Hemos de hacer vida nuestra
la vida y la muerte de Cristo.
Morir por la mortificación y la penitencia,
para que Cristo viva en nosotros por el Amor.
(Via Crucis, XIV Estación)
Una vez expuesto el camino de santificación en medio del mundo, veremos en este capítulo que es necesario luchar para recorrerlo, porque no es una senda ancha y fácil. "¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida...!" (Mt 7, 14), advierte el Señor.
Es Dios quien introduce por esa puerta. La santidad es puro don de su Bondad. San Josemaría tiene honda conciencia de la primacía de la gracia en el proceso de santificación y, a la vez, de la necesidad de la libre cooperación humana. Recuerda que nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo 1. En otro momento invita a considerar que la santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo (...), y con una lucha ascética constante 2. Sólo recibe la gracia del Paráclito quien libremente se abre a su acción y esto comporta esfuerzo, porque el corazón humano se ha retraído de Dios por el pecado. Aun con la ayuda poderosa de las gracias actuales, que nunca faltan, la cooperación libre del cristiano exige pelear con denuedo: "Esforzaos para entrar por la puerta angosta" (Lc 13, 24) 3.
La lucha por la santidad no es una actividad más, junto a otras. No es que el cristiano deba trabajar en unos momentos y luchar en otros; o descansar hoy y pelear mañana. Ha de combatir siempre para realizar todo como Dios quiere. La lucha es una nota inherente a la santificación de cualquier actividad. Es una cualidad propia del cumplimiento cristiano de todos los deberes en este mundo, es decir, de su cumplimiento por amor a Dios. La razón fundamental es que para amar a Dios, en la vida presente, hay siempre un obstáculo que superar: el mal y la inclinación al mal. Pronto nos ocuparemos de este obstáculo. Si hemos adelantado la observación ha sido únicamente para decir que en este capítulo no vamos a estudiar nuevos actos de la vida cristiana, sino una cualidad que ha de estar presente en todos ellos.
En las obras de san Josemaría, el tema de la lucha no es objeto sólo de la homilía La lucha interior 4 o de los capítulos que le dedica en otros libros 5. Según Leo Scheffczyk, el estudio de sus enseñanzas permite comprobar que "subraya con fuerza el carácter de lucha que tiene la existencia cristiana, que precisa de la conversión continua y de una correspondencia siempre renovada a la vocación" 6. Por su parte, Pilar Urbano constata que "casi toda la predicación, oral y escrita, de Josemaría Escrivá de Balaguer habla de lucha: lucha esforzada y constante, lucha individuada y concreta" 7.
La predicación de san Josemaría sobre la lucha cristiana hace eco a la Sagrada Escritura que, desde el primero hasta el último de sus libros, habla de un combate contra el mal. El Génesis describe el ataque del Maligno y la derrota de Adán y Eva, pero también el anuncio de la futura victoria del Redentor prometido (cfr. Gn 3, 15). El Apocalipsis presenta la figura del dragón infernal, hostil a la Mujer y determinado a "hacer la guerra a su descendencia" (Ap 12, 17): una guerra que concluirá con la definitiva derrota de Satanás en el advenimiento glorioso del Señor al final de los tiempos 8. De uno a otro extremo es incesante el combate entre el bien y el mal 9. Las citas de los textos bíblicos en este sentido, son muy frecuentes en la predicación de san Josemaría.
Pero hay un acontecimiento que ha representado un viraje completo en la historia. Con la venida del Hijo Unigénito de Dios al mundo, el conflicto ha entrado en su fase final. La luz ha brillado en las tinieblas (cfr. Jn 1, 5). El pecado ha sido reparado en la Cruz; el diablo, derrotado; y las consecuencias del mal, sobre todo el dolor y la muerte, han quedado transformadas, una vez que Jesucristo las ha asumido para redimirnos y las ha superado con su Resurrección gloriosa, garantía y prenda de vida bienaventurada. El combate continúa y continuará hasta la parusía, porque los hijos de Dios han sido enviados para prolongar la misión de Cristo (Jn 20, 21): hechos partícipes de la vida del Señor resucitado por el Espíritu Santo, comparten su amor redentor con el que han de santificar el mundo, purificándolo del pecado. Pero ya no están sujetos al poder del diablo (si no quieren estarlo voluntariamente), ni a la esclavitud del dolor (que se ha convertido en medio para corredimir con Cristo), ni al temor de la muerte (que es paso para la Vida eterna). El don del Espíritu Santo, fruto de la Cruz 10, les ha librado de la "ley del pecado" (cfr. Rm 8, 2) y les guía y fortalece para conducirse como verdaderos hijos de Dios (cfr. Rm 8, 14). Tienen a su disposición las armas de la victoria: "el escudo de la fe" (Ef 6, 16), "el yelmo de la esperanza (1Ts 5, 8), "la coraza de la fe y de la caridad" (ibid.), "la espada del Espíritu" (Ef 6, 17)..., y cuentan con los medios para valerse de ellas: los medios de santificación y de apostolado que reciben en la Iglesia 11. Así pueden acudir seguros a la lucha por acrecentar su identificación con Jesucristo y la de los demás, y conquistar para todos la herencia prometida: el mundo creado por Dios para el hombre y la gloria eterna del Cielo. Este planteamiento alentador que ofrece la Escritura domina por entero la enseñanza de san Josemaría.
Su predicación es también reflejo de la tradición cristiana. Un ejemplo entre muchos son las palabras de Macario que cita en una homilía: "En la ciudad de los santos, sólo se permite la entrada y descansar y reinar con el Rey por los siglos eternos a los que pasan por la vía áspera, angosta y estrecha de las tribulaciones" 12. Apenas se encontrará un Padre de la Iglesia o un autor antiguo que pase por alto el tema. Desde las cartas de san Ignacio de Antioquia († 107), conducido a Roma para sufrir martirio –expresión eminente del combate y de la victoria sobre el mal, en unión con Cristo–, hasta la predicación de san Agustín (354-430) en el De agone christiano y en otras obras 13, y las Collationes de Casiano (~360-435), que transmiten la experiencia de los Padres del desierto, hay una clara continuidad en la doctrina de que la santidad exige una lucha constante 14. Esta tradición acoge lo que ya habían descubierto algunos filósofos griegos acerca del esfuerzo moral necesario para vivir bien, pero proporciona un nuevo fundamento a la lucha, una novedad de fin y un contenido hasta entonces desconocido 15.
Aunque las manifestaciones de ese combate en un anacoreta del siglo IV sean diversas a las que debe o puede tener, según los casos, en un fiel corriente de nuestros días, la lucha cristiana es necesaria siempre y para todos. Por eso, san Josemaría encarece la lectura de las obras que acabamos de mencionar y de otras muchas que se han hecho célebres a lo largo de los siglos.
Entre las que recomienda, se encuentra el Combattimento spirituale de Lorenzo Scupoli (1530-1610) 16, un representativo sumario del pensamiento cristiano, cuyas fuentes de inspiración abarcan desde la literatura patrística hasta los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola (1491-1556). Scupoli apoya la lucha enteramente en la gracia, pero toma muy en serio la libre correspondencia humana, manteniéndose siempre lejos de toda impronta pelagiana. La sustancia de su libro es que "no pierde quien no deja de combatir" (cap. 6). Ese programa lo encontramos también en san Josemaría, aunque Scupoli no sea su principal fuente de inspiración, porque también acude a la Imitación de Cristo, atribuidaa Tomás de Kempis (1379-1471), y especialmente a los autores del siglo de oro español, desde santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, hasta Luis de Granada, san Juan de Ávila y Alonso Rodríguez, y a otros grandes maestros, como san Francisco de Sales, san Juan Maria Vianney y santa Teresa de Lisieux.
Pero gran parte de esa tradición se encuentra bajo el influjo de las espiritualidades religiosas, mientras que san Josemaría predica un espíritu laical y secular. Por eso acude al tesoro inestimable de la experiencia de los santos con el discernimiento que le proporciona la luz recibida el dos de octubre de 1928, para predicar la santificación en medio del mundo.
En este sentido hay, a la vez, continuidad y novedad en su enseñanza. Continuidad porque acoge el inmenso patrimonio de la tradición; novedad porque, al nutrirse de esas enseñanzas, no las repropone sin más a los laicos, ni las "adapta" a sus circunstancias. Distingue lo que pertenece a la santificación en la vida corriente civil y secular de aquello que es propio de la vida religiosa 17. Aprovecha la tradición de los maestros de vida espiritual, pero aporta algo nuevo: un espíritu de lucha cristiana, laical y secular.
Muchos elementos del espíritu cristiano de lucha que, con el paso de tiempo, se habían materializado y conservado fundamentalmente en la vida monástica y después en la religiosa, son, en realidad, propios de cualquier fiel corriente, y san Josemaría no tiene dificultad para proponerlos a todos. Al mismo tiempo, prescinde de actitudes estrechamente ligadas a la vida religiosa, como la práctica de devociones o de mortificaciones que dificultarían el cumplimiento de los deberes profesionales, familiares y sociales. Con esto no predica un ascetismo mitigado, sino una lucha heroica en los quehaceres cotidianos. De ahí deriva todo un cuerpo de doctrina espiritual sobre la lucha cristiana en esas mismas actividades.
Otro rasgo inconfundible de su predicación en este tema, inseparable del anterior, es el espíritu de filiación divina. El punto clave es la comprensión del combate cristiano como una lucha de amor filial: un continuo actualizarse del amor de un hijo de Dios que, sabiéndose "otro Cristo, el mismo Cristo", quiere realizar, cueste lo que cueste, la Voluntad de su Padre. Desea agradarle confiando humildemente en el poder de su gracia, con la que se sabe capaz de vencer todas las batallas 18. Esto no es una novedad en la historia de la Iglesia, pero en san Josemaría constituye la base para afrontar la lucha en la vida ordinaria. Tiene en cuenta, con realismo, los obstáculos que se presentan en el camino de la santidad y la necesidad de empeñarse duramente para superarlos, pero el sentido de la filiación divina infunde a toda su predicación un sereno optimismo.
San Josemaría suele hablar de "lucha cristiana", "lucha del cristiano", "lucha de hijos de Dios", "lucha cotidiana" o "diaria", o bien –la mayor parte de las veces– simplemente de "lucha" (o combate, o pelea, etc.), sobreentendiendo el adjetivo "cristiana".
Estos son los términos preponderantes. Junto a ellos emplea algunas veces, relativamente pocas, las expresiones clásicas de "lucha interior" y de "lucha ascética", en las que conviene que nos detengamos porque, cuando las usa, están matizadas por los rasgos propios de su predicación 19.
En general, la lucha cristiana se denomina "lucha interior" porque tiene lugar dentro de la persona (lo mismo que la vida del cristiano que busca la santidad se puede llamar "vida interior"). Se trata, en efecto, de una guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres 20. Es "interior" porque es una "lucha contra uno mismo, no contra los demás ni contra nadie" 21: san Josemaría lo recuerda al comienzo de una homilía que titula precisamente La lucha interior 22.
Pero también aclara que la lucha interior no nos aleja de nuestras ocupaciones temporales: ¡nos conduce a terminarlas mejor! 23 Que sea "interior" no significa que carezca de manifestaciones externas en el modo de llevar a cabo las actividades temporales. En ocasiones no tendrá efectos observables, pero otras veces sí. En el ámbito de la santificación en medio del mundo, la dimensión visible de la vida interior posee especial relieve, porque los quehaceres profesionales y familiares comportan múltiples exigencias externas y porque el cristiano ha de aspirar a transformar la sociedad con el espíritu del Evangelio. Pero como esa transformación debe comenzar por cada uno, san Josemaría no deja de hablar de "lucha interior". Está convencido de que una sincera pelea íntima por agradar a Dios, incide en la ordenación de las cosas de este mundo y produce necesariamente frutos de paz y justicia, de amor y libertad 24. Se puede decir que la expresión "lucha interior" se abre en san Josemaría a las peculiaridades de la lucha por la santidad en medio del mundo.
Que la lucha sea "interior" no significa tampoco que sea exclusivamente "individual", porque la salud o la enfermedad de un miembro del Cuerpo místico de Cristo repercuten en los demás. San Josemaría lo subraya con energía: si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que es la Iglesia 25.
También es tradicional hablar de la lucha por la santidad como "lucha ascética", porque se trata de una "ascesis" (del griego askesis = ejercicio): un ejercicio deportivo como el de los atletas que aspiran a ganar la competición (cfr. 1Co 9, 24-27; 2Tm 2, 5) 26. San Josemaría usa esta expresión. La lucha ascética –escribe– es un deporte 27. Sin embargo, el término "ascesis" tiene una historia compleja a la que conviene referirse porque puede explicar, a nuestro juicio, que san Josemaría hable de "lucha" o de "lucha cristiana", con mucha más frecuencia que de "lucha ascética".
El término "ascesis" aparece una sola vez en la Sagrada Escritura, en las palabras de san Pablo al gobernador Félix: "Me ejercito por eso yo también en conservar siempre una conciencia limpia ante Dios y ante los hombres" (Hch 24, 16) 28. En la antigüedad clásica, "ascesis" era el entrenamiento de un atleta o de un soldado y también el ejercicio metódico de las facultades humanas para conquistar el dominio de sí mismo practicando la virtud 29. Con este significado, a través de Filón de Alejandría, según parece 30, el término pasó a la predicación cristiana, sobre todo a partir de Clemente de Alejandría (~150-211) y de Orígenes (~185-254). Aunque en estos autores no hay, como era frecuente entre los platónicos, una consideración negativa del cuerpo, ni falta en ellos la referencia a Cristo 31, la procedencia del término conllevaba el peligro de que el esfuerzo por practicar las virtudes apareciera como algo previo a la unión con Cristo, como un "ejercicio" realizado con las propias fuerzas para lograr el dominio de sí y prepararse a la unión con Él.
Antes de estos alejandrinos de los siglos II-III, apenas se usa "ascesis" en la literatura cristiana. De acuerdo con el vocabulario bíblico, más que de "ejercitarse", se habla de "luchar" o de "combatir" contra lo que separa de Dios, y de "batallar", de "pelear", de "esforzarse", de "rechazar al enemigo", de "oponerse a las obras de la carne", así como de "competir" 32. El paradigma de esta lucha es el martirio, como se manifiesta en las Cartas de san Ignacio de Antioquía (†107) 33, porque el mártir lucha hasta poner en juego su vida para dar testimonio de la fe en Cristo. Según Orígenes, el cristiano debe estar dispuesto al martirio, aunque sólo se les pedirá a algunos 34. No se trata de una disposición genérica sino del modelo de la lucha diaria, porque todos han de combatir cotidianamente poniendo en juego la vida; de hecho, Clemente de Alejandría equipara al martirio el esfuerzo por adquirir las virtudes cristianas y luchar contra los vicios 35. En este sentido los mártires son el prototipo de los "ascetas".
También, durante un tiempo, el término pasa a designar a los que reciben el don del celibato; son llamados "ascetas" porque se ve en ese don una llamada a la lucha para dominar los impulsos desordenados de la carne 36. Esto comportaba el riesgo de vincular la necesidad de luchar a la correspondencia a un don que sólo tienen algunos 37. El riesgo se acentuará cuando el término comience a designar a quienes, como san Antonio Abad (251-357), se retiran al desierto para llevar una vida penitente 38. A partir de entonces se comienza a designar "ascetas" a los Padres del desierto y a los que después siguen su camino en el monaquismo. De hecho, cuando san Josemaría usa el nombre "ascetas" (aparte de las dos veces a las que nos acabamos de referir en nota), lo aplica a los monjes 39: el término había adquirido un cierto sentido de alejamiento del mundo.
De todos modos, en los escritos de esa misma época está claro que los fieles laicos han de luchar no menos que los monjes. San Juan Crisóstomo llega a irritarse con los que llevan una vida cómoda con la excusa de que "no somos monjes" 40, rebatiendo que todos deben practicar las virtudes cristianas con tanto esfuerzo como ellos 41. Sin embargo, no se les llama "ascetas". Para que la expresión se pueda aplicar a los fieles corrientes, será necesario depurarla de su reducción al monaquismo.
A lo anterior hay que añadir que, en la Edad moderna, sobre todo a partir de las obras de Giovanni Battista Scaramelli (1687-1752), Directorio ascético yDirectorio místico, se verifica en la teología una cierta separación conceptual entre el esfuerzo por alcanzar la unión con Dios, bajo el impulso de la gracia, y la unión propiamente dicha. Lo primero se viene a llamar "ascética" y lo segundo "mística". Se tiende a ver la primera como una etapa previa a la segunda, quizá también por influjo indirecto de algunos movimientos espiritualistas que postulaban en los siglos precedentes una mística sin esfuerzo, como los fratelli del libero spirito en el XIV, los "iluminados" del XVI y los "quietistas" del XVII. Y a veces se acaba por vincular la unión mística a los fenómenos extraordinarios. En todo caso, llega a ser habitual distinguir entre una vía ordinaria de la santidad, caracterizada por el esfuerzo en las virtudes, llamada por esto "ascética", y una vía "mística", que se distingue por una contemplación infusa. Diversos autores posteriores rechazan la separación entre "ascética" y "mística" formulada en estos términos, pero continúan distinguiéndolas como dos fases de la vida espiritual, aunque reconocen una clara continuidad entre ellas. En esta línea, cabe mencionar una vez más la clásica obra de Adolphe Tanquerey, Teología ascética y mística (2 vol., 1923/24).
Cuando san Josemaría emplea la expresión "lucha ascética", no se mueve en el mundo de ideas que acabamos de mencionar. No separa ascética y mística. Por ejemplo, hablando de la contemplación, comenta en una homilía: ¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios 42. Entiende el combate cristiano como lucha de hijos de Dios que, por amor suyo, buscan la identificación con Cristo, y comprende que la santidad en la vida presente se encuentra ya en la misma lucha. Cuando habla de "lucha ascética", la expresión está penetrada por el espíritu de filiación divina. Es "lucha de un hijo de Dios", lucha de quien se sabe "otro Cristo, el mismo Cristo", no una fase previa a la identificación del cristiano con Cristo. La misma lucha es ya "lugar" de unión con Dios en Cristo.
Por lo que llevamos dicho, se comprende que san Josemaría, aunque no abandone el tradicional término de "lucha ascética", hable de ordinario sólo de "lucha", o de "lucha cristiana" o de "lucha de hijos de Dios": le resulta más natural.
La época en la que se desarrolla la predicación de san Josemaría se puede dividir en dos períodos, considerando el asunto que nos ocupa. En las décadas de 1930 a 1960, el tema de la lucha cristiana está muy presente en la catequesis y es objeto de numerosas publicaciones 43. A partir de los años 60 se produce un viraje notable, sobre todo después del Concilio Vaticano II: la cuestión comienza a ser marginal y se desvanece progresivamente en la literatura teológica. No se niega que el cristiano tenga que luchar, ni se recusan de plano las formas del pasado. Simplemente se eclipsa el argumento, se deja de hablar de lucha 44.
No es fácil resumir las múltiples causas de este fenómeno, pero vale la pena apuntar algunas consideraciones que pueden servir para comprender mejor los textos de san Josemaría que citaremos después. Son años en los que se abre paso, dentro de la Iglesia, una mentalidad de "puesta al día" ("aggiornamento") en las formas de vivir la fe. En este clima se fragua la inclinación a sustituir los modos ascéticos tradicionales, que se consideran superados, por otros más acordes con la cultura dominante, fuertemente secularizada. Se tiende a dejar en la sombra los elementos que resultan más difíciles de aceptar por esa cultura y así, en poco tiempo, la deseada renovación corre el riesgo de acabar en ruptura con la tradición eclesial y con la experiencia de los santos.
Se puede entender mejor si se tiene presente la secularización de esa cultura a la que se pretende facilitar el acceso a la fe y a la vida cristiana. Un aspecto característico, en relación con el tema que estamos tratando, es la "pérdida del sentido del pecado" 45, bajo el influjo teórico de diversas corrientes de pensamiento y bajo el impacto práctico del permisivismo moral. Una pérdida a la que sigue lógicamente otra: la "pérdida del sentido de la lucha cristiana" y su abandono por parte de muchos.
Por lo que se refiere a las corrientes de pensamiento, recuérdese que la secularización es un fenómeno ambivalente que no se debe identificar sin más con "descristianización", porque en ciertos aspectos se trata de una saludable "desclericalización", como ya vimos en la Parte preliminar 46. Pero hecha esta reserva, es preciso señalar que la mentalidad secularizadora, en el primer sentido, se opone a la necesidad y a la práctica de la lucha cristiana 47. Ya Lutero había despreciado como inútiles las prácticas ascéticas de los monjes y de la vida religiosa en general, al sostener la justificación por la sola fe (no niega que la conversión a Dios requiera lucha, pero se trata de la lucha "interior" por alcanzar un estado de ánimo 48). En la misma época, con el descubrimiento de América y las noticias que llegan a Europa acerca de sus habitantes, idealizados como gentes que, sin haber conocido el Evangelio, viven en un feliz estado natural de inocencia, sin pecado y sin esfuerzo para comportarse con bondad y convivir en armonía (el "mito del buen salvaje", que la fantasía se resistirá a reconocer infundado), arrojará una sombra de incertidumbre acerca de la necesidad de la lucha para la unión con Dios 49.
Pero el paso decisivo tendrá lugar en el siglo XVIII, cuando la mentalidad secularizadora se hará presente con el racionalismo iluminista y la idea de una libertad independiente de Dios. Al pretender que la conducta se debe guiar únicamente por la razón emancipada de la fe, la lucha podrá tener sentido sólo como ejercicio moral, en el plano meramente humano. Toda rectificación de la conducta que proceda de una perspectiva sobrenatural se tenderá a ver como constricción de la libertad (Kant acepta la "ascesis moral" pero rechaza la "ascesis monacal" 50). El planteamiento se hará radical en las ideologías ateas que sobrevendrán después. Ahí, la lucha carecerá ya de todo sentido: no sólo la "lucha contra el pecado", que evidentemente pierde su razón de ser, porque al negar a Dios se niega la posibilidad de ofenderle, sino también la lucha contra las deformaciones que, según la fe cristiana, son consecuencia del pecado. Para Nietzsche la ascética de los cristianos es pura represión "contra naturam"; el hombre, según él, ha de obrar con espontaneidad "dionisíaca", sin temor a seguir sus deseos de placer, porque dentro de él hay también un impulso "apolíneo" hacia la belleza que impide el libertinaje y la autodestrucción 51.
También atea pero de signo distinto, es la visión de Freud, que acepta la existencia de contradicciones interiores y de impulsos negativos que se han de superar; pero estas tensiones son para él consecuencias de la cultura, no de lo que el cristianismo llama pecado. Al revés, según Freud, la idea de pecado habría sido creada por la religión monoteísta para fundar prohibiciones o tabúes que serían la fuente del sentido de culpa y de las neurosis; el psicoanálisis debería ayudar a liberarse de modo racional de esas reglas y del consiguiente sentimiento de culpa (en esto consistiría el "pecado" y la "lucha") 52.
Finalmente, en el marxismo, que influye hondamente sobre la cultura contemporánea, el término "lucha" se usa para designar la "lucha de clases", alma de la revolución; la idea religiosa de pecado personal sería –en el pensamiento despersonalizador de Marx– simple mixtificación para lograr el sometimiento de las masas al poder establecido 53.
A todas las corrientes de pensamiento que inciden en la pérdida del sentido del pecado y de la lucha, hay que añadir, como decíamos, una realidad práctica muy conectada a ellas: el clima de permisivismo moral.
En esa situación, cuando se plantea la cuestión del aggiornamento en la década de 1960, es fuerte la tentación a no hablar de lucha, por el reparo a ir contracorriente, o a que se pueda interpretar como una vuelta a estilos de vida superados, o por el miedo a inquietar a quienes se hallan inmersos en la "cultura del bienestar", o por el temor a reprobar comportamientos moralmente negativos que muchos han comenzado a considerar incluso como conquistas... Es posible que se haya querido evitar la impresión de que la fe conlleva una visión negativa de los bienes de este mundo, o el peligro de favorecer una imagen del cristianismo que sospecha del progreso o que, por principio, juzga negativamente el placer. En todo caso, el hecho es que el tema "lucha" queda proscrito como "políticamente incorrecto". En el intento de "poner al día" las enseñanzas sobre la lucha cristiana y de hacerlas aceptables a la cultura secularizada, no siempre se logra sortear el peligro de recortarlas y de perder así una parte del patrimonio de siglos legado por los santos.
Inmerso en esta época, san Josemaría recalca que aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad 54. En contraste con la propensión a no hablar de lucha y a prescindir de su séquito de vocablos –como "mortificación" y "penitencia"–, se percibe en su predicación, sobre todo en los años sucesivos al Concilio Vaticano II, un crescendo de insistencia en la lucha, tanto mayor cuanto más evidente es el silencio sobre el tema. Más aún, ve la crisis que sufre la vida cristiana en los años del post-concilio en estrecha relación con la tendencia a abandonar el combate interior, y no tiene reparos en afirmar que personas alejadas de hecho de Jesucristo, porque carecen de fe, han ido fomentando un clima de renuncia a toda lucha, de concesiones en todos los frentes. Y así, cuando el mundo ha necesitado una fuerte medicina, no ha habido poder moral capaz de parar esta fiebre 55.
Precisamente estas circunstancias serán ocasión para que pregone el valor perenne del acervo espiritual de la Iglesia sobre la lucha cristiana, saliendo al paso de los pretextos que se aducían para relegarla a un oscuro segundo plano (pretextos a veces peregrinos, como se percibe en la cita siguiente):
Toda la tradición de la Iglesia ha hablado de los cristianos como de milites Christi, soldados de Cristo. Soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales malas inclinaciones. A veces, por escasez de sentido sobrenatural, por un descreimiento práctico, no se quiere entender nada de la vida en la tierra como milicia. Insinúan maliciosamente que, si nos consideramos milites Christi, cabe el peligro de utilizar la fe para fines temporales de violencia, de banderías. Ese modo de pensar es una triste simplificación poco lógica, que suele ir unida a la comodidad y a la cobardía.
Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean. Ese peligro no existe, si la lucha se entiende como Cristo nos ha enseñado: como guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres. Renunciar a esta contienda, con la excusa que sea, es declararse de antemano derrotado, aniquilado, sin fe, con el alma caída, desparramada en complacencias mezquinas.
Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición 56.
En síntesis, podemos decir que la enseñanza de san Josemaría en este tema continúa la tradición cristiana y contribuye a renovarla. Al verter el caudal de la sabiduría de siglos en el campo de la santificación en medio del mundo, surge una cosecha de frutos nuevos que enriquece esa misma tradición. Hay en su predicación una verdadera profusión de ideas y de consejos prácticos que ya han servido de inspiración a un buen número de obras 57. Y crecerá seguramente el interés en esos aspectos cuando la atención no se limite al núcleo más novedoso de su mensaje y se logre captar la renovación que encierra para los temas más tradicionales, como el que ahora nos ocupa 58.
El esquema del presente capítulo intenta recoger todos los aspectos principales de la lucha cristiana, ya que todos ellos tienen su puesto en la enseñanza de san Josemaría, particularmente amplia en este materia. En cuanto al método, hay que tener en cuenta que san Josemaría da por supuesta la doctrina tradicional; por eso mencionaremos al inicio de cada tema los conceptos básicos –sobre el mal y la inclinación al mal, las tentaciones, el pecado, la mortificación y la penitencia, etc.–, sin necesidad de citar, por lo general, sus obras (o bien se tratará de pasajes que simplemente se limitan a expresar ese patrimonio doctrinal de siglos). Nos podremos servir con cierta frecuencia del Catecismo de la Iglesia Católica, que se hace eco de esa doctrina perenne. Después veremos cómo la aplica san Josemaría y qué aspectos acentúa, citando entonces ampliamente sus escritos y su predicación.
Si se quiere describir un combate hay que indicar, lógicamente, quién es el enemigo o el obstáculo contra el que se lucha, porque sin adversario no hay guerra. Pero también es preciso considerar otros aspectos fundamentales que no deben quedar en segundo plano, como el fin que se busca, el objetivo inmediato, las fuerzas de que se dispone, el campo de la lucha...
Puede servir un ejemplo de la literatura clásica. Cuando Plutarco describe en las Vidas paralelas las batallas de Alejandro Magno, habla, desde luego, de sus enemigos –de Darío, por ejemplo–, pero también de los motivos que le llevaban a emprender aquellas batallas (su propia gloria y la de Grecia), de los objetivos que se iba proponiendo (como la conquista de Persia y de otras regiones de Asia), de las fuerzas con las que contaba y de la organización de su ejército (la célebre falange macedonia), etc. Si se hubiera limitado a hablar sólo del enemigo, habríamos tenido una idea bastante pobre de aquellas contiendas.
De la lucha cristiana se puede decir otro tanto. Hay, ante todo, un enemigo contra el que se combate: el mal, lo que conduce al mal y las consecuencias del mal. Es el primer punto que trataremos, porque sin él no se comprenden los demás. Pero el combate cristiano no es simplemente "contra el mal", sino "por el bien": es un combate positivo, de amor, por la gloria de Dios, el reinado de Cristo, la edificación de la Iglesia e, inseparablemente, por la identificación personal con Cristo. Expondremos esta finalidad en segundo lugar. Después hablaremos de la persona que lucha: quién es (un hijo de Dios), cuáles son sus "fuerzas" (la libertad y la gracia), y sus "armas" (las virtudes cristianas). Por último veremos cuál es la esencia de la lucha (su "forma": un espíritu de mortificación y de penitencia) y el campo en el que tiene lugar (la vida cotidiana). No trataremos de los medios con que cuenta el cristiano, porque serán tema del capítulo siguiente.
Todos estos aspectos están muy presentes en san Josemaría. No nos detendremos a justificar el orden en que los vamos a tratar, que tiene ventajas e inconvenientes. Entre éstos últimos se encuentra que comenzar hablando del mal, puede dar un tono negativo a la exposición, pero enseguida se verá que la lucha contra el mal es una "lucha positiva". Entre las ventajas, está la de indicar enseguida el origen o la razón de ser de la lucha, sin la cual no se entiende ni su finalidad ni su sentido. En cualquier caso, el orden de los cuatro apartados siguientes (2.1 a 2.4) podría ser distinto. Lo que no cabe es prescindir de ninguno de ellos, o verlos como independientes. Sólo si se consideran conjuntamente se puede tener, en nuestra opinión, una visión completa de la noción de lucha cristiana en san Josemaría.
El motivo u origen de la lucha cristiana es: a) la presencia del mal moral en acto, que es el pecado; b) la inclinación al mal dentro del hombre y lo que le incita al pecado desde fuera; c) las consecuencias del mal moral, entre las que se encuentra el "mal físico".
a) El mal moral en acto: el pecado
Al crear el mundo, Dios ha sometido todas las cosas al hombre (cfr. Gn 1, 26; Hb 2, 8) y le ha llamado a ordenarlas a su gloria, sometiéndose él mismo a la Voluntad divina. Sin embargo, el hombre, "persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios" 59. Después del primer pecado, se oscureció el corazón de los hombres que "prefirieron servir a la criatura, no al Creador" 60.
El pecado de origen y todos los que han seguido después –"una verdadera invasión de pecado" 61–, son el mal moral, el mal en sentido absoluto, contra el que es preciso luchar 62. Si se considera que el término "mal" tiene otros usos que no coinciden en todo con éste (como cuando se llama mal a cualquier situación contraria a las propias aspiraciones), se comprende que san Josemaría sienta la necesidad de recordar al lector de Camino que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado 63.
El mal moral es la privación de un bien propio de la relación del hombre con Dios. Es el desorden de un acto humano, su falta de orientación al fin último, la carencia de la perfección moral debida en una acción 64. Cometer el mal es despojar voluntariamente a un acto de la perfección que debería tener según el querer de Dios, yendo así contra su Voluntad y ofendiéndole. Esto implica empobrecer el propio ser, desdibujando la imagen y semejanza de Dios en el hombre. Al contrario, rechazar el mal moral es una ganancia, un poner el orden debido en los propios actos y mantenerlo, una afirmación positiva del bien que glorifica a Dios, porque es querer su Voluntad, y que conlleva un crecimiento de la propia perfección como persona e hijo de Dios.
La noción del mal moral como negación y del bien como afirmación, está en la base de la visión positiva de la lucha cristiana. Ciertamente es una lucha "contra el mal" pero, siendo éste carencia de bien, la lucha es afirmación del bien: lucha "por el bien". Y, al ser el bien lo que Dios quiere, es lucha para cumplir su Voluntad por amor suyo. Así lo afirma san Josemaría: La lucha ascética no es algo negativo y, por tanto, odioso; sino afirmación alegre 65; es una lucha positiva de amor 66. También lo expresa de otros modos; por ejemplo, cuando escribe que tu vida, tu trabajo, no debe ser labor negativa, no debe ser "antinada". Es, ¡debe ser!, afirmación 67. Y haciendo eco de las palabras de san Pablo: "vence el mal con el bien" (Rm 12, 21), describe del siguiente modo la tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien 68. Esto se aplica tanto a la lucha contra el mal cometido por uno mismo, como por los demás.
b) La inclinación al mal moral
Cometer el mal moral no es sólo una posibilidad de la libertad humana, como en Adán y Eva antes del pecado. Ahora hay una tendencia al mal dentro del corazón humano, como consecuencia de ese primer pecado, agravada por los pecados personales. Todos los descendientes de Adán y Eva, a excepción de Jesucristo y de la Virgen Inmaculada, nacen en estado de "pecado original", privados de la amistad con Dios y con una inclinación al mal que consiste en una resistencia al innato impulso hacia el bien. La persona humana "está herida en sus propias fuerzas naturales (...) e inclinada al pecado" 69. San Pablo llama a esta inclinación "ley del pecado" (cfr. Rm 7, 21-23) 70.
Esta tendencia se observa ya en Caín, que siente envidia por su hermano Abel y proyecta darle muerte. Antes de consumar sus planes, el Señor le advierte: "el pecado acecha a la puerta; no obstante, tú puedes dominarlo" (Gn 4, 7). La inclinación al mal no es irresistible, sobre todo con la luz y el impulso de la gracia divina, pero es necesario un esfuerzo para vencerla. El Catecismo sintetiza así la situación: "[La naturaleza humana] está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal se llama "concupiscencia"). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual" 71.
La experiencia universal corrobora lo que la doctrina cristiana enseña sin ambages: que hay impulsos en el ser humano que no le llevan a su perfección, y que no todas las tendencias que registra en sí mismo son "naturales". Lo bueno no se identifica siempre con lo "espontáneo". San Josemaría invita a tomar conciencia de esta realidad.
Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte 72.
Para designar esas malas inclinaciones, san Josemaría usa también, como es tradicional, el término bíblico "concupiscencia" 73. Ésta aparece en la práctica como una fuerza de signo contrario a la orientación al bien, como si hubiera en la persona humana dos tendencias opuestas, al bien y al mal (cfr. Rm 7, 15-24). Pero, en realidad, el mal no atrae. La concupiscencia no es otra cosa que una falta de vigor en la inclinación al bien. Se puede afirmar que es un mal, como hace san Josemaría en el texto que acabamos de citar, pero no en el sentido de pecado, que es un acto, sino en cuanto debilidad que procede del pecado.
Diversamente de la visión luterana que califica la concupiscencia de pecado, la doctrina católica enseña que no lo es, porque no incluye el consentimiento de la voluntad. En este sentido, san Josemaría recuerda la afirmación tradicional de que una cosa es pensar o sentir, y otra consentir 74. No es lo mismo experimentar la inclinación al mal que seguirla. Por eso escribe: No te avergüence descubrir que en el corazón tienes el "fomes peccati" –la inclinación al mal, que te acompañará mientras vivas, porque nadie está libre de esa carga 75.
Pero la concupiscencia facilita el pecado o lo alimenta: es fomes peccati 76. Por eso se la considera como una "carga", según acabamos de ver. Una carga que demanda esfuerzo, lucha, para no dejarse arrastrar por ella. Sin embargo, para san Josemaría no es una pugna triste o penosa, sino el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre 77. La ve como un íntimo deporte 78: una lucha en la que el cristiano desarrolla sus fuerzas, las virtudes que le configuran con Cristo 79.
Pero que sea un deporte no significa que sea un juego. Es un verdadero combate. La práctica del bien se ha convertido en tarea costosa y el camino de santificación se ha puesto "cuesta arriba". El cristiano "arrastra", al recorrerlo, ese peso –la concupiscencia– que tiende a frenarle y le reclama esfuerzo: Arrastramos miserias personales 80, recuerda san Josemaría. Arrastramos en nosotros mismos –consecuencia de la naturaleza caída– un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales 81. Por eso siente la necesidad de advertir a todos que es necesario, si se quiere alcanzar la perfección cristiana, pelear con denuedo los combates de la vida interior, porque el reino de Dios sólo se alcanza a viva fuerza: regnum caelorum vim patitur, et violenti rapiunt illud (Mt 11, 12) 82.
El desorden de la concupiscencia no permanece igual a lo largo de la vida. Cuando se cede a su influjo, se agrava; cuando se combate, disminuye. La razón es que los actos voluntarios dejan siempre una huella en las facultades de la persona, predisponiendo a nuevos actos en la misma dirección. De este modo, aparecen los vicios, enfermedades del alma, o se forman las virtudes, manifestaciones de salud y vigor. Combatir los vicios implica conquistar las virtudes. Así como en el terreno de los actos, la negación del mal es afirmación del bien, también en el de los hábitos, la corrección de los vicios es incremento de las virtudes. San Josemaría da la siguiente pauta a quienes tienen confiada la formación cristiana de otras personas: Para que su lucha sea positiva, dadles un ideal, con metas precisas; que insistan, más que en quitar defectos, en adquirir virtudes 83.
A lo que llevamos dicho sobre la inclinación interior al mal moral, hay que añadir que existen otras fuerzas que instigan al pecado desde fuera del hombre, contra las que también es preciso luchar. En primer lugar el diablo, que "ha adquirido un cierto dominio sobre el hombre" 84, al contar con la complicidad interior de la concupiscencia. En segundo lugar, las consecuencias del mal en el mundo 85, que representan asimismo una incitación exterior al pecado a la que el hombre está más expuesto cuanto mayor sea su desorden interior.
Del mismo modo que la concupiscencia no es pecado, tampoco lo son las instigaciones del diablo ni las del entorno influido por el pecado. Sin embargo, es necesario luchar también contra éstas, porque de lo contrario arrastran al pecado. Lo veremos con más detalle al hablar de las tentaciones.
c) El mal "físico"
Hemos hablado hasta aquí del "mal moral" en acto –el pecado–, el mal en sentido estricto que se ha combatir; y de la inclinación al mal o concupiscencia, que puede estar acentuada por los pecados personales. Pero hay también otros males, consecuencia del pecado, como el dolor, la fatiga por el trabajo, sufrir la injusticia, la enfermedad y la misma muerte, que siendo realmente carencia de bienes, no se oponen, sin embargo, a la santidad e incluso se pueden transformar en medios de unión con Cristo. Por eso, y para distinguirlos del mal moral, se les llama "mal físico", entendiendo por "físico" cualquier privación de un bien temporal conveniente a una persona.
El "mal físico" es mal en sentido análogo, porque ni es pecado ni inclina al pecado. Es cierto que tampoco las tentaciones al pecado son pecado sino ocasión para crecer en amor a Dios, pero no por eso se transforman en bienes. El dolor, en cambio, sí que puede transformarse en un bien. Las tentaciones al pecado no pueden amarse en cuanto instigaciones al mal; el dolor, en cambio, puede amarse 86. Jesucristo sufrió tentaciones y las rechazó, y con ese rechazo cumplió la Voluntad del Padre y le dio gloria; en cambio no rechazó el dolor sino que transformó el sufrimiento en amor. El dolor, la enfermedad y las contrariedades de diverso tipo, son privaciones de bienes terrenos, no del bien supremo que es la amistad con Dios.
De ahí que la lucha contra el mal físico sea muy diversa de la lucha contra el mal moral. El cristiano ha de combatir el dolor, la enfermedad, la pobreza material, etc., en los demás y en sí mismo, porque generalmente lo exige la caridad. En este sentido, san Josemaría habla de la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias 87 y estimula a no permitir la indiferencia ante quienes están materialmente necesitados, porque un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo 88. Pero mientras duran esas situaciones, se pueden aprovechar como ocasiones de unión con Cristo Redentor. Igualmente, la fatiga exigida por el trabajo y el cumplimiento del deber, encierra un valor corredentor que el cristiano ha de descubrir y acoger. Más aún, el amor a Dios y a los demás puede llevar a no combatir ciertas privaciones personales e incluso a buscarlas, como veremos al hablar del ayuno y, en general, de la mortificación y de la penitencia. Por el contrario, la lucha contra el mal moral ha de ser absoluta, no conoce "excepciones", pues el pecado no se puede ordenar al fin último, ya que en sí mismo es la privación de esa ordenación. El amor a Dios jamás permite pecar (cfr. 1Jn 3, 8-9; 5, 18).
En definitiva, la lucha cristiana se dirige contra todo mal, pero de distinto modo: contra el mal moral, rechazándolo absolutamente; contra el mal físico, ordenándolo a la corredención con Cristo, lo que exige muchas veces tratar de eliminarlo, pero no siempre.
Volviendo a lo que decíamos antes de comenzar este apartado, conviene subrayar que la lucha cristiana no es simplemente una pelea para evitar el mal, sino un combate por el bien. Pero en esta vida, hacer el bien implica esfuerzo, exige enfrentarse al mal y a lo que inclina al mal.
El Redentor ha vencido el mal, pero éste aún no ha desaparecido, como constata la Carta a los Hebreos a propósito del reinado de Cristo: "al presente no vemos que todo le esté ya sometido" (Hb 2, 8). La situación del mundo, entre la primera y la segunda venida del Señor, es semejante a la de una guerra en la que ya se ha ganado la batalla decisiva –el Señor ha triunfado en la Cruz– y está asegurada la victoria final, pero todavía no se ha producido. Aunque se pueda decir que la guerra está vencida, aún no ha terminado pues todavía permanecen el pecado y sus consecuencias 89.
El Señor ha dicho que su reino no es de este mundo (cfr. Jn 18, 36) porque, al permitir el mal uso de la libertad humana, ha tolerado que, hasta el día de la cosecha, crezca la cizaña al tiempo que el buen trigo (cfr.Mt 13, 24-30). (...) Hasta que descienda del cielo la ciudad santa, la nueva Jerusalén –cielo nuevo y tierra nueva (cfr. Ap 21, 1-2)–, no habrá tregua en la batalla que se libra entre el Señor de los señores y Rey de reyes y los que están con él, llamados, escogidos y fieles(Ap 17, 14) por una parte, y los servidores de la bestia y del hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo (2Ts 2, 3-4; cfr.Ap 13, 1-17) 90.
"No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual" 91, sentencia el Catecismo de la Iglesia Católica. Es necesaria la lucha. San Josemaría se suele servir de un texto del libro de Job, que cita frecuentemente en latín: "Militia est vita hominis super terram" (Jb 7, 1), la vida del hombre en esta tierra es una milicia 92. Lo dice en dos sentidos complementarios. El primero es que la lucha ha de durar toda la vida: Hemos de luchar siempre, hasta el último instante de nuestro paso por la tierra 93. Pero el "siempre" no significa sólo que la necesidad de luchar se pueda presentar en cualquier momento, hasta el fin del caminar terreno. Significa también –y es el segundo sentido– que necesitamos luchar con continuidad 94.
Las razones de esta continuidad aparecen con claridad en su enseñanza. Son: a) la presencia permanente de la inclinación interior al mal; b) el acecho, también constante, de las instigaciones al mal que provienen desde fuera del cristiano; c) la realidad de que cualquier batalla puede ser la última.
a) Por la presencia permanente de la inclinación interior al mal
La guerra del cristiano es incesante (...). Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes 95. No sólo en algunos momentos o en circunstancias particulares se precisa la lucha, sino siempre, porque siempre está presente la inclinación al mal. "Velad y orad para no caer en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Mt 26, 41; Mc 14, 38).
No podemos olvidar que llevamos en nosotros mismos un principio de oposición, de resistencia a la gracia: las heridas del pecado original, quizá enconadas por nuestros pecados personales 96. Después de escribir estas palabras, san Josemaría enumera algunas manifestaciones de la inclinación al mal, para exhortar a la vigilancia:
Se opondrán a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar; después, la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo, un afán loco, no de libertad santa, sino de libertinaje; la sensualidad y, en todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años–, la soberbia; y después toda una reata de malas inclinaciones, porque nuestras miserias no vienen nunca solas. No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una lucha constante. Militia est vita hominis super terram (Jb 7, 1) 97.
Es interesante el orden en que menciona los diversos síntomas: la pereza, en primer lugar, que se opone al mandamiento originario de trabajar, y después el libertinaje, contrario al uso de la libertad para amar y cumplir la Voluntad de Dios en los deberes ordinarios. Son temas centrales para la santificación en medio del mundo y no sorprende, por eso, que san Josemaría los resalte. La sensualidad viene sólo en tercer lugar. En todo caso, independientemente del orden, lo que quiere recordar san Josemaría es que la inclinación al mal tiene diversas manifestaciones que se hacen presentes a lo largo de la vida, con más evidencia unas que otras en los diversos momentos.
El peso de la inclinación al mal va disminuyendo cuando se avanza hacia la santidad, como decíamos antes, pero la soberbia –que es como su núcleo– no desaparece nunca del todo. San Josemaría recuerda el dicho de la sabiduría popular: "la soberbia muere veinticuatro horas después de haber muerto la persona" 98. Aun cuando no se manifiesten en todo momento sus ataques, el cristiano ha de estar siempre alerta, como quien tiene al enemigo "dentro de su casa".
Si en todo momento el hombre ha de amar a Dios, también habrá de vigilar permanentemente. Esta vigilancia es ya una forma de lucha porque exige esfuerzo para no adormecerse. Siempre habrá de combatir, por lo menos, la tendencia al amor propio desordenado que inclina a replegarse en uno mismo. Muy a menudo será necesario batallar también, y encarnizadamente, con los asaltos de la concupiscencia que se presenten en acto.
b) Por el acecho constante de las tentaciones "de fuera"
Las tentaciones que provienen de fuera –del diablo y del pecado en el mundo– son una realidad distinta de la inclinación al mal, aunque muy relacionada con ella porque aprovechan la debilidad interior. No son continuas y, cuando durante algún tiempo mengua su frecuencia, puede resultar menos evidente el peso de la concupiscencia. Incluso puede haber períodos de relativa tranquilidad, como observa san Josemaría comentando el pasaje evangélico de la tempestad calmada (cfr. Mc 6, 48-51):
En las travesías de la vida interior y en las del trabajo espiritual, el Señor concede a sus apóstoles esos tiempos de bonanza, y los elementos, las propias miserias y los obstáculos del ambiente, enmudecen: el alma goza, en sí misma y en los demás, la hermosura y el poder de lo divino, y se llena de contento, de paz, de seguridad en su fe aún vacilante. Sobre todo a los que comienzan, suele llevarlos el Señor –tal vez durante años– por esos mares menos borrascosos, para confirmarlos en su primera decisión, sin exigirles al principio lo que ellos aún no pueden dar, porque son sicut modo geniti infantes (1P 2, 2), como niños recién nacidos 99.
Sin embargo, añade, sólo en el Cielo la paz es definitiva, la serenidad completa 100. Sería un error fatal bajar la guardia. En la tierra no podemos tener nunca esa tranquilidad de los comodones, que se abandonan, porque piensan que el porvenir es seguro 101. Aunque durante algún tiempo no se presenten las tentaciones "de fuera", están siempre al acecho y pueden aparecer de improviso, haciendo entonces ostensibles algunos aspectos de la concupiscencia que habían permanecido más o menos ocultos hasta entonces.
De hecho, las tentaciones "de fuera" asaltan con más facilidad cuando se descuida la lucha contra la inclinación interior al mal. La relación entre estas cesiones y la mayor vulnerabilidad a esos ataques se refleja en la advertencia bíblica: "Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario, el diablo, como un león rugiente, ronda buscando a quien devorar" (1P 5, 8). De ahí la necesidad de una atención sostenida, hasta en los momentos mejores.
El enemigo de Dios y del hombre, Satanás, no se da por vencido, no descansa. Y nos asedia, incluso cuando el alma arde encendida en el amor a Dios. Sabe que entonces la caída es más difícil, pero que –si consigue que la criatura ofenda a su Señor, aunque sea en poco– podrá lanzar sobre aquella conciencia la grave tentación de la desesperanza 102.
En suma, la lucha contra las tentaciones de fuera ha de ser constante, no porque su presencia sea continua (como sucede con la concupiscencia), sino porque pueden desencadenarse en cualquier momento. "Lucha constante" significa también aquí, al menos, "estado de alerta" permanente para reaccionar prontamente a los asaltos del enemigo apostado "a la puerta de la casa". Tened presente que, cum dormirent homines, mientras dormían los hombres, vino el sembrador de la cizaña, dice el Señor en una parábola (Mt 13, 25) 103.
El Señor exhorta a velar para recibirle: "Velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa. Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre" (Mt 24, 42-44). San Josemaría aplica esta advertencia a sus venidas con la gracia. Es necesario estar despiertos para responder con prontitud a sus llamadas y custodiar el amor de Dios.
Tú, cristiano, y por cristiano hijo de Dios, has de sentir la grave responsabilidad de corresponder a las misericordias que has recibido del Señor, con una actitud de vigilante y amorosa firmeza 104.
c) "Cualquier batalla puede ser la última"
La victoria definitiva es un don de Dios: la perseverancia final. Nadie puede tener la certeza de alcanzarla, es decir, la seguridad de que morirá en gracia de Dios 105. No obstante, el cristiano puede disponerse a recibir ese don decisivo, procurando combatir con denuedo a lo largo de su vida, porque Dios no se deja ganar en generosidad, y concede la fidelidad a quien se le rinde 106. San Pablo está seguro de que alcanzará la corona de gloria por no haber abandonado la pelea para prepararse al encuentro con Dios: "He luchado en el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe; por lo demás, me está reservada la merecida corona que el Señor, el Justo Juez, me entregará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que desean con amor su venida" (2Tm 4, 7-8).
No está lo importante en comenzar, sino en terminar. Comenzar ya es algo, pero acabar es todo 107. De ahí el consejo: Pensad que cualquier batalla puede ser la última de vuestra vida, y de nada serviría haber ganado las anteriores si perdiéramos la postrera. La suerte de la guerra se decide siempre en la última batalla 108. Para ganarla, conviene no perder ni una sola batalla 109: todas tienen valor a la luz de la última.
La finalidad de la lucha no es otra que la de la misma vida cristiana, y ésta se puede expresar de varios modos. Aunque ya los hemos estudiado, interesa recordar su concatenación, en rápida síntesis, para facilitar la comprensión de la distinción entre este apartado (2.2) y el siguiente (2.3).
El fin último es dar gloria a Dios, con todo lo que esto implica: buscar que Cristo reine, edificar la Iglesia, según vimos en los tres primeros capítulos. Y puesto que darle gloria es amarle, se puede afirmar que el fin es el amor a Dios, o la santidad, ya que este último término designa la unión sobrenatural con Dios por el amor. Sin olvidar que cuando hablamos de la santidad incluimos el apostolado, porque ser santos implica ser instrumentos para la santidad de los demás. Junto con estos modos de referirse al fin último, hay otros que aluden a la perfección del sujeto, ya que santidad y perfección son inseparables. Como el cristiano ha sido hecho hijo de Dios, la santidad es la plenitud de la filiación divina 110 o, lo que es lo mismo, la identificación con Cristo 111. Esta identificación crece en la vida presente por la caridad y las demás virtudes cristianas en el ejercicio del sacerdocio común.
Hay, pues, como dos "grupos" de modos de referirnos al fin último de la lucha cristiana, que podemos designar con los términos empleados con más frecuencia por san Josemaría 112: a) el amor a Dios o la santidad; b) la identificación con Cristo.
En el presente apartado vamos a considerar el primero, y en el siguiente (2.3) el segundo.
Durante una conversación con miembros del Opus Dei, en el primer día de 1972, san Josemaría condensaba así el panorama de la vida cristiana:
Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias! 113
Andrés Vázquez de Prada transcribe de dos modos distintos estas palabras de la predicación oral: en una ocasión las reproduce tal como las acabamos de citar; en otra, introduce unas comas: "luchar, por amor, hasta el último instante..." 114. Aunque parezca una nimiedad, conviene observar que las comas pueden inducir a equívoco, porque las palabras "luchar por amor" constituyen aquí una unidad, una expresión de valor autónomo, un sintagma. Sin comas las reproduce Álvaro del Portillo en su Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei 115. Pero vamos a detenernos en la cuestión de fondo, dejando aparte el detalle de la puntuación.
Es evidente que en una batalla –pensemos de nuevo en las de Alejandro Magno– son cosas distintas el enemigo que se combate y el fin que se persigue. Alejandro no luchaba por luchar, como si la lucha fuera fin de sí misma, sino por conquistar gran parte de Asia y acrecentar su propia gloria. También en la lucha cristiana hay que distinguir entre el enemigo (el mal) y el fin (el amor a Dios, su gloria, la santidad). Sin embargo, la distinción no es del mismo tipo que en las batallas humanas, precisamente porque aquí se trata de una lucha contra el pecado y lo que inclina al pecado.
Si el pecado consiste esencialmente en preferir las criaturas al Creador, la lucha se dirige a preferir al Creador a las criaturas. En lugar de poner el fin último en un bien creado –y, a fin de cuentas, en el amor a uno mismo– la lucha cristiana afirma como fin último a Dios y es, por tanto, en sí misma un acto de amor. Para san Josemaría no hay duda: lucha es sinónimo de Amor 116. "Luchar por amor" es mucho más que añadir a la lucha un ulterior motivo de amor. Luchar es amar. De ahí que la lucha cristiana en su predicación sea una afirmación alegre 117, como el mismo amor, y se desarrolle en un clima optimista, con confianza y serenidad 118, con esfuerzo pero sin sombra de crispación o de tristeza.
En sentido estricto, lucha y amor no se identifican. En el Cielo hay amor pero no hay lucha; y en la tierra se puede luchar sólo por motivos humanos, sin amor a Dios. Pero en este mundo no se le puede amar sin luchar. Desde luego, luchar no implica necesariamente amar; pero amar a Dios exige necesariamente luchar. Podemos decir que la lucha es una cualidad de la caridad en la vida presente, porque todo acto de amor a Dios requiere esfuerzo, ya que se ha de vencer la resistencia de la inclinación al mal –el amor propio desordenado– y estar vigilante ante esa inclinación (y ante los enemigos de fuera).
Por otra parte, en dirección opuesta, también es verdad que sin amor a Dios no hay lucha cristiana. No cabe duda de que se puede combatir el mal moral, ya sea en uno mismo o en los demás, por un motivo meramente humano, como el padre de familia que se esfuerza en superar el egoísmo o la comodidad para atender a los suyos, o como el policía que combate el crimen sólo por el ideal de una vida social segura o por ganar su sueldo. Está claro que se puede luchar por una causa noble sin que ese esfuerzo esté penetrado de amor a Dios, lo mismo que es posible practicar virtudes humanas sin que estén informadas por la caridad. Pero así como entonces esas virtudes no son todavía cristianas, tampoco es cristiana una lucha que no sea "por amor a Dios". ¿Y qué decir si el motivo no fuera noble, o sea, si un cristiano luchara por orgullo o por vanidad, conscientemente buscados? La situación sería como la de aquellos hipócritas de los que dijo el Señor: "ya recibieron su recompensa" (Mt 6.2.5.16), porque oraban y ayunaban para que otros les vieran. En definitiva, si en el párrafo anterior dijimos que quien ama a Dios ha de luchar y que la lucha es una cualidad del amor en esta tierra, ahora hemos de añadir que lo es sólo si se trata de una lucha "por amor" 119.
Afirmamos que "luchar por amor" (o de modo más completo: "luchar contra el pecado y lo que inclina al pecado por amor a Dios y al prójimo por Dios") es un sintagma, porque, para quien ama, la misma lucha es un acto de amor a Dios. Podrá serlo de modo más o menos explícito pero, o será un acto de amor, o no será lucha cristiana. Y es preciso poner interés para que el amor sea explícito en la lucha, porque, de lo contrario, cabe el peligro de terminar luchando sólo por motivos humanos y sin contar con la ayuda divina. Desde luego, san Josemaría anima a procurar que el amor sea actual en la intención del que lucha 120.
Este amor es la caridad sobrenatural, no el "amor-sentimiento" ni la inclinación natural hacia lo que produce satisfacción. La lucha no es cuestión de sentimientos (...). No es sentir: es vivir de amor y de fe 121. El amor gustoso, que hace feliz al alma, está fundamentado en el dolor, en la alegría de ir contra nuestras inclinaciones, por hacer un servicio al Señor y a su Santa Iglesia 122. El "amor gustoso" en la lucha, es siempre "costoso", y a veces heroicamente. En efecto, se puede querer gustosamente –es decir, con plena voluntariedad y sin reservas– la Voluntad de Dios, aunque comporte sufrir y vencer la inclinación natural a no padecer, como Jesús en Getsemaní: "Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42): he aquí el modelo de sacrificio gustoso.
De la íntima relación entre lucha y amor a Dios se deriva que la vida cristiana no sólo "requiere" lucha, sino que "es" lucha. La santidad consiste precisamente en esto: en luchar 123; la santidad está en la lucha 124, porque consiste esencialmente en el amor a Dios, la plenitud de la caridad 125, que no se da sin lucha.
Se sigue de ahí una consecuencia importante: el "grado" de santidad, grado de perfección de la caridad, no se mide por los resultados de la lucha (por ejemplo, los hábitos de trabajo, o de orden o de templanza, etc., que se logran; o los frutos apostólicos que se obtienen), sino por la generosidad en el empeño de amor por alcanzarlos. Si hay lucha por amor, hay vida espiritual, hay progreso y crecimiento en santidad, aun cuando aparentemente no hubiera adelantos. Los santos han sido como nosotros: han tenido buena voluntad y la sinceridad de rectificar, en su vida interior, en su lucha: con victorias y con derrotas (...). Nuestro Dios está contento con esa lucha nuestra, que es señal cierta de que tenemos vida interior, deseo de cristiana perfección 126.
Para introducirnos más a fondo en lo que significa "luchar por amor", conviene recordar las expresiones del fin último que estudiamos en la Parte I: dar gloria a Dios; buscar que Cristo reine; cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia.
Veíamos que dar gloria a Dios es conocerle y amarle, y que el acto más elevado de este conocimiento amoroso es la contemplación. Pues bien, siendo la contemplación un don de Dios, no se puede recibir sin esfuerzo, porque nuestra mirada se ha enturbiado por las secuelas del pecado. La imagen es del cuarto Evangelio: "la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron" (Jn 1, 5). El hombre ha de vencer una dificultad para recibir la luz divina. Cuenta con la ayuda de Dios, pero es imprescindible que coopere; y esa cooperación –que a su vez requiere el impulso de la gracia– consiste en rechazar la propia gloria como último fin. Entonces se abre a la luz divina, y al abrirse la recibe. La misma lucha para quitar los obstáculos que impiden glorificar a Dios contemplándole, es ya un inicio de contemplación.
Mas para dar gloria a Dios es preciso buscar que Cristo reine: querer ponerle en la cumbre de todas las actividades humanas, cada uno en las suyas, realizándolas con un amor que incluye lucha porque es necesario purificarlas del mal.
Puesto que Cristo ha triunfado sobre el mal asumiendo por amor el dolor y la muerte para reparar por los pecados mediante el Sacrificio de la Cruz, la lucha del cristiano comporta acoger el dolor –en el sentido más general: lo que contraría a la propia voluntad– con amor, para corredimir con Cristo, según sus palabras: "Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día y sígame" (Lc 9, 23). Esa "negación de sí" es negación del desorden de la propia voluntad, que tiende a anteponerse a la Voluntad divina, y por eso mismo es una afirmación de amor, costosa pero sumamente valiosa. La lucha convierte en positivo lo que era negativo. San Josemaría hace notar que la Cruz –símbolo de la victoria sobre el pecado– es también el signo "más", símbolo de la afirmación. Nosotros le ponemos un signo más –la cruz, como la Cruz de Cristo– a todo lo que hacemos 127.
En síntesis, Jesucristo ha vencido el mal con la entrega amorosa de su vida en la Cruz; la lucha del cristiano contra el mal consiste en abrazar la cruz de cada día por amor, para participar en la Cruz de Cristo. La misma lucha tiene así valor corredentor.
Finalmente, como exigencia de la gloria de Dios y del reinado de Cristo, es necesario que "todos con Pedro vayan a Jesús por María". La lucha para dar gloria a Dios buscando que Cristo reine, es lucha para edificar la Iglesia. Y la Iglesia se edifica cuando sus miembros crecen en vida sobrenatural por la santificación personal y el apostolado. Esto ocurre, como ya vimos, si hacen del día entero "una misa". Y en eso ha de consistir, en definitiva, la lucha cristiana:
Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar... 128.
La primera frase de este texto es la clave para su comprensión. "Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz...". Continuando la lectura podría parecer que esa lucha consiste en una serie de prácticas de piedad, como las jaculatorias, el ofrecimiento del trabajo, etc., que permitirían mantener durante la jornada la referencia a la Santa Misa, de modo que se convierta en el "centro y raíz" de todas las actividades. Sin embargo el texto dice que esas prácticas, más que el origen son como el "desbordarse" de la actitud de hacer del día una misa. Desde luego que se requiere empeño para realizarlas, y son medios para alcanzar que la Misa sea "centro y raíz". Sin embargo, la lucha no consiste sólo en poner esos medios. Es algo más profundo. Consiste en asumir radicalmente la Misa como fin al que se dirigen todas las acciones, lograr que ese fin esté inscrito, grabado, en la propia vida.
Con palabras de san Josemaría, se trata de luchar para conseguir que tu vida sea esencialmente, ¡totalmente!, eucarística 129. Para saber qué significa esto, consideremos que en la celebración de la Eucaristía se actualiza la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor: Él da su vida por nosotros y, dándola, la recupera. Benedicto XVI lo ha expresado profundamente, meditando sobre las palabras de la institución en la Última Cena: "Él da su vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección (...). Ya ahora ofrece la vida, se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora" 130. Pues bien, hacer que la vida cristiana sea "esencialmente eucarística" es reproducir este misterio en la propia existencia: morir a uno mismo –a todo lo que es egoísmo, amor desordenado de sí mismo como fin último y, por tanto, soberbia– para, en ese mismo momento, vivir la vida de Cristo, que es entrega total al verdadero bien de los demás. San Josemaría lo expresa admirablemente cuando afirma:
Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él 131.
Aún no hemos hablado de la mortificación y de la penitencia, y tendremos que recordar de nuevo este texto cuando llegue el momento. Lo hemos citado aquí porque compendia lo que significa que la vida cristiana deba ser "esencialmente eucarística": un morir que es un vivir. Ahora se puede entender mejor lo de "Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz...". Se trata de luchar para vivir el misterio de la Eucaristía: morir a uno mismo dando la vida por los demás, para vivir en ese mismo instante la Vida de Cristo. Este es el fin de la lucha cristiana. Para que sea realidad, san Josemaría indica unos medios que hay que poner con empeño: "jaculatorias, visitas al Santísimo, ofrecimiento del trabajo profesional y de la vida familiar...". Concluye con unos puntos suspensivos porque se trata sólo de algunos ejemplos 132.
Considerar que la lucha cristiana se dirige a edificar la Iglesia permite ver además que la lucha personal contra el pecado es necesaria también porque repercute en los demás. Al incorporarse a la Iglesia, el cristiano adquiere un compromiso con todos los miembros del cuerpo, y ha de cumplirlo por amor.
Los cristianos tenemos un empeño de amor, que hemos aceptado libremente, ante la llamada de la gracia divina: una obligación que nos anima a pelear con tenacidad (...). Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición. Por eso, si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que es la Iglesia 133.
Además de la lucha por la santificación personal, también es necesaria la lucha para atraer a todos a la unión con Cristo en la Iglesia. Al encomendar la misión apostólica a los suyos, el Señor les advirtió que encontrarían oposición y dificultades de todo género (cfr. Mc 16, 17-18), pero que serían revestidos de "la fuerza de lo alto" (Lc 24, 49), el don del Espíritu Santo, para superar todo obstáculo. San Josemaría recuerda un texto del Cantar de los Cantares: "Aquae multae non potuerunt exstinguere caritatem" (Cant 8, 7), y comenta: las aguas de la incomprensión, de las contradicciones, que quizá padezcas, no deberán interrumpir tu labor apostólica 134. Sustituye "caritatem" por "labor apostólica", porque aquélla es el alma de ésta, y hace ver así que el amor se muestra en el apostolado cuando hay obstáculos, precisamente en la lucha tenaz para superarlos.
La última de las tres expresiones del fin último –"omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!"– engarza con la otra cara del mismo fin: la perfección del cristiano. En efecto, el cristiano edifica la Iglesia cuando busca su santificación o identificación personal con Jesucristo, en lo que consiste su perfección. Esta búsqueda es inseparable del apostolado, que lleva a procurar la perfección de los demás, su unión con Cristo.
Como sabemos, la identificación con Jesucristo es un proceso que comienza en el Bautismo y se desarrolla hasta la plenitud de la filiación divina en la gloria. Este progreso no se da sin esfuerzo. Es necesario luchar para crecer en esa identificación por el aumento de la caridad y el incremento de las demás virtudes, cooperando libremente con la gracia 135. San Josemaría lo formula como una aspiración: Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias 136; sólo entonces –añade–, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti. Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus 137. Otras veces lo plantea como exigencia de la misión apostólica: para ser levadura, necesitas ser santo, luchar para identificarte con Él 138. La lucha es necesaria para que el Señor actúe en nosotros y por nosotros 139. Sólo cuando el cristiano se esfuerza para identificarse personalmente con Cristo, está en condiciones de luchar por Cristo 140, es decir, de ser buen instrumento para que Él reine en los corazones de los demás y sea alzado en la cumbre de las actividades humanas.
Al ser este combate una lucha de hijos de Dios para crecer en identificación con Jesucristo, se comprende cuán oportunamente san Josemaría enseña a cimentarla en el "sentido de la filiación divina" 141. Así lo escribe en una Carta, dirigiéndose a quienes imparten formación cristiana y han de enseñar a otros a luchar por la santidad: Se animarán en esta ascensión, si despertáis en ellos el sentido de su filiación divina 142.
Dios nos llama ya ahora sus amigos, su gracia obra en nosotros, nos regenera del pecado, nos da las fuerzas para que, entre las debilidades propias de quien aún es polvo y miseria, podamos reflejar de algún modo el rostro de Cristo. No somos sólo náufragos a los que Dios ha prometido salvar, sino que esa salvación obra ya en nosotros. Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre 143.
Podemos detallar este punto considerando que el "sentido de la filiación divina" incluye la conciencia de la relación sobrenatural con cada una de las Personas divinas, como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.
1. El sentido de la filiación divina, con el que dulcemente se cree en la caridad paterna que Dios tiene con nosotros 144, impulsa a cumplir por amor la Voluntad divina, porque es propio de un buen hijo corresponder al amor de su padre obedeciéndole libre y gustosamente. Esa obediencia exige lucha, pero el sentido de la filiación divina la hace amable y alegre, porque da la certeza de que Dios no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor. La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre 145.
Quien se sabe hijo de Dios, no se desanima ante la experiencia de la propia flaqueza, de las caídas y de la persistencia de las malas inclinaciones. La conciencia filial proporciona la sencillez confiada de los hijos pequeños 146 y colma de esperanza nuestra lucha interior 147. Recurriendo a la metáfora paulina de la vasija de barro (cfr. 2Co 4, 7), escribe san Josemaría: Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios? 148
2. En segundo lugar, el sentido de la filiación divina implica la conciencia de ser una sola cosa con Jesús: hijos de Dios en Cristo. Las repercusiones en la lucha interior son profundas. Cuanto más hondo sea el sentido de su filiación divina en un cristiano, más se verá inclinado a imitar a Cristo en la lucha contra el pecado y lo que tiene que ver con él:
– Contra el pecado, porque lo detestará con más fuerza al considerar que Jesucristo ha padecido y muerto para repararlos. Este sentimiento, tan propio de un hijo de Dios, se transparenta en las siguientes palabras de san Josemaría:
¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera... "Et in peccatis concepit me mater mea!" (Ps 50, 7). Nací, como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después..., mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas, cometidas...
Para purificarnos de esa podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo (cfr.Flp 2, 7), encarnándose en las entrañas sin mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó. Hizo milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz. ¿Necesitas más motivos para la contrición? 149
– Contra las tentaciones al pecado que provienen de fuera, porque Jesucristo ha rechazado las tentaciones del diablo (cfr. Mt 4, 1 ss.) y las de otras personas (cfr. Mt 16, 1 ss.; 16, 23; 19, 3 ss.), dando ejemplo de cómo ha de ser la conducta de un hijo de Dios.
– Contra las tentaciones que provienen de la concupiscencia porque, aunque Jesús estaba libre de esa inclinación interior al mal, luchó contra ella, pues "cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8, 17; Is 53, 4). El peso de esa inclinación que nosotros llevamos dentro, Él lo llevó a cuestas. De ahí que, también para combatir estas tentaciones, el cristiano pueda mirar a Cristo como modelo. En Él "se ha manifestado la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres, educándonos para que renunciemos a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, y vivamos con prudencia, justicia y piedad en este mundo" (Tt 2, 11-12). El sentido de la filiación divina es apoyo firme para vencer la inclinación al mal, con la gracia de Cristo.
– Contra las consecuencias del pecado y, concretamente, contra el dolor, la injusticia y la misma muerte, porque el Señor se sujetó a esas penas y las transformó en medio para redimir, a la vez que curó a otros de esos males, en numerosas ocasiones. El cristiano se sentirá más impulsado a obrar como Cristo si se sabe hijo de Dios, ipse Christus: procurará servirse del dolor propio para corredimir con el Señor y aliviar el de los demás, remediándolo si es posible, y ayudando en todo caso a ofrecerlo con Cristo, siguiendo sus huellas (cfr. 1P 2, 21).
Estos aspectos se dan cita en las siguientes palabras de san Josemaría, que expresan vivamente la actitud de quien se sabe hijo de Dios, ante el mal y sus consecuencias: no la de rendirse ante las tentaciones o las dificultades, sino la de luchar mirando a Cristo, porque esa lucha es un acto de amor con eficacia redentora.
Cuando nos cansemos –en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica–, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en todo menos en el pecado: para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras malas inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el hambre, ni la sed, ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que importa es la lucha –una contienda amable, porque el Señor permanece siempre a nuestro lado– para cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos 150.
El sentido de la filiación divina no lleva sólo a imitar a Cristo. Hace ver que el combate cristiano, además de ser una lucha "por identificarse con Cristo", es una "lucha en Cristo". El Señor está presente en el cristiano y se puede decir que combate en él. El mejor modo de comprenderlo es contemplar al Señor en la Cruz, momento de la batalla suprema. Su amor es un amor redentor, un amor sacrificado que vence el pecado dando la vida para salvarnos. El cristiano participa de este amor redentor cuando lucha. Cristo continúa amando y redimiendo a través del cristiano que pelea por amor, con todas sus fuerzas, contra el pecado y las consecuencias del pecado.
El "sentido de la filiación divina" implica saberse partícipes del sacerdocio de Jesucristo y la conciencia de estar llamados a corredimir con Él. En la lucha cristiana se actúa el "alma sacerdotal", al ofrecer al Padre, en unión con Cristo, el esfuerzo del combate contra el pecado.
3. En tercer lugar, el sentido de la filiación divina lleva a ser conscientes de la presencia del Espíritu Santo en el alma, que ha sido enviado para hacernos hijos de Dios (cfr. Ga 4, 6), y de que su presencia es "activa", es decir, de que nos mueve a vivir como hijos de Dios. Es Él quien nos da la fuerza para luchar: su gracia es la garantía de que podemos vencer el mal.
En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina (...), experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales 151.
Un hijo de Dios afronta el combate contando con la gracia del Espíritu Santo más que con las propias fuerzas. El Paráclito derrama abundantemente su gracia para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar –miles Christi, como soldado de Cristo– en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia 152. Un texto de san Pablo muestra admirablemente esta secuencia de ideas: "si vivís según la carne, moriréis; pero, si con el Espíritu mortificáis las obras del cuerpo, viviréis. Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm 8, 13-14).
A continuación de las palabras que acabamos de citar, el Apóstol habla de la libertad de los hijos de Dios: "Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rm 8, 15-16). Al ser adoptado como hijo de Dios por el envío del Paráclito, el cristiano deja de ser "esclavo del pecado" y recibe "la libertad de los hijos de Dios" para que viva según corresponde a su dignidad: como ipse Christus. Bien sabemos que las consecuencias del pecado hacen costosa esta tarea, pero la lucha que se requiere es una lucha que libera, un combate por la libertad de los hijos de Dios, una liberación de las cadenas del pecado y de la servidumbre a lo que inclina al pecado.
Si el cristiano examina las fuerzas con las que cuenta para esta batalla, tiene buenas razones para afrontarla con optimismo. San Josemaría las concentra en dos: el valor de la libertad, que no se pierde del todo por el pecado y crece cuando se combate, y el poder de la gracia, que Dios concede siempre.
La libertad personal es, en lo humano, el don más precioso que nos ha hecho el Señor: qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31). En lo sobrenatural, el mejor don es la gracia, esa ayuda del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, nos fortalece en la lucha interior y nos hace clamar: Abba! ¡Padre! 153
El mal entró en el mundo por el abuso de la libertad, pero Dios no se la ha quitado al hombre después de la caída. Le concedió este don para que, amando, participara en la vida divina, y su designio es irrevocable. La libertad sigue siendo, en lo humano, el "don más precioso", que permite elegir el bien y rechazar el mal, con autodeterminación.
Sin embargo, la libertad ya no se mueve hacia el bien sin impedimento. Se requiere esfuerzo, como consecuencia del pecado, y para esto el cristiano cuenta con un "don mejor", sobrenatural: la gracia del Espíritu Santo, con la que puede superar la tentación de emplear mal la libertad. "Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito" (1Co 10, 13). Tampoco la experiencia del pecado personal desmoraliza al cristiano, si sabe que cuenta siempre con la gracia de Dios para volver a luchar por amor: para corresponder al Amor que Él nos tiene, porque "el auxilio que Dios nos ofrece para perseverar en el bien, y para evitar el pecado y cualquier otro mal, procede de su Amor" 154.
Hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia mea (2Co 12, 9), te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado del aguijón que le humillaba. El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno 155.
Escribe Leo Scheffczyk, comentando la enseñanza de san Josemaría, que la eficacia de la gracia divina actual "exige la permanencia del esfuerzo humano, de la entrega sacrificada y de la actividad personal, imprescindibles en la existencia cristiana, que ha de estar presidida por la Cruz, en identificación con Cristo, como Escrivá la presenta. La cooperación ágil y batalladora con la gracia, no puede faltar en un cristiano con deseo de santidad" 156. Pero no se trata de una cooperación activista y penosa que impediría apreciar "la belleza, la riqueza y la felicidad de la gracia que santifica" 157. Por el contrario, san Josemaría "hace descubrir la maravilla de la vida en gracia, fundamento último del optimismo sobrenatural que impregna el entero edificio de su pensamiento" 158. "Con la ayuda de Dios", "con la gracia divina", son expresiones que recorren de arriba abajo las enseñanzas de san Josemaría sobre la lucha cristiana 159.
Todos los pasos de ese combate son pasos de gracia y de libertad. La libertad permite crecer en gracia (la correspondencia libre y esforzada a la gracia actual alcanza un crecimiento en gracia santificante); y la gracia implica un crecimiento en libertad 160. La lucha cristiana es una cooperación libre impulsada por la gracia del Espíritu Santo, que libera progresivamente de las ataduras del pecado y del desorden de la concupiscencia, llevando a la identificación con Cristo. El consejo práctico de san Josemaría es luchar fiados en la asistencia divina, y dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo 161.
La vida sobrenatural y su crecimiento son siempre don de Dios. La semilla de la gracia santificante depositada en el Bautismo tiende a crecer si no encuentra obstáculo ("duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo": Mc 4, 27). No está en manos del cristiano producir esa semilla ni su crecimiento, pero puede esforzarse para ser buena tierra (cfr. Mt 13, 8), bajo la acción de las gracias actuales, o bien oponerse al crecimiento de la gracia e incluso rechazarla. Ni la fuerza de la libertad sin el poder de la gracia, ni la gracia sin la cooperación de la libertad, bastan para afrontar el combate cristiano.
Esto se puede ver reflejado, de algún modo, en el misterioso episodio de la "lucha de Jacob" (cfr. Gn 32, 25-31): el patriarca pelea contra un enviado de Dios, que no puede vencerle; sin embargo, se aferra a él pidiendo que le bendiga. El hombre puede resistirse a Dios con el mal uso de su libertad, y Dios no quiere imponerse; pero a la vez, no le abandona si él no le rechaza del todo, y no le niega su bendición, si él la desea y pide, para que use bien su libertad y cumpla la Voluntad divina. La señal que deja en Jacob su resistencia a Dios, es precisamente una cojera (cfr. Gn 32, 26.32) que le hace difícil huir del encuentro con Esaú, querido por Dios para que se reconcilie con su hermano y pueda permanecer en la tierra que había concedido a Abrahán y a Isaac, la tierra destinada a su descendencia 162.
Gracia y libertad –por este orden, pues el primado corresponde a la gracia– consienten al cristiano afrontar la lucha con un optimismo que no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios 163.
Las virtudes cristianas son armas para la lucha y, a la vez, objeto de conquista. En Ef 6, 13-17 y en 1Ts 5, 8, se comparan a la coraza, a la espada o al yelmo, las armas de entonces; a la vez, en 2P 1, 5-11, por ejemplo, se presentan como bienes que se han de alcanzar con esfuerzo. Lo uno no excluye lo otro. Sucede lo que a un atleta, que se ejercita para desarrollar su fuerza. Por una parte, esa fuerza le permite ejercitarse; por otra, la desarrolla con el ejercicio. La tiene y, a la vez, la conquista. La posee en cierta medida, pero la alcanza más plenamente mediante el esfuerzo. Análogamente, en la lucha cristiana se puede decir que se pelea con las mismas armas que se conquistan.
Estos dos modos de considerar las virtudes, como objeto y como armas de la lucha, tienen interés para perfilar la noción de lucha cristiana.
En primer lugar, las virtudes son "objeto" del combate: el bien que inmediatamente se "tiene delante" (ob-iectum) y se quiere poseer con vistas al fin último, la identificación con Cristo, no como medio para lograrla sino como bagaje que ha de llevar consigo el que la quiera alcanzar. El objeto de la lucha no es el mal contra el que se pelea: ese mal es el obstáculo que se interpone entre el que lucha y el objeto inmediato que pretende conquistar: las virtudes que configuran con Cristo y permiten reflejar su imagen como en un espejo para que los demás le conozcan y le sigan 164.
San Josemaría afirma –debemos repetir sus palabras– que la lucha cristiana ha de consistir más que en quitar defectos, en adquirir virtudes 165. Y con frecuencia insiste en que es preciso luchar por adquirirlas y practicarlas 166. En este sentido, la lucha cristiana es un combate por la perfección de las virtudes cristianas, para dar gloria a Dios y reflejarla.
Pero la conquista de esas virtudes no es resultado solo del esfuerzo humano. Son un don divino, porque lo es la caridad que las informa y las eleva a la categoría de "virtudes sobrenaturales" o virtudes cristianas 167. Sin embargo, la lucha es necesaria: en primer lugar, para quitar los obstáculos al don de la caridad, que sustancialmente se reducen al amor propio desordenado; si faltara esta lucha se podrían desarrollar algunas virtudes humanas, pero no llegarían a ser virtudes cristianas, vivificadas por el amor sobrenatural. En segundo lugar, es necesaria la lucha para practicar las mismas virtudes humanas que son fundamento de las sobrenaturales. Por estas dos razones san Josemaría afirma que el crecimiento en las virtudes viene como consecuencia de un empeño efectivo y cotidiano 168. Y en otro momento hace notar que no es suficiente el deseo genérico de esas virtudes: es preciso esforzarse para adquirirlas y desarrollarlas. No basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere (Is 1, 17), aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes –hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia–, porque obras son amores 169.
Las virtudes son, pues, "objeto" de la lucha, pero también son "armas" para luchar. La misma lucha ha de ser "virtuosa", ejercicio de las virtudes.
En cuanto "armas" se puede decir que las virtudes cristianas son "medios" para la lucha. Sin embargo no lo son en el mismo sentido que la participación en los sacramentos, o la oración o la dirección espiritual. Estos últimos son los medios de santificación y de apostolado en sentido estricto, como se verá en el capítulo siguiente 170. La diferencia conceptual radica en que las virtudes son cualidades permanentes del sujeto, mientras que los medios de santificación en sentido estricto –por ejemplo, la participación en los sacramentos– son actos con los que se acude a la fuente donde se recibe la vida sobrenatural.
No todas las virtudes se ponen directamente en ejercicio en cada momento del combate (aunque todas estén implicadas de algún modo, por su conexión en el sujeto). Dependerá en cada caso del frente de la lucha: si el objeto es la templanza, se pondrá en juego directamente la virtud de la templanza; si el objeto es la justicia, se ejercitará esta virtud; etc. Pero hay dos virtudes que siempre están presentes en la lucha cristiana: la caridad y la fortaleza. La primera es imprescindible para que sea una "lucha por amor". La segunda, porque siempre hay que vencer alguna dificultad (de lo contrario no habría lucha), y la fortaleza es precisamente la virtud humana que lleva a superar los obstáculos para hacer el bien. La ascética del cristiano exige fortaleza 171: fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias 172.
En definitiva, la lucha cristiana tiene como objeto la conquista de las virtudes cristianas, y ella misma es siempre un acto de fortaleza por amor (y, además, de la virtud que tenga por objeto en cada caso).
Para completar la noción de lucha cristiana en san Josemaría, hemos de examinar dos aspectos muy relacionados entre sí.
En primer lugar, puesto que la lucha es una cualidad de la caridad en la vida presente, y la caridad ha de "informarlo" todo, podemos decir que la lucha por amor es "forma" de la vida cristiana en esta tierra. San Josemaría no habla sólo de luchar, sino de tener un "espíritu de lucha" que esté presente en todo momento. Unas veces lo llama "espíritu de mortificación y de penitencia" y otras "espíritu de sacrificio".
El segundo aspecto es el "campo" de ese combate: la vida ordinaria, que san Josemaría enseña a santificar, poniendo para ello unos determinados medios.
La lucha cristiana es "lucha contra el mal" y "lucha por amor". Para designar estos dos aspectos inseparables, el lenguaje teológico dispone de dos vocablos distintos: "mortificación" y "penitencia". Cada uno tiene su sentido propio, pero sólo se pueden comprender si no se separan, porque designan dos dimensiones de una misma realidad, la "forma" de la lucha. Aquí vamos a exponer estos conceptos; más adelante, en las secciones 3 y 4 de este capítulo sobre la lucha contra las tentaciones y contra el pecado, trataremos de la práctica de la mortificación y de la penitencia.
Se habla de mortificación, para indicar que la lucha es un "dar muerte" (mortificación viene de mortem facere) a la propia inclinación al mal, de acuerdo con la enseñanza paulina: "Mortificad lo que hay de terrenal en vuestros miembros: la fornicación, la impureza, las pasiones, la concupiscencia mala y la avaricia que es una idolatría" (Col 3, 5; cfr. Rm 6, 6.11; 8, 12-13; Ef 5, 2-5). En la teología de los últimos decenios se observa un cierto recelo al uso del término, quizá por temor a que se interprete como hostilidad hacia lo humano 173. Pero la mortificación cristiana no es contraria a los valores de la persona, sino a su degradación 174. Hace siempre referencia a nuestra naturaleza herida por el pecado.
Se habla, en cambio, de penitencia, para indicar que la lucha cristiana es arrepentimiento del pecado y conversión a Dios como último fin, de acuerdo con el significado bíblico del término: "Haced penitencia (convertíos: porque está al llegar el Reino de los cielos" (Mt 3, 2; 4, 17; cfr. Lc 5, 32; 10, 13; Hch 2, 38; 3, 19; etc.) 175.
Cada uno de los dos términos contiene una referencia al otro; por eso, sólo se pueden entender juntos. Es lo que sucede cuando san Pablo habla de "despojarse del hombre viejo" y de "revestirse del hombre nuevo" (cfr. Ef 4, 22-24; Col 3, 9-10). Son aspectos correlativos, en el sentido de que cada uno pone en primer plano una nota de la lucha cristiana, pero incluye también lo que sugiere el otro. La mortificación es lucha contra la inclinación a poner el fin último en las criaturas y, en definitiva, en uno mismo, pero es siempre lucha por amor a Dios; la penitencia, a su vez, es una conversión a Dios, una reorientación de la propia vida hacia Él, pero siempre con la simultánea repulsa del pecado y de lo que al pecado inclina. Toda obra de penitencia, por la que nos convertimos a Dios, comporta mortificación porque exige "dar muerte" al amor propio desordenado; y toda obra de mortificación cristiana necesariamente se ha de realizar para quitar lo que separa de la unión con Dios, y así implica conversión, penitencia.
Sin embargo, los dos términos no son sinónimos. Más bien designan dos partes potenciales del concepto de lucha cristiana. La diferencia reside en la intención directa de la voluntad, que en un caso es combatir la concupiscencia y en el otro convertirse a Dios 176. San Josemaría los distingue claramente, según se puede ver en Camino, donde dedica un capítulo a la "Mortificación" y otro, sucesivo, a la "Penitencia". En éste último escribe, por ejemplo: ¡Qué poco vale la penitencia sin la continua mortificación! 177
Según Pedro Rodríguez, la distinción, tal como se encuentra en Camino, puede haber estado inspirada por la lectura del Decenario al Espíritu Santo, de Francisca Javiera del Valle, libro que san Josemaría meditó y anotó profusamente en 1932 178. Rodríguez señala que, en todo caso, en la distinción "se entrecruzan dos líneas": en la primera se entiende la mortificación como el vencimiento diario, mientras que la penitencia apunta a "las grandes penitencias"; en la segunda, que sería la de fondo, se ve la mortificación como incluida en la penitencia, identificando ésta con la "expiación" 179.
En nuestra opinión, considerando no sólo Camino sino el conjunto de la obra de san Josemaría, los términos "mortificación" y "penitencia" no se distinguen por la magnitud de su objeto –"pequeños vencimientos" / "grandes penitencias"– y son, sobre todo, más generales que el de "expiación" (que, como veremos luego, suele designar una forma específica de mortificación y de penitencia, ligada a la corporalidad, a imitación de la Pasión de Cristo). Si se lee el punto de Camino apenas citado teniendo en cuenta cómo emplea san Josemaría estos términos en el conjunto de su predicación, nos parece que su sentido sería que la conversión a Dios por la penitencia sólo es verdadera si hay una real negación de la inclinación al mal por la continua mortificación. El que dice que se arrepiente de sus pecados pero no decide combatir el desorden de la concupiscencia, no se arrepiente del todo.
Por lo que se refiere a la relación entre penitencia y expiación (tema que encontraremos de nuevo más adelante), se trata, sin duda de conceptos muy próximos, pero no se identifican totalmente en la predicación de san Josemaría. Expiación puede ser, por ejemplo, el ofrecimiento de una enfermedad o el ayuno voluntario. No suele llamar expiación a otras penitencias no corporales como las que menciona en un extenso texto que citaremos dentro de poco: Penitencia es modificar nuestros programas cuando los intereses de los demás lo requieran; es soportar con buen humor las pequeñas contrariedades de la jornada... 180
Al ser la "mortificación" y la "penitencia" conceptos inseparables y mutuamente referenciales, san Josemaría emplea en ocasiones solamente uno de los dos para referirse a ambos 181. También aquí procederemos así en algunos casos, sobre todo para evitar la repetición de palabras.
Otras muchas veces habla conjuntamente de "mortificación y penitencia" 182. Así sucede, por ejemplo, en el siguiente texto, de gran densidad, donde sintetiza la naturaleza de la lucha cristiana. Se trata, significativamente, de las líneas que concluyen la meditación de las estaciones del Via Crucis, que nos han servido para encabezar este capítulo 8º:
Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él 183.
Como se ve, tanto el morir a sí mismo (al amor propio desordenado, a la inclinación al mal) como el vivir la vida de Cristo (orientar todas las acciones al cumplimiento de la Voluntad del Padre por amor), son conquista de la mortificación y de la penitencia, conjuntamente, bajo la acción de la gracia. Aquí no se habla de la diferencia entre ambas sino de su inseparabilidad. El cristiano debe vivir la vida de Cristo, y para esto ha de hacer suya también su muerte. Lo testimonia san Pablo: "Yo estoy con Cristo en la Cruz, y ya no soy yo el que vivo sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20) 184. San Josemaría explica que este "morir para vivir" es el fin de la mortificación y de la penitencia: "morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor". El sentido de la mortificación y de la penitencia es combatir, hasta darle muerte, a lo que separa de Dios, precisamente para vivir su Vida, que es vida de Amor de hijos de Dios en Cristo. Esto implica ipso facto vivir la misma vida sobrenatural de Jesús en cuanto Hombre: participar de su gracia y de su caridad, y estar revestido de sus virtudes.
Pero el texto no termina aquí, sino que tiene una segunda parte sobre el valor corredentor de la mortificación y de la penitencia: "Y seguir entonces los pasos de Cristo..." Quien sigue a Cristo ha de dar su vida por los demás. La conclusión es que "sólo así se vive la vida de Cristo y nos hacemos una misma cosa con Él": sólo entonces crece la unión e identificación con Cristo. El cristiano ha sido ungido con el sacerdocio de Cristo para ser corredentor con Él, y sólo puede vivir la vida de Cristo si ejercita esa participación en su sacerdocio. Porque así como no se puede separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor, tampoco en el cristiano se puede separar la identificación con Cristo de la participación en su misión 185. La mortificación y la penitencia se ordenan, pues, a quitar los obstáculos para vivir en Cristo y corredimir con Él. Por tanto, la vida cristiana en este mundo no sólo "requiere" la mortificación y la penitencia como un elemento más, sino que ha de estar informada por un "espíritu de mortificación y de penitencia".
San Josemaría habla de "espíritu" y no sólo de "obras" de mortificación y de penitencia, porque la lucha cristiana no consiste en actos aislados, por muy frecuentes que fueran, sino en una actitud permanente: un "espíritu de mortificación y de penitencia".
Este "espíritu" no es simplemente una disposición interior que se actualiza de vez en cuando, incluso a menudo, en determinados momentos, sino que puede estar presente en todo lo que se hace. Ciertamente no todas las obras del cristiano deben ser, por su objeto, obras de mortificación y de penitencia, pero todas se pueden realizar con ese espíritu. Todo ha de tener el sello real de la Santa Cruz 186.
– San Josemaría habla concretamente de espíritu de penitencia 187, porque el carácter de penitencia puede estar presente en cualquier obra, no sólo en aquellas que en sí mismas o por su objeto manifiestan la conversión. Cualquier obra de un hijo de Dios puede tener sentido de penitencia porque, al estar informada por la caridad, entraña un convertirse a Dios y un alejarse del pecado, ya sea con intención actual o no.
– Igualmente habla de espíritu de mortificación 188, no sólo de "hacer mortificaciones". Todos los actos de amor a Dios y a los demás por Dios pueden llevar, en efecto, el sello de la mortificación. Para amar a Dios, es preciso mortificar la inclinación al amor propio desordenado, que está presente siempre. El espíritu de mortificación es una actitud que debe informar toda la vida de un hijo de Dios. Por eso san Josemaría puede decir que la mortificación ha de ser continua, como el latir del corazón 189; y que la mortificación es la sal de nuestra vida 190. Así como la sal condimenta todo el alimento, así también la mortificación ha de estar presente en toda la vida del cristiano 191. Debe acompañar, desde luego, el cumplimiento de los deberes costosos, pero ha de influir también en los actos de suyo agradables, porque "poner medida" –moderar esos actos practicando las virtudes–, implica siempre un cierto esfuerzo.
Aunque el espíritu de mortificación y de penitencia no pertenece a la esencia de la caridad (los santos en el Cielo no lo necesitan para amar a Dios), es una exigencia del amor a Dios en esta vida. Lo expresa concisamente san Josemaría cuando escribe que el espíritu de mortificación, más que como una manifestación de Amor, brota como una de sus consecuencias 192.
La relación entre el "espíritu" y las "obras" de mortificación y de penitencia viene a ser como la que hay entre la fuente y el agua. Para san Josemaría, espíritu de penitencia significa saberse vencer todos los días, ofreciendo cosas –grandes y pequeñas– por amor 193. Es decir, el espíritu de penitencia y de mortificación se ha de traducir en obras. Unas veces se actualizará en obras que por su objeto no son de mortificación o de penitencia; otras se manifestará en obras que sí lo son por su objeto. Si no se actualizara o no se manifestara nunca, habría motivo para dudar de su existencia, por lo mismo que no existe un manantial si no brota agua.
Cuando el "espíritu de mortificación y de penitencia" está presente de modo explícito en obras que no tienen ese objeto, son verdaderamente "obras de mortificación y de penitencia". En este sentido escribe san Josemaría que una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia 194. No obstante, se designan específicamente como "obras de mortificación y de penitencia" aquellas que por su objeto manifiestan la conversión a Dios o el combate contra la inclinación al pecado.
Unas palabras del Beato Juan Pablo II explican esta distinción y relación entre el "espíritu" y las "obras" de penitencia (englobando la mortificación en el término penitencia): "Penitencia significa el cambio profundo de corazón (...), pero quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia; toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla (...). La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano" 195.
San Josemaría habla también, con mucha frecuencia, de "espíritu de sacrificio" 196. Exhorta, por ejemplo, al esfuerzo cotidiano de vivir con espíritu de sacrificio, constantemente dispuestos –a pesar de la personal miseria y debilidad– a negarse a sí mismos, con tal de hacer el camino cristiano más llevadero y amable a los demás 197. Es otro modo de expresar la "forma" de la lucha cristiana, equivalente al que hemos venido comentando. Con "espíritu de sacrificio" se pone de relieve que esa lucha es ejercicio del sacerdocio de Cristo 198.
El "espíritu de sacrificio" equivale al "espíritu de mortificación y penitencia", porque el sacrificio del cristiano es reflejo y participación del Sacrificio de Cristo: un "sacrificio por el pecado", no un genérico ofrecimiento de un bien a Dios; un sacrificio que consiste en la entrega de la propia vida, como Cristo, por amor a la Voluntad del Padre; un sacrificio de hijo de Dios que se ofrece a sí mismo al Padre en unión con Cristo, por el Espíritu Santo (cfr. Hb 9, 14; 10, 5-10).
Es el sacrificio de "morir a sí mismo por la mortificación y la penitencia", como dice el texto del Via Crucis citado poco más arriba, "para que Cristo viva en nosotros por el Amor", de forma que lleguemos a "dar la vida por los demás". Esta entrega a los demás es el aspecto que se quiere resaltar con la expresión "espíritu de sacrificio", de acuerdo con Hb 13, 16. En este sentido acabamos de leer que los hijos de Dios han de vivir con "espíritu de sacrificio" para "hacer el camino cristiano más llevadero y amable a los demás". De todas formas, las dos expresiones son prácticamente intercambiables en san Josemaría, como se puede ver comparando el texto anterior con el siguiente: Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia 199.
El "campo" en el que tiene lugar la lucha cristiana, en la enseñanza de san Josemaría, es la vida cotidiana que se ha de santificar. De ahí que concrete el espíritu de penitencia y de mortificación en el cumplimiento de los deberes ordinarios y en los demás aspectos de la existencia corriente de un hijo de Dios. Cualquier obra buena puede tener carácter penitencial, si se pone esa intención. No es necesario, por tanto, desligarse de los quehaceres diarios para que la existencia del cristiano esté empapada del espíritu de mortificación y de penitencia. Así lo dan a entender claramente los ejemplos que menciona san Josemaría en el texto que citamos a continuación, donde el término penitencia incluye la mortificación 200:
Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.
La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío.
Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias –los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así lo requieran.
La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos.
Penitencia, para los padres y, en general, para los que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.
El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan! 201
Las manifestaciones de penitencia que figuran en este texto, no están mencionadas en un orden preciso. Unas se refieren a la lucha para poner la "materia" de santificación (cumplir los propios deberes); otras a la lucha para cuidar los medios en el trato con Dios (menciona la oración); otras al ejercicio de diversas virtudes cristianas, sobre todo la caridad, en el desempeño de esos deberes y en las relaciones con los demás; otras, en fin, al combate interior contra el egocentrismo.
Hay, sin embargo, una prioridad que san Josemaría menciona a menudo: la lucha para poner diariamente los medios de santificación y apostolado (unos sobrenaturales, como los sacramentos o la oración, y otros humanos 202). ¡No sé vencerme!, me escribes con desaliento. –Y te contesto: Pero, ¿acaso has intentado poner los medios? 203. Ya en la cita anterior hemos encontrado estas palabras: Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío 204. Otras veces se refiere a la lucha en las prácticas diarias de piedad 205. En otras ocasiones trata de la lucha para poner medios humanos en la práctica de las virtudes (por ejemplo, guardar los sentidos para crecer en la virtud de la santa pureza). En general, todo el esfuerzo para poner los medios, es lucha para crecer en las virtudes, o sea, tiene por objeto las virtudes cristianas, tema del que ya hemos hablado antes (en 2.3.3). Ahora queremos añadir solamente que esa lucha tiene lugar en el campo de la vida ordinaria, y que hay una prioridad en la tarea de cultivar ese campo.
Concluimos esta sección sobre la noción de lucha cristiana en san Josemaría. Si tuviéramos que resumir su visión de este tema, diríamos que concibe la lucha contra el mal como una participación en el amor redentor de Cristo –como "amor a la Cruz" en la vida cotidiana–, con la conciencia de ser hijos de Dios en Cristo. Esta lucha se caracteriza por un espíritu de mortificación y de penitencia que pone en todo el sello real de la Santa Cruz 206, con manifestaciones constantes, según las palabras del Apóstol: "llevando siempre en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Co 4, 10) 207.
El término "tentación" designa realidades diversas, pero siempre incluye la idea de "prueba" ante la cual es posible salir victorioso o sucumbir. Por parte de quien somete a prueba, cabe que lo haga con la intención de que la persona probada manifieste su amor y sus virtudes; o bien que tiente para hacerla caer. Se trata de un concepto complejo 208 que en la Sagrada Escritura tiene fundamentalmente dos acepciones: a) como prueba que proviene de Dios; b) como provocación al pecado por parte de Satanás o de otras fuerzas, interiores o exteriores al sujeto.
A éstas hay que añadir una tercera acepción bíblica: la tentatio Dei, o sea la tentación a Dios por parte del hombre que pretende someterle a "prueba". No es una "tentación al hombre" sino un "pecado del hombre" (cfr. Mt 4, 7). La podemos dejar de lado porque san Josemaría sólo se refiere a ella marginalmente cuando observa que no poner los medios humanos de que se dispone para hacer frente a las dificultades, confiando presuntuosamente en una intervención divina extraordinaria, sería tanto como "tentar a Dios" 209.
A las dos primeras acepciones se les puede aplicar la distinción clásica de san Agustín entre "tentatio probationis" (tentación para probar la virtud) y "tentatio seductionis" (tentación para seducir al mal) 210. Aquí nos interesa principalmente la segunda. Sobre la primera diremos sólo algunas palabras.
Cuando Dios "tienta" o "pone a prueba" a sus hijos, lo hace únicamente para ofrecer una ocasión de que se manifiesten y acrecienten sus virtudes, y premiarles en consecuencia. Dios jamás tienta para inducir al mal, porque no quiere que sus hijos pequen. A Él le pedimos en el Padrenuestro que no nos deje caer en la tentación –así hay que entender, obviamente, el "ne nos inducas in tentationem" (Lc 11, 4; cfr. Mt 6, 13) 211– y que nos libre del mal. La Escritura advierte "que nadie, cuando sea tentado, diga: "Es Dios quien me tienta"; porque Dios ni es tentado al mal ni tienta a nadie, sino que cada uno es tentado por su propia concupiscencia, que le atrae y le seduce" (St 1, 13-14).
Cuando Abrahán es sometido a prueba por Dios, es sólo para que se muestre su fe (cfr. Gn 22, 1-19: sacrificio de Isaac). Su victoria sobre la "tentación" es coronada con la promesa de un premio de magnitud inaudita: "Ahora he comprobado que temes a Dios (...). Juro por mí mismo, oráculo del Señor, que por haber hecho una cosa así, y no haberme negado a tu hijo, a tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de las playas (...); en tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la tierra porque has obedecido mi voz" (Gn 22, 12.16-18). Son numerosas las "tentaciones" de este género en la Sagrada Escritura. Dios prueba a los que le aman. El mismo Hijo Unigénito hecho Hombre fue "puesto a prueba por los padecimientos" (Hb 2, 18; cfr. Hb 4, 15), para que resplandeciera su amor redentor y el Padre le glorificara.
Las pruebas que Dios envía o permite –el dolor u otras contrariedades que el hombre tiende a rechazar por inclinación natural– acontecen siempre en vista de un bien. San Pedro recuerda esta verdad para que nadie pierda la visión sobrenatural cuando sobrevengan: "Alegraos, aunque ahora, durante algún tiempo, tengáis que estar afligidos por diversas pruebas (variis tentationibus), para que la calidad probada de vuestra fe –mucho más preciosa que el oro perecedero que, sin embargo, se acrisola por el fuego– sea hallada digna de alabanza, gloria y honor, cuando se manifieste Jesucristo" (1P 1, 6-7).
A partir de ahora, como decíamos, nos ocuparemos sólo de la tentación en el sentido más habitual, que es el de "provocación a pecar" 212.
Dios no tienta al mal pero permite la tentación. Al inicio había consentido la tentación de Adán y Eva no para que pecaran, sino para que vencieran a Satanás, asistidos por su gracia (cfr. Gn 3, 1 ss.). El enemigo no tenía ningún poder sobre ellos. Podían haber salido victoriosos –y Dios los hubiera premiado–, pero sucumbieron. En los planes de la Redención estaba que el diablo tentara también al Hijo del hombre (cfr. Mt 4, 1 ss.). El triunfo de Cristo sobre el tentador es reparación de la primera caída y de las caídas de todos los hombres.
Sufrir la tentación no es un mal moral. En la tentación no sólo "no hay pecado, sino que hay materia para el ejercicio de la virtud" 213. Se pueden recordar en este sentido unas palabras de san Agustín: "Nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede transcurrir sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones" 214. También san Josemaría habla de las tentaciones como de ocasiones para vencer el mal y crecer en la virtud, sobre todo en la humildad, al experimentar la propia flaqueza y la necesidad de la gracia divina: Te amamos, Señor, porque cuando viene la tentación nos das la ayuda de tu fortaleza –de tu gracia–, para que seamos victoriosos. Agradecemos, Señor, que permitas que seamos probados, para que seamos humildes 215.
Las tentaciones nos dan la dimensión de nuestra propia debilidad 216, y así nos llevan a acudir a nuestro Padre Dios, en petición de ayuda. Nos sirven para humillarnos, para comprender y ayudar con nuestra experiencia a otros, para amar la bondad de Dios 217. Él las permite, por tanto, para revelar el poder de su gracia, que hace triunfar con Cristo a quien coopera libremente con ella 218. Así se trasluce en lo que escribe san Pablo, según una de las interpretaciones tradicionales del texto: "Para que no me engría, me fue clavado un aguijón en la carne, un ángel de Satanás, para que me abofetee, y no me envanezca. Por esto, rogué tres veces al Señor que lo apartase de mí; pero Él me dijo: Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza. Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo" (2Co 12, 7-9) 219.
Puesto que las tentaciones forman parte de la pedagogía divina, no hay que temerlas. Ciertamente, el Apóstol pone en guardia ante la autosuficiencia orgullosa –"el que piense estar en pie, que tenga cuidado de no caer" (1Co 10, 12)–, pero añade a renglón seguido: "No os ha sobrevenido ninguna tentación que supere lo humano, y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito" (1Co 10, 13). San Josemaría está persuadido de esta realidad:
Porque eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probase (Tb 12, 13). No olvides que el Señor es nuestro modelo; y que por eso, siendo Dios, permitió que le tentaran, para que nos llenásemos de ánimo, para que estemos seguros –con Él– de la victoria. Si sientes la trepidación de tu alma, en esos momentos, habla con tu Dios y dile: ten misericordia de mí, Señor, porque tiemblan todos mis huesos, y mi alma está toda turbada (Sal 6, 3 y 4). Será Él quien te dirá: no tengas miedo, porque yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío (Is 43, 1) 220.
Pero aunque las tentaciones sean ocasión para crecer en la virtud, sería temerario exponerse a ellas sin necesidad. No me seas tan tontamente ingenuo de pensar que has de sufrir tentaciones, para asegurarte de que estás firme en el camino. Sería como si desearas que te parasen el corazón, para demostrarte que quieres vivir 221. Una ingenuidad de este tipo sería confianza temeraria en las propias fuerzas: engreimiento espiritual. Por el contrario, la conciencia humilde de la propia fragilidad lleva a evitar las ocasiones de pecado. Si fomentáis en vuestras almas la humildad, es seguro que evitaréis las ocasiones, reaccionaréis con la valentía de huir; y acudiréis diariamente al auxilio del Cielo 222.
Siguiendo la enseñanza de san Pablo (cfr. 1Co 6, 18; 10, 14), san Josemaría repite el verbo "huir" cuando habla de la actitud ante las tentaciones, especialmente las que se refieren a la castidad: No tengas la cobardía de ser "valiente": ¡huye! 223. No dialogues con la tentación. Déjame que te lo repita: ten la valentía de huir (...). ¡Corta, sin concesiones! 224. Huir no es ceder ni retroceder; es no "dialogar" con la tentación y hacer así vanos los ataques y las trampas del enemigo. La tentación se puede rechazar fácilmente: aun el mínimo grado de gracia es suficiente, para resistir a cualquier concupiscencia y merecer la vida eterna (Santo Tomás, S.Th. III, q.62, a.6 ad 3). Lo que no conviene hacer de ninguna manera es dialogar con las pasiones que quieren desbordarse 225.
La tradición teológica ha sintetizado las fuentes de la tentación al pecado en tres palabras: mundo, demonio y carne. La tríada se inspira probablemente en Mt 13, 4-7 y 19-22. En todo caso, ha sido "usada en el Catecismo de San Pío V y en los catecismos populares (...) y se remonta a muchos siglos. En uno de sus sermones dice san Agustín que, aunque hayamos sido justificados por el Bautismo, "restat tamen lucta cum carne, restat lucta cum mundo, restat lucta cum diabolo"" 226. También san Josemaría utiliza estos términos:
El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer –que nada vale–, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad 227.
Con el término "mundo" no debe entenderse aquí la creación –que es buena, en cuanto obra de Dios, y no puede ser fuente de tentaciones al mal– sino la sociedad humana, en cuanto manchada o deformada por el pecado. Con la palabra "carne" no se hace referencia al cuerpo ni a la materia en general, sino a la inclinación al mal presente en el corazón humano: la concupiscencia. Se habla de "carne" porque la vida de quien sigue esa inclinación es, en el lenguaje del Nuevo Testamento, "vida según la carne", opuesta a la "vida según el Espíritu" (cfr. Jn 3, 6 y 6, 63; Rm 7, 18-23; etc.). Con el término "demonio" se designa a un ser personal llamado Satanás o Diablo. "El "diablo" es aquel que "se atraviesa" ["dia-bolos"] en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo" 228.
Las tentaciones pueden tener su origen en uno de estos enemigos, pero de ordinario "actúan" los tres a la vez. Las de la "carne" inclinan al pecado desde dentro; las del "mundo" y las del demonio, actúan desde fuera 229. Estos dos últimos adversarios cuentan para sus ataques, como ya se dijo, con la complicidad de la inclinación interior al mal. Hablando de modo metafórico, se puede decir que conjuran proyectando nuestra ruina: son los "aventureros" de los que habla Camino, aunque en realidad sólo el diablo es un "sujeto" personal.
En cuanto incitaciones al pecado, las tentaciones se dirigen siempre contra la caridad, que es la esencia de la santidad. Sin embargo, frecuentemente lo hacen de modo indirecto, atacando la fe u otras virtudes. En consecuencia, se rechazan con actos de la misma caridad y con el ejercicio de las correspondientes virtudes.
Con estas premisas, nos referiremos a continuación a las tentaciones en función de su triple origen (demonio, "mundo", "carne"). Quedará patente cómo san Josemaría enseña a afrontarlas.
La Sagrada Escritura presenta a Satanás como el constante adversario del hombre. Es el "homicida desde el principio", el "mentiroso y el padre de la mentira" (Jn 8, 44). Ha seducido a Eva con su astucia, y es de temer que por su influjo "se corrompan vuestros pensamientos" (2Co 11, 3).
Pero Jesucristo ha venido "para destruir las obras del diablo" (1Jn 3, 8). "Porque así como los hijos comparten la sangre y la carne, también Él participó de ellas, para destruir con su muerte al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberar así a todos los que con el miedo a la muerte estaban toda su vida sujetos a esclavitud" (Hb 2, 14-15). Se ha verificado lo que anunció: "Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín" (Lc 11, 21 s.). Jesús rechaza y vence las tentaciones de Satanás (cfr. Mt 4, 1-11), expulsa los demonios mostrando de este modo "que ha llegado el Reino de Dios" (Lc 11, 22), y lo instaura con su entrega en la Cruz: "ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 31 s.). Al enviar a sus discípulos, ha prometido que les protegerá contra el poder de las tinieblas: "Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño" (Lc 10, 18 s.). Pero este enemigo tiene todavía un plazo para intentar seducir a los hombres (cfr. Ap 12, 12), y éstos disponen de ese mismo plazo para rechazarlo con la ayuda de Dios.
En esta situación no caben medias tintas. "El que no está conmigo está contra mí" (Lc 11, 23), advierte el Señor. Y el Apóstol recuerda: "No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios" (1Co 10, 21). Es preciso actuar como en una guerra: "Revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires. Por eso, poneos la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y, tras vencer en todo, permanezcáis firmes" (Ef 6, 11-13).
San Josemaría previene del peligro de olvidar la actividad diabólica. La gente tiene como miedo a hablar de las intervenciones, de las asechanzas de ese enemigo de Dios, de Satanás. Yo os digo que hemos de pensar, necesariamente, en que el demonio actúa. Me da tanta devoción rezar al pie del altar: Sancte Michaël Archangele, defende nos in proelio: contra nequitiam et insidias diaboli... Para que nos libre de la influencia diabólica en tantas cosas personales y ajenas 230. Hasta el final de su vida repite a menudo que el diablo no tiene vacaciones nunca (...). Satanás sigue su triste labor, incansable, induciendo al mal 231.
La acción propia del diablo es engañar: "Cuando habla la mentira, de lo suyo habla" (Jn 8, 44). Presenta un bien aparente para apartar del bien verdadero. ¡Cuántas veces viene con disfraz de nobleza y hasta de espiritualidad! 232, observa san Josemaría, recordando que el diablo, para persuadir, "se transforma en ángel de luz" (2Co 11, 14). El enemigo casi siempre procede así con las almas que le van a resistir: hipócritamente, suavemente: motivos... ¡espirituales!: no llamar la atención... –Y luego, cuando parece no haber remedio (lo hay), descaradamente..., por si logra una desesperación a lo Judas, sin arrepentimiento 233.
Puesto que su acción propia es engañar, el objeto de las tentaciones diabólicas es apartar del conocimiento de la verdad y de la adhesión a ella, sobre todo por la virtud de la fe. Su blanco inmediato es el entendimiento, tanto especulativo (induciendo a las dudas de fe voluntarias, al rechazo del Magisterio de la Iglesia y de la luz de la recta razón, etc.) como práctico, contra el conocimiento de las exigencias de la fe (juicios erróneos de conciencia en situaciones concretas: acerca de lo que es pecado, o de lo que son ocasiones de pecado, o de lo que es omisión del bien, etc.). El diablo aprovecha la ignorancia del hombre y la facilidad con que cae en el error, para llevarle a preferir las criaturas al Creador 234.
De ahí que la lucha contra el demonio se libre ante todo en el frente de la fe, según las palabras de san Pedro: "Vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar: resistidle firmes en la fe" (1P 5, 8-9); y las de la Carta a los Efesios: "Estad firmes, tomando en todo momento el escudo de la fe, con el que podáis apagar los dardos encendidos del Maligno" (Ef 6, 16). San Josemaría enseña a reaccionar: ¡Con qué infame lucidez arguye Satanás contra nuestra Fe Católica! Pero, digámosle siempre, sin entrar en discusiones: yo soy hijo de la Iglesia 235. Durante las tentaciones en el desierto (cfr. Mt 4, 1 ss.), ante la manipulación de los textos inspirados por parte de Satanás, Jesús no se deja engañar: bien conoce el Verbo hecho carne la Palabra divina, escrita para salvación de los hombres, y no para confusión y condena. Quien está unido a Jesucristo por el Amor, podemos concluir, no se dejará nunca engañar por un manejo fraudulento de la Escritura Santa, porque sabe que es típica obra del diablo tratar de confundir la conciencia cristiana, discurriendo dolosamente con los mismos términos empleados por la eterna Sabiduría, intentando hacer –de la luz– tinieblas 236.
El arma fundamental para combatir las tentaciones diabólicas contra la fe es la oración, diálogo filial con Dios. "Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador" 237. Él mismo lo enseña a los Apóstoles al comenzar su Pasión, a la hora del "poder de las tinieblas" (Lc 22, 53): "Velad y orad para no caer en tentación" (Mt 26, 41) 238. La tentación se vence con oración y con mortificación 239.
En el plano de las virtudes morales, la lucha contra el demonio se libra, en primer término, en el frente de la humildad, porque las tentaciones diabólicas inducen a la soberbia, vicio que ciega la razón. La humildad, por el contrario, lleva a "andar en verdad" (cfr. 3Jn 1, 4), impidiendo que se corrompa el juicio práctico de la prudencia. De ahí el consejo de san Josemaría y el remedio certero que propone (que se entenderá mejor si se tiene presente lo que se dijo sobre la relación de la humildad con la sinceridad en la dirección espiritual 240): Luchad, sobre todo, con la soberbia. Cuando penséis que tenéis toda la razón y sentís que os enconáis (...), ¡abrid el corazón, y pedid a Dios mucha humildad! No deis lugar al diablo (Ef 4, 27) 241.
Tomando pie de algunos exorcismos narrados en el Evangelio (cfr. Lc 11, 14; Mt 9, 32 s.; 12, 22; etc.), san Josemaría suele hablar del "demonio mudo" 242, que induce a no ser sincero en la dirección espiritual e incluso en la confesión sacramental, obstruyendo así un cauce fundamental de la gracia. Acordaos de aquel pobre endemoniado, que no consiguieron liberar los discípulos (...). En aquella ocasión obró el Maestro tres milagros: el primero, que oyera: porque cuando nos domina el demonio mudo, se niega el alma a oír; el segundo, que hablara; y el tercero, que se fuera el diablo 243. Compara la situación del endemoniado que no podía hablar a la de la persona que se niega a abrir su alma en el sacramento de la Penitencia y en la dirección espiritual. No afirma, como es evidente, que la falta de sinceridad en esos momentos denote posesión diabólica, pero alude claramente a la intervención del enemigo en tales tentaciones. Una amplia experiencia sacerdotal le lleva a emplear un tono particularmente severo:
El que se calla tiene un secreto con Satanás, y es mala cosa tener a Satanás como amigo 244.
Por eso demuestra tanto interés el diablo en cegar nuestras inteligencias con la soberbia, que enmudece: sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones 245.
Al acudir a la Confesión sacramental y a la dirección espiritual aconseja, con expresión característica suya: Seamos siempre salvajemente sinceros, pero con prudente educación 246.
"El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8, 28)" 247. Él da siempre su gracia para vencer las tentaciones, de modo que el diablo nunca es más fuerte: no puede hacer por sí mismo que el hombre peque. Entre los autores clásicos de espiritualidad, muchos comparan al demonio con un perro rabioso, sujeto por una cadena: si no nos acercamos, no nos morderá, aunque ladre continuamente 248.
El término "mundo" tiene varios significados, como vimos en el capítulo anterior 249. Baste ahora recordar que cuando se habla de él como enemigo del alma, se trata del mundo manchado por el mal, que incita al pecado (cfr. Jn 7, 7; 14, 27; 17, 14; 1Jn 2, 15; 5, 19; 1Co 2, 12). Las "tentaciones del mundo" son las actuaciones de personas y el influjo de estructuras –costumbres y ambiente, leyes civiles, instituciones, etc.– que se oponen al ejercicio de las virtudes y, por eso mismo, al reinado de Cristo.
Las tentaciones que provienen del "mundo" se dirigen más directamente a desviar la voluntad del deseo de alcanzar la unión definitiva con Dios, en la que se encuentra la plena felicidad del hombre, y a poner todo el deseo de felicidad en el "mundo", esto es, en la posesión de bienes creados, sin ordenarla a Dios 250.
Ceder a la seducción del "mundo" es hacersemundano: anteponer lo terreno a Dios. El trágico efecto de una de esas tentaciones obliga a san Pablo a pedir a Timoteo que venga cuanto antes a su lado, "pues Demas me ha abandonado por amor de este mundo y se marchó a Tesalónica" (2Tm 4, 9-10). San Josemaría descubre en este suceso lecciones exigentes:
Me hace temblar aquel pasaje de la segunda epístola a Timoteo, cuando el Apóstol se duele de que Demas escapó a Tesalónica tras los encantos de este mundo... Por una bagatela, y por miedo a las persecuciones, traicionó la empresa divina un hombre, a quien San Pablo cita en otras epístolas entre los santos. Me hace temblar, al conocer mi pequeñez; y me lleva a exigirme fidelidad al Señor hasta en los sucesos que pueden parecer como indiferentes, porque, si no me sirven para unirme más a Él, ¡no los quiero! 251
Las tentaciones del "mundo" inducen al aburguesamiento, a una vida "burguesa" en sentido peyorativo, regida por el afán de bienestar material, dominada por los reclamos de la sensualidad, de la vanidad y de la codicia: una vida que sigue "el espíritu de este mundo" (Ef 2, 2; cfr. Tt 2, 12; 3, 3; 1P 1, 14), abdicando del ideal de transformar la sociedad con el espíritu del Evangelio.
Es la senda de los mundanos, de los eternos aburguesados: ostentan una alegría que en realidad no tienen; buscan insaciablemente toda clase de comodidades y de placeres...; les horroriza el dolor, la renuncia, el sacrificio. No quieren saber nada de la Cruz de Cristo, piensan que es cosa de chiflados. Pero son ellos los dementes: esclavos de la envidia, de la gula, de la sensualidad, terminan pasándolo peor, y tarde se dan cuenta de que han malbaratado, por una bagatela insípida, su felicidad terrena y eterna. Nos lo advierte el Señor: quien quisiere salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor a mí, la encontrará. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 25-26) 252.
El tema es muy frecuente en la predicación de san Josemaría, quizá más en los últimos años de su vida, ante el clima generado en Occidente por la "sociedad del bienestar". Pone en guardia del peligro del aburguesamiento, en la vida espiritual o en la vida profesional: el peligro –también para los llamados por Dios al matrimonio– de sentirse solterones, egoístas, personas sin amor 253. Su consejo es tajante: Lucha de raíz contra ese riesgo, sin concesiones de ningún género 254. Anima a cultivar la "idea fija" de ser santo, sabiendo cortar valientemente cualquier síntoma de aburguesamiento 255.
El blanco más inmediato de ataque de las tentaciones del "mundo", es la virtud de la esperanza, entre las teologales, porque inducen a depositar el deseo de felicidad en el placer, en las riquezas, en el poder o en los honores de esta tierra, en lugar de ponerlo en Dios, que es a lo que inclina la virtud de la esperanza. La actitud del que cede a esas tentaciones es la del "comamos y bebamos, que mañana moriremos" (1Co 15, 32): al desesperar del futuro en Dios, se vuelca en la búsqueda de las satisfacciones que ofrece el "mundo". Por el contrario, san Josemaría enseña que hemos de luchar –lucha de paz– contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva 256.
A través de los ataques a la esperanza, las tentaciones del "mundo" se dirigen contra la caridad, porque ésta se enfría en quien duda de que el amor a Dios hace dichoso. La seguridad de la esperanza teologal disminuye y en su lugar se instala una "esperanza mundana" que busca la felicidad en las cosas terrenas. Aparece entonces una profunda insatisfacción vital, que san Josemaría retrata con pocas palabras en Camino: se lamentan los mundanos de que "cada día que pasa es morir un poco" 257. Han puesto su deseo de felicidad en los bienes terrenos y se duelen de su precariedad. Por contraste, y a continuación de esas palabras, muestra la perspectiva de la esperanza cristiana: alégrate, alma de apóstol, porque cada día que pasa te aproxima a la Vida 258. Ya en esta tierra, quien no pone obstáculos para crecer en la unión con Dios, es cada vez más feliz, abrazando siempre la Cruz de Cristo.
El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo Él puede colmar enteramente.
En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día 259.
Las tentaciones del "mundo" se combaten, por tanto, específicamente, con actos de esperanza teologal informada por la caridad: la esperanza de que la felicidad se encuentra en la unión con Dios y la de llegar a transformar la sociedad con el espíritu de Cristo. Bien sabemos que esa unión con Dios y esa labor apostólica son posibles en medio y a través de las actividades temporales. Por eso las tentaciones del "mundo" no se superan aislándose o retirándose de la sociedad. Lo testifica la oración de Jesús al Padre: "No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal" (Jn 17, 15). El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene –no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado– de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica 260. Las palabras de Jesús contienen la promesa de que Dios guardará del mal a quienes ha enviado a santificar el mundo desde dentro, si son fieles a su misión.
Para santificar el mundo se precisa una intensa acción apostólica, unida a la oración y a la penitencia, que los cristianos han de llevar a cabo sin temor al ambiente que les rodea. Su comportamiento debe reflejar la seguridad y la felicidad de una vida apoyada en Dios: la certeza de que al proponer a otros la vida cristiana les están mostrando el camino de la felicidad, ya en esta tierra 261.
Con la gracia divina no es difícil combatir las tentaciones "mundanas", pero hay que poner también los medios humanos. Para no amoldarse al "mundo" es necesario enfrentarse al mal, lo que exige a menudo ir contra corriente 262. No se puede olvidar que, para quienes se han mundanizado, el santo es incómodo 263: su entereza provoca contradicciones. "Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia (...). Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán" (Jn 15, 19-20; cfr. Mt 5, 9-12). Cuando esto sucede, es posible que se insinúe la tentación de evitar los contrastes disimulando la fe. Pero entonces se dejaría de ser sal y luz: sería el comienzo de una vida aburguesada. San Josemaría advierte de las graves consecuencias que puede tener esta actitud también: Asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria 264.
Fácilmente se comprende que las tentaciones del "mundo" afectan de forma particular a quienes, por vocación divina, han de santificarse santificando la sociedad, porque están directamente expuestos a la presión del ambiente, a las modas o a las pautas dominantes, etc. Puesto que atacan a la médula de su misión, la vigilancia ha de ser particularmente atenta. A veces no será sencillo encontrar el modo de hacer frente a situaciones o a costumbres inmorales, pero es importante estar prevenidos del acostumbramiento. El principio enunciado por el Apóstol es claro: "No os amoldéis a este mundo" (Rm 12, 2). San Josemaría le hace eco: Sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos 265. Si queréis entregaros a Dios en el mundo (...) habéis de ser espirituales, muy unidos al Señor por la oración 266. La postura ha de ser la de san Pablo: "El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Ga 6, 14). Pero volvamos a repetir que esta afirmación no representa una llamada a abandonar las actividades temporales 267. En medio del mundo se puede "estar crucificado para el mundo", habiendo "crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias" (Ga 5, 24) en el mismo ejercicio de las tareas temporales, para vivir la vida de Cristo.
Si pasamos a considerar las tentaciones del "mundo" no ya en relación con las virtudes teologales sino con las virtudes morales, vemos que se dirigen sobre todo contra la justicia. El ambiente del "mundo", deformado por el pecado, induce a servirse del prójimo, a utilizarlo para satisfacer la concupiscencia de placer, de poder y de afirmación personal. Cuando se cede a esas tentaciones se debilita el "hambre y sed de justicia" (Mt 5, 6) e incluso puede apagarse el ideal de servir a los demás por amor. Un punto de Camino refleja esa situación: Pareces incapaz de sentir la fraternidad de Cristo: en los demás, no ves hermanos; ves peldaños 268.
En consecuencia, es lógico pensar que esas tentaciones se combaten eficazmente con la entrega a los demás, que adquiere entonces sentido de mortificación del egoísmo, y sentido de penitencia. En efecto, a los que siguen su enseñanza, san Josemaría les propone como penitencia, que sepan darse 269. Más que de dar algo a los demás (como sucede con la limosna, en sentido estricto), habla de "darse" uno mismo, con obras de servicio, según el ejemplo del Señor que "no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención por muchos" (Mt 20, 28). San Josemaría recuerda a menudo las palabras con las que san Pablo exhorta a servir a los demás haciendo propias sus preocupaciones y necesidades: "Llevad los unos las cargas de los otros" (Ga 6, 2) 270. La vida corriente ofrece un amplio campo para vivir ese alter alterius onera portate (Ga 6, 2), aquel llevar las cargas de los demás, procurando que tu ayuda pase inadvertida, sin que te alaben, sin que nadie la vea, y así no pierda el mérito delante de Dios 271.
Los enemigos de fuera no son los únicos. El cristiano ha de combatir ante todo al "hombre viejo" (Rm 6, 6) que lleva dentro de sí: el "fomes peccati" –la inclinación al mal, que te acompañará mientras vivas 272.
La descripción que ha dejado san Pablo al reflexionar sobre la justificación por la gracia de Cristo, es bien expresiva: "Al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro" (Rm 7, 14.21-25) 273. Después de verificar el contraste que todo hombre encuentra dentro de sí, como secuela amarga del pecado, el Apóstol da gracias a Dios por Jesucristo, que nos ha traído la salvación: "porque la ley del Espíritu de la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8, 2). El don del Paráclito nos permite vencer la inclinación al mal y conducir una "vida de hijos de Dios". San Josemaría expresa gozosamente la certeza de la victoria: El Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha dado todos los medios idóneos para superar esa inclinación 274.
Las tentaciones que provienen directamente de la inclinación al mal se llaman "tentaciones de la carne" o "tentaciones de la concupiscencia", no porque vayan siempre contra la virtud de la castidad, sino porque inclinan a vivir de modo "carnal", como opuesto a "espiritual" –bajo la guía del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 16-24)–, cediendo a la atracción del placer, de las riquezas y del poder: "la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida" (1Jn 2, 16).
Veamos cómo entiende san Josemaría estos tres aspectos de la inclinación al mal que señala la Primera Epístola de san Juan:
– La concupiscencia de la carne consiste en el trastorno de los impulsos del "apetito concupiscible", según la terminología clásica, especialmente en relación a la conservación (desorden en la alimentación) y a la reproducción (desorden en la sexualidad), y del apetito irascible (tendencia a evitar el esfuerzo: comodidad, pereza, etc.).
La concupiscencia de la carne no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios 275.
– La concupiscencia de los ojos es la tendencia desordenada a las riquezas o la codicia de bienes materiales: una "visión materialista" de la vida.
El otro enemigo, escribe San Juan, es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea –los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo– sólo con visión humana 276.
– La soberbia de la vida, finalmente, es la concupiscencia o deseo desordenado de la propia excelencia. Aquí se encuentra la raíz interior de todo pecado.
No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general (...), el peor de los males, la raíz de todos los descaminos 277.
Considerando estos tres aspectos en su conjunto, conviene recordar que la malicia de la triple concupiscencia no reside en la inclinación misma al placer, a los bienes materiales y al amor propio, sino en el desorden de esa inclinación: en el impulso hacia el placer de modo contrario a la razón iluminada por la fe; en el afán desmesurado de disponer de riqueza y de poseer por poseer; y en la exacerbación del amor propio por encima del amor a Dios.
Esas tentaciones se dirigen de modo directo contra la caridad, porque inducen a preferir las criaturas –en último término a uno mismo– al Creador; también se dirigen contra las virtudes de la fortaleza y de la templanza, porque fomentan el desorden de los afectos y sentimientos. Pero en sí mismas no son pecado, sino ocasión para afirmar, mediante la lucha, el amor a Dios sobre todas las cosas. Se combaten con la mortificación de la voluntad y de los sentidos, confiando siempre en el auxilio de la gracia. Es una lucha positiva, pues apunta al crecimiento de las virtudes correspondientes, con actos de amor a Dios, de fortaleza y de templanza, que van configurando las propias facultades con las de Cristo.
La lucha contra este desorden interior es a su vez arma contra las tentaciones que vienen de fuera, ya que éstas se apoyan, como dijimos, en la inclinación interior al mal. Por esto, la mortificación que se describirá a continuación, siendo necesaria para vencer las sugestiones de la "carne", sirve también para hacer frente a las del diablo y a las del "mundo".
Ya vimos que "mortificación" significa dar muerte al hombre viejo, "viciado por las concupiscencias seductoras" (Ef 4, 22), para que pueda crecer y madurar el "hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas" (Ef 4, 24). La mortificación cristiana no va nunca contra la naturaleza humana sino contra la enfermedad del pecado. Por esto es siempre fuente de vida. San Josemaría lo expresa cuando habla de morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor 278.
Haciéndose eco de la tradición cristiana, aplicada a la santificación en medio del mundo, compara la mortificación a tres realidades de la vida humana:
– al ejercicio físico o al entrenamiento que produce fatiga y cansancio pero robustece al organismo; así también, la mortificación es el deporte sobrenatural del propio vencimiento 279 que fortalece el alma para que no ceda a las enfermedades de la concupiscencia y crezca en vida sobrenatural hasta alcanzar la gloria. La comparación proviene de san Pablo: "Los que compiten en un estadio se abstienen de todo; y ellos para alcanzar una corona corruptible; nosotros, en cambio, una incorruptible..." (1Co 9, 25);
– a una medicina de las que se destinan a combatir los gérmenes de infección. Para curar una herida (...) se pone enseguida el desinfectante: escuece –pica, decimos en mi tierra–, mortifica, y no cabe otro remedio que usarlo, para que la llaga no se infecte 280. Incluso, en ciertos casos de enfermedad grave, como la gangrena, la mortificación se compara a una operación quirúrgica con la que se amputa un miembro para que la persona sobreviva. En estos términos habla el Señor: "Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te escandaliza, córtala y arrójala lejos de ti; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo acabe en el infierno" (Mt 5, 29-30). San Josemaría asimiló esta doctrina del Evangelio con luces que percibía como venidas de Dios: Por sus inspiraciones aprendí que hay que entregarse generosamente a la mortificación y a la penitencia, sabiendo darse de verdad, viviendo con heroísmo: que hay que cortar, si es preciso, una mano, o arrancar un ojo, si escandalizan, si son ocasión de descamino 281. Evidentemente, son palabras que han de entenderse en la misma línea del texto evangélico, como una hipérbole para subrayar la radicalidad de la decisión de combatir el pecado;
– a la sal, que condimenta los alimentos y que también se usa para preservar algunos víveres de la putrefacción. También el espíritu de mortificación debe estar presente de algún modo en todas las obras, contrarrestando el desorden de la concupiscencia que extiende su influjo a las más variadas acciones humanas, Sal de nuestra vida es la mortificación, hijas e hijos míos, que ha de acompañar delicadamente, inteligentemente, nuestro trabajo diario con el fin de sostener nuestra vida sobrenatural, de la misma manera que el latir del corazón sostiene la vida del cuerpo 282.
La mortificación se dirige directamente contra el desorden de la concupiscencia, para hacer posible el desarrollo de la vida sobrenatural. Se trata de "morir" (a la inclinación al mal) para "vivir" (la vida de Cristo). Además, puede tener sentido de penitencia por los propios pecados y los de otras personas, si se practica con sentido de reparación en unión con el Sacrificio de Cristo. La mortificación tiene valor corredentor en virtud de la comunión de los santos y de nuestra solidaridad con todos los hombres, llamados sin excepción a incorporarse al Cuerpo místico del Redentor del mundo.
Pasemos ahora a describir las distintas obras de mortificación (y de penitencia, por lo que acabamos de decir). Estas pueden ser meramente interiores –de la inteligencia, o de la voluntad, o de los sentidos internos como la imaginación–, o también exteriores, en los sentidos externos. Para san Josemaría no cabe practicar unas excluyendo las otras. La mortificación interior ha de manifestarse en la de los sentidos: No creo en tu mortificación interior si veo que desprecias, que no practicas, la mortificación de los sentidos 283. Lo postula la unidad de cuerpo y alma, y lo evidencia la Pasión del Señor.
Antes de hablar de las obras de mortificación según las diversas facultades humanas a las que se refieren inmediatamente, conviene hacer una observación terminológica. Cuando se habla de "mortificación de la voluntad" o de "mortificación de la imaginación", etc., lo que se quiere decir es "mortificación en la voluntad", "mortificación en la imaginación", etc., porque no se busca dar muerte a la voluntad o a la imaginación, sino a sus enfermedades: no es mortificación "de" una u otra facultad humana sino "en" ella. Por eso generalmente preferimos hablar de "mortificación en...", más que de "mortificación de...", aunque empleamos también este último modo de hablar, que se puede entender como equivalente al primero.
La terminología de los autores clásicos a propósito de la mortificación no es uniforme, pero a grandes rasgos suelen distinguir entre "mortificación del cuerpo y de los sentidos exteriores", "mortificación de los sentidos interiores" y "mortificación de las potencias de voluntad y entendimiento" 284. Examinando los textos de san Josemaría, nos parece que las dos últimas categorías se pueden agrupar bajo la expresión "mortificación interior", que utiliza a menudo, mientras que la primera se puede llamar simplemente "mortificación de los sentidos" (o mejor, "en" los sentidos, como acabamos de decir).
Comencemos por la mortificación interior, que se refiere a la voluntad, a la inteligencia, a la imaginación y a los afectos.
a) Mortificación en la voluntad y en la inteligencia
La mortificación en la voluntad tiene por objeto, en primer lugar, combatir las elecciones desordenadas de la voluntad (los actos elícitos desordenados). Se dirige contra el amor propio desordenado (egoísmo), que tiende a buscar como fin último la personal afirmación de sí mismo (orgullo, soberbia) y ante los demás (vanidad), en lugar de adorar a Dios y darle gloria. Para seguir al Señor es preciso "negarse a sí mismo" (Mt 16, 24).
San Josemaría habla de este ejercicio constante de abnegación:
No pongas tu "yo" en tu salud, en tu nombre, en tu carrera, en tu ocupación, en cada paso que das... ¡Qué cosa tan molesta! Parece que te has olvidado de que "tú" no tienes nada, todo es de Él. Cuando a lo largo del día te sientas –quizá sin motivo– humillado; cuando pienses que tu criterio debería prevalecer; cuando percibas que en cada instante borbota tu "yo", lo tuyo, lo tuyo, lo tuyo..., convéncete de que estás matando el tiempo, y de que estás necesitando que "maten" tu egoísmo 285.
En el conjunto de la lucha contra el desorden interior, esta mortificación es la más básica, porque combate el mal en el núcleo mismo de la persona, haciendo posible el crecimiento de la caridad (cfr. 1P 5, 5; St 4, 6).
La mortificación en la voluntad ha de contrarrestar también el desorden de los actos imperados por ella en las demás potencias y sentidos. En este sentido requiere la mortificación en la inteligencia, que consiste en apartarla de la simple curiosidad y dispersión, o del envanecimiento de la razón y del apegamiento al propio juicio –del espíritu de raciocinio sin razón 286, como dice san Josemaría–, para aplicarla con diligencia a la verdadera sabiduría. Es una mortificación a veces muy costosa. Para sujetar el entendimiento se precisa, además de la gracia de Dios, un continuo ejercicio de la voluntad, que niega, como niega a la carne, una y otra vez y siempre 287. El efecto de estas mortificaciones es, en último término, la conversión de la voluntad misma a Dios.
b) Mortificación en la imaginación y en los afectos
La mortificación en la imaginación consiste, en primer lugar, en el control de las imágenes inoportunas o inconvenientes que se forman en la mente, ya provengan de la fantasía o de la memoria. Tiene por objeto apartar recuerdos y representaciones en las que la voluntad no debe complacerse (porque son vanas e inútiles y llevan a omisiones en el amor a Dios, o porque constituyen materia de pecado: rencor, impureza, juicios temerarios, envidia, etc.), para poner, en cambio, la atención en lo que es útil y conveniente a la personal vocación y misión.
La mortificación en la imaginación no se dirige a luchar contra la fantasía o la memoria como tales, sino contra su perturbación y sus deformidades. San Josemaría recuerda que Teresa de Jesús llamaba a la imaginación la loca de la casa 288. No se trata de destruir la imaginación sino de gobernarla y de cuidarla, preservándola de su ruina.
El siguiente texto muestra diferentes aspectos de esta mortificación:
Si la imaginación bulle alrededor de ti mismo, crea situaciones ilusorias, composiciones de lugar que, de ordinario, no encajan con tu camino, te distraen tontamente, te enfrían, y te apartan de la presencia de Dios. –Vanidad.
Si la imaginación revuelve sobre los demás, fácilmente caes en el defecto de juzgar –cuando no tienes esa misión–, e interpretas de modo rastrero y poco objetivo su comportamiento. –Juicios temerarios.
Si la imaginación revolotea sobre tus propios talentos y modos de decir, o sobre el clima de admiración que despiertas en los demás, te expones a perder la rectitud de intención, y a dar pábulo a la soberbia.
Generalmente, soltar la imaginación supone una pérdida de tiempo, pero, además, cuando no se la domina, abre paso a un filón de tentaciones voluntarias.
–¡No abandones ningún día la mortificación interior! 289
Es notable la importancia práctica de esos vencimientos: al ser mucho más evidentes las fantasías descontroladas que, por ejemplo, las faltas de rectitud de intención, el dominio de la imaginación ofrece con frecuencia un campo claro y concreto de mortificación en la voluntad. Si, por el contrario, se descuida, se acaba adormeciendo la voluntad 290.
La mortificación de los afectos desordenados es otro aspecto de la mortificación interior. Tiene por objeto proteger el corazón de los apegamientos a situaciones o a personas en las que se busca un consuelo humano egoísta o una satisfacción mezquina aunque quizá de apariencia noble. Tampoco en este caso se trata de suprimir todo sentimiento y afecto en cuanto tal, lo que sería monstruoso, sino de combatir su desgobierno por parte de la voluntad y de la razón: elsentimentalismo.
A partir de Clemente Alejandrino, algunos Padres de la Iglesia han hablado del ideal de la apátheia o dominio del tumulto de las pasiones como meta del esfuerzo ascético y, por tanto, de la mortificación 291. Pero con esto no pretenden alcanzar la indiferencia o impasibilidad de los estoicos, que buscaban desprenderse de todo para no sufrir cuando la edad o los vaivenes de la vida les privaran de bienes o de seres queridos. No es ésa la apátheia ambicionada por los Padres sino el total sometimiento a Dios por amor. Enseñaban a luchar contra el desorden de las pasiones para conseguir su dominio, es decir, no para evitarse el sufrimiento –que se puede acoger con espíritu de penitencia–, sino para combatir la inclinación al mal y poder amar a Dios con todo el corazón.
En esta línea, san Josemaría recuerda que en el camino hacia la santidad nunca llega un momento en el que las pasiones se habrán acallado definitivamente 292. Su desorden no desaparece nunca del todo, pero los hijos de Dios han de luchar por dominarlas, con la ayuda de la gracia, para ponerlas al servicio del amor a Dios y a los demás: para tener "los mismos sentimientos que Cristo Jesús" (Flp 2, 5). Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo 293. La mortificación ha de ser continua, como el latir del corazón: así tendremos señorío sobre nosotros mismos, y viviremos con los demás la caridad de Jesucristo 294. "Dominio de sí" y "señorío" son los términos que emplea habitualmente para expresar lo que los Padres designaban con apátheia, muy lejos de la "impasibilidad" o "indiferencia" estoicas ante las pasiones 295.
El campo de la mortificación de los afectos es amplísimo. San Josemaría invita, por ejemplo, a interrogarse sobre la rectitud del trato con las personas hacia las que se siente mayor afinidad: Dime, dime: eso... ¿es una amistad o es una cadena? 296 La pregunta queda en el aire, como invitando a tomar una resolución que probablemente entraña zanjar un afecto desatinado, porque un corazón que ama desordenadamente las cosas de la tierra está como sujeto por una cadena, o por un "hilillo sutil", que le impide volar a Dios 297.
Aún va más lejos. No repara sólo en el apegamiento a otras personas sino también a la consideración que los demás tienen de uno mismo. La propia honra, la buena fama, etc., son bienes importantes que un cristiano ha de apreciar y buscar. Pero esa estima puede desordenarse. Quien sigue los pasos de Cristo ha de estar dispuesto a prescindir también de esos bienes, si hiciera falta para cumplir la propia misión. Vázquez de Prada relata en este sentido la reacción de san Josemaría ante los ataques y las calumnias: una noche, sintiéndose herido en su honra por las injurias que estaba padeciendo, le decía al Señor, postrado ante el sagrario: Jesús, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero? 298
Después de la mortificación interior, nos referiremos ahora a la "mortificación de los sentidos" (o "en" los sentidos). Normalmente, cuando san Josemaría habla sólo de "sentidos" se refiere a los "sentidos externos" (la vista, el gusto, etc.), porque si quiere aludir a los sentidos internos añade el adjetivo "interno" o "interior", o los señala por su nombre propio: imaginación, memoria, etc. Dentro de la mortificación en los sentidos externos se encuentra la mortificación corporal, a la que dedicaremos un apartado propio.
a) Mortificación en los sentidos externos
Especialmente en este campo, las mortificaciones son, para san Josemaría, de dos tipos: las activas –ésas que buscamos, como florecicas que recogemos a lo largo del día–, y las pasivas, que vienen de fuera y nos cuesta aceptarlas 299. Las primeras tienen origen en la propia iniciativa; las segundas se presentan sin buscarlas, pero se convierten en mortificaciones voluntarias al ser asumidas por amor a Dios.
– Las mortificaciones activas se dirigen a someter los movimientos de los sentidos corporales (la vista, el gusto, el oído, etc.) a la voluntad. Con ellas se busca combatir el desorden de la sensualidad, para rechazar prontamente las tentaciones y seguir la Voluntad divina, ofreciendo esa misma lucha en unión con Cristo por los miembros de su Cuerpo, la Iglesia.
Entre las mortificaciones de los sentidos, san Josemaría se refiere con más frecuencia a la "mortificación de la vista". Dice por ejemplo: mortificación de los sentidos – que no conviene mirar lo que no es lícito desear, advertía San Gregorio Magno 300. También subraya la importancia de la mortificación de la lengua: unas veces, exhortando a evitar las palabras ociosas y a saber callar –con más motivo si se trata de críticas injustas o de murmuración 301–; otras veces, moviendo positivamente a saber escuchar y a emplear la lengua en el apostolado 302.
En general, insiste en que para vencer la sensualidad –porque llevaremos siempre este borriquillo de nuestro cuerpo a cuestas–, has de vivir generosamente, a diario, las pequeñas mortificaciones –y, en ocasiones, las grandes–; y has de mantenerte en la presencia de Dios, que jamás deja de mirarte 303. En algunas circunstancias pueden ser necesarias mortificaciones materialmente grandes para hacer frente a las tentaciones, como las de algunos santos que san Josemaría recuerda en Camino: Por defender su pureza San Francisco de Asís se revolcó en la nieve, San Benito se arrojó a un zarzal, San Bernardo se zambulló en un estanque helado... –Tú, ¿qué has hecho? 304
Invita a practicar con heroísmo la mortificación de los sentidos en la vida ordinaria, por medio de multitud de pequeñas renuncias que ayuden a quitar obstáculos al crecimiento de la caridad. La mejor mortificación es la que combate –en pequeños detalles, durante todo el día–, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos 305. Esa mortificación, detalla en otro momento, estará compuesta de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos importuna, negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos, acostumbrarnos a escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a nuestra disposición... 306. La mortificación de los sentidos ("negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos") se entrelaza en este texto con algunos ejemplos de mortificación interior porque ambas están estrechamente unidas, como manifestaciones necesarias de un mismo espíritu de mortificación y penitencia. Hay, en fin, otra importante característica de las mortificaciones activas que resalta san Josemaría: la de ser "mortificaciones que no mortifiquen a los demás". La mortificación no vale nada sin la caridad: por eso hemos de buscar mortificaciones que, haciéndonos pasar con señorío sobre las cosas de la tierra, no mortifiquen a los que viven con nosotros 307.
– Las mortificaciones pasivas, como son la aceptación de un dolor, o de una enfermedad o limitación, o de la pobreza, o de la incomodidad, etc., tienen en sí mismas, por su objeto, más valor que las activas, aunque en cada caso dependerá del amor con que se acepten. Son más valiosas porque en ellas apenas hay lugar para la falta de rectitud de intención o la propia complacencia. Por sí mismas, unen más a la Pasión del Señor. Ofrecen de modo directo la ocasión de hacer propia la oración de Jesús en Getsemaní: "No se haga mi voluntad sino la tuya" (Lc 22, 42). Tienen en cambio un peligro que apenas se encuentra en las activas: el de conformarse con "soportarlas" como algo inevitable y, por tanto, el de acogerlas con poco amor. San Josemaría enseña a no quedarse en esa actitud: ¿Resignación?... ¿Conformidad?... ¡Querer la Voluntad de Dios! 308 Y anima: No lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino 309.
b) La mortificación corporal
Las mortificaciones activas y pasivas de los sentidos externos, a las que se acaba de hacer referencia, son "mortificaciones corporales". Sin embargo se suele reservar este nombre para el ayuno y la abstinencia –que la Iglesia no sólo recomienda sino que prescribe en ciertas ocasiones 310–, y para algunas otras obras de antigua tradición, como el uso del cilicio y de las disciplinas, las vigilias nocturnas de oración, etc.
En cuanto al ayuno, san Josemaría contempla a Jesús que en ocasiones se priva de alimento, como cuando ayuna en el desierto, para animarse y animar a seguir su ejemplo 311. Hace notar que ciertos males se vencen precisamente de este modo: Acordaos de aquel pobre endemoniado, que no consiguieron liberar los discípulos; sólo el Señor obtuvo su libertad, con oración y ayuno 312. La resistencia natural a la mortificación y a la penitencia, reforzada por el influjo de una cultura que enaltece el bienestar físico casi por encima de todo, pueden llevar fácilmente a relajar la práctica del ayuno e incluso a considerarla arcaica. San Josemaría no es de este parecer: El ayuno riguroso es penitencia gratísima a Dios. –Pero, entre unos y otros, hemos abierto la mano. No importa –al contrario– que tú, con la aprobación de tu Director, lo practiques frecuentemente 313.
Otras formas de mortificación y de penitencia corporal, como el uso del cilicio o de las disciplinas, tienen tras de sí el multisecular ejemplo de los santos. Los estudios sobre el tema muestran que estas prácticas se han adoptado desde muy antiguo, por su analogía con algunos padecimientos de Jesús 314. Tuvieron su origen, en primer lugar, en el deseo de compartir de algún modo el dolor que Cristo sufrió voluntariamente en expiación por los pecados, para poder decir con san Pablo: "completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). Al contemplar la Pasión, san Josemaría siente el anhelo de participar en las penas de Jesús, mediante la "mortificación de los sentidos" (expresión que, en el texto siguiente, abarca sin duda las formas de mortificación corporal a las que nos estamos refiriendo).
El cuerpo llagado de Jesús es verdaderamente un retablo de dolores... Por contraste, vienen a la memoria tanta comodidad, tanto capricho, tanta dejadez, tanta cicatería... Y esa falsa compasión con que trato mi carne. ¡Señor!, por tu Pasión y por tu Cruz, dame fuerza para vivir la mortificación de los sentidos y arrancar todo lo que me aparte de Ti 315.
Los estudios citados muestran, además, que las mortificaciones corporales han sido practicadas para combatir los impulsos de la concupiscencia en el propio cuerpo. Este motivo, que puede estar presente en cualquier momento de la vida, es frecuente después de una conversión profunda o de la decisión de seguir radicalmente a Cristo, como san Josemaría refleja al relatar la reacción de un joven que acababa de entregarse más íntimamente a Dios: "ahora lo que me hace falta es hablar menos, visitar enfermos y dormir en el suelo" 316.
Este motivo es inseparable del anterior, porque sólo combatiendo el desorden de la concupiscencia se puede vivir la misma Vida de Cristo (cfr. 2Co 4, 10). La incorporación a Él es una unión que afecta a toda la persona: no atañe sólo al alma y a las potencias espirituales. El cristiano es miembro de Cristo también con su cuerpo; por eso ha de hacer frente a las tendencias nocivas que se manifiestan en él. San Pablo da ejemplo cuando escribe: "castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea que, después de haber predicado a otros, quede yo descalificado" (1Co 9, 27). El lenguaje que emplea san Josemaría no es menos drástico: Di a tu cuerpo: prefiero tener un esclavo a serlo tuyo 317. Como antes, la contemplación de los sufrimientos de Cristo por los pecados de los hombres enciende en su alma el deseo de combatir con la mortificación las cesiones a las inclinaciones torcidas que se ostentan en el cuerpo, y de unirse a los padecimientos voluntaria y amorosamente asumidos por el Señor en su Pasión:
Él pudo haber evitado aquellas amarguras, aquellas humillaciones, aquellos malos tratos, aquel juicio inicuo, y la vergüenza del patíbulo, y los clavos, y la lanzada... Pero quiso sufrir todo eso por ti y por mí. Y nosotros, ¿no vamos a saber corresponder? Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito 318.
Las mortificaciones corporales forman parte de esa correspondencia de que habla san Josemaría: son pequeños signos del deseo de unirse a la Pasión del Señor, fruto del amor. Pequeños signos, decimos, porque no le falta cierta razón a Moliner cuando en su Historia de la espiritualidad confronta, en este ámbito, la enseñanza de san Pacomio (s. IV) con la de san Josemaría. Observa que "cada vez vamos comprendiendo mejor que para luchar contra la carne no es lo mejor azotarla, lo más práctico es llenar la imaginación de santos ideales" 319; y concluye, con lenguaje hiperbólico, que "entre los medios de santificación de san Pacomio y los que ofrece Escrivá en Camino, hay la misma diferencia que entre los antiguos medios de transporte, léase el caballo, y un moderno avión supersónico" 320. La afirmación puede resultar exagerada, pero hay sin duda un enfoque diferente que tiene que ver con la exigencia de cuidar la salud corporal; una exigencia que, en el caso de los fieles corrientes, deriva también de su necesidad para el cumplimiento de los deberes familiares y profesionales.
El auténtico espíritu cristiano ha llevado siempre a practicar la mortificación corporal preservando el bien de la salud. Ya lo advertía san Gregorio Magno cuando recordaba que "por la abstinencia, hay que extinguir los vicios de la carne, no la carne" 321. Antes de él, san Gregorio de Nisa había hecho notar que "no hay que someter al cuerpo a rigores excesivos, si esto daña a la contemplación" 322. San Josemaría resalta este particular, viéndolo en relación con la llamada a la santidad en medio del mundo. La salud corporal es un bien, un don de Dios, que ha de ponerse al servicio de la consecución de los propios deberes, materia de santificación y de apostolado. No sería lícito despreciarlo. Por eso aconseja perentoriamente: No me hagas mortificaciones que puedan perjudicar tu salud o agriar tu carácter 323. Y de sí mismo afirmaba: Suelo pedirle al Señor que me conserve sano hasta media hora antes de morir. Hay mucho que hacer, y necesitamos estar bien, para poder trabajar por Dios 324. Con humor añade: Tenéis, por eso, que cuidaros, para morir viejos, muy viejos, exprimidos como un limón, aceptando desde ahora la Voluntad del Señor 325.
Su sensibilidad hacia la dimensión divina de los propios deberes le lleva a formular un criterio que está en aparente contraste con la mortificación corporal activa: el dolor físico, cuando se puede quitar, se quita. ¡Bastantes sufrimientos hay en la vida! Y cuando no se puede quitar, se ofrece 326. Pero no se está refiriendo con estas palabras al dolor físico en general, sino a las enfermedades o malestares que puedan estorbar el trabajo o la vida familiar. Este dolor, "si se puede quitar, se quita, y si no, se ofrece". No tendría sentido buscar mortificaciones que dificulten el cumplimiento de los propios deberes, porque obstaculizarían la santidad y el apostolado. Incluso, aun exhortando a trabajar mucho, san Josemaría advierte que sería un desorden trabajar más de lo prudente, poniendo en peligro la salud.
Hay que procurar, con particular esmero, que el cuerpo responda siempre como buen instrumento del alma y, por todos los medios, evitar que alguien pueda llegar –por las circunstancias de su trabajo o por otras causas– al agotamiento físico, que suele llevar también a la ruina psíquica y producir una falta de energías que son necesarias para la lucha interior: porque, insisto, la gracia de Dios cuenta ordinariamente con esas fuerzas naturales 327.
Prolongando algo más las consideraciones anteriores sobre la salud, puede ser útil observar que la mortificación corporal no responde a una mentalidad maniquea, pues no se castiga al cuerpo por considerarlo malo o despreciable. Según la visión cristiana del hombre, la composición cuerpo-espíritu en la unidad de la persona es una dualidad (distinción y complementariedad), no un dualismo (contraposición de alma y cuerpo). Se trata de verdadera dualidad porque el espíritu no es materia y la materia no es espíritu, pero no de dualismo porque no hay oposición entre ambos. El cristianismo implica la más alta valoración del cuerpo humano, ya que lo reconoce como creado por Dios y lo sabe destinado a la inmortalidad y a la gloria, cuando al fin de los tiempos resucite, semejante al Cuerpo glorioso de Jesucristo 328. El pecado ha hecho que apareciera el desorden de la concupiscencia, que inclina a que la dualidad degenere en dualismo, disgregando al hombre. La mortificación corporal contribuye eficazmente a recomponer la unidad, armonizando cuerpo y espíritu, y es camino para corredimir con Cristo por medio del cuerpo, uniendo el dolor que comporta a su Pasión redentora. En consecuencia, contribuye al bien del cuerpo, a su sujeción al espíritu, y, por tanto, al bien de la persona entera. No responde, pues, a un desprecio del cuerpo, como tampoco lo ha despreciado Dios cuando ha querido la Pasión de su Hijo, ni lo desprecia cuando envía un dolor o una enfermedad.
Tampoco tiene nada que ver la mortificación cristiana con el masoquismo: buscar el dolor para encontrar en él un placer. No ha sido éste el sentido del dolor de Cristo, ni es, por tanto, el sentido que el dolor tiene para quien vive en Cristo.
Concluyamos diciendo que san Josemaría habla de estas mortificaciones corporales con naturalidad, en una época en la que generalmente no se ponía en duda su valor, pues eran consideradas prácticas normales de vida cristiana, no exclusivas del estado religioso 329. No sentía la necesidad de justificarlas porque eran bien conocidas y comúnmente comprendidas por los fieles. Actualmente la situación ha cambiado y muchas personas experimentan serias dificultades para encontrar sentido a la experiencia voluntaria del dolor y a la renuncia deliberada al bienestar físico, aunque no perjudique la salud. Cabe preguntarse si estamos ante una conquista cultural que responde al bien integral humano, o bien ante una de las consecuencias del deterioro de la comprensión cristiana del hombre, compuesto de cuerpo y espíritu. No nos corresponde analizar aquí esta cuestión, que exigiría entrar en consideraciones antropológicas subyacentes a una parte de la cultura actual, aunque volveremos sobre este tema más adelante 330. Ahora nos limitamos a decir que las dudas acerca del sentido de la mortificación corporal, que periódicamente saltan a los mass media, no son dudas específicas sobre la validez de la enseñanza de san Josemaría, sino incomprensiones acerca de la visión cristiana del hombre, de su vocación a la santidad, de su caída por el pecado, de su redención en Cristo y de la llamada a participar en ella con todo su ser.
De todas formas vale la pena volver a recordar, con palabras de Álvaro del Portillo, que "más aún que las penitencias corporales, [san Josemaría] se esforzaba por vivir las pequeñas mortificaciones que le ayudaban a cumplir con delicadeza las diversas prácticas de piedad, su ministerio sacerdotal, el espíritu de servicio, la caridad fraterna, etc." 331.
Por dos motivos concede san Josemaría mucha importancia a la lucha en lo pequeño: por el espíritu de filiación divina, que le conduce a saberse como un niño al que sólo se le piden esfuerzos en cosas pequeñas, y porque predica la santidad –la lucha cristiana por la santidad y el apostolado– en el tejido de la vida ordinaria, formado, por lo general, de menudencias.
Se comprende por esto que al hablar del espíritu de mortificación y de penitencia, en el que consiste la lucha por la santidad, ponga el acento en el valor de las "mortificaciones pequeñas", especialmente de aquellas que ayudan a cumplir bien los deberes de cada momento.
Se ha trastocado de tal forma el sentido cristiano en muchas conciencias que, al hablar de mortificación y de penitencia, se piensa sólo en esos grandes ayunos y cilicios que se mencionan en los admirables relatos de algunas biografías de santos (...). Ciertamente, [Jesucristo] preparó el comienzo de su predicación retirándose al desierto, para ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches (cfr.Mt 4, 1-11), pero antes y después practicó la virtud de la templanza con tanta naturalidad, que sus enemigos aprovecharon para tacharle calumniosamente de hombre voraz y bebedor, amigo de publicanos y gentes de mala vida (Lc 7, 34). (...) No hace alarde de su vida penitente (...). Así debes ejercitarte en el espíritu de penitencia: cara a Dios y como un hijo, como el pequeñín que demuestra a su padre cuánto le ama, renunciando a sus pocos tesoros de escaso valor –un carrete, un soldado descabezado, una chapa de botella–; le cuesta dar ese paso, pero al fin puede más el cariño, y extiende satisfecho la mano 332.
El valor de las obras de mortificación radica en el amor con el que se realizan. Una mortificación no es "grande" por su materialidad (cfr. Mc 12, 41-44) o por su visibilidad (cfr. Mt 6, 2 ss.), sino por el amor con que se realiza. San Josemaría hace notar que el mundo admira solamente el sacrificio con espectáculo, porque ignora el valor del sacrificio escondido y silencioso 333. Con esto no excluye las penitencias materialmente grandes como el ayuno riguroso, que él mismo practicó con permiso de sus confesores, lo mismo que otras duras penitencias, procurando que pasaran inadvertidas a los demás 334. Pero privilegia claramente las penitencias materialmente pequeñas.
Estas mortificaciones pueden ser practicadas en la vida ordinaria con la continuidad que el amor a Dios pide. San Josemaría hace notar que no es espíritu de penitencia el de aquél que hace unos días grandes sacrificios, y deja de mortificarse los siguientes. Tiene espíritu de penitencia el que sabe vencerse todos los días, ofreciendo al Señor, sin espectáculo, mil cosas pequeñas. Ese es el amor sacrificado, que espera Dios de nosotros 335. En ese constante agere contra en pequeñas cosas, negando el apegamiento a la propia voluntad o al propio gusto, reside el heroísmo silencioso del cristiano en la vida cotidiana 336:
[Mortificación] en las cosas pequeñas y ordinarias, en el trabajo intenso y constante y ordenado. Cosas pequeñas que no te hacen perder la salud, pero que te mantienen encendido. Mortificación en las comidas. Minutos heroicos a lo largo del día. Puntualidad. Orden. Guarda de la vista por la calle, con naturalidad. Docenas y docenas de detalles y ocasiones bien aprovechadas. Y una mortificación muy interesante: la mortificación interior: para que nuestras conversaciones no giren en torno a nosotros mismos, para que la sonrisa reciba siempre los detalles molestos, para hacer la vida agradable a quienes nos rodean. ¡Amor, hijo mío! ¡Amor sacrificado! 337
Por otra parte, encauzando el espíritu de mortificación hacia las mortificaciones pequeñas es difícil dar pábulo al orgullo, a la ridícula ingenuidad de considerarnos héroes notables: nos veremos como un niño que apenas alcanza a ofrecer a su padre naderías, pero que son recibidas con inmenso gozo 338. Esto es sin duda una prerrogativa de las mortificaciones pequeñas: salvaguardar la humildad, que es tanto como custodiar el amor. Si la lucha cristiana ha de ser una "lucha por amor", sería una penosa contradicción que la misma lucha corrompiera el amor por intentar que se vea la "cruz" que llevan o admirarla ellos mismos.
¡Cuántos, con la soberbia y la imaginación, se meten en unos calvarios que no son de Cristo! La Cruz que debes llevar es divina. No quieras llevar ninguna humana. Si alguna vez cayeras en este lazo, rectifica enseguida: te bastará pensar que El ha sufrido infinitamente más por amor nuestro 339.
Si la tentación es una amenaza del mal, el pecado es el mal presente en quien cede a la tentación: mal que corrompe la relación con Dios y con los demás, y daña a uno mismo.
En primer lugar, corrompe la relación con Dios, porque el pecado formalmente cometido es un rechazo de su Amor, una ofensa a su Bondad. La doctrina clásica lo define como "aversio a Deo et conversio ad creaturas" 340: un apartarse de Dios que implica simultáneamente poner algo creado por encima de Él (lo cual, en definitiva, es ponerse a uno mismo como fin último).
En segundo lugar, el pecado daña también a los otros, porque el hombre es un ser en relación con Dios y con los demás, y el pecado debilita o rompe esa relación. Quien se aleja del Padre, se aleja también de los hermanos: de los demás miembros del Cuerpo místico, en primer lugar (cfr. 1Co 12, 26), y también de todas las personas, al menos porque les niega su entrega y su servicio por amor; y también, muchas veces, porque les perjudica directamente en otros bienes.
Por último, al ser un acto opuesto a la unión con Dios en quien se encuentra la felicidad del hombre en comunión con los demás, el pecado no puede ser camino de felicidad auténtica, aun cuando proporcione satisfacciones. Lo subraya san Josemaría en Forja: El pecador, que tenga fe, aunque consiga todas las bienaventuranzas de la tierra, necesariamente es infeliz y desgraciado 341. El pecado no es sólo un acto contra Dios, sino contra uno mismo.
En una palabra, el pecado contradice la caridad, esencia de la santidad, en todas sus dimensiones. Aquí no es necesario que nos detengamos en otras explicaciones sobre su naturaleza, que son propias de la Teología Moral 342. Lo que nos interesa es la actitud ante el pecado por parte del cristiano que busca la santidad. En este sentido, san Josemaría recuerda al lector de Camino que en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado 343. No sólo exhorta a temerlo sino a combatir para evitarlo, sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha 344. Una lucha que parte de la disposición clara de rechazar absoluta e incondicionadamente el pecado, y que se traduce en un espíritu de conversión y de penitencia, manifestado en obras.
En cierto sentido, el pecado nos acecha (cfr. Hb 12, 1). Hijos de Adán, hemos venido al mundo con la mancha de la culpa original –a excepción de la Virgen Inmaculada– y padecemos la debilidad moral heredada que conduce a cometer personalmente nuevos pecados. El Concilio de Trento llama "justificación" al "paso del estado en que el hombre nace como hijo del primer Adán, al estado de gracia y de "adopción de los hijos de Dios" (Rm 8, 15), por medio del segundo Adán, Jesucristo nuestro Salvador" 345. La justificación es más que la simple no-imputación extrínseca del pecado por los méritos de Jesucristo, que sostenían los reformadores. Es una remisión de la culpa que entraña "la santificación y la renovación del hombre interior" 346. Ciertamente persiste siempre, como ya hemos considerado, el desorden de la concupiscencia que procede del pecado e inclina a él, pero no es en sí misma pecado en sentido propio (como sostenía Lutero): ha quedado, según Trento, "ad agonem relicta" 347, para que el hombre luche, sostenido por la gracia, y merezca la vida eterna. Quien está en gracia de Dios, aunque sienta el peso de la inclinación al mal y caiga a veces, es también capaz, con la ayuda divina, de rechazar el pecado, de arrepentirse y de merecer.
De un lado el cristiano es "santo" y ama a Dios como hijo suyo; de otro, experimenta una tendencia al mal que, con frecuencia, le arrastra al menos hacia el pecado venial, y por eso es "pecador". Es santo y es pecador. La Iglesia enseña a rezar a todos los fieles, al inicio de la Misa: "Yo confieso ante Dios todopoderoso que he pecado...". Por eso, san Josemaría puede asegurar de sí mismo: Soy un pecador que ama a Jesucristo 348. Se siente capaz de todos los horrores y de todos los errores que han cometido las personas más ruines 349; pero también está convencido de que ama sinceramente a Dios.
Lo que acabamos de decir puede evocar la célebre fórmula "simul iustus et peccator", con la que Lutero describía la situación actual del hombre 350. El significado es, sin embargo, muy diverso. El reformador de Wittenberg parte de una naturaleza humana totalmente corrompida que no es sanada por la gracia. Nada puede hacer el hombre para dejar de ser pecador, y de algún modo peca en todas sus obras, porque no hay nada sano en él. Sólo puede confiar en que el pecado no le será imputado: "Pecca fortiter et crede fortius", llega a decir, llevando la tesis de la justificación por la sola fides a sus últimas y paradójicas consecuencias. Según la doctrina católica, en cambio, las buenas obras del cristiano no son pecado; y lo que tienen de imperfección tampoco es pecado. Los pecados de debilidad sí que lo son, aunque la voluntariedad sea mínima. Deben llevar, por tanto, a la contrición. Tanto las imperfecciones como los pecados de debilidad constituyen, para quien ama, motivo para esforzarse en amar más. El lenguaje de san Josemaría –que se puede ser "pecador" y a la vez "amar a Jesucristo"– se sitúa en este marco doctrinal católico, al que aporta una cierta "visión positiva de la concupiscencia", en el sentido de que, tanto las limitaciones que no son pecado como los pecados de debilidad, pueden llevar a amar más a Dios.
Saberse "un pecador que ama a Jesucristo" significa reconocerse pecador pero detestar el pecado. San Josemaría procura inculcar esta última disposición, imprescindible para la sinceridad y la eficacia de la lucha. Escribe: Hemos de fomentar en nuestras almas un verdadero horror al pecado. ¡Señor –repítelo con corazón contrito–, que no te ofenda más! 351 Al mismo tiempo, consciente de la debilidad de nuestra naturaleza herida, advierte: Pero no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones (...). Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica 352. El rechazo radical del pecado debe ser una actitud decidida y, a la vez, humilde y confiada, como la de un niño que echa a andar hacia los brazos de su padre, con un impulso más fuerte que el miedo a caer.
Cuando san Josemaría se reconoce "un pecador que ama a Jesucristo", no pretende justificarse como "pecador". Al contrario, el amor filial le lleva a rechazar absolutamente el pecado, pues "todo el que ha nacido de Dios no peca, porque el germen divino permanece en él; no puede pecar porque ha nacido de Dios" (1Jn 3, 9). El sentido de la filiación divina lleva a tener "horror al pecado grave" y a "abominar el pecado venial", como vamos a ver. Cuando habla así, no está favoreciendo complejos de culpa en personas inmaduras, cerradas en sí mismas. Está formando las conciencias de los hijos de Dios, poniéndolos ante la verdad e inculcando la exigencias fuertes de la caridad, de acuerdo con el consejo de san Pablo: "Que la caridad esté libre de hipocresía, abominando el mal, adhiriéndoos al bien" (Rm 12, 9). La repulsa del pecado es, en definitiva, una necesidad del amor de los hijos de Dios.
El pecado mortal es una trasgresión de la ley de Dios en materia grave, cometida con plena advertencia y deliberado consentimiento 353. Es el rechazo de Dios, cuya Voluntad se expresa en esa ley, y por tanto el desprecio de su Amor por nosotros. Amor manifestado en el envío de su propio Hijo "en una carne semejante a la carne pecadora" (Rm 8, 3) para reparar por el pecado mediante su entrega en la Cruz, y enviarnos al Espíritu Santo, principio de vida nueva que nos permite superar la "ley del pecado" (cfr. Rm 8, 2). Al recibir las aguas del Bautismo, el cristiano ha muerto a una vida "según la carne", regida por la inclinación al mal y sometida al diablo, y ha recibido esa vida nueva de hijo adoptivo de Dios en Cristo. "¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4).
En la Epístola a los Hebreos se lee que quienes llegaron a recibir el Espíritu Santo y no obstante cayeron "crucifican de nuevo al Hijo de Dios y lo escarnecen" (Hb 6, 6). La exégesis suele entender que se refiere sólo a los pecados que por su misma naturaleza cierran al pecador a la posibilidad de recibir el perdón 354. No obstante, la tradición espiritual de la Iglesia se ha servido frecuentemente de este texto para mostrar la gravedad del pecado mortal. San Francisco de Asís, por ejemplo, predicaba que "no son los demonios los que le han crucificado [a Jesucristo]; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados" 355; y el Catecismo Romano, refiriéndose al mismo texto de Hebreos, enseñaba que "son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz" 356. En esta misma línea recalca san Josemaría: El pecado no se reduce a una pequeña "falta de ortografía": es crucificar, desgarrar a martillazos las manos y los pies del Hijo de Dios, y hacerle saltar el corazón 357. Aunque nos pese –y pido a Dios que nos aumente este dolor–, tú y yo no somos ajenos a la muerte de Cristo 358.
En una época de la que se ha podido decir, como recordábamos más arriba, que "el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado" 359, san Josemaría quiere grabar en las conciencias su gravedad. Lo hace algunas veces acudiendo a una explicación clásica. No es fácil considerar la perversión que el pecado supone, y comprender todo lo que nos dice la fe. Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador 360. Con más frecuencia se refiere al precio pagado por el Señor para repararlo y a la magnitud de sus consecuencias: la pérdida de la gracia santificante y de la dignidad de hijos de Dios, y la privación de la bienaventuranza eterna 361. Por salvar al hombre, Señor, mueres en la Cruz; y, sin embargo, por un solo pecado mortal, condenas al hombre a una eternidad infeliz de tormentos...: ¡cuánto te ofende el pecado, y cuánto lo debo odiar! 362 En estas últimas palabras hay una referencia al infierno, que en otras ocasiones se hace más explícita 363, no para infundir un temor servil cuanto para poner en evidencia la enormidad de la ofensa, despertar el amor y excluir de raíz las componendas.
Hemos de esforzarnos, para que de nuestra parte no quede ni sombra de doblez. El primer requisito para desterrar ese mal que el Señor condena duramente, es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la cabeza– horror al pecado grave 364.
Para despertar esta sensibilidad, san Josemaría enseña a cultivar el sentido de la filiación divina. En una Carta, tomando pie de un texto de san Juan, exhorta a no olvidar que somos hijos de Dios (...). Y que todo aquel que nació de Dios no hace pecado, porque la semilla de Dios, que es la gracia santificante, mora en él; y, si no la echa de sí, no puede pecar, porque es hijo de Dios: en esto se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo (1Jn 3, 9-10) 365.
El "horror al pecado mortal" del que habla san Josemaría, no es un sentimiento puritano, ni tiene que ver con el escándalo de los hipócritas que se consideran libres de culpa. Es un actitud de amor, propia del alma sacerdotal de un hijo de Dios, que pone en juego "reciamente, con sinceridad", las demás virtudes cristianas. Presupone la humildad de reconocerse a sí mismo pecador, y lleva consigo en cada caso el ejercicio de una u otra virtud. Quien repele la mentira practica la veracidad, quien huye de la impureza actúa la castidad, etc.
En su predicación, la conciencia de la gravedad del pecado mortal y el "horror a cometerlo" no da pie a tensiones enfermizas 366. No se funda en el temor al castigo, como en quien se reprime por miedo a las consecuencias. No es forzosa renuncia a un bien sino liberación de un mal. Es, ya lo hemos dicho, un rechazo del pecado en cuanto acto contrario al amor a Dios. Gracias al sentido de la filiación divina, el "horror al pecado" va unido a la "confianza en la misericordia divina". Saber que Dios es un Padre "compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia" (Sal 108, 5), es fuente de alegría, de equilibrio interior y de impulso para la lucha. No escapa a su mirada misericordiosa que los hombres somos criaturas con limitaciones, con flaquezas, con imperfecciones, inclinadas al pecado. Pero nos manda que luchemos, que reconozcamos nuestros defectos; no para acobardarnos, sino para arrepentirnos y fomentar el deseo de ser mejores 367.
El pecado venial es una realidad distinta del mortal, hasta el punto de que responde a la noción de pecado sólo en sentido análogo. No obstante, san Josemaría emplea términos semejantes e incluso idénticos para referirse al rechazo del uno y del otro. Dice, en efecto, que un hijo de Dios ha de tener "horror" u "odio" al pecado venial 368, y otras veces exhorta a "abominarlo": ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega 369. Su criterio es claro: Un alma de oración huye, con toda su energía, del pecado venial: porque éste no seca el árbol de la gracia, pero es la causa de que disminuyan los frutos 370. Y para abominarlo y huir de él, es preciso ser conscientes de su malicia; por eso recomienda: ruega al Señor que te conceda toda la sensibilidad necesaria para darte cuenta de la maldad del pecado venial; para considerarlo como auténtico y radical enemigo de tu alma; y para evitarlo con la gracia de Dios 371.
Cuando habla de este modo, se refiere principalmente al pecado venial "deliberado" y secundariamente a los pecados veniales "de debilidad".
Sobre esta distinción puede ser útil recordar que, en general, el pecado venial es una trasgresión de la ley moral en materia leve, o bien en materia grave pero sin plena advertencia o sin pleno consentimiento 372. Por lo que atañe al consentimiento, es evidente que en todo pecado venial hay algo de voluntariedad, porque de lo contrario no habría pecado en absoluto. Cuando esa voluntariedad es débil –no plena– se suele hablar de pecados veniales de debilidad (que pueden darse en materia grave o en materia leve) 373. Esto no significa que sean de poca importancia. El arrepentimiento de los pecados veniales cometidos con voluntad débil no ha de ser un "arrepentimiento débil", sino una contrición fuerte, con plena voluntariedad: un rechazo enérgico de esos pecados que realmente ofenden a Dios y obstaculizan la identificación con Cristo. De ahí el expresivo comentario de san Josemaría: ¡Qué pena me das mientras no sientas dolor de tus pecados veniales! –Porque, hasta entonces, no habrás comenzado a tener verdadera vida interior 374.
En cambio, cuando se consiente plenamente un pecado venial (lo cual sólo puede suceder si la materia es leve, porque si fuera grave, sería mortal), se habla de pecado venial deliberado 375. A estos pecados se refiere san Josemaría, por lo general, cuando habla de pecado venial. Son aquellos que, sin romper del todo la amistad con Dios, causan un daño muy profundo a la vida cristiana, porque al rechazar de modo abierto la Voluntad de Dios, aunque sea en algo pequeño, se enfría la caridad.
A menudo se cometen por seguir conscientemente –no por distracción– lo que hacen los demás. Se sabe que aquello no agrada a Dios, pero se cede por falta de fortaleza y de amor para ir contracorriente. San Josemaría comenta esta actitud:
Mucho duele al Señor la inconsciencia de tantos y de tantas, que no se esfuerzan en evitar los pecados veniales deliberados. ¡Es lo normal –piensan y se justifican–, porque en esos tropiezos caemos todos!
Óyeme bien: también la mayoría de aquella chusma, que condenó a Cristo y le dio muerte, empezó sólo por gritar –¡como los otros!–, por acudir al Huerto de los Olivos –¡con los demás! –, ...
Al final, empujados también por lo que hacían "todos", no supieron o no quisieron echarse atrás..., ¡y crucificaron a Jesús!
–Ahora, al cabo de veinte siglos, no hemos aprendido 376.
Otro género de pecados veniales son los que se cometen por falta de advertencia, es decir, sin un claro conocimiento de que tal acto constituye un pecado por su materia. La falta de advertencia puede ser simplemente práctica, y entonces se suele hablar de "despistes" o de "distracciones", que sólo serán pecado si hay algo de voluntariedad; si no la hubiera se trataría a lo sumo de "defectos morales" que no son pecado (aunque también hay que luchar contra ellos, como veremos más adelante). San Josemaría distingue lo uno de lo otro cuando invita a querer a los demás con sus defectos si no son ofensa de Dios 377, y cuando habla de la necesidad de comprender a las personas con sus equivocaciones, con sus flaquezas, con sus errores, añadiendo que no son sinónimas estas palabras 378.
La inadvertencia parcial puede ser también teórica, por falta de formación. Aquí cabe una amplia gama de situaciones: desde la conciencia errónea más o menos culpable (el que dice: "no sabía que eso estaba mal"), hasta la presuntuosa confianza de quien se deja guiar por su "buena voluntad", descuidando el deber de formarse. San Josemaría previene contra esta actitud ambigua. No basta la recta intención para la obra buena, entre otras razones porque no es recta la intención del que no busca sinceramente conocer, amar y cumplir la voluntad de Dios (...). No es recta la intención del que descuida la formación habitual o el ejercicio actual de su conciencia, y confiere, sin más, valor divino a sus decisiones personales, según sus luces limitadas o sus propias inclinaciones 379.
Completamos estas premisas sobre el pecado mortal y venial, mencionando brevemente sus consecuencias.
Quien peca incurre, ante todo, en una "culpa". En el caso del pecado mortal, la culpa conlleva la privación de la amistad con Dios, mientras que el pecado venial comporta una disminución o enfriamiento de esa amistad, es decir, de la caridad.
Además, el pecado merece una "pena", que es eterna en el caso del pecado grave y temporal en el leve. Algo de pena temporal puede permanecer después de perdonada la culpa 380.
Por último, todo pecado deja en la persona una cierta inclinación a cometer nuevos pecados; de ahí que la lucha incluya también el empeño de purificarse de esas inclinaciones. También hay que hacer frente a otros defectos morales que no necesariamente provienen de los pecados personales.
Con esto disponemos ya de una visión general del objeto de la penitencia, que no es otra cosa que la lucha contra el pecado y sus consecuencias. Podemos pasar a estudiar las enseñanzas de san Josemaría acerca del perdón de los pecados por la penitencia interior y las obras de penitencia.
Incluso cultivando, con la ayuda de la gracia, una aversión profunda al pecado, la debilidad humana es tal que "todos caemos con frecuencia" (St 3, 2): "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1, 8). Con excepción de la Santísima Virgen, nadie que tenga uso de la libertad está exento de culpas. "En esta vida mortal, aun los santos y justos caen alguna vez en pecados, por lo menos leves y cotidianos" 381, afirma el Concilio de Trento, añadiendo que "de justos es aquella voz humilde y verdadera: "Perdónanos nuestras deudas" (Mt 6, 12)" 382. Y la misericordia divina escucha la petición arrepentida de los pecadores: Al alma contrita, Dios la perdona siempre 383.
No me olvidéis –alienta san Josemaría– que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez. Si en el libro de los Proverbios se comenta que el justo cae siete veces al día (cfr. Pr 24, 16), tú y yo –pobres criaturas– no debemos extrañarnos ni desalentarnos ante las propias miserias personales 384. En nuestra pelea espiritual –insiste– no faltarán fracasos. Pero ante nuestras equivocaciones, ante el error, debemos reaccionar inmediatamente 385. Esta reacción al pecado cometido (cuando san Josemaría habla aquí de "errores" y "equivocaciones", no piensa evidentemente en simples fallos "técnicos" involuntarios) es la penitencia, cuyo primer movimiento consiste en reconocer el pecado y pedir perdón. Es la reacción del rey David cuando el profeta Natán le recrimina su falta: "He pecado contra el Señor" (2S 12, 13).
La petición de perdón es una respuesta al impulso de la gracia que abre el paso a la reconciliación con Dios. Porque la vida sobrenatural que se ha perdido o se ha debilitado por el pecado, sólo se recupera o se sana con el perdón de Dios, que es una efusión de su Amor. El perdón comporta la desaparición de la culpa del pecado y una renovación de la vida sobrenatural, más o menos profunda según las disposiciones del que es perdonado, como da a entender Jesús cuando perdona a una mujer arrepentida: "Le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho" (Lc 7, 47). Por eso san Josemaría puede aconsejar: Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida 386. Y advierte, por el mismo motivo, que hay una sola enfermedad mortal, un solo error funesto: conformarse con la derrota, no saber luchar con espíritu de hijos de Dios 387. La "enfermedad mortal" a que se refiere, no consiste tanto en el pecado como tal, sino en la falta de voluntad para salir de él, en la obstinación de no pedir perdón, situación que se asemeja peligrosamente a los "pecados contra el Espíritu Santo" (cfr. Mc 12, 31), de los que se dice que "son ad mortem (cfr. 1Jn 5, 16), no porque sean absolutamente irremisibles, sino porque el hombre, al cometerlos, pone grandes obstáculos a su conversión" 388.
Para evitar esa enfermedad o volver cuanto antes a la vida sobrenatural, en su caso, san Josemaría invita a no olvidar que el cristiano, siendo hijo de Dios, ha de hacer de "hijo pródigo" (cfr. Lc 15, 11-32) con mucha frecuencia, decidiéndose a regresar a la casa de su Padre cada vez que se haya alejado. Es una imagen evangélica que nunca nos cansaremos de meditar 389. Vale la pena citar por extenso uno de los comentarios que dedica a esta parábola, fruto de su meditación personal. Sólo tenemos que advertir que aparecen algunas cuestiones, como la contrición, que desarrollaremos en los apartados sucesivos.
Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia.
Mirad que no estoy inventando nada. Recordad aquella parábola que el Hijo de Dios nos contó para que entendiéramos el amor del Padre que está en los cielos: la parábola del hijo pródigo (cfr.Lc 15, 11 y ss).
Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y enterneciéronsele las entrañas y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y le dio mil besos (Lc 15, 20). Estas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?
Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rm 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo.
La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios.
Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos 390.
En este texto, repleto de sentido de la filiación divina, san Josemaría contempla primero la misericordia del Padre que perdona al hijo y le restituye la dignidad perdida, porque el perdón de los pecados es un don de Dios. Después invita a cobijarse en esa misericordia paterna mediante la contrición, porque el perdón reclama la libre acción del hombre. Esta contrición es ante todo interior, pero se ha de manifestar también en obras. Veremos estos dos aspectos a continuación.
Escribe san Josemaría: Si has cometido un error, pequeño o grande, ¡vuelve corriendo a Dios! –Saborea las palabras del salmo: "cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies" –el Señor jamás despreciará ni se desentenderá de un corazón contrito y humillado 391.
El rechazo del pecado cometido es un acto interior de penitencia llamado contrición o arrepentimiento: términos prácticamente sinónimos en san Josemaría 392. Muy cercano a ellos está el de "compunción", que pone el acento en el dolor por el pecado cometido y en un estado de ánimo "humillado" o avergonzado ante la bondad divina 393. Como en la cita precedente, san Josemaría repite mucho las palabras esperanzadoras del Salmo: "Dios no desprecia nunca un corazón contrito y humillado" (Sal 50[51], 19) 394.
Hay otros dos vocablos muy próximos a "contrición" que, sin embargo, no son sinónimos de él, sino que designan dos partes integrantes de la contrición: desagravio y conversión. El desagravio ("quitar el agravio") es la voluntad de reparar la ofensa hecha a Dios, y se llama también reparación. La conversión es la voluntad de poner de nuevo en Dios el fin último que antes se había puesto en las criaturas. Ambos se distinguen, pero son inseparables y se complementan. El desagravio se dirige contra el aspecto formal del pecado (la aversio a Deo); la conversión, en cambio, contra su aspecto material (la conversio ad creaturas). San Josemaría, como tantos otros autores, habla unas veces de desagravio, otras de conversión y otras –englobando los dos aspectos– de contrición.
Estas observaciones terminológicas son necesarias para la exposición ordenada del tema. Presentaremos algunas enseñanzas de san Josemaría sobre la contrición en general, para completarlas luego con lo que dice sobre sus componentes esenciales: el desagravio (o reparación) por la ofensa del pecado y la conversión o vuelta a Dios. En todo momento nos referiremos sólo a los actos interiores (estamos hablando de la penitencia interior); más adelante veremos cómo se manifiestan en obras.
a) Contrición
El Catecismo de la Iglesia Católica describe la contrición con palabras del Concilio de Trento, como "un dolor del alma y una detestación del pecado cometido, con la resolución de no volver a pecar" 395. El acto mismo de contrición, y no sólo el perdón que se obtiene, es ya un don de Dios. No es una mera decisión humana, como se ve en la súplica del profeta: "Conviértenos a Ti, y nos convertiremos" (Jr 31, 18; Lm 5, 21). La conversión es primeramente obra de la gracia de Dios, que hace volver a Él nuestros corazones 396. Sin embargo, el mismo profeta escucha también la voz divina que reclama la correspondencia humana: "Convertíos a mí y Yo os convertiré" (Jr 15, 19). El cristiano puede acoger o rechazar la gracia del arrepentimiento.
San Josemaría tiene muy presentes los dos aspectos. Que la conversión es un don de Dios se advierte, por ejemplo, cuando escribe: Todo lo espero de Ti, Jesús mío: ¡conviérteme! 397 Y que la libre decisión humana es necesaria, se desprende de su oración: Dios mío, ¿cuándo me voy a convertir? 398 Entiende la contrición –escribe Scheffczyk– como "un renovarse que es exigido una y otra vez y como un continuo recomenzar en el camino espiritual que ha de estar acompañado sin interrupción por la gracia actual" 399.
El dolor por el pecado puede tener manifestaciones sensibles, pero es esencialmente un movimiento de la voluntad. Según el texto del Concilio de Trento que acabamos de citar, consiste en la "detestación del pecado cometido" y en la "resolución de no volver a pecar". San Josemaría lo indica de modo positivo. Dice que la experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo 400. Expresa la "detestación del pecado cometido" como "decisión más madura y más honda de ser fieles", y la "resolución de no volver a pecar" como la determinación de "identificarnos de veras con Cristo". No quiere que la contrición se entienda como un mero "abstenerse de pecar" o un "no ofender a Dios". El deseo del corazón contrito ha de ser volver a amar a Dios ex toto corde, como hijo suyo en Cristo.
Es bien sabido que hay una contrición "imperfecta", llamada "atrición", cuando el dolor por el pecado surge del temor al castigo divino y a la pérdida de la felicidad eterna 401; y una contrición "perfecta", cuando el motivo del dolor es el amor a Dios sobre todas las cosas. En ésta última pone el acento san Josemaría, movido por el espíritu de filiación divina que le impulsa al amor. Admira el dolor de amor que manifiesta san Pedro después de haber negado a Jesús tres veces, al "entristecerse", primero, por la pregunta del Señor, reiterada también tres veces: "¿Simón, (...) ¿me amas?", y al responder después: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21, 17). San Josemaría repite frecuentemente estas palabras y las propone como acto de contrición perfecta.
Dolor de amor, pues, y –en la intimidad de ese dolor y de esa humildad– nos atreveremos a decir al Señor que hay también en nuestra vida mucho amor. Que si fue real la falta, real es el amor que Él mismo pone en nosotros, que nos permite servirle con toda la fuerza de nuestros corazones. Decid frecuentemente, como jaculatoria, el acto de contrición de Pedro, después de las negaciones: Domine, tu omnia nosti; tu scis, quia amo te! (Jn 21, 17) 402.
La contrición es un acto propio de quien se sabe pecador pero hijo de Dios. Un hijo pide perdón acudiendo a la misericordia divina: y así como la misericordia es un atributo propio de la divina paternidad –Dios es "Padre de misericordia" (2Co 1, 3; cfr. Lc 6, 36; Ef 2, 4; 1P 1, 3) 403–, así también la contrición es propia de sus hijos.
Hay que aprender a ser hijo de Dios (...), de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios 404.
El "sentido" de la filiación divina le lleva a afirmar que la mejor devoción es hacer muchos actos de contrición 405. Si el cristiano se sabe hijo de Dios, su actitud ante las faltas que pueda cometer no será la de apartarse de su Padre sino la de reaccionar inmediatamente, haciendo un acto de contrición, que vendrá a nuestro corazón y a nuestros labios con la prontitud con que acude la sangre a la herida 406.
Signo de autenticidad de la contrición perfecta es el propósito firme de no volver a pecar, poniendo concretamente los medios. Pero las recaídas no significan que la contrición no haya sido verdadera. A la vez, la experiencia de haber reincidido en el mismo pecado, no debe llevar a que sea débil la determinación de combatirlo, como en quien sabe de antemano que será derrotado. Sería contradictorio rechazar el pecado y pensar, cuando se presenta de nuevo la tentación, que se cederá "por última vez". Para evitar este peligro, san Josemaría advierte: Cuando se trata de "cortar", no lo olvides, la "última vez" ha de ser la anterior, la que ya pasó 407.
b) Espíritu de reparación y de desagravio
La contrición por el pecado implica el deseo de desagraviar. Con el pecado se ha cometido una ofensa, un "agravio" a Dios; y el primer impulso que siente el corazón contrito es "reparar la ofensa" o "desagraviarle".
El espíritu de desagravio es parte esencial de la contrición por los propios pecados, pero va más allá. En los textos de san Josemaría se extiende a la reparación por los pecados de la humanidad entera: Señor, te quiero desagraviar por lo que te he ofendido y por lo que te han ofendido todas las almas 408. La reacción de un hijo de Dios ante los ultrajes a su Padre –provengan de donde provengan–, es la de amarle más, con el deseo de compensar tanto desamor: Ama a Dios por los que no le aman: debes hacer carne de tu carne este espíritu de desagravio y de reparación 409.
El desagravio por los pecados de los demás está íntimamente unido al desagravio por los propios, también porque los pecados de los demás no son del todo ajenos. No lo son, en particular, los pecados de otros cristianos, porque la enfermedad de un miembro afecta de algún modo al cuerpo entero. El que vive unido a la Cabeza, se siente urgido a sanar las heridas de los demás miembros de la Iglesia. Por otra parte, quien es miembro "sano" del Cuerpo de Cristo –o sea, quien está unido a la Cabeza por el vínculo de la caridad– no puede olvidar que otras veces ha estado enfermo y que tiene, en consecuencia, una parte de responsabilidad en la debilidad actual de otros miembros, aunque no se le imputen los pecados de los demás. Nadie marcha solo en el mundo, ninguno ha de considerarse libre de una parte de culpa en el mal que se comete sobre la tierra, consecuencia del pecado original y también de la suma de muchos pecados personales 410. Además, en cierta manera sigue estando enfermo, ya que nadie puede considerarse un "miembro totalmente sano". Está implicado de algún modo en los pecados de los demás, porque su capacidad de ser fermento de santidad ha disminuido a causa de sus pecados personales, y ha privado así a otros de la ayuda que podía haberles proporcionado para su unión con Dios. Por todo esto, san Josemaría encarece la necesidad de la reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos 411.
Desde muy pronto experimentó en su alma un intenso afán de reparación, que se hizo más hondo a partir de los primeros años de su ministerio sacerdotal. Por aquella época, en torno a 1930, había cobrado auge en España la devoción al Amor misericordioso, caracterizada por un fuerte deseo de reparar las ofensas infligidas al Sagrado Corazón de Jesús. Un estudio de Federico Requena muestra que san Josemaría conocía los escritos de la religiosa María Teresa Desandais, inspiradora de la Obra del Amor Misericordioso, y que procuró difundir de diversos modos esa devoción en aquella época 412.
La ambición reparadora tiene, en san Josemaría, los rasgos propios de su espíritu de filiación divina y de santificación en medio el mundo:
1) El "sentido de la filiación divina", la conciencia viva de ser "otro Cristo, el mismo Cristo", es el fundamento de su anhelo de reparación. Puesto que el desagravio puede ser eficaz sólo si está unido al Sacrificio que Cristo ha ofrecido al Padre en reparación por los pecados, saberse hijo de Dios en Cristo y partícipe de su sacerdocio hace surgir el deseo –típico del alma sacerdotal 413– de tener espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz 414; lleva a sentir hambre de desagraviar a Dios 415, apropiándose los méritos de Cristo –repararé con lo único que puedo ofrecerte: los méritos infinitos de tu Hijo 416–; e inspira en el corazón los sentimientos de la fraternidad en Cristo que inclinan a compadecerse de quienes no gozan de la amistad con Dios: ¡Qué pena dan quienes aún están muertos, y no conocen el poder de la misericordia de Dios! 417
El afán reparador llegó a preponderar sobre todos los anhelos del alma sacerdotal en los últimos años de su vida. Cada día estoy buscando más la intimidad de Dios, en la reparación y en el desagravio 418, confiaba a quienes tenía cerca. Pesaba sobre él la aguda crisis que la Iglesia sufría en muchos países de antigua tradición cristiana. Ante la incuria en el modo de tratar la Santísima Eucaristía o el abandono del sacramento de la Penitencia por parte de numerosos fieles, y ante otros abusos que no es necesario detallar aquí 419, invitaba a desagraviar al Señor como sabríais consolar a vuestra madre, a una persona a la que quisierais con ternura 420. Las circunstancias transitorias de aquella época fueron ocasión para que emergiera con más fuerza un aspecto del espíritu que venía transmitiendo desde el comienzo de su predicación. ¿No sentís la necesidad de desagraviar?, preguntaba en 1972. Y proseguía: Llevad el alma por ese camino: (...) el camino del desagravio, de poner amor allí donde se ha producido un vacío, por la falta de fidelidad de otros cristianos 421.
Quien se sabe hijo de Dios percibe la gravedad de las ofensas a Dios, se duele por ellas y siente la necesidad de desagraviar, pero su dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres 422.
2) El otro rasgo que imprime personalidad propia al espíritu de desagravio en san Josemaría es su relación con la santificación de las realidades temporales. El amor cristiano al mundo suscita en el alma una gran sensibilidad para detectar la presencia del pecado que lo ensucia y corrompe.
Aludiendo a la parábola del trigo y de la cizaña (cfr. Mt 13, 24-30) comenta con dolorido realismo:
Amamos esta época nuestra, porque es el ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación. No admitimos nostalgias ingenuas y estériles (...). Pero tampoco es lógico negar que parece que el mal ha prosperado. Dentro de todo este campo de Dios, que es la tierra, que es heredad de Cristo, ha brotado cizaña: no sólo cizaña, ¡abundancia de cizaña! (...) Sólo una conciencia cauterizada, sólo la insensibilidad producida por la rutina, sólo el atolondramiento frívolo pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas 423.
Pero el cristiano sabe que, unido a Cristo, puede reparar el mal. De ahí las palabras con las que concluye el texto anterior:
Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios –Dios no pierde batallas–, con un optimismo que no procede de la satisfacción humana, de una complacencia necia y presuntuosa 424.
El mundo ha sido dado en herencia a los hijos de Dios para que lo perfeccionen, lo santifiquen y se santifiquen en él 425. Han de estar ciertos de que, con Cristo, pueden reparar por los pecados, purificar el mundo. En la balanza divina, su amor "pesa" más que las ofensas, aun cuando ante la mirada humana parezca que predomina el mal. San Josemaría habla a veces de una ola sucia y podrida de corrupción moral y doctrinal que pretende sumergir la tierra y abatir la Cruz del Redentor, pero concluye: Él quiere que de nuestras almas salga otra oleada –blanca y poderosa, como la diestra del Señor–, que anegue, con su pureza, la podredumbre de todo materialismo y neutralice la corrupción, que ha inundado el Orbe: a eso vienen –y a más– los hijos de Dios 426.
El espíritu de reparación y de desagravio se debe traducir en obras. Aunque se verá después, nos interesa dejarlo apuntado aquí para no perder de vista la conexión de los temas. Esas obras son las mortificaciones a las que ya nos hemos referido, ofrecidas como penitencia y, concretamente, como desagravio.
c) Espíritu de conversión: "comenzar y recomenzar"
Como decíamos, la contrición tiene dos partes que la integran: la reparación, de la que acabamos de hablar, que se dirige a subsanar el agravio hecho a Dios por el pecado; y la conversión, que busca enmendar el apegamiento desordenado a las criaturas.
Los autores que tratan de la vida espiritual, emplean frecuentemente "conversión" como sinónimo de "contrición". También lo hace así, a veces, san Josemaría; por ejemplo en unas palabras que ya hemos citado: La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega 427. En este texto los dos términos son prácticamente intercambiables. Pero en otros casos se perciben ciertos matices que los diferencian: la contrición se suele referir al pecado concreto, mientras que la conversión apunta más al cambio general de disposiciones: se deja de poner el fin último en las cosas creadas para ponerlo en Dios 428.
De este último sentido de "conversión" se vale para hacer considerar que en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón 429.
Las conversiones no se limitan a unos pocos momentos cumbre, como la "conversión primera" a la que se refiere el texto anterior. Son necesarias también las "conversiones sucesivas", que muchas veces no son "conversiones en cosas grandes" pero sí "grandes conversiones", incluso más grandes que las anteriores y, por eso, "más importantes" y "más difíciles", como se lee en el texto anterior. La diferencia se encuentra, sobre todo, en que son más frecuentes. Por esto san Josemaría exhorta a matener el alma joven, dispuesta afrontar cambios, como es típico de quien tiene mucho futuro por delante; y el cristiano tiene siempre mucho futuro, toda una eternidad, aunque le reste poco tiempo en este mundo. Siempre ha de estar abierto a una conversión. Incluso, cuanto más ama, más la anhela, más la pide, invocando al Señor, más atento está a su luz para descubrir lo que ha hecho mal y más pronto para pedir perdón.
Con la experiencia del amor de Dios, san Josemaría lleva al límite esta actitud cuando afirma que la vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día 430. Es una expresión recurrente en su predicación: La vida espiritual es –lo repito machaconamente, de intento– un continuo comenzar y recomenzar. –¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces un acto de contrición –y a diario deberíamos hacer muchos–, recomienzas, porque das a Dios un nuevo amor 431.
Anima a no retrasar la conversión, en lo pequeño y en lo grande. ¡Ahora! Vuelve a tu vida noble ahora. –No te dejes engañar: "ahora" no es demasiado pronto... ni demasiado tarde 432. Para inculcar esta idea, le sirven de lema las palabras de un salmo, leídas en la Vulgata: "Nunc coepi!" –¡ahora comienzo!: es el grito del alma enamorada que, en cada instante, tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad, renueva su deseo de servir –¡de amar!– con lealtad enteriza a nuestro Dios 433. "Tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad", dice, porque también cuando el cristiano ha sido fiel al amor de Dios, ha de comenzar de nuevo a amarle: lo exige el mismo amor que, si es verdadero, siempre aspira a crecer. Y lo exige también la realidad de los propios defectos, innegables, contra los que es preciso combatir. ¡Cuánto más si se ha caído en el pecado mortal o si la generosidad se ha empañado con pecados veniales deliberados! La menor cesión debe transformarse en un nuevo comienzo. La vida interior ha de ser un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos 434.
El realismo de la predicación de san Josemaría se mueve aquí en dos planos. Uno horizontal, de constatación de la realidad del pecado con toda su gravedad; y otro vertical, de confianza en la misericordia divina y en el poder de la gracia que permite vencer. Los dos planos juntos integran una visión alentadora de la lucha por la santidad:
No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha.
No nos extrañe que seamos derrotados con relativa frecuencia, de ordinario y aun siempre en materias de poca importancia, que nos punzan como si tuvieran mucha. Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay perseverancia y tenacidad en nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán demasiada importancia. Porque vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos de Dios. No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la voluntad de Dios, contando siempre con su gracia y con nuestra nada 435.
El espíritu de conversión se debe manifestar también en obras. Lo veremos en el apartado siguiente, pero conviene que adelantemos, de modo paralelo a como hicimos al final del epígrafe anterior, que esas obras son las mismas mortificaciones, realizadas para disponerse al don de una nueva y más profunda conversión interior, que se muestre en el rechazo de todo apegamiento desordenado a los bienes creados.
La penitencia interior se ha de traducir en obras. No nos referimos a "signos" o "gestos" que manifiestan la contrición, como las lágrimas, o un golpe de pecho, o el arrodillarse, etc., sino a obras que se realizan con la específica intención de reparar la ofensa a Dios, convertirse y sanar las consecuencias del pecado.
Estas obras son de diverso tipo. Para hablar de ellas con algún orden conviene recordar la distinción –a la que ya hicimos referencia– entre la culpa del pecado, la pena que merece y otras consecuencias que deja en la persona, como el apegamiento desordenado a las criaturas. Así lo expresa el Catecismo: "El pecado grave nos priva de la comunión con Dios y por ello nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama la "pena eterna" del pecado. Por otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña un apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la "pena temporal" del pecado" 436.
En correspondencia a estos diversos aspectos hay una diversidad de obras de penitencia de las que habla san Josemaría. En primer lugar nos referiremos a la Penitencia sacramental y después a las obras de penitencia no sacramentales (o extra-sacramentales).
El perdón de la culpa y de la pena es un don divino. Un don que sólo puede recibir quien tiene contrición interior del pecado. La manifestación principal de esta contrición es la recepción del Sacramento de la Penitencia, instituido por Jesucristo precisamente para conceder el perdón de los pecados.
Acudir a ese sacramento es, por esto, la obra de penitencia en la que con más claridad se pone de relieve que el perdón del pecado es un don de Dios. De hecho hay una intrínseca ordenación de todo acto de penitencia, aunque sólo sea interior, a este sacramento, ya que por la contrición se repele el pecado, pidiendo perdón a Dios, y en el sacramento se otorga ese perdón. El verdadero espíritu de contrición lleva a buscar la reconciliación sacramental. San Josemaría afirma la unión entre lo uno y lo otro: Aconsejo a todos que tengan como devoción (...) hacer muchos actos de contrición. Y una manifestación externa, práctica, de esa devoción es tener un cariño particular al Santo Sacramento de la Penitencia 437. Acercarse a este sacramento es prueba clara de rechazo del pecado y de conversión a Dios. Más aún: No hay mejor acto de arrepentimiento y de desagravio que una buena confesión 438.
A su vez, la Confesión vigoriza el espíritu de penitencia, dando fuerza para luchar contra el pecado. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro 439. Penitencia y alegría se emparejan con frecuencia en la predicación de san Josemaría 440. El sacramento devuelve al alma la paz y el gozo de la unión con Dios que se había perdido o debilitado. La misma perspectiva de poder recibir el perdón sacramental es una prueba de la Voluntad salvífica de Dios que llena de alegría y consuelo el corazón de sus hijos.
En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día 441.
En este sacramento se resume todo el sentido positivo de la lucha cristiana, que no se queda en una "lucha contra el pecado", sino que es combate por amor, respuesta al Amor de Cristo que ha reparado por nuestros pecados:
En el sacramento de la Penitencia, Jesús nos perdona. –Ahí, se nos aplican los méritos de Cristo, que por amor nuestro está en la Cruz, extendidos los brazos y cosido al madero –más que con los hierros– con el Amor que nos tiene 442.
La conciencia de la filiación divina juega un papel importante para apreciar el valor de este sacramento. Saberse hijo de Dios y reconocerse al mismo tiempo pecador lleva a ver la Confesión como el momento en que el Padre sale al encuentro del hijo pródigo que regresa arrepentido y no sólo le perdona su falta sino que le reviste nuevamente con el traje, el anillo, las sandalias (cfr. Lc 15, 22), signos de la recuperada dignidad de hijo.
"Induimini Dominum Jesum Christum" –revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía San Pablo a los Romanos. –En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos 443.
Así preparado, el hijo puede participar en el banquete que ofrece el padre de la parábola, figura del banquete eucarístico. La Confesión sacramental se ordena esencialmente a un nuevo y más íntimo encuentro sacramental con Dios que san Josemaría describe con una comparación entrañablemente humana:
La Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia son un misterio maravilloso, amabilísimo. Una prueba de amor que es muy parecida a la que nuestras madres han tenido con todos nosotros desde pequeñines: no sabíamos limpiarnos, pero dejar de estar limpios... sí. Entonces gritábamos, ¡mamá! Y venía mamá y nos limpiaba con mucha paciencia, y no nos decía ninguna cosa desagradable, y nos cuidaba con mimo. Sus manos de madre eran como alas de ángeles. Con qué suavidad trataban nuestra carne. Y limpios ya, nos apretaba contra su corazón y decía: hijo mío, te quiero tanto... ¡te comería!, ¿verdad? 444
La predicación de san Josemaría sobre el sacramento de la Penitencia es muy amplia. Aquí lo hemos visto sólo como expresión principal de la penitencia interior. En el capítulo siguiente trataremos otros aspectos de este sacramento como medio de santificación.
Además de arrepentirse del pecado (contrición: penitencia interior) y de recibir el perdón mediante el Sacramento de la Reconciliación (principal obra de penitencia), el cristiano puede también realizar otras obras de penitencia por los pecados propios o ajenos. De modo impreciso, pero suficiente para transmitir el concepto, podríamos llamarlas "obras exteriores" o "corporales", aunque no siempre lo sean, sólo para distinguirlas de la contrición interior (por ejemplo, padecer una injusticia puede transformarse en un acto de penitencia que no es exterior ni corporal, pero que tampoco es simplemente un acto de contrición interior). Estas obras se designan con el término "expiación" cuando se busca la remisión de la culpa, y de "satisfacción" cuando se aspira a la remisión de la pena temporal. En los apartados siguientes veremos cómo habla de ambas san Josemaría.
Antes conviene hacer una observación. Tradicionalmente se dice que las obras de penitencia son "el ayuno, la oración y la limosna" 445. San Josemaría, en cambio, no emplea esta tríada 446, quizá para evitar que se piense en obras particulares y se reduzca a ellas la penitencia. De hecho, según el Catecismo de la Iglesia Católica, la fórmula "ayuno, oración, limosna", no designa tres obras particulares sino tres géneros de obras que manifiestan, respectivamente, un cambio de actitud (conversión) "en relación a sí mismo, en relación a Dios y en relación a los demás" 447. Y puesto que cualquier acto de virtud informado por la caridad pertenece a uno de estos géneros, está claro que puede ser un acto de penitencia si se realiza para reparar por el pecado. Esto es lo que quiere destacar san Josemaría: más que proponer unos actos concretos de penitencia, desea inculcar un "espíritu de penitencia" que esté presente en la entera conducta del cristiano. En vez de hablar de "ayuno, oración, limosna" prefiere poner ejemplos de que cualquier acto virtuoso puede tener carácter penitencial. Entresacamos en este sentido algunas frases de un texto ya citado más arriba:
Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado (...). Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío. Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros (...). La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada (...); en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos 448.
En todo caso, nótese que la división de las obras de penitencia en los tres géneros representados por "oración, limosna y ayuno" es una división por el objeto de esas obras (Dios, los demás, uno mismo), que no es la única clasificación posible. Cabe dividirlas también según las facultades del sujeto, y así tendremos penitencias en la voluntad, en el entendimiento, en los afectos sensibles, en los sentidos internos y externos, etc. Esta es la división que subyace, sin esquemas rígidos, en las enseñanzas de san Josemaría. Sólo que, cuando menciona las potencias y facultades de la persona, en lugar de hablar de "penitencia", suele hablar de "mortificación". Por ejemplo, se refiere con frecuencia a "mortificaciones en la voluntad", "mortificaciones en la inteligencia", etc. (o también "de" esas potencias, pero en el sentido de "en", como hemos visto más arriba). No habla, en cambio, de "penitencias en la voluntad" o "penitencias en la inteligencia", etc. Esto no significa que la mortificación de las potencias no pueda tener sentido de penitencia. Ya hemos señalado que los dos términos suelen ser intercambiables. En este caso hay una razón para emplear el de mortificación, porque al hacer referencia a las diversas facultades de la persona es lógico pensar en la inclinación al mal presente en ellas, que se combate con la mortificación. Por eso hemos hablado de ellas en la sección anterior, al tratar de las tentaciones. Pero no hay que olvidar que este esfuerzo puede tener también sentido de penitencia: o sea, las obras con las que se mortifica la concupiscencia, serán obras de penitencia si se realizan con la intención de combatir el pecado.
a) La expiación de los pecados
Las obras de penitencia se llaman "expiatorias" cuando se dirigen a la "expiación" del pecado, en unión con la Cruz del Señor. San Josemaría emplea el término con frecuencia 449.
Pueden ser útiles algunas aclaraciones sobre el concepto de expiación y su relación con otros términos ligados a la penitencia, para comprender que se usen muchas veces como sinónimos, aun teniendo cada uno su matiz propio.
"Expiación" viene del latín "expiare": hacer puro, " pius". En el Antiguo Testamento, el "expiatorio" o "propiciatorio" (hilastérion) era la placa de oro con dos querubines colocada encima del arca de la alianza, que representaba el lugar de la presencia de Dios. Ahí hablaba a Moisés (cfr. Nm 7, 89; Ex 37, 6) y ahí acudía el sumo sacerdote en el "gran día de la expiación" para rociarlo con la sangre de las víctimas, implorando el perdón de los pecados (cfr. Lv 16, 1-34). Era el lugar en el que Dios se mostraba "propicio" con su pueblo: los pecados eran "expiados" y el pueblo purificado. En conformidad con este origen, el término "expiar" significa purificar del pecado por medio de un sacrificio para que Dios sea "propicio" al hombre 450. En el Nuevo Testamento, Jesucristo es el "propiciatorio", porque en Él Dios se ha hecho presente –"en Él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9)– y Dios ha hecho de Él instrumento de propiciación: "Dios le ha puesto como propiciatorio en su sangre" (Rm 3, 25) 451.
La relación entre "expiación" y "penitencia" es muy estrecha, pero los dos conceptos no coinciden. Jesucristo ha expiado por los pecados de todos, pero, como Él no tiene pecado, su expiación no es ni pudo ser penitencia. En nosotros, la penitencia incluye necesariamente el arrepentimiento de los propios pecados; la expiación no siempre, porque cabe expiar por los pecados de los demás (aunque no tendría sentido hacerlo sin estar arrepentido de los propios). Por eso son conceptos muy próximos. El nombre de "expiación" suele reservarse para las mortificaciones corporales que se aceptan o se realizan como penitencia, pero muchas veces se llaman genéricamente "penitencia".
También son próximos "expiación" y "satisfacción". La expiación se refiere a la culpa del pecado (lo que se expía es el pecado mismo y ante todo su elemento formal, la ofensa a Dios), pero al ir unida a la culpa una pena, la expiación se puede extender también al resarcimiento de la pena temporal (en este sentido se habla a veces de "expiar una pena"). Sin embargo, más propiamente se emplea entonces el término "satisfacción" (hablamos de "satisfacer" en el sentido de cumplir una pena o de pagar o saldar una deuda).
En este apartado tratamos de la expiación de la culpa, dejando para el siguiente la satisfacción de la pena. Lo hacemos así para distinguir mejor los conceptos, aunque los términos se podrían usar indistintamente porque un sacrificio "expiatorio" es "propiciatorio" y también "satisfactorio".
El único que ha podido ofrecer a Dios Padre una expiación adecuada por los pecados es Jesucristo. Lo hizo manifestando su amor infinito con la obediencia hasta la muerte de Cruz: "Él es la víctima propiciatoria por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo" (1Jn 2, 2; cfr. Hb 9, 14). El cristiano puede expiar por los pecados en virtud de su unión vital a Cristo: podemos unir a su sacrificio reparador nuestras pequeñas renuncias: por nuestros pecados, por los pecados de los hombres en todas las épocas 452. Así podemos considerarnos corredentores con Cristo 453. El cristiano puede hacer "suyos" los méritos del Señor, no sólo de modo intencional, sino permitiendo que Cristo repare por medio de él, como miembro suyo, análogamente a como la Persona del Hijo obra por medio de la naturaleza humana que ha asumido. Todo cristiano puede prolongar en su vida la Pasión redentora de Jesús llevando la cruz de cada día (cfr. Lc 9, 23). Esta misteriosa realidad se manifiesta en las palabras de la Carta a los Colosenses: "Me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24; cfr. Ga 2, 19-20).
Con estos sentimientos corredentores, san Josemaría invita a decir audazmente a Jesús: Queremos sufrir todo lo que Tú sufriste 454. No es que aspire a sufrir por sufrir, como si el sufrimiento tuviera en sí algún valor; lo que tiene valor expiatorio es "sufrir con Cristo". Esto es lo que significan las palabras "sufrir lo que Tú sufriste". "Si se prescindiese de ese deseo de sufrir con Él, si la penitencia [expiación] sólo se entendiese como "punición" por haberle ofendido, la cruz sería algo penoso" 455. En san Josemaría no es así. Ya en Camino había escrito: Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor (...) con espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz 456.
En otro momento se detiene a exponerlo con más detalle:
La vocación cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación. Hemos de reparar por nuestros pecados –¡en cuántas ocasiones habremos vuelto la cara, para no ver a Dios!– y por todos los pecados de los hombres. Hemos de seguir de cerca las pisadas de Cristo: traemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación, la abnegación de Cristo, su abatimiento en la Cruz, para que también en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús (2Co 4, 10). Nuestro camino es de inmolación y, en esta renuncia, encontraremos el gaudium cum pace, la alegría y la paz 457.
El binomio inmolación-gaudium (en la inmolación encontraremos el gaudium), expresa aquí, una vez más, la lógica del morir-vivir, propia del misterio de Cristo y de su vida en el cristiano. Así como el Señor al dar su vida, la obtiene 458, análogamente el cristiano ha de morir para vivir: Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor 459. La "inmolación", o sea, el "morir a sí mismo" –a la "propia voluntad", para hacer propia la Voluntad divina, entregándose con Cristo a la Redención–, no es una pérdida sino la mayor ganancia, fuente de alegría, de vida sobrenatural imperecedera.
¿Cuáles son, materialmente, las obras de expiación? Como sabemos, cualquier mortificación puede ser una obra de penitencia –y por tanto de expiación– si se realiza con la intención de reparar las ofensas a Dios.
Las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos. Nació, vivió y murió pobre; fue atacado, insultado, difamado, calumniado y condenado injustamente; conoció la traición y el abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras del castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que Él es Cabeza, y Primogénito, y Redentor 460.
No aparece en este texto el término "expiación", pero está claramente indicado al hablar de reparación y desagravio por el pecado mediante obras corporales de penitencia.
Toda mortificación ofrecida a Dios por amor, en unión con el Sacrificio de Cristo para reparar por los pecados, es expiación. San Josemaría pone el acento en asumir las que se presentan, sin buscarlas, en la vida cotidiana: que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada. 461 En este sentido, no deja de señalar el valor expiatorio que puede tener la existencia entera: Queremos ofrecer nuestra vida, nuestra dedicación sin reservas y sin regateos, como expiación por nuestros pecados; por los pecados de todos los hombres, hermanos nuestros; por los pecados cometidos en todos los tiempos, y por los que se cometerán hasta el fin de los siglos 462. Un deseo de ofrecer la vida como expiación, que implica siempre una referencia al Sacrificio eucarístico: Amemos el sacrificio, busquemos la expiación. ¿Cómo? Uniéndonos en la Santa Misa a Cristo, Sacerdote y Víctima: siempre será Él quien cargue con el peso imponente de las infidelidades de las criaturas, de las tuyas y de las mías 463.
Ahora bien, aunque toda mortificación pueda ser "expiación", la tradición teológica suele reservar este nombre, como hicimos constar, para las obras de mortificación corporal, activas o pasivas, que se ofrecen en unión con los padecimientos de Jesucristo por los pecados 464. El motivo de esta restricción es que en el Antiguo Testamento se calificaban como "expiatorios" sólo aquellos sacrificios que comportaban el derramamiento de la sangre de las víctimas. Puesto que la sangre se consideraba sede de la vida, su efusión simbolizaba la entrega total en purificación de la culpa. Por eso la Epístola a los Hebreos aclara que "sin derramamiento de sangre no hay remisión" (Hb 9, 22) y varios pasajes del Nuevo Testamento dejan entrever que los sacrificios del Antiguo eran figura del Sacrificio expiatorio de la Cruz (cfr. Rm 3, 25; 1P 1, 19; Hb 9, 14).
De ahí no se sigue que el cristiano tenga que derramar su sangre para expiar con Cristo por los pecados. Jamás lo ha entendido así la tradición de la Iglesia. Para san Josemaría ¡la única Víctima es Él! 465, Jesucristo, el "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29), y sólo su inmolación implica efusión de sangre. El cristiano ha de entregarse con Él, pero no es propiamente víctima, porque ni es inocente ni ha de derramar su sangre, si Dios no le llama al martirio. Lo que se le pide es la inmolación interior, la abnegación (cfr. Mt 16, 24). Toda la vida del Señor tiene valor expiatorio, no sólo el Sacrificio de la Cruz, porque en todo momento se entregó plenamente al cumplimiento de la Voluntad del Padre para reparar por el pecado, con una obediencia plena. También el cristiano puede ofrecer como sacrificio expiatorio su obediencia a la Voluntad divina en las cosas pequeñas de la vida ordinaria, venciendo la "propia voluntad" –el amor propio desordenado–, en unión con el Sacrificio del Calvario. Se le pide únicamente que lleve la cruz en pos de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso 466. La expiación no exige derramamiento voluntario de sangre en ningún caso y concretamente en las mortificaciones corporales que tienen cierta semejanza material con los padecimientos de Jesús en la Pasión 467.
"Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas" (1P 2, 21). El cortejo de santos que han acogido estas palabras recorre toda la historia cristiana 468. San Josemaría se suma a ese séquito y, con su espíritu de santificación en medio del mundo, llama a todos los fieles a unir su expiación voluntaria a la de Cristo. En primer lugar les alienta a abrazar como expiación las mortificaciones pasivas, las que se presentan sin buscarlas, calificándolas de "tesoros": Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel... 469. A la vez, muestra el valor que la expiación activa tiene en sí misma y como preparación para la expiación pasiva. Ten picardía santa: no aguardes a que el Señor te envíe contrariedades; adelántate tú, con la expiación voluntaria. –Entonces no las acogerás con resignación –que es palabra vieja–, sino con Amor: palabra eternamente joven 470. Si somos generosos en la expiación voluntaria, Jesús nos llenará de gracia para amar las expiaciones que Él nos mande 471.
Hablar de expiación, ¿no choca en nuestros días? Desde luego que sí –ya lo hemos dicho 472–, pero no sólo en la actualidad. La expiación ha sido siempre un enigma –si no un absurdo– para quienes no comprenden la entrega voluntaria del Señor a la Pasión. "Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1Co 1, 23), dice san Pablo.
Pero también una persona creyente, con deseos de seguir a Cristo, puede encontrar dificultades para comprender el sentido de la expiación voluntaria y preguntarse si no será como una reliquia del pasado, superada en un cristianismo adulto. La perplejidad podrá encontrar una respuesta, a nuestro juicio, sólo si se considera que Dios Padre ha querido que su Hijo, "el Amado" (Mt 3, 17), entregase su vida en la Cruz por los pecados de la humanidad. Sólo así se podrá comprender, en cierta medida, que el mismo Padre, que también es Padre nuestro y quiere nuestra felicidad, ha dispuesto que los miembros vivos del Cuerpo místico de su Hijo se puedan unir a la Cabeza participando voluntariamente y por amor de sus sufrimientos redentores para reparar por los pecados. No es un castigo, sino un gran honor: una luminosa manifestación de que no sólo nos llamamos hijos de Dios sino que lo somos de verdad (cfr. 1Jn 3, 1), aunque sea muy poco el peso que hemos de llevar porque el Hijo lo ha tomado todo sobre sí.
Cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres, entonces os aseguro que esa pena no apesadumbra.
No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso. Nosotros colaboramos como Simón de Cirene que, cuando regresaba de trabajar en su granja pensando en un merecido reposo, se vio forzado a poner sus hombros para ayudar a Jesús (cfr.Mc 15, 21). Ser voluntariamente Cireneo de Cristo, acompañar tan de cerca a su Humanidad doliente, reducida a un guiñapo, para un alma enamorada no significa una desventura, trae la certeza de la proximidad de Dios, que nos bendice con esa elección 473.
No es que el cristiano, con su expiación, "añada" algo a la Pasión de Cristo, sino que Cristo la "completa" (cfr. Col 1, 24) a través de sus miembros, como dice san Pablo. Estamos ante un misterio que excede la mente humana y reclama abandono y confianza filiales. Para descubrir el sentido de la expiación voluntaria, es necesario dar ese paso. El cristiano que lo da podrá preguntar, como Cristo en la Cruz: "Padre mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46), pero también invocará enseguida, confiadamente: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). Quien rinde el entendimiento y la voluntad en la expiación voluntaria –rendir esas facultades no es prescindir de ellas y menos aún ir contra ellas–, penetra en "las profundidades de Dios" (1Co 2, 10), en lo "incomprensible" de sus juicios y en lo "inescrutable" de sus caminos (cfr. Rm 11, 33). Fulget Crucis mysterium 474: lo que Dios oculta a los sabios y prudentes, lo revela a los que se hacen pequeños (cfr. Mt 11, 25) y les permite de algún modo, por la gracia del Espíritu Santo, "comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer también el amor de Cristo, que supera todo conocimiento" (Ef 3, 18 s.).
b) La satisfacción de la pena temporal
En el Sacramento de la Penitencia se perdona la culpa del pecado y la pena eterna que merece, si el pecado era grave. Se remite también la pena temporal, en la medida del arrepentimiento por amor, quedando ordinariamente una parte por satisfacer (en el sentido de saldar o cumplir) mediante obras de penitencia en esta vida. La pena que no se satisface aquí se habrá de satisfacer en el Purgatorio para entrar purificados en la gloria 475.
Las obras con las que se satisface la pena temporal son, ante todo, las que indica el sacerdote como "penitencia" en la misma Confesión sacramental. El penitente puede añadir otras por propia iniciativa. Entre estas obras de penitencia destacan aquellas que la Iglesia ha enriquecido con "indulgencias" y que conllevan por tanto –cumplidas las debidas condiciones– la remisión total o parcial de la pena temporal, por la aplicación de los méritos de Jesucristo, de María y de los santos. No nos detenemos aquí en la doctrina sobre las indulgencias ni en las condiciones para lucrarlas 476. Nos interesa sólo señalar que san Josemaría se refiere varias veces a este tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos para la remisión de la pena temporal 477. Y enseña a rezar, con un vivo sentido de la Comunión de los Santos: Tú has subido a la Cruz para que pueda apropiarme de tus méritos infinitos. Y allí recojo también –son míos, porque soy su hijo– los merecimientos de la Madre de Dios, y los de San José. Y me adueño de las virtudes de los santos y de tantas almas entregadas... 478
Gracias a la misteriosa comunicación de vida sobrenatural en el Cuerpo místico, cada cristiano puede contribuir a la remisión de la pena temporal que grava sobre los demás miembros de la Iglesia, y sus obras serán eficaces en quienes están bien dispuestos. En particular, san Josemaría exhorta a ofrecer "sufragios" por las almas del Purgatorio, ante todo el Sacrificio de la Misa. No cabe dudar de la buena disposición de esas almas para recibir la remisión de la pena temporal, ya que están en el Purgatorio precisamente porque quieren purificarse. Esos sufragios son, por tanto, siempre eficaces. Además, a su vez, pueden interceder por quienes peregrinamos aún en la tierra. Por ambos motivos san Josemaría fomenta la "amistad" con esas almas. Un punto de Camino lo resume expresivamente: Las ánimas benditas del purgatorio. –Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable –¡pueden tanto delante de Dios!– tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración. Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas amigas las almas del purgatorio..." 479
c) La purificación personal de las consecuencias del pecado
La lucha cristiana no se queda en rechazar el pecado y las tentaciones. La experiencia y la doctrina de los santos –especialmente, en esta materia, la de san Juan de la Cruz 480– enseña que es preciso afrontar también la purificación de las huellas del pecado. Es decir, la purificación de la inclinación al mal acentuada por los pecados personalmente cometidos, que han dejado un apego desordenado a las criaturas, más o menos radicado en el alma según el tipo de pecados, la voluntariedad y la frecuencia.
San Josemaría se refiere en diversas ocasiones a la necesidad de purificarse:
Desde nuestra primera decisión consciente de vivir con integridad la doctrina de Cristo, es seguro que hemos avanzado mucho por el camino de la fidelidad a su Palabra. Sin embargo, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas por hacer?, ¿no es verdad que queda, sobre todo, tanta soberbia? Hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30), hace falta que Él crezca y que yo disminuya 481.
Para exponer con más de detalle su enseñanza, nos fijaremos en tres puntos: quién nos purifica, con qué medios, y en qué consiste la purificación.
1º) ¿Quién nos purifica?
Es Dios quien nos purifica, como reza el salmista: "Lávame por completo de mi culpa, y purifícame de mi pecado (...). Lávame y quedaré más blanco que la nieve" (Sal 50[51], 4.9). Sólo Dios puede purificarnos porque sólo Él nos santifica y, en nuestra condición actual, la santificación incluye el perdón de los pecados y la purificación de sus consecuencias morales.
Purifican al cristiano las tres Personas divinas. San Josemaría se dirige al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en el texto que citamos a continuación (buena muestra del tono de su oración). Enseguida pasa a hablar con Jesucristo, porque somos purificados a través de Él como único Mediador, y eleva su súplica acudiendo a Santa María, que también interviene siempre en la purificación de sus hijos.
Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso... –Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor 482.
Con mucha frecuencia, para pedir a Dios que le purifique, se dirige al Espíritu Santo empleando las palabras de una antigua oración litúrgica: Ure igne Sancti Spiritus! 483, y aquellas otras de la Secuencia de la Misa de Pentecostés 484: Veni, Sancte Spiritus (...). Lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium. Flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium... Ve que la acción del Espíritu Santo se dirige a identificar al cristiano con Cristo. Por eso, cuando dice: No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte 485, nos parece claro que se ha de entender así: "no estorbes la obra del Paráclito: deja que te una a Cristo para purificarte...".
Las palabras "no estorbes..." muestran también que Dios purifica contando con la libre cooperación del cristiano. Como siempre en la enseñanza de san Josemaría, la acción de Dios y la libre correspondencia humana se conjugan, cada una en su plano. Se sirve, para reflejarlo, del pasaje del lavatorio de los pies en la Última Cena (cfr. Jn 13, 6-11):
Le dice Pedro: ¡Señor!, ¿Tú lavarme a mí los pies? Respondió Jesús: lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; lo entenderás después. Insiste Pedro: jamás me lavarás Tú los pies a mí. Replicó Jesús: si yo no te lavare, no tendrás parte conmigo. Se rinde Simón Pedro: Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza. (...) ¡Ojalá fuéramos también hombres de corazón, como el Apóstol!: Pedro no permite a nadie amar más que él a Jesús. Ese amor lleva a reaccionar así: ¡aquí estoy!, ¡lávame manos, cabeza, pies!, ¡purifícame del todo!, que yo quiero entregarme a Ti sin reservas 486.
Por eso, junto a las muchas veces en las que habla de "dejarse purificar" (por ejemplo, en el texto citado antes: "No estorbes la obra del Paráclito..."), hay otras en las que invita a "purificarse", como acción del cristiano. ¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! –Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. –Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón 487.
El Espíritu Santo purifica al cristiano derramando en su corazón el amor divino que "abrasa la roña del alma", el amor propio desordenado. Pero hace falta salir a su encuentro, como se ve en las siguientes palabras: Suplica al Señor su gracia, para purificarte con Amor... y con la penitencia constante 488. La "penitencia constante" expresa la correspondencia del cristiano, necesaria para no estorbar la obra del Paráclito y recibir el amor divino. Esa penitencia consiste ante todo en el dolor de los pecados, con el que, como dice san Josemaría, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual 489; pero también consiste en las obras de penitencia. El plano de la acción divina y el de la humana se distinguen cuando dice: expiar, y, por encima de la expiación, el Amor 490. Es necesaria la expiación, con la que el cristiano se abre al Amor purificador, pero no es él quien purifica sino este Amor.
En resumen, podemos decir que el cristiano es purificado por las tres Personas divinas: el Padre, con la Sangre de Cristo por la acción del Espíritu Santo. La mediación materna de Santa María está siempre presente, y hace falta nuestra libre cooperación manifestada en obras de penitencia. De hecho, para pedir a Dios que le purifique, san Josemaría se dirige unas veces al Padre, otras al Hijo y otras al Espíritu Santo 491; acude también a la Santísima Virgen 492, y su petición está avalada por las obras de penitencia.
2º) ¿Cómo se nos purifica?
Los caminos por los cuales Dios purifica a sus hijos son las pruebas que Él mismo envía, e incluso las tentaciones que permite. Por medio de las pruebas y tentaciones el Señor "conduce a los santos a no confiar en las propias fuerzas o en los medios humanos; los guía a través de la Cruz al total abandono, a poner la propia confianza solamente en Él" 493.
La Sagrada Escritura exhorta a no desfallecer cuando se experimentan las contrariedades, reconociendo que "Dios os trata como a hijos, ¿y qué hijo hay a quien su padre no corrija?" (Hb 12, 7). Concretamente, el dolor físico o moral, para un cristiano es siempre medio de purificación 494. Si se acogen con amor las contrariedades, sabiendo que nuestro Padre Dios las consiente o las brinda para curar al alma del ansia de realizar siempre la propia voluntad, entonces la purificación puede ser muy honda. Recuérdense las palabras de san Pablo: "Todo es para vuestro bien (...). Por eso no desmayamos (...). Porque la leve tribulación de un instante se convierte para nosotros en un peso incomparablemente sublime de gloria eterna" (2Co 4, 15-17).
San Josemaría invita a descubrir el valor purificador que pueden tener las dificultades y a recibirlas positivamente, como una bendición, porque realmente significan que Dios está ofreciendo su gracia:
Si sabes que esos dolores –físicos o morales– son purificación y merecimiento, bendícelos 495.
En la experiencia de san Josemaría, la más profunda purificación es la que deriva del dolor moral. Aquella en la que el cristiano acepta, como permitidas por Dios, las injusticias, deshonras, calumnias y maledicencias que, al herirle, ponen en evidencia los restos de amor propio desordenado en la consideración de sí mismo 496. En estos casos se hace eco del consejo, de raigambre antigua, de "meterse en las llagas de Cristo" 497: de contemplar cómo el Señor en la Cruz ha transformado toda clase de ofensas en medio para reparar por los pecados.
Es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza (...). En esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos 498.
También las tentaciones al pecado se pueden transformar en medio de purificación interior. San Josemaría retoma aquí el mismo consejo de "cobijarse en las llagas de Cristo", aplicándolo de otro modo: se trata ahora, en el caso de las tentaciones, de penetrar en el Amor divino a través de esas llagas –porque en ellas se manifiesta el Amor redentor– para decidirse a rechazar por amor, con energía, todo lo que lleve al pecado, causa de esas llagas, y para purificarse de sus consecuencias, que estorban la unión con Dios.
Si queréis aprender de la experiencia de un pobre sacerdote que no pretende hablar más que de Dios, os aconsejaré que cuando la carne intente recobrar sus fueros perdidos o la soberbia –que es peor– se rebele y se encabrite, os precipitéis a cobijaros en esas divinas hendiduras que, en el Cuerpo de Cristo, abrieron los clavos que le sujetaron a la Cruz, y la lanza que atravesó su pecho. Id como más os conmueva: descargad en las Llagas del Señor todo ese amor humano... y ese amor divino. Que esto es apetecer la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús 499.
Tanto en las pruebas como en las tentaciones sucede algo semejante a lo que ocurre con los golpes del cincel sobre un bloque de mármol: pueden romperlo, pero también esculpir una obra de arte 500. Si el cristiano se rebela ante las contrariedades y cede a las tentaciones, desfigurará la imagen de Dios en él, llegando incluso a perder la vida sobrenatural; pero si acepta las primeras por amor y combate las segundas, también por amor, entonces unas y otras contribuirán a hacer más nítida esa imagen y le prepararán para el premio de la gloria (cfr. St 1, 12; Ap 2, 10). "Beatus vir qui suffert tentationem..." –bienaventurado el hombre que sufre tentación porque, después de que haya sido probado, recibirá la corona de Vida. ¿No te llena de alegría comprobar que ese deporte interior es una fuente de paz que nunca se agota? 501
3º) ¿En qué consiste la purificación?
San Pablo exhorta a abandonar la conducta del "hombre viejo" y a revestirse del "hombre nuevo" (cfr. Ef 4, 17-24; 5, 1-2). En esta sustitución radica lo que llamamos purificación. Es una renovación en todas las facultades de la persona, puesto que en todas ellas se manifiestan las huellas y tendencias al pecado. En primer lugar, en la voluntad, ya que todo pecado atenta contra la caridad, que reside en la voluntad. Purificarla es ir filtrando el poso del amor propio desordenado para "caminar en el amor a Dios" (Ef 5, 2). No es perder la voluntad sino limpiarla.
De modo inmediato, purificar la voluntad consiste en acrisolar la pureza de intención, eliminando lo que pueda enturbiarla 502. Pero, ¿cómo lograrlo?, porque muchas veces resulta difícil descubrir la falta de rectitud de intención en acciones concretas: Los motivos que te llevan a obrar, aun en las acciones más santas, no te parecen claros... y sientes una voz allá dentro que te hace ver razones humanas..., con tal sutileza, que se infiltra en tu alma la intranquilidad de pensar que no trabajas como debes hacerlo –por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria 503. Por eso, en la práctica, la purificación de la voluntad se realiza eficazmente a través de la purificación de las otras facultades, cuyos actos están imperados por ella. Veámoslo de manera sucinta.
La purificación de la voluntad a través de la purificación de los sentidos consiste en ir dominando, con la ayuda de la gracia, los movimientos desordenados de la sensualidad –el apego al placer sensible–, cada vez con mayor prontitud, para poner todos los sentidos al servicio de la obra de la Redención. San Josemaría recalca la importancia de esta lucha: Recuérdalo siempre: las potencias espirituales se nutren de lo que les proporcionan los sentidos. –¡Custódialos bien! 504 Enseña que esa purificación se realiza por medio de la mortificación activa y pasiva de los sentidos 505, y aconseja contemplar la Pasión de Cristo para decidirse a un combate generoso: ¡Señor!, por tu Pasión y por tu Cruz, dame fuerza para vivir la mortificación de los sentidos y arrancar todo lo que me aparte de Ti 506.
Lapurificación de la voluntad a través de la purificación de los afectos consiste en poner en Dios, y no en las criaturas, la esperanza de felicidad plena. Su objeto es liberarse del apego desordenado a otras personas, o a la propia honra, al prestigio, al éxito..., y cultivar, en cambio, los mismos sentimientos de Cristo, poniendo el corazón en la Cruz 507. Con buen humor alude san Josemaría a esta purificación en un punto de Camino: Me escribes: "Padre, tengo... dolor de muelas en el corazón". –No lo tomo a chacota, porque entiendo que te hace falta un buen dentista que te haga unas extracciones. ¡Si te dejaras!... 508 Muchas veces habla de la "guarda del corazón", entendiendo por tal la mortificación de los sentimientos poco rectos: mortificación que es el camino para purificarlo. Citemos solamente un texto, probablemente autobiográfico:
La guarda del corazón. –Así rezaba aquel sacerdote: "Jesús, que mi pobre corazón sea huerto sellado; que mi pobre corazón sea un paraíso, donde vivas Tú; que el Ángel de mi Guarda lo custodie, con espada de fuego, con la que purifique todos los afectos antes de que entren en mí; Jesús, con el divino sello de tu Cruz, sella mi pobre corazón" 509.
Lapurificación de la voluntad a través de la purificación del entendimiento tiene lugar especialmente con ocasión de las tentaciones contra la fe. Éstas son, como ya se dijo, las tentaciones más características del diablo, que aprovecha la "soberbia de la razón" –ese aspecto de la inclinación al mal que consiste en la tendencia a fiarse sólo de los propios razonamientos–, para insinuar dudas de fe. La purificación, en este caso, tiene como objeto poner toda la confianza en Dios que se ha revelado. Se realiza sometiendo el entendimiento a la autoridad de la Iglesia, que transmite y expone la Revelación 510. San Josemaría recuerda en este sentido unas palabras de santo Tomás: "Como alguien, que tiene poca ciencia, está más seguro de lo que oye a otro que posee muchísima ciencia, que de lo que a él mismo le parece según su propio entendimiento; así mucho más seguro está el hombre de lo que ha dicho Dios, que no puede engañarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede equivocarse" 511.
La purificación del entendimiento tiene también lugar con ocasión de las tentaciones contra la fidelidad a la personal vocación cristiana y al camino específico de santificación de cada uno. Hay momentos, en efecto, en los que ese camino se puede oscurecer, aun cuando sea evidente que hasta entonces ha conducido a la intimidad con Dios y al apostolado. San Josemaría transmite su experiencia acerca de esas circunstancias purificadoras que, siendo a veces duras, pueden intensificar extraordinariamente la unión con Dios.
Tendremos, tal vez, que superar otro obstáculo: la oscuridad en la vida interior. Un hombre piadoso puede tener su pobre corazón en tinieblas; y esas tinieblas pueden durar unos momentos, unos días, una temporada, unos años. Es la hora de clamar: Señor, ten misericordia de mí, porque te he invocado todo el día: porque Tú, Señor, eres suave y apacible, y de mucha clemencia con los que te invocan (Sal 85, 3 y 5). Y es la hora de meditar aquel hecho prodigioso que nos relata San Juan: al pasar, vio Jesús a un hombre, ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿qué pecados son la causa de que haya nacido ciego: los suyos o los de sus padres? Respondió Jesús: no es por culpa de ése ni de sus padres; sino para que las obras de Dios resplandezcan en él (Jn 9, 1-3).
Puede ocurrir que la ceguera nuestra –si viene– no sea consecuencia de nuestros errores: sino un medio del que Dios quiere valerse para hacernos más santos, más eficaces. En cualquier caso, se trata de vivir de fe; de hacer nuestra fe más teologal, menos dependiente en su ejercicio de otras razones que no sean Dios mismo (...).
Así que hubo dicho esto, Jesús escupió en tierra, y formó lodo con la saliva, y lo aplicó sobre los ojos del ciego, y le dijo: anda, y lávate en la piscina de Siloé (palabra que significa enviado). Fue, pues, y se lavó, y volvió con vista (Jn 9, 6 s.). Purifícate, y volverás a tener –mejorada– una visión luminosa, divina.
Dios ensalza en lo mismo que humilla. Si el alma se deja llevar, si obedece, si acepta la purificación con entereza, si vive de la fe, verá con una luz insospechada, ante la que después pensará asombrado que antes ha sido ciego de nacimiento. Y volviendo Jesús a hablar al pueblo, dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12) 512.
Concluyendo, podemos decir que todas estas purificaciones –se podrían describir más extensamente con otros textos de san Josemaría, que reflejan su rica experiencia– son obra del Espíritu Santo en el cristiano, pero requieren la cooperación personal que consiste en las obras de mortificación y penitencia, activas o pasivas, realizadas no pocas veces con ocasión de las tentaciones y de las pruebas de la vida. Con esas obras se busca erradicar las malas disposiciones, consecuencia de los pecados personales y de la falta de lucha. De este modo, el Espíritu Santo fortalece las virtudes informadas por la caridad, configurando al cristiano con Cristo y permitiéndole vivir más y más su misma vida.
d) La lucha contra los "defectos"
Una cosa son las consecuencias de los pecados personales, como los vicios o los afectos desordenados, y otra los "defectos" –no nos referimos a los intelectuales o físicos, sino a los morales: la falta de virtudes– que tienen su origen en el temperamento o en la educación recibida y que carecen de culpa. De los primeros es necesario "purificarse", como se ha visto en el apartado anterior; de los segundos, en cambio, no, porque no implican ninguna mancha. Pero también es preciso luchar contra ellos, como vamos a ver.
Los "defectos morales" proceden de la carencia estable de algún aspecto de virtud, relativo al cumplimiento de los propios deberes, que da lugar a "actos involuntariamente defectuosos" llamados "imperfecciones". Estos actos no son pecado si no hay voluntariedad en ellos; sin embargo, es necesario combatir los hábitos que los originan, en la medida que se vayan detectando, porque distorsionan la imagen de Cristo en el cristiano y porque, de lo contrario, habrá algo de voluntariedad (y por tanto de pecado venial) en las correspondientes imperfecciones. Tus defectos, no combatidos, darán un lógico fruto constante de malas obras 513, advierte san Josemaría.
Pero si se combaten, los defectos no son pecado; más aún, son ocasión de progreso en las virtudes. Decididamente lo afirma en muchas ocasiones:
La santidad está en la lucha –me lo habéis oído tantas veces–, en saber que hay defectos y tratar de evitarlos. Nos moriremos así: estando en camino de ser santos (...). La santidad está en tener defectos y luchar contra ellos, pero nos moriremos con defectos 514.
Cuando muestra condescendencia con los defectos, se refiere sólo a los no consentidos. Éstos no se oponen a la santidad, más bien hacen que resalte.
Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos 515.
Si los santos han muerto con defectos, como dice san Josemaría refiriéndose a los defectos morales, habiendo luchado contra ellos, significa que no han tenido necesidad de Purgatorio, de purificación después de la muerte. Esos defectos no ofenden a Dios. Han sido incluso providenciales para que no cayeran en la soberbia y cultivaran la humildad. No hay que extrañarse, pues, de que en los textos de san Josemaría se advierta una cierta simpatía hacia este tipo de defectos 516. No son motivo de pena sino de júbilo: Llénate de alegría, con la certeza de que el Señor a todos ha concedido la capacidad de hacerse santos, precisamente en la lucha contra los propios defectos 517.
Pero sólo simpatiza con los defectos contra los que se lucha. Si los santos no hubieran luchado, entonces sí que habrían tenido que purificarse, porque se habrían negado a realizar el bien que deberían haber hecho tratando de superar esos defectos, y no habrían reflejado la imagen de Cristo. Para san Josemaría, no cabe conformarse; es preciso afrontarlos decididamente: Cada día un poco más –igual que al tallar una piedra o una madera–, hay que ir limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida personal, con espíritu de penitencia, con pequeñas mortificaciones 518.
Los testigos de su vida destacan su capacidad para conocer profundamente a las personas y orientarlas. Percibía las luces y las sombras en los corazones y tenía el don de expresar con agudeza y de modo positivo lo que descubría. Detrás de un defecto veía la posibilidad de sacar a la luz una virtud latente, impedida por ese defecto. Prefería, por eso, insistir más que en quitar defectos, en adquirir virtudes 519. Todo esto, unido a su extensa experiencia pastoral, da razón de un gran número de consejos en este campo. Hemos de limitarnos a unos pocos ejemplos.
– ¿Por qué esas variaciones de carácter? ¿Cuándo fijarás tu voluntad en algo? –Deja tu afición a las primeras piedras y pon la última en uno solo de tus proyectos 520. Se refiere aquí a la volubilidad de carácter, que otras veces llama frivolidad, y que lleva a cambiar caprichosamente de tarea, dejando las cosas sin acabar. Es un típico defecto de la personalidad que puede convertirse en verdadera falta moral si no se combate. Pero la lucha para evitarlo desarrolla la capacidad de emprender fácilmente cosas nuevas y realizarlas con agilidad, hasta dejarlas completamente terminadas.
– No me seas tan... susceptible. –Te hieres por cualquier cosa. –Se hace necesario medir las palabras para hablar contigo del asunto más insignificante. No te molestes si te digo que eres... insoportable. –Mientras no te corrijas, nunca serás útil 521. Es otro ejemplo de un defecto frecuente. Más que de extirparlo, san Josemaría habla de corregirse, porque detrás de esta imperfección se puede esconder una fina delicadeza de espíritu que, sin ese impedimento, daría mucho fruto de servicio a los demás. Precisamente por eso se expresa con palabras que hagan reaccionar a quien tiene recursos para combatir esa sensibilidad alterada.
– ¿Por qué esa precipitación? –No me digas que es actividad: es atolondramiento 522. Aquí se ve más explícitamente cómo el defecto falsea la virtud. San Josemaría ayuda a desenmascararlo llamando a las cosas por su nombre. En cambio, cuando escribe: ¿Tienes espíritu de oposición, de contradicción?... Bien: ¡ejercítalo en oponerte, en contradecirte a ti mismo! 523, trata de poner remedio al defecto volviéndolo contra el mismo interesado, para ayudar a que el espíritu crítico desconsiderado se temple con la prudencia y la caridad.
No multiplicaremos los ejemplos. San Josemaría se refiere a otros muchos y variados defectos, como el desorden, la pusilanimidad, la tendencia al desánimo, la brusquedad o la falta de cordialidad, la locuacidad, el "aire de suficiencia", la curiosidad, etc.
Añadimos, en cambio, que los destinatarios de estas enseñanzas son tanto varones como mujeres. Los mismos textos citados, que provienen casi todos de Camino –de una época, por tanto, en la que san Josemaría desarrollaba su labor apostólica sobre todo con varones–, sirven también para las mujeres, aunque en su inmensa mayoría (si no en su totalidad) no hayan sido ellas las protagonistas. Quizá por esto no habla de "defectos específicos de los varones", porque lo son todos o casi todos los que han dado origen a esas reflexiones. En cambio, en su predicación posterior, cuando la labor apostólica del Opus Dei con las mujeres se ha ido extendiendo por todo el mundo, añade a veces consideraciones específicas sobre los modos en que esos defectos –comunes a todos– se dan en la mujer. Lo hace habitualmente combinando los elogios con una franqueza paternal, llena siempre de buen humor, para hablar de lo que "no va bien". Por ejemplo, se refiere al "sentimentalismo". Dice que si el temperamento lleva, más frecuentemente en la mujer que en el varón, a evitar indelicadezas, brusquedades, olvidos; a tener tino en el trato, a no olvidar las circunstancias de cada una y de cada momento 524, sin embargo, la mujer ha de estar más pendiente de huir también del defecto contrario: la sensiblería 525.
También se refiere a la tendencia a la vanidad, y en general al deseo de llamar la atención 526. El consejo, entonces, es: Procurad no pasarlo mal cuando en apariencia no se os mire, cuando penséis que no se os hace caso, porque sufrir por estas cosas, hijas, es un defecto 527. Otras veces sugiere modos de mejorar en alguna virtud. Por ejemplo, en relación con la serenidad, aconseja en una ocasión a un grupo de mujeres: Dejad que gobierne la cabeza, aunque acompañéis con entusiasmo lo que habéis decidido con la razón. Sin nervios 528. Estas y otras observaciones prácticas proporcionan luz para profundizar en el conocimiento propio y afrontar los defectos personales con sereno empeño.
Antes de concluir este punto, podemos volver a la idea central indicada al principio: en el contenido y en el tono de la predicación de san Josemaría, alentadora y optimista, se percibe siempre la certeza de que el Señor a todos ha concedido la capacidad de hacerse santos, precisamente en la lucha contra los propios defectos 529.
e) Reparación por los pecados de los demás y purificación de las consecuencias del pecado en el mundo
Nos hemos referido en los apartados anteriores a las obras de penitencia en desagravio de los propios pecados, a la purificación de las secuelas que dejan en el alma y a la lucha contra los defectos propios. Pero el combate contra el pecado llama también al cristiano: 1º) a reparar por los pecados de los demás; y 2º) a purificar el mundo de las consecuencias que han dejado. Es lo que veremos ahora. No nos referiremos al "espíritu" de reparación y de desagravio, del que ya hemos hablado, sino a las "obras" en las que se ha de traducir.
En cuanto a la reparación por los pecados de los demás, sólo tenemos que añadir a lo que ya se dijo sobre los pecados propios, que toda obra de penitencia se puede llevar a cabo para reparar por los pecados cometidos por otros. Incluso la que hemos visto en primer lugar –recibir personalmente el Sacramento de la Penitencia–, se puede realizar con la intención de reparar por los pecados ajenos, además de alcanzar el perdón de los propios.
Hemos de reparar por nuestros pecados (...) y por todos los pecados de los hombres 530. Esta aspiración universal puede hacerse realidad si unes tu pobre expiación personal a los méritos infinitos de Jesús 531, porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor 532.
Vamos a detenernos algo más en la purificación de la sociedad de las consecuencias de los pecados.
El cristiano no puede olvidar que tiene su parte de responsabilidad en que el "mundo", que originariamente es lugar y medio de santificación, sea también fuente de tentaciones, como consecuencia de la huella que han dejado los pecados en la sociedad y en las relaciones entre los hombres. Tiene responsabilidad, decíamos, a causa de sus pecados personales, quizá especialmente los de omisión: la cizaña ha sido sembrada "mientras dormían los hombres" (Mt 13, 25). San Josemaría fustiga esa pasividad y la cobardía para oponerse al mal: Nosotros, los cristianos que debíamos estar vigilantes, para que las cosas buenas puestas por el Creador en el mundo se desarrollaran al servicio de la verdad y del bien, nos hemos dormido –¡triste pereza, ese sueño!–, mientras el enemigo y todos los que le sirven se movían sin cesar 533.
Ya en el primer punto de Camino se refería a este tema:
Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón 534.
Es una idea que recorre de extremo a extremo su predicación, como el eco de "la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 20). Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él 535.
En estos textos se habla de unos "sembradores del odio". La cizaña no ha aparecido por generación espontánea. Ha sido esparcida por el enemigo de Dios, Satanás (cfr. Mt 13, 25), que se sirve de quienes cooperan de diversos modos en esta siembra. San Josemaría previene del peligro de prestar esa colaboración, como sucede cuando, con el propio comportamiento, se induce a otros a pecar (dando escándalo), o cuando se favorece de varios modos la difusión del mal 536. Advierte, por ejemplo, a quienes escandalizan a otros por su ligereza en el modo de comportarse: Mirad que tendréis que pedir perdón al Señor, no sólo de vuestros pecados, sino de los ajenos: a peccatis alienis munda me, Domine (cfr. Sal 18[19], 13). Pecados que quizá cometen otros por culpa vuestra 537. También se refiere a otras formas de cooperación al mal, como cuando hace ver en Camino que servir de altavoz al enemigo es una idiotez soberana; y, si el enemigo es enemigo de Dios, es un gran pecado 538.
Sin embargo no basta abstenerse de cooperar con el mal; es preciso combatir la siembra de mal que realizan otros. ¿En qué consiste este combate? Desde luego, es muy distinto a las contiendas por fines terrenos de poder o de influjo de las propias ideas. Para empezar, los hijos de Dios no emplean las mismas armas que los sembradores del mal; ellos siguen el lema de san Pablo: "No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 21). San Josemaría lo formula mediante una imagen que ya hemos mencionado al principio del capítulo: el cristiano ha de esforzarse por ahogar el mal en abundancia de bien 539. Recuerda que ya lo dijo el Maestro: ¡ojalá los hijos de la luz pongamos, en hacer el bien, por lo menos el mismo empeño y la obstinación con que se dedican, a sus acciones, los hijos de las tinieblas! –No te quejes: ¡trabaja, en cambio, para ahogar el mal en abundancia de bien! 540 El "bien" al que se refiere aquí es el bien en general, pero realizado con espíritu de penitencia, buscando la purificación de las consecuencias del pecado en el mundo.
Es un combate singular, porque el cristiano ama a los "enemigos" y no desea otra cosa que su bien. Por esto, no se contenta con superar el mal sino que busca que se conviertan quienes lo realizan. No se conforma con reparar los pecados de los demás y sus consecuencias a través de las propias obras de penitencia; ambiciona que ellos mismos se arrepientan: que se acerquen al calor de la fe o, si ya son católicos, al Sacramento de la Penitencia, y que recorran después el feliz camino de la vida cristiana.
Además de luchar contra las secuelas de carácter moral que ha dejado el pecado, es necesario combatir la enfermedad, la miseria material, el dolor, etc., que son también consecuencias del pecado. Ya se recordó que el mal físico no es un mal absoluto, porque no es privación del bien integral de la persona (como lo es el pecado), y que cabe ofrecerlo a Dios. Pero sería una aberración afirmar que el mal físico es un bien en sí mismo y que no hay que luchar nunca contra él. Por el contrario, hay que combatirlo con vistas a ese bien integral. Unas veces habrá que procurar eliminarlo –por ejemplo, cuando dificulta el cumplimiento del deber–; otras veces, si conviene al bien de toda la persona, se acogerá, de modo semejante a como se aceptan ciertos sufrimientos para restablecer la salud del cuerpo o para prestar un servicio.
Pero cuando se trata del mal físico de los demás, el cristiano no puede dejar de combatirlo con la excusa de que no es un mal absoluto y de que está en manos de quien lo padece emplearlo como medio de santificación. Sin duda puede santificarse quien lo sufre, pero ofende a Dios quien no lo remedia, pudiendo hacerlo. "Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo" (Mt 25, 45).
Esto ya lo vimos al hablar de la caridad con el prójimo 541. Es suficiente añadir que el cristiano ha de luchar también contra esas consecuencias del pecado para remediarlas en la medida de lo posible, ya que se oponen al bienestar temporal al que justamente se aspira. En este sentido, cuando un fiel procura contribuir, con todo su actuar, al progreso integral de la sociedad, a la paz y a la prosperidad, está combatiendo las consecuencias del pecado: está cumpliendo unos deberes que integran su misión bautismal 542. Este empeño no es, por tanto, algo exterior a la vida espiritual. Deriva –debe derivar– de su fe, esperanza y amor, y entonces le llevará a crecer en santidad. Ciertamente, la misión del cristiano no se ha de reducir a la lucha para remediar los males sociales y las necesidades materiales, porque no son el primer bien que ha de buscar; pero en modo alguno lo puede descuidar, porque se haría cómplice del pecado en el mundo. Saber que también este aspecto de su lucha forma parte de la Redención es una fuente de energía para solucionar los problemas humanos, porque este empeño del cristiano es respuesta a una llamada divina.
Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad 543.
Las obras sobre la vida espiritual describen desde antiguo la tibieza como una "enfermedad espiritual" 544: un trastorno de la vida cristiana al que todos están expuestos, pero especialmente quienes tomaron la decisión de buscar la santidad y aprendieron a cultivar el trato con Dios.
En la predicación de san Josemaría, el término es frecuente y conserva su sentido tradicional. A la vez, se abre a sus manifestaciones propias en el ámbito de la santificación en medio del mundo. De ahí que adquiera unos matices peculiares en su mensaje 545.
Esto se advierte incluso en los vocablos que emplea y en los que no emplea. No habla, por ejemplo, de "acidia", concepto de origen monástico, tradicionalmente cercano al de tibieza 546. En cambio, como hemos visto más arriba, se refiere con frecuencia al "aburguesamiento", que viene a ser la forma de tibieza que amenaza más de cerca a los fieles corrientes. Algo semejante se puede decir de otras expresiones menos "técnicas", como "flojera" y "mediocridad", a las que hay que añadir el adjetivo "espiritual" para que entren en el campo de la tibieza. En las obras clásicas de espiritualidad esos términos suelen hacer referencia única o principalmente a la indolencia en las prácticas de piedad; san Josemaría, en cambio, las aplica también al cumplimiento de los deberes profesionales y familiares.
La enfermedad de la tibieza se ha definido proverbialmente como una habitual "negligencia en responder al amor divino" 547, una falta crónica de amor, podemos decir, o un estado de enfriamiento que se manifiesta de diversos modos en el obrar (sobre todo, en la reiteración de pecados veniales deliberados, como veremos más adelante).
San Josemaría no ofrece una definición propia. Se limita a exponer sus manifestaciones y a señalar los remedios para prevenirla o para superarla. No obstante, destaca un aspecto, implícito en la noción general. La tibieza aparece estrechamente vinculada a la falta de lucha. Que no os aburgueséis, que luchéis 548, suele decir. Para él, la sustancia de la tibieza está ahí, como se ve cuando escribe en tono coloquial: Estás como un saco de arena. –No haces nada de tu parte. Y así no es extraño que comiences a sentir los síntomas de la tibieza. –Reacciona 549.
Para comprender el vínculo entre tibieza y falta de lucha es imprescindible tener presente que san Josemaría concibe la lucha como una cualidad necesaria del amor a Dios en la vida presente. El abandono de la lucha, en cuanto omisión de esa cualidad, es una falta habitual de amor a Dios: la tibieza. Se puede decir que consiste en no luchar contra lo que se opone al amor a Dios (sin apagarlo del todo, como enseguida veremos). La relación entre falta de lucha y tibieza no es sólo de causa y efecto: no es que la falta de lucha "lleve" a la tibieza, sino que la tibieza "consiste" precisamente en dejar de luchar. Tan imprescindible es la lucha para avanzar por el camino de la santidad, que su misma ausencia –y no sólo la derrota (el pecado)– se opone a la vida cristiana.
Esta omisión de lucha, ¿es absoluta o relativa? Desde luego, si fuera absoluta no podría subsistir la caridad, porque en ese mismo momento el cristiano se vería dominado por la inclinación al mal. Y la tibieza no es eso, porque es compatible con la lucha para evitar el pecado mortal. Es una falta de lucha relativa al crecimiento de la caridad. En efecto, para crecer en caridad, no basta limitarse al mínimo grado de esfuerzo necesario para guardarse del pecado grave. Precisamente el tibio se contenta con eso, sin querer secundar la caridad infundida por el Espíritu Santo para amar "con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas" (Mt 22, 37). El alma enamorada reza: Señor: que tenga peso y medida en todo... menos en el Amor 550; en cambio, el alma tibia pone límites al amor y a su expansión en todo el obrar moral. A esto último se refieren unas palabras de Camino: ¡Qué poco amor de Dios tienes cuando cedes sin lucha porque no es pecado grave! 551
San Josemaría relaciona la tibieza con una deformación de las virtudes humanas que consiste en confundir el medium virtutis con la mediocridad 552:
"In medio virtus..." –En el medio está la virtud, dice la sabia sentencia, para apartarnos de los extremismos. –Pero no vayas a caer en la equivocación de convertir ese consejo en eufemismo para encubrir tu comodidad, cuquería, tibieza, frescura, falta de ideales, adocenamiento 553.
El "in medio virtus" se refiere al "objeto" de las virtudes humanas, no a esas virtudes en cuanto "hábitos" del sujeto. El objeto es, efectivamente, un "término medio" entre dos extremos; pero la radicación del hábito en el sujeto siempre puede aumentar (se puede ser más prudente, o más justo, o más templado, etc.) 554. En este sentido, el "in medio virtus" no significa que el cristiano haya de ser prudente o justo "hasta cierto punto", o sea, ni mucho ni poco, sino mediocremente. Por otra parte, en el caso de las virtudes teologales tampoco hay un "medium virtutis" por razón del objeto, que es Dios (no es posible creer o esperar o amarle en exceso). Pues bien, el tibio es el que pone "medida" donde no hay que ponerla: en la radicación de las virtudes humanas en la persona y en el objeto mismo de la caridad. Por eso san Josemaría une en varias ocasiones la "tibieza" a la "mediocridad", como cuando emplaza a despertarse del sueño de la tibieza, a elevarse sobre la mediocridad 555.
Los diversos vocablos que emplea en el último texto de Surco que acabamos de citar –"comodidad", "cuquería", "adocenamiento", etc.– y en otros momentos 556, se pueden englobar en el concepto de tibieza porque designan facetas distintas de ese penoso estado del alma. La tibieza radica principalmente en la voluntad, en cuanto que es una voluntaria falta de intensidad en el amor, pero no afecta sólo a la voluntad sino también a las demás facultades. El término "cuquería" alude a los cálculos de la inteligencia para disminuir los imperativos de la fe; el de "comodidad" se refiere más directamente a los apetitos sensibles; y el de "adocenamiento" a la conducta exterior (aunque todos estos términos admiten aplicaciones diversas). En cualquier caso, san Josemaría da a entender que la tibieza contamina todas las facultades de la persona. Por efecto suyo, la razón percibe como un peso los requerimientos divinos; la voluntad omite intencionalmente actos de virtud que debería realizar; los sentidos buscan compensaciones... En una palabra, la tibieza es una cesión general en la lucha para amar a Dios, que sofoca ese mismo amor en toda la persona.
En la enseñanza de san Josemaría encontramos la descripción de diversas manifestaciones de esta enfermedad. A veces las menciona sin un orden particular, como sucede por ejemplo en el siguiente punto de Camino:
Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor; si buscas con cálculo o "cuquería" el modo de disminuir tus deberes; si no piensas más que en ti y en tu comodidad; si tus conversaciones son ociosas y vanas; si no aborreces el pecado venial; si obras por motivos humanos 557.
Otras veces presenta la tibieza como un proceso que tiene sus antecedentes, su inicio y su desarrollo:
– Entre los antecedentes se encuentran el desaliento y el pesimismo en el camino de la santificación y del apostolado: El desaliento es enemigo de tu perseverancia. –Si no luchas contra el desaliento, llegarás al pesimismo, primero, y a la tibieza, después. –Sé optimista 558.
– Al inicio de la tibieza alude en este otro texto: Lucha contra esa flojedad que te hace perezoso y abandonado en tu vida espiritual. –Mira que puede ser el principio de la tibieza..., y, en frase de la Escritura, a los tibios los vomitará Dios 559.
– Su desarrollo lo caracteriza por la reincidencia despreocupada, un tanto cínica, en pecados leves: Ya sé que evitas los pecados mortales. –¡Quieres salvarte! –Pero no te preocupa ese continuo caer deliberadamente en pecados veniales, aunque sientes la llamada de Dios, para vencerte en cada caso. –Tu tibieza hace que tengas esa mala voluntad 560.
El examen de estos y otros textos de san Josemaría permite delinear una serie de etapas que marcan el proceso de la tibieza:
1º) El comienzo lo determina la falta voluntaria de amor a Dios al realizar las propias tareas.
Esto puede suceder de dos modos. El primero se caracteriza por el cumplimiento voluntariamente remiso e indolente del deber: se procede con desinterés y frialdad en lo que se sabe que es Voluntad de Dios. Quien admite de modo habitual esa actitud, es decir, quien no lucha para cumplir del mejor modo posible su deber –lo que Dios le pide–, poniendo empeño en su tarea, ya sea con ganas o sin ellas, con gusto o sin él, muestra que no quiere moverse por amor. Esto vale de modo particular para las prácticas de piedad: Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor 561. Pero se aplica a todo: Eres tibio (...) si buscas con cálculo o "cuquería" el modo de disminuir tus deberes 562. Síntomas claros de esta mala disposición del alma son la falta de aprovechamiento del tiempo 563 y la desidia para terminar las propias tareas. Prueba evidente de tibieza es la falta de "tozudez" sobrenatural, de fortaleza para perseverar en el trabajo, para no parar hasta poner la "última piedra" 564.
El otro modo en el que puede iniciarse el proceso de la tibieza es aparentemente contrario al anterior y suele llamarse "activismo". En este caso hay una preocupación afanosa por cumplir bien el deber, pero se descuida la lucha para cumplirlo por amor a Dios. Se quieren hacer muchas cosas para llenar un presente cada vez más vacío de Dios. San Josemaría lo describe con viveza: ¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse (...). Es que trabajan con vistas al momento de ahora: "están" siempre "en presente". –Tú... has de ver las cosas con ojos de eternidad (...). Quietud. –Paz. –Vida intensa dentro de ti 565.
Es un peligro al que están más expuestos quienes desarrollan una intensa actividad, porque tienden a pensar que "primero" hay que hacer las cosas y "después" ofrecerlas a Dios; "primero" el trabajo y "después" la santificación del trabajo. Se separa la actividad de su finalidad y se da prioridad a la acción sobre el amor. Aunque al comenzar la jornada se ofrezcan las obras a Dios, falta empeño para poner voluntariedad actual 566, es decir, para renovar el amor a lo largo del día, de modo que el ofrecimiento inicial se va reduciendo cada vez más a una mera fórmula. Las tareas dominan de tal manera a la persona, que acaba descuidando lo principal: llevarlas a cabo para la gloria de Dios (cfr. 1Co 10, 31). Eres tibio –dice san Josemaría en uno de los textos citados antes– si obras por motivos humanos 567. Dios deja de ser el motor del obrar. Se diluye la rectitud de intención y se abandona el empeño por enderezarla una y otra vez. Se posterga la piedad, el trato con Dios. Entonces aflora el peligro de la tibieza.
San Josemaría advierte que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad 568. Aunque trabajen mucho, su labor no es agradable a los ojos de Dios ni es sobrenaturalmente eficaz. Es inútil que te afanes en tantas obras exteriores si te falta Amor. –Es como coser con una aguja sin hilo 569. Los actos buenos así realizados no son meritorios: no alcanzan el don del crecimiento en caridad 570. Unas palabras del Apocalipsis trazan expresivamente este cuadro de mucho hacer y poco amar: "Conozco tus obras, tu fatiga y tu constancia (...), que tienes paciencia y has sufrido por mi nombre, sin desfallecer. Pero tengo contra ti que has perdido tu primera caridad" (Ap 2, 2-4).
En fin, tanto en el caso de la indolencia como en el activismo, al pasar a segundo plano el amor, aparece inmediatamente, como síntoma claro de tibieza, la rutina en el trato con Dios. San Josemaría la llama verdadero sepulcro de la piedad 571, e insiste: Huyamos de la "rutina" como del mismo demonio 572. Admitirla en la vida espiritual equivale a firmar la partida de defunción del alma contemplativa 573.
2º) La falta voluntaria de empeño para hacer todo por amor a Dios, conduce por sí misma a la omisión deliberada de actos de piedad y de virtud que Dios pide a cada uno y para cuya realización da su gracia. Se recortan u omiten los tiempos habitualmente dedicados a la oración, se abandonan los medios de formación cristiana que habían demostrado su utilidad para alimentar el trato con Dios e impulsar el apostolado, se eluden ciertos actos de servicio a los demás, disminuye el afán apostólico y se hace menos operativo, se descuida el orden y se omiten los quehaceres menos agradables... Las omisiones de este género no constituyen aún la tibieza en sentido propio, pero son ya su umbral: de la falta de generosidad a la tibieza no hay más que un paso 574. Aunque esas omisiones no sean, por su materia, pecados veniales, son imperfecciones voluntarias que no agradan a Dios y enfrían el amor.
Santa Teresa de Jesús se refiere ampliamente a esta situación por la que ella misma afirma haber pasado durante largo tiempo, siendo ya carmelita 575. Su experiencia muestra que el estado de "vida consagrada" no hace de por sí inmune a la tibieza; pero se podría pensar que resulta más difícil evitarla en el caso de los fieles corrientes. San Josemaría no lo ve así. Enseña, como sabemos, que cualquier estado de vida querido por Dios es camino de perfección cristiana. Para él, la tibieza es impropia de un laico, tanto célibe como casado, no menos que de un religioso. Escribe: Me duele ver el peligro de tibieza en que te encuentras cuando no te veo ir seriamente a la perfección dentro de tu estado 576. Las circunstancias de la vida laical no se pueden ver como excusa para plegarse a modos de conducta poco exigentes en la práctica de las virtudes cristianas, sobre todo de la caridad.
3º) No dar categoría a las imperfecciones voluntarias equivale a no querer cumplir plenamente la Voluntad de Dios, y esto lleva por sí mismo a admitir el pecado venial deliberado. Es la situación que configura propiamente la tibieza. San Agustín avisa de la gravedad de tal conducta: "Estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón" 577. San Josemaría lo pone en relación con la tibieza. Volvemos a reproducir parcialmente un texto ya citado: No te preocupa ese continuo caer deliberadamente en pecados veniales, aunque sientes la llamada de Dios, para vencerte en cada caso. –Tu tibieza hace que tengas esa mala voluntad 578.
El proceso de la tibieza no concluye en este tercer estadio porque resulta prácticamente imposible permanecer mucho tiempo en semejante situación y, a la vez, en gracia de Dios. Instalarse en la tibieza lleva por su propia lógica al pecado grave. Y una vez en pecado mortal, es más difícil que se levante quien ha caído en él como resultado de un proceso de tibieza que la persona que, a pesar de luchar habitualmente, ha cometido un pecado incluso más grave. En el caso del tibio, la voluntad está profundamente maleada, apartada de Dios, sin dolor ni arrepentimiento (aunque siempre es posible recuperarlo); en el otro caso hay una disposición a la conversión que facilita superar la caída. La tibieza es un proceso de enfriamiento que penetra en el alma más hondamente que el frío repentino producido por una falta grave en quien no era tibio. No sorprende por esto la amonestación del Señor: "Conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Así, porque eres tibio y no eres ni caliente ni frío voy a vomitarte de mi boca" (Ap 3, 15-16). Y es bien comprensible que san Josemaría, tan poco inclinado a hablar de temor, lo traiga a colación como argumento extremo cuando se trata de la tibieza: Di conmigo: ¡no quiero tibieza!: "confige timore tuo carnes meas!" –¡dame, Dios mío, un temor filial, que me haga reaccionar! 579
La ausencia de lucha por mala voluntad no se ha de confundir con la falta de fuerzas que se puede experimentar en situaciones de enfermedad, agotamiento, depresión, etc. San Josemaría afronta estos problemas de modo muy delicado. Insiste en que se han de poner todos los medios para recuperar la salud, incluida, por supuesto, la consulta médica; pero también invita a considerar que en la raíz de algunas situaciones de este tipo puede haber, a veces, un problema de virtud antes que de salud. Al primer aspecto se refiere en Camino con estas palabras: Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados 580. Al segundo alude en Surco: Esas depresiones, porque ves o porque descubren tus defectos, no tienen fundamento... –Pide la verdadera humildad 581.
Tampoco se ha de confundir el enfriamiento de la caridad con la falta de afectos sensibles en la vida espiritual, de modo análogo a como la falta de llamas no significa que se hayan apagado las brasas. San Josemaría emplea con frecuencia esta comparación 582 y otra, no menos elocuente, cercana a las enseñanzas de san Juan de la Cruz 583: Sequedad interior no es tibieza. En el tibio, el agua de la gracia no empapa, resbala... En cambio, hay secanos en apariencia áridos que, con pocas gotas de lluvia, se colman a su tiempo de flores y de sabrosos frutos 584. En la tibieza siempre hay "mala voluntad"; mientras no tiene por qué haberla en la falta de entusiasmo sensible por las cosas de Dios ni en otras situaciones que una mirada superficial puede confundir con la tibieza.
¿Cómo contrarrestar el proceso de la tibieza? Ya que esta enfermedad del alma consiste en una falta de lucha que enfría el amor, el antídoto no puede ser otro que volver a luchar por amor, ayudados por la gracia de Dios. San Josemaría lo da a entender en Surco: ¡Cómo vas a salir de ese estado de tibieza, de lamentable languidez, si no pones los medios! Luchas muy poco 585. Observación muchas veces reiterada a lo largo de su vida. Por ejemplo, en 1974 respondió a quien le pedía un remedio para no aburguesarse: No hay más que la lucha diaria 586.
Toda la lucha cristiana, por el mismo hecho de serlo, aleja de la tibieza, es combate contra la tibieza. Pero así como hay unas manifestaciones específicas de la lucha para vencer las tentaciones –poner unos determinados remedios: por ejemplo, la guarda de los sentidos, la huida de las ocasiones...– y otras para combatir el pecado y sus consecuencias –la contrición, la Confesión sacramental, la expiación, etc.–, también hay una lucha específica contra la tibieza que consiste en poner unos determinados medios particulares (aunque no exclusivos) para prevenir y superar esta enfermedad. En este sentido, la expresión "lucha contra la tibieza" significa "lucha para poner los medios más específicos contra la tibieza".
¿Cuáles son esos medios? San Josemaría se refiere con más frecuencia a dos.
En primer lugar, la lucha por amor en "cosas pequeñas" 587. Afirma que cuando no hay lucha en las cosas pequeñas, se enrarece la vida interior y viene la tibieza 588. La razón es bastante clara. Puesto que la tibieza se caracteriza, como hemos visto, por la repetición de pecados veniales deliberados, y el proceso que lleva a ese estado se origina y se desarrolla por una serie de descuidos voluntarios en cosas materialmente pequeñas, es lógico pensar que, para frenarlo e invertirlo, sea necesaria la lucha por amor en un cúmulo de cosas pequeñas. San Josemaría exhorta ante todo a la lucha decidida contra el pecado venial: Los pecados veniales hacen mucho daño al alma. –Por eso, "capite nobis vulpes parvulas, quæ demoliuntur vineas", dice el Señor en el "Cantar de los Cantares": cazad las pequeñas raposas que destruyen la viña 589. La referencia a la tibieza en este punto de Camino es evidente por su inclusión en el capítulo sobre ese tema. Más en general, señala que el abandono de la lucha en cosas pequeñas, aunque no se trate de pecados veniales, pone al cristiano en el camino de la tibieza. El siguiente texto es ilustrativo, también por su relación con el activismo del que hablábamos antes: A fuerza de descuidar detalles, pueden hacerse compatibles trabajar sin descanso y vivir como un perfecto comodón 590. Por lo demás, en la enseñanza de san Josemaría, la lucha en cosas pequeñas no es sólo remedio contra esta enfermedad; es también un "principio táctico" general para avanzar en el camino de la santidad (lo veremos más adelante).
Algo semejante se puede decir de la lucha en el examen de conciencia. Se trata de un medio de santificación tradicionalmente considerado como arma eficaz contra la tibieza. La relación del examen con la tibieza se comprende si se considera que el proceso de esta enfermedad tiene su origen en faltas que con frecuencia apenas llaman la atención: omisiones sutiles, ligeros abandonos, descuidos apenas advertidos. El examen de conciencia permite detectar prontamente esas negligencias y aplicar el remedio oportuno.
No enmendarse de esas faltas es ya una falta, dice santa Teresa 591. Y para enmendarse, hay que descubrirlas. Por eso advierte san Josemaría: Hay un enemigo de la vida interior, pequeño, tonto; pero muy eficaz, por desgracia: el poco empeño en el examen de conciencia 592. Bastantes textos dan a entender, aun sin mencionar la tibieza, que la lucha por amor, vencedora de ese mal, reclama el examen. Si luchas de verdad, necesitas hacer examen de conciencia. Cuida el examen diario: mira si sientes dolor de Amor, porque no tratas a Nuestro Señor como debieras 593. Con frecuencia insiste: Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean. –Recuerda, hijo, que no son menos importantes los microbios que las fieras. (...) –Necesitas un buen examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de mejora, porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y pecados 594.
El vínculo entre el examen de conciencia y la lucha contra la tibieza corresponde al que une la sinceridad con la caridad. Ya se explicó que sólo quien es sincero puede ser humilde, y que únicamente quien es humilde puede recibir la gracia divina, el amor de Dios (cfr. St 4, 6) 595. Pues bien, el examen es un ejercicio de la sinceridad que facilita reconocerse pecador. Y este acto de humildad es fundamento de un nuevo crecimiento en caridad, que no sólo impide el enfriamiento, sino que enciende el alma haciéndola "pasar al ataque" precisamente en los puntos débiles que se han descubierto. De ahí la enorme importancia de la sinceridad en el examen: Ten sinceridad "salvaje" en el examen de conciencia; es decir, valentía: la misma con la que te miras en el espejo, para saber dónde te has herido o dónde te has manchado, o dónde están tus defectos, que has de eliminar 596.
La función del examen es más amplia que la de ser remedio contra la tibieza. También es necesario para reconocer los favores recibidos y dar gracias, así como para pedir nuevos dones y para reparar por los pecados: abarca el entero panorama de la vida cristiana. Volveremos sobre el examen en el próximo capítulo.
Además de "querer luchar" es preciso "saber luchar". Los maestros de vida espiritual ofrecen numerosas orientaciones en este sentido, cada uno según su propia vocación y espiritualidad. Las Collationes deJuan Casiano, por ejemplo, recogen la experiencia ascética de los "Padres del desierto" de los siglos IV y V; la Imitación de Cristo atribuida a Tomás de Kempis, a las puertas de la edad moderna, o, algunos siglos después, el Combate espiritual de Lorenzo Scupoli, transmiten una profunda sabiduría práctica, expresada en consideraciones y advertencias que han instruido a multitud de cristianos en la lucha por la santidad. La gran escuela de amor a Dios que es la tradición secular de la Iglesia cuenta con un "cuerpo docente" formado en su mayoría por santos que no sólo estimulan sino que enseñan a luchar.
Entre ellos está san Josemaría, especialista, por así decir, en el adiestramiento para la lucha por la santidad en medio del mundo: el "santo de lo ordinario" 597, como lo designó Juan Pablo II al día siguiente de la canonización. En sus obras hay una verdadera "pedagogía de la lucha ascética, nacida de la experiencia de quien dedicó su vida a señalar el "camino" del cristiano como respuesta a la llamada universal a la santidad" 598. De esa pedagogía nos interesan ahora no las enseñanzas concretas, que ya hemos visto en los apartados anteriores, sino algunas recomendaciones generales sobre la "táctica" y el "tono" de la lucha.
Cuando san Josemaría habla de "táctica", por ejemplo en el capítulo de Camino que lleva ese título, se refiere con frecuencia a la "táctica apostólica", es decir al modo de afrontar el apostolado en el propio ambiente 599. Pero igualmente aplica el término a la lucha personal por la santidad, como en el siguiente punto, también de Camino:
Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar. –Sostienes la guerra –las luchas diarias de tu vida interior– en posiciones, que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza. Y el enemigo acude allí: a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu trabajo ordenado, a tu plan de vida: y es difícil que llegue a acercarse hasta los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo. –Y si llega, llega sin eficacia 600.
Andrew Byrne hace notar que "uno de los temas recurrentes de Camino son los aspectos "militares" de la lucha del cristiano por la santidad" 601. En realidad no los privilegia, porque emplea también otros símiles como el del "deporte", con bastante frecuencia. De todas formas, las comparaciones con la milicia no son raras en la pluma de san Josemaría, que sigue de cerca el lenguaje bíblico (cfr. Lc 14, 31; Ef 6, 11-17; Ap 16, 14-16; etc.). Le sirven para indicar que la lucha interior no se puede dejar a la improvisación: hay una "táctica" que es preciso conocer y emplear si se quiere alcanzar la victoria.
El patrimonio de la Iglesia a propósito de esa táctica es muy rico y san Josemaría lo aprovecha. Retoma, en muchos de sus consejos, las enseñanzas de otros santos, viéndolas desde su espíritu de santificación en medio del mundo. En bastantes casos, como hicimos notar 602, no sería exacto decir que las "adapta" a los laicos y a los sacerdotes seculares, porque más bien "recupera" para ellos lo que pertenece al acervo común de todo cristiano. Otras veces son orientaciones que nacen de su propia experiencia espiritual, maduradas en el empeño por encarnar el espíritu específico de vida cristiana que Dios le hizo ver en 1928. Nos limitaremos a señalar tres ejemplos.
Un principio táctico de importancia capital es plantear la lucha en "cosas pequeñas" por amor. "Quien desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá" (Sir 19, 1), advierte la Escritura. "La santidad "grande" de la que habla [san Josemaría] en Camino se alcanza cuando la vida del hombre, la entera vida personal, se hace, en lo pequeño y en lo grande, amorosa respuesta a la llamada de Dios" 603.
Las "cosas pequeñas", como ya vimos en su momento 604, son actos de virtud que se califican de "pequeños" no por la intensidad del amor que se pone en ellos, que puede ser muy grande, sino por algún otro motivo relacionado con su objeto, como su poca duración o su escasa relevancia en el plano humano: desde una jaculatoria hasta un detalle de piedad, o de servicio a los demás, o de perfección en el trabajo, etc. Es un tema relativamente presente en autores del siglo de oro español como Luis de Granada, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y Alonso Rodríguez 605. En san Josemaría pasa a primer plano, al predicar la santidad en la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas 606. Está convencido de que eso es lo que nos pide el Señor: la voluntad de querer amarle con obras, en las cosas pequeñas de cada día 607.
Hay, además, un motivo de "táctica militar" para plantear la lucha cristiana en "cosas pequeñas": la ventaja evidente de pelear en posiciones, que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza 608, donde una derrota apenas tiene consecuencias. La guerra interior del cristiano debe ser ordinariamente, para san Josemaría, una guerrilla, una lucha en cosas sin demasiada importancia 609. El peligro está en despreciar esas pequeñas batallas.
Otro enemigo hipócrita de nuestra santificación: el pensar que esta batalla interior ha de dirigirse contra obstáculos extraordinarios, contra dragones que respiran fuego. Es otra manifestación del orgullo. Queremos luchar, pero estruendosamente, con clamores de trompetas y tremolar de estandartes.
Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es ese agua menuda, que se mete, gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios 610.
Otro elemento de "táctica", complementario del anterior, es que la lucha por la santidad ha de ser concreta, con metas bien elegidas, con objetivos y propósitos claros. Las resoluciones demasiado generales suelen ser ineficaces. Me has dicho, y te escuché en silencio: "Sí: quiero ser santo." Aunque esta afirmación, tan difuminada, tan general, me parezca de ordinario una tontería 611. No es menosprecio de los grandes ideales; es que a san Josemaría no le parecen serios cuando no se concretan. Por eso aconseja a los que imparten dirección espiritual: dadles un ideal, con metas precisas 612.
Para puntualizar la lucha, san Josemaría recomienda la práctica tradicional del examen particular, que consiste en concentrar los esfuerzos en un punto determinado, establecido generalmente en la dirección espiritual. Es una manifestación de táctica sobrenatural estimada y difundida especialmente por san Ignacio de Loyola 613. Su eficacia deriva de que al luchar por mejorar un punto, crece la caridad y se avanza también en los demás frentes. He aquí un ejemplo en el que se une la "lucha concreta" con la "lucha en cosas pequeñas":
Leíamos –tú y yo– la vida heroicamente vulgar de aquel hombre de Dios. –Y le vimos luchar, durante meses y años (¡qué "contabilidad", la de su examen particular!), a la hora del desayuno: hoy vencía, mañana era vencido... Apuntaba: "no tomé mantequilla..., ¡tomé mantequilla!" Ojalá también vivamos –tú y yo– nuestra..., "tragedia" de la mantequilla 614.
La elección del punto de examen particular puede tener tanta repercusión en la lucha por la santidad como la selección del objetivo en una acción militar. Con el examen particular has de ir derechamente a adquirir una virtud determinada o a arrancar el defecto que te domina 615. De ahí el consejo: Pide luces. –Insiste: hasta dar con la raíz para aplicarle esa arma de combate que es el examen particular 616.
Por lo demás, la elección del examen particular ha de adaptarse a las circunstancias de cada uno: las tentaciones a las que está expuesto, las faltas o caídas más frecuentes, etc. En este sentido se encuentra en la predicación de san Josemaría un amplio abanico de sugerencias y de consejos que ya vimos al tratar de las virtudes.
El tercer elemento de "táctica" al que deseábamos referirnos, es el planteamiento de la lucha cristiana como ascenso por un "plano inclinado". La santidad no se alcanza de un día para otro. Las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo 617. Ciertamente, el deseo de amar a Dios con todo el corazón, cada día, no conoce de por sí reservas ni restricciones, pero comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día 618.
Los objetivos concretos han de ser asequibles, con el fin de que no se descorazonen los que comienzan 619: podrían caer en el desaliento ante la imposibilidad de alcanzar enseguida metas demasiado altas. Los propósitos inasequibles no son manifestación de audacia y de confianza en Dios; pueden suponer, en cambio, falta de humildad. Es preciso ser realistas: en la santidad se adelanta paso a paso, con avances y retrocesos. Hay que contar con el tiempo, y con la acción de la gracia en cada alma 620. Ésta no faltará nunca, pero conviene sopesar la debilidad humana porque la gracia eleva la naturaleza sin suplirla. No es bueno pretender que corran, cuando apenas pueden sostenerse 621.
Los tres puntos que acabamos de señalar no agotan las enseñanzas de san Josemaría acerca de la táctica de la lucha cristiana. Son únicamente ejemplos característicos de su planteamiento.
Desde el principio hemos hecho notar que la lucha cristiana, en la enseñanza de san Josemaría, es una lucha positiva, por amor, empapada del sentido de la filiación divina. Este espíritu la impregna de un tono peculiar, al que se refiere con dos expresiones que vamos a comentar: "ascetismo sonriente" y "deporte sobrenatural".
Quienes buscan la santidad por el camino que propone san Josemaría, cultivan en su vida el espíritu de mortificación y de penitencia, con un ascetismo sonriente 622.
El fundamento de esta actitud se puede ver en las palabras del Señor: "Cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto" (Mt 6, 17-18). El sentido más inmediato del consejo es el de cuidar la rectitud de intención: hacer las obras de penitencia de cara a Dios, sin buscar la admiración de los demás. Pero hay otro aspecto: el "perfuma tu cabeza y lava tu cara" no es un consejo de cuidar simplemente la "fachada" o la apariencia exterior, sino la manifestación de cómo debe ser la actitud interior al practicar la mortificación y la penitencia: aunque sean costosas, han de estar empapadas de alegría.
Para un hijo de Dios la mortificación y la penitencia no son una penalidad. Son participación en la Cruz de Cristo –yugo suave y carga ligera (cfr. Mt 11, 30)– y camino hacia la plenitud de la filiación divina. En último término, lo que busca con la lucha cristiana es la identificación con Cristo, y esto comporta necesariamente un gran amor a la Cruz: amor que llena de gozo el alma y confiere a la lucha el tono de un "ascetismo sonriente". San Josemaría no se cansa de repetir que la alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona 623.
Los cristianos tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra 624. Incluso los tropiezos no quitan la alegría si se convierten en ocasión para progresar en el camino hacia Dios. A quien está arrepentido de sus pecados, le dice san Josemaría: Bendito error el tuyo –te repito al oído–, si te ha servido para no recaer; y también para mejor comprender y ayudar al prójimo 625. La mortificación y la penitencia son fuente de vida:
Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. –Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. –Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad. Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida 626.
Este sentido positivo de la misma debilidad conduce al "ascetismo sonriente" en la lucha cristiana. Para san Josemaría, ni las miserias propias, ni las ajenas, ni en general la experiencia del mal en el mundo, tienen fuerza para arrancar el júbilo del corazón de quien se sabe hijo de Dios.
La lucha ascética (...) es un deporte 627. San Josemaría se sirve del término "ascesis" –el entrenamiento de los atletas, como vimos en la introducción del capítulo– sobre todo para destacar que la lucha cristiana ha de tener un "aire deportivo". Es una comparación polifacética, que pone de manifiesto varios aspectos a los que nos referiremos a continuación.
1) El deporte se entiende muchas veces como ejercicio para mantener la buena forma física, a base de esfuerzo. También la lucha ascética permite mejorar la "buena forma" espiritual. San Josemaría se sirve de este aspecto del símil para animar a poner en la lucha cristiana el mismo empeño, al menos, que tantos ponen en cuidar la forma física sólo por motivos humanos. Fijaos a cuántos sacrificios se someten de buena o de mala gana, ellos y ellas, por cuidar el cuerpo, por defender la salud, por conseguir la estimación ajena... ¿No seremos nosotros capaces de removernos ante ese inmenso amor de Dios tan mal correspondido por la humanidad, mortificando lo que haya de ser mortificado, para que nuestra mente y nuestro corazón vivan más pendientes del Señor? 628
Es lógico que haya que esforzarse porque hay una resistencia interior. También el deporte físico puede ser costoso, pero es precisamente el esfuerzo lo que necesita el cuerpo para fortalecerse. No menos empeño ha de poner el cristiano, bajo el impulso de la gracia, en el ejercicio de las virtudes que le configuran con Cristo y hacen de él un buen instrumento suyo en el apostolado. A este último aspecto se refiere san Josemaría con otra imagen: si, al clavar un clavo en la pared, no encontrases resistencia, ¿qué podrías colgar allí? Si no nos robustecemos, con el auxilio divino, por medio del sacrificio, no alcanzaremos la condición de instrumentos del Señor 629.
2) Algunas veces el ejercicio deportivo se realiza no sólo para mantener la buena forma sino como entrenamiento para participar en una competición. San Pablo recuerda que "los que compiten se abstienen de todo; y ellos para alcanzar una corona corruptible; nosotros, en cambio, una incorruptible" (1Co 9, 25); y añade que para alcanzar esta corona "yo castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre" (1Co 9, 27). La corona de gloria que Dios le tiene reservada (cfr. 2Tm 4, 8) le lleva a combatir las batallas de la santificación y del apostolado.
San Josemaría emplea también la metáfora del deporte en este sentido: ¿Pretendes hacerme creer, y creer tú seriamente, que podrás vencer en la Olimpiada sobrenatural, sin la diaria preparación, sin entrenamiento? 630 El deseo –la esperanza teologal– de alcanzar el premio que Dios ha preparado para los que le aman (cfr. 1Co 2, 9), es un potente acicate para la lucha. Con expresividad lo apunta: ¡Que cuesta! –Ya lo sé. Pero, ¡adelante!: nadie será premiado –y ¡qué premio!– sino el que pelee con bravura 631. La esperanza de la corona de gloria –corona de santidad que glorifica a Dios– alimenta la tenacidad en la lucha e impide el desánimo: El buen deportista no lucha para alcanzar una sola victoria, y al primer intento. Se prepara, se entrena durante mucho tiempo, con confianza y serenidad: prueba una y otra vez y, aunque al principio no triunfe, insiste tenazmente, hasta superar el obstáculo 632.
"Estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros" (Rm 8, 18). Con este mismo convencimiento, san Josemaría repite un estribillo para exhortar a la generosidad en la lucha cristiana: ¡Vale la pena jugarse la vida entera!: trabajar y sufrir, por Amor, para llevar adelante los designios de Dios, para corredimir 633. Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana 634.
La comparación con las competiciones tiene, sin embargo, sus límites, porque la lucha cristiana no es sólo preparación o entrenamiento. Luchar es ya amar, como hemos visto; y por eso, el cristiano que lucha ya está venciendo, porque está amando, aunque quizá no consiga la meta inmediata de sus esfuerzos. Cuando san Pablo dice: "¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos sin duda corren pero uno solo recibe el premio? Corred de tal modo que lo alcancéis" (1Co 9, 24), muestra que, en esta vida, todos tienen que afrontar dificultades, pero que sólo alcanza el premio de la gloria el que lucha como Dios quiere: por amor, no por motivos meramente terrenos. El sentido propio de la comparación con las competiciones es que no hay que cejar en la lucha cristiana, como el atleta no ceja en su intento sino que –como acabamos de leer– "prueba una y otra vez... insiste tenazmente hasta superar el obstáculo". San Josemaría concluye: Así nos contempla Dios Nuestro Señor, que ama nuestra lucha: siempre seremos vencedores, porque no nos niega jamás la omnipotencia de su gracia 635.
Dios "ama nuestra lucha" porque es una lucha por amor, con la ayuda divina; y por eso el cristiano que lucha es "siempre vencedor"; aunque no siempre consiga los objetivos que se había propuesto (lo que no contradice lo anterior, si no ha sido por voluntaria falta de amor, como veremos después), al final alcanzará la victoria definitiva, porque contará siempre con la omnipotencia de la gracia. En ocasiones, san Josemaría comentaba los gestos del salto con pértiga –la concentración del atleta, el empeño por saltar, el fracaso a veces y el volver a intentarlo... hasta el éxito final–, para sacar la lección: Nosotros, con la gracia de Dios, que es la mejor pértiga, y la única pértiga que tiene el cristiano, nos saltamos lo que sea 636.
3) Acabamos de aludir a que quienes participan en competiciones, ganan unas veces y otras pierden. Tampoco la lucha por la santidad es un paseo triunfal: hay victorias y fracasos. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo 637. Pero los atletas no abandonan todo por una derrota; al contrario, muchas veces les sirve de estímulo. También en la vida espiritual las derrotas pueden tener una función positiva, porque se convierten en victorias por la contrición y sirven para sacar experiencia 638. Lo que importa es no desistir. Da muy buenos resultados emprender las cosas serias con espíritu deportivo... ¿He perdido varias jugadas? –Bien, pero –si persevero– al fin ganaré 639. En el fondo, quien no deja de luchar, avanza siempre (el "siempre seremos vencedores" del apartado anterior).
En el camino de la santificación personal, se puede a veces tener la impresión de que, en lugar de avanzar, se retrocede; de que, en vez de mejorar, se empeora. Mientras haya lucha interior, ese pensamiento pesimista es sólo una falsa ilusión, un engaño, que conviene rechazar. –Persevera tranquilo: si peleas con tenacidad, progresas en tu camino y te santificas 640.
Por lo demás, no hay que confundir las derrotas en la lucha interior con los fracasos humanos. Estos no tienen por qué significar falta de amor a Dios. Es más, a veces puede ser conveniente e incluso necesario perder humanamente, renunciando a ventajas en la vida profesional o social por amor a Dios, para realizar su Voluntad y multiplicar la eficacia apostólica. "¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?" (Mt 16, 26). En la vida espiritual, muchas veces hay que saber perder, cara a la tierra, para ganar en el Cielo. –Así se gana siempre 641.
4) Además de los motivos de salud, forma física, competición, etc., que pueda haber, el deporte se practica a menudo como diversión. También la lucha interior tiene esa dimensión y ese tono de juego. Es como el esfuerzo de un niño para hacer bien las cosas delante de un padre al que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien! 642. San Josemaría invita a recordarlo para no "hacer tragedias": El Señor está jugando con nosotros como un padre con sus hijos. Se lee en la Escritura: ludens in orbe terrarum (Prv 8, 31), que Él juega en toda la redondez de la tierra. Pero Dios no nos abandona, porque inmediatamente añade: deliciae meae esse cum filiis hominum (ibid.), son mis delicias estar con los hijos de los hombres. ¡El Señor juega con nosotros! 643 Con razón se ha escrito que "la deportividad nos enseña a convertir en un reto gozoso y felicitario al esfuerzo, el cual en la moral antigua era concebido como dificultad que debía soportarse con tristeza ascética (...). Quizás ha sido el beato Josemaría Escrivá el primero, o uno de los primeros, que ha hablado de ascética deportiva, en el sentido precisamente de una lucha deportiva como felicitaria" 644.
Ya hemos hablado en otro momento de la paz como fruto del Espíritu Santo y de su relación con la caridad 645. Veíamos que la paz es un efecto de la caridad, un acto suyo 646, porque el amor a Dios sobre todas las cosas y a los demás por Dios, pone orden en los afectos de la persona –en su interioridad y en la relación con los otros–, un orden estable que no es otra cosa que la paz (la "tranquillitas ordinis" 647 de san Agustín). De aquí deriva el vínculo entre "paz" y "lucha" porque la lucha cristiana es una cualidad de la caridad en la vida presente, como venimos diciendo desde el inicio. En síntesis, puesto que la paz es un efecto de la caridad y la caridad exige lucha, la paz está ligada a la lucha. Esta conexión se encuentra muy acentuada en la enseñanza de san Josemaría.
Hablaremos primero de la relación entre la lucha por la santidad y la paz interior; después, de la articulación entre la lucha interior y la paz con los demás y en el mundo.
En cuanto al nexo entre lucha y paz interior, son características las siguientes palabras que san Josemaría repitió, con pequeñas variaciones, en multitud de ocasiones:
La paz es consecuencia de la guerra, de la lucha, de esa lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón 648.
Sabemos que esta lucha "contra" es, en realidad, una lucha a favor de las virtudes cristianas que la caridad informa y a través de las cuales actúa. Por eso, la lucha que exige la caridad se concreta muchas veces en las virtudes. Y de esta lucha depende la paz. Por ejemplo, escribe san Josemaría: el orden proporcionará paz a tu corazón 649. No se refiere aquí sólo al orden de la misma caridad, sino también a la virtud humana del orden en el uso del tiempo, en las cosas materiales, etc.
Comparemos ahora el texto anterior ("La paz es consecuencia de la guerra...") con otras palabras, a primera vista semejantes:
La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz 650.
Ahora afirma que la paz es "consecuencia de la victoria", no sólo de la guerra. En realidad, las dos afirmaciones son equivalentes porque, como ya hemos visto, luchar es un acto de amor, y esto es siempre una victoria. En la lucha cristiana, la paz no viene "después" de la victoria: se encuentra "en" la misma lucha por amor. San Josemaría suele decir: Pax in bello! 651, "paz en la guerra".
A la vez, afirma que el alma que siente la filiación divina apenas pierde la paz aunque haya sombras y derrotas en medio de la lucha. Porque razona así: yo soy hijo de Dios. Dios a mí me quiere más que todas las madres del mundo quieren a sus hijos. Luego, si Dios permite esta situación: omnia in bonum, ¡qué paz! 652 Antes señalaba que la paz es consecuencia de la lucha por amor, o sea, de la caridad que se manifiesta luchando. Ahora sostiene, yendo aún más a la raíz, que proviene del saberse amados por Dios como hijos suyos. Podemos decir que se deriva de lo más primordial de nuestro amor a Dios, que consiste en reconocer que Él nos ama como hijos suyos y en acoger su Amor (cfr. 1Jn 4, 19). Ahí se encuentra la fuente de la paz y del gozo.
¿Cómo es posible darnos cuenta de eso, advertir que Dios nos ama, y no volvernos también nosotros locos de amor? Es necesario dejar que esas verdades de nuestra fe vayan calando en el alma, hasta cambiar toda nuestra vida. ¡Dios nos ama!: el Omnipotente, el Todopoderoso, el que ha hecho cielos y tierra. Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre (cfr.Is 43, 1). Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios. Nuestra vida se convierte así en una continua oración, en un buen humor y en una paz que nunca se acaban 653.
Un hijo de Dios puede conocer profundamente su debilidad y sus miserias sin que ese conocimiento le robe la paz, si se sabe hijo amado de Dios. Puede tener una gran paz en su alma incluso cuando constata con dolor que no ha correspondido al Amor de Dios, porque comprende que Él no deja de amarle. Se puede decir que sólo entonces –cuando reconoce su debilidad y cuando la conciencia de ser hijo de Dios le lleva a comprender que su Padre le ama y está siempre con él, mientras no le rechace y quiera luchar–, la paz gozosa arraiga establemente en su corazón. San Josemaría lo expresa con sencillez: para alcanzar el "gaudium cum pace" –la paz y la alegría verdaderas, hemos de añadir, al convencimiento de nuestra filiación divina, que nos llena de optimismo, el reconocimiento de la propia personal debilidad 654.
La relación precedente, entre paz y lucha interior, lleva de la mano a la que existe entre la lucha personal y la paz con los demás y en el mundo. Solamente quien tiene paz interior puede difundirla alrededor suyo. Es inútil, advierte san Josemaría, clamar por el sosiego exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma, porque del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias (Mt 15, 19) 655.
La Biblia habla con frecuencia de los intentos humanos de paz que fracasan porque falta la conversión de los corazones: "Pretenden curar el quebranto de mi pueblo diciendo a la ligera: "¡Paz, paz!", cuando no hay paz" (Jr 6, 14). Para san Josemaría, lucha interior y paz en el mundo son inseparables. Siempre están los hombres haciendo paces, y siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al auxilio de Dios, para que Él venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y en el mundo 656.
Característica evidente de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, es la paz en su alma: tiene "la paz" y da "la paz" a las personas que trata 657. "Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). Pacífico es el "operador de paz", el que difunde la paz a su alrededor; y esto es propio de los hijos de Dios porque son los que luchan para que Cristo reine en sus corazones y para extender por todo el mundo su "Reino de paz" 658, fundado en la libertad, en la justicia y en el amor. Por todos los caminos de la tierra nos quiere el Señor, sembrando la semilla de la comprensión, de la caridad, del perdón: in hoc pulcherrimo caritatis bello, en esta hermosísima guerra de amor, de disculpa y de paz 659.
No hay que olvidar, sin embargo, que Jesús habla de dos géneros de paz, una verdadera y otra falsa: la paz suya y la paz del "mundo". "La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo" (Jn 14, 27) 660. La paz que difunden los hijos de Dios es la paz del Reino de Cristo, que exige luchar contra el pecado, no el simulacro de paz que resulta de pactar con el mal en vez de combatirlo. No es la paz de los que se rinden a la inclinación al mal en algún aspecto y renuncian a la libertad de los hijos de Dios, aceptando la esclavitud del pecado, que les somete en cierta medida al poder del diablo. Es ésta una falsa paz interior que no puede asegurar tampoco una verdadera paz en el mundo. A lo sumo, observa san Josemaría, producirá apariencia de paz, equilibrio de miedo, compromisos precarios 661. El amor propio desordenado, contra el que no se quiere luchar, es fuente de tensiones dentro de uno mismo, origen de muchos conflictos con los demás, y obstáculo para superarlos. Sólo "la paz de Cristo" dentro del alma, fundada en el amor a Dios y a los demás, puede construir sólidamente la paz en el mundo.
Lo que acabamos de decir no sólo no contradice sino que se apoya en estas otras palabras del Señor: "No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada. Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra" (Mt 10, 34-35). El Señor no ha venido a traer la "paz del mundo", esa apariencia de paz a la que nos hemos referido. Quienes no acogieron su paz cuando vino al mundo ni quisieron reconocer el pecado y convertirse, le persiguieron; y los que reaccionan hoy del mismo modo, continúan a veces persiguiendo a los que le siguen, tal como Él anunció: "Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán" (Jn 15, 20). Se cumplen entonces aquellas palabras de que no ha venido a traer la paz sino la espada. Los hijos de Dios han de contar con esos enfrentamientos. Ellos tienen la misión de poner verdadera paz, pero no todos quieren recibirla. "En la casa en que entréis decid primero: "Paz a esta casa". Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros" (Lc 10, 5 s.). Si la paz que procuran sembrar no es acogida y sufren persecución por causa de la justicia, habrán de considerarse bienaventurados (cfr. Mt 5, 10), como los Apóstoles que, después de dar testimonio de Cristo ante quienes le habían crucificado, "salieron gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre" (Hch 5, 41). Lo que no puede hacer un cristiano es pagar con la misma moneda: "No devolváis a nadie mal por mal: buscad hacer el bien delante de todos los hombres. Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos" (Rm 12, 17-18).
Un hijo de Dios ha de estar dispuesto a padecer persecución por su comportamiento justo, coherente con la fe. Ni las dificultades, ni las tribulaciones, por graves que sean, le arrebatarán la paz interior si aprovecha ese dolor para unirse más a Cristo y participar en su misión. "Pensad en Aquel que soportó tanta contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis ni decaiga vuestro ánimo. No habéis resistido todavía hasta la sangre al combatir contra el pecado" (Hb 12, 3).
Desde siempre, desde la cuna de la Iglesia, cuando aún se escuchaba la predicación de los primeros doce, surgieron ya violentas las persecuciones, comenzaron las herejías, se propaló la mentira y se desencadenó el odio. Pero (...) el Señor –repito– nos ha dado el mundo por heredad. Y hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas (...) Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios –Dios no pierde batallas 662.
* * *
1. Ser conscientes de la necesidad de luchar.La lucha cristiana se dirige principalmente contra la inclinación al mal, que es como una enfermedad. Es preciso reconocer su existencia. Ignorar el fomes peccati de la naturaleza humana caída llevaría a considerar todo lo "espontáneo" como bueno y a abandonar la lucha, por considerarla "represión" de los impulsos "naturales". En realidad, la lucha es siempre necesaria para liberarse de las tendencias desordenadas causadas por el pecado.
Es preciso, además, conocer en concreto las propias miserias y debilidades. Cada uno de nosotros es como aquel gigante de la Sagrada Escritura: la cabeza de la estatua era de oro puro; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus caderas, de bronce; sus piernas, de hierro, y sus pies, parte de hierro, parte de barro (Dn 2, 32-33). No olvidemos nunca esta debilidad del fundamento humano, y así seremos prudentes –humildes– y no sucederá lo que acaeció a aquella estatua colosal: que una piedra desprendida, no lanzada por mano, hirió a la estatua en los pies de hierro y barro, destrozándola. Entonces el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron juntamente y fueron como polvo de las eras en verano: se los llevó el viento, sin que de ellos quedara traza alguna (Dn 2, 34-35) 664. Sólo los soberbios se sorprenden, al ver que tienen los pies de barro 665.
En el camino de la santidad, cuanto más se lucha por amor, mejor se conocen las propias miserias y defectos. Entonces puede dar la impresión de que en vez de mejorar se empeora. Sin embargo, lo que sucede es que el alma se hace más sensible, la conciencia más delicada, y el amor más exigente; o que las circunstancias externas hacen que se manifiesten defectos, que antes estaban latentes. Pero en cualquier caso, ese conocimiento propio hay que entenderlo como una luz de Dios, como un estímulo de la gracia divina que nos urge a que seamos más humildes o a que vayamos más deprisa 666.
2. Lucha personal, no individualista ni solitaria. Los cristianos formamos un cuerpo en Cristo y hemos de contar con los demás, ayudándoles con la propia lucha y apoyándonos unos a otros. La Iglesia Santa es como un gran ejército en orden de batalla. Y tú, dentro de ese ejército, defiendes un "frente", donde hay ataques y luchas y contraataques 667. Ninguno de vosotros está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema, épico, divino. Y a todos nos importa que se conserve íntegra esta unidad maravillosa, esta armonía, que nos hace fuertes y eficaces en el servicio de Dios, ut castrorum acies ordinata (Ct 6, 3), como un ejército en orden de batalla 668.
3. La mediación de María en la conversión. María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor –tú y yo– con el Hijo primogénito del Padre. Muchas conversiones, muchas decisiones de entrega al servicio de Dios han sido precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora ha fomentado los deseos de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una vida nueva. Y así el haced lo que Él os dirá (Jn 2, 5) se ha convertido en realidades de amoroso entregamiento, en vocación cristiana que ilumina desde entonces toda nuestra vida personal 669.
4. Devoción a los Ángeles Custodios para vencer en la lucha. Comentando las palabras del Evangelio con las que se concluye el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto –"le dejó el diablo; y he aquí que se acercaron los ángeles y le servían" (Mt 4, 11)– escribe san Josemaría: Contemplemos un poco esta intervención de los ángeles en la vida de Jesús, porque así entenderemos mejor su papel –la misión angélica– en toda vida humana. La tradición cristiana describe a los Ángeles Custodios como a unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus caminos. Y por eso nos invita a tratarlos, a acudir a ellos. (...) Sancti Angeli, Custodes nostri: defendite nos in proelio, ut non pereamus in tremendo iudicio. Santos Ángeles Custodios: defendednos en la batalla, para que no perezcamos en el tremendo juicio 670.