Desde 1928 mi predicación ha sido
que la santidad no es cosa para privilegiados,
que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra,
porque el quicio de la espiritualidad específica del Opus Dei
es la santificación del trabajo ordinario.
(Conversaciones, n. 34)
Las luces que recibió san Josemaría el 2 de octubre de 1928, y que inspiraron de ahí en adelante su predicación, confluyen en un preciso punto focal, designado de diversos modos en sus escritos. Uno de los más frecuentes, aunque no el más antiguo, es el que hemos elegido como título del presente capítulo: La santificación del trabajo profesional y de la vida familiar y social 1.
Este tema no es uno más en su enseñanza: es el mismo centro de su mensaje. "San Josemaría fue elegido por el Señor" –afirmó el beato Juan Pablo II– "para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario" 2.
La santificación del trabajo y de la entera vida cotidiana, no es asunto del que tratamos sólo en este capítulo ni por primera vez. Desde las primeras páginas ha sido nuestro principal argumento, porque san Josemaría no habla, en el fondo, de otra cosa. Cuando predica la vocación universal a la santidad y al apostolado –como vimos en la Parte preliminar–, se propone mostrar que, de por sí, esa llamada no obliga a abandonar los honrados quehaceres seculares, porque son santificables y medio para cumplir la misión apostólica. Cuando habla de dar gloria a Dios, enseña a buscar la contemplación, pero no en abstracto sino concretamente en medio del mundo, en las actividades profesionales, familiares, etc., según se estudió en el capítulo 1º. Cuando trata del reinado de Cristo, exhorta precisamente a poner al Señor en la entraña de esas actividades humanas, diarias y corrientes (capítulo 2º). Cuando se refiere a la edificación de la Iglesia, anima a convertir en "una misa" el entramado de tareas que llenan la entera jornada y a realizarlas con sentido de misión, con afán apostólico (capítulo 3º). Entiende la filiación divina adoptiva como "encarnada" en las realidades cotidianas (capítulo 4º); promueve la libertad de los hijos de Dios en el cumplimiento de su vocación y misión, que es la santificación del mundo desde dentro (capítulo 5º); orienta la caridad y el ejercicio de las demás virtudes cristianas hacia el amplio espacio de los quehaceres profesionales, familiares y sociales, y por eso habla tanto de virtudes humanas (capítulo 8º).
En definitiva, a lo largo de todos los capítulos precedentes hemos tratado ya de la vida ordinaria, pero sólo de un aspecto: su fin último, que es la gloria de Dios y nuestra santidad o identificación con Cristo. Por eso, en el presente capítulo no hará falta que expliquemos de nuevo qué significa, por ejemplo, dar gloria a Dios o identificarse con Jesucristo. Ahora nos limitaremos a mostrar cómo esa suprema aspiración se puede realizar de hecho en el trabajo profesional y en la vida corriente en medio del mundo, según el mensaje de san Josemaría.
Con razón ha señalado Pierpaolo Donati el peligro de espiritualismo si la reflexión teológica sobre la santidad se limita al tema del fin último: de este peligro –añade el mismo autor– pone al reparo la enseñanza de san Josemaría porque "mira a la realidad cotidiana como a su "lugar propio", a su referente concreto de sentido y de acción" 3. La tarea del cristiano, afirma Monseñor Javier Echevarría, testigo singular de la vida y de la enseñanza de san Josemaría, "reclama aprender, con el auxilio de la gracia, el sentido divino del quehacer humano" 4.
¿Por qué nos referimos a la tríada "trabajo profesional, vida familiar y social" para hablar de la santificación de la existencia cotidiana? La respuesta se encuentra en los capítulos iniciales del Génesis, donde aparecen el trabajo para perfeccionar este mundo, la formación de la familia y la edificación de la sociedad como las tareas que Dios, en la creación, confía al hombre y a la mujer 5. De estos tres ámbitos se compone la vida ordinaria en la enseñanza de san Josemaría. Con frecuencia cita y comenta los correspondientes textos bíblicos 6, contemplando el designio de Dios que "puso al hombre en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara" (Gn 2, 15). El mundo no salió plenamente acabado de las manos del Creador: fue creado in statu viae, encaminado hacia una perfección última que había de alcanzar con la colaboración del trabajo del hombre 7. Además, Dios creó al ser humano "varón y mujer" (Gn 1, 27), ambos con la misma dignidad pero como personas de distinto sexo 8, complementarias en orden a la tarea de formar la familia y edificar la sociedad humana, con vistas a poseer y perfeccionar la tierra. Les dijo, en efecto: "creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla" (Gn 1, 28). En estos textos del Génesis se ha leído desde antiguo el mandato de constituir la familia fundada en el matrimonio y de desarrollar, sobre esta base y mediante el trabajo, la sociedad humana. En suma, el varón y la mujer estaban llamados a dar gloria a Dios no sólo alabándole en su corazón y con su palabra, sino también participando de su poder creador mediante el trabajo y la formación de la familia y de la sociedad.
Originariamente no había contraposición alguna entre el cumplimiento de estas tareas y la unión con Dios. La vocación primigenia del hombre era la de ser contemplativo en la realización de dichas obras. Los conflictos surgieron con el pecado, al aparecer la inclinación a poner el fin último en los bienes creados en vez del Creador. No obstante, el primitivo plan no quedó derogado por la caída, sino que fue grandiosamente reafirmado con la venida del Hijo de Dios que, al asumir las actividades humanas, les ha conferido valor redentor; y con el envío del Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios uniéndonos a Cristo en la misma vida cotidiana para santificarnos y renovar la entera creación.
A la luz de los designios de la Creación, Redención y Santificación del hombre, san Josemaría ve el trabajo y la vida familiar y social como realidades queridas por Dios, afectadas, sí, por el pecado, pero ordenadas en último término a la realización de la vocación sobrenatural de la persona humana. Las percibe con amplitud de perspectivas, con sus leyes y su autonomía propias 9, como un entramado de actividades en las que el hombre ha de conocer y amar a Dios sabiéndose hijo suyo, procurando que todos le conozcan y le amen, y que la entera creación refleje su gloria. Entiende que los cristianos, en cada época de la historia, reciben este mundo como herencia y como tarea, para que, con el uso de su libertad, ordenen todas las cosas a la gloria de Dios, busquen el reinado de Cristo y edifiquen la comunión de los hombres con Dios en la Iglesia. Es así como ellos mismos se perfeccionan uniéndose a Jesucristo, por la acción del Espíritu Santo, en el cumplimiento amoroso de los cometidos propios de la vida ordinaria.
Comprende que quienes han sido llamados a la santidad en medio del mundo no pueden limitarse a unos actos interiores de amor y a unas determinadas prácticas de piedad y de culto, ni conformarse con ciertas muestras de caridad hacia el prójimo. Elemento esencial de las obras con las que cumplen la Voluntad divina son las actividades profesionales, familiares y sociales, realizadas con la mayor perfección posible, de modo que su existencia entera, su querer y su obrar, sea una vida de fe, de esperanza y de amor, y de ejercicio de las virtudes humanas, que contribuya a la transformación cristiana de la sociedad y al mejoramiento del mundo. Este es su camino de santidad y apostolado. Sólo así responden a la llamada que han recibido.
San Josemaría no se cansa de repetir, por tanto, que las actividades temporales son medio y ocasión de santidad, camino de perfección y de santificación para la muchedumbre de los cristianos corrientes. Baste citar por ahora, como marco del presente capítulo, dos textos que contienen los temas principales. El primero es una de las formulaciones del mensaje que predica:
Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 10.
El segundo texto se refiere a la institución que ha fundado para la difusión y actuación de este mensaje. El Opus Dei, en efecto,
ha nacido para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil –con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles–, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida de un cristiano corriente –que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina– puede y debe ser una vida santa y santificante 11.
En el capítulo que comenzamos, se tratará primero de las realidades temporales en su conjunto, como camino de santificación y de apostolado (es importante no olvidar, a lo largo de este primer apartado, que hablaremos de todas las realidades temporales –profesionales, familiares y sociales–, es decir, de los aspectos comunes a todas ellas). Después nos concentraremos en el trabajo profesional, ya que san Josemaría lo califica de "eje" o "quicio" de la santificación de la vida ordinaria. Por último, estudiaremos la santificación de la vida familiar y social.
Hoy día no es raro encontrar en obras de Teología –más aún si son de Teología espiritual– un título semejante al del presente apartado 12. A nadie le llama la atención que se reflexione acerca del valor de las actividades temporales, civiles y seculares, para la santificación del cristiano. Sin embargo, el argumento es relativamente nuevo. Si se retrocede en el tiempo escasea cada vez más y, en los inicios del siglo XX, prácticamente desaparece por completo.
Como otros autores contemporáneos, san Josemaría era consciente de esta situación. Cuando comienza a predicar que la vida en medio del mundo no es obstáculo sino camino de santidad, constata que la ciencia teológica no le ofrece respaldo, pues apenas se ha ocupado del tema:
Hay un paréntesis de siglos, inexplicable y muy largo, en el que sonaba y suena esta doctrina a cosa nueva: buscar la perfección cristiana, por la santificación del trabajo ordinario, cada uno a través de su profesión y en su propio estado. Durante muchos siglos, se había tenido el trabajo como una cosa vil; se le había considerado, incluso por personas de gran capacidad teológica, como un estorbo para la santidad de los hombres 13.
Al hablar de "un paréntesis de siglos", este texto nos ofrece la ocasión para realizar un recorrido histórico, examinando el sentido y el valor del trabajo ordinario para la vida cristiana. No sólo del trabajo, sino de todos los quehaceres propios de la vida cotidiana, incluidas las comunes tareas familiares y sociales, pues nos parece que lo que dice aquí san Josemaría acerca del trabajo, se plantea también con respecto a las demás actividades cotidianas.
No es fácil determinar cuándo comienza ese "paréntesis de siglos" al que se refiere. Ciertamente no en los primeros tiempos cristianos pues, para quienes abrazaban la fe en aquella época, los quehaceres diarios seguían siendo los mismos antes y después de su conversión. No cambiaban de trabajo (si era honesto) al convertirse, ni abandonaban la familia o la ciudad. Simplemente esas mismas realidades adquirían una nueva y grandiosa dimensión. La vida cotidiana, anodina y vulgar para la cultura en la que se encontraban inmersos, se transformaba de improviso en algo luminoso e interesante, en ámbito y materia de la santidad y de la misión apostólica. ¿Acaso podían ver los esposos una traba a su vocación cristiana en la vida matrimonial, cuando el mismo Apóstol lo proclama "sacramento grande en relación a Cristo y a la Iglesia" (cfr. Ef 5, 32) y dice: "maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia" (Ef 5, 25)? ¿Podían sentirse ajenos a los acontecimientos de la sociedad, cuando se les pedía que llevaran "una vida de ciudadanos dignos del Evangelio de Cristo" (Flp 1, 27)? ¿No se precia san Pablo de su propio trabajo productivo cuando dice a los presbíteros de la iglesia de Éfeso: "Sabéis bien que las cosas necesarias para mí y los que están conmigo las proveyeron estas manos" (Hch 20, 34)?
Que el modelo de santidad para los primeros cristianos no era en absoluto ajeno al cumplimiento de los deberes cotidianos, es una realidad que testimonian claramente los más antiguos Padres y escritores eclesiásticos.
"La mayor parte de los cristianos de la época ante nicena –hace notar un autor, especialista en este período– pertenece a los estratos modestos (...). Campesinos y artesanos, viven del fruto de su trabajo y continúan ejerciendo los oficios de antes de su conversión" 14. Según Clara Burini, "la participación en la vida eclesial y comunitaria, en sus numerosas expresiones litúrgicas, constituye la primera y fundamental connotación del cristianismo y sobre todo del cristianismo de los orígenes, pero también es verdad que el cristiano continúa dando gloria, alabanza y acción de gracias a Dios cuando vive en su familia y en la sociedad, ambientes en los que debe practicar su fe y en los que está llamado a testimoniarla día a día. La vida conyugal, el amor a los hijos, la caridad con el prójimo, el empeño en el trabajo, el contacto con los ambientes culturales, son ocasión para demostrar y expresar el propio "credo", para anunciar y vivir en la realidad de todos los días las enseñanzas de Cristo" 15.
Testimonio excelente es la Carta a Diogneto (s. II), "perla de la antigüedad cristiana" 16, sobre todo los capítulos V-VII. Citemos un pasaje significativo: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su idioma, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. (...) Habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria es tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no abandonan los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el Cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes" 17. Testimonios semejantes se encuentran en Clemente de Alejandría, Tertuliano y otros escritores cristianos antiguos 18. Estas breves referencias pueden ser suficientes para dejar apuntado que la vida de los primeros discípulos de Cristo se encarna en los deberes cotidianos. La bibliografía al respecto es abundante 19.
No obstante, ya desde los inicios, aparecen diversas tendencias hacia el menosprecio de las realidades ligadas a la materia y, con ellas, necesariamente a la vida cotidiana: unos denigran el matrimonio, otros abandonan el trabajo (cfr. 1Tm 4, 3; 2Ts 3, 10). San Pablo rechaza enérgicamente esos desvíos. Llama embusteros a los que prohíben casarse (cfr. 1Tm 4, 2 s.), proclama sin equívocos que "si alguno no quiere trabajar, que no coma" (2Ts 3, 10), y confirma a los cristianos en la convicción de que la realidad del mal –con el que no cabe pactar– no es razón para salir del mundo (cfr. 1Co 5, 10-11). En él han de estar presentes como luz, como sal de la tierra y levadura del Reino de los cielos (cfr. Mt 5, 13-14.33).
Las desviaciones espiritualistas que surgieron en el curso de la primera expansión del Evangelio, al entrar en contacto con ideas extrañas a la tradición bíblica, jamás tuvieron carta de identidad en la Iglesia, pero algunas ejercieron su influjo durante siglos. Se trataba principalmente de corrientes gnósticas que profesaban una visión negativa de las realidades materiales. Junto a estas ideas hay que tener en cuenta la desestima dominante en la cultura griega del trabajo productivo (poiêsis), frente a la actividad moral inmanente que perfecciona al sujeto (praxis) 20, y la idea aristotélica de la inadecuación del trabajo manual, e incluso de la "praxis", para la contemplación intelectual de la verdad (theoría) 21. Tampoco es la vida cotidiana, en el medio cultural donde se desarrolla el cristianismo, el espacio propio del héroe ni de las acciones heroicas, que sólo tienen lugar fuera de la casa y del trabajo diario. Es, en cambio, la esfera cerrada de la repetición monótona de acciones simples e iguales, el recinto de lo "privado" en oposición al noble y abierto espacio de lo "público", de lo político, en el que se decide la suerte de la ciudad 22. En contraste con este trasfondo cultural, emerge la vida de los primeros cristianos, para quienes lo cotidiano es una realidad altamente positiva, en modo alguno residual: medio de vida cristiana, palestra de acciones y de virtudes heroicas.
Después de este primer período comienza a abrirse el "paréntesis de siglos" del que habla san Josemaría. Es un paréntesis relativo, si se considera en su conjunto la vida de la Iglesia durante ese largo espacio de tiempo. Quien lea, por ejemplo, las homilías que san Juan Crisóstomo pronuncia para el pueblo, quedará impresionado por la fuerza con la que exhorta a la santidad en la vida cotidiana 23; y lo mismo vale para numerosas cartas que otros Padres post-nicenos dirigen a laicos 24. Pero también es notorio que nace entonces una amplia literatura teológica ocupada preferentemente del monaquismo que, más tarde, presenta la vida religiosa como paradigma de la existencia cristiana 25. En esta línea, que acaba polarizando la tradición espiritual, está prácticamente ausente la reflexión sobre el valor de las actividades temporales como lugar y medio de santificación y apostolado, medio también para mejorar y hacer fructificar la herencia de este mundo que Dios ha entregado al hombre y a la mujer. A los laicos se les propone como modelo la vida religiosa. Y aunque más adelante se procura adaptar este modelo a las exigencias de la familia y del trabajo –recuérdese, sobre todo, a san Francisco de Sales–, por lo general se ve en los negotia saecularia un impedimento para el crecimiento espiritual, a pesar de la dignidad que se reconoce al cumplimiento de los deberes de estado, queridos por Dios 26.
Con la llegada de la época moderna despunta en la cultura lo que Charles Taylor ha llamado "afirmación de la vida corriente" 27: el progresivo aprecio del valor de las actividades cotidianas, representadas admirablemente en la pintura de un Vermeer y, más tarde, en la literatura de un Balzac, un Dickens o un Manzoni. Se abre paso la estima por los quehaceres sencillos y prosaicos, mirados hasta entonces con desdén por el ideal caballeresco típico de la Edad media 28 y por los cultores de las actividades más elevadas del espíritu, en último término la contemplación intelectual, la theoría. Lo que ahora se abomina es la inactividad y la ociosidad 29. A menudo, sin embargo, la revalorización de la vida cotidiana y su exaltación en la sociedad burguesa viene a coincidir con el elogio de la mediocridad, del simple bienestar material y del anonimato. Se deja sentir el influjo del racionalismo iluminista, cuya crítica de la religión socava el significado de la vida cotidiana como lugar de encuentro con Dios, para verla sólo como esfera de la prosperidad humana.
Es cierto que algunas corrientes contemporáneas de pensamiento, como la fenomenología y el existencialismo, valoran la cotidianidad como lugar de "producción de sentido" 30, pero sólo el ideal cristiano de santificar esa vida corriente –de unir la contemplación amorosa con los quehaceres cotidianos y de practicar ahí las virtudes con verdadero heroísmo 31– podrá evitar que se confunda lo ordinario con lo anodino, o lo universal con lo anónimo, y dotará a la vida diaria de auténtico relieve humano y sobrenatural. El esfuerzo por alcanzar la santidad vendrá a ser "el elixir vital necesario" 32 de la vida cotidiana. "Todo esto requiere el reconocimiento teórico y práctico del primado de la gracia, porque no es nuestra la fuerza que santifica al mundo: es la gracia que nos da Cristo en el Espíritu Santo" 33. La valoración cristiana de la vida cotidiana se encuentra lejos de todo naturalismo. Pero esta cuestión sólo se planteará de lleno en el siglo XX. Hasta ese momento hay razón para hablar de un "paréntesis de siglos" en la reflexión teológica sobre el trabajo profesional y las realidades familiares y sociales como materia de santificación para los fieles corrientes.
Es obligatorio, sin embargo, señalar un matiz al respecto. Martin Rhonheimer habla justamente de un "primer redescubrimiento de la vida ordinaria" en la Reforma protestante, varios siglos anterior al "segundo", apenas mencionado, en el seno de la Iglesia católica 34. Llamarlos "primero" y "segundo" puede dar la impresión de continuidad, pero en realidad se trata de descubrimientos independientes y muy diversos entre sí: tan diversos como las bases teológicas en que se apoyan, como se aprecia en las mismas consideraciones de Rhonheimer. Los reformadores parten de la negación de un aspecto esencial de la mediación de la Iglesia en la salvación de los hombres: para ellos no hay sacerdocio ministerial ni sacramentos que confieran una gracia "santificante"; la gracia no es más que el favor de Dios y, como tal, una realidad externa al hombre que cada uno puede alcanzar sola fide, sin instancias mediadoras ni obras exteriores. Pasa entonces a primer plano la pregunta de cómo uno puede saber si tiene verdaderamente fe y puede esperar su salvación. La respuesta proviene del esfuerzo con el que preserva esa fe día a día, obedeciendo al mandato divino del trabajo y cumpliendo los demás deberes. Si uno trabaja porque cree en Dios (que lo ha mandado), y su trabajo produce fruto, es señal de que su fe es verdadera. "Por este camino, concluye Rhonheimer, las circunstancias de la "vida corriente" –trabajo, matrimonio, vida familiar o social, deberes civiles– reciben una significación eminentemente religiosa (...): los propios deberes intramundanos se convierten en "llamada" ["Beruf"], como decía Lutero y después de él los calvinistas; es decir, en una actividad en la que aparece la voluntad de Dios para cada uno y que debe ser santificada, realizándola para la gloria de Dios y no como un fin en sí misma" 35. Para los puritanos calvinistas, observa Taylor, "la menor ocupación es una vocación, en el supuesto de que sea provechosa para la humanidad y distinguida por Dios con una utilidad" 36. El teólogo calvinista Joseph Hall (1574-1656) había afirmado, por ejemplo, que la meta de nuestra vida es "servir a Dios, sirviendo a los hombres por medio del trabajo en la profesión" 37. A la par que el matrimonio y la vida social, el trabajo se ve como realidad querida por la ley de Dios, a la que el hombre no debe sustraerse y en la que puede reconocer su fe y preservarla.
Aunque indudablemente este planteamiento revaloriza la vida cotidiana en la percepción del creyente, su significado para la santificación –entendida según la doctrina católica, como verdadera transformación interior, "divinización"– en cierto modo desaparece, es nulo. Por una parte, el cumplimiento de los deberes seculares no santifica al hombre –donde todo depende de la sola fides, no cabe el mérito, ni el aumento de la gracia santificante, ni el crecimiento en santidad que, como cualidad de la persona, no existe para los reformadores–; y por otra, tampoco santifica el mundo, pues ante la corrupción total que, según ellos, ha producido el pecado, la fe religiosamente mantenida en las ocupaciones corrientes permite trascender el mundo, pero no lo redime, ni lo sana, ni lo santifica realmente. "Lo redimido no es el mundo, sino sólo el individuo que, en último término, se separa del mundo. Falta [en la doctrina de los reformadores] una relación interior entre trabajo y Redención" 38. La fe que predica el protestantismo no transforma el mundo; simplemente lo sobrepasa. Más tarde, con la secularización, estas ideas contribuirán a que fe y vida en el mundo discurran por cauces diversos.
Un planteamiento de este género no podía ser acogido por la Iglesia católica, a pesar de que era muy necesario revalorizar teológicamente la vida cotidiana de los laicos. De hecho, ese movimiento de ideas en el ámbito de la Reforma no tuvo eco en el campo católico. Cuando, siglos después, san Josemaría comience a predicar la santificación en la vida cotidiana, saltarán a la vista las diferencias radicales. Según la doctrina católica, de la que parte, la gracia santificante transforma al hombre en hijo de Dios y le llama a tomar posesión de su herencia ordenando las realidades de este mundo con el espíritu de Cristo. Además, la luz que ha recibido acerca de la vocación a la santidad en medio del mundo le lleva a predicar, como sabemos, que hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 39. La bondad del mundo no ha quedado destruida por el pecado. Es posible detectar en las realidades creadas la huella de Dios y es posible ordenarlas a Él, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas 40, de acuerdo con sus leyes propias y con la ley moral que se resume en el amor a Dios y a los demás por Dios. Las consecuencias son fundamentales. "Ya no se trata simplemente –resume Rhonheimer– de salvarse de un mundo que ha caído en el desorden por el pecado, por medio de la fe y de su preservación en una vida de provechosa laboriosidad. Escrivá llama a descubrir lo santo, divino y bueno que está escondido en el mundo, en el trabajo ordinario, en las situaciones cotidianas. En este sentido, se trata de un verdadero amor al mundo –un "amor correcto"– y de interés por él, por su situación más íntima y por su salvación. Para el cristiano, Dios no solamente está "más allá" del mundo: lo encuentra también en él (...). La vida cristiana no consiste sólo en salvarse de la corrupción de este mundo por medio de la fe y de una actitud apropiada, sino en una transformación interior del hombre en Cristo efectuada por el Espíritu de Dios, que ha de conducir también a la renovación interior y a la salvación del mundo realizada por la gracia de Dios: es decir, a su "santificación"" 41. No se trata sólo de una "santificación por medio de la vida cotidiana (u ordinaria)" sino de una "santificación de la vida cotidiana", una elevación de esa vida ordinaria al nivel de la vida sobrenatural.
Con anterioridad a san Josemaría, el valor de la vida cotidiana había sido puesto de relieve indirectamente en algunas intervenciones del Magisterio pontificio sobre la vida social y política a partir del siglo XIX y, especialmente, en el ámbito de la Acción Católica y de la reflexión teológica en torno a ella.
Como ya hemos tratado este tema en la Parte preliminar, nos limitamos ahora a recordar que la afirmación teológica del valor de la vida cotidiana para la santificación y el apostolado de los laicos, ocupa en la Acción Católica un lugar diverso que en san Josemaría. En el primer caso es una consecuencia; en el segundo, un principio. La Acción Católica nace para hacer presente a la Iglesia en una sociedad que se seculariza 42. La Jerarquía advierte cada vez con más claridad que no puede conducir a todos a Cristo si no se apoya en un laicado coherente con su fe en todo momento, también en la esfera pública; y, por la íntima relación de esta esfera con la familia y el trabajo profesional, se descubre el valor de la vida ordinaria. Se pone en marcha así una fecunda reflexión teológica que dará lugar a un importante cuerpo de doctrina.
Aunque en el mensaje de san Josemaría se encuentran elementos emparentados con esa corriente de doctrina espiritual 43, su punto de partida es otro. Enseña que el laico debe aspirar a la santidad y llevar a cabo la misión de la Iglesia en virtud del Bautismo; y que le compete hacerlo de un modo específico: en las actividades temporales que componen su vida. No prolonga la acción de la Jerarquía. Cumple, en comunión con la Jerarquía, una misión propia que ha recibido del mismo Cristo: la de santificar el mundo desde dentro 44. Y es en este cuadro donde emerge el intrínseco valor de la vida ordinaria como materia de santificación. Un valor no sólo funcional. No es algo que sirve para hacer más eficaz la misión de los pastores de la Iglesia en el mundo: es sustancial al ser cristiano del fiel laico, análogamente a como el cuerpo es elemento sustancial del ser humano.
Decía san Josemaría que, al comenzar a predicar su mensaje de santidad, se encontraba con un "paréntesis de siglos" en el pensamiento católico. No se puede afirmar que él o la Acción Católica hayan cerrado ese paréntesis en la Teología, entre otras cosas porque no se sitúan en el plano teórico de la investigación teológica, pero sí se puede decir que lo han cerrado en la vida de muchos cristianos y que constituyen un impulso inspirador para que la reflexión teológica avance en este ámbito. De hecho han contribuido, por caminos diversos, al magisterio del Concilio Vaticano II, verdadera piedra miliar para que el paréntesis llegue a cerrarse universalmente en la doctrina y en la práctica 45. Baste recordar en este sentido un solo texto referido al trabajo y a todos los quehaceres cotidianos:
"Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo.
"Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia" 46.
Terminamos aquí estas consideraciones históricas de carácter introductorio. Cuando hayamos expuesto con más detalle la enseñanza de san Josemaría, veremos que su posición se caracteriza por haber proclamado la grandeza de la vida corriente 47 como "lugar" y "materia" para responder a la llamada divina a la santidad y al apostolado.
En las consideraciones históricas precedentes hemos usado algunos términos y expresiones, habituales en san Josemaría, como "mundo", "amor al mundo", "realidades terrenas", "actividades temporales", "vida cotidiana", etc. Conviene que precisemos su significado porque continuarán apareciendo a lo largo del capítulo. No nos detendremos a demostrar que san Josemaría las utiliza en el sentido que vamos a exponer, ya que para esto habría que adelantar los textos que necesitamos citar después, pero sí remitiremos a pie de página a varios pasajes de sus obras en los que se puede verificar ese sentido.
Comencemos con el término "mundo". Se trata de un vocablo con varias acepciones en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia. Para lo que aquí nos interesa es imprescindible tener en cuenta que unas veces designa simplemente el conjunto de la creación visible (el universo, el cosmos) o sólo la tierra y lo que existe en ella, mientras que en otras muchas ocasiones incluye también la acción libre de las personas y significa entonces la sociedad, las instituciones, la cultura y la naturaleza transformada por el trabajo humano. En este sentido se habla, por ejemplo, del mundo actual, o delmundo en que vivimos, etc. Este último significado es muy frecuente en los escritos de san Josemaría y es el que emplearemos generalmente a lo largo del presente capítulo 48. Como se verá después, tiene una acepción positiva y otra negativa.
Con la expresión "realidades terrenas" se hace referencia a todas las cosas del mundo visible (no a los ángeles) en cuanto creadas por Dios, es decir, como "realidades creadas" 49. En este sentido, la expresión designa siempre algo bueno, "porque todo lo creado por Dios es bueno" (1Tm 4, 4; cfr. Gn 1, 31). No sólo lo es el cosmos, sino también la actividad humana, tal como Dios la ha proyectado al crear al hombre y a la mujer.
Por "realidades humanas" se entiende tanto la actividad humana secular como sus efectos en el mundo 50. Las realidades humanas se identifican con las mismas "realidades creadas", en cuanto que éstas han sido creadas para el hombre, pero se dicen "humanas" para hacer referencia a la actividad que las transforma. Son, con otras palabras, las realidades creadas en cuanto configuradas por el ser humano, o en cuanto objeto de su actuar. Se llaman también "realidades temporales" 51 porque tienen lugar en el tiempo y configuran la historia; o "realidades materiales", en cuanto que la actividad humana se desarrolla en el ámbito material de este mundo, es decir, en el espacio-tiempo, aun cuando muchas veces tenga un carácter marcadamente espiritual (el estudio, por ejemplo) 52.
Puesto que el hombre y la mujer han sido creados para trabajar, formar la familia y construir la sociedad, san Josemaría se refiere a menudo a las realidades humanas con la expresión "realidades profesionales, familiares y sociales". Designa también el conjunto de todas ellas como "realidades seculares" 53, porque configuran el "siglo" (saeculum), no como período de tiempo sino como el entramado de la sociedad civil en un determinado momento. Por tanto, cuando habla de "realidades humanas" o de "realidades temporales" piensa en las tareas seculares y civiles, que tienen por objeto la edificación de la sociedad y son llevadas a cabo habitualmente por laicos. Todas ellas componen lo que suele llamar "vida cotidiana" o "vida ordinaria" o "vida corriente" en medio del mundo, expresiones equivalentes en los escritos de san Josemaría 54. No se incluyen aquí las actividades sagradas en sí mismas, como el culto público 55, ni tampoco las actividades ordinarias de quienes han abrazado el estado de vida consagrada en alguna de las formas que comportan apartamiento del mundo 56.
San Josemaría habla en ocasiones de "actividades humanas" y de "actividades temporales" 57, como sinónimos de "realidades humanas" y de "realidades temporales", respectivamente. Así lo haremos también aquí la mayor parte de las veces. Hay, sin embargo, un matiz que conviene señalar. El concepto de "realidad humana" suele tener un significado más amplio que el de "actividad humana". Una actividad es un acto de la persona; una realidad humana, en cambio, puede ser tanto un acto como su resultado. Construir un puente es una realidad y una actividad humana, mientras que el puente construido es una realidad pero no una actividad. En la vida espiritual, las actividades humanas son materia de santificación en sentido estricto, porque se pueden transformar en algo santo (en oración); el "resultado" de esas actividades, en cambio –por ejemplo, el resultado del trabajo–, es materia de santificación sólo en un sentido análogo (no se puede decir propiamente que el puente que se ha construido es santo; se podrá decir que es bueno e incluso bello y que contribuye a que las personas vivan de acuerdo con su dignidad y, en este sentido, que favorece su santificación, pero no que es un puente "santo"; lo que puede ser santa es la actividad de construirlo o la de usarlo).
San Josemaría dice a veces también que las actividades humanas honestas son "materia", "camino" o "lugar" de santificación, mientras que en otras ocasiones las denomina "medios de santificación". Con respecto a esta última expresión, conviene tener presente, como ya se advirtió, que la palabra "medio" se puede entender de diversos modos. Las nobles actividades humanas –profesionales, familiares y sociales– son "medios de santificación" en el sentido de que son "materia de santificación". En sí mismas, son realidades que tienen un sentido humano positivo, se empleen o no para alcanzar la santidad. En cambio, hay otras actividades, como los ratos de oración o la participación en los sacramentos, que son "medios de santificación" en sentido estricto (y así los llama también san Josemaría) porque son actividades santas, que santifican en sí mismas si se realizan debidamente. La expresión "medios de santificación" se aplica principalmente a estos últimos (los estudiaremos en el capítulo 9º).
Las realidades humanas han sufrido las consecuencias de la caída (cfr. Gn 3, 1 ss). En la situación presente, el mundo, marcado y deformado por el pecado, se encuentra bajo el influjo del poder de Satanás (cfr. 1Jn 5, 19). De ahí se siguen dos consecuencias para la terminología:
– la primera es que hay acciones o actividades que son siempre moralmente ilícitas por su objeto moral (acciones intrínsecamente malas). Como es evidente, esas actividades no son santificables. Por eso, para referirse a las que sí lo son, san Josemaría suele hablar de actividades humanas "honestas", "nobles" o "dignas": aquellas que, por su objeto moral, son conformes a la ley divina. Siempre que hablemos aquí de "actividades humanas", lo haremos en este sentido, aunque no repitamos explícitamente que han de ser "honestas";
– la segunda es que hay una doble acepción del término "mundo": una positiva, que se refiere a las realidades creadas por Dios y a las actividades humanas que se desarrollan según su ley; y otra negativa, que indica las actividades humanas en cuanto deformadas por el pecado 58. San Josemaría utiliza las dos acepciones 59. La positiva cuando impulsa a amar al mundo 60, por amor a Dios, es decir, porque es obra de Dios. La negativa cuando exhorta a no ser mundanos 61, es decir, a no poner el fin último en las cosas de este mundo olvidando a Dios, como el hombre de la parábola que se decía a sí mismo: "ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien" (Lc 12, 19). Aún tendremos que volver sobre esta cuestión más adelante.
Después de estas aclaraciones podemos pasar al desarrollo teológico del tema que nos ocupa, comenzando por la vida de Jesús en Nazaret, paradigma de la santificación en la vida ordinaria.
En la historia de la espiritualidad se observa que los santos que han abierto nuevos caminos de vida cristiana han comprendido algunos pasajes de la Sagrada Escritura con especial profundidad, reconociendo en ellos el núcleo de la misión que Dios les confiaba o les había confiado. En el caso de san Josemaría podríamos citar bastantes textos en este sentido 62, pero si tuviéramos que destacar algunos escogeríamos sin duda los que se refieren a los años de vida ordinaria de Jesús en Nazaret: "Bajó con ellos [con María y José], vino a Nazaret y les estaba sujeto" (Lc 2, 51); "¿No es éste el artesano?" (Mc 6, 3); "¿No es éste el hijo del artesano?" (Mt 13, 55).
La mayor parte de la vida de Jesús en carne mortal está resumida en las pocas palabras que acabamos de citar. El silencio sobre ese largo período es casi completo. Chesterton escribía en 1925 que "de todos los silencios este es el más grandioso y el más impresionante (...) y nadie, que yo sepa, ha intentado servirse de él para demostrar algo en particular" 63. El gran literato inglés –comenta John Wauck–, no podía imaginar que "poco después, un joven sacerdote español (...) descubriría que aquellos años "olvidados" tenían un significado profundo, y encontró en ellos el modelo católico radicalmente nuevo para caminar hacia la santidad" 64.
Las escasas noticias que ofrecen los evangelistas sobre la vida de Jesús en Nazaret hacían pensar a san Josemaría que transcurrió como la existencia común de los hombres, de la que poco hay que decir, y le llevaron a entender que
esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo 65.
Juan Pablo II comentó esta enseñanza corroborando que "para cada bautizado que quiere seguir fielmente a Cristo, la fábrica, la oficina, la biblioteca, el laboratorio, el taller y el hogar pueden transformarse en lugares de encuentro con el Señor, que eligió vivir durante treinta años una vida oculta. ¿Se podría poner en duda que el periodo que Jesús pasó en Nazaret ya formaba parte de su misión salvífica? Por tanto, también para nosotros la vida diaria, en apariencia gris, con su monotonía hecha de gestos que parecen repetirse siempre iguales, puede adquirir el relieve de una dimensión sobrenatural, transfigurándose así" 66.
La enseñanza de san Josemaría contiene una penetrante reflexión espiritual en este sentido. Una y otra vez vuelve la mirada a la vida corriente del Salvador, meditando su significado y tratando de comprender las lecciones que encierra.
Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección 67.
Estos y otros textos han llevado a un teólogo a sostener que "en la historia de la espiritualidad católica ya no se podrá hablar del significado de Nazaret y de la vida escondida de Cristo, sin aludir explícitamente a la doctrina del beato Josemaría sobre la existencia ordinaria y el trabajo santificados y santificadores del Verbo encarnado y redentor, y en él, del cristiano" 68.
San Josemaría contempla, en efecto, la vida oculta de Jesús como modelo para el fiel corriente: modelo que no sólo ha de imitar, sino que ha de plasmar en sí mismo. Más que vivir como Cristo, está llamado a vivir en Cristo, vitalmente unido a Él. Inmerso en la conciencia de la filiación divina, le gusta repetir que Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer 69. Y para confirmar la grandeza de este ideal recuerda las palabras inspiradas: "vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3) 70.
Lo que Jesús hizo materialmente durante esos años se puede compendiar en pocas palabras: estaba sujeto a sus padres, trabajó como artesano, llevó una vida normal entre sus conciudadanos. Materialmente no hay más que añadir. Pero respecto a cómo lo hizo, hay mucho que observar y decir porque en esos quehaceres ordinarios se proyecta el Sacrificio de la Cruz y la Resurrección y Ascensión a los Cielos: proyección que resulta fundamental para descubrir la trascendencia de las tareas cotidianas de Cristo en Nazaret y, en consecuencia, la del quehacer ordinario del cristiano unido a Él.
El Hijo de Dios ha asumido nuestra misma naturaleza para reparar por el pecado, sometiendo perfectamente su voluntad humana a la Voluntad divina. "He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10, 7), dice al entrar en este mundo. "Pues como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos" (Rm 5, 19).
El Sacrificio del Calvario es la culminación de esa obediencia de Cristo al Padre, como desvela san Pablo al escribir que el Señor se hizo "obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 8). Pero la entrega de Jesús en su Pasión y Muerte no fue un acto aislado, sino la visible expresión suprema de una obediencia por Amor que ya había sido plena y absoluta a lo largo de toda su vida, con manifestaciones diversas, las propias de cada momento. A los doce años, cuando María y José lo encuentran entre los doctores del Templo, Jesús les responde: "¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?" (Lc 2, 49). Es una respuesta que ilumina toda su vida en Nazaret. Cuando obedecía a sus padres –"les estaba sujeto" (Lc 2, 51) dice el evangelista ofreciendo una biografía de Jesús, resumida en tres palabras 71– y cuando trabajaba con José, estaba "en las cosas de su Padre": cumplía la Voluntad divina. Y así como al quedarse en el Templo no rehusó sufrir por la aflicción de sus padres que le buscaban angustiados (cfr. Lc 2, 48), tampoco rehuyó someterse a las dificultades que conllevaba el cumplimiento del deber de cada momento: al esfuerzo del trabajo, a la fatiga, a la pobreza... Su obediencia a la Voluntad del Padre en Nazaret no fue menor que en el Calvario sino la misma que le llevó a dar la vida en la Cruz. La identificación plena con la Voluntad divina, que en el Gólgota se manifestará con la efusión de su Sangre, había tenido lugar ya, día a día, instante tras instante, con normalidad absoluta, en una pequeña población de Galilea.
Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius (Mt 13, 55), el hijo del carpintero. (...) Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas (Jn 12, 32) 72.
El valor redentor de la vida de Jesús en Nazaret sólo puede entenderse si no se separa de la Cruz, si se advierte que al aplicarse a su quehacer cotidiano, cumpliendo perfectamente la Voluntad divina, por Amor, con la disposición consciente de consumar su obediencia en el Gólgota (cfr. Mc 10, 33-34; Lc 12, 49-50), estaba ofreciendo su vida al Padre, por el Espíritu Santo: "estaba realizando la redención del género humano" porque ofrecía cotidianamente el Sacrificio que consumaría en el Calvario.
Por esto resulta imprescindible mirar a Cristo crucificado para entender el resto de su vida terrena, porque su disposición interior de dar la vida está presente en todo momento. En Nazaret y durante su ministerio público, Jesús no obedece nunca "hasta cierto punto", sino absolutamente, con la "obediencia de la Cruz". Todos los momentos son pasos hacia ella: su amor le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota 73. La obediencia de Cristo en la Pasión manifiesta cómo ha sido su obediencia en Nazaret, su totalidad y su valor redentor.
La Cruz que ilumina la vida oculta de Jesús, ilumina también la vida corriente del cristiano. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame" (Lc 9, 23). San Josemaría entiende que "la cruz de cada día" es la cruz en las tareas cotidianas: No dejaré de repetirlo: para estar unidos con Cristo en medio de las ocupaciones del mundo, hemos de abrazar la Cruz con generosidad y con garbo 74. Seguir a Cristo en la vida ordinaria exige tomar "la cruz de cada día", cumplir la Voluntad divina en lo cotidiano, obedeciendo "usque ad mortem" (Flp 2, 8): "con generosidad", o sea, excediéndose con gusto aunque puedan faltar las ganas; "y con garbo", sin lamentarse, sin exagerar el peso de la Cruz, pues su carga es ligera (cfr. Mt 11, 30). No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz 75. No se trata sólo de atenerse al "antes morir que pecar", sino de estar dispuestos a morir en todo momento a la "propia voluntad" para cumplir la Voluntad divina, haciéndola propia, en las tareas ordinarias.
En esa vida cotidiana, la Cruz se suele presentar de modo escondido, imperceptible para los demás.
Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú 76.
De ahí la devoción de san Josemaría, no sólo a las imágenes de Cristo crucificado, sino también a las cruces "negras y vacías" 77 que representan para él la llamada a identificarse con Cristo cumpliendo en lo cotidiano la Voluntad de Padre, por encima de la propia voluntad, del propio gusto o de los propios proyectos y ambiciones.
El siguiente texto es otro ejemplo de cómo la contemplación de Jesús en la Cruz es fuente de luz para examinar la existencia cotidiana, porque en lo ordinario se debe reflejar, como en un espejo, la obediencia de Cristo.
Amo tanto a Cristo en la Cruz, que cada crucifijo es como un reproche cariñoso de mi Dios: ...Yo sufriendo, y tú... cobarde. Yo amándote, y tú olvidándome. Yo pidiéndote, y tú... negándome. Yo, aquí, con gesto de Sacerdote Eterno, padeciendo todo lo que cabe por amor tuyo... y tú te quejas ante la menor incomprensión, ante la humillación más pequeña... 78
La vida oculta de Jesús, unida al Sacrificio del Calvario, muestra al cristiano el valor que pueden tener sus tareas ordinarias. Para alcanzar la santidad –y una santidad llena de frutos apostólicos, de corredención con Cristo– basta cumplir fielmente, por amor, los deberes de cada día, como Jesucristo en Nazaret. San Josemaría lo condensa en una breve frase: ¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces 79: que lo que hagas sea "lo que debes", es decir, la Voluntad de Dios; y que "estés en lo que haces", poniendo todo el corazón y toda el alma en el pequeño deber de cada momento, cumpliéndolo, en una palabra, por amor 80. Pronto volveremos sobre esta frase, pero antes nos interesa considerar otro aspecto cristológico de la vida ordinaria del cristiano que da todo su relieve al anterior.
Después de proclamar la obediencia de Jesucristo "hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 8), san Pablo prosigue: "Y por eso Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 9-11). La exaltación del Señor, su Resurrección y Ascensión, son inseparables de su obediencia en la Cruz, y proyectan junto con ésta una intensa luz sobre la vida corriente.
Aquél a quien vemos trabajar como carpintero y cumplir su deber con fatiga, es el Hijo de Dios que vive en su Humanidad Santísima, ya en esos momentos, la misma vida sobrenatural que se manifestará gloriosa en la Resurrección. Aquél a quien vemos someterse a María y a José, y a la Ley mosaica, obedeciendo de este modo a la Voluntad del Padre, es el mismo que dejará que se manifieste por un momento su divinidad en la Transfiguración (cfr. Mt 17, 2). Los años de Jesús en Nazaret no son simplemente un período que precede a la Resurrección y a la Ascensión. Al identificar totalmente en cada momento su voluntad humana a la divina, vive plenamente en su Humanidad la Vida sobrenatural, aunque aún no aparezca gloriosa, triunfante.
Este misterio se realiza también, de algún modo, en la vida del cristiano. Ya por su composición natural de alma y cuerpo, está situado "como en el horizonte entre la eternidad y el tiempo" 81, y se puede decir que sus actividades temporales tienen alcance eterno. Con mayor razón –sobre esta base, pero elevado a un orden sobrenatural– se puede afirmar lo anterior si, por la gracia, vive como hijo de Dios la vida del Resucitado. "Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos (...), así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 4), escribe san Pablo; pues "aunque estábamos muertos por nuestros pecados, [Dios] nos dio vida en Cristo –por gracia habéis sido salvados–, y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos por Cristo Jesús" (Ef 2, 5-6).
Por la gracia, el cristiano vive en esta tierra "una vida nueva", la vida sobrenatural que el Señor le ha ganado en la Cruz y que es una incoación de la vida gloriosa. Esta vida nueva es un don destinado a crecer a medida que procura identificar su voluntad con la Voluntad divina, renunciando a la "voluntad propia" (en el sentido de un querer que no se ordena al de Dios). Es decir, ha de morir a la "propia voluntad", a toda pretensión de independencia de Dios, para vivir la Vida divina, participación de la Vida gloriosa de Cristo. No hay aquí un antes y un después temporal. En el mismo acto de morir al propio querer para hacer suya la Voluntad divina, el cristiano vive en su existencia un cierto inicio de la vida gloriosa de Jesús en su Humanidad santísima, de modo análogo, no idéntico, a como Él la ha vivido en la historia.
