gloria equivale a afirmar su consubstancialidad con el Padre–, y con más frecuencia la revelación de la majestad de Dios a los hombres. A partir del siglo IV, el concepto bíblico de gloria de Dios es central en los Padres, que "lo utilizan sobre todo cuando hablan de la función reveladora del Verbo encarnado, de la divinización del cristiano, de la contemplación y de la visión beatífica" 16. Es decir, unas veces el concepto de gloria se emplea para designar la majestad misma de Dios en su Vida íntima; otras, para indicar su manifestación al hombre realizada máximamente en Jesucristo; otras, para señalar lo que esto representa en el hombre: su divinización como hijo adoptivo de Dios y, en consecuencia, su llamada a la contemplación en esta tierra y a la visión beatífica en el Cielo. San Gregorio de Nisa entiende que Dios ha manifestado su gloria, no para obtener nuestra alabanza, como si necesitara algo, sino "por la sobreabundancia de su amor (...), para que el hombre tomara parte de los bienes de Dios" 17. San Ireneo muestra la concatenación de estas realidades cuando escribe: "la gloria de Dios es que el hombre viva [Vida sobrenatural]; y la vida del hombre es la visión de Dios" 18. La gloria de Dios se manifiesta en que el hombre viva Vida sobrenatural, es decir, que participe de su gloria; la plenitud de esta Vida es la visión beatífica en el Cielo, y su anticipo más perfecto en la tierra es la contemplación.

La enseñanza de san Josemaría se encuentra en esta línea, pero incorpora también elementos del desarrollo posterior de la noción, en el que ha tenido gran importancia la definición de gloria empleada por san Agustín: "clara cum laude notitia" 19, una clara fama con alabanza, o el conocimiento de la fama de alguien acompañado de alabanza. La gloria de Dios es el reconocimiento de su majestad, con alabanza. Como se ve, esta definición identifica la gloria con el glorificar, lo cual se comprende cuando se trata del uso profano del término, pues una persona tiene gloria si los demás reconocen su fama. Pero cuando se trata de Dios, su gloria es la misma Vida divina manifestada, a la que nuestro reconocimiento sólo añade que participamos de ella.

Es posible que la definición agustiniana haya contribuido a que el concepto de gloria se centrara en la acción del hombre más que en la manifestación de Dios. En cualquier caso, históricamente se ha tendido a identificar la gloria de Dios con la alabanza y el servicio por parte del hombre, desconectándolos, al menos en cierta medida, de la participación en la gloria misma, es decir, de la divinización del hombre y de su condición de hijo de Dios.

De todas formas, no siempre ha sido así. Algunos autores medievales reflejan de modo más completo la noción bíblica cuando distinguen entre la gloria de Dios en sí y la acción del hombre que lo glorifica 20. En otros, que mantienen esta distinción, se presenta un problema nuevo: el de identificar la gloria de Dios sólo con su Bondad, sin mencionar los otros trascendentales, la Verdad y la Belleza. "Dei gloria sive bonitas" 21, escribe san Buenaventura. La gloria de Dios es su Bondad que se comunica a las criaturas. Santo Tomás de Aquino se refiere explícitamente a la mencionada distinción entre la gloria de Dios en sí y su participación en el hombre 22, pero emplea relativamente poco la noción de gloria y privilegia la de bondad: Dios obra "sólo por su Bondad" 23 y las criaturas tienden a su perfección, que es una semejanza de la bondad divina, por lo que "la Bondad divina es el fin de todas las cosas" 24. No es la gloria de Dios el fin, sino su Bondad. No obstante, la noción de gloria de Dios está implícita, como se ve cuando santo Tomás afirma que "mediante cierta imitación, la bondad divina está representada en las criaturas para la gloria de Dios" 25. El concepto bíblico está sin duda presente, pero el término "gloria" se usa menos.

Esta situación se prolongará hasta después del Concilio de Trento, cuando poco a poco se restaura el término "gloria" para hablar del fin de la vida cristiana. No nos detenemos en señalar las causas del cambio, en el que posiblemente influyen las posiciones en parte divergentes de Lessius y de Suárez. En todo caso, a partir del s. XVI difícilmente se encontrará un maestro de vida espiritual que no le reconozca un lugar primordial. En las obras de Luis de Granada, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Francisco de Sales y en los autores de la escuela francesa del siglo XVII, el deseo de glorificar a Dios convirtiendo la propia vida en una constante alabanza interior representa la cima de sus aspiraciones. En san Ignacio de Loyola se traduce en el lema "Ad maiorem Dei gloriam" 26, que pone el acento en la realización de obras de servicio. Para Ignacio glorificar a Dios y servir a Dios son "prácticamente equivalentes" 27.

Pasando ya a la primera mitad del siglo XX, vale la pena mencionar tres artículos de carácter teológico-devocional sobre la gloria de Dios, firmados por P.M. Sulamitis y publicados en 1931 28. Con toda probabilidad san Josemaría los conocía. La autora refleja el concepto común de gloria de Dios. Se sirve de la distinción entre la "gloria esencial" y la "gloria exterior" que incluye la santificación del hombre, para explicar que dar gloria a Dios consiste en identificar libremente la propia voluntad con la Voluntad divina 29.

La enseñanza de san Josemaría se inscribe en esta línea tradicional. Las referencias a la gloria de Dios y a la participación en ella –tanto "pasiva" (ser divinizado por la gracia) como "activa" (glorificar a Dios con los propios actos)– son numerosas en sus obras 30, lo cual es índice de la centralidad de la noción en su doctrina. No ofrece, sin embargo –ya lo dijimos–, una explicación teológica de su significado. Se limita generalmente a reproducir los textos de la Escritura que hablan de la gloria del Padre, de su manifestación plena en Jesucristo y de su reflejo en el cristiano divinizado por la gracia y hecho hijo adoptivo de Dios. Si se quisiera estudiar la noción de "gloria de Dios" que emplea, debería deducirse de lo que dice sobre la acción de "dar gloria a Dios", que interpreta como participar de modo consciente y libre en la Vida divina, siendo contemplativos en la existencia ordinaria o, lo que es lo mismo, santos (entendiendo la santidad en sentido moral). Encontraríamos, como venimos diciendo, una clara sintonía con la Patrística griega, a la vez que serían visibles las huellas de la tradición espiritual de los últimos siglos, tamizada por su espíritu específico de filiación divina y de contemplación en medio del mundo. Enseguida lo veremos, pero antes conviene que hagamos una síntesis doctrinal de la noción de gloria de Dios teniendo en cuenta el desarrollo histórico que hemos resumido.

1.1.2. Síntesis doctrinal: marco de la noción en san Josemaría

Se habla de "gloria de Dios" de dos modos conexos: como "gloria interior" y como "gloria exterior". El siguiente texto de Juan Pablo II refleja la doctrina tradicional y nos puede servir muy bien de marco: "Lo que la Biblia llama "gloria de Dios" (ka-bo-d Jahvé, doxa tou Theou) es ante todo Dios mismo: la "gloria interior" (...), la infinita perfección de la Divinidad en la Trinidad de Personas (...), la plenitud de Verdad y de Amor en el contemplarse y donarse recíproco (y por tanto en la comunión) del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (...). Con la creación del mundo comienza una nueva dimensión de la gloria de Dios, llamada "exterior" para distinguirla de la precedente" 31.

Al ser la "gloria interior de Dios" la infinita perfección de la Vida de la Santísima Trinidad, coincide con la "santidad de Dios" 32. Por otra parte, la Sagrada Escritura condensa la Vida divina en una frase: "Dios es amor" (1Jn 4, 8). De ahí que la gloria de Dios sea también su "amor esencial, común a las tres Personas divinas" 33. Este amor tiene una "expresión personal" 34: el Espíritu Santo, Amor que procede del Padre y del Hijo por una sola espiración, al conocerse y donarse mutuamente 35. Vemos así que la "gloria interior de Dios", la "santidad de Dios" y el "amor de Dios" son tres modos de referirse a la misma realidad. Paralelamente, para el cristiano, como veremos después, "dar gloria a Dios" equivale a "ser santo", y la santidad consiste en "amar a Dios" con el amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones.

La "gloria exterior" es la irradiación de la santidad de Dios (cfr. Is 6, 3), la manifestación de la suma Verdad, Bondad y Belleza, que se compendia en la manifestación del Amor en sus obras 36, en primer lugar en la creación (cfr. Rm 1, 20). El Magisterio de la Iglesia enseña, en efecto, que Dios ha creado el mundo "para manifestar su perfección a través de los bienes que otorga a las criaturas (...). El mundo ha sido creado para la gloria de Dios" 37. Todas las criaturas la reflejan en mayor o menor grado y por eso Dios las "contempla" cuando las crea (cfr. Gn 1, 31), porque poseen una cierta semejanza con el Ser divino 38. El mundo, las criaturas todas del Señor son buenas. Nos enseña la Sagrada Escritura que, concluida la obra maravillosa de la Creación, terminados el cielo y la tierra con su espléndido cortejo de seres (cfr. Gn 2, 1), contempló Dios todo lo que había hecho y vio que todo era muy bueno (Gn 1, 31) 39.

Entre todas las criaturas de esta tierra, la persona humana es la que mayormente manifiesta la gloria de Dios. Tanto en su ser, porque ha sido creada "a su imagen y semejanza" (Gn 1, 26), con un alma espiritual, como en su obrar libre, porque el gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios 40.

El hombre ha recibido la capacidad y la misión de perfeccionar la creación material espiritualizándola mediante su trabajo 41, y la de constituir la familia y la sociedad humana de modo que reflejen en cierta medida la comunión de Personas en la Santísima Trinidad. Cuando estas realidades humanas –el trabajo, la familia, la sociedad– se configuran según los designios de Dios, irradian su gloria 42.

Pero hay que considerar también que esta "gloria exterior" –la manifestación que Dios ha hecho de Sí mismo–, no es sólo "natural" sino "sobrenatural", porque Dios ha revelado el misterio de su Vida íntima en la Trinidad de Personas y ha llamado al hombre a participar de esa Vida 43. La adopción sobrenatural permite divinizar o santificar las actividades humanas, y reflejar la gloria divina de un modo nuevo.

El pecado ha oscurecido el brillo de la gloria de Dios en el hombre y en la entera creación visible, pero ha sido también ocasión para que Dios manifestara aún más su Amor por medio de la Encarnación del Verbo y del envío del Espíritu Santo.

El Verbo en quien han sido creadas todas las cosas (cfr. Jn 1, 14; Col 1, 16-17) "se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14). Jesucristo Nuestro Señor es "resplandor de la gloria de Dios e impronta de su sustancia" (Hb 1, 3), "en Él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9).

Todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas. A Dios, escribe el Evangelista San Juan, nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, existente en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (Jn 1, 18) 44.

El designio de Dios Padre para disipar la noche del pecado en el mundo ha sido que el Hijo se abajara asumiendo la naturaleza humana (cfr. Flp 2, 7-8) y "entrara" así en las mismas tinieblas para desvanecerlas con su luz (cfr. Jn 1, 5), iluminando desde dentro las realidades creadas mediante el cumplimiento de la Voluntad divina (cfr. Hb 10, 5-8), hasta reinar sobre todas las cosas para ofrecerlas, purificadas y renovadas, al Padre (cfr. 1Co 15, 25-28).

Con la venida de Jesucristo, "la luz ha brillado en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron" (Jn 1, 5). Para que los hombres la recibieran ha sido enviado el Espíritu Santo, que atrae a todos hacia Cristo (cfr. Jn 12, 32) formando su Cuerpo místico, la Iglesia, "plenitud de quien llena todo en todas las cosas" (Ef 1, 23). La gloria de Dios Uno y Trino se manifiesta así en la Iglesia, "pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" 45, "signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" 46. Brilla singularmente en la Santísima Virgen María, miembro más excelente y "tipo de la Iglesia" 47 por su maternidad divina. Después de Ella, se manifiesta también en los santos y, por último, en cada miembro del Cuerpo místico en la medida en que esté unido a la Cabeza por el vínculo del Espíritu Santo.

En síntesis, la gloria interior de Dios, su Vida de Amor, se ha manifestado exteriormente en sus obras: en la obra creadora –sobre todo con la creación del hombre a su imagen y semejanza, y la elevación a la vida sobrenatural como hijo adoptivo–; en la obra redentora, con la Encarnación, Vida, Muerte, Resurrección y Ascensión a los Cielos de Jesucristo Nuestro Señor; y en la obra santificadora, con el envío del Espíritu Santo para atraer a los hombres a Cristo y hacerles partícipes de su misión formando la Iglesia.

1.1.3. Aspectos característicos de la enseñanza de san Josemaría

Aunque la noción de gloria de Dios en san Josemaría es la misma que se encuentra en la doctrina teológica común de la época, cabe señalar algunos aspectos que destacan especialmente en su predicación. Podemos sintetizarlos en cinco puntos.

1. El acto de dar gloria a Dios se dirige a cada una de las tres Personas en la unidad de la esencia divina:

Me llena de alegría tu grandeza, tu hermosura, tu poder, tu belleza: ¡gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo! 48

Habla al único Dios (en singular: "tu grandeza, tu hermosura..."), pero proclama la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, pues a las tres Personas, consubstanciales en la Divinidad, les corresponde "igual gloria" 49.

En otros textos, cuando no se refiere a la inmanencia trinitaria sino a la economía salvífica, glorifica a Dios Padre, por Cristo, en la unidad y bajo la acción del Espíritu Santo 50. En Surco, por ejemplo, aconseja al lector:

que te olvides de ti, y pienses sólo en la gloria de tu Padre Dios; que sometas filialmente tu voluntad a la Voluntad del Cielo, como te enseñó Jesucristo; que secundes dócilmente las luces del Espíritu Santo 51.

Aquí la gloria va encaminada hacia el Padre, porque está hablando de la economía salvífica, en la que el Hijo y el Espíritu Santo han sido enviados para que los hombres glorifiquen al Padre. Hay también textos que hablan de "dar gloria a Cristo", porque tienen presente tanto la inmanencia trinitaria como la economía salvífica. Un ejemplo:

Que ningún afecto te ate a la tierra, fuera del deseo di vinísimo de dar gloria a Cristo y, por Él y con Él y en Él, al Padre y al Espíritu Santo 52.

2. En las siguientes palabras –que ponen el acento en que el hombre sin Dios, o por sí mismo, es nada– afirma implícitamente que la gloria de Dios es Dios mismo, ya que darle gloria no es otra cosa que reconocerle como "todo", origen y fin de todas las cosas.

"Deo omnis gloria". –Para Dios toda la gloria. –Es una confesión categórica de nuestra nada. Él, Jesús, lo es todo. Nosotros, sin Él, nada valemos: nada 53.

Otra idea completa lo anterior: Él te promete la gloria, el amor suyo 54. Es decir, la gloria de Dios es su misma vida intratrinitaria de amor, y ese amor es dado al hombre. La criatura humana, que de por sí "no vale nada" (en el sentido de que ella no es causa de su valor como criatura), es elevada y enriquecida hasta el punto de participar en la gloria de Dios, en el amor de Dios.

Nuestra vida, en medio de las limitaciones propias de la condición terrena, será un anticipo de la gloria del cielo, de esa comunidad con Dios y con los santos, en la que sólo reinará el amor 55.

3. El siguiente texto pone la gloria de Dios en relación con la filiación divina y la santificación en medio del mundo (en la redacción se dirige a los fieles del Opus Dei pero, como tantas veces, la enseñanza no se aplica sólo a ellos).

Os pido sencillamente que toquéis el cielo con la cabeza: tenéis derecho, porque sois hijos de Dios. Pero que vuestros pies, que vuestras plantas estén bien seguras en la tierra, para glorificar al Señor Creador Nuestro, con el mundo y con la tierra y con la labor humana 56.

Dos aspectos de la noción de gloria de Dios se dan cita en estas palabras. El primero parece contrastar con la afirmación anterior de que el hombre sin Dios "es nada", porque subraya su grandeza como hijo de Dios por la gracia. Si antes veíamos que la gloria de Dios es el mismo Dios en cuanto se manifiesta, ahora vemos que esa manifestación, esa gloria, no es sólo algo exterior al hombre, sino su misma participación en la naturaleza divina, su adopción sobrenatural. La enseñanza de san Ireneo, según la cual la gloria de Dios es que el hombre viva (Vida sobrenatural), la encontramos en san Josemaría formulada de otro modo: "la gloria de Dios es que el hombre sea hijo suyo en Cristo".

