"Debemos sentirnos hijos de Dios,
y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre.
Realizar las cosas según el querer de Dios,
porque nos da la gana,
que es la razón más sobrenatural"
(Es Cristo que pasa, n. 17).
No es frecuente encontrar en las obras de Teología espiritual un capítulo dedicado a la libertad 1, que suele considerarse un asunto propio de la Teología moral. Salvo ilustres excepciones como la de san Agustín, los maestros de vida espiritual no se detienen mucho en el tema. La libertad se da por supuesta y no se le presta una específica atención para orientar la vida espiritual.
Sin embargo, al estudiar a Josemaría Escrivá de Balaguer, no se puede omitir esta cuestión sin cercenar gravemente su mensaje, porque lejos de ser algo secundario o colateral es un "concepto clave de su enseñanza" 2 y, más en la raíz, su misma personalidad se caracteriza por la "pasión por la libertad" 3. Una sencilla consideración basta para justificar la atención que le presta: Sin libertad no podemos amar 4.
La necesidad de la libertad para responder a la llamada a la santidad en medio del mundo, es una convicción básica en san Josemaría y un trazo inconfundible de su misma personalidad vital. "La libertad constituye uno de los rasgos característicos de su temple humano" 5, testimonia Alejandro Llano: "Le desagradaba la homogeneidad impuesta y consideraba la diferencia en los comportamientos como un valor positivo. Apostaba por la originalidad espontánea, mientras que sospechaba de la uniformidad. Confiaba más en las iniciativas y decisiones de las personas que en la exacta disposición de las estructuras. No le gustaban los formulismos protocolarios; prefería la sencillez de las manifestaciones informales. (...) Contribuía a reafirmar los estilos de cada uno y a dilatar los propios ámbitos de expresión. Era un poderoso catalizador de la libertad: la vivía e impulsaba a vivirla" 6.
Difícilmente pasará inadvertida al lector de san Josemaría su insistencia en este punto, omnipresente en su predicación 7. Antonio García-Moreno ha constatado que el término aparece 239 veces en los libros publicados hasta la fecha 8, sin considerar las referencias a "liberación" o al cristiano como persona "libre", y sin incluir en el cómputo los discursos académicos y los artículos de prensa, centrados algunos de ellos en la libertad 9.
San Josemaría manifiesta "una sensibilidad y un aprecio muy especial" 10 por la libertad. La descubre por doquier en la Sagrada Escritura. Contemplando la anunciación del Arcángel Gabriel a María, ve en el "hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38) el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios 11. Y comenta a renglón seguido: en todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad 12. Es un descubrimiento que le hace sentir un profundo amor a la libertad 13 : un amor que no es una cosa humana, es una cosa divina, porque es la libertad que Cristo nos ganó en la Cruz 14, y que le lleva a proclamarla, a promoverla y a defenderla cuando es necesario. No diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal 15, asegura en una ocasión. Y en otro momento añade: Es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante 16. No sorprende que se le haya calificado de "pionero del amor a la libertad dentro de la Iglesia" 17. Y la Iglesia es sal del mundo.
Su amor a la libertad está profundamente relacionado con dos elementos centrales de su enseñanza: el sentido de la filiación divina y la santificación del trabajo profesional y de toda la vida ordinaria. La filiación adoptiva es para él como la raíz de la que nace la libertad; y el trabajo profesional y la vida ordinaria, el campo en el que se cultiva y da fruto. Esta perspectiva específica explica, a nuestro juicio, que su doctrina sobre la libertad haya sido vista por Cornelio Fabro como "el aspecto más genial y nuevo de su itinerario hacia la santidad" 18.
En cuanto al binomio libertad-filiación, es fácil comprobar que Josemaría Escrivá de Balaguer habla mucho de la libertad de los hijos de Dios, poniendo "el acento en la relación de la libertad con la filiación divina, que Dios le había hecho ver como fundamento de su vida espiritual" 19. Todo su espíritu, sostiene Álvaro del Portillo, "está impregnado por la gran certeza de saberse hijo de Dios, que tan unida está con otra característica fundamental de nuestro espíritu: el amor a la libertad" 20. Otro testigo privilegiado, monseñor Javier Echevarría, confirma que "meditó durante toda su vida que cada uno ha de vivir in libertatem gloriae filiorum Dei (Rm 8, 21), en la libertad de la gloria de los hijos de Dios, y nos estimulaba a gozar de esta libertad, fruto de la filiación divina" 21. Para Lluís Clavell, san Josemaría contempla la libertad "bajo la luz con la que el Espíritu Santo le ha hecho sentir y de algún modo comprender la filiación divina. Ser hijos de Dios significa ser personas libres" 22.
Por lo que se refiere a la relación entre libertad y santificación de la vida ordinaria en medio del mundo, se ha dicho con acierto que san Josemaría ve "la libertad como una característica esencial de la secularidad de los fieles laicos" 23, de su ejercicio de las actividades temporales que han de santificar y en las que se han de santificar. Esas actividades tienen una autonomía propia, y hay muchos modos legítimos de llevarlas a cabo. De ahí la insistencia de san Josemaría en pedir respeto a la libertad de los demás –a su libertad responsable–, y en promover condiciones de vida social que favorezcan el ejercicio y la expansión de la libertad. Al ser inmenso el campo de las tareas temporales, se entrevé la "amplitud insospechada" 24 del tema en su predicación.
La filiación divina y la misión de santificar las actividades temporales son como las vías por las que discurre el presente capítulo. Ambas parten del Bautismo. Allí es donde el cristiano es liberado del pecado, del poder del diablo y de la muerte eterna, para vivir, bajo la acción de la gracia, en la libertad de los hijos de Dios y conducir toda la creación a su gloria (cfr. Rm 8, 21): misión que los fieles laicos están llamados a realizar santificando el trabajo y todas las actividades temporales.
En la primera parte veremos los elementos principales de la noción de libertad de los hijos de Dios en san Josemaría: la libertad cristiana que surge de la filiación divina recibida en el Bautismo y se perfecciona con el crecimiento de la vida sobrenatural. En la segunda estudiaremos la génesis del acto libre: el influjo de la inteligencia, la voluntad y los sentimientos en el ejercicio de la libertad. Y en la tercera hablaremos del respeto a la libertad en la sociedad: un respeto que los cristianos han de promover como parte fundamental de su misión bautismal de santificar el mundo desde dentro.
Casi todos los estudios sobre la doctrina de san Josemaría dedican espacio a la libertad. Como es lógico, en este capítulo haremos referencia preferentemente a los que se centran en nuestro asunto 25.
San Josemaría concibe su predicación como una "catequesis" asequible a todo tipo de personas, también a quienes no poseen una especial preparación teológica, pero no por eso simplifica los problemas o elude los interrogantes. Conviene tenerlo en cuenta al exponer el tema que nos ocupa porque, tras los enunciados y explicaciones fácilmente comprensibles, hay un visión teológica de la libertad a la que es preciso llegar si se quieren exponer adecuadamente sus enseñanzas.
El punto de partida lo expresa el título de la homilía La libertad, don de Dios 26. La libertad es un don que tiene su origen y su fundamento en Dios. La persona humana posee este don en virtud de la dimensión espiritual de su naturaleza compuesta de alma y cuerpo. Es un don que ha recibido con vistas a un fin: la unión con Dios por el amor y el perfeccionamiento de sí mismo y del mundo según el querer de Dios. Este fin, que viene a ser el horizonte de sentido de la libertad, se ha iluminado y dilatado con la adopción sobrenatural. La libertad humana en el plan divino es libertad de los hijos de Dios: libertad para amar a Dios Padre en el Hijo, por el Espíritu Santo. Y cuando el pecado ha apartado al hombre de Dios y lo ha reducido a esclavitud, el Hijo, hecho hombre para rescatarnos de ese estado mediante la entrega de su vida en la Cruz, nos ha obtenido el don del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios y nuevamente libres, con "la libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). La razón de ser de la libertad es ahora la de vivir de acuerdo con la condición de hijos de Dios en Cristo, es decir, la de buscar la identificación con Cristo por el amor y dirigir la creación a la gloria del Padre 27.
Estos son, a grandes rasgos, los temas que se tratarán en el presente apartado. Después de unas consideraciones sobre el contexto, veremos primero los principales elementos de la noción de libertad cristiana en san Josemaría; luego, la relación entre gracia y libertad, para concluir con la importancia de cultivar una viva "conciencia de la libertad" que surge del sentido de la filiación divina.
En el clima cultural que rodea a san Josemaría, la libertad es un tema clave 28. Nunca los hombres han hablado tanto de libertad como ahora 29, escribe al inicio de una de sus Cartas. Por un lado, observa,
se siente palpitar, en algunos pueblos que acaban de salir de la tiranía, y en otros que han caído bajo el yugo despótico y materialista del comunismo, un deseo santo de libertad cristiana (...). Hay, de otra parte, en el ambiente general de los pueblos, un afán desmedido hacia una falsa libertad: todos reclaman la libertad, en todo parece que se puede conceder más. Se advierte la existencia de un deseo desordenado, porque más que libertad es desenfreno, pérdida del sentido cristiano de la vida 30.
De los dos polos que amenazan a la libertad –la tiranía y el libertinaje–, el primero, no sólo en cuanto despotismo político sino, en general, como abuso de una posición de poder para truncar la libertad de otros, ya sea a nivel doméstico o de relaciones sociales y profesionales, es rechazado con firmeza por san Josemaría: Detestamos la tiranía, que es contraria a la dignidad humana 31; detestamos la tiranía (...). Amamos la pluralidad 32. Como siempre, su actitud se enraíza en el sentido de la filiación divina que, en este caso, le confirma en la convicción de que tu Padre-Dios no es un tirano 33. Con la misma fuerza con que se opone a la tiranía se enfrenta también al otro enemigo de la libertad, al libertinaje, que describe como una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad 34: un enemigo seguramente más insidioso porque no aparece como frontal opresión de la libertad y, sin embargo, la socava desde su médula.
En realidad, estos dos peligros, tiranía y libertinaje, que a primera vista parecen de signo opuesto, tienen una base común: la propensión a imponer la propia voluntad como única y suprema norma de conducta: para los demás (en el caso de la tiranía) o para uno mismo (en el caso del libertinaje, en cuanto libertad desvinculada de la verdad moral). Es este el enemigo que amenaza la causa de la libertad en el siglo XX. El problema no es la reivindicación de libertades de pensamiento, de expresión o de conciencia, que es una aspiración noble y justa si se entienden esas libertades como libertades civiles. Desde el momento en que Jesucristo manifestó el vínculo entre libertad y conocimiento de la verdad –"conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32)–, la concepción cristiana de la libertad ha producido cuantiosos frutos de convivencia civil a lo largo de la historia, a pesar de las miserias humanas, y podía dar también la justa respuesta a esa demanda en las épocas moderna y contemporánea. Pero un sector de la cultura dominante planteaba esas libertades como emancipación de la fe, sobre bases antropológicas en parte inconciliables con la visión cristiana de la persona humana y del mundo. Por eso san Josemaría pone en guardia ante una concepción de la libertad que "más que libertad es desenfreno, pérdida del sentido cristiano de la vida". No le preocupa la libertad sino su disolución a manos de la tiranía y del libertinaje. Su posición será la de afrontar la crisis promoviendo la libertad auténtica.
San Agustín había distinguido entre el "liberum arbitrium" o capacidad de escoger que está en todas las personas, y la "libertas", el efectivo dominio de los propios actos para ordenarlos al bien del hombre 35. En el contexto de cultura contemporánea en que se mueve san Josemaría, esta distinción conceptual se encontraba oscurecida o al menos difuminada. Una parte del pensamiento –las "filosofías de la emancipación" (de la religión y de la fe)– negaba a la libertad su fundamento en Dios y no la entendía como ordenada a un fin, reduciéndola a libre arbitrio o a la mera capacidad de elegir sin trabas. Se generaba así un proceso de crisis en la concepción de la libertad que tendría importantes consecuencias. Enarbolada la bandera de la libertad en el mástil de una razón emancipada de la fe, pronto resultará claro que ese mástil, en sí mismo robusto, ya no estaba fijo, ni siquiera en la verdad accesible a la razón. Se intentará anclarlo en ideologías diversas, pero enseguida se verá que una fuerte voluntad de poder era capaz de arrancar el asta con su bandera y llevarla a cualquier parte, frustrando los ideales de multitudes ansiosas de liberación. Finalmente, tras no pocas experiencias dolorosas, se acabará sustituyendo el mástil de la razón por la caña quebradiza del pensamiento débil, y se ofrecerá a cada uno su vara con un retazo de la antigua bandera para que lo lleve adonde mejor le parezca, sin mucha compañía, porque a la mayoría ya no le interesa "la libertad" sino solamente "su libre arbitrio", su posibilidad de escoger.
El intenso debate sobre la libertad en la época moderna explica de algún modo el relieve que adquiere el tema en san Josemaría. Advierte que no sin algún designio de la divina Providencia, los tiempos modernos aparecen tan sensibles a los valores naturales de la libertad, que sólo en la elevación al orden de la gracia encuentran su plena realización y su perfecto cumplimiento 36. Percibe las exigencias de libertad y la necesidad de una respuesta cristiana.
Las corrientes de pensamiento que pretendían emancipar la razón de la fe y la libertad de la verdad y del bien, son sin duda un contexto que estimula su predicación sobre la libertad, pero sería muy difícil establecer relaciones o hacer comparaciones con determinados autores 37. Estos, en todo caso, no son "fuente" de las ideas que transmite. "Su mensaje sobre la libertad –escribe Sanguineti– no está inspirado en especiales lecturas ni autores, sino que se vincula directamente a su carisma" 38. Él mismo lo da a entender de algún modo en su predicación:
Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas 39.
En medio de una cultura que aclama la libertad, san Josemaría toma conciencia del tesoro que Dios ha entregado a los cristianos y que el Magisterio de la Iglesia custodia y dispensa. Los Romanos Pontífices, especialmente a partir de la encíclica Libertas praestantissimum (20-VI-1888) de León XIII, habían abordado los problemas que se presentaban en torno a la noción de libertad, y sus enseñanzas se fueron desarrollando progresivamente hasta el Concilio Vaticano II. Todo este cuerpo de doctrina se encuentra presente en los escritos de san Josemaría, que lo cita literalmente con frecuencia 40. El Magisterio pontificio del siglo XX no es sólo contexto de su predicación, sino también fuente.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el espíritu de santificación en medio del mundo que enseña y la actividad apostólica que impulsa, difieren de otras realidades presentes en la Iglesia, que también están en conformidad con las enseñanzas del Magisterio. Es el caso, como ya sabemos, de la Acción Católica, que la Jerarquía promueve para hacer presente a la Iglesia en la sociedad y penetrarla de espíritu cristiano, inspirando y dirigiendo la actuación de los laicos 41. A san Josemaría, en cambio, le resulta natural apelar a su libre iniciativa de hijos de Dios, llamados a santificar el mundo desde dentro, sin necesidad de ulteriores encargos o mandatos. Este empeño en potenciar la libertad tropezó a veces con recelos en ambientes eclesiásticos de la época, como él mismo da a entender:
Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje 42.
El tenor del texto hace suponer que la causa de las prevenciones no se encontraba principalmente en la sospecha de que Josemaría Escrivá de Balaguer proclamara una idea errónea de libertad, en línea con los epígonos del liberalismo radical, sino más bien en el resquemor ante una predicación que, al exaltar el papel de la libertad en la vida cristiana, podía poner en peligro la prioridad tradicionalmente reconocida a la obediencia.
Este punto lo ha detectado agudamente el filósofo Cornelio Fabro, autor de importantes estudios sobre la libertad, que ha llamado a san Josemaría "maestro de libertad cristiana" 43, delineando con las siguientes palabras la proyección de su figura en la historia: "Hombre nuevo para los tiempos nuevos de la Iglesia del futuro, Josemaría Escrivá de Balaguer ha aferrado por una especie de connaturalidad –y también, sin duda, por luz sobrenatural– la noción original de libertad cristiana. Inmerso en el anuncio evangélico de la libertad entendida como liberación de la esclavitud del pecado, confía en el creyente en Cristo y, después de siglos de espiritualidades cristianas basadas en la prioridad de la obediencia, invierte la situación y hace de la obediencia una actitud y consecuencia de la libertad, como un fruto de su flor o, más profundamente, de su raíz" 44.
Fabro señala con perspicacia que lo característico de san Josemaría es el orden de los conceptos. Por supuesto, no se encontrará ningún maestro espiritual que hable de una obediencia que no sea libre, pero por lo general se dará prioridad a la obediencia, y la libertad estará como a su servicio. Esto es verdad si la obediencia se presta por amor, pero puede inducir a pensar que la libertad no importa mucho, siempre que se obedezca. De hecho, algunas expresiones acuñadas en la tradición –como "obedecer ciegamente" u "obedecer como un cadáver"– se han entendido a veces en un sentido voluntarista que subestima el papel de la inteligencia y de la voluntad libre en la obediencia. Evidentemente, esos modos de comprender las expresiones citadas se alejan de la mente de sus autores, que sólo trataban de subrayar la heroicidad con la que se ha de obedecer, en un contexto preciso, al mandato justo. De hecho no los citamos porque no nos referimos a la doctrina de ningún maestro de espiritualidad sino a la deformación vulgar de esas doctrinas. En todo caso, san Josemaría plantea las cosas de otro modo. No concibo que pueda haber obediencia verdaderamente cristiana, si esa obediencia no es voluntaria y responsable. Los hijos de Dios no son piedras o cadáveres: son seres inteligentes y libres, y elevados todos al mismo orden sobrenatural 45. Para él, el cristiano ha de obrar siempre con libertad, porque es hijo de Dios –"ya no eres siervo, sino hijo" (Ga 4, 7), afirma san Pablo–, y precisamente por esto ha de obedecer a la Voluntad divina por amor como Cristo, haciéndose "obediente hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8): esa obediencia le libera y le hace más hijo de Dios.
Evidentemente, la libertad y la obediencia no están en el mismo plano. La obediencia es una virtud moral; la libertad es una propiedad de la persona por su naturaleza espiritual (volveremos luego sobre esto). No puede existir una contraposición entre ambas, pero sí hay un orden. En el plano de la naturaleza, la libertad es fundamento de las operaciones y de las virtudes. Cuando Fabro habla de siglos de espiritualidades basadas en la prioridad de la obediencia, nos parece que no pretende hacer una crítica a esas espiritualidades, porque se está refiriendo a la obediencia cristiana, que esencialmente es una obediencia por amor, una obediencia libre. Pero esa obediencia se puede enfocar de dos modos: o enseñando a someterse libremente, o enseñando a emplear en la obediencia todo el potencial de la libertad. La diferencia puede parecer sutil y, sin embargo, afecta al fondo de la vida espiritual. Partiendo de la filiación divina, san Josemaría promueve una conducta empapada por la conciencia de la libertad de hijos de Dios, que lleva a una obediencia amorosa a la Voluntad divina. Otros autores no ponen explícitamente ese fundamento, y la prioridad de la libertad no se manifiesta de modo tan patente.
Las circunstancias de los siglos xix y XX, al mostrar la urgente necesidad de la acción de los laicos para el cumplimiento de la misión de la Iglesia en las sociedades modernas, pondrán el problema al descubierto. Después de siglos de espiritualidades basadas en la prioridad de la obediencia que, adaptadas a los laicos, han dado paso a una cierta obediencia pasiva, resultará costoso que los mismos laicos asuman su misión eclesial con la libertad y responsabilidad personales que esa misión reclama, y que dejen de esperar mandatos y consignas de la Jerarquía en esos ámbitos. No menos costoso resultará que el clero fomente la libre y responsable iniciativa de los laicos, además de abstenerse de dirigirlos en el campo de su propia autonomía.
Esa libertad y responsabilidad personal es, en cambio, la que estimula san Josemaría. Su mensaje sobre la libertad "forma parte de un carisma vivo" 46 que le lleva a descubrir en las fuentes de la Revelación nuevas luces acerca de la libertad: una libertad, que es la clave de esa mentalidad laical 47 necesaria para impulsar la santificación del mundo desde dentro 48.
Si a las fuentes de la Revelación y a su "carisma vivo", añadimos que, para exponer su propia enseñanza sobre la libertad, Josemaría Escrivá de Balaguer se sirve de la doctrina teológica común de san Agustín y de santo Tomás 49, tantas veces invocada por el Magisterio de la Iglesia, habremos señalado las bases de su enseñanza en este campo: la Revelación cristiana y la doctrina teológica de esos grandes doctores, comprendidas con la luz del carisma que él mismo ha recibido.
San Josemaría no ofrece una definición explícita de libertad, ni nos proponemos establecerla nosotros basándonos en sus enseñanzas. Simplemente deseamos presentar algunas reflexiones sobre la noción de libertad que late en ellas, tanto de la libertad humana en general como de la libertad del cristiano que tiene vida sobrenatural o que "está en gracia de Dios".
La noción de libertad en san Josemaría es teológica. Como acabamos de decir, surge de la Revelación e incluye lo que la reflexión creyente alcanza. Cuando quiere explicar alguno de sus elementos, normalmente cita un pasaje bíblico o evoca los hechos de la historia de la salvación que declaran el misterio de la libertad. Tomemos un texto que presenta in nuce los principales elementos sobre los que reflexionaremos después.
Con agradecimiento, porque percibimos la felicidad a que estamos llamados, hemos aprendido que las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios: las racionales, los hombres, aunque con tanta frecuencia perdamos la razón; y las irracionales (...). En medio de esta maravillosa variedad, sólo nosotros, los hombres –no hablo aquí de los ángeles– nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana. El Señor nos invita, nos impulsa –¡porque nos ama entrañablemente!– a escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas (Dt 30, 15-16.19) 50.
Con expresiva sencillez aparecen aquí tres elementos de la libertad que enunciamos ahora de modo sintético para que se pueda tener una inicial visión de conjunto:
– el primero es que Dios creó al hombre con la capacidad de elegir una u otra cosa con dominio de los propios actos, sin estar movido por necesidad. Como veremos, este elemento básico de la noción de libertad se completa y esclarece en san Josemaría a la luz de la elevación sobrenatural a hijos de Dios. La "libertad de los hijos de Dios" es la plenitud de la libertad humana: plenitud desde la cual san Josemaría comprende qué es en el hombre el don de la libertad que Dios le ha entregado al crearlo a su imagen;
– el segundo elemento es que, en la vida presente, la capacidad de elegir tiene ante sí el bien y el mal, pero no es neutra porque posee intrínsecamente una finalidad, la de escoger el bien para dar gloria a Dios; y su ejercicio en esta dirección, bajo el impulso divino, es el camino de la perfección y felicidad del hombre. Este segundo elemento de la libertad está muy desarrollado en los textos de san Josemaría. Partiendo de que el bien al que se ha de orientar la libertad es la unión con Dios por el amor, insiste en que la libertad es para la entrega a Dios: para amar y cumplir su voluntad. Pero siempre cabe la posibilidad de desviarse. En este sentido habla de la "aventura" de la libertad y de que Dios ha querido correr "el riesgo de nuestra libertad", lo cual muestra la grandeza de este don divino;
– el tercer elemento, implícito en el texto, se refiere sólo a la situación después del pecado. El hombre ha usado mal la libertad, no ha escogido siempre "la vida con el bien" sino que, al principio y muchas otras veces, ha elegido "la muerte con el mal", como dice el texto del Deuteronomio citado por san Josemaría. Ha ofendido a Dios y, como consecuencia, ha perdido la vida sobrenatural, ha quedado sometido a la muerte y ha malogrado su libertad de hijo de Dios: ha contraído una inclinación al mal que le dificulta usar la libertad para el bien, se ha hecho "esclavo del pecado" (Rm 6, 17) y se encuentra bajo el poder del diablo que le tienta para que continúe obrando mal. Para liberarle, Dios le ha mostrado el camino del bien, mediante la ley, en el Antiguo Testamento. Y al llegar la plenitud de los tiempos, ha enviado a su Hijo que, dando su vida en la Cruz, ha reparado la ofensa a Dios y nos ha alcanzado el don del Espíritu Santo que hace nuevamente hijo adoptivo de Dios a quien lo recibe y le da una nueva libertad, impulsándole interiormente a amar a Dios y dándole fuerza para vencer la inclinación al mal. En esto se funda principalmente la "confianza en la libertad" que caracteriza toda
la predicación de san Josemaría: confianza en que el cristiano puede vencer el mal con el bien, confianza en la gracia divina que sana y anima la libertad humana. Al llegar aquí estaremos ya a las puertas del tema de la relación entre gracia y libertad, que trataremos en otra sección.
