Vida cotidiana y santidad
en la enseñanza de San Josemaría

CAPÍTULO TERCERO
Edificar la Iglesia: santificación y apostolado

1. VISIÓN DE LA IGLESIA EN SAN JOSEMARÍA
1.1. A la luz del 2 de octubre de 1928
1.2. El contexto teológico
1.3. La Iglesia "enraizada en la trinidad". Comunión de los Santos
1.4. La Iglesia, "Cristo presente entre nosotros". Cuerpo místico
1.5. La iglesia, "sacramento de la presencia de Dios en el mundo"
1.6. La iglesia, "pueblo de Dios"
1.7. La iglesia "una, santa, católica y apostólica, animada por el Espíritu Santo"
2. COOPERAR CON EL ESPÍRITU SANTO EN LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA
2.1. El espíritu santo edifica la Iglesia
2.2. La cooperación del cristiano en la edificación de la Iglesia. Santificación y apostolado
2.3. Un modo específico de edificar la Iglesia
3. LA SANTA MISA, "CENTRO Y RAÍZ" DE LA VIDA CRISTIANA
3.1. Santa Misa y edificación de la Iglesia
3.2. Dos sentidos de la Misa como "centro y raíz" de la vida cristiana
      3.2.1. La participación en la celebración litúrgica de la Misa
      3.2.2. Hacer del día una misa: "almas de Eucaristía"
4. "A JESÚS POR MARÍA"
4.1. "María edifica continuamente la Iglesia"
4.2. Acudir a la mediación materna de María
Algunas aplicaciones prácticas

Reflexión conclusiva de la Parte I



CAPÍTULO TERCERO
Edificar la Iglesia: santificación y apostolado

Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!,
¡todos, con Pedro, a Jesús por María!
(Es Cristo que pasa, 139)

Las dos expresiones del fin último de la vida cristiana que hemos visto en los capítulos anteriores –"dar gloria a Dios" y "buscar que Cristo reine"–, sólo pueden comprenderse acabadamente si se relacionan con la tercera, a la que ambas conducen. Así lo expresan las palabras de san Josemaría: Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María 1. Sin esta aspiración, el afán de dar gloria a Dios y de contribuir al reinado de Cristo no encontraría cauce para su realización, no sería amor auténtico. A su vez, esta tercera aspiración –"Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!"– de tal modo presupone las otras dos que resultaría ininteligible sin ellas. No tendría sentido si no apuntara a que Cristo reine y a que sea dada a Dios toda la gloria. El presente capítulo completa los dos anteriores no como se prolonga una línea añadiendo un segmento más, sino como las palabras finales de una frase que permiten comprender su entero significado.

La jaculatoria "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!" se encuentra frecuentemente en los Apuntes íntimos de san Josemaría desde 1931, y en otros muchos escritos a lo largo de su vida 2. Por lo que se refiere a sus orígenes, parece que el primero en usar la expresión "ad Iesum per Mariam" es, según Roschini 3, Godofredo de Vendome (†1132) que escribe: "Ad matrem ipsius et per ipsam ad Iesum recurramus" 4. A partir del siglo XVIII, la doctrina de "ir a Jesús por María" se difunde gracias a san Luis María Grignion de Montfort (1673-1716) 5. No hemos encontrado, sin embargo, la jaculatoria completa (con el "omnes cum Petro") con anterioridad a san Josemaría.

Las tres expresiones juntas reflejan adecuadamente el fin último de la vida cristiana, ese acto trascendental que ha de estar presente en todo el obrar para que tenga plenitud de sentido. El fin último es siempre la glorificación de Dios, que se realiza por la unión sobrenatural con Él (la participación en la vida trinitaria). Para hacerla posible, Dios ha enviado al mundo a su Hijo y al Espíritu Santo. El capítulo precedente tuvo como base la "misión" del Hijo, enviado por el Padre para establecer su Reino. En cumplimiento de esa misión, el Hijo hecho hombre ha fundado la Iglesia como "germen e inicio" 6 de su reinado en la tierra. La base del presente capítulo será la "misión" del Espíritu Santo, lazo de amor entre el Padre y el Hijo 7, enviado por el Padre y el Hijo como fruto de la Cruz 8, para atraer a todos los hombres a la unión con Cristo en la Iglesia. No se puede comprender la misión del Hijo sin la del Espíritu Santo, y viceversa. Ambos han sido enviados para obrar conjuntamente nuestra salvación: se trata de dos misiones distintas por su origen, que forman una unidad por su término 9. De ahí que, así como dar gloria a Dios comporta querer que Cristo reine, buscar el reinado de Jesucristo implica cooperar con el Paráclito en la atracción de todos los hombres a la Iglesia. Viceversa, "construir la universalidad efectiva de la Iglesia ("Omnes cum Petro ad Iesum...") es edificar el Reino de Cristo, para la gloria de Dios ("Regnare Christum volumus", "Deo omnis gloria")" 10.

La expresión "todos con Pedro a Jesús por María" no hace mención explícita de la Iglesia, pero apunta claramente a ella. Esto resulta evidente en las mismas palabras de la jaculatoria (y, como es lógico, en los textos de san Josemaría 11). La Iglesia está representada por la referencia al Apóstol al que dijo Jesús: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). "Pedro", en la jaculatoria que comentamos, no es sólo el primero de los Apóstoles sino también el "Sucesor de Pedro", el Romano Pontífice, cabeza visible de la Iglesia en la tierra.

También se puede ver una referencia a la Iglesia en la doxología de la Plegaria Eucarística, que san Josemaría cita cuando enlaza la gloria de Dios con el reinado de Cristo: "Per Ipsum et cum Ipso et in Ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria". En efecto, según algunos historiadores de la Liturgia, las palabras "in unitate Spiritus Sancti" "pueden referirse a la vida intratrinitaria o a la Iglesia" 12. En el primer caso significan que la gloria se dirige a Dios Padre en unión con el Hijo y con el Espíritu Santo. En el segundo –el que ahora nos interesa destacar–, indican que damos gloria a Dios "unidos por el Espíritu Santo", es decir, "en la unidad en que nos constituye el Paráclito". Esa unidad, que tendrá su plenitud en la comunión de los santos en el Cielo (cfr. Ap 5, 13; Ap 19, 1), se incoa en esta tierra sacramentalmente en la Iglesia 13.

Aspirar a que "todos, en unión con Pedro, vayan a Jesús por María", equivale a querer "edificar la Iglesia" sobre la roca de Pedro, en unión con su Sucesor. Como ha escrito Pedro Rodríguez, el "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam" es, en san Josemaría, la "fórmula eclesiológica, para expresar el reinado de Cristo ("Regnare Christum volumus") y el modo de dar a Dios toda gloria ("Deo omnis gloria")" 14.

En un artículo sobre la "edificación de la Iglesia", después de recordar que Jesucristo es el "único fundamento" (Hch 4, 11), la piedra angular del edificio que Dios construye –su Templo santo– del cual los hombres son "piedras vivas" (1P 2, 5) asentadas "sobre el cimiento de los apóstoles y de los profetas" (Ef 2, 20), Ramiro Pellitero hace notar que en esa edificación "todos son constructores de la Iglesia –en realidad, colaboradores con Dios–" 15. Respecto a la presencia de esta idea en escritores cristianos antiguos, remite al Pastor de Hermas, a Orígenes, san Hilario y san Agustín. En el surco de esta tradición bíblica y patrística, también san Josemaría emplea la expresión edificación de la Iglesia 16 u otras similares para designar lo que es actividad propia de todos los cristianos.

Junto a las fórmulas "Omnes cum Petro..." y "edificación de la Iglesia", utiliza otros giros para indicar el lugar de la Iglesia en la vida del cristiano. Álvaro del Portillo menciona algunos, que son, en última instancia, variantes de una idea dominante: el "amor a la Iglesia" 17. San Josemaría –escribe Del Portillo– predica el "amor a la Iglesia y al Papa, sobre todas las cosas de la tierra, como vía única para ir al Señor, para amar al Señor. Amor a la Iglesia, que hace exclamar: (...) ¡Qué alegría poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa! (Camino, 518). Amor, que se traduce necesariamente en actos:

Ese grito –"serviam!"– es voluntad de "servir" fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios (Camino, 519); y en amor filial al Papa: Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón (Camino, 573): Cristo. María. El Papa. ¿No acabamos de indicar, en tres palabras, los amores que compendian toda la fe católica? (Instrucción, 19-III-1934, 31). Por eso (...) ha escrito tantas veces: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, todos, unidos al Papa, iremos a Jesús por María" 18.

Como puede verse, Álvaro del Portillo concluye poniendo el "amor a la Iglesia" en relación con el "omnes cum Petro ad Iesum per Mariam". Ambos se identifican porque, al ser la Iglesia la comunión de los hombres con Dios presidida visiblemente por el Sucesor de Pedro, amar a la Iglesia no es otra cosa que edificar esa comunión, es decir, procurar que "todos, con Pedro, vayamos a Jesús por María".

Por otra parte, las frases que cita muestran tres aspectos que nos parece interesante resaltar.

El primero es que el amor a la Iglesia se ha de traducir en obras de servicio. Más aún, las reclama sin límite alguno –"aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida"–, porque sólo entonces se adecuan a un bien que constituye el fin último: se ha de amar a la Iglesia estando dispuestos a la entrega de la propia vida en su servicio, como Cristo que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5, 25). Estas palabras de Jesús se reflejan no sólo en los escritos sino en la vida de san Josemaría 19.

El segundo aspecto es la mención del amor al Papa como algo constitutivo del amor a la Iglesia. Para san Josemaría, en un católico no puede haber verdadero amor a la Iglesia sin amor a su cabeza visible. En sus textos es frecuente que aparezcan ambos a la vez, como cuando dice: Tenemos que amar y servir mucho a la Iglesia y al Romano Pontífice 20.

En tercer lugar, nótese en las palabras "Cristo. María. El Papa...", la sustitución de la referencia a la Iglesia por la referencia a María (podría haber dicho: "Cristo. La Iglesia. El Papa..."). En el último apartado de este capítulo veremos que esta "sustitución" tiene un sentido teológico profundo porque María es "prototipo y modelo de la Iglesia" 21 y por eso la Iglesia está representada en María. Vemos así que en la jaculatoria "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam", la referencia a la Iglesia se encuentra implícita no sólo en la mención de Pedro, su cabeza visible, sino también en María, Madre de la Iglesia 22.

Pero si sólo la unión con Dios es fin último de la vida cristiana, ¿cómo puede el "amor a la Iglesia" –o el "edificarla", o el querer que "todos con Pedro vayan a Jesús por María"– expresar también este fin último? Trataremos de dar contestación a la pregunta, aunque ya se intuye que estará relacionada con la afirmación paulina de que "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5, 25). Si se tiene presente que la Iglesia es la comunión de los hombres con la Santísima Trinidad, como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, se comprende que "amar a la Iglesia" no es otra cosa que buscar la unión propia y de los demás con Dios. Si no fuera así, no podría ser fin último de la vida cristiana.

Por eso, comenzaremos el presente capítulo con unas consideraciones básicas sobre el misterio de la Iglesia en la enseñanza de san Josemaría (apartado 1). Después nos detendremos en lo que significa "edificar la Iglesia" (apartado 2), y estudiaremos cómo san Josemaría focaliza la edificación de la Iglesia en la Santa Misa, "centro y raíz" de la vida cristiana (apartado 3). Por último consideraremos la relación de la Iglesia con María (apartado 4), y se podrá apreciar entonces la profundidad del carácter mariano que tiene la vida espiritual en la enseñanza de san Josemaría.

1. VISIÓN DE LA IGLESIA EN SAN JOSEMARÍA

Sorprende quizá a primera vista, como acabamos de observar, que la edificación de la Iglesia se proponga como fin de la vida cristiana. Se entiende fácilmente que dar gloria a Dios y buscar que Cristo reine han de constituir nuestro fin último, pero resulta menos evidente que "edificar la Iglesia" se encuentre a ese nivel. ¿Se puede efectivamente resumir el empeño del cristiano por dar gloria Dios y buscar el reinado de Cristo diciendo que debe "edificar la Iglesia"? Sería sin duda absolutamente extraño si imagináramos la Iglesia como una organización meramente humana o si la identificáramos con su Jerarquía. Pero la Iglesia no es únicamente el clero, como bien se sabe, y edificarla no se reduce a mejorar su organización o a construir nuevos templos. Más allá de la "socialis compago Ecclesiae" 23 o, mejor dicho, dentro de esta estructura social, hay algo invisible o espiritual, esencialmente sobrenatural: una presencia del Espíritu Santo, que congrega a los hombres uniéndolos a Cristo para que participen en la vida de la Santísima Trinidad; y el mismo Espíritu Santo hace, de esa congregación visible, el signo y el instrumento de su acción salvadora. Por eso la Iglesia es un misterio grande, profundo 24: "misterio" en el sentido teológico del término. Edificarla es cooperar con el Espíritu Santo en la formación de esa comunión y en su extensión a todos los hombres. Considerada así, se entrevé que la edificación de la Iglesia constituye el fin último de la vida cristiana, pues no es otra cosa que buscar la unión con Dios, propia y de los demás hombres, como Él ha querido que se realice.

Pero no adelantemos más explicaciones de las necesarias. De momento, sólo nos interesaba evitar el posible malentendido de que estemos poniendo el fin último en una realidad creada en lugar de ponerlo en Dios.

A continuación describiremos primero algunos elementos centrales del misterio de la Iglesia tal como los expone san Josemaría en sus escritos y en su predicación, sin olvidar la "lección de eclesiología práctica" 25 que, según el ilustre canonista Pedro Lombardía, ofreció con su vida. La consideración de esos elementos despejará el camino para explicar lo que propiamente es objeto de este capítulo: que el fin de la vida cristiana es edificar la Iglesia, procurando "que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María". Como veremos, el mismo hecho de que san Josemaría señale la edificación de la Iglesia como fin último de la vida cristiana es un indicio de la profundidad con la que percibe su misterio.

1.1. A LA LUZ DEL 2 DE OCTUBRE DE 1928

Josemaría Escrivá de Balaguer contempla el misterio de la Iglesia con la luz recibida el 2 de octubre de 1928, que le lleva a predicar la llamada universal a la santidad y a promover la santificación y el apostolado en las actividades temporales. Para Antonio Miralles, es una luz que "comporta una visión renovada de la Iglesia" 26. El aspecto más patente de esa visión renovada es, sin duda, la importancia que reconoce a la vocación y misión propia de los laicos por razón del Bautismo. Como ha escrito Fernando Ocáriz en un estudio sobre san Josemaría, "la conciencia de la llamada universal a la santidad ayuda a contemplar con mayor profundidad a la Iglesia como convocación ("ekklesía") de los santos. A su vez, la dimensión apostólica de esta vocación nos permite captar un peculiar e importante aspecto de la sacramentalidad de la Iglesia: que es santificadora no sólo a través de sus acciones propiamente sagradas, sino que además puede y debe serlo mediante la vida de todos los fieles" 27.

Esta comprensión de la vocación y misión de los fieles, en particular de los laicos, no es un rasgo más que se añade a la eclesiología comúnmente enseñada en los primeros decenios del siglo XX, sino una vertiente de la constitución divina de la Iglesia que, si bien ha estado siempre presente en la tradición teológica y espiritual, emerge con fuerza original en san Josemaría. Ve claramente que los laicos no son, comparados con los sacerdotes y los religiosos, fieles de segunda categoría, ni tampoco meros receptores de la acción pastoral de la Jerarquía. Son responsables directos de la gran tarea de santificar el mundo desde dentro, tarea verdaderamente "eclesial" –constitutiva de la misión de la Iglesia–, que han de llevar a cabo con libertad e iniciativa personal. Recordemos unos textos ya citados en la Parte preliminar:

El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano 28.

La específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 29.

Fruto de la comprensión de la vocación y misión de los laicos es la superación del clericalismo que confunde e intercambia las funciones, llevando al clero a intervenir en asuntos temporales más allá del orden de sus competencias, y concibiendo la misión de los laicos exclusivamente o principalmente como una colaboración en tareas eclesiásticas o como una actuación en la vida social en calidad de "representantes" de la Iglesia en las cuestiones terrenas 30. El clericalismo es una deformación que afecta a las raíces del misterio de la Iglesia y san Josemaría lo rechaza sin ambages, a la vez que propone una positiva corrección de ese planteamiento: Me repugna el clericalismo y comprendo que –junto a un anticlericalismo malo– hay también un anticlericalismo bueno, que procede del amor al sacerdocio, que se opone a que el simple fiel o el sacerdote use de una misión sagrada para fines terrenos 31.

Cuando habla de la llamada universal a la santidad, afirma la igualdad de todos los fieles en virtud de su dignidad de hijos de Dios recibida en el Bautismo, y hace ver que esta igualdad es un principio radical que se ha de poner como fundamento de la acción pastoral de la Iglesia y se ha de expresar en las relaciones entre sus miembros 32.

Una y la misma es la condición de fieles cristianos, en los sacerdotes y en los seglares, porque Dios Nuestro Señor nos ha llamado a todos a la plenitud de la caridad, a la santidad 33.

Todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios 34.

Igualmente, el mensaje de la santificación del trabajo profesional y de la edificación cristiana del orden temporal como vocación y misión propia de los laicos no se presenta, en san Josemaría, como una simple exigencia de eficacia apostólica, sino que, más hondamente, está vinculado a la diversidad de funciones en la Iglesia orgánicamente estructurada por el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial 35.

No es necesario aducir otros ejemplos para mostrar que una doctrina que sostiene la especificidad y la importancia de la vocación y misión de los laicos en los designios salvadores de Dios y que contempla el sacerdocio ministerial en servicio a esa vocación y misión, comporta una profunda comprensión del misterio de la Iglesia, con repercusiones en su vida y en su acción pastoral. San Josemaría, en efecto, es bien consciente de que el mensaje que predica trae consigo

una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias 36.

Esa visión de la Iglesia se encuentra en todas sus obras, aunque no hay ninguna dedicada expresamente a exponerla en conjunto 36 bis. No debe llevar a confusión el título del volumen Amar a la Iglesia, con las tres homilías que incluye –de 1972 las dos primeras, de 1973 la tercera–, que no estaban destinadas a componer un libro, sino a clarificar diversos puntos de la doctrina católica que se veían impugnados por algunos autores en la agitada época del postconcilio. Inicialmente fueron publicadas por separado y sólo en 1986, años después de su muerte, se reunieron en un volumen con el título actual. En todo caso, el libro no puede tomarse como una síntesis de su eclesiología. De hecho, los mejores artículos que se ocupan del tema citan obras anteriores que contienen ya los principales elementos teológicos de esas homilías 37. Pedro Rodríguez, por ejemplo, sintetiza la visión de la Iglesia que subyace en Camino (publicado, como sabemos, en 1939) con estas palabras: "Escrivá la contempla, ante todo, como "de Trinitate": es la "Iglesia de Dios", la Iglesia-Madre, "mi Madre la Iglesia Santa", que celebra la Eucaristía y los sacramentos, por los que Cristo viene a nosotros. Pero a la vez esta Iglesia es "Ex hominibus": es la Iglesia-comunión y fraternidad de los cristianos, la communio sanctorum confesada en el Símbolo" 38. Esta visión, esbozada ya 1939, permanece a lo largo de toda su predicación, aunque es enriquecida con nuevos matices con el paso de los años.

1.2. EL CONTEXTO TEOLÓGICO

Antes de exponer los trazos fundamentales de la visión de la Iglesia en san Josemaría, nos parece necesario hablar del contexto teológico. Ayudará a valorar mejor lo que hay de tradicional y de nuevo en su mensaje. Nos referiremos en primer lugar al desarrollo de la eclesiología en el siglo XX, hasta el Concilio Vaticano II; y, en segundo lugar, a la crisis postconciliar.

1) Los desarrollos de la eclesiología, contemporáneos a san Josemaría, permiten comprender mejor su propia percepción del misterio. No tanto porque podamos afirmar influjos directos de otros autores 39, sino porque en sus obras encontramos los temas típicos del periodo que va del Concilio Vaticano I al Vaticano II y a los años inmediatamente posteriores 40.

La teología católica de los siglos XVII y XVIII había puesto el acento en la dimensión visible de la Iglesia como societas perfecta, para contrarrestar la Reforma protestante que subrayaba desmedidamente su aspecto invisible: la Iglesia como "unión espiritual de los discípulos de Cristo" 41. Puesto que el elemento visible más destacado es la constitución jerárquica y principalmente el Romano Pontífice, gran parte de la doctrina católica se concentraba en la defensa de su figura. De este modo se hacía frente no sólo a las corrientes espiritualistas sino también al regalismo, que amenazaba la libertad de la Iglesia con múltiples insidias encaminadas a someter la Jerarquía al poder temporal; y se afrontaba también el conciliarismo, que reivindicaba la superioridad del Concilio sobre el Papa y ponía en peligro la unidad de la Iglesia fundada sobre Pedro. En contrapartida, al polarizarse en la dimensión visible, la teología dejaba en la sombra otros aspectos del misterio.

No sucedía lo mismo en las enseñanzas de bastantes maestros de vida espiritual de ese periodo, especialmente de la escuela francesa, como san Juan Eudes 42, que meditaron sobre la realidad invisible de la Iglesia y prepararon la futura profundización sistemática en el misterio. Por diversas circunstancias –guerras en Europa, unificación de Italia, etc.–, el Concilio Vaticano I (1869-70) no pudo realizar el proyecto de una exposición amplia de la doctrina sobre la Iglesia. En el campo eclesiológico se llegó a tratar sólo del Romano Pontífice: la institución divina del Primado, su potestad suprema y la infalibilidad de su magisterio en determinadas condiciones. La Constitución Pastor aeternus (18-VII-1870) 43 sentaba las bases del futuro desarrollo doctrinal que se requería.

No obstante, sería aventurado sostener que la dimensión invisible quedaba en segundo plano después del Vaticano I. Para dar una idea de la situación doctrinal, pueden servir estas citas del Catecismo de san Pío X, publicado en 1905: "¿Cómo está constituida la Iglesia de Jesucristo? La Iglesia de Jesucristo está constituida como una verdadera y perfecta sociedad, y en ella, como en toda persona moral, podemos distinguir alma y cuerpo" (n. 164). "¿En qué consiste el alma de la Iglesia? El alma de la Iglesia consiste en lo que tiene de interno y espiritual (...)" (n. 165). "¿En qué consiste el cuerpo de la Iglesia? El cuerpo de la Iglesia consiste en lo que tiene de visible y externo (...)" (n. 166) 44.

En el mismo siglo XIX, grandes teólogos como Möhler (1796-1838) y Newman (1801-1890) contribuyeron decisivamente a que la reflexión se centrase en la Iglesia como Cuerpo místico de Jesucristo, misterio fundado en la Encarnación y en el envío del Espíritu Santo. En su pensamiento, las realidades visibles –principalmente el Sucesor de Pedro– aparecen como surgiendo de su realidad más íntima de comunión con Dios en Cristo por el Espíritu Santo. Esta línea eclesiológica se desarrollará vigorosamente en la primera mitad del siglo XX y recibirá el fuerte impulso de las encíclicas Mystici corporis (27-VI-1943) y Mediator Dei (20-XI-1947), de Pío XII. Los decenios sucesivos ven un continuo enriquecerse de la eclesiología con las nociones de la Iglesia como Pueblo de Dios y como Sacramento, que ayudan a profundizar en la imagen del Cuerpo místico de Cristo, mostrando también la relación entre la Iglesia y el mundo. La encíclica Ecclesiam suam (6-VIII-1964), de Pablo VI, refleja ese desarrollo, que culminará poco después (21-XI-1964) en la Constitución dogmática Lumen gentium del Vaticano II.

Para valorar la relación entre las nociones eclesiológicas conviene considerar que con la imagen de "Cuerpo místico" no se indica una unión meramente interior de los miembros de la Iglesia entre sí y con su Cabeza. El mismo término "Cuerpo" sugiere visibilidad y organicidad: hace alusión a una realidad institucional, a una "corporación" visible 45. Esa corporación constituye un pueblo, y de ahí la denominación de "Pueblo de Dios" (que pone de relieve la dimensión histórica y social). No hay que olvidar, al mismo tiempo, que el Cuerpo es "místico": quien le da unidad y vida es el Espíritu Santo, de modo que los miembros no forman una corporación al modo de las sociedades humanas, ni un pueblo como los demás. Ni siquiera puede decirse que se trate de un pueblo como el antiguo Israel, ya que éste, siendo verdaderamente "pueblo de Dios", no lo era por el título que lo es ahora la Iglesia, cuyo fundamento son las misiones del Hijo y del Espíritu Santo.

Por otra parte, los miembros de la Iglesia en la tierra forman una estructura visible, expresión de la comunión invisible de todos con la Santísima Trinidad; y esta estructura es a la vez instrumento para formar la comunión con Dios y extenderla a la humanidad entera. De ahí la definición de la Iglesia como "sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" 46. Esta noción permite reconocer la estrecha relación entre la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, y la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. La Eucaristía expresa todo el ser y obrar de la Iglesia porque es el Cuerpo de Cristo y porque hace crecer a este Cuerpo –al que todos están llamados–, atrayendo y congregando a cuantos la celebran y la reciben: "Puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17). Esto se verifica gracias al ministerio de la misma Iglesia, en la que la Cabeza y el Cuerpo obran conjuntamente: el sacerdocio jerárquico, que representa la función de la Cabeza, coopera orgánicamente con el sacerdocio común de los demás miembros, para atraer el mundo a Cristo.

Ya hemos mencionado el impulso inicial que primero Möhler y después Newman dieron a este desarrollo eclesiológico. A su continuación contribuyeron más tarde, pasando del concepto de la societas perfecta a los de Cuerpo místico, Pueblo de Dios y Sacramento de salvación, los estudios de autores como De Lubac (1896-1991), Journet (1891-1975) y Congar (1904-1995), y de los exponentes del "movimiento litúrgico", entre ellos Odo Casel (1886-1948) 47. Asimismo influyó no poco la toma de conciencia eclesial del laicado, que requería obviamente, al poner en primer plano el sacerdocio bautismal y la específica vocación y misión laical, una ulterior profundización que superase la eclesiología anterior, predominantemente jurídica 48. Todas estas instancias prepararon la doctrina eclesiológica del Concilio Vaticano II y encontraron luego en ella su piedra de toque 49.

¿Cómo se sitúa en este contexto la visión de la Iglesia que tiene san Josemaría? Sin duda está en plena sintonía con la doctrina del Cuerpo místico expuesta en la Mystici corporis, pero la santificación en medio del mundo que predica y el valor que reconoce al sacerdocio común de los fieles, piden ulteriores avances. Los ofrece el Concilio al exponer la misión de los laicos, entendiendo la Iglesia como Pueblo de Dios en el mundo y como sacramento universal de salvación. Este es el marco que san Josemaría necesitaba para expresarse con desahogo.

En nuestra opinión, en su enseñanza se encuentran las principales ideas que han dado lugar al proceso de profundización que acabamos de resumir, como veremos en los apartados sucesivos. Y lo están, de algún modo, como exigencia del mensaje recibido en 1928. Ahí se halla la fuente de luz que le permitió atisbar el misterio de la Iglesia como comunión enraizada en la Santísima Trinidad, en Cristo, y como "sacramento" de esa comunión. Esa fuente de luz es, en síntesis, la vocación de los fieles laicos a la santidad y al apostolado en las actividades temporales: la santificación del mundo desde dentro, como parte de la misión de la Iglesia que han de realizar los laicos cooperando con el sacerdocio ministerial.