Y hay un segundo aspecto. La gloria de Dios es que el hombre viva como hijo de Dios ("que con la cabeza toque el Cielo") santificando las realidades temporales ("con los pies en la tierra, con la labor humana"). La gloria de Dios, Dios mismo, se ha de manifestar en el mundo por medio del trabajo y de toda la vida ordinaria de los hijos de Dios. Aquí no se trata principalmente de realizar unas particulares "obras de apostolado" y de servicio a las almas, sino de cumplir los propios deberes por amor, con espíritu de servicio y afán apostólico: buscar la santidad en medio del mundo, cada uno en su profesión y en su estado, y así dar gloria a Dios 57. Después de estas palabras añade que esto trae como consecuencia una multitud de obras de apostolado 58.

En definitiva, podemos decir que la gloria de Dios consiste en que sus hijos santifiquen su trabajo y todos sus deberes ordinarios, transformándolos en medio de oración y de contemplación. Esto es lo que destaca san Josemaría. Si así "dan gloria a Dios" es porque "la gloria de Dios" está ahí, Dios se manifiesta ahí, porque hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 59.

Durante treinta años, Jesucristo Nuestro Señor ha manifestado la gloria del Padre en la vida ordinaria. No daba gloria a Dios como si esto fuera algo "añadido" a sus tareas, sino que esa vida ordinaria era gloria, manifestación de Dios. Nosotros, predica san Josemaría,

descubrimos en este mundo, en nuestras ocupaciones, en nuestra fatiga, el medio para charlar con Dios: la contemplación surge como un elemento vital para seguir trabajando, y para dar gloria al Creador 60.

4. Deo omnis gloria! indica para san Josemaría que la vida del cristiano ha de ser una vida de adoración, de culto a Dios. Recuérdese que la expresión, en el texto citado al inicio del capítulo, remite al Canon de la Misa 61, cumbre del "culto a Dios según la religión cristiana", en frase de santo Tomás 62.

Todo se ha de orientar a la gloria de Dios en unión con el Sacrificio de Cristo y de su Cuerpo místico, la Iglesia. Precisamente ésta será la conclusión final de los tres capítulos de la Parte I. Veremos que el cristiano da gloria a Dios haciendo de la Misa el centro y la raíz 63 de su entera existencia, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto 64. De momento nos interesa sólo señalar que san Josemaría ve en la Eucaristía la gloria de Dios, su más sublime manifestación. Allí donde Dios está "escondido" a los ojos de la carne, la fe descubre la suprema presencia de su Amor, la sublimidad de su gloria. Por eso, cuando describe la actitud del alma cristiana ante las maravillas que obra Dios, sus palabras, transidas de emoción, culminan en la contemplación del misterio eucarístico:

Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. –Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! –¡tuyo!– tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía 65.

5. A la doxología "gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo", san Josemaría añade algunas veces audazmente: y gloria a Santa María 66. Siendo María una criatura, el complemento necesita explicación. Se justifica no sólo en el sentido de que la Virgen ha sido glorificada, hecha singularmente partícipe de la gloria de la Santísima Trinidad, sino porque es figura de la Iglesia inseparablemente unida a Cristo como el Cuerpo a la Cabeza. El "gloria a Santa María" se relaciona con las palabras que usa para proclamar la santidad de la Iglesia: ¡Santa, Santa, Santa!, nos atrevemos a cantar a la Iglesia, evocando el himno en honor de la Trinidad Beatísima 67. También este punto lo desarrollaremos al final de la Parte I, al hablar del Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!

1.2. EL ACTO DE "DAR GLORIA A DIOS"

Hemos visto la noción de "gloria de Dios" en la tradición teo lógica y algunos elementos que destacan en san Josemaría. Nos hemos de preguntar ahora en qué consiste, por parte del cristiano, "dar gloria a Dios".

El verbo "dar" no representa ningún problema cuando se trata de las criaturas irracionales, ya que todas "dan gloria a Dios" o "narran su gloria" –como reza el Salmo 68– al reflejar en mayor o menor medida, pero de modo necesario, sus perfecciones. En cambio, cuando se trata del hombre, "dar gloria a Dios" designa una acción que se puede realizar u omitir.

Sólo nosotros, los hombres –no hablo aquí de los ángeles– nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe 69.

Dar gloria a Dios no es sólo fin "del" hombre, como lo es de todas las criaturas, sino también fin "para" el hombre: algo que puede proponerse o no en su obrar libre.

Creados, y constituidos en corona y cabeza de la creación corpórea, hemos sido ordenados por naturaleza a servir a Dios y a rendirle culto de adoración, de amor y de alabanza 70.

1.2.1. Acto de conocimiento y de amor. Prioridad del amor

La actividad humana de dar gloria a Dios es el reconocimiento laudatorio de la majestad divina: "clara cum laude notitia" 71, según la definición de san Agustín que hemos recordado antes. El hombre da gloria a Dios cuando reconoce y alaba la manifestación de su gloria, en todas sus formas. Este es el fin último de su vida: conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres 72.

Para dar gloria a Dios es necesario conocer las manifestaciones de su gloria; se requiere la presencia en nuestro entendimiento de una imagen de sus perfecciones tal como las conocemos por la razón o por la revelación sobrenatural (cfr. Rm 1, 20-21) 73. Sin embargo, glorificar a Dios no implica un mero conocimiento intelectual "teórico", por así decir, sino un conocimiento amoroso: es un acto de conocimiento y de amor.

Las perfecciones de Dios –su "gloria interior"– se resumen en el Amor intratrinitario, y su "gloria exterior" es la manifestación de ese Amor, fuente de todos los dones. De ahí que "dar gloria a Dios" sea reconocer y gustar la belleza de su Amor. Y sólo puede reconocerla el que ama. "El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor" (1Jn 4, 8). "Dar gloria a Dios" es, por tanto, reconocer su Amor amándole. O lo que es lo mismo, amar la manifestación de su Amor, complacerse en ella, pues "el amor es la complacencia del bien" 74.

"Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado" (Jn 17, 3), dice el Señor. Este "conocimiento" en el que consiste la vida eterna es un conocimiento-amor, como se puede advertir cuando el Señor afirma que "nadie conoce al Padre sino el Hijo" (Mt 11, 27), ya que en el seno de la Santísima Trinidad el Hijo conoce al Padre amándole en el Espíritu Santo 75.

A nosotros, hijos adoptivos, nos ha sido enviado el mismo Espíritu que, siendo el Amor del Padre y del Hijo, es también "Espíritu de verdad" (Jn 16, 13; cfr. 1Co 2, 10) que hace conocer a Jesucristo. El fin último de la vida cristiana consiste en que "viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquél que es la cabeza, Cristo" (Ef 4, 15).

Entre los dos aspectos de nuestro "dar gloria a Dios" –conocerle y amarle–, la prioridad corresponde al amor. "Es mejor amar a Dios que conocerle" 76, afirma santo Tomás. Ciertamente, no se puede amar a Dios sin conocerle; pero en el que ama a Dios es más noble su amor que su conocimiento. Por eso "dar gloria a Dios" se resume en lo que de más alto y noble implica: amar a Dios. San Josemaría lo expresa así:

Yo no debo tener más preocupaciones que tu Gloria..., en una palabra, tu Amor 77.

1.2.2. Incoación de la visión beatífica

En el Cielo, la participación en la Vida divina por la que los santos dan gloria a Dios, es la visión beatífica: una "visión amorosa" en la que ver a Dios "cara a cara" (1Co 13, 12) es inseparable de amarle. Es un ver que hace amar, y un amar que hace ver con nueva profundidad. En el Cielo, escribe san Pablo, "conoceré como soy conocido" (1Co 13, 12). Análogamente a como Dios –que es Amor– conoce a sus hijos, así le conocen sus hijos al verle en el Cielo.

En la tierra, en cambio, el acto por el que el cristiano da gloria a Dios es un acto de las tres virtudes teologales entramadas –la fe, la esperanza y la caridad–, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana 78. Aún no es el momento de exponer con detalle estas virtudes y su perfeccionamiento por los dones del Espíritu Santo 79. Nos limitamos a señalar que el acto de dar gloria a Dios está constituido por un conocimiento de Dios por la fe, unido al deseo de la felicidad en Dios –la esperanza– y vivificado por el amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones (cfr. Rm 5, 5). Este acto puede tener lugar en cualquier circunstancia. Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad 80. En el Cielo no habrá fe, sino visión; ni habrá esperanza, sino posesión de la felicidad en Dios; pero habrá caridad, que será perfecta (cfr. 1Co 13, 8-13). Gracias a la caridad, el acto de fe y de esperanza vivificado por ella suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día 81. En definitiva, dar gloria a Dios es esencialmente un acto de amor (caridad) que presupone la fe y la esperanza, a las que vivifica o informa ("da forma") 82.

Este conocimiento amoroso de Dios exige poner en juego no sólo las energías de la inteligencia y de la voluntad, sino también los afectos humanos sensibles, según las palabras del Salmo: "mi corazón y mi carne se regocijan en el Dios vivo" (Sal 84, 3). El hombre ha de dar gloria a Dios con todo su ser 83. Dios no es objeto de conocimiento sensible, pero sí lo son sus obras y sobre todo la Humanidad Santísima de Jesucristo. Principalmente gracias a la Encarnación, el hombre puede amar a Dios también de modo afectivo. El mismo hecho de la Encarnación muestra, de una manera nueva y profunda, que el cristiano puede dar gloria a Dios con todo su ser espiritual y corporal; y que lo puede hacer en cualquier actividad humana noble, si la lleva a cabo como Cristo.

Hay una equivalencia entre dar gloria a Dios y amarle, que se encuentra en san Josemaría por todas partes, por ejemplo cuando exhorta a hacer todo por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria 84. Se trata de un "Amor" –en Camino lo escribe con mayúscula, cuando se refiere al amor a Dios– que presupone la fe y la esperanza, y que debe informar también las virtudes humanas, porque sólo así el cristiano puede realizar por amor las tareas que reclaman el ejercicio de esas virtudes.

Enseguida profundizaremos en lo que es "amar a Dios", pero hemos de interrumpir un momento el hilo del discurso, para aclarar la relación entre "dar gloria a Dios" y "ser santos". Efectivamente, "dar gloria a Dios" es el fin último de la vida cristiana, pero es también frecuente afirmar que el fin último es la santidad.

1.3. GLORIA A DIOS Y SANTIDAD

La revelación suprema de Dios en la historia humana ha tenido lugar con el envío del Hijo Unigénito y del Espíritu Santo. Las misiones visibles de las Personas divinas son "prolongación" ad extra de las procesiones invisibles intratrinitarias 85. La Teología reciente lo expresa señalando que "la "oiko-nomia" es la base de toda "theo-logia"" 86.

El envío del Hijo muestra el Amor del Padre –"tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito" (Jn 3, 16)– y por tanto su gloria: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14). Por el envío del Espíritu Santo somos conducidos a reconocer la gloria de Dios manifestada en Cristo: "el Espíritu de la verdad, os guiará hacia toda la verdad (...). Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará" (Jn 16, 13-14). Al enviarnos al Hijo y al Espíritu Santo, Dios nos ha hecho partícipes de la Vida íntima de la Santísima Trinidad. Dar gloria a Dios es entonces reconocer y amar la manifestación de su gloria, pero no solamente "desde fuera" sino participando en su Vida íntima como hijos adoptivos unidos al Hijo por el Espíritu Santo. En este sentido san Josemaría recuerda el texto paulino según el cual Dios "nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos (...) a gloria suya" (Ef 1, 4-6). Y comenta: Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal 87.

Se puede comprender así la relación entre gloria de Dios y santidad. Dar gloria a Dios es vivir vida sobrenatural de modo consciente y libre. Plenamente ocurrirá en la "gloria celestial", por la visión beatífica. Pero ya en esta tierra el hombre puede tener un anticipo de la gloria del cielo, de esa comunidad con Dios y con los santos, en la que sólo reinará el amor 88. Ya ahora el cristiano da gloria a Dios en la medida en que vive vida sobrenatural, como hijo de Dios en Cristo, por el Espíritu Santo: es decir, en la medida en que es santo. Por eso, "dar gloria a Dios" y "ser santo" son dos modos de designar la misma actividad nuestra, el fin último de la vida espiritual en esta tierra.

Pero hay un orden conceptual en la base de estas dos expresiones. Aunque el fin último de la vida cristiana es tanto "dar gloria a Dios" como "ser santo", no se trata de dar gloria a Dios para ser santo. Es al revés: se ha de procurar ser santo para dar gloria a Dios. La gloria de Dios –enseña san Josemaría– es el último fin al que se ordena la santificación propia y la de los demás 89.

En Forja lo expresa así: Otra cosa no busco; sólo quiero su agrado y su Gloria: todo para Él. Si quiero la salvación, la santificación mía, es porque sé que Él la quiere 90. Porque en efecto, radicalmente, si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible 91.

Completando lo anterior hemos de dejar apuntada también la inseparabilidad entre dar gloria a Dios y manifestar su gloria, porque es el fundamento de la inseparabilidad entre santidad y apostolado. En efecto, puesto que la gloria de Dios es la manifestación de sus perfecciones, se comprende que dar gloria a Dios no se puede reducir a reconocer esas perfecciones y amarlas, sino que exige mostrarlas a los demás. De ahí que cuando decimos que el fin de la vida espiritual es dar gloria a Dios, queremos decir: dar gloria a Dios manifestando a los demás su gloria. Esta exigencia no es "un añadido" sino un elemento de su sustancia, de modo semejante a como pertenece a la sustancia de la luz el alumbrar: "Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 16). El Señor, comenta san Josemaría, quiere que su luz brille en la conducta y en las palabras de sus discípulos 92.

Igualmente, cuando se afirma que dar gloria a Dios es ser santos, lo que se quiere indicar es: ser santos comunicando a otros la santidad, ser santos para santificar 93. No en el sentido de causa eficiente, pues solamente Dios puede causar la santidad, sino en el de ser instrumentos suyos para que la conceda a otros, y de vivirla en comunión con ellos. "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1, 3). La vida sobrenatural es esencialmente una realidad de comunión, participación en la comunión de las tres Personas divinas como miembros de la Iglesia.

Por la misma razón, cuando se dice que dar gloria a Dios consiste en amarle, lo que se quiere decir es que consiste en amar a Dios y al prójimo por Dios, pues son realidades inseparables 94. "Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor alcanza en nosotros su perfección (...). Si alguno dice: amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso" (1Jn 4, 12.20).

En fin, este nexo necesario entre dar gloria a Dios y reflejar su gloria, o entre ser santos y comunicar la santidad, o entre el amor a Dios y el amor al prójimo, es, como decíamos, la raíz de la inseparabilidad de santificación y apostolado. No hace falta detenerse ahora en el término Apostolado, que indica la participación en la misión que Cristo confió a los Apóstoles y que consiste en atraer a toda la humanidad a la Iglesia (tema de los capítulos y ), pero conviene tener presente que el fin de la vida espiritual incluye estas dos nociones en un único acto. La santidad y el apostolado forman una sola cosa 95, escribe san Josemaría. Es una idea en la que insiste constantemente.

Desde luego, así como sólo puede reflejar la luz del sol quien la recibe, así también es necesario dar gloria a Dios para poder reflejarla voluntariamente. No tendría sentido que alguien pretendiera manifestar a otros la gloria de Dios sin glorificarle él mismo; o que quisiera atraer a los demás a Dios sin buscar personalmente la unión con Él. Tampoco tendría sentido la actitud opuesta: un querer dar gloria a Dios como algo reservado para uno mismo, que excluyera a los demás; o buscar la unión con Dios, pero sin procurar que otros la alcancen. Ante ambas desviaciones pone en guardia san Josemaría: se ha puesto de relieve, muchas veces, el peligro de las obras sin vida interior que las anime: pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior –si es que puede existir– sin obras 96.