Decimos "de modo análogo" porque hay semejanza y desemejanza compenetradas (en lo mismo que hay semejanza se encuentra también una desemejanza). Hay semejanza en cuanto que la incoación de la vida gloriosa en el cristiano no se manifiesta con el esplendor que tendrá en la plenitud de la gloria, de modo semejante a como la gloria del Hijo no se manifestaba ordinariamente en su Humanidad durante la vida terrena, salvo en la Transfiguración. Como se puede ver, dentro de esta semejanza hay desemejanza, porque Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad a quien pertenece la gloria, aunque no se manifieste en su vida terrena, mientras que al cristiano no le pertenece la gloria por naturaleza, sino que se le concede el don de participar en ella: un don incoado en esta tierra por la gracia y llamado a su plenitud en el Cielo. El cristiano, como Cristo, ha de expresar en la existencia de cada día la "obediencia de la Cruz". Aunque goza de esa incoación de la gloria, ha de cumplir la Voluntad del Padre con el esfuerzo que se ha hecho necesario por algunas consecuencias del pecado que también el Señor ha asumido para redimirnos: la fatiga, el dolor y la misma muerte.
Hay también desemejanza porque el cristiano, al tratar de cumplir la Voluntad del Padre llevando "la cruz cada día" (Lc 9, 23), no sólo debe afrontar la fatiga, sino que debe luchar contra la inclinación interior al mal, que Jesús no tenía (paralelamente al párrafo anterior, se puede observar aquí que dentro de esta desemejanza, hay una semejanza porque Él, aunque no tenía el peso de la inclinación interior al pecado, cargó sobre sí nuestros pecados para reparar por ellos en la Cruz: "nuestro hombre viejo fue crucificado con él, para que fuera destruido el cuerpo del pecado" (Rm 6, 6; cfr. Rm 8, 3; Col 2, 14). El cristiano lleva dentro la inclinación al mal, pero cuenta con la gracia del Espíritu Santo para vivir esa incoación de la vida gloriosa como hijo de Dios en Cristo, para ser alter Christus, ipse Christus.
Así como Cristo al dar su vida humana por nosotros obtiene la plenitud gloriosa de esa vida, la glorificación de su Humanidad 82, análogamente el cristiano, ha de entregar su vida por los demás para vivirla con plenitud sobrenatural. Ha de morir para vivir: "el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16, 25). San Josemaría expresa este misterio cuando escribe que hemos de morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él 83.
Este "morir-vivir" puede tener lugar en la vida cotidiana. Entregándose al cumplimiento de la Voluntad de Dios en los quehaceres ordinarios, el cristiano puede dar a cada instante –aun a los aparentemente vulgares– vibración de eternidad 84. Su tiempo no es solamente "oro", como se suele decir en los asuntos humanos, el tiempo es ¡gloria! 85 En la homilía El tesoro del tiempo 86 san Josemaría medita sobre el aprovechamiento de los días que Dios concede al hombre para que dé frutos de santidad. Después de comentar varios pasajes evangélicos concluye con esta exhortación:
Que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra (...) es un tesoro de gloria, un trasunto celestial (...): sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece sólo terrena 87.
Esta enseñanza la condensa en una expresión cargada de significado:
Hemos de estar –y tengo conciencia de habéroslo dicho muchas veces– en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos in hoc saeculo 88.
Volvamos a lo que decíamos al inicio del apartado. Dios resucitó y exaltó a su Hijo a causa de su obediencia. Si en la vida ordinaria del cristiano está presente la obediencia de la Cruz, también estará presente –de modo germinal pero realmente– la vida de la Resurrección y el triunfo de la Ascensión. Y es precisamente la vida de Cristo glorioso en el cristiano lo que le impulsa a obedecer a la Voluntad divina en el deber de cada momento y le hace comprender el alcance redentor de esa obediencia. "Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; sentid las cosas de arriba, no las de la tierra. Pues habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 1-3).
Vale la pena remarcar este punto: al cristiano que en su vida ordinaria procura cumplir amorosamente la Voluntad divina con la obediencia de la Cruz, cueste lo que cueste, Dios lo vivifica y lo exalta con Cristo. No sólo le dará el premio al final de los tiempos, sino que ya ahora le concede una prenda de la gloria por el don del Espíritu Santo (cfr. 2Co 1, 22; 5, 5; Ef 1, 14): le hace vivir cada vez más plenamente la vida nueva sobrenatural y le confía el mundo como herencia, para que realice el querer divino en todas las actividades temporales. Gracias al Paráclito, esas tareas ordinarias se convierten en algo santo, el cristiano mismo es santificado y el mundo comienza a ser renovado.
La Cruz, la Resurrección y la Ascensión del Señor constituyen un solo misterio, el misterio pascual o del "paso" de su vida temporal a la eterna. La vida ordinaria en Nazaret es redentora y santificadora por su unidad con ese misterio. Esta realidad se refleja en la vida de los hijos de Dios gracias a la Santa Misa que actualiza el misterio de la Pasión y Muerte del Salvador, y su Resurrección y Ascensión al Cielo 89. Por la participación en la Eucaristía, la vida cotidiana del cristiano puede estar penetrada de la vida del Resucitado y de su señorío sobre todas las cosas. Comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo 90. El cristiano no sólo puede ofrecer todas sus tareas en la Misa, sino que puede hacer de esas tareas "una misa". Recordemos unas palabras ya precedentemente citadas:
Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida 91.
San Josemaría enseña –lo acabamos de ver– que la vida contemplativa consiste en vivir en el Cielo y en la tierra, endiosados 92. Es vivir la vida de Cristo resucitado en las actividades terrenas que Él asumió para redimirnos con su obediencia hasta la muerte. Es un auténtico "vivir en el Cielo", vida contemplativa; pero es a la vez "vida en la tierra", en las actividades terrenas, tomando la cruz de cada día para corredimir con Cristo en el cumplimiento de los propios deberes. Y todo con naturalidad, sin espectáculo 93, suele decir san Josemaría, como es propio de una vida "ordinaria".
El sentido de la filiación divina hace ver esta realidad con una nueva luz. Saberse ipse Christus impulsa no sólo a trabajar "como Cristo" sino "en Cristo", con la conciencia de que Él vive en nosotros y de que nuestra actividad tiene un sentido corredentor.
Para san Josemaría, la vida de Jesús en Nazaret proclama con suma sencillez que las realidades temporales no tienen sólo un sentido profano o intramundano 94. Han sido queridas por Dios como materia de santificación y de redención.
Hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte 95.
No es que la Encarnación del Hijo de Dios haya cambiado el sentido de las realidades creadas: lo ha desvelado en profundidad. En Jesucristo, "Dios convierte todo el obrar humano en obrar divino" 96. Lo que se había desvanecido y casi borrado a causa del pecado –que las actividades temporales son camino de santificación para el hombre y la mujer–, ha vuelto a brillar con los pasos del Verbo encarnado. El Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra 97.
Para comprender mejor lo que esto implica es preciso distinguir entre las actividades que se llevan a cabo (por ejemplo, preparar el almuerzo o trabajar en la construcción de una casa) y el resultado de esas actividades (el almuerzo que se ha preparado; la casa que se ha edificado). Es la distinción clásica entre las realidades humanas consideradas en sentido subjetivo y en sentido objetivo 98. Nos referiremos a continuación a cada uno de estos dos aspectos, limitándonos a las consideraciones más generales 99.
Santificar las realidades temporales en cuanto actividades (incluyendo en el concepto de "actividad" también lo que se "padece" con conciencia de que se padece), es convertir esas actividades en una realidad santa. Por ejemplo, "santificar el trabajo no es "hacer algo santo" mientras se trabaja, sino "hacer santo el trabajo mismo"" 100. Lo mismo se puede decir de las demás actividades, familiares y sociales. La "realidad santa" en la que se convierten si las santificamos, es la oración. Santificar una actividad es convertirla en oración.
En parte ya vimos este punto en el capítulo 1º, cuando hablamos de que nuestro fin último es ordenar todas las cosas a la gloria de Dios, haciendo que las diversas actividades sean actos de amor a Dios, que no es otra cosa que convertirlas en oración. Pero allí nos interesaba la oración en la que se transforman nuestras acciones (que puede llegar a ser contemplativa), mientras que ahora nos interesa ver por qué esas acciones pueden ser materia de santificación (es decir, qué hay en ellas mismas –en su objeto– y cómo han de ser para que se conviertan en oración). Son dos cuestiones diversas, aunque estrechamente vinculadas en la acción humana. Para distinguirlas y centrarnos en la segunda nos bastará recordar antes el núcleo de la primera.
La oración de un hijo de Dios es una actividad "santa" porque es diálogo amoroso con Dios, participación en el diálogo eterno del Hijo con el Padre, que se donan mutuamente en el Espíritu Santo. Por eso, puesto que somos hijos, el mismo Paráclito enviado a nuestros corazones nos hace clamar "¡Abbá, Padre!" (Ga 5, 6). La vida sobrenatural de los hijos adoptivos consiste esencialmente en ese diálogo con el Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Es vida de oración infundida y guiada por el Paráclito.
Pero la oración está constituida no sólo por palabras, sino también por obras, como ya vimos 101.
Hay muchas maneras de orar. Yo quiero para vosotros la oración de los hijos de Dios; no la oración de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquello de que no todo el que dice: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos (Mt 7, 21). (...) Nuestra oración, nuestro clamar: ¡Señor!, ¡Señor!, va unido al deseo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios. Ese clamor se manifiesta en mil formas diversas: eso es oración, y eso es lo que yo quiero para vosotros 102.
Vale la pena observar que en este texto no se afirma sólo que la oración debe traducirse después en obras de cumplimiento de la Voluntad de Dios, sino que las mismas obras que se están realizando pueden convertirse en oración. El trabajo profesional y el cumplimiento de los deberes familiares y sociales se hacen oración cuando están imperados por la caridad, o sea cuando ese cumplimiento nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor 103. Entonces toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche 104. Convertir las obras en oración es el camino para poner en práctica, en sentido estricto, el mandato de "orar siempre y no desfallecer" (Lc 18, 1; cfr. 1Ts 5, 17).
El Espíritu Santo, que identifica al cristiano con Cristo, le impulsa desde lo más íntimo de su ser a transformar todas sus actividades en un diálogo filial con Dios. Esa transformación no cambia la naturaleza de la actividad que se realiza (el que escribía continúa escribiendo, y el que construía una casa la continúa construyendo), pero tampoco se reduce a añadirle un atributo externo (agregar una oración, ofrecer a Dios esa actividad). Convertir las actividades humanas en algo santo, en oración, implica, por una parte, purificarlas de las escorias del pecado y realizarlas con la mayor perfección posible; y por otra –es lo que nos interesa resumir ahora–, llevarlas a cabo con el amor que infunde el Espíritu Santo: elevar esos mismos actos a la categoría sobrenatural del amor filial. No es suficiente "hacer algo santo (rezar) mientras se hace algo profano". Es necesario hacer santa la misma tarea profana: hacerla santa en cuanto actividad del sujeto, sin que deje de ser profana en sentido objetivo (con ciertos matices a los que llegaremos enseguida).
El mismo desempeño de los quehaceres cotidianos puede ser oración cuajada en obras 105. Esto acaece cuando reconocemos a Dios (...) en la experiencia de nuestra propia labor 106. Quien obra por amor a Dios puede ser consciente de que le está amando al cumplir sus deberes, y entonces le puede contemplar en la misma actividad que está desarrollando con amor actual, pues ese amor es participación en el Espíritu Santo, Caridad infinita que introduce en las profundidades de Dios (cfr. 1Co 2, 10).
Porque somos enamorados y vivimos de Amor, traemos puesto de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro 107. Ese "de continuo" no es un ideal inasequible, sino un don de Dios. Lo avala una afirmación del beato Juan Pablo II a propósito de la enseñanza de san Josemaría: "es posible permanecer en la contemplación de Dios, incluso mientras se realizan diversas ocupaciones" 108.
Después de este breve resumen de lo que se dijo en el capítulo primero acerca de la oración en la que pueden convertirse las actividades humanas, podemos pasar a considerar, como señalábamos poco más arriba, por qué esas actividades son materia de santificación, qué hay en ellas para que puedan ser transformadas en oración.
a) "Hay un algosanto, divino, escondido en las situaciones más comunes"
Veíamos que para san Josemaría no hay "realidades exclusivamente profanas", una vez que Dios se ha hecho hombre y ha asumido el trabajo y la vida familiar y social. Siendo verdad que hay actividades profanas –todas las que no son sagradas por su mismo objeto–, ninguna es, sin embargo, "exclusivamente profana". La diferencia está en el adverbio "exclusivamente". San Josemaría lo enuncia también de otro modo, frecuente en su predicación de los últimos años:
Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 109.
¿Qué significa que las actividades profanas no sean "exclusivamente profanas", sino que escondan "un algo divino"? A nuestro juicio, quiere decir que las actividades profanas, al haber sido queridas por Dios al crear el mundo "en Cristo, por medio de Cristo y en vista de Cristo" (cfr. Col 1, 16), entrañan, por su objeto, un reflejo del Verbo, la Palabra creadora, y que la Providencia divina actúa en el mundo para conducirlo a su perfección final en Cristo, contando con la libertad humana. El mundo no es algo que simplemente ha tenido su origen en Dios y que después funciona de forma autónoma, sin ninguna relación con Él 110. Dios actúa en el mundo y llama al hombre a cooperar con sus designios y su obrar. El cristiano puede captarlo con la luz de la razón elevada por la fe y realizar todas sus actividades –movido por la gracia divina– "con vistas a Él": para ponerle en la cumbre de las actividades humanas, de modo que reine sobre todas las cosas y sean para la gloria del Padre.
San Josemaría lo expresa en una meditación, citando precisamente el texto de Col 1, 16-17 (cuando menciona al Opus Dei en este texto, se refiere en primer lugar al "espíritu del Opus Dei", es decir, a la doctrina espiritual que predica, que es el objeto de nuestro estudio):
Quoniam in ipso condita sunt universa..., en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles (Col 1, 16). ¿Qué es el Opus Dei más que un reflejo de esto? Debemos arrancar de la vida cotidiana esa luz del cielo, ese tesoro infinito de gracias, que están escondidas en Dios. Pero las hemos de captar: descubrir el quid divinum –como me habéis oído repetir centenares de veces– presente en todas y cada una de las situaciones ordinarias de nuestra vida.
(...) Omnia per ipsum et in ipso creata sunt (Col 1, 16), todas las cosas fueron creadas por Él y en atención a Él (...). Et ipse est ante omnes, et omnia in ipso constant (Col 1, 17); así Él tiene el ser ante todas las cosas, y todas subsisten por Él. Decidme si estas palabras no se pueden aplicar también a esta Obra de Dios, que viene a cumplir ese quehacer apostólico de poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de todas las actividades de los hombres: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Porque ninguna de esas limpias actividades está excluida del ámbito de nuestra labor, que se hace manifestación del amor redentor de Cristo. Nosotros, con la gracia de nuestra específica vocación cristiana, divina, somos instrumentos de Dios, para cooperar en la santificación del mundo desde las mismas entrañas de la sociedad civil (...).
Todas las cosas de la tierra, pues, también las criaturas materiales, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios –y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas–, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha señalado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo: porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz (Col 1, 19-20). Hemos de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas 111.
El quid divinum, ese "algo santo" que toca a cada uno descubrir, es como la impronta que Dios ha dejado en todas las cosas al crearlas en Cristo y para Cristo; una impronta que conlleva una llamada a cooperar libremente con Dios para orientar todo a Cristo. Veámoslo por pasos. El "algo santo" no es sólo la presencia divina de inmensidad, con la que sostiene a todas las criaturas en el ser, aunque sin duda alude san Josemaría a ésa presencia cuando escribe que a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales 112. El "algo santo" se refiere también a los designios de Dios acerca de las actividades humanas que tienen por objeto las realidades terrenas. Él las ha dotado de leyes propias, inteligibles para el hombre, con un "fin inmediato" según la naturaleza de cada una, como acabamos de leer; leyes que representan una llamada para que el hombre perfeccione el mundo de acuerdo con ellas, cooperando con la Providencia divina. Sin embargo, tampoco se reduce a esto el quid divinum, aunque lo abarca. Cuando el cristiano trata las realidades temporales en su actividad profesional, familiar o social, puede descubrir, con la luz de la fe, "su último destino sobrenatural en Cristo", según dice en el texto citado. No es que en las cosas haya algo sobrenatural, sino que el cristiano puede ordenar al fin sobrenatural (el único fin último) las actividades que tienen por objeto las realidades creadas, puede descubrir que Dios le llama a poner a Cristo en el ejercicio de esas actividades, a ordenarlas a su Reino. Para esto, desde luego, ha de procurar llevarlas a cabo con perfección, de acuerdo con sus leyes propias. Pero no basta. Ha de buscar en último término su propia perfección como hijo de Dios en Cristo por medio de esas actividades: ha de tender a la identificación con Cristo por el amor y las virtudes informadas por el amor. Entonces sí se puede decir que ha encontrado el quid divinum, el "último destino sobrenatural en Cristo" que tienen las actividades humanas, y está poniendo a Cristo en la cumbre de su quehacer, porque lo pone en la cumbre de su propio corazón, que es donde Él quiere ser elevado y reinar.
Tenemos, pues, dos elementos del quid divinum. Uno es perceptible con la luz de la razón y está en el objeto de cada actividad temporal: sus leyes propias, queridas por Dios, con su fin inmediato. El otro presupone el anterior, pero únicamente se percibe con la luz de la fe, porque sólo ésta permite "ver su último destino sobrenatural en Jesucristo".
La noción de "ley eterna" que emplea el Magisterio de la Iglesia, como "la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin" 113, dotándolas de unas leyes propias, ayuda a comprender el primer elemento. "La sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación. Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación. De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. (...) Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural" 114.
Además, mediante la luz sobrenatural de la fe, el cristiano puede descubrir la ordenación de las criaturas a Cristo, querida por Dios en la Creación, pues todas las cosas han sido creadas "en atención a Él" (traducción expresiva del "per Ipsum" de Col 1, 16, adoptada por san Josemaría en el texto que estamos comentando). Esa ordenación consiste en que le sirvan para identificarse con Cristo. Este es el segundo elemento del quid divinum, que abarca el primero. La ordenación de las actividades humanas al único fin sobrenatural (la identificación personal con Cristo para la gloria de Dios) no hace violencia a la ley eterna conocida por la razón ni, por tanto, a la naturaleza de las criaturas y de las relaciones entre las personas, sino que las presupone, dignifica y eleva.
Ese "algo santo" lo descubre el amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones. Cuando esto sucede, la misma actividad que se está realizando se convierte en materia de oración, de diálogo con Dios. Un diálogo que a veces puede tener lugar con palabras y conceptos, considerando el "algo santo" que se ha descubierto. Pero otras veces puede no necesitar palabras ni conceptos: ser oración contemplativa que trasciende el quid divinum. Volvamos a recordar unas palabras de san Josemaría: Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor 115. Lo reconocemos no sólo en lo que está fuera de nosotros, sino en el mismo actuar nuestro, en la experiencia de la propia labor, como ya hemos dicho antes. Lo reconocemos en el mismo amor con que estamos llevando a cabo nuestra tarea, que es "el amor de Dios derramado en nuestros corazones por del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5, 5), una participación en el Amor infinito que "todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios" (1Co 2, 10), pues "Dios es amor" (1Jn 4, 8).
El que quiere realizar las actividades cotidianas por amor a Dios, recorre un itinerario (no sucesivo ni cronológico) que se puede resumir así: comienza por ofrecer a Dios esas actividades en unión con el Sacrificio del altar, llevándolas a cabo con la mayor perfección posible; procura además cultivar la presencia de Dios, o sea, dirigirse a Él siempre que lo permita la actividad que realiza; luego el amor le lleva a descubrir el "algo santo", la impronta del amor divino que se esconde en esa actividad y a convertirlo en tema de su diálogo con Dios. Todo esto no es posible con las solas fuerzas humanas, es fruto de la gracia divina. Y el fruto más maduro es la cumbre de ese itinerario, la contemplación en la vida cotidiana que sobreviene como don del Paráclito que lleva a echar una simple mirada de amor 116, una mirada al amor divino 117, sin distraernos de la tarea que llevamos a cabo, pero dándonos cuenta de que estamos amando, metidos en la vida de la Santísima Trinidad como Cristo en Nazaret, como María y José, porque nos sabemos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.
Ese "algo santo", dice san Josemaría, está "escondido", como si se encontrara detrás de las situaciones comunes o tuviera su mismo color, de modo que hace falta empeño, esfuerzo, para descubrirlo. El quid divinum es una ocasión de santificación (y de apostolado) que muchas veces no brilla a los ojos humanos. Está delante de nosotros, en la entraña de lo que hacemos, pero es preciso buscarlo con interés, como se busca un tesoro. Y mucho más que un tesoro terreno, porque aquí está en juego la santidad. El oro bueno y los diamantes están en las entrañas de la tierra, no en la palma de la mano. Tu labor de santidad –propia y con los demás– depende de ese fervor, de esa alegría, de ese trabajo tuyo, oscuro y cotidiano, normal y corriente 118.
San Josemaría comprendió desde muy pronto que era necesario reconciliar la tierra con Dios, de modo que lo profano –aun siendo profano– se convirtiese en sagrado, en consagrado a Dios, fin último de todas las cosas 119. Lo que se convierte en sagrado, en oración, es la actividad humana que por su objeto continúa siendo profana. Muchas veces acudía a una imagen mitológica para expresarlo: ¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba! 120 Porque cuando dejamos que Jesús habite en nosotros, en nuestra vida hay una virtud muy superior a la del legendario rey Midas 121. No es que la persona humana tenga poder de convertir lo humano en divino. Es Dios quien ha puesto aquel quid divinum en las actividades humanas; y es Cristo, presente en el cristiano 122, quien le hace descubrir que todos sus quehaceres nobles tienen un sentido divino: son materia de santificación y de apostolado, han sido queridos por Dios para que los ordene a su gloria (y por tanto al reinado de Cristo, a la edificación de la Iglesia) por la acción del Espíritu Santo. Para esto ha recibido en el Bautismo el sacerdocio común, participación en el sacerdocio de Jesucristo.
El quid divinum está "escondido". Uno de sus elementos es, como hemos visto, la Providencia ordinaria de Dios que, a los ojos de san Josemaría, es un continuo milagro 123, aunque no se designe así por su cotidianidad, como dice san Agustín 124. Lo que llamamos "milagros" "son momentos en los que esa providencia se hace palpable –signos, por tanto, de esa providencia–, pero no suponen un cambio de horizonte respecto a ella. Por eso, para quien ha encontrado a Dios en lo ordinario, ese hecho le resulta suficiente para fundar una fe confiada: Señor, confío en Ti, me basta tu providencia ordinaria, tu ayuda de cada día. No tenemos por qué pedir a Dios grandes milagros" 125. Así se entiende la rotunda afirmación: No necesito milagros: me sobra con los que hay en la Escritura. –En cambio, me hace falta tu cumplimiento del deber, tu correspondencia a la gracia 126. No hay en estas palabras reticencia hacia las intervenciones milagrosas de Dios a lo largo de la historia, que san Josemaría acoge con agradecimiento 127, sino la disposición, encomiada por Jesús, de no pedir nuevas señales para creer: "Dichosos los que sin ver creyeron" (Jn 20, 29; cfr. Jn 4, 48). "La actitud alabada por Jesús es la de apertura de corazón, la de una sensibilidad para la acción de Dios que sintoniza con esa misma acción de Dios en la normalidad" 128. Gracias a esa apertura el cristiano puede ser protagonista del "milagro" de convertir las actividades en oración, e instrumentos para intervenciones extraordinarias de Dios a favor de los hombres: No soy "milagrero". –Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe. –Pero me dan pena esos cristianos –incluso piadosos, "¡apostólicos!"– que se sonríen cuando oyen hablar de caminos extraordinarios, de sucesos sobrenaturales. –Siento deseos de decirles: sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe! 129
Si el cristiano coopera con la gracia, su actuar se transforma de manera prodigiosa. En oro de méritos sobrenaturales podemos convertir todo lo que tocamos, a pesar de nuestros personales errores 130. Y no sólo se enriquece el mismo cristiano: transforma también el mundo. Pero no ha llegado aún el momento de ocuparnos de esto. Antes, la consideración del quid divinum que se esconde en las situaciones comunes, nos lleva a estudiar el sentido de otra aserción de san Josemaría.
b) "Haz lo que debes y está en lo que haces"
Esta frase, inspirada en la cultura clásica, se encuentra en el punto 815 de Camino, que concreta el mensaje sobre el valor de las actividades ordinarias como campo y materia de santificación:
¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces 131.
El enunciado presupone el contexto teologal de Camino. San Josemaría recuerda a cada paso que la santificación es un don de Dios, no un simple hacer humano. Está claro que en esta frase no quiere afirmar que el "haz lo que debes y está en lo que haces" produce la santidad. Es sencillamente lo que el cristiano ha de poner de su parte, movido por Dios, para recibirla. Del cumplimiento de sus deberes como Dios quiere depende que alcance la santidad, no porque él la origine, sino porque consiente que le sea donada. En definitiva, el sentido del punto de Camino es que, para recibir la gracia divina, para ser santo, el cristiano ha de emplear la concreta materia de santificación de que dispone (el cumplimiento de sus deberes) y ha de emplearla bien (estando en lo que hace). Viceversa, no podrá ser santo si no cumple sus deberes o si los cumple de mala manera, con desidia, con negligencia...: sin estar en lo que hace.
La comprensión correcta del texto requiere también considerar la amplitud que posee el término "deber". Los deberes de un cristiano no se reducen a la sola esfera de la justicia (en toda su extensión: deberes familiares, profesionales y sociales). El primer mandamiento se refiere al amor, y éste es el principal deber. Un hijo de Dios no sólo "debe" cumplir lo que pide la justicia humana y los preceptos religiosos de la ley eclesiástica, sino que "debe amar"; ha de corresponder al Amor de Dios con el amor que le ha sido dado 132. Pero no es que "además" de cumplir los deberes de justicia, deba amar, como si fuera otro deber más. "Haz lo que debes" viene a significar: "ama a Dios y cumple todos tus deberes humanos por amor a Dios". Esto último implica que, al cumplir sus deberes, el cristiano ha de excederse en la entrega a los demás, como Jesucristo que dio su vida por todos. "El deber abarca así todos los ámbitos de la existencia personal: no sólo allí donde existen leyes y normas, sino también allí donde sólo se oye el susurro silencioso del Espíritu Santo" 133. Al ser ese amor la esencia de la santidad, se comprende que, para san Josemaría, la santidad se resuma en cumplir "el pequeño deber de cada momento", o sea, en realizar los deberes cotidianos por amor, obedeciendo a la Voluntad divina –manifestada en esos deberes– como Jesús en su vida oculta.
En este apartado estamos hablando de la santificación de las realidades terrenas en cuanto actividades del cristiano. Hemos visto que santificar esas actividades es convertirlas en oración, descubriendo el "algo santo, divino" escondido en las situaciones más comunes. Pues bien, lo que añade a esto el punto de Camino que acabamos de citar, es: 1º) que concreta las actividades que el cristiano ha de convertir en oración –sus deberes familiares, profesionales y sociales–; y 2º) que señala cómo deben cumplirse –con toda la atención– para que sean oración. Vamos a fijarnos en estos dos aspectos del cumplimiento del deber, el primero de los cuales es como el aspecto material ("haz lo que debes") y el segundo el formal ("está en lo que haces").
El primer aspecto implica la efectiva realización del deber y se puede glosar de este forma: "busca conocer lo que Dios quiere de ti en este momento concreto y, con su gracia, intenta hacerlo" 134. Es cierto que, en general, cualquier actividad humana noble se puede convertir en oración, pero en concreto –"para mí, aquí y ahora"–, sólo puede ser transformada en oración la actividad que debo realizar, aquella que Dios quiere que haga, no cualquier otra cosa, pues por buena y útil que sea no lo será tanto como el propio deber. San Josemaría desciende a detalles mínimos: si no tengo que subir, no subo; si no tengo que bajar, no bajo; y si esa ventana no tengo que abrirla, no la abro. Y así una y mil veces 135. De ahí el consejo: Pregúntate muchas veces al día: ¿hago en este momento lo que debo hacer? 136
Al cumplimiento del deber se opone tanto su omisión como el activismo de quien "hace cosas" pero no hace "lo que debe". O sea, la actitud de quien se contenta con "hacer", sin proponerse "hacer lo que Dios quiere". San Josemaría describe gráficamente este defecto en Camino: ¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse... Maravillosos edificios materiales... Espiritualmente: tablas de cajón, percalinas, cartones repintados... ¡galopar!, ¡hacer! –Y mucha gente corriendo: ir y venir 137: lo importante es la actividad y los resultados exteriores, más que el cumplimiento de la Voluntad de Dios. El diagnóstico es que trabajan con vistas al momento de ahora: "están" siempre "en presente" 138. Por contraste, la santificación de los deberes cotidianos "está en el presente" pero se proyecta más allá, al horizonte donde el tiempo toca la eternidad: –Tú... has de ver las cosas con ojos de eternidad, "teniendo en presente" el final y el pasado... 139. El consejo final es un canto a la nobleza de la vida corriente como lugar de santidad y de apostolado: Quietud. –Paz. –Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz 140.
La palabras anteriores nos introducen en el segundo aspecto, que completa el "haz lo que debes". "Está en lo que haces" significa concentrarse en lo que se debe hacer. Para quien busca ser santo convirtiendo su actividad en oración, equivale a poner amor a Dios, con la mayor intensidad posible –con todo el corazón, con todas las fuerzas, con toda la mente (cfr. Mc 12, 30)– en el cumplimiento de los propios deberes, llevándolos a cabo con toda la atención posible, con el mayor cuidado, esmero y perfección de que se sea capaz.
San Josemaría no separa la intensidad del amor de la intensidad en el cumplimiento de los propios deberes. Dice:
No lograremos ese fin si no tendemos a terminar bien nuestra tarea; si no perseveramos en el empuje del trabajo comenzado con ilusión humana y sobrenatural; si no desempeñamos nuestro oficio como el mejor y si es posible –pienso que si tú verdaderamente quieres, lo será– mejor que el mejor, porque usaremos todos los medios terrenos honrados y los espirituales necesarios, para ofrecer a Nuestro Señor una labor primorosa, acabada como una filigrana, cabal 141.
En otro momento, hablando de la contemplación en la vida ordinaria, escribe que mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán 142. Por tanto, el "estar en lo que haces", incluye amar a Dios con todo el corazón precisamente al poner todas las energías de la mente en lo que se debe hacer, sin miedo a que esto impida o dificulte el amor. No lo dificulta, al contrario, es el amor a Dios lo que exige esmerarse en el propio deber. Y cuando se hace así, el amor crece hasta el punto de que "el alma ansía escaparse hacia Dios", sin dejar de cumplir sus deberes "con la mayor perfección posible". Quien ama a Dios, con la caridad derramada por el Espíritu Santo, desempeña sus deberes del mejor modo posible; y al hacerlo así, ve incrementado su amor por la acción misma del Espíritu. El amor da alcance eterno al deber de cada momento y por eso impulsa a "estar" con una intensa quietud en aquello que se realiza 143. A su vez, "estar en lo que se hace" no impide el amor ni lo relega a un segundo plano. "Para captar la profundidad del sentido del término estar en este contexto, hay que ir más allá de la simple atención o vigilia de la conciencia: (...) se trata de estar en el presente divino" 144: metidos en Dios 145, como dice a menudo san Josemaría.
De ahí que las dos dimensiones a las que alude el punto de Camino sean inseparables para un hijo de Dios. Lo expresa cabalmente Leonardo Polo: "para hacer lo que se debe, es menester estar en lo que se hace" 146. "Alcanzamos así el núcleo de la frase "haz lo que debes y está en lo que haces": el elemento central del hacer –es decir, del actuar y padecer humanos–, es estar continuamente en Dios, que quiere ser amado por nosotros; de ese estar en su presencia nace el deber de corresponder a su amor en todo lo que hacemos. El hacer se transforma, de este modo, en instrumento de santificación, y el tiempo –en que el hacer tiene lugar– cobra vibración de eternidad" 147.
Podemos observar, por último, que este punto de Camino (n. 815) habla del cumplimiento del deber como camino de santidad personal, pero no dice nada acerca de la santificación de los demás y del mundo. En realidad, la cuestión está implícita en la pregunta inicial –"¿Quieres de verdad ser santo?"–, porque san Josemaría no deja de recordar que la santidad es inseparable del apostolado. Es, por lo tanto, como si dijera: "¿Quieres ser santo e instrumento de santificación (santo y apóstol)?: haz lo que debes y está en lo que haces". El cumplimiento del deber es camino de santificación propia y de los demás. Y es también camino de transformación del mundo, tarea que san Pablo presenta con tono apremiante, cuando asegura que "la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19); y cuando añade que "la creación entera gime y sufre con dolores de parto hasta el momento presente" (Rm 8, 22). Nos detendremos en este tema en el apartado siguiente.
"Realidades humanas" son tanto las actividades del hombre como los efectos de esas actividades en el mundo. Ya hemos explicado que santificar las actividades es convertirlas en oración. ¿Qué significa santificar los "efectos" o "resultados" de esas actividades? ¿Qué significa, en otras palabras, santificar el mundo?
En sentido propio (y siempre análogo respecto a Dios), sólo las personas pueden ser santas, partícipes de la vida divina, vida de conocimiento y de amor. Sin embargo, la Escritura llama "santos" también a objetos, lugares, festividades, instituciones, etc., por haber sido dedicados a Dios y a su culto 148. Por extensión es posible decir que todas las realidades temporales se pueden consagrar a Dios, tratándolas y configurándolas de manera que reflejen más y mejor su gloria. De algún modo las criaturas la reflejan ya de por sí, precisamente por ser creadas, pero Dios las ha confiado al hombre al constituirle en cabeza del mundo visible, y "el hombre tiene la vocación de hacer manifiesto a Dios mediante sus obras humanas, en conformidad con su condición de criatura hecha "a imagen y semejanza de Dios"" 149. Sin embargo, de hecho, no siempre procura que, por medio de su actividad, reluzca más y más la gloria de Dios en este mundo. Al contrario, muchas veces deja la marca del pecado en las realidades temporales, tanto en la naturaleza que transforma como en las estructuras sociales que promueve. Santificar el mundo es purificar ese estado de cosas de las consecuencias del pecado y plasmar el amor de Dios en las realidades terrenas, al ordenar todos los quehaceres a su gloria. Sólo al final de los tiempos, con la segunda venida de Cristo, resplandecerá plenamente la gloria de Dios en la creación visible, habrá "unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habita la justicia" (2Pt 3, 13). Pero ya ahora el cristiano ha de procurar que "habite la justicia" en el mundo, es decir, que todo se realice de acuerdo con los designios divinos.
Así como Dios, al crear al hombre, ha infundido espíritu en la materia, análogamente el hombre, con su obrar en el mundo, puede y debe espiritualizarlo de algún modo, penetrarlo de espiritualidad y santificarlo. Los términos empleados por san Josemaría son significativos:
Necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 150.
No me cansaré de repetir, por tanto, que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo 151.
Una observación terminológica nos parece necesaria, antes de seguir adelante. Al hablar, en el primer texto, de la "materia" añadiendo a continuación "las situaciones que parecen más vulgares", resulta claro que no quiere limitar lo que va a decir sobre la "espiritualización" a las realidades estrictamente materiales, sino referir el concepto a todas las realidades terrenas "vulgares" o "corrientes", también las intelectuales, aunque en este texto subraye las "materiales" (y sobre todo en otro pasaje que citaremos después, al hablar de "materialismo cristiano"), para recalcar que incluso éstas han de ser "espiritualizadas".
Reflexionemos ahora sobre los dos textos anteriores. Comparándolos, se advierte que, en el primero, san Josemaría habla de "espiritualizar" las realidades materiales y, en el segundo, de "santificarlas". Sin duda, la "espiritualización" a la que se refiere, no es sólo una operación "natural" que puede llevar a cabo cualquier persona –sea cristiano o no–, cuando penetra esas realidades de espiritualidad, configurándolas con el espíritu humano, sino una "santificación", una espiritualización sobrenatural que incluye la anterior y la eleva.
Esta espiritualización es "sobrenatural" principalmente por la acción del sujeto, no por el resultado. Lo que san Josemaría sostiene es que todas las acciones humanas de un hijo de Dios pueden estar penetradas y divinizadas por la acción del Espíritu Santo, si las lleva a cabo procurando descubrir ese "algo divino" que encierran para ordenarlas a su Reino, haciendo de ellas medio de santificación y de apostolado. Y esto deja en ellas una cierta huella, un reflejo de la bondad divina.
No concibe la "espiritualización" de las realidades terrenas en un sentido platónico u origenista que implique un cambio sustancial en ellas. Entiende que espiritualizarlas es perfeccionarlas de acuerdo con su naturaleza –tarea que no es exclusiva del cristiano–, pero para ponerlas al servicio del Reino de Dios y de Cristo, lo cual sí que es tarea propia del cristiano, porque es "santificarlas", hacer de ellas "medio y ocasión de un encuentro continuo con Jesucristo". Esto no cambia la naturaleza de esas realidades, pero influye en el modo de perfeccionarlas y deja en ellas una impronta, un cierto reflejo de la bondad divina, como hemos dicho.
Santo Tomás, refiriéndose a la renovación del mundo al final de los tiempos, sostiene que toda la creación material, no sólo el cuerpo humano después de la resurrección de la carne, experimentará "un mayor influjo de la divina bondad: no cambiando su naturaleza sino añadiéndole la perfección de una cierta gloria" 152. En el presente, "la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios. Porque la creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió, con la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 19-21). Esta liberación de las consecuencias del pecado y la consiguiente participación en un destello de la gloria, comienza de algún modo ahora, cuando los hijos de Dios santifican las realidades terrenas por la acción del Espíritu Santo.
En definitiva, las realidades temporales, al ser purificadas de las taras dejadas por el pecado –de su uso para el mal moral– y simultáneamente ordenadas de acuerdo con "su noble y original sentido", es decir, en conformidad con la ley natural en alguno de los múltiples modos que se brindan a la libertad humana, facilitan la santificación de las personas y, de hecho, quedan "santificadas" cuando el cristiano hace de ellas medio y ocasión de su encuentro con Cristo.
Por eso, san Josemaría habla de una "divinización del mundo". Afirma que al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo 153. Dios ha entregado el mundo a sus hijos para que, bajo la acción del Espíritu Santo, lo "espiritualicen sobrenaturalmente" o lo "santifiquen" o lo "divinicen", y se lo ofrezcan en unión con Cristo. Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr.1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre 154. No se trata de un ofrecimiento "desde fuera del mundo" (como puede realizarlo quien abraza alguna de las formas de vida consagrada que implican un apartamiento del mundo), sino "desde dentro del mundo": a base del empeño de perfeccionar el mundo de acuerdo con los designios de Dios.
Durante un tiempo, san Josemaría utilizó la expresión consecratio mundi, como equivalente santificación o divinización del mundo. Por ejemplo, en el siguiente texto: Dentro del mundo, hemos de colaborar con Dios en la gran tarea de la Redención, de la consecratio mundi, santificando todas las estructuras terrenas, para devolver al Señor, limpio y santo, lo que santo y limpio había salido de las manos divinas 155.
Es una expresión de "raíces antiguas" 156, como señalaba Pablo VI en un discurso de 1969 donde recordaba que se debía a Pío XII "el mérito de haberla hecho particularmente expresiva del apostolado de los laicos" 157 y que después ha sido utilizada en la Lumen gentium 158. San Josemaría la emplea sólo contadas veces. Prefiere hablar de "santificación del mundo desde dentro" (como se verá en el texto que citaremos a continuación), quizá porque ésta última le resulta más adecuada a la vocación laical. En todo caso, interesa mencionar aquí la consecratio mundi porque en torno a esta expresión ofrece explicaciones que se aplican igualmente a la "santificación" o "divinización" del mundo.
En efecto, declara que el modo de actuar que propone a los laicos es en todo plenamente laical: porque es la misma que la de los demás ciudadanos, aunque, con la ayuda de la gracia divina y con nuestra correspondencia a la gracia, se haya elevado al orden sobrenatural. Se lleva siempre a cabo en el ámbito de las actividades temporales, para que todas las almas en medio del mundo se unan más entre sí y con Dios, y así pongamos a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Y esto porque somos instrumentos de Dios, para cooperar en la verdadera consecratio mundi; o, más exactamente, en la santificación del mundo ab intra, desde las mismas entrañas de la sociedad civil; para que se cumpla lo que dice San Pablo: instaurare omnia in Christo (Ef 1, 10) 159.
No conocemos los motivos por los cuales dejó de hablar de consecratio mundi. Quizá fuera para evitar reminiscencias de una "consagración del mundo" desde el estado religioso, pues insiste en que los laicos la llevan a cabo "desde las mismas entrañas de la sociedad civil" y que comporta el empeño de contribuir al progreso cultural, científico, económico, etc., convirtiendo su búsqueda en medio de santificación:
Cada uno de nosotros hace la consecratio mundi con una dedicación personal al servicio del Señor y, por Él, al servicio de todas las almas sin exceptuar ninguna, en el ejercicio de la propia profesión u oficio, en medio del mundo, al que amamos, cada uno en su propio estado 160.
La "consagración del mundo" a la que se refiere san Josemaría reconoce y salvaguarda la autonomía propia de las actividades temporales sin cambiar la naturaleza ni la finalidad inmediata propia de cada una, pero les devuelve, en cambio, su noble y original sentido 161, purificándolas de las huellas del pecado, para ponerlas al servicio del Reino de Dios (...) haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 162.
Vale la pena observar cómo en todos estos textos siempre hay, junto a una referencia a la condición del sujeto –el cristiano en gracia de Dios, que busca la santidad–, una referencia también a la búsqueda del perfeccionamiento del mundo a través de la propia actividad. San Josemaría apremia a este cometido, parte esencial de la misión apostólica de los fieles laicos:
Esfuérzate para que las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajas y te mueves con pleno derecho de ciudadano, se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida. Así, no lo dudes, aseguras a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitarás a muchas almas que, con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación cristiana 163.
Son palabras en plena sintonía con la enseñanza del Concilio Vaticano II. La Constitución Gaudium et spes recuerda, en efecto, que "cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado" 164. Por eso, el magisterio conciliar insta a los fieles laicos a "sanear las estructuras y los ambientes del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de modo que todo esto se conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien que impida, la práctica de las virtudes. Obrando así impregnarán de sentido moral la cultura y el trabajo humano" 165.
El campo abierto ante el cristiano es vastísimo. Nos limitamos ahora a mencionar algunos ejemplos, porque los temas se desarrollarán en otras secciones de este capítulo. Santificar las realidades humanas en cuanto efectos de la actividad de las personas implica:
– la santificación de la familia como institución (en sentido objetivo). Esto exige, entre otros aspectos, procurar que las leyes civiles sobre el matrimonio, el respeto a la vida humana y la educación de los hijos, sean conformes a la ley moral natural, y que las costumbres y la moralidad pública contribuyan a la unidad y estabilidad de la familia. San Josemaría recuerda, por ejemplo, que la indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia 166;
– la santificación de la sociedad, o la configuración cristiana del orden social. Esto incluye el establecimiento de estructuras –leyes y costumbres– acordes con la dignidad de la persona y su libertad, que tutelen y promuevan el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad, porque la conciencia –si es recta– descubrirá las huellas del Creador en todas las cosas 167;
– la santificación de las diversas profesiones, en el sentido de su configuración de acuerdo con la ley moral. Esto requiere crear unas condiciones que permitan ejercitarlas de modo que, siendo eficaces en su orden (es decir, cumpliendo sus fines propios), faciliten la práctica de las virtudes humanas: que se respeten las exigencias de la ética profesional; que las relaciones laborales estén presididas por la justicia y, por tanto, que se combata la corrupción; que se respete la libertad de obrar en conciencia; que se excluya la coacción a participar en operaciones moralmente ilícitas; etc.
Esta santificación del mundo (en sentido objetivo) es inseparable de la santificación de las actividades humanas (en sentido subjetivo), a la que nos hemos referido en el apartado anterior. Ciertamente, quien realiza esas actividades sin buscar santificarse en ellas, también puede cooperar, pretendiéndolo o no, a que "habite la justicia" en la sociedad. De hecho, contribuirá muchas veces a establecer unas estructuras sociales, económicas, políticas y profesionales justas y eficaces. Pero sólo quien busca santificar esas actividades, cooperará siempre y necesariamente a la santificación del mundo pues, si las lleva a cabo con la caridad de Cristo, siempre y necesariamente habrá de realizarlas con justicia.
De todas formas, lo que ahora nos interesa destacar no es tanto que la santificación subjetiva lleva a la "santificación" objetiva de las realidades terrenas, sino que esas realidades "santificadas" facilitan que los hombres y las mujeres se santifiquen en ellas. La enseñanza de san Josemaría es muy sensible a este punto. No plantea la santificación de las personas como independiente de la santificación del mundo, como si éste no fuera más que el telón de fondo de una obra teatral que no influye realmente en la acción ni es modificado por ella. Propone una santidad "encarnada", que asume las realidades terrenas y busca transformarlas, perfeccionando el mundo y mejorando la sociedad con su trabajo.
Ha querido el Señor que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el "amor al mundo" que late en el cristianismo. –Por tanto, no debe faltar nunca ilusión en tu trabajo profesional, ni en tu empeño por construir la ciudad temporal 168.
a) "Materialismo cristiano"
La idea de que el cristiano, al buscar su santificación, ha de penetrar de espiritualidad hasta las realidades más materiales, tiene tanta importancia para san Josemaría que llega a hablar de un "materialismo cristiano". Esta expresión le sirve para resaltar el valor de las realidades materiales en cuanto objeto de las actividades temporales que el cristiano ha de santificar: su posibilidad de ser "espiritualizadas" y "santificadas". La "espiritualización" – "santificación" de las realidades temporales por la actividad del cristiano debe alcanzar incluso a lo más material.
La expresión tiene también otra aplicación, derivada de la anterior. Del mismo modo que san Josemaría propone "espiritualizar las realidades materiales" enseña a "materializar la vida espiritual". No son conceptos contrapuestos sino complementarios. La "espiritualización" de este mundo por los hijos de Dios reclama la "materialización" de la vida cristiana. Si el cristiano no "encarna" o "materializa" su vida espiritual, no podrá "santificar" o "espiritualizar" de modo sobrenatural las realidades de este mundo. En consecuencia, san Josemaría habla de "materialismo cristiano" también para inculcar la idea de que el trato con Dios ha de plasmarse en múltiples manifestaciones visibles y materiales.