Estas son las premisas para entenderle correctamente cuando se refiere a la edificación de la Iglesia con la jaculatoria "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!". No reduce la Iglesia a su dimensión visible, representada por el Sucesor de Pedro, como podría parecer desde la óptica eclesiológica de la "sociedad perfecta". El marco es, en cambio, el del capítulo 3º de la Lumen gentium, donde se enseña que el Romano Pontífice es "principio visible y perpetuo fundamento de la unidad de la fe y de comunión" 50. "Todos con Pedro" significa, por tanto, lo mismo que "todos en la Iglesia, misterio de comunión, cuyo fundamento visible es el Sucesor de Pedro". Igualmente, cuando dice, por ejemplo, que allá donde hay un cristiano que se esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia 51, no piensa en laicos "oficialmente católicos" representando la Jerarquía, como se desprendería de una concepción de la Iglesia reducida a sociedad humana visible. Expresa más bien el deseo de que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo 52, es decir, que sean ellos mismos Iglesia: fermento de vida sobrenatural, sin necesidad de ponerse una etiqueta de cristiano 53, ni emplear un calificativo confesional 54.

Estos ejemplos son suficientes para dejar apuntada la necesidad de entender sus afirmaciones sobre el trasfondo de la eclesiología del Vaticano II. Decimos "apuntada" porque aún no hemos mostrado cómo su mensaje implica una visión del misterio de la Iglesia que anticipa de algún modo y asume después la doctrina del Vaticano II. Lo veremos cuando hayamos completado este cuadro con unas consideraciones sobre los años que siguen al Concilio.

2) La crisis postconciliar, descrita por diversos autores 55, constituye la segunda componente de interés para la comprensión adecuada de la enseñanza de san Josemaría sobre la Iglesia, especialmente cuando se leen los escritos de los últimos años de su vida.

Basta comparar las tres homilías (de 1972 y 1973) recogidas en Amar a la Iglesia, para apreciar un notable cambio de acentos y de temas. Si antes se había esforzado en abrir camino para que se captara la vocación y misión de los laicos y se reconociera su lugar propio en la vida de la Iglesia, ahora se concentra en mostrar la continuidad de la doctrina conciliar con el Magisterio anterior, su desarrollo armónico sin rupturas o incoherencias. Se comporta como el hombre de la parábola que, según conviene, "saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas" (Mt 13, 52). Las circunstancias de confusión doctrinal le llevan a emplear gran parte de sus energías –piénsese en los largos y agotadores viajes de catequesis por muchos países que emprende en esos años 56– en reafirmar las verdades básicas del depósito revelado. El tono es fuerte, enérgico y firme ante los errores y las ambigüedades. Cuando le preguntan sobre el significado de la palabra "aggiornamento" ("puesta al día"), muy manipulada después del Concilio, responde inmediatamente: Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad 57. No deja de predicar el mensaje que le ha sido confiado, pero cuando habla de lo que aparece como nuevo en la Iglesia, insiste en la continuidad con la doctrina perenne.

Un ejemplo puede ayudar a valorar lo anterior. La Constitución Lumen gentium resalta la inseparabilidad de las dimensiones visible e invisible de la Iglesia 58. Uno de los términos característicos que usa es el de "comunión jerárquica" 59. Deseaba unir en esta expresión la noción de comunión tanto de fieles como de Iglesias locales bajo la capitalidad de la Iglesia de Roma (como se había entendido a lo largo del primer milenio), con la noción de Iglesia jerárquica (más desarrollada después, a causa de las divisiones que se habían producido) 60. Sin embargo, una parte de la teología postconciliar, en vez de mantener unidos el elemento visible (representado por la referencia a la constitución jerárquica) y el invisible (la comunión en el Espíritu Santo), destacó unilateralmente este último, hablando, por ejemplo, de una "Iglesia carismática" en tensión con la "Iglesia jerárquica". San Josemaría, depositario de un carisma para la edificación de la Iglesia, tiene un aguda sensibilidad hacia la unión con la Jerarquía eclesiástica: el Señor, además de iluminar a los que creen en Él con las luces claras de la enseñanza oficial de la Iglesia, no cesa de ejercer la acción callada, suave y fuerte de su Espíritu, que ilustra a las almas como Maestro interior (...). Con ese magisterio interior de su Espíritu, el Señor fecunda y enriquece el seno de su Iglesia, sin cambiarla, garantizando la unidad de su doctrina; y la hace resplandecer con brillos nuevos, nuevos para nosotros los hombres, incapaces de captar en una sola mirada los insondables tesoros de Cristo (Ef 3, 8)" 61. Sólo si se tienen en cuenta estas ideas se explica la insistencia de san Josemaría en los aspectos visibles del misterio de la Iglesia, o más bien en la inseparabilidad de lo visible y de lo invisible, como en el siguiente texto:

No se puede separar la Iglesia visible de la Iglesia invisible. La Iglesia es, a la vez, cuerpo místico y cuerpo jurídico. (...) La Iglesia es, por tanto, inseparablemente humana y divina. (...) Se equivocarían gravemente los que intentaran separar una Iglesia carismática , que sería obra de los hombres y simple efecto de contingencias históricas. Sólo hay una Iglesia. Cristo fundó una sola Iglesia: visible e invisible, con un cuerpo jerárquico y organizado, con una estructura fundamental de derecho divino, y una íntima vida sobrenatural que la anima, sostiene y vivifica 62.

Algunas de las desviaciones doctrinales de esta época eran quizá sólo una reacción desmesurada a las concepciones eclesiológicas de tipo belarminiano, o respondían a un intento poco equilibrado de favorecer el diálogo ecuménico; otras, en cambio, tenían su origen en el influjo de una noción de libertad sin vínculos trascendentes, típica de una parte de la cultura moderna, que rechaza la autoridad y concibe la "igualdad" entre los miembros de la Iglesia de un modo incompatible con su constitución jerárquica, con la distinción esencial entre sacerdocio común y ministerial, la existencia de una potestad sagrada y la autoridad del Magisterio. En ese clima, cuando san Josemaría menciona la igualdad de todos los fieles a raíz del Bautismo, básica en su mensaje, no desarrolla sus consecuencias prácticas positivas (como hace en textos más antiguos) sino que se orienta a disipar los malentendidos funestos. El siguiente texto puede servir de muestra:

En la Iglesia hay igualdad: una vez bautizados, todos somos iguales, porque somos hijos del mismo Dios, Nuestro Padre. En cuanto cristianos, no media diferencia alguna entre el Papa y el último que se incorpora a la Iglesia. Pero esa igualdad radical no entraña la posibilidad de cambiar la constitución de la Iglesia, en aquello que ha sido establecido por Cristo. Por expresa voluntad divina tenemos una diversidad de funciones, que comporta también una capacitación diversa, un carácter indeleble conferido por el Sacramento del Orden para los ministros sagrados. En el vértice de esa ordenación está el sucesor de Pedro y, con él y bajo él, todos los obispos: con su triple misión de santificar, de gobernar y de enseñar 63.

Podríamos citar otros ejemplos, pero no parece necesario para lo que pretendemos: señalar el influjo de la crisis doctrinal y moral de este periodo en la predicación de san Josemaría, pues explica su empeño por destacar la continuidad de la doctrina conciliar –y de su propio mensaje espiritual– con el Magisterio precedente, y su preocupación por impedir que se cause una ruptura.

Después de estas observaciones, pasemos a describir los trazos que más caracterizan, a nuestro juicio, la visión que san Josemaría ofrece de la Iglesia. Tomaremos ocasión de algunas frases suyas.

1.3. LA IGLESIA "ENRAIZADA EN LA TRINIDAD". COMUNIÓN DE LOS SANTOS

La Iglesia se enraíza en el misterio fundamental de nuestra fe católica: el de Dios uno en esencia y trino en personas 64. Con estas palabras, san Josemaría indica el núcleo íntimo del ser de la Iglesia, consciente de hacer eco a la Tradición. La Iglesia centrada en la Trinidad: así la han visto siempre los Padres 65. Ya san Cipriano, en el siglo III, la había descrito como "pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" 66. En esta misma línea se encuentra la percepción de san Josemaría: "la eclesiología presente en su predicación es trinitaria" 67, afirma Antonio Miralles.

Que la Iglesia "se enraíza" en el misterio de la Santísima Trinidad, no significa sólo que tiene, como todo lo creado, su origen y su última razón de ser en Dios. Lo que señala es que, siendo la Santísima Trinidad comunión de Personas, quienes son introducidos a participar de la vida intratrinitaria forman también una comunión –"Comunión de los santos" es la expresión preferida por san Josemaría–, enraizada en la de las tres Personas divinas. Así lo recuerda en una homilía de carácter marcadamente eclesiológico, fechada en Pentecostés de 1969: hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres 68. Y en otro momento recuerda que hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo 69.

La comunión es ante todo "vertical" e invisible. Es una comunión con Dios, que funda la comunión entre todos los que participan de la vida sobrenatural, de diversos modos. A la vez, es una comunión "horizontal" –formada por los santos del cielo, por los que aún se purifican en el purgatorio y por los fieles en esta tierra–, que tiene una dimensión invisible (la comunión en la filiación divina y en la caridad, si la comunión es plena) y una dimensión visible. La Iglesia "enraizada en la Trinidad" es eso: la misma comunión intratrinitaria en cuanto que se "abre" a los hombres para introducirlos en ella, es decir, en cuanto participada por nosotros.

De esta radicación en la Trinidad surge toda la vida de la Iglesia: Nuestro Padre Dios (...) no cesa de santificar, por el Espíritu Santo, a la Iglesia fundada por su Hijo amadísimo 70. Para san Josemaría la Iglesia es "una epifanía de la inefable vida trinitaria" 71. Digámoslo con sus propias palabras, aunque anticipen conceptos que detallaremos después: la Iglesia es una realidad mística –clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos– que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre 72.

Vale la pena añadir algunas observaciones sobre el término "comunión" que estamos empleando. La Sagrada Escritura no dice expresamente que Dios sea una comunión de Personas, pero los Padres entienden en este sentido diversos textos, como Jn 14, 16 y Jn 16, 7-15. Especialmente se fijan en 2Co 13, 13: "la gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros". San Basilio, por ejemplo, enseña que Dios es "comunión (koinônía) continua e indivisible [de las tres Personas divinas]" 73. Tampoco dice la Escritura, de modo explícito, que la Iglesia sea una comunión, pero se desprende del conjunto de la Tradición que entiende en este sentido numerosos pasajes (Hch 2, 42-47; Hch 4, 32-35; Hch 5, 12 ss.; 1Co 10, 16-22; etc.) y fundamenta la comunión eclesial en la comunión intratrinitaria 74. La predicación de san Josemaría se sitúa dentro de esa tradición.

La noción de "comunión" posee una gran riqueza teológica 75. Conviene tener presente que no es lo mismo comunión que unión. El término communio no deriva de cum-unio sino de cum-munis (de munus: don, y también función o tarea): "es "com-munis" quien "distribuye los dones y tareas" y, en cierto sentido, lo "distribuido a todos", es decir, lo común" 76. La comunión es el efecto de tener algo en común con otros.

En el caso de la Iglesia, esto evoca principalmente la dimensión "horizontal" de la comunión, es decir, la comunión entre los fieles, y sobre todo su aspecto "visible". Para designar mejor todas las dimensiones de la comunión propia de la Iglesia –su carácter "vertical" de comunión con Dios y la relación dinámica entre las dimensiones horizontal y la vertical– hay que acudir al término griego koinônía (koinwniav), que tiene un significado de "participación": no sólo en el sentido de "tomar parte" ("partem capere": metevcein) sino en el de "tomar parte junto con otros en una realidad común" ("communicare cum aliquo in aliqua rez": koinwnei`n) 77. Esa "realidad común", en el caso que nos ocupa (y en general en la participación trascendental), es previa o anterior a los participantes, de modo que no deriva del hecho de la comunión entre ellos ni se reduce a la misma. Todo esto queda mejor expresado con el término koinônía que con el de comunión. Mientras que la koinônía propia de la Iglesia es el común participar en la vida intratrinitaria, la "comunión" es más bien la situación a que da lugar esa participación.

No obstante, la relación entre ambos términos es tan estrecha que suelen usarse como equivalentes 78, y aquí lo haremos así. Pero conviene precisar que estamos hablando de comunión-koinônía, precisamente para evitar la tendencia a reducir la communio al plano horizontal y a confinar la dimensión vertical a la mera intencionalidad: una tendencia que ha tenido consecuencias negativas también en la pastoral y que puede explicar en parte que san Josemaría prefiera hablar de "Comunión de los santos" más que de "comunión" sólo, como veremos, aun a costa de que pueda parecer que se refiere meramente a un aspecto del misterio de la Iglesia (la comunicación de bienes espirituales) y no a la Iglesia en sí misma. En sus escritos no se encuentran estas disquisiciones terminológicas, pero la problemática que se halla en la base, con los peligros y las confusiones que puede originar el abuso del término comunión, en el momento histórico en el que predica, sí que está presente en su predicación y lo encontraremos en los párrafos siguientes.

Cuando san Josemaría habla de la Iglesia no la denomina "comunión", a secas. Es un término que en la segunda mitad del siglo XX sufre progresivamente, igual que otros de su misma raíz (comunitario, comunidad, etc.), el influjo de un clima cultural fuertemente marcado por el predominio de lo social y colectivo sobre lo personal e individual (piénsese en el marxismo y en las corrientes teológicas que asumen algunos de su presupuestos, como una parte de la "Teología de la liberación"). La persona tiende a diluirse en la comunidad, que pasa a ser el sujeto y el protagonista de la historia. San Josemaría ve la necesidad de insistir en que la santidad no es comunitaria. La santidad es fruto del esfuerzo personal de cada uno, con la gracia de Dios 79. La comunidad no puede sustituir a la persona, ni ante Dios ni ante los demás. No predica por eso una santidad individualista; predica una "santidad personal" que, precisamente por ser personal, es santidad en comunión-koinônía con otros. La apertura a los demás está incluida en la verdad de la persona 80, y ha sido asumida en el orden de la salvación como todo lo auténticamente humano, al haber querido Dios introducirnos en su vida intratrinitaria formando una comunión en la que cada uno se santifica contribuyendo a la santificación de los demás y recibiendo su ayuda.

Hemos de considerar que la decisión y la responsabilidad están en la libertad personal de cada uno, y por eso las virtudes son también radicalmente personales, de la persona. Sin embargo, en esa batalla de amor nadie pelea solo –ninguno es un verso suelto, suelo repetir–: de alguna manera, nos ayudamos o nos perjudicamos. Todos somos eslabones de una misma cadena 81.

Por eso, con la misma fuerza con que afirma que la santidad es personal y no "comunitaria", rechaza el individualismo egoísta:

Un cristiano que vaya a lo suyo, despreocupándose de la salvación de los demás, no ama con el Corazón de Jesús 82.

Y citando al Vaticano II, recuerda:

Dios ha querido redimirnos no aisladamente, sin conexión alguna de unos con todos, sino constituyendo un pueblo que le confesara en la verdad y le sirviera santamente (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 9) 83.

El antiguo Israel era figura de la Iglesia, del nuevo Pueblo de Dios, al que todos los hombres están llamados o convocados –literalmente "Iglesia significa "convocación"" 84–, de modo que la santidad personal es siempre santidad en la Iglesia. Participar en la vida divina no es tener sólo individualmente parte en ella, sino "compartirla" con los demás.

San Josemaría no podría proponer la edificación de la Iglesia como fin último de la vida cristiana si la viera como una realidad meramente humana: sólo Dios puede ser nuestro último destino. En cambio, la percepción profunda de su misterio –su radicación en el Dios Trino– le permite advertir que la Iglesia no se forma a partir de los convocados, sino que los precede, como la raíz de una planta "precede" a su tallo 85. Es cierto que la convocación no existe, no se realiza, si no se reúnen los convocados, lo mismo que no hay banquete sin comensales. Pero así como el anfitrión y la sala preparada son anteriores a la congregación de los invitados (cfr. Mt 22, 8), análogamente –no de modo idéntico– la Iglesia es anterior a los llamados. "El mundo fue creado en orden a la Iglesia" decían los cristianos de los primeros tiempos

(...). Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, "comunión" que se realiza mediante la "convocación" de los hombres en Cristo, y esta "convocación" es la Iglesia" 86. Lo primero es la comunión de la Santísima Trinidad que ha querido abrirse a los hombres. Cuando éstos responden a la invitación, da inicio el banquete que estaba preparado, y se realiza la comunión entre los que participan: estamos ante el misterio de la Iglesia, realidad divina y humana.

Como en Cristo hay dos naturalezas –la humana y la divina–, así, analógicamente, podemos referirnos a la existencia en la Iglesia de un elemento humano y un elemento divino 87.

Por razón del elemento divino, participar en la comunión de la Iglesia es participar en la comunión trinitaria, fin último de la vida cristiana. Por razón del elemento humano, la Iglesia tiene una dimensión visible. Es sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo 88, porque es "signo" de la comunión sobrenatural con Dios y entre los hombres –signo levantado ante las naciones 89, dice san Josemaría– y también "instrumento" para formar esta comunión 90, de modo análogo a como la Humanidad de Jesucristo es signo de la presencia de Dios e instrumento hipostáticamente unido a la Divinidad para obrar nuestra salvación ("órgano de la Divinidad" 91). "En este sentido la Iglesia –ha escrito Ana María Sanguineti comentando la doctrina de san Josemaría– es como una penetración y una prolongación en el tiempo y en el espacio del misterio de comunión trinitaria, que se hace instrumento visible de una realidad invisible, para desplegar en el mundo el proyecto divino: restaurar la creación entera, unificando todo en Cristo y en la unidad trinitaria" 92.

San Josemaría no teoriza sobre la Iglesia como comunión. Ya hemos dicho que no emplea ese término para definirla. Habla en cambio mucho de la "Comunión de los santos". Aunque no afirma explícitamente que la Iglesia sea la Comunión de los santos, denomina con esta expresión la manifestación práctica más propia de una comunión ontológica: la comunicación de bienes espirituales entre los "santos", que son quienes viven vida sobrenatural 93. Por el modo en que habla de esa comunicación resulta claro que presupone, como sustrato ontológico, la participación de los santos en la comunión de las Personas divinas, es decir, la misma Iglesia. Vamos a detenernos un momento en este punto.

Ante todo conviene observar que la expresión "Comunión de los santos", en sí misma, designa a la Iglesia. Ya el Catecismo Romano decía del artículo del Credo sobre la Comunión de los santos que "es como una cierta explicación del que se puso antes, que es el de una santa Iglesia católica" 94. No se trata, por tanto, sólo de un aspecto de la Iglesia, sino de un modo de designar todo su misterio. Lo formula abiertamente el Catecismo de la Iglesia Católica: "la comunión de los santos es precisamente la Iglesia" 95. No se trata de ninguna novedad. El concepto pertenecía a la doctrina común y era sin duda familiar a Josemaría Escrivá de Balaguer.

Ya al publicar Camino, situó el capítulo "Comunión de los santos" a continuación de los capítulos "Iglesia" y "Santa Misa" . El autor de la edición crítica ve en esta secuencia una significativa conexión de ideas: de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, se pasa a hablar de la Eucaristía, Cuerpo de Cristo en Sacramento, y de ahí a la comunión formada por quienes lo reciben, la Iglesia, Comunión de los santos 96. La Eucaristía y la Comunión de los santos aparecen no simplemente como dos aspectos de la Iglesia, sino como dos expresiones de la totalidad de su misterio.

Pasando a los textos mismos, las referencias a la "Comunión de los santos" están vinculadas de ordinario, como decíamos, a una aplicación espiritual concreta: la de tomar conciencia de que entre los "santos" hay una comunicación de bienes sobrenaturales, de modo que cada uno cuenta con la ayuda de los demás en el camino de la vida cristiana y ha de prestarles a su vez ayuda.

Por la Comunión de los Santos, has de sentirte muy unido a tus hermanos 97.

Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel 98.

Recuerda con constancia que tú colaboras en la formación espiritual y humana de los que te rodean, y de todas las almas –hasta ahí llega la bendita Comunión de los Santos–, en cualquier momento: cuando trabajas y cuando descansas; cuando se te ve alegre o preocupado; cuando en tu tarea o en medio de la calle haces tu oración de hijo de Dios 99.

A primera vista puede parecer que estas frases contienen sólo un consejo práctico sobre un aspecto circunscrito de la vida cristiana. Pero si se consideran con atención se advierte que inculcan un principio esencial: que la santidad –la comunión con Dios– no es un asunto "individual" o "privado", y que se puede ser santo sólo en la "Comunión de los santos". En esta línea, otros textos hablan de esa comunión como de una realidad ontológica:

En el orden de la gracia, estamos unidos por los lazos sobrenaturales de la Comunión de los Santos 100.

Es evidente que, para san Josemaría, "vivir" la Comunión de los santos es tomar conciencia de la realidad ontológica de "estar" en la Comunión de los santos, es decir, de que al recibir la gracia santificante por la que se participa en la comunión de las Personas divinas, se entra a formar parte de una comunión sobrenatural con todos los que participan de la vida divina. La comunión "vertical" con Dios es el fundamento de la comunión "horizontal" entre los "santos".

A esa comunión pertenecen quienes participan plenamente de la santidad de Dios en el Cielo, in primis la Santísima Virgen María. También la integran las almas del purgatorio, que aún no gozan de su plenitud pero la tienen asegurada. Y, finalmente, los fieles en estado de gracia en la tierra (y también, aunque de otro modo, los bautizados que no están en gracia de Dios pero conservan otros vínculos de comunión fundados en el Bautismo 101). En definitiva:

En la Santa Iglesia los católicos encontramos (...) la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio –Iglesia purgante–, o con los que gozan ya –Iglesia triunfante– de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo 102.

En este texto es muy clara la visión de la Iglesia como Comunión de los santos enraizada en la Trinidad. Podríamos tomarlo como resumen conclusivo. Sin embargo, antes de cerrar este apartado nos parece importante añadir un comentario sobre la relación entre la Iglesia-comunión y la llamada universal a la santidad –tema capital en la predicación de san Josemaría–, que completa la idea, a la que ya hemos aludido, de que la Iglesia precede a los elegidos.

Josemaría Escrivá de Balaguer habla de la comunión entre todos los miembros de la Iglesia: triunfante, purgante y peregrinante/militante (implícita en las palabras iniciales de la última cita). Otras muchas veces, en cambio, aplica "Comunión de los santos" más directamente a los que se encuentran en esta tierra (como puede verse, p.ej., en todo el capítulo de Camino dedicado a este tema). Pedro Rodríguez ha hecho notar que tradicionalmente, al exponer este dogma, se ha subrayado la comunión con los santos del Cielo (quizá, sobre todo, para impulsar el recurso a su intercesión), dejando en segundo plano la comunión sobrenatural entre los fieles que "militan" en esta tierra, lo cual ha podido favorecer una cierta visión individualista de la santidad y una pérdida de sentido de la Iglesia como comunión. "Josemaría Escrivá invierte los términos, y a la hora de explicar la communio sanctorum subraya ante todo –desde una teología profundamente paulina y patrística– la solidaridad en la oración y en la misión que deben tener los cristianos de la Ecclesia in terris" 103.

Es un típico elemento de su predicación sobre la llamada universal a la santidad: los cristianos hemos de ser santos porque pertenecemos a la Iglesia que es santa, al estar enraizada en la Santísima Trinidad. No dice que "primero" hemos de ser santos individualmente para formar la Iglesia "después". Al revés: porque la Iglesia es santa, sus miembros han de ser santos. Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad 104. El Concilio Vaticano II planteará también de este modo la llamada universal a la santidad: "Creemos que la Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, es indefectiblemente santa (...). Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, están llamados a la santidad" 105. En términos de vida espiritual, san Josemaría lo venía predicando a lo largo de toda su vida. Un texto entre muchos, de una homilía de 1961:

Formamos parte de un solo cuerpo, del Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia santa (...). Por eso tenemos obligación estricta de manifestar a los demás la calidad, la hondura del amor de Cristo. El cristiano no puede ser egoísta; si lo fuera, traicionaría su propia vocación. No es de Cristo la actitud de quienes se contentan con guardar su alma en paz –falsa paz es ésa–, despreocupándose del bien de los otros 106.

La profundidad de este planteamiento se comprende mejor aún si se recuerda que santo Tomás afirma la existencia, en el orden predicamental, de una causalidad de la gracia sobrenatural no sólo de Cristo en cuanto Hombre (o por su Humanidad), sino también, subordinadamente, de todos los justos 107. Es una causalidad instrumental (que presupone, obviamente, la causalidad trascendental divina), propia de los que viven vida sobrenatural y son, por tanto, copartícipes de la vida intratrinitaria: de la filiación divina, participación del Hijo, y de la caridad, participación del Espíritu Santo, ambas esencialmente compenetradas 108. Por esto, la comunión de los fieles en esta tierra está "enraizada en la Trinidad" y cada uno puede ser cauce de la acción divina para formarla.

Por ser la Iglesia la comunión de los hijos de Dios, san Josemaría la llama familia de Dios (cfr. Ef 2, 19) 109. Dios Uno y Trino se ha "abierto" a los hombres mediante el envío del Hijo y del Espíritu Santo, para introducirlos en la intimidad de las tres Personas divinas, formando la Iglesia como una familia "enraizada en la Santísima Trinidad".

1.4. LA IGLESIA, "CRISTO PRESENTE ENTRE NOSOTROS". CUERPO MÍSTICO

La Iglesia se "enraíza en la Trinidad" de un modo preciso: como Cuerpo místico de la Segunda Persona divina. "Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de él" (1Co 12, 27), escribe san Pablo. "Cuerpo de Cristo" es la denominación que más frecuentemente emplea san Josemaría, entre todas las que se encuentran en la Sagrada Escritura para describir cómo está formada la Iglesia.

Resalta una expresión que compendia todo: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Y así el mismo Cristo a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en la edificación de los santos, en las funciones de su ministerio, en la edificación del Cuerpo de Jesucristo (Ef 4, 11-12). San Pablo escribe también que todos nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros (Rm 12, 5). ¡Qué luminosa es nuestra fe! Todos somos en Cristo, porque Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia (Col 1, 18) 110.

La Iglesia se configura como un cuerpo estructurado de un determinado modo. No todos los miembros tienen la misma función (cfr. Rm 12, 5-7). Cada uno recibe la vida de la Cabeza y es instrumento para comunicarla a otros, pero de manera diferenciada, según su participación en el sacerdocio de Cristo y según los demás dones que haya recibido. El fin de la vida espiritual de un miembro no es simplemente que se una a la Cabeza –la unión con Dios en Cristo–, sino que busque esa unión con todos, poniendo al servicio de los demás sus capacidades, para que todos se adhieran a Jesús como miembros vivos de su Cuerpo que es la Iglesia 111.

La época en la que predica san Josemaría, como ya quedó señalado, ve un gran desarrollo de la doctrina del Cuerpo místico, gracias sobre todo a la encíclica Mystici corporis (29-VI-1943), de Pío XII, verdadera "piedra miliar de la eclesiología contemporánea" 112, y gracias también a los estudios teológicos que la preceden y la siguen. Varias veces cita san Josemaría esta encíclica en sus homilías, meditaciones y cartas. No hay duda de que la había meditado profundamente. Además, su aguda percepción de la filiación divina, por la que considera al cristiano no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 113, le pone, junto con su sentido de la fraternidad cristiana, en total sintonía con la sustancia misma de la encíclica, que es precisamente la unión de los miembros del Cuerpo con la Cabeza y entre sí 114. La sintonía deriva también del concepto que tiene del Cuerpo místico como orgánicamente estructurado por el sacerdocio, y de la importancia que reconoce al sacerdocio común de todos los fieles, confirmada por la encíclica 115.

Una vez señalada esta armonía y sin pretender detallar ulteriores concordancias, centramos nuestra atención en dos puntos: la unión vital de la Iglesia con Cristo y la estructura sacerdotal de su organismo.