2. AMAR A DIOS Y CUMPLIR SU VOLUNTAD

Retomemos el hilo de nuestro discurso, que dejamos en la afirmación de que dar gloria a Dios consiste en amarle, y consideremos ahora con más detalle lo que significa "amar a Dios". Veremos primero los elementos constitutivos del acto interior de amor a Dios, y después la importancia de realizar su Voluntad con obras, por amor suyo.

2.1. ELEMENTOS DEL ACTO INTERIOR DE AMOR A DIOS

Clásicamente se suele decir que el amor a Dios comporta "elección", "benevolencia" y "amistad" 97. Comporta "elección", porque amar a Dios implica elegirle como fin último de la propia vida, haciendo todo con "rectitud de intención". Comporta "benevolencia", es decir, querer el bien de la persona amada, porque amar a Dios es querer lo que Él quiere, adherirse a su Voluntad. Y comporta "amistad" porque es un amor de benevolencia mutuo: el amor del hombre a Dios es respuesta al amor de Dios a cada hombre: "Nosotros amamos, porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19).

En las enseñanzas de san Josemaría, dar a Dios toda la gloria es obrar por amor suyo en todo lo que se hace, y comprende los tres aspectos que se acaban de enunciar y que trataremos de explicar en los apartados siguientes.

2.1.1. Rectitud de intención

En general, el término "amor" indica la tendencia de la persona hacia un bien. Aquí lo utilizamos en el sentido de acto consciente y libre, como es habitual al tratar de la vida espiritual. No llamamos amor a un impulso instintivo, sino a la tendencia hacia un bien elegido por la voluntad. Es lo que hace san Josemaría cuando pregunta a propósito del amor a Dios: ¿De qué amor se trata? La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa< más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir 98. En esa determinación de la voluntad interviene el entendimiento. Diligente viene del verbo diligo, que es amar, apreciar, escoger como fruto de una atención esmerada y cuidadosa 99.

De acuerdo con esto, dar gloria a Dios implica reconocerle como Supremo Bien y elegirle como fin último de todas las acciones. Es poner en práctica la exhortación de san Pablo: "Hacedlo todo para la gloria de Dios" (1Co 10, 31). Esta actitud se llama "rectitud de intención". Para san Josemaría, en efecto, la rectitud de intención está en buscar "sólo y en todo" la gloria de Dios 100. Es la primera y más fundamental actitud de la vida cristiana.

Lo contrario –la falta de rectitud de intención– consiste en elegir más o menos conscientemente como fin último un bien creado, y en definitiva a uno mismo: elegir la propia gloria al margen de la gloria de Dios. Cuando se opta por esta última posibilidad,

la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gn 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios 101.

2.1.2. Querer la Voluntad de Dios

Amar a Dios implica no sólo "elección" –reconocerle como Supremo Bien y fin último para nosotros–, sino también "benevolencia": querer su bien. Obviamente no se trata de querer para Dios un bien que no tenga y que le perfeccione, sino de querer lo que Él quiere: querer su Voluntad, causa de todo bien. En este sentido, amar a Dios implica "bendecir" a Dios ("decir su bien"), proclamar los designios de su Voluntad ensalzándolos y deseando realizarlos: "Te alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos", reza la Iglesia en el Gloria.

Cuando se trata del amor a una persona humana, querer su bien no es siempre lo mismo que querer su voluntad, pues puede suceder que quiera algo que no le conviene. Pero cuando se trata del amor a Dios, querer el bien es querer lo que Él quiera. Por eso, la mejor expresión del amor de benevolencia a Dios es la petición del Padrenuestro: "Hágase tu voluntad" (Mt 6, 10). No decimos estas palabras, comenta san Cipriano, "en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere" 102.

El modelo perfecto de amor a Dios es el amor del Hijo hecho hombre. Se manifiesta en la identificación de su voluntad humana con la Voluntad del Padre, como Él mismo declara: "No he venido al mundo para hacer mi voluntad, sino la Voluntad de Aquel que me ha enviado" (Jn 6, 38); "mi alimento es hacer la Voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34). Y así hasta la entrega de la propia vida: "Padre, (...) no se haga mi voluntad sino la tuya" (Lc 22, 42).

San Josemaría insiste constantemente en este punto, que prolonga e incluye el de la rectitud de intención. Para dar gloria a Dios hay que hacer todas las cosas con rectitud de intención (para su gloria) y querer todo lo que Dios quiera. Por eso, en sus enseñanzas, el "dar gloria a Dios" se expresa muchas veces como "querer la Voluntad de Dios": querer lo que Él quiera como actitud radical, porque Él lo quiere, sea lo que sea, aun antes de saber en concreto en qué consiste. Quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras... 103, solía rezar, con palabras de una antigua oración del Misal Romano.

Esta actitud se muestra nítidamente en su vida desde el momento en que, todavía adolescente, comprende que Dios le pide algo. A partir de entonces comienza a suplicar: Domine, ut videam!, para conocer lo que Dios quiere; y a la vez repite: Domine, ut sit!, pidiendo que se realice, es decir, que él realice lo que Dios quiera, sea lo que sea.

Al comprobar que Jesús esperaba algo de mí –¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam –Maestro, que vea– me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla 104.

La ocasión en la que mejor se comprueba la sinceridad de esta actitud es el dolor, ya que el sufrimiento contradice la tendencia natural de la voluntad pero el cristiano sabe no obstante que el dolor ha sido querido por Dios para nuestro bien, al haber pecado el hombre, y que tiene un sentido redentor, manifestado plenamente en la Pasión y Muerte de Jesucristo 105. Por esto san Josemaría enseña a aprovechar esas circunstancias para intensificar la unión con la Voluntad divina: "Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. –Amén. –Amén" 106. Y habla de grados en el querer la Voluntad de Dios, que corresponden a la actitud ante el dolor. Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios 107. Al subir esos escalones, se produce una adhesión creciente a la Voluntad divina. Así se ve que dar gloria a Dios no consiste únicamente en aceptar su Voluntad (cosa que hace tanto el que se resigna como el que la ama), sino en cumplirla con total identificación. Quien ama la Voluntad de Dios incluso en el dolor, y no se limita a resignarse, es quien le glorifica más plenamente.

Nótese que san Josemaría distingue entre "querer" y "amar" la Voluntad de Dios. Quizá la distinción se pueda entender de diversos modos. Por nuestra parte pensamos que el "querer" tiene por objeto "algo" que Dios quiere, mientras que el "amar" se refiere propiamente a "alguien", en este caso a Dios mismo. Por encima del querer lo que Dios quiere está el amar a Dios queriendo lo que Él quiera. En último extremo, el amor a Dios no consiste en querer algo que Él quiere, sino en amarle a Él. Para san Josemaría esta actitud ha de llegar a constituir la identidad psicológica más profunda de un hijo de Dios, como su "nombre propio". Ojalá pueda decirse que la característica que define tu vida es "amar la Voluntad de Dios" 108.

2.1.3. Corresponder al amor de Dios

El amor a Dios no es sólo un amor de elección (elegirle como fin último) y de benevolencia (querer su Voluntad), sino también un amor de "amistad", porque es una respuesta a su Amor por nosotros que ha de tener como medida el amor que Él nos tiene; ha de ser, por tanto, sin medida: "con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Mc 12, 30). Es un amor mutuo, como entre amigos, pero pleno y sublime, porque Dios, al hacernos hijos suyos y partícipes de su naturaleza, nos ha dado su mismo Amor para que le amemos. "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5). Esto hace posible no sólo querer lo que Dios quiera, sino "querer con Dios", o sea, querer "con el mismo querer de Dios". Es el "escalón" más alto de los que menciona san Josemaría cuando sitúa por encima del "querer la Voluntad de Dios" el "amar la Voluntad de Dios" 109. Como dice Carlos Cardona, "el amor es ser arrebatado por el amado, la fusión en él y la identificación con él y como él. El amor hace del amado un alter ego, o quizá mejor: hace de mí otro tú, me identifica con el tú (sobre todo con el Tú absoluto divino) y me hace vivir su vida" 110.

Santo Tomás observa que en el amor a Dios hay "una circulación de bien a bien que es propia de la eternidad del amor divino" 111. Podemos amar a Dios "porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19). El amor del hombre a Dios ha de ser verdaderamente una correspondencia al suyo: una redamatio 112. San Josemaría lo expresa con un dicho de su tierra natal: "Amor con amor se paga" 113.

El amor de Dios por nosotros se ha revelado de modo supremo con la entrega del Hijo en la Cruz para redimirnos del pecado. "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4, 10). San Juan indica así en qué consiste el Amor de Dios por nosotros: en haber enviado a su Hijo para salvarnos, en habernos entregado todo lo suyo, pues todo lo que tiene el Padre es su único Hijo. Y el Hijo hecho hombre nos ha amado también entregándose completamente, pues "nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Se trata, además, de un amor dirigido personalmente a cada uno, de modo que cada hombre puede hacer suyas las palabras de san Pablo: "me amó y se entregó por mí" (Ga 2, 20).

Si éste es el amor de Dios por nosotros, la redamatio del cristiano ha de ser una entrega completa, sin límite.

Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma 114.

Las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad 115.

Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras 116.

En definitiva, el amor a Dios ha de ser un amor con todas las fuerzas y sobre todas las cosas. Sólo así el amor de un cristiano es "semejante" al amor de Dios por él; sólo así el cristiano llega a ser verdaderamente "amigo de Dios".

A la vez, es necesario decir que entre el amor del hombre a Dios y el de Dios al hombre hay una desemejanza mayor que la semejanza 117. Él no busca un bien para Sí al amarnos –su Amor es puro Don–, mientras que los hombres buscamos y alcanzamos nuestra perfección y felicidad al amarle. No obstante, por nuestra incorporación a Cristo, podemos corresponder al Amor del Padre con el amor con el que Cristo nos ha redimido; y podemos amar a los demás como Cristo, con una caridad que quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres 118. El mandamiento del amor a los demás declarado en el Antiguo Testamento –"Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18)– se revela así en plenitud como mandamiento nuevo: "que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 13, 34).

El amor de Cristo es un "amor misericordioso", un amor penetrado por la misericordia del Padre que perdona los pecados y las miserias de sus hijos. Así también, el amor de un hijo de Dios ha de ser un amor misericordioso: un amor que quiere reparar a Dios por las ofensas de los hombres y un amor que sabe perdonar a los demás, un amor lleno de la misericordia divina que no rechaza a quien peca sino que reacciona ante los agravios con una sobreabundancia de entrega 119.

En definitiva, procurar que la propia vida sea un ejercicio constante de esta posibilidad de amar con el mismo amor de Cristo, es vivir para la gloria de Dios 120.

2.2. CUMPLIR LA VOLUNTAD DIVINA CON OBRAS

Dar gloria a Dios no consiste en un mero conocimiento y amor interiores. El acto interior es auténtico sólo si incluye querer cumplir la Voluntad divina. "No todo el que me dice: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos" (Mt 7, 21). Tu clamar "¡Señor!, ¡Señor!" –comenta san Josemaría– ha de ir unido, de mil formas diversas en la jornada, al deseo y al esfuerzo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios 121.

2.2.1. "Obras son amores"

El amor a Dios ha de traducirse en hechos, según la exhortación de san Juan: "No amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad" (1Jn 3, 18). San Josemaría cita con frecuencia este texto 122 y expresa la misma idea también con un adagio castellano que quedó grabado en su alma al oírlo interiormente como locución de Dios: "obras son amores y no buenas razones" 123.

Por otro lado, tampoco basta cumplir la Voluntad de Dios, si no es por amor suyo. Sólo cumple la Voluntad divina el que la realiza por amor a Dios: sólo éste obra santamente. Por eso, junto con la exhortación a realizar las obras que Dios pide a cada uno, Josemaría recuerda que no está la santidad en el mucho hacer, sino en el amar mucho 124.

El cumplimiento glorificador de la Voluntad divina comprende, pues, dos aspectos: por una parte, querer la Voluntad de Dios "sea la que sea", por amor suyo, como ya se ha comentado; y por otra, querer cumplir la Voluntad de Dios "concretamente manifestada a cada uno", poniendo los medios para realizarla. Estas dos aspiraciones han de ir siempre unidas en quien quiera dar gloria a Dios.

En todo debemos amar y cumplir la Voluntad de Dios 125.

Los dos aspectos corresponden a la distinción de santo Tomás entre "Voluntad divina de beneplácito" y "Voluntad significada" 126.

1. La "Voluntad divina de beneplácito" (expresión inspirada en Ef 1, 5 y Flp 2, 13) es, en general, "lo que Dios quiere". En este sentido, "querer la Voluntad de Dios" es tener un mismo querer con Él 127: querer lo que Él quiera, sea lo que sea, querer lo que le plazca, sabiendo que Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2, 4), pero sin conocer en concreto todo lo que es Voluntad de Dios para cada uno con vistas a ese fin.

La actitud de "querer lo que Dios quiera, sea lo que sea", ha recibido desde san Francisco de Sales el nombre de "abandono" o de "santo abandono" 128, entendiendo como tal el dejar la propia voluntad en manos de la Voluntad de Dios siguiendo la invitación del Señor: "No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿Acaso no vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido? Fijaos en las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas?" (Mt 6, 25-26).

Esta actitud de querer la Voluntad divina de beneplácito es fundamental en la vida cristiana. San Josemaría se refiere a ella con mucha frecuencia llamándola "abandono en las manos de Dios", y la presenta como actitud que caracteriza el trato de un hijo pequeño con su Padre.

2. La "Voluntad significada" es la Voluntad de Dios que se ha manifestado a través de signos: por ejemplo, la que se expresa en los Mandamientos de la Ley divina; y también, para cada uno, en las obligaciones del propio estado, y en las inspiraciones que le llegan por diversos cauces, como la oración o la dirección espiritual. Querer la Voluntad de Dios en este sentido, consiste en querer cumplir esos mandamientos y esas obligaciones e inspiraciones, poniendo los medios necesarios.

Para dar gloria a Dios es preciso querer cumplir su Voluntad significada por amor a su Voluntad de beneplácito. Por ejemplo, para dar gloria a Dios es necesario "cumplir los mandamientos" (Voluntad significada), pero "cumplirlos por amor", porque se quiere la Voluntad divina (de beneplácito), sea la que sea, y no simplemente porque son unas buenas "reglas de conducta", o por miedo a las consecuencias negativas, o por otro motivo solamente humano.

Esta distinción permite entender expresiones que a primera vista parecen tautológicas. Por ejemplo, cuando se dice que "para amar a Dios hay que cumplir sus mandamientos, pero hay que cumplirlos por amor" (cfr. Jn 14, 15; Jn 15, 10), no se está afirmando lo mismo en dos sentidos opuestos. Se quiere decir que amar a Dios implica cumplir su Voluntad "significada" en los mandamientos, pero que este cumplimiento ha de ser por amor a su Voluntad de "beneplácito", para agradarle. Una expresión de este género se encuentra implícita en las siguientes palabras: hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social 129. Comienza afirmando que "hemos de amar a Dios", es decir, que hemos de amar lo que Él quiera, sea lo que sea: su Voluntad de beneplácito; y continúa: "para así amar su voluntad...", refiriéndose ahora a la Voluntad significada en los deberes concretos, como queda claro en el resto de la frase.

Por esto, en definitiva, tiene sentido decir que "la Voluntad de Dios es que le amemos" y que "el amor a Dios consiste en que cumplamos su Voluntad". La primera afirmación indica que cumplir la Voluntad de Dios no se reduce a las obras, a realizar esto o aquello, sino que consiste en amarle: incluso es posible amarle sin hacer ninguna otra cosa, como hacía María de Betania a los pies de Jesús, y como debe hacer cualquier cristiano dedicando algunos tiempos exclusivamente a la oración. La segunda afirmación indica que amar a Dios, para un fiel corriente, debe traducirse en realizar las obras que Él quiere, en cumplir los propios deberes, pero no como si fueran el último fin, sino por amor suyo. Tan contrario a la vida cristiana es el llamado activismo 130 (volcarse en las actividades temporales y apostólicas prescindiendo de la oración) como el pietismo 131 (centrarse en unas prácticas rutinarias o sentimentales de devoción omitiendo el cumplimiento de los propios deberes).