En sus escritos, la expresión aparece por primera vez en la homilía del 8-X-1967 169 y suele citarse entre las que reflejan trazos esenciales y característicos de sus enseñanzas 170, aunque no haya sido el primero en emplearla y se encuentre también, de modo circunstancial, en otros autores contemporáneos 171.
Para hacerse cargo de su sentido, hay que seguir el hilo de los párrafos que la preceden en la citada homilía. Introduce el tema con una afirmación básica acerca de la creación: Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 ss) 172. Después recuerda que somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades 173. En consecuencia, previene de una actitud que no tendría justificación en el caso de los fieles laicos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios 174. Por el contrario, insiste en que Dios les llama a la santidad en las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana 175, y recuerda que, ya en los años treinta, animaba a los universitarios y a los obreros que acudían a él, a saber materializar la vida espiritual: les hacía considerar que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales 176.
Al poner el énfasis en el encuentro con Dios a través de "las cosas más visibles y materiales", san Josemaría no pretende atenuar en modo alguno la convicción de que ese encuentro puede tener lugar también en las actividades intelectuales, como el estudio o la investigación científica –mencionadas expresamente en la misma homilía y en otros momentos 177– que, por otra parte, inciden decisivamente en la mejora del mundo material.
Para san Josemaría, el cristiano ha de encarnar la vida espiritual –la búsqueda de la santidad– en las tareas civiles y seculares, cualesquiera que sean, no sólo en aquellas cuyo objeto inmediato son las realidades materiales. Si pone el acento en estas últimas es precisamente para destacar la idea de que el encuentro con el "Dios invisible" es posible incluso "en las cosas más visibles y materiales", y para introducir así el concepto de "materialismo cristiano" que menciona a continuación:
El auténtico sentido cristiano –que profesa la resurrección de toda carne– se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu 178.
Las palabras de la homilía que estamos comentando, contienen tres claves para comprenderla. La primera es la obra creadora: el mundo material es bueno "porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno". La segunda es la Encarnación del Verbo, a la que alude por antítesis al mencionar la "desencarnación" como tendencia espiritualista opuesta al auténtico sentido cristiano de la vida. La tercera es la "resurrección de toda carne" al final de los tiempos, cuya causa es la Resurrección del Señor, a la que también se hace referencia poco después recordando la primera aparición a los Apóstoles: mirad mis manos y mis pies, dijo Jesús resucitado: soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo (Lc 24, 39) 179. Junto a la Creación, Encarnación y Resurrección, san Josemaría ofrece, en el párrafo siguiente de la homilía, otra clave más. Se trata de la economía sacramental:
¿Qué son los sacramentos –huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos– sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía –ya inminente– sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo –vino y pan–, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? 180
La Creación, la Encarnación, la Resurrección del Señor y los sacramentos, son las verdades que menciona expresamente san Josemaría como prueba de que es lícito hablar de un "materialismo cristiano". Podría haber añadido la Vida, Pasión y Muerte de Jesucristo, pero no necesita referirse a todos los misterios para mostrar que, al contrario de los "materialismos cerrados al espíritu", hay un "materialismo cristiano" que afirma audazmente la preeminencia del espíritu y se propone "espiritualizar" la materia –santificarla: perfeccionar las realidades materiales y convertirlas en medio y ocasión de santidad– prolongando el designio de Dios en su obra creadora, redentora y santificadora del hombre.
En la Creación, Dios tomó barro y le infundió un espíritu de vida (cfr. Gn 2, 7), para que formara una sola sustancia con el cuerpo y éste le sirviera de expresión, no de cárcel ni de rémora. Al constituirlo así, lo destinó a que participara con todo su ser, espiritual y corporal, en la vida divina. La santidad concierne a la persona entera, no exclusivamente al alma: hay una única vida, hecha de carne y espíritu, que es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios 181. La entera realidad material –no sólo el cuerpo humano– fue creada al servicio de la santidad del hombre, para que éste se uniera con Dios al cuidarla y perfeccionarla con su trabajo, según el mandato del Señor (cfr. Gn 1, 28; 2, 15). En una palabra, Dios quiso que la realidad material fuera configurada por el espíritu humano, "espiritualizada" y "santificada": perfeccionada por el hombre y tratada como medio y ocasión de santificación.
Para llevar a cabo la Redención, "el Verbo se hizo carne" (Jn 1, 14): en Cristo Jesús "habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9). Es el misterio de la unión hipostática, en el que la naturaleza humana, alma y cuerpo, es asumida por el Hijo como "órgano de la Divinidad" 182, cuyas operaciones, incluso las más materiales, son divino-humanas (teándricas) 183. Nos ha redimido padeciendo en su Cuerpo y experimentando la muerte. Con la Resurrección y Ascensión a los Cielos su Humanidad ha sido glorificada, como naturaleza humana del Hijo sentado a la derecha del Padre (cfr. Rm 8, 34; Hb 1, 3). Este misterio se refleja en el cristiano, partícipe de la naturaleza divina como hijo de Dios, y muestra la dignidad de su cuerpo, destinado a la resurrección gloriosa. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa 184. Sus actividades, aún las más materiales, reciben el influjo de esta divinización 185.
San Josemaría cita a san Pablo –"¿no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo...?" (1Co 6, 19)– y exhorta a meditar esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada 186. Es una primicia de la gloria celestial, en la que están llamados a participar los hijos de Dios, con el alma y con el cuerpo, tras la resurrección de la carne (cfr. Ef 2, 6; Ap 7, 9 ss). El cuerpo será entonces un "cuerpo espiritual" (1Co 15, 44), totalmente penetrado de espiritualidad, hasta el punto de que no podrá ya separarse del alma, pues el hombre glorificado será inmortal.
Mientras tanto, en el presente, la vida divina que el Espíritu Santo comunica es una participación de la plenitud de gracia de Cristo (cfr. Jn 1, 16), que nos es entregada por diversos cauces, en particular por medio de los sacramentos, signos sensibles, materiales, "huellas de la Encarnación del Verbo", sobre todo la Eucaristía, donde se nos ofrece el mismo Jesucristo, con su Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad 187, "a través de la humilde materia de este mundo", de los elementos de la naturaleza "cultivados por el hombre", espiritualizados y santificados por la acción del mismo Cristo y del Espíritu Santo en el Sacrificio del altar.
Todo esto lleva a san Josemaría a predicar que las realidades materiales son lugar de encuentro con Dios, lo cual es causa de un profundo amor cristiano al mundo. Un hombre sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo 188. Pero no son "lugar" al modo de "escenario inerte de la acción humana", sino como "materia" que es transformada por esa acción, al tiempo que los "actores" se van identificando con Cristo. Esto es lo que ayuda a comprender la expresión "materialismo cristiano".
En definitiva, el "materialismo cristiano" capta el designio de Dios sobre las realidades materiales manifestado en la Creación, Encarnación, Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo, y en los sacramentos. Para san Josemaría no se trata de una concepción teórica. Es también una actitud práctica, cargada de implicaciones. Nos referiremos a tres.
– La más inmediata es que el afán de santidad en medio del mundo comporta el deseo de perfeccionar el mundo material, de mejorarlo. La enseñanza de san Josemaría "no lleva al inmovilismo, a la aceptación resignada de las circunstancias actuales como si fueran las únicas o las mejores posibles. Alienta esa santa ambición (...) de llevar el mundo entero a Dios (Surco, n. 701)" 189. El cristiano tiene ante sí una gran empresa: "cultivar el mundo", perfeccionar la sociedad humana y su hábitat, el mismo mundo material, cuidándolo y penetrándolo de espiritualidad para "llevarlo a Dios".
Nos encontramos en un orden de ideas diverso y en cierto modo opuesto al de los "espiritualismos" que desprecian la materia. Ya los primeros Padres de la Iglesia tuvieron que hacer frente a diversas corrientes gnósticas que juzgaban negativamente el mundo material. San Ireneo, por ejemplo, mostraba el error de la gnosis marcionita recurriendo precisamente al misterio de la Eucaristía: ¿cómo puede ser mala la materia de este mundo, si Jesucristo ha tomado el pan y el vino para transformarlos en su Cuerpo y en su Sangre? 190 San Josemaría argumenta de modo semejante para defender la bondad de las realidades terrenas como materia de santificación, según hemos visto 191.
No menos lejos del "materialismo cristiano" se hallan los "materialismos cerrados al espíritu". Por una parte, es clara la oposición de san Josemaría al materialismo hedonista que, en lugar de espiritualizar las realidades materiales, embrutece al hombre, subordinando el espíritu a la materia 192. Igualmente radical es su oposición al materialismo dialéctico marxista. Cuando Karl Marx afirma que "los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo" 193, no postula simplemente que todos, también los filósofos, se han de comprometer con el progreso o la transformación del mundo; lo que hace es "poner en peligro la singularidad de la teoría [la contemplación], instrumentalizarla para otros fines, convertirla en ideología" 194. En lugar de partir de la verdad contemplada para transformar el mundo, parte de una idea materialista del mundo para reducir a ella el espíritu humano. Es una infausta inversión de las relaciones entre contemplación (no sólo cristiana sino filosófica) y edificación del mundo, radicalmente opuesta al "materialismo cristiano" 195.
La santificación del mundo es el efecto de llevar a cabo cada tarea con la mayor perfección posible y por amor a Dios, siendo este amor no algo añadido, sino el motor que lleva a realizar todo con perfección. Puede ocurrir que esa perfección no se alcance a pesar de la buena voluntad, con todo lo que entraña (esfuerzo por adquirir competencia profesional, perseverancia en poner los medios, etc.): entonces, no se podrá decir que se hayan logrado espiritualizar las realidades materiales que eran objeto de la acción humana, pero no por eso habrá quedado sin valor la acción misma, el amor con el que se ha realizado. Hay una prioridad de la contemplación sobre la eficacia de la acción, que permite comprender que lograr un mejor estado de cosas en el mundo no es el fin último de la persona humana. El fin último es la gloria de Dios, a la que se ha de ordenar la búsqueda de ese mejor estado de cosas. Y a la gloria de Dios, en la presente economía de la Redención, pueden ordenarse también los fracasos, el dolor y todas las adversidades de la vida terrena. El "materialismo cristiano" no pone el fin último en las realidades materiales; más bien busca que reflejen más y mejor, como efecto de la actividad del hombre, la gloria de Dios.
– Con esta última consideración enlaza la segunda implicación práctica del "materialismo cristiano", a la que deseábamos referirnos. Se trata de la dignidad de las actividades que recaen directamente sobre algo material, como es el caso de muchos quehaceres de la vida ordinaria: la dignidad de la poiésis, de la actividad productiva, minusvalorada en el pensamiento griego porque obliga a la mente a ocuparse en cosas distintas de la theoría o contemplación intelectual. Un estudio de María Pía Chirinos se centra en esta cuestión. Hace notar que san Josemaría "parte del relato del Génesis: "Dios vio que todo lo que había hecho era bueno", y por eso la materia es capaz de esta apertura [al espíritu], y el trabajo es capaz de convertir en trascendente lo corporal, lo cotidiano, y por eso, también a través del trabajo, se descubre en ella –en la materia– algo que hasta el momento nunca se había afirmado: un quid divino" 196.
Las tareas materiales pueden ser lugar y medio de contemplación divina. En orden a la santidad, no son menos nobles ni menos dignas que las intelectuales o las de mayor consideración social. En el servicio de Dios no hay oficios de poca categoría. Todos son de mucha categoría. La categoría del oficio depende del que lo ejercita 197. Para resaltar este punto de vista teologal, san Josemaría se sirve de ejemplos gráficos: Todo trabajo es hermoso a los ojos de Dios, si se hace con amor y se termina con esmero. (...) Ante Dios tiene igual mérito el trabajo de un barrendero que el de un gobernante, si esos trabajos se hacen bien, con amor, con finura en los detalles, con afán de servir 198.
Desde la perspectiva de la santidad pasan a segundo plano las diferencias humanas entre actividades manuales e intelectuales (siempre que cada uno procure hacer rendir, por amor a Dios y a los demás, los talentos que ha recibido). Sin embargo, san Josemaría observa que Nuestro Señor, perfecto hombre, eligió una labor manual, que realizó delicada y entrañablemente durante la casi totalidad de los años que permaneció en la tierra 199. Con estas palabras no afirma una superioridad de las actividades manuales sobre las demás, sino simplemente reconoce su nobleza, tan a menudo desestimada. En ellas se pone luminosamente de manifiesto el designio divino de espiritualizar y santificar las realidades temporales por la acción del hombre o de la mujer que, al cuidarlas y perfeccionarlas, las convierte en medio y lugar de contemplación amorosa de Dios.
– Junto a estas dos implicaciones directas del "materialismo cristiano", hemos de referirnos a otra más que pertenece indirectamente a esta noción. La podemos resumir con una breve exhortación de san Josemaría: ateneos (...) sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor 200. Invita a considerar que la situación concreta en la que cada uno se encuentra es el lugar y la materia de santificación de que dispone, independientemente de que le guste o no, y sin prejuicio de que aspire a otra que considere mejor.
Al inicio del este apartado habíamos señalado que la expresión "materialismo cristiano" se aplica también a la actitud de "materializar" la vida espiritual en propósitos y metas tangibles, como por ejemplo en el uso de "industrias humanas" 201, sin conformarse con las buenas intenciones o con proyectos poco realistas. Esta actitud se traduce casi siempre en el cuidado de "cosas pequeñas materiales", como veremos a continuación. De hecho, cuando san Josemaría se refiere al "materialismo cristiano", habla de la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas 202, del amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual 203, y de ese algo divino que en los detalles se encierra 204. "Materialismo cristiano" y "cosas pequeñas materiales" van de la mano en su enseñanza.
b) Las "cosas pequeñas materiales"
Si la referencia a un "materialismo cristiano" aparece relativamente tarde en los escritos de san Josemaría, la idea que desea transmitir con esa expresión se encuentra presente desde el comienzo de su predicación, como parte de su enseñanza sobre el cuidado de las "cosas pequeñas materiales" 205.
Ya hemos hablado de la importancia de las "cosas pequeñas" en el capítulo 1º, pero limitándonos a un aspecto ligado al fin último 206. Allí vimos, en efecto, que el amor a Dios pocas veces requiere la realización de obras humanamente "grandes" o importantes: por lo general es un "amor en cosas pequeñas". También hemos tratado de las "cosas pequeñas" en el capítulo 6º, centrándonos en este caso en su importancia para la perfección del sujeto, pues el heroísmo de las virtudes consiste casi siempre en "cosas pequeñas" 207: en la perseverancia, por amor, en actos de virtud materialmente pequeños o de poca relevancia a los ojos humanos.
Ahora, en cambio, vamos a hablar de otro aspecto, relacionado esta vez con el camino de santificación: el cuidado de las "cosas pequeñas materiales", que es importante para la santificación de las acciones que conciernen inmediatamente a realidades materiales.
Para delimitar este aspecto conviene recordar la distinción entre "cosas pequeñas espirituales" o sólo interiores (como dirigir desde el corazón una breve jaculatoria al Señor o a la Virgen) y "cosas pequeñas materiales", que tienen también una manifestación exterior, aunque no sea estrictamente material: por ejemplo, hacer un pequeño servicio a otra persona –desde una ayuda física hasta una sonrisa–, o arreglar un desperfecto, o dejar ordenada la mesa de trabajo, o llegar puntualmente a una cita, etc. 208 Aquí nos vamos a referir a estas últimas.
También hay que recordar, para acotar el tema, que el valor de las cosas pequeñas reside principalmente en el amor a Dios que se pone al realizarlas, pero que esto no significa que su perfección objetiva, externa, tenga poca importancia. Esta última es la cuestión que directamente nos interesa ahora, porque está ligada a la "materia" de santificación, al camino, más que a la finalidad última que se busca interiormente (aunque en la práctica las dos cosas estén unidas).
Está claro, en efecto, que las "cosas pequeñas materiales" son importantes por el amor que se pone en ellas, gracias al cual pueden hacerse "grandes". Pero esto es inseparable del valor que posee "hacer las cosas bien", como el amor exige. De ahí que san Josemaría exhorte con frecuencia a poner la "última piedra" 209 en las tareas que se realizan, para dejar las cosas acabadas, con humana perfección 210, de modo que sea una labor primorosa, acabada como una filigrana, cabal 211. En este sentido recuerda los versos de un poeta de Castilla: "el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas" 212.
Estamos, una vez más, ante un rasgo típico de su enseñanza. Mientras que, clásicamente, el acento se había puesto sólo en el amor y no en la perfección misma de la obra realizada, san Josemaría insiste también en este sentido objetivo, ligado a la santificación del mundo desde dentro. Partiendo de que es el amor lo que confiere valor al cuidado de las "cosas pequeñas materiales", destaca también la importancia de ese cuidado material para ordenar las cosas del mundo como Dios quiere. No desliga los dos aspectos, como no separa el amor a Dios y el amor al mundo. El amor a Dios le lleva a cuidar las cosas pequeñas materiales en las que se reflejan de algún modo las perfecciones divinas.
La locución "cosas pequeñas" se encuentra en diversos autores de la tradición espiritual cristiana. Por ejemplo, en un clásico cuya lectura recomendaba san Josemaría: el Ejercicio de perfección y virtudes cristianas del jesuita Alonso Rodríguez (1538-1616), que dedica dos capítulos a la importancia de "hacer caso de cosas pequeñas y no menospreciarlas" 213, remitiendo a su vez a otros autores precedentes. El valor de las "cosas pequeñas" ha sido subrayado también por otros maestros del siglo de oro español 214 y, después, por santa Teresa de Lisieux, como uno de los aspectos más típicos del "camino de infancia espiritual", recorrido y enseñado por la santa.
El concepto adquiere en san Josemaría un significado propio, anclado en la tradición pero caracterizado por su relación con la santificación en la vida cotidiana y el amor al mundo, expresada en el calificativo de "materiales" ("cosas pequeñas materiales").
Aunque no sea el tema que nos interesa directamente aquí, recordemos que también hay una relación, en la enseñanza de san Josemaría, entre el cuidado de las cosas pequeñas y el espíritu de filiación divina, como vimos en el capítulo 4º: ofrecer a Dios cosas pequeñas es propio de quienes se saben hijos pequeños; el amor de un hijo de Dios es un amor filial que habitualmente se expresa en detalles materialmente pequeños 215.
En los textos de san Josemaría, la importancia de cuidar las cosas pequeñas está ligada a veces directa y expresamente al perfeccionamiento de este mundo, de acuerdo con el encargo confiado al hombre por Dios:
Si trabajamos bien, santificando nuestras tareas, y si enseñamos a los demás hombres a encontrar a Dios en su trabajo, no haciendo chapuzas, realizándolo con esmero, sabiendo trabajar en equipo, codo a codo con los demás hombres, ¡cuántos milagros materiales obraremos! Conseguiremos que haya menos hambre en el mundo, menos incultura, menos pobreza, menos enfermedades... 216
Estas palabras ponen de relieve que la santificación de las diversas tareas comporta el mejoramiento de la sociedad y del mundo. Y como elemento de esa santificación, menciona el "no hacer chapuzas", "realizar las tareas con esmero", expresiones que en san Josemaría implican "cuidar los detalles", "las cosas pequeñas".
Otras veces, la razón del cuidado de las cosas pequeñas es el ofrecimiento de las propias tareas a Dios:
No se puede santificar un trabajo que humanamente sea una chapuza, porque no debemos ofrecer a Dios tareas mal hechas 217.
El perfeccionamiento del mundo no queda aquí en segundo plano, pero se contempla en orden al fin último: el ofrecimiento a Dios de la propia actividad realizada con perfección y por amor, y el ofrecimiento de las mismas cosas creadas perfeccionadas por esa actividad.
Como se puede ver, en los textos anteriores parece que se razona en sentidos opuestos. Por una parte se afirma que cuando el cristiano santifica sus tareas mejora el mundo (porque exigencia de esa santificación es realizarlas con perfección); por otra, que ha de llevar a cabo sus actividades con perfección (mejorando así el mundo) para ofrecerlas a Dios o santificarlas. No se trata de enunciados contrarios, pero tampoco dicen lo mismo con distintas palabras. Son afirmaciones complementarias, entre las que hay un orden. El fin último es ofrecer las tareas a Dios, no mejorar el mundo. Por tanto, no es que haya que santificar las realidades temporales con el fin de mejorar el mundo, pero sólo se pueden santificar si se procura realizarlas con perfección y, por tanto, para mejorar el mundo.
En la Introducción dijimos que las enseñanzas de san Josemaría se reflejan en su vida santa 218, de modo que su ejemplo –no sólo los escritos y la predicación– es fuente de su enseñanza y lugar para comprenderla. Pero advertimos que pocas veces emplearíamos esta fuente, por razones de extensión. Ahora, en el caso de las cosas pequeñas materiales hacemos una excepción porque, al ser un aspecto tan visible del camino de santidad que enseña, resulta también especialmente visible en su vida.
Álvaro del Portillo ve en el cuidado de las cosas pequeñas una "línea básica" 219 de su enseñanza, y añade: "Era maravilloso que un hombre que fue protagonista de formidables empresas divinas, fuera capaz de penetrar con tanta intensidad en lo que, como solía decir, se advierte solamente por las pupilas que ha dilatado el amor" 220. "Nos enseñaba con su ejemplo a cuidar atentamente muchos detalles: desde la conservación de los edificios hasta el buen funcionamiento del instrumento de trabajo más pequeño. Repetía que cada objeto debía usarse para lo que ha sido hecho" 221. Daba importancia a la decoración de una casa, insistía en el cuidado de los objetos de uso personal –la ropa, los utensilios de la labor profesional, etc.–, hacía ver el valor del orden material, de la puntualidad, de la limpieza... 222. No todos comprendían este modo de obrar y más de una vez tuvo que explicar, por ejemplo, que no hay que confundir una casa pobre con el mal gusto ni con la suciedad 223. El espíritu cristiano de pobreza –el desprendimiento de las cosas materiales– no está reñido con el amor cristiano al mundo, que en san Josemaría tiene, entre otras manifestaciones prácticas, la del cuidado de la creación por el esmero en las "cosas pequeñas materiales". Este cuidado testimonia abiertamente el "amor al mundo" que late en el cristianismo 224, al que ya nos hemos referido.
c) La "complicidad" de los Ángeles Custodios
La devoción a los Ángeles Custodios, de sólida base bíblica y arraigada en la tradición cristiana 225, "ocupa un puesto de primer plano" 226 en la enseñanza de san Josemaría, donde asume ciertas connotaciones propias, relacionadas con el tema que estamos tratando.
San Josemaría "no ha pensado ni ha escrito un tratado sistemático de angelología" 227, pero –según afirma Renzo Lavatori– "ha vivido y experimentado personalmente una auténtica devoción a los ángeles y la ha inculcado a otros con consejos llenos de fuerza existencial" 228. Esa fuerza proviene, en nuestra opinión, de que, junto a la veneración por los ángeles como ministros de Dios que forman parte de su corte celestial y son enviados como emisarios de sus designios 229, su oficio protector tiene mucho que ver con la santificación del mundo desde dentro.
Como sabemos, san Josemaría vio por primera vez el mensaje de la santificación en medio del mundo, que Dios quería que difundiera, precisamente en la fiesta de los santos Ángeles Custodios de 1928. La devoción que les profesaba desde niño, adquirió a partir de entonces tonalidades nuevas, emparentadas con el núcleo mismo de la misión específica que se le había confiado. Álvaro del Portillo transmite unas palabras sugestivas en este sentido: El trato y la devoción a los Ángeles Custodios está en la entraña de nuestra labor, es manifestación concreta de la misión sobrenatural de la Obra de Dios 230.
De hecho, incluso en los pasajes de sus obras que aparentemente recogen sólo la doctrina tradicional sobre esta devoción, san Josemaría suele incluir referencias, más o menos explícitas, a las situaciones de la vida cotidiana que se han de santificar. En una homilía recuerda, por ejemplo, que la tradición cristiana describe a los Ángeles Custodios como a unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus caminos 231. Es patente que cuando habla de "caminos", está pensando en el trabajo y en las demás tareas cotidianas de los fieles corrientes.
No faltan los textos en los que aparece esa relación de modo explícito. Ya en Camino exhorta: Ten confianza con tu Ángel Custodio. –Trátalo como un entrañable amigo –lo es– y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día 232. En otra ocasión, dirigiéndose concretamente a quienes se ocupan de los trabajos del hogar, les dice que tienen una llamada de Dios constante –y una continua advertencia delicada del Ángel Custodio–, para realizar con perfección santificante el trabajo ordinario 233. Estas palabras, que ponen la asistencia de los ángeles en relación con la perfección humana y sobrenatural de esos trabajos, en gran parte manuales, se pueden aplicar igualmente a cualquier otra tarea.
De por sí, los textos citados admiten dos lecturas. Una tradicional, desde luego válida: los Ángeles Custodios han sido puestos por Dios al lado de cada hombre para protegerle. Y otra, más concreta, que capta la relación del oficio angélico con la santificación de lo ordinario 234. Nos detenemos en esta última.
Como hemos visto, en el "materialismo cristiano" del que habla san Josemaría, el perfeccionamiento de la creación es una "espiritualización" de las realidades materiales, a las que se devuelve "su noble y original sentido", liberándolas de las secuelas del pecado. Por el actuar de los hijos de Dios, lo terreno se transforma, se pone al servicio del Reino y se convierte en medio de santificación. Dios ha confiado esta tarea al hombre que, por su naturaleza compuesta de alma y cuerpo y la elevación sobrenatural de todo su ser, está llamado a "unir el Cielo y la tierra" viviendo santamente la vida ordinaria 235. Pero los ángeles no son ajenos a la tarea de someter el mundo visible al espíritu y ordenarlo al Reino de Dios. Una señal de que es así, puede verse –por contraste– en lo que acaeció a los ángeles rebeldes que, al ser derrotados fueron "arrojados a la tierra" (cfr. Ap 12, 7-9), quedando de algún modo constreñidos o limitados por la materia, a pesar de ser puramente espirituales. Se convirtieron entonces en tentadores del hombre, para que también él se sometiera a la realidad material y adorara a la criatura en lugar del Creador (cfr. Rm 1, 25). Pues bien, teniendo esto en cuenta, se puede pensar que a los ángeles fieles y, en particular, a los Custodios, les corresponde prestar su poderosa ayuda al hombre para que, con la gracia, cumpla la misión de espiritualizar las realidades materiales. Una ayuda que se dirige ante todo a que los hijos de Dios sean ellos mismos "espirituales", o sea, que vivan "según el Espíritu", no "según la carne" (cfr. Rm 8, 4-15):
Solicitamos a nuestro Ángel, al que por bondad de Dios es nuestro compañero, que nos libre de las pequeñas ataduras que aún nos ligan al mundo y a la carne: esas pequeñeces del amor propio, de la soberbia, del desorden, de la pereza... Roguémosle que nos vuelva más diligentes en el cumplimiento de nuestros deberes actuales 236.
Hasta tal punto el Ángel Custodio de cada cristiano está implicado en esta tarea que san Josemaría lo llama "compañero", aunque por naturaleza los ángeles son superiores a los hombres. Esto se comprende mejor si se considera que Jesucristo-Hombre los supera en dignidad, por la unión hipostática, y que todos los ángeles le sirven 237. "Como el Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena –escribe san Gregorio Magno (y san Josemaría cita estas palabras en una homilía)–, los ángeles ya no se alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior a la suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por encima de ellos, en la persona del Rey del cielo; y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como un compañero" 238.
Sin detenernos ahora en el razonamiento análogo que lleva a la Iglesia a venerar a la Santísima Virgen como Reina de los Ángeles, fijémonos sólo en la conclusión de san Gregorio, que también san Josemaría hace suya. Los ángeles no tienen inconveniente, dice, en considerar al hombre como "compañero". La Encarnación ha hecho patente que las cosas de la tierra pueden llegar a ser medio de unión con Dios, pueden convertirse en expresión de amor: es posible espiritualizarlas. Los ángeles ven en el hombre que glorifica a Dios por medio de las realidades materiales un "compañero". Y un compañero en sentido fuerte. Porque no sólo hace lo mismo que ellos (glorificar a Dios), sino que ellos "colaboran" con él en la santificación de las realidades temporales.
Esta perspectiva puede ayudar a entender el gran énfasis que pone san Josemaría en la devoción a los Ángeles Custodios 239. Aconseja acudir a ellos hasta en los asuntos más materiales de la vida ordinaria –él mismo les encomendaba la solución de pequeños problemas diarios 240–, a contar con su apoyo en la santificación del trabajo y a considerarlos "cómplices" en el apostolado, como escribe en Camino: Gánate al Ángel Custodio de aquel a quien quieras traer a tu apostolado. –Es siempre un gran "cómplice" 241.
No podemos detenernos a exponer con la amplitud que merecen estas y otras manifestaciones de la devoción de san Josemaría a los ángeles. Sólo queremos hacer notar que hemos incluido este apartado dentro del tema de la santificación de las realidades temporales en cuanto efectos de la actividad humana porque hemos querido señalar que los ángeles ayudan a los hombres a "espiritualizar" el mundo. Pero también colaboran en la santificación de esas realidades en cuanto actividades humanas, ayudando a convertir en oración el cumplimiento del deber, como se ve en uno de los textos citados: Roguémosle [al Ángel custodio] que nos vuelva más diligentes en el cumplimiento de nuestros deberes actuales 242. En una palabra, los ángeles ayudan a los hombres a recorrer el camino de santificación en la vida cotidiana: a cumplir el propio deber, a descubrir el "algo divino" en las más diversas situaciones y a penetrar de espiritualidad lo terreno, buscando que Cristo reine en nosotros, en los demás y en el mundo.
Estad ciertos de que a través de las circunstancias de la vida ordinaria, ordenadas o permitidas por la Providencia en su sabiduría infinita, los hombres hemos de acercarnos a Dios 243. Esta sencilla idea, repetida muchas veces por san Josemaría, con términos diversos, entraña una visión positiva de la vida ordinaria que, siendo connatural al cristianismo, había quedado como encubierta en el curso de la historia por el predominio de formas de vida espiritual caracterizadas por un cierto "apartamiento del mundo", y por una comprensión de las actividades profanas como extrañas a la unión con Dios, que quedaba relegada al templo, a las ceremonias sagradas y al "mundo eclesiástico". Con esta perspectiva, la doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él 244.
Con san Josemaría aparece, según el sociólogo Pierpaolo Donati, "una concepción de la vida cotidiana que aporta algo profundamente nuevo a las culturas y a las prácticas del pasado, tanto "religiosas" como "profanas". La novedad consiste en haber propuesto una "superación", en cierto sentido, de la distinción sagrado/profano tal como ha sido concebida y vivida en las culturas y en las sociedades que conocemos. Una "superación" que significa (...) ver la vida cotidiana como hic et nunc de lo divino que obra y se revela en el mundo de modo "ordinario" a través de las actividades temporales" 245.
Para san Josemaría, la vida corriente no es el lugar de lo "profano", considerado en clave laicista como independiente de Dios, sino el de su encuentro con lo divino. No es un ámbito hostil o al menos foráneo al trato con Dios, un entorno del que es mejor escapar. Tampoco es la esfera cerrada de lo que posee escaso valor, de lo que aliena e impide la expansión de la libertad en acciones trascendentes. Ni es, en fin, sinónimo de "vida privada", en el sentido de aislada, incomunicada y humanamente pobre, sin repercusión fuera del estrecho recinto en el que se desarrolla 246. Por el contrario, para san Josemaría, la vida ordinaria es el campo de la santidad y de la misión apostólica de un fiel corriente. En este sentido "ofrece una visión completamente nueva, que desvela la vida cotidiana como el espacio donde adquiere valor lo humano y en el que se esconde algo divino; como el lugar propio de una grandeza no hecha de acciones y gestos llamativos, sino tejida de concretos actos de amor vinculados a las tareas más normales. Una vida que hace libres y felices en el ejercicio de los deberes de cada día, cuando acontecen en un continuo descubrimiento de su valor sobrenatural" 247.
Si, a lo largo de la historia, la vida cotidiana ha sido vista frecuentemente como el lugar de la repetición mecánica y monótona de tareas carentes de significado transcendente, en la enseñanza de san Josemaría "es el mundo de la finalidad perseguida a través de pequeños pasos" 248. Tu existencia no es repetición de actos iguales, porque el siguiente debe ser más recto, más eficaz, más lleno de amor que el anterior. –¡Cada día nueva luz, nueva ilusión!, ¡por Él! 249 La vida cotidiana es el lugar en el que se realiza la finalidad última de glorificar a Dios y de procurar que los demás le glorifiquen, de alzar a Cristo en la cumbre de las actividades humanas y de edificar la Iglesia por la santificación y el apostolado; en ella se alcanza la identificación con Cristo y se ayuda a otros para que la alcancen; desde ella se mejora la sociedad y el mundo. "La vida cotidiana no es el puro pasar de los días, sino una especie de substancia de nuestro vivir" 250.
Dos expresiones de san Josemaría nos parecen representativas de este nuevo enfoque de la vida ordinaria. Las comentaremos brevemente.
a) "La grandeza de la vida corriente"
Este enunciado es el título de la primera homilía del volumen Amigos de Dios. Según Cyrille Michon, "resume el mensaje, el espíritu, del Fundador del Opus Dei con tres palabras (...), con las que impugna una concepción, aceptada durante mucho tiempo, que no reconoce valor alguno a la vida corriente" 251.
La idea de "grandeza" parece antagónica a la de "corriente". Pero es precisamente ese antagonismo lo que san Josemaría propone superar. Desde luego, los quehaceres ordinarios no son "grandes" en sí mismos (pues entonces todo sería grande y el adjetivo perdería su significado); lo grande se presenta sólo de modo extraordinario y, como dice Rafael Alvira, la vida cotidiana "se dibuja en contraste con lo extraordinario de nuestra existencia" 252. Pero la vida cotidiana de un cristiano "puede ser grande", como la de Jesús en Nazaret, donde la grandeza de Dios, convive con lo ordinario, con lo corriente 253. Jesús es el Hijo de Dios, y por eso son grandes también sus acciones más comunes, en las que dejó la impronta de las perfecciones divinas, las convirtió en medio de redención y, al realizarlas, Él mismo creció en cuanto hombre "en sabiduría, en edad y en gracia" (Lc 2, 42). También la existencia terrena de María, unida en todo a la de su Hijo, es prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve 254. Ella, con su grandeza de Madre de Dios, hizo grandes las tareas de una mujer que atiende a su familia y cuida su hogar. Pues asimismo, con las distancias implicadas por la analogía, la grandeza del cristiano reside en su condición de hijo de Dios, que da valor a sus actividades corrientes cuando obra como lo que es: otro Cristo, el mismo Cristo.
En definitiva, la vida corriente de un hijo de Dios en Cristo se hace grande por el amor filial en el cumplimiento de la Voluntad del Padre, expresada en el deber de cada momento, porque cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios 255. Un amor –no lo olvidemos– que necesariamente lleva a realizar las propias tareas con perfección, no de cualquier manera, para ofrecerlas a Dios corredimiendo con Cristo, servir a los demás y contribuir a mejorar la sociedad y el mundo según el querer divino. Por tanto, no hay que buscar cosas extraordinarias: no hacen falta, no las queremos 256, escribe san Josemaría. Lo importante es que cada uno de nosotros demos con alegría cada día los mismos pasos, pero siempre con un sentido nuevo, con una luz distinta, con una vibración sobrenatural renovada: hacer extraordinariamente bien lo ordinario, ése es nuestro programa ascético y apostólico 257.
b) "Hacer endecasílabos de la prosa de cada día"
La comprensión del sentido positivo de la vida corriente, lleva a san Josemaría a emplear una nueva imagen para proclamar su valor: La vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día 258.
La alegoría de la prosa que se muda en verso, de lo vulgar que se troca en arte, añade algo importante a lo que hemos venido considerando. Hemos visto, en efecto, que la vida corriente no es una especie de universo residual anodino, lo que resta después de suprimir todo aquello que confiere sentido a la existencia humana. No es así. La vida ordinaria tiene una "verdad" que es fuente de sentido, que hace que tenga sentido vivir sin esperar o anhelar que ocurra algo extraordinario. Tiene también una "bondad": es un bien al que cabe aspirar porque es fuente de realización personal, de plenitud y felicidad. Y además de esta "verdad" y "bondad", la vida ordinaria tiene una "belleza" propia, es luminosa y bella para el cristiano, como la vida de la Sagrada Familia en Nazaret. Es esta belleza la que pone de manifiesto la imagen de la prosa transformada en poesía.
El amor que hace grande la vida ordinaria, le otorga también una belleza que se plasma en los mismos quehaceres que se realizan, convirtiéndolos en medio de contemplación. Cuando las actividades humanas nobles se llevan a cabo con amor –un amor inseparable del conocimiento del bien práctico, de la verdad sobre el bien, no un mero sentimiento– y se ordenan así a la gloria de Dios, reflejan de algún modo esa gloria y adquieren un esplendor nuevo, perceptible a los ojos de la fe: como la belleza de las palabras cuando se transforman en versos de un poema.
San Josemaría se detiene a ilustrarlo con detalles nimios, aparentemente insignificantes. Por ejemplo, cómo abrir o cerrar una puerta. Se puede hacer sin atención, como algo carente de significado. Pero ese gesto trivial puede ser ocasión de un acto de amor que, si es auténtico, llevará a realizarlo bien, con una sencilla armonía empapada por ese amor: Se toma la manilla directamente, se baja del todo, sin brusquedad, y sólo entonces se empuja la puerta, luego se deja subir con suavidad el picaporte; después, para cerrar, lo mismo, pero alzando la manilla cuando ya la puerta está encajada. Así las cosas duran más porque se cuidan; y estarán limpias y en buen funcionamiento, aunque las usemos muchos 259; y concluye diciendo que esto es oración, si unimos a todo eso una jaculatoria y lo hacemos por amor de Dios 260. Lo más banal recibe un nuevo significado, la prosa se convierte en endecasílabo. El secreto está en ¡ese cerrar la puerta con amor! 261
No es más que un ejemplo material de cómo el amor transforma una acción ordinaria y deja una impronta en el resultado (en este caso, mantener en buen estado objetos de uso habitual). En bastantes ocasiones, como la del ejemplo anterior, quizá no cambie apreciablemente el estado de cosas en el mundo ni se perciba la belleza de lo que se ha hecho con amor; otras veces sí que se traslucirá esa belleza en los efectos de la acción (por ejemplo, en un plato de comida, quizá corriente y modesto, pero presentado con arte para hacer la vida agradable a los demás). Pero en todo caso, cuando se obra por amor a Dios, "se convierte la prosa de cada día en endecasílabos", porque el amor confiere a las acciones corrientes un encanto particular, las hace hermosas y no sólo útiles o eficaces. Por este camino, el cristiano llega a ser como un artista de la vida ordinaria.
Cuando san Josemaría emplea la imagen que venimos comentando, suele hacer notar también que el verso de once sílabas, el endecasílabo, se llama en la literatura verso heroico 262 (en la lengua castellana es el verso de la "poesía heroica", la que narra gestas memorables). Con esto quiere hacer ver que la vida cotidiana, para un cristiano, es el lugar de nuestro campo de batalla –una hermosísima guerra de caridad 263: el campo de un auténtico heroísmo, "el mundo de la verdadera lucha, tanto contra las propias faltas como contra las injusticias, la decadencia, los abusos" 264.
Si en otros tiempos se pensaba que las batallas y aventuras heroicas no eran cosa de la vida ordinaria, san Josemaría está convencido de lo contrario. Baste citar un punto de Camino, en el que califica de "heroico" un detalle cotidiano: El minuto heroico. –Es la hora, en punto, de levantarte. Sin vacilación: un pensamiento sobrenatural y... ¡arriba! 265. El heroísmo de la vida cotidiana cristiana no consiste en la realización de empresas extraordinarias. Reside en la perseverancia y en la perfección en el cumplimiento de los propios deberes, por amor: la perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo 266.
En la vida corriente, escribe san Josemaría,
nos invade la certeza de que Él nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo por darle gusto a Él, a Nuestro Padre Dios! Y quizá sobre tu mesa, o en un lugar discreto que no llame la atención, pero que a ti te sirva como despertador del espíritu contemplativo, colocas el crucifijo, que ya es para tu alma y para tu mente el manual donde aprendes las lecciones de servicio 267.
Verso a verso se compone una poesía. El poema heroico de la vida ordinaria de un hijo de Dios entraña la repetición material de tareas iguales, pero con un amor nuevo: siempre la misma cosa (...) pero cada día con música distinta 268.
Todos los cristianos han recibido de Cristo la misión de santificar el mundo, pero no del mismo modo. Ciertamente, como enseña Pablo VI, la Iglesia "tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado" 269; pero esta dimensión secular –continúa el Papa–, "se realiza de formas diversas en todos sus miembros" 270. Tal diversidad de formas deriva de la relación con las realidades seculares que corresponde a cada fiel por su vocación y misión. Los laicos, concretamente, tienen una secularidad "propia y peculiar" 271, distinta de la que puede afirmarse de los religiosos. De ahí que san Josemaría, como muchos otros autores, refiera los términos "secularidad" o "secular" a la relación de los fieles laicos con las realidades temporales 272.
La "secularidad" de un laico cristiano es algo más que el mero vivir en la sociedad como ciudadano corriente. "No es simplemente una nota ambiental o circunscriptiva, sino una nota positiva y propiamente teológica" 273. Designa la novedad de sentido que adquiere para un fiel laico, por el hecho del Bautismo, el entramado de actividades civiles que componen la vida corriente que ha de santificar. Es, pues, una relación teológica con las realidades temporales.
El laico recibe de Dios la misión de santificar el mundo desde dentro 274: santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 275. Análogamente a como el que recibe una misión que ha de realizar en un determinado lugar adquiere una relación peculiar con ese lugar –que le lleva, por ejemplo, a trasladarse allí–, el laico cristiano, al que se le confía la misión de santificar las actividades temporales, tiene una relación peculiar con estas actividades que le ha de llevar a tratarlas como medio de santificación y de apostolado, ejerciendo el sacerdocio común. Esta relación es la secularidad cristiana. No implica que el laico tenga que cambiar de sitio o de trabajo "por motivos religiosos", para cumplir su misión. Lo que ha de hacer es santificarse y hacer apostolado allí donde se encuentra por razón del ejercicio de su profesión o por motivos familiares o sociales, porque ése es el lugar de su misión.
Santo Tomás observa que el ser enviado comporta "una relación con aquello adonde se envía, ya sea porque nunca antes había estado allí, o bien porque empieza a estar de un modo distinto a como estuvo antes" 276. En este último sentido los laicos son enviados al lugar donde ya se encuentran, para llevar a cabo ahí la misión de Cristo.
Tres conceptos se acaban de mencionar: la misión de los laicos, la secularidad y el sacerdocio común; y los tres están íntimamente ligados. El fiel laico tiene la misión de santificar el mundo desde dentro de las actividades temporales. Para realizarla ha recibido el sacerdocio común o bautismal. La secularidad es la peculiar relación teológica con las actividades temporales por la cual es propio del laico ejercer su sacerdocio en la santificación de esas actividades y a través de ellas.
La secularidad es también propia de los sacerdotes seculares. Estos no tienen una "secularidad reducida" sino plena, aunque con una peculiaridad característica de su ministerio. Ya la hemos mencionado en la Parte preliminar 277 y la recordamos aquí sólo brevemente. En los fieles que son ordenados sacerdotes, escribe Álvaro del Portillo, "se produce una prevalencia de su función ministerial, de suerte que si radicalmente no quedan separados del orden secular, su función en el orden profano queda supeditada a su función sacra (cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31); sólo podrán desarrollar aquellas funciones profanas que sean congruentes con su estado, y en tanto que su ejercicio sea compatible con su función en la Iglesia. En todo caso es importante tener en cuenta que radicalmente continúan insertos en el mundo; no es un fenómeno de separación sino de prevalencia y supeditación" 278. Esta supeditación lleva consigo, en la práctica y por lo general, que el sacerdote deba dedicar a su ministerio todas las horas del día, que siempre resultarán pocas 279, pero no porque haya sido separado de las actividades temporales, sino porque debe anteponer a todo lo demás el ejercicio de su ministerio al servicio de los fieles; y esto le exige ordinariamente una dedicación de tiempo total.
Para llevar a cabo la misión de santificar el mundo desde dentro es imprescindible la cooperación entre el sacerdocio común de los laicos, varones y mujeres, y el sacerdocio ministerial. Esa cooperación se llama "orgánica" porque la Iglesia, Cuerpo de Cristo, es una comunidad sacerdotal estructurada como un organismo vivo 280. Laicos y presbíteros se necesitan mutuamente: ninguno puede prescindir del otro.
Entender correctamente esta cooperación requiere tener en cuenta que las actividades temporales poseen una autonomía propia y que, por tanto, en este ámbito, los laicos no son la longa manus de los presbíteros 281, ni el sacerdocio común una extensión del ministerial. Hay una distinción esencial entre ambos; son como dos fuerzas que han de concurrir, entrelazadas, a la santificación del mundo.
A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc. 282
Comentando el libro de Conversaciones, Alfredo García Suárez explicó que los laicos, cuando procuran santificar las realidades seculares, hacen presente en el mundo a la Iglesia, no a la Jerarquía de la Iglesia 283. Los laicos han de cumplir su misión en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio 284, pero su misión específica –o sea, la específica participación del laico en la misión de la Iglesia 285– depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía 286. Por eso precisa san Josemaría en una entrevista: espero que llegue un momento en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir, y que todos se den cuenta de que es una expresión clerical 287. Los laicos, añade, no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí 288. Cuando una madre o un padre de familia procuran santificar su hogar, correspondiendo a la gracia divina, edifican la Iglesia porque realizan la misión que les incumbe. Y lo mismo cuando tratan de santificarse y hacer apostolado por medio de su profesión y de sus relaciones sociales. Es así como los laicos despliegan su secularidad: haciendo presente a Cristo en la entraña de las actividades humanas, con la cooperación del sacerdocio ministerial.