Desde el punto de vista práctico de la vida espiritual, los elementos que más nos interesan son indudablemente el segundo y el tercero. El primero es más teórico o especulativo, pero no es extraño a la predicación de san Josemaría, que invita siempre a ir al fundamento de la filiación divina.
La Sagrada Escritura manifiesta que todas las criaturas existen como efecto de la libertad de Dios, que las ha sacado de la nada para comunicar su Bondad 51. Esto vale de modo particular para el hombre, creado en un libre derroche de amor 52. Dios lo ha hecho a su imagen y semejanza, y por tanto libre. Le ha entregado, con palabras de san Josemaría, el don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos 53. Se puede decir que el primer elemento de la libertad humana como reflejo de la divina es este dominio sobre los propios actos, la posibilidad de elegir una cosa u otra sin estar movido por necesidad. Esta idea básica y tradicional se encuentra por doquier en san Josemaría 54.
La capacidad de elegir implica capacidad de amar. San Josemaría aprovecha el verbo diligere –con el que la versión latina del Nuevo Testamento traduce el agapé (amor de benevolencia y amistad) de Mc 12, 33 y Jn 13, 34 en el texto griego–, para poner de relieve que el amor no es un impulso ciego sino que implica elección, actividad de la voluntad racional. La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir 55. Básicamente, "el amor no es otra cosa que la afirmación libre del bien" 56, la libre elección del bien. Por este nexo entre elección y amor se puede describir la libertad del hombre como una capacidad de elegir autónomamente que le permite amar a semejanza de Dios y consiente que sea elevado –en actuación de su potencia obediencial– a participar en la vida íntima de Dios, que es vida de Amor.
San Josemaría ve la libertad humana en la perspectiva de la participación en la vida divina, para la que el hombre ha sido creado. Al inicio de la homilía La libertad, don de Dios, cita unas palabras de san Agustín que le suenan como un maravilloso canto a la libertad: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti 57. Su significado directo es que la salvación (de una persona adulta, se entiende) exige el ejercicio de la libertad; o, lo que es lo mismo, que la libertad se ordena a la salvación: el hombre ha sido creado libre para que alcance su felicidad cumpliendo la voluntad de Dios. Pero en el dictum agustiniano se puede descubrir un sentido aún más hondo. En efecto, si se considera que la salvación, como estado ya alcanzado, es la participación plena en la vida intratrinitaria, esas palabras no significan sólo que el hombre debe cooperar con la gracia para salvarse, sino también, y más radicalmente, que la libertad pertenece al estado de salvación, o sea, a la plena participación en la vida de Dios en la gloria. La vida de los hijos de Dios es, pues, esencialmente libre, porque es participación en esa Vida de amor. San Josemaría habla constantemente, con expresión paulina (cfr. Rm 8, 21), de la libertad gloriosa de los hijos de Dios 58. Ve la libertad como algo propio de la condición de hijo de Dios, cuya perfección se da en la gloria 59.
Por esta razón, vamos a hablar primero de la "libertad de los hijos de Dios" (la libertad del cristiano con vida sobrenatural, repetimos), que es una libertad redimida: "la libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). Esta libertad presupone la libertad humana, aquella que corresponde a toda persona humana por haber sido creada a imagen y semejanza de Dios. De esta libertad hablaremos después: veremos cómo en la enseñanza de san Josemaría sobre la "libertad de los hijos de Dios" está implícita una noción de "libertad humana".
Comencemos, pues, por la "libertad de los hijos de Dios". La relación entre filiación divina y libertad es una cuestión central para san Josemaría. Afirma que, en esta tierra, el cristiano goza de mayor libertad en la medida en que se sabe hijo de Dios y vive como hijo de Dios. Para exponer esta idea parte de unas palabras de Jesús, leídas en el cuarto evangelio:
Veritas liberabit vos(Jn 8, 32); la verdad os hará libres. ¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas 60.
Si se examina el hilo de este texto puede verse que la conciencia de ser hijo de Dios –el conocimiento amoroso de esa verdad– lleva a saberse "objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima" –"hijos de tan gran Padre", dice san Josemaría; y podemos añadir: hermanos de Jesucristo y templos del Espíritu Santo–, lo cual impulsa a amar a Dios sobre todas las cosas para corresponder a su Amor. Y ese amor no es sólo ejercicio de la libertad; es fuente de una libertad mayor, porque dispone a ejercer la libertad en la dirección de su plenitud de sentido, afirmando el dominio y señorío sobre la propia conducta.
Como se ve, en la relación entre filiación divina y libertad hay un orden, cargado de consecuencias. No se es hijo de Dios por ser libre, sino que se es libre por ser persona y, de modo nuevo, por ser hijo de Dios. San Josemaría habla de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano 61. La libertad cristiana (disculpe el lector la insistencia: la libertad del cristiano que está en gracia de Dios, libertad que presupone la libertad humana, o sea, la del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, de la que hablaremos después), "proviene" de la filiación divina, no al revés, según las palabras de san Josemaría. Lo que constituye a un hombre en hijo adoptivo de Dios es el don de la filiación sobrenatural, el ser engendrado por el Padre en el Hijo por el envío del Espíritu Santo, no el don de la nueva libertad. Este don acompaña necesariamente o "sigue" (no cronológicamente sino ontológicamente) a la adopción sobrenatural, porque la adopción se realiza por la gracia que eleva la naturaleza humana otorgando una nueva vida sobrenatural que le hace "más espiritual" y más libre 62. Esa nueva libertad es un don para obrar de acuerdo con la dignidad de la adopción sobrenatural y crecer así como hijo de Dios. Podemos decir con Lluís Clavell que "la filiación divina permite entender y vivir la libertad" 63. Este es, en definitiva, el orden de ideas en san Josemaría. La libertad de los hijos de Dios "proviene" de la filiación divina. Ésta es la fuente de la "nueva libertad". De una libertad que crece en la medida en que se vive de acuerdo con la verdad de la filiación divina: "veritas liberabit vos" (Jn 8, 32). En cambio el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas 64.
En la base de la relación entre filiación divina y libertad de los hijos de Dios, propia del orden sobrenatural, se encuentra la relación, en el plano de la creación, entre persona humana y libertad 65. San Josemaría alude también a esta última, aunque de modo menos explícito que a la primera, considerándola desde la fe:
La fe cristiana (...) nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno 66.
Así como antes –en el plano de la elevación sobrenatural– hablaba de la "libertad que proviene de la filiación divina", es decir, ponía la condición de hijo adoptivo como fundamento de la nueva libertad, ahora –en el plano de la creación, al que se refiere–, habla primero de la "persona hecha a imagen de Dios" y después del "don especialísimo de la libertad" 67. Por eso, análogamente a como decíamos que, en la enseñanza de san Josemaría, el cristiano es libre (con la "nueva libertad") por ser hijo de Dios, y no que es hijo de Dios por ser libre, ahora podemos decir que la persona humana es libre porque es persona, no que es persona porque es libre. La prioridad ontológica del ser persona sobre la libertad está presupuesta en los textos de san Josemaría, al menos según nuestra comprensión de los términos 68.
San Josemaría considera que la libertad es un don de Dios 69, una maravillosa dádiva humana 70. Para Lluís Clavell, "éste es quizá el punto teológico radical de su reflexión [sobre la libertad]" 71. Si es un don a la persona, significa que en cada persona hay una realidad ontológicamente "previa" a ese don. La libertad no es lo primero en su constitución ontológica, no es lo que la constituye esencialmente en persona. Pero a la vez no hay duda de que la libertad pertenece esencialmente a la persona humana, y le pertenece por la dimensión espiritual de su naturaleza (en este sentido está necesariamente en el núcleo de la persona humana: no hay persona sin libertad, como no hay persona humana sin naturaleza humana y, concretamente, sin alma espiritual) 72.
La libertad humana es una característica esencial de la naturaleza humana: la capacidad activa de dirigirse autónomamente al bien de la persona. Es la libertad de una persona creada, con una naturaleza finita y perfectible: libertad, por tanto, con los límites propios de la condición de criatura humana 73. No es un poder de hacer cualquier cosa que esté a su alcance (y en este sentido "absoluta"), sino un poder que tiene un sentido, una finalidad: un poder relativo al bien que corresponde a la persona humana, a su perfeccionamiento y al de las demás personas y del mundo. San Josemaría subraya que la libertad es un don de Dios con vistas al fin sobrenatural de la persona humana. Está convencido, en efecto, de que para lograr este fin sobrenatural, los hombres necesitan ser y sentirse personalmente libres 74, y señala que la defensa de la libertad no es ningún problema para la fe cristiana sino una exigencia suya. Sólo atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno 75. "La libertad –según Cornelio Fabro– nos es dada para que el hombre se forme a sí mismo, se plasme a sí mismo, sea sí mismo según la forma de su finalidad. La forma de su finalidad es la elección del último fin, y el último fin es Dios" 76.
La persona ha sido creada por Dios a su imagen y semejanza como ser abierto a la comunión con Él mismo y con los hombres, y ha recibido el don de la libertad, que es un poder de autodeterminación gracias al cual puede desarrollar esa imagen y dirigirse a su último fin. Ciertamente, autodeterminar los propios actos es disponer de sí mismo, del propio ser –o sea, "ser causa de sí mismo" en el orden moral, como decían los antiguos 77–, pero no es el poder de autocrearse, como si la libertad fuera el principio primero del ser personal, en sentido ontológico, sin dependencia de un Dios Creador. "La libertad humana no puede ser un aislado a priori, porque no constituye su propio fundamento. La Libertad de Dios funda la nuestra", escribe Alejandro Llano 78. La libertad humana es el poder de abrirse autónomamente a Dios y a los demás, de acuerdo con la propia estructura de persona creada: un poder para acoger el don del otro y para donarse, para ser amado y para amar 79. Lourdes Flamarique observa que el señorío de los propios actos, "manifiesta una estructura esencial caracterizada por una capacidad original de disponer de sí mismo para abrirse" 80. Esa estructura básica del ser personal explica que la libertad sea un poder de autodeterminación de la persona como ser en relación: en relación ante todo con Dios, principio y fin último del hombre, de modo que "la elección de Dios se constituye existencialmente como fundamento de la misma libertad" 81. El "ser causa de sí mismo" no se refiere al propio ser en sentido ontológico (autocreación), sino a la configuración de la propia vida de la persona como ser en relación capaz de asumir libremente su condición de criatura y su propia finalidad: su origen y su fin (en último término, su fin sobrenatural); en este campo la libertad sí que es principio originario 82.
San Josemaría encomia la libertad como capacidad de amar propia de la naturaleza del hombre, según veremos después, pero no la absolutiza haciendo consistir a la persona en su libertad. Esta última es quizá la consecuencia más clara de la concepción que hemos señalado. La libertad del hombre no es absoluta sino relativa a su naturaleza limitada y finita. Es "libertad humana", diversa de la libertad divina. Su finitud no es imperfección sino lógico correlato de la condición de criatura. San Josemaría recurre a una experiencia común para explicarlo:
Al elegir una cosa, otras muchas –también buenas– quedan excluidas, pero eso no significa que falte libertad: es una consecuencia necesaria de nuestra naturaleza finita, que no puede abarcarlo todo 83.
"Muchas cosas buenas quedan excluidas" del campo del ejercicio de la libertad humana de cada uno. "Lo bueno", aquello que es concretamente objeto de la libertad de cada uno, es lo que Dios quiere (y manifiesta de diversos modos, también a través de las circunstancias personales). Pero carecería de sentido considerar a Dios como un límite para la libertad humana, al ser la libertad un don suyo, un don que tiene en Él su origen y su fin. Una libertad "emancipada de Dios" sería una libertad emancipada del hombre mismo que se desarrollaría al margen de su verdadero bien integral. En el plano operativo (que consideraremos en el próximo apartado), el sentido de la libertad no es otro que el de elegir a Dios, es decir, el de amarle cumpliendo su voluntad. Lejos de ser una restricción, es el camino de la expansión de la libertad y de su plena realización, porque al elegir en cada momento a Dios –añade san Josemaría a las palabras que se acaban de citar– , en Él de algún modo se tiene todo 84.
Tal es, a nuestro parecer, la "posición" de la libertad humana y cristiana que subyace en la enseñanza de san Josemaría. Subrayamos de buena gana a nuestro parecer, porque no pretendemos que sea la única explicación posible. Es solamente la que nos parece más adecuada, según nuestra propia comprensión del marco doctrinal de referencia del pensamiento de san Josemaría que, como ya sabemos, se encuentra en la doctrina del Doctor Angélico 85.
Por lo demás, esta concepción de la libertad es una sólida base para defender radicalmente la existencia de una dignidad fundamental de la persona humana, presente en todos: también en quien no puede ejercer la libertad o no la usa bien. Hay una dignidad esencial que no deriva del uso que se haga de la libertad sino del ser persona, aunque ciertamente se despliega con el buen ejercicio de la libertad. Jesús Ballesteros ha hecho notar el énfasis con que san Josemaría subraya la magnitud de la dignidad humana 86 en todos los hombres. Citando diversos textos, comenta que se ha adelantado "a criticar los riesgos de deshumanización que iban a presentarse en décadas sucesivas con la tendencia (...) a separar a las "personas", consideradas dignas por su condición de autoconscientes y libres, de los simples "seres humanos", no considerados dignos al faltarles la condición de autoconciencia" 87.
Me gusta hablar de aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente –como hijos, insisto, no como esclavos–, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios 88.
Estas palabras de san Josemaría nos introducen en el segundo elemento de la libertad, que es el aspecto dinámico o práctico del anterior. Ya lo hemos incoado antes: consiste en que la libertad humana posee intrínsecamente una finalidad, la de escoger el bien para dar gloria a Dios.
El segundo relato de la creación (Gn 2, 4-24) muestra que Dios ha confiado al hombre la tarea de prolongar su amorosa acción creadora mediante el trabajo y la formación de la familia y la sociedad. La libertad le ha sido dada no para que haga cualquier cosa –lo que quiera–, sino el bien que Dios quiere. Sólo de Dios es propio hacer todo lo que quiere, pues su voluntad es fuente del bien, mientras que el hombre tiene el don de la libertad para moverse a sí mismo a cumplir la Voluntad divina por amor y alcanzar de este modo su propia perfección y felicidad. "La libertad del hijo –hace notar Leonardo Polo– no es la independencia (ser independiente es contradictorio con ser hijo), sino hacerse cargo de su destinación" 89. El modelo perfecto de libertad filial es Jesucristo que ha entregado su vida al cumplimiento de la voluntad del Padre. El cristiano sigue sus pasos, como hijo de Dios en Cristo, cuando emplea su libertad para realizar amorosamente la Voluntad divina (un ejercicio de la libertad que –como veremos en otro apartado– requiere esfuerzo, porque ha de vencer la inclinación al mal que ha dejado en su corazón el pecado).
Asumir personalmente la finalidad de la libertad, emplear todas las energías para el bien sin dejarse desviar a un lado o a otro, caminar hacia Dios en pos de Cristo, es una verdadera "aventura", como la del que negocia con los talentos recibidos en lugar de enterrarlos (cfr. Mt 25, 15 ss.). La libertad es una "aventura" porque es necesario ponerla en juego para que dé fruto, elegir unas cosas y rechazar otras: jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros 90.
a) "Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad"
San Josemaría invita a distinguir entre un recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores 91. La libertad humana es una "libertad para", no una simple "libertad de". Es libertad para el bien, no un mero estar libre de impedimentos a la hora de decidir o de actuar. Volvamos al texto en el que san Josemaría recuerda la enseñanza bíblica: El Señor nos invita, nos impulsa –¡porque nos ama entrañablemente!– a escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas (Dt 30, 15-16.19) 92. Ante esta disyuntiva, la posición del hombre no es neutra. Dios le invita con su gracia a escoger libremente el bien al que ya está naturalmente inclinado. La naturaleza humana, en efecto, está dinámicamente orientada hacia su bien –en último término hacia el bien supremo de la unión con Dios–, y la libertad es la capacidad de actuar y dirigir por uno mismo esa inclinación. El uso de la libertad tiene, pues, una finalidad intrínseca, la misma que posee la naturaleza humana: buscar ese bien supremo que consiste en el conocimiento y amor de Dios, y que comporta el servicio a los demás por amor.
El hombre está naturalmente inclinado al bien, pero no basta que algo le resulte apetecible para que sea bueno aquí y ahora. Lo bueno es lo que Dios quiere para él. En el paraíso le había manifestado: "De todos los árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás" (Gn 2, 16). A los ojos de Eva aquella fruta se presentaba como buena, pero Dios les había anunciado que morirían en caso de comerla (cfr. Gn 2, 17), y su verdadero bien estaba en obedecerle. Para eso habían recibido el don de la libertad. Su acto primero y fundamental –observa Carlos Cardona– es el de decidirse con un amor electivo por el bien en sí mismo, trascendiendo el amor natural del bien para mí 93. Implícitamente al menos, ese acto es un decantarse por Dios, Sumo Bien; y lo contrario un rechazarle. Es lo que hicieron Adán y Eva: no se equivocaron simplemente acerca de un bien terreno (la fruta era buena) sino que pusieron su propia voluntad por encima de la de Dios, quisieron "ser como Dios" (cfr. Gn 3, 5) y rehusaron su soberanía 94.
En san Josemaría está muy presente esta trascendencia de la libertad. No la concibe como una simple capacidad electiva limitada a los bienes de este mundo, sino que "la ve dotada de una esencial ordenación a Dios (...), como libertad sobre todo ante Dios" 95. Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo 96, puede rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde 97. Este concepto de libertad supera el de capacidad de elegir los medios para el fin 98. Para san Josemaría, "la elección humana estriba, en última instancia, no sólo en elegir los medios adecuados, sino también el "contenido" recto del último fin; esto es, la elección del mismo Dios. Esto implica un acto de identificación con la Voluntad de Dios: ¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero! (Camino, n. 762)" 99.
Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad 100, escribe san Josemaría. La libertad en este mundo es la libertad del homo viator, en camino hacia su perfección en la patria celestial. Allí verá a Dios tal como es (cfr. 1Jn 3, 2) y los bienes creados, lejos de distraerle del Sumo Bien, le llevarán siempre a Él. Pero ahora, mientras está in via, puede preferir la criatura al Creador (cfr. Rm 1, 25), puede rechazar a Dios. No obstante, esta disyuntiva no es, en un sentido absoluto, una imperfección de la libertad. Dios, cuyas obras son perfectas (cfr. Dt 32, 4), no crea al hombre defectuoso por el hecho de ponerlo en camino hacia una ulterior perfección, ya que lo dota de la capacidad de alcanzarla; y tampoco nuestra libertad es imperfecta porque la podemos emplear mal: es simplemente la libertad propia de quien ha de caminar hacia su perfección última y no la ha conquistado todavía. Para san Agustín, la posibilidad de obrar mal es precisamente la razón del mérito, pues así Dios nos puede conceder la vida eterna como premio a nuestra libre correspondencia a su gracia 101. Para san Josemaría esa posibilidad de desviarnos desvela un aspecto asombroso del amor de Dios: su confianza en cada hombre, ya que es propio del amor el querer ser correspondido y confiar en la persona amada. Por eso dice que Dios "ha querido correr el riesgo de nuestra libertad" y utiliza otras expresiones semejantes: Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad 102. Esta manifestación de la autenticidad del amor de Dios y del peso real que da a la libertad humana le hace prorrumpir en exclamaciones de júbilo:
Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían (S. Agustín, De vera religione, 14, 27). ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 103.
b) Libertad para amar
San Josemaría ve en Jesucristo el paradigma de la libertad humana. No podía ser de otra manera, porque Cristo es perfecto Hombre, igual a nosotros, salvo en el pecado 104. Su libertad se revela ya en la Encarnación. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad(Hb 10, 7) 105. En el instante en que toma nuestra carne, el Verbo muestra poseer una verdadera libertad humana que, a la luz del misterio de la unión hipostática, entendemos como libertad humana de una Persona divina. Es en cierto modo el sello de la misma libertad de Dios plasmado en la naturaleza humana asumida. Esta libertad la empleará el Señor para reparar con su obediencia la desobediencia de Adán y de sus descendientes. Es cierto que Jesús en cuanto hombre no es sólo viator sino también comprehensor 106, pero la libertad que tiene por su naturaleza humana, a pesar de ser absolutamente única, es verdadera libertad de hombre en camino hacia la glorificación futura. Por eso la libertad de Cristo puede ser modelo de la nuestra. Es perfecta libertad humana y su perfección se manifiesta en que Jesús la emplea no para buscar su propia gloria sino para cumplir por amor la voluntad del Padre, "obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz" (Fil 2, 8). La conclusión que saca san Josemaría es que hemos de estimar especialmente la obediencia. Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre 107. "La contraposición entre libertad y obediencia, cuando en ésta se manifiesta de un modo u otro la voluntad de Dios, suele ser señal de una visión todavía pobre de la libertad, como capacidad de elegir desprovista de su sentido y finalidad. La libertad de Cristo manifestada en la obediencia al Padre durante toda su existencia muestra la clave de su biografía terrena desde Nazaret hasta la Cruz e ilumina el sentido de
nuestra propia libertad como respuesta amorosa a la libertad divina" 108.
"Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente" (Jn 10, 17-18), dice el Señor. En la obra de Karl Adam, Jesus Christus, se sostiene a propósito de estas palabras que "jamás, en ningún lugar de la tierra, ha acaecido algo tan íntimamente libre, tan completamente voluntad y obra propia como la obra de Jesús en el Gólgota" 109. Por su parte, san Josemaría comenta al contemplar este momento:
nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa –infinita– como su amor 110. Pero la luz del sacrificio del Calvario ilumina el sentido de la libertad humana, porque el hombre la ha recibido para amar a Dios como Jesucristo y unido a Él.
La libertad de Cristo está totalmente al servicio del amor trinitario. Por amor al Padre ejerce su señorío sobre la propia vida para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado 111, aceptando espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama 112. Se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor 113. Esta entrega es ejercicio sublime de libertad humana. San Josemaría encuentra aquí la respuesta a los interrogantes acerca del sentido de la libertad:
Señor, ¿para qué nos has proporcionado este poder?; ¿por qué has depositado en nosotros esa facultad de escogerte o de rechazarte? Tú deseas que empleemos acertadamente esta capacidad nuestra. Señor, ¿qué quieres que haga? (cfr. Hch 9, 6). Y la respuesta diáfana, precisa: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente(Mt 22, 37). ¿Lo veis? La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios 114.
La persona humana, observa Jutta Burggraf, es un ser "nacido para responder" 115, ha recibido la libertad para responder con amor al Amor de Dios. Pero, responder que sí a ese Amor exclusivo, ¿no es acaso perder la libertad? 116 ¡No!, responde con fuerza. Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad 117. "Estamos ante un punto de gran importancia –comenta Lluís Clavell–. La libertad es para la entrega, de tal modo que la donación de sí es el acto más propio y adecuado de la libertad" 118. En quien realiza esa entrega a Dios y a los demás, la libertad llega a ser más operativa que nunca, porque el amor no se contenta con un cumplimiento rutinario, ni se compagina con el hastío o con la apatía. Amar significa recomenzar cada día a servir 119. La conclusión que san Josemaría quiere "grabar a fuego" en las almas es que
la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios 120.