El cumplimiento de la Voluntad divina como acto de amor es la conducta propia de un hijo de Dios, radicalmente distinta de la de un esclavo que cumple lo que le manda su señor, por temor al castigo. San Pablo hace ver esta diferencia cuando escribe: "No habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: Abbá, ¡Padre!" (Rm 8, 14-15). Siguiendo esta enseñanza, san Josemaría insiste en que debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la vo luntad de nuestro Padre 132.

2.2.2. Descubrir y realizar la Voluntad de Dios

¿Cómo se puede conocer la Voluntad de Dios? ¿Cuáles son las obras que Dios quiere que realice cada uno? La enseñanza de san Josemaría se puede resumir en dos puntos: cumplir los propios deberes y cumplirlos con perfección humana y sobrenatural.

a) Cumplimiento del deber

Recordemos un pasaje del Evangelio: "Se le acercó uno y le dijo: Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna? Él le dijo: ¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. ¿Cuáles? le dice él. Y Jesús dijo: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo. Dícele el joven: Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta? Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme" (Mt 19, 16-21).

Comentando esta escena, Juan Pablo II observa que Jesús, antes de contestar, hace notar al joven que únicamente Dios es Bueno, para que comprenda que lo "bueno" es la Voluntad de Dios, lo que Él quiere que cada uno realice: "sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque Él es el Bien" 133. En cambio, lo bueno no es siempre lo que quiere la voluntad propia, porque no es la norma del bien. Después Jesús indica al joven que Dios ha respondido a su pregunta "mediante la ley inscrita en el corazón del hombre, la ley natural (...). Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación. Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las diez palabras, o sea, con los mandamientos del Sinaí (...): "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y amarás a tu prójimo como a ti mismo"" 134. Observando este orden moral con el auxilio de Dios, conformamos nuestra voluntad con la suya, y tendemos eficazmente a nuestro último fin 135, escribe san Josemaría.

Sin embargo, aquel joven pregunta de nuevo: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?" (Mt 19, 20). Y entonces el Señor le da la respuesta completa: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme" (Mt 19, 21). Le indica que hacer el bien es seguirle a Él, porque Él es el Hijo de Dios que realiza perfectamente la Voluntad del Padre. "No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre" 136.

Es la respuesta a la pregunta que nos hacíamos. "La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó" 137. Realizar la Voluntad de Dios es hacer lo que Cristo dice, como quiere el Padre: "Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle" (Mt 17, 5). "Escucharle" significa obedecer a su palabra (ob-audire) y seguirle. El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo 138. No se trata sólo de obrar como Él sino de compartir su misma vida. El cristiano cumple la Voluntad divina cuando permite que su Señor Jesucristo viva en él y rea lice la voluntad del Padre a través de él (cfr. Jn 5, 30).

Cristo obra a través del cristiano análogamente a como la cabeza actúa por medio de los miembros del cuerpo. Ahora bien, dentro del Cuerpo místico cada miembro tiene una función particular que Dios manifiesta con una llamada o vocación personal. Para dar gloria a Dios el cristiano ha de tratar de conocer su vocación y misión, lo que Dios quiere concretamente de él, y procurar cumplirlo por amor, siendo fiel a la vocación recibida.

Ya vimos en la Parte preliminar, al hablar de vocación y vocaciones, que la llamada de Jesús al joven rico no conlleva necesariamente la separación de las actividades temporales. La mayor parte de los textos de san Josemaría se dirigen específica-mente al cristiano que ha de santificarse en medio del mundo, siguiendo radicalmente a Cristo en la vida ordinaria. A él le interroga con viveza en su predicación:

Tú, que por ser cristiano estás llamado a ser otro Cristo, ¿mereces que se repita de ti que has venido (...) a hacer las cosas como un hijo de Dios, atento a la voluntad de su Padre (...)? ¿Estás viviendo la vida de Cristo, en tu vida ordinaria en medio del mundo? 139

Para un cristiano corriente, poner por obra la Voluntad divina implica

cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre 140.

Es necesario, pues –retomando unas palabras ya citadas–, esforzarse para escuchar

las llamadas que [Dios] nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo 141.

Para ser completos tendríamos que añadir que en san Josemaría el cumplimiento de los deberes por amor está unido al ejercicio de los derechos, también por amor. Hay, sin embargo, una diferencia: el amor puede llevar a renunciar a un derecho, pero no a dejar incumplido un deber. Si un deber no se pudiera cumplir sin faltar a la caridad, no sería un deber 142. En cambio, la caridad puede pedir a veces que no se haga valer un derecho. Pero, en otras ocasiones, el ejercicio de los derechos puede constituir un deber y entonces la caridad exige reclamarlos. En este sentido san Josemaría previene contra la dejación de derechos... que son deberes 143. Por eso en este apartado nos hemos limitado a hablar de "cumplimiento del deber".

En definitiva, la respuesta a la pregunta sobre qué es lo bueno o cuál es la Voluntad de Dios –la pregunta del "joven rico"–, en el caso de un cristiano corriente, remite al cumplimiento de los propios deberes. Pero no a un cumplimiento a medias sino perfecto –con la mayor perfección posible–, como lo pide el amor. Es lo que vamos a ver a continuación.

b) Perfección humana y sobrenatural en las obras

Hay un vínculo indisoluble entre obrar por amor y obrar con perfección moral. Dios lo hace todo por amor y "sus obras son perfectas" (Dt 32, 4) 144. También del Hijo de Dios hecho hombre, que nos ha amado hasta dar la vida, dice el evangelista que "todo lo hizo bien" (Mc 7, 37). Por parte del cristiano, el cumplimiento amoroso, con obras, de la Voluntad de Dios exige no sólo realizar lo que Dios pide a cada uno, sino llevar a cabo esos deberes con perfección sobrenatural y humana 145: con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces 146.

Obrar con "perfección sobrenatural" no es otra cosa que obrar por amor a Dios, con un amor que es entrega total a su Voluntad. Obsérvese nuevamente que no hay un razonamiento circular cuando se dice que "obrar por amor a Dios exige obrar con perfección sobrenatural", y que "obrar con perfección sobrenatural consiste en obrar por amor a Dios", porque en el primer caso el "obrar" se refiere a cumplir la Voluntad de Dios expresada en los deberes concretos de cada uno (en general, la Voluntad "significada" de Dios), mientras que en el segundo caso se quiere decir que hay que cumplir esos deberes por amor a la Voluntad de Dios sea la que sea, es decir, con una entrega total a su Voluntad de beneplácito. En definitiva, la "perfección sobrenatural" es la perfección del amor, la que consiste en un amor sin límites, semejante (análogo) al Amor de Dios por nosotros.

Obrar con "perfección humana" es obrar del mejor modo posible en cada situación concreta, con una perfección moral que consiste esencialmente en el ejercicio de las virtudes humanas 147 y con perfección técnica (competencia profesional, en el caso del trabajo 148), aunque no siempre se logren los efectos deseados.

Para evitar un posible equívoco, conviene observar que el cumplimiento de la Voluntad de Dios con las obras no depende de que "salgan bien" o de que sean "eficaces", sino de que se haya procurado realizarlas a conciencia, por amor a Dios. La persona da gloria a Dios con su actividad si la realiza por amor y con la perfección humana de que es capaz, independientemente de los resultados que obtenga. Dar gloria a Dios no coincide con el triunfo o el éxito humano. Esto no significa que el éxito –el brillo humano, la manifestación de las propias cualidades– no sea un bien, sino que debe ordenarse a la gloria de Dios.

Vale la pena completar esta observación haciendo notar que, cuando un hijo de Dios no busca su propia gloria sino la de Dios, entonces Dios le glorifica. Jesucristo no buscaba con su voluntad humana la gloria de su Humanidad (cfr. Jn 8, 50), sino la gloria del Padre; pero la gloria de Dios es que Cristo sea glorificado en su Humanidad (cfr. Jn 8, 54; Flp 2, 9-11). Así Dios glorifica también a sus hijos cuando obran como Cristo y en Cristo, sin buscar su propia gloria sino la del Padre celestial (cfr. Rm 8, 17). Incluso, escribe san Josemaría, Dios exalta a quienes cumplen su Voluntad en lo mismo en que los humilló 149.

Los dos requisitos que se han mencionado –"con perfección sobrenatural" y "con perfección humana"– son inseparables para cumplir la Voluntad divina. Sólo el que obra por amor a Dios y busca la perfección humana, obra como Cristo y da gloria a Dios. Se puede decir que son, respectivamente, como el "alma" y el "cuerpo" de la perfección en el obrar. El amor a Dios debe encarnarse en las obras bien hechas; y las obras se han de realizar bien por amor a Dios, no por amor propio desordenado (lucimiento personal, vanagloria, etc.).

c) El amor en "cosas pequeñas"

Señalemos para terminar este apartado que los dos puntos que hemos visto –cumplir el deber y cumplirlo con perfección– confluyen, en la enseñanza de san Josemaría, en el "cuidado amoroso de las cosas pequeñas", porque habitualmente y en la práctica, los propios deberes no son cosas materialmente grandes sino los "pequeños deberes" de cada momento; y porque la perfección de su cumplimiento consiste también en actos de virtud en "cosas pequeñas", realizados por amor.

Con ocasión de algunas canonizaciones, el Magisterio de la Iglesia ha enseñado que la santidad no requiere llevar a cabo acciones extraordinarias sino que "consiste propiamente sólo en la conformidad con el querer de Dios, expresada en un continuo y exacto cumplimiento de los deberes del propio estado" 150.

Esos "deberes del propio estado" son habitualmente "pequeños deberes" y su cumplimiento por amor es el camino de santidad que propone san Josemaría: ¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces 151.

Estas palabras muestran dos exigencias de la santidad: una material ("haz lo que debes": cumplir el pequeño deber de cada momento, sin retrasos: hodie, nunc, hoy, ahora) y otra formal ("está en lo que haces": cumplirlo con perfección y empeño, por amor a Dios). En la base de estas dos exigencias se encuentra la idea –presente en la doctrina de diversos santos 152– de que, para la santidad, es prioritario el amor respecto a la materialidad de las obras. Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale! 153. El valor de las obras en el plano de la santificación y del apostolado no deriva principalmente de su relieve humano (de que sean importantes en su materialidad), sino del amor a Dios con que se realizan. Ese amor se manifiesta muchas veces en "cosas pequeñas" en el trato con Dios y con los demás, y convierte en grande lo que a ojos humanos es pequeño: Hacedlo todo por Amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande 154. Las obras del Amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia 155.

Esta prioridad del amor no debe llevar a pensar que la perfección objetiva, externa, de las obras que se realizan es poco importante. San Josemaría insiste también en esto último. Para comprender mejor su enseñanza, conviene reflexionar algo más sobre el significado de la expresión "cosas pequeñas".

Ante todo, no hay que imaginar las "cosas pequeñas" principalmente como realidades externas a nosotros. Por ejemplo, en el caso de una puerta abierta que debería estar cerrada, la "cosa pequeña" no es la puerta abierta, sino el acto de cerrarla practicando la virtud del orden por amor a Dios. Es decir, las "cosas pequeñas" son ante todo actos virtuosos interiores, que se califican de "pequeños" no por la intensidad del acto (que como tal puede ser muy grande), sino por algún otro motivo relacionado con su objeto, como su poca duración o su escasa relevancia en el plano humano.

Cuando san Josemaría habla de la importancia de las "cosas pequeñas", se refiere unas veces a "cosas pequeñas espirituales" que son actos únicamente interiores, aunque se realicen con ocasión de actividades externas (por ejemplo, decir una jaculatoria al cerrar una puerta, o renovar en el corazón el ofrecimiento del trabajo a Dios); otras veces, en cambio, piensa en "cosas pequeñas materiales": actos que tienen por objeto un detalle exterior que contribuye a mejorar objetivamente el estado de cosas a nuestro alrededor, aunque sea en grado mínimo (por ejemplo, arreglar un desperfecto, para servir a los demás por amor a Dios).

En el caso de estas últimas –las "cosas pequeñas materiales"–, aunque su valor para la santidad reside prioritariamente en el amor con que se realizan, como ya se ha dicho, san Josemaría atribuye importancia también a su efecto exterior. Está claro que las cosas pequeñas son importantes por el amor, gracias al cual pueden hacerse "grandes", pero esto –dentro de la "lógica de la Encarnación" que preside la doctrina de san Josemaría– es inseparable del valor que posee "hacer las cosas bien", esmerarse en su ejecución. Desde luego, no pierden mérito sobrenatural cuando, a pesar de la buena voluntad de obrar con perfección poniendo todos los medios, no se consigue el efecto deseado; pero la voluntad no sería buena sin el real interés por lograr que los resultados sean buenos.

Ese interés está presente de continuo en los textos de san Josemaría. Ya hemos visto antes que enseña a "estar en lo que haces"; otras veces exhorta a realizar con perfección las propias tareas hasta poner la "última piedra" 156; a dejar las cosas acabadas, con humana perfección 157, de modo que sea una labor primorosa, acabada como una filigrana, cabal 158, y recuerda en este sentido los versos de un poeta de Castilla: "el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas" 159.

Mientras que clásicamente el acento se ha puesto en el amor y no en la perfección misma de la obra realizada, san Josemaría insiste también en este sentido objetivo. El "cuidado de las cosas pequeñas" es importante no sólo porque confiere a los actos interiores de las virtudes la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección 160 –que sigue siendo lo principal–, sino también porque contribuye a ordenar las cosas de este mundo como Dios quiere, haciendo que reflejen objetivamente, de algún modo, las perfecciones divinas.

Aplicado a la vida de un fiel corriente, tejida de pequeños deberes cotidianos, este espíritu de "santidad en cosas pequeñas" se traduce en el siguiente consejo:

Esfuérzate para responder, en cada instante, a lo que te pide Dios: ten voluntad de amarle con obras. –Con obras pequeñas, pero sin dejar ni una 161.

El amor a Dios con obras se concreta, para un fiel corriente, en el cumplimiento amoroso del pequeño deber de cada momento. La santidad, para san Josemaría, está en la continuidad de ese amor, es decir, en la "fidelidad en cosas pequeñas". Para sub rayarlo, trae a colación un pasaje del Evangelio (cfr. Mt 25, 21):

Porque fuiste "in pauca fidelis" –fiel en lo poco–, entra en el gozo de tu Señor. –Son palabras de Cristo. –"In pauca fidelis!..." –¿Desdeñarás ahora las cosas pequeñas si se promete la gloria a quienes las guardan? 162

El valor de las cosas pequeñas radica formalmente, como hemos visto, en el amor con que se realizan, y este amor es siempre una gracia que Dios concede a los humildes (cfr. 1P 5, 5; St 4, 6). También en esto se advierte el valor del cuidado de las cosas pequeñas, porque el hecho de que sean "pequeñas" favorece la humildad, contribuyendo a quitar el obstáculo del amor propio desordenado que se opone al amor de Dios, o el peligro de buscar la propia gloria que impide dar toda la gloria a Dios. Cuando se trata de acciones importantes, es más fácil caer en estos peligros (lo veremos en el apartado siguiente). Las "cosas pequeñas", en cambio, suelen pasar inadvertidas y no reciben recompensa humana: sólo Dios las ve. Por eso recomienda san Josemaría:

Te aconsejo que no busques la alabanza propia, ni siquiera la que merecerías: es mejor pasar oculto, y que lo más hermoso y noble de nuestra actividad, de nuestra vida, quede escondido... ¡Qué grande es este hacerse pequeños!: "Deo omnis gloria!" –toda la gloria, para Dios 163.

Nos encontraremos con las "cosas pequeñas" también en la Parte II y en la Parte III de este libro, para analizarlas desde diversos puntos de vista 164.

2.3. GLORIA A DIOS Y "GLORIA PROPIA"

En el texto de su primera Instrucción, citado al comienzo de este capítulo, después de enunciar el principio de que "dar a Dios toda la gloria" ha de ser la aspiración suprema del alma cristiana, san Josemaría añade: Él lo quiere: gloriam meam alteri non dabo, mi gloria no la daré a otro (Is 42, 8) 165. El "peso" de la gloria de Dios –el bíblico ka-bo-d Jahvé– no admite "contrapeso" o disminución alguna. Para dar a Dios toda la gloria es preciso desprenderse del lastre de la "propia gloria" buscada al margen de Dios.