A la unión de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" nos hemos referido ya en otro capítulo 289, pero la hemos estudiado sólo en parte, por razones de enfoque que ahora es el momento de completar.
Recordemos sintéticamente que, en la enseñanza de san Josemaría, tener "alma sacerdotal" es asumir conscientemente las implicaciones del sacerdocio de cada uno (el común y, en su caso, el ministerial). Por su parte, la "mentalidad laical" consiste sustancialmente en comprender que las realidades temporales se han de ordenar a Dios de acuerdo con sus leyes y su autonomía propias 290.
En el capítulo 4º tratábamos del "sujeto" de la vida cristiana y por eso nos interesaba ver principalmente que estos dos rasgos, unidos, manifiestan cómo el "sentido de la filiación divina" configura la personalidad de un hijo de Dios que busca la santidad en medio del mundo. Como el fiel laico recibe el sacerdocio común en el Bautismo y está llamado a ejercitarlo en la santificación de las realidades temporales, nos fijábamos ante todo en el "alma sacerdotal" y veíamos la "mentalidad laical" como algo que le es inherente para cumplir esa misión.
Ahora, en cambio, estamos hablando del "camino" de la vida cristiana y, concretamente, de la materia de santificación que son las mismas realidades temporales. Nos preguntamos cómo ha de considerarlas y tratarlas un cristiano que tiene la secularidad como nota propia de su vocación. La respuesta se encuentra de nuevo en estas dos expresiones, pero en el orden inverso: con una "mentalidad laical", que entraña un "alma sacerdotal". Se ha de poner en primer plano la "mentalidad laical" que considera el valor de esas realidades, pero no olvida que se han de ordenar a la santificación y al apostolado, con "alma sacerdotal".
Con palabras de Álvaro del Portillo, la secularidad cristiana en la enseñanza de san Josemaría, "puede considerarse como la unión armónica del alma sacerdotal con la mentalidad laical" 291. Esta afirmación sale al paso de una idea "horizontal" de secularidad, a la que hemos hecho referencia antes, según la cual se trata sólo de una nota ambiental o circunscriptiva. Para san Josemaría, en cambio, implica una relación teológica con las realidades temporales, que existencialmente se traduce en la compenetración de mentalidad laical y alma sacerdotal. El fiel cristiano que tiene la secularidad como característica propia, ha de ejercer las actividades temporales de acuerdo con sus leyes y su autonomía, para santificar el mundo desde dentro. Por eso necesita poseer una mentalidad laical intrínsecamente embebida de alma sacerdotal.
[Las realidades temporales] han de ser llevadas a Dios –y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas–, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo 292.
El punto de partida es que las realidades temporales "han de ser llevadas a Dios". Para esto, por una parte, han de ser tratadas "cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios les ha dado" –sin "maltratar las cosas", dice José Luis Illanes comentando este texto 293–, pero a la vez "sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo". La mentalidad laical lleva a reconocer la autonomía propia de las realidades temporales, pero no olvida que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas 294. Por eso implica el "alma sacerdotal". Una "mentalidad laical" que no la entrañara perdería su dimensión vertical, su orientación a Dios, y sería impropia de un cristiano.
He aquí un texto de san Josemaría que muestra un aspecto en el que se manifiesta la necesidad de esa compenetración:
Con mentalidad plenamente laical, ejercitáis ese espíritu sacerdotal, al ofrecer a Dios el trabajo, el descanso, la alegría y las contrariedades de la jornada, el holocausto de vuestros cuerpos rendidos por el esfuerzo del servicio constante. Todo eso es hostia viva, santa, grata a Dios: ése es vuestro culto racional (Rm 12, 1) 295.
Junto a "las contrariedades" y al cansancio, a veces hondo, que conlleva el buen cumplimiento de los propios deberes, san Josemaría menciona "el descanso" y "la alegría", y señala que en ambos casos la mentalidad laical necesita del alma sacerdotal. También cuando el cristiano experimenta satisfacción por el trabajo o disfruta del descanso, ha de ofrecer todo su ser a Dios, sin separar el aprecio de lo que es propio de la esfera secular, del espíritu sacerdotal que en todo descubre materia para el don de sí.
Tan central es la compenetración de estos dos rasgos en la enseñanza de san Josemaría que los propone remontándose expresamente al momento en que vio por primera vez el mensaje que había de difundir:
Dios Nuestro Señor, el día 2 de octubre de 1928, fiesta de los Santos Ángeles Custodios, suscitó el Opus Dei para que sus miembros –con alma sacerdotal y mentalidad laical– buscaran la santidad, se entregaran al servicio de Dios, y procuraran alcanzar la perfección cristiana en el mundo y ejercer el apostolado, cada uno en su sitio; de tal manera que, permaneciendo en el mismo lugar donde desarrollan sus tareas profesionales, actuaran como fermento sobrenatural 296.
Comprender la pertenencia del "alma sacerdotal" a la "mentalidad laical" es necesario para percibir el alcance de un texto de san Josemaría, muy conocido, en el que se refiere a tres manifestaciones de ésta última. Citemos primero las palabras que lo preceden. Está hablando de que un cristiano sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo 297, y en su actuación profesional, después de procurarse una buena formación y de moldear con libertad sus propios criterios, toma sus decisiones tratando de captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida 298. Pero no se le ocurre decir que está en el mundo para representar a la Iglesia y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas (...). Esto sería clericalismo, catolicismo oficial (...) hacer violencia a la naturaleza de las cosas 299. A continuación encontramos la posición antagónica a ese clericalismo, en el texto al que nos referíamos:
Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones:
a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;
a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables– soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;
y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas 300.
Estas palabras forman parte de la homilía pronunciada el 8 de octubre de 1967 durante la Santa Misa en el campus de la Universidad de Navarra. El trasfondo histórico es la situación cultural y política de la España de entonces, sometida a una racha de clericalismo que, sin ser nuevo en el país, se había recrudecido a la sombra de un Estado confesionalmente católico.
En la realidad española a partir del segundo tercio del siglo XX, el clericalismo se había caracterizado, según Gonzalo Redondo, por "la actividad de los clérigos que, por ser clérigos, consideran misión suya y exclusivamente suya orientar la acción temporal de un Estado que se proclama católico, que asegura que intenta realizar la única política posible, pues es la política de la fe" 301. Servían de longa manus algunos laicos cuya actuación pública era percibida como la "oficialmente católica". De este modo quedaba reducida la libertad de ordenar rectamente las cosas temporales con opciones diversas.
Ante este clericalismo, san Josemaría no propone una teoría política sino un cambio de mentalidad, que trasciende los límites del contexto histórico inmediato y que compendia en la expresión "mentalidad laical". Para transmitir el concepto se vale de las tres manifestaciones mencionadas, que se basan, respectivamente, en la honradez humana, en la condición de cristianos y en la de miembros de la Iglesia. Responden a exigencias de la razón humana, de la fe en Cristo y del amor a la Iglesia.
– La primera manifestación de "mentalidad laical" es la de "ser lo suficientemente honrados para pechar con la propia responsabilidad personal". El fundamento es aquí la razón humana, porque asumir la responsabilidad de las acciones en la vida civil es una exigencia de la ley moral natural 302. Es propio de la "mentalidad laical" reconocer y respetar la ley natural y, en consecuencia, aceptar la responsabilidad personal. En cambio, la mentalidad clerical tiende a forzar el orden natural, como sucede, por ejemplo, cuando se eluden deberes naturales invocando motivos religiosos (no pagar unos impuestos para dar limosna; o reducir el tiempo debido en justicia al propio trabajo para emplearlo en una actividad eclesiástica; etc.).
– La segunda manifestación de "mentalidad laical" es "respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables– soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene". El fundamento es ahora la fe en Jesucristo que, al encarnarse, ha asumido las actividades temporales con su autonomía propia, mostrando que se pueden realizar legítimamente de modos diversos 303. La "mentalidad laical" comprende que el pluralismo en materias opinables forma parte de la sinfonía de la libertad humana que glorifica a Dios; y comprende asimismo que la vida social y política reclama el respeto de la libertad también en cuestiones de suyo no opinables, como es el caso de la libertad social y civil en materia religiosa, dentro de los límites exigidos por la convivencia que el Estado debe tutelar 304. Esta cristiana "mentalidad laical" es diametralmente opuesta a la mentalidad de partido único, en lo político o en lo espiritual. Los que tienen esta mentalidad y pretenden que todos opinen lo mismo que ellos, encuentran difícil creer que otros sean capaces de respetar la libertad de los demás 305. Para san Josemaría la libertad (...) es la clave de esa mentalidad laical 306 que constantemente predica.
– La tercera manifestación es prolongación eclesiológica de la anterior. Consiste en "ser lo suficientemente católicos para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas". El fundamento es aquí el amor a la Iglesia. La mentalidad laical lleva a servir a la Iglesia sin servirse de ella para intereses de parte. Todo lo contrario del clericalismo que, como decía Étienne Gilson, es "la utilización del orden espiritual con vistas a fines temporales, la explotación del orden temporal bajo la capa de la religión" 307.
Como decíamos antes, considerar la compenetración entre "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" es necesario para comprender bien las tres manifestaciones de esta última. Es patente que la segunda y la tercera, al estar fundadas en la fe en Jesucristo y en el amor a la Iglesia, son manifestaciones de una mentalidad laical impregnada de alma sacerdotal: una mentalidad que ve las realidades temporales, con su autonomía propia, como materia de santificación y de apostolado, campo para el ejercicio del sacerdocio común.
También en la primera manifestación de mentalidad laical –la de "ser lo suficientemente honrados..."– está presente el alma sacerdotal, porque san Josemaría se refiere a la "honradez cristiana" que, elevando la meramente humana, compromete a cumplir cabalmente los propios deberes para ofrecérselos a Dios, con alma sacerdotal. La mentalidad laical que lleva a "pechar con la propia responsabilidad personal" está penetrada por el alma sacerdotal.
Puesto que la secularidad pertenece tanto a los laicos como a los sacerdotes seculares, san Josemaría enseña a unos y a otros a fundir en su vida los dos rasgos:
En todo y siempre hemos de tener –tanto los sacerdotes como los seglares– alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical 308.
La vida cristiana de un fiel laico ha de ser sacerdotal porque ha recibido el sacerdocio común; y la de un sacerdote secular (cuya secularidad no difiere sustancialmente de la que es propia del laico, aunque tiene su peculiaridad), ha de caracterizarse por valorar la autonomía de las actividades temporales y la libertad para llevarlas a cabo de diversos modos: lo que se designa con la expresión "mentalidad laical". El término "laical" no es aquí exclusivo de los laicos.
Podemos concluir diciendo que la secularidad, asumida por el fiel laico y por el sacerdote secular como nota teológica propia de su vocación, se manifiesta en una "mentalidad laical" que acepta la responsabilidad de las propias acciones, que estima la libertad cristiana en las cuestiones temporales y que es consecuente con el fin sobrenatural de la Iglesia. Mentalidad laical que está en san Josemaría unida al alma sacerdotal, como la mente al corazón.
La fórmula "ser del mundo sin ser mundanos", inspirada en la antiquísima Carta a Diogneto (siglo II) 309, sirve a san Josemaría para poner de manifiesto otras disposiciones interiores que no han de faltar en quien está llamado a santificarse en medio del mundo.
El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene –no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado– de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica 310.
Esta distinción es una constante en su predicación, aunque las expresiones varían. En el texto anterior discierne entre "estar en el mundo" y "ser del mundo"; otras muchas veces entre "ser del mundo" y "ser mundanos":
Estar en el mundo y ser del mundo no quiere decir ser mundanos. Por eso, se nos pueden aplicar plenamente aquellas palabras de la oración sacerdotal de Jesús Señor Nuestro, que relata San Juan: no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. Ellos no son del mundo, como Yo tampoco soy del mundo (Jn 17, 15-16) 311.
Aunque cambien los términos, el propósito es el mismo. Se trata de salvaguardar el ideal de la santificación en medio del mundo de la corrupción que le amenaza más de cerca: la mundanización de la vida cristiana, la pérdida de la dimensión sobrenatural que da relieve, peso y volumen a las realidades terrenas 312.
"Ser del mundo". José Luis Illanes se refiere a este primer elemento cuando escribe que "el cristiano no está llamado, en cuanto tal cristiano y por principio, a distanciarse del mundo, sino a asumirlo" 313. Esto implica, "por una parte, aprecio por todo lo humano, sintonía con el momento que a cada uno le es dado vivir, dedicación a la propia tarea; y, por otra, conciencia de la cercanía de Dios" 314. En este sentido habla san Josemaría de "amor al mundo": no al mundo como opuesto a Dios, sino como creado, amado y redimido por Él. Este amor al mundo forma parte de la caridad, del amor a Dios, porque no es otra cosa que querer cumplir la Voluntad divina respecto a las actividades temporales. Y esa Voluntad es que el cristiano tienda a la santidad a través de ellas, realizándolas con perfección para liberar a la creación de las consecuencias del pecado y ordenar todas las cosas a la gloria de Dios, construyendo el progreso humano en la historia 315. El amor cristiano al mundo es, pues, afirmación del mundo tal como Dios lo quiere, participación de ese Amor que Él ha demostrado al entregar a su Hijo Unigénito para salvarlo (cfr. Jn 3, 16). Es un amor, en definitiva, que conduce al cristiano a estar metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo 316.
Para san Josemaría se ha de tratar de un amor "apasionado", que moviliza todas las energías de la persona, con la espontaneidad y la fuerza con que se ama aquello que se considera como propio.
¡Sí!, amamos apasionadamente este mundo porque Dios así nos lo ha enseñado: "sic Deus dilexit mundum..." –así Dios amó al mundo; y porque es el lugar de nuestro campo de batalla –una hermosísima guerra de caridad–, para que todos alcancemos la paz que Cristo ha venido a instaurar 317.
Este amor vehemente hacia aquello que Dios ama y que se ha convertido, por la presencia del mal, en campo de batalla –de batalla redentora, de amor–, es para san Josemaría "condición necesaria para santificarse en la realidad cotidiana (...), ya que no se puede santificar lo que no se ama" 318.
"Sin ser mundanos". Quienes han sido llamados por Dios a santificarse en medio del mundo han de amarlo como medio y camino de santificación, no como fin último. Se opone al amor cristiano al mundo el "amor mundano" a las criaturas por encima del Creador (cfr. Rm 1, 25). Un amor que encamina a la ofuscada avidez de bienes materiales, a esa codicia que tuvo su parte en la traición de Judas (cfr. Jn 12, 6). Es el "amor de este mundo" (2Tm 4, 10) que dominó a Demas, colaborador de san Pablo (cfr. Flm 1, 24; Col 4, 14), conduciéndole a abandonar su misión apostólica 319. Es la corrupción del amor al mundo. A ella están especialmente expuestos quienes han de santificarse en él. San Josemaría lo llama a veces "aburguesamiento" 320.
Esa alteración del verdadero amor al mundo puede darse bajo formas diversas. Una es entregarse al noble ideal de promover el progreso de la sociedad sin considerar esa tarea como un medio de santificación: se busca el progreso, pero no se pretende ordenarlo a la gloria de Dios ni se cuenta con la presencia del mal en el mundo. San Josemaría defiende el ideal del progreso humano, implicado en el amor al mundo, pero lo plantea cristianamente:
No debe faltar nunca la ilusión, ni en vuestro trabajo ni en vuestro empeño por construir la ciudad temporal. Aunque, al mismo tiempo, como discípulos de Cristo que han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5, 24), procuréis mantener vivo el sentido del pecado y de la reparación generosa, frente a los falsos optimismos de quienes, enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3, 18), todo lo cifran en el progreso y en las energías humanas 321.
No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (cfr.Hb 13, 14) (...). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas 322.
Resumiendo, el cristiano corriente ha de "ser del mundo", porque su vida se desarrolla, por querer divino, en las actividades temporales que ha de santificar; pero no ha de "ser mundano" porque no ha de dedicarse a esas actividades como si fueran su último fin, ni debe olvidar que necesitan ser purificadas de las consecuencias del pecado. Se trata de verdades decisivas que a veces no se reconocen por un temor, más o menos consciente, a no ser aceptado por los demás o a sufrir aislamiento. No sería recto someterse en todo a la aprobación de los otros, del ambiente circundante. San Josemaría invita a discernir, teniendo presente que oponerse al mal no equivale a distanciarse del mundo. Recordar a un cristiano que su vida no tiene otro sentido que el de obedecer a la voluntad de Dios, no es separarle de los demás hombres 323. "Ser del mundo sin ser mundano" es básico para que un cristiano corriente pueda cumplir su misión.
Vale la pena observar que san Josemaría predica el "amor al mundo", precisamente en una coyuntura histórica de fuerte secularización, que ha creado en la sociedad un ambiente de indiferencia y a veces de hostilidad al espíritu cristiano 324. En ese clima puede parecer que lo mejor para quien busca la santidad sería apartarse del mundo o al menos aislarse de un ambiente enrarecido, abandonando la pretensión de cambiarlo desde dentro. A esta tentación se refería san Josemaría en su predicación, sirviéndose de un ejemplo:
Ahora se habla y se escribe mucho en todos los sitios de ecología. Y se dedican, en los ríos y en los lagos, y en todos los mares, a tomar muestras de agua, a analizarlas... Casi siempre el resultado es que aquello está en malas condiciones: los peces no disponen de un ambiente sano, habitable.
Cuando hemos hablado de barcas y de redes, vosotros y yo nos referíamos siempre a las redes de Cristo, a la barca de Pedro, y a las almas. Por algo dijo el Señor: venid en pos de mí, que yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres (Mt 4, 19). Pues, puede suceder que alguno de esos peces, de esos hombres, viendo lo que está sucediendo en todo el mundo y dentro de la Iglesia de Dios, ante ese mar que parece cubierto de inmundicia, y ante esos ríos que están llenos como de babas repugnantes, donde no encuentran alimento ni oxígeno; si esos peces pensaran –y estamos hablando de unos peces que piensan, porque tienen alma–, podría venirles a la cabeza la decisión de decir: basta, yo doy un salto, y ¡fuera! No vale la pena vivir así. Me voy a refugiar a la orilla, y allí daré unas boqueadas, y respiraré un poquito de oxígeno. ¡Basta!
No, hijos míos; nosotros tenemos que seguir en medio de este mundo podrido; en medio de este mar de aguas turbias; en medio de esos ríos que pasan por las grandes ciudades y por los villorrios, y que no tienen en sus aguas la virtud de fortalecer el cuerpo, de apagar la sed, porque envenenan. Hijos míos, en medio de la calle, en medio del mundo hemos de estar siempre, tratando de crear a nuestro alrededor un remanso de aguas limpias, para que vengan otros peces, y entre todos vayamos ampliando el remanso, purificando el río, devolviendo su calidad a las aguas del mar 325.
Recordemos de nuevo la afirmación de san Juan: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Como el Amor de Dios, también el amor del cristiano al mundo ha de ser un amor redentor, el de quien ha sido enviado al lugar donde se encuentra para prolongar la misión de Cristo: para salvar el mundo, no para mundanizarse.
Entender con profundidad el "amor al mundo" que predica san Josemaría, requiere considerarlo a la luz de los "novísimos" o "postrimerías", las verdades últimas del "más allá": la muerte, el juicio, el infierno y el cielo. De estas realidades se ocupa, dentro de la Teología dogmática, la Escatología 326.
San Josemaría se refiere frecuentemente a su significado para la vida cristiana 327 con un tono positivo y esperanzado, que deriva del sentido de la filiación divina y del amor al mundo que empapa toda su predicación.
Por ejemplo, escribe sobre la muerte:
Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad 328.
Ante los ojos de quien se sabe hijo de Dios, ¿cómo podría infundir temor la perspectiva del encuentro definitivo con un Padre que le ama y le tiene reservada una morada en el Cielo (cfr. Jn 14, 2)?
Junto a la filiación divina, el amor al mundo late siempre en las consideraciones de san Josemaría sobre estas verdades, de modo explícito o implícito, como se ve, por ejemplo, cuando se refiere al juicio preguntando:
¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar? 329
El propósito que desea suscitar con estas palabras no es, desde luego, el de abandonar las realidades temporales o el de subestimarlas, sino el de buscar por medio de ellas la santidad y el cumplimiento de la misión apostólica. Cuando trata de encender el alma con el deseo de que Dios "se ponga contento" en el Juicio, es precisamente para animar a llevar a cabo las obligaciones cotidianas con perfección, por amor: como Él quiere.
a) Los novísimos y el amor al mundo
Para hacerse cargo de cómo ve el papel de la meditación de las postrimerías en la vida espiritual, conviene distinguir dos posibles enfoques del tema. El primero parte de la caducidad del mundo actual y lleva a discurrir más o menos así: puesto que antes o después llega la muerte y se da paso a la vida definitiva, es preciso desprenderse de los bienes terrenos, que son efímeros, para no distraerse de los eternos. El otro enfoque es el de acentuar que la vida presente es camino hacia la eterna; entonces el razonamiento viene a ser: ya que Dios ha encargado al hombre el perfeccionamiento de la creación, la constitución y el progreso de la sociedad, etc., y concede a cada uno un tiempo limitado para llevarlo a cabo, los asuntos terrenos tienen gran importancia y urgencia, porque Dios pedirá cuenta del amor y del cumplimiento efectivo de su Voluntad en esas tareas.
En san Josemaría este último planteamiento predomina netamente. Es "un santo que supo percibir la trascendencia que el buen uso del tiempo reviste para quienes buscan la perfección humana y cristiana a través de sus actividades cotidianas" 330.
Para no extendernos demasiado, nos detendremos solamente en su enseñanza acerca del primero de los novísimos: la muerte.
En apariencia, bastantes de sus reflexiones al respecto no hacen más que reproponer la idea del carácter inexorable de la muerte y la consiguiente precariedad de las realidades temporales 331. Pero si se leen en el contexto de la santificación en medio del mundo, se descubre que sirven también –y sobre todo– para poner de manifiesto el valor de esas realidades como ocasión y medio de santificación y de apostolado. Baste un ejemplo que se refiere precisamente a la esencia de la vida cristiana, la caridad:
El pensamiento de la muerte te ayudará a cultivar la virtud de la caridad, porque quizá ese instante concreto de convivencia es el último en que coincides con éste o con aquél... 332.
El camino terreno del cristiano se presenta en este texto, como en otros muchos, bajo una perspectiva escatológica que coincide con las palabras de la segunda Carta de san Pedro: "Si todas estas cosas se van a destruir de ese modo, ¡cuánto más debéis llevar vosotros una conducta santa y piadosa!" (2P 3, 11). Lo mismo se puede advertir en la Carta de Santiago (cfr. St 4, 13-15). La evocación de la muerte no se emplea para quitar importancia a lo temporal sino para subrayar lo que está en juego en la vida ordinaria. No conduce a un desprecio del mundo sino a la afirmación de su valor, en la línea que trazará después el Vaticano II: "La esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su cumplimiento" 333.
Este enfoque llamó poderosamente la atención cuando, entre 1937 y 1946, comenzó a dirigir, invitado por Obispos de diócesis españolas, numerosas tandas de ejercicios espirituales a grupos de sacerdotes y de laicos. Fue criticado entonces porque, según algunos, predicaba "ejercicios de vida" en lugar de los tradicionales "ejercicios de muerte" donde la meditación sobre los novísimos se orientaba predominantemente a apartar del apego desordenado al mundo. San Josemaría, sin restar importancia a este aspecto ni escamotearlo –buena prueba son los puntos de Camino y Surco a los que hemos remitido 334–, destacaba el valor de los asuntos terrenos como camino de santificación a la luz de las verdades últimas 335. Su manera de enfocar las postrimerías tenía un tono nuevo –inaudito para algunos pocos, fascinador para muchos– y arrastraba hacia la santificación de las actividades cotidianas. En Camino marcaba así la diferencia: A los "otros", la muerte les para y sobrecoge. –A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa 336. "Nos anima y nos impulsa" a cumplir amorosamente la Voluntad divina en las actividades temporales para alcanzar la unión definitiva con Dios tras la muerte.
Esta idea recorre toda la homilía El tesoro del tiempo 337. Nada más anunciar el tema –tengo que hablaros del tiempo, de este tiempo que se marcha– aclara que no voy a repetir la conocida afirmación de que un año más es un año menos. (...) Tampoco quiero detenerme en el punto concreto de la brevedad de la vida, con acentos de nostalgia. A continuación, enuncia su planteamiento: A los cristianos, la fugacidad del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo (...): tempus breve est! (1Co 7, 29) (...). Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno 338.
Con esta perspectiva ofrece una nueva comprensión de la parábola de las vírgenes necias y de las prudentes (cfr. Mt 25, 1 ss.). Estas últimas son las que han aprovechado el tiempo. Discretamente se aprovisionan del aceite necesario, y están listas, cuando les avisan: ¡eh, que es la hora!, mirad que viene el esposo, salidle al encuentro (Mt 25, 6) 339. Las fatuas, en cambio, no supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida (...). Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado 340. De ahí la aplicación a la existencia del cristiano: Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? (...) ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado (...)? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz 341.
El resto de la homilía es un constante volver sobre la idea de que es corto el tiempo para amar a Dios y a los demás en el cumplimiento de los deberes ordinarios propios de cada uno. La actitud del siervo que enterró el talento que le había confiado su señor en lugar de hacerlo rendir y que recibió por esto el calificativo de "siervo malo y perezoso" (Mt 25, 26), le hace exclamar: ¡Qué pena vivir, practicando como ocupación la de matar el tiempo, que es un tesoro de Dios! (...) ¡Qué tristeza no sacar partido, auténtico rendimiento de todas las facultades, pocas o muchas, que Dios concede al hombre para que se dedique a servir a las almas y a la sociedad! 342 Lejos de despreciar las actividades temporales, el pensamiento de la muerte y de la brevedad del tiempo le lleva a exhortar: ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo 343.
Al final de la homilía, la doctrina se hace explícita: Este es el fruto de la oración de hoy: que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra –en todas las circunstancias y en todas las temporadas– es para Dios, de que es un tesoro de gloria, un trasunto celestial; de que es, en nuestras manos, una maravilla que hemos de administrar, con sentido de responsabilidad y de cara a los hombres y a Dios: sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece sólo terrena 344.
Para la santificación de las actividades temporales, la muerte no tiene, sin embargo, solamente ese carácter de límite y de llamada a aprovechar el tiempo creciendo en santidad. Hay también una relación entre la muerte y la misión de santificar el mundo desde dentro. A primera vista la muerte parece contradecir el ideal de "espiritualizar" las realidades terrenas, pues consiste precisamente en la separación del espíritu –el alma humana– de la más inmediata realidad terrena que es el cuerpo. Pero esa separación no es la palabra definitiva. Es el paso, no sólo para el encuentro del alma con Dios, como san Josemaría considera en varios momentos 345, sino para la resurrección gloriosa de la carne. Paso obligado a causa del pecado; pero paso que ha adquirido valor redentor gracias a la Muerte y Resurrección de Jesucristo, causa de nuestra resurrección, de la que tenemos un signo en la Eucaristía que nos anticipa la eternidad 346. Cuando san Josemaría escribe expresivamente: ¿Morir?... ¡Vivir! 347, no está pensando únicamente en el tránsito del alma a la contemplación de Dios cara a cara, sino en la vida plena después de la resurrección de la carne, cuando la persona gozará de Dios con todo su ser, alma y cuerpo. Esa vida definitiva será el cumplimiento acabado de la espiritualización o divinización que ha comenzado en este mundo. Desde la perspectiva de la resurrección de la carne, la muerte se presenta, por tanto, como el paso a una vida que corona la santificación de las realidades del mundo presente 348.
b) Las bienaventuranzas y el amor al mundo
Las bienaventuranzas son esenciales para comprender el recto "amor al mundo" que enseña san Josemaría. No hace falta que citemos el texto completo, basta un esbozo: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (...). Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos..." (Mt 5, 3 ss.). Lo que interesa destacar es que las bienaventuranzas, en su conjunto, revelan un elemento constitutivo de la actitud cristiana ante el mundo: el reconocimiento de que la plena felicidad se encuentra en la unión con Dios, no en el goce de los bienes terrenos.
Más aún, la misma ausencia de esos bienes –a la que se hace referencia con "los pobres", "los que lloran", "los que padecen persecución", etc.– si se acoge para corredimir con Cristo, no impide la felicidad del alma sino que la fortalece con la alegría de la esperanza del Cielo. Carlos Cardona muestra dónde se encuentra la raíz de esta actitud: "El sentido de nuestra filiación divina lleva de inmediato a la más serena y filial confianza en la Providencia de Dios. Todo el Sermón de la Montaña contiene esta enseñanza (...) exhortándonos a no dejarnos aherrojar por la solicitud excesiva por los bienes terrenos" 349.
Esta es la médula de las bienaventuranzas, en contraste con el estilo de vida de quienes pretenden saciar, y dicen que sacian, el deseo de felicidad con esos bienes, sin necesidad de Dios. Pues, aunque es verdad que los bienes de esta tierra proporcionan muchas satisfacciones, la felicidad que brindan es siempre frágil y precaria: no acaban de colmar las aspiraciones de amor eterno que alberga el corazón humano. No cabe duda de que las mismas personas que se dicen felices por disfrutar de esos bienes, probarían una felicidad incomparablemente mayor –ya ahora, aunque todavía no sea plena– si ordenaran su búsqueda y posesión a la unión con Dios y al servicio de los demás. No temerían entonces su pérdida –con un temor que inevitablemente perturba–, ni se sentirían desgraciadas si les faltaran, porque ni las contradicciones, ni el dolor, ni la misma perspectiva de la muerte pueden impedir la felicidad en esta tierra a quien abraza la Cruz de Cristo por amor. Por eso san Josemaría se dolía de que muchas veces, se engaña a las almas. Se les habla de una liberación que no es la de Cristo. Las enseñanzas de Jesús, su Sermón de la Montaña, esas bienaventuranzas que son un poema del amor divino, se ignoran. Sólo se busca una felicidad terrena, que no es posible alcanzar en este mundo 350.
El espíritu de las bienaventuranzas se halla en la predicación de san Josemaría con una tonalidad característica. Considera que la unión con Dios en este mundo, por la gracia, lleva consigo un principio de felicidad, y que este principio es compatible con el dolor, más aún, que planta sus raíces en el sacrificio por amor para corredimir con Cristo 351. Considera también la bondad de las cosas creadas y de su posesión, según la Voluntad divina, es decir, por amor a Dios y para servirle como administradores suyos. Es este amor y no la simple posesión o la carencia de bienes lo que llena el alma. Por eso mismo está cierto de que no hay que buscar la felicidad en los bienes terrenos al margen de la unión con Dios. Así lo reflejan, por ejemplo, las siguientes palabras: Nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo. Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!, Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad aquí y, después, eternamente 352. La felicidad de quien recorre ese camino, es auténtica ahora y luego. El cristiano no es un desdichado en la vida presente que sueña con la felicidad del más allá. San Josemaría lo proclama decididamente con unas palabras ya citadas antes, que vale la pena reiterar: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra 353.
Este es, a nuestro juicio, el marco de comprensión de las bienaventuranzas en san Josemaría. Para él, hablan de la felicidad del Cielo que se incoa en esta tierra. Esa felicidad no deriva de la carencia o del desprecio de los bienes terrenos (como si esta actitud condujera por sí sola al gozo y a la paz del alma), y tampoco deriva de su simple posesión. Los bienes terrenos son verdaderos bienes y es justo buscarlos; pero son fuente de felicidad sólo si se buscan por amor a Dios, para emplearlos para su gloria, como medio de santificación y de apostolado. El cristiano, en definitiva, ha de amar el mundo, tener aprecio a todas las cosas temporales que Dios ha dado al hombre para que le sirva (...), sin tolerar que las cosas temporales –instrumentos de trabajo, para el servicio de Dios– se apeguen al corazón e impidan el progreso espiritual, que tiende a la perfección de la caridad 354.
El teólogo William May, en un artículo certero sobre la enseñanza de san Josemaría, constata sorprendido que "se refiere pocas veces al significado de las bienaventuranzas para la vida cristiana" 355. A nuestro parecer, la observación requiere un matiz. Tiene fundamento sólo si quiere decir que las alusiones explícitas son poco numerosas 356. Su significado, en cambio, está muy presente en san Josemaría, que lo descubre en el ejemplo mismo del Señor. Ya Orígenes observó que "todas las bienaventuranzas anunciadas en el evangelio las ha confirmado Jesús con su ejemplo; ha probado su doctrina con su testimonio. Dice: "Bienaventurados los mansos", y añade algo personal: "aprended de mí que soy manso" (Mt 11, 29). "Bienaventurados los pacíficos": ¿y quién hay más pacífico que mi Señor Jesús, que es nuestra paz, que ha hecho cesar el odio y lo ha destruido en su carne? (cfr. Ef 2, 14-16). "Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia": nadie ha sufrido persecución por causa de la justicia como el Señor Jesús, que ha sido crucificado por nuestros pecados. El Señor muestra, en definitiva, todas las bienaventuranzas realizadas en Él" 357. Esto permite comprender lo que han señalado los estudios patrísticos: que "las citas de las bienaventuranzas sean poco frecuentes en los primeros escritos cristianos" 358, lo que puede entenderse precisamente como un "signo de la vitalidad y claridad del anuncio [de Cristo] en sí mismo" 359. En nuestra opinión, algo semejante vale para san Josemaría: acude al mismo ejemplo de Jesús con mayor frecuencia que a sus palabras en el sermón de la montaña. Todas las [virtudes] que Jesús bendecía en aquel Sermón de la Montaña (cfr.Mt 5, 1-12) –las que hacen verdaderamente felices, santos, beati!–, todas esas virtudes que Jesús nos enseñó con su propia vida, las deseo, para todos mis hijos y para mí 360.
La doctrina, en todo caso, ocupa en las enseñanzas de san Josemaría el lugar capital que le corresponde en la antropología cristiana, pero está aplicada expresamente a la santificación en medio del mundo, como queda claro por lo que escribe poco después de la cita anterior:
Y en este trabajo laical –que es donde la vida de mis hijos se convierte en contemplación, en sacrificio grato a Dios, en apostolado– es donde procuran ejercitar todas las virtudes cristianas.
Es en la montaña, donde mis hijos escuchan aquellas bienaventuranzas, mezclados entre la muchedumbre: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos y humildes, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados... (Mt 5, 3-12) 361.
Como trasfondo de esas palabras hay que tener presente que el pasaje de las bienaventuranzas se ha relacionado tradicionalmente con el ideal de la vocación religiosa 362. San Josemaría lo propone, como señalábamos, a los fieles laicos. Dice que las bienaventuranzas se escuchan "en la montaña... mezclados entre la muchedumbre". Hay que situar estas palabras en el contexto del correspondiente pasaje de san Mateo: "Le seguían grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del otro lado del Jordán. Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte y se sentó..." (Mt 4, 25-5, 1). San Josemaría destaca que sus hijos –en general, los fieles corrientes– escuchan las bienaventuranzas "en la montaña", que es la contemplación en el trabajo ordinario, y la escuchan "mezclados entre la muchedumbre", es decir, junto con la multitud de los cristianos corrientes, sus iguales. Reivindica, pues, la aplicación del pasaje de las bienaventuranzas a los fieles laicos, y lo entiende como una expresión del recto amor al mundo, como una invitación a poner el deseo de felicidad en los verdaderos bienes: la contemplación de Dios en el trabajo y en toda la vida ordinaria.
En el capítulo 4º vimos en qué términos afirma san Josemaría la igualdad radical de varón y mujer como hijos de Dios y partícipes del sacerdocio de Jesucristo. Por otra parte, en el capítulo 5º, se consideraron las diferencias que les hacen complementarios en orden a la formación de la familia humana y a la misión salvífica de la Iglesia, diferencias constitutivas de la personalidad que influyen en el ejercicio de la libertad. Ciertamente la libertad está ligada a la espiritualidad, y el espíritu no es ni masculino ni femenino. Pero el espíritu encarnado –el ser humano–, sí que es varón o mujer: las diferencias entre ambos no son meramente funcionales, sino constitutivas de la personalidad.
Al estar tan familiarizado con el misterio de la unión con Cristo, san Josemaría comprende vivamente que el Hijo de Dios, encarnado como varón, haya unido a su Madre Santa María a la obra de la Redención. Esto le lleva a comprender el sentido positivo de las diferencias entre hombre y mujer en vistas a la misión de santificar el mundo. Dios los ha dotado de igual dignidad, pero cada uno realiza esa misión con su aportación propia.
La igualdad esencial entre el hombre y la mujer exige precisamente que se sepa captar a la vez el papel complementario de uno y otro en la edificación de la Iglesia y en el progreso de la sociedad civil (...). Tanto el hombre como la mujer han de sentirse justamente protagonistas de la historia de la salvación, pero uno y otro de forma complementaria 363.
La claridad con la que san Josemaría percibe esa complementariedad se manifiesta en el origen mismo del Opus Dei. Es conocido que, después de haber recibido la iluminación divina del 2 de octubre de 1928, pensó durante varios meses que no habría mujeres en el Opus Dei 364, pero el 14 de febrero de 1930 comprendió que Dios había dispuesto lo contrario 365. La presencia femenina resultaba "esencial y primordial", explicaba Álvaro del Portillo comentando estos hechos, para llevar el espíritu que Dios le había confiado "a los diferentes ámbitos de la vida humana, y poner al Señor en la cumbre de todas las actividades honradas, en las diversas profesiones, para santificar toda la sociedad y especialmente su célula básica, que es la familia" 366. Sin ellas, decía san Josemaría, la Obra hubiera quedado manca 367.
La visión conjunta de los dos aspectos a que nos hemos referido –igualdad y complementariedad del varón y la mujer– permiten a san Josemaría superar ciertos estereotipos culturales del pasado a la hora de plantearse en qué consiste la contribución específica de la mujer.
Esta diversidad ha de comprenderse no en un sentido patriarcal, sino en toda la hondura que tiene, tan rica de matices y consecuencias, que libera al hombre de la tentación de masculinizar la Iglesia y la sociedad; y a la mujer de entender su misión, en el Pueblo de Dios y en el mundo, como una simple reivindicación de tareas que hasta ahora hizo el hombre solamente, pero que ella puede desempeñar igualmente bien 368.
La armonía original entre varón y mujer, rota por el pecado (cfr. Gn 3, 16-17), ha sido reparada de raíz por la Redención (cfr. Ga 3, 28), pero persisten las consecuencias de la caída que desdibujan la "unidad de los dos" 369 y afectan a todas las realidades humanas en las que repercute esa igualdad y distinción. Se requiere, pues, mucha atención a la hora de determinar qué es lo propio de la condición de varón o de mujer, sobre todo en la vida social y profesional, pero también en el ámbito familiar. Por una parte, siempre habrá condicionamientos culturales que influyan en la percepción de lo específicamente masculino o femenino; pero, por otra, los desarrollos históricos no se pueden tomar como criterio decisivo –las diversas reivindicaciones "feministas", por ejemplo, no pueden rechazarse ni aceptarse en bloque–, ya que la realidad social manifiesta sólo hasta cierto punto la verdadera igualdad y distinción entre mujer y varón, al estar influida, en mayor o menor medida, por las tendencias desordenadas que anidan en el corazón humano 370. Es preciso discernir considerando la igualdad y la distinción tal como las ha querido Dios, no como las ha deformado el pecado.
Las enseñanzas de san Josemaría contienen en este sentido acentos originales que surgen de su comprensión de la llamada a la santidad en medio del mundo y también del realismo de su experiencia sacerdotal 371. En el marco de la común dignidad como personas humanas y de la idéntica filiación divina sobrenatural, sostiene que una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles 372. No ve tampoco ninguna razón para limitar su campo de acción en la Iglesia: pienso que a la mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia –en su legislación, en su vida interna y en su acción apostólica– los mismos derechos y deberes que a los hombres 373."Sabía bien" –comenta Maria Helena Da Guerra Pratas– "que esta posición encontraría resistencia en algunas mentalidades, pero acreditaba que esas resistencias irían cayendo poco a poco (...). Defendió, como pocas personas lo harían en su época, la importante misión de la mujer en todos los ámbitos de la vida civil y eclesial. Pero lo hizo no sólo en teoría, sino sobre todo en la práctica. Abrió panoramas inexplorados de intervención femenina en todas las profesiones y situaciones de la vida social, impulsó y animó a las mujeres del Opus Dei a llevar a cabo aventuras apasionantes de transformación de la vida social y cultural en países de todo el mundo" 374.
Si se empeñó en que se diera a las mujeres acceso a todos los ámbitos de la vida civil y las animó a no retraerse ante los nuevos retos que se presentaran, insistió al mismo tiempo en que no debían perder de vista aquello en lo que consiste su aportación propia, original e insustituible. Su emancipación no debe significar una pretensión de igualdad –de uniformidad– con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar: eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta 375. Al contrario, la verdadera emancipación ha de significar desarrollo de lo que es propio de la personalidad femenina 376. Lo que es tanto como decir posibilidad real de desarrollar plenamente las propias virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que tiene como mujer 377.
Lo específico de su papel, decía,
no viene dado tanto por la tarea o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa función, por los matices que su condición de mujer encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas 378.
Esta sencilla observación es crucial. Lo específico es "el modo femenino" de realizar las tareas comunes con el varón. Volvamos a citar unas palabras en las que describe algunos rasgos típicos de ese modo de hacer:
La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad 379.
En esto consiste su contribución original al bien común y a la santificación de las realidades temporales: una aportación insustituible 380 en todos los ámbitos de la vida social, que se hace particularmente ostensible y decisiva en el ámbito familiar:
Lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer 381.
Al señalar el papel indispensable y específico que a la mujer corresponde en el ámbito de la familia, san Josemaría sostiene que las cualidades femeninas comportan –no sólo por tradición y cultura, sino por aptitud natural para la atención de la persona humana singular– una mayor facilidad para las tareas más esenciales del hogar. No sin fundamento, comenta María Pía Chirinos tratando de la enseñanza de san Josemaría, se puede reconocer en la mujer "una cierta disposición prioritaria para descubrir las necesidades vitales del ser humano, de modo rápido y también más eficaz. De ahí que se le hayan atribuido, como peculiaridades predominantes, el sentido del cuidado, del matiz y del detalle, el respeto al otro, el equilibrio, la atención a lo concreto" 382. Jean de Groot advierte con perspicacia el sentido de estas cualidades en el plan divino, contemplando la figura de Santa María. Parte de que "la orientación de la mujer hacia las personas individuales y su atención al detalle son características naturales" 383; y añade: "Pero en la economía divina, su atención a lo ordinario no equivale simplemente a estar sumergida en una cantidad de pormenores efímeros. Entendiendo el rol de María en la economía divina, vemos que la mujer hace significativa la vida individual; la conecta con el plan divino, haciendo que la historia, personal o colectiva, se llene de sentido" 384. San Josemaría lo percibe con claridad y, consciente del gran potencial de transformación cristiana de la sociedad que encierra la valoración de las cualidades femeninas, impulsa su efectiva expansión en los diversos campos de la vida social, comenzando por la familia.
No nos detenemos ahora en este último punto porque lo volveremos a encontrar al final del capítulo, al hablar de la santificación de la familia. Aquí nos interesaba sólo mencionar que la santificación de las realidades temporales es misión común del varón y de la mujer, pero de modo específico en cada uno; y que, en el caso de la mujer, su aportación es particularmente importante en el ámbito familiar. Resumiendo el pensamiento de san Josemaría sobre esta cuestión, se ha escrito que, "aunque siempre enseñó que todas las profesiones deberían abrirse a la mujer, reconocía, sin embargo, que la dedicación a los quehaceres familiares tiene una enorme repercusión humana y social. Precisamente porque la familia es la célula básica de la sociedad, el trabajo en el hogar es absolutamente decisivo en la edificación de la misma. El trabajo que la mujer realiza en la familia tiene tal trascendencia, que es precisamente el servicio más grande prestado a la humanización de la persona" 385.
Para justificar y acotar el tema de este apartado conviene traer a colación dos pasajes bíblicos que aparecen de modo recurrente en la predicación de san Josemaría. El primero es Gn 1, 27-28: "Creó Dios al hombre a su imagen; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla". El segundo, Gn 2, 15: "El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara". En estos textos se indican dos tareas propias del hombre en este mundo: "llenar la tierra" y "someterla" cultivándola (cfr. Sb 9, 2; 10, 2). Ambas son "participación en el poder creador de Dios", como repite a menudo san Josemaría 386, pero se distinguen por su objeto. El mandato de multiplicarse lleva a reflejar el amor divino en la formación de la familia y de la sociedad; el mandato de dominar la tierra mueve a reflejarlo cooperando con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible mediante el trabajo.
Se trata de actividades interdependientes. En la familia y en la sociedad nacen y se forman los hombres y las mujeres que están llamados a transformar el mundo con su trabajo; a su vez, mediante el trabajo se sostiene la familia y se configura la sociedad. No nos detenemos ahora a detallar las relaciones mutuas, porque se hará en la última parte del capítulo; queremos simplemente distinguirlas para señalar que en este apartado nos ocupamos solamente de una de ellas: el trabajo como medio o camino de santificación.
Este tema tiene un lugar cardinal en la enseñanza de san Josemaría. Lo manifiesta la oración para pedir gracias por su intercesión al describir su mensaje como un "camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano" 387. Habla expresamente de la santificación del trabajo porque, para san Josemaría, constituye el "eje" o el "quicio" de la santificación en medio del mundo. Esto no significa que sea "más importante" que los otros aspectos; denota sólo el reconocimiento de una singularidad del trabajo en el entramado de las actividades temporales con las que el cristiano, correspondiendo a la gracia divina, se santifica en medio del mundo y lo santifica "desde dentro".