1) San Josemaría no concibe el Cuerpo de la Iglesia sin su Cabeza. Cristo vive en su Iglesia 116. Reacciona ante los que afirman que la Iglesia no es más que el ansia de solidaridad de los hombres (...). Se equivocan –responde–. La Iglesia, hoy, es la misma que fundó Cristo, y no puede ser otra 117. No piensa jamás en la Iglesia como en un cuerpo que se une a la cabeza pero que podría tener sentido y finalidad sin ella. En la línea de la doctrina agustiniana del "Cristo total", ve siempre la Cabeza y el Cuerpo formando como un solo Cristo.

La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante 118.

Es necesario valorar bien estas palabras. La Iglesia no es sólo continuadora de la obra de Cristo, al modo en que una empresa humana desarrolla la iniciativa de su fundador. La Iglesia es "Cristo presente entre nosotros" (Bossuet decía que es "Jesucristo extendido y comunicado" 119). Es la Comunión de los santos en cuanto que forma con su Cabeza "quasi una persona mystica" 120, según expresión clásica que también recoge san Josemaría 121. Edificar la Iglesia no es, por tanto, otra cosa que unir a los hombres con Cristo: extender su Reino en el mundo, vivir personalmente su misma Vida y comunicarla a otros; en una palabra, edificar la comunión de los hombres con Dios "en Cristo".

Esta visión de la Iglesia como "Cristo presente entre nosotros" permite comprender mejor aún que "amar a la Iglesia" es un modo de designar el fin último de la vida cristiana, en cuanto que equivale a "amar a Jesucristo" (con su Cuerpo místico) y a "amar a Dios en Jesucristo". Si san Josemaría dice que la Iglesia es "Cristo presente entre nosotros" y que es "Dios que viene hacia la humanidad para salvarla", no está identificando a la Iglesia con Dios o con Cristo. Lo que afirma es que así como nos unimos a Dios por Cristo y en Cristo, en quien "habita toda la plenitud (plhvrwma) de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9), así también la unión a Cristo se realiza por la Iglesia y en la Iglesia "que es su cuerpo, la plenitud (plhvrwma) de quien llena todo en todas las cosas" (Ef 1, 23). Es verdad que "en el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa ("Credo... Ecclesiam"), y no de creer "en la Iglesia" para no confundir a Dios con sus obras, y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia" 122; pero podemos añadir que la perspectiva de la Teología espiritual hace patente que el amor a la Iglesia se dirige en definitiva a Dios a quien encontramos en ella.

Volvamos a citar unas palabras de san Josemaría: Como en Cristo hay dos naturalezas –la humana y la divina–, así, analógicamente, podemos referirnos a la existencia en la Iglesia de un elemento humano y un elemento divino 123. Como el "amor a la Humanidad de Cristo" no es simplemente amor a una naturaleza humana por amor a Dios, sino amor a Dios que ha unido a Sí –en la Persona del Hijo– esa naturaleza, así también, y de modo análogo, el amor a la Iglesia no es simplemente amor a una realidad humana (a una institución) por amor a Cristo que la ha fundado, sino amor al mismo Cristo que ha unido a Sí a su Cuerpo, con el que forma como "una persona mística". El amor a la Humanidad de Cristo y a su Cuerpo no es un amor que haya que ordenar ulteriormente al amor a Dios, pues se dirige a Dios mismo en cuanto que nos ha incorporado a su vida trinitaria en Cristo y en la Iglesia. En este sentido, amar a la Iglesia con obras (o edificarla por amor) es fin último de la vida espiritual, incoación del amor a Dios en la Comunión de los santos en el Cielo. La contemplación de Dios en Cristo no puede prescindir de la Iglesia, porque no se puede separar a la Cabeza de su Cuerpo.

La Iglesia es un misterio grande, profundo. No puede ser nunca abarcado en esta tierra. Si la razón intentara explicarlo por sí sola, vería únicamente la reunión de gentes que cumplen ciertos preceptos, que piensan de forma parecida. Pero eso no sería la Santa Iglesia (...). A nadie se le oculta la evidencia de esa parte humana. La Iglesia, en este mundo, está compuesta de hombres y para hombres, y decir hombre es hablar de la libertad, de la posibilidad de grandezas y de mezquindades, de heroísmos y de claudicaciones. Si admitiésemos sólo esa parte humana de la Iglesia, no la entenderíamos nunca, porque no habríamos llegado a la puerta del misterio (...): la Iglesia es el Cuerpo de Cristo 124.

A menudo, san Josemaría se refiere a la Iglesia también como Esposa de Cristo 125. Esta denominación, igualmente bíblica (cfr. Ef 5, 22-25), está en estrecha relación con la de Cuerpo de Cristo, como se deduce de las palabras de san Pablo: "el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo" (Ef 5, 23). Tradicionalmente se ha hecho notar que los dos nombres ponen de relieve aspectos diversos: el de Cuerpo indica que la unión de la Iglesia con Cristo es tan "natural" como la del cuerpo con la cabeza, mientras que el de Esposa indica que es "voluntaria", por elección, como la del esposo con la esposa 126. En san Josemaría se encuentra la sustancia de esta distinción –dice muchas veces que los miembros de la Iglesia han sido llamados y elegidos gratuitamente por Dios (la "vocación cristiana"), y que la unión con Dios "diviniza" al cristiano o lo connaturaliza con Él–, pero no relaciona esta distinción explícitamente con los nombres de Cuerpo y Esposa. Cuando habla de la Iglesia como Esposa de Cristo es casi siempre como argumento de su santidad: la Iglesia es Santa, es la Esposa de Jesucristo, sin mancha ni arruga; eternamente joven, eternamente bella 127. También lo hace –y es lo que más nos interesa ahora– para destacar que el amor de Cristo a la Iglesia es un amor personal que no se subordina a otro fin, según las palabras paulinas: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5, 25). Así debe ser también el amor del cristiano: es preciso poner a los pies de la Esposa de Jesucristo –de la Iglesia santa– lo que somos y lo que poseemos, amándola fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida 128.

2) Veamos ahora la estructura del Cuerpo místico en su dimensión visible, como organismo social. Lo que estructura básicamente a la Iglesia, haciendo que los fieles tengan funciones diversas al servicio de una misma misión, es el hecho de que los fieles participan de diversos modos del sacerdocio de Jesucristo. Es esa estructura "sacerdotal" la que hace de la Iglesia instrumento de salvación, de modo análogo a como la Humanidad de Cristo, ungida por el Espíritu Santo, es "instrumento" de la Divinidad para salvar a los hombres, según la enseñanza de la Lumen gentium, bien conocida por san Josemaría 129.

Conviene anticipar aquí una observación que desarrollaremos luego. San Pablo enseña que, en el cumplimiento de esta misión salvadora instrumental, "no todos los miembros tienen la misma función" (Rm 12, 4), y el Concilio Vaticano II, al hablar de esa diversidad de funciones, menciona la existencia de "diversos dones jerárquicos y carismáticos" 130. Evidentemente, también los dones carismáticos configuran a la Iglesia, pero no determinan su estructura básica, que es la sacerdotal, sino que se insertan en ella para que sea instrumento eficaz de salvación. San Josemaría recuerda en diversos momentos que carece de sentido oponer unos y otros dones, como si hubiera una Iglesia de estructura jerárquica y otra de estructura carismática 131. Son dones que configuran el ser y la vida del Cuerpo místico, conjugándose mutuamente.

La estructura sacerdotal de la Iglesia está constituida ante todo por la distinción entre sacerdocio común y ministerial. Dentro del ministerial, como es sabido, hay varios grados jerárquicos (diaconado, presbiterado, episcopado). Si se minusvalora el sacerdocio común, se tenderá a identificar la estructura sacerdotal de la Iglesia con la gradación interior del sacerdocio ministerial.

Nos encontramos entonces, una vez más, ante una concepción clerical de la Iglesia, en la que los laicos son miembros pasivos. San Josemaría no comparte esta visión; más aún, está muy lejos de ella. Su enseñanza se puede resumir en tres puntos de notable repercusión para el planteamiento de la vida espiritual. Los detallamos a continuación.

a) Importancia del sacerdocio común, distinto del sacerdocio ministerial jerárquico.

Como ya sabemos, san Josemaría enfatiza la importancia del sacerdocio común recibido en el Bautismo y perfeccionado en la Confirmación. Escribe, por ejemplo:

[El cristiano está] llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que (...) capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios 132.

A la vez, resalta la grandeza específica del sacerdocio ministerial y su distinción esencial del sacerdocio común:

Nuestro Padre Dios nos ha dado, con el Orden sacerdotal, la posibilidad de que algunos fieles, en virtud de una nueva e inefable infusión del Espíritu Santo, reciban un carácter indeleble en el alma, que los configura con Cristo Sacerdote, para actuar en nombre de Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico (cfr. Concilio de Trento, sess. XXIII, c. 4; Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2). Con este sacerdocio ministerial, que difiere del sacerdocio común de todos los fieles esencialmente y no con diferencia de grado (cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 10), los ministros sagrados pueden consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecer a Dios el Santo Sacrificio, perdonar los pecados en la confesión sacramental, y ejercitar el ministerio de adoctrinar a las gentes, in iis quæ sunt ad Deum (Hb 5, 1), en todo y sólo lo que se refiere a Dios 133.

En ambos casos se trata de un "sacerdocio", porque cada uno permite a su modo ejercer (participadamente) la mediación sacerdotal de Cristo, tanto descendente (ser instrumentos para santificar, enseñar y guiar a otros a la santidad) como ascendente (dar culto a Dios). Pero se diferencian "essentia, non gradu tantum" 134. El sacerdocio ministerial confiere la capacidad de llevar a cabo unas acciones que son exclusivas de la Cabeza: permite obrar "in Persona Christi Capitis" 135.

En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial 136.

Dos puntos quedan claramente resaltados: el sacerdote "no es más fiel cristiano" que el laico, pero "es más sacerdote". De los dos, san Josemaría recalca más el primero, sacando conclusiones dirigidas a atajar el peligro de clericalismo: ni como hombre ni como fiel cristiano el sacerdote es más que el seglar. Por eso es muy conveniente que el sacerdote profese una profunda humildad 137. No insiste tanto, en cambio, en que el presbítero es "más sacerdote" que el laico 138. Pero recuerda –sobre todo en los últimos años de su vida, ante la confusión doctrinal a la que nos hemos referido–, que la Iglesia, por voluntad divina, es una institución jerárquica. Sociedad jerárquicamente organizada la llama el Concilio Vaticano II (Const. dogm. Lumen gentium, 8), donde los ministros tienen un poder sagrado (Lumen gentium, 18) 139.

El mismo sacerdocio ministerial es jerárquico porque dentro de él "existen dos grados, por institución divina: el episcopado y el presbiterado" 140. El episcopado confiere la plenitud del sacerdocio, "de tal manera que los Obispos, en forma eminente y visible, hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice y obren en su nombre" 141. Los obispos, declara el Concilio de Trento, han sucedido en el lugar de los Apóstoles y están puestos, como dice el mismo Apóstol (Pablo), por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (Hch 20, 28) (DS 1768). Y, entre los Apóstoles, el mismo Cristo hizo objeto a Simón de una elección especial: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18) 142.

Como se ve, para exponer la constitución jerárquica de la Iglesia, san Josemaría no cita sólo el Vaticano II, sino también el Concilio de Trento, mostrando de este modo el desarrollo homogéneo de la doctrina del Magisterio. Deja claro que Jesucristo estableció la Iglesia sobre el fundamento de los Apóstoles, que forman "un único colegio apostólico presidido por Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra" 143. Pues "así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás apóstoles forman un único colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles" 144. Condensa de algún modo esta doctrina al señalar que en el vértice de esa ordenación está el sucesor de Pedro y, con él y bajo él, todos los obispos: con su triple misión de santificar, de gobernar y de enseñar 145.

b) Cooperación entre uno y otro sacerdocio: "El sacerdocio común tiene necesidad del sacerdocio ministerial y viceversa".

"El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordenan el uno para el otro" 146. El ministerial se ordena al común porque está a su servicio, y el común se ordena al ministerial porque tiene necesidad de él: gracias al sacerdocio ministerial todos los fieles pueden participar en los sacramentos, recibir la enseñanza auténtica de la doctrina de Cristo, y ser guiados hacia la santidad por los legítimos pastores. San Josemaría se refiere de diversos modos a esta necesidad. Baste un texto:

La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia 147.

Por otra parte, el sacerdocio ministerial tiene necesidad del común para santificar todas las realidades humanas. Sería un error considerar el sacerdocio común como una función de la que se podría prescindir.

Como fieles cristianos, hemos oído el mandato de Cristo: euntes ergo docete omnes gentes! No se trata de una función delegada por la Jerarquía eclesiástica, de una prolongación circunstancial de su misión propia; sino de la misión específica de los seglares, en cuanto son miembros vivos de la Iglesia de Dios 148.

[Los laicos tienen] una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo 149.

Para san Josemaría es imprescindible la cooperación de sacerdotes y laicos para edificar la Iglesia. Se trata de una "cooperación orgánica", en la que cada "órgano" del cuerpo realiza su cometido propio. Cada fiel ha recibido una participación en el sacerdocio de Cristo, no para ejercerla independientemente de los demás, sino en cuanto miembro de la Iglesia, que es una "comunidad sacerdotal" 150caracterizada por su "indoles sacra et organice exstructa" 151. Sólo cooperando con los demás –los laicos con los sacerdotes y los sacerdotes con los laicos, en comunión con los Obispos y con la cabeza del Colegio episcopal que es Sucesor de Pedro–, se edifica la Iglesia.

c) "En la Iglesia hay una amplia diversidad de carismas que hace del Cuerpo Místico de Cristo un cuerpo organizado".

El organismo de la "comunidad sacerdotal" no se configura sólo por el sacerdocio común y el ministerial, sino también por los carismas que reciben los fieles para llevar a cabo, de modos variados, la misión de la Iglesia. En este sentido, se puede hablar de "misiones diversas".

En la Iglesia hay diversidad de misiones, dones y carismas (...) que hace que el Cuerpo Místico de Cristo sea lo que es: un cuerpo organizado, y no una masa informe 152.

Este texto se encuentra en la línea de la enseñanza del Concilio según la cual el Espíritu Santo, además de los "dones jerárquicos" por los que constituye a algunos fieles en miembros de la Jerarquía, concede también "dones carismáticos" "para la edificación de la Iglesia" (1Co 14, 12) 153. San Josemaría está convencido de que es importante que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios 154.

Vale la pena resaltar la afirmación expresa de que los "carismas" se encaminan a hacer de la Iglesia "un cuerpo organizado". Los "dones carismáticos" no son independientes de los "jerárquicos", como si edificaran la Iglesia de modo paralelo; al contrario, llevan a edificarla en comunión con la Jerarquía, se integran en su constitución orgánica. La doctrina de la Iglesia mantiene que "ningún carisma dispensa de la referencia y de la sumisión a los Pastores de la Iglesia. "A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno" (Lumen gentium, 12), a fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al "bien común" (cfr. 1Co 12, 7)" 155. Ya hemos citado antes otro texto de san Josemaría en el que previene del error de separar una Iglesia carismática de otra jurídica o institucional. Su sensibilidad en este tema es particularmente aguda porque él mismo se sabe depositario de un carisma cuyo único sentido es el servicio a la Iglesia. De ahí que empleara gran parte de sus energías en abrirle cauce en el derecho de la Iglesia 156.

En la Iglesia, constituida como Cuerpo de los hijos de Dios en Cristo, cada miembro recibe su específica participación en el sacerdocio del Señor y lo ejerce en dos sentidos: ascendente, para dar culto a Dios junto con todo el Cuerpo y en unión con su Cabeza; y descendente, para ser instrumento u órgano de la Cabeza para santificar, enseñar y guiar a los demás miembros y a todos los hombres (pues todos están llamados a formar parte de la Iglesia), según la misión y los dones recibidos. Lo que cada miembro ha de buscar en última instancia –lo que constituye fin último de su vida– es el bien del Cuerpo: que todos "crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo –compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen según la energía correspondiente a la función de cada miembro– va consiguiendo su crecimiento para su edificación en la caridad" (Ef 4, 15-16).

La doctrina de que la vida cristiana tiende a que "todos con Pedro vayan a Jesús por María" va adquiriendo así contornos precisos. Se trata de buscar el crecimiento del Cuerpo de Cristo para la gloria del Padre, procurando formar y fortalecer sus vínculos de unidad y extenderlos a todos los hombres, mediante el ejercicio del sacerdocio de Cristo según la función de cada uno y los dones y carismas que ha recibido.

1.5. LA IGLESIA, "SACRAMENTO DE LA PRESENCIA DE DIOS EN EL MUNDO"

Después de haber visto la enseñanza de san Josemaría sobre el Cuerpo místico y su estructura, estamos en condiciones de examinar una idea de gran importancia en su visión de la Iglesia y que impregna toda su predicación: la vocación a la santidad es también, y necesariamente, vocación al apostolado; la llamada a la unión con Dios es al mismo tiempo llamada a ser para los demás "signo e instrumento de esa unión". Se trata de la índole "sacramental" de la vocación cristiana, basada en la sacramentalidad de la Iglesia.

La Iglesia es eso: el signo y en cierto modo –no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza– el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación 157.

Estas palabras son de una homilía de 1969, posteriores, por tanto, al Vaticano II. Indudablemente, san Josemaría se hace eco de lo que el Concilio enseña acerca de la Iglesia como "sacramento universal de salvación" 158. Pero su propósito no es exponer esa doctrina sino aplicarla a la vida espiritual. He aquí su razonamiento: puesto que la Iglesia es "sacramento de la presencia de Dios en el mundo", el fiel cristiano ha de saber que ha sido "regenerado por Dios" –ha nacido a la vida sobrenatural como miembro del Cuerpo de Cristo–, y que por eso mismo es "enviado a los hombres para anunciarles la salvación". Esto es "ser cristiano" o "ser Iglesia", como dice en otras ocasiones 159. Como se puede ver, "ser Iglesia" no es algo "estático" (no se reduce al hecho histórico de "haber sido bautizado"). San Josemaría distingue entre "ser Iglesia" y "estar en la Iglesia": Estar en la Iglesia es ya mucho: pero no basta. Debemos ser Iglesia 160. Ser Iglesia incluye "edificar la Iglesia", "hacer la Iglesia". Esto último no es una actividad añadida, sino el aspecto dinámico del "ser Iglesia".

En este contexto de vida espiritual, cobra un fuerte sentido el inciso con el que distingue la Iglesia-sacramento de los sacramentos. Más que de una aclaración casi superflua –que la Iglesia no es un "octavo" sacramento que se añade a los siete, es cosa evidente para un católico– se trata de una aplicación práctica de enormes consecuencias, pues vuelve a hacer patente, desde una nueva perspectiva, que la Iglesia es el fin último de la vida cristiana.

Ser Iglesia y formar la Iglesia es vivir en comunión con la Santísima Trinidad como miembro de Cristo, mientras que los siete sacramentos son medios para ese fin. De Lubac ha hecho notar que la Iglesia "constituye este misterioso organismo que no será plenamente realizado hasta el final de los tiempos, y que no es el medio para unificar la humanidad en Dios, sino el fin en sí mismo, es decir, la consumación de esta unidad" 161. Ser miembro de la Iglesia íntimamente unido a la Cabeza y procurar que en todos los demás se dé también esa unión es el fin de la vida cristiana, que se alcanzará plenamente en la Comunión de los santos en la gloria; recibir los sacramentos, en cambio, es medio para formar parte de la Comunión de los santos en la tierra. Por eso son "sacramento" de distinto modo. De la Iglesia dice san Josemaría que es Cristo presente entre nosotros 162, como ya hemos visto; de los sacramentos no dice que son Cristo (a excepción de la Eucaristía: enseguida lo consideraremos), sino que son huellas de la Encarnación del Verbo 163.

Como sacramento universal de salvación se suele entender la Iglesia peregrinante. "Por una no pequeña analogía la Iglesia se compara al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como vivo órgano de salvación a Él indisolublemente unido, de forma no desemejante el organismo social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que lo vivifica, para el incremento del cuerpo (cfr. Ef 4, 16)" 164. Para la mayor parte de los autores, "sacramento de salvación" es la dimensión visible de la Iglesia (la profesión de la fe, la celebración de los sacramentos y el gobierno pastoral: realidades que significan y se ordenan a la transmisión de la vida sobrenatural). También san Josemaría, cuando habla de la Iglesia como "sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo", se refiere en primer término a esa dimensión visible (Iglesia militante), ya que dice que es sacramento de la presencia de Dios "en el mundo".

No obstante, pensamos que quiere decir algo más. Al considerar que formar la Iglesia (la comunión de los hombres con Dios) es fin último de la vida cristiana y al designarla como sacramento, se ve que no reduce la noción de sacramento a la de "instrumento" de la acción divina, dejando en segundo plano el aspecto de "signo sagrado" (signo que, en este caso, no sólo evoca en la mente la participación en la vida de las Personas divinas sino que la efectúa verdaderamente). Lo que es sacramento no es sólo la dimensión visible de la Iglesia in terris, sino todo el misterio de la Iglesia.

Vale la pena recordar aquí que desde la teología medieval se vienen distinguiendo tres aspectos en la noción de sacramento: el sacramentum tantum (el signo visible: p.ej., la inmersión o infusión del agua con las palabras del Bautismo), la res et sacramentum (la realidad sagrada invisible significada –la gracia, vida sobrenatural–, que es además "sacramento" de una ulterior realidad sagrada que se da en plenitud en la gloria), y la res tantum (esa realidad última de vida sobrenatural que existe plenamente en la gloria) 165. La Iglesia en cuanto sacramento puede considerarse análogamente como el conjunto de los tres elementos. No es sólo la sociedad visible en esta tierra (el sacramentum tantum), sino también la comunión invisible –significada por la sociedad visible– de los miembros del Cuerpo místico de Cristo con la Santísima Trinidad y entre sí, la cual es a su vez "sacramento" de una ulterior realidad de comunión en la gloria (res et sacramentum), y es finalmente la plenitud de esa comunión en la gloria, es decir, la Comunión de los santos en el Cielo, realidad plena de filiación divina y de fraternidad en Cristo (res tantum). Esta aplicación de los elementos de la noción de sacramento a la Iglesia-sacramento, permite ver –y perdone el lector la repetición de palabras– que la Iglesia es sacramento no sólo por su dimensión visible sino por el conjunto de su misterio, lo cual resulta adecuado para comprender que la Iglesia, siendo sacramento, no es sin embargo un medio como los siete sacramentos sino el fin último de la vida cristiana. Es la comunión con Dios y no sólo medio para esa comunión, aunque tiene los medios para realizarla.

Remitiéndose a Möhler, De Lubac escribe en 1938: "si Cristo es el Sacramento de Dios, la Iglesia es para nosotros como el Sacramento de Cristo, ella le representa según toda la antigua fuerza del término: nos lo hace presente de verdad" 166. El Vaticano II matiza este planteamiento (en el sentido de que lo corrige de algún modo) cuando dice que la Iglesia es "veluti sacramentum" no ya "de Cristo" sino de la íntima unión con Dios y entre los hombres "en Cristo" 167. Nos parece que esta idea se encuentra de algún modo en san Josemaría cuando afirma que la Iglesia es "Cristo presente entre nosotros". La Iglesia es "sacramento en Cristo", el cual, por su Humanidad Santísima, es sacramento de la divinidad. Así como el sacramento no es sólo la Humanidad de Cristo durante su vida terrena, sino también Cristo glorioso sentado a la derecha del Padre, así la Iglesia-sacramento no es sólo la dimensión visible en esta tierra, sino la Comunión de los santos.

Señalamos lo anterior sólo a modo de hipótesis. Un estudio más detenido del conjunto de los textos de san Josemaría en relación con este tema permitirá valorar mejor la relación entre estos dos puntos enunciados por él: la Iglesia como fin de la vida cristiana y la Iglesia como sacramento.

Si bien el término "sacramento" no se aplica del mismo modo a la Iglesia y a los siete sacramentos, es preciso considerar la singularidad del sacramento de la Eucaristía. Mientras que por la participación en los demás sacramentos se recibe la gracia de Cristo, en la Sagrada Comunión es al mismo Jesucristo a quien se recibe. La Eucaristía no es una "huella" suya, sino Él mismo.

No sólo hace partícipe de la vida divina, sino que es la cumbre de esa participación: más que un participare, un tomar parte en algo divino, es un attingere, un alcanzar, un cierto "tocar" la Divinidad misma. De algún modo la Iglesia es Eucaristía porque es el Cuerpo de Cristo. El efecto propio de la Eucaristía es edificar la Comunión de los santos en la tierra, es decir, la Iglesia, como ya hemos recordado con las palabras del Apóstol: "somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17). De ahí que para san Josemaría, edificar la Iglesia se identifique con ser "almas de Eucaristía" y con hacer de la Santa Misa "centro y raíz" de la propia vida (no citamos ahora los textos porque dedicaremos a este tema el tercer apartado del presente capítulo).

Es así como el cristiano llega a "ser Iglesia" y, por tanto, a ser también él mismo "sacramento" como Cristo: hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor 168. El comentario de Ana María Sanguineti capta perfectamente el significado de estas palabras: san Josemaría "aplica con audacia ese ser "signo de unidad y vínculo de Amor", propio del sacramento eucarístico, a cada hijo de Dios cristificado. En este sentido puede decirse que su vida misma y su entera existencia, es, en cierto modo, como un sacramento" 169. San Josemaría lo expresa también así: Allá donde hay un cristiano que se esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia 170.

Señalemos ahora una cuestión estrechamente ligada a lo anterior. Ya dijimos que san Josemaría emplea pocas veces el término sacramento para designar a la Iglesia. No era corriente hacerlo, al menos en textos sobre la vida espiritual. Pero no por esto renuncia a expresar el concepto y la doctrina que están en juego. Lo hace más frecuentemente con otro término, tradicional, entrañable y fácilmente comprensible, llenándolo de sustancia teologal. Habla de la Iglesia como Madre: nuestra Madre la Iglesia 171. Es una expresión de la tradición cristiana 172 que le sale de lo más hondo del alma, con tierna piedad y profundo sentido teológico. Véase, por ejemplo, el siguiente texto (citamos sólo algunas frases que muestran el hilo de la explicación):

La Iglesia nos santifica, después de entrar en su seno por el Bautismo (...). Es una maravilla esa maternidad sobrenatural de la Iglesia, que el Espíritu Santo le confiere (...). Resalta con toda su grandeza el poder sacerdotal de la Iglesia, que procede directamente de Cristo (...), esta Madre Santa, que nos ha traído a la vida de la gracia y nos alimenta día a día con solicitud inagotable 173.

La Iglesia es Madre porque ha recibido del Espíritu Santo el poder de comunicar la vida sobrenatural. Al llamarla Madre, san Josemaría transmite que la Iglesia es signo e instrumento universal de la comunión de los hombres con Dios.

De aquí una convicción que expresa con palabras de san Cipriano: "No puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre" 174. Para salvarse es necesario formar parte de la Iglesia. No podemos olvidar que la Iglesia es mucho más que un camino de salvación: es el único camino. Y esto no lo han inventado los hombres, lo ha dispuesto Cristo: el que creyere y se bautizare, se salvará; pero el que no creyere, será condenado (Mc 16, 16) 175. No cabe duda de que fuera de la estructura visible de la Iglesia de Cristo se encuentran "elementos de santificación y de verdad" 176, pero a san Josemaría no le tranquiliza esa consideración: le consume el afán apostólico y lo quiere comunicar a todos los católicos. La consecuencia principal que saca del dogma de la necesidad de la Iglesia para la salvación es que el cristiano ha de ansiar que todos se salven: los que le rodean ahora y los hombres de todos los tiempos. No es ésta una pretensión quimérica, porque gracias al envío del Espíritu Santo el cristiano puede y debe empeñarse en la corredención de la humanidad entera 177. Un deseo vago e inoperante no basta. Debe ser una meta que incide de modo práctico en la vida. Un cristiano, escribe, ha de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de todas las almas 178. Y en otro lugar añade: al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a todas las gentes y a todos los pueblos 179.