Esa búsqueda de la "propia gloria", no como reflejo de la de Dios sino en oposición a ella, es un peligro que acecha constantemente. Nos movemos siempre cada uno de nosotros, tú, yo, con la posibilidad –la triste desventura– de alzarnos contra Dios, de rechazarle 166. Como consecuencia del pecado, el hombre siente en lo más íntimo de su corazón una fuerte inclinación, como un peso muerto, a poner en sí mismo, en su propia gloria, el fin último de sus acciones.

Sólo con esfuerzo puede vencer esa tendencia. Ese esfuerzo comporta a la vez una afirmación y una negación: la afirmación absoluta de Dios como Verdad, Belleza y Bien supremo en quien se encuentra la plena felicidad; y la negación de sí mismo, es decir, de todo intento de considerarse con independencia absoluta de Dios, como un ídolo contrapuesto a Él. Dar gloria a Dios siguiendo a Cristo comporta abnegación, renuncia de sí mismo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16, 24-25).

"¡Sólo a Dios el honor y la gloria!" (1Tm 1, 17), son palabras de san Pablo citadas varias veces por san Josemaría en sus escritos. Los mismos textos en los que expresa la aspiración a "dar gloria a Dios" contienen muchas veces la invitación a darle gloria "sólo a Él", rechazando la tentación de buscar la propia gloria, o de preferir la propia voluntad a la Voluntad divina, o de anteponer el amor propio al amor divino. A la vez, señalan que éste es el camino de la felicidad. Tenemos así los dos aspectos que examinaremos a continuación: dar gloria a Dios requiere esfuerzo y conlleva la felicidad del hombre. Son dos trazos particularmente vivos en san Josemaría. Aunque en el capítulo estudiaremos sistemáticamente sus enseñanzas sobre la lucha cristiana y su fruto de paz, es necesario adelantar algo para completar aquí la noción de "dar gloria a Dios".

2.3.1. Gloria a Dios y esfuerzo

Se ha escrito, en un contexto de vida espiritual, glosando enseñanzas de san Josemaría, que "como último fin, el hombre o busca a Dios o se busca a sí mismo. Es la alternativa expresada por aquellas palabras de san Agustín: "Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. Aquélla se gloría en sí misma, ésta en Dios" (De civitate Dei, XIV, 28). No hay término medio, porque sólo puede proponerse como fin último algo absoluto: o el único absoluto-absoluto (Dios) o el único absoluto-relativo (cada hombre para sí mismo)" 167.

Quien rechaza a Dios como fin último, tomará como fin de la propia vida un bien creado, y en último término a sí mismo. La alternativa es inevitable. En lugar de la Voluntad de Dios, preferirá la "voluntad propia" ("propia" en el sentido de una voluntad que no quiere identificarse con la Voluntad de Dios); en lugar del amor a Dios, el "amor propio" o egoísmo (un amor de sí mismo que rehúsa la entrega a Dios y a los demás, opuesto a la caridad); y en lugar de la gloria de Dios, la "gloria propia" o vanagloria (la manifestación de sí mismo para ser admirado, apreciado, honrado, etc., sin referencia a Dios).

Para expresar la radicalidad del "dar gloria a Dios" san Josemaría emplea frecuentemente estas antítesis: "gloria de Dios y gloria propia"; "voluntad de Dios y voluntad propia"; "amor a Dios y amor propio" 168. Se trata de expresiones habituales en la tradición espiritual, en las que el adjetivo "propio" tiene un sentido peyorativo, el de preferirse uno mismo a Dios. Es el polo opuesto del hacer "propia" la gloria de Dios, reflejándola para que brille ante los hombres; o de hacer "propia" la Voluntad de Dios, identificándose con ella, como pide el amor: Amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia 169.

De aquí se deduce que la "voluntad propia" en sentido peyorativo es la que no se identifica con la Voluntad divina. Esto sucede no sólo al elegir algo que es malo por su objeto, sino también cuando se elige algo que en sí mismo es lícito pero no pedido por Dios hic et nunc. En este sentido, san Josemaría, al hablar del espíritu cristiano de desprendimiento de los bienes creados, aclara que el desprendimiento debe comprender hasta esas ilusiones limpias, con las que buscamos exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o aquello sólo si a Ti te agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa? 170

El recurso a las tres antítesis mencionadas es frecuente en las obras de san Josemaría. Baste citar como ejemplo de la primera y principal, unas palabras de Camino: "Deo omnis gloria". –Para Dios toda la gloria. (...) Nuestra vanagloria sería eso: gloria vana; sería un robo sacrílego; el "yo" no debe aparecer en ninguna parte 171. En general, estas antítesis sirven para subrayar que dar gloria a Dios reclama la pelea contra las tendencias contrarias en el corazón del hombre: "la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida" (1Jn 2, 16). La visión positiva de las realidades creadas por Dios es una característica de las enseñanzas de san Josemaría, pero no lo es menos el rechazo de toda componenda con el pecado y lo que al pecado inclina.

No es vanagloria, en cambio, querer reflejar la gloria de Dios. Todo lo contrario. Ya hemos citado antes el texto de Mt 5, 16: "Alumbre vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos". Pero ¿cómo alumbrar sin atribuirse la luz? Sabiéndose "instrumentos" en las manos de Dios, es decir, "servidores del Señor" (Rm 12, 11). Personas libres e hijos de Dios, que reflejan su gloria si le sirven de instrumentos para realizar su Voluntad. "¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? Ministros, por medio de los cuales habéis creído; cada uno según el Señor le ha concedido" (1Co 3, 5). Tu deber es ser instrumento 172, recuerda san Josemaría. En su oración personal considera que el sol envuelve de luz cuanto toca 173, y en consecuencia pide: Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas... 174. Y en otro momento: aunque sea miserable, no dejo de comprender que soy instrumento divino en tus manos 175. Esta convicción, que aleja el peligro de buscar la propia gloria, se tradujo en un lema de su vida: Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca 176.

2.3.2. Gloria a Dios, paz y felicidad

"Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad" (Lc 2, 14). San Josemaría ve reflejado en este texto el vínculo existente entre la "paz" interior y la "buena voluntad": ¡Paz, paz!, me dices. –La paz es... para los hombres de "buena" voluntad 177.

Proponerse "dar gloria a Dios" como fin último de todas las acciones, hace buena la voluntad del cristiano porque la identifica progresivamente con la Voluntad divina. En la medida en que esto sucede, se unifica la conducta personal generando la paz interior que es, a su vez, el fundamento más sólido para construir la paz en el mundo 178. Por el contrario, quien pretende hacer compatibles las antítesis anteriores, siguiendo la Voluntad de Dios sólo en algunas cosas y la "voluntad propia" en otras, se ve abocado irremediablemente a la división interior. San Josemaría lo pone al descubierto incisivamente: Tu experiencia personal –ese desabrimiento, esa inquietud, esa amargura– te hace vivir la verdad de aquellas palabras de Jesús: ¡nadie puede servir a dos señores! 179. En la misma línea hace notar, en otro punto de Camino: Tu propia voluntad, tu propio juicio: eso es lo que te inquieta 180. Vamos a detenernos en esta idea considerándola desde otra perspectiva –la del anticipo de la felicidad del Cielo–, que se encuentra en san Josemaría con frecuencia.

Al llamar al hombre a la santidad, Dios quiere "al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad" 181. Buscar su gloria es, por lo tanto, el camino de la paz y de la felicidad, que tendrán su plenitud en el Cielo, más allá de lo que pueda concebir la mente humana: "ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (1Co 2, 9) 182, escribe san Pablo. Como él, y como todos los santos, san Josemaría goza con esta perspectiva de felicidad completa, fruto de la bondad divina:

No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres 183.

La visión de Dios cara a cara en el Cielo es una visión beatífica ("que hace feliz") 184, una visión que sacia completamente las ansias de felicidad que alberga el corazón, y sin posibilidad de hastío porque el hombre nunca puede abarcar a Dios. Nos saciará sin saciar 185, porque proporciona una saciedad que no hace cesar nuestra actividad (como sucede al que, habiendo satisfecho su sed, no desea beber más), sino que la mantiene en su culmen (como la fuerza que el imán ejerce sobre el hierro unido a sí mismo).

En esta vida, el conocimiento amoroso de Dios incoa en nuestra alma la eterna felicidad del Cielo 186: es un cierto anticipo de la visión beatífica. "Quien beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás" (Jn 4, 14), dice el Señor a la samaritana, dando a entender que quien ama a Dios no desea otra "agua" mejor. Quien ha encontrado el amor a Dios, no tiene motivo para separarse de Él buscando la felicidad en otro bien. Por eso escribe san Josemaría: ¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no "le" dejarás 187. Se refiere a la perseverancia en el camino por el que Dios llama a cada uno a la santidad.

En cambio, mientras no se ame a Dios y se quiera cumplir su Voluntad, no cabe la felicidad que es posible en esta tierra. "Nos has creado, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no repose en Ti" 188, escribe san Agustín, transmitiendo la convicción –y la experiencia personal– de que la posesión de cualquier bien humano, separada del amor a Dios, no puede llenar el corazón. "Todo el que bebe de esta agua tendrá sed otra vez" (Jn 4, 13), dice el Señor, refiriéndose al agua material que buscaba la samaritana, figura de las cosas de esta tierra. Incluso sucede frecuentemente que

cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo (...) pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento y acaba esclavizado ya en la tierra, víctima de esos mismos bienes que quizá se han logrado a base de esfuerzos y renuncias sin cuento 189.

Por eso concluye:

Os recomiendo que no olvidéis jamás que Dios no cabe, no habita en un corazón enfangado por un amor sin orden, tosco, vano. (...) Anclemos, pues, el corazón en el amor capaz de hacernos felices (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 63, 3) 190.

Al ser el amor a Dios en esta tierra un anticipo de la gloria, se comprende también que la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra 191. Estos son los que viven la vida sobrenatural de los hijos de Dios, la vida de Cristo, que tiene siempre el sello de la Cruz:

Algunas veces se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad. Y no es así: amor verdadero es salir de sí mismo, entregarse. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz 192.

Por eso se entiende también la aparente paradoja:

Nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo. Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!, Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad aquí y, después, eternamente 193.

La felicidad está en el amor a Dios, y el amor se manifiesta en la donación de sí en unión con el Sacrificio de Cristo.

De la relación entre felicidad y Cruz hablaremos más ampliamente en el capítulo . Ahora interesa señalar sólo que la paradoja ("nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo") hace ver que el fin que se ha de querer es dar gloria a Dios –amarle, cumplir su Voluntad– y que en esto se encuentra la felicidad. No es al revés: no se trata de buscar la felicidad y, "para eso", procurar amar a Dios, intuyendo que así se encontrará. El amor a Dios no es un "medio" para ser feliz: se ha de amar a Dios como fin último, y entonces se encuentra la felicidad. En otros términos, la felicidad no está en que Dios haga nuestra voluntad, sino en que nosotros hagamos la suya (cfr. Mt 16, 24; Flp 3, 7-10).

En definitiva, la felicidad está en la posesión del fin último y, en esta tierra, en aquello que es su anticipo: el amor a Dios y a los demás por Dios. Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado 194. La felicidad es como el premio que acompaña necesariamente a este amor si no se subordina a ningún otro, según las palabras del Señor: "Todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19, 29). No solamente no puede haber oposición entre santidad y felicidad, sino que la santidad es el único camino de verdadera felicidad. Si quieres ser feliz, sé santo; si quieres ser más feliz, sé más santo; si quieres ser muy feliz –¡ya en la tierra!–, sé muy santo 195.

3. VIDA DE ORACIÓN. CONTEMPLACIÓN EN MEDIO DEL MUNDO

Hemos visto que dar gloria a Dios es conocerle y amarle como hijos suyos, cumpliendo su Voluntad con obras. Ese conocimiento amoroso de Dios (con la decisión de realizar su Voluntad) –y el cumplimiento mismo de la Voluntad divina con las obras–, es un dirigirse a Dios que Él mismo suscita en el hombre y que siempre acoge. El intento vital de buscarle, de encontrarle y de amarle 196 –de conocer su Voluntad para ponerla por obra del mejor modo posible, de anhelar su respuesta y de abandonar todo en sus manos– no es un acto unilateral. Es un verdadero "diálogo con Dios" y lo llamamos "oración". La oración es culto cotidiano a Dios 197, con el que el cristiano le da gloria y él mismo es santificado.

Orar es hablar con Dios 198. Cuando san Josemaría escribe estas palabras tiene detrás de sí toda la tradición cristiana 199. La oración es un diálogo con la Santísima Trinidad, como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Un diálogo filial y amoroso suscitado por el Espíritu Santo, que puede e incluso debe tener lugar en todo momento, pues "es necesario orar siempre y no desfallecer" (Lc 18, 1; cfr. 1Ts 5, 17; Rm 12, 12). La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo 200. Puede desarrollarse, por tanto, no sólo cuando se dedica un rato a rezar, sino en cualquier actividad, ya que todos los quehaceres se pueden convertir en oración, si se realizan debidamente y por amor a Dios. Es doctrina común que la oración "no se interrumpe necesariamente cuando nos dedicamos al trabajo y a atender al prójimo, cumpliendo la voluntad de Dios" 201.

Desde antiguo se ha hablado de estos dos modos de oración: la que tiene lugar en los momentos que se le dedican en exclusiva y la que resulta de la transformación de las obras en oración. Orígenes afirmaba que "toda la vida de un santo es como una gran oración, de la cual lo que nosotros llamamos oración no es más que una parte" 202. En san Josemaría el tema ocupa un lugar central. Los dos modos y la relación entre ellos pueden verse, por ejemplo, en el siguiente texto:

No penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche (Sal 1, 2). Por la mañana pienso en ti (cfr. Sal 62, 7); y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso (cfr. Sal 140, 2). Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración (cfr. Dt 6, 6-7). (...) La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios (...). Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman (...). Cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor –y es un camino para todos, no una senda para privilegiados–, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios 203.

En otros muchos momentos insiste en esta idea capital: también el trabajo tuyo debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con Nuestro Padre del Cielo 204.

El doble modo de aplicar el término oración radica teológicamente en la distinción entre fin último y medios de santificación en la vida espiritual. Cuando decimos que toda la vida de un hijo de Dios puede y debe ser "vida de oración" porque todas las obras buenas pueden convertirse en oración, estamos hablando de la oración como fin último de la vida espiritual, pues orientar las acciones a la gloria de Dios no es otra cosa que transformarlas en oración. En cambio, cuando hablamos de "hacer oración" en el sentido de dedicarle unos ratos determinados, nos estamos refiriendo a un medio de santificación. En este apartado trataremos de la oración en el primer sentido, como "vida de oración" que puede llegar a ser "vida contemplativa" en las actividades ordinarias. Más adelante, en el capítulo , hablaremos de los "tiempos dedicados a la oración" como medio imprescindible para una verdadera vida de oración y de contemplación.

3.1. VIDA DE ORACIÓN

Hablar con Dios, dirigirse a Él llamándole "Padre", es el acto propio de un hijo de Dios, suscitado por el Espíritu Santo. "Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: "¡Abbá, Padre!"" (Ga 4, 6). Hay una relación intrínseca entre la condición de hijos de Dios y la oración. Porque así como el Hijo Unigénito del Padre es la "Palabra" engendrada, el "Verbo" en eterno diálogo de Amor con el Padre, así también –análogamente– la vida de un hijo adoptivo de Dios, partícipe del Hijo, es esencialmente un diálogo filial y amoroso con Dios Padre 205.

Se dice de una persona que "vive porque respira", pues respirar es un acto vital necesario. Análogamente se puede decir de un cristiano adulto que "vive (vida sobrenatural) porque ora". La vida sobrenatural es "vida de oración". Para vivir constantemente como hijo de Dios es necesario orar "sin cesar" (1Ts 5, 17). Y ya lo hemos dicho: "orar siempre" es posible porque la oración no excluye realizar otras tareas; más aún, todas las obras buenas pueden y deben transformarse en oración: Se reza con la boca; se reza con la mente; se reza con las obras 206.