"Santificar el trabajo" es la expresión que mejor caracteriza la enseñanza de san Josemaría y la clave para entenderla 388. Junto con la proclamación de la llamada universal a la santidad y al apostolado, es el motivo principal por el que ha sido reconocido como precursor del último Concilio 389 y la razón también por la que se ha visto en su mensaje una "revolución espiritual" 390. Aunque san Josemaría no es el único ni el primero en hablar de santificación del trabajo, como se dirá, su enseñanza es de gran interés para la comprensión teológica de este concepto, trascendental de cara a la santidad de muchos fieles, y para que llegue a ocupar el puesto que merece en la exposición de la doctrina cristiana. Actualmente, el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado en 1992, enseña esta doctrina expresamente, apoyándose en el Concilio Vaticano II: "El trabajo puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo" 391. La afirmación, siendo todavía muy escueta, es ya un signo de la universalidad del mensaje que san Josemaría venía predicando y enseñando a poner en práctica desde tiempo atrás.
Queda así expuesta la razón por la que después de haber hablado de la santificación de las realidades temporales en general, comencemos ahora su estudio particular con la santificación del trabajo. Lógicamente, todo lo que se ha dicho antes sobre las actividades temporales en su conjunto se puede aplicar también al trabajo, que es una de ellas, pero hay también aspectos propios o más directamente relacionados con el trabajo, que se tratarán ahora.
Examinaremos primero el contexto teológico de la enseñanza de san Josemaría, estudiaremos después la noción de trabajo presente en sus obras y pasaremos por último a la exposición de su doctrina sobre la santificación del trabajo.
La santificación del trabajo es un tema reciente en la Teología y particularmente en la Teología espiritual 392. Su progresiva importancia corre pareja al relieve que ha ido alcanzando el trabajo en las sociedades modernas, estructuradas por el entramado de las diversas profesiones, donde la vida de las personas gira, en buena parte, en torno a la actividad laboral. Es cierto que para algunos, quizá para muchos, el trabajo no es más que una fuente de recursos económicos; pero en realidad, se quiera o no, afecta a la persona de modo muy profundo. No es sólo el rendimiento económico lo que cuenta para el que trabaja, como si fuese una máquina de producción de beneficios; cuenta el trabajo mismo, el tipo de actividad, el cómo y el porqué se realiza: su "interioridad" y no sólo el "producto". Unas palabras de Simone Weil (1909-1943) expresan bien la fuerte conciencia que se había alcanzado, contemporáneamente a Josemaría Escrivá de Balaguer, acerca de la necesidad de promover un modo de trabajar en el que la actividad fuera verdaderamente expresión de la persona: "Nuestra época tiene por misión propia, por vocación, la constitución de una civilización fundada en la espiritualidad del trabajo" 393.
Obstáculo para esta misión era entonces la presencia de diversas ideologías, desde el liberalismo radical al marxismo, marcadas por una visión alienante y materialista del trabajo que lo despojaban de su carácter personal y de su trascendencia 394. Pero esa misma época ve también numerosas intervenciones del Magisterio de la Iglesia sobre el trabajo, desde León XIII al Concilio Vaticano II, y algunos desarrollos filosóficos, que ofrecen una visión conforme a la dignidad de la persona humana 395.
No podemos detenernos en estos últimos, ni siquiera en los más importantes entre los de inspiración cristiana, como los de Maritain, Mounier y Blondel entre otros 396, que formaban parte del clima cultural de la época y que sería interesante contrastar con el mensaje de san Josemaría, aunque no nos consta que haya recibido un influjo directo de ninguno de esos autores. Nos hemos de limitar a la cuestión teológica más directamente relacionada con nuestro tema: la aparición y desarrollo de la idea de santificación del trabajo en el siglo XX, precedida de una rápida mirada a las fuentes y a la historia para evidenciar la novedad de los planteamientos que surgen en el siglo pasado.
El aprecio por el trabajo en el cristianismo hunde sus raíces ante todo, como es lógico, en la Sagrada Escritura. Numerosos pasajes ponen de relieve diversos aspectos ontológicos y éticos del trabajo, desde el ya citado Gn 2, 15 donde aparece como vocación originaria del hombre ("El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara"), a los que recogen el ejemplo de san Pablo, que tenía el oficio de fabricante de tiendas (cfr. Hech 18, 3): "Recordad, hermanos, nuestro esfuerzo y nuestra fatiga: trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el Evangelio de Dios" (1Ts 2, 9), y a la fuerte amonestación del mismo apóstol: "Si alguno no quiere trabajar, que no coma" (2Ts 3, 10) 397.
San Josemaría cita estos y otros muchos textos bíblicos en su predicación sobre el trabajo, como se puede ver en las homilías En el taller de José 398 y Trabajo de Dios 399. Pero sobre todo se fija en que Jesús, durante los años de su vida oculta en Nazaret, era conocido como "el artesano" (Mc 6, 3) y "el hijo del artesano" (Mt 13, 55). Le resulta obvio que el sentido de su trabajar no puede haber sido simplemente el de ocupar el tiempo, o el de pasar inadvertido comportándose externamente como uno más de sus conciudadanos hasta que llegase la hora de la vida pública. Ve con claridad que en manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación 400.
Fieles a la enseñanza bíblica, los Padres y escritores cristianos más antiguos, muestran alta estima por el trabajo en todas sus formas. Insisten en el deber de trabajar honestamente, no sólo para sufragar las necesidades personales y de la propia familia, sino también, como observa Charles Munier, para contribuir a la prosperidad de la sociedad 401. No minimizan el carácter penoso del trabajo 402, "pero subrayan fuertemente a la vez su insustituible dignidad y grandeza; con su trabajo el hombre participa de la obra del Creador e imprime así un sello personal en sus realizaciones; en el trabajo acabado toma conciencia de sus cualidades, de su habilidad y de su talento. Clemente Romano [s. II] describe la satisfacción del trabajador que ha terminado bien su trabajo" 403. San Juan Crisóstomo (344-407), uno de los Padres más citados por san Josemaría, se fija en el trabajo de Jesús en Nazaret y lo describe acudiendo a las imágenes tomadas del quehacer cotidiano que emplea en las parábolas: el yugo, el arado, la piedra angular, el sembrador y el segador..., la construcción de una casa, tarea que reclamaba la intervención de un carpintero en sus diversas fases 404. Observa también el ejemplo de san Pablo, que se gana la vida trabajando con sus propias manos (Hch 20, 34) 405. En general, "destaca la dignidad del trabajo, desmantelando cualquier presunto motivo de oprobio, condenando el ocio que hace a los ricos ociosos inferiores a los pobres que trabajan. Arremete contra aquellos cristianos que, con su desprecio por los oficios y las profesiones, evitan "vivir del propio trabajo, como si se tratara de algo torpe y ridículo"" 406.
Sin embargo, a partir de los siglos IV-V, con el auge de la vida monástica orientada hacia una contemplación apartada de los quehaceres del mundo, el trabajo se comienza a ver más y más como mera necesidad para el sostenimiento y como ejercicio ascético 407. Sus dimensiones más sustanciales para la vida cristiana –la de ser campo de crecimiento en las virtudes, de servicio a los demás y de perfeccionamiento del mundo: medio para la unión con Cristo y el cumplimiento de su misión, aspectos que estudiaremos más delante de modo sistemático–, pasan a un segundo plano. Es cierto que el lema "ora et labora", típico de la espiritualidad benedictina, atestigua la estima por el trabajo, pero oración y trabajo se entienden en la vida de los monjes como dos actividades distintas, complementarias, que no se funden ni se pretende fundir: "orar y trabajar" no es "convertir el trabajo en oración", como enseña san Josemaría 408. Por otra parte, el trabajo de los laicos, que es el que principalmente nos interesa aquí, no es una ocupación como la de los monjes, sino una "profesión": un trabajo estable con sus exigencias productivas y sociales, que caracteriza el estatuto del ciudadano en la sociedad civil. La realidad es que se tiende a considerar este trabajo como fuente de preocupaciones "mundanas" que distraen del trato con Dios y dificultan la vida espiritual 409.
La situación permanece sustancialmente invariada durante la Edad Media hasta los albores de la Edad Moderna, cuando Lutero afirma la universalidad del deber de trabajar para obedecer al mandato de Dios. Esta positiva proclamación tiene lugar, sin embargo, en el contexto polémico de su rechazo de la vida monástica orientada a la contemplación, que para él es simple ocio, y de la negación del valor de toda obra humana para la salvación 410. Lutero "adjudica a la actividad mundana del hombre una función propia, pero no inmediatamente relevante para la salvación" 411. Aún habrá que esperar siglos para que comience a formarse un cuerpo de doctrina que propicie el verdadero encuentro del trabajo con la santidad.
Con la llegada de la revolución industrial en la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX, se produce en la realidad del trabajo "un cambio epocal de tales dimensiones que la reflexión teológica sobre el trabajo, anterior a esta revolución, es en cierto modo teología de una realidad diversa respecto a la que es objeto de la teología del trabajo en la época industrial" 412. A partir de entonces, la noción de profesión y de trabajo profesional "incluye dimensiones éticas y sociológicas que sobrepujan con mucho lo que se entendía por "trabajo" en la época premoderna" 413.
Esta nueva realidad, con sus dimensiones personales y sociales, determina el interés de los teólogos por el trabajo en época reciente. Todavía en 1962, Marie-Dominique Chenu, uno de los autores que en los años precedentes al Concilio Vaticano II dedicó más atención al tema, escribía en un diccionario teológico que "constituye verdaderamente una novedad que la palabra trabajo se inserte en un diccionario de conceptos fundamentales de teología: una novedad extraordinariamente significativa tanto en relación con la conciencia cristiana como respecto a la reflexión teológica. Con ello se da entrada en la estructura tradicional de la teología cristiana a los progresos de la visión recientemente alcanzada sobre la posición del hombre en la creación y en la historia" 414. La observación de Chenu es fácilmente comprobable: hasta hace pocos decenios, la teología académica no se había ocupado del trabajo humano de modo específico. "En los años anteriores al Concilio Vaticano II no existía una verdadera teología del trabajo, y había quienes entonces dudaban también de la posibilidad de llevarla a cabo. Existía una reflexión de tipo moral sobre los problemas prácticos de organización del trabajo que acompañaba al magisterio social de la Iglesia, pero aún no se había reflexionado sobre el significado antropológico y la misión del trabajo humano en la historia de la salvación" 415.
Efectivamente, los Romanos Pontífices habían comenzado a dirigir su atención hacia el trabajo a finales del siglo XIX, movidos por los graves conflictos que planteaba la revolución industrial en vastos ámbitos de las sociedades occidentales, y por las ideologías incompatibles con el espíritu cristiano que surgían en ese contexto. Con la encíclica Rerum novarum (15-V-1891), León XIII da inicio a una serie de pronunciamientos magisteriales que proporcionan las bases de la Doctrina social de la Iglesia. Sus consideraciones sobre el trabajo –como también las de Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno (15-V-1931), a las que hacen eco los primeros manuales de Doctrina social 416– salen al encuentro de los problemas sociales de entonces, con sus exigencias de justicia en la organización laboral: los derechos de los obreros, el salario, la propiedad privada, las relaciones trabajo-capital, etc.
Pero todos esos temas, en cierto modo adyacentes al trabajo, reclamaban una consideración más profunda y más personal del trabajo en sí mismo, como actividad humana que tiene por objeto perfeccionar a la creación y al hombre, servir a la familia y a la sociedad; en último término, como actividad en la que el hombre puede unirse a Dios y ayudar a los demás a encontrarle: el trabajo como medio de santificación y apostolado. Un tímido intento, en el campo de la Teología espiritual, es el de Adolphe Tanquerey en su famoso Compendio de Teología ascética y mística, publicado en 1923, donde incluye un breve apartado sobre la "Santificación de las relaciones profesionales" 417. No se trata todavía de la santificación del trabajo sino de las relaciones que conlleva, pero es ya un paso adelante. En los demás autores relevantes del primer cuarto del siglo XX el interés por el trabajo para la vida cristiana no va más allá de la observancia de las normas éticas: la llamada "moral profesional" 418.
La "santificación del trabajo" se encuentra, en cambio, explícitamente en Pío XI, aunque de modo todavía incipiente. Aparece por primera vez en un discurso del 31 de enero de 1927: "El secreto para gozar continuamente del encuentro con Cristo (...) es santificar el trabajo cotidiano, el mismo trabajo que llena todos los días y las horas de su vida, y de este modo suavizarlo. (...) Qui laborat orat, el que trabaja reza, lo cual significa hacer del trabajo una oración (...). Hace falta bien poco para santificarse cuando se trabaja: basta la buena intención que dirija el trabajo a Dios y mantenga unidos a Dios, basta que el alma evite todo lo que ofenda al corazón y a la mirada de Dios al ofender la virtud (...). Basta pensar en lo que ha hecho Nuestro Señor Jesucristo (...). A la predicación, al sufrimiento, a la Pasión, ha dedicado poco tiempo, pocos años, los últimos tres años, los últimos días de su vida. El resto lo ha transcurrido trabajando, dando ejemplo para que todos lo imitasen, haciendo lo mismo que los trabajadores, los obreros hacen todos los días. La vida de Jesús fue semejante a la suya. Y si es así, ¿por qué no nos atrevemos a decir que la vida de trabajo es vida divina, cuando está bien orientada hacia ésta?" 419.
Llama poderosamente la atención el contraste entre la gran importancia de la doctrina contenida en estas palabras y su rango dentro del magisterio del Pontífice. No están tomadas de una encíclica o de otro documento de primera magnitud: proceden de un discurso a un grupo de "jóvenes trabajadoras" miembros de la Acción Católica. El texto no fue publicado literalmente ni siquiera en L'Osservatore Romano; aparece sólo bajo forma de artículo que refiere la enseñanza del Papa. No son pues palabras que el mismo Pontífice haya querido subrayar y no insiste tampoco ulteriormente en ellas, a pesar del potencial que encierran.
Este contraste se explica, en nuestra opinión, porque la "santificación del trabajo" tiene en el magisterio de Pío XI un significado todavía inicial, el mismo, probablemente, que poseía en aquellos años para los miembros de la Acción Católica a los que se dirigía el Pontífice en su discurso. Para ellos, el concepto no era nuevo. Al menos desde 1925, en el seno de la J.O.C. –la Jeunesse Ouvrière Chrétienne fundada por Joseph Cardijn e integrada en la Acción Católica 420–, se hablaba de "santificar el trabajo" convirtiéndolo en oración 421. Es razonable pensar que Pío XI haya empleado en el citado discurso de 1927 a las jóvenes de Acción Católica los términos en el mismo sentido que tenían para sus oyentes.
En este contexto, san Josemaría comienza a predicar sobre la santificación del trabajo. La primera vez que aparece literalmente una expresión de ese género en los apuntes manuscritos que se conservan, es en marzo de 1933, cuando anota: el trabajo santifica 422. Esto no significa que sea la primera mención del tema en absoluto, porque consta que destruyó un cuaderno de anotaciones anteriores a 1930 423, donde bien podrían haberse hallado expresiones del mismo tipo, ya que en varias ocasiones afirma que venía empleando esos términos desde la fundación del Opus Dei. Citemos un solo texto: Desde 1928 mi predicación ha sido que (...) el quicio de la espiritualidad específica del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario 424. En las obras publicadas encontramos el enunciado ya en Camino, editado en 1939: Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo 425.
En todo caso está claro que la locución "santificar el trabajo" se halla, con anterioridad a san Josemaría, al menos en Cardijn y en Pío XI (que la emplea en el mismo sentido que Cardijn). Pero, ¿coincide del todo con el sentido que tiene en la enseñanza de san Josemaría?
A nosotros nos parece que en su predicación hay una novedad conceptual al respecto, que justifica que la santificación del trabajo pase a ser considerada como el "eje" o "quicio" de la santificación en medio del mundo. Para explicar esta novedad conviene recordar que Cardijn y los iniciadores de la J.O.C. en la década de 1920 buscaban contrarrestar el influjo deshumanizador y descristianizador de la ideología marxista sobre el mundo obrero. En este contexto, el sentido de la "santificación del trabajo" tenía dos particularidades que limitaban su alcance, al menos en aquella época 426:
1º) Por una parte, se referían sólo al trabajo manual, quedando el intelectual fuera de su radio de aplicación. Esto, además de implicar una restricción del campo del concepto, afectaba también a su sentido. Como el trabajo manual permite con frecuencia rezar mientras se trabaja, es fácil que se tienda a reducir a esto la santificación del trabajo. De hecho, un buen conocedor del tema como Gérard Philips observaba que quizá haya habido por entonces la preocupación exclusiva "de añadir a la vida profana cierto adorno religioso, así como las almas piadosas intercalan oraciones jaculatorias en medio de su trabajo. Más importante es santificar el trabajo mismo" 427. En todo caso, lo que nos parece indudable es que sólo cuando se incluye la labor intelectual en el horizonte de la santificación del trabajo, se puede evitar de raíz esa reducción de significado. En efecto, puesto que la actividad intelectual no permite ordinariamente rezar con palabras mientras se trabaja (aunque no sean más que palabras interiores), sólo cuando se engloba este tipo de actividad en el ámbito del trabajo se puede llegar a plantear radicalmente la posibilidad de santificar el trabajo en sí mismo, es decir, de convertirlo en oración, sin reducirlo a rezar mientras se trabaja, a pesar del gran valor que entraña esto último. Así sucede en el mensaje de san Josemaría. Enseña que cualquier labor intelectual o manual, hecha con perfección, puede convertirse con la gracia de Dios en verdadera oración contemplativa, y que en esto consiste la esencia de la santificación del trabajo. "Trabajo y oración se unen, y se unen hasta el punto de que desembocan en esa cúspide que es la vida contemplativa" 428.
Para san Josemaría, en efecto, la oración contemplativa puede tener lugar mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio 429: tareas que pueden ser manuales o intelectuales, como indica explícitamente en diversas ocasiones. Escribe, por ejemplo, que su enseñanza se orienta a santificar el trabajo ordinario –la profesión o el oficio– de cada uno, la tarea humana intelectual o manual 430. En otro momento afirma, dirigiéndose a un grupo de intelectuales, que el estudio y la docencia (...) son en nuestro caso medio de santidad personal, de unión con Dios, de vida contemplativa 431.
La cuestión de cómo es posible que un trabajo intelectual que exige toda la atención de la mente, se pueda convertir en oración contemplativa –una oración sin palabras ni imágenes interiores–, la hemos visto en el capítulo primero 432 y volveremos a encontrarla en el apartado 2.3.1.c, del presente capítulo. Ahora nos basta señalar que san Josemaría lo afirma.
2º) Por otra parte hay que considerar que el intento de la J.O.C. en aquellos años estaba centrado en promover, mediante acciones de índole sindical, unas condiciones de trabajo en las fábricas, en los talleres y en las oficinas, que fueran justas y no menoscabaran la identidad cristiana de los obreros. La santificación en el trabajo quedaba como horizonte ideal. Lo que ocupaba el primer plano era la acción sindical, colectiva, para lograr las condiciones laborales que reclamaba la dignidad de los trabajadores. Podemos decir, esquematizando, que se trataba de mejorar las estructuras del trabajo para permitir la santificación del trabajo. Para san Josemaría el orden de ideas es otro. En el primer plano no está la acción colectiva sino la búsqueda personal de la santidad en la tarea profesional: la santificación del trabajo por parte de cada uno. En segundo lugar, como una de sus exigencias, se encuentra el empeño personal y también colectivo –junto con los demás ciudadanos, no sólo cristianos– para configurar las estructuras del trabajo y de la sociedad según el querer de Dios, de modo conforme a la dignidad de la persona y, por tanto, de acuerdo con la ley moral. Como se puede ver, el orden o la prioridad de los intentos es diverso y ese orden afecta a la comprensión de los contenidos.
En definitiva, es evidente la afinidad de la enseñanza de san Josemaría con el discurso de Pío XI en 1927 y con el pensamiento de los iniciadores de la J.O.C., pero los conceptos no son idénticos. Quizá por esto san Josemaría no cita ningún precedente y se limita sencillamente a exponer su mensaje.
El Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación. El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima –olvidada durante siglos por muchos cristianos– de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino 433.
Después de Pío XI, se produce un desarrollo de la doctrina del Magisterio sobre el trabajo 434. A partir del pontificado de Pío XII (1939-1958), que el 1-V-1955 introduce la fiesta litúrgica de san José Obrero llamada enseguida "fiesta del trabajo", y más marcadamente aún con el beato Juan XXIII (1958-1963) y con Pablo VI (1963-1978), la atención no se limita ya a las cuestiones sociales adyacentes al trabajo sino que se dirige derechamente al trabajo mismo y a su papel en el plan divino de la Creación y de la Redención.
Esa evolución de ideas, a la que contribuyen autores como Thils, Congar y Chenu 435 –por mencionar sólo algunos de los más destacados en este campo–, desemboca en el Concilio Vaticano II, de modo particular en la Constitución pastoral Gaudium et spes, con su exposición sintética del trabajo humano en el marco de una antropología cristiana que permite afrontar las cuestiones laborales desde una óptica menos dependiente de los condicionamientos históricos inmediatos. Después de haber hablado de la actividad del hombre en general y de su sentido en el plan divino ("De humana navitate in universo mundo") 436, la Constitución se refiere concretamente al trabajo en el n. 67, con un análisis que supera la perspectiva acostumbrada en los precedentes pronunciamientos magisteriales de Doctrina social. Subraya que "el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, que marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por el trabajo el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con el ofrecimiento de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazaret" 437.
La enseñanza de san Josemaría se halla en profunda sintonía con estas palabras, que trascienden los planteamientos típicos de la primera mitad del siglo XX, llegando hasta la base antropológica. Ve en la doctrina del Concilio una providencial asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia que favorece la propagación del mensaje que viene predicando desde la fundación del Opus Dei:
Las condiciones de la sociedad contemporánea, que valora cada vez más el trabajo, facilitan evidentemente que los hombres de nuestro tiempo puedan comprender este aspecto del mensaje cristiano que el espíritu del Opus Dei ha venido a subrayar. Pero más importante aún es el influjo del Espíritu Santo, que en su acción vivificadora ha querido que nuestro tiempo sea testigo de un gran movimiento de renovación en todo el cristianismo. Leyendo los decretos del Concilio Vaticano II se ve claramente que parte importante de esa renovación ha sido precisamente la revaloración del trabajo ordinario y de la dignidad de la vocación del cristiano que vive y trabaja en el mundo 438.
Años después del Concilio, Juan Pablo II expondrá algunos "elementos para una espiritualidad del trabajo" en el último capítulo de la encíclica Laborem exercens (14-IX-1981), a partir de las bases puestas por el Vaticano II. Una parte de estos "elementos" se encuentran también en la obra de san Josemaría: el trabajo como "participación en la obra creadora de Dios" 439, "el ejemplo elocuente del trabajo de Cristo en Nazaret" 440, "el sentido redentor del trabajo" 441, etc. No nos detenemos a estudiar estas semejanzas. Las mencionamos sólo para señalar que el mensaje de san Josemaría orienta la vida espiritual de los fieles corrientes en la misma dirección que va desarrollando el Magisterio: hacia la santificación del trabajo profesional ordinario.
Su enseñanza sobre la santificación del trabajo tiene, pues, un contexto socio-cultural y un contexto propiamente teológico que vale la pena resumir antes de pasar a la exposición sistemática.
El rasgo distintivo del primero es la importancia que adquiere la cuestión del trabajo en la sociedad y en la cultura del siglo XX, y el influjo de corrientes de pensamiento que propugnan una visión materialista del hombre opuesta a la visión cristiana. En este escenario, san Josemaría no se proponía ofrecer soluciones a los problemas laborales ni intervenir en el debate cultural, pero su mensaje no era ajeno a la situación del momento. Dios había querido iluminarle en esa precisa coyuntura histórica para mostrar el sentido último del trabajo humano como medio de santificación propia y de los demás. En su mensaje –como dirá Álvaro del Portillo recordando la curación del ciego de nacimiento al que Jesús puso barro sobre los ojos (cfr. Jn 9, 6-7)– "el trabajo humano bien terminado se ha hecho colirio, para descubrir a Dios en todas las circunstancias de la vida, en todas las cosas. Y ha ocurrido precisamente en nuestro tiempo, cuando el materialismo se empeña en convertir el trabajo en un barro que ciega a los hombres, y les impide mirar a Dios" 442. La doctrina de la santificación del trabajo venía, pues, como anillo al dedo a la crisis de la época. Pero a la vez, san Josemaría era consciente de que trascendía el ámbito de su tiempo, porque mientras haya hombres sobre la tierra, habrá hombres y mujeres que trabajen, que tengan una determinada profesión u oficio –intelectual o manual–, que estarán llamados a santificar, y a servirse de su labor para santificarse y para llevar a los demás a tratar con sencillez a Dios 443.
En cuanto al contexto teológico, la predicación de san Josemaría llegaba en un momento en el que ya se había comenzado a hablar de santificación del trabajo y el mismo Romano Pontífice había empleado esos términos. La novedad no estaba en las expresiones sino en el contenido. San Josemaría entiende la santificación del trabajo como conversión del mismo trabajo en oración y la presenta como eje de la santificación personal en medio del mundo, elemento clave para la vivificación de la sociedad con el espíritu cristiano.
En la enseñanza de san Josemaría sobre la santificación del trabajo está implicada una idea de "trabajo" que conviene dilucidar, ya que se trata de un término con una larga historia que ha visto posturas diversas y en la que no han faltado equívocos 444.
Comencemos citando un texto-síntesis de su comprensión del trabajo humano:
El trabajo acompaña inevitablemente la vida del hombre sobre la tierra. Con él aparecen el esfuerzo, la fatiga, el cansancio: manifestaciones del dolor y de la lucha que forman parte de nuestra existencia humana actual, y que son signos de la realidad del pecado y de la necesidad de la redención. Pero el trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa.
Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su domino sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.
Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Gn 1, 28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora 445.
En este texto se encuentran los principales elementos de la noción de trabajo y de santificación del trabajo en san Josemaría. Nos servirá de base para la reflexión en los epígrafes sucesivos.
El hombre fue creado por Dios "ut operaretur" (Gn 2, 15), para que trabajara. Su trabajo es una participación en la obra creadora de Dios 446 que tiene un triple sentido: 1º) perfeccionar la creación, 2º) perfeccionarse a sí mismo y 3º) servir a los demás y a la sociedad. Estos tres aspectos, presentes en el texto que tomamos como base, son inseparables entre sí y componen juntos la idea de trabajo en san Josemaría.
No toda actividad humana noble tiene estas características ni es propiamente trabajo. No llamamos trabajo, por ejemplo, a ocupaciones como descansar o comer o leer un periódico para informarse, etc., aunque de algún modo se asemejen al trabajo 447. De acuerdo con el sentir común, san Josemaría llama trabajo a un tipo de actividad que es medio para perfeccionar la creación, perfeccionarse a uno mismo y servir a los demás. A veces añade algún adjetivo: "trabajo noble" o "digno" u "honesto" 448, para especificar que se refiere a una actividad humana moralmente buena por su objeto.
Tomás Melendo, en una obra de reflexión filosófica sobre el trabajo, en la que menciona explícitamente el valor del pensamiento de san Josemaría, lo define como "un conjunto de actividades humanas esforzadas, necesarias con carácter de medio y técnicamente cualificables, por las que los hombres: 1) transforman la naturaleza en beneficio propio, 2) prestan un servicio reconocido a la sociedad, y 3) se perfeccionan en cuanto personas" 449. Se trata sustancialmente de los mismos elementos que hemos individuado (más el de "esfuerzo", tema que consideraremos después).
La primera característica de la actividad humana de trabajar, en cuanto participación en la obra creadora de Dios 450 y testimonio del domino [del hombre] sobre la creación 451, es que ha de tender a perfeccionar el mundo. Cuando el hombre trabaja, ha de imitar a Dios que "ha trabajado" al crear (cfr. Gn 2, 2-3) y ha visto que era bueno lo que había hecho: reflejo de su bondad (cfr. Gn, 1, 10.12.18.25.31). El trabajo del hombre debe ser una colaboración con el Creador en el perfeccionamiento del mundo, que consiste en que refleje más y más su bondad. Ha de trabajar con la mayor perfección posible 452, tratando de cumplir la Voluntad divina: obedeciendo a Dios 453. Además, para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían 454. Sabiéndose hijo de Dios en Cristo, deberá decir, como Jesús: "Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo" (Jn 5, 17). Verá su trabajo como una prolongación de la actividad creadora que tiene, en la presente economía salvífica, un sentido redentor y santificador 455. En este sentido, el trabajo realizado con perfección contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina 456.
La segunda característica es que el trabajo es ocasión de desarrollo de la propia personalidad 457: perfecciona al hombre cuando imita el trabajo de Dios 458. Porque así como Dios ha creado todas las cosas con Sabiduría y Amor 459, análogamente –sin olvidar la infinita desemejanza que comporta aquí la analogía 460– el trabajo del hombre, si es un acto de sabiduría y de amor, perfecciona todas sus facultades mediante las virtudes que radican en ellas: la voluntad, al trabajar por amor identificándose con la Voluntad divina; la inteligencia, al participar de la luz de la Sabiduría divina; y los afectos sensibles, al experimentar la bondad del mundo que Dios le ha confiado para que lo custodie y perfeccione, y al amarlo "apasionadamente". Unas veces logrará acrecentar la perfección objetiva del mundo con su trabajo y otras no –el resultado no está garantizado, después del pecado–, pero siempre puede crecer en perfección personal si trabaja por amor a Dios, aun cuando no consiga las mejoras deseadas. La perfección del mundo está subordinada a la perfección del hombre, no al revés. Para san Josemaría "el trabajo se presenta, ante todo, como el modo en que el hombre, cada hombre, desarrolla sus talentos (...) sin perder de vista su conexión con el mejoramiento del mundo y el servicio a los demás" 461.
Estas últimas palabras mencionan el tercer aspecto de la noción de trabajo en san Josemaría –el servicio a los demás– en conexión con los otros dos. En efecto, el perfeccionamiento del mundo que el hombre ha de procurar con su trabajo consiste en "humanizar el mundo: convertir el mundo en el hogar de los hijos de los hombres" 462, de modo que el hombre, cuando trabaja, lo ha de hacer buscando el bien de los demás, imitando a Dios que ha creado el mundo para el hombre (cfr. Gn 1, 26; 2, 2.8.15). Por otra parte, al perfeccionamiento del hombre mismo por medio de su trabajo se une el servicio a los demás, porque la persona humana no es un individuo aislado y no puede lograr su propia perfección si no es entregándose a los demás, sirviendo con su trabajo al bien de las personas, de la familia y de la sociedad 463. El trabajo, corrobora san Josemaría en el texto citado, es vínculo de unión con los demás, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad y al progreso de toda la Humanidad 464.
Junto a estos tres aspectos, san Josemaría no deja de considerar que, como consecuencia del pecado, el trabajo lleva consigo, de modo más o menos palpable, el esfuerzo y la fatiga (cfr. Gn 3, 18-19). Sin embargo, el trabajo en sí mismo no es un castigo sino una bendición: don de Dios y vocación del hombre 465. Es, por eso, necesario distinguir entre el trabajo en cuanto actividad humana querida por Dios desde la creación, y la fatiga que lo acompaña después del pecado, aunque también se llame "trabajo" a esta fatiga y, en general, a las penalidades, de acuerdo con la etimología del término 466. Desde luego, san Josemaría se distancia decididamente de la visión del trabajo como de una pena de la que hay que librarse.
El trabajo es la vocación inicial del hombre, es una bendición de Dios, y se equivocan lamentablemente quienes lo consideran un castigo. El Señor, el mejor de los padres, colocó al primer hombre en el Paraíso, ut operaretur –para que trabajara 467.
Además, al asumir el Hijo de Dios la naturaleza humana para salvarnos, ha tomado sobre sí la fatiga y el dolor. Los ha convertido en medios para manifestar su obediencia amorosa a la Voluntad del Padre y los ha transformado así en instrumentos de redención. De este modo, en la actual economía salvífica, en la que santificación implica perdón del pecado, la fatiga por el trabajo es también un gran medio para participar en la obra redentora.
Es innegable, comenta Jean-Marie Aubert, que "hasta época reciente muchos autores cristianos sólo hablaban del trabajo en términos pesimistas, cegados por el esfuerzo que llevaba anejo. Toda una corriente del pensamiento cristiano, olvidando el plan divino primitivo, ha absolutizado las consecuencias del pecado sobre el trabajo como si la gracia de Cristo Redentor no fuera capaz de ayudar a superar esos obstáculos; y es un hecho que con excesiva frecuencia se ha visto en el trabajo tan sólo un medio ascético, debido a su aspecto costoso, sin entrever su valor positivo de cooperación en la obra creadora. Mons. Escrivá de Balaguer se alza con fuerza contra semejante presentación pesimista, que rechaza con una frase lapidaria: El trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Sagrada Escritura (Es Cristo que pasa, n. 47)" 468.
Ligada históricamente en parte a la corriente descrita por Aubert, se encuentra la tendencia de restringir el término "trabajo" para designar sólo las faenas manuales "serviles", en cuanto "propias de siervos", impuestas por la necesidad y destinadas exclusivamente a la producción, no a la perfección de la persona que trabaja. Para la cultura griega, esos trabajos eran "la forma ínfima de la actividad humana, no digna de un hombre libre" 469. En cambio, no se consideraban "trabajo" las actividades propias del espíritu, designadas como "liberales" porque se practicaban libremente: sobre todo la filosofía que, para Aristóteles, era la única actividad verdaderamente libre al no buscarse con ella la utilidad sino la contemplación de la verdad o la sabiduría, en la que se encuentra la perfección del hombre 470. Sólo la filosofía, en cuanto contemplación intelectual, no tendría carácter oneroso al no haber distancia de tiempo entre la actividad misma y su término ("uno piensa y ha pensado; conoce y ha conocido" 471), mientras que las demás actividades, especialmente las productivas, implicarían siempre un proceso temporal y serían propiamente "trabajo".
Se ha hecho notar que "cuando el cristianismo irrumpe en el mundo antiguo, esas clasificaciones parecen dejar de tener sentido" 472. Por una parte, "la buena nueva del Reino de Dios y la fraternidad de todos los hombres que en ella se basa, no admiten minusvalorar determinadas tareas. Incluso el trabajo de los esclavos se considera un servicio a Cristo" 473. Pero además, no es propia del pensamiento cristiano (aunque influirá en él) la idea de que los trabajos manuales productivos impiden la contemplación. Si ésta no se concibe de modo intelectualista, como una actividad sólo del intelecto, al modo aristotélico, sino que se entiende como un conocimiento amoroso de Dios "que es Amor" (1Jn 4, 8), o como un amor que conoce –un amor que permite conocer por connaturalidad, sin necesidad de un proceso discursivo, y un conocimiento que enciende ese amor–, no hay motivo para sostener una incompatibilidad entre trabajo –cualquier trabajo– y contemplación.
Rafael Alvira ha sintetizado la cuestión en estos términos: "[La contemplación] tiene el fin en sí. El trabajo nace de la distancia. Si la actividad es ya final, actividad "en el reposo", no hay trabajo. Por eso mismo, el trabajo tiene que ver directamente con el tiempo, pues la distancia, desde el punto de vista de la actividad, no la mide el espacio sino el tiempo" 474. El autor concluye que si en el hombre todo fuera distancia y tiempo, su esencia se reduciría a la de trabajador (como sucede por ejemplo en la concepción marxista). Pero en el cristianismo, el hombre puede participar ya de la eternidad divina por el conocimiento amoroso de Dios, cuya forma más alta es la contemplación.
Estas consideraciones las completa Tomás Alvira explicando que la contemplación cristiana no es sólo una actividad del intelecto como la theoría griega, sino un acto de amor, y puede tener lugar en el acto de trabajar: entonces hay en el trabajo un principio de eternidad, sin dejar de estar sometido a la distancia del tiempo 475.
En cualquier trabajo honesto el hombre puede desarrollar su vocación al amor y, por tanto, su propia perfección por el ejercicio de las virtudes. La dignidad de los trabajos manuales se manifiesta en la espiritualización de las realidades materiales con las que el hombre entra en contacto inmediato sin quedar aprisionado en ellas. El valor de esos trabajos no queda oscurecido por su proximidad a la materia. Sólo una visión gnóstica o maniquea puede despreciar por este motivo tales trabajos 476.
San Josemaría repite que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras 477, porque la categoría del oficio depende del que lo ejercita 478. Para él, todo trabajo –incluido ciertamente el trabajo manual– es testimonio de la dignidad del hombre 479 y ocasión de desarrollo de la propia personalidad 480, en sentido integral, y medio de contribuir a la mejora de la sociedad y al progreso de toda la Humanidad 481.
Cuando san Josemaría habla de santificación del trabajo, se refiere principalmente al "trabajo profesional", expresión que aparece con mucha frecuencia en sus obras 482. La emplea en el sentido corriente del "oficio públicamente conocido" (munus publicum 483), la tarea que un ciudadano ejerce para obtener recursos y servir al bien común, y que representa el factor fundamental por el que la sociedad civil cualifica a los ciudadanos 484. El trabajo profesional requiere ordinariamente una preparación específica –una "formación profesional": unos estudios o un aprendizaje práctico, por lo que a veces se habla de "oficio" 485– y comporta unos deberes y responsabilidades así como unos derechos, entre los cuales se encuentra generalmente el de la justa remuneración.
El trabajo es el vehículo a través del cual el hombre se inserta en la sociedad, el medio por el que se ensambla en el conjunto de las relaciones humanas, el instrumento que le asigna un sitio, un lugar en la convivencia de los hombres. El trabajo profesional y la existencia en el mundo son dos caras de la misma moneda, son dos realidades que se exigen mutuamente, sin que sea posible entender la una al margen de la otra 486.
Trabajos profesionales son, por ejemplo, los de arquitecto, carpintero, periodista, maestro, etc. Para san Josemaría también es verdadero trabajo profesional, con características singulares, el de una madre de familia y, en general, el de la administración o gobierno y gestión de un hogar 487.
No se califican, en cambio, de "profesionales" las tareas efectuadas para cultivar una afición (hobby), o practicar un deporte como diversión o ejercicio físico, o por otros motivos, aunque se trate de actividades útiles para la sociedad y se realicen a veces por cierta necesidad y con esfuerzo, e incluso puedan reportar un beneficio económico.
La distinción entre el trabajo profesional y estas otras actividades puede no ser muy clara en algunos casos (hay aficiones que se cultivan con "sentido profesional"), pero no vamos a entretenernos en precisarla mucho más, para no reducir el alcance de los textos de san Josemaría. Recordemos sólo que, generalmente, "el adjetivo "profesional" añade el matiz de "dedicación de la vida"" 488; y también que no es suficiente que una actividad sea honesta y cueste esfuerzo para que pueda considerarse "profesional"; se requiere además la asunción de unas obligaciones y de unos derechos en el marco de las relaciones laborales entre los ciudadanos.
Al hablar de "trabajo profesional", san Josemaría añade con frecuencia: intelectual o manual 489. En su pensamiento no hay lugar para las clasificaciones, a las que nos hemos referido antes, que reservaban el término "trabajo" –y, por tanto, el "trabajo profesional"– para el "manual", por considerar que sólo éste era "productivo". Tal restricción ha quedado superada en las sociedades modernas por la constatación de que también las tareas intelectuales son productivas y transformadoras de la misma sociedad y de que se trata de actividades que poseen todas las características de un verdadero trabajo. La sociedad, estructurada desde antiguo por la división de oficios manuales públicamente ejercidos (como "profesionales"), ha adquirido en la época moderna una complejidad que hace imprescindibles las profesiones intelectuales para su funcionamiento y desarrollo. Ya lo había señalado Adam Smith en el siglo XVIII 490 y lo destaca Max Weber a inicios del XX 491. Hoy nadie pone en duda que estas tareas son "trabajo profesional" que contribuye al bien común, cada una con su finalidad y sus reglas propias.
Hay dos tipos de actividades que, sin ser "profesionales" en sentido propio, son consideradas tales por san Josemaría: la labor del sacerdote y la actividad –a veces sólo interior– de quien está impedido para trabajar normalmente, ya sea por edad, enfermedad, desempleo involuntario, etc. Su equiparación al trabajo profesional implica un uso análogo del término "profesional". Veámoslo brevemente.
1. Como sabemos, san Josemaría enseña a laicos y sacerdotes un mismo espíritu de santificación en medio del mundo, cuyo eje es el trabajo profesional. Por eso se comprende que en varias ocasiones hable del ministerio sacerdotal como de un trabajo profesional 492. Naturalmente se trata de un trabajo singular, al ser una tarea en sí misma (por su objeto) sagrada, no profana. No obstante, se puede decir que es "trabajo" e incluso "trabajo profesional" en sentido análogo 493.
En cuanto a lo primero, citamos un texto autobiográfico de san Josemaría referido a la celebración de la Misa, cumbre del ministerio sacerdotal, en el que resalta uno de los aspectos característicos del trabajo en la economía de la Redención:
Después de tantos años, aquel sacerdote hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero trabajo: operatio Dei, trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina. A Cristo también le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz 494.
La profunda experiencia de unión con Cristo en el Sacrificio del altar que se percibe en estas palabras, llevó a san Josemaría a afirmar que la Misa es "trabajo": trabajo de Cristo, trabajo del sacerdote que la celebra in persona Christi (y, podríamos añadir, trabajo también de los fieles que participan en ella). Un "trabajo" que da origen a una singular transformación espiritual del mundo, su "consagración a Dios", y que representa un excepcional servicio a los hombres. Esta experiencia confirma de algún modo que el espíritu de santificación del trabajo que venía predicando desde 1928, es apto también para los sacerdotes seculares y no está reservado a los laicos. No hace falta decir que la noción de trabajo se aplica sin dificultad también a los demás aspectos propios del ministerio sacerdotal.
El oficio del sacerdote se puede considerar, además, trabajo "profesional" en cuanto tarea pública que contribuye de modo específico al bien común como servicio integral ofrecido a todas las personas y, en particular, a los fieles en el desempeño de las demás profesiones, para su santificación y la edificación cristiana de la sociedad: el trabajo –por decirlo así– profesional de los sacerdotes es un ministerio divino y público 495. Por otra parte, aunque se trate de una tarea en sí misma santa que, por tanto, no necesita ser santificada, el sacerdote sí que ha de santificarse en su ejercicio. En consecuencia, san Josemaría puede proponer a los sacerdotes seculares el mismo espíritu de santificación en el trabajo profesional que predica para los laicos.
Al calificar de "trabajo profesional" la labor del presbítero, muestra, sin rebajar la dignidad del ministerio sacerdotal, la alta estima que le inspira el adjetivo "profesional". Realizar una tarea de modo "profesional" requiere poner en juego todas las capacidades y llevarla a cabo con perfección, con la máxima seriedad, atención y empeño, con la mentalidad de quien se encuentra ante un deber propio, y no con la actitud superficial del dilettante ni con la rutina del burócrata que se preocupa sólo de observar unas reglas. La profesionalidad no es compatible con limitarse a cumplir una función o a prestar unos servicios mínimos; exige una formación permanente y una apertura continua a la posibilidad de mejorar.
Las cualidades positivas de la "profesionalidad" se pueden aplicar, evidentemente, al desempeño del ministerio sacerdotal. Pero será siempre un uso análogo del término, porque también hay diferencias importantes con los trabajos profanos. Por ejemplo, no está ligado a la remuneración del mismo modo que los otros trabajos, pues aunque es justo que el presbítero reciba estipendio por su ministerio, como recuerda san Pablo (cfr. 1Co 9, 14), no puede negarse a prestar gratuitamente su servicio (cfr. Mt 10, 8; 2Co 11, 7).
En definitiva, cuando hablamos aquí de trabajo "profesional" nos referimos ante todo al de los laicos pero también, por analogía, al de los sacerdotes en el desempeño de su ministerio.
2. Algunas veces san Josemaría llama "trabajo profesional" también a la enfermedad, a la vejez y a otras situaciones de la vida que absorben las energías que se dedicarían a la profesión, si ésta se pudiera ejercer. Declara que la enfermedad y la vejez, cuando llegan, se transforman en labor profesional. Y así no se interrumpe la búsqueda de la santidad, según el espíritu de la Obra, que se apoya, como la puerta en el quicio, en el trabajo profesional 496.
Algo semejante indica a quienes, aun estando capacitados para ejercer una profesión, no tienen un empleo. Debemos procurar –dice san Josemaría–, que no haya nadie sin trabajo; que no haya nadie que no tenga una seguridad, la mínima, hasta que encuentre trabajo 497. Pero quien está en esa situación no ha de permanecer ocioso; tendrá que buscar trabajo, tarea que puede santificar no menos que los demás deberes propios de su estado.
Evidentemente, en todos estos casos habla de trabajo "profesional" por analogía, para enseñar a quien se halla en esas circunstancias que ha de comportarse como ante un trabajo profesional y convertirlas en medio de santificación. Así como el amor a Dios lleva a realizar con perfección los deberes profesionales, también un enfermo puede, por amor a Dios y con sentido apostólico, someterse a las exigencias de un tratamiento médico, o de unos ejercicios, o de una dieta. Igualmente, un jubilado puede procurar aprovechar el tiempo lo mejor posible, con actividades al servicio de los demás. Y una persona sin empleo no es, para san Josemaría, un "desocupado", porque su ocupación debe ser la de conseguir, en la medida de lo posible, un contrato de trabajo, poniendo los medios a su alcance con el empeño, la seriedad, y la constancia típicas de la profesionalidad; y, mientras no consiga lo que pretende, deberá buscar otros trabajos honrados para ganarse el sustento, porque el deber de trabajar es universal: "si alguno no quiere trabajar, que no coma" (2Ts 3, 10). El "no tener un contrato de trabajo" no equivale a "no tener trabajo".
En una palabra, el espíritu de santificación en el trabajo profesional que enseña san Josemaría se puede actuar en situaciones muy diversas. No excluye a los que "no tienen trabajo" ni a los que "no pueden trabajar" por enfermedad o vejez. Llama por analogía "trabajo profesional" a esas situaciones, para enseñar a santificarlas con el mismo espíritu con que se santifica una normal actividad profesional.
