"El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que toma un hombre y lo siembra en su campo... y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas" (Mt 13, 31-32). Cuando san Josemaría comienza la siembra de su mensaje en 1928, el campo en el que arraiga la semilla cuenta ya con veinte siglos de historia fecundada por el cristianismo 1. De esa tradiciónse alimenta y sin ella no habría podido ni siquiera nacer; pero al mismo tiempo es una simiente nueva, destinada a crecer y a desarrollarse hasta convertirse en árbol que ofrezca cobijo a quienes buscan la santificación en la vida ordinaria.
Mucho se podría hablar de la relación entre el mensaje espiritual de Josemaría Escrivá de Balaguer y la época en la que nace, así como de sus precedentes en la tradición de la Iglesia y su novedad. El objeto de esta Parte preliminar es tratar sólo algunos aspectos de estas cuestiones como introducción a la exposición sistemática de su enseñanza.
Ofreceremos primero unos elementos generales que permiten situar el mensaje de san Josemaría en la historia de la espiritualidad cristiana (sección I); después, un marco conceptual de su enseñanza (sección II); terminaremos tratando de la llamada universal a la santidad y, dentro de este tema –central en su predicación–, veremos a quiénes se dirige principalmente (sección III).
En una entrevista de 1966, san Josemaría alude con las siguientes palabras al lugar donde sitúa su enseñanza, dentro de la vida y de la historia de la Iglesia:
La espiritualidad y la acción del Opus Dei se insertan (...) en el proceso teológico y vital que está llevando el laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de su Iglesia 2.
En ese "proceso teológico y vital" del laicado se inserta, pues, la enseñanza que vamos a estudiar. Por eso, para contextualizarla histórica y teológicamente, hemos elegido recorrer las diferentes etapas de dicho proceso, desde los momentos iniciales en las primitivas comunidades cristianas, hasta el periodo de efervescencia en la época contemporánea a san Josemaría, pasando por un lapso de siglos en los que se percibe un cierto eclipse de la conciencia de la vocación y misión de los laicos.
Dos observaciones nos parecen necesarias acerca de esta opción.
La primera es que no permite abarcar todo el contexto de la enseñanza de san Josemaría. Nos lleva a fijarnos únicamente en la columna vertebral temática, sin entrar en aspectos particulares como, por ejemplo, el desarrollo histórico de la doctrina sobre la filiación divina adoptiva, o sobre el sacerdocio común, o sobre el trabajo humano, etc., ni en otros temas aún más específicos, vinculados a las formas de piedad, como la corriente espiritual que difunde el "Amor misericordioso" y la devoción al Corazón de Jesús, vivamente sentida por san Josemaría desde los primeros años de su predicación 3. Son puntos que encontraremos a lo largo de los distintos capítulos del libro y entonces intentaremos resumir el contexto propio de cada tema. Ahora nos concentramos sólo en lo que hemos llamado la "columna vertebral temática": el proceso histórico de la vocación y misión de los laicos.
La segunda observación se refiere a un inconveniente en cierto modo inevitable cuando se examina la posición de un autor en la historia. Puede parecer que la evolución de los sucesos y de las ideas está como orientada hacia el autor que se estudia; en nuestro caso se podría tener la impresión de que las diversas etapas del proceso teológico del laicado "culminan" de algún modo en la enseñanza de san Josemaría. Tal impresión no respondería ni a nuestra intención ni a la realidad de las cosas. El mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer ha surgido, en palabras de Pablo VI, "como expresión de la perenne juventud de la Iglesia" 4: como un nuevo brote del bimilenario árbol de la Iglesia. Aquí estudiaremos sus raíces, pero sin olvidar que otros brotes del árbol se alimentan también del mismo terreno. Porque las formas que adopta la vida espiritual en la historia no progresan siempre en una sola línea, ni las más recientes deben verse necesariamente como fases de una evolución que, superando a las anteriores, dejarán a su vez paso a otras nuevas. En el árbol de la Iglesia, el Espíritu Santo suscita muchas formas de vida espiritual, todas ellas con un tronco común, pero diversas unas de otras. Esa unidad y esa diversidad estarán presentes de continuo en nuestro recorrido a través de la historia del laicado o, más exactamente, de las diferentes etapas por las que ha pasado la conciencia de los laicos de su vocación y misión en la Iglesia.
¿A qué etapas nos referimos? Es bastante común hablar de tres grandes periodos, a los que ya hemos aludido, de esa toma de conciencia por parte de los laicos 5. Los confines históricos no son netos y tampoco nos detendremos a precisarlos ya que sólo nos interesa la visión dominante en cada periodo.
La fase inicial es la comúnmente llamada "época de los primeros cristianos", desde la era apostólica hasta el siglo IV aproximadamente. Viene después una larga etapa cuyo centro se sitúa en los siglos medievales de "cristiandad", aunque en lo referente a nuestro tema continúa hasta bien entrada la edad moderna. El tercer periodo, de fecunda reflexión teológica, abarca el siglo XX pero comienza a gestarse desde mucho antes, en el seno de la "modernidad". Nos detendremos a continuación en estas etapas, sobre todo en la tercera, que constituye el inmediato contexto de la enseñanza de san Josemaría.
Cuando hablamos de "laicos" nos referimos siempre a los "fieles cristianos laicos", no, evidentemente, a los "no católicos" (sentido que tiene el término "laico" en algunos lugares, principalmente en relación con la política y la cultura).
Como es sabido, el término "laico" proviene del griego laikós, que significa perteneciente al pueblo (laos) 6. No aparece en el Antiguo Testamento (versión de los LXX) ni en el Nuevo, donde se designa a los miembros de la Iglesia como "fieles" o "santos" (cfr. Ef 1, 1; Col 1, 2; 1Tm 4, 3; 1Tm 4, 10; 1Tm 4, 12; etc.). A finales del siglo I, san Clemente Romano lo refiere a los miembros del pueblo de Dios, que no son sacerdotes 7. Pero de este modo –que se empleará comúnmente durante siglos– se indica lo que el laico no es, sin decir lo que es. Sólo se da a entender genéricamente que es "un fiel cristiano", "un bautizado". Pero también los demás cristianos son "fieles" y "bautizados". Álvaro del Portillo hace notar sencillamente que "todos los laicos son fieles, pero no puede decirse que todos los fieles sean laicos" 8. El Concilio Vaticano II emplerá una noción positiva que refleja la identidad laical de modo más completo. Los laicos son fieles cristianos que tienen una vocación y misión específicas: están llamados a santificarse en medio del mundo santificándolo desde dentro 9. Ésta es la noción que se encuentra en san Josemaría y la que emplearemos en lo que sigue.