3.1.1. Convertir las obras en oración

Fijémonos ahora con más detalle en esa transformación de nuestras tareas. La oración de un hijo de Dios –que es, en último término, como una sola palabra: "Abbá!, ¡Padre!"– no se expresa sólo verbalmente, sino también con la obras. El Hijo de Dios es el Verbo creador –"todo fue hecho por Él" (Jn 1, 3)– y las obras realizadas por Dios a su imagen son "palabra" suya 207. Análogamente, un hijo de Dios, al participar en su poder creador mediante el trabajo y las demás actividades con las que prolonga de algún modo la obra creadora, realiza obras que constituyen "palabras" del diálogo con Él, son expresión del ofrecimiento de la propia vida para su gloria. Se hacen oración cuando imitan el obrar divino, que es un obrar por amor y con perfección.

Amor y perfección. Son dos condiciones entrelazadas inseparablemente. San Josemaría lo expresa del siguiente modo:

No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él (Lv 22, 20) 208.

La perfección de que habla exige ciertamente el empeño de proceder del mejor modo posible y de poner, por tanto, los medios disponibles, pero no consiste en el mero acabamiento "técnico" de la tarea (que alguna vez quizá no se consiga, por error, impedimentos externos, etc.), sino en la calidad moral de la actividad realizada, que viene dada por el ejercicio de las virtudes humanas. Sin embargo tampoco basta esa perfección moral humana; es necesaria la perfección sobrenatural de las obras, que sólo se da cuando las virtudes humanas están informadas por la caridad. En este sentido, san Josemaría no invita simplemente a trabajar del modo más perfecto posible, hasta "en los mínimos detalles", sino a hacerlo así "para ofrecerlo al Señor": por amor suyo.

Las obras así realizadas son oración porque son "palabras de amor bien dichas" (obras bien hechas por amor), participación en el diálogo del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo. Considerar que el Espíritu Santo, Don mutuo del Padre y del Hijo, es fuente de todo don a las criaturas –la Iglesia lo invoca como Creator Spiritus–, ayuda a comprender que el amor, radicalmente, no se expresa sólo con los labios sino también con obras bien hechas, que son asimismo "palabras" en cuanto que tienen un significado: el de querer cumplir la Voluntad de Dios por amor suyo. "No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad" (1Jn 3, 18). Las obras de un hijo de Dios, si son cumplimiento perfecto de sus deberes, por amor a Dios y a las almas, son oración. Por eso se lee en Camino: Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración 209. No dice que una hora de estudio sea una hora de oración, sino "para un apóstol moderno", que es un modo de referirse a quien desea que su vida esté presidida por el amor a Cristo y el deseo de corredimir con Él. Y lo que afirma del estudio se puede aplicar a las demás tareas que cada uno ha de realizar: el trabajo profesional y las ocupaciones familiares y sociales. Aquí hablaremos de las obras en su conjunto, sin detenernos en un género u otro.

3.1.2. Diálogo con la Santísima Trinidad presente en el alma en gracia

El diálogo presupone la presencia mutua de los que hablan, un "contacto" al menos espiritual entre ellos. La oración como diálogo con Dios presupone la presencia sobrenatural de la Santísima Trinidad en el alma –la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo–, el "contacto" con Dios establecido por la participación en la naturaleza divina por la gracia 210.

Tan íntima es esta presencia que ningún acto interior del cristiano ha de quedar al margen de ella. Hasta la reflexión más autorreferencial puede tener a Dios como interlocutor, porque Él no es un extraño ni un "invitado" en el alma, sino más íntimo a nosotros que nosotros mismos 211: origen, fundamento y fin de toda nuestra vida; dueño y señor del alma.

Vida de oración es transformar la propia interioridad en un diálogo con Dios. San Josemaría lo expresaba, entre otros modos, con un ejemplo gráfico:

Me habéis oído decir muchas veces que Dios está en el centro de nuestra alma en gracia; y que, por lo tanto, todos tenemos un hilo directo con Dios Nuestro Señor. ¿Qué valen todas las comparaciones humanas, con esa realidad divina, maravillosa? Al otro lado del hilo está, aguardándonos, no sólo el Gran Desconocido, sino la Trinidad entera: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque donde se encuentra una de las divinas Personas, allí están las otras dos. No estamos nunca solos. Es una pena que los cristianos olvidemos que somos trono de la Trinidad Santísima. Os aconsejo que desarrolléis la costumbre de buscar a Dios en lo más hondo de vuestro corazón. Eso es la vida interior 212.

A través de la oración, el cristiano es introducido por el Espíritu Santo en esta realidad inefable de la inhabitación de la Santísima Trinidad y penetra cada vez más en ella. Y si corresponde a su acción, quitando el obstáculo del "amor propio" desordenado, es guiado por el camino de la vida contemplativa:

Si estamos en gracia, el Espíritu Santo está en medio de nuestra alma, dando carácter sobrenatural a todas nuestras acciones. Y, con el Espíritu Santo, están el Padre y el Hijo: la Trinidad Beatísima, que es un solo Dios. Somos templo de la Trinidad, y podemos hablar con Dios sencillamente, sin hacer ninguna rareza, poniéndonos sobre nosotros mismos, pisándonos a nosotros mismos, como se pisa la uva en el lagar, porque no somos nada. Nos metemos allí, en el fondo de nuestra alma, para contarle lo que nos pasa: pidiendo, adorando, desagraviando, amando (...). Tratándole de esta manera, con esa intimidad, llegarás a ser buen hijo de Dios y un gran amigo suyo: en la calle, en la plaza, en tus negocios, en tu profesión, en tu vida ordinaria 213.

3.2. LA CONTEMPLACIÓN

El diálogo, a veces, no es más que mirarse 214. Así sucede entre las personas que se aman en esta tierra. Pues el amor de Dios y el diálogo con el Señor es eso: puede bastar una mirada, una mirada de paz que no es con los ojos de la carne 215.

Cuando hace oración, el cristiano advierte con mayor o menor claridad que Dios trasciende completamente sus conceptos, se da cuenta, al menos algunas veces, de que no puede expresar con palabras todo lo que de Él y de sus designios conoce, quizá más con el corazón que con la inteligencia. Es la experiencia que san Josemaría manifestaba, a veces ante muchas personas, diciendo al Señor: ¡qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco 216.

Una experiencia de este género, con diferentes grados de profundidad, es un don de Dios que responde a lo que llamamos "contemplación". En la tradición teológica, sin embargo, el término se reserva para denominar una forma de oración en la que esa insuficiencia de las palabras se hace más evidente a causa de un amor intenso y profundo que el Espíritu Santo concede y gracias al cual se alcanza un conocimiento muy sencillo de Dios.

Hay una continuidad entre la oración y la contemplación. Análogamente a como un río fluye entre sus riberas antes de desembocar en el mar, donde se expande y remansa, así también la corriente de la oración discurre primero entre los márgenes de las palabras, exteriores o sólo interiores, hasta desembocar en la contemplación, donde "alcanza" su meta: Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio 217.

3.2.1. Noción de contemplación y llamada universal a la contemplación

La noción de "contemplación" tiene una larga y compleja historia en la que aquí no podemos detenernos 218. En la filosofía antigua designa un modo elevado y sencillo de conocer la verdad. El conocimiento racional sigue un proceso discursivo: a partir de lo sensible, por medio de la abstracción, se forman el concepto y el juicio; pero cuando este proceso se simplifica, se puede llegar a una cierta "contemplación" de lo conocido. Esta "contemplación" filosófica es de orden solamente intelectual y especulativo. Santo Tomás la describe como un simplex intuitus veritatis 219, una sencilla intuición de la verdad, es decir, una mirada o una visión clara y simple de la verdad.

La contemplación cristiana es de otro orden, por la función que en ella tiene el amor, según las palabras de san Juan: "El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor" (1Jn 4, 8). "Co nocemos por el amor" 220 decía san Gregorio Magno. Ciertamente, en la contemplación filosófica está presente el amor al bien y el gozo por la percepción de la belleza 221, pero no como en la contemplación cristiana. Ésta es un don de Dios que consiste en un sencillo conocimiento –un simplex intuitus– que deriva del amor sobrenatural y lleva a conocer a Dios y sus designios de salvación de un modo simple y profundo, y a gozarse en ellos.

La contemplación cristiana no es sólo actividad de la inteligencia, sino que "pertenece a la voluntad, que mueve a todas las demás potencias a sus actos, incluido el intelecto (...). Por eso san Gregorio pone la esencia de la vida contemplativa en el amor a Dios, en cuanto que este amor impulsa a contemplar su belleza. Y puesto que a todos agrada alcanzar lo que aman, el término de la vida contemplativa es el gozo, que radica en la voluntad, el cual aumenta a su vez el amor" 222. Santo Tomás señala también que la contemplación es un "acto de la potencia cognoscitiva dirigida por la afectiva" 223. Conjugando todos estos elementos, la contemplación se puede definir, en su doctrina, como un simplex intuitus veritatis ex caritate proveniens (un simple y no discursivo conocimiento de la Suma Verdad, que proviene del amor). A esto hay que añadir que en la contemplación "se halla esencialmente y por sí misma la belleza" 224, que es "aquello cuyo conocimiento agrada" 225.

En esta misma línea, pero resaltando más el papel del amor y subrayando que es un don gratuito de Dios, san Juan de la Cruz describe la contemplación como "ciencia de amor (...), noticia in-fusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado en grado hasta Dios, su Criador; porque sólo el amor es el que une y junta el alma con Dios" 226.

No nos detenemos en hacer un recorrido histórico sobre las vicisitudes de la noción de contemplación cristiana. Mencionamos únicamente cuatro puntos que Illanes considera "cruciales": 1) la contemplación no es sólo conocimiento intelectual sino comunión personal con Dios Uno y Trino; 2) la contemplación de Dios no acontece por vía de superación de la materialidad o de la caducidad, pues Dios ha creado el universo y ha llamado al hombre a la comunión con Él ya en la vida temporal, sino por la apertura a la palabra por la que se da a conocer y a la realidad de que habita en lo más íntimo del hombre, siendo a la vez trascendente, 3) la contemplación no es introspección de sí mismo sino conocimiento y amor de Dios: un conocer amando y un amar conociendo, que implica salida de uno mismo y entrega a Aquél en quien está la plenitud del propio ser; 4) siendo un conocimiento amoroso de Dios, la contemplación implica amar lo que Él ama: implica el amor a los demás y al mundo, manifestado en obras 227.

San Josemaría habla de contemplación sin explicar qué entiende por el término. Nos parece obvio que esto se debe a que lo emplea en el sentido tradicional, el que resulta familiar a sus interlocutores. Habla de la misma contemplación que Dios ha concedido a muchos santos que son llamados "contemplativos". Pero a la vez abre el concepto a un horizonte nuevo. Se refiere, en efecto, a la contemplación en medio del mundo y a ser contemplativos en la vida ordinaria, expresiones recurrentes en su predicación y en sus escritos 228. Afirma que toda la vida del cristiano puede ser, de diversos modos, una continua contemplación de Dios en medio y a través de los quehaceres corrientes. Para él, la contemplación no se da sólo en unos momentos particulares, sino que puede estar presente, como fin último de la vida cristiana, en todo lo que uno hace. Es el modo más pleno de dar gloria a Dios en la vida presente y el anticipo más perfecto de la visión cara a cara en la vida futura. Veámoslo con sus palabras.

Las expresiones que emplea san Josemaría muestran inequívocamente que entiende la contemplación –en continuidad con la tradición cristiana y avanzando por el mismo camino– como un don divino sobrenatural que consiste en un conocimiento amoroso de Dios, sencillo como el mirar, que no supone un proceso discursivo de la razón. En la contemplación –escribe– no se discurre, ¡se mira! 229 Como en santa Teresa de Jesús, la palabra "mirar" es aquí el término clave 230. Sugiere que este don es una peculiar incoación en esta tierra de la visión de Dios cara a cara en el Cielo 231.

Siendo un "mirar", la contemplación es un conocimiento de Dios que no se puede traducir en palabras, pues la lengua no logra expresarse 232. Con ella el entendimiento se aquieta 233, como es propio de la percepción de la belleza del misterio de Dios reflejado en la creación, también por el trabajo humano 234. Es una mirada de amor 235, semejante a la de una madre a su hijo; un mirar a Dios como se mira a un Padre, como se mira a un amigo que se quiere con locura 236; una mirada al amor divino 237, como la de la Santísima Virgen; un mirar con las limpias luces del Amor 238, llegando a ver a Dios en todas las cosas de la tierra: en las personas, en los sucesos, en lo que es grande y en lo que parece pequeño, en lo que nos agrada y en lo que se considera doloroso 239; un descubrir ese algo divino que en los detalles se encierra 240; un amor que hace conocer a Dios y esperar la plena unión con Él: todas las virtudes teologales (...) se ejercitan activamente en la vida contemplativa de un hijo de Dios 241; una contemplación amorosa que trae el gozo al alma porque donde hay amor, todo es felicidad 242.

No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma 243, aclara san Josemaría. Y es evidente que no quiere decir que pueden ser "fenómenos ordinarios de personas extraordinarias" sino "fenómenos ordinarios de cualquier cristiano corriente". La contemplación no es un don reservado solamente y por principio a algunas almas excepcionales. Es una merced de Dios que pertenece al camino ordinario de la santidad a la que Él llama. San Josemaría predica que todos pueden ser contemplativos. No es, ni mucho menos, el primero que lo dice en la tradición cristiana. Por citar sólo un ejemplo, baste recordar que ya el Cardenal de Bérulle, figura insigne de la espiritualidad en Francia en el siglo XVII, escribe que "los cristianos están llamados y deben dedicarse por vocación como algo esencial a la contemplación (...). Son llama dos a la contemplación, no simplemente por inspiración, sino por el estado y la condición de la forma de vida y de gracia que han recibido en el Bautismo" 244.

Se puede decir incluso –ya hemos aludido antes a esto– que un comienzo de contemplación se da cada vez que el cristiano, al elevar su corazón a Dios en la oración y llamarle Padre, abriéndose a su Amor y confiando en su Poder, Bondad, Misericordia y Sabiduría, advierte en su alma que la gloria de Dios supera infinitamente esos términos: lo "ve" con la luz de la fe viva y lo "gusta", aunque no pueda explicar qué es lo que ve ni lo que gusta. Esta percepción más o menos clara de la insuficiencia de las palabras humanas en el trato con Dios, que es un cierto "germen" de la contemplación, pertenece a la esencia de la oración. Al contrario, quien al orar imaginara que "abarca" a Dios con sus palabras y no fuera consciente de que Dios le supera absolutamente, no estaría orando. Su oración no sería "adoración".

Este germen de contemplación que puede tener todo fiel en gracia de Dios al rezar atentamente, es quizá muy débil y casi imperceptible al principio, pero es un inicio verdadero, porque la fe viva que se ejerce en la oración es la primera manifestación de lo que un día contemplaremos en plenitud. Por la luz de la fe entramos en la verdad divina 245. Es un germen que está destinado a crecer por la acción del Espíritu Santo, y que puede llegar, con la cooperación personal de cada uno, hasta las más altas cimas de lo que propiamente se llama oración contemplativa.

La correspondencia personal a este don exige lucha –la lucha ascética de la que hablaremos en su momento (capítulo )– para purificar el alma del pecado y de sus consecuencias. Pero esa lucha no es sólo un paso previo para la "unión mística con Dios" que la contemplación comporta (según la terminología tradicional), sino que la contemplación se da ya en el mismo combate contra aquello que se opone al Amor de Dios. No es, sin embargo, conquista de las fuerzas humanas. Es siempre un don, al que el cristiano se dispone luchando, con la ayuda de la gracia. San Josemaría no emplea la distinción clásica entre "contemplación adquirida" y "contemplación infusa" para referirse a esta sinergia divino-humana 246. Después de haber descrito la oración contemplativa en la que no se discurre, ¡se mira! Y el alma (...) se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios 247, comenta: ¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios (...). Ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual –son infinitas–, en medio de los afanes del mundo 248.

Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2, 4). Llama a todos a conocerle y a tratarle en esta tierra y a verle cara a cara en el Cielo. La contemplación no es otra cosa que la forma más alta y profunda de ese trato, un anticipo del Cielo 249, la incoación más perfecta de la visión beatífica. Así como todos pueden y deben tratarle, todos están llamados también a contemplarle.