"Libertad" y "amor" se dan cita constantemente: libertad para amar a Dios; amor que mueve la libertad. En Josemaría Escrivá de Balaguer, "el amor a la libertad está enraizado en el amor a Dios, y la plenitud de su sentido sólo se hace visible a la luz de este amor" 121, observa Antonio Millán Puelles. Y como el amor a Dios implica identificación con su voluntad y obediencia a sus mandatos, el binomio "libertad-amor" se traduce frecuentemente en "libertad y cumplimiento de la voluntad divina", o en "libertad y obediencia" (y también en "libertad y ley de Cristo", como veremos en el apartado siguiente). Para san Josemaría está claro que el segundo elemento de estos binomios no restringe el primero, más bien le señala su objeto auténtico, lo que da sentido a la libertad y la lleva a plenitud: dirigir los propios actos al fin último, la gloria de Dios y la felicidad del hombre.
Al meditar el misterio de la libertad, san Josemaría contempla, junto con la de Cristo, la libertad de María, imagen limpia de la de su Hijo. Se detiene especialmente en el momento de la Encarnación: el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat! (Lc 1, 38) –¡hágase en mí según tu palabra!–, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios 122. He aquí el sentido pleno de la libertad de la persona humana en camino hacia la patria celestial: emplearse enteramente en hacer el bien, en secundar la voluntad divina. El amor a Dios le marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien 123.
También la figura de san José es un espejo en el que brilla la compenetración entre libertad y obediencia, manifestada en la soltura e iniciativa con que el Patriarca se mueve dentro de los planes divinos porque los ha hecho propios:
Su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores. José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos (...). En las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá (Mt 2, 22). Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea 124.
El tercer elemento de la libertad, que anunciábamos al inicio, es que su ejercicio, en la vida presente, se encuentra bajo el influjo de la inclinación al mal, tradicionalmente llamada concupiscencia, que ha aparecido en la naturaleza humana como consecuencia del pecado.
San Josemaría lo tiene muy en cuenta: No podemos olvidar que llevamos en nosotros mismos un principio de oposición, de resistencia a la gracia: las heridas del pecado original, quizá enconadas por nuestros pecados personales 125. Se refiere a menudo a esta inclinación que puede llevar al hombre a diversas formas de esclavitud, pero no exagera esa inclinación. Suele recordar que Dios ha metido en el alma de cada uno de nosotros –aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja– una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno 126. La inclinación al mal no ha apagado esa luz que permite reconocer la verdad moral, ni ha destruido la originaria tendencia al bien. Ambas continúan presentes en la naturaleza humana, y en ellas hunde sus raíces la libertad, que no ha sido aniquilada por el pecado.
La inclinación al mal es una realidad compleja cuyo estudio pertenece a la Teología Moral. San Josemaría la considera en el marco de la doctrina tradicional 127. El hombre encuentra en sí mismo no ya la simple posibilidad de emplear mal la libertad mientras está in via, sino una dificultad para usarla bien –para amar a Dios y a los demás– y una tendencia a trastocar el orden de los bienes, anteponiendo las criaturas a Dios (cfr. Rm 1, 25; 7, 14 ss.). De ahí que, en la condición presente, usar bien la libertad exija luchar contra la inclinación al mal (cooperando con la gracia, como veremos después). Cuando un cristiano no lo hace así y permite que le domine esa inclinación, deja de ser hijo para convertirse en esclavo 128: "esclavo del pecado" (Rm 6, 17), de la concupiscencia. Se convierte en siervo de aquello por lo que se ha dejado vencer: Unos se postran delante del dinero; otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros descubren en la sensualidad su becerro de oro 129.
Liberarse de la esclavitud del pecado y sustraerse de la inclinación al mal, implica dejarse guiar por el amor a Dios. Entonces el cristiano se hace "esclavo del amor a Dios", como la Santísima Virgen María, que se llama a sí misma "esclava del Señor" (Lc 1, 38). Pero esa esclavitud es enamoramiento, sometimiento filial al amor de Dios, que no reprime la libertad sino que le confiere sentido.
Nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos 130.
Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma –no se aquieta– si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse 131.
"En estas palabras –comenta Millán Puelles– está contenida in nuce toda una teología de la libertad" 132.
Junto a la esclavitud del pecado a que nos acabamos de referir, hay otra, la "esclavitud de la ley", presente también en la doctrina paulina (cfr. Rm 2; Ga 3). Este tema da lugar en san Josemaría a una enseñanza que nos interesa considerar.
En el Antiguo Testamento, para librar al hombre de la esclavitud del pecado, Dios quiso mostrarle el camino del bien, oscurecido en su conciencia, mediante la revelación de una ley que comprende tanto la ley moral natural (sustancialmente los diez mandamientos) como un código de preceptos destinados a concretarla en unas determinadas circunstancias históricas y a constituir a Israel como Pueblo de Dios con un culto, unos ritos de purificación del pecado y un régimen de vida que preparaban la venida del Mesías (cfr. Ex 20 ss.).
La Antigua Ley había de servir de "pedagogo" para conducir a Cristo (Ga 3, 24), pero con el paso del tiempo muchos habían llegado a considerar la pertenencia al Pueblo elegido y el cumplimiento de los preceptos rituales –a los que habían añadido muchas otras prescripciones (Mt 15, 1 ss.; Mc 7, 3-4)– como requisitos suficientes para considerarse "en regla" con Dios, haciendo caso omiso de la conversión del corazón, reclamada por los profetas (Is 1, 10; Os 6, 6; Ha 2, 4). En vez de emplear la libertad para amar a Dios obrando como Él quería, pretendían asegurarse la salvación por la simple condición de miembros del Pueblo de la Alianza y por la observancia de las "obras de la ley" (Rm 3, 20.28; Ga 2, 16; etc.), viniendo a parar así en la "esclavitud de la ley".
La inercia de esta deformación llegará hasta la naciente Iglesia. San Pablo tendrá que luchar para que a los gentiles conversos no se les imponga la circuncisión, con el sometimiento a toda la ley antigua, argumentando que la salvación proviene de la fe viva en Jesucristo, "la fe que obra por la caridad" (Ga 5, 6), con la incorporación a la Iglesia por el Bautismo 133.
El alcance de esta doctrina trasciende con mucho el concreto problema histórico que está en su origen, porque la tentación de reducir la vida cristiana a la observancia de unas prácticas y al cumplimiento de unas reglas que supuestamente garantizan la salvación al precio de renunciar a la libertad, estará siempre al acecho. San Josemaría pone en guardia ante este peligro, predicando el valor de las obras buenas realizadas con espíritu de libertad, porque Dios quiere que las obras exteriores sean reflejo de un espíritu y no fruto de coacción: que por la ley nadie se justifica ante Dios es cosa patente, porque el justo vive de la fe(Ga 3, 11) 134. Como se ve, aplica a la vida diaria, actual, la doctrina paulina. La "ley" ya no es aquí solamente aquel conjunto de preceptos del Antiguo Testamento y de tradiciones añadidas al que nos referíamos antes, sino todo cuerpo de reglas y normas de conducta en cuya observancia material se haga consistir la salvación.
Para impugnar esa "esclavitud de la ley" presenta la figura de san José. Su actitud ante los mensajes del ángel –acerca de su matrimonio con la Virgen, o de la huida a Egipto y la vuelta a Israel– se le desvela como un magnífico ejemplo de obediencia libre y llena de iniciativa para llevar a la práctica la voluntad de Dios. La enseñanza es importante:
Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente 135.
San José, el varón obediente, aparece en la enseñanza de san Josemaría como ejemplo de hombre libre, que usa la libertad para creer, amar y servir a Dios, sin refugiarse en el encogido acato de unos preceptos. No es mero cumplidor sino hombre "justo" (Mt 1, 19), porque no está la justicia en la mera sumisión a una regla: la rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda, vital, porque el justo vive de la fe (Hab 2, 4) 136. Es un hombre que afronta la "aventura de la libertad", guiado por una fe viva.
El ejemplo es tan actual como la deformación contraria. Hay, dice san Josemaría, quienes tienen miedo a ejercitar la libertad. Prefieren que les den fórmulas hechas, para todo: es una paradoja, pero los hombres muchas veces exigen la norma –renunciando a la libertad–, por temor a arriesgarse 137. Cuando no se valora la libertad es fácil tender a sustituirla por el cumplimiento servil de unas reglas que den seguridad. La falta de aprecio a la libertad interior lleva a depositar la confianza en unas obras exteriores que pongan "en regla" con Dios. La predicación de san Josemaría impugna decididamente esta actitud. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada 138. Su religión no es un reglamento ni un moralismo. Recordémoslo de nuevo: Dios no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 139.
"Para esta libertad, Cristo nos ha liberado; manteneos, pues, firmes, y no os dejéis sujetar de nuevo bajo el yugo de la servidumbre" (Ga 5, 1). Jesucristo nos ha liberado de la "esclavitud del pecado" y de la "esclavitud de la ley". Ha satisfecho la deuda de nuestros pecados "al borrar el pliego de cargos que nos era adverso, y que canceló clavándolo en la cruz" (Col 2, 14), y nos ha alcanzado el don del Espíritu Santo que nos diviniza, nos hace hijos de Dios por la gracia y, por tanto, "más espirituales" y más libres (volveremos luego sobre esto último). El mismo Espíritu derrama la caridad en los corazones, junto con la fe y la esperanza, para que sea como una "ley interior" que inclina a los hijos de Dios desde lo más íntimo de su alma a usar la libertad para amar a Dios y a los demás por Dios. "La caridad es la plenitud de la Ley" (Rm 13, 10). Por la gracia y la caridad, el cristiano goza de "la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 21).
San Josemaría aplica esas enseñanzas sobre la ley, el amor y la libertad al cristiano que está llamado a la santidad en medio del mundo: el cristiano que ha de emplear su libertad para amar a Dios y a los demás cumpliendo el mandato divino de trabajar y de constituir la familia y la sociedad según el designio de Dios. Ese designio se encuentra básicamente expresado en su ley, de modo que ésta es el cauce para amar a Dios llevando a cabo la tarea de perfeccionar este mundo. Por eso recuerda que la libertad personal (...) exige de nosotros –para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje– integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina 140.
La ley divina es la ley de Cristo que, por una parte, contiene la ley moral natural inscrita en los corazones, iluminándola con la luz de la Revelación sobrenatural que permite conocerla con la certeza de la fe; y, por otra, inclina a orientar libremente la conducta por el cauce de la voluntad divina, por amor a Dios.
De una parte, está la ley natural, en cuanto la voluntad y la ordenación divinas se nos manifiestan por la luz de la razón que conoce la naturaleza humana y de las cosas, y sus relaciones naturales esenciales, especialmente la que le ordena a su Creador y último fin, de la que dependen todas las demás. De otra parte, está la Revelación, que conocemos mediante la luz de la fe, que nos hace comprender mejor aquella misma ley natural y nos manifiesta la ley divina positiva, que es propia del orden sobrenatural al que hemos sido elevados, que restauró, declaró, perfeccionó y elevó a un plano y a un fin más altos la vida moral natural de los hombres 141.
La noción de ley natural que late en estas palabras no es otra que la de santo Tomás de Aquino 142. No es sólo una "ley de la naturaleza" que el hombre simplemente puede descubrir, sino la "luz de la razón que conoce la naturaleza humana y de las cosas" y descubre "sus relaciones naturales esenciales". San Josemaría reconoce la correspondencia que existe entre el espíritu humano y esas estructuras de las realidades de este mundo. Su sensibilidad hacia la santificación del mundo desde dentro de las actividades temporales –no se cansa de repetir que es en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos 143– le lleva a recalcar que la "naturaleza humana y de las cosas" tiene un significado para el orden moral. Con su libertad, el hombre transforma el mundo, lo "cultiva"; pero el resultado de su actuar será "cultura" verdadera –cultivo o perfeccionamiento de la creación para el bien del hombre– si emplea la libertad dentro del orden moral, cuyas exigencias descubre en la naturaleza humana y en la naturaleza de las cosas. En el momento en que perdiera la conciencia de esas exigencias, perdería de vista también –observa Fernando Inciarte– la distinción entre lo bueno y lo malo 144.
San Josemaría habla de la ley divina como cauce de la libertad, atestiguando que dentro de ella hay un amplio espacio para ordenar autónomamente las cosas del mundo. Caben muchas maneras de resolver los problemas sociales, económicos o políticos, y todas serán cristianas, con tal de que respeten esos principios mínimos, que no se pueden abandonar sin violar la ley natural y la enseñanza evangélica 145.
Si en su predicación sobre la libertad se preocupa por destacar la importancia de la ley natural, mayor es aún su insistencia en el núcleo específico de la "ley evangélica" o "ley de Cristo", que se resume en el amor a Dios y en el amor a los demás con obras de servicio: "Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo" (Ga 6, 2) 146. La ley del Señor no es una larga serie de preceptos. Se condensa en un solo mandamiento: amar y servir con obras como Jesucristo. Contiene, como decíamos, la ley natural y, en este sentido, muestra el cauce de la libertad para cumplir la voluntad divina, pero sin dar más indicaciones para cada uno, porque hay infinitos modos de recorrer el camino hacia Dios ordenando las realidades temporales. La novedad de la ley de Cristo es que se han de realizar por amor y con amor de hijos de Dios. Es ley de amor, "ley perfecta de la libertad" (St 1, 25). Lo que Dios quiere es que el hombre actúe libremente por amor. No le prescribe lo que tiene que hacer para agradarle en las actividades temporales, dentro del amplio espacio de la ley moral natural. Está dicho y está impreso en su conciencia lo que no tiene que hacer. El discípulo de Cristo no ha de esperar más instrucciones, no se ha de comportar como un esclavo que sólo se mueve cuando le ordenan algo. "Dilige, et quod vis fac" 147, ama y haz lo que quieras, había sentenciado san Agustín. Esta actitud empapa toda la vida espiritual en san Josemaría:
No os preocupe nada, siempre que tengáis amor de Dios. Se comprende bien el fundamento de aquellas palabras de san Agustín: ama y haz lo que quieras; porque, amando a Dios Nuestro Señor, no podemos por menos de hacer el bien 148.
La fe cristiana, escribe san Josemaría, nos lleva a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno 149. Citamos de nuevo estas palabras, para fijarnos ahora en el inciso "con la gracia del Cielo", presente también en otros muchos textos de san Josemaría. La gracia sobrenatural sana y eleva la naturaleza humana, permitiendo que la libertad se despliegue con energía insospechada para amar a Dios.
La vida sobrenatural (gracia santificante) es siempre un don: un don que está llamado a crecer. Pero sólo crece con la cooperación de la libertad, bajo el impulso de la gracia actual. El cristiano puede impedir su crecimiento, pero no puede alcanzarlo él sólo con sus fuerzas.
Gracia y libertad, conjuntamente, edifican la santidad cristiana. La relación entre ambas, escribe Scheffczyk, "está acertadamente resuelta [en las obras de Josemaría Escrivá de Balaguer]. Resalta el papel dominante y prioritario de la gracia que decide todo, sin que esa eficacia universal (Allwirksamkeit) de la gracia divina se interprete en el sentido de la teología evangélica [protestante] como mono-eficacia (Alleinwirksamkeit)" 150. Ni sólo gracia ni sólo libertad, sino gracia y libertad, recayendo la prioridad sobre la primera. Josemaría Escrivá, continúa Scheffczyk, "se sitúa plenamente en la corriente espiritual del pensamiento católico sobre la gracia, que une la inmerecible fuerza de la gracia con la cooperación humana. Conoce el reproche y el peligro de una "justicia por las obras" de tipo pelagiano (...), como lo demuestran, por ejemplo, las siguientes palabras: Se ha puesto de relieve, muchas veces, el peligro de las obras sin vida interior que las anime: pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior –si es que puede existir– sin obras (Forja, n. 734). De este modo se enfrenta decididamente con un principio pretendidamente católico de la "sola gratia", según el cual, por el origen de toda acción salvífica en la gracia y por la causalidad de la gracia, se puede prescindir de la con-causalidad humana. Ofrece así un desarrollo decidido y correcto del principio agustiniano: qui te creavit sine te, non te iustificat sine te (Sermo 159, 13)" 151. San Josemaría acentúa la importancia de la cooperación humana, pero siempre en el contexto de un planteamiento en el que la filiación divina es el fundamento de la vida espiritual y, por tanto, sobre la base de la prioridad de la gracia.
Como el lector habrá podido advertir, cuando hablamos aquí de gracia nos referimos tanto a la gracia santificante como a la actual. Ambas están implicadas en el ejercicio de la libertad, pero de distinto modo. La libertad cristiana es una libertad "nueva", ya sea por la novedad de la elevación de nuestra naturaleza como por los impulsos con los que el Espíritu Santo mueve a obrar. Para entender esta novedad es útil distinguir entre:
– la libertad como "libertad de elección" (el liberum arbitrium, en san Agustín): el poder de dirigirse a sí mismo hacia el bien; de querer o de no querer algo; de querer un bien u otro: la "libertad para". La característica primaria de la libertad en este sentido es la autodeterminación;
– la libertad como "situación de libertad" (correspondiente a la libertas agustiniana): el estado de la persona, que le permite decidir con mayor o menor dominio de sí: la "libertad de". Incluye, de un lado, la libertad de coacción exterior y, de otro, el estar libres de pecado y de la esclavitud de las pasiones desordenadas. Es más libre el que no está sometido a coacción, y menos libre el que está oprimido de algún modo. Sobre todo, es más libre el que lo está de la culpa del pecado y tiene más dominio de sus pasiones, y es menos libre el que está apartado de Dios por el pecado y ofuscado por las pasiones 152.
En la Sagrada Escritura se hace referencia a estos dos aspectos de la libertad en diversos lugares.
A la "libertad de elección" aluden, por ejemplo, las palabras ya citadas más arriba: "Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal (...). Elige, pues, la vida, para que tú y tu descendencia viváis amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz y adhiriéndote a Él" (Dt 30, 15.19-20). O también el siguiente texto: "[Dios] fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. (...) Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres la vida está y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará" (Si 15, 14-17).
A la "situación de libertad" se refieren otros muchos pasajes en los que se habla de la liberación de la esclavitud del pecado y de sus consecuencias 153. Por ejemplo: "Decía Jesús a los judíos que habían creído en Él: Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. Le respondieron: Somos linaje de Abrahán y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Os haréis libres? Jesús les respondió: En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado. El esclavo no queda en casa para siempre; mientras que el hijo queda para siempre; pues, si el Hijo os librase, seréis verdaderamente libres" (Jn 8, 31-36). O también los siguientes textos de san Pablo: "No reine, por tanto, el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus concupiscencias (...). Damos gracias a Dios porque vosotros, que fuisteis esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a la enseñanza que os ha sido transmitida y así, liberados del pecado, habéis alcanzado ser siervos de la justicia" (Rm 6, 12.17-18). En la Epístola a los Gálatas, san Pablo se refiere también a la libertad en este sentido (cfr. Ga 4, 1.5.21-31; Ga 5, 1.13; Ga 6, 2).
Estos dos aspectos se encuentran sintetizados en el siguiente texto del Magisterio: "La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes" 154.
Los dos aspectos son interdependientes: según el ejercicio que se haga de la "libertad de elección" (con la ayuda de Dios) se crea una determinada "situación de libertad" (que a su vez es un don de Dios). Y viceversa, esa situación influye profundamente en el ejercicio de la libertad.
La libertad de los hijos de Dios es "nueva" respecto a la libertad del hombre sin la vida sobrenatural, en los dos sentidos. En el segundo, porque la gracia santificante trae una nueva situación de libertad. Y en el primero, porque las gracias actuales impulsan de modo nuevo el positivo ejercicio de la libertad. Veamos a continuación estos dos aspectos.
Recogiendo la doctrina del Concilio de Trento, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que, por el pecado, la naturaleza humana ha quedado "herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado" 155. Todo esto comporta una situación de esclavitud (cfr. Jn 8, 34). Pero "la justificación arranca al hombre del pecado (...), libera de la servidumbre del pecado y sana" 156.
La gracia santificante pone al hombre en una nueva situación de libertad: "la libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1) 157. Al ser "justificado", pasa del estado de pecado al de amistad con Dios, y el sucesivo aumento de la gracia le libera cada vez más de la esclavitud del pecado. Por eso tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que Él nos haga verdaderamente libres 158. Aunque la infusión de la gracia no cambia la esencia del acto libre, que es la autodeterminación, puede decirse que hace "más libre" porque libera del pecado y permite realizar acciones sobrenaturales, como corresponde a los hijos de Dios.
Esto se puede entender mejor si se considera que al renacer por el envío del Espíritu Santo, el cristiano recibe "un espíritu nuevo" (Ez 36, 26; cfr. Jn 3, 5): la gracia santificante que hace más espirituales 159, como dice santo Tomás, y en consecuencia más libres, ya que la libertad pertenece a la naturaleza humana por su dimensión espiritual, según vimos más arriba 160. Así como la naturaleza elevada por la gracia divina es una nueva naturaleza, así también le corresponde una nueva situación de libertad: la de los hijos de Dios.
"Cristo nos ha liberado". Al redimirnos, nos ha puesto en una nueva situación, como cuando se le abren a un preso las puertas de la cárcel, o –con el ejemplo de san Pablo– como sucedía en la antigüedad cuando alguien pagaba el rescate de un esclavo. Cristo ha pagado por nuestra liberación el precio de su Sangre (cfr. 1Co 6, 20 y 1Co 7, 23) y nos ha alcanzado el don del Espíritu Santo, que sana y eleva nuestra naturaleza con la gracia santificante, "de manera que ya no eres siervo, sino hijo" (Ga 4, 7).
¿Para qué hemos sido liberados? Las palabras de Jesús son elocuentes: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos" (Jn 15, 17). Nos ha liberado para que seamos amigos de Dios: para que podamos conocerle y amarle de modo conforme a nuestra dignidad de hijos adoptivos. Para amar así nos ha liberado Cristo. Al elevar nuestra naturaleza con la gracia, Dios eleva también las potencias operativas del alma (inteligencia, voluntad, facultades sensibles) mediante la caridad, las demás virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Gracias a estas virtudes y dones, el ejercicio de la libertad puede surgir espontáneamente de esa "nueva naturaleza" a través de las potencias elevadas y sanadas tanto de la inclinación al mal en la voluntad, como del oscurecimiento de la razón y del desorden de las pasiones. Quien más participa en la naturaleza divina por la gracia y tiene más caridad, se encuentra en una situación de mayor libertad. En este sentido se puede decir que quien es "más santo" es también "más libre".
A las consecuencias del pecado dentro de la persona (inclinación al mal, desorden de las pasiones...), hay que añadir otras consecuencias sobre la persona, concretamente: el poder del diablo (sus tentaciones), el dolor y la muerte 161. La gracia de Cristo libera también de estas consecuencias, aunque esta liberación sólo se manifestará plenamente al final de la historia, cuando será destruido el poder del diablo sobre los hijos de Dios (cfr. Ap 12, 9-10) y el Señor "enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni luto, ni lamento, ni grito de fatiga, porque las cosas de antes han pasado" (Ap 21, 4; cfr. 1Co 15, 26).
Sin embargo, ya ahora, en esta vida, la liberación obrada por Cristo es una realidad presente también en estos aspectos, aunque sólo incoada:
– somos liberados del poder de Satanás porque la tentación se puede rechazar fácilmente: aun el mínimo grado de gracia es suficiente, para resistir a cualquier concupiscencia y merecer la vida eterna (S. Thomas, S.Th. III, q. 62, a. 6, ad 3) 162. No estamos exentos del ataque de las tentaciones (el mismo Cristo se sometió a ellas), pero podemos vencerlas, y además aprovecharlas para manifestar el amor y la confianza en Dios (cfr. 2Co 12, 7-10);
– somos liberados también del dolor, no porque desaparezca por la infusión de la gracia sino porque Cristo le ha dado un nuevo sentido y valor, liberándonos así del temor al sufrimiento. No es éste un "consuelo piadoso" para los que sufren. Es un elemento esencial de la libertad de los hijos de Dios. Ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad 163;
– somos liberados, en fin, de la muerte porque Cristo ha venido "a liberar a aquellos que por el temor de la muerte eran tenidos en esclavitud durante toda la vida" (Hb 2, 15). Nos ha liberado ya ahora del miedo a la muerte y nos ha ganado la resurrección gloriosa futura. La muerte ha perdido su carácter de amenaza; se ha convertido en tránsito a la vida eterna. "No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (Mt 10, 28), dice el Señor. "Para mí, el vivir es Cristo, y el morir una ganancia" (Flp 1, 21), escribe san Pablo. La liberación del temor a la muerte se funda en la realidad objetiva de lo que representa la muerte para un hijo de Dios: A los "otros", la muerte les para y sobrecoge. –A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio 164.