Para centrarnos ahora en la exposición de la enseñanza de san Josemaría, volvamos a las últimas frases del texto citado por extenso al inicio del apartado anterior:
Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora 498.
El luminoso sentido primigenio del trabajo, como participación en el poder creador, quedó ensombrecido a causa del pecado. Para el hombre caído, el trabajo se convirtió en ocasión de egoísta afirmación personal, de dominio sobre los demás y, en último término, de oposición a la soberanía de Dios. Pero el Verbo hecho carne lo ha redimido, es decir, lo ha liberado y purificado de esa corrupción al asumirlo Él mismo; y también lo ha convertido en medio para redimir, medio para obedecer a la Voluntad divina reparando la desobediencia del pecado, para glorificar así a Dios y salvar a los hombres. El trabajo se nos presenta así como "realidad redimida y redentora".
También se nos presenta en manos de Jesús como "realidad santificable y santificadora", porque Él lo ha santificado al asumirlo: ha manifestado que es tarea propia de los hijos de Dios, actividad santificable que se puede convertir en diálogo amoroso con Dios; y actividad santificadora: medio para el crecimiento en santidad de uno mismo y de los demás.
El ejemplo de Jesús en Nazaret ilumina el trabajo del cristiano, lo llena de sentido, sobre todo si es consciente de su filiación divina, porque entonces sabe que Cristo vive en él y que su trabajo puede ser "trabajo de Dios". La encarnación del Hijo nos enseña que cualquier trabajo digno y noble en lo humano puede convertirse en un quehacer divino 499: "realidad redimida y redentora", "santificable y santificadora".
"El enlace entre trabajo humano y Encarnación del Verbo no se refiere, por tanto, solamente al plano ejemplar. El cristiano no está llamado a trabajar sólo porque Cristo mismo, verdadero hombre, ha querido trabajar en esta tierra. Esta motivación, aun siendo correcta, resultaría insuficiente. (...) A través del trabajo, el cristiano produce en sí la misma economía salvífica inaugurada por la Encarnación, la del Hijo enviado por el Padre al mundo en una verdadera humanidad, para ligarse así a una creación que Él redime y salva" 500.
Se puede decir que las dos expresiones de san Josemaría –"realidad redimida y redentora" y "realidad santificable y santificadora"– son equivalentes porque al redimir, Jesucristo santifica, pues envía con el Padre al Espíritu Santo que nos hace "santos", hijos adoptivos de Dios, y comienza a recapitular todas las cosas en Él para la gloria del Padre (cfr. Ef 1, 10). Pero también se puede considerar que la primera expresión está incluida en la segunda, en cuanto que la redención se ordena a la santificación, el ejercicio del sacerdocio al crecimiento como hijos de Dios 501. Por eso vamos a tomar aquí la segunda como base para la exposición de su enseñanza en los siguientes apartados.
Que el trabajo es "realidad santificable" significa que la actividad de trabajar se puede convertir en algo santo: se puede "santificar el trabajo", hacer del mismo trabajo humano una obra divina. Y que es "realidad santificadora" significa, en primer lugar, que es posible santificarse en el trabajo, es decir, identificarse con Cristo por medio del trabajo; y en segundo lugar que, a través del trabajo, es posible contribuir a la santificación de los demás y de la sociedad entera. Por esto san Josemaría emplea frecuentemente otra formulación que desglosa la anterior:
Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo 502.
Vuestro trabajo profesional –con todo lo que trae consigo de deberes de estado, de relaciones sociales, de participación en la vida civil– no es solamente el ámbito dentro del que os santificáis, sino que también es –insisto– lo que debéis santificar y un medio específico para conseguir vuestra propia santificación y la de los demás 503.
"Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo". En las páginas que siguen analizaremos estos tres aspectos que un historiador llamó en su día "la fórmula más usada de auto-presentación del Opus Dei" 504, o sea, del mensaje de san Josemaría, añadiendo que "esa tríada (...) es una unidad, que llamaría trinitaria en el sentido de que en ella "no hay mayor ni menor, ni antes ni después", porque los tres procesos de santificación son contemporáneos y de igual importancia" 505; como dice Illanes, son "tres dimensiones de un fenómeno unitario" 506.
No obstante, desde el punto de vista que estamos siguiendo aquí, hay un orden entre ellas. La primera –"santificar el trabajo", la acción de trabajar– es la más básica. De ella derivan las otras dos: que el trabajo sea realidad santificadora para uno mismo –"santificarse en el trabajo"– y que lo sea para los demás –"santificar con el trabajo"–, empapando también la sociedad con espíritu cristiano. Vamos a estudiarlas, pues, en este orden.
¿Qué significa "santificar el trabajo"? La pregunta le fue formulada a san Josemaría en 1967, durante una entrevista publicada después en Conversaciones. Reproducimos la respuesta completa, de la que luego retomaremos algunas frases:
Es difícil explicarlo en pocas palabras, porque en esa expresión están implicados conceptos fundamentales de la misma teología de la Creación. Lo que he enseñado siempre –desde hace cuarenta años– es que todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei.
Al recordar a los cristianos las palabras maravillosas del Génesis –que Dios creó al hombre para que trabajara–, nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. Amamos ese trabajo humano que Él abrazó como condición de vida, cultivó y santificó. Vemos en el trabajo –en la noble fatiga creadora de los hombres– no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres entre sí y a Dios: un medio de perfección, un camino de santidad 507.
San Josemaría inicia su respuesta declarando que "es difícil explicar en pocas palabras" en qué consiste la santificación del trabajo y, a continuación, se limita a delinear los principales elementos, sin el intento de presentar en esta entrevista una síntesis completa de su enseñanza. En otros lugares ofrece diversos desarrollos de su doctrina que es preciso tener en cuenta en un estudio teológico. No bastan "pocas palabras" para exponer este rico concepto.
Aunque trabajar no es una realidad santa en sí misma, es santificable: se puede convertir en algo santo, se puede santificar.
En general, un acto humano santo es un acto de amor a Dios y a los demás por Dios: un acto de caridad sobrenatural. La caridad, en efecto, es una participación de la Caridad infinita, el Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, y por tanto es un tomar parte en la vida de la Santísima Trinidad que es "lo santo" por esencia, la santidad de Dios. El trabajo es santo, por lo tanto, cuando es un acto de amor a Dios. Y un acto de amor sobrenatural es siempre oración, como ya vimos 508, porque es participación en el diálogo amoroso entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Por eso, el trabajo es santo cuando se convierte en oración. Con otras palabras, santificar el trabajo es convertirlo en oración.
Lo que transforma un acto humano, bueno por su objeto moral, en un acto de amor a Dios y por tanto en oración, es la intención con la que se realiza, su orientación al fin último sobrenatural. De ahí la sencillez con la que san Josemaría expresa cómo se hace santa la actividad de trabajar:
Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo 509.
Este texto encierra, según Fernando Ocáriz, "una brevísima y esencial delimitación del concepto de santificación del trabajo, en forma de consejo práctico" 510. Es importante entenderlo bien. "Poner un motivo sobrenatural" no es simplemente "añadir una intención" al trabajo. No estamos ante una moral de intenciones, en la que da igual lo que se haga, siempre que la intención sea buena. El "motivo sobrenatural" del que habla san Josemaría penetra en el trabajo mismo y lo vivifica o renueva en todas sus dimensiones: desde su raíz, hasta el modo de trabajar y a la finalidad del trabajo.
Esto resulta patente cuando se tiene en cuenta que "poner un motivo sobrenatural" quiere decir "realizar el trabajo por amor a Dios" (y a los demás por Dios). Y que "trabajar por amor" es, para san Josemaría, una realidad que incluye tres aspectos, correspondientes a tres sentidos de la preposición "por", que condensa en las siguientes palabras:
El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor 511.
Trabajar "por amor" significa, por tanto, que
– "el trabajo nace del amor": es el sentido eficiente de la preposición "por", el que tiene cuando se dice: "por amor a Dios me puse a trabajar" o "fue el amor a Dios lo que hizo que me pusiera a trabajar";
– "el trabajo manifiesta el amor": es el sentido formal de la preposición "por", el que tiene cuando se dice "por lo bien que has hecho tu trabajo se ve el amor que has puesto" o "por los detalles que has cuidado en el trabajo se manifiesta tu amor";
– "el trabajo se ordena al amor": es el sentido de finalidad que tiene la preposición "por", como cuando se dice: "realicé mi trabajo por conquistar tu amor" o "trabajé por dar gloria a Dios".
Estas tres expresiones reflejan de modo completo lo que es "trabajar por amor" y, por tanto, lo que significa "poner un motivo sobrenatural en el trabajo". Nos dicen en qué consiste, según san Josemaría, convertir la actividad de trabajar en algo santo: "santificar el trabajo". Estudiaremos cada uno de estos aspectos, sin olvidar que sólo se trabaja por amor a Dios cuando se dan los tres a la vez.
a) El trabajo "nace del amor". El deber de trabajar
El trabajo nace del amor cuando es el amor a Dios lo que lleva a trabajar. Así ha de suceder en quien desea santificar su trabajo. Si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar 512. Si no se trabajara, faltaría la materia que la caridad ha de informar. Por eso, la misma caridad impulsa al cristiano a trabajar.
Cumplir esa condición básica y necesaria, equivale a "trabajar todo lo que Dios quiere", ni más ni menos. La actividad de trabajar es objeto de una virtud moral, la laboriosidad, que marca el "justo medio" –la excelencia, que eso es la virtud– entre trabajar poco o nada y trabajar en exceso. Por otra parte, no se trata de trabajar en cualquier cosa sino en lo que se debe: sustancialmente, en la profesión de cada uno. Detengámonos en estos dos puntos.
a.1) Laboriosidad. "Ut iumentum factus sum apud te" (Sal 73, 22)
En relación con el trabajo, san Josemaría destaca dos virtudes humanas –la laboriosidad y la diligencia–, que se confunden en una sola: en el empeño por sacar partido a los talentos que cada uno ha recibido de Dios 513. No es lícito comportarse como el siervo "malo y perezoso" (Mt 25, 26) que enterró su talento. Dios quiere que sus hijos pongan empeño en el trabajo por amor suyo, para que se manifieste en ellos la imagen de Cristo y su vida dé fruto. Y para esto han de desarrollar una laboriosidad diligente, no monótona y tediosa.
El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no sólo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada. Por eso es diligente. El uso normal de esta palabra –diligente– nos evoca ya su origen latino. Diligente viene del verbo diligo, que es amar, apreciar, escoger como fruto de una atención esmerada y cuidadosa 514.
La laboriosidad de la que habla san Josemaría lleva a trabajar "cuantitativamente" todo lo que se debe, pero no sólo a esto. Insta también a trabajar "cualitativamente", con esmero, orden, atención y empeño, que nacen del amor. Advierte, por ejemplo, que a fuerza de descuidar detalles, pueden hacerse compatibles trabajar sin descanso y vivir como un perfecto comodón 515, de modo egoísta. Por eso completa la laboriosidad con la diligencia. Ambas se entrelazan en su enseñanza, de modo que prácticamente "se confunden en una sola virtud". La laboriosidad cristiana es una laboriosidad "diligente", no sólo en el sentido de que lleva a acometer sin retrasos la tarea debida, sino porque lleva a cumplirla con todas las cualidades que el amor exige. En este sentido la laboriosidad es condición de las demás virtudes cristianas en el trabajo.
A la laboriosidad se opone la pereza. La lucha contra esta tendencia o, en su caso, contra este vicio, tiene una importancia singular en la predicación de san Josemaría, hasta el punto de que lo considera como el primer frente en el que hay que luchar 516. Esta afirmación se comprende sin dificultad si se tiene en cuenta que, en su enseñanza, la santificación del trabajo es el eje de la santificación en medio del mundo. La pereza debilita ese eje e incluso puede truncarlo; de ahí la necesidad de presentarle batalla. La doctrina tradicional que ve la pereza como la madre de todos los vicios 517 se enriquece con nuevas razones en el contexto de la santificación del trabajo.
La pereza puede llevar al extremo del ocio, en su acepción de "hábito de no trabajar" o de "perder inútilmente el tiempo". Es un vicio que san Josemaría tiñe de oscuro en la homilía El tesoro del tiempo 518, desenmascarando sus manifestaciones ocultas. Más que en la inactividad estéril, la pereza se esconde con frecuencia en la tardanza en el cumplimiento de los deberes y en el desorden: se aplaza lo que cuesta y se da prioridad a lo que exige menos esfuerzo 519. Por eso insiste san Josemaría: No dejes tu trabajo para mañana 520. Conoce bien la capacidad de la mente humana para inventar excusas con tal de eludir el deber o ceder a la comodidad 521, y le sale al paso recordando que no hemos de trabajar porque tengamos ganas, sino porque Dios lo quiere 522. Hodie, nunc! –¡Hoy, ahora! 523, es un lema que suele utilizar.
Por el extremo opuesto, la laboriosidad se deforma cuando no se ponen los debidos límites al trabajo, exigidos por el necesario descanso o por la atención a la familia y a otras relaciones que se han de cuidar. San Josemaría pone en guardia ante el peligro de una dedicación desmedida al trabajo: la "profesionalitis", como llama a este defecto para dar a entender que se trata de una especie de inflamación patológica de la actividad profesional. Aconseja:
Rechazad la excesiva profesionalitis, es decir, el apegamiento sin medida al propio trabajo profesional, que llega a mudarse en un fetiche, en un fin, dejando de ser un medio 524.
En su predicación sobre la laboriosidad y otras virtudes directamente conectadas con el trabajo, recurre con frecuencia a la tradicional alegoría del asno 525.
¡Ojalá adquieras –las quieres alcanzar– las virtudes del borrico!: humilde, duro para el trabajo y perseverante, ¡tozudo!, fiel, segurísimo en su paso, fuerte y –si tiene buen amo– agradecido y obediente 526.
En particular se refiere al trabajo del "borrico de noria":
¡Bendita perseverancia la del borrico de noria! –Siempre al mismo paso. Siempre las mismas vueltas. –Un día y otro: todos iguales. Sin eso, no habría madurez en los frutos, ni lozanía en el huerto, ni tendría aromas el jardín. Lleva este pensamiento a tu vida interior 527.
El ejemplo del borrico le sirve para encomiar la perseverancia en el trabajo y –más en general– en el cumplimiento de los deberes, en las prácticas de piedad, en el servicio a los demás, en el apostolado... También para elogiar la reciedumbre, la obediencia –el burro, para hacer algo de provecho, ha de dejarse dominar por la voluntad de quien le lleva... 528– y, especialmente, la humildad de quien se sabe instrumento en las manos de Dios y no se atribuye a sí mismo el mérito de las obras que realiza 529. Acude también a esta comparación para recordar la necesidad de poner un coto al trabajo, el deber del descanso: ¿cómo trabajará el burro si no se le da de comer, ni dispone de un tiempo para restaurar las fuerzas...? 530
La metáfora es de origen bíblico. San Josemaría la toma de la oración del salmista, citándola a menudo en el latín de la Vulgata: "ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum; tenuisti manum dexteram meam et in voluntate tua deduxisti me et cum gloria suscepisti me" (Sal 72 [73] 22-24). El significado que descubre ilumina el trabajo profesional, pero desborda sus límites. Desvela una actitud de fondo, propia del cristiano que se sabe hijo de Dios y quiere realizar amorosamente su Voluntad. Citamos un solo texto entre muchos:
¡Ah Jesús! –díselo tú también–: "ut iumentum factus sum apud te!" –me has hecho tu borriquillo; no me dejes, "et ego semper tecum!" –y estaré siempre Contigo. Llévame fuertemente atado con tu gracia: "tenuisti manum dexteram meam..." –me has cogido por el ronzal; "et in voluntate tua deduxisti me..." –y hazme cumplir tu Voluntad. ¡Y así te amaré por los siglos sin fin! –"et cum gloria suscepisti me!" 531
La inspiración bíblica de la metáfora no se reduce a este salmo. San Josemaría contempla también la figura del borrico escogido por el Señor para su ingreso triunfal en Jerusalén (cfr. Mc 11, 2-7), considera que Jesús se contenta con un pobre animal, por trono 532: ¡un borrico fue su trono en Jerusalén! 533 Por eso, comenta Álvaro del Portillo, "nos enseña a trabajar con humildad y perseverancia, para que también nosotros podamos ser trono del Señor" 534, dejándole reinar en el propio corazón para ponerle en la cumbre de las actividades humanas, no obstante las personales miserias 535.
a.2) La vocación profesional como parte de la vocación divina
Acabamos de ver que santificar el trabajo exige ante todo trabajar, y trabajar con medida. Pero ¿en qué?, ¿cuál es el trabajo que ha de santificar cada uno? La respuesta de san Josemaría es: el trabajo profesional y todo trabajo que esté reclamado por el cumplimiento de los propios deberes, sean profesionales, familiares o sociales.
Puesto que Dios "llama" a realizar ese conjunto de tareas, se puede hablar de una "vocación humana" que, para san Josemaría, es parte de la "vocación divina" del cristiano, de su vocación a la santidad:
Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina 536.
La vocación humana –la vocación profesional, familiar y social– no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella 537.
Existencialmente, la vocación humana se manifiesta en el conjunto de factores que configuran la situación real en que cada uno se encuentra, con los deberes correspondientes. Esos factores proceden de circunstancias en parte no elegidas, como el haber nacido en un lugar determinado, en una época y una familia, poseer ciertas cualidades y carecer de otras, etc.; y en parte dependen también de elecciones libres, más o menos condicionadas, como en el caso de quien ha escogido un oficio o unos estudios, ha formado una familia, se ha trasladado a otro país, etc. El resultado de todo esto es una situación concreta en la que el cristiano está llamado a la santidad: no en otra imaginaria, diseñada por el propio capricho 538.
Dentro de la "vocación humana" se encuentra la "vocación profesional", que ahora nos interesa considerar. San Josemaría emplea con frecuencia esta expresión en un sentido que va más allá de la natural inclinación hacia determinadas tareas, ya sea por gusto o por cualidades y preparación. Tal inclinación proporciona sin duda elementos importantes para "elegir una profesión", pero puede suceder que las circunstancias no ofrezcan alternativas o que lleven a cambiar la orientación que se había elegido.
La vocación profesional es algo que se va concretando a lo largo de la vida: no pocas veces el que empezó unos estudios, descubre luego que está mejor dotado para otras tareas, y se dedica a ellas; o acaba especializándose en un campo distinto del que previó al principio; o encuentra, ya en pleno ejercicio de la profesión que eligió, un nuevo trabajo que le permite mejorar la posición social de los suyos, o contribuir más eficazmente al bien de la colectividad; o se ve obligado, por razones de salud, a cambiar de ambiente y de ocupación. El que era médico acaba siendo negociante; el que era obrero, dirigiendo un pequeño taller; el que era campesino, trasladándose a la ciudad y empleándose en una fábrica 539.
La vocación profesional no deja por eso de existir. También esas coyunturas contribuyen a configurarla y forman parte de la vocación divina.
La vocación profesional "real" no orienta siempre hacia la profesión preferida, sino hacia el ejercicio de la que se tiene o se puede tener en un momento determinado: la que realmente hay que santificar. Aun en los casos en que se desee justamente cambiar de trabajo, como puede suceder, no conviene olvidar mientras tanto que Dios llama en cada momento a la santidad en la profesión que de hecho se está desempeñando.
En relación con esto último, conviene tener presente que todos los trabajos honestos son santificables, porque la raíz de su posible santificación está en el amor a Dios, no en el tipo de trabajo.
Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean 540.
No existe trabajo humano honrado –afirmó Juan Pablo II comentando la enseñanza de san Josemaría– que no pueda "transformarse en ámbito y materia de santificación, en terreno de ejercicio de las virtudes y en diálogo de amor" 541. Es esto lo que confiere dignidad al trabajo. No es el tipo de trabajo lo que hace digno al hombre, sino el hombre quien hace digno el trabajo, de modo supremo cuando lo convierte en materia de santificación, cuando se santifica al llevarlo a cabo. La dignidad del trabajo está fundada en el Amor 542, enseña san Josemaría. No tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras 543. "La dignidad del trabajo depende no tanto de lo que se hace, cuanto de quien lo ejecuta" 544.
Esto no significa que para una persona concreta sea indiferente trabajar en una cosa o en otra. Cada uno ha de hacer rendir los talentos que posee, consciente de que los ha recibido de Dios en orden a la santificación propia y de los demás. Es lógico que busque ejercer la profesión en la que pueda dar más fruto humano y sobrenatural, tratando mientras tanto de sacar partido a sus capacidades en las circunstancias en que se encuentra. Lo que no ha de hacer, en caso de que pueda elegir trabajo, es guiarse por el egoísmo bajo forma de comodidad o de lucimiento. Se ha de guiar por criterios humanos nobles, pero tampoco exclusivamente por éstos. Valoradas las aptitudes personales, el criterio de elección para un hijo de Dios debe ser el amor a Dios y a las almas, el servicio que puede prestar a la extensión del Reino de Cristo y, dentro de este ideal, al bien de su familia y al progreso de la sociedad. De la misma manera que el padre de familia, al considerar su trabajo, piensa no sólo en sus aficiones personales, sino en el bien de sus hijos; de esa misma manera –escribe san Josemaría a los miembros del Opus Dei– vosotros no debéis perder de vista el bien del apostolado. No es contrario a vuestra vocación profesional, y es muestra de buen espíritu, si ante diversas posibilidades igualmente libres, escogéis aquella en la que se os presenta ocasión de hacer una tarea espiritual más fecunda 545.
Glosando la afirmación: "la vocación humana es parte de la vocación divina", Illanes observa que "hay entre ambas vocaciones una íntima armonía y la hay precisamente porque la vocación divina, revelando el origen, la fuente y el destino último de todos los seres y de todas las acciones –Dios y su designio salvador–, pone de manifiesto el sentido profundo de la entera realidad, y, por tanto, de la vocación humana. Vocación divina y vocación humana se relacionan, en cierto modo como la forma y la materia, como lo que da sentido último y lo que resulta vivificado" 546.
Para san Josemaría no tiene sentido oponerlas, porque la vocación profesional es parte de la vocación divina en tanto en cuanto es medio para santificarnos y para santificar a los demás 547. Si en algún momento la vocación profesional supone un obstáculo (...), si absorbe de tal modo que dificulta o impide la vida interior o el fiel cumplimiento de los deberes de estado (...), no es parte de la vocación divina, porque ya no es vocación profesional 548.
b) El trabajo "manifiesta el amor". Trabajar con perfección e ilusión
Recordemos que santificar el trabajo es "poner un motivo sobrenatural" en la tarea que se realiza o, lo que es lo mismo, "trabajar por amor a Dios", y que esto significa tres cosas: que el amor debe llevar a trabajar; que el amor se debe manifestar en el trabajo; y que el amor a Dios debe ser el fin al que se ordena. Ya hemos considerado el primer aspecto; ahora hablaremos del segundo: "el trabajo debe manifestar el amor", es decir, el amor se debe transparentar en el modo de trabajar y también, como veremos, en los resultados. Trabajar por amor a Dios, implica llevarlo a cabo con amor, primorosamente 549, efectuar un trabajo acabado con la posible perfección sobrenatural y humana 550.
Aquí se ve claramente que "trabajar por amor" no se reduce a "añadir una buena intención" al trabajo. Porque en realidad, una "buena intención" que no impulsara a trabajar bien (para que la misma tarea manifieste el amor) no sería una intención buena, no sería amor a Dios. Dice san Josemaría: No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas 551. Quien trabaja por amor a Dios, procura hacerlo con la mayor perfección posible. He aquí, en último término, el porqué:
No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él (Lv 22, 20). Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable 552.
Podemos completar ahora unas palabras citadas al comienzo del apartado anterior. El texto era: Si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar 553. La continuación es: ¡y trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural 554.
San Josemaría lo expresa también con estos términos:
Parte esencial de esa obra –la santificación del trabajo ordinario– que Dios nos ha encomendado, es la buena realización del trabajo mismo, la perfección también humana, el buen cumplimiento de todas las obligaciones profesionales y sociales (...) a conciencia, con sentido de responsabilidad, con amor y perseverancia, sin abandonos ni ligerezas 555.
Veamos a través de algunas distinciones qué se entiende por "trabajar bien", con una perfección que manifieste el amor a Dios.
b.1) Perfección moral del trabajo. Moral profesional
Cuando san Josemaría invita a trabajar bien, se refiere ante todo a la perfección moral de la actividad de trabajar; después, en segundo lugar, a la perfección del resultado del trabajo.
Estos dos aspectos no se identifican. Uno puede darse sin el otro. Ya lo hemos dicho: un trabajo bien hecho no es necesariamente un trabajo que sale bien (y viceversa). Tampoco están al mismo nivel. Cuando se dice que "el trabajo manifiesta el amor" se hace referencia a los dos aspectos, pero en distinto plano: el amor se revela principalmente en la perfección del modo de trabajar o de la actividad de trabajar; y secundariamente se puede plasmar en la perfección del trabajo realizado, en el resultado del trabajo. Vamos a fijarnos ahora sólo en el primer aspecto; dejamos el segundo para el apartado siguiente.
En cuanto a la actividad de la persona, un trabajo bien hecho es un trabajo en el que el amor a Dios y a los demás se manifiesta en el ejercicio de las virtudes humanas, que a su vez presuponen, con frecuencia, formación técnica y destreza. San Josemaría recuerda que no basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo 556. La "buena voluntad" no es suficiente para ser un buen médico o una buena ama de casa: para santificar esos trabajos profesionales se requieren conocimientos, habilidades y virtudes morales. Todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres) 557.
Quien domina acabadamente su oficio, será técnicamente un buen profesional –un buen carpintero o un buen pianista, por ejemplo–, pero puede que no sea una "buena persona"; lo que es imposible es que quien trabaja voluntariamente mal sea una "buena persona" en sentido propio y pleno. Si es un mal profesional, si no ha puesto los medios para dominar su oficio y descuida las virtudes morales, no será una "buena persona" "porque la pereza, la desidia y la falta de laboriosidad, la injusticia, etc., son vicios que afectan a la persona en su integridad" 558. Un trabajo culpablemente descuidado porque no se ha puesto el empeño debido en la preparación que era necesaria y en la práctica de las virtudes morales que reclamaba, es un trabajo realizado sin auténtico amor a Dios, ya que el amor pide que se adquieran y pongan en acto los necesarios conocimientos, destrezas y virtudes, y es el amor lo que hace buena a la persona. De ahí la advertencia de san Josemaría:
Suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor 559.
Caridad y virtudes humanas han de ir unidas: el amor a Dios y a los demás debe estimular la práctica de esas virtudes, para desempeñar el trabajo como Dios quiere. Lo vemos reflejado en el siguiente texto:
Realizad pues vuestro trabajo sabiendo que Dios lo contempla: laborem manuum mearum respexit Deus (Gn 31, 42). Ha de ser la nuestra, por tanto, tarea santa y digna de Él: no sólo acabada hasta el detalle, sino llevada a cabo con rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con lealtad, con justicia 560.
Son palabras que invitan a desempeñar el trabajo de cara a Dios, "sabiendo que Dios lo contempla" –es decir, por agradarle, por cumplir su Voluntad: por amor suyo, en definitiva–, y a no olvidar que ese amor a Dios debe poner en juego las virtudes humanas, como las que acaba de mencionar. El amor a Dios impulsa a la adquisición y al ejercicio de hábitos virtuosos en el trabajo, necesarios para realizarlo como Dios quiere, con perfección moral. Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo 561.
Guiar hacia el desarrollo de estas virtudes en el trabajo es, como se sabe, el objeto de la "Moral profesional". A veces se piensa que la "moral profesional" consiste en un conjunto de reglas que limitan la libertad, y no es así. Como escribe Ana Marta González reflexionando sobre las enseñanzas de san Josemaría, "su sentido no es otro que preservar la radicación efectivamente antropológica del trabajo humano, de tal modo que el trabajo no se vea pura y simplemente como una técnica y la persona como un medio más en el proceso de producción. Muy al contrario, preservar el orden de las cosas exige subordinar el trabajo al hombre, y no el hombre al trabajo. Para eso la moral ha de verse, en la práctica, como parte integrante del trabajo profesional. En la práctica, en efecto, el trabajo es siempre el trabajo de una persona. En este sentido, el poder obrar mal de una persona, aunque aparentemente resulte más eficaz desde un punto de vista abstracto y limitado, no puede, en términos absolutos, considerarse un poder verdadero: la realización técnica a costa de la integridad moral es un poder abstracto, que representa la posibilidad desgraciada de que los productos humanos se vuelvan contra el hombre mismo" 562.
Para san Josemaría la moral profesional no es un sistema de reglas que restringen la libertad en el ejercicio de la profesión, sino camino para practicar las virtudes cristianas en el trabajo 563. Constantemente impulsa a vivir todas las virtudes en grado heroico, porque han de estar informadas por un amor sin límites. La caridad impele a ir más allá de la justicia, a servir a los demás, a dar ejemplo de templanza, de fortaleza, de orden, de paciencia..., a sembrar paz y alegría en el propio ambiente. Es a través de los actos de esas virtudes, como se manifiesta el amor de un hijo de Dios en el trabajo.
b.2) Perfección del resultado del trabajo
El cristiano ha de procurar que el amor se manifieste también en el resultado de su trabajo. Evidentemente puede ocurrir que, a pesar de haber actuado con perfección moral, no logre lo que buscaba. Lo que importa para la santificación del trabajo es que el posible resultado defectuoso no se deba a la omisión voluntaria de actos de virtud, a no haber puesto los medios oportunos para llevar a buen término la tarea.
En los casos de inculpable fracaso –que se presentan a menudo– aparece con claridad la diferencia entre quien busca trabajar bien para santificar el trabajo y quien pretende por encima de todo el éxito humano. Para el primero, lo que tiene valor principalmente es la misma actividad de trabajar y, aunque no haya obtenido el resultado deseado, sabe que nada se pierde de lo que ha procurado hacer bien por amor a Dios. Para el segundo todo se malogra cuando no triunfa.
No obstante, la perfección del resultado del trabajo es importante, porque contribuye a perfeccionar la creación y plasma el amor en las realidades de este mundo 564. Ya vimos cómo está presente en san Josemaría la recomendación del Concilio, de "distinguir cuidadosamente entre progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo" 565, sin olvidar a la vez que "el primero interesa en gran medida al reino de Dios" 566. En otros términos, la perfección objetiva del trabajo, aunque no es de por sí signo de amor a Dios, sirve a que este amor se manifieste. Quien trabaja por Dios quiere la perfección del resultado como una prueba de su amor.
Cuando san Josemaría exhorta a trabajar con perfección sobrenatural y humana 567 incluye también la perfección del resultado, e insiste por tanto en poner todos los medios humanos y sobrenaturales 568 para alcanzar eficazmente las metas que cada uno ha de proponerse en la santificación de su trabajo profesional.
Medios sobrenaturales son principalmente la oración y los sacramentos, junto con la formación cristiana: los veremos con detalle en el último capítulo. Ahora es suficiente recordar las palabras de Jesús: "sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Con toda la Tradición, san Josemaría entiende que este "nada" abarca todo lo que el cristiano se pueda proponer, incluidos los efectos naturales del propio obrar y, lógicamente con mayor motivo, los méritos sobrenaturales y los frutos apostólicos de su labor: Sin mí nada podéis hacer, ha dicho el Señor. –Y lo ha dicho, para que tú y yo no nos apuntemos éxitos que son suyos 569. Para que el resultado manifieste que se ha trabajado por amor, el cristiano debe pedirlo a Dios, sin esperarlo sólo de los medios humanos de que dispone.
A la vez, los medios humanos para lograr la perfección del trabajo, son también necesarios y no deben descuidarse por pereza o negligencia, y menos aún por un supuesto "abandono en la Providencia". Para san Josemaría, el "abandono" virtuoso de un hijo de Dios, en este ámbito, consiste en dejar en las manos de su Padre Dios el resultado del trabajo a la vez que pone todos los medios para realizarlo con perfección 570. De ningún modo aprueba el abandono de los medios para alcanzar esos resultados: sería impropio de la vocación a la santificación de las actividades temporales, como puede verse en el siguiente texto de una meditación en la que exhorta a la confianza en la Providencia divina:
Naturalmente, no hace falta recordar que este abandono, esta absoluta confianza en Dios, esta ausencia de preocupaciones, no supone prescindir de los medios naturales convenientes para conseguir el fin propuesto. No; en cualquier empresa, junto a los medios sobrenaturales, resulta imprescindible poner siempre todos los medios humanos honrados que estén a nuestro alcance. Si esos fallan, se buscan otros y se aplican con la misma fe 571.
Entre esos medios humanos necesarios se encuentra la competencia profesional: Al recordaros la necesidad de trabajar, he de recordaros al mismo tiempo la necesidad de trabajar bien. No se trata sólo de llenar las horas, sino de trabajar con competencia técnica y profesional 572. Hace falta idoneidad técnica ("arte"), conocimiento serio del propio trabajo, de sus leyes y características, familiaridad y experiencia práctica: una preparación que mejore continuamente. De lo contrario faltará la base para la práctica de ciertas virtudes humanas, que a su vez son imprescindibles para que el trabajo manifieste el amor.
De ahí la importancia de la "formación profesional" para santificar el trabajo. Lo dejamos para el capítulo 9º, donde hablaremos de la formación cristiana en su conjunto. Baste decir ahora que, en la enseñanza de san Josemaría, la "formación profesional" debe abarcar todos los aspectos mencionados en el párrafo anterior. No consiste sólo en la adquisición de unos conocimientos técnicos, sino también en el desarrollo de las virtudes humanas. Por este motivo, principalmente, también la formación profesional debe durar toda la vida y mejorarse día a día.
El valor de los medios humanos y, a la vez, su radical insuficiencia se percibe en la siguiente advertencia: Poned siempre los medios humanos como si no existieran los sobrenaturales, y –al mismo tiempo– llamad a Dios con todo el corazón, como si no hubiera medios humanos 573. Este consejo, glosa Javier Canosa, "no implica la invitación de recurrir a las ayudas sobrenaturales como último remedio o sólo en situaciones de emergencia cuando, agotados los recursos naturales (que, desde un punto de vista meramente humano, serían los medios normales), no cabe más que dirigirse al cielo. Pero tampoco se trata de pretender que unas intervenciones milagrosas suplan la falta de la debida competencia profesional. Deben ir juntos los medios sobrenaturales y los humanos, (...) no como mutuamente excluyentes, extraños o en tensión, sino en armonía" 574.
Volvamos ahora a la idea de que el trabajo manifiesta el amor primariamente en cuanto acto humano y sólo secundariamente como resultado. San Josemaría considera el caso de quien fracasa a pesar de haber puesto todos los medios, y su reacción es sumamente alentadora a la vez que exigente:
¡Has fracasado! –Nosotros no fracasamos nunca. –Pusiste del todo tu confianza en Dios. –No perdonaste, luego, ningún medio humano. Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo –ahora y en esto– era fracasar. –Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo! 575
Los fracasos humanos no significan necesariamente que no se haya trabajado por amor o que se haya trabajado mal, ni dejan sin valor lo que se ha hecho. Un hijo de Dios ha de verlos como una ocasión de purificar la intención y de participar en la Cruz de Cristo. También entonces su trabajo manifestará el amor. Por todo esto ha de dar gracias a Dios, pero no ha de quedarse inactivo. Dios le pide "comenzar de nuevo". Si los medios humanos que se han puesto fallan, leíamos en un texto citado más arriba, "se buscan otros y se aplican con la misma fe".
b.3) Perfección en el trabajo y "perfeccionismo"
Dios ha creado todo por amor, y sus obras son perfectas: Dei perfecta sunt opera (Dt 32, 4 [Vg]). También el trabajo de un hijo de Dios, participación en la obra creadora 576, ha de ser perfecto en lo que de él depende: debe manifestar el amor.
Ordinariamente, la perfección del trabajo consiste en el cuidado de "cosas pequeñas", de las que ya hemos hablado: detalles de muy diverso tipo que en sí mismos evidencian esa perfección que ha de buscar quien trabaja por amor, aunque quizá pasen inadvertidos a los demás y sólo brillen ante Dios. Precisamente por esto, el cuidado de las cosas pequeñas, a la vez que expresa el amor, lo custodia eficazmente, porque salvaguarda la rectitud de intención.
San Josemaría habla, como sabemos, de ese algo divino que en los detalles se encierra 577: el quid divinum se encuentra en pequeños detalles porque manifiestan el modo divino de obrar: con perfección, por amor. Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios 578. Cuidar esos detalles pequeños o intrascendentes es algo muy propio del modo de trabajar de un hijo de Dios que ama el mundo como su lugar y materia de santificación.
Pero no se ha de confundir el cuidado de las cosas pequeñas por amor a Dios con el "perfeccionismo": buscar la perfección por la perfección. Este defecto muestra falta de rectitud de intención, porque se desea más la autocomplacencia o la aprobación de los demás que el agrado de Dios, y puede revelar también una deformación humana: la pérdida de la visión de conjunto, la falta de prudencia. San Josemaría repite con frecuencia el dicho popular de que "lo mejor es enemigo de lo bueno" 579, para poner en guardia ante el peligro de pretender "lo mejor" a costa de descuidar "lo bueno", como sucede en el caso de quien está tan pendiente de la perfección de su trabajo que no lo termina en el plazo oportuno. El perfeccionismo es un sucedáneo de la perfección. Denota la falta de ese realismo propio de la persona humilde que sabe reconocer las propias limitaciones y confía en Dios.
Hay un justo medio virtuoso entre el "no cuidar los detalles" y el "perfeccionismo". El siguiente texto lo refleja:
Vuestro trabajo ha de ser responsable, perfecto, en la medida en la que la tarea humana pueda ser perfecta: con amor de Dios, pero teniendo en cuenta que lo mejor suele ser enemigo de lo bueno. Haced las cosas bien, sin manías ni obsesiones, pero acabándolas, poniendo siempre la última piedra y cuidando los detalles 580.
Indudablemente, una persona que no actúa por amor a Dios, puede trabajar mucho y trabajar muy bien, pero lo haría mejor aún si le moviera el amor divino, porque entonces descubriría de modo pleno cuánto hay que trabajar y cómo hay que trabajar. El amor a Dios impulsa a excederse gustosamente, y siempre, en el deber y en el sacrificio 581. En unos casos llevará a trabajar más tiempo o con más intensidad o a mejorar la propia preparación profesional; en otros, no pedirá más horas ni mayor competencia técnica, sino delimitar el tiempo dedicado al trabajo y cuidar mejor la calidad humana de la tarea. El amor a Dios permite reparar en detalles que pasan inadvertidos a una mirada superficial y da fuerza para cumplir acabadamente el deber, custodiando, con sacrificio y afán de servicio, esos detalles que otorgan perfección cristiana al desempeño del trabajo y manifiestan a su vez el amor.
b.4) "Ilusión profesional"
La referencia a la "ilusión profesional" es frecuente en las enseñanzas de san Josemaría. Un hombre sin ilusión profesional no me sirve 582, suele comentar, para dar a entender que una persona así no corresponde al ideal de santificar el trabajo que él transmite.
La "ilusión profesional" no es, en efecto, una cualidad accesoria u opcional, dependiente del estado de ánimo, de la satisfacción que proporcione una ocupación o de las perspectivas de futuro. No es algo que puede darse en unos casos sí y en otros no, sino –y esto puede sorprender– es una cualidad que se exige siempre:
No debe faltar nunca ilusión en tu trabajo profesional 583.
Sorprenderá menos si se considera de nuevo que el trabajo de un hijo de Dios debe "manifestar siempre" el amor. Quien trabaja realmente por amor y desea que su trabajo lo manifieste, ha de trabajar "siempre con ilusión", "de buena gana", porque la Voluntad de Dios es que cumpla el deber profesional aun cuando "no tenga ilusión" o "no tenga ganas". Cuando se trabaja por Dios, no hay dificultades que no se puedan superar, ni desalientos que hagan abandonar la tarea, ni fracasos dignos de este nombre, por infructuosos que aparezcan los resultados 584. Es posible que resulte necesario sobreponerse a la inclinación natural en caso de que el trabajo no corresponda a los propios intereses, habilidades o expectativas que se habían depositado. Pero siempre, recuerda san Josemaría, debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre 585.
La "ilusión profesional" que manifiesta el amor a Dios en el trabajo, consiste en una actitud llena de interés, no despegada. Esto es fácil cuando el trabajo interesa y agrada, pero ¿se puede poner el corazón en lo que no gusta? Un hijo de Dios ciertamente puede hacerlo. Quien quiere por encima de todo cumplir la Voluntad divina en el trabajo real que le corresponde, y es consciente del valor de ese trabajo (lo cual no obsta para que, si es posible, busque otro al que esté naturalmente más inclinado), puede lograr que sus afectos contribuyan a la buena realización de su tarea. El amor se manifestará entonces en una actitud positiva, de interés y de empeño, aunque haya una fuerte resistencia interior, una tendencia a la frialdad o a la desgana.
En cambio, quien está desprovisto de ilusión profesional tenderá a retraerse del empeño que reclama la santificación del trabajo, a no "estar en lo que debe hacer" 586, a quejarse interiormente por la tarea que tiene entre manos, a centrarse en sí mismo, a exagerar las dificultades que conlleva el trabajo y a permitir que la imaginación vague hacia tareas que agradan más, y dando entrada a la tristeza ante el presente real y concreto. San Josemaría brinda una consideración general –no limitada al ámbito del trabajo– que ayuda a reaccionar ante estas dificultades.
¡Dios te espera! –Por eso, ahí donde estás, tienes que comprometerte a imitarle, a unirte a Él, con alegría, con amor, con ilusión, aunque se presente la circunstancia –o una situación permanente– de ir a contrapelo 587.
Según Francisca R. Quiroga, que comenta esta enseñanza de san Josemaría, "ser consciente del sentido de la propia actividad genera una actitud afectiva positiva (...) muy distinta de la que deriva de un horizonte mental cerrado por la necesidad, la carencia de significado o la sensación de merma de libertad (...). En cada actividad profesional hay una serie de valores que suscitan distintas instancias afectivas. Es lo que se denomina ilusión profesional. Trabaja con ilusión quien es consciente del valor intrínseco de lo que hace, del servicio que presta (...). El aprecio por el valor de la tarea que se realiza, se expresa afectivamente y redunda en su buena realización (...). Cuando falta o decae la ilusión profesional, el trabajo se hace con desgana, con aburrimiento, con resignación o con irritación y enfado" 588. Con razón se ha hecho notar, prosigue la misma autora, que "la ilusión tiene siempre un supuesto amoroso: quien se ilusiona está animado por un amor" 589. Para san Josemaría está claro que quien trabaja por amor a Dios ha de poner ilusión, y esa ilusión manifiesta el amor 590.
c) El trabajo "se ordena al amor". Trabajo, contemplación y corredención
Llegamos al tercer aspecto de lo que significa "trabajar por amor", tomando ahora la preposición "por" en su sentido final. "Trabajar por amor" es entonces "ordenar el trabajo al amor a Dios": hacer que Dios sea el fin último del trabajo. El siguiente texto lo expresa de modo conciso:
Pongamos al Señor como fin de todos nuestros trabajos, que hemos de hacer non quasi hominibus placentes, sed Deo qui probat corda nostra (1Ts 2, 4); no para agradar a los hombres, sino a Dios que sondea nuestros corazones 591.
Aunque san Josemaría menciona este aspecto en tercer lugar (después de decir que el trabajo nace del amor y que manifiesta el amor), es el que pone en marcha los otros dos, porque no se trata de una finalidad yuxtapuesta al trabajo, sino de la causa final conscientemente asumida que, por su primado en la concatenación de las causas, impulsa a trabajar (causa eficiente) e influye de modo decisivo en la perfección del trabajo (causa formal) 592.
Según se estudió extensamente en la Parte I, san Josemaría describe el fin último de la vida espiritual con tres expresiones que forman un sola aspiración: "dar gloria a Dios", "querer que Cristo reine", "llevar a todos con Pedro a Jesús por María". Empleando este mismo esquema, podemos ver ahora que "ordenar el trabajo al amor" es ordenarlo a la gloria de Dios, para lo cual es necesario que sirva al reinado de Cristo y a la edificación de la Iglesia. Teniendo en cuenta lo que ya se dijo acerca de este triple modo de indicar el fin último de todas nuestras acciones, ahora sólo hemos de aplicarlo concretamente al trabajo profesional.
c.1) Trabajar para dar gloria a Dios: contemplar a Dios en el trabajo
Dios creó al hombre para que fuera intérprete de la manifestación de su gloria, no sólo contemplando la grandeza de sus obras y alabándole por su omnipotencia, sabiduría y amor, sino también participando él mismo de su poder creador para perfeccionar el mundo mediante el trabajo, de modo que reflejase siempre más la gloria divina. En el designio divino, el trabajo del hombre se ordena a la manifestación ulterior de su gloria.
San Josemaría alienta a asumir personalmente este designio: trabajad cara a Dios, sin ambicionar gloria humana. Algunos ven en el trabajo un medio para conquistar honores, o para adquirir poder o riqueza que satisfaga su ambición personal, o para sentir el orgullo de la propia capacidad de obrar 593. Esas actitudes desentonan con la altísima nobleza que le ha conferido el Creador. Con el trabajo, alabamos a Dios 594. Este es el proyecto divino y, para cumplirlo, el trabajo ha de ejercitarse sin que, de nuestra parte, intentemos percibir aplausos y alabanzas para nuestras personas. Deo omnis gloria!, para Dios toda la gloria 595. Cuando el cristiano busca efectivamente dar gloria a Dios, su trabajo se ordena al amor porque se orienta al cumplimiento de la Voluntad divina y le une con Él.