3.2.2. Conocimiento por connaturalidad

La contemplación es un conocimiento de Dios que se funda en la sintonía creada por el amor. "El que ama se identifica en cierto modo con el amado" 250, escribe santo Tomás. El amor une a los que se aman, estableciendo una "connaturalidad", que es base de un conocimiento profundo. Quien ama intensamente capta con frecuencia lo que hay en el interior de la persona amada sin necesidad de un proceso racional. Puede bastar una mirada para comprender y comunicar muchas cosas sin que haya que explicarlas. Y esa comunicación instaura una confianza que facilita la entrega mutua. La persona enamorada se entrega segura, con una sintonía maravillosa, en la que los corazones laten en un mismo querer ¿Y qué será el Amor de Dios? 251

Efectivamente, la contemplación divina es una realidad absolutamente superior a la que pueda darse entre dos personas humanas, por muy compenetradas que estén. Porque al ser el amor a Dios –la caridad sobrenatural– una participación en el mismo Amor "interior" a la Santísima Trinidad, el cristiano, divinizado por la gracia, contempla a Dios no "desde fuera" sino "desde dentro" de esa participación en la Vida divina, como da a entender el Salmo: "En ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz" (Sal 36, 10). La Santísima Trinidad inhabita en el alma del cristiano que ama a Dios, mientras que, cuando la persona amada es una criatura, la presencia del amado en el que ama es sólo intencional.

Incluso la caridad más débil –como la de quien se limita a no pecar gravemente, sin tratar de cumplir en todo la Voluntad de Dios– permite un cierto conocimiento de Dios por connaturalidad. Pero mientras se mantenga esa actitud, no dará lugar más que a un conocimiento efímero. "Quien se contenta con oír la palabra, sin ponerla en práctica, es semejante a un hombre que contempla la figura de su rostro en un espejo: se mira, se va, e inmediatamente se olvida de cómo era" (St 1, 23-24).

Muy distinto es el caso de quien procura libremente, bajo el impulso de la gracia, identificar en todo su voluntad con la Voluntad de Dios quitando obstáculos a la acción del Espíritu Santo. Entonces crece su connaturalidad con Dios porque el Paráclito derrama en el alma, junto con la caridad, el don de sabiduría y todos los demás dones –entendimiento, piedad, ciencia...– que familiarizan aún más profundamente con Dios 252. Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo 253, resume san Josemaría. Llega a suceder entonces algunas veces –con creciente frecuencia, si hay correspondencia a la gracia– que en el trato con Dios sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se sabe y se siente también mirada amorosamente por Dios, a todas horas 254.

La contemplación, en definitiva, es un conocimiento amoroso fundado en la connaturalidad con Dios que proviene de la caridad sobrenatural –con la fe y la esperanza– y de los dones del Paráclito.

3.2.3. Contemplación de hijos de Dios en Cristo

La connaturalidad con Dios por el amor tiene su fundamento en la participación del cristiano en la naturaleza divina como hijo adoptivo de Dios por el envío del Espíritu Santo; pero se funda también en la Encarnación del Hijo Unigénito, que se ha hecho "connatural" al hombre al asumir la naturaleza humana. Ha "estrechado" la connaturalidad, facilitando la contemplación al permitirnos ver en esta tierra al mismo Dios hecho hombre. "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida (...) os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros" (1Jn 1, 1.3) 255.

No sólo los Apóstoles y los primeros discípulos han tenido la posibilidad de contemplar a Dios por medio de Cristo. En todo tiempo el cristiano puede contemplar la figura de Jesús 256, el paso de Dios por la tierra 257, la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre 258:

Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con Él en la oración 259.

La Encarnación, además de permitir al cristiano contemplar a Dios a través de la Humanidad de Cristo, le facilita la contemplación también por medio de las realidades creadas y de las actividades humanas nobles, pues al haber sido asumidas por el Verbo se ha revelado su sentido más profundo: "que todo ha sido creado por Él y para Él" (Col 1, 16; cfr. Jn 1, 3).

Finalmente hay que considerar que el cristiano vive la misma vida sobrenatural de Cristo y por tanto, cuando contempla a Dios, lo hace unido a Cristo por el Espíritu Santo. La contemplación es un conocer y amar "con Cristo y en Cristo", con su mente y con su corazón. El Apóstol lo expresa en un texto que contiene todo un programa de vida contemplativa –conocimiento y amor, oración y vida– 260: "que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y la grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento, para que os llenéis de toda la plenitud de Dios" (Ef 3, 17-19). Pocas semanas antes de su tránsito al Cielo, san Josemaría resumía así la vida contemplativa a la que ardientemente aspiraba: que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma 261.

En síntesis, por lo mismo que el cristiano da gloria a Dios a través de Jesucristo –"por Él, con Él y en Él"–, su contemplación es igualmente "por Cristo, con Cristo y en Cristo". San Josemaría enseña a pedir el don de esta vida contemplativa y a buscarla con afán en todas las acciones: a estar en continua, sencilla y filial unión con Dios, nuestro Padre 262. De esta permanente vida contemplativa hablaremos a continuación.

3.3. "CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO"

La contemplación de Dios puede tener lugar en la vida ordinaria de un hijo de Dios, no sólo en los momentos dedicados exclusivamente a la oración. San Josemaría predicó constantemente que todos los cristianos pueden ser almas contemplativas, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche 263. La enseñanza va acreditada por su experiencia personal y por la de numerosos fieles que han seguido el mismo camino de amor a Dios en los quehaceres cotidianos. Porque estamos enamorados –atestigua–, tenemos vida contemplativa en medio de la calle 264. Y lo ilustra con un ejemplo bien común: La persona que tiene su primer amor piensa siempre en el que ama, y nosotros estamos en coloquio continuo con Dios, sin ruido de palabras 265.

El fundamento teológico de esta doctrina se puede indicar de dos modos. El primero parte del hecho, ya explicado, de que toda actividad noble se puede convertir en oración. Como la contemplación no es otra cosa que la perfección a la que tiende la oración misma, es patente que cualquier actividad buena puede llegar a ser oración contemplativa. En el siguiente texto de san Josemaría puede verse un ejemplo de este llegar a la contemplación a partir de la oración en la vida ordinaria:

Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura 266.

El segundo modo considera la contemplación como incoación de la visión de Dios en el Cielo. Como esta visión no excluye ni impide otras muchas actividades que los santos realizan en la gloria y que tienen por objeto las criaturas, se puede concluir que también la contemplación en esta tierra ha de ser posible en medio de las diversas actividades de la vida corriente. San Josemaría acude en este punto a un argumento del Doctor Angélico, refiriéndose a los santos en la gloria: Mirad lo que dice Santo Tomás: cuando de dos cosas una es la razón de la otra, la ocupación del alma en una no impide ni disminuye la ocupación en la otra... Y como Dios es aprehendido por los santos como la razón de todo cuanto hacen o conocen, su ocupación en percibir las cosas sensibles, o en contemplar o hacer cualquier otra cosa, en nada les impide la divina contemplación, ni viceversa (Santo Tomás, S.Th., Suppl., q. 82, a. 3 ad 4). (...) Pongamos al Señor como fin de todos nuestros trabajos, que hemos de hacer non quasi hominibus placentes, sed Deo qui probat corda nostra (1Ts 2, 4); no para agradar a los hombres, sino a Dios que sondea nuestros corazones 267.

Lo que santo Tomás dice de los santos en la gloria –que la atención a las criaturas no "distrae" de la atención a su Creador–, san Josemaría lo aplica a la vida ordinaria del cristiano que tiene, por la gracia, un cierto anticipo de la gloria. También él puede contemplar a Dios cuando lleva a cabo actividades queridas por Él, que tienen por objeto las cosas creadas.

La afirmación de que se puede contemplar a Dios al realizar actividades de diverso género no es nueva en la historia. San Josemaría salía al paso de la idea de que la contemplación exige abstenerse de cualquier actividad:

Algunas personas con conocimientos elementales de religión piensan que los contemplativos están todo el día como en éxtasis. Y es una ingenuidad muy grande. Los monjes, en sus conventos, están todo el día con mil trabajos: limpian la casa y se dedican a tareas con las que se ganan la vida. Frecuentemente me escriben religiosos y religiosas de vida contemplativa, con ilusión y cariño a la Obra, diciendo que rezan mucho por nosotros. Comprenden lo que no comprende mucha gente: nuestra vida secular de contemplativos en medio del mundo, en medio de las actividades temporales. Nuestra celda está en la calle: ése es nuestro encerramiento 268.

Como se desprende de estas palabras, san Josemaría habla de la contemplación como ha sido entendida tradicionalmente: un modo de orar que han vivido muchas almas santas a lo largo de la historia, pero buscado en las actividades civiles y seculares de la existencia. Esto último es lo característico de su enseñanza:

Dondequiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes humanos –en la fábrica, en la universidad, en el campo, en la oficina o en el hogar–, nos encontraremos en sencilla contemplación filial, en un constante diálogo con Dios. Porque todo –personas, cosas, tareas– nos ofrece la ocasión y el tema de una continua conversación con el Señor: lo mismo que a otras almas, con vocación diversa, les facilita la contemplación el abandono del mundo –el contemptus mundi– y el silencio de la celda o el desierto. A nosotros, hijos míos, el Señor nos pide sólo el silencio interior –acallar las voces del egoísmo del hombre viejo–, no el silencio del mundo: porque el mundo no puede ni debe callar para nosotros 269.

Que esta enseñanza sea característica de san Josemaría no significa que carezca de precedentes, pero señalarlos y compararlos es una cuestión de historia de la espiritualidad en la que aquí no podemos entrar con el detalle que merece. Nos limitamos a llamar la atención sobre dos puntos.

El primero es que cuando se ha hablado de "contemplación en la acción" se ha pensado principalmente en la "acción apostólica". Según Queralt, la expresión "contemplativus in actione" fue acuñada en el siglo XVI por el jesuita Nadal para describir a san Ignacio de Loyola 270. "La fórmula quiere expresar la nota característica de la llamada vida mixta, que conjuga la contemplación con la acción apostólica" 271. San Josemaría enseña, en cambio, que todas las acciones de la vida profesional, familiar y social pueden transformarse en oración contemplativa.

El segundo punto es el papel de las virtudes humanas en la contemplación. Tradicionalmente se ha considerado que su función se reduce a la de moderar las pasiones del alma para crear el sosiego interior necesario para la contemplación 272, de modo que, según Royo-Marín, las virtudes humanas, y concretamente las morales, concurren a la contemplación sólo "remote, indirecte et per accidens" 273. Al considerarlo así, quizá se piensa en la contemplación durante los ratos dedicados a la oración mental, cuando no se hace otra cosa. Pero cuando se trata de la contemplación en la vida ordinaria, el ejercicio de las virtudes humanas adquiere un relieve de otro orden, porque son imprescindibles para realizar con perfección moral las mismas tareas en las que se pretende contemplar a Dios. El camino que enseña san Josemaría es el de ejercitar las virtudes teologales y cardinales en el mundo, y llegar de esta manera a ser almas contemplativas 274. Se puede decir que el ejercicio de las virtudes humanas informadas por la caridad pertenece a la sustancia de la contemplación en la vida ordinaria, de modo análogo a como el cuerpo pertenece a la sustancia de la naturaleza humana. Por ejemplo, sólo puede ser contemplativo en el trabajo profesional quien procura trabajar bien, porque ésa es la materia de su vida contemplativa, y trabajar bien –con perfección moral– exige practicar las virtudes humanas por amor a Dios. En este sentido, san Josemaría no se limita a asumir y a repetir una doctrina tradicional, sino que la enriquece, al poner de manifiesto de modo más completo el papel de las virtudes humanas en la contemplación.

Señalemos en relación con estas observaciones que la enseñanza de san Josemaría nos ha llevado a explicar la contemplación dentro de la parte dedicada al fin último, en vez de hacerlo al hablar de los ratos dedicados a la oración mental, como es frecuente en las obras de Teología espiritual.

Algunos de los aspectos característicos del modo en que san Josemaría entiende la contemplación salen a relucir en sus comentarios a las palabras que Jesús dirige a la hermana de Lázaro y de María: "Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada" (Lc 10, 41-42). Desde antiguo se ha distinguido entre "vida contemplativa" y "vida activa", tomando como referencia a las dos hermanas. Históricamente ha habido equívocos importantes en este punto, como el de pretender fundar la correspondencia de los dos géneros de vida con las dos hermanas en la autoridad de san Agustín 275. En realidad, según ha demostrado Joseph Ratzinger, para el Obispo de Hipona "en Marta y María se figuran la vida presente y la futura y no simplemente dos formas de vida en este mundo" 276. Esto matiza mucho la contraposición entre contemplación y acción. En todo caso, san Josemaría pone el acento en que no se excluyen, como se ve en las palabras que citamos a continuación. Están dirigidas a las personas que se ocupan de los trabajos del hogar en los centros del Opus Dei, pero se pueden aplicar a cualquier otro trabajo profesional:

No os puedo decir a vosotras, mis hijas, lo que decía el Señor a Marta (cfr. Lc 10, 40-42), porque, en todas vuestras actividades, también al ocuparos de los trabajos de la casa, sin congojas ni miras humanas, tenéis siempre presente –porro unum est necessarium (Lc 10, 42)– que sólo una cosa es necesaria y, como María, habéis también escogido la mejor parte, de la que jamás seréis privadas (cfr. Lc 10, 42): porque tenéis vocación de almas contemplativas, en medio de los quehaceres del mundo 277.

Como explica en el mismo escrito, el espíritu que transmite armoniza

el trabajo y la contemplación, una tarea humana nobilísima –socialmente indispensable– y una vida divinizada, preludio del gozo del cielo: realizándose en cada una de vosotras, en íntima unión, la parte de Marta y la de María, porque tan necesaria es una como otra, siendo la de Marta condición y medio para la de María 278.

Se puede pensar que Marta podía haber realizado sus tareas de servicio a Jesús estando tan pendiente de Él como su hermana. También el cristiano puede contemplar a Dios en la vida ordinaria. Entonces, para él, la acción es contemplación y la contemplación es acción, en unidad de vida 279. Cuando se corresponde a la gracia de Dios sin poner obstáculos,

adquirimos una segunda naturaleza: sin darnos cuenta, estamos todo el día pendientes del Señor y nos sentimos impulsados a meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él, nos resultan insípidas. Llega un momento, en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios –sin rarezas–: endiosamiento 280.

Estas dos palabras, contemplación y acción, terminan por significar lo mismo en la mente y en la conciencia 281.

3.3.1. Contemplación "mientras" se realizan las actividades ordinarias

Cuando se habla de "contemplar a Dios en la vida ordinaria", quizá se piensa primero en la contemplación "mientras" se realizan algunas actividades: por ejemplo, mientras se va por la calle, o mientras se lleva a cabo un trabajo que no exige toda la atención de la mente. No es éste el núcleo central de la contemplación en la vida ordinaria, como enseguida se explicará, pero es una parte integrante. Por eso, la insistencia de san Josemaría en buscar la contemplación mientras se realizan otras actividades, es constante. Por ejemplo, en una de sus homilías, después de referirse a la búsqueda de la presencia de Dios durante el día por medio de diversas prácticas de piedad, añade:

Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla; todo lo referirás a tu Padre Dios 282.

Por este camino, la contemplación puede surgir en el momento más inesperado e introducirnos como de improviso en la intimidad divina. El Señor quiso que san Josemaría lo experimentara muy pronto con una intensidad extraordinaria, que le confirmaba en lo que había de transmitir a tantas almas. En sus Apuntes íntimos anota: Es incomprensible: sé de quien está frío (a pesar de su fe, que no admite límites) junto al fuego divinísimo del Sagrario, y luego, en plena calle, entre el ruido de automóviles y tranvías y gentes, ¡leyendo un periódico! vibra con arrebatos de locura de Amor de Dios 283.

No obstante, como decíamos, el núcleo de la contemplación en medio del mundo no es éste, sino que se encuentra aún más "dentro", por así decir, de las actividades ordinarias. No sólo es posible contemplar a Dios "mientras" se lleva a cabo una actividad buena, sino "a través" de esa misma actividad y "en" ella, incluso cuando exige toda la concentración de la mente. Fijémonos en un texto de la homilía Hacia la santidad. Después de comentar que en la contemplación el alma se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo 284, san Josemaría añade –y lo dice significativamente en primera persona: no está transmitiendo una teoría, sino su experiencia personal– que esta contemplación es posible en las ocupaciones diarias, que no me son estorbo; que son –al contrario– vereda y motivo para amar más y más, y más y más unirme a Dios 285. Aquí se encuentran enunciados los aspectos más específicos de sus enseñanzas en este tema, como veremos a continuación.