1.6. LA IGLESIA, "PUEBLO DE DIOS"

Así como la visión de la Iglesia en cuanto "comunión enraizada en la Santísima Trinidad" subyace en san Josemaría a la predicación de la llamada universal a la santidad...; así como su percepción de la Iglesia expresada en las palabras "Cristo presente entre nosotros" subyace a su doctrina del sentido de la filiación divina "en Cristo"...; y así como, en fin, la visión de la Iglesia en cuanto "sacramento de la presencia de Dios en el mundo" subyace a su vibrante insistencia en la dimensión apostólica de la vocación a la santidad...; así también la noción de la Iglesia como "Pueblo de Dios en el mundo", ampliamente presente en sus escritos, subyace a otro tema capital de su mensaje: la santificación del mundo desde dentro como misión propia y específica de los fieles laicos.

La expresión "Pueblo de Dios" no designa la totalidad del misterio de la Iglesia, pero la describe tal como la vemos in terris, en camino hacia la Patria. Es efectivamente un "pueblo sacerdotal": sus miembros participan del sacerdocio de Cristo, está destinado a dar el verdadero culto a Dios y es signo e instrumento de la santificación de los hombres. San Josemaría recuerda en este sentido varias veces 1P 2, 9-10: "Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz: los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios".

Es bien sabido que el Concilio Vaticano II ha utilizado profusamente la imagen de "Pueblo de Dios", que ayuda a comprender el Cuerpo místico no como una realidad cerrada en sí misma, sino como un organismo abierto al mundo, para asumir la misión salvadora de la humanidad. De ahí que la noción de la Iglesia como "sacramento" constituya como el anillo de unión entre los conceptos de Cuerpo místico y de Pueblo de Dios.

Esta concatenación de ideas es connatural al espíritu de vida cristiana que transmite san Josemaría.

Una mirada al mundo, una mirada al Pueblo de Dios (cfr. 1P 2, 10) (...). Y, al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a todas las gentes y a todos los pueblos (cfr. Mt 28, 19) 180.

Le resulta inconcebible una vida de hijo de Dios, miembro del Cuerpo de Cristo, planteada de espaldas al mundo, precisamente porque al ser hijo es también heredero: tiene la misión de llevar el Evangelio a los hombres y de orientar todo a la gloria de Dios. La vocación laical pone de manifiesto con particular claridad este elemento constitutivo de la vocación cristiana (también presente, de otro modo, en la vocación religiosa).

Se comprende así que la imagen de la Iglesia como "Pueblo de Dios en el mundo" tenga en san Josemaría unas connotaciones en parte distintas a las que posee en otros autores en torno al Vaticano II. Cuando habla del "Pueblo de Dios" alude, por lo general, a la misión de transformar el mundo, y más concretamente a la misión de los laicos de actuar como fermento en todas las realidades temporales.

La Iglesia es la totalidad del Pueblo de Dios (...), allá donde hay un cristiano que se esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia. (...) Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso, ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su vocación humana. (...) Cristianizar desde dentro el mundo entero, mostrando que Jesucristo ha redimido a toda la humanidad: ésa es la misión del cristiano 181.

Para otros autores, la figura de "Pueblo de Dios" pone de manifiesto principalmente que la Iglesia no es una realidad ahistórica, sino que se desarrolla en el tiempo y que, para cumplir su misión, tiene que adaptar su organización y estructura a las circunstancias que evolucionan, como hacen los demás pueblos: hay elementos de la organización eclesiástica que pueden y deben cambiar con el tiempo.

En cierto sentido, esta necesidad es evidente, y san Josemaría no sólo la comparte sino que contribuye él mismo a poner en marcha cambios importantes (por ejemplo, en diversos aspectos que afectan a los laicos). Siempre parte, sin embargo, de la base de que por "aggiornamento" se ha de entender "fidelidad" a la constitución divina de la Iglesia, y de que se ha de proceder en lo demás con prudencia, estimando el peso de la tradición cristiana 182.

De todos modos, para él no es ésta la cuestión central. No resalta principalmente la necesidad de adaptar las estructuras eclesiásticas a los tiempos. Quedarse en esto, indicaría una mentalidad más bien clerical. Cuando habla del "Pueblo de Dios en el mundo" quiere impulsar la misión de la Iglesia –la evangelización–, que incluye la santificación personal en medio de la sociedad y la transformación cristiana de la cultura, con la promoción del bien común temporal y del auténtico progreso: una misión santificadora en la que los laicos tienen parte esencial, cooperando siempre con el sacerdocio ministerial.

Los textos muestran a las claras en qué piensa san Josemaría cuando habla de la Iglesia como Pueblo de Dios:

Los miembros del Pueblo de Dios (...) son todos corresponsables de la misión de la Iglesia 183.

La Iglesia no la forman sólo los clérigos y religiosos, sino que también los laicos –mujeres y hombres– son Pueblo de Dios y tienen, por Derecho divino, una propia misión y responsabilidad 184.

[El fiel laico ha de poner] de relieve –con la coherencia de su vida– la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios 185.

En definitiva, cuando san Josemaría contempla la Iglesia como "Pueblo de Dios en el mundo", está en línea con la célebre afirmación de san Agustín: "mundus reconciliatus, Ecclesia" 186, el mundo reconciliado con Dios es la Iglesia.

Con esta cuestión se relaciona estrechamente su insistencia, durante los años que siguen al Vaticano II, en que el fin (la finalidad) de la Iglesia es sobrenatural: la salvación de las almas, la plena comunión de los hombres con Dios. La Iglesia, en efecto, no sólo "es fin" ella misma, sino que "tiene un fin", y no hay en esto ninguna paradoja. Si la consideramos como la comunión de los santos con Dios, se nos presenta como fin último de la vida cristiana; pero si la consideramos como Iglesia peregrinante o Pueblo de Dios en este mundo –"Pueblo sacerdotal", como decíamos– tiene un fin, que es sobrenatural.

San Josemaría dedica una entera homilía a explicar y defender este "fin sobrenatural de la Iglesia", frente a los intentos de sustituirlo por fines intramundanos. La Iglesia es de Dios, y pretende un solo fin: la salvación de las almas 187. Como Pueblo sacerdotal, su misión es aplicar la mediación de Cristo: dar culto a Dios y santificar a los hombres por los sacramentos, instruirlos en la doctrina salvadora y conducirlos conforme a ella. Toda su estructura está al servicio de ese fin. No tiene, en cambio, como fin el desarrollo científico, económico, etc., de la sociedad, porque no consiste en esto ni el culto ni la salvación de las almas. Pero no es ajena a las actividades temporales, precisamente porque ha de impulsar a sus miembros a santificarlas (que es también humanizarlas), administrándoles los medios pertinentes.

San Josemaría acentúa mucho este punto, en primer lugar porque el fin de la Iglesia como Pueblo de Dios es el mismo que el fin último de la vida de cada fiel cristiano, y lógicamente le interesa recordar que la estructura de la Iglesia ha de estar a su servicio, no sólo teóricamente sino en la práctica. Junto a este motivo de carácter permanente hay otro circunstancial que tiene que ver, como decíamos, con la crisis postconciliar. Se percibe en esa época con fuerza la tentación de ordenar la Iglesia en último término a la solución de problemas humanos (muchas veces nobles, como la lucha por la justicia o por el progreso material), y surgen nuevas formas del vetusto intento de servirse de la Iglesia para ambiciones personales de poder y de influjo humano.

Estas circunstancias dan ocasión a san Josemaría para ratificar principios fundamentales. Por una parte, a la vez que afirma que la Iglesia cumple institucionalmente una tarea asistencial de servicio de la caridad (cfr. Hch 6, 1-6), sale al paso de cualquier intento de desgajarla de su fin sobrenatural:

Rechacemos (...) las teorías secularizantes, que pretenden identificar los fines de la Iglesia de Dios con los de los estados terrenos: confundiendo la esencia, las instituciones, la actividad, con características similares a las de la sociedad temporal 188.

La Iglesia no es un partido político, ni una ideología social, ni una organización mundial de concordia o de progreso material, aun reconociendo la nobleza de esas y de otras actividades. La Iglesia ha desarrollado siempre y desarrolla una inmensa labor en beneficio de los necesitados, de los que sufren, de todos cuantos padecen de alguna manera las consecuencias del único verdadero mal, que es el pecado. Y a todos –a aquellos de cualquier forma menesterosos, y a los que piensan gozar de la plenitud de los bienes de la tierra– la Iglesia viene a confirmar una sola cosa esencial, definitiva: que nuestro destino es eterno y sobrenatural, que sólo en Jesucristo nos salvamos para siempre, y que sólo en Él alcanzaremos ya de algún modo en esta vida la paz y la felicidad verdaderas 189.

Por otra parte, insiste en que el fin de la Iglesia no es otro que el de la evangelización.

Éste, y no otro, es el fin de la Iglesia: la salvación de las almas, una a una. Para eso el Padre envió al Hijo, y yo os envío también a vosotros (Jn 20, 21). De ahí el mandato de dar a conocer la doctrina y de bautizar, para que en el alma habite, por la gracia, la Trinidad Beatísima: a mi se me ha otorgado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñando a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos de que yo permaneceré continuamente con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 18-20). Son las palabras sencillas y sublimes del final del Evangelio de San Mateo: ahí está señalada la obligación de predicar las verdades de fe, la urgencia de la vida sacramental, la promesa de la continua asistencia de Cristo a su Iglesia. No se es fiel al Señor si se desatienden esas realidades sobrenaturales: la instrucción en la fe y en la moral cristianas, la práctica de los sacramentos. Con este mandato Cristo funda su Iglesia. Todo lo demás es secundario 190.

1.7. LA IGLESIA "UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA, ANIMADA POR EL ESPÍRITU SANTO"

Estas palabras, procedentes de la homilía de Pentecostés de 1969 191, nos dan ocasión para concluir la síntesis de la visión de la Iglesia en san Josemaría con la enseñanza clásica de que el Espíritu Santo es como el "alma" de la Iglesia, su principio vital, enseñanza que se une a las cuatro "notas" que permiten descubrir la verdadera Iglesia, aquella en la que habita el Espíritu Santo como en un templo, con el Padre y el Hijo.

El Hijo ha asumido una naturaleza humana para ser mediador entre Dios y los hombres y establecer así su Reino. Pero la mediación de Cristo ha de ser aplicada a cada hombre. Con este fin, como fruto de la Cruz, se derrama sobre la Humanidad el Espíritu Santo 192. El Paráclito ha sido enviado para atraer a todos hacia Cristo formando la Iglesia.

Como el cuerpo humano está unificado y vivificado por el alma, así, de modo análogo, el Cuerpo místico de Cristo está unificado y vivificado por el Espíritu Santo. La Iglesia es una "comunión en el Espíritu" (Flp 2, 1; cfr. Ef 4, 4; 1Co 12, 13) 193. En efecto, la efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida 194. Une a los hijos de Dios, miembros vivos del Cuerpo místico de Jesucristo, no actuando "desde fuera", sino infundiendo en ellos la caridad, "vínculo de perfección" (Col 3, 14), participación en la Caridad infinita que es Él mismo 195. Además, les unge como sacerdotes, como ungió la Humanidad Santísima de Jesús (cfr. Lc 4, 18), haciéndoles partícipes del sacerdocio de Cristo –el común o también el ministerial– y concediéndoles dones jerárquicos y carismáticos, para que ellos mismos, con docilidad a sus inspiraciones y "consumados en la unidad" (Jn 17, 23), puedan actuar libremente, movidos por el amor, como mediadores entre Dios y los hombres. En estos términos se puede condensar la función del Espíritu Santo como "alma de la Iglesia" en el contexto teológico de san Josemaría 196.

En las palabras del título de este apartado, la presencia del Espíritu Santo aparece unida a las cuatro "notas" de la Iglesia: "una, santa, católica y apostólica" 197, signos que la distinguen de cualquier otro tipo de reunión humana 198.

En realidad, conformemente a su visión de la Iglesia "enraizada en la Trinidad", subraya que en ella habitan las tres Personas divinas. Por ejemplo, escribe: Mirad qué claras las palabras de San Agustín: Dios, pues, habita en su templo; no sólo el Espíritu Santo, sino también el Padre y el Hijo... Por tanto, la santa Iglesia es el templo de Dios, esto es, de la Trinidad entera (Enchiridion, 56, 15) 199. Naturalmente, lo uno no quita lo otro. Las tres Personas habitan en la Iglesia, pero el Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo para que la santifique, la conserve en la verdad y la gobierne. Pero el término de su acción no es otro que hacer de la Iglesia templo de la Trinidad. De ahí que san Josemaría ponga las "notas" en relación con la Santísima Trinidad.

Todos los que han amado de verdad a la Iglesia han sabido poner en relación esas cuatro notas con el más inefable misterio de nuestra santa religión: la Trinidad Beatísima 200.

La homilía Lealtad a la Iglesia presenta en este sentido particular interés porque en ella el autor comenta cada una de las "notas", haciendo ver que permiten identificar a la verdadera Iglesia precisamente por su relación con Dios Trino. Este es el eje de la homilía que ahora queremos resaltar, dejando al margen otras consideraciones. La Iglesia en esta tierra es "una" porque las tres Personas de la Santísima Trinidad son un solo Dios; por esto hay "un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Ef 4, 5), y a la vez una variedad de miembros, con dones y funciones diferentes (cfr. Rm 12, 4-6; 1Co 12, 12; etc.), que no impiden la comunión sino que le dan su carácter propio, en cierta analogía con la Trinidad de Personas del único Dios. Es "santa" porque es la misma comunión trascendente de las Personas divinas, que se abre a los hombres, y porque dispone, en consecuencia, de todos los medios para llevarnos a la santidad. Es "católica" porque se ha de extender universalmente, "para que Dios sea todo en todas las cosas" (1Co 15, 28), y porque es "la plenitud de quien llena todo en todas las cosas" (Ef 1, 23), siendo el Cuerpo de Cristo, en quien y para quien ha sido creado todo lo que existe (cfr. Col 1, 15-17); ya ahora es inicio de esa plenitud y abarca potencialmente a todos los hombres y a la entera creación. Finalmente es "apostólica" porque ha sido enviada, como el Hijo y el Espíritu Santo han sido enviados para reconciliar el mundo con el Padre, y su misión perdura, garantizada por la sucesión apostólica 201.

En torno a las cuatro "notas", san Josemaría trata diversas cuestiones eclesiológicas, como el ecumenismo, la unidad, el hecho de que las deficiencias de los miembros no pueden destruir la esencial santidad de la Iglesia, etc. También se sirve del nexo entre las "notas", para resaltar otros puntos de la doctrina, especialmente que el Romano Pontífice es el centro visible de unidad –a la vez que garantía del respeto a la legítima variedad 202– y testimonio de la catolicidad y apostolicidad de la Iglesia.

No podemos detenernos en todos estos temas, pero no quisiéramos omitir el del ecumenismo que, en la enseñanza de san Josemaría, aparece relacionado con la espiritualidad laical.

Respecto al "ecumenismo" como diálogo oficial a nivel institucional entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas o las comunidades eclesiales surgidas de la Reforma, san Josemaría se limita a recordar que ese diálogo parte de la verdad de que la Iglesia es una sola. Repite la doctrina de la Constitución Lumen gentium, 8, que cita expresamente 203, pero no habla de ese ecumenismo institucional más que para mover a los fieles a sostenerlo rezando por la unidad.

Con más frecuencia alude, en cambio, al ecumenismo que toma ocasión de la convivencia civil. La vida profesional y social implica muchas veces un contacto continuado con cristianos no católicos y con no cristianos. Se participa en empresas comunes y se comparten intereses e ideales: es lógico que la fe y sus consecuencias en la vida no queden al margen. Ciertos aspectos de la búsqueda de la unión de los cristianos entran en juego, sobre todo los que más se relacionan con la misión laical. Vale la pena recoger por extenso unas palabras que, si bien se refieren al Opus Dei, hacen referencia al espíritu –o sea a su mensaje– antes que a la institución:

Son muchos, efectivamente –y no faltan entre ellos pastores y aun obispos de sus respectivas confesiones–, los hermanos separados que se sienten atraídos por el espíritu del Opus Dei y colaboran en nuestros apostolados. Y son cada vez más frecuentes –a medida que los contactos se intensifican– las manifestaciones de simpatía y de cordial entendimiento a que da lugar el hecho de que los socios del Opus Dei centren su espiritualidad en el sencillo propósito de vivir responsablemente los compromisos y exigencias bautismales del cristiano. El deseo de buscar la perfección cristiana y de hacer apostolado, procurando la santificación del propio trabajo profesional; el vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas; la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano; el defender, contra la concepción monolítica e institucionalista del apostolado de los laicos, la legítima capacidad de iniciativa dentro del necesario respeto al bien común: esos y otros aspectos más de nuestro modo de ser y trabajar son puntos de fácil encuentro, donde los hermanos separados descubren –hecha vida, probada por los años– una buena parte de los presupuestos doctrinales en los que ellos y nosotros, los católicos, hemos puesto tantas fundadas esperanzas ecuménicas 204.

En este largo texto está implícita lo que podríamos llamar la potencialidad ecuménica de dos características fundamentales del espíritu que transmite san Josemaría.

En primer lugar, al fundar la vida cristiana en el sentido de la filiación divina, quienes tienen ese espíritu se encuentran, quizá sin advertirlo, en profunda sintonía con la tradición espiritual del Oriente cristiano, cuya médula es la transformación del creyente por el don del Espíritu Santo, su "divinización". "El Verbo de Dios se ha hecho hombre, el Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre, para que el hombre, unido al Verbo de Dios y recibiendo la adopción, llegue a ser hijo de Dios" 205, afirma san Ireneo; y comenta Tomáš Špidlík: "este resumen de la historia sagrada, repetido con algunas variantes en todas las épocas, se encuentra en la base de la enseñanza espiritual del Oriente cristiano, y tiene como única finalidad la divinización del hombre" 206. Con esa enseñanza, alma de la espiritualidad oriental, conecta profundamente, como decíamos, el ideal de una vida cristiana fundada en el sentido de la filiación divina y de la búsqueda de la identificación con Cristo que propone san Josemaría.

En segundo lugar, quienes procuran vivir el espíritu de santificación del trabajo, sintonizan fácilmente con el aprecio de las realidades temporales y el reconocimiento de su valor teológico, común entre los cristianos de las comunidades surgidas de la Reforma. Ciertamente, como dice Charles Taylor, ese aprecio de lo terrenal procede en parte del rechazo de lo sagrado y de la mediación de la Iglesia 207, pero no por eso deja de constituir un importante punto de encuentro. Así puede verse en diversos textos representativos del acervo religioso de esas comunidades que cita el mismo Taylor 208. Esta "potencialidad ecuménica" del espíritu de san Josemaría ha sido puesta de relieve por Rafael Alvira 209.

También para el diálogo con los no cristianos, la convivencia en la sociedad civil es para san Josemaría el cauce fundamental del que disponen los fieles laicos. Es además una ocasión para aprender de sus virtudes humanas que, si son auténticas, forman parte de la perfección cristiana.

Sentimos predilección por el apostolado ad fidem: personas nobles y leales que, al acercarse a nosotros con ocasión del trabajo profesional y sentirse ganadas por la amistad sincera y el cariño de mis hijos, irán perdiendo toda posible aversión o indiferencia hacia la Iglesia, y (...) podrán llegar a recibir la gracia de la conversión y el gozo de la fe, sobre el fundamento de su rectitud 210.

Es evidente que tanto el apostolado ad fidem en sentido estricto –atraer a la Iglesia a los no cristianos– como el ecumenismo y el apostolado ad plenitudinem fidei 211 –la amistad fraterna con los que, como bautizados, poseen diversos "elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica" 212– están íntimamente relacionados con el espíritu de libertad porque exigen un respeto a la libertad personal que va más allá de la simple tolerancia. San Josemaría predica ese respeto, defendiendo la "libertad de las conciencias". Emplea esta noción, frecuente en el magisterio de Pío XI 213, en un sentido radical, extensivo a quienes objetivamente se encuentran en el error religioso, y anticipa así de algún modo la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el derecho a la libertad social y civil en materia religiosa 214, aunque lo hace sin entrar en la cuestión de la laicidad del Estado 215. Lo veremos con más detalle en el capítulo . Para san Josemaría ese respeto es la base indispensable de un verdadero espíritu ecuménico en la convivencia diaria:

Desde el principio de la Obra, y no sólo desde el Concilio, se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad 216.

En los demás temas que san Josemaría trata al hablar de las cuatro "notas" de la Iglesia, sustancialmente se limita a recordar la doctrina del Vaticano II y su continuidad con el Magisterio precedente. No podemos detenernos en todos ellos. Nos basta señalar lo que, a nuestro entender, constituye su visión de fondo en este punto: que la Iglesia, caracterizada por esas cuatro notas, se nos muestra como organismo visible de la comunión invisible de los hombres con Dios en Cristo, comunión que es signo e instrumento de salvación para el mundo.

* * *

Los elementos de la visión de la Iglesia en san Josemaría que se han resumido abren el camino para comprender mejor que el fin último de la vida cristiana es edificar la Iglesia. Hemos tratado de poner la base para estudiarlo en el apartado siguiente.

Nos parece que esa afirmación ya no puede resultar ahora chocante o absurda, como sonaría para quien viera en la Iglesia una institución terrena, ya que en la edificación de una sociedad humana no puede agotarse de ningún modo el sentido de la existencia del cristiano. Incluso si fuera la Iglesia una realidad humana divinizada no podría constituir el fin último de la vida espiritual. La Iglesia no ha sido constituida primero en su ser natural, para ser después unida a Cristo. La Iglesia es, desde su raíz, divina y humana: es la comunión trinitaria abierta a los hombres para acogerlos en Cristo. Análogamente a como Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre y no sólo un hombre divinizado, así la Iglesia es, a la vez e inseparablemente, una realidad divina y humana. Sólo viéndola desde la Santísima Trinidad, como Cuerpo de Cristo y animado por el Espíritu Santo, se comprende que es "sacramento de salvación" para el mundo. Y sólo desde esta perspectiva –que no reduce la Iglesia a sociedad visible aunque englobe este aspecto de su ser–, resulta claro que edificar la Iglesia es formar la comunión de los hombres con Dios y puede ser fin último del vivir cristiano.

Si tuviéramos que elegir una frase, entre los textos de san Josemaría que hemos citado, para sintetizar este aspecto de su enseñanza, escogeríamos esta: no se puede separar la Iglesia visible de la Iglesia invisible 217. En su literalidad se trata de una afirmación clásica; en la predicación de Josemaría Escrivá de Balaguer es, más que una fórmula que se repite, una verdad profundamente meditada que ilumina toda su doctrina espiritual.

2. COOPERAR CON EL ESPÍRITU SANTO EN LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA

Hemos visto algunos elementos centrales del pensamiento eclesiológico de san Josemaría. Pasamos a considerar en qué consiste este edificar la Iglesia que reconocemos como fin de la vida cristiana.

En los textos de san Josemaría, las alusiones a la edificación de la Iglesia en general son escasas, pero son, en cambio, muy numerosas las referencias al modo concreto de edificarla al que dedicó su vida: hacer el Opus Dei al servicio de la Iglesia. Neta y clara es su convicción: si la Obra no sirve a la Iglesia, no sirve para nada: ¡para eso ha nacido, para eso la ha querido Dios! 218 En su mente no hay distancia entre hacer el Opus Dei y edificar la Iglesia, porque al buscar la santificación en medio del mundo con el espíritu que él transmite y al tratar de extenderlo, los fieles del Opus Dei no hacen otra cosa que edificar la Iglesia en el mundo. Por eso, si queremos exponer con integridad la enseñanza de san Josemaría sobre este tema, hemos de dedicar un apartado a ese modo particular de edificar la Iglesia que es "hacer el Opus Dei".

Surge aquí una dificultad. Lo más lógico es hablar primero de lo general (la edificación de la Iglesia) y después de lo particular (hacer el Opus Dei al servicio de la Iglesia). Y así lo haremos. Pero al ser pocos los textos que se refieren explícitamente a la edificación de la Iglesia en general, también serán pocas las citas de san Josemaría que incluiremos al tratar la primera parte, por lo que podría parecer que nuestra exposición no nace de su doctrina. Hacemos notar, por eso, que el presente apartado ha de considerarse en su conjunto, y que sólo después de leer el epígrafe 2.3. (sobre "un modo específico de edificar la Iglesia": hacer el Opus Dei), se verá que lo dicho con anterioridad está elaborado a partir de la enseñanza de san Josemaría.

2.1. EL ESPÍRITU SANTO EDIFICA LA IGLESIA

Retomemos el hilo del capítulo , en el que vimos que para dar gloria a Dios hay que contribuir al reinado de Cristo. El fin de la vida cristiana es que Cristo reine en el propio corazón y en el mundo, y Cristo reina en quien le ama. Querer que reine o amarle implica ante todo acoger su mediación sacerdotal: dejarse santificar, enseñar y gobernar por Él. Y puesto que, al acoger su mediación, el cristiano es hecho "mediador en Cristo", participando de su sacerdocio, querer que Jesús reine implica también ejercer esa mediación suya: tanto la ascendente, dando culto a Dios en unión con su Sacrificio, como la descendente, siendo instrumentos o miembros suyos para santificar, enseñar y guiar a otros a la santidad.

Todo esto se lleva a cabo en la Iglesia. Se ha escrito que en la predicación de san Josemaría, "la Iglesia se muestra como el ámbito del reinado de Cristo que se establece por la Palabra de Dios que, en la Iglesia, suscita la respuesta de la fe; y por los sacramentos, que realizan verdaderamente lo anunciado" 219. En la Iglesia, el cristiano recibe la mediación de Cristo, y es hecho mediador en Cristo para dar culto a Dios y para santificar, enseñar y guiar a los hombres. Al hacerlo así dilata el Reino de Jesucristo. Por esto la Iglesia es "germen e inicio" 220 de este Reino en el mundo, análogamente a como una semilla que comienza a brotar es inicio y germen de la planta misma. Es "inicio" del Reino, porque la Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros 221 y porque sus miembros vivos están sometidos a la Cabeza por el amor, de modo que Cristo reina en ellos, aunque todavía no acabadamente, porque no han alcanzado la santidad plena y la caridad perfecta. Es también "germen", porque tiene la capacidad de desarrollar el Reino de Cristo o de hacerlo germinar, gracias al poder del sacerdocio y a los carismas que reciben sus miembros:

el Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones 222.

Esta relación de la Iglesia con el Reino se encuentra en la base de la afirmación de san Josemaría según la cual exigencia de la gloria de Dios y del reinado de Cristo es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María 223. Dar gloria a Dios buscando que Cristo reine, se traduce en procurar que todos los hombres se incorporen a la Iglesia visible –que lleguen a estar "con Pedro", en comunión con su sucesor– donde se unen vitalmente a Cristo y crecen en esa unión, participando como hijos en el Hijo en la comunión de las Personas divinas (y todo "por María", como veremos al final del capítulo).

Pero procurar que "todos con Pedro vayan a Jesús por María" es un fin sobrenatural, que excede por completo las fuerzas humanas. Sólo el Espíritu Santo puede atraer a los hombres a la unión con Cristo en la Iglesia. Para esto ha sido enviado por el Padre y el Hijo. San Josemaría cita en este sentido las palabras del Crisóstomo: "si el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría" 224. Todo es obra suya, pero el cristiano puede cooperar con el Paráclito en la edificación de la Iglesia, y es así como busca que Cristo reine y da gloria a Dios. Por eso veamos primero en qué consiste la acción del Paráclito y luego cómo coopera el cristiano con esa acción.