Pero, ¿qué es trabajar para la gloria de Dios? Comenzando por lo más básico, es procurar que el resultado del trabajo contribuya positivamente a ordenar la creación según el querer divino, tratando de orientar su transformación al bien integral de las personas. Trabajar para la gloria de Dios exige cuidar la creación, su equilibrio y su belleza, cultivarla como don de Dios al hombre 596. La visión cristiana integra el cuidado de la naturaleza y su transformación al servicio del hombre por medio del trabajo.
Pero no basta ordenar a Dios el resultado del trabajo. En Betania, el Señor reprochó a Marta el modo de afrontar su tarea. Ella quería indudablemente servirle con su esfuerzo, pero no era suficiente: "Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas, pero una sola cosa es necesaria" (Lc 10, 41-42). Ya vimos que estas palabras no representan una invitación a abandonar el trabajo y que san Josemaría las entiende como una llamada a convertirlo en oración contemplativa 597. Trabajar para la gloria de Dios consiste radicalmente en amarle en el trabajo, cumpliendo ahí su Voluntad; en vivir para Dios en el trabajo, buscando ahí la unión con Él (con todo lo que esto lleva consigo: rectificar la intención, rechazar la vanagloria, etc.); en una palabra, se trata de convertir el propio trabajo en oración.
Para esto es preciso, sin duda, buscar la presencia de Dios en el trabajo, poniendo diversos medios: por ejemplo, ofrecerle la labor al comenzarla y darle gracias al terminarla, aprovechar las pausas y momentos libres para elevar el corazón a Dios y pedirle ayuda, emplear "industrias humanas" 598 que permitan mantener vivo ese trato con el Señor en el trabajo.
Pero eso no es todo. Movido por el Espíritu Santo y poniendo esos medios, el cristiano se dispone para recibir el don de la contemplación en el trabajo. Sólo entonces se puede decir en sentido propio y cabal que la actividad de trabajar es totalmente una participación en el poder creador de Dios. En efecto, así como en el seno de la Santísima Trinidad el Hijo es la Palabra creadora, análogamente la actividad "creadora" del cristiano, hijo de Dios en el Hijo, está llamada a ser un diálogo filial con su Padre Dios y sólo entonces es plenamente "prolongación" de la actividad creadora de Dios.
Todo lo que dijimos en el capítulo 1º acerca de la contemplación, encuentra aquí la aplicación más propia y específica. El cristiano puede glorificar a Dios contemplándole "mientras trabaja", como acabamos de decir, y también "por medio del resultado de su trabajo", porque así como al crear el universo "vio Dios que era bueno" (Gn 1, 10 ss.), análogamente –con la infinita distancia que comporta la analogía– el cristiano, al participar del poder creador mediante su trabajo, puede contemplar a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza sino también en la perfección que adquiere la creación por medio de sus propias obras (cuando efectivamente esto sucede).
Pero además –y este es el punto central– puede contemplar a Dios "en su misma actividad de trabajar", en la misma experiencia de su trabajo, intelectual o manual, si por querer ordenarlo verdaderamente al amor, nace del amor y manifiesta el amor. La "materia" o el "lugar" de la contemplación o, dicho de otro modo, el "tema" del diálogo contemplativo con Dios, no es sólo lo que está fuera del hombre; antes y principalmente es su misma actividad interior.
Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración 599.
Sin apartar la atención de lo que está haciendo, el cristiano puede ser consciente del amor a Dios con que lo realiza. Y ese amor es participación del Espíritu Santo que lo introduce en "las profundidades de Dios" (1Co 2, 10). Al realizar el trabajo con el amor que el Paráclito le infunde, y al ser consciente de ese amor, el cristiano entra en las profundidades de la vida divina, tiene trato con cada una de las Personas divinas y se encuentra –imitando a Jesús en Nazaret– con el corazón puesto en su Padre Dios y en su misión redentora.
Esta contemplación es posible también en los trabajos que exigen todas las energías de la mente, como el estudio o la investigación científica. Más aún, es la contemplación lo que da pleno sentido a esos trabajos. En una ocasión, al contestar a una persona que preguntaba si es obstáculo para la vida contemplativa dedicarse a quehaceres que absorben toda la atención, san Josemaría respondió: Te dejarás absorber por la actividad sólo para divinizarla 600.
Los años de Nazaret –años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente 601– proclaman silenciosamente que la tarea profesional no es obstáculo para "orar sin interrupción" (1Ts 5, 17; cfr. Lc 18, 1). Al contrario, es ocasión y medio para un intenso trato filial con la Santísima Trinidad presente en el alma en gracia.
A otras almas, con vocación diversa, les facilita la contemplación el abandono del mundo –el contemptus mundi– y el silencio de la celda o del desierto. A nosotros, hijos míos, el Señor nos pide sólo el silencio interior –acallar las voces del egoísmo del hombre viejo–, no el silencio del mundo: porque el mundo no puede ni debe callar para nosotros 602.
Nuestra celda es la calle 603, repite con frecuencia san Josemaría. Y añade, incluyendo toda clase de trabajos, también los intelectuales:
Por eso, en la calle –en la oficina, en el estudio, en la cátedra, en el laboratorio, en la fábrica, en las labores del campo...– debemos vivir constantemente nuestra unión con Dios 604.
Por este camino llega un momento en el que
es imposible establecer una diferencia entre trabajo y contemplación: no se puede decir hasta aquí se reza, y hasta aquí se trabaja. Se continúa siempre rezando, contemplando en la presencia de Dios. Siendo hombres de acción en apariencia, vamos a parar a donde fueron a parar los místicos más altos: volé tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance, hasta el corazón de Dios 605.
Contemplo porque trabajo; y trabajo porque contemplo 606, afirma san Josemaría. El trabajo le llevaba a contemplar a Dios, y la contemplación le impulsaba a trabajar. Aquí se ve esa concatenación de las causas a la que nos referíamos al inicio de este apartado c). Lo uno alimenta lo otro, y el movimiento que se genera no permanece en el mismo plano sino que se eleva como en una espiral hacia la unión con Dios, con el deseo de llegar a verle cara a cara. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán 607.
c.2) Trabajar para que Cristo reine. Poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas
Para dirigir el trabajo a la gloria de Dios es necesario orientarlo al reinado de Cristo: procurar que Jesucristo reine en uno mismo y en el mundo, por medio del trabajo profesional.
La unión entre gloria de Dios y reino de Cristo es muy fuerte en la enseñanza de san Josemaría, sobre todo a partir del momento en que Dios le hizo comprender en un sentido nuevo las palabras " et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32 [Vg]) 608. Mientras celebraba la Santa Misa el 7 de agosto de 1931, fiesta entonces de la Transfiguración del Señor, en la diócesis de Madrid, precisamente en el momento de elevar la Sagrada Hostia, entendió que Cristo quería ser alzado por los hijos de Dios en la cumbre y en la entraña 609 de todas las actividades humanas, de todos los trabajos profesionales, y que entonces Él atraería todo hacia sí y su reinado se dilataría en la historia.
Para captar el pensamiento de san Josemaría en este punto, son fundamentales otras palabras con las que inicia un documento de 1934: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32) 610. Conviene recordar que al texto de Jn 12, 32 –"Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré todo hacia mí"– el evangelista añade la explicación: "Decía esto señalando de qué muerte iba a morir" (Jn 12, 33). Esto parece contrastar con el sentido nuevo 611 que san Josemaría descubre en este pasaje: que el Señor quería ser alzado "no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas". Él mismo advertía el contraste. Recordaba que el Señor le había referido: no es en el sentido en que lo dice la Escritura; te lo digo en el sentido de que me pongáis en lo alto de todas las actividades humanas; que, en todos los lugares del mundo, haya cristianos con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos 612. Naturalmente, que no sea "en el sentido en que lo dice la Escritura" no puede significar que este "nuevo sentido" sea ajeno a ella: otros textos de san Josemaría no sólo lo excluyen, sino que muestran que veía el "sentido nuevo" como sentido pleno 613 de ese pasaje. Simplemente quiere decir que no se reducía al sentido en que hasta entonces había sido entendido, aunque lo incluía.
Entonces, ¿cuál es este "nuevo" sentido?, ¿qué significa poner a Cristo "en la cumbre" o "en la gloria" –de momento tomamos estas expresiones como equivalentes– de todas las actividades humanas? Álvaro del Portillo lo explicaba así: "La luz nueva que nuestro Padre vio en ese anuncio del Señor, fue: hemos de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas honestas, trabajando en medio del mundo, en la calle –somos gentes de la calle– para corredimir con Jesús, para reconciliar las cosas del mundo con Dios, para que el Señor atraiga a sí todo. ¿Y cómo pondremos a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas? Haciendo nuestro trabajo ordinario –cada uno el suyo– lo mejor que podamos, incluso humanamente, por amor de Dios" 614.
Esta sencilla explicación encierra un sentido profundo, que trataremos de exponer en dos pasos.
1º) La "cumbre" y la "gloria" son las personas, no las cosas. Podría parecer que un cristiano pone a Cristo "en la cumbre" ("en lo alto", "en la cima") de su trabajo, cuando al realizarlo por amor a Dios, logra un resultado brillante, que los demás admiran, como sugieren los términos "cumbre", "cima", "alto". Sin embargo la "cumbre" en la que el Señor quiere ser alzado no son las cosas, las realidades terrenas. Estas han sido creadas para el hombre. Por eso san Josemaría habla de poner a Cristo "en lo alto de las actividades terrenas". La cima son las actividades de las personas y, en definitiva, los corazones de los que surgen esas actividades.
San Josemaría habla también de poner a Cristo "en la gloria" de las actividades humanas. Si se tiene en cuenta cómo usa el término "gloria", se puede hacer una consideración a la que no dan pie tan claramente los otros términos ("cumbre", "cima", "alto"). El cristiano que está en gracia de Dios, que es hijo adoptivo de Dios, vive en esta tierra una incoación de la gloria: como una primicia de la vida sobrenatural del Señor glorioso, por la acción del Espíritu Santo que le ha sido enviado. Es ipse Christus, pero también ha de serlo cada vez más, correspondiendo libremente a la acción del Paráclito que le mueve a realizar su trabajo y todas sus actividades con la mayor perfección posible, por amor. Cuando lo hace así, se identifica más con Cristo, pone al Señor "en la gloria" de las actividades humanas y Él atrae todo hacia sí. De nuevo hay que decir que, por muy importante que sea procurar que el resultado de las actividades refleje por su perfección, de algún modo, la gloria de Dios, quien le glorifica es el hombre que vive vida sobrenatural. Tampoco es necesario que el hombre mismo brille por su actividad o que triunfe humanamente. Si esto sucede, tendrá que ordenar también esos bienes humanos al reinado de Cristo, pero no es lo esencial.
[Si el cristiano] acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte– la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio 615.
Recuérdese que san Josemaría entendió el "nuevo sentido" de Jn 12, 32 precisamente en la fiesta de la Transfiguración del Señor, día en el que se celebra la manifestación de la gloria de la Divinidad en su Humanidad, por unos momentos. Su gloria había permanecido escondida de modo particular durante los años de su vida en Nazaret, donde realizó con perfección un trabajo corriente. Esto ayuda a comprender que los hijos de Dios están llamados a vivir un inicio de la vida gloriosa de Cristo en la existencia ordinaria, de modo análogo a como Él ha vivido en la historia 616, y que poner al Señor en la cima de su trabajo no significa necesariamente sobresalir ante los hombres.
Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo. Nos lo confirma San Pablo: quæ sursum sunt quærite; buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya –a lo que es mundano, por el Bautismo–, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3, 1-3) 617.
Al actuar así en la normalidad de lo cotidiano, el cristiano está poniendo al Señor en la cumbre y en la gloria de las actividades humanas. Y es así como Él atrae todo hacia sí, por la acción del Espíritu Santo, para la gloria del Padre.
2º) Alzar a Cristo en la gloria de las actividades humanas es participar en el triunfo de la Cruz. La incoación de la vida gloriosa de Cristo en el cristiano es compatible con la fatiga, el dolor y la misma muerte; más aún, permite que estas consecuencias del pecado adquieran sentido corredentor. Cristo Jesús las ha asumido para reparar con su obediencia la desobediencia del pecado. El cristiano ha de vivir también en su trabajo una obediencia plena a la Voluntad de Dios, la "obediencia de la Cruz" 618.
Esto significa, por una parte, abrazar generosamente el esfuerzo que comporta llevarlo a cabo con competencia profesional y con la mayor perfección posible, superando las dificultades; y, por otra, combatir la inclinación al mal que anida en el corazón, esforzarse para poner la Voluntad de Dios por encima del desorden de la "voluntad propia": de la tendencia al egoísmo, a la vanagloria, a la comodidad, etc. No se debe abandonar el trabajo cuando cuesta esfuerzo, ni aplazarlo cuando exige vencimiento, ni consentir la rutina cuando llega la tentación de evadirse interiormente. El cristiano ha de ofrecer al Padre esta lucha y ofrecerse a sí mismo en unión con el Sacrificio de Cristo. De ahí un consejo práctico:
Antes de empezar a trabajar, pon sobre tu mesa o junto a los útiles de tu labor, un crucifijo. De cuando en cuando, échale una mirada... Cuando llegue la fatiga, los ojos se te irán hacia Jesús, y hallarás nueva fuerza para proseguir en tu empeño 619.
Otras veces recomienda tener a la vista una cruz sin Crucifijo. El sentido lo explica en un punto de Camino:
Me preguntas: ¿por qué esa Cruz de palo? –Y copio de una carta: "Al levantar la vista del microscopio la mirada va a tropezar con la Cruz negra y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo. Tiene una significación que los demás no verán. Y el que, cansado, estaba a punto de abandonar la tarea, vuelve a acercar los ojos al ocular y sigue trabajando: porque la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella" 620.
Una manifestación de ese abrazar la Cruz en el trabajo es no abatirse por los fracasos. El valor redentor del quehacer profesional no depende de los éxitos humanos sino del cumplimiento amoroso de la Voluntad de Dios. En Nazaret y durante su ministerio público, Jesús cumple la Voluntad divina "actuando", pero su obediencia se consuma "padeciendo", con un abandono total en el Padre (cfr. Lc 23, 46; Mt 27, 46). Un cristiano no lo ha de olvidar: más que con lo que hace –con sus iniciativas y logros–, corredime con lo que padece, cuando Dios permite que en su vida se presente el yugo suave y la carga ligera de Jesús (cfr. Mt 11, 30). Escribe san Josemaría:
Ocúpate de tus deberes profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor, insisto, y comprobarás –precisamente porque amas, aunque saborees la amargura de la incomprensión, de la injusticia, del desagradecimiento y aun del mismo fracaso humano– las maravillas que produce tu trabajo. ¡Frutos sabrosos, semillas de eternidad! 621
Las observaciones anteriores ayudan a comprender que llevar a cabo las actividades humanas con perfección para poner al Señor en la cumbre, exige purificar esas actividades de los residuos del pecado. Para esto, los hijos de Dios han de unir el esfuerzo y el sacrificio que reclama su trabajo cotidiano a la Cruz de Cristo, donde Él ha triunfado sobre el pecado y sus consecuencias.
La tarea no puede ser más positiva para quien se sabe hijo de Dios y es consciente de estar viviendo la vida gloriosa de Cristo, porque afrontará el esfuerzo y el sacrificio con la certeza de que la batalla está ya vencida –el Señor la ha ganado– y de que, no obstante, tiene el honor de colaborar realmente en el triunfo, participando diariamente en la Cruz de Cristo, aunque sólo sea en muy pequeña medida 622. Esta visión positiva de la "cruz de cada día" (Lc 9, 23) es capital en la enseñanza de san Josemaría.
Quizá ahora se puede captar mejor por qué habla de poner al Señor "no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas". Dice "no en la Cruz" porque ya ha sido elevado en la Cruz de una vez por todas, cuando ha entregado su vida en el Calvario (cfr. Hb 9, 28; 1P 3, 18); hay que ponerlo, en cambio, "en la gloria", porque Dios quiere que el cristiano participe en la Cruz gloriosa llevando a todas las actividades humanas la victoria de la Cruz: limpiándolas de la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio 623 y devolviéndoles su grandioso destino de ser medio para la unión con Dios.
Aunque este empeño de hacer triunfar a Cristo tiene efectos en las realidades creadas, se cumple ante todo en el corazón del hombre. El cristiano pone a Cristo en la gloria de sus actividades cuando triunfa sobre el pecado; y triunfa sobre el pecado cuando "muere" a sí mismo: al egoísmo, a la soberbia, al desorden de la concupiscencia. Entonces vive cada vez con más plenitud la vida gloriosa de Cristo, es transformado progresivamente en Él y contribuye al dilatarse de su Reino para la gloria del Padre.
La Santa Misa, al ofrecer al cristiano la posibilidad de unirse al Sacrificio de Cristo, es momento decisivo para ponerle en la cumbre de las actividades humanas. Se comprende que san Josemaría, después de las palabras con las que comienza el documento de 1934, citado al inicio de este apartado –Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32) 624–, añada poco después: Mas, para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey Cristo, es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía 625.
Estas palabras nos introducen ya en el siguiente punto, con el que completamos el estudio esquemático de lo que significa que "el trabajo se ordena al amor".
c.3) Edificar la Iglesia en el trabajo profesional. Santificación y apostolado
Hemos visto que "ordenar el trabajo al amor a Dios" significa ordenarlo a su gloria y al reinado de Cristo. Por eso mismo se ha de ordenar a la edificación de la Iglesia porque, como ya sabemos, para dar gloria a Dios y buscar que Cristo reine es preciso edificar la Iglesia cooperando con el Espíritu Santo.
La idea de que los laicos han de "edificar la Iglesia con su trabajo profesional" sería malentendida si se identificara la Iglesia con la Jerarquía y las instituciones eclesiásticas. En tal caso, "poner el trabajo al servicio de la edificación de la Iglesia" equivaldría a trabajar en estructuras eclesiásticas o promover en la sociedad iniciativas dependientes de la Jerarquía. Quien lo haga así edificará la Iglesia siempre que busque la santificación personal y el apostolado por medio de su trabajo. Sin embargo, obviamente no es la única forma, ni tiene por qué ser la mejor ni será la más común, de edificar la Iglesia con el propio trabajo profesional.
Para servir a la Iglesia (...) [no] hace falta dedicarse a una actividad eclesiástica; la condición necesaria y suficiente es la de cumplir la misión que Dios ha encomendado a cada uno, en el lugar y en el ambiente queridos por su Providencia 626.
El Cuerpo místico de Cristo crece cuando sus miembros prosperan en vitalidad sobrenatural –en santidad– y también en número. Ya vimos en el capítulo 3º con qué vigor enseña san Josemaría que la Iglesia se edifica por la santificación y el apostolado de sus fieles. Cuando un miembro se santifica, crece la Iglesia, se edifica la Iglesia; y cuando, como instrumento de Cristo, comunica la santidad a otros miembros o contribuye a incorporar a su Cuerpo a quienes aún no formaban parte de él, crece y se edifica la Iglesia.
Los cristianos pueden prestar esta contribución por medio de su trabajo profesional ordinario, la tarea civil de cada uno en la sociedad, poniendo de relieve –con la coherencia de su vida– la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia 627. Si un fiel laico progresa en santidad por medio de su trabajo –como obrero, o como médico, o en las tareas del hogar, etc.– edifica la Iglesia ipso facto, con su santificación personal; y cuando hace apostolado a través de su trabajo, la edifica en los demás. Todo trabajo profesional se puede ordenar a la edificación de la Iglesia si sirve a la santificación y al apostolado, es decir, si se ordena a la identificación personal con Cristo y al cumplimiento de la misión apostólica.
¿Y cómo se realiza esto en la práctica?, ¿cómo se ordena concretamente la tarea profesional a la edificación de la Iglesia? Volvamos a unas palabras de san Josemaría acerca del trabajo de Jesús en Nazaret:
En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos. La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención 628.
La Encarnación del Verbo nos muestra que las realidades humanas no tienen un sentido exclusivamente profano. Pero el Hijo ha consagrado o santificado las actividades temporales no sólo porque siendo Dios las ha desempeñado al hacerse hombre, sino porque las ha unido al Sacrificio de la Cruz, del que ha nacido la Iglesia. Ha ordenado su trabajo y su fatiga diaria a la formación de la Iglesia. En Nazaret ha llevado a cabo su tarea en obediencia amorosa a la Voluntad del Padre, unida a la obediencia de la Cruz, cuyo fruto es el don del Espíritu Santo, "alma" de la Iglesia 629. Ya en su vida oculta, el Señor estaba formando la Iglesia que nacerá de su costado abierto en el Calvario y se manifestará en Pentecostés.
Como se puede ver en el último texto de san Josemaría que hemos citado, después de afirmar el sentido santificador y redentor del trabajo de Cristo, añade: La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención 630. Del trabajo redentor de Cristo pasa, sin solución de continuidad, al trabajo corredentor del cristiano. En efecto, también el cristiano, como hijo de Dios en Cristo –alter Christus, ipse Christus–, está llamado a edificar la Iglesia uniendo su trabajo a la Misa, actualización o renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz.
Nosotros hemos de vivir especialmente aquello de que la Misa es el centro de la vida interior, de tal manera que sepamos estar con Cristo, haciéndole compañía a lo largo de la jornada, bien unidos a su sacrificio: todo nuestro trabajo tiene ese sentido. Y esto nos llevará durante el día a decir al Señor que nos ofrecemos por Él, con Él y en Él a Dios Padre, uniéndonos a todas sus intenciones, en nombre de todas las criaturas. Si vivimos así, todo nuestro día será una Misa: desde que nos levantamos hasta que nos acostemos 631.
Hemos de remitir aquí a la última parte del capítulo 3º ("La santa Misa, centro y raíz de la vida cristiana"), donde se estudió lo que significa "prolongar la Misa durante el día" o "hacer del día una misa" y se mostró que de este modo el cristiano edifica la Iglesia. Allí nos referíamos a todas las obras de la jornada, ahora hablamos concretamente del trabajo profesional. La dinámica es la misma: de la Misa al trabajo y del trabajo a la Misa. Son, respectivamente, los sentidos de los términos raíz y centro. En el primer caso la participación litúrgica en la santa Misa es "raíz" de la vida interior del cristiano que desea santificar su trabajo, porque éste ha de ser una prolongación de la Misa; en el segundo caso, la Misa es el "centro" en el que debe confluir todo el trabajo de la jornada, para ofrecerlo al Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo. El trabajo del cristiano llega a ser así santificador y corredentor, un trabajo que edifica la Iglesia.
Para expresar la unión del trabajo con la Eucaristía se ha hecho notar que el trabajo de un hijo de Dios que busca la identificación con Cristo es de algún modo "trabajo de Cristo" y, por tanto, "trabajo de Dios", opus Dei; asimismo, su participación en la Misa es también obra de Dios, opus Dei, como desde antiguo se ha llamado al "oficio divino" y se puede extender a todo el culto a Dios. "Si existe una definición genérica de culto y de trabajo, común a ambos conceptos, es probablemente la de obra de Dios" 632. Culto y trabajo llegan a compenetrarse en la vida del cristiano que une su trabajo a la Misa y que prolonga la Misa en su trabajo, edificando así la Iglesia.
* * *
Según hemos visto a lo largo de esta sección, "santificar el trabajo" es convertirlo en oración y, en definitiva, "trabajar por amor", con sus tres aspectos, el último de los cuales era que "el trabajo se ordena al amor" (además de que "nace del amor" y "manifiesta el amor"). Este "ordenar el trabajo al amor" significa ordenarlo a la edificación de la Iglesia y, por tanto, a la santificación personal y al apostolado.
El concepto de "santificar el trabajo" (santificar la acción de trabajar) es por lo tanto inseparable de los conceptos "santificarse en el trabajo" (santificación personal) y "santificar a los demás con el trabajo" (apostolado), que estudiaremos en los apartados sucesivos. Esto no significa que sean simples efectos del primero y que no hayan de buscarse directamente. San Josemaría enseña que el cristiano ha de proponerse los tres, pero menciona ordinariamente en primer lugar "santificar el trabajo" 633, distinguiendo entre el orden de la intención y el de la ejecución. Cuando habla primero de "santificar el trabajo" se refiere al orden de la ejecución. En este orden, supuesto el estado de gracia del que trabaja, la santificación de la acción de trabajar precede a la santificación (crecimiento en santidad) del que trabaja y a la santificación de los demás: "santificando el trabajo seré santo e instrumento de santidad". La santificación del trabajo se ordena a la santificación de la persona, no al revés. En el orden de la intención, en cambio, la santificación de la persona precede a la de santificar el trabajo y conduce a ésta: "quiero ser santo y por eso quiero santificar el trabajo".
Concluimos señalando que lo que propiamente edifica la Iglesia es la santificación de la acción de trabajar para crecer personalmente en santidad y procurar que los demás se santifiquen. Sin embargo, también contribuye a la edificación de la Iglesia el buen resultado del trabajo (o más precisamente el trabajo en sentido objetivo), en la medida en que es aportación al verdadero progreso, formando las estructuras y costumbres de la sociedad de modo acorde con la ley moral y la dignidad de los hijos de Dios. La edificación de la Iglesia no coincide, como bien sabemos, con el progreso humano, pero éste "interesa en gran medida al Reino de Dios en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana" 634. El ideal que propone san Josemaría es el de un trabajo que contribuya eficazmente a la edificación de la ciudad terrena –y que esté, por tanto, hecho con competencia y con espíritu de servicio– y a la consagración del mundo 635. El cristiano ha de colaborar humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado 636.
Para san Josemaría el trabajo profesional no es sólo "santificable", como acabamos de estudiar, sino también "santificador" en cuanto medio y camino para alcanzar la propia santidad y para ayudar a los demás a alcanzarla. Designa estos dos aspectos como "santificarse en el trabajo" y "santificar con el trabajo". Los estudiaremos en los dos títulos siguientes.
a) "Santificarse en el trabajo"
"La actividad humana –ha observado el Concilio Vaticano II–, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo" 637. Ya a nivel meramente humano, "la actividad laboral posee, de acuerdo con el Fundador del Opus Dei, un valor que no es sólo productivo sino también transformador (...) del propio agente, en tanto que la acción procede de él y en él termina" 638. Para san Josemaría, escribe el filósofo Fernando Inciarte, "cada trabajo recto y cuidadosamente ejecutado, también el trabajo manual (...), lleva no sólo a la perfección de la obra sino también y sobre todo del hombre mismo que actúa" 639.
Si esto es verdad en el plano humano, no lo es menos en el de la elevación sobrenatural. La transformación perfectiva de la persona por medio del trabajo santificado no es otra cosa que el crecimiento en santidad del cristiano que lo realiza. Pero esto sólo sucede cuando el que trabaja es ya "santo", es decir, cuando está en gracia de Dios: de lo contrario no podría crecer en santidad por medio de su trabajo. O sea, sólo quien ya es "santo" puede santificar su trabajo y crecer entonces en santidad: primero ha de ser santo (ser hijo adoptivo de Dios, estar en gracia de Dios) y buscar el crecimiento en santidad; después crecerá como hijo de Dios si santifica el trabajo.
De ahí que no basta "limitarse" –por decir así– a santificar la actividad de trabajar, es preciso buscar expresamente la propia santificación a través del trabajo. No basta hacer cosas buenas y santas, es necesario querer ser bueno y santo. La prioridad ontológica del ser respecto al obrar se manifiesta, en el orden de la intención y referido al trabajo, en que, precisamente porque se quiere ser santo, se quiere santificar la acción de trabajar, porque así se crece en santidad. No tendría sentido pretender santificar el trabajo sin buscar la santidad.
Esto resulta claro en línea de principio. Mantenerlo claro también en la práctica salvaguarda de la tentación de poner el trabajo por encima de la santidad, o de permitir que acabe discurriendo por un cauce independiente de ella. Es una cuestión de principio, cargada de consecuencias.
Con la gracia de Dios, dais a vuestro trabajo profesional en medio del mundo su sentido más hondo y más pleno, al orientarlo hacia la salvación de las almas, al ponerlo en relación con la misión redentora de Cristo (...). Pero es necesario que Jesús y, con Él, el Padre y el Espíritu Santo, habiten realmente en nosotros. Por eso, santificaremos el trabajo, si somos santos, si nos esforzamos verdaderamente por ser santos. (...) Si no tuvierais vida interior, al dedicaros a vuestro trabajo, en lugar de divinizarlo, os podría suceder lo que sucede al hierro, cuando está al rojo y se mete en el agua fría: se destempla y se apaga. Habéis de tener un fuego que venga de dentro, que no se apague, que encienda todo lo que toque. Por eso he podido decir que no quiero ninguna obra, ninguna labor, si mis hijos no se mejoran en ella. Mido la eficacia y el valor de las obras, por el grado de santidad que adquieren los instrumentos que las realizan 640.
a.1) Crecimiento como hijos de Dios por medio del trabajo
Ya sabemos que el proceso de santificación de un cristiano no es otra cosa que su crecimiento como hijo de Dios, desde el Bautismo hasta la plenitud de la filiación divina en la gloria 641. Por eso, la idea de que "santificaremos el trabajo si somos santos", contenida en la cita anterior, se puede expresar también en términos de filiación divina. El cristiano está llamado a crecer en identificación con Jesucristo por medio del trabajo, y esto sólo es posible si es ya hijo adoptivo de Dios por la gracia: "no se puede santificar la acción [de trabajar] –no es acción in Christo– si no procede de un sujeto que, al existir actualmente en Cristo, se santifica en ella" 642.
Así como Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia durante los años de Nazaret (cfr. Lc 2, 52), análogamente el cristiano, viviendo vida sobrenatural, debe crecer como hijo de Dios, identificándose progresivamente con Cristo por medio de sus deberes ordinarios y, concretamente, del trabajo profesional. "Santificarse en el trabajo" significa procurar crecer como hijos de Dios en el trabajo: avanzar en la identificación con Cristo por la acción del Espíritu Santo, mediante el trabajo.
Sin embargo, también hay que decir que no basta ser hijo de Dios para trabajar como hijo de Dios y crecer en identificación con Cristo. Muchos son hijos de Dios por la gracia, pero realizan su trabajo al margen de esta magnífica realidad. Por eso san Josemaría aconseja cultivar el "sentido" de la filiación divina en el trabajo, ser conscientes cuando se trabaja de que "Cristo vive en mí" (cfr. Ga 2, 20).
Saberse hijo de Dios en el trabajo conduce a realizarlo como un encargo divino: tú y yo hemos de recordarnos y de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a los que, como a aquellos personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha dirigido idéntica invitación: hijo, ve a trabajar a mi viña (Mt 21, 28) 643. El trabajo adquiere entonces sentido de misión y de ahí surge la primera consecuencia: quien se sabe hijo de Dios acepta gustosamente la necesidad de trabajar en este mundo, durante muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. No rehusemos la obligación de vivir, de gastarnos –bien exprimidos– al servicio de Dios y de la Iglesia 644.
La conciencia de la filiación divina lleva a fijar la mirada en el Hijo de Dios hecho hombre, especialmente durante aquellos años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente (...); en aquel sencillo e ignorado taller de artesano, como después ante la muchedumbre, todo lo cumplió a la perfección 645. El convencimiento de vivir la vida de Cristo proporciona, a quien se sabe hijo de Dios, la certeza de que es posible convertir el trabajo en oración. Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios 646. En suma, la conciencia de la filiación divina es fundamento para crecer en identificación con Cristo a través de la santificación del trabajo.
a.2) Crecimiento en la libertad de hijos de Dios por el trabajo
El crecimiento personal en santidad, como hijos de Dios, se manifiesta en la maduración de la libertad y se produce a través de su ejercicio, análogamente a como la salud del cuerpo permite el ejercicio físico y éste favorece la salud. La identificación con Cristo es siempre obra del Espíritu Santo, pero es necesario acoger libremente su gracia empleando la libertad para amar: concretamente, en el tema que estamos viendo, para trabajar por amor 647. Un cristiano crece como hijo de Dios al ritmo en que madura su libertad, que no es sólo la libertad humana sino la "libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). A medida que corresponde a la gracia, se libera del amor propio desordenado que le impide amar a Dios ex toto corde. Alcanza entonces una mayor libertad de las tendencias desordenadas y puede emplearla más ágilmente para amar a Dios y cumplir su Voluntad en el trabajo.
Cuando un hijo de Dios se ocupa de lo que debe –del trabajo profesional que ha asumido– sabe que ese trabajo es el que Dios quiere para él en ese momento. Y si ama la Voluntad de su Padre Dios, no lo acometerá con la mentalidad de un esclavo que considera lo que ha de hacer como algo impuesto, sino como un hijo que trabaja en la viña de su padre y, por tanto, en lo que es suyo. El cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre 648.
Esto resulta fácil de aceptar cuando la profesión satisface las propias aspiraciones y gustos, porque se tiende a pensar que sólo trabaja libremente quien se dedica a lo que le agrada o, al menos, a lo que él mismo ha escogido. Pero la libertad cristiana llega más lejos, es capaz de hacer frente a situaciones adversas y sacarles provecho. "El trabajo, encargo divino, alcanza una nueva dimensión en y a través de la libertad de los hijos de Dios" 649. Un cristiano puede trabajar libremente y madurar en su libertad interior, también cuando ese trabajo es contrario a sus inclinaciones naturales o lo ha tenido que aceptar por necesidad económica o social, etc. Si esto se debe a injusticia, el que la comete tendrá que rendir cuentas a Dios –y quizá también a la justicia humana–, pero el que la sufre puede encontrar ahí la Cruz de Cristo y llevarla libremente, lo cual no significa que condescienda con la injusticia. No puede amar que otro cometa un atropello y tratará de evitarlo, pero puede amar que Dios permita que él lo padezca y que así corredima con Cristo.
Estos casos son, sin embargo, patologías del trabajo profesional que alteran el cuadro de los derechos y deberes morales, y que no pueden tomarse como regla. Menos aún son norma los casos de coacción física y las situaciones equiparables a la esclavitud –aún en nuestros días– indignas de la condición humana. El punto de referencia en todo lo que venimos diciendo son las situaciones de trabajo legales y objetivamente justas. En este supuesto, quien se encuentre en una situación laboral insatisfactoria para él, hará bien en intentar corregirla o en cambiar de trabajo, si puede; pero si no puede, tampoco ha de conducirse como un esclavo al que obligan a producir en beneficio ajeno.
Cuando san Josemaría hace la importante afirmación, comentada en este capítulo ampliamente, de que el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor 650, la hace en general, para cualquier circunstancia en la que se pueda hablar de verdadero "trabajo profesional", ya sea humanamente favorable o adversa. Siempre se puede trabajar por amor a Dios, y por tanto con libertad interior. Entonces ese trabajo es camino para madurar en libertad, superando la pretensión de elevar el amor propio a regla suprema de conducta. Se ha dicho oportunamente que el trabajo es la "actividad humana en la que se dan cita praxis y poiésis, libertad y producción" 651. Para un cristiano, el trabajo no es un simple medio de producción sino un medio de santificación y, en consecuencia, de crecimiento en la libertad de los hijos de Dios.
a.3) Crecimiento en las virtudes de hijos de Dios en el trabajo
Después de haber visto que el crecimiento como hijos de Dios en el trabajo se manifiesta en la libertad y se produce por medio de ella, nos falta considerar que, para esto, la libertad se ha de emplear en el ejercicio de las virtudes cristianas. En la medida en que se hace así, el trabajo se convierte en un instrumento para conseguir la perfección humana –terrena– y la perfección sobrenatural 652. En efecto:
Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por Amor 653.
La mención de las cuatro virtudes cardinales, sucintamente ejemplificada en este pasaje, da a entender que el trabajo profesional es campo de ejercicio de todas ellas. El orden y la serenidad, la alegría y el optimismo, la reciedumbre y la constancia, la lealtad, la humildad y la mansedumbre, la magnanimidad y las demás virtudes que aquí no se pueden ni siquiera enumerar, configuran al cristiano con Cristo a través del trabajo profesional.
No se santifica en el trabajo, por tanto, quien se contenta sólo con algunas virtudes –las que más influyan en su tarea, por ejemplo– pero descuida otras, sino quien lucha por vivirlas todas. Si perdiera de vista que ha de "santificarse" en su trabajo, acabaría postergando las virtudes que no tienen esa repercusión inmediata. Quizá practicaría la constancia pero abandonaría la magnanimidad, o cultivaría la amabilidad pero a costa de la veracidad, etc. Tendríamos entonces la paradoja de una persona que trabaja bien y quiere santificar el trabajo, pero que no se santifica en el trabajo porque no se configura con Cristo, perfectus Deus, perfectus homo. No cabe duda de que en el entramado de las virtudes hay que poner unos hilos antes que otros, como al tejer un tapiz. Pero la tarea profesional alcanza plenitud de sentido sólo cuando perfecciona por entero a la persona que la realiza.
En todo caso, las virtudes humanas no bastan para santificarse en el trabajo. Sólo la caridad es la esencia de la santidad. Un cristiano competente y eficaz en su profesión no se santifica si no tiene caridad. Podrá realizar perfectamente una tarea concreta en el plano humano, pero no será perfecto, ni siquiera humanamente, porque "la caridad es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14) y su ausencia se reflejará de un modo u otro en la quiebra del cuadro unitario de las virtudes humanas.
En conclusión, "santificarse en el trabajo" es crecer como hijos de Dios en la tarea profesional, por la acción del Espíritu Santo y con la correspondencia personal, desplegando la libertad en el ejercicio de la caridad y de las demás virtudes. El crecimiento en filiación divina, libertad, caridad –los tres temas que vimos en la Parte II, como planos de la perfección del cristiano– se puede realizar en y a través del trabajo profesional.
b) "Santificar con el trabajo"
Si [el cristiano] acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte– la eficacia salvadora del Señor 654. Al buscar la santidad en la tarea profesional, necesariamente ha de procurar también la de quienes le rodean, y la de todos los hombres, así como la transformación cristiana del mundo.
Veamos tres cauces para cooperar con el Espíritu Santo en la santificación de los demás por medio del trabajo: la comunión de los santos; el apostolado del ejemplo y de la palabra; la configuración cristiana de la sociedad.
b.1) La "comunión de los santos" en el trabajo
El cristiano coopera con el Espíritu Santo en la santificación de los demás ante todo por la comunión de los santos. El apostolado no es sólo acción apostólica: antes vienen la oración y la expiación 655. Quien procura convertir su trabajo en oración, acompañada siempre de sacrificio, y lo ofrece por otros, está contribuyendo a la santidad de los demás enviándoles sangre arterial, rica de oxígeno 656: es portador de vida sobrenatural para los demás miembros del Cuerpo místico. Aunque su círculo de relaciones profesionales fuera muy reducido o trabajara incluso totalmente aislado, su tarea transformada en oración llegaría a toda la Iglesia y a todo el mundo, unida a la de Cristo. Sólo por este título estaría santificando a los demás con su trabajo.
b.2) Apostolado personal en el trabajo
Además de lo anterior, santificar con el trabajo es convertirlo, siempre que sea posible, en medio y ocasión de acción apostólica, con el ejemplo y con la palabra: ofreciendo la pauta de una conducta cristiana que mueva al encuentro con Dios (cfr. Mt 5, 16) y aprovechando las múltiples relaciones profesionales para acercarle otras personas, con un trato personal de sincera amistad. San Josemaría condensa estos dos aspectos cuando escribe que la práctica de la caridad y de las demás virtudes es ya apostolado. Porque, al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit facere et docere (Hch 1, 1), que empezó a hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la palabra. Por eso he llamado a este trabajo, desde hace cuarenta años, apostolado de amistad y de confidencia 657. Para san Josemaría, el apostolado más importante es el que cada uno realiza con el testimonio de su vida y con su palabra, en el trato diario con sus amigos y compañeros de profesión. ¿Quién puede medir la eficacia sobrenatural de este apostolado callado y humilde? 658
Los residuos de un antiguo planteamiento clerical inducen a veces a pensar que el apostolado de los fieles corrientes es fundamentalmente una actividad a se, distinta de la profesión: unas horas de "voluntariado", la atención de alguna obra asistencial, la colaboración en actividades parroquiales, etc. Todo esto es apostolado, sin duda, pero no es el único ni el principal cauce de la misión apostólica de los laicos. Esa misión... la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos 659; la llevan a cabo haciendo apostolado con la profesión 660. San Josemaría habla incluso de apostolado profesional 661, no para proponer el apostolado como una profesión, sino para enseñar a hacer de la profesión civil un apostolado. Porque para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional 662. Fluye espontáneamente; es síntoma de identidad cristiana.
Quien vive en Cristo se comporta con los demás como otro Cristo a toda hora, también en su tarea profesional: Vosotros, cuando trabajáis y ayudáis a vuestro amigo, a vuestro colega, a vuestro vecino de modo que no lo note, le estáis curando; sois Cristo que sana, sois Cristo que convive sin hacer ascos, con quienes necesitan la salud 663. Al trabajar por amor a Dios, se busca el bien de los demás y se intenta conducirlos hacia la vida cristiana. Si alguien se despreocupara de los colegas de trabajo tendría motivo para pensar que no realiza su tarea por amor a Dios: Un buen índice de la rectitud de intención, con la que debéis realizar vuestro trabajo profesional es precisamente el modo en que aprovecháis las relaciones sociales o de amistad, que nacen al desempeñar la profesión, para acercar a Dios esas almas 664.
Para transformar el trabajo en apostolado reviste suma importancia –lo subraya con frecuencia san Josemaría– el prestigio profesional 665. Se trata de una cualidad personal, que no depende del tipo de trabajo. El prestigio profesional no deriva de que la tarea correspondiente sea de por sí importante y socialmente apreciada. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja 666. Lo que importa es que la persona trabaje profesionalmente con perfección humana y cristiana. El prestigio no consiste en el triunfo o en el éxito –en el resultado del trabajo–, sino en la notoriedad de las virtudes cristianas informadas por la caridad: competencia, laboriosidad, justicia, honestidad, espíritu de servicio, alegría, etc. Este prestigio se hace instrumento de apostolado, "anzuelo de pescador de hombres" 667, y por eso san Josemaría anima a buscarlo: no dejes de adquirir todo el prestigio profesional posible, en servicio de Dios y de las almas 668.
b.3) Configurar la sociedad por medio del trabajo
Pero no os podéis detener ahí, advierte san Josemaría después de exhortar al apostolado personal con los colegas de profesión. No se acaba ahí vuestro trabajo apostólico. Porque es preciso también que os deis perfecta cuenta de que hacéis un apostolado fecundísimo, cuando os esforzáis por orientar con sentido cristiano las profesiones, las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajáis y os movéis 669. "Santificar con el trabajo" significa también contribuir a la edificación de la sociedad con espíritu cristiano, por medio del mismo trabajo profesional.
Gran relieve tiene este punto en su enseñanza. Tradicionalmente se ha visto el influjo de los cristianos en la sociedad como una tarea colectiva que se plasma en instituciones confesionales: prensa católica, universidades católicas, corporaciones profesionales católicas de médicos, de abogados, de obreros, etc. Este modo de proceder ha dado copiosos frutos a lo largo de la historia, pero no es –digámoslo de nuevo– el único posible. San Josemaría propone otro, no para sustituir al anterior, sino simplemente como una opción diversa, basada en una nueva comprensión de la vocación laical 670. "San Josemaría Escrivá predica, escribe y enseña por todas partes que el trabajo [santificado] será el instrumento para construir un mundo según Dios" 671.
Es oportuno evocar una vez más el sentido en el que entendió, mientras celebraba la Santa Misa, las palabras "et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32 [Vg]): El Señor nos decía: ¡si vosotros me ponéis en la entraña de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño..., entonces omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! 672 Cristo atraerá todo hacia sí, si un fermento de cristianos entrega su vida para ponerle en la entraña de su actividad profesional.
Todo trabajo santificado es santificador del mundo, porque hecho así [por amor a Dios, con la mayor perfección posible], ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales 673. No se trata, sin embargo, de un "automatismo". Es necesario proponerse expresamente la configuración de la sociedad según el querer de Dios y perseguir tenazmente la meta.
Esto es posible y necesario llevarlo a cabo desde todas las profesiones, pero indudablemente algunas tienen una incidencia particularmente intensa e inmediata. Un ejemplo ilustrativo son los trabajos relacionados con los medios de comunicación, por el evidente y tantas veces decisivo impacto en la formación de la opinión pública y, a la postre, en la vida social. Es difícil que haya verdadera convivencia donde falta verdadera información; y la información verdadera es aquella que no tiene miedo a la verdad y que no se deja llevar por motivos de medro, de falso prestigio, o de ventajas económicas 674. Otro campo de notable trascendencia social es el de la moda. Baste un ejemplo de las frecuentes alusiones que san Josemaría hace en sus catequesis, sobre todo cuando se dirige a un público femenino, impulsando a llevar a cabo una labor que influya en la dignidad y en la elegancia de la moda. Se ha perdido en algunas partes el pudor y la modestia, la elegancia y el buen gusto, que manifiestan el respeto que se debe tener a la mujer (...). Es un problema grave, y vosotros tenéis que tener la preocupación de contribuir eficazmente a resolverlo 675.
Más en general, considera urgente que el espíritu cristiano empape las tareas intelectuales para que, desde ahí, se difunda más prontamente a todas las demás 676. Precisamente porque el apostolado se debe dirigir a todo tipo de personas, sin distinción de raza, de pueblo, de condiciones culturales o de fortuna 677, señala a quienes comparten el ideal de infundir espíritu cristiano a la sociedad que, para llegar a todos, nos dirigimos primero –en cada ambiente– a los intelectuales 678. No es una reducción elitista porque el apostolado no termina en ellos, como queda claro en sus palabras; es el medio o el camino para llegar antes a todos, dando tono cristiano a la sociedad.