En resumen, la vida sobrenatural –gracia santificante– que Cristo nos ha ganado en la Cruz, libera del pecado y de las consecuencias del pecado. "La ley del Espíritu de la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8, 2). Por eso la vida del cristiano no ha de ser la de un esclavo que se porta bien por temor al castigo, sino la de un hijo que se mueve por amor a su padre, tratando de realizar lo que le agrada, con una libre y jubilosa obediencia interior 165.
Esta situación de libertad de hijos de Dios es un cierto anticipo de la libertad plena en la gloria. Pero en este mundo la liberación no es aún definitiva. Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro (cfr. 2Co 4, 7); Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado 166. El hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino de la lucha interior, que es empresa para toda la vida, porque mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad 167.
Ya como criatura de Dios, el hombre depende totalmente de Él, en su ser y en su obrar. El ser "causa de algo" y también el ser "causa de sí mismo" por el ejercicio de la libertad, se funda siempre en la causalidad divina.
Por la elevación sobrenatural, la dependencia de Dios es ya de otro orden. No sólo necesitamos la gracia santificante que diviniza nuestra naturaleza para realizar acciones de alcance sobrenatural, sino que necesitamos además gracias actuales que muevan a llevar a cabo cada una de esas acciones de hijos de Dios, incluso las más pequeñas (cfr. 1Co 12, 3).
San Josemaría expresa la doctrina tradicional sobre las gracias actuales cuando dice que consisten en mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón 168. En otra ocasión pone algunos ejemplos: es como si (Dios) nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad. Son éstas, y otras semejantes, las mociones que cada día sentiremos dentro de nosotros 169. Todas esas mociones e inspiraciones son "gracias actuales".
Aunque la naturaleza elevada por la gracia es principio de acciones sobrenaturales, el cristiano necesita esos impulsos divinos que le mueven a obrar, porque, siendo la gracia santificante un don totalmente sobrenatural –no exigido por la naturaleza humana–, la determinación de "pasar al acto" no proviene en primer término de la propia iniciativa, sino de Dios mediante la gracia actual que el cristiano puede secundar libremente 170. El cristiano no podría realizar ninguna acción sobrenatural si, además de estar en gracia (santificante), Dios no le moviera con la gracia (actual): "es Dios quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito" (Flp 2, 13).
La primacía de la gracia es absoluta, no sólo en el sentido de que la acción de Dios funda la acción del hombre, sino además en el sentido de que esta última, en el orden de la santificación, es también fruto de la gracia. La grandeza del cristiano está en secundar lo que Dios quiere obrar en él. Por eso, en la tarea de santificación, ha de pedir siempre, como hijo indigente, la gracia de Cristo, que ha dicho: "Sine me nihil potestis facere" (Jn 15, 5). Incluso necesita que el mismo Espíritu Santo le mueva a pedir (cfr. Rm 8, 26). De ahí la insistencia de san Josemaría:
Buscad, siempre y para todo, la ayuda y el auxilio de Dios. Persuadíos de que, sin Él, ninguna tarea provechosa se acaba. Ambicionad, por tanto, su misericordia y rezad así:
dirigat corda nostra, quaesumus Domine, tuae miserationis operatio, quia tibi sine te placere non possumus: necesitamos que nos gobierne la clemencia de Dios, porque no podemos agradarle ni servirle con alegría, si Él no nos asiste. Es preciso que contemos con Él para todo, abriendo el corazón, a fin de que de una manera sobrenatural y paterna nos lleve por caminos de vida interior y de apostolado 171.
Todo esto no ha de hacer olvidar, sin embargo, que Dios siempre cuenta con la libertad del hombre, tanto para el paso del estado de pecado al de gracia (la justificación), como para su crecimiento en santidad (la santificación). San Agustín enseña que Dios actúa invenciblemente (gratia invicta) en nosotros, pero con la suavidad del amor (suavitas amoris), respetando totalmente nuestra libertad 172. La gracia pide nuestra cooperación 173. No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede 174.
El Señor compara el crecimiento de su Reino al crecimiento de una semilla. Ésta tiende a desarrollarse por sí misma: "ya duerma
o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo" (Mc 4, 27). La parábola manifiesta la primacía de la gracia en la santificación. Pero no significa que el hombre no tenga nada que poner de su parte. Jesús habla también de la semilla que cae en el camino, o entre pedregales, o entre zarzas, o en tierra buena: unos acogen la semilla y otros no; y no todos dan el mismo fruto: el fruto depende también de la cooperación humana (cfr. Mc 4, 9-20). Asimismo las parábolas de los "talentos" y de las "minas" muestran la necesidad de cooperar con la gracia divina (cfr. Mt 25, 14-28; Lc 19, 11-27) 175.
El ejercicio positivo de la libertad de un hijo de Dios consiste, pues, en acoger la gracia santificante y en secundar las gracias actuales: en dejarse conducir dócilmente por el Paráclito. Como ejemplo luminoso de ejercicio de la libertad, san Josemaría contempla la respuesta de la Santísima Virgen al Arcángel Gabriel. Desde el inicio ha sido colmada de gracia (cfr. Lc 1, 28) y en el momento de la Anunciación recibe las gracias actuales convenientes, la luz y el impulso divinos, que se manifiestan externamente en las palabras del Arcángel y le llevan a conocer cómo se realizará la Encarnación; por último, da su respuesta: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). En esto se manifiesta su libertad. Su decisión es, sí, un efecto de la gracia, pero a través de su libertad. Ella se reconoce "esclava", porque todo lo que se realiza es iniciativa de Dios; y a continuación pronuncia el "hágase", porque ha de realizarse por medio de Ella. La libertad se ejerce al acoger, con la ayuda de Dios, lo que Dios mismo obra 176.
Al realizar un acto libre correspondiendo a la gracia actual, el cristiano merece un aumento de gracia santificante y de virtudes sobrenaturales que le llevan a una mejor situación de libertad 177. "Dios nos ha dado la libertad para que le amemos, y la libertad crece en la misma medida en que se ama más" 178. Si, por el contrario, obramos mal, comprometemos nuestra libertad. Responder que no a Dios, rechazar ese principio de felicidad nueva y definitiva, ha quedado en manos de la criatura. Pero si obra así, deja de ser hijo para convertirse en esclavo 179. Obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud 180. En caso de pecar mortalmente, el hombre queda privado de la vida de la gracia y pierde la libertad de los hijos de Dios que pertenece al estado de los justificados. En esa situación es incapaz de realizar actos meritorios y es mayor su debilidad moral. No obstante, el que peca mortalmente no pierde el poder de la libertad que tiene como persona. Siempre puede convertirse, correspondiendo a las gracias actuales que le ofrece la misericordia divina, y alcanzar de nuevo la libertad de hijo de Dios.
Ninguna de las acciones concretas del cristiano es moralmente indiferente o sin significado para la vida espiritual. Todas, incluso las más materiales, como el comer y el beber, pueden hacerse por amor a Dios y para su gloria (cfr. 1Co 10, 31) –a lo que mueve la gracia actual– o bien por egoísmo y vanagloria. El amor es lo que hace que la libertad se ponga en movimiento. Si es amor a Dios y a los demás por Dios, el acto libera al cristiano; si es amor propio desordenado, le esclaviza de algún modo: la libertad se vuelve contra sí misma.
"No avanzar en el camino hacia Dios es retroceder" 181, afir ma san Gregorio Magno: en cada acción se crece o se mengua como hijo de Dios, y mejora o empeora la situación de libertad. Hay, en definitiva, una libertad cristiana con la que se nace (al recibir la vida sobrenatural en el Bautismo), y una situación de libertad que se conquista (con la correspondencia a las gracias actuales).
Al usar la libertad con la que se nace para amar a Dios, se crece en santidad y en libertad. "La libertad se consigue a golpe de libertad: se expande con su propio ejercicio" 182, escribe Alejandro Llano, comentando la enseñanza de san Josemaría. Antonio Millán Puelles lo expresa de otro modo: "Sin libertad no podemos amar a Dios (...); sin amar a Dios no podemos ser libres" 183. No se trata de un razonamiento "circular". Cuando dice que "sin libertad no podemos amar a Dios" habla de la libertad con la que nacemos; y al afirmar que "sin amar a Dios no podemos ser libres", habla de la libertad que se conquista correspondiendo a la gracia, la libertad de quien es señor y no esclavo de alguna cosa, o de sus pasiones y de sí mismo.
La vida cristiana puede describirse como un proceso de "liberación" en el que se va recibiendo-conquistando una libertad cada vez más perfecta. Santo Tomás escribió que "cuanta más caridad se tiene, más libertad se posee" 184. San Josemaría expresa también esta decisiva verdad con gran viveza: Sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena 185.
La vida cristiana se presenta en la enseñanza de san Josemaría como una constante actuación de la libertad.
Para perseverar en el seguimiento de los pasos de Jesús, se necesita una libertad continua, un querer continuo, un ejercicio continuo de la propia libertad 186.
Cuando escribe estas palabras, lo mismo que cuando recuerda, más en general, que nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad 187, no pretende quedarse en recordar una verdad básica de la antropología cristiana, sino transmitir la convicción de que para la santificación y el apostolado en medio del mundo, los hombres necesitan ser y sentirse personalmente libres, con la libertad que Jesucristo nos ganó 188. No sólo ser libres, sino "sentirse libres". La meta que se propone es propiamente inculcar en las almas esa conciencia de la libertad, como manifestación propia y necesaria del "sentido" de la filiación divina. Su mensaje "no es teórico, sino que tiende a promover la toma de conciencia de la libertad plena y responsable en cada uno" 189.
Si el sentido de la filiación divina es, como sabemos, el fundamento de la vida espiritual en la enseñanza de san Josemaría, la conciencia de la libertad viene a ser la persuasión de que ese fundamento es algo "vivo", palpitante de la energía de la libertad, no una roca inerte. La conciencia de la libertad es la íntima y permanente convicción de que la santificación personal y el apostolado requieren "un ejercicio continuo de la propia libertad" de hijo de Dios que ha de corresponder a la gracia divina. Es algo más que el conocimiento de una verdad –la verdad de que ser hijo de Dios por la gracia implica una nueva libertad–; es un apasionado aprecio a la libertad, traducido en celo por defenderla y en deseo de potenciarla en uno mismo y en los demás. San Josemaría "resumía a veces en la expresión amor a la libertad" 190 esa profunda conciencia que deseaba transmitir.
Tomar conciencia de la libertad es parte primordial del sentido de la filiación divina. Y vivir de acuerdo con este sentido es ejercer aquella libertad. Ciertamente no se comporta como hijo de Dios quien abusa de su libertad, convirtiéndola "en pretexto para la maldad" (1P 2, 16), pero tampoco actúa como hijo quien no la ejerce, enterrando su "talento" (cfr. Mt 25, 18). No olvidemos –advierte comentando la actitud del siervo de la parábola– este caso de temor enfermizo a aprovechar honradamente la capacidad de trabajo, la inteligencia, la voluntad, todo el hombre 191.
La conexión entre filiación divina y libertad es tan profunda que, existencialmente, el cristiano no sólo se ha de sentir libre porque sabe que es hijo de Dios, sino también a la inversa: se ha de saber hijo de Dios porque se siente libre cuando ama a Dios.
El cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre 192.
Esta conciencia de la libertad, ¿qué manifestaciones y qué exigencias tiene? Podrían señalarse tantas cuantas posee el espíritu de filiación divina. Pero hay dos que destacan en la predicación de san Josemaría: el sentido de responsabilidad y la confianza.
La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad responsable 193. La libertad es un don que permite "responder" al don de Dios con la propia entrega. Precisamente porque nuestras acciones libres nos pertenecen –son "nuestras"–, se nos puede pedir cuenta de ellas. La libertad hace al hombre responsable de sus actos, en primer lugar ante Dios. "La libertad, según el Fundador del Opus Dei, es, en su sentido principal y radical, libertad ante Dios y para Dios, y por tanto la responsabilidad le está inseparablemente unida" 194. Willem Onclin destaca como característica relevante de su personalidad "su amor a la libertad, palabra que nunca pronunciaba sin añadir otra: responsabilidad" 195. De hecho, libertad y responsabilidad aparecen conjuntamente en un gran número de textos 196.
No hace falta que nos detengamos en la noción de responsabilidad para llegar a lo que nos interesa más directamente: el "sentido de responsabilidad" como manifestación de la conciencia de la propia libertad. Quien se sabe libre, con libertad cristiana, siente la exigencia de responder del uso de su libertad.
De esa libertad nacerá un sano sentido de responsabilidad personal, que haciéndoos serenos, rectos y amigos de la verdad, os apartará a la vez de todos los errores: porque respetaréis sinceramente las legítimas opiniones de los demás, y sabréis no sólo renunciar a vuestra opinión, cuando veáis que no respondía bien a la verdad, sino también aceptar otro criterio, sin sentiros humillados por haber cambiado de parecer 197.
"Una libertad responsable –se ha escrito, comentando la predicación de san Josemaría– no es menos libertad: es una libertad que se hace cargo de ella misma, que es más consciente y, si se me permite hablar así, más libre" 198.
La idea de "sentido de responsabilidad" –con estos términos u otros equivalentes– aparece constantemente en los escritos de san Josemaría. Recordemos sólo dos textos. El primero es un punto de Camino, ejemplo del tono de su predicación desde el comienzo:
De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes 199.
El punto pertenece significativamente al capítulo "La voluntad de Dios". No menciona el sentido de responsabilidad pero es claramente lo que pretende inculcar: la responsabilidad de usar la libertad para cumplir la voluntad divina. Una libertad de la que "dependen cosas grandes": por el contexto se entiende que está pensando en la santificación y en el apostolado, que incluye la edificación cristiana de la sociedad y por tanto la búsqueda del bien común temporal. Se trata de una responsabilidad ante Dios y ante los hombres, el mundo y la historia.
El otro texto tiene el particular interés de ser autobiográfico:
Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar 200.
No quiere dar soluciones prefabricadas a quienes acuden a él con interrogantes vitales. Respeta su independencia y quiere que asuman su responsabilidad. Obra así "por amor a la libertad": a una libertad con la que han de escribir la historia "abierta a múltiples posibilidades", especialmente en el caso de quienes se han de santificar en las actividades temporales.
Si el sentido de responsabilidad manifiesta claramente la "conciencia de la libertad", puede ser menos evidente que manifieste también la "confianza". Este tema, en la doctrina de san Josemaría, ha sido objeto de un interesante estudio de Concepción Naval, bajo el título "La confianza: exigencia de la libertad personal" 201.
Desde luego, en los escritos de san Josemaría, la "confianza" es un tema recurrente. Ante todo, la confianza en Dios: Fomenta, en tu alma y en tu corazón –en tu inteligencia y en tu querer–, el espíritu de confianza y de abandono en la amorosa Voluntad del Padre celestial 202. Llénate de confianza en Dios y ten, cada día más hondo, un gran deseo de no huir jamás de Él 203. Pero también confianza en los demás. ¡Qué propio de nuestro modo de ser es la confianza! 204, escribe a sus hijos en el Opus Dei. De modo particular cuando se trata de la dirección espiritual: en la vida espiritual, hay que dejarse llevar con entera confianza, sin miedos ni dobleces 205. En estos y en otros textos, aunque no mencione la libertad 206, puede verse que la confianza surge de la conciencia del valor de la libertad de los hijos de Dios. Naval sintetiza magníficamente, en pocas palabras, el recorrido del pensamiento de san Josemaría desde el sentido de la filiación divina a la conciencia de la libertad y a la confianza: "Por la filiación divina –vivida, no sólo pensada o proclamada– se ha descubierto el sentido pleno de la libertad humana que, en tanto que libertad personal, se contempla como don de Dios. Gracias a la libertad somos capaces de dar y darnos: damos libremente la libertad que se nos ha dado. Esta respuesta donal, en el trato humano, no parece ser otra cosa que la confianza" 207. Si se entiende la libertad humana como desvinculada de su origen y de su fin y reducida al poder de hacer algo, lleva a la "desconfianza en la confianza" (la antinomia es de la misma autora); cuando se considera, en cambio, como un don de Dios para darse, emerge todo su valor, porque sólo confiando es posible la entrega de sí a Dios y a los demás por amor a Dios. La desconfianza provoca el repliegue de la libertad sobre sí misma.
Lógicamente no es igual la confianza en Dios que en los demás: sólo Dios no puede fallar. Pero la primera exige la segunda. "Distinguiendo netamente entre la confianza en Dios y la confianza en los hombres, lo cierto es que el Beato Josemaría no las diferencia en su raíz" 208. Los demás merecen una confianza que se funda en que Dios confía en ellos: en la libertad que Él les ha dado. La noción de libertad como don de Dios exige que se confíe en los otros, "porque sólo así puede ayudarse efectivamente a que la libertad de los demás se realice también como don, al dejarles –y animarles– a que obren y se manifiesten con libertad" 209. Esta confianza parte de lo que son –personas libres–, no de cómo han usado su libertad. Si la han usado bien, será motivo de más para confiar ellos; si la han usado mal, no se justifica la pérdida total de confianza, que sería como negar las posibilidades positivas de su libertad. Con noble realismo san Josemaría invita a aprender a no ser recelosos, pero sí prudentes 210.
Junto a estas dos manifestaciones de la conciencia de la libertad cristiana brevemente reseñadas, tendríamos que hablar de la promoción de la libertad. Quien tiene conciencia del valor de la libertad, hace lo posible para promoverla. Pero este tema tiene tales dimensiones en san Josemaría que será objeto de la tercera parte del capítulo.
Estudiaremos ahora el papel de las diversas facultades humanas en el ejercicio de la libertad. ¿Cómo influyen la inteligencia, la voluntad, los sentimientos? No es raro encontrar desequilibrios en este tema, en la teoría y en la práctica. A veces se privilegia de tal modo uno de esos factores sobre los demás que se da lugar a diversas formas de voluntarismo, racionalismo o sentimentalismo. En una visión cristiana del hombre y de su libertad reina la armonía que se advierte en Cristo, hombre perfecto. Esa misma visión equilibrada, surgida de las fuentes de la Revelación y desarrollada a lo largo de siglos, la ofrece san Josemaría con los acentos propios de su espíritu de filiación divina y de santificación en medio del mundo. Antes de entrar en el tema conviene hacer dos observaciones terminológicas.
La primera se refiere al título de este apartado: "voluntad, razón y sentimientos". Puede parecer una tríada heterogénea, ya que la voluntad y la razón son "facultades" o potencias espirituales, mientras que los sentimientos son "actos" o a veces "estados", más o menos duraderos, de las facultades sensibles. Si hubiéramos escrito "voluntad, razón y facultades sensibles", habría resultado más coherente, pero podría darse la impresión de que la libertad surge de las facultades sensibles lo mismo que de la voluntad y de la razón, cosa que no sucede. Ponemos "voluntad, razón y sentimientos", para reflejar las diferencias que existen: la voluntad y la razón, facultades espirituales de la naturaleza humana, son la doble raíz de la libertad de la persona; los sentimientos, en cambio, proceden de las facultades sensibles y, aunque tienen un gran influjo en el ejercicio de la libertad por la unidad sustancial de alma y cuerpo, no son su raíz, al menos en el mismo sentido 211.
La segunda observación se refiere a la ausencia, en el título, del término "corazón". ¿No expresa comúnmente los sentimientos y afectos sensibles? Sin duda es así, pero si lo mencionásemos junto con la voluntad y la razón se entendería como un tertium quid, distinto de las dos facultades espirituales, y ésta sería una acepción que se aparta del uso bíblico del término "corazón", empleado también por san Josemaría. Cuando hablamos de corazón humano –escribe– no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro 212.
Juan Fernando Sellés hace notar sobre este punto que "para algunos pensadores del siglo XX (Hildebrand, Stein, Haecker, Guardini, etc.) la bipolaridad exclusivista entre entendimiento y voluntad como únicas potencias superiores del alma que ha marcado el perfil de la filosofía moderna y contemporánea, no sólo es discutible, sino que están dispuestos a afirmar que es deficiente. Es frecuente en estos pensadores admitir que el corazón es una potencia distinta y no inferior a las otras dos. En cambio, para Escrivá el corazón hace las veces –como se ha visto– de la persona, y es claro que la persona no se reduce a sus potencias" 213.
En definitiva, hablando de "corazón" se designa el núcleo íntimo del obrar humano en toda su amplitud: del pensar, del querer y del sentir. Es un término que pone de manifiesto la unidad de ese núcleo y evoca, en particular, el hecho de que la vida espiritual no es vida de un espíritu desencarnado, sino del hombre "de carne y hueso", con afectos, sentimientos, emociones. Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo 214.
Comencemos por el papel de la voluntad y de la razón. La tradición cristiana enseña que "el hombre está dotado de libertad en virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad" 215. La libre elección es un acto de la voluntad porque es un querer, pero también surge de la razón, porque la voluntad aspira a algo guiada por la razón, con conocimiento del fin 216. La libertad tiene, en consecuencia, una doble raíz: "La raíz de la libertad está en la voluntad como en su sujeto propio; mas, como en su causa, está en la razón" 217. El acto libre es expresión de ambas potencias.
Recordemos que aquí nos referimos siempre al cristiano en gracia de Dios que busca la santidad. La "voluntad" de la que hablamos es la de quien tiene la caridad, y la "razón" es la razón iluminada por la fe. La libertad de un hijo de Dios, al tener su raíz en la fe informada por la caridad, puede hacer muchas cosas que no son "razonables" en el plano solamente humano y que van más allá de un amor de dimensiones terrenas. Un ejemplo patente es la actitud de los Apóstoles en Pentecostés, después de recibir al Espíritu Santo. En esa línea, san Josemaría emprendió durante su vida muchas obras que humanamente eran "locuras de amor divino" 218.
Lo que se acaba de exponer es básico para entender una expresión con la que san Josemaría caracteriza frecuentemente la libertad: obrar "porque a uno le da la gana". Te amo, Señor, porque me da la gana de amarte 219. Tú me tiendes amorosamente tu mano, y yo, con tu gracia, me esfuerzo por cogerla porque me da la gana: ¡porque quiero!, ¡porque te amo! 220 Califica así un obrar con dominio del propio acto, lejos de temor y coacción. No propugna un actuar sin razón ("porque sí"), voluntarista, o guiado por el instinto ("hacer lo que a uno le apetece"); excluye expresamente esas actitudes, por ejemplo cuando comenta que muchas veces nos da la gana cuando no tenemos ninguna gana: porque lo hacemos por amor, todo por Amor, por un amor lleno de lealtad 221.
Es la voluntad, facultad de querer, a la que "le da la gana", y por eso es la primera raíz de la libertad. Pero necesita la guía de la razón iluminada por la fe, que muestra lo que es bueno: conocer y amar a Dios, cumplir su voluntad 222.
La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios (...). Ahí se resume la voluntad buena, que nos enseña a perseguir el bien, después de distinguirlo del mal (S. Máximo Confesor, Capita de caritate, 2, 32) 223.
Dios ha dado la libertad al hombre para que pueda amarle. La libertad permite "dar" gloria a Dios, "darle" algo: la propia voluntad, el propio amor. Lógicamente, el hombre no puede dar nada a Dios, si por "dar" se entiende añadirle alguna perfección, pero sí puede amarle porque es libre, puede entregarse a Dios, darle su propio ser. "Por la libertad –escribe Leonardo Polo comentando la enseñanza de san Josemaría– el don divino [del ser y de la vida] se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible" 224. Con la libertad podemos corresponder en sentido propio, podemos dar a Dios nuestra vida. De ahí que el mismo autor añada agudamente: "Entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado" 225.