En un Domingo de Resurrección, después de recordar las palabras del Señor: "Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré" (Jn 16, 7), san Josemaría comenta: Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida 225. El Señor había anunciado que por su Sacrificio atraería a todos hacia sí (cfr. Jn 12, 32), y la promesa se realiza con el envío del Paráclito. El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra 226. Por su acción somos atraídos a Cristo y unidos vitalmente a Él, como miembros de su Cuerpo.

Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo –con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección– había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad. (...) Aquel día se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca de tres mil personas (cfr. Hch 2, 37-41).

La venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana: Él es quien inspira la predicación de San Pedro (cfr. Hch 4, 8), quien confirma en su fe a los discípulos (cfr. Hch 4, 31), quien sella con su presencia la llamada dirigida a los gentiles (cfr. Hch 10, 44-47), quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús (cfr. Hch 13, 2-4). En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo.

Esa realidad profunda que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos 227.

¿Cómo edifica el Espíritu Santo la Iglesia? Edificarla es construir la comunión de los hombres con Dios, en Jesucristo. Al tener esa comunión una dimensión invisible y otra visible, sus vínculos corresponden también a esa doble dimensión. El vínculo de comunión invisible es la caridad, participación del Espíritu Santo, lazo de amor entre el Padre y el Hijo 228. Gracias a ese vínculo, la multitud de los creyentes que se formó después de Pentecostés, "tenia un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32). Este vínculo de la caridad tiene dos manifestaciones: une a cada fiel con los Pastores de la Iglesia y de modo especial con el Romano Pontífice, Pastor de la Iglesia universal, que san Josemaría llama Padre común de todos los cristianos 229 (por eso, en este caso, la caridad es una caridad filial); y une con los demás miembros del Cuerpo místico (caridad fraterna). Se puede decir, pues, que estas dos manifestaciones de la caridad son la filiación y la fraternidad sobrenaturales que hacen de la Iglesia "familia de Dios", o "familia de los hijos de Dios" 230.

Por su parte, los vínculos de comunión visible se aprecian también desde el día mismo de Pentecostés, cuando la efusión del Espíritu Santo plasmó, en la reunión de los discípulos en el Cenáculo, la primera manifestación pública de la Iglesia 231. Los Hechos de los Apóstoles concluyen el relato de ese día con unas palabras en las que se descubren esos vínculos de comunión visible: "perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2, 42). Así nos describen las Escrituras –comenta san Josemaría– la conducta de los primeros cristianos: congregados por la fe de los Apóstoles en perfecta unidad, al participar de la Eucaristía, unánimes en la oración. Fe, Pan, Palabra 232. En otro momento los describe citando un texto del Concilio: La unidad de la Iglesia se manifiesta y confirma en los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del gobierno y de la comunión eclesiástica (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 14) 233. San Josemaría se refiere a esos lazos también con otros términos: son la unidad en la doctrina del Magisterio, en los sacramentos, en el régimen supremo 234. Más que de tres vínculos se trata de un triple vínculo, pues cada uno de ellos sólo puede darse plenamente junto con los otros dos 235.

Este triple vínculo se forma gracias a la acción del Paráclito, y lógicamente tiene una estrecha relación con el de la caridad. Por una parte, la comunión invisible en la caridad se expresa en los víncu los visibles 236. A su vez, éstos no sólo la manifiestan sino que también la causan. "La dimensión visible de la koinwniaven la Iglesia in terris no es solamente una "manifestación visible" de la comunión interior en la gracia y en la caridad –escribe Fernando Ocáriz– sino que existe entre ellas una precisa vinculación causal: por esto la Iglesia en este mundo no es sólo comunión sino también sacramento de la comunión, teniendo en sí la fuerza de ser para todos "inseparabile unitatis sacramentum" (San Cipriano, Ep 69, 6)" 237. La relación entre los vínculos de unión visible y la caridad está implícita de algún modo en las palabras "omnes cum Petro ad Iesum", según las cuales la unión de los hombres con Cristo (unión invisible por la caridad) se realiza por medio de la comunión con el Sucesor de Pedro (unión visible por el triple vínculo).

En definitiva, la acción con la que el Espíritu Santo edifica la Iglesia consiste en formar los vínculos de comunión invisible y visible. El Paráclito infunde la caridad en los corazones y mueve a los fieles –a cada uno según su función en el Cuerpo místico– para que se manifieste visiblemente la comunión en la profesión de la misma fe, en la participación en los mismos sacramentos y en la unión con los pastores: vínculos visibles que nacen de la caridad y se ordenan a su incremento.

San Josemaría no formula en estos términos la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, pero nos parece que ésta es la visión de fondo que sustenta su doctrina. Dice que, siendo obra de la Trinidad Santísima 238, la Iglesia en esta tierra está gobernada por el Espíritu Santo 239, que la guía, dirige y anima 240; y que la acción propia de quien es el lazo de amor entre el Padre y el Hijo 241, es la de unir a los hijos de Dios con la caridad y con los vínculos visibles de la Iglesia en esta tierra, como ya hemos señalado con sus palabras 242. La relación entre la unión invisible y los lazos visibles se encuentra expresada en la afirmación –también citada– de que la unidad de la Iglesia no sólo "se manifiesta" en los vínculos de fe, sacramentos y gobierno, sino que "se confirma" a través de ellos.

Como veremos en el apartado siguiente, los cristianos están llamados a cooperar con la acción del Espíritu Santo para la edifi cación de la Iglesia, poniendo en ejercicio el sacerdocio común y el ministerial, así como los dones y carismas que cada uno ha recibido, para tejer los vínculos visibles como manifestación del amor, y extenderlos a toda la humanidad. Es el mismo Espíritu Santo quien les ha hecho partícipes del sacerdocio de Cristo y les ha comunicado esos dones para que puedan cooperar al crecimiento del Cuerpo de Cristo. Porque con esa cooperación, no sólo se manifiesta la caridad, sino que el Paráclito la causa o infunde. El Espíritu Santo intensifica así la comunión en la caridad entre los miembros del Cuerpo místico y atrae a todos los hombres a la unión con Cristo en su Iglesia. En esa cooperación, realizada por amor a Dios, consiste el fin de la vida cristiana. Pasemos a describirla con más detalle.

2.2. LA COOPERACIÓN DEL CRISTIANO EN LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA. SANTIFICACIÓN Y APOSTOLADO

Acabamos de ver que el Espíritu Santo edifica la Iglesia uniendo a los fieles con el vínculo de la caridad y con los tres víncu los de unidad visible. Por su parte, el cristiano edifica la Iglesia cooperando a esta acción del Paráclito.

En cuanto a la caridad, el Espíritu Santo sólo la infunde y acrecienta si el cristiano coopera libremente apartando los obs táculos, con la ayuda de la gracia actual (hablamos, lógicamente, del cristiano con uso de razón). Pero siendo la caridad participación de la Caridad infinita, es también –como lo es la gracia habitual o santificante–, participación de la plenitud con la que ha llenado el Corazón humano de Cristo, por lo que el cristiano puede amar como Cristo, con su mismo amor (cfr. Jn 13, 34). Para infundir, pues, la caridad en el cristiano y llevarle a dirigir todos sus actos a la gloria de Dios, el Espíritu Santo le pone en "contacto espiritual" con Cristo. Gracias a este "contacto", del que hemos hablado 243, el hombre es santificado, enseñado y guiado por Cristo glorioso. Y así, unido a Él en su Cuerpo, es hecho instrumento para la unión de los demás miembros y de todos los hombres con Cristo. Cuando el cristiano coopera con esta acción del Paráclito, edifica la Iglesia: contribuye al arraigo universal del vínculo de la caridad, hasta la segunda venida de Cristo, cuando será consumada la unidad de todos los elegidos con Cristo y, en Él, con el Padre.

Todo esto resultaría quizá vago si no existieran los vínculos visibles que manifiestan y fortalecen la unidad en la caridad. Era preciso hablar antes de la caridad que de esos lazos, pues sólo si se desarrollan por amor forman parte del acto que es fin de la vida cristiana. Pero, a su vez, no podemos dejar de hablar de ellos, pues son prueba de que hay caridad y son camino para incrementarla. Si se descuidaran, la caridad sería un "amor sin obras", no sería auténtica. Recordemos aquel dicho que se grabó a fuego en el corazón del joven sacerdote: "Obras son amores y no buenas razones" 244. El amor a Dios es verdadero si lleva a cumplir su Voluntad; y la Voluntad de Dios ha de cumplirse por amor: sólo entonces se realiza el fin último de la vida cristiana 245.

Pasemos, pues, a considerar nuestra cooperación en la edificación de los vínculos de unidad visible. Antes hemos descrito esos vínculos como realidades ya constituidas: fe, sacramentos, gobierno pastoral. Ahora los expresamos desde la perspectiva de la Teología espiritual, como actos que ha de realizar el cristiano para edificar la Iglesia:

1) Profesar la fe de la Iglesia "cum Petro". Profesar es asentir interiormente y también dar testimonio externo, con la palabra y con la conducta (cfr. Mt 5, 14-15), "siempre dispuestos –escribe san Pedro– a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pida" (1P 3, 16). Exige conocer la doctrina de fe y llevar una vida de fe: una conducta capaz de testimoniar la fe en todo momento.

La "fe de la Iglesia" son todas las verdades contenidas en la Revelación, transmitidas por la Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo al Sucesor de Pedro y a los Obispos en comunión con él. Es la fe de Pedro, y por eso san Josemaría dice cum Petro.

A los Apóstoles confió Jesús la misión de ser testigos de su Vida, de su Muerte y de su Resurrección y, confirmándolos por la efusión del Espíritu Santo, constituyó en su Iglesia un magisterio infalible, edificado sobre la roca firme de Pedro, cuya cátedra conserva inalterable la tradición apostólica (cfr. S. Ireneo, Adv. haer. 3, 3, 2). La Iglesia, columna et fundamentum veritatis (1Tm 3, 15), columna y fundamento de la verdad, prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella labor de formación y enseñanza que Jesús entregó a los primeros Doce 246.

2) Participar en los sacramentos, medios de santificación y de culto público de la Iglesia. Dios, aunque nos concede su gracia de muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente –sólo Él podía hacerlo– estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la Redención 247. La vida sacramental es vínculo de unidad porque todos los que celebran los sacramentos reciben una misma vida sobrenatural y dan un mismo culto a Dios. Vínculo de unidad es sobre todo la Santísima Eucaristía, fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia, como estudiaremos más adelante.

3) El tercer vínculo visible es reconocer la potestad de gobierno en la Iglesia, de acuerdo con su constitución divina, y acoger con espíritu de obediencia los mandatos, consejos y exhortaciones del Romano Pontífice y de los Obispos, y en general de quienes ejercen legítimamente funciones de gobierno en orden a la santidad.

La Iglesia, por voluntad divina, es una institución jerárquica. Sociedad jerárquicamente organizada la llama el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 8), donde los ministros tienen un poder sagrado (Lumen gentium, 18). La jerarquía no sólo es compatible con la libertad, sino que está al servicio de la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21). (...) Jerarquía significa gobierno santo y orden sagrado, y de ningún modo arbitrariedad humana o despotismo infrahumano. En la Iglesia el Señor dispuso un orden jerárquico, que no ha de transformarse en tiranía: porque la autoridad misma es un servicio, como lo es la obediencia 248.

Estos son los tres vínculos de comunión visible de la Iglesia, presentes ya en las palabras con las que Jesús confiere el mandato apostólico (cfr. Mt 28, 19-20). En virtud de ellos la inmensa variedad de hombres, de razas, de pueblos, de culturas, aparece –sin perder sus nobles características peculiares– en unidad de gracia, de doctrina y de régimen supremo 249.

Asumir personalmente, por amor a Dios, estos vínculos, y procurar, también por amor, que otros los asuman, es edificar la Iglesia, porque esos lazos expresan la caridad y la fortalecen; y la caridad, repitámoslo, es el vínculo de comunión invisible, participación del mismo vínculo subsistente de unión del Padre y el Hijo, que es el Espíritu Santo.

Es patente que ese triple vínculo de unión visible corresponde al triplex munus de la mediación sacerdotal de Cristo –enseñar, santificar y gobernar–, de la que participan todos los miembros de la Iglesia. El vínculo de la "profesión de la fe", en el sentido de asumirla y transmitirla, es, por su objeto, efecto propio del

munus docendi (que comprende tanto el ser enseñado como el enseñar); el vínculo de la "participación en los sacramentos" corresponde al munus sanctificandi; y el vínculo del "gobierno" corresponde al munus regendi, que implica dejarse guiar y guiar a otros a la santidad. Este paralelismo no es casual. La Iglesia es inicio y germen del Reino de Cristo. El ejercicio de los tria munera por el que se busca el reino de Cristo, edifica la Iglesia. La formación de los vínculos de unidad es efecto del ejercicio del triple oficio de Cristo Sacerdote, participado por los fieles, y de los carismas que les concede el Paráclito para que cada uno realice su misión. La edificación de la Iglesia como supremo acto de amor, implica el ejercicio del sacerdocio (común o ministerial) y el empleo de los demás dones recibidos.

En la Iglesia (...) uno solo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo 250.

La referencia, en estas palabras, al "carácter sacramental" (participación en el sacerdocio de Cristo) pone de manifiesto lo que venimos diciendo. San Josemaría no menciona aquí el sacramento del Orden porque está hablando de todos los cristianos, pero evidentemente se aplica de modo análogo: quienes reciben la ordenación sacerdotal, han de ejercer su ministerio para edificar la Iglesia. La importancia de que se actualice el sacerdocio común resulta patente en cualquier caso:

La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (1Co 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol 251.

Cada miembro de la Iglesia, al participar en el sacerdocio de Cristo, no es solamente "receptor" de la vida sobrenatural sino miembro para comunicarla. El Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones 252. El cristiano no puede limitarse simplemente a "estar" en la Iglesia, como si los vínculos que le unen a ella fueran algo externo o inerte y no expresión y cauce de vida sobrenatural. Recordemos unas palabras ya citadas: Estar en la Iglesia es ya mucho: pero no basta. Debemos ser Iglesia 253. "Ser Iglesia" (signo e instrumento de salvación), implica cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia: en uno mismo (con la santificación personal) y en los demás (con el apostolado, siendo instrumentos para comunicar a otros la vida sobrenatural, ya sea procurando que se incorporen a la Iglesia o que se unan más estrechamente a su Cabeza).

Llegamos así al modo más frecuente de formular el fin último de la vida cristiana en la predicación de san Josemaría. Lo enuncia ya en una anotación de 1931: Santificarse y salvar almas. Omnes, cum Petro, ad Iesum per Mariam 254. En estas palabras puede verse cómo entiende la tercera jaculatoria (después del Deo omnis gloria! y del Regnare Christum volumus!) con la que ha designado ese fin último. Procurar que todos, en unión con el Sucesor de Pedro, vayan a Jesús por María equivale en su enseñanza a "santificarse y salvar almas": a procurar la santificación propia y la de todas las personas.

Santificación y apostolado son términos cuyo sentido pleno sólo se puede captar en el contexto de la edificación de la Iglesia, y ésta en el contexto de la gloria de Dios y del Reino de Cristo. Hemos visto, en efecto, que dar gloria a Dios es vivir vida sobrenatural de hijos de Dios (ser "santos") y reflejar su gloria para que los demás le glorifiquen. Después hemos mostrado que, para lograrlo, es necesario que Cristo reine en el propio corazón y en todas las almas. Por último, ya en este capítulo, hemos considerado que el Espíritu Santo nos hace hijos de Dios en Cristo incorporándonos a la Iglesia y constituyéndonos en cooperadores de su edificación. Pues bien, esa cooperación nuestra con la acción del Espíritu Santo se llama propiamente santificación y apostolado.

"Santificar" es "hacer santo". El cristiano es hecho santo –partícipe de la vida divina como hijo adoptivo de Dios–, por la infusión y el aumento de la gracia o vida sobrenatural. San Josemaría habla de "santificarse" no porque uno pueda hacerse santo a sí mismo, sino porque puede colaborar con la acción del Espíritu Santo que es quien hace santo, es decir, miembro de la Iglesia santa, de la Comunión de los santos unidos por la caridad. "Santificarse" consiste en cooperar en el crecimiento en caridad, para "ser Iglesia" cada vez más plenamente.

"Apóstol" viene del griego Apóstolos, enviado. El apóstol es el enviado por Jesucristo con la misión de evangelizar a todas las gentes, es decir, de incorporarlas a la Iglesia y, una vez incorporadas, de unirlas cada vez más a Cristo. Igual que con el término anterior, está claro que el cristiano no puede por sí mismo incorporar a nadie a la Iglesia. Quien atrae a Cristo es el Espíritu Santo, pero realiza esta misión a través de los cristianos que son "enviados", hechos apóstoles. Este nombre se aplica en primer lugar a los Doce, testigos de la Resurrección de Jesucristo, pero también han de ser apóstoles todos los cristianos, cada uno de acuerdo con su participación en el sacerdocio de Cristo y con la misión que ha recibido. El "apostolado" es la tarea que realizan en el cumplimiento de su misión, cooperando con la acción del Espíritu Santo.

En definitiva, los términos santificación y apostolado designan la cooperación con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia, tanto en nosotros mismos como en los demás.

"Santificación" y "apostolado" son dos aspectos de una sola acción (edificar la comunión de los hombres con Dios), fin último de la vida espiritual. San Josemaría emplea centenares de veces estos dos términos juntos, casi como un estribillo de su predicación: la santificación forma una sola cosa con el apostolado 255. A veces pone el acento en uno solo de los dos aspectos, mostrando que es inseparable del otro y como su conditio sine qua non. Por ejemplo, escribe en Camino: Si eres generoso..., si correspondes, con tu santificación personal, obtendrás la de los demás: el reinado de Cristo: que "omnes cum Petro ad Jesum per Mariam" 256.

La santificación y el apostolado son, como decíamos, acción del Espíritu Santo y del cristiano. Quien edifica la Iglesia es el Espíritu, pero con la cooperación del cristiano, que se santifica cuando permite que el Paráclito le aplique la mediación de Cristo; y hace apostolado cuando permite que la extienda a través suyo a los demás. La santificación propia y ajena no es algo que el cristiano puede lograr con sus fuerzas, pero tampoco se da sin su libre colaboración. "Trabajo afanosamente con la fuerza de Cristo, que actúa poderosamente en mí" (Col 1, 29; cfr. Jn 15, 5), escribe san Pablo. El poder de Cristo obra en él por la acción del Espíritu, pero el Apóstol se empeña en secundarla.

Siendo la santificación y el apostolado acción del Espíritu Santo y del cristiano, no lo son, sin embargo en el mismo sentido. Nuestra cooperación es suscitada por el Paráclito. "Trabajad por vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito" (Flp 2, 12-13). No hay que entender la acción del cristiano y la del Espíritu Santo como dos fuerzas convergentes dentro de un mismo plano. El misterio de la vida sobrenatural es más profundo. La misma acción con la que el cristiano coopera, aunque es obra suya –si no quiere, no la realiza–, es fundamentalmente obra del Espíritu Santo. "Nadie puede decir: ¡Señor Jesús!, sino por el Espíritu Santo" (1Co 12, 3). Por eso, como recuerda san Josemaría, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad 257. Esa docilidad no es inercia. Nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo 258. El cristiano ha de ser dócil al Amor trascendente, pero las obras en las que se traduce las debe descubrir con su inteligencia iluminada por la fe, y ha de quererlas y realizarlas con la libertad de un hijo de Dios: con su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu 259. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos 260. En este tema se encuentran implicadas las relaciones entre gracia divina y libertad humana, que veremos con más detalle en el capítulo .

La acción del Espíritu Santo que funda las acciones sobrenaturales del cristiano se distingue de la acción divina que sostiene el ser natural de los actos humanos: es de otro orden. De ahí que los efectos de las acciones con las que cooperamos con el Paráclito –los frutos de santidad y de apostolado– sean exclusivamente obra del Espíritu Santo, regalo de su infinita Bondad. Convencido de esta verdad, escribe san Josemaría: No he dudado jamás de que los trabajos que haya hecho a la largo de mi vida en servicio de la Iglesia Santa, no los he hecho yo: sino el Señor, aunque se haya servido de mí: no puede el hombre atribuirse nada, si no le es dado del cielo (Jn 3, 27) 261.

Sólo queda por añadir una observación que reviste importancia por el hecho de que la enseñanza de san Josemaría sobre la edificación de la Iglesia se dirige principalmente a fieles laicos y a sacerdotes seculares.

En el capítulo anterior se habló de la relación entre querer que Cristo reine y buscar el bien común temporal y, por tanto, el progreso humano. Vimos que procurar este progreso espiritual y material, ordenándolo al reinado de Cristo, forma parte esencial de la misión de santificar las actividades temporales, propia de los laicos. Ahora estamos en condiciones de añadir que, puesto que la Iglesia es inicio del Reino de Cristo, al cumplir los laicos este aspecto de su misión, edifican a la vez la Iglesia y la sociedad humana.

Un fiel laico edifica la Iglesia en el mundo cuando procura santificarse en su trabajo, sus deberes familiares y sus relaciones sociales y santificar a los demás por medio de esos quehaceres. El apostolado no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional 262. El laico, como ha escrito Alfredo García Suárez, "hace presente a Cristo y a su Iglesia cuando su comportamiento en el mundo es traducción coherente de su fe (...). La actividad secular es "eclesial", pero no "eclesiástica" (...). Los creyentes, integrados en el mundo por su "vocación humana", realizan la misión de la Iglesia al realizar cristianamente sus tareas mundanales" 263.

Es cierto que el laico edifica la Iglesia también cuando colabora en la organización eclesiástica. No debe perder de vista sin embargo que, tratándose de una aportación significativa y muchas veces necesaria, su misión específica es otra: la santificación de las actividades temporales desde dentro. Si desatendieran su trabajo en el mundo, para ocuparse de las labores eclesiásticas, harían ineficaces los dones divinos recibidos, y por la ilusión de una eficacia pastoral inmediata producirían un daño real a la Iglesia: porque no habría tantos cristianos dedicados a santificarse en todas las profesiones y oficios de la sociedad civil, en el campo inmenso del trabajo secular 264. Si se perdiera esto de vista, se podría producir una deformación que san Josemaría describe con trazos vivos: el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino 265. Para alejar de este peligro, recuerda a continuación que es en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres 266.

Por otra parte, la edificación de la Iglesia comporta, para los fieles laicos –aunque no se reduce a esto–, el empeño de promover el bien común temporal de la sociedad humana. San Josemaría subraya que el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina 267.

En la vida espiritual que predica hay una total armonía entre lo temporal y lo eterno. El cristiano debe saberse al mismo tiempo parte de la Iglesia y del Estado, asumiendo cada uno plenamente, por lo tanto, con toda libertad su individual responsabilidad de cristiano y de ciudadano 268.

2.3. UN MODO ESPECÍFICO DE EDIFICAR LA IGLESIA

Bastantes de los textos de san Josemaría sobre el ideal expresado en la jaculatoria Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! –y, por tanto, sobre la edificación de la Iglesia–, se dirigen a los fieles del Opus Dei. Por ejemplo, les escribe:

Fielmente pegados al Vicario de Cristo en la tierra –al dulce Cristo en la tierra–, al Papa, tenemos la ambición de llevar a todos los hombres los medios de salvación que tiene la Iglesia, haciendo realidad aquella jaculatoria, que vengo repitiendo desde el día de los Santos Ángeles Custodios de 1928: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! 269

En el caso de estas palabras no hay dificultad alguna para referirlas a todos los fieles, porque expresan la "ambición" de atraer a los hombres a la Iglesia con términos universales, válidos para todos. Pero otras veces, emplea términos particulares, sobre todo cuando les exhorta concretamente a "ser Opus Dei y hacer el Opus Dei". Escribe, por ejemplo: Cada uno de nosotros, con su vida de entrega al servicio de la Iglesia, debe ser Opus Dei –es decir: operatio Dei–, trabajo de Dios, para hacer el Opus Dei en la tierra 270.

Puede parecer a primera vista que estos textos deberían quedar fuera de nuestra consideración, puesto que nos proponemos hablar únicamente del mensaje que san Josemaría dirige a todos los fieles que buscan la santificación en medio del mundo. Sin embargo, si se tiene presente que la llamada al Opus Dei, de la que hemos hablado en la Parte preliminar 271, no es otra cosa que una llamada a descubrir la vocación cristiana recibida en el Bautismo y a corresponder a ella con plenitud, sin cambiar la condición de fiel corriente o de sacerdote secular, se comprende que san Josemaría, cuando se dirige a ellos, les exhorte indistintamente a "ser Iglesia y edificar la Iglesia" o a "ser y hacer el Opus Dei". Transmitiendo la enseñanza del fundador, escribe Álvaro del Portillo: "ser Opus Dei y hacer el Opus Dei es para nosotros el modo de ser Iglesia y hacer la Iglesia" 272.

Es evidente que no queremos decir que edificar la Iglesia consiste en hacer el Opus Dei (que como institución es sólo una parte de la Iglesia); lo que afirmamos es que "hacer el Opus Dei" es un modo específico de "hacer la Iglesia". Desde luego, esto se puede afirmar de cualquier institución cuyo objeto sea prestar un servicio específico a la Iglesia. En el caso del Opus Dei hay que tener en cuenta que lo "específico" no es su objeto, ya que sus fieles no se proponen algo que no fuera ya, desde el Bautismo, objeto de su vocación cristiana de fieles corrientes, sino que se proponen lo mismo que ya tenían que hacer (la santificación y el apostolado en la vida ordinaria), pero de un modo "específico" por el espíritu con que lo realizan y por la forma concreta de emplear los medios comunes de santificación y de apostolado. Por esta razón decimos que nos interesa saber en que consiste "ser y hacer el Opus Dei", porque de ahí podemos extraer algunas enseñanzas sobre lo que entiende san Josemaría por "ser Iglesia y edificar la Iglesia".

Podemos ilustrar algo más lo anterior. El Opus Dei, dice san Josemaría, ha nacido en el seno de la Iglesia Santa 273, para servirla. El espíritu de la Obra –repite incansablemente– es servir a la Iglesia 274. Su fundación "se caracterizó desde su origen por los signos indudables de la eclesialidad, (...) enteramente orientada, en sí misma, en su propia realidad histórica, en su hacerse, al servicio de la misión salvífica de la Iglesia" 275. Categóricamente afirma el fundador que la única ambición, el único deseo del Opus Dei y de cada uno de sus hijos es servir a la Iglesia, como Ella quiere ser servida, dentro de la específica vocación que el Señor nos ha dado 276. Si no fuera así, no tendría razón de ser: si la Obra no sirve a la Iglesia, no sirve para nada: ¡para eso ha nacido, para eso la ha querido Dios! 277 "No se trata –comenta Fernando Ocáriz– del servicio de una institución a otra distinta, sino de la parte al todo, del miembro a los otros miembros de un mismo cuerpo. Y cada miembro sirve a los demás, primaria y esencialmente, cumpliendo su propia misión, conforme a su específica vocación" 278. Cada cristiano ha de edificar la Iglesia según su misión propia dentro del Cuerpo místico; los fieles del Opus Dei, de acuerdo con la suya. La cuestión central es qué significa "vocación específica" y por tanto "servicio específico" a la Iglesia en el caso de los que forman parte del Opus Dei, porque de ello depende la posibilidad de aplicar a todos los cristianos corrientes las enseñanzas que san Josemaría les dirige a ellos. Acabamos de ver que esta aplicación se justifica porque los fieles del Opus Dei son simplemente cristianos que han descubierto la llamada que recibieron en el Bautismo y responden a ella con un concreto espíritu y unos medios. Se comprende así que el servicio del Opus Dei a la Iglesia sólo es específico "en el espíritu y en los modos apostólicos, pero no sectorial sino universal" 279. No tiene una finalidad especializada: tiene todas las especializaciones, porque arraiga en la diversidad de especializaciones de la misma vida 280.