Señalemos también que los fieles laicos se designan como "seglares" (del latín saeculum, siglo), porque las actividades temporales que han de santificar son las que configuran el "siglo", entendido no como periodo de tiempo sino como el conjunto de realidades temporales propias de la sociedad civil en el momento presente. Por esto "la índole secular es propia y peculiar de los laicos" 10. Volveremos con más detalle sobre estos temas.
El periodo comprendido entre Pentecostés y la era constantiniana (s. IV) y aún algo después, es llamado genéricamente por san Josemaría, época de los "primeros cristianos" 11. Es el tiempo de las persecuciones y de la primera expansión del cristianismo en el mundo del Imperio Romano. En este periodo aparece como algo común entre los laicos la viva conciencia de su vocación y misión como miembros de la Iglesia.
Sus protagonistas son hombres y mujeres, ciudadanos de cualquier profesión honesta y de un modo corriente de vivir. "No dejamos de frecuentar el foro –escribe Tertuliano a finales del siglo II–, el mercado, los baños, las tiendas, las oficinas, las hosterías y ferias; no dejamos de relacionarnos, de convivir con vosotros en este mundo. Con vosotros navegamos, vamos a la milicia, trabajamos la tierra yde su fruto hacemos comercio. Y vendemos al pueblo para vuestro uso los productos de nuestros quehaceres y fatigas" 12. Los cristianos –se lee en otro documento del siglo II, la Carta a Diogneto– no llevan un género de vida aparte de los demás, pero "dan muestras de un peculiar tenor de conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente" 13. Destacan entre otras cosas por el cumplimiento de sus deberes cívicos 14. En esa vida corriente procuran difundir su fe. Hasta tal punto son conscientes de su misión y celosos de ella que el filósofo pagano Celso los acusaba, según refiere Orígenes, de aprovecharse de sus profesiones –zapateros, maestros, lavanderos...– para sembrar en las casas particulares y en la sociedad entera la semilla evangélica 15. Son cristianos que procuran plasmar el Evangelio en los quehaceres cotidianos y difundirlo en los ambientes que frecuentan 16. Cuando es necesario, ponen en juego su vida por confesar su fe.
Este espíritu de santificación y de apostolado en medio del mundo es el precedente más claro del mensaje de san Josemaría: un precedente remoto en el tiempo pero muy próximo en la sustancia de las ideas. Se ha escrito en este sentido que el mensaje de san Josemaría "retorna a los orígenes: empalma a los hombres y mujeres de hoy con aquellos ciudadanos de la primera hora cristiana que lograron la santidad en su trabajo y en su estado secular, desde el mismísimo cogollo del mundo" 17. En efecto, a esta época de los "primeros cristianos" se remonta explícitamente san Josemaría:
Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos 18.
Ese espíritu de santificación en medio del mundo que vivían los primeros cristianos, es sustancialmente el que san Josemaría predica. Quienes lo siguen son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe 19.
No es infrecuente que los maestros de vida espiritual propongan el ejemplo de los primeros cristianos. Se fijan en aspectos diversos, unos en alguna virtud, otros en la vida comunitaria, etc. San Josemaría detiene su mirada en el seguimiento radical de Cristo en la vida ordinaria. Al leer textos cristianos antiguos, se goza cuando halla en ellos un testimonio explícito de lo que Dios ha puesto en su corazón. Nova a los Padres para sacar de su lectura ideas sobre la vida de los primeros cristianos y predicarlas después. Procede más bien al revés: posee ya lo que ha de anunciar y se alegra de encontrar trazas de ese mismo mensaje en lapredicación de los antiguos Padres de la Iglesia 20. Un ejemplo es el siguiente texto de san Juan Crisóstomo, que reproduce íntegramente en una de sus Cartas.
"No os digo: no os caséis. No os digo: abandonad la ciudad y apartaos de los negocios ciudadanos. No. Permaneced donde estáis, pero practicad la virtud. A decir verdad, más quisiera que brillaran por su virtud los que viven en medio de las ciudades, que los que se han ido a vivir en los montes. Porque de esto se seguiría un bien inmenso, ya que nadie enciende una luz y la pone debajo del celemín.
"De ahí que yo quisiera que todas las luces estuvieran sobre los candeleros, a fin de que la claridad fuera mayor. Encendamos, pues el fuego, y hagamos que, los que estén sentados en las tinieblas, se vean libres del error. Y no me vengas con que: tengo hijos, tengo mujer, tengo que atender la casa y no puedo cumplir lo que me dices. Si nada de eso tuvieras y fueras tibio, todo estaba perdido; aun cuando todo eso te rodee, si eres fervoroso, practicarás la virtud.
"Sólo una cosa se requiere: una generosa disposición. Si la hay, ni edad, ni pobreza, ni riqueza, ni negocios, ni otra cosa alguna puede constituir obstáculo a la virtud. Y, a la verdad, viejos y jóvenes; casados y padres de familia; artesanos y soldados, han cumplido ya cuanto fue mandado por el Señor.
"Joven era David; José, esclavo; Aquilas ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una prisión; otro centurión, como Cornelio; otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era un esclavo fugitivo, como Onésimo, y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos" 21.
Después de citar estas palabras, comenta san Josemaría:
¡Qué clara estaba, para los que sabían leer el Evangelio, esa llamada general a la santidad en la vida ordinaria, en la profesión, sin abandonar el propio ambiente! Sin embargo, durante siglos, no la entendieron la mayoría de los cristianos: no se pudo dar el fenómeno ascético de que muchos buscaran así la santidad, sin salirse de su sitio, santificando la profesión y santificándose con la profesión 22.
¿Qué ha sucedido en ese periodo de siglos que sigue a los primeros tiempos cristianos? A los ojos de san Josemaría se abre una época en la que decae la conciencia de la vocación de los laicos: una época en la que comienza a resultar extraño que haya cristianos que aspiren radicalmente a la santidad "sin salirse de su sitio". Y se siente llamado por Dios como instrumento para remozar en la Iglesia el espíritu deaquellos primeros fieles que siguieron a Cristo y difundieron el Evangelio desde la entraña misma de la sociedad en la que vivían. Su conclusión es que a la vuelta de tantos siglos, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria 23.
El segundo y mucho más extenso periodo comienza con el reconocimiento público de la Iglesia en el siglo IV y se prolonga en el tiempo, a través, primero, de la evangelización de los pueblos germánicos y de la época de "cristiandad" medieval (siglos IX a XIV), pasando después, en el XV y XVI, por la pérdida de la unidad religiosa en Europa y el inicio del proceso de secularización, hasta llegar al periodo que precede a las revoluciones del XVIII. Un lapso de más de un milenio en el que florecen las espiritualidades religiosas, mientras languidece o al menos mengua la conciencia de la vocación y misión de los laicos 24.