No es una pretensión ilusoria. Jesús lo dice: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón..." (Mt 22, 37). Él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón (Pr 23, 26) 226. El Señor muestra a Pedro que busca su amor: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" (Jn 21, 16); y acepta la respuesta: "Sí, Señor, tú sabes que te amo" (ibid.). Y no sólo busca el amor de Pedro, sino el de todo hombre, aun siendo cada uno criatura y pecador.
El amor que da sentido a la libertad no es un deseo ineficaz, sino el don de sí, la entrega al cumplimiento de la voluntad divina. San Josemaría usa el "porque me da la gana" precisamente para caracterizar este acto de donación personal. Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús 227. En esta entrega de sí a Dios –y, por amor suyo, al bien de los demás–, encuentra la libertad su pleno sentido, porque el hombre, "única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede alcanzar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" 228. A propósito de una homilía de san Josemaría observa Leonardo Polo que "el primero de todos los imperativos –amar a Dios con todo el corazón y con toda la mente– llega a ser la urgencia vital por antonomasia. El mandamiento y el ímpetu de la existencia, al unirse estrechamente, constituyen la libertad cristiana" 229.
Decidirse por una vida de amor a Dios no es una elección ciega. Hay razones, humanas y sobrenaturales. Entregarse a Dios es, sin duda, lo más razonable, pero la voluntad no está necesariamente determinada por las razones. Cuanta más luz reciba, más inclinada estará a seguirla; pero en esta vida ninguna luz es cegadora si uno no quiere. Siempre se pueden "cerrar los ojos". A pesar de las razones, la voluntad puede querer o no querer lo que Dios pide. Si finalmente se decide por la entrega, es guiada ciertamente por aquellas razones, pero no arrastrada por ellas. Se pone en manos de Dios y permite libérrimamente que domine sobre su vida entera. Por eso san Josemaría califica el motivo de este acto como la "razón más sobrenatural". Para mí y para mis hijos, la razón más sobrenatural de la entrega y del Amor es ésta: porque me da la gana, porque quiero, porque no hay nada en el mundo que me pueda separar de la caridad de Cristo 230.
La libertad de elección comprende tanto la libertad de ejercicio (el poder querer o no querer, con autodeterminación) como la libertad de especificación (el poder de querer esto o aquello; es decir, de poner la intención en una cosa o en otra, conocidas y valoradas por la razón). Lo fundamental en el acto libre es lo primero, la autodeterminación 231. Por eso, en la vida espiritual lo básico es determinarse a querer dar gloria a Dios, a querer su voluntad, aun sin conocerla en concreto; después hay que descubrirla y elegir unos medios u otros, poner la intención en esto o en aquello. Pero la vida espiritual requiere ante todo decidirse a querer lo que Dios quiera. San Josemaría señala que Dios no pide a sus hijos que logren tal o cual meta, sino que luchen, porque lo que busca es el corazón, no los resultados; añade luego que puede haber momentos de debilidad en los que parece que no hay fuerzas para luchar, pero que siempre se puede "querer querer". Este es el núcleo del "amar la voluntad de Dios": queremos querer. Tenemos, al menos, deseos de tener deseos. Hijos, eso es ya combatir 232.
Esta determinación de entrega a Dios es como un primer paso al que han de seguir otros. La vida espiritual no es resultado de la inercia. Renueva tu propósito firme de vivir con "voluntariedad actual" tu vida de cristiano: a todas horas y en todas las circunstancias 233.
Para ganar el cielo hemos de empeñarnos libremente, con una plena, constante y voluntaria decisión. Pero la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía 234. La libertad no radica sólo en la voluntad, porque ésta no se mueve sin la luz de la razón. La voluntad no es una fuerza ciega, sino que ella misma "aliqualiter rationem participat" 235. A la vez, sin embargo, sólo conocemos si queremos conocer. Razón y voluntad no son dos facultades independientes o simplemente yuxtapuestas, sino íntimamente compenetradas.
En la vida espiritual tiene gran importancia practicar un uso de la libertad que haga intervenir plenamente a la inteligencia y a la voluntad, evitando tanto las actitudes "voluntaristas" (moverse prescindiendo casi por completo de las razones; o no moverse a pesar de las razones, despreciándolas más o menos explícitamente) como, en sentido contrario, las actitudes "racionalistas" (moverse sólo cuando se entiende claramente el porqué, sin confiar en quien se debe confiar, sin aceptar que puede haber momentos de oscuridad o que se tienen pocas luces, etc.).
El pecado ha herido la "doble raíz" de la libertad. San Pablo lo hace ver transmitiendo su experiencia: "No logro entender lo que hago; pues lo que quiero, no lo hago; y en cambio lo que detesto, eso hago (...). Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (...). Al querer hacer el bien encuentro esta ley en mí: que el mal está junto a mí. Yo me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros" (Rm 7, 15.19.21-23). San Josemaría habla de esta tensión interior citando un texto de santo Tomás, al que añade un preciso comentario: Como la voluntad tiende al bien o al bien aparente, nunca la voluntad se movería hacia el mal, si lo que no es bueno no apareciese de algún modo como bueno (S. Thomas, S.Th. I-II, q. 77, a. 2 c.). Las pasiones, o la voluntad desviada, fuerzan al entendimiento, le hacen asentir precipitadamente, o eludir la consideración de ciertos aspectos que contrarían, para acogerse, en cambio, a otros que favorecen –que adornan de bondad– aquella inclinación 236.
Sería ingenuo desconocer o minusvalorar esta realidad. Pero el realismo no ha de llevar a desconfiar de que siempre cabe corresponder libremente a la gracia. Digamos con Juan y Santiago: possumus! (Mt 20, 22) Omnia possum in eo qui me confortat (Flp 4, 13); todo lo puedo en Aquel que me conforta. Llenaos de confianza, porque el que comenzó la obra, la perfeccionará (Flp 1, 6): podremos, si cooperamos, porque tenemos asegurada la fortaleza de Dios: quia tu es, Deus, fortitudo mea (Sal 42, 2) 237. Experimentar la propia flaqueza no justifica dejarse llevar por ella. Debe conducir, por el contrario, a cooperar con la gracia que sana la doble raíz de la libertad.
¿En qué consiste esta cooperación? Con otras palabras, si el recto ejercicio de la libertad depende de que tanto la razón como la voluntad estén "sanas", ¿cómo fortalecer y cultivar esa "doble raíz"? La respuesta no puede ser otra que nutriendo la razón con el conocimiento de la verdad y la voluntad con el amor a Dios. San Pablo muestra la importancia de estos dos aspectos para caminar hacia la identificación con Cristo cuando escribe que "viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquél que es la cabeza, Cristo" (Ef 4, 15). A esos dos aspectos se refiere frecuentemente san Josemaría.
1. En primer lugar, la raíz de la libertad se alimenta con el conocimiento de la verdad. "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32) 238. ¿A qué verdad alude el Señor? Ya hemos citado antes un comentario de san Josemaría al respecto. La sustancia de sus palabras era que la verdad que hace libres es nuestra filiación divina: ¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? (...) que somos hijos de tan gran Padre 239. Un cristiano que se sabe hijo de Dios y que está llamado a ser "otro Cristo, el mismo Cristo"; que no ignora la realidad del pecado y sus consecuencias, y es consciente de de haber sido redimido por Cristo; que conoce su camino de santificación y los medios para recorrerlo..., cuenta con una potente luz para guiar su libertad. Ese conocimiento de la verdad es raíz de libertad porque libera de la ignorancia y del error y muestra a la voluntad el verdadero bien, para que se decida a buscarlo 240.
Este conocimiento de la verdad al que nos referimos es el que se designa con el término "sabiduría" porque se trata de un "conocimiento sabroso" –sapientia: sapida scientia–, el conocimiento de quien ama lo que conoce. Y no es simple fruto de la especulación personal sino un don de Dios, según las palabras del Apóstol: "Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda el Espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle, iluminando los ojos de vuestro corazón" (Ef 1, 17-18).
El Paráclito es, en efecto, Espíritu de verdad (cfr. Jn 14, 17; Jn 15, 26) que guía a la verdad completa (cfr. Jn 16, 13). Además de asistir al Magisterio de la Iglesia para la transmisión del Evangelio, mueve interiormente a los fieles a acoger la verdad que hace libres 241. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal 242. Lo hace con-naturalizando la mente del cristiano con la Palabra de Dios mediante el don de sabiduría, que constituye así como un manantial de libertad en lo más íntimo del corazón, porque al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida 243.
Acabamos de decir que esta sabiduría, alimento de la raíz de la libertad, es un don de Dios. Pero no hay que olvidar que la acción del Espíritu Santo da fruto con la cooperación del cristiano. Él mismo impulsa con su gracia a poner los medios para conocer la verdad que ha de guiar el uso de la libertad. San Josemaría insiste mucho en esos medios: el estudio, la formación doctrinal. No podrá hacer nunca recto uso de la inteligencia y de la libertad (...) quien carezca de suficiente formación cristiana 244. "Su amor a la libertad –escribe Lluís Clavell– le llevó a prodigarse en dar una formación muy cuidada, también en el plano teológico, con la que cada fiel pudiese después moverse con libertad en la santificación del trabajo y en la actividad apostólica, sin esperar consignas" 245. A la vez, el amor a la libertad empapa totalmente su planteamiento de la formación teológica: "se trata de educar en la libertad (como clima y ambiente) y para la libertad (como fin: ayudar a la formación de personas libres y responsables)" 246.
2. La doble raíz de la libertad se fortalece también con la formación de la voluntad. Como el amor a Dios y a los demás es lo que da sentido a la libre elección, la formación de la voluntad consiste en orientarla hacia el don de sí: a la entrega a Dios y a los demás por amor a Dios.
Yo no me explico la libertad sin la entrega, ni la entrega sin la libertad: una realidad subraya y afirma la otra 247.
Las primeras palabras contienen directamente la idea a que nos referimos: la libertad se realiza o alcanza su pleno sentido con la entrega a Dios, es decir, con el amor a Dios manifestado en la dedicación de la propia vida al cumplimiento de su voluntad. Esa dedicación alimenta la raíz de la libertad porque
cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad –tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias (cfr. Mt 7, 6)– se emplea entera en aprender a hacer el bien (cfr. Is 1, 17) 248.
La segunda parte de la frase antes citada ("no me explico... la entrega sin la libertad") subraya la primera. La entrega a Dios ha de ser libre: no sólo al inicio, en la primera decisión, sino permanentemente libre. En este sentido, como veíamos, san Josemaría invita a servir a Dios con "voluntariedad actual" 249. Esta disposición de la voluntad alimenta la raíz de la libertad.
"No me explico la libertad sin la entrega", razona san Josemaría. A quienes piensan que entregarse a Dios y al servicio de los demás es "perder libertad" y quieren "conservarla", de modo que en vez de elegir esa entrega por amor prefieren mantener la libertad como posibilidad de darse o de no darse, les hace notar que obrando así están convirtiendo su libertad en fin de sí misma, en un objeto inerte (como los que se mantienen "en conserva", sin vida), y que en realidad la están malogrando. Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino 250. En este mismo orden de ideas pone en guardia, a quienes tomaron la decisión de entregar su vida al cumplimiento amoroso de la voluntad divina, de la tentación de "reducir" su entrega con el paso del tiempo. ¿Sabéis cuál es el peor enemigo de las almas entregadas a Dios? ¡La media entrega! 251 Y, coherentemente con la realidad de que la libertad es para la entrega a Dios y que a su vez ésta libera, se puede decir que poner límites a la entrega a Dios es tanto como ponerlos a la libertad.
Lejos de impulsar el crecimiento de la libertad alimentando su raíz, estos comportamientos la debilitan. Cuando no se elige a Dios la libertad no se conserva "intacta", porque se está eligiendo "no amar a Dios" y donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad 252. La consecuencia es que allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado 253.
Por último conviene observar que tanto el conocimiento de la doctrina revelada como el amor son fuentes de libertad, pero no separadamente. El conocimiento de la verdad es conocimiento del bien, y de ahí que la fe sea condición para la caridad. Por su parte, la caridad es fuente de conocimiento (cfr. 1Jn 4, 7-8). "Per ardorem caritatis datur cognitio veritatis", escribe santo Tomás 254. El Espíritu Santo obra en nosotros, con nuestra correspondencia, el mutuo reforzarse entre caridad y conocimiento de la verdad, como principio de una mayor libertad.
La vida espiritual no es, evidentemente, la vida de un espíritu puro, con sólo entendimiento y voluntad. Es vida de una persona compuesta de cuerpo y alma, con unos sentimientos o afectos que influyen profundamente en el ejercicio de la libertad 255. Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios 256. En san Josemaría no hay una concepción espiritualista o desencarnada de la vida cristiana. Resalta la importancia de la afectividad, pero sin dar cabida a un sentimentalismo en el que los afectos sensibles arrebaten el timón de la vida espiritual a la inteligencia y a la voluntad. Arturo Blanco hace notar la importancia que san Josemaría reconoce a la "conexión del intelecto con la voluntad, las emociones y los sentimientos humanos" 257, fomentando la integración armoniosa de todas las facultades en la construcción de la personalidad psicológica y en el desarrollo de la identificación con Cristo.
Antes de adentrarnos en el tema conviene hacer algunas observaciones sobre la terminología propia del marco conceptual de san Josemaría.
Por su dimensión corporal, en la persona humana hay unas potencias sensibles –facultades "apetitivas" o "de inclinación"–, dirigidas a objetos percibidos por los sentidos, que ejercen un influjo sobre la razón y sobre la voluntad 258. Los movimientos de esas potencias se suelen llamar "pasiones", porque son "padecidos" por la razón y la voluntad (un padecer no en el sentido de "dolor" sino en el de recibir algo de fuera) 259. También se suelen llamar, con diversos matices, sentimientos, emociones o afectos. Es la terminología tradicional que se refleja, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica 260. Algunos autores señalan matices que distinguirían cada uno de estos términos; otros no lo hacen. En todo caso, en los escritos de san Josemaría tienen un contenido muy semejante, como sucede en el lenguaje común 261. Aquí emplearemos esos términos como prácticamente equivalentes.
Recordemos también brevemente –omitiendo ulteriores distinciones de Teología moral– que estas inclinaciones proceden de lo que se llaman clásicamente "apetitos sensibles" ("apetito" en el sentido de facultad de "apetecer" o de aspirar a un bien sensible): el "apetito concupiscible" o tendencia al placer sensible, y el "apetito irascible" o tendencia a superar los obstáculos que separan de un bien percibido por los sentidos 262.
Las pasiones o emociones son movimientos surgidos a causa de un bien o un mal captado por los sentidos. Puede suceder que se produzcan antes de que la persona "se dé cuenta", es decir, antes de que lo advierta la razón y de que intervenga la voluntad, y con cierta independencia de éstas. Se habla entonces de "pasiones antecedentes", porque anteceden al acto libre: se "sienten" sin que se "consientan". Las pasiones antecedentes no son actos libres, y por tanto esos actos no son ni buenos ni malos 263. Pensando, entre otras cosas, en esas pasiones, escribe san Josemaría: No te preocupes, pase lo que pase, mientras no consientas. –Porque sólo la voluntad puede abrir la puerta del corazón e introducir en él esas execraciones 264. No obstante, las pasiones antecedentes tienen importancia en la vida espiritual porque influyen en el juicio de la razón e indirectamente en la voluntad.
Las pasiones pueden nacer también como consecuencia de un acto voluntario, y entonces se llaman "consecuentes" (porque se provocan, o se consienten, o se pueden prever advirtiendo su causa y queriéndola). Tienen mucha importancia en la vida espiritual. No hace falta que nos detengamos en lo que implica "hacer el mal con pasión" (ya se ocupa la Teología moral); interesa, en cambio, destacar el influjo de las pasiones que apartan del bien y, asimismo, la importancia de "hacer el bien con pasión", no "fríamente". La razón y la voluntad necesitan en cierto modo ser ayudadas por la fuerza de las pasiones 265. Si es indudable que pueden oscurecer la razón, es también verdad que pueden facilitarle el conocimiento del bien y ayudarla a dirigir mejor la voluntad. Por ello –escribe Rafael Alvira tratando de las enseñanzas de san Josemaría– "cuando debamos cumplir un deber que no nos guste en su contenido, debemos realizarlo primero porque queremos cumplir el deber, y, después, esforzarnos en que nos guste" 266. Que el cumplimiento de un deber "no guste inicialmente" (pasión antecedente), no significa que no haya de cumplirse, porque el gusto no es ley (san Josemaría bromeaba a veces refiriéndose a quienes toman como regla de conducta la "ley del gusto"). Más aún, la perfección humana reclama que se procure "realizar aquello con gusto" procurando suscitar en el alma esa pasión consecuente (por ejemplo, considerando que vale la pena el esfuerzo por el bien que se hará a otros). San Josemaría emplea a menudo el adverbio "gustosamente" aplicándolo a cosas que por su naturaleza no agradan: por ejemplo, habla de ser gustosamente hombre penitente 267; de saberse fastidiar gustosamente por amor de Cristo 268; anima a "llevar gustosamente" las pequeñas contradicciones o la escasez de medios 269; a "dar gustosamente la vida por los demás" 270; etc.
Después de estas premisas podemos pasar a los temas que permiten ver cómo entiende san Josemaría al influjo de los sentimientos en el ejercicio de la libertad y, por tanto, su importancia en la vida espiritual.
Los evangelios muestran los sentimientos de Jesús: nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía. Jesús llora por la muerte de Lázaro, se aíra con los mercaderes que profanan el templo, deja que se enternezca su corazón ante el dolor de la viuda de Naim 271. Se trata sólo de algunos ejemplos que destacan el papel de los sentimientos en la vida del Señor y, como consecuencia, en la de un hijo de Dios. El cristiano ha de procurar tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Flp 2, 5; cfr. Flp 3, 15) si quiere identificarse con Él. No porque la identificación consista en la igualdad de sentimientos, sino porque estos contribuyen indiscutiblemente a emplear la libertad para amar a Dios y a los demás, en lo que está la esencia de la santidad o identificación con Jesucristo 272.
Entre los sentimientos propios de un cristiano, san Josemaría destaca a veces tres que desea para quienes siguen el camino de santidad que él propone. Los llama pasiones dominantes 273: enseñar la doctrina cristiana, guiar a otros por el camino de la santidad con su ejemplo y su palabra, y amar la unidad (cuando se dirige a los miembros del Opus Dei les habla en concreto de amar la unidad de la Obra; en general se puede aplicar al amor a la unidad de la Iglesia).
Habla de "pasiones" para subrayar que se han de poseer con vigor y naturalidad; y las designa "dominantes" no porque deban dominar sobre la voluntad y la razón, sino porque han de orientar las energías del alma en la misma dirección de la fe y el amor a Dios y a los demás.
Por su género, estas tres "pasiones dominantes" hacen referencia a los diversos aspectos de la misión del cristiano. En efecto, se puede ver una cierta correspondencia con los tres munera Christi: la pasión de dar doctrina, al servicio del munus docendi; la de dirigir almas, al servicio del munus regale; y la pasión por la unidad, al servicio del munus sanctificandi ya que la unidad es señal de vida sobrenatural y condición para transmitirla: la pasión por la unidad es pasión por la vida.
En todo caso, las "pasiones dominantes" se ordenan a realizar la misión de Cristo y contribuyen a compenetrar al cristiano con los sentimientos de su Señor.
Si es indudable que los sentimientos pueden influir poderosamente en el crecimiento de la vida espiritual, también es cierto que la pueden obstaculizar e incluso desviar y corromper. Para que contribuyan a la identificación con Cristo, han de estar bajo el dominio de la voluntad que se dirige por la razón iluminada por la fe 274. Pero como consecuencia del pecado, los sentimientos tienden a independizarse del orden de la razón y a perturbar el juicio. Las pasiones humanas oscurecen fácilmente la realidad 275 y, si no se las domina, el mando queda en manos del capricho o del gusto o de los estados de ánimo, y la conducta se desvía fácilmente del camino humano y cristiano (cfr. 2Tm 4, 3).
Este desorden se describe vivamente en el siguiente punto de Surco. Su protagonista es –como resulta claro– una persona entregada a vivir plenamente su vocación cristiana, que pasa por una situación de descontrol de los sentimientos:
En tu vida hay dos piezas que no encajan: la cabeza y el sentimiento.
La inteligencia –iluminada por la fe– te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos.
El sentimiento, en cambio, se apega a todo lo que desprecias, incluso mientras lo consideras despreciable. Parece como si mil menudencias estuvieran esperando cualquier oportunidad, y tan pronto como –por cansancio físico o por pérdida de visión sobrenatural– tu pobre voluntad se debilita, esas pequeñeces se agolpan y se agitan en tu imaginación, hasta formar una montaña que te agobia y te desalienta: las asperezas del trabajo; la resistencia a obedecer; la falta de medios; las luces de bengala de una vida regalada; pequeñas y grandes tentaciones repugnantes; ramalazos de sensiblería; la fatiga; el sabor amargo de la mediocridad espiritual... Y, a veces, también el miedo: miedo porque sabes que Dios te quiere santo y no lo eres.
Permíteme que te hable con crudeza. Te sobran "motivos" para volver la cara, y te faltan arrestos para corresponder a la gracia que Él te concede, porque te ha llamado a ser otro Cristo, "ipse Christus!" –el mismo Cristo. Te has olvidado de la amonestación del Señor al Apóstol: "¡te basta mi gracia!", que es una confirmación de que, si quieres, puedes 276.
Dentro de la variedad de enseñanzas que contienen estas palabras, vale la pena resaltar el peligro de una enfermedad de la vida cristiana llamada "sentimentalismo": una hipertrofia de los sentimientos, que amenazan con adueñarse de la conducta sustrayéndola del orden de la razón y de la fe. El remedio no es, entonces, suprimir o neutralizar los sentimientos –sería como la amputación de un órgano vital–, sino combatir su desorden. De ahí la oración que se eleva de un corazón profundamente humano y santo: No te digo que me quites los afectos, Señor, porque con ellos puedo servirte, sino que los acrisoles 277. Y de ahí también unos consejos, en los que late la riqueza de la propia experiencia:
Que seáis personas rectas porque lucháis, procurando conciliar a esos dos hermanos que todos tenemos dentro: la inteligencia, con la gracia de Dios, y la sensualidad. Dos hermanos que están con nosotros desde que nacemos, y que nos acompañarán durante todo el curso de nuestra vida. Hay que lograr que convivan juntos, aunque se oponga el uno al otro, procurando que el hermano superior, el entendimiento, arrastre consigo al inferior, a los sentidos. Nuestra alma, por el dictado de la fe y de la inteligencia y con la ayuda de la gracia de Dios, aspira a los dones mejores, al Paraíso, a la felicidad eterna. Y allí hemos de conducir también a nuestro hermano pequeño, la sensualidad, para que goce de Dios en el Cielo 278.
Las luces e impulsos del Espíritu Santo sobre el entendimiento y la voluntad se dirigen a someter los sentimientos o afectos a la razón, de modo que no sólo no dificulten sino que ayuden a conocer el bien y a realizarlo. Los "buenos sentimientos" dan una aguda perspicacia para descubrir lo que hay que hacer y energías para ponerlo por obra.
En la génesis de los sentimientos influyen la voluntad y la razón (por ejemplo, uno puede recordar voluntariamente algo que le provoca un sentimiento de ira), pero influye también –y mucho– la percepción sensible: desde factores más o menos puntuales, como un éxito o un fracaso, un problema de salud o una situación de cansancio, una alegría o un disgusto, etc.; hasta otros, permanentes, como el temperamento y el carácter.
Todos estos factores tienen importancia. Ciertamente cabe exagerarla, como sucedería si se considerara que determinan la vida espiritual, o se permitiera que de hecho la determinaran (por ejemplo, si la desgana o el desánimo bastaran para abandonar ciertos deberes); pero cabe también subestimarla, como si la vida espiritual no fuera la de una persona compuesta de alma y cuerpo. San Josemaría enseña a valorar todos esos "factores sentimentales" en su justa medida, que viene dada por una comprensión de lo humano a la luz del misterio de la Encarnación. A modo de ejemplo, se pueden recordar dos puntos de Camino:
Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa.
Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece,
y despreocúpate. Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si
eres fiel, tus apostolados 279.
¿Que te da todo igual? –No quieras engañarte. Ahora
mismo, si yo te preguntara por personas y por empresas, en
las que por Dios metiste tu alma, habrías de contestarme,
¡briosamente!, con el interés de quien habla de cosa propia.
No te da todo igual: es que no eres incansable..., y necesitas más tiempo para ti: tiempo que será también para tus obras, porque, a última hora, tú eres el instrumento 280.
Particular influjo en la génesis de los sentimientos tiene el "carácter", y de ahí la importancia de su formación. Por "carácter" suele entenderse –a grandes rasgos– el conjunto de cualidades psíquicas de una persona que dependen, en parte, de su temperamento constitutivo y, en parte, de la formación que ha asimilado y del influjo que han ejercido sobre ella las diversas circunstancias familiares y sociales en las que se ha encontrado 281.
Según el carácter hay personas más o menos reflexivas, activas, flemáticas, apasionadas, impulsivas, apáticas, reservadas, abiertas, etc. Evidentemente ninguno de estos tipos de caracteres existe en estado puro, en la práctica. Siempre hay muchos matices y no tendría sentido encasillar a una persona en una de esas tipificaciones que indican sólo un aspecto más ostensible. Por otra parte, y sobre todo, no se debe olvidar que la gracia de Dios y la lucha por practicar las virtudes moldean profundamente el carácter confiriendo la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección 282: una "forma" que es diversa e irrepetible en cada uno.
San Josemaría señala, entre las características que debe buscar un hijo de Dios, la de ser equilibrado de carácter 283, es decir, la de poseer en equilibrio las diversas características que configuran su carácter. Lógicamente, el punto de equilibrio es diverso para cada uno, según la condición de varón o de mujer (como luego veremos) y según las cualidades que posea: caben innumerables posibilidades dentro de la identificación con Cristo. La diversidad es, para san Josemaría, una riqueza:
Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. –Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo 284.
El objeto de la formación del carácter es que cada uno alcance el propio punto de equilibrio, o la armonía de los aspectos positivos de su personalidad. Ya desde el primer capítulo de Camino, se refiere a esa formación del carácter como exigencia fundamental de la vida espiritual: No digas: "Es mi genio así..., son cosas de mi carácter". Son cosas de tu falta de carácter: Sé varón –"esto vir" 285. Y esta formación exige conocimiento propio: Cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere 286. Con estas palabras no está animando a un autoanálisis psicológico sino a la confrontación sincera con Cristo: a mirarse en Él 287, en la oración personal y con la ayuda de la dirección espiritual, para llegar a ser ipse Christus.
Del conocimiento propio se ha de pasar a la práctica de las virtudes, especialmente de aquellas que cada uno necesite desarrollar más para alcanzar el equilibro al que nos hemos referido y, consiguientemente, para lograr la ordenación de los sentimientos bajo la razón y la voluntad. En particular son necesarias la fortaleza y la templanza, con sus múltiples virtudes conexas, que perfeccionan las facultades sensibles de la persona, como se explicará en el capítulo 6º.
En conjunto, para el filósofo Carlos Ortiz de Landázuri, la enseñanza de san Josemaría sobre el equilibrio del carácter, la armonía entre sentimientos, voluntad y razón, mediante la práctica de las virtudes cristianas, "es un eficaz antídoto contra la "corrosión del carácter" producida por las éticas del sentimiento (Hume) y del deber (Kant), en sus versiones actuales de ética del éxito y del sometimiento al más fuerte" 288. Es una enseñanza que conduce a la formación de hombres y mujeres libres, a imagen de Cristo, con viva conciencia del tesoro de la libertad de hijos de Dios.
Como conclusión de estas consideraciones sobre el papel de las diversas facultades del alma en el ejercicio de la libertad, podemos señalar que la libertad de un hijo de Dios es mayor o menor según sea mayor o menor la armonía entre voluntad, razón y sentimientos. Y esta armonía depende de la caridad, del conocimiento de la verdad y del desarrollo de las virtudes morales.
Se puede decir que todo se compendia en la caridad, porque implica conocimiento de la verdad, rectitud de la voluntad y dominio de las pasiones. Recordemos las palabras de santo Tomás: "cuanta más caridad se tiene, más libertad se posee" 289.
La caridad perfecta y el conocimiento de la verdad completa sólo se dan en la gloria. La libertad podrá alcanzar su plenitud, por tanto, únicamente en la visión beatífica. Mientras tanto, en esta vida, el grado de libertad depende del conocimiento amoroso de Dios: de la contemplación. La intrínseca relación entre la libertad cristiana, la caridad y el conocimiento de la verdad permite afirmar que es más libre quien es más contemplativo.
Et reducam captivitatem vestram de cunctis locis (Jr 29, 14); os libraré de la cautividad, estéis donde estéis. Dejamos de ser esclavos, con la oración. Nos sentimos y somos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en una canción de amor, hacia ¡la unión con Dios! Un nuevo modo de existir en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. (...) Debemos vivir mucho tiempo, pero de esta manera, en libertad: in libertatem gloriae filiorum Dei (Rm 8, 21), qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31); con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha alcanzado muriendo sobre el madero de la Cruz 290.
Como ya se apuntó de pasada, la condición de varón o mujer incide hondamente en el carácter y, por tanto, en la personalidad que, entendida como "personalidad psicológica", es prácticamente sinónimo de "carácter": así ocurre al menos en la predicación de san Josemaría y en el lenguaje común. Por lo que llevamos dicho, el ser hombre o mujer tendrá un influjo profundo en el ejercicio de la libertad.
No cabe duda de que san Josemaría "se dirige desde el principio tanto a hombres como a mujeres, y a todos predica las mismas virtudes humanas y cristianas y el mismo ideal de vida en Cristo, aunque por su lenguaje –muy pegado al texto bíblico y a la experiencia pastoral (...)–, emplea con frecuencia términos masculinos" 291, que piden "una lectura analógica por parte de las mujeres" 292, como lo piden las mismas expresiones bíblicas en las que se basa y emplea a menudo: "Esto vir" (1R 2, 2) 293, "viriliter age" (Sal 27, 14) 294, etc.
Pero san Josemaría destaca también que el varón y la mujer tienen unas características positivas propias 295. Sale al paso de la generalizada tendencia a la uniformidad que observa, e insiste concretamente en que la mujer ha de desarrollar su propia personalidad, sin dejarse llevar de un ingenuo espíritu de imitación 296 del modo varonil de actuar, porque eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta 297. Ha de desarrollar plenamente las propias virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que tiene como mujer 298.
Cuando se refiere a la especificidad de cada uno, más que ocuparse de los varones, le interesa resaltar –quizá también para contrarrestar esa tendencia niveladora– las características positivas propias de la mujer. Y lo hace de modo alentador. ¿Quién calumnió a la mujer diciendo que la discreción no es virtud de mujeres?, pregunta, por ejemplo, y añade: ¡Cuántos hombres, bien barbados, tienen que aprender! 299. Al meditar sobre lo que ocurre la mañana de la Resurrección, cuando aquellas mujeres se encaminan al sepulcro sellado y custodiado, comenta que las dificultades –grandes y pequeñas– se ven enseguida..., pero, si hay amor, no se repara en esos obstáculos, y se procede con audacia, con decisión, con valentía: ¿no has de confesar que sientes vergüenza al contemplar el empuje, la intrepidez y la valentía de estas mujeres? 300 Muchas veces repite: Sois las mujeres más recias que los hombres, si os lo proponéis 301. Tenéis mucha fortaleza, que sabéis envolver en una dulzura especial, para que no se note 302.
Destaca que en ellas, la interacción entre razón, voluntad y sentimientos adquiere unas formas peculiares que dotan a su modo de actuar de una particular riqueza. El siguiente texto se puede considerar paradigmático:
La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida 303.
No se trata de cualidades inducidas por la cultura sino de verdaderos rasgos de la "feminidad", es decir, del modo femenino de ser persona que cada mujer ha de asumir originalmente en la propia vida, mediante el esfuerzo de la formación del carácter.
Varios de los elementos característicos de la personalidad femenina que señala san Josemaría, como la "dulzura especial", la "delicada ternura", la "capacidad de intuición" y la misma "fortaleza", tienen que ver sin duda con su tendencia al modo más emotivo de su actuar. En el ejercicio de la libertad, la razón y la voluntad se encuentran, comparadas con el varón, en mayor medida bajo el influjo de los sentimientos. No se trata de un defecto sino de una peculiaridad: de un punto de equilibrio diverso.
Esa peculiaridad encierra cierto peligro de replegarse en la pasividad, de preferir la seguridad al riesgo de acometer empresas grandes en el terreno humano y, más radicalmente, en el de la santidad. San Josemaría sale al paso de este recelo:
No podéis pensar que, por ser mujeres, no tenéis capacidad de hacer cosas grandes. Estoy persuadido de que podéis llegar donde os dé la gana en vuestro trato con Jesucristo. Que tenéis aptitudes, talento, disposición. Que tenéis facilidad para el sacrificio y para el trabajo y para la alegría. ¡Qué tarea tan inmensa podéis hacer! ¡Y cuánta confianza tengo en vosotras! 304
Cuando se refiere a la excelencia de algunas cualidades de la mujer respecto a las del varón –a las que une a veces, de modo casi imperceptible, alguna alusión a los defectos correlativos– le da, como ya se ha podido entrever en los textos presentados, gran importancia para la misión apostólica:
Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. –¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé! Con un grupo de mujeres valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo! 305
En la primera parte del capítulo hemos visto que san Josemaría entiende la libertad, ante todo, como "libertad para" tender al bien con autodeterminación: capacidad de amar, "libertad para amar". Como exigencia de esta capacidad, viene la "libertad de": libertad de la culpa del pecado y de la esclavitud de las pasiones, así como de coacción y de trabas o impedimentos exteriores para el ejercicio de la libertad misma 306. La liberación del pecado y del desorden de las pasiones está ligada a la práctica de las virtudes, que será objeto del capítulo siguiente. Ahora, en lo que sigue, nos vamos a referir principalmente a la libertad de coacción y de impedimentos exteriores: es decir, a las condiciones externas que permiten la expansión de la libertad.
Algunas corrientes de pensamiento han reducido la libertad a este aspecto, o sea, a la liberación de determinadas estructuras sociales consideradas opresoras, identificando la libertad con la liberación política y social. La noción de libertad cristiana supera ese reduccionismo, situando la idea de liberación en el lugar que le corresponde, esto es, como exigencia de la expansión de la libertad en el obrar.
Ante todo, es preciso tener en cuenta que el ejercicio de la libertad personal es posible también en las circunstancias más adversas de opresión. San Josemaría pone un ejemplo extremo, para mostrar que, mientras no se prive a la persona de su interioridad con métodos de tortura psicológica u otras agresiones que destruyan la capacidad de amar, no es posible eliminar por completo la libertad: Se puede estar prisionero en la celda más horrenda e inhumana, y ser libre, aceptando la voluntad de Dios y amando el sacrificio, con el pensamiento en todas las almas de la tierra. ¡Cuántos mártires de la fe en nuestros días han volado así como las águilas, con el cuerpo entre hierros y el alma libre para amar a Dios sin límites! 307
Este lenguaje resultará incomprensible para quien haya identificado sin más libertad y liberación. Pero también existe el peligro opuesto, de corte espiritualista: el de relegar a un lugar secundario la liberación –las condiciones que permiten la expansión de la libertad– y conformarse con la libertad interior. No son pocos los que, por pensar así, se dejan arrebatar demasiado fácilmente las libertades o no se empeñan en defender sus derechos.
Consciente del valor de la filiación divina y de la libertad de los hijos de Dios, san Josemaría pide respeto a la persona humana y a su libertad, y promueve una auténtica liberación cristiana. Para él, el don de la libertad reclama las mejores condiciones para su expansión en todos los ámbitos de la vida.
Esas condiciones se pueden resumir en dos:
– la primera, que nada impida el uso legítimo de la libertad, es decir, que no haya injusta coacción ni sobre la vida interior ni sobre la actividad externa. Esto implica que el cristiano debe defender y promover el respeto a su libertad propia y a la de los demás. Ambas libertades van juntas. Una elemental razón de coherencia ha de llevar al cristiano a comprender que sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya 308. Esta primera condición abarca diversos aspectos que englobaremos bajo el título de una homilía de san Josemaría: "El respeto cristiano a la persona y a su libertad" 309;
– la segunda condición para la expansión de la libertad consiste en que cada uno asuma y mantenga fielmente los compromisos libremente aceptados para dirigir el uso de la propia libertad hacia el cumplimiento de la voluntad de Dios. Se trata, para un cristiano, de los compromisos bautismales y de otros que haya adquirido para responder a la llamada personal a la santidad por su camino específico de santificación. Esos compromisos son cauce para la expansión de la libertad. Fuera de ellos la fuerza de la libertad no se dilata sino que se dispersa. Esta segunda condición comprende también diversos aspectos, que reuniremos bajo el título "Los compromisos cristianos como cauce de libertad".
El lector que se acerca por vez primera a las homilías del volumen Es Cristo que pasa, no se extrañará al encontrar títulos como La Eucaristía, misterio de fe y de amor, o La Ascensión del Señor a los Cielos, pero es posible que le sorprenda el tema de la séptima homilía, a la que acabamos de hacer referencia: El respeto cristiano a la persona y a su libertad. Puede que a primera vista no le parezca un asunto de predicación; sin embargo, basta comenzar la lectura para caer en la cuenta de su importancia para la vida espiritual, particularmente en el caso de quienes tienen la misión de santificar el mundo desde dentro.
En la enseñanza de san Josemaría es una cuestión capital y, a nuestro juicio, la primera –junto con la libertad interior de la que hemos tratado en la primera parte del capítulo– en la que se perciben las consecuencias del sentido de la filiación divina. Quien se sabe hijo de Dios se sabe libre y siente el deber de respetar la libertad de los demás y de exigir que se respete la suya, tanto en su vida interior como en su conducta externa, dentro de los límites que impone la condición de persona humana con su dimensión social e histórica. Si el sentido de la filiación divina es el fundamento de la vida espiritual, el respeto a la libertad viene a ser, en la enseñanza de san Josemaría, como el aire que necesita un hijo de Dios para respirar normalmente.
En este tema, los textos tocan principalmente tres aspectos que enunciamos en el orden que nos parece más lógico, antes de detenernos en cada uno de ellos. En primer lugar, se refiere al respeto a la libertad de las personas en cuanto exigido por su dignidad: habla entonces de la "libertad de las conciencias" en general y, concretamente, dentro de la Iglesia, del respeto de la libertad del fiel y de sus derechos. En segundo lugar, se refiere al respeto de la libertad por razón de la materia de las elecciones libres: aquí insiste ampliamente en la "libertad en lo opinable". En tercer lugar, se refiere al respeto de la libertad por razón de la no competencia de la autoridad en determinadas materias, aunque en sí mismas no fueran opinables: se trata principalmente de la "libertad religiosa" o libertad social y civil en materia religiosa. El conjunto de estos tres aspectos permite, en nuestra opinión, ofrecer una visión general de la enseñanza de san Josemaría sobre este importante tema.
La expresión "libertad de las conciencias" es típica del magisterio de Pío XI, aunque tiene su origen en el de León XIII 310. Puede tomarse como emblemática de la doctrina católica acerca del derecho de toda persona a no ser obligada, con coacción física o moral, a actuar contra su conciencia; más aún, a ser positivamente respetada, defendida y ayudada a obrar en conciencia.
San Josemaría emplea a menudo esta expresión, partiendo de la enseñanza de los Pontífices, pero, como enseguida veremos, la abre a los nuevos planteamientos que tomarán forma en el Concilio Vaticano II.
Conviene advertir desde ahora que, siguiendo la terminología de León XIII y de Pío XI, san Josemaría distingue entre "libertad de las conciencias" y "libertad de conciencia". Esta última expresión, si se entiende como libertad para llevar a cabo cualquier cosa que se decida "en conciencia" sin reconocer un orden moral establecido por Dios, denota una concepción incompatible con la visión cristiana. En este sentido escribe que no es exacto hablar de libertad de conciencia (...). Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias (León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 [1888], 606) 311.
Posteriormente, ha evolucionado el sentido de la expresión "libertad de conciencia". Ahora es frecuente emplearla como equivalente a "libertad de las conciencias", lo cual se comprende fácilmente porque, en sí misma, se presta a ser entendida en un sentido
o en otro. Por tanto, actualmente ya no tiene por lo general una acepción negativa. Pero es obvio que la doctrina subyacente permanece idéntica. Cuando san Josemaría entendía negativamente la expresión "libertad de conciencia", quería rechazar lo mismo que rechazaba el Magisterio pontificio: el error que designaba en ese momento, no evidentemente lo que significa en otros documentos recientes del mismo Magisterio.
Después de esta premisa podemos entrar en el uso que san Josemaría hace de la noción. He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad 312. El texto es bien expresivo de su talante. Hombre de convicciones firmes y de ánimo decidido, Josemaría Escrivá de Balaguer tiene marcada en su personalidad de hijo de Dios la nota característica de un delicado respeto a la libertad, que le lleva a sentir repulsa hacia cualquier tipo de coacción sobre las conciencias y, positivamente, a poner los medios –en el texto citado habla de la oración, del estudio, de la caridad– para ayudar a los demás a usar rectamente la libertad. En este último sentido, su aprecio a la libertad de las conciencias va mucho más allá del simple respeto a la privacy, actitud loable pero estrecha como cauce del apostolado cristiano, que ciertamente exige abstenerse de invadir abusivamente la intimidad de los demás pero que no se contenta con ello, sino que pide una positiva promoción de su libertad.
Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura 313.
El siguiente texto, del que ya hemos citado las primeras palabras, ofrece una explicación de cómo entiende el concepto:
Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias (León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 [1888], 606), que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios 314.
Como se ve, aquí aplica el respeto a la libertad de las conciencias al campo de la religión. En otros textos lo refiere, en general, al respeto de las convicciones intelectuales y morales de los demás. En todo caso, al estar las convicciones religiosas en el vértice de las demás, lo que se diga de su respeto abarca el de las otras. También hay que observar que en el texto anterior parece referirse sólo al caso de la conversión a la fe católica o de la incorporación a la Iglesia. En otros momentos, como en la cita que sigue, se ve que piensa en el apostolado en general, no sólo en el apostolado ad fidem.
[Es preciso] hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros. También en la acción apostólica –mejor: principalmente en la acción apostólica–, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias 315.
Después de repudiar de nuevo la injusta coacción, la violencia y la intolerancia 316, san Josemaría menciona, como decíamos, el campo más significativo para la defensa de la libertad de las conciencias: el campo de la acción apostólica. Por tratarse de una actividad con la que se pretende comunicar la verdad y el bien –la verdad plena del Evangelio y el bien excelente de la vida sobrenatural– quizá se podría pensar que ahí está justificada una cierta coacción y de hecho no han faltado a lo largo de la historia quienes han pretendido imponer el Evangelio con medios coercitivos. Sin embargo, al obrar así no han actuado según el espíritu cristiano. No entramos en cuestiones históricas complejas de los "estados cristianos", con sus amalgamas de autoridad civil y eclesiástica, y sus confusiones prácticas de diverso género. Hemos de recordar, de todas formas, unas palabras del Vaticano II que proponen la enseñanza constante de la Iglesia: "Es uno de los principales capítulos de la doctrina católica, contenido en la palabra de Dios y enseñado constantemente por los Padres, que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios, y que, por tanto, nadie puede ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad. Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado en Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios que se revela, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre de la fe" 317. La enseñanza de san Josemaría recogida en el último texto citado, se encuentra en total sintonía con esta perenne doctrina y se extiende a todos los momentos del itinerario de la fe: no sólo a la conversión a la fe o la plena incorporación a la Iglesia (casos a los que directamente se refiere el texto conciliar), sino a todos los pasos del seguimiento de Cristo. La resolución de abrazar la fe y todas las decisiones de la vida de fe han de ser siempre libres.
La conclusión es fuerte: Por eso, cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan 318. San Josemaría se refiere concretamente al respeto de las convicciones de los no católicos, pero está claro que es sólo un ejemplo para transmitir radicalmente un espíritu de libertad fundado en la dignidad de ser persona llamada a la adopción divina sobrenatural. Nunca puede estar moralmente justificado, ni por tanto ser aceptable, coaccionar la conciencia de nadie, porque esto sería despreciar su libertad y ofender su dignidad de persona y de hijo adoptivo de Dios (o llamado a serlo). No es lícito "sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad" 319, se ha dicho comentando la enseñanza de san Josemaría. Sin renunciar a la verdad, prefiere sufrir con los que se ven injustamente maltratados por sus convicciones, antes que obligar a nadie a salir del error.
Las aplicaciones de este espíritu se extienden a todos los campos. Por ejemplo, cuando habla de las relaciones del cristiano –como fiel y como ciudadano– con el poder civil y el eclesiástico, recuerda que la autoridad no debe hacer discriminaciones injustas:
En la Iglesia y en la sociedad civil no hay fieles ni ciudadanos de segunda categoría. Tanto en lo apostólico como en lo temporal, son arbitrarias e injustas las limitaciones a la libertad de los hijos de Dios, a la libertad de las conciencias o a las legítimas iniciativas. Son limitaciones que proceden del abuso de autoridad 320.
En el terreno de las relaciones entre padres e hijos (y más en general en la formación) promueve la confianza precisamente como exigencia de la libertad de hijos de Dios. Ya lo hemos visto más arriba, haciendo referencia a un estudio de Concepción Naval. Como ejemplo concreto podemos recordar lo que aconseja a los padres cuando los hijos han de tomar decisiones sobre la propia vida:
Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. (...) Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio (...). Llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad 321.
También el campo de la dirección espiritual personal está empapado de este espíritu de libertad. He aquí las orientaciones que san Josemaría ofrece a quienes la imparten:
Dejad siempre una gran libertad de espíritu a las almas. Pensad en lo que tantas veces os he dicho: porque me da la gana, me parece la razón más sobrenatural de todas. La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera –a que le dé la gana– cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad (...), que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad 322.
Hemos puesto algunos ejemplos de diversos ámbitos. Pueden ser suficientes para concluir que el respeto a la libertad de las conciencias, fundado en la dignidad de persona y de hijo de Dios, es un sello característico de toda la enseñanza de san Josemaría. Es un principio desde el que se enfocan temas que no estaban directamente considerados en el magisterio de los Pontífices que emplearon la expresión.
Pasemos ahora al respeto a la libertad de las conciencias por razón de la misma materia de las elecciones libres, y no sólo por la dignidad de persona. Hablamos del respeto a la libertad en materias opinables, pero no en abstracto sino tal como se encuentra en san Josemaría: de modo estrechamente ligado a la vocación y misión de los fieles laicos. "El pluralismo –escribe Ana Marta González reflexionando sobre su enseñanza– es una característica esencial del modo laical de estar en el mundo que se extiende a todos los ámbitos" 323.
Su sensibilidad hacia estas cuestiones es muy aguda porque tocan el nervio de la santificación en medio del mundo, médula de su misión eclesial. Como ya hicimos notar en la Parte preliminar y al inicio del presente capítulo, san Josemaría considera esencial que se reconozca en la Iglesia la autonomía de los fieles laicos en su actuación profesional, cultural, política, económica, etc., porque sólo así podrán plantear su vida espiritual y realizar su labor apostólica con la iniciativa y la responsabilidad que exige el don de la filiación divina y el sacerdocio recibidos en el Bautismo. La libertad personal del laico católico en estas cuestiones no tiene más límites que la ley de Dios y la fidelidad a la Iglesia Santa; que no son límites, sino precioso don, que hace de las acciones humanas actos de contenido valioso, dignos de un hijo de Dios 324.
Para exponer su enseñanza en este tema resulta útil una previa distinción. Todo cristiano posee, en cuanto miembro de la Iglesia, una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc. 325 Además de esto, que es común a todos los fieles, los laicos tienen una misión específica que consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 326. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica 327. Mientras que en el primer caso –la cooperación con el apostolado de la Jerarquía– cualquier fiel, también el laico, debe emplear su libertad para secundar los mandatos de la Jerarquía y moverse dentro de esos mandatos, en el segundo caso –el de su apostolado específico en las actividades temporales– el mandato apostólico proviene inmediatamente de Cristo por el Bautismo mismo e implica una serie de derechos y deberes dentro de la sociedad eclesial, en relación con la santificación y el apostola do, que han de ser reconocidos y respetados para que la libertad de los hijos de Dios se pueda dilatar y dar fruto.
Por esto, la defensa de la libertad en las actividades temporales constituye un punto clave para san Josemaría. Sin la promoción de esa libertad, los laicos no podrían realizar su misión propia. Se trata de una libertad con todas sus consecuencias, concretamente con la más clara, que es el pluralismo. Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad lleva consigo 328. Una defensa de la libertad que procediera con la pretensión (o con la oculta esperanza) de que todos la empleasen del mismo modo, no sería más que una farsa.
El campo de aplicación es tan amplio como el de las actividades temporales. Desde luego, la dimensión moral que todas poseen en cuanto actividades humanas, implica que habrá aspectos en los que el Magisterio de la Iglesia se podrá pronunciar para orientar su ejercicio a la luz del Evangelio. Pero siempre habrá, necesariamente, otros aspectos pertenecientes a la autonomía propia de cada ciencia o arte –de las actividades temporales en general– en los que cabe un pluralismo de opiniones, de posiciones y de soluciones 329.
San Josemaría no excluye ninguna actividad temporal de ese pluralismo. Lo defiende incluso en un campo tan estrechamente ligado al Magisterio como es el de la investigación teológica. En este sentido, refiriéndose concretamente al Opus Dei, deja sentado como principio que no pensamos de la misma manera, porque admitimos el mayor pluralismo en todo lo temporal y en las cuestiones teológicas opinables 330. Este pluralismo no es obstáculo a la unidad de la fe; más bien es considerar el respeto a la libertad como importante factor de unidad. Por ejemplo, en el Opus Dei, explica san Josemaría, las diversas opiniones son y serán constantemente prueba de buen espíritu 331.
Pero, por significativo que sea el campo de la investigación teológica, no se refieren a él la mayor parte de los textos de san Josemaría sobre la libertad en lo opinable, sino a otro en el que la defensa del pluralismo requiere una particular atención: el campo de las opciones políticas de los fieles cristianos 332. Es un campo en el que siempre acecha el peligro de considerar negativamente el pluralismo, ya sea por una mentalidad autoritaria que ve con malos ojos todo lo que escapa a su dominio, o bien por un espíritu gregario que se siente seguro con la uniformidad y se inquieta con la diversidad.
En los escritos de san Josemaría "existen abundantes reflexiones teológico-morales sobre la acción de los cristianos en el terreno social y político, pero no encontramos en ellos lo que comúnmente se entiende por "ideas u opiniones políticas". Este hecho corresponde a una línea de conducta reflexivamente asumida y constantemente respetada" 333. Según Ángel Rodríguez Luño, si se quisiera expresar en una fórmula sintética el pensamiento de san Josemaría sobre la acción social y política, "esa fórmula no sería otra que la del nexo indisoluble entre la libertad personal y la correspondiente personal responsabilidad" 334. Y Antonio García-Moreno observa que "el amor a la libertad le llevó siempre a respetar en grado sumo las ideas políticas de todos los laicos. En su actuación en la vida pública los considera libérrimos de optar por uno u otro partido, con la única y lógica orientación vinculadora de la doctrina de la Iglesia" 335. El mismo autor concluye con la siguiente cita que atestigua la importancia que san Josemaría concede al tema: Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde 336.
La insistencia en este punto está relacionada históricamente con factores muy diversos entre sí. Uno de ellos es la instauración de regímenes totalitarios en diversos países, especialmente en la Europa del siglo XX. Su postura era neta:
Es necesario amar la libertad. Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos –está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo– que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales; y a defender ese falso criterio con intentos y propaganda de naturaleza y substancia escandalosas, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse 337.
Otro factor es la tendencia, dentro de la Iglesia, a promocionar la unidad de los católicos en la política (y en diversos sectores profesionales), ante la necesidad de hacer frente a la presión laicista y marxista. Ya nos hemos referido a esta cuestión en la Parte preliminar. Gabriel Zanotti estima que en la práctica y con cierta frecuencia, los principios básicos de la Doctrina social de la Iglesia han sido "asumidos y vividos como una propuesta política y económica más, con aplicaciones y soluciones concretas (...) [que serían] la única posición temporal posible para un católico" 338. Desde luego, no faltan claras refutaciones de este temporalismo, añade el autor, pero en todo caso opina que "si hay alguien que no se ha confundido en esta cuestión, es Josemaría Escrivá de Balaguer" 339. En la biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada puede verse –con documentación histórica– cuánto hubo de esforzarse san Josemaría para defender el pluralismo de los cristianos en política 340.
Incansablemente reclamaba para los fieles laicos libertad absoluta en todo lo temporal, porque no existe una única fórmula cristiana para ordenar las cosas del mundo 341. Un enunciado recorre sus escritos expresando eficazmente la idea: No hay dogmas en las cosas temporales 342. Principio cargado de consecuencias que ilustra con las siguientes palabras:
Pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las conciencias de los demás, a no respetar al prójimo. (...) Un cristiano debe hacer compatible la pasión humana por el progreso cívico y social con la conciencia de la limitación de las propias opiniones, respetando, por consiguiente, las opiniones de los demás y amando el legítimo pluralismo 343.
"Con esto –comenta Juan José Sanguineti– no pretendía sostener una especie de "liberalismo cristiano", en el sentido de separar las actividades seculares (política, ciencias, artes, etc.) de la fe, que quedaría relegada a la vida de piedad y a la teología. Nada sería más contrario a su pensamiento. Con gran fuerza sostuvo siempre, como parte de su mensaje sobre la santificación del trabajo y de las estructuras seculares, que la fe cristiana debe iluminar todos los problemas temporales y que el cristiano no puede dejar de serlo cuando es parlamentario, médico, arquitecto, etc. (cfr. Camino, n. 353), pues tiene que santificar el trabajo y el mundo, para llevarlos a Cristo (...). Pero esto ha de hacerlo no de un modo integrista o fundamentalista, sino en libertad, sin vincular la fe cristiana a sus soluciones y opciones personales, por muy nobles y acertadas que sean" 344.
San Josemaría fomenta la unidad de los cristianos en la fe, pero se trata de
una unidad que no es uniformidad, que no consiste en que piensen todos lo mismo, ni en que militen en un solo partido: no es ésa la voluntad de Dios, que no sólo respeta sino que ha creado nuestras personalidades y nuestras inclinaciones, diversas las unas de las otras; que quiere que el hombre crezca y madure ejerciendo su libertad, que desea que la historia humana recorra su camino. Una unidad que es más honda y profunda que todo eso, porque es de otro orden: de orden divino, del orden de la fe y de la caridad 345.
Para él, unidad espiritual y variedad en las cosas temporales son compatibles cuando no reina el fanatismo y la intolerancia 346. Fanatismo es no considerar lo opinable como opinable. En este sentido, es un "error gnoseológico" 347, que conduce a actitudes ajenas al espíritu cristiano de libertad, aunque se revistan de un aparente celo por la unidad.
Un verdadero cristiano no piensa jamás que la unidad en la fe, la fidelidad al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, y la preocupación por hacer llegar a los demás el anuncio salvador de Cristo, esté en contraste con la variedad de actitudes en las cosas que Dios ha dejado, como suele decirse, a la libre discusión de los hombres. Más aún, es plenamente consciente de que esa variedad forma parte del plan divino, es querida por Dios que reparte sus dones y sus luces como quiere. El cristiano debe amar a los demás, y por tanto respetar las opiniones contrarias a las suyas, y convivir con plena fraternidad con quienes piensan de otro modo 348.
Estas palabras pueden servir de síntesis del pensamiento de san Josemaría que hemos pretendido recoger en este apartado y en el anterior. En ellas se armonizan las dos motivaciones del respeto a la libertad de las conciencias que venimos comentando: la dignidad de persona que reclama un amor no condicionado por la diferencia de convicciones, y la valoración positiva del pluralismo en lo opinable. La principal de ellas es la primera:
La raíz del respeto a la libertad está en el amor. Si otras personas piensan de manera distinta a como pienso yo, ¿es eso una razón para considerarlas como enemigas? 349
El amor lleva a un respeto atento de la libertad, y este respeto es, para san Josemaría, condición de la convivencia 350. Porque no es un respeto que conduce a aislarse y a aislar a cada uno en sus opiniones (un "allá tú con tus ideas"), sino un verdadero aprecio de la libertad responsable y del pluralismo. Se comprende que Josemaría Escrivá de Balaguer haya sido llamado "maestro de la convivencia" 351. Esto nos introduce ya en el tema siguiente.
San Josemaría impulsa de muchos modos la tarea, en la que el cristiano ha de ser protagonista, de promover unas condiciones de vida en la sociedad civil –materializadas en leyes, costumbres y estructuras de diverso género– que faciliten el ejercicio de la libertad y sean, por tanto, adecuadas a la dignidad de hijos de Dios y aptas para favorecer el perfeccionamiento humano de todos los ciudadanos. En este ámbito, el primer aspecto de la libertad que es preciso salvaguardar y fomentar –el más importante por su naturaleza– es la "libertad religiosa".
Como se sabe, a partir de la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II, el Magisterio entiende esta expresión como equivalente a "libertad social y civil en materia religiosa". Consiste en que los ciudadanos estén exentos de coacción por parte de la sociedad y del Estado en cuestiones de religión, dentro de los límites del orden público impuestos por el bien común político, que el Estado debe tutelar 352.
Recordemos, aunque sea muy conocido, que "libertad religiosa" no significa que dé lo mismo escoger una religión que otra, ni que la conciencia sea independiente de la verdad religiosa. Significa que cada uno tiene derecho a que se respete su libertad para buscar la verdad religiosa y para profesarla sin coacción por parte de la sociedad o del Estado. Esto no implica indiferentismo religioso (Dignitatis humanae lo rechaza desde el comienzo, afirmando que la "única verdadera religión" 353 es la católica), sino limitación de las competencias del Estado.
San Josemaría no emplea la expresión "libertad religiosa", pero el concepto no le resulta extraño. Para comprenderlo conviene tener en cuenta que en el derecho a la libertad religiosa se pueden distinguir dos aspectos. Por una parte, es una manifestación necesaria del respeto a la libertad de las conciencias (en este sentido, hay textos de san Josemaría sobre la libertad de las conciencias que se refieren a la libertad religiosa, como enseguida veremos); por otra, es una consecuencia de "la delimitación jurídica del poder público (...) en relación con el libre ejercicio de la religión en la sociedad" 354. El Magisterio señala, en efecto, que la autoridad civil no puede coaccionar en materia religiosa, mientras se respete el "orden público", porque no es materia de su competencia. No es misión del Estado exponer la revelación sobrenatural, ni indicar a los ciudadanos las prácticas de culto que han de vivir, ni guiarles en ese ámbito. "La autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla; pero hay que afirmar que excede sus límites si pretende dirigir o impedir los actos religiosos" 355.
Este segundo aspecto también se halla presente en san Josemaría, aunque en menor medida que el de la libertad religiosa como exigencia del respeto a la libertad de las conciencias. A veces se encuentra sólo de modo implícito y unido al primero. Por ejemplo, cuando –respondiendo a una pregunta sobre la "enseñanza de la religión dentro de los estudios universitarios", en el contexto de la España de la década de 1960 donde, al ser un estado confesionalmente católico, esa enseñanza formaba parte del curriculum en la universidad pública–, afirma que nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno 356. Afirma, pues, que el Estado no puede imponer como obligatoria para todos la enseñanza de una determinada religión en las instituciones educativas estatales, porque eso supondría "violar la libertad de las conciencias" de quienes no se adhieren a esa religión. Con razón hace notar Martin Rhonheimer que san Josemaría, al entender la expresión "libertad de las conciencias" en su sentido más profundo y esencial "hace saltar las fórmulas tradicionales y se abre a una comprensión más amplia" 357. Al pedir respeto a la libertad de las conciencias también por parte del Estado, está sosteniendo implícitamente el principio de "libertad social y civil en materia religiosa" contenido en la Declaración Dignitatis humanae. Por esto se ha podido afirmar que "Josemaría Escrivá de Balaguer defendió la libertad religiosa (...) entendida como una profundización y desarrollo armónico de la doctrina católica" 358. Por lo demás, manifestaba expresamente su aprecio a este documento del Vaticano II en una entrevista concedida en 1966 al periódico "Le Figaro": Comprenderá que siendo ése el espíritu que desde el primer momento hemos vivido, sólo alegría pueden producirme las enseñanzas que sobre este tema [la libertad religiosa] ha promulgado el Concilio 359.
En otras ocasiones se refiere expresamente a la distinción de las competencias de la Iglesia y del Estado. En una de sus Cartas, después de citar Mt 22, 21 ("Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios"), comenta:
Distinguió Cristo los campos de jurisdicción de dos autoridades: la Iglesia y el Estado y, con ello, previno los efectos nocivos del cesarismo y del clericalismo. (...) Fijó la autonomía de la Iglesia de Dios y la legítima autonomía de que goza la sociedad civil, para su régimen y estructuración técnica 360.
Le resulta connatural defender la autonomía del Estado, pero delimita sus competencias rechazando el cesarismo y exigiendo respeto a la autoridad de la Iglesia en la materia de su jurisdicción pública.
Esta delimitación de las competencias del Estado no implica, ni para Dignitatis humanae ni para san Josemaría, sostener un indiferentismo del Estado en materia religiosa. El Estado no debe imponer ni dirigir la vida religiosa de los ciudadanos, pero sí "favorecer la vida religiosa de los ciudadanos" 361. ¿Qué significa esto? ¿Cómo entiende Josemaría Escrivá de Balaguer la diferencia entre "no dirigir" y "favorecer" la vida religiosa de los ciudadanos?
En relación con este punto cita textualmente un pasaje de la Declaración conciliar, según el cual la libertad religiosa, como se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo (Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 1). A este deber de cada hombre, y de la sociedad, corresponde, por parte nuestra, un deber apostólico correlativo, del que Dios nos pedirá cuentas, porque nos da también la gracia para cumplirlo 362.
Como se ve, resalta el deber del individuo y de la sociedad hacia la verdadera religión. Por lo que se refiere a cada persona, está claro que ha de buscarla y, una vez conocida, abrazarla 363. Pero además, siendo miembro de la sociedad, este deber le obliga no sólo individual sino también socialmente. Hay que entender correctamente las palabras "dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", porque
la distinción establecida por Cristo no significa, en modo alguno, que la religión haya de relegarse al templo –a la sacristía– ni que la ordenación de los asuntos humanos haya de hacerse al margen de toda ley divina y cristiana. Porque esto sería la negación de la fe de Cristo, que exige la adhesión del hombre entero, alma y cuerpo; individuo y miembro de la sociedad 364.
Por tanto, respetando la libertad de los que no comparten la misma fe, los cristianos han de dar a Dios el culto público, que la sociedad como tal está obligada a rendir al Señor 365. Nótese que san Josemaría habla aquí de la sociedad, no del Estado. Es la sociedad –concretamente los cristianos en cuanto miembros de ella– quien ha de dar ese culto. El Estado no debe dirigir ese culto público, pero sí favorecer que los miembros de la sociedad lo eleven a Dios.
Sin detenernos en otras cuestiones de doctrina católica sobre el Estado, nos parece necesario un breve comentario a las citas anteriores. El punto de partida es que el Estado no debe impedir el culto público de ninguna religión, dentro de los límites del orden público y de la moralidad pública. Esto no ofrece problemas. Una duda puede surgir cuando se considera que debe "favorecerlo". ¿Ha de favorecer por igual el culto público de todas las religiones? Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta que es competencia del Estado promover en su ordenamiento los principios de la ley natural que afectan a la convivencia social. Estos principios no son exclusivos de una religión determinada. Entre ellos se encuentran, por ejemplo, la defensa de la vida humana inocente, la promoción de la unidad y estabilidad del matrimonio, la tutela de la propiedad privada compatiblemente con su función social, etc. Ahora bien, estos principios no son reconocidos por igual en todas las religiones. En el caso de la religión católica hay que decir que enseña íntegramente la ley natural y educa a observarla. Un Estado que se atiene a su misión específica puede favorecer su acción en este sentido, legítimamente. Respecto a las demás religiones, no ha de impedir lo que se mantiene dentro del orden público, y puede favorecer los aspectos que contribuyan al bien común, no los que lo perjudiquen. Conducirse de este modo no es, ciertamente, abogar por una "confesionalidad católica del Estado" –que la Iglesia no pide 366–; es, en cambio, exigir que se respete la ley natural, accesible a la razón, en sus dimensiones socialmente relevantes. "Los fieles católicos pueden y deben pretender que el ambiente y las leyes de su sociedad recojan esas exigencias para todos, no como si fuesen preferencias puramente religiosas que debieran quedar amparadas por la inmunidad de coacción (...) [sino según] los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano" 367.
Otra cuestión es cómo se puede conocer con seguridad la ley natural, principalmente en lo que afecta de modo directo a la convivencia social, en la presente situación de la humanidad. En esto es fundamental el apostolado de los cristianos que, además de poder acceder a esos principios con la razón, como todos, cuentan con la certeza que les proviene de la fe y la enseñanza de la Iglesia. San Josemaría impulsa a realizar ese apostolado con pleno respeto a la libertad de las conciencias y del derecho a la libertad religiosa en la vida social.
Pasemos ahora a una última cuestión muy presente en san Josemaría y estrechamente relacionada con la anterior. La promoción de la libertad reclama también que se erradiquen las estructuras injustas que se dan en la sociedad como consecuencia del pecado, ya que impiden o estorban el ejercicio de la libertad misma. Es lo que hemos llamado en el título de este apartado, "liberación de los hijos de Dios".
Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el
amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestacio
nes de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y
el descanso, la vida de familia y la convivencia social 368.
Tú, por cristiano –investigador, literato, científico, po
lítico, trabajador...–, tienes el deber de santificar esas reali
dades. Recuerda que el universo entero –escribe el Após
tol– está gimiendo como en dolores de parto, esperando la
liberación de los hijos de Dios 369.
El tema está relacionado con el de la libertad religiosa ya que se trata de la "moralidad pública", es decir, de promover unas relaciones justas de los ciudadanos entre sí y con el Estado, que son elemento constitutivo del bien común político y, por tanto, presupuesto necesario para el ejercicio de la libertad en la sociedad, comenzando por la libertad en materia religiosa.
Estructuras contrarias a la moralidad pública son, por ejemplo, las costumbres que implican discriminaciones por la raza, el sexo o la posición económica; las situaciones de pobreza y de miseria que proceden de injusticias; la leyes contrarias al respeto debido a la vida humana o a la dignidad del matrimonio; la corrupción moral en las actividades económicas y políticas; etc. Procurar sustituir estas estructuras por otras que sean justas, forma parte importante de la promoción de la libertad que han de realizar los hijos de Dios, porque la libertad es una planta fuerte y sana, que se aclimata mal entre piedras, entre espinas o en los caminos pisoteados por las gentes (cfr. Lc 8, 5-7) 370.
Al mismo tiempo no se debe perder de vista que el cristiano, si llega el caso, ha de saber sufrir la injusticia con libertad interior, uniéndose a la Pasión de Cristo. San Pablo reprende a algunos que, para reivindicar sus derechos, denunciaban a sus hermanos en la fe ante los tribunales paganos: "¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no preferís ser despojados?" (1Co 6, 7). No hace falta que nos detengamos en el contexto de estas palabras, recordando lo que representaba en aquella época acudir a un juez pagano, etc. La sustancia es que, en cuestiones temporales, un cristiano no ha de hacer valer sus derechos "a toda costa" o a cualquier precio. En ocasiones la caridad conducirá a sufrir la injusticia, en otras exigirá combatirla. Por su parte, san Pedro enseña: "Si tuvierais que padecer a causa de la justicia, bienaventurados vosotros (...), pues es mejor padecer por hacer el bien, si ésa fuera la voluntad de Dios, que por hacer el mal. Porque también Cristo padeció una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, para llevaros a Dios" (1P 3, 14.17-18). La libertad cristiana es ante todo libertad interior; y su conquista exige primariamente la liberación del pecado. El dolor físico, o la pobreza, o el sufrir una injusticia, se pueden padecer por amor y no impiden la libertad interior.
En 1974, durante una charla de catequesis en un país de América latina, cuando tomaba auge una "Teología de la liberación" con ciertas connotaciones del pensamiento marxista que más tarde suscitaría la intervención del Magisterio 371, preguntaron a san Josemaría: "¿Nos podría explicar en qué consiste la liberación?" La respuesta fue:
¡Liberarse del pecado! ¡Liberarse de las cadenas de las pasiones malas! ¡Liberarse de los vicios! ¡Liberarse de las malas compañías! ¡Liberarse de la flojera! ¡Liberarse de la fealdad del alma y de la del cuerpo! (...) Pero el dolor es una bendición de Dios. ¡Bendito sea el dolor! ¡Amado sea el dolor! ¡Santificado sea el dolor! ¡Glorificado sea el dolor! ¿Qué sería del mundo sin el dolor? ¡Sería una pena! Un cuadro sin sombras, no es un cuadro. ¿Sólo hay luces? No, no; tiene que haber sombras. Y el dolor, llevado por Amor, es algo muy sabroso, estupendo. Todas las mamás lo saben. Todas las esposas y los esposos lo saben. Todos los papás saben que el dolor es muy bueno. De modo que querer liberarse del dolor, de la pobreza, de la miseria, es estupendo; pero eso no es liberación. Liberación es lo otro. Liberación es... ¡llevar con alegría la pobreza!, ¡llevar con alegría el dolor!, ¡llevar con alegría la enfermedad! 372
Sin embargo, el hecho de que el dolor se pueda ofrecer a Dios no significa que no se deba hacer lo posible para aliviarlo. Y lo mismo respecto a las injusticias. En la enseñanza de san Josemaría no hay lugar para el "conformismo" con las estructuras en las que el pecado ha "cristalizado". Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo 373. Hay en estas palabras una aguda sensibilidad hacia la defensa de los derechos de la persona que protegen la dignidad y la libertad, pero es siempre una defensa por amor a Dios, una defensa como la de Cristo que exige respeto de la justicia en la tierra pero no hace de ella el fin último y por eso sabe sufrir la injusticia ordenándola a lo único necesario, de modo que el sufrimiento de la injusticia adquiere valor redentor.
El respeto a la libertad es premisa imprescindible para entender el significado de tres expresiones utilizadas en Camino, a primera vista sorprendentes y paradójicas:
El plano de santidad que nos pide el Señor, está determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza 374.
No han faltado incomprensiones en relación con este texto. Martin Rhonheimer observa que, ante tales expresiones –se refiere sobre todo a la "santa coacción"– los críticos parecen "sucumbir a un fallo hermenéutico" 375: identifican "santa coacción" con "coacción por motivos santos". Lo mismo vale para la "santa intransigencia", que interpretarían como "intransigencia por motivos santos". La confusión, o la manipulación del sentido es bastante evidente. Rhonheimer hace notar que la palabra "coacción" en el término "santa coacción", está empleada en sentido analógico. Quien la tomara en sentido unívoco "recordaría a ciertos fariseos del Evangelio" 376 que tergiversaban las palabras de Jesús para tener de qué acusarlo.
Veamos el sentido de estas expresiones que san Josemaría empleaba en su predicación al menos desde 1931 377.
1. La "santa intransigencia" consiste en mantener y confesar íntegras las verdades de la fe.
Por la gracia de Dios, que nos hizo nacer a su Iglesia por el Bautismo, sabemos que no hay más que una religión verdadera, y en ese punto no cedemos, ahí somos intransigentes, santamente intransigentes. ¿Habrá alguien con sentido común –suelo deciros– que ceda en algo tan sencillo como la suma de dos más dos? ¿Podrá conceder que dos y dos sean tres y medio? La transigencia –en la doctrina de fe– es señal cierta de no tener la verdad, o de no saber que se posee 378.
Esta actitud no se opone a la transigencia con las personas sino que la reclama. La formación cristiana debe manifestarse
en la comprensión –en la transigencia– con que tratáis a las personas que defienden ideas contrarias, aunque seáis intransigentes con las ideas, cuando son opuestas a las enseñanzas del dogma o de la moral de la Iglesia 379.
La "santa intransigencia" en la doctrina no se opone, pues, al respeto de la libertad. Es defender y proteger la verdad como raíz de la libertad. El Magisterio de la Iglesia enseña que "no disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas (...). Él fue intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las personas" 380.
En un estudio sobre este tema, Jesús Ballesteros hace ver que en la enseñanza de san Josemaría "la universalidad en el respeto a la igual dignidad de todos los seres humanos va coherentemente unida al rechazo del relativismo (...). En este punto puede decirse que los escritos del Fundador del Opus Dei tienen un tono anticipador, ya que constituyen una crítica avant la lettre de lo que podría llamarse postmodernidad decadente; es decir, la propuesta de que "todo vale", de que todas las opiniones valen lo mismo, lo que conduce al desarme del individuo y de la sociedad para hacer frente a los errores y a los horrores. Sirva de muestra un texto muy gráfico contenido en Forja: Los católicos –al defender y mantener la verdad, sin transigencias– hemos de esforzarnos en crear un clima de caridad, de convivencia, que ahogue todos los odios y rencores (n. 564). O bien, este otro del mismo libro: El error no sólo oscurece la inteligencia, sino que divide las voluntades. –En cambio, "veritas liberabit vos" –la verdad os librará de las banderías que agostan la caridad. (n. 842). Este es el modo adecuado de comprender lo que, con expresión valiente, designó como "santa intransigencia"" 381. Hay que armonizar –concluye Ballesteros– "el respeto a la dignidad de las personas con la justa defensa de la verdad, defendiendo la verdad con caridad (cfr. Ef 4, 15)" 382.
Juan José Sanguineti hace notar que Josemaría Escrivá de Balaguer ha recibido también la crítica diametralmente opuesta. Al advertir cómo valora el respeto a las opiniones ajenas, señalando la importancia de mantener lo opinable como opinable, sin dogmatizarlo, se ha querido clasificar su postura junto con la de filósofos recientes, como K. Popper, que han relacionado la opinabilidad de toda cuestión antropológica ("no hay dogmas") con la posibilidad de la convivencia democrática, ya que pretender que se conoce la verdad en ese ámbito conduciría a intentar imponerla a los demás, con actitudes dictatoriales. La convergencia con san Josemaría es bastante débil porque, de una parte, él sostenía los dogmas que propone la Iglesia; y de otra, porque "no pensaba que la creencia en dogmas intangibles fuera generadora de intolerancias
o violencias. Si eso se daba, era un abuso, contrario a la misma fe cristiana. Él siempre impulsó al respeto de la libertad de los que no tienen la fe católica, enseñando a ser "intransigentes" en las verdades de la fe, que no pueden asumirse como meras opiniones discutibles, pero a ser en cambio transigentes y comprensivos con todas las personas, cualesquiera que fueran sus creencias religiosas" 383.
Somos muy amigos de la libertad. Todo nuestro apostolado tiene esta base, y de un modo muy especial el apostolado ad fidem, por el que sentimos predilección. La fe no puede imponerse a martillazos: la gracia de Dios y la libertad humana han de cooperar en íntima armonía. Eso nada tiene que ver con el indiferentismo o con un cierto relativismo subjetivista 384.
Respetad la libertad de los demás y la libertad de la gracia; y, al mismo tiempo, confesad vuestra fe con las obras y con las palabras 385.
2. La "santa coacción", expresión que hace referencia al apostolado, tampoco tiene nada que ver con la falta de respeto a la libertad. El apostolado exige la libertad.
"Compelle intrare" (Lc 14, 23), dice el Señor en la parábola de los invitados a las bodas: "oblígales a entrar". Para san Josemaría es una invitación, una ayuda a decidirse, nunca –ni de lejos– una coacción 386. Entiende esas palabras de Jesús de modo bien diverso a como fueron entendidas hace siglos en el contexto de la lucha contra las herejías 387. El "compelle intrare", explica,
no es como un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios (...). Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana, y tendremos el contenido del compelle intrare 388.
En la parábola de los invitados a la cena, el padre de familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los caminos y cercados e impele –compelle intrare– a los que halles a que vengan (Lc 14, 23). ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima libertad de cada conciencia? Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto..., si alguno quiere venir en pos de mí... Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él (S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 7) 389.
3. Por último, la "santa desvergüenza". Es un aspecto del dominio de la razón sobre los sentimientos: dominio necesario para defender la propia libertad de comportarse cristianamente, sin dejarse condicionar por el entorno, y sin que el ambiente sea un freno para el apostolado.
Ríete del ridículo. –Desprecia el qué dirán. Ve y siente
a Dios en ti mismo y en lo que te rodea. Así acabarás por
conseguir la santa desvergüenza que precisas, ¡oh paradoja!,
para vivir con delicadeza de caballero cristiano 390.
¿Si tienes la santa desvergüenza, qué te importa del "qué
habrán dicho" o del "qué dirán"? 391
Estas tres actitudes –la "santa intransigencia", la "santa coacción" y la "santa desvergüenza"– determinan el plano de la santidad, afirma san Josemaría en el citado número de Camino. Se pueden entender, por tanto, como puntos de referencia que permiten comprobar si el ejercicio de la libertad se mueve en ese plano. La "santa intransigencia" en la doctrina es, en efecto, señal clara de que la razón está perfeccionada por el conocimiento de la verdad; la "santa coacción" indica que la voluntad tiene la firme intención de dirigirse hacia Dios, procurando que otras personas quieran libremente unirse a Él; y la "santa desvergüenza" evidencia que los sentimientos están al servicio de la razón y de la voluntad, la doble raíz de la libertad. Los tres puntos "determinan el plano de la santidad" porque manifiestan que se ejercita efectivamente la libertad de los hijos de Dios.
Un "compromiso", en general, es una obligación contraída. Todo cristiano adquiere con el Bautismo unos compromisos que se vigorizan en la Confirmación y se renuevan en diversas ocasiones a lo largo de la vida. Además, al descubrir su personal vocación a la santidad y la misión que Dios le encomienda, el bautizado puede adquirir otros compromisos para llevar a cabo esa vocación (como, por ejemplo, los del matrimonio).
Aquí hablaremos de los compromisos a los que san Josemaría se refiere continuamente: los que puede adquirir un cristiano corriente para cristalizar de un modo específico aquellos mismos compromisos que ya tiene por el Bautismo, sin cambiar su condición eclesial.
¿Cómo se conjuga la libertad de hijos de Dios, propia de la vocación cristiana, con la asunción de compromisos que sirven a esa misma vocación? Una respuesta general a esta pregunta no requiere muchas palabras. Basta recordar la distinción entre "libertad de" y "libertad para". Si la libertad se entiende como posibilidad de hacer diversas cosas, está claro que cualquier compromiso la limita, ya que al comprometerse en una cosa ha de prescindir de otras. Pero sabemos que una libertad dedicada a mantener abiertas todas las opciones posibles (o cuantas más mejor) no sirve al bien de la persona. Es una libertad que edifica poco o nada. Si se la comprende, en cambio, como libertad para el bien –para amar a Dios y por amor a Dios– entonces la asunción de compromisos no la limita necesariamente. Dependerá de qué compromisos se trate. Si son ataduras que estorban la libertad cristiana es evidente que merecen ser rechazadas. A ellas se refiere san Josemaría cuando escribe: Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios 392. Hay, por el contrario, compromisos que potencian la libertad y estos no deben temerse. Se ha escrito, comentando su enseñanza, que ""dejarse condicionar" por los compromisos asumidos del proyecto personal de vida buena y renunciar a algún bien parcial, aunque suponga sacrificio, implica refuerzo del recto ejercicio de la libertad, que hace crecer éticamente a la persona" 393.
San Josemaría satiriza la actitud de quienes huyen del compromiso por miedo a perder su libertad:
¿Qué aprovechan de esa riqueza sin un compromiso serio, que oriente toda la existencia? Un comportamiento así se opone a la categoría propia, a la nobleza, de la persona humana. Falta la ruta, el camino claro que informe los pasos sobre la tierra: esas almas –las habéis encontrado, como yo– se dejarán arrastrar luego por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad.
Su libertad se demuestra estéril, o produce frutos ridículos, también humanamente. El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él (...).
¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado 394.
Como dan a entender estas palabras, predica una "libertad comprometida", enriquecida por la asunción de compromisos nobles que manifiestan la determinación de responder a la vocación cristiana y conducen a coronarla.
Durante la Vigilia pascual, el celebrante pregunta a la asamblea de los fieles: "¿Renunciáis al pecado, para vivir en la libertad de los hijos de Dios? (...) ¿Renunciáis a Satanás, autor y principio del pecado?..." 395. Al responder "renuncio", el cristiano se obliga a enfrentarse radicalmente a Satanás, rechazando el pecado, como condición para vivir en la libertad de los hijos de Dios.
Esta "renuncia" no es la renuncia a un bien, sino a un mal que lleva a la esclavitud. Por eso, renunciar al pecado no es perder la libertad. No es dejar de obrar porque me da la gana (elemento esencial de la libertad), sino evitar hacer lo que me da la gana (en el caso de que no sea bueno). Lo bueno para el hombre es que ejerza la libertad para alcanzar su perfección y felicidad, que está en el amor de Dios, a través del cumplimiento de su voluntad. No pierde su libertad quien se decide a no utilizarla de modo opuesto a la ley moral. Con esta renuncia sólo gana. En cambio, "al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo" 396.
La "renuncia al pecado" es ciertamente una renuncia a realizar determinadas acciones, y en ese sentido es un límite para la libertad. Pero es un límite a su corrupción, no a su perfección; un límite por debajo del cual no hay libertad cristiana sino libertinaje. San Pablo enseña a distinguir los términos: "Vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad; pero que esta libertad no sea pretexto para la carne, sino servíos mutuamente por amor" (Ga 5, 13).
La libertad de cada uno está limitada por la lealtad a su vocación de cristiano 397. "La primera libertad –escribe san Agustín– consiste en estar exentos de crímenes..., como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta..." 398 Comprometerse a renunciar al pecado no lesiona la libertad, sino que la beneficia y la garantiza.
Pero evidentemente los compromisos bautismales no se satisfacen con la simple renuncia al pecado grave ni con el respeto de las prohibiciones de la ley moral, porque esos compromisos tienden a impulsar positivamente la vida cristiana hacia su fin último, la santidad y el apostolado. Por eso, cuando se renuevan, la Iglesia exhorta no sólo a renunciar al pecado, sino a vivir como hijos de Dios, concretamente a "vivir en la libertad de los hijos de Dios" 399, aquella "libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). San Pablo, que otras veces describe la obra redentora como un "rescate" del mal (cfr. Ga 3, 13), la presenta en este último texto como "liberación", en el sentido de que Cristo nos otorga un bien precioso, el bien de la libertad 400. Por nuestra parte, rechazar el pecado es sólo el primer paso hacia la libertad. Le ha de seguir otro, el de vivir como hijos de Dios. Estos dos pasos o momentos interiores se perciben claramente en la parábola del joven rico. Jesús le enseña primero que la vida del discípulo comporta "cumplir" los mandamientos; y después añade: "ven y sígueme" (Lc 18, 22). No sólo le exhorta a evitar el mal: le invita a entregar su vida con Él. Y así como la renuncia al pecado no es una pérdida de libertad, tampoco lo es el compromiso de seguir a Cristo.
La libertad y los compromisos cristianos no se oponen. El compromiso de seguir a Cristo hace más libres porque encauza la libertad hacia el amor a Dios. Como Dios se identifica con el Amor (cfr. 1Jn 4, 8) y las obligaciones que exige el Amor elevan y liberan la conducta entera, resulta que dejarse condicionar por nuestro Dios es entrar en el maravilloso recorrido de los que participan de su Amor 401.
El compromiso de seguir a Jesucristo se puede concretar de muchos modos, según la vocación y misión de cada uno. Cabe comprometerse en la intimidad de la propia conciencia a emplear de una determinada manera los medios de santificación –la frecuencia de sacramentos, la dedicación de unos tiempos a la oración y a otras prácticas de piedad, los cauces para recibir formación cristiana 402–, a poner en práctica determinados modos y medios apostólicos y, en general, a seguir un camino específico de santificación y de apostolado.
Para exhortar a no tener miedo a asumir y mantener fielmente los compromisos de este género, san Josemaría se refiere a un hecho que le sirve de comparación. Hace ver que para un cristiano corriente, llamado a la santidad y al apostolado en la vida ordinaria, la aceptación de los compromisos que son propios de la vida profesional, familiar y social, es materia de su compromiso bautismal de vivir como hijo de Dios. Las palabras que vamos a citar a continuación son, por una parte, una invitación a ver positivamente esos compromisos humanos sin temor a perder libertad al asumirlos (más bien se expone a perderla quien no los asume); por otra parte, son también una parábola de otra realidad: la de los compromisos específicamente cristianos. O sea, al hacer ver la necesidad de asumir ciertos compromisos humanos, san Josemaría quiere enseñar también a no tener recelos para asumir y mantener esos otros compromisos específicamente cristianos que hemos mencionado en el párrafo anterior, los cuales proporcionan un cauce concreto para la santificación de esas realidades terrenas.
Si un hombre no se deja vincular por afanes nobles y limpios, con los que acepta las obligaciones de una familia, de una profesión, de unos deberes ciudadanos...; si un hombre no tiene iniciativa para tomar esas decisiones, la vida misma se encargará de imponérselas, contra su voluntad. Después vendrá la reacción de rebeldía, de violencia, de abandonarse por un camino que no es cristiano. Cuando todo eso sucede, esa alma queda todavía más condicionada que la que voluntariamente quiso aceptar unos compromisos, que en apariencia coartaban su libertad; en apariencia, porque en ese momento era libre, como seguirá siendo libre su lealtad. De otro modo –no lo olvidéis, hijos– queda el alma más esclavizada, con cadenas que en alguna ocasión parecerán de oro, pero que no dejan de ser cadenas. Y, en otras, serán de hierro mohoso 403.
En las últimas frases se puede advertir que san Josemaría no se refiere ya únicamente a los compromisos profesionales, familiares, etc., de los que hablaba al inicio, sino también a otros es
pecíficamente cristianos. Esto resulta explícito en los párrafos que siguen al que acabamos de citar. Primero recuerda la triste impresión que le produjo ver
un águila dentro de una jaula de hierro, con un pedazo de carroña entre sus garras. Aquel animal –que en las alturas es todo majestad, dueño de los aires, y mira de hito en hito al sol– encerrado en la jaula daba asco y pena a la vez, por las mil diabluras que le gastaban unos niños 404.
Y concluye:
Creedme, todas nuestras rebeldías desordenadas nos llevan a la jaula y a la carroña, al envilecimiento, a perder la potestad de subir. Sólo entregándonos con humildad podremos decir con San Juan de la Cruz: volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance 405.
El compromiso de entrega a Dios al que se refiere implícitamente es, en concreto, el que adquieren los fieles del Opus Dei (a quienes dirige estas palabras). Es el empeño de buscar la santidad y desplegar la misión apostólica en medio del mundo con un espíritu específico –cuyo "eje" es la santificación del trabajo y su fundamento el sentido de la filiación divina–, empleando de un modo concreto los medios de santificación y de apostolado, y formando parte del Opus Dei. Pero no es objeto de nuestro estudio el análisis de este compromiso que, como concreción del bautismal, favorece el desarrollo de la libertad cristiana. Si nos referimos ahora a él es sólo para mostrar que san Josemaría invita a todos los cristianos a actualizar sus compromisos bautismales no simplemente de un modo genérico, sino concretándolos en las personales circunstancias, con la decisión irrevocable de entregarse totalmente a Dios, en el estado propio de cada uno, viviendo su vocación cristiana de un modo claramente definido con la luz de Dios.
San Josemaría insiste en que la determinación de los compromisos bautismales no representa un límite sino un cauce para la libertad. Dirigiéndose a los fieles del Opus Dei utiliza dos comparaciones. La primera, con las guías de las autopistas, que ayudan al mostrar el camino:
Es lógico, hijas e hijos, que haya límites en nuestra actuación de hijos de Dios, a la vez que nos sentimos y somos verdaderamente libres. Los límites y protecciones de las autopistas, que impiden a los coches salirse del camino, sólo podrían parecer contrarios a la libertad a quien no quisiera verdaderamente llegar a donde conduce la carretera. Únicamente una persona sin juicio quiere que no haya limitaciones en su camino, como un conductor de automóvil que dijera: ¿por qué ponen estas barreras?, y las saltara pasándose al otro lado. Ese hombre no es más libre por eso, pero además atropella la libertad de los otros, y terminará perdiéndose 406.
La segunda comparación de los compromisos cristianos es con las alas que permiten volar:
Pensad en esas aves de vuelo rapidísimo, majestuoso, que alcanzan alturas adonde la mirada no llega. No sienten esas aves el peso de las alas, aunque son pesadas e inmensas. Si se las cortarais, si ellas pudieran librarse de ese peso, ganarían en ligereza, pero no podrían volar: se aplastarían contra el suelo. Lo mismo pasa con nuestras obligaciones en el Opus Dei: no son peso, no son algo negativo; son una continua afirmación del amor auténtico. Con su fiel cumplimiento, nos levantamos altos, altos. Y, siendo muy poca cosa, vivimos vida de Dios, llegamos muy cerca del sol, mirándolo de hito en hito, como lo miran las águilas en su vuelo hasta las cumbres 407.
A la postre, quien custodia los compromisos bautismales será custodiado por ellos y vivirá en la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cfr. Ga 5, 1).
* * *
Algunas aplicaciones prácticas 408
1. Formación en la libertad. La dirección espiritual es cauce apropiado para ayudar a conquistar una libertad cada vez mayor, apoyándose en la gracia. Y para formar personas libres, hay que formar la voluntad, la inteligencia y los sentimientos, de modo que se quiera libremente lo que quiere Dios, y se alcance así más libertad interior, sin las trabas de una mentalidad servil, de una formación doctrinal escasa, o de unas pasiones desordenadas. Tres pinceladas pueden ilustrarlo:
–Es vital fortalecer la buena voluntad para vivir como personas libres. Voluntad. Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas –que nunca son futilidades, ni naderías– fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio 409.
–La formación doctrinal, el conocimiento profundo de la verdad revelada, es también raíz vital de la libertad: Veritas liberabit vos (Jn 8, 32), únicamente la verdadera libertad, basada en el conocimiento y en la práctica de la doctrina de Jesucristo, nos hará libres 410. En la dirección espiritual, además de aclarar dudas, posibles errores de conciencia, etc., hay que saber despertar el sentido de responsabilidad que lleva a buscar la necesaria formación doctrinal y moral. Esta formación es imprescindible también para liberar a otros de la esclavitud de la ignorancia: el mayor enemigo de Dios 411. El apostolado es colaborar con Cristo en la misión de redimir, y por tanto de liberar. Dar doctrina es parte esencial de esa labor. Si Jesucristo nos ganó esa libertad y cuenta con nuestra cooperación para que la ejercitemos, cuenta también con nosotros para que le ayudemos a llevarla a todos los hombres, comunicando su palabra, su doctrina que salva 412.
– Los sentimientos deben ser una gran ayuda para amar y realizar el bien ("apasionadamente"). Para eso han de estar gobernados por la razón; en caso contrario la oscurecen y agravan la inclinación al mal. En la dirección espiritual hay que enseñar a poner el corazón en lo que Dios quiere que cada uno haga, pero cuidando que gobierne siempre la cabeza, sin conformarse con el entusiasmo emotivo, que suele ser pasajero. Álvaro del Portillo comenta la doctrina de san Josemaría cuando escribe: "El corazón y los sentimientos pueden ayudarnos a ser generosos con Dios, pero no deben constituir el único ni el principal motor de nuestra fidelidad, porque eso sería sentimentalismo, una deformación del amor verdaderamente peligrosa. Bastantes personas conceden excesiva importancia a los estados de ánimo. Cuentan mucho con el corazón y menos con la cabeza. Si tienen ganas, si les apetece, se consideran capaces de todo, fiados en su entusiasmo; si no, se desinflan. Nosotros hemos de estar prevenidos contra esta insidia; debemos considerar que el corazón solo no basta para seguir a Dios (...). Lo primero que hay que poner es la cabeza, sin dejarse llevar del sentimiento" 413.
2. Libertad y espontaneidad. En los comienzos de la vida espiritual, al formar en libertad, puede ser importante enseñar a distinguir, dentro de uno mismo, entre lo que es "natural" y lo que es consecuencia del pecado original y de los pecados personales, para no llamar "libre" a todo lo que resulta "espontáneo". Por ejemplo, la sexualidad es natural y es buena, pero en el hombre caído tiene impulsos desordenados, de modo que no todo lo "espontáneo" es natural (conforme a la naturaleza humana). De ahí que, por ejemplo, ceder a una tentación contra la castidad no es "liberarse", sino ofender a Dios y esclavizarse por el desorden del pecado; igualmente, combatir la tentación no es "reprimirse" sino poseerse, enseñorearse de sí mismo. Otro tanto sucede con las demás tendencias desordenadas. La desarmonía que la persona encuentra dentro de sí, se va superando con la correspondencia a la gracia, de modo que lo bueno y virtuoso resulta cada vez más espontáneo y verdaderamente libre. Siempre habrá tentaciones, porque no desaparecen nunca del todo las malas inclinaciones, pero con la gracia de Dios es posible vencerlas.
Lo que no es recto es llamar a las tentaciones "inclinaciones naturales", para justificar las cesiones. Refiriéndose a la dirección espiritual, escribe san Josemaría: Hemos de enseñarles que un católico puede tener la doctrina clara, tener fe... y ser frágil. Es diabólica la tentación de justificar nuestras pasiones, tratando de acomodar a ellas la fe: no hay manera de justificar lo injustificable. Con comprensión, hemos de impedir que tiren todo por la borda, mostrándoles qué es lo que deben seguir practicando, a pesar de su fragilidad 414.
Un defecto muy relacionado con lo anterior es que la experiencia de la libertad, del poder de autodeterminación, lleve a confiar demasiado en las propias fuerzas, olvidando las heridas del pecado. En la dirección espiritual ha de quedar claro que sin la ayuda de Dios no podemos hacer nada: "sin mí nada podéis hacer" (Jn 15, 5), dice el Señor; y que, en cambio, con su gracia es siempre posible rechazar las tentaciones y hacer todo el bien que cada uno debe: "todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp 4, 13). Es preciso pedir la gracia, reconociendo que el mismo impulso y la decisión de pedir humildemente la ayuda de Dios es ya fruto de la gracia divina, que previene nuestras acciones y las lleva a término (cfr. Flp 2, 13).
3. Amor a la libertad y optimismo. Afirma san Josemaría que una de las más evidentes características [del espíritu cristiano que enseña] es su amor a la libertad y a la comprensión 415. Y añade: en lo humano, quiero dejaros como herencia el amor a la libertad y el buen humor 416. Esta conjunción entre amor a la libertad, comprensión y buen humor, es típica del "temperamento", por así decir, de san Josemaría. Ante los daños, a veces dramáticos, que se derivan del mal uso de la libertad algunos pueden sentir una reacción de rechazo hacia quienes los causan, y quizá también de pesimismo respecto a la libertad. La reacción de san Josemaría es muy distinta. El amor a la libertad –a la libertad real del hombre caído y redimido por Cristo– le lleva a una profunda comprensión del corazón humano y a la confianza en que, con la ayuda de la gracia, el buen uso de la libertad cristiana, el amor, es más fuerte que el poder de su degradación. De ahí su buen humor, con fundamento profundo. El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios 417. La herencia que quiere transmitir, en último término, no es otra que la recibida de san Pablo: "No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 21).