La llamada al Opus Dei no implica llevar a cabo un tipo particular de actividades, sino santificar las que se están llevando a cabo. El "ser" y el "hacer" el Opus Dei se relacionan entre sí del mismo modo que el ser y el hacer la Iglesia: quien vive el espíritu del Opus Dei y busca, por tanto, la santificación en la vida ordinaria conforme a ese espíritu –o sea, quien procura "ser Opus Dei"– necesariamente "hace" el Opus Dei, que así nace y crece en esta tierra. Hacer el Opus Dei no es una actividad distinta de la propia santificación y apostolado. Es la dimensión dinámica del "ser Opus Dei", igual que edificar la Iglesia es el aspecto dinámico del "ser Iglesia". De ahí que la expresión "hacer el Opus Dei al servicio de la Iglesia", no significa ordenar al servicio de la Iglesia unas determinadas tareas en las que consistiría "hacer el Opus Dei", sino transformar las propias actividades en medio de santificación y de apostolado: así, ipso facto, se edifica la Iglesia, pues su "ordenación" al servicio de la Iglesia es intrínseca. La frase "hacer el Opus Dei al servicio de la Iglesia" es sencillamente una exhortación a servirla de un modo específico: haciendo el Opus Dei, buscando la santificación y el apostolado en el propio lugar.

"Ser y hacer el Opus Dei" significa, para quienes forman parte de la Obra, que cuando tratan de vivir con fidelidad su espíritu específico, poniendo en práctica los medios de santificación y de apostolado que san Josemaría ha transmitido, están edificando la Iglesia. Para los fieles corrientes en general, la exhortación también tiene un significado. Quiere decir que cuando buscan la santificación en su vida ordinaria procurando llevar a cabo la misión apostólica en su propio ambiente, están edificando la Iglesia, dilatando el Reino de Cristo, dando gloria a Dios. En una palabra, están respondiendo a su vocación cristiana.

Otra cuestión diversa, aunque ligada a la anterior, es que para vivir y difundir el mensaje de san Josemaría al servicio de la Iglesia, existe el Opus Dei como institución, configurada jurídicamente como una prelatura personal 281. En consecuencia, la expresión "hacer el Opus Dei" significa también desarrollar la institución.

En este sentido, el Opus Dei tiene como actividades propias la formación de sus fieles y la promoción de iniciativas apostólicas:

La actividad principal del Opus Dei consiste en dar a sus miembros, y a las personas que lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo. Les hace conocer la doctrina de Cristo, las enseñanzas de la Iglesia; les proporciona un espíritu que mueve a trabajar bien por amor de Dios y en servicio de todos los hombres. (...)

El deseo de contribuir a la solución de los problemas que afectan a la sociedad y a los cuales tanto puede aportar el ideal cristiano, lleva además a que la Obra en cuanto tal, corporativamente, desarrolle algunas actividades e iniciativas (...). Sus obras corporativas son todas actividades directamente apostólicas: una escuela para la formación de campesinos, un dispensario médico en una zona o en un país subdesarrollado, un colegio para la promoción social de la mujer, etc. 282

Según estas palabras, el Opus Dei en cuanto institución, proporciona a sus fieles formación cristiana y promueve algunas labores apostólicas que contribuyen a iluminar la sociedad con el espíritu cristiano. De estos dos aspectos, el primero es el primordial: la actividad de la Obra como institución está volcada en la formación de sus miembros y de las que personas que la buscan.

Hacer el Opus Dei en cuanto institución conlleva: 1) formar y fortalecer los vínculos interiores de unidad; y 2) desarrollar su "cuerpo".

1) En cuanto a lo primero, san Josemaría dice a los fieles de la Obra que, dentro del Cuerpo Místico de Cristo, hay entre nosotros una especial Comunión de los Santos 283. Es "especial", porque siendo una comunión formada por el vínculo de la caridad que une a todos los fieles, adquiere una "especial" intensidad por la común llamada al Opus Dei. Los vínculos que constituyen esta "especial Comunión de los Santos" son los de una particular filiación y una particular fraternidad sobrenaturales: la filiación al Prelado, a quien familiarmente llaman Padre, y la especial fraternidad de quienes forman parte de la Obra. Dentro de la Iglesia, "familia de Dios" o "familia de los hijos de Dios" 284, el Opus Dei es una familia de vínculos sobrenaturales 285. Estos vínculos de filiación y de fraternidad son ciertamente más elevados de los que nacen de la carne, pero no son vínculos "desencarnados". Tienen unas manifestaciones externas claras que dan al Opus Dei el modo y el estilo de una familia cristiana: todos los que pertenecemos al Opus Dei –solía decir el fundador–, formamos un solo hogar 286. Todo lo que fortalezca esta filiación y esta fraternidad edifica la Obra; y lo que se oponga a la fuerza cohesiva de estos vínculos la debilita y disgrega. Se comprende que el fundador advierta (refiriéndose implícitamente a la Obra): En tu empresa de apostolado no temas a los enemigos de fuera, por grande que sea su poder. –Éste es el enemigo imponente: tu falta de "filiación" y tu falta de "fraternidad" 287.

También en este tema el alcance de las palabras de san Josemaría no se limita a los fieles del Opus Dei: encierran una enseñanza sobre lo que es, en general, edificar la Iglesia. De hecho, el último texto citado, aunque en su origen hace referencia a la Obra, cobra una proyección general al pasar a Camino. Y es lógico que sea así. La filiación y la fraternidad en el Opus Dei no son vínculos teológicamente distintos de los que unen a los fieles corrientes en la gran "familia de los hijos de Dios" que es la Iglesia. Todos están vinculados por una filiación al Papa, Padre común de todos los cristianos 288 y a los legítimos Pastores 289, según vimos, y por una fraternidad con los demás cristianos. Por eso, el caudal de enseñanzas del fundador acerca de la especial filiación y fraternidad en la Obra, puede ayudar a tomar conciencia del vínculo de caridad filial y fraterna que todos los fieles han de fomentar para edificar la Iglesia 290.

2) En cuanto al segundo aspecto que mencionábamos, "hacer el Opus Dei" implica también extenderlo, procurando que se incorporen a él quienes Dios llame por ese camino. Evidentemente, al ser el Opus Dei una parte de la Iglesia, extenderlo es edificar la Iglesia.

Esta labor es ante todo obra del mismo Espíritu Santo, pero cuenta con la cooperación de los que ya han recibido esa llamada. Tal cooperación se designa con dos términos que tienen un significado general en la Iglesia: "apostolado" y "proselitismo". Se trata de conceptos muy cercanos: el apostolado es anunciar a Cristo y el proselitismo es proponer la incorporación a la Iglesia (o a una institución de la Iglesia, en este caso al Opus Dei) y ayudar a quienes lo desean a reafirmarse en su libre decisión.

San Josemaría emplea estos términos con un sentido general, como se puede ver en Camino, donde dedica dos capítulos al apostolado ("El apóstol", "El apostolado") y uno al "Proselitismo" (con este título), que aparecen así como tareas propias de cualquier cristiano, dirigidas a difundir la doctrina y la vida de Cristo y a procurar que otras personas se incorporen a la Iglesia 291. Estos mismos textos tienen también, sin duda, un sentido particular referido al Opus Dei. El "apostolado" consiste entonces, no sólo en difundir, de modo general, el mensaje de Cristo, sino en ayudar a aplicarlo a la santificación en medio del mundo, mediante el apostolado de amistad y confidencia 292. Lo mismo se puede decir del término "proselitismo": además de su sentido general y dentro de él, posee el significado particular de proponer a otras personas que sigan a Cristo por el camino del Opus Dei.

Con lo que llevamos dicho, resultará claro que apenas hay distancia entre los dos sentidos, el general y el particular, y no será necesario volver a explicar que el apostolado "particular"

de los fieles del Opus Dei es en realidad "poco particular", porque se reduce a procurar que los demás tomen conciencia de su vocación cristiana y se decidan a vivirla coherentemente; y que su "proselitismo" es también poco particular, porque cuando proponen a otros la incorporación a la Obra, simplemente les están ofreciendo un espíritu y unos medios para responder a la llamada universal a la santidad y al apostolado sin cambiar de estado ni salirse de su sitio en el mundo.

No obstante, hace falta alguna explicación más, porque es notorio que la palabra proselitismo ha adquirido en determinadas lenguas un sentido claramente negativo, opuesto al que tiene en los textos de san Josemaría y en nuestra exposición. Por eso conviene que nos detengamos a ver cómo lo utiliza san Josemaría y el fundamento que tiene ese uso. Comencemos con el fundamento.

"Proselitismo" viene del griego prosélytos, traducción del término hebreo ger, que designa en la Sagrada Escritura al extranjero que se convierte al judaísmo 293. Mediante el proselitismo se daba a los gentiles la posibilidad de incorporarse al pueblo elegido. El término tenía sólo una acepción positiva 294.

En el Nuevo Testamento, la palabra prosélytos aparece cuatro veces: una en los Evangelios (Mt 23, 15) y tres en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 11; Hch 6, 5; Hch 13, 43). En el texto de Mt el Señor censura a los judíos no por hacer prosélitos, sino porque no viven lo que predican y así arrastran a otros a ser peores que ellos 295. En los tres textos de Hechos el nombre de "prosélito" se refiere siempre a los paganos conversos a la religión judía y tiene una connotación positiva. En ningún lugar del Nuevo Testamento el término se aplica a los convertidos al cristianismo –como es lógico, por el significado que tenía, ligado al judaísmo–, pero se encuentra el mismo concepto: los cristianos se sentían fuertemente llamados a "ganar" almas para Cristo (cfr. 1Co 9, 19-23; Flp 3, 8).

En la Patrística, el término proselitismo, aplicado ya al cristianismo, aparece en san Justino: "Os queda poco tiempo para haceros prosélitos (prosélyseos krónos) nuestros: si Cristo os precede con su venida, en vano os arrepentiréis" 296. San Agustín considera que hacer prosélitos es lo mismo que generar hijos 297. Se puede afirmar que en los primeros siglos, la expresión "hacer prosélitos" –aplicada al proselitismo cristiano– era poco frecuente, pero no tenía ninguna acepción negativa.

Hoy día, en algunas lenguas, como el alemán, el término tiene prevalentemente una connotación negativa de coacción o de engaño (se habla prácticamente sólo de Proselytenmacherei), que se separa de la raíz bíblica 298. En otras lenguas modernas no sucede lo mismo. Por ejemplo, en el Lessico Universale Italiano se observa que "la actividad misionera es una forma organizada de proselitismo" 299. En castellano se entiende por proselitismo, en general, el "celo por ganar prosélitos" 300. El término proselitismo expresa una actividad en sí misma positiva, pero puede convertirse en negativa por los medios que se emplean o por los fines que se persiguen. Esto explica que sea frecuente hablar de un proselitismo moralmente positivo y de otro negativo.

Los autores de espiritualidad han usado pacíficamente el término durante siglos. Como se lee en un reciente diccionario teológico, "hacer proselitismo y difundir la fe cristiana (cristianizar, evangelizar), se consideraban, hasta hace poco, la misma cosa" 301. Un ejemplo de este uso se encuentra en el ya mencionado capítulo "Proselitismo", de Camino 302.

El proselitismo del que habla san Josemaría excluye a radice la coacción y el engaño. Los excluye por su objeto, que es ayudar a una conversión, siendo la decisión de vivir la fe con coherencia un acto libre. Y los excluye por la intención de quien lo realiza, ya que, para san Josemaría, el proselitismo es una faceta fundamental de la caridad con Dios y con el prójimo 303.

En una de sus Cartas se muestra consciente de los problemas que presenta el término y lo aprovecha para dejar clara su propia posición:

Me refería antes a que existen palabras que se vuelven mentirosas. Hay hoy quienes afirman que hacer proselitismo no es cosa cristiana, que el cristiano debe exclusivamente dar testimonio. ¿Que no es cristiano hacer proselitismo? Es el Apóstol quien nos dice que fides ex auditu (Rm 10, 17), y para oír hace falta predicar, hacerse entender, insistir.

Si por proselitismo, cambiando el sentido original de la palabra, entienden difundir la religión por medio de una propaganda comercial, o arrastrar a las almas con la violencia o con el engaño, tienen razón: porque Dios no quiere esclavos, sino amigos e hijos que le amen en libertad. Pero si por proselitismo entienden el esfuerzo apostólico por extender la buena nueva, por meterse –con delicadeza pero con verdad– en las vidas de los demás para hacerles conocer a Cristo; si piensan que eso no es cristiano, es que del cristianismo conocen nada más el nombre 304.

San Josemaría valora mucho el silencioso testimonio del cristiano en el trabajo y en la familia, con el ejemplo de la conducta íntegra. Pero insiste en que no basta un apostolado de mera presencia. Contempla el ejemplo de Jesús que llama a los Apóstoles "para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 14); que dialoga con la samaritana de sus problemas personales para despertar su conciencia (cfr. Jn 4, 7 ss.); que muestra los sentimientos de su corazón ante las multitudes "maltratadas y abatidas, como ovejas sin pastor" (Mt 9, 36), ante las muchedumbres que desconocen la verdad y el fuego del amor a Dios que inflama su alma: "Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur" (Lc 12, 49 [Vg]). San Josemaría llevaba estas palabras tan grabadas en su corazón que las repetía a menudo e incluso las cantaba 305 y procuraba inculcarlas en los demás: Profundiza cada día en la hondura apostólica de tu vocación cristiana. –El levantó hace veinte siglos –para que tú y yo lo proclamemos al oído de los hombres– un banderín de enganche, abierto a todos los que tienen un corazón sincero y capacidad de amar... ¡Qué llamadas más claras quieres que el "ignem veni mittere in terram" –fuego he venido a traer a la tierra, y la consideración de esos dos mil quinientos millones de almas que todavía no conocen a Cristo! 306 No se menciona aquí la palabra proselitismo, pero el concepto es exactamente ése: el afán de atraer a todos los hombres a la Iglesia. Para esto, y sólo para esto, impulsa a extender el Opus Dei. Sería un malentendido considerar el proselitismo como labor particularista, que busca el bien de una parte (de una institución) más que el bien del todo (de la Iglesia universal). Para san Josemaría no existe esta dicotomía en la labor apostólica que promueve. Su proselitismo es edificación de la Iglesia, porque atraer al Opus Dei es ayudar a otros cristianos a vivir a fondo su vocación a la santidad en medio del mundo.

No hay particularismo en la enseñanza de san Josemaría. No le interesa un supuesto "bien" para el Opus Dei que no lo sea para la Iglesia universal y para las Iglesias particulares. La mayor parte del fruto de nuestra labor apostólica queda en la diócesis 307, afirma. Dice "la mayor parte", no "todo", no porque haya otra parte que no sea servicio a la Iglesia, sino porque esa parte es servicio directo a la Iglesia universal, que no es sólo la suma de las Iglesias particulares. Con otras palabras, la mayor parte de esa labor es un servicio a las Iglesias particulares, pero en ciertos aspectos es un servicio directo a la Iglesia universal, especialmente al ministerio del Romano Pontífice (por ejemplo, el empeño por difundir su Magisterio ordinario o de secundar sus consejos pastorales). En realidad también éste es un servicio a las Iglesias particulares, porque la Iglesia universal se hace presente en ellas. Esta unión que vivimos con el Romano Pontífice, hace y hará que nos sintamos unidísimos en cada diócesis al Ordinario del lugar. Suelo decir, y es cierto, que tiramos y tiraremos siempre del carro en la misma dirección que el Obispo. (...) Sólo nos mueve a nuestra entrega el deseo de dar a Dios toda la gloria, sirviendo a la Iglesia y a todas las almas, sin buscar gloria para la Obra y sin buscar nuestro provecho personal 308.

Terminamos aquí este apartado en el que hemos visto que el cristiano edifica la Iglesia cooperando con el Espíritu Santo en su santificación personal y en el apostolado. Las enseñanzas de san Josemaría hacen referencia frecuentemente a un modo específico de edificar la Iglesia –hacer el Opus Dei–, pero se extienden a todos los fieles llamados a la santidad y al apostolado en medio del mundo. A continuación estudiaremos una expresión con la que condensa este afán de edificar la Iglesia.

3. LA SANTA MISA, "CENTRO Y RAÍZ" DE LA VIDA CRISTIANA

Volvamos a las palabras de san Josemaría sobre el fin último de la vida cristiana, ya citadas al principio del capítulo:

Hemos de dar a Dios toda la gloria (...). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria (Canon de la Misa) 309.

Nos interesa ahora fijarnos en un detalle. Después de señalar que, para dar gloria a Dios, hemos de querer que Cristo reine, san Josemaría indica el motivo: "ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso..." Lo significativo no son únicamente las palabras en sí mismas, sino el lugar de donde se toman: el Canon de la Misa (del rito romano), pues se da a entender de algún modo que la Sagrada Eucaristía es el fin último de la vida cristiana en esta tierra. Conviene anticipar que nos referimos no sólo a la participación litúrgica en la celebración de la Eucaristía, sino a la santificación de todas nuestras obras por su unión con el Sacrificio del Altar.

Esta verdad, sólo implícita en la cita anterior, la enuncia san Josemaría claramente en otras ocasiones, como cuando escribe: Has de conseguir que tu vida sea esencialmente, ¡totalmente!, eucarística 310. Es una idea que transmite muchas veces con una de las expresiones más características de su doctrina espiritual: la Misa es centro y raíz de la vida cristiana 311. Es el "centro" al que han de dirigirse y en el que han de converger todas las obras, y a la vez la "raíz" de la que procede su valor y su vitalidad sobrenatural. En la bibliografía sobre san Josemaría esta enseñanza ocupa casi siempre un puesto de relieve 312.

Gracias a la Eucaristía se nos han hecho sumamente "tangibles", por así decir, la fuente originaria de la vida cristiana y su fin último. Dios Uno y Trino nos ha concedido la vida sobrenatural por la Encarnación, Vida, Muerte y Resurrección del Hijo, que no se ha alejado con la Ascensión, sino que prolonga su cercanía con el prodigio de la Eucaristía realizado en la Iglesia por la acción del Espíritu Santo. Dios es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima (...). Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía 313.

"Esta corriente trinitaria de amor", escribe san Josemaría. El Sacrificio eucarístico es de modo particular obra del Espíritu Santo, vínculo de amor del Padre y del Hijo. Así como el Verbo hecho carne fue concebido por obra del Paráclito (cfr. Lc 1, 35), y así como Cristo ofreció el Sacrificio de la Cruz "por el Espíritu Eterno" (Hb 9, 14), y la Iglesia se manifestó por su venida en Pentecostés, así también "por la virtud del Espíritu Santo" 314 se realiza el Sacrificio de la Eucaristía, y es el mismo Espíritu quien nos atrae a la unión con el Sacrificio de Cristo, formando y acrecentando la Iglesia para la gloria del Padre.

El alcance de la doctrina de la Santa Misa como centro y raíz de la vida espiritual sólo se puede captar plenamente en el contexto de la edificación de la Iglesia como fin de la vida cristiana. Sólo si se tiene en cuenta la íntima relación entre Iglesia y Eucaristía, se comprende que hacer de la Misa el centro y la raíz de la propia vida resume todo lo que el cristiano ha de cumplir para edificar la Iglesia.

Por eso vamos a ver en primer lugar cómo se conectan en la enseñanza de san Josemaría Iglesia y Eucaristía, para poner de relieve después la importancia doctrinal y práctica de la expresión citada.

3.1. SANTA MISA Y EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA

Al hablar de la relación entre Iglesia y Eucaristía, clásicamente se ha tendido a subrayar que "la Iglesia celebra la Eucaristía" (a veces se dice que la "confecciona") gracias al sacerdocio ministerial, con su poder de obrar in Persona Christi Capitis, según las palabras del Señor: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19). El Catecismo Romano enseña en este sentido que "sólo en la Iglesia de Dios, y fuera de ella en ninguna parte, se halla el verdadero culto y el verdadero sacrificio" 315. Pero no faltan trazos de un razonamiento en dirección opuesta, es decir, en el sentido de que "la Eucaristía edifica la Iglesia". El mismo Catecismo del Concilio de

Trento declara que la "dignidad de la Iglesia militante" deriva sobre todo de "la majestad de este misterio" 316. Se razona, pues, no sólo desde la Iglesia hacia la Eucaristía sino también desde la Eucaristía hacia la Iglesia. Esto ocurre especialmente en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (17-IV-2003) de Juan Pablo II 317.

Este segundo aspecto es el que nos interesa especialmente ahora. San Josemaría no afirma literalmente que "la Eucaristía edifica la Iglesia", pero la expresión refleja su pensamiento. Lo confirma de modo indirecto el hecho de que la citada encíclica señala que la doctrina de que "la Eucaristía edifica la Iglesia" se encuentra ya en el Concilio Vaticano II, aunque con otras palabras.

"El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que "la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios" (Lumen gentium, 3), como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: "Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz (...) se realiza la obra de nuestra redención (...), la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo" (ibid.). (...) La Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros" 318.

La misma doctrina la encontramos en san Josemaría, formulada con otros términos. Considera que la presencia de Cristo en la Eucaristía nos hace cor unum et anima una (Hch 4, 32), un solo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia 319.

La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido (Himno de Vísperas de la fiesta del Sagrado Corazón). De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. (...) ¿Cómo no recordar con agradecimiento particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en nuestra Misa? 320

Como se puede ver, por una parte considera que la Iglesia nace del Sacrificio de la Cruz –gracias a él, en efecto, somos congregados los que estábamos dispersos a causa del pecado– y, por otra, que la Santa Misa es renovación sacramental del Sacrificio del Calvario. La conclusión que se impone es que la Iglesia continúa surgiendo del Sacrificio eucarístico; o, lo que es lo mismo, que la Eucaristía edifica la Iglesia.

Antes de proseguir conviene que hagamos una observación sobre el término "renovación" y, en general, sobre la relación entre la Misa y el Sacrificio de la Cruz, en san Josemaría. En la homilía Sacerdote para la eternidad recuerda la enseñanza del Concilio de Trento según la cual "en la Misa se realiza, se contiene e incruenta-mente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la Cruz (...) siendo sólo distinta la manera de ofrecerse" 321. La fórmula que emplea habitualmente es que la Misa es la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario 322. Actualmente es más común decir que la Misa "re-presenta" el Sacrificio del Calvario 323, aunque el Magisterio reciente sigue empleando también "renueva" 324. Ambos términos tienen un sentido equivalente. "Renovar" el Sacrificio del Calvario no significa ofrecer "un nuevo sacrificio", sino realizar nuevamente el mismo Sacrificio: es decir, hacerlo presente, "re-presentarlo" en el aquí y ahora de la celebración eucarística, o –con un término del Vaticano II citado por san Josemaría– "perpetuarlo" 325.

Por su parte, el término "incruento" indica que el sacrificio es "sacramental", es decir, que se realiza por medio de signos sacramentales. Los dos términos juntos –"renovación incruenta"– se han de entender en el sentido de que el mismo Sacrificio ofrecido por Jesucristo "una sola vez" (Hb 7, 27; Hb 9, 12.28; Hb 10, 10) se hace presente en el altar por medio de signos sacramentales. Lo que se realiza "otra vez" en cada Misa es el signo, no el Sacrificio de Cristo, su acto oblativo, que es único 326.

La Santa Misa es así "memorial de la Muerte y Resurrección de Jesucristo" 327, memorial de la Pascua del Señor 328. En el altar está Cristo glorioso, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad 329 –como a san Josemaría le gusta repetir evocando la doctrina de los Concilios de Constanza y Trento 330– que actualiza para nosotros su entrega en la Cruz. Según García Ibáñez, san Josemaría "subraya la dimensión sacrificial de la liturgia eucarística, considerándola en la perspectiva adecuada, es decir, en el orden de la sacramentalidad de la Iglesia: la Santa Misa es el Sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor (Conversaciones, 113). Con la Tradición de la Iglesia, identifica dicho sacrificio sacramental con el Sacrificio único de nuestro Redentor: Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención (Es Cristo que pasa, 86)" 331.

San Josemaría no se queda en indicar la relación del Sacrificio de la Misa con el de la Cruz. Penetrando más en el misterio, ve la Misa como "acción trinitaria", lo mismo que el Sacrificio del Calvario, en el que "Cristo se ofreció a sí mismo a Dios, como víctima inmaculada, por el Espíritu Eterno" (Hb 9, 14). Este pasaje central de la Epístola a los Hebreos muestra la acción de las tres Personas divinas en el acto culminante de la mediación de Cristo. Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre 332. Lo mismo sucede en la Misa. Toda la Trinidad está presente en el sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora 333.

La Santa Misa es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano 334. Como el Paráclito es invocado en la Misa sobre el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor (epíclesis), quienes participan plenamente en la Eucaristía son introducidos, hijos de Dios en Cristo, por el mismo Espíritu Santo en la comunión de la Santísima Trinidad: "consummati in unum" (Jn 17, 23). En la Misa nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos 335. San Josemaría remite en este punto a la doctrina de san Cirilo de Jerusalén que expresa así: "Cuando participamos de la Eucaristía experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús" 336. El razonamiento, reducido a su núcleo, viene a ser: puesto que la Santísima Trinidad, que es "la raíz y el centro" de la vida cristiana –su origen y su fin último–, se nos entrega en el Sacrificio del Altar abriendo su intimidad a los hombres, la Santa Misa ha de ser necesariamente el "centro y raíz" de la vida cristiana.

Falta sin embargo un eslabón en la cadena que permite unir la Misa como donación de la Trinidad, con la Misa como centro y raíz de la vida cristiana: el hecho de que la Eucaristía no sólo actualiza o perpetúa el Sacrificio de Cristo, sino que es también el Sacrificio de la Iglesia, pues el Señor se ofrece en el altar con su Cuerpo místico. Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada Eucaristía. Por eso la misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo 337. La Misa no es sólo acción que desciende de la Trinidad a los hombres por medio de Cristo y del Espíritu Santo, sino también acción de los hombres incorporados a Cristo por el Espíritu Santo, que sube a Dios: acción de la Iglesia, por tanto. El don que desciende –el Hijo hecho hombre que da la vida para expiar los pecados y resucita para comunicarnos la vida sobrenatural– atrae a los hombres formando la Iglesia, y los une a su Muerte y Resurrección para glorificar al Padre en el Espíritu Santo. Al ser incorporado a Cristo en el Bautismo, el cristiano es hecho sacerdote para el culto de Dios en la Eucaristía, y para la salvación de los hombres y la santificación de todas las realidades crea das, con la fuerza santificadora que brota del Sacrificio del Altar.

En los textos que se acaban de citar se explica que "la Santa Misa es el centro y la raíz...", entendiéndola primero como acción de la Trinidad, y después como Sacrificio de Cristo y de la Iglesia. Las dos perspectivas se complementan y, juntas, permiten captar el sentido pleno de la afirmación de que la Misa es centro y raíz de la vida cristiana.

A través del Sacrificio eucarístico, Dios Trino edifica la Iglesia. La Misa es la acción por la que las Personas divinas introducen cada vez más íntimamente en su comunión a los hombres, uniéndolos por el Espíritu Santo como hijos adoptivos del Padre a Cristo, y concediéndoles una participación en su sacerdocio, para que cooperen en la edificación de la Iglesia. Y los hijos de Dios, correspondiendo a esa donación de la Trinidad, se unen a la Muerte y Resurrección de Cristo y cooperan en la edificación de la Iglesia, procurando que la Misa sea el centro y la raíz de su vida. Lo consiguen por la participación en la celebración litúrgica de la Eucaristía y por la unión de todas sus obras al Sacrificio del Altar, haciendo de su jornada, en cierto sentido, una misa. Estos dos aspectos se estudiarán en el apartado siguiente.