Hay además otros muchos que, por su trabajo, se encuentran en centros vitales de la convivencia humana, en aquellas situaciones que constituyen, por decir así, nudos o lugares de encuentro e intersección de densas relaciones sociales 679 y que pueden incidir poderosamente con su labor profesional en el rumbo de la convivencia social. San Josemaría piensa en aquellos puestos, profesiones u oficios que, en la esfera de las sociedades menores, son, por su naturaleza, medios de contacto con multitud de gentes, desde los que se puede formar cristianamente su opinión, influir en su mentalidad, despertar su conciencia (...): personal de las corporaciones municipales –secretarios de ayuntamiento, concejales, etc.–, maestros, barberos, vendedores ambulantes, farmacéuticos, comadronas, carteros... 680 Que sea particularmente urgente promover la cristianización de la sociedad a través de la santificación de determinados trabajos profesionales –en los mass media, en la moda, en la cultura o en la educación, etc.– no significa que otras profesiones quizá menos vistosas carezcan de repercusión cristiana, sobre todo si quienes las realizan procuran que la tengan. Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana 681: en todas las actividades humanas.
Al concluir esta sección sobre la santificación del trabajo profesional en la que se han analizado numerosas ideas, nos permitimos señalar que para tener una visión de conjunto puede ser útil echar una mirada detenida al índice y repasar los títulos y subtítulos de los diversos apartados.
Terminamos con unas palabras de Illanes que contienen en panorámica algunos de los aspectos principales que hemos visto: "El trabajo, el ejercicio diario de la propia profesión, ofrece al cristiano la posibilidad de crecer en el trato con Dios, ya que el desempeño de la tarea profesional, con las obligaciones que implica y las incidencias que la jalonan, si es afrontado con fe, con conciencia de la cercanía divina, conduce al diálogo con Dios, a la identificación con su voluntad, al afincarse y radicarse en la virtud. Ese mismo trabajo trae consigo múltiples y constantes oportunidades de contribuir al bien de los demás, de aportar el propio esfuerzo a la común mejora, de abrir ante amigos y colegas, con un testimonio y una palabra que brotan del trabajo y de los variados acontecimientos de la jornada, horizontes de vida teologal y cristiana" 682.
La persona humana ha sido creada por Dios para vivir en sociedad, fundada en la familia (cfr. Gn 1, 28). Las realidades familiares y sociales son camino de santificación y de apostolado: cauce querido por Dios para amarle y entregarse a los demás, alcanzando así la propia perfección 683.
Toda la reflexión precedente sobre la santificación de las actividades temporales en general (sección 1) y gran parte de lo que hemos visto sobre el trabajo en particular (sección 2), es aplicable a las realidades familiares y sociales. Pero hay además unos aspectos específicos de éstas últimas que hemos de estudiar, en cuanto que incluyen dimensiones de la vida humana de las que no hemos hablado al tratar del conjunto de las actividades temporales y que no están comprendidas en el trabajo profesional. Este último, en las enseñanzas de san Josemaría, es sólo el "quicio" que sostiene la puerta; no es, por así decir, "toda la puerta", toda la materia de santificación de un cristiano corriente.
Como materia de santificación, las realidades familiares y sociales tienen mucho en común, porque la familia es un tipo de sociedad o comunidad de personas: la sociedad "doméstica" (del latín domus = casa). A su vez, la sociedad "política" (del griego polis = ciudad) nace de la familia, pero tiene características propias.
No pretendemos hacer distinciones rígidas entre ambas esferas de relaciones: señalamos simplemente que tienen fundamento diverso. "Realidades familiares" son las que constituyen la familia tal como la ha querido Dios: principalmente las relaciones entre los cónyuges y la educación de los hijos 684. Por su parte, las "realidades sociales" son las propias de la sociedad civil: las relaciones que podemos llamar "privadas" de los ciudadanos entre sí (por motivos muy diversos, desde el vecindario a las aficiones, etc.); las relaciones sociales que se pueden llamar "públicas" porque implican también instituciones e iniciativas públicas que conforman la vida social; y, por último, las relaciones con el Estado en el marco del bien común político. El fiel católico pertenece además a la Iglesia, comunidad con una dimensión visible y lazos propios que también son materia de santificación.
Todas esas relaciones –en la familia, en la sociedad civil y en la Iglesia– forman un tejido en la vida espiritual de los hijos de Dios, de modo que, aunque se pueden distinguir, no se pueden separar.
A san Josemaría le interesan todas estas realidades. El matrimonio es, en su enseñanza, un camino de santificación y de apostolado, como lo es también la condición de ciudadano, con los correspondientes derechos y deberes y con el cúmulo de relaciones que comporta. Enseña a practicar las virtudes cristianas siguiendo las huellas de Jesucristo que, al nacer en una familia y convivir con los demás en la sociedad de su tiempo, ha divinizado esas realidades queridas por Dios y ha revelado su plenitud de sentido.
Por lo que se refiere a la familia, el punto de partida de las enseñanzas de san Josemaría, señalado unánimemente por la bibliografía al respecto 685, es el sentido vocacional del matrimonio. Ya en los primeros años de su predicación escribe: ¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? –Pues la tienes: así, vocación 686. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando –creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor noble y limpio– me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra! 687
De ahí la fuerza y el tono marcadamente positivo de su predicación acerca del amor de los esposos y de la vida matrimonial. No teme presentar a los cónyuges las exigencias de la santidad a la que están llamados.
El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (cfr.Ef 5, 32) (...), signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra 688.
[El matrimonio es] un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana 689.
A san Josemaría le gusta la tradición de llamar "trinidad de la tierra" a la Sagrada Familia de Jesús, María y José, no simplemente por ser "tres personas" sino, más en profundidad, porque eran tres corazones, pero un solo amor 690, reflejo de la Trinidad del Cielo y camino de vida interior. Además ve que en cada familia auténticamente cristiana se reproduce de algún modo el misterio de la Iglesia 691, porque la familia cristiana está formada por hijos de Dios, como la Iglesia, y así como la Santa Iglesia comunica la santidad a sus hijos, también la familia ha de ser, de un modo análogo, escuela de santidad 692, lugar en el que sus miembros crecen como hijos de Dios. San Josemaría comprende bien que, ya entre los primeros cristianos, se hablara de la familia como de iglesia doméstica (cfr. 1Co 16, 19) 693.
Junto a los principios doctrinales, se encuentran en su predicación multitud de observaciones y de consejos prácticos, típicos de su realismo de lo cotidiano. Con razón se ha dicho que "la lectura de los diversos escritos de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer referentes al matrimonio, la procreación y la sexualidad, muestran al sacerdote lleno de alegría, optimista, de espíritu juvenil, recio. Al mismo tiempo, reflejan la mente que va al fondo de los temas en las enseñanzas de las Escrituras y de la Iglesia. Fidelidad total a la Iglesia. Amor profundo a las personas, queriéndolas junto a Dios y para Dios. No hay concesiones a la falta de amor y de justicia. Lenguaje directo, lleno de experiencia sacerdotal, que dispensa una y otra vez recta doctrina en los tiempos actuales" 694.
El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo (...). Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad 695.
Estas palabras despliegan un panorama general de los diversos aspectos implicados en la santificación de las realidades familiares y nos proporcionan un esquema para tratar al menos las cuestiones principales. Se puede decir que en las enseñanzas de san Josemaría en este tema hay como dos vertientes: una se refiere a la santificación de las relaciones familiares "hacia dentro" de la misma familia; la otra a la santificación de las relaciones "hacia fuera" o, más exactamente, a la función de la familia en la sociedad.
"La familia es una realidad viva que se crea, se protege, se defiende y adquiere una personalidad propia, con tradiciones y con historia (...) [que] favorecen el desarrollo psíquico, físico e intelectual de cada uno de sus miembros" 696. Desde esta óptica consideraremos brevemente las relaciones de los esposos entre sí, su papel en la educación de los hijos y la complementariedad de sus funciones en el hogar.
En la doctrina de san Josemaría, "la espiritualidad conyugal no se construye desde el exterior, con la multiplicidad de actos de piedad, o con la simple imitación de comportamientos ejemplares, sino desde dentro de la propia vida familiar, de modo que esas mismas realidades no son sólo relaciones humanas, sino llamada de Dios, y ocasión de servirle; realidades humanas que se convierten, con la ayuda de la gracia sacramental, en realidades divinas" 697. Ante todo destaca el sentido cristiano del amor conyugal como camino de santificación: camino para entregarse y crecer en el amor divino.
Ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos (...). Puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios 698.
Para que el amor de los esposos sea santificable, ha de ser auténtico amor conyugal humano. Esa autenticidad del amor requiere fidelidad y rectitud en todas las relaciones matrimoniales 699, como reclaman las propiedades esenciales del matrimonio que san Josemaría recuerda en muchas ocasiones 700. No vamos a exponer aquí los múltiples y preciosos consejos prácticos que da para protegerlas. Señala sustancialmente que el enemigo de la fidelidad conyugal es la soberbia 701, insiste en la castidad conyugal 702 y alienta la generosidad para recibir los hijos que Dios envíe, sin temor a formar una familia numerosa.
Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina 703.
Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar adelante una familia numerosa, si Dios se la manda. (...) El Concilio Vaticano II ha proclamado que entre los cónyuges que cumplen la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente (Const. past. Gaudium et spes, n. 50). Y Paulo VI, en otra alocución pronunciada el 12 de febrero de 1966, comentaba: que el Concilio Vaticano II, recientemente concluido, difunda en los esposos cristianos espíritu de generosidad para dilatar el nuevo Pueblo de Dios... Recuerden siempre que esa dilatación del reino de Dios y las posibilidades de penetración de la Iglesia en la humanidad para llevar la salvación, la eterna y la terrena, está confiada también a su generosidad. (...) Veo con claridad que los ataques a las familias numerosas provienen de la falta de fe: son producto de un ambiente social incapaz de comprender la generosidad, que pretende encubrir el egoísmo 704.
Cultivar el amor conyugal, mantenerlo siempre joven y acrecentarlo, es una verdadera conquista. Aunque el enamoramiento inicial lo favorezca, requiere empeño diario para vencer el egoísmo y aprender a amar. San Josemaría es pródigo en sugerencias sobre este punto clave para la santidad y la felicidad en un matrimonio.
Giuseppe Corigliano testimonia que, a veces, "cuando recibía la visita de una pareja de esposos, por ejemplo Antonio y Ana, san Josemaría se dirigía a Antonio y le preguntaba: "¿sabes cómo se llama tu camino para llegar al Cielo?" Después de un momento de silencio, añadía: "se llama Ana". Después se dirigía a Ana y le hacía la misma pregunta. La respuesta se podía dar por descontada: "se llama Antonio". Era un modo simpático de indicar una profunda verdad. La santidad recorre el camino del amor, comenzando por el amor conyugal" 705. Marta Brancatisano se refiere a esa profunda verdad contenida en lo de que "el camino para ir al Cielo tiene el nombre de tu marido" (o "el de tu esposa"), observando que san Josemaría declara con estas palabras "la superposición total y sistemática de la relación con Dios y con el cónyuge, en el sentido de que no se puede sostener la hipótesis de una vida espiritual plena de quien está casado, a latere de la vida conyugal" 706.
Considerando los consejos que san Josemaría daba a los esposos, consejos a veces muy exigentes, Roberto Bosca ha hablado del "trabajo del amor", viendo el amor conyugal como empeño constante para alcanzar una profunda unidad y participar del poder creador de Dios. "El amor humano –dice– puede entenderse como un verdadero trabajo, y en cuanto trabajo debe ser realizado con el mismo espíritu que lleva a la obra bien hecha" 707. Desde esta perspectiva, sus enseñanzas acerca de la santificación del trabajo pueden aplicarse a la santificación del matrimonio y arrojan luz sobre las realidades familiares en general: piénsese, por ejemplo, en "una de las características más típicas del mensaje espiritual del beato Josemaría: el cuidado de las cosas pequeñas como una piedra de toque a la hora de luchar en la búsqueda de la perfección humana y sobrenatural" 708. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital en el que se encuadra el amor humano 709. Estas palabras confirman la idea de que el amor conyugal "debe ser construido laboriosamente" 710 y de que "el matrimonio es verdaderamente el trabajo del amor" 711.
Respecto a la educación de los hijos en el propio hogar, las siguientes palabras de san Josemaría muestran el espíritu de sus enseñanzas:
Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel de los hijos. (...) La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal 712.
En la base de este consejo late el espíritu de filiación divina. San Josemaría contempla la Paternidad de Dios que condesciende con sus hijos, les revela su amor, les permite tratarle con confianza, les ofrece su amistad por medio del Hijo Unigénito (cfr. Jn 15, 15) y confía en su libertad. De la Paternidad divina procede la paternidad humana (cfr. Ef 3, 14-15). Si los padres se dejan iluminar por esta realidad, si ellos mismos son conscientes de su filiación, acertarán a educar a los hijos que Dios les ha confiado.
Son muy numerosas las consecuencias prácticas de este modo de ejercer la paternidad que san Josemaría propone. Mencionamos solamente una, a modo de ejemplo. Después de hablar a los padres cristianos sobre la transmisión de la fe a los hijos 713, les recuerda que han de respetar su libertad cuando llega el momento en que han de decidir sobre su propia vida. Les invita a ayudarles con su ejemplo y su consejo, y a dar gracias a Dios si los hijos responden a la llamada divina a la santidad, aun cuando sea por un camino que no esperaban (como la entrega a Dios en el celibato apostólico, o en el sacerdocio).
Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. (...) Pero el consejo no quita la libertad (...). Llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. (...) Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad 714.
Hay otros muchos aspectos de esas enseñanzas sobre las relaciones "dentro" de la familia a los que no aludimos por razones de espacio. Añadimos sólo, por lo que se refiere al trato de los hijos con los padres, que san Josemaría exhorta a vivir exquisitamente el cuarto mandamiento de la Ley divina, con una expresión cordial típica de su talante: El mandamiento de amar a los padres es de derecho natural y de derecho divino positivo, y yo lo he llamado siempre "dulcísimo precepto". –No descuides tu obligación de querer más cada día a los tuyos, de mortificarte por ellos, de encomendarles, y de agradecerles todo el bien que les debes 715.
Dentro del hogar, el esposo y la esposa –el padre y la madre–, no tienen idéntico cometido sino funciones complementarias. Desde luego, san Josemaría asume los aspectos positivos de una cultura que ha superado planteamientos de sabor patriarcal, en los cuales las tareas del hogar eran competencia exclusiva de la mujer. Apremia a los maridos para que no se desentiendan de los quehaceres domésticos y valora positivamente que la mujer goce de iguales posibilidades profesionales que el varón en las sociedades modernas, como vimos más arriba. Pero al mismo tiempo defiende la riqueza de la diversidad, resaltando especialmente la aportación original de la mujer al bien de la familia. El hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una gran función humana y cristiana 716. No comparte la idea de que la mujer haya de alcanzar su perfección sólo fuera del hogar: como si el tiempo dedicado a su familia fuese un tiempo robado al desarrollo y a la madurez de su personalidad 717. Defiende la dignidad del trabajo del hogar, haciendo notar que se trata nada menos de la tarea que desempeñó la Madre de Dios 718 y que es un trabajo particularmente adecuado para alcanzar la perfección humana y cristiana.
La atención prestada a su familia será siempre para la mujer su mayor dignidad: (...) en su trabajo por crear en torno suyo un ambiente acogedor y formativo, la mujer cumple lo más insustituible de su misión y, en consecuencia, puede alcanzar ahí su perfección personal 719.
Sostiene que el trabajo del hogar es un trabajo profesional 720, que requiere unas aptitudes peculiares y reclama una adecuada preparación técnica y humana. Se trata además de una tarea que no sólo es en sí misma una función social, sino que puede ser fácilmente la función social de mayor proyección 721. Preconiza que sea valorada en la sociedad como verdadero trabajo profesional, con todo lo que esto lleva consigo en la legislación y en la organización social 722.
No podemos detenernos a desarrollar estos y otros aspectos del tema. Terminamos con unas palabras que resumen cómo ve san Josemaría los hogares en los que se santifica la convivencia familiar:
Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia 723.
Los ve así, porque en ellos resplandece la verdad del amor que alegra los corazones.
La familia no es una realidad cerrada en los muros del hogar. Es "célula originaria" 724 de la sociedad, "el cañamazo de la relaciones interpersonales" 725 y "manantial primario de servicios personalizados" 726. Su vida no es independiente del cuerpo social del que forma parte, lo mismo que las células de un organismo no son autónomas, aunque tengan una vida interna propia. La sociedad repercute profundamente en la familia. La estabilidad del matrimonio, la educación de los hijos y los demás aspectos del hogar, necesitan un entorno social adecuado para su normal desarrollo.
La santificación de las relaciones familiares exige tratar de configurar desde la familia la vida social, de modo que favorezca la unidad e indisolubilidad del matrimonio, el respeto a la vida humana desde la concepción, la formación de familias numerosas, la educación de los hijos y todo lo que beneficie a los núcleos familiares. Conformarse con un medio ambiente hostil a la familia, sería como despreocuparse de la contaminación del aire pensando que basta cerrar las ventanas de la propia casa para evitar sus efectos.
A los que están casados, san Josemaría les propone el ejemplo de las familias de los tiempos apostólicos (...). Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico 727. Se refiere directamente a esa parte de la misión apostólica de la familia que consiste en difundir a su alrededor la semilla del Evangelio, con su ejemplo y con el empeño de transmitir formación cristiana a otras familias. Pero el horizonte de ese influjo es muy ancho: se extiende a la transformación de las estructuras de la sociedad civil, con el fin de que sirvan al bien de la persona y de la familia.
Todo esto forma parte de la misión de santificar el mundo desde dentro y, por eso, es tarea propia de todos los fieles laicos, no sólo de los que están casados. Es patente que a través de la enseñanza pública o privada, de la política, de la información, de la medicina, etc., se puede contribuir de diversas maneras a que las realidades familiares se constituyan en la sociedad según el querer de Dios. Y para esta contribución de acuerdo con la vocación laical, no es necesario haber contraído matrimonio. También pueden servir a este ideal, y con gran fuerza, los laicos que han sido llamados por Dios al celibato apostólico. Unos y otros, célibes y casados, lo harán según los dones recibidos de Dios y las circunstancias en que se encuentren.
Un aspecto de la configuración de la sociedad en bien de la familia, al que se refiere con frecuencia san Josemaría, es el de las escuelas –públicas o privadas– donde los hijos reciben educación fuera del hogar. Como principio básico señala a los padres que el colegio tiene que ser una ampliación de vuestro hogar. Por lo tanto, allí no deben enseñar nada que vaya contra vuestra fe 728. Los padres tienen el derecho irrenunciable a que se proporcione a sus hijos una educación que no contradiga la formación que reciben en la familia. Ejercer este derecho es también un grave deber. Si se trata de centros que no imparten formación religiosa –como sucede en las escuelas públicas de numerosos países– o de otras en las que esa formación (y quizá también el ambiente moral) es deficiente, será necesario un especial seguimiento por su parte para que la situación no acabe dañando la fe y deformando la conciencia moral de los hijos 729.
En todo caso, san Josemaría aconsejaba a los padres que considerasen la posibilidad de crear ellos mismos escuelas donde los hijos reciban una formación humana y cristiana en plena sintonía con la que ellos desean transmitirles. Escuelas abiertas a todos, también a los no cristianos, en las que se respete la libertad de los padres que no quieren para sus hijos instrucción en la doctrina católica, pero en la que se ofrezca una sólida educación en la fe a quienes la desean. Centros de enseñanza, en este sentido, efectivamente católicos pero no confesionales 730.
En consonancia con estos principios, proponía la siguiente orientación de fondo:
Dentro de las leyes del país, los padres de familia os podéis organizar y preparar colegios, en los que la parte principal la forman los padres, después está el profesorado, y finalmente los alumnos 731.
Estas cuestiones sobre la dimensión social de las realidades familiares nos sitúan ya en la frontera de la santificación de las realidades sociales que veremos en el apartado siguiente.
El cristiano llamado a santificar el mundo desde dentro, no puede limitarse al trabajo profesional y a la vida familiar. Su existencia está inmersa en un conjunto de vínculos sociales que nacen de la condición de ciudadano y que son igualmente materia de santificación: en primer lugar, sus relaciones con el Estado, no necesariamente ligadas a las actividades profesionales o a los quehaceres familiares, de las que ya hemos hablado; después, toda una gama de relaciones entre los ciudadanos –ya sea de persona a persona, o de un ciudadano con una empresa como puede ser un periódico, o una cadena de televisión, o un club deportivo, etc.–, que surgen por múltiples razones, de vecindario, de descanso, de consumo de bienes y de servicios, o de intereses de diverso tipo con ocasión de las mil contingencias de la vida.
Unas veces, esas relaciones son únicamente ocasión de trato personal y de la amistad que surge de ese trato: amistad que alcanza su más noble sentido cuando es cauce de santificación personal y de apostolado 732. Otras veces las relaciones sociales trascienden esa esfera, dando lugar a iniciativas externas que repercuten en la sociedad: desde hacer pública la propia opinión sobre un asunto a través de los medios de comunicación, hasta la creación de asociaciones o la participación en ellas, para llevar a cabo proyectos de distinto género: asistenciales, sociales, culturales, etc., y también religiosos.
Estas distinciones nos permiten delimitar el presente apartado. Vamos a hablar sólo de la santificación de las realidades sociales que pueden nacer de la condición de ciudadano. Conviene no olvidar que nos hemos referido ya al influjo del trabajo profesional y de la familia en la conformación de la sociedad. Lo que diremos ahora completa, prolonga y concluye esa línea: es otro ámbito de santificación personal y otro cauce del que dispone el cristiano para llevar a cabo su misión apostólica.
Cuando san Josemaría habla de este tema no se detiene a explicar cómo esas actividades sociales se convierten en oración personal. Se centra en mostrar la importancia que tienen para la vida cristiana y la transformación del mundo. Nos parece que lo hace así por dos motivos. En primer lugar, porque todo lo que enseña sobre la conversión del trabajo en oración se aplica también a estas actividades y no es necesario repetirlo de nuevo (de hecho, algunas de las actividades sociales a que nos referimos pueden ejercerse también como trabajo profesional). En segundo lugar, porque existe el peligro de ver estas actividades como superfluas o al menos como accesorias, en comparación con las profesionales y familiares que serían las únicas necesarias e imprescindibles. Aunque efectivamente hay un orden entre los deberes, y se comprende que los laborales y domésticos absorban gran parte de las energías disponibles, también los sociales tienen gran importancia y sería individualismo despreciarlos.
Veamos primero cómo san Josemaría estimula la libre participación en la vida social. Después nos referiremos a una categoría concreta de actividades.
Es notable el empeño de san Josemaría por hacer ver que no hay –no existe– una contraposición (...) entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos 733. Los deberes y derechos inherentes a la condición de ciudadanos no constituyen una esfera ajena a la vida espiritual, porque son Voluntad de Dios: materia de santificación y campo de apostolado.
El apostolado específico que habéis de realizar lo lleváis a cabo como ciudadanos, con una plena y sincera fidelidad al Estado, conforme a la doctrina evangélica y apostólica (cfr. Mt 22, 15-22;Mc 12, 13-17;Lc 20, 20-26;Rm 13, 1-7); con fiel obediencia a las leyes civiles; observando todos los deberes cívicos, sin sustraeros al cumplimiento de ninguna obligación y ejercitando todos los derechos, en bien de la colectividad, sin exceptuar imprudentemente ninguno 734.
San Josemaría no se limita a afirmar que las actividades apostólicas deben realizarse en el marco de las leyes civiles. Esto se da por supuesto. El acento lo pone más bien en la primera frase: "el apostolado lo lleváis a cabo como ciudadanos". Vida cristiana y vida cívica no son esferas excluyentes. No hay contraposición entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste 735. El progreso temporal de la sociedad no es el fin último de la vida cristiana, pero su búsqueda es camino de santificación personal y medio para configurar la sociedad según el querer de Dios 736.
Procura formar en los fieles una honda conciencia ciudadana que les lleve a sentirse responsables del bien común, por razones humanas y cristianas, bajo la luz de la fe y movidos por el amor a Jesucristo, como "ciudadanos dignos del Evangelio" (Flp 1, 27). En condiciones normales de libertad civil, la misión de santificar la sociedad desde dentro requiere dejar que se manifieste con naturalidad la propia condición de cristiano. Por eso exhorta: Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe 737. Ha de ser un comportamiento adecuado a la secularidad y a la mentalidad laical: sin ostentaciones, "sin rarezas, ni signos distintivos (...), pero testimoniando con las obras la propia condición cristiana" 738.
Anima decididamente a buscar el progreso social disipando el temor a emplear en esa empresa energías que deberían dedicarse sólo a Dios, como si se tratara de metas contrapuestas. Subraya que un hijo de Dios no puede permanecer indiferente ante un mundo que no es cristiano ni siquiera humano. Porque muchos hombres no han llegado todavía a alcanzar aquellas condiciones de vida –en el orden temporal– que permiten el desarrollo del espíritu 739.
No admite tampoco recelos para colaborar activamente en organizaciones sociales, públicas y privadas, que tengan un fin noble y se sirvan de medios lícitos, poniendo al menos tanto interés y esfuerzo como quienes trabajan ahí con ideales meramente terrenos.
Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar "sin miedo" en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad 740.
Precisamente los cristianos han de dar "alma" a esas organizaciones y elevarlas al servicio del bien integral de las personas. Por eso alienta, dirigiéndose a cada uno:
Con libertad, y de acuerdo con tus aficiones o cualidades, toma parte activa y eficaz en las rectas asociaciones oficiales o privadas de tu país, con una participación llena de sentido cristiano: esas organizaciones nunca son indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres 741.
En este tema, "la conexión entre el principio de libertad y el de participación es sin duda la idea más presente en las reflexiones de san Josemaría" 742. Cuando apremia a participar activamente en la vida social, no da instrucciones ni consignas: simplemente impulsa a emplear la libertad cívica para intervenir en la configuración de la vida social, según las posibilidades y preferencias de cada uno. Advierte que esa intervención requiere una formación adecuada, pero tal formación no tiene por objeto "la comunicación de soluciones concretas prefabricadas e irreformables, cerradas al diálogo constructivo. Formar es más bien promover una sensibilidad hacia las exigencias del bien común, así como estimular un pensamiento que, a la luz de la fe, permita progresar en la comprensión de la realidad y del cambio social" 743.
Se ha escrito que "una vida que responde al mensaje de Cristo no es para Escrivá una vida apolítica. Exige que cada cristiano se dedique sin tregua a la libertad, la paz y la justicia" 744. Esto es cierto (aunque habría que añadir también otros aspectos más materiales, como el progreso científico y el desarrollo económico), pero san Josemaría indica también algunos medios necesarios para alcanzar esos ideales. Por ejemplo, haciéndose eco de la doctrina de la Iglesia, escribe:
Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas 745.
En este campo destaca significativamente el papel de la mujer:
En virtud de las dotes naturales que le son propias, la mujer puede enriquecer mucho la vida civil. Esto salta a la vista, si nos fijamos en el vasto campo de la legislación familiar o social. Las cualidades femeninas asegurarán la mejor garantía de que habrán de ser respetados los auténticos valores humanos y cristianos, a la hora de tomar medidas que afecten de alguna manera a la vida de la familia, al ambiente educativo, al porvenir de los jóvenes 746.
Hoy día es habitual que las mujeres ocupen puestos relevantes en la vida social, política y económica de las sociedades modernas, pero en el contexto en que se movía san Josemaría era, al menos inicialmente, muy poco frecuente. Sin embargo, percibió con claridad que, para santificar la sociedad desde dentro, era decisiva la intervención de las mujeres y la promovió intensamente, pero no a costa de menguar su función en la familia ni, menos aún, como reivindicación de una "liberación del hogar". Para él, los dos ámbitos están en continuidad, no en oposición, como ya hemos visto.
"En seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó" (Ex 20, 11). La doctrina de la Iglesia ha aplicado tradicionalmente este texto al deber-derecho de descansar: "Así como Dios "cesó el día séptimo de toda la tarea que había hecho" (Gn 2, 2), la vida humana sigue un ritmo de trabajo y descanso" 747. El hombre ha de trabajar, participando en el poder creador de Dios, e, imitando a Dios, debe también descansar.
El mensaje de san Josemaría revaloriza el trabajo humano, precisamente en un contexto social en el que se busca ampliar los espacios del tiempo libre. "En nuestra sociedad postindustrial del tiempo libre ha irrumpido una espiritualidad [la enseñanza de san Josemaría] que hace del trabajo mismo un medio y materia de contemplación, algo ciertamente sorprendente" 748. Esto ha sido posible porque "la revaloración del trabajo va inseparablemente unida a una no menos neta delimitación de su importancia. El trabajo no es glorificado en sí mismo. No es el nuevo dios mundano al que el hombre debe sacrificar la vida" 749. El descanso no es una eventualidad opcional; es un deber de ley moral natural y un precepto de la Iglesia, establecido como parte constitutiva de la santificación de las fiestas 750.
Señalemos sintéticamente las características principales de las enseñanzas de san Josemaría en este tema específico:
– Para un cristiano el descanso no debe consistir en el simple ocio. No se ha de entender negativamente, sino como una actividad positiva. El descanso no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo 751. El "descanso de Dios" al concluir la creación no es inactividad. Se lee en la Escritura, en el contexto de la obra creadora, que Dios juega con el orbe de la tierra y que sus delicias son estar con los hijos de los hombres: "ludens in orbe terrarum, et deliciae meae esse cum filiis hominum" (Prv 8, 31) 752. También el descanso del hombre se puede ver como una actividad recreativa, un juego, y no como la simple abstención del trabajo.
– En la vida presente, la razón de ser del descanso es el trabajo, no al revés. Se descansa para trabajar, no se trabaja para descansar (para obtener los medios económicos que permitan entregarse al ocio). Siempre he entendido el descanso como apartamiento de lo contingente diario, nunca como días de ocio. Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual 753. Por eso san Josemaría estima que la distracción y el descanso son tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo 754. También por eso puede exhortar a "trabajar sin descanso" 755, ya que el descanso en esta tierra se ordena al trabajo.
– De ahí que el descanso sea positivamente materia de santificación. No es sólo una exigencia de la santificación de las fiestas (un dejar de trabajar que permite dedicar tiempo al culto divino), sino una actividad que ha de ser santificada. Del mismo modo que el cristiano puede "trabajar en Cristo" –vivir la vida de Cristo en el trabajo–, igualmente puede "descansar en Cristo". Esta expresión se puede referir al descanso eterno, pero también se aplica al descanso en esta tierra. "Descansar en Cristo" significa, por una parte, abandonar en Él todas las preocupaciones (Mt 11, 28-30), y esto es posible en todo momento, incluso en medio del trabajo. Por otra parte, se puede referir a los tiempos dedicados específicamente al descanso, y entonces "descansar en Cristo" significa buscar en esos momentos la unión con Él, a la que el mismo Señor invita cuando dice a los Apóstoles: "Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco" (Mc 6, 31) 756. Jesús, que no rechazaba el descanso que le ofrecían sus amistades 757, quiere que los suyos descansen con Él. La unión con Cristo no debe conocer pausas. El descanso no es una evasión de la realidad.
Con estos planteamientos, san Josemaría se interesa por las actividades de descanso y distracción, para que sean, por su mismo objeto, materia de santificación en vez de lo contrario. Urge recristianizar las fiestas y costumbres populares. –Urge evitar que los espectáculos públicos se vean en esta disyuntiva: o ñoños o paganos. Pide al Señor que haya quien trabaje en esa labor de urgencia, que podemos llamar "apostolado de la diversión" 758.
Todos pueden contribuir a esta labor apostólica, pero de modo primario aquellos cuyo trabajo profesional tiene por objeto hacer descansar a otros o incluye de algún modo esta finalidad: por ejemplo, la promoción de espectáculos, el entretenimiento, el deporte, el turismo, etc. En algunas de estas profesiones está fuertemente implicada la creación artística, como en la música, el cine o el teatro, actividades que tienen un valor y un sentido que trasciende el simple entretener o hacer descansar al público. Pero eso no impide que puedan cumplir también esta otra función y, de hecho, no pocas veces la buscan expresamente los mismos artistas o los profesionales de la gestión de obras de arte. Es evidente, en todo caso, su importancia de cara a la cristianización de la sociedad, no menor a veces de la que puedan tener las actividades políticas, la información, o la educación 759.
Entre las actividades temporales, consideradas como materia de santificación, el trabajo profesional ocupa, en las enseñanzas de san Josemaría, un lugar peculiar. Lo considera el "eje" en el que se apoya la santificación en medio del mundo, como la puerta en el quicio o gozne en torno al cual gira.
Afirma, por ejemplo, que la vida espiritual que predica se apoya, como en su quicio, en el trabajo ordinario, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo 760. En otro momento escribe que el trabajo es el eje sobre el que giran nuestra santidad y nuestro apostolado 761. Y también se expresa del siguiente modo: el quicio, el gozne sobre el que se apoya y gira la espiritualidad del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario 762.
Que no aplique a las relaciones familiares y sociales los términos "eje", "quicio" o "gozne" de la santificación y del apostolado, no significa que tengan menos relieve que el trabajo. La importancia o prioridad de un deber depende del orden de la justicia y de la caridad, no de su tipificación como profesional, social o familiar. Así como el eje o el quicio de una puerta no es más importante que la puerta misma, aunque cumpla una función necesaria, tampoco se puede decir que los deberes del trabajo profesional tengan prioridad sobre los que provienen de la familia y de la sociedad. El trabajo es solamente un elemento al servicio de las demás actividades. ¿De qué vale un eje sin puerta? Pues lo mismo ocurre con un trabajo profesional aislado del conjunto de la vida, es decir, fuera del entramado de actividades que componen la santificación en medio del mundo. A la vez, así como una puerta no puede girar sin un eje, tampoco se puede santificar la vida familiar y social si se abandona voluntariamente el trabajo.
En las enseñanzas de san Josemaría, el trabajo profesional y los deberes familiares y sociales no entran en conflicto. "Santificar la vida ordinaria y santificar el trabajo –el trabajo profesional– son realidades solidarias entre sí, de manera que se reclaman la una a la otra" 763. Son elementos inseparables de la "unidad de vida" que ha de caracterizar la búsqueda de la santidad en medio del mundo 764.
Es propio de cualquier espiritualidad laical considerar estos elementos como materia de santificación, pero la articulación entre ellos se puede plantear de diversos modos 765. En el caso de san Josemaría, poner la santificación del trabajo como eje de la vida espiritual es un rasgo específico de su enseñanza que marca –así lo ve Antonio Aranda– "un hito en la espiritualidad cristiana" 766.
De esta especificidad tenía una aguda conciencia, como manifiestan las siguientes palabras dirigidas a los fieles del Opus Dei:
Dentro de la espiritualidad laical, la peculiar fisonomía espiritual, ascética, de la Obra aporta una idea, hijos míos, que es importante destacar. Os he dicho infinidad de veces, desde 1928, que el trabajo es para nosotros el eje, alrededor del cual ha de girar todo nuestro empeño por lograr la perfección cristiana. (...) Y, a la vez, ese trabajo profesional es eje alrededor del cual gira todo nuestro empeño apostólico 767.
¿Se deduce esa centralidad del simple hecho de que el trabajo es, por lo general, la actividad en la que más tiempo se emplea? ¿O estamos, en cambio, ante un principio cimentado en la naturaleza misma del trabajo profesional y de la función que le corresponde en la santificación del mundo?
Los textos de san Josemaría imponen claramente esta última lectura. Hacer de la santificación del trabajo el eje de la vida espiritual no es un mero consejo práctico para evitar que la mayor parte del día sea periférica en la vida espiritual. Es una cuestión de principio, a la que alude cuando escribe que los quehaceres familiares y sociales se centran alrededor del trabajo profesional, factor fundamental por el que la sociedad civil cualifica a los ciudadanos 768. Puesto que la misión de los laicos es santificar la sociedad desde dentro, y el trabajo profesional es el "factor fundamental" que determina su posición en ella, se puede intuir que no es un capricho considerarlo como eje de la vida espiritual.
Veamos para comenzar cómo explica José Luis Illanes este punto: "¿Por qué razones, entre el conjunto de realidades que integran el existir en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias del vivir de los hombres, el Fundador del Opus Dei privilegió al trabajo? (...) No al trabajo entendido de forma genérica e imprecisa, sino, mucho más concreta y específicamente, al trabajo profesional (...), el trabajo visto en la plenitud de sus dimensiones antropológicas y sociales (...). El trabajo profesional connota la vida ordinaria en su totalidad, vista a partir de uno de los factores o elementos que más honda y radicalmente contribuyen a estructurarla y dotarla de osamenta. Más aún, de un factor o elemento que, incidiendo fuertemente en la persona –el hombre crece y madura en el trabajo–, redunda a la vez en el configurarse y crecer de las sociedades" 769.
Estas palabras –sobre todo la frase que destacamos en cursiva– apuntan sin duda en la dirección correcta, pero es necesario completarlas, formulando el planteamiento de modo más explícito. Hasta ahora no hay estudios que se ocupen directamente del tema. Adelantamos aquí una posible línea de explicación.
De entrada, una observación terminológica. San Josemaría no quiere decir que "el trabajo profesional es el eje de las actividades del ciudadano corriente", como si presentara una tesis filosófica o sociológica, sino que la santificación del trabajo profesional es el eje de la santificación de todas esas actividades. Establece así una tesis teológica (de teología espiritual): que la santificación personal en medio del mundo y la santificación del mundo desde dentro se apoyan en el quicio o perno de la santificación del trabajo profesional. Por ejemplo, escribe a quienes siguen el camino de santidad que enseña, que el trabajo es el eje, alrededor del cual gira la propia santificación personal –la de cada uno– y toda su labor apostólica 770 y afirma que su mensaje de vida espiritual tiene su quicio en la santificación del trabajo profesional 771.
Veamos ahora las razones de este planteamiento. Consideremos primero la santificación del mundo desde dentro y, después, la santificación personal.
Para llevar a cabo la santificación del mundo desde las mismas entrañas de la sociedad civil 772, es esencial santificar la familia, "origen y fundamento de la sociedad humana", y su "célula primera y vital" 773. Puesto que la sociedad, a su vez, no es un simple conjunto de familias, sino que tiene una organización, estructura y vida propias, reclama, para ser informada con el espíritu del Evangelio, que se santifiquen no sólo las familias sino también las relaciones de los ciudadanos entre sí y con el Estado. El cumplimiento acabado de los deberes familiares y sociales –que son materia de santificación– no resulta, sin embargo, posible sin el desempeño del trabajo profesional, que es, como sabemos, vínculo de unión con los demás hombres (...) medio para contribuir al progreso de la humanidad entera (...) fuente de recursos para sostener a la propia familia 774. Aunque la santificación del trabajo no basta para que la vida familiar y social se desarrollen según el querer de Dios, contribuye a lograrlo: sirve para que se ordenen a Dios los quehaceres familiares y sociales, como el eje bien montado y lubrificado sirve a la puerta para girar con normalidad.
Pero esto no es todo. La santificación del trabajo es más que apoyo del cumplimiento de los deberes familiares y sociales: contribuye a la transformación cristiana de la sociedad también directamente, ya que las diversas actividades profesionales la estructuran y configuran decisivamente. La santificación del trabajo proporciona de este modo a las relaciones familiares y sociales un marco adecuado dentro del cual pueden realizarse y prosperar cristianamente.
Pasemos ahora a la santificación personal en medio del mundo. ¿Por qué gira también alrededor de la santificación del trabajo profesional? Porque el trabajo santificado ordena la persona a Dios en aspectos profundos que "preceden" a la vida familiar y social, a los que esa misma vida familiar y social deben servir. San Josemaría se refiere a esas dimensiones personales-individuales cuando, después de decir que el trabajo es vínculo de unión con los demás hombres y fuente de recursos para la propia familia, añade que es ocasión de perfeccionamiento personal 775. Hay aspectos de este perfeccionamiento que no proceden de la santificación de la vida familiar y social. Al santificar el propio trabajo, la persona se perfecciona en dimensiones individuales que no surgen de la vida familiar y social, aunque reciben un imprescindible apoyo de la convivencia humana.
En este sentido, el último Concilio ha afirmado que "el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social" 776. Entre las "instituciones sociales" se incluyen, como el Concilio indica en el mismo documento, "la familia y la comunidad política, que responden más inmediatamente a la íntima naturaleza del hombre" 777. En definitiva, la familia y la sociedad se ordenan totalmente al bien de la persona, que tiene necesidad de la vida social y ha de buscar el bien de la familia y de la sociedad; sin embargo, la persona no se ordena a ese bien con todo su ser y su obrar. En sentido estricto se ordena totalmente sólo a la unión con Dios, a la santidad 778.
Es coherente afirmar que corresponde a la santificación del trabajo, dentro del conjunto de las actividades humanas, la función de "eje" porque, en sí misma, sirve a la ordenación total de la persona a Dios. Contribuye a ordenar cristianamente la vida familiar y social, pero apunta ante todo a la identificación personal con Cristo a través del perfeccionamiento completo de las dimensiones individuales de la persona, ya que el trabajo reclama el ejercicio de todas las virtudes. "El trabajo, en cuanto trabajo profesional –observa Illanes– no es mera ocupación de alguna o algunas de las facultades humanas, tarea que roza sólo tangencialmente a la persona, sino actividad que compromete, radicalmente y desde el interior, a aquél que la lleva a cabo, y, en consecuencia, actividad en cuyo desarrollo los aspectos objetivos y los subjetivos, los productivos –por así decir– y los personalizantes, están íntimamente compenetrados" 779. La santificación de los quehaceres familiares y sociales gira alrededor del trabajo en el sentido de que se orienta a que el cristiano se identifique con Cristo en su trabajo y glorifique a Dios transformando el mundo.
Lo anterior no es más que un esbozo de explicación, que tendrá que ser completada, matizada y quizá corregida. En todo caso nos parece importante repetir que la tesis de san Josemaría, que hace de la santificación del trabajo profesional el eje de la santificación de las demás actividades del cristiano en medio del mundo, no implica dar prioridad al trabajo sobre la familia o sobre las relaciones sociales. El trabajo no es lo más importante; es sólo el quicio de la santificación en la vida ordinaria.
* * *
1. Visión positiva del mundo y afán de santificarlo. En la dirección espiritual es importante fomentar una visión positiva y optimista de las realidades humanas como materia de santificación, fundada en la convicción de que el mundo es bueno, aunque está manchado por el pecado. Conviene tomar conciencia de que Dios ha creado esas realidades para que las santifiquemos. Son "herencia" de los hijos de Dios. "Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios" (1Co 3, 22-23). Pero es una herencia que hay que conquistar. Entrar en posesión de ella es santificar las realidades temporales.
"La creación entera anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19). Todas las actividades humanas nobles –el arte, el progreso científico y técnico, los medios de comunicación, la enseñanza, etc.–, están esperando que los hijos de Dios las eleven a la gloria de Dios. Si las dejan en manos de quienes las degradan, se vuelven contra ellos mismos. Cabe descubrir este sentido en las palabras de Jesús: "No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y al revolverse os despedacen" (Mt 7, 6).
Muchas realidades materiales, técnicas, económicas, sociales, políticas, culturales..., abandonadas a sí mismas, o en manos de quienes carecen de la luz de nuestra fe, se convierten en obstáculos formidables para la vida sobrenatural: forman como un coto cerrado y hostil a la Iglesia. Tú, por cristiano –investigador, literato, científico, político, trabajador...–, tienes el deber de santificar esas realidades. Recuerda que el universo entero –escribe el Apóstol– está gimiendo como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios 781.
2. Realismo y confianza en Dios. No se puede ignorar el pecado. La santificación de las realidades terrenas exige luchar contra la inclinación al mal dentro de uno mismo y afrontar las consecuencias del pecado en el mundo, en particular la oposición de "los que se comportan como enemigos de la cruz de Cristo" (Flp 3, 18). Hay que contar con esas resistencias. "En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). Las dificultades no deben empañar en un hijo de Dios la seguridad de que puede santificar el mundo, con la gracia del Espíritu Santo.
Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera (Ga 5, 9). Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas –de cien, las cien–, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación 782.
3. Rehusar el aburguesamiento. A lo largo del camino –del vuestro y del mío– solamente veo una dificultad, que tiene diversas manifestaciones, contra la cual hemos de luchar constantemente (...). Esa dificultad es el peligro del aburguesamiento, en la vida profesional o en la vida espiritual 783. Para quien ha sido llamado por Dios a santificarse en medio del mundo, el peligro más inmediato es, efectivamente, el de ceder a la tentación de "servir a dos señores" (Mt 6, 24), a Dios y a los bienes de este mundo, haciendo componendas y desistiendo del heroísmo en la santidad.
Para combatir este peligro es preciso cultivar, junto con el amor al mundo, el desprendimiento radical de los bienes temporales, empleándolos como medios para la unión con Dios y el servicio a los demás. El cristiano ha de vivir de cara a la eternidad. "El tiempo es corto; por tanto, en lo que resta, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen; y los que lloran, como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutasen. Porque pasa la apariencia de este mundo" (1Co 7, 29-31). Estar inmerso en las actividades temporales (lo cual es necesario para santificarlas) y vivir de cara a la eternidad no son actitudes opuestas. San Josemaría las funde en un programa de vida que sintetiza con estas palabras: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios 784.
La profesión u oficio es el ámbito natural de nuestro apostolado y, por tanto, el punto de encuentro constante con Dios, el terreno para nuestro diálogo divino y para nuestra lucha interior. Revelaría un síntoma indudable de tibieza que nuestro trabajo ordinario se transformara en campo para satisfacciones de afirmación personal, de influjo a lo humano, de mundano progreso 785.
Consecuencia importante es que si, en un caso concreto, algún bien de la tierra se convirtiera en obstáculo para la unión con Dios, no habría que dudar en apartarlo: "Si tu mano o tu pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti. Más te vale entrar en la Vida manco o cojo, que ser arrojado al fuego eterno con las dos manos o los dos pies. Y si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y tíralo lejos de ti. Más te vale entrar en la Vida tuerto, que ser arrojado al fuego del infierno con los dos ojos" (Mt 18, 8-9). Esta lección del Señor –lección de amor a Dios y de verdadera libertad– es parte esencial del bagaje de disposiciones que ha de tener un cristiano para santificarse en medio del mundo. San Josemaría recalca constantemente que estar en el mundo y ser del mundo no quiere decir ser mundanos 786.