3.3.2. Contemplación "a través" de las actividades ordinarias

En primer lugar, es posible contemplar a Dios "a través" de las actividades ordinarias porque, así como le vemos a través de sus obras, en las que se manifiesta su gloria, también podemos contemplarle "a través" de las obras nuestras, en la medida en que participan de su poder creador.

San Josemaría escribe, por ejemplo, a quienes se dedican a la investigación y a tareas educativas: el estudio y la docencia –vuestro trabajo profesional– son en nuestro caso medio de santidad personal, de unión con Dios, de vida contemplativa: porque, como a través de los efectos divinos podemos llegar a la contemplación del mismo Dios, según la enseñanza de San Pablo: lo invisible de Dios puede ser conocido por medio de las cosas creadas (cfr. Rm 1, 20), también como elemento secundario pertenece a la vida contemplativa la contemplación de los efectos divinos, en cuanto su conocimiento empuja al hombre al conocimiento de Dios (Santo Tomás, S.Th. II-II, q. 180, a. 4, c) 286.

Más en general, el cristiano contempla a Dios "a través" de una actividad buena, cualquiera que sea, cuando ve cómo se reflejan en los efectos de esa actividad las perfecciones divinas –como sucede, por ejemplo, en un trabajo realizado con perfección– o cuando descubre a Dios en algo que acompaña a esa actividad, aunque no sea efecto de ella (como puede ocurrir cuando al estudiar un fenómeno de la naturaleza el corazón admira la Sabiduría de Dios, su Bondad y su Belleza).

3.3.3. Contemplación "en" las actividades ordinarias

Además, es posible contemplar a Dios "en" la misma actividad que se realiza. Reconocemos a Dios no sólo en el espec táculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor 287, escribe san Josemaría. Un autor ha visto perspicazmente en estas palabras la indicación de "una audaz vía antropológica para acceder a Dios" 288. Una vía que parte no ya del universo material o de la constitución ontológica del hombre, en la que se puede contemplar la imagen de Dios, sino de "la actividad humana" 289, en la medida en que esa actividad es un acto de amor que refleja el Amor divino. El cristiano puede contemplar "en" la misma actividad libre que nace de su corazón, si la lleva a cabo por amor a Dios. Cuando trabaja por amor, bajo el influjo de los dones del Paráclito, encuentra a Dios "en la experiencia de su propia labor", porque ese amor con el que la realiza es participación del Espíritu Santo, que "conoce las profundidades de Dios" (1Co 2, 10). Quien trabaja por amor a Dios puede ser consciente del amor con el que trabaja, y contemplar a Dios ahí, en ese amor que el Paráclito pone en su corazón 290.

Este es, según nos parece, el núcleo de la enseñanza que estamos comentando. Los tres aspectos señalados –contemplar a Dios "mientras" se realiza una actividad, contemplarle "a través" de esa actividad y contemplarle "en" la actividad misma– pertenecen a la contemplación en la vida ordinaria, pero el más hondo es el último. Baste considerar que un trabajo puede "salir mal", a pesar de la buena voluntad, y entonces quizá no se perciba un reflejo de las perfecciones divinas en los efectos de ese trabajo, pero siempre se podrá contemplar a Dios "en" la misma actividad que se realiza, si se lleva a cabo por amor a Él.

Jesucristo, durante su vida en Nazaret, trabajaba como artesano, lo mismo que José. No nos ha llegado el resultado de su trabajo –los enseres o los muebles que habrá fabricado con la perfección que permitieran las herramientas de la época–, pero tampoco los necesitamos para saber en qué consiste convertir un trabajo en medio de contemplación, porque lo decisivo es el amor con el que cumplió esa labor, y este amor sí lo conocemos: es el mismo que le llevó a dar su vida por nosotros en la Cruz.

El cristiano que desempeña sus deberes por amor a Dios, trabaja en unión vital con Cristo, y sus obras se convierten de algún modo en obras de Cristo. Las siguientes palabras, que el fundador dirige a los fieles del Opus Dei, sirven para cualquier cristiano llamado a santificarse en la vida ordinaria: el trabajo profesional, las relaciones humanas de amistad y de convivencia, los afanes por lograr –codo a codo con nuestros conciudadanos– el bien y el progreso de la sociedad son, en los miembros de la Obra, frutos naturales, consecuencia lógica, de esa savia de Cristo que es la vida de nuestra alma: son trabajo de Cristo, Opus Dei, operatio Dei 291. Para esto no basta que se esté en gracia de Dios y que las obras sean moralmente buenas. Han de estar informadas por el amor y han de ser realizadas del modo divino que procede de los dones del Espíritu Santo.

La contemplación en la vida ordinaria hace pregustar el fin último, la unión definitiva con Dios. Lleva a obrar cada vez con más amor, con el deseo de ver a Dios no ya por medio de las obras, sino cara a cara:

Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto. (...) Un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Recordando a tantos escritores castellanos del quinientos, quizá nos gustará paladear por nuestra cuenta: ¡que vivo porque no vivo: que es Cristo quien vive en mí! (cfr. Ga 2, 20) 292.

Las tareas humanas de cada día no son el fin último. El fin último es la contemplación de Dios y por eso el alma contemplativa "ansía escaparse" hacia el encuentro definitivo con Él. San Josemaría solía repetir con insistencia, sobre todo en sus últimos años en la tierra: Vultum tuum, Domine, requiram! Vultum tuum, Domine, requiram! (...). Sí, ¡tengo ganas de ver cómo es el Señor, pero no ya por la fe, sino cara a cara...! 293 Y lo explicaba con esta razón: Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor 294. Pero ese deseo no es incompatible con la afirmación de que las tareas humanas son medio para contemplar a Dios si se llevan a cabo, precisamente, "con la mayor perfección posible".

Para concluir podemos completar una idea enunciada más arriba. Se dijo que algunos de los autores que han hablado de la unión entre contemplación y acción se refieren con este último término a la "acción apostólica", mientras que para san Josemaría, la contemplación es posible en todas las actividades honradas de un fiel laico. Precisamente cuando este fiel busca ser contemplativo en la vida ordinaria –completamos ahora– esas actividades corrientes se llegan a convertir plenamente en "acción apostólica". San Josemaría afirma, en efecto, que un alma contemplativa, sabe ver a Jesucristo en los que le rodean 295. La contemplación en la vida ordinaria no es una actitud cerrada a los demás, sino que, por el contrario, lleva a fundir el empeño de dar personalmente gloria a Dios con el deseo de reflejarla para que todos le glorifiquen (cfr. Mt 5, 16). La vida contemplativa en medio del mundo exige transformar todas las actividades en actividad apostólica:

No hay compartimentos estancos en nuestra vida, ni podemos distinguir –insisto– dónde acaba la oración ni dónde empieza el trabajo, ni dónde se encuentran los límites del apostolado. Porque el apostolado es Amor de Dios que se desborda, dándose a los hombres; y la vida interior contemplativa es clamor de almas; y el trabajo, un esfuerzo sostenido de abnegación, de caridad, de obediencia, de comprensión, de paciencia y de servicio a los demás 296.

Este es el horizonte de vida cristiana que despliega san Josemaría. Dar gloria a Dios es buscar ser contemplativos en la vida ordinaria. En los capítulos sucesivos penetraremos cada vez más en este panorama al considerar que, para dar gloria a Dios –para contemplarle–, hemos de buscar que Cristo reine, cooperando con el Espíritu Santo en la edificación la Iglesia.

* * *

ALGUNAS APLICACIONES PRÁCTICAS

Los textos de san Josemaría contienen con mucha frecuencia aplicaciones prácticas de la doctrina que enseña. Incluso se puede decir que las contienen siempre, porque no se propone exponer teorías carentes de repercusiones para la vida ordinaria, sino orientar e impulsar concretamente la búsqueda de la santidad en el día a día. Los numerosos pasajes citados en este capítulo lo han hecho patente. Sin embargo, pocas veces nos hemos detenido a sacar consecuencias para la existencia cotidiana, ya que nuestro intento es explicar teológicamente el espíritu expresado en esos textos.

Por este motivo nos ha parecido conveniente incluir al final de cada capítulo un apartado con "algunas aplicaciones prácticas". Nos limitaremos a poner solamente unos pocos ejemplos de los muchos que podrían mencionarse.

1. Primera conversión y sucesivas conversiones. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones 297.

La conversión primera es la decisión, consciente y libremente asumida, de vivir para la gloria de Dios, no para uno mismo. Esta primera conversión se ha de fortalecer y reafirmar después por medio de sucesivas conversiones en elecciones concretas –importantes algunas; menudas y ordinarias, la mayor parte de las veces– hasta acabar haciendo "todo" para la gloria de Dios.

Para llegar hasta el fondo en esas sucesivas conversiones tiene gran importancia advertir que en todas nuestras acciones nos proponemos siempre, al menos implícitamente, un último fin, que sólo puede ser o Dios o "el propio yo", pues no hay más posibilidades: o amamos a Dios e intentamos darle gloria en cada acto; o nos amamos a nosotros mismos más que a Dios. En este sentido, san Josemaría da un consejo que ayuda a vivir para la gloria de Dios: Es cuestión de segundos... Piensa antes de comenzar cualquier negocio: ¿Qué quiere Dios de mí en este asunto? Y, con la gracia divina, ¡hazlo! 298

2. Conocer y cumplir la Voluntad divina. Además de estar dispuesto a cumplir la Voluntad de Dios para darle gloria, san Josemaría le pedía que le mostrara concretamente lo que quería de él: Domine, ut videam! Esta actitud nos da pie para mencionar la tentación de contentarse con realizar cosas "buenas", sin preguntarse si son realmente las que Dios pide. Porque puede suceder que se elija un bien aparente: algo bueno considerado en abstracto, pero que no es lo que Dios quiere hic et nunc para cada uno. No basta que algo sea bueno "en sí" para que sea bueno "para mí". La santidad no consiste en "hacer cosas buenas" sino en cumplir la precisa voluntad de Dios sobre uno mismo. Por eso advierte san Josemaría que al elegir santificaros en el lugar donde el Señor os ha puesto, tenéis que prescindir de otras cosas buenas, pero que ya no son vuestro camino 299. Hemos de pedir humildemente a Dios que nos conceda esa sabiduría, para que sepamos ver todas las cosas a su luz 300.

3. Rectificar la intención. La gloria de Dios no sólo es el fin último de todas las acciones del cristiano, sino que ha de serlo totalmente y solamente: Da "toda" la gloria a Dios. –"Exprime" con tu voluntad, ayudado por la gracia, cada una de tus acciones, para que en ellas no quede nada que huela a humana soberbia, a complacencia de tu "yo" 301. En la situación actual, por las consecuencias del pecado original y de los pecados personales, aun queriendo vivir para la gloria de Dios, la intención de la voluntad se tuerce fácilmente en acciones concretas. Por eso san Josemaría señala la necesidad de rectificar una y otra vez:

Rectificar. –Cada día un poco. –Esta es tu labor constante si de veras quieres hacerte santo 302.

Cuando se realizan acciones que materialmente forman parte del cumplimiento de los propios deberes, puede suceder que se mezclen intenciones santas y rectas con otras que no lo son. Conviene ser conscientes de la necesidad de afinar, sin conformarse con realizar exteriormente lo que se debe. San Josemaría se refiere con mucha frecuencia a la "purificación de la intención": Pureza de intención. –Las sugestiones de la soberbia y los ímpetus de la carne los conoces pronto... y peleas y, con la gracia, vences. Pero los motivos que te llevan a obrar, aun en las acciones más santas, no te parecen claros... y sientes una voz allá dentro que te hace ver razones humanas..., con tal sutileza, que se infiltra en tu alma la intranquilidad de pensar que no trabajas como debes hacerlo –por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria. Reacciona en seguida cada vez y di: "Señor, para mí nada quiero. –Todo para tu gloria y por Amor" 303.

4. Los fines inmediatos y el fin último. Cualquier fin que se proponga un cristiano en el terreno profesional, o familiar, o en cualquier otro ámbito, debe estar ordenado al fin último: la gloria de Dios. Para lograrlo es preciso poner empeño, con la gracia de Dios, en "conectar" siempre los fines inmediatos con el fin último. Es decir, en las cosas buenas que se quieren hacer, no hay que perder de vista que la meta es la santidad, para valorarlas bajo esta luz. Por ejemplo, refiriéndose a las iniciativas apostólicas, afirma san Josemaría: Mido la eficacia de las labores, por el grado de santidad que alcanzan los que las realizan. (...) Universidades, residencias universitarias, una escuela hogar... ¿Esos son fines? No. Del mismo modo que la pala y la azada no son fin del campesino, sino medios para labrar la tierra 304. Admitir conscientemente un fin inmediato, por noble que fuera, "desconectado" de la santidad, desviaría de la gloria de Dios.

Tampoco tendría sentido despreocuparse de la santidad, "olvidarse por un momento de Dios", o ponerle "entre paréntesis" conscientemente, ante la urgencia de cumplir un deber o de sacar adelante un trabajo, o ante la necesidad de un periodo de descanso, etc. Cualquier bien que se pretenda alcanzar, si no es para la gloria de Dios, es sólo un bien aparente, no está en el camino de la vocación cristiana a la santidad. Y entonces hay que saber prescindir de ese bien, por importante que sea. "¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?" (Mt 16, 26). Si algún bien, considerado en abstracto, pone en peligro de perder el propio camino de santidad, entonces no puede ser en concreto un verdadero bien y la reacción ha de ser consecuente: Todos hemos oído hablar de aquellas barcas llenas de objetos preciosos, que, ante el peligro de ir a pique, se salvaban porque la tripulación arrojaba al mar todos los tesoros, todas las joyas que transportaban. Si un día –no tiene por qué suceder, y no sucede cuando hay talento y humildad–, si un día –digo– os pareciera ver una oposición, en la labor profesional, entre la libertad y la vocación, es la hora de tomar ejemplo de los marineros y echar por la borda todo lo que estorba, y decir al Señor: ecce ego quia vocasti me (1S 3, 6), aquí estoy porque me has llamado 305.

5. Gloria de Dios y vanagloria. Lo opuesto a la gloria de Dios es la vanagloria, buscar la gloria personal, que es como una idolatría. El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: sólo esto nos mueve 306.

Si dar gloria a Dios es contemplarle, la vanagloria es de algún modo "contemplarse" y buscar "ser contemplado": amar la propia excelencia, real o imaginaria, por sí misma; buscar que los demás la reconozcan y la admiren (cfr. Jn 12, 43). El "amor propio" incluye como elemento esencial "pensar en uno mismo". El "amor a Dios", en cambio, lleva necesariamente a "pensar en Dios y en los demás", a buscar la presencia de Dios y a preo cuparse por el bien de los demás, con "olvido de sí", hasta que sea posible llegar a decir sinceramente al concluir la jornada: Señor, ¡si no me he acordado para nada de mí, si he pensado sólo en Ti y, por Ti, me he ocupado sólo en trabajar por los demás! 307

6. Buscar la contemplación. La convicción de que Dios llama a todos a ser contemplativos debe llevar en la práctica a quitar, con la ayuda divina, lo que impida recibir ese don. El obstáculo, en último término, es el egoísmo con sus diversas manifestaciones. Una de ellas es el "monólogo interior", la imaginación o la memoria descontrolada, los afectos desordenados, los sentidos dispersos... Es preciso buscar el trato constante con Dios, cooperando libremente con la gracia:

Debéis consagrar día y noche todos los esfuerzos a unir el alma y el espíritu a Dios, nuestro Padre, por la oración, por la contemplación con un amor no interrumpido: metidos en Dios los sentidos, la imaginación, las potencias del alma, no tendréis problemas personales y, endiosados, podréis decir: vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20); no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí. Sentiréis entonces un hambre, una sed de Dios que nunca se sacian: y experimentaréis en vuestra vida la verdad de aquellas palabras: los que me coman quedarán con hambre de mí, y los que me beban quedarán de mí sedientos (Si 24, 29) 308.