Ahora se puede comprender mejor por qué san Josemaría habla de "centro" y de "raíz". La Santa Misa es "raíz" de la vida cristiana porque enraíza a la Iglesia y al cristiano en la Santísima Trinidad. El término "raíz" indica la fuente de la que se alimenta la vida cristiana para dirigirse a su fin. Esa fuente es la misma Vida trinitaria. La Misa es "raíz" porque en ella se nos da la vida sobrenatural por medio de Cristo, en el Espíritu Santo. El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias 338.

La Santa Misa es "centro" de la vida cristiana porque es el fin al que se han de dirigir todas las acciones, la meta a la que se debe orientar, explícita o implícitamente, cualquier obra humana. Nuestro fin último es, en efecto, dar gloria a Dios unidos a Cristo por el Espíritu Santo en la Iglesia: siendo Iglesia y haciendo la Iglesia. Y esto ocurre en la celebración de la Misa y en la unión de todas las obras al Sacrificio de Cristo en el altar.

Centro y raíz no son dos nociones que se excluyen. Lo que es "centro" desde un punto de vista (como fin), es "raíz" desde otro (como fuente). Con el término "raíz" se indica el movimiento de la Santa Misa hacia todas las actividades, y con el término "centro" el movimiento de todas las actividades hacia la Santa Misa. Son dos aspectos de la misma realidad. Para ilustrarlo puede servir una comparación que emplea el mismo san Josemaría. Dice que el alma va hacia Dios como el hierro atraído por la fuerza del imán 339. Así como el hierro se dirige al imán, y a la vez toma del mismo imán la fuerza para moverse, análoga-mente toda nuestra vida ha de dirigirse a la unión con Dios en la Santa Misa, y tomar de ahí toda su fuerza.

3.2. DOS SENTIDOS DE LA MISA COMO "CENTRO Y RAÍZ" DE LA VIDA CRISTIANA

Si decimos que "la Santa Misa es centro y raíz de nuestra vida" nos podemos referir tanto al momento concreto de la participación en la Eucaristía como al conjunto de la vida del cristiano. En el primer caso hablamos de nuestra "asistencia a Misa" o, más exactamente, de nuestra "plena participación" en ella, que es, en sí misma o por su objeto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida 340: la "cima" ("culmen") de la existencia cristiana, como dice la Lumen gentium 341. En el segundo caso afirmamos que la Misa es el "centro" al que se han de dirigir todas las acciones de la jornada, para que demos –por Cristo, con Cristo y en Cristo– gloria a la Santísima Trinidad; y que es la "raíz" que ha de alimentar nuestra vida entera empapándola del sentido de la Cruz en la unidad del misterio pascual.

3.2.1. La participación en la celebración litúrgica de la Misa

Objeto principal de este apartado es considerar la relación entre la participación litúrgica en la Eucaristía y el fin último de la vida cristiana. Antes hablaremos brevemente de la Liturgia en general, sólo lo necesario para recordar la singularidad de la Eucaristía dentro ella, ya que precisamente esa singularidad es la que justifica que en el presente capítulo –en el marco del fin último de la vida cristiana– tratemos de la Misa, pero no de las demás celebraciones litúrgicas 342.

La Liturgia eucarística es la cima de la Liturgia de la Iglesia. Por lo general, san Josemaría emplea el término "liturgia" (o derivados) como sinónimo de "liturgia eucarística" o "liturgia de la Misa", y la mayor parte de sus consideraciones sobre la Liturgia se centran en la Misa. Cuando habla en general, se limita casi siempre a citar las enseñanzas del Vaticano II o del Magisterio precedente, sine addito. Así puede verse, por ejemplo, en la homilía Sacerdote para la eternidad, donde trae a colación el importante texto de la Constitución Sacrosanctum Concilium, 7, del que hablaremos a continuación. Por esto resumiremos ahora la doctrina general sin citar sus palabras y empleando directamente los textos del Magisterio.

a) La Eucaristía, cima de la Liturgia

El Concilio Vaticano II enseña que la Liturgia es "el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo, en el cual por medio de signos sensibles se significa y, del modo propio a cada uno, se realiza la santificación del hombre, y el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, Cabeza y miembros, ejerce el culto público íntegro" 343. La Liturgia es la "cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" 344. Los términos "cumbre" y "fuente" se aplican en general a la Liturgia, pero por antonomasia a la Eucaristía. Todas las celebraciones litúrgicas miran a que los fieles "se reúnan para alabar a Dios, participen en el Sacrificio y se alimenten en la Cena del Señor" 345. Siendo "cumbre", es a la vez "fuente", porque "de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin" 346.

En la Liturgia se contienen todos los elementos de la mediación ascendente y descendente de Cristo, y de nuestra participación en ella. En su celebración los fieles reciben la mediación sacerdotal de Cristo y a la vez ejercen el sacerdocio del que participan: dan culto a Dios y atraen a los hombre hacia Dios. No lo hace cada uno por separado, sino formando todos el Cuerpo de la Iglesia. En la Liturgia se fortalece el vínculo invisible de la caridad y se expresa públicamente en los vínculos visibles de la celebración de los sacramentos, de la profesión de fe y de la comunión con los pastores, ya que obran conjuntamente el sacerdocio común y el ministerial, con funciones diversas. A la vez, estos vínculos visibles son cauce para fortalecer la caridad 347. Por la Liturgia se tejen pues todos los vínculos de la Iglesia 348, y de modo excelente se forman por la Eucaristía, donde los hijos de Dios llegan a ser "un solo cuerpo, al participar todos de un solo pan" (1Co 10, 17). Precisamente por esto, el Magisterio enseña que principalmente la celebración de la Eucaristía "edifica la Iglesia" 349.

Sin embargo, la Sagrada Liturgia "no agota toda la vida de la Iglesia" 350. Hay otras acciones, no litúrgicas, que también contribuyen a su edificación. De ahí que "la participación en las celebraciones litúrgicas no abarca toda la vida espiritual" 351 de los fieles, sino que ésta tiene otras múltiples expresiones. "En efecto, el cristiano, llamado a orar en común [en la Liturgia], debe también entrar en su aposento para orar al Padre en secreto (cfr. Mt 6, 6); más aún debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol (cfr. 1Ts 5, 17)" 352. Ha de convertir en oración y en ofrenda a Dios su entera vida profesional, familiar y social.

Estas actividades no son, sin embargo, independientes de la Liturgia, al ser ésta fuente y cumbre de la vida de la Iglesia y de sus miembros. Ahora bien, la relación de esas actividades con la Eucaristía no es la misma que con los demás sacramentos. Primero, en cuanto "fuente" de vida sobrenatural, pues, como explica el Concilio de Trento, "la Santísima Eucaristía tiene, ciertamente, en común con los demás sacramentos ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible. Mas se halla en ella algo de excelente y singular, a saber: que los demás tienen la virtud de santificar sólo cuando se hace uso de ellos, pero en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor mismo de la santidad" 353. Segundo –y diríamos que con mayor razón aún–, en cuanto "cumbre" de la vida cristiana, pues mientras la participación en los demás sacramentos es un medio para desarrollarla, la unión con Cristo en la Eucaristía es su fin: es incoación del Cielo.

Por eso nos ocuparemos ahora únicamente de las disposiciones interiores requeridas para la Santa Misa, dejando los demás sacramentos y la participación exterior en la liturgia eucarística para el capítulo , donde se hablará de los medios de santificación.

b) La participación interior en la celebración eucarística, ejemplar para los demás actos de la vida cristiana

Nos interesa hablar ahora de las disposiciones interiores que pide la participación en la Eucaristía por su misma naturaleza, porque el cristiano tendrá que aspirar a mantener después esas mismas disposiciones para hacer de todo su día "una misa" (como veremos luego).

La participación litúrgica en la Misa es un acto circunscrito a un lugar y tiempo determinados. No puede realizarse constantemente, como es obvio, y no está presente, en este sentido material, en todas las obras. No puede ser, por tanto, el fin último de la vida cristiana. Pero constituye, en sí misma, la cima de esta vida. Comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor –es decir, participar plenamente en la celebración eucarística– viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo 354. Es el momento culminante de cada día (si es posible la participación diaria en la Misa 355) que ha de modelar formalmente las demás actividades.

La participación en la Santa Misa ha de ser, ante todo, el modelo de todas las actividades del cristiano en cuanto acto de amor –de amor sacerdotal– de un hijo de Dios.

Al ser la acción más sagrada y trascendente por su objeto, es también la que más claramente pide ser realizada con un amor que pone en juego "todo el corazón, toda la mente, todas las fuerzas". Y este mismo amor, exigido por la participación en el Sacrificio de Cristo, ha de prolongarse a lo largo de la jornada, para hacer de ella, verdaderamente, una "misa". Si en la práctica sucediera que otras actividades captan el interés más que la Misa, sería señal de que se ha de poner más amor en ella, pues así lo pide la naturaleza de las cosas. Al rectificar de este modo, se descubrirá que es posible poner más amor también en el resto de las actividades, porque el modelo de amor supremo es el de Cristo en la Cruz. Esta consideración puede ayudar a entender las siguientes palabras de san Josemaría:

Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros 356.

Intentemos desmenuzar la idea. El cristiano ha de "aprender en la Misa a tratar a Dios", porque es en la Misa donde se pone de manifiesto de modo diáfano que la respuesta a la entrega de Dios ha de ser la de un amor total, con todo el corazón, con todas las fuerzas, hasta dar la vida. Y este amor a Dios puesto en la Misa, no debe ser un hecho puntual, aislado del resto de la existencia diaria, un acto que queda como flotando en el aire, sino como la cima de toda una montaña. Debe estar apoyado en la jornada del cristiano, sirviéndole de punto de referencia para transformar cada acción en una obra de amor, de identificación plena con la Voluntad divina, como Cristo en la Cruz.

Este amor es un amor filial, de hijo de Dios. La relación entre Eucaristía y filiación divina es muy estrecha en san Josemaría. Al considerar que la Misa es renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz, la contempla como acción que revela de modo supremo el Amor filial: la identificación del Hijo con la Voluntad del Padre. Ve, en consecuencia, la participación de los fieles en la Misa como el momento en el que más propiamente se manifiesta su filiación divina adoptiva, y por eso el instante del día que más anhelan quienes son conscientes de ella. Me explico tu afán de recibir a diario la Sagrada Eucaristía, porque quien se siente hijo de Dios tiene imperiosa necesidad de Cristo 357. Conviene tener presente que cuando san Josemaría habla aquí de "recibir" la Eucaristía se refiere sobre todo –como ya hicimos notar– a la Comunión dentro de la Misa, es decir, a la participación plena en la Eucaristía, presentándola como exigencia del "espíritu de filiación divina" que él enseña (tema del capítulo siguiente). Ese amor filial que "pide" la participación en la Misa, es el que ha de extenderse a toda la jornada.

El vínculo entre filiación divina y participación en la Misa tiene aún otras manifestaciones. Por ejemplo, la predicación de san Josemaría sigue habitualmente el ritmo del año litúrgico –como se puede ver en la estructura de Es Cristo que pasa–, no sólo como ocasión para recordar y meditar el paso del Señor, sino para ayudar a que estén presentes los misterios de su vida en la propia existencia a través de su actualización en el "hoy" de la Liturgia eucarística. Es un modo de aprovechar la pedagogía de la Iglesia que establece los tiempos litúrgicos para que "que todo lo domine nuestro Salvador en sus misterios de humillación, de redención y de triunfo. Rememorando estos misterios de Jesucristo, la Sagrada Liturgia mira a la participación de todos los creyentes de modo que la divina Cabeza del Cuerpo místico viva en cada uno de sus miembros la plenitud de su santidad" 358.

Inseparablemente de lo anterior, se percibe también otra característica. El amor del cristiano en la Misa ha de ser sacerdotal: el amor de un alma sacerdotal. San Josemaría recalca el sentido y valor del sacerdocio común, como sabemos, y ve en el Sacrificio Eucarístico el momento supremo en el que –unido al sacerdocio ministerial, que actualiza el Sacrificio in Persona Christi Capitis– el cristiano ejerce su sacerdocio real. Después, ese momento se ha de prolongar en toda la jornada, porque ser cristiano –y de modo particular ser sacerdote; recordando también que todos los bautizados participamos del sacerdocio real– es estar de continuo en la Cruz 359. Esta continuidad es un don de Dios y el cristiano puede quitar obstáculos para recibirlo, procurando participar en la Misa sin distracciones y cultivando en su corazón los mismos sentimientos de Cristo sacerdote, mediador entre Dios y los hombres.

En resumen, el amor que el cristiano ha de poner en la Misa es un amor filial empapado de espíritu sacerdotal. Este amor ha de prolongarse en las actividades de la vida diaria. Por eso nos interesa ahora considerar sus aspectos constitutivos.

c) Tres aspectos del amor en la participación en la Misa

El amor que pide, por su misma naturaleza, la participación litúrgica en la Misa, es respuesta a la mediación sacerdotal de Cristo. Podemos distinguir en él tres aspectos, de los que ya se ha hablado, pero que se hacen ahora más concretos y casi "tangibles": 1) recibimos la mediación de Cristo; 2) la ejercemos en su dimensión ascendente; 3) la ejercemos en su dimensión descendente.

San Josemaría condensa estos aspectos en un punto de meditación: En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de la tierra, diciendo: "Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso" –¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor! Únete a ese gesto. Más: incorpora esa realidad a tu vida 360. Las últimas palabras –"incorpora esa realidad a tu vida"– expresan exactamente lo que estamos comentando: que a lo largo de la jornada hay que hacer formalmente lo mismo que en la Misa.

Y eso es lo que se manifiesta en los términos de la doxología: "Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso". En la Misa, el cristiano recibe la mediación sacerdotal de Cristo que le santifica, le enseña y le guía con su ejemplo de entrega por Amor hasta el sacrificio de su vida. Además, el mismo cristiano ejerce su sacerdocio en las dos direcciones: da culto a Dios –de adoración, de reparación, de acción de gracias y de súplica–, y coopera como miembro de Cristo en la salvación de los hombres. Estos tres aspectos están presentes de continuo en la enseñanza de san Josemaría. Conviene que nos detengamos en cada uno.

c.1) Recibir la mediación de Jesucristo en la Misa

En la Eucaristía el Señor ejerce su mediación: santifica, enseña y gobierna a los fieles que participan en ella. Santifica, en general, por el "contacto" con su Humanidad Santísima, fuente de la gracia; y este "contacto" se realiza del modo más profundo por la participación en el Sacrificio sacramental. "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 56).

El cristiano se hace una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor 361. No se ha de pensar sólo en la unión con Cristo que causa la Eucaristía en cuanto alimento del alma; se ha de pensar también en el efecto unitivo de la Misa en cuanto renovación sacramental de su Sacrificio, que nos hace morir al pecado y resucitar a la vida sobrenatural. Así queda patente toda la fuerza santificadora de la Misa: no humanizamos nosotros a Dios Nuestro Señor cuando lo recibimos: es Él quien nos diviniza, nos ensalza, nos levanta. Jesucristo hace lo que a nosotros nos es imposible: sobrenaturaliza nuestras vidas, nuestras acciones, nuestros sacrificios. Quedamos endiosados 362.

A la vez que nos santifica, Cristo nos enseña en la Eucaristía la sublimidad del Amor de Dios por nosotros. Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía 363. Y en el Amor de Dios se resume todo lo que el cristiano ha de aprender: "nosotros hemos conocido y creí do en el amor que Dios nos tiene" (1Jn 4, 16).

El Señor también gobierna a quienes participan en la Eucaristía. Yo veo a Jesús en la Eucaristía como Rey 364, explica san Josemaría. Cristo, con su entrega no sólo ilumina la inteligencia, para que comprendamos lo que es amar, sino que impera a la voluntad a seguir sus huellas dando la vida para la gloria de Dios y el servicio a las almas. La distinción entre enseñar y guiar se manifiesta precisamente en la Última Cena, cuando Jesús lava los pies a los Apóstoles: primero les da ejemplo y después les manda: "si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 14). El cristiano ha de imitar a Cristo en la Eucaristía, ha de seguirle ahí. Es la escuela de todas las virtudes, en las que ahora no nos detenemos. Serán objeto del capítulo .

Jesús sigue actuando fuera de la Misa. San Josemaría recuerda muchas veces que cuando al disolverse las especies sacramentales, el Cuerpo y la Sangre de Cristo dejan de estar presentes en quien ha comulgado, no cesa la inhabitación de la Trinidad: Este cuerpo y esta alma nuestra, esta pobre criatura (...) es como un Sagrario en el que se asienta la Trinidad Beatísima 365. El cristiano puede ir recibiendo a lo largo del día, por obra del Espíritu Santo –si es dócil a su acción y no pone barreras–, la fuerza santificadora de la Humanidad de Jesucristo.

c.2) Dar culto a Dios en la Eucaristía

En la Misa, el cristiano no sólo recibe la mediación de Cristo. Se une activamente a ella, en sus dos dimensiones, ascendente o cultual, y descendente o salvadora.

Nos fijamos ahora en la unión con la mediación ascendente de Jesucristo. El cristiano ejerce el sacerdocio común en cuanto

participación en el sacerdocio de Cristo, que –siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial– capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia 366.

La Santa Misa es en sí misma el acto supremo de culto a Dios, el ofrecimiento del Sacrificio del Verbo encarnado al Padre por el Espíritu Santo. El fiel que toma parte en ese acto ha de unirse a la Cabeza del Cuerpo místico como miembro suyo. Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua (...): adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados 367.

Esta misma actitud interior puede y debe estar presente en toda la vida, no sólo en el momento de la Misa. San Josemaría relaciona ese culto continuo y existencial del cristiano con la presencia permanente de Cristo en los Tabernáculos. Siempre práctico en sus consejos, invita a "descubrir" los Sagrarios que se encuentren en nuestros recorridos habituales y a "meterse" en ellos con el corazón, para adorar la presencia de Dios, aun desde lejos 368. Lógicamente, puede haber muchas otras manifestaciones de unión actual con Cristo. En todo caso, para san Josemaría la presencia real eucarística es una llamada constante a dar culto a Dios de modo también permanente, en todas las ocupaciones de la jornada.

Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario 369.

Estas palabras asocian la permanencia de Jesús en el Sagrario a la actitud interior del cristiano que procura prolongar la Misa durante el día, como un acto continuo de culto. Hablando de ese milagro perpetuo de la presencia real de Cristo en el Sagrario 370, san Josemaría comenta: Se ha quedado para que lo tratemos, para que lo adoremos 371.

Ciertamente, en su enseñanza tienen gran importancia las prácticas de culto eucarístico fuera de la Misa, tanto públicas (especialmente la adoración litúrgica de la Eucaristía, seguida de la Bendición con el Sacramento) como privadas (las visitas al Santísimo y los ratos de oración ante el Tabernáculo). Hablaremos de ellas en el capítulo , mientras que ahora nos concentramos en la presencia real en la Eucaristía, como invitación a permanecer constantemente en adoración y en acción de gracias, en reparación y en súplica al Dios con nosotros. La "presencia real" está obviamente en estrecha relación con la vida de oración y con su ápice que es la oración contemplativa. Así se pone de relieve en Forja: Debes mantener –a lo largo de la jornada– una constante conversación con el Señor, que se alimente también de las mismas incidencias de tu tarea profesional. –Vete con el pensamiento al Sagrario..., y ofrécele al Señor la labor que tengas entre manos 372.

Como es típico en san Josemaría, la oración se materializa en el desempeño de las tareas diarias. Es una oración que lleva a rea lizarlas con perfección: elemento esencial del culto que el cristiano ha de dar a Dios. Lo podemos ver también de otro modo. En la Eucaristía, al manifestarnos Dios su Amor nos manifiesta su gloria, y contemplar ese Amor es darle gloria. Pero no es sólo admirar el Amor que le lleva a entregarse hasta el extremo, sino aprender de Él lo que significa amar y procurar corresponder con una entrega total que se manifieste en el cumplimiento amoroso de los propios deberes.

Dentro de la unidad de los tres aspectos del acto interior de nuestra participación en la Santa Misa que estamos analizando, el primordial es el de dar culto a Dios. Desde luego, es inseparable de los otros dos: recibir la mediación de Cristo y ser instrumento para transmitirla a los demás (si no se recibe la mediación de Cristo no se le puede dar culto; y si no se transmite a los demás, tampoco ellos le darán culto). Sin embargo, en la dinámica de los tres aspectos el culto tiene una prioridad de orden, es el origen de los otros dos (de modo semejante a como en la misión redentora de Cristo son inseparables la gloria del Padre y la salvación de los hombres, pero lo primero es el origen de lo segundo: salva a los hombres para dar gloria al Padre, no al revés). De esa "prioridad" radical de la gloria de Dios se deriva la prioridad del culto sobre los otros aspectos. La vida cristiana, como adoración rendida y culto total a Dios en la Iglesia –por Cristo, con Cristo y en Cristo, en la unidad del Espíritu Santo– está en el corazón de la enseñanza de san Josemaría.

c.3) Afán apostólico en la Misa

Una característica muy importante del varón apostólico es amar la Misa 373. En la Misa, el cristiano se une también a la mediación descendente de Jesucristo. Es el tercer aspecto del amor que pide la participación litúrgica y que ha de informar después todo lo demás: Haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos nosotros estar con Jesús, entre Dios y los hombres 374.

San Josemaría subraya mucho la dimensión apostólica de la Misa (así se ha interpretado el origen del nombre de "Misa" 375). Resalta que allí el cristiano no está solo, porque la celebración eucarística le une a los demás. Por ejemplo, en una homilía (es un texto ya citado) invita a saborear, en torno a este altar y en esta Asamblea, la presencia de Cristo, que nos hace cor unum et anima una (Hch 4, 32), un solo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia, una, santa, católica, apostólica 376. El sentido apostólico en la Misa no se reduce a este fortalecimiento de la unidad ad intra: se orienta hacia la expansión universal. San Josemaría contempla a Cristo atrayendo desde el Sacrificio del altar a todos los hombres y a todas las criaturas de este mundo, conforme a su comprensión del "omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32). Los sentimientos de salvación universal del Corazón de Cristo hallaron en él un eco profundo. Cuando celebro la Santa Misa –manifiesta en una homilía– siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes todas las criaturas de Dios –la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas–, dando gloria al Señor la Creación entera 377.

El cristiano ha de ser para los demás signo e instrumento de la acción salvadora de Jesucristo, Cristo que pasa 378. A la luz de la Eucaristía, emergen aspectos capitales de esa misión apostólica. En particular, que el cristiano ha de entregarse a los demás como el Señor en la Eucaristía: como el grano de trigo que muere para dar fruto y alimentar a otras almas. El siguiente texto lo expone admirablemente:

Jesús, os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo. Echa los granos uno a uno, para que cada cristiano, en su propio ambiente, dé testimonio de la fecundidad de la Muerte y de la Resurrección del Señor. Si estamos en las manos de Cristo, debemos impregnarnos de su Sangre redentora, dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios la quiere. Y convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de enterrarse y morir (cfr. Jn 12, 24-25). Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De la espiga, el pan, que será convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De esa forma nos volvemos a reunir en Jesús, que fue nuestro sembrador. Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1Co 10, 17). (...) Es preciso recorrer el camino de Jesús: ser trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto abundante: ¡el ciento por uno! 379

El misterio eucarístico ilumina también el reinado de Cristo en la sociedad y en el mundo. Es Cristo glorioso quien ofrece el Sacrificio de su vida: Jesús resucitado que vive en la Gloria y a la vez hace presente su inmolación en el altar. Al participar en la Eucaristía, el cristiano se une estrechamente a Cristo, y entonces, cuando procura ponerle en la entraña de sus actividades temporales, está poniendo ahí a Cristo glorioso. Es la aplicación de las palabras de Jn 12, 32 ("Cuando sea levantado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí") que lleva a san Josemaría a escribir que Jesús quiere que se le alce ahora no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas 380, y a añadir poco después: para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey Cristo, es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía 381.

La Constitución Lumen gentium pone a Jn 12, 32 en relación con la edificación de la Iglesia: "La Iglesia, o reino de Cristo presente ya en su misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Este comienzo y crecimiento están significados por la sangre y el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (cfr. Jn 19, 34), y profetizados por las palabras de Cristo acerca de su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn 12, 32)" 382. Ana María Sanguineti relaciona la conocida enseñanza de san Josemaría sobre este ver sículo con el texto del Concilio que acabamos de citar. Puesto que las actividades se santifican por su unión con la Misa, concluye que el fiel corriente edifica la Iglesia haciendo de su día una "misa" o, lo que es lo mismo, haciendo de la Santa Misa el centro y la raíz de su vida 383.

3.2.2. Hacer del día una misa: "almas de Eucaristía"

A lo largo del apartado anterior hemos ido viendo cómo la participación en la Santa Misa no ha de ser una práctica aislada o independiente de las demás actividades del cristiano, sino el modelo del amor que ha de poner en todas ellas y, más aún, su "forma" presente en todas ellas, aun siendo materialmente muy diversas. Ahora sólo nos queda hacer explícita la enseñanza de san Josemaría sobre la continuidad entre la Misa y el resto del día: "Nuestra" Misa, Jesús... 384. Comencemos citando de nuevo unas palabras suyas:

Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? 385

Para un cristiano, todo el día puede y debe transformarse en una "misa":

Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida 386.

En otro momento aconseja:

Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar... 387

El tema de hacer de la propia vida y de cada jornada una "misa" tiene raíces antiguas en el acervo de la tradición espiritual, al menos desde san Agustín 388. Lo encontramos sobre todo, como apunta García Ibáñez, en los autores que se inspiran en la escuela francesa de espiritualidad del XVII 389. En el siglo XX está presente en el fundador de la J.O.C., Joseph Cardijn (1882-1967), según señalamos en la Parte preliminar 390 y, en general, en el ámbito de los movimientos especializados de la Acción Católica. Por ejemplo, F. Mugnier escribe: "Hacer de mi jornada como una misa en presente, continuando la Santa Misa oída y vivida cotidianamente, si es posible, debería ser normal en todo cristiano" 391.

Es la misma doctrina que transmite san Josemaría. No obstante, en su caso forma parte –y parte esencial– de un todo más amplio y unitario. Cuando menciona este punto es frecuente que lo entrelace con otras manifestaciones de su espíritu de santificación en medio del mundo. Puede verse, por ejemplo, el siguiente texto, denso de conexiones, que tiene un cierto tono de síntesis de su enseñanza. Se dirige expresamente a los miembros del Opus Dei, pero resulta evidente que la enseñanza es válida no sólo para ellos:

Muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas. Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios 392.

Las primeras palabras –"muy unidos a Jesús en la Eucaristía"– son la clave de todo lo demás. Indican el fin al que se han de orientar las acciones del cristiano en esta tierra: la unión con Cristo en la Eucaristía. Lo que viene después son manifestaciones de esa unión. Sólo tendrá "una continua presencia de Dios" quien haga de la Eucaristía el centro y la raíz de su vida: la Misa no es un medio entre otros, sino fundamento y fin de esa conciencia de que Dios está con nosotros y presente en nosotros. Y tendrá los sentimientos sacerdotales de Cristo Jesús, deseará reparar por los pecados y alabar a Dios como alma contemplativa en la vida diaria, procurará ser instrumento de apostolado..., sólo quien busque la unión con Cristo en la Eucaristía: quien procure hacer de la Misa el centro y la raíz de toda su vida.

La necesidad de unir todas las acciones, hasta las más ordinarias, a la Misa, está como insinuada en el sencillo hecho de que la materia del Sacrificio eucarístico –el pan y el vino– no está sin más a nuestra disposición (como el agua del bautismo, por ejemplo), sino que requiere un trabajo organizado y supone por tanto todo el entramado de la sociedad humana.

¿Qué es esta Eucaristía –ya inminente– sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo –vino y pan–, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? (cfr. Gaudium et spes, 38). Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor 393.

Terminamos haciendo referencia a otra expresión frecuente en san Josemaría, con la que también resume el fin de la vida cristiana: ser almas de Eucaristía 394. Nos parece que su significado es predominantemente el de "hacer de la Santa Misa el centro y la raíz" de la vida espiritual. En efecto, aunque se refiere también a las diversas manifestaciones de devoción eucarística –como las visitas frecuentes al Santísimo o la costumbre, a la que ya nos hemos referido, de "asaltar" Sagrarios 395: descubrirlos en tu camino habitual por las calles de la urbe 396, para dirigir al Señor en la Eucaristía actos de amor y de petición– esas devociones son a su vez afirmaciones del empeño de dar a la Misa la posición dominante en la jornada. Citamos sólo un ejemplo del uso de la expresión en el que destaca el aspecto apostólico 397. Escribe a los fieles del Opus Dei:

Carísimos: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32). Es preciso que la Obra de Dios se extienda por todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo para siempre (...). Mas, para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey Cristo, es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía (...) haciendo que se repita muchas veces, por quienes os tratan en el ejercicio de vuestras profesiones y en vuestra actuación social, aquel comentario de Cleofás y de su compañero en Emaús: nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via?; ¿acaso nuestro corazón no ardía en nosotros, cuando nos hablaba en el camino? (Lc 24, 32) 398.

Un "alma de Eucaristía" es un alma con un encendido afán apostólico, porque hacer del día una Misa es hacer del día una misión, poner por obra la invitación a "ir" a los demás que se ha escuchado al final de la celebración eucarística: Ite, missa est. Es dar a todas las actividades sentido de corredención, de misión apostólica.

En todo lo anterior hemos citado la predicación y los escritos de san Josemaría. No hemos hablado, en cambio, del ejemplo de su vida centrada en la Misa, más elocuente quizá que todo lo demás, en este tema. Las personas que le trataron de cerca dan testimonio de su amor continuo y ardiente a la Eucaristía 399. Él mismo, contemplando el misterio eucarístico, el Amor de Dios que llega al extremo de la entrega por la Iglesia, por cada uno de sus hijos y por la humanidad entera, exclamaba extasiado: aquí está la explicación de mi vivir 400.

4. "A JESÚS POR MARÍA"

Al inicio del capítulo vimos que la expresión "ad Iesum per Mariam" tiene raíces antiguas en la tradición de la Iglesia y que su uso es frecuente sobre todo a partir del siglo XVIII. El significado es notorio: la unión con Cristo se alcanza a través de la mediación de María e imitando su ejemplo. Esta es también la convicción de san Josemaría, muchas veces afirmada de modo explícito 401. Según Arturo Blanco, "dentro de su mensaje específico y como parte principal, se encuentra la indicación de que el trato con la Virgen es necesario para conseguir la santidad, la identificación personal con Cristo" 402.

Situadas en el contexto del fin último de la vida espiritual, después del "omnes cum Petro", las palabras "ad Iesum per Mariam" adquieren un significado muy profundo y hasta un rango insuperable. Indican que, en la economía de la Redención, toda la vida cristiana dirigida a dar gloria a Dios edificando el Reino de Cristo cuyo inicio y germen es la Iglesia, tiene esencialmente, por beneplácito divino, un carácter mariano.

Con razón se ha afirmado que "la doctrina mariana de San Josemaría Escrivá tiene una innegable afinidad con lo que el Concilio enseña sobre la devoción mariana" 403. Como es sabido, el Vaticano II ha expuesto la doctrina sobre la Santísima Virgen dentro de la Constitución dogmática sobre la Iglesia. Este nexo entre María y la Iglesia lo encontramos en san Josemaría ya desde la década de 1930, cuando pone por escrito el ideal que venía predicando de "llevar a todos con Pedro a Jesús" –esto es, de edificar la Iglesia–, "por Maria". En la unión del "omnes cum Petro" con el "ad Iesum per Mariam", se manifiesta el víncu lo profundo entre María y la Iglesia, vínculo que se traduce, para la vida espiritual, en la necesidad de acudir a la mediación materna de María para cooperar con el Espíritu Santo en la santificación personal y en el apostolado.

El autor de la edición crítico-histórica de Camino ve reflejada esta relación entre la Madre de Dios y la Iglesia en la misma colocación del capítulo dedicado a María, situado inmediatamente antes del que trata de la Iglesia. "El capítulo sobre la Virgen –escribe Pedro Rodríguez– guarda estrecha relación con el siguiente, sobre la Iglesia. María, y luego también la Iglesia, aparece a los ojos de Josemaría Escrivá, ante todo, como Virgen y Madre. La maternidad mariana y la maternidad eclesial vienen propuestas por el Autor una a continuación de la otra" 404.

Esta profunda relación entre la mediación de María y la edificación de la Iglesia se manifiesta de diversos modos en la enseñanza de san Josemaría. Especialmente en la certeza de la presencia de la Virgen en el Sacrificio eucarístico, que es donde principalmente se edifica la Iglesia (y en cierto sentido exclusivamente, puesto que las demás obras del cristiano edifican la Iglesia por su referencia a la Misa).

Cuando celebro la Santa Misa (...) sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa 405.

La Santa Misa es una acción de la Trinidad: por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo 406.

En consecuencia, se comprende que afirme: Para mí, la primera devoción mariana –me gusta verlo así– es la Santa Misa 407.

La relación de la Virgen con la Misa nos ratifica en la idea de que el contexto de la jaculatoria "omnes cum Petro ad Iesum per Mariam" es el más adecuado para transmitir el carácter mariano de la vida cristiana. A la luz del misterio de la Iglesia se comprende con más hondura lo que representa el recurso filial a la mediación de la Virgen en la vida espiritual. Y viceversa, como veremos, en María se ilumina el misterio de la Iglesia 408.

Hemos de advertir que el objeto de este apartado no es la devoción a la Virgen en la enseñanza de san Josemaría, en general. Ella está en cierto modo omnipresente en su predicación y en sus escritos. Cuando habla de María, su palabra asume tonos de ternura y de confianza filial, como es particularmente patente en el libro Santo Rosario, y como se percibe, entre tantas manifestaciones de amor, en su costumbre de terminar los ratos de meditación con el recurso a la Madre de Dios o de firmar sus cartas familiares con "Mariano", uno de sus nombres de pila 409. Si en algo quiero que me imitéis, solía decir a los fieles del Opus Dei, es en el amor que tengo a la Virgen 410. No podemos reflejar aquí la fuerza y el calor de este rasgo prominente de su piedad. Pretendemos sólo explicar por qué la dimensión mariana es característica esencial de la existencia cristiana.

Un vez visto que el fin de la vida del cristiano es cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia, se trata ahora de poner de relieve que lo alcanza siempre y sólo por María. Nos encontramos, ciertamente, ante una mediación; pero la mediación de María, participada de la de Cristo, es absolutamente única, porque es "materna". La Virgen no es sólo intercesora de los dones de la vida sobrenatural como los demás santos, sino "Madre de la divina gracia". La suya es una mediación de orden distinto y superior a cualquier otra, hasta el punto de que es imposible silenciarla al hablar del fin de la vida espiritual. Siendo Mediadora por soberano designio de Dios, acudir a su mediación materna forma parte, en la actual economía de la Redención, de "lo único necesario" (Lc 10, 42).

4.1. "MARÍA EDIFICA CONTINUAMENTE LA IGLESIA"

La Virgen María ha sido "introducida" a participar en la vida de la Santísima Trinidad de un modo único, como Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo 411. Su plenitud de vida sobrenatural –"llena de gracia" (Lc 2, 28)– deriva de la singularidad del vínculo materno con el Hijo, Cabeza de la Iglesia. Por eso es "miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia" 412. Y así es también "prototipo y modelo de la Iglesia" 413.

Considerando que la Iglesia es "inicio y germen" del Reino, vemos que María es "prototipo y modelo" en los dos sentidos.

Lo es como "inicio" del reinado de Jesucristo, porque "en la Virgen María la Iglesia [inicio del Reino] ya ha llegado a su perfección" 414. Ella es Reino de Cristo del modo más pleno y excelente. Nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia salvación 415: de nuestra definitiva incorporación al Reino de Cristo. Y es modelo en el sentido de "germen" del reinado de su Hijo, porque Ella es Medianera materna de todas las gracias; María participa de modo absolutamente singular en la mediación de Cristo 416: "es verdaderamente Madre de los miembros de Cristo (...), pues coopera con su amor al nacimiento de los fieles en la Iglesia, los cuales son miembros de aquella Cabeza" 417. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos. San Agustín lo decía con palabras claras: cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo (S. Agustín, De sancta virginitate, 6) 418. Y si es Madre de todos los cristianos, ¿no será Madre de la Iglesia, que es la reunión de los que han sido bautizados y han renacido en Cristo, hijo de María? 419

Podemos ver lo mismo de otro modo, también presente en los textos citados. María es "modelo" de la Iglesia en cuanto que ésta es "sacramento universal de salvación", ya que es signo y es instrumento de la unión de los hombres con Dios. Signo preclaro, por su participación en la comunión de las Personas divinas; e instrumento, por ser Madre de gracia.

Estos dos aspectos de la singularidad de Santa María –ser plenamente Reino de Cristo (que se expresa también diciendo que es "trono de Dios"), y ser Mediadora de todas las gracias como Madre nuestra– se unen en una jaculatoria frecuentemente repetida por san Josemaría: "Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae, ut misericordiam consequamur".

Son unas palabras muy semejantes a un texto de la Sagrada Escritura (Hb 4, 16), que la Liturgia de la Iglesia rezaba antiguamente en la fiesta del Inmaculado Corazón de María (en la actualidad ha cambiado de lugar en el calendario litúrgico y también han cambiado, en parte, los textos). San Josemaría las escuchó en su alma, como locución divina, el 23 de agosto de 1971, en momentos de graves dificultades en la vida de la Iglesia. Poco después las comentaba así: adeamus cum fiducia –hemos de ir con mucha fe– ad thronum gloriae, al trono de la gloria, la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, a la que tantas veces invocamos como Sedes Sapientiae, ut misericordiam consequamur, para alcanzar misericordia (...). Que lo tengáis muy en cuenta en estos momentos y también después. Yo diría que es un querer de Dios: que metamos nuestra vida interior personal dentro de esas palabras que os acabo de decir 420.

Al afirmar que es "un querer de Dios que metamos nuestra vida interior" en ese acudir a la Virgen, "en estos momentos y también después", san Josemaría está expresando que ir a Jesús por María no es una devoción sólo para unas circunstancias determinadas, sino algo permanente. Álvaro del Portillo traducía con fidelidad esta enseñanza cuando afirmaba que, para ser santos, es preciso "meter a la Virgen en todo y para todo" 421.

Estudiar la relación singular entre María y la Iglesia es indispensable para comprender por qué san Josemaría, al hablar del fin de la vida espiritual –la gloria de Dios, el Reino de Cristo, la Iglesia–, se refiere también a la Santísima Virgen.

El motivo se puede explicar del siguiente modo. Edificar la Iglesia en nosotros y en los demás es nuestro fin último. Ya hemos considerado que el Espíritu Santo es quien edifica la Iglesia, y que el cristiano coopera. La Santísima Virgen ha realizado esa cooperación de una manera única: puso su existencia a disposición del Paráclito para ser Madre del Hijo del Altísimo, obedeció a la Voluntad de Dios en todos los momentos de su vida –escuchando la palabra divina y poniéndola en práctica (cfr. Lc 11, 28)–, se unió al Sacrificio del Calvario donde nos ha recibido como hijos, para ser "Madre nuestra en el orden de la gracia" 422, y esperó con los discípulos la venida del Paráclito en Pentecostés (cfr. Hch 1, 14). Así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo 423. Y "esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia (...), pues una vez recibida en los Cielos no ha cesado su oficio de salvación" 424. He aquí la conclusión:

María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos, con Pedro, a Jesús por María! 425

"María edifica continuamente la Iglesia" significa que el Espíritu Santo va formando la Iglesia con la particular cooperación de la Santísima Virgen, atrayéndonos a todos a Jesús por María. Así, por beneplácito divino, la Iglesia se edifica "por María". Cooperamos con el Espíritu Santo en ese crecimiento del Cuerpo místico de Cristo –en la santificación y en el apostolado– uniéndonos a Jesús por María y uniendo a los demás a Jesús por María.

4.2. ACUDIR A LA MEDIACIÓN MATERNA DE MARÍA

Las palabras "per Mariam" equivalen a "por mediación de María". Pero, como decíamos, se trata de una mediación materna, no sólo porque María intercede por nosotros con amor de Madre, sino porque su intercesión nos engendra de algún modo a la vida espiritual 426.

Interceder significa intervenir en la concesión de la vida sobrenatural, pero no necesariamente "desde fuera". La Sagrada Escritura dice, por ejemplo, que el Espíritu Santo "intercede por nosotros" (Rm 8, 26) y "pide en favor de los santos" (Rm 8, 27), y sin embargo la vida espiritual se nos concede per Spiritum Sanctum (cfr. Rm 5, 5; Rm 8, 11). La Santísima Virgen intercede unida al Paráclito –la invocamos como "Esposa de Dios Espíritu Santo"–, y así, de algún modo, nos engendra a la vida sobrenatural: es Madre nuestra en el orden de la gracia.

Tener presente que la Iglesia es Madre porque tiene el poder de transmitir la vida sobrenatural a sus miembros (por eso el cristiano es "hijo de la Iglesia"), permite profundizar en el contenido del "ad Iesum per Mariam", tal como lo emplea san Josemaría. El contexto del "omnes cum Petro..." ofrece mucha luz para captar su significado, pues se dice que vamos –y que llevamos a otros– a Jesús "por María", en un sentido análogo a como se dice que vamos a Él "por la Iglesia". De hecho, vamos a Jesús a través de los medios que nos ofrece la Iglesia, y a la vez vamos a Él en la Iglesia, unidos a la Iglesia. Así también "por María" significa a través de María –por su intercesión– y, a la vez, unidos a Ella como hijos suyos.

Esta particular naturaleza de la intercesión de Santa María lleva consigo que acudir a su mediación materna en la vida espiritual es ciertamente invocarla y pedir su ayuda para obtener la gracia, pero no es sólo eso. Buscar su intercesión consiste a la vez en estar unidos a Ella en todo como hijos suyos. Lleva por tanto a aprender sus lecciones, a seguir su ejemplo y a procurar parecerse más y más a Ella. Para imitar a Jesús, el cristiano ha de imitar a María 427.

La Santísima Virgen, por último, es modelo de santificación y apostolado particularmente en la vida ordinaria, y más concretamente prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve 428.

No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios! 429

Por otra parte, no sólo se comprende mejor, a la luz de lo que es la Iglesia, el papel de María en la vida del cristiano, sino que también sucede algo semejante en dirección opuesta: la figura de María ilumina a su vez el misterio de la Iglesia y permite comprender mejor qué significa edificarla.

Como ya sabemos, contribuimos a la edificación la Iglesia cooperando con el Espíritu Santo. El cristiano realiza esta cooperación –que consiste en buscar la santificación personal y ejercer el apostolado– con el apoyo y la cercanía de María, tratándola como se trata a una persona viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo 430. Manteniendo y cultivando una relación filial con la Madre de Dios, el cristiano se santifica y lleva a otros a Jesús.

Consideremos brevemente estos dos puntos, que san Josemaría enseña de modo constante 431.

– El Espíritu Santo nos santifica conformándonos con Cristo por medio de María. Por nuestra parte, cooperamos a esa acción y nos santificamos –nos conformamos progresivamente con Cristo– por el trato con María. Cuando Dios hizo experimentar el sentido de la filiación divina a san Josemaría, le movió a comprender también con nueva luz lo que llevaba practicando desde años atrás: que para vivir la vida de Cristo debía tener un trato filial con su Madre. El principio del camino, que tiene por final la completa locura por Jesús, es un confiado amor hacia María Santísima 432. Ese "principio del camino" se refiere ciertamente a la primera conversión, pero incluye también las conversiones sucesivas en la vida cristiana, que para san Josemaría es un continuo "comenzar y recomenzar" 433. Todos los avances en la lucha interior se realizan gracias a su intervención: A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María 434.

Conviene fijarse en el significado de estas palabras para la vida espiritual. Ciertamente, todos los dones divinos los recibimos "por María", seamos conscientes o no. Pero aquí no se trata sólo de esto, sino de que la vida espiritual, como actividad de cada uno, se ha de dirigir hacia la santidad o unión con Dios por el trato con María: dirigiéndonos a Ella con confianza, meditando su vida, buscando su mediación. María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor –tú y yo– con el Hijo primogénito del Padre 435.

– El cristiano ha de ser instrumento para llevar a todos a Jesús por María. Y la cercanía de María hará que nos sintamos hermanos 436.

No se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas problemas personales (...). Un cristiano no puede detenerse sólo en problemas personales, ya que ha de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de todas las almas (...). Hasta esas facetas que podrían considerarse más privadas e íntimas –la preocupación por el propio mejoramiento interior– no son en realidad personales: puesto que la santificación forma una sola cosa con el apostolado. Nos hemos de esforzar, por tanto, en nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, pensando en el bien de toda la Iglesia (...). María, Madre de Jesús, que lo crió, lo educó y lo acompañó durante su vida terrena y que ahora está junto a Él en los cielos, nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres 437.

El amor de san Josemaría a la Iglesia y a María se funden en uno solo. "Mi madre la Iglesia", "mi Madre la Virgen", repite a menudo, y en su corazón son una sola madre que le transmite la vida sobrenatural. Pero no se puede decir que sean sólo un "medio" para amar a Dios, como tampoco es un "medio" la Humanidad Santísima de Cristo, si se entiende por "medio" algo que se deja atrás cuando se ha logrado el fin. Ya hicimos notar que la Humanidad de Jesús no es como un "puente" que se cruza para alcanzar la unión con el Padre, dejando el puente atrás. No es así como el cristiano se une a Dios: se une a Él permanentemente "en Cristo", siempre a través de su Humanidad inseparable de la Divinidad por la unión hipostática. Y esta unión del cristiano con Dios en Cristo, se realiza por la Iglesia y por María.

En otros capítulos tendremos ocasión de ver diversas enseñanzas particulares de san Josemaría sobre el amor a la Virgen. Aquí hemos visto sólo una, que es la fundamental. En su doctrina espiritual, el amor a María no representa "una parte" de la vida cristiana: unos actos aislados, unas prácticas de piedad. El amor a María penetra todos los instantes de la existencia, porque es constitutivo, por beneplácito divino, de nuestra tensión al fin último. Quien nos ha dado a Cristo por María ha querido que vayamos también por María a Cristo. Dicho más cabalmente: la Santísima Trinidad que nos ha llamado a participar en su vida íntima como hijos en el Hijo, formando su Cuerpo místico, nos ha dado a Cristo por María; y quiere que, atraídos por el Espíritu Santo, vayamos también todos, con Pedro, a Jesús por María.

* * *

ALGUNAS APLICACIONES PRÁCTICAS 438

1. Fomentar el trato con el Espíritu Santo. El Paráclito edifica la Iglesia en nosotros y con nosotros. Toda la vida espiritual se dirige a cooperar con Él. Por eso resulta esencial tratarle. Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar. No olvides que eres templo de Dios. –El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones 439.

En la vida cristiana conviene cultivar este trato con el Espíritu Santo desde el principio. No es algo reservado para quienes tienen más edad o experiencia. Para ayudar a esto es muy eficaz la dirección espiritual, donde se puede enseñar a conectar el esfuerzo por mejorar en aspectos concretos con el trato con el Paráclito. Por ejemplo, en la santa pureza. San Pablo muestra claramente la relación (y es una estupenda lección de dirección espiritual): "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿voy a tomar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? De ninguna manera (...). En cambio, el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. Huid de la fornicación (...) ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo" (1Co 6, 15-20). Sobre todo es importante comprender que la vida espiritual es vida de amor que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones (cfr. Rm 5, 5) y que es preciso tratar mucho al Paráclito para que los inflame con el fuego de su amor: Ure igne Sancti Spiritus! 440 rezaba a diario san Josemaría. Así se llega a tener el mismo afán de Cristo –"Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que arda?" (Lc 12, 49)–, afán de dar la vida para corredimir con Él.

2. Manifestaciones concretas de amor y de servicio a la Iglesia. Para un cristiano no hay santidad sin unión con la Iglesia. Ha de profesar la fe, participar en los sacramentos, estar unido al Papa y a los Pastores de la Iglesia. En los párrafos siguientes se mencionan algunas consecuencias de estos tres aspectos.

– En primer lugar, profesar la fe. Para estar unidos a la Iglesia, se ha de procurar conocer cada vez mejor su doctrina. No esperemos unas iluminaciones extraordinarias de Dios, que no tiene por qué concedernos, cuando nos da unos medios humanos concretos: el estudio, el trabajo. Hay que formarse, hay que estudiar 441.

El apostolado es cauce para transmitir la doctrina: "Id y enseñad" (Mt 28, 19). San Josemaría ha insistido mucho en este punto: No olvidéis que la esencia de nuestro apostolado es dar doctrina, porque, como os he dicho una y mil veces, la ignorancia es el mayor enemigo de la fe 442. Vuestra pasión dominante ha de ser el afán de dar doctrina: doctrina católica, que esté plenamente de acuerdo con el sentir de la Iglesia y que siga con toda fidelidad el Magisterio de Pedro 443.

La fe se ha de profesar ante todo mediante el ejemplo, en la vida ordinaria: con naturalidad, pero sin esconderla y sin miedo a dar la cara. Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe 444.

– En segundo lugar, la unión con la Iglesia se manifiesta en la participación en los sacramentos (habitualmente en la Eucaristía y en la Penitencia) y en el culto público: principalmente en la Santa Misa. La participación activa en la liturgia de la Iglesia 445, por parte de los laicos, ha de ser interior y también externa, conforme a las normas de la autoridad eclesiástica, porque de este modo se pone de manifiesto que son celebraciones de todo el Pueblo de Dios y concretamente que el sacerdocio común tiene una función visible en el acto que es la cumbre de la vida de la Iglesia. Lógicamente se debe evitar, de acuerdo con las disposiciones universales del Romano Pontífice, supremo regulador de la Liturgia, toda confusión de funciones entre el sacerdocio común y el ministerial.

Una manifestación importante de amor y servicio a la Iglesia es el cuidado del culto divino, hasta en los detalles más pequeños, y la observancia fiel de las "rúbricas" como acto de adoración, reparación y acción de gracias. En esta materia nada es "insignificante". Las celebraciones litúrgicas han de realizarse con la mayor dignidad, sin acostumbramiento, con la conciencia de que se está en el culmen y en la fuente de la vida de la Iglesia.

En relación con ese cuidado de los actos de culto y de los objetos a él dedicados, san Josemaría ha enseñado a convertir en oración especialmente esas tareas: Si la casa entera ha de ser el hogar de Betania, lo es especialmente el oratorio: servid a Jesucristo con tal delicadeza, que el mismo servicio que le prestáis sea ya contemplación 446.

– El tercer aspecto es la unión con la Jerarquía eclesiástica, sobre todo con el Romano Pontífice, sea quien sea 447. Sin unión con el Papa, no puede haber, para un católico, unión con Cristo 448. Esta unión es consecuencia de un amor radicado en la fe, un amor siempre más ¡teológico! 449 Pero también afectivo: el amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo 450. Manifestaciones esenciales de la unión con el Papa son la oración por su persona e intenciones, el asentimiento a su Magisterio y la obediencia a sus disposiciones de gobierno. Lo mismo con respecto a los Obispos de las Iglesias locales. Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración 451.

3. Santidad personal y apostolado personal. La santidad es personal y el apostolado también. Pero "personal" no significa prescindir de los demás, ser individualista. La santificación y el apostolado consisten en edificar la Iglesia, que es comunión de los santos. San Josemaría pone en guardia del peligro de convertirse –hablando castizamente– en apóstol de pata libre (...) El sarmiento da fruto, si está unido a la vid 452. Sin unión con la Iglesia no puede haber crecimiento en santidad ni fruto en el apostolado.

4. Trato filial con Santa María. La Santísima Virgen ha de estar presente en todos los propósitos, luchas, iniciativas apostólicas... En la dirección espiritual es indispensable enseñar a ir a Jesús siempre por María, a tratarla con cariño filial, con detalles de hijo. La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María 453. Cada uno debe hacerlo como mejor le parezca, porque ha de ser un trato personal.



Reflexión conclusiva de la Parte I

Hemos visto que san Josemaría indica el fin último de la vida cristiana con tres expresiones: "dar gloria a Dios", "querer que Cristo reine", "llevar a todos, con Pedro, a Jesús por María". También indica su concatenación (recuérdese la frase que hemos venido citando desde el principio): dar gloria a Dios implica querer que Cristo reine; y sólo busca que Cristo reine quien procura unirse a Él y unir a los demás con Él en su Iglesia, por medio de María.

En la enseñanza de san Josemaría, estas tres expresiones se traducen en otras tres, típicas de su mensaje. Para él, dar gloria a Dios consiste en ser contemplativos en medio del mundo 1; buscar que Cristo reine, equivale a poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres 2; y llevar a todos con Pedro a Jesús por María, se realiza haciendo de la Eucaristía el centro y raíz de la vida cristiana 3.

La misma concatenación de las tres primeras expresiones, existe también entre las tres segundas. Para ser contemplativos en medio del mundo, es preciso tratar de poner a Cristo en la entraña de la propia actividad profesional; y esto se realiza uniendo el trabajo a la Santa Misa, es decir, procurando que la entera jornada sea "una misa", por la acción del Espíritu Santo. De este modo el cristiano se santifica, pues el Espíritu Santo le une a Cristo como hijo de Dios y, bajo el impulso del mismo Espíritu que le hace partícipe del sacerdocio de Cristo, realiza la misión apostólica de atraer a todos los hombres a la unión con Jesucristo en la Iglesia, por mediación de María.

En estos términos se puede condensar la percepción de la finalidad última de la vida cristiana en el mensaje de san Josemaría, a la que hemos dedicado íntegramente la Parte I.

Podríamos haber comenzado nuestra exposición hablando de los puntos más conocidos de su doctrina espiritual, como la "santificación del trabajo profesional" y "el sentido de la filiación divina". De hecho, san Josemaría los destaca empleando comparaciones que muestran el lugar central que ocupan en su enseñanza. Del sentido de la filiación divina afirma que es el "fundamento" de la vida cristiana (como veremos en la Parte II); y del trabajo profesional repite numerosas veces que es el "eje" de la santificación en medio del mundo (lo estudiaremos en la Parte III). Sin embargo, para comprender la enseñanza de san Josemaría sobre estos aspectos, nos ha parecido que era imprescindible considerar primero su concepción del fin último de la vida cristiana.

¿Cómo se va a poner un fundamento sin saber lo que se ha de edificar? ¿O de qué sirve un eje si no se conoce a dónde debe apuntar? El fundamento de la filiación divina (o del "sentido" de la filiación divina, como veremos) es la base de la identificación con Cristo en el trabajo profesional y en los quehaceres cotidianos que configuran el mundo, herencia de los hijos de Dios, siempre que no se pierda de vista que han de orientarse a la gloria de Dios, al reinado de Cristo y a la edificación de la Iglesia, buscando la contemplación en ese trabajo y en esos quehaceres, al unirlos al sacrificio de Cristo actualizado en el Altar.

Podemos decir, en definitiva, que esta Parte I nos proporciona la luz necesaria para enfocar adecuadamente los temas que estudiaremos en los restantes capítulos.