El inicio de ese debilitamiento viene a coincidir con el auge impresionante de la vida monástica. El cambio es gradual. Poco a poco se abre paso la idea de que el apartamiento de las actividades seculares facilita darse a la oración y a la penitencia. Nadie niega que en el "mundo" –es decir, en medio de esas actividades seculares– se pueda alcanzar la santidad. Pero, aunque san Rufino de Aquileya (†410 aprox.) cuente todavía el caso, frecuentemente recordado en los ambientes eremíticos y cenobíticos de los siglos IV y V, de un cierto Pafnucio, al que Dios había hecho comprender que determinadas personas sencillas –un músico, un padre de familia, un comerciante– habían llegado al mismo grado de santidad que el ermitaño cumpliendo simplemente con su trabajo y su familia 25; aunque se haya podido calificar a san Juan Crisóstomo, con fundamento, como "el predicador de la perfección de los laicos" 26; y aunque, en fin, se encuentren, en el epistolario de algunos Padres hermosas invitaciones a la perfección cristiana en medio del mundo 27, gradualmente se va perdiendo la primitiva comprensión fuerte de la santidad en los quehaceres temporales. Se generaliza la idea de que el laico es sólo un destinatario de la misión de la Jerarquía, en vez de considerarle como responsable activo de la misión de toda la Iglesia 28. Sin negar la realidad del sacerdocio común, afirmada en el Nuevo Testamento –"vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real..." (1P 2, 9; cfr. Ap 1, 6)–, a partir del siglo V se atenúa entre los fieles la conciencia de haberrecibido una participación en el sacerdocio de Cristo para mediar entre Dios y los hombres 29. Gradualmente tiende a prevalecer la idea de que entre los cristianos sólo algunos están llamados a seguir radicalmente a Cristo y a prolongar su misión 30.
Con la llegada del sacro imperio en el siglo IX, la misión y la responsabilidad de ordenar los asuntos temporales según el Evangelio, propia de todos los laicos, se concentra en el "príncipe cristiano". A su lado se evocan, como prototipo, la figura del vasallo, cuyas virtudes refleja el "manual" de Dhuoda, esposa del conde de Barcelona, escrito para la educación de su hijo 31, o la del caballero medieval 32,mientras el fiel común y corriente, el campesino, el artesano o el comerciante, pierden su perfil de cristianos llamados a la santidad y a la misión apostólica. El escaso contingente de laicos de este largo periodo que se inscriben en el catálogo de los santos, está compuesto principalmente por reyes y reinas, desde san Wenceslao de Bohemia a san Luis de Francia y a santa Isabel de Hungría; un número incomparablemente mayor proviene de las filas de los religiosos 33. En esta época, lamenta Bouyer, "los laicos, no son en el cuerpo de la Iglesia más que un tejido añadido, ¡un cuerpo extraño!" 34 El monasterio se ha convertido en el lugar primordial de la santidad. El famoso pasaje "Duo sunt genera Christianorum" 35, del Decreto de Graciano, refleja de algún modo la situación. Hay "dos géneros de cristianos", los clérigos (entre los que se incluyen los religiosos) y los laicos. Los primeros tienen cierta facilidad para vivir la fe, los segundos se hallan estorbados por los asuntos del mundo 36.
Durante este largo periodo, la santidad mira al modelo de la vida monástica y religiosa. La vida ordinaria de los fieles pasa a estar iluminada "desde fuera", por la potente luz que irradian las personalidades eminentes de sacerdotes y de religiosas o religiosos santos, como san Benito y san Bernardo, san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, santa Brígida y santa Catalina de Siena 37, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, san Ignacio de Loyola y san Felipe Neri 38, y tantas otras figuras que transmiten una magnífica herencia de piedad y de doctrina espiritual.
Pero hay una contrapartida. La tradición de la santidad que en los primeros siglos era patrimonio de todos los fieles, el ideal del seguimiento radical de Cristo al que todos se sentían urgidos cualquiera que fuera su estado y su profesión, ha pasado a conservarse vivo y palpitante fundamentalmente en los monasterios y en el seno de la vida religiosa. Esto representa una riqueza de valor inestimable para la Iglesia pero, a la vez, todo ese patrimonio común de los cristianos se funde con los elementos específicos de la vocación religiosa –como el mismo apartamiento de algunas o de todas las actividades seculares–, a la que no todos están llamados, creando la mentalidad de que esa específica vocación es, si no el único "lugar" de la vida cristiana íntegra, al menos el modelo o el paradigma al que todos han de procurar aproximarse en la medida de lo posible.
En esta línea, tras la época de "cristiandad" resalta una figura excepcional en el hilo conductor de la historia que estamos siguiendo. San Francisco de Sales (1567-1622), Obispo de Ginebra, uno de los mayores maestros de vida espiritual de todos los tiempos. Su propósito es familiarizar con la "devoción" –el trato con Dios, manifestado en prácticas de piedad– a quienes viven en medio del mundo 39. Quiere persuadirles de que una vida de trato intenso con Dios no está reservada a los que se apartan de las actividades ordinarias. Al inicio de la Introducción a la vida devota (1609) escribe:
"Casi todos los autores que hasta la fecha han venido estudiando la devoción, han tenido por pauta enseñar a los que viven alejados de este mundo o, por lo menos, han trazado caminos que empujan a un absoluto retiro. Mi objeto ahora es adoctrinar a los que habitan en las ciudades, viven entre sus familias o en la corte, obligándose en lo exterior a un modo de ser común. (...) Yo quiero mostrar a los tales que, así como la madreperla se conserva en medio del mar sin dejar la entrada a una sola gota de agua salobre (...), un alma vigorosa y constante puede vivir en el mundo sin contaminarse de los mundanales humores (...). Reconozco que se trata de un difícil menester; mas, por lo mismo, me agradaría que muchos se dieran a ello con más empeño que hasta hoy" 40.
Es un paso adelante. Su enseñanza remueve las conciencias e impulsa a muchos cristianos a adentrarse por caminos de vida interior. San Francisco de Sales lleva la "devoción" al mundo, a la vida corriente, que no aparece ya como un lugar inhóspito para la santidad. Sin embargo, no llega a presentar las actividades propias de esa vida como medio de santificación. Su doctrina queda ligada al paradigma de la vida religiosa –él mismo funda la Orden de la Visitación, con santa Juana Frémiot de Chantal–, al menos en el sentido de que no relaciona la vocación de los laicos a la santidad con su misión eclesial propia y específica ("la santificación del mundo desde dentro", como se dirá siglos después). El apartamiento, al menos interior, de las actividades seculares –desde el comercio a la agricultura o a los quehaceres de la casa, etc.–, continúa siendo el camino propuesto para crecer en santidad. Aún así, la doctrina del santo Obispo de Ginebra resuena en la historia de la Iglesia como precursora de nuevos horizontes que se abrirán tres siglos más tarde.
A la distancia que se ha de colmar se refieren unas palabras del cardenal Albino Luciani, pocos meses antes de ser elegido Romano Pontífice, escritas con ocasión del tercer aniversario del fallecimiento de san Josemaría. Anota que san Francisco de Sales "propugna la santidad para todos, pero parece enseñar solamente una "espiritualidad de los laicos", mientras Escrivá quiere una "espiritualidad laical". Es decir, Francisco sugiere casi siempre a los laicos los mismos medios practicados por los religiosos con las adaptaciones oportunas. Escrivá es más radical: habla directamente de "materializar" –en buen sentido– la santificación. Para él, es el mismo trabajo material, lo que debe transformarse en oración y santidad" 41.
Aunque estas palabras invitan ya a considerar cómo se relaciona la enseñanza de san Josemaría con las espiritualidades que predominan en este largo periodo, no queremos dejar de mencionar, antes de entrar en ese punto y para concluir nuestro breve recorrido histórico, dos santos más que enseñan a buscar el trato con Dios en medio de los afanes del mundo. Uno es san Alfonso María de Ligorio (1696-1787), primero abogado y después sacerdote y Obispo, fundador de los Redentoristas, cuya intensa actividad misionera en contacto con la gente común le sirve para dejar un cuerpo de doctrina moral cristiana y de piedad en la vida corriente. El otro, ya fuera del periodo al que nos referimos, es san Juan Bosco (1815-1888), gran educador de la juventud y dignificador del trabajo, que se inspira en san Francisco de Sales. Es canonizado por Pío XI en 1934, y el ejemplo de su vida fue bien conocido por san Josemaría 42, que comenzaba entonces a desarrollar su labor apostólica.
Estos y muchos otros santos que no podemos mencionar, son testimonios destacados de una tradición que prepara el desarrollo de la espiritualidad laical en el siglo XX. Pero, globalmente hablando, en todo este dilatado periodo hay un déficit de aprecio por el valor que tienen para la vida cristiana las actividades seculares, tan necesarias para el buen funcionamiento de la sociedad. Se aceptan como campo en el que muchos han de vivir inevitablemente, pero al precio de peligros para su vida moral, y no se ven como campo de santificación ni como terreno de conquista: de cumplimiento de una misión confiada por Cristo. "Ciertamente –comenta Illanes– nadie negó nunca que un cristiano, fuera cual fuese su estado y condición, pudiera alcanzar la santidad, pero se tendía a pensar –de manera más o menos explícita– que, tratándose de laicos, ello ocurría más bien excepcionalmente y, en todo caso, al margen y en cierto modo a pesar de su condición secular. En suma, no se percibían ni analizaban los valores cristianos que encierra la vida secular, mientras que, por el contrario, se insistía hasta la exageración en los obstáculos que, para la plenitud de una vida cristiana, podría encontrar quien viviera en medio del mundo" 43.
Ante esta realidad histórica, ¿cómo se presenta la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer? ¿Cómo se relaciona su mensaje con las doctrinas que proponen el ideal de la santificación mediante un cierto apartamiento del mundo?
Por una parte, resulta claro que san Josemaría acude a los maestros de espiritualidad de estos siglos para proponer su propia enseñanza. Aunque no prediquen la "santidad en y a través de las actividades temporales", sí que hablan, profusa y profundamente, de "santidad", que a la postre es una sola y la misma para todos. San Josemaría bebe de la fuente limpia del ejemplo y de las doctrinas de estos santos. Álvaro del Portillo testifica que "veneraba especialmente a Santa Teresa de Jesús, San Juan de la
Cruz y Santa Teresita del Niño Jesús: fue asiduo lector de sus obras y en la predicación evocaba a menudo a estos grandes maestros de la espiritualidad y citaba sus escritos, aunque, cuando era necesario, hacía notar los puntos de divergencia con su propio modo de pensar y vivir las relaciones con Dios" 44. Pedro Rodríguez señala por su parte que san Josemaría "tenía una gran admiración y devoción personal" 45 a san Ignacio de Loyola. A estas figuras ilustres habría que añadir otras que menciona repetidamente en su predicación, pero no hace falta detenernos en esto. Basta decir sencillamente que, en toda la tradición de esos siglos, descubre tesoros inmensos de vida cristiana que ofrece a los laicos al proponerles el ideal de la santificación en medio del mundo.
Por ejemplo, cuando les habla de ser contemplativos en medio de los afanes de la calle 46 y, sin temor a equívocos, les dice que su celda está en la calle 47, ¿no está acudiendo al ejemplo de santidad en los claustros para comunicar su espíritu de santificación en las actividades temporales? Si recurre a la comparación con la "celda" del monje para explicar la contemplación en la "calle", ¿no es porque la contemplación es la misma, aunque cambie el lugar y el camino? El parangón entre "calle" y "celda", al tiempo que sirve para afirmar vigorosamente la posibilidad de recibir en medio del mundo el don de la contemplación, implica una gran alabanza a la vocación religiosa: el reconocimiento agradecido de su testimonio de santidad, de su vida contemplativa. En general, san Josemaría propone muchas veces a los laicos el ejemplo de santos que son religiosos, para invitarles a seguir a Cristo de modo radical, con la misma entrega completa que han vivido ellos, sin rebajas de ningún género, pero en y a través de las actividades temporales.
Ahora bien, no pretende "adaptar" las espiritualidades religiosas a la vocación laical, ni llevarlas a la vida corriente en medio del mundo. No consiste en esto la relación de su mensaje con esas espiritualidades. Declara su gran amor y su veneración profunda por el estado religioso, pero sostiene que Dios le ha llamado por un camino de santidad netamente diverso:
Amo a los religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del mundo –su contemptus mundi–, que son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero el Señor no me ha dado vocación religiosa, y desearla para mí sería un desorden 48.
En vez de "adaptar" las espiritualidades religiosas a la vocación laical, "recupera" para esta última diversos elementos comunes del espíritu cristiano que, con el paso de tiempo, se habían materializado y conservado fundamentalmente (casi únicamente) en la vida religiosa: desde los aspectos más básicos como la entrega total a Dios, hasta ciertas prácticas de vida cristiana como la oración mental. Al mismo tiempo "prescinde" de las actitudes que están ligadas al "apartamiento del mundo", como sucede con ciertos modos de concebir y de vivir diversas virtudes cuales la pobreza o la humildad 49, que enseña a vivir con toda exigencia de acuerdo con la condición laical: en el ámbito de la santificación del propio trabajo profesional y de las demás actividades civiles y seculares. En una palabra, transmite un espíritu laical y secular, diverso de las espiritualidades de los religiosos. Aprecia la vida consagrada, pero enseña la santificación en medio del mundo. Ambos son caminos directos hacia la santidad. Directos, pero alternativos.
Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña 50.
Cuando menciona aquí el retiro al "desierto", no piensa sólo en los eremitas o en los monjes de los monasterios de clausura. Se vale de esa imagen para hacer presente que la vida religiosa, como enseña el Magisterio de la Iglesia, implica siempre una "renuncia al mundo", no sólo al pecado 51, y un cierto "apartamiento del mundo", con manifestaciones diversas en cada caso 52. Pero los laicos no están llamados a esto y, en consecuencia, san Josemaría no les propone un apartamiento "adaptado" a su situación. Les impulsa a amar al mundo apasionadamente 53 y a estar bien metidos en todas las encrucijadas del mundo –estando nosotros metidos en Dios– 54, para ser sal, levadura, luz. Dice asimismo que el cristiano ha de ser un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios 55. Del religioso puede aprender mucho sobre cómo tener "el alma llena del deseo de Dios", pero no le basta su ejemplo para ser "ciudadano de la ciudad de los hombres". Aunque el religioso es sin duda un buen ciudadano, hay aspectos de la ciudadanía que son propios de la condición laical y que no pertenecen igualmente a la vida religiosa. Un fiel laico es un miembro de la sociedad que ha de buscar su progreso, también el material, y santificarse en esa búsqueda. Ha de compenetrar las dos cosas –su deseo de Dios y su condición de ciudadano– en unidad de vida 56, para llegar a ser un "ciudadano digno del Evangelio" (Flp 1, 27). A este ideal apunta la novedad de la enseñanza de san Josemaría: A nosotros (...) el Señor nos pide sólo el silencio interior –acallar las voces del egoísmo del hombre viejo–, no el silencio del mundo: porque el mundo no puede ni debe callar para nosotros 57.
Tampoco cabe imaginar su mensaje como una "prolongación" de las espiritualidades religiosas, a las que de algún modo "superaría" o vendría a "sustituir". Nada de esto. Se trata de cosas diversas. La vida religiosa es de perenne actualidad en la Iglesia, pero no es la única senda de santificación. Dios llama a la santidad también por otros caminos. A los laicos, concretamente, por los de la santificación en medio del mundo (que a su vez pueden ser diversos entre sí).
Para comprender este punto vale la pena volver sobre unas palabras que hemos citado en la Introducción general. Afirma san Josemaría que su mensaje es viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo 58. Dice que es "viejo", porque el espíritu y la realidad de la santificación en medio del mundo se encuentra en el Nuevo Testamento y en la vida de la Iglesia desde el inicio; pero afirma también que es "nuevo", no en relación a la época de los primeros cristianos, sino al periodo de siglos que estamos considerando, en el que ese espíritu se había eclipsado. Ya hemos visto que entre los que buscaban la santidad, muchos se apartaban del mundo; y a los que permanecían en él, el mundo se les presentaba como un obstáculo para la santificación y la misión apostólica. Esta última no era considerada seriamente como tarea suya. Para evangelizar a los hombres estaban las órdenes y congregaciones que habían ido surgiendo y que cada vez se acercaban más al "mundo". Pues bien, el ideal que propone san Josemaría y el fenómeno que promueve no supone un paso más en esta dirección, no está en la línea de una mundanización –desacralización– de la vida monástica o religiosa 59. No es una prolongación, un nuevo eslabón de la misma cadena 60 que acerca la vida religiosa al mundo, sino una nueva toma de conciencia que adquieren los laicos de su vocación y misión propia. Se trata de un fenómeno que nace desde abajo, es decir, desde la vida corriente del cristiano que vive y trabaja junto a los demás hombres 61.
En la sección III de esta Parte preliminar nos detendremos en la unidad y diversidad de vocaciones en la Iglesia. Ahora es suficiente señalar, concluyendo este apartado, que la enseñanza de san Josemaría debe mucho al legado espiritual de los santos a que nos hemos referido, pero lo contempla y discierne bajo la luz de la santificación en medio del mundo recibida el 2 de octubre de 1928.
En la época moderna, a partir del XVIII, el "siglo de las luces" y de las revoluciones europeas, se producen unos cambios culturales, sociales y políticos, que serán ocasión para un gran acontecimiento en la historia de la Iglesia y de su acción en el mundo: el inicio del proceso moderno de toma de conciencia de la específica vocación y misión de los laicos.
Sin entrar aquí en las causas que propician esos cambios –desde la pérdida de la unidad religiosa en Europa a raíz de la Reforma protestante, hasta otros factores de diverso tipo– resulta imprescindible hacer referencia a las ideas y fenómenos más característicos de este periodo para comprender la evolución. Entre ellos se suele indicar como principal la "secularización".
El significado del término es ambivalente. Por un lado, designa la pérdida de relieve de la religión para el modo personal de vivir y, como consecuencia, para la edificación de la sociedad. La razón se independiza de la fe constituyéndose en medida de todas las cosas, y la libertad del hombre reivindica una autonomía absoluta respecto a Dios. San Josemaría lo describe con viveza: la razón se cree autosuficiente para entender todo, pres cindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gn 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios 62. Es el intento "liberal" de emancipación de toda instancia trascendente a la razón, que surge del racionalismo iluminista y marca el inicio de la "modernidad ideológica" 63. En la vida social se traduce en una escisión entre la práctica religiosa y la actividad profesional y civil, en una pérdida del sentido cristiano de las realidades humanas y, consecuentemente, en el intento de construir una sociedad "independiente" de la religión. Una sociedad basada, sí, sobre principios racionales, pero que no admite ninguna validez a la religión para reconocer esos principios y que niega la dimensión pública de la fe. Es el modelo de sociedad propugnado por el naciente "laicismo", como reacción al influjo del clero en el periodo precedente.
Entre los ingredientes del nuevo clima cultural y social se encuentra el principio del progreso continuo e ilimitado –el "progresismo"– que tiende a menospreciar los valores permanentes 64. La colisión de esta ideología "liberal-progresista" con todo lo que se presentara como estable y constante, en primer lugar con las verdades de la fe y con la Iglesia, resultaba inevitable. De hecho, muy pronto sehará patente la tendencia laicista a marginar a la Iglesia de la vida pública y a confinar la fe a la esfera privada.
La secularización aparece así como un proceso de "descristianización" de la sociedad, con el que la Iglesia habrá de enfrentarse 65. No obstante, este movimiento de ideas traerá también efectos positivos para la vida cristiana, pues al exaltar la razón promoverá necesariamente ciertos valores –piénsese por ejemplo en los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, en la estima del trabajo, en el progresocientífico y económico– que, si no se desgajan de Dios, son ciertamente valores humanos y por eso mismo cristianos. San Josemaría sopesa la situación sin prejuicios. Anima a apreciar todo lo que hay de positivo, que no es poco, cultivando una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos; y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida 66.
Pero además hay que tener en cuenta que "secularización" no equivale siempre a "descristianización". Implica también otra realidad que importa distinguir: la "desclericalización", o sea, la abolición de ciertos privilegios del clero (el "estamento clerical") en la sociedad medieval y el fin de la mentalidad que justificaba su invasión de la esfera temporal amparándose en la subordinación del orden temporal al espiritual. Una parte de la tendencia secularizadora era simplemente, o sobre todo, "desclericalizadora", lo cual no es necesariamente negativo. Hay desde luego una "desclericalización" netamente nociva para la Iglesia, pero hay otra positiva que consiste en promover la misión sustancial-mente espiritual del sacerdote y que lleva consigo, en último término, la afirmación de la autonomía relativa de las actividades temporales –aunque no se formule con estas palabras al principio–, y el reconocimiento de un amplio espacio de libertad para los fieles que las ejercen y que las han de santificar sin necesidad de que intervenga la Jerarquía eclesiástica. En este sentido, san Josemaría distingue entre un "anticlericalismo malo" que es odio a todo lo que haga referencia a la religión, al sacerdocio 67, o que, sin llegar a la violencia, ignora o desprecia las cosas de Dios 68, y un "anticlericalismo sano" que procede del amor al sacerdocio 69, que lleva a desear, para la Iglesia y para sus minis tros, una libertad santa de ataduras temporales 70 y que se opone a que el simple fiel o el sacerdote use de una misión sagrada para fines terrenos 71.
En la base de estos dos aspectos de la secularización –como "descristianización" y como "desclericalización" de la sociedad– hay una reivindicación de libertad que, según la mayoría de los estudiosos, es la noción clave para comprender este periodo histórico. "No hay ninguna duda: la época que llamamos edad moderna está determinada desde el inicio por el tema de la libertad; la búsqueda de nuevas libertades es el único motivo que justifica una tal periodización" 72. Estas palabras de Joseph Ratzinger evidencian, a nuestro parecer, el núcleo esencial de la modernidad y muestran la clave para entender tanto el despertar en la Iglesia de la conciencia de la misión de los laicos, como la novedad que presenta en la enseñanza de san Josemaría. Con razón escribe Juan José Sanguineti –y tendremos ocasión de estudiarlo con calma– que "la percepción de la libertad está en el centro del mensaje espiritual de Josemaría Escrivá" 73.
El tema de fondo es, pues, la afirmación de la libertad, pero con características diferentes en las dos vertientes del proceso de secularización. En el caso de la descristianización lo que se reivindica es una libertad autónoma respecto a Dios, como fundamento independiente y autorreferencial de la propia normatividad, antagónica de la idea cristiana de libertad 74. No es la libertad de obrar sin coacción y porque me da la gana 75, como dirá san Josemaría, sino la libertad de hacer lo que quiera ("lo que me da la gana") dentro de lo que permite la convivencia civil, naturalmente, pero sin ninguna norma trascendente, sin referencia al bien y una la ley moral, sin otro criterio que el de la autoafirmación de la propia libertad 76. En la otra vertiente –la desclericalización– se busca algo muy distinto: una justa autonomía de las actividades temporales, lo que no significa autonomía de la libertad respecto a Dios, origen y fin último de todo lo creado, sino –como dirá más tarde el Concilio Vaticano II– el reconocimiento de que "las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco" 77, sin que esta tarea haya de estar dirigida por la autoridad eclesiástica.
Ahora bien, en el proceso moderno de secularización las dos vertientes están unidas, de modo que quienes propugnan una libertad independiente de Dios, defienden muchas libertades que necesitan también los cristianos para la justa autonomía temporal. Lo que éstos no pueden aceptar es que esas libertades se reclamen desde el presupuesto de la autonomía del hombre respecto a Dios. El problema no reside en las llamadas "libertades modernas" –de religión, de pensamiento, de expresión, de participación política, etc.–, que, bien entendidas, pertenecen al patrimonio cristiano; el problema radica en los presupuestos desde los que se formulan y exigen esas libertades: el antropocentrismo cerrado a la trascendencia, la razón desvinculada de la fe, la voluntad emancipada de todo vínculo, la conciencia responsable sólo ante sí misma. La reivindicación de una libertad así concebida lleva a algunos pensadores y líderes políticos al conflicto con la Iglesia y al intento de marginarla, como fuerza opuesta al progreso. A ese intento se opondrá, lógicamente, la Jerarquía eclesiástica, pero tendrá que pasar bastante tiempo hasta que se llegue a distinguir entre "descristianización" y "desclericalización" y se aprenda a emplear los medios adecuados para combatir la secularización anticristiana favoreciendo en cambio la justa y necesaria libertad de los fieles laicos en el ámbito temporal.
Señalemos como inciso que al progresismo liberal pretendió oponerse antagónicamente la ideología "tradicionalista", término que no designaba simplemente el amor por las tradiciones, sino el intento de perpetuar ciertas instituciones humanas, políticas y sociales, considerándolas poco menos que inseparables del catolicismo. Por su oposición al progresismo podía parecer que ese tradicionalismo convenía a la Iglesia, pero era una ideología que socavaba el pluralismo legítimo y la misma libertad: una patología del concepto cristiano de tradición viva. Algunos de estos movimientos –como la Action française de Charles Maurras, condenada por Pío XI–, en lugar de defender la religión en la vida pública, trataron de "someter la religión a la política" 78.
La solución cristiana a los problemas planteados por el liberalismo progresista no era ese tradicionalismo. La promoción del espíritu cristiano en la sociedad debía venir en gran medida por otro lado: por el impulso de los Romanos Pontífices al apostolado laical y por las luces y carismas donados por el Espíritu Santo a algunos fieles para que se tomara una conciencia más viva y profunda de la importancia de la libertad y responsabilidad de los laicos en el cumplimiento de su específica tarea apostólica.
Ya la semántica de "secularización" sugiere pensar en los "seglares" –los fieles cristianos inmersos en el orden secular– y, de hecho, los eventos históricos les irán llevando a primera fila en la misión evangelizadora de la Iglesia, en la nueva situación creada por ese fenómeno. El germen de la crisis había sido un falso concepto de libertad y la enfermedad provocada se había llamado, con toda razón,"secularismo", porque afectaba a la naturaleza de las realidades seculares, y "laicismo", porque trastocaba directamente la identidad del laico al expulsar la fe cristiana de la vida social y pública, terreno propio de su misión. El laicismo –escribe san Josemaría– es la negación de la fe con obras, de la fe que sabe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas 79. Pero los mismos nombres de la enfermedad sugieren el remedio. Sólo un espíritu de libertad cristiana en medio del mundo, un espíritu cristianamente secular y laical, podía dar respuesta satisfactoria a los retos de la modernidad ideológica, sanar la fractura de la sociedad con la Iglesia y encauzar el progreso de modo acorde a la dignidad de la persona humana.
A este cuadro hay que añadir la aparición de otro fenómeno que también hunde sus raíces en el racionalismo, aunque crece en dirección diversa al liberalismo individualista y, en cierto sentido, opuesta. Nos referimos al colectivismo marxista 80, cuya crítica a la religión como "opio del pueblo" que adormece las energías necesarias para edificar un paraíso terrestre de bienestar material, se encuentra también enel trasfondo del proceso de toma de conciencia de la vocación y misión de los laicos. El desafío se perfilará de modo cada vez más claro. Ante una ideología que incita a la revolución para transformar la sociedad en una colectividad donde la persona no es más que un elemento de producción en vistas al desarrollo económico, resultaba urgente mostrar la relevancia antropológica y social de la fe cristiana, su capacidad transformadora de las estructuras sociales en orden al bien integral de cada persona singular, para lo cual era imprescindible que quienes habían de edificar la sociedad mediante el ejercicio de las diversas profesiones y actividades temporales –los fieles laicos– las empaparan con el espíritu del Evangelio, comportándose en esas actividades de modo coherente con su fe.
A partir del último tercio del siglo XIX, irá cobrando fuerza la convicción de que esta tarea corresponde a los laicos como exigencia propia y específica de su vocación y misión 81. Ya en el siglo II, el autor de la Carta a Diogneto había escrito que "los cristianos son en el mundo lo que el alma en el cuerpo (...). Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, que no les es lícito desertar" 82. La doctrina adquiere nueva actualidad en la edad contemporánea, cuando se hace patente que la Iglesia, para realizar su misión en el mundo, necesita absolutamente que los fieles laicos –protagonistas del progreso y del desarrollo humano– asuman el papel que desde siempre les corresponde, poniendo punto final a una actitud más bien pasiva o simplemente receptiva de la acción pastoral de la Jerarquía 83. "Los fieles, y más especialmente los laicos –recordará Pío XII en 1946–, se encuentran en primera línea de la vida de la Iglesia. Por medio de ellos, la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana y ellos deben adquirir una conciencia cada vez más clara de que pertenecen a la Iglesia, de que son Iglesia" 84.
Históricamente, el proceso de toma de conciencia de la vocación y misión de los laicos cobra impulso a partir de los desafíos de la modernidad ideológica y de la secularización descristianizadora, pero no es una simple reacción defensiva que se agota en esa contienda y termina con ella. La historia muestra que se trata de un fenómeno positivo de profundización eclesiológica que afronta y aclara las relaciones Iglesia-mundo y, por consiguiente, la vocación y misión de los laicos, así como su relación con la Jerarquía. En su base se encuentra la aspiración a cimentar sólidamente y a encauzar a Dios las conquistas de la modernidad, cuya "parte oscura" irá quedando a la postre como la ocasión de una fecunda renovación de la Iglesia. Como en otras ocasiones de la historia, el remedio a la crisis llevará mucho más allá de los problemas planteados.
El proceso será gradual. Influirá probablemente la inercia de siglos en que prácticamente los únicos protagonistas de la misión de la Iglesia habían sido los sacerdotes y los religiosos. Pero poco a poco irá adquiriendo fuerza la toma de conciencia de la vocación y misión de los laicos, a través de una serie de fases hasta llegar al Concilio Vaticano II, donde alcanza una vigorosa madurez. La enseñanza de san Josemaría se inserta en este proceso, como él mismo afirma 85. Nace en un momento en el que la Jerarquía eclesiástica está impulsando la misión de los laicos, pero trae un planteamiento nuevo que preconiza los futuros desarrollos del mismo Magisterio y se proyecta al horizonte de la misión evangelizadora del mundo.
Ante el fenómeno de la secularización, los Romanos Pontífices de los dos primeros tercios del siglo XIX concentraron su acción en refutar netamente la ideología liberal-progresista, en particular Gregorio XVI (1831-1846). También el beato Pío IX (1846-1878) sigue inicialmente esa línea en la encíclica Quanta cura con el Syllabus adjunto (1864) 86. Sin embargo, ya en los últimos años de ese pontificado y luego con León XIII (1878-1903), el Magisterio no se limita a corregir las desviaciones sino que comienza a impulsar la misión de los laicos. Al principio, el motivo de las iniciativas es la necesidad de hacer frente a los intentos de marginar a la Iglesia en la sociedad. Por ejemplo, León XIII, con la encíclica Au milieu des sollicitudes (1892), alienta a los católicos franceses a intervenir en la vida social y política para contrarrestar la acción sectaria, laicista, de algunos gobernantes. Durante este tiempo, "lo esencial era que los católicos se hicieran presentes en la sociedad civil y, desde dentro de ella, trataran de hacer que se respetaran sus derechos, a la vez que colaboraban leal mente en su desarrollo. El futuro de la vida católica pasaba por el incremento de las responsabilidades personales de los ciudadanos cristianos y no, como hasta la fecha, por la conjunción y armonía entre la Iglesia –los dirigentes de la Iglesia– y el Estado –los gobernantes civiles–" 87. No se podía esperar ya que la autoridad civil favoreciese la misión de la Iglesia. Debía ser conquista de la acción de los laicos: la "acción católica", en el sentido genérico de la expresión que se venía empleando desde tiempo atrás, no aún en el de organización de la Iglesia que, como tal, comienza a tomar forma en Italia bajo san Pío X (1903-1914), en 1905 88.
Por esta época toma cuerpo el "modernismo religioso" al que el mismo san Pío X se enfrenta enérgicamente con el Decreto Lamentabili 89, la encíclica Pascendi dominici gregis 90 y su acción de gobierno. No podemos dejar de recordarlo en este sucinto marco histórico por dos motivos. El primero es su relación temática con la vocación y misión de los laicos. En efecto, era propia del movimiento modernista la convicción de que el progreso de la ciencia y de la cultura moderna se debían a la crítica racionalista y que había que someter a esta crítica también la religión católica para hacerla aceptable a los nuevos tiempos. En esta idea estaba implícita la necesidad de que los laicos hicieran presente la fe en los diversos ámbitos de la cultura, pero encerraba el peligro de malograr lo que estaba naciendo, porque evidentemente no se trataba de adaptar el Evangelio a la "mentalidad crítica del hombre moderno", sino de abrir esa mentalidad a la verdad revelada, que sobrepasa el alcance de la razón. El segundo motivo por el que nos referimos a este tema es que san Josemaría subrayaba la importancia de la figura de san Pío X por su claridad de doctrina, su ejemplo de gobierno y su profunda piedad 91: cualidades que invocaba para los pastores de la Iglesia particularmente en los años sucesivos al Concilio Vaticano II, cuando había quienes interpretaban el "aggiornamento" deseado por el Concilio como adaptación al "mundo moderno" (incluido el pensamiento y la cultura moderna), de modo afín al modernismo 92.
Con Pío XI (1922-1939) el impulso a la misión de los laicos entra en una fase crucial. Por una parte denuncia el laicismo como resumen de los males de la época moderna 93; por otra, instaura la nueva Acción Católica. "Nueva" porque ya desde el pontificado de Pío IX se empleaba esta denominación para designar una serie de iniciativas y obras de diverso tipo con fines apostólicos, constituidas por laicos. "En este sentido se refiere Pío XI a la Acción Católica en la primera etapa de su pontificado, es decir entre los años 1922 y 1928. Pero a partir de 1928, con la carta Quae nobis, Pío XI da a la Acción Católica un significado más específico" 94. En adelante ese conjunto recibe una organización y estructura que hará de la Acción Católica un instrumento de gran eficacia 95. Estamos ya en la época que ve el inicio de la predicación de san Josemaría 96.
La Acción Católica "según su auténtica y esencial definición (...) no quiere ni puede ser otra cosa que la participación y colaboración del laicado en el apostolado jerárquico" 97, afirma el Papa. En posteriores documentos pontificios, concretamente de Pío XII (1939-1958), no se hablará de "participación", para evitar malentendidos, sino de "ayuda" y de "colaboración" 98; y el Vaticano II usará la expresión "cooperación de los laicos en el apostolado jerárquico" 99. En todo caso, lo que se buscaba en tiempos de Pío XI era defender la presencia de la Iglesia en la sociedad, para conformarla cristianamente a través de los laicos bajo la dirección de la Jerarquía eclesiástica.
Esa dirección no se limitaba a indicar el fin que se buscaba y los medios espirituales para lograrlo, sino que se extendía a los objetivos inmediatos y a los medios. Lo que se intenta es convocar a los laicos para que secunden el apostolado de la Jerarquía con tareas que ésta les asigna, porque sin ellos no se pueden realizar. Este es el propósito directo, no tanto el de promover la libertad de los laicos en elámbito temporal para llevar a cabo, con responsabilidad personal, su misión apostólica propia recibida en el Bautismo. El planteamiento es el de prolongar a ellos, en cierto sentido, el "mandato canónico" que los sacerdotes reciben de sus Obispos 100.
Este enfoque comportaba de por sí evidentes riesgos, independientemente de que se cayera en ellos o no. Por una parte, el de una cierta "clericalización" del laico, visto como longa manus de la Jerarquía en cuestiones temporales; por otra, el que la misma Jerarquía se viera comprometida por las actuaciones temporales de algunos fieles que aparecían como "católicos oficiales".
La Acción Católica constituyó, en todo caso, un considerable contrapeso a la secularización, dio numerosos santos a la Iglesia –mártires en no pocos casos–, e impulsó y continúa impulsando la misión evangelizadora en la sociedad civil.
Sin embargo, no podía ser el remedio para todos los males. Por una parte, se hacía frente a la secularización, pero sin prestar la atención necesaria al problema del clericalismo, muy unido a ella, como hemos visto 101. La Acción Católica nacía para impulsar la misión de los laicos, pero como colaboradores del clero. Tal colaboración en actividades eclesiásticas no tiene por qué entrañar peligro de clericalismo, pues resulta conforme a la naturaleza de las cosas que el clero las dirija; pero cuando se trata de actividades temporales, el riesgo existe. Por otra parte, para sanar la equivocada noción de libertad (autónoma de Dios), se hacía necesario fomentar el ejercicio práctico de la libertad cristiana por parte de los laicos en la santificación y en el apostolado a través de las actividades temporales, asumiendo su responsabilidad propia; pero el planteamiento de la Acción Católica les ponía más bien en posición subordinada respecto al clero. No cabe duda de que en los tiempos que corrían, resultaba oportuno impulsar su acción apostólica como cumplimiento de un mandato de la Jerarquía, pero también hacía falta despertar la iniciativa de los laicos, planteando el apostolado como ejercicio responsable de la libertad de los hijos de Dios en la vida secular, donde las soluciones legítimas pueden ser múltiples y variadas. El mal de una libertad sin Dios, que "secularizaba" la cultura y la sociedad, no podía ser superado exclusivamente promoviendo "desde arriba" la intervención de los católicos en los diversos campos de la vida social. Era preciso estimular el dinamismo ínsito en su vocación y misión bautismales, para que cada uno secundara libremente "desde abajo" la acción del Espíritu Santo.
Un movimiento de fieles laicos surgido en el primer tercio del siglo XX, que pronto alcanzará vastas proporciones, es la Jeunesse Ouvrière Chrétienne (J.O.C.) 102, fundada en Bélgica, en 1925, por el sacerdote (más tarde Cardenal) Joseph Cardijn (1882-1967), con el aliento del Cardenal Mercier (1851-1926), para impregnar de espíritu cristiano la "clase obrera" 103. Ahí eran especialmente claros los efectos devastadores de la ideología y de la praxis marxista, que competía en el dominio de la modernidad con el liberalismo individualista y el capitalismo de entonces, combatiendo con virulencia a la Iglesia. En realidad los orígenes de este movimiento se remontan a 1919, año en el que Cardijn inicia la "Juventud sindicalista" que se transforma más tarde en "Juventud Social Cristiana", de la que surge la J.O.C. Sus orígenes, por tanto, son anteriores a la Acción Católica en Bélgica, pero se integrará en ella después 104. Con la J.O.C. comienzan los llamados movimientos "especializados" de la Acción Católica: para jóvenes, para agricultores, etc. Esta especialización, al poner en primer plano la misma realidad que la justifica –una profesión o una condición de vida–, llevará a reflexionar no sólo acerca del influjo cristiano en la sociedad sino también, y más específicamente, acerca del sentido cristiano de las actividades temporales como "lugar" de santificación y de apostolado. "Su mesa de trabajo, su oficio, su máquina, llega a ser un altar" 105, escribe Cardijn. San Josemaría empleará expresiones afines, pero sin limitar su aplicación a los obreros –lo cual comporta algunas diferencias conceptuales, que veremos al hablar de la santificación del trabajo 106– y en un contexto diverso al de la "cooperación en el apostolado jerárquico" que caracteriza a la Acción Católica y a la J.O.C.
Para completar el panorama de instituciones nacidas en el siglo XX que manifiestan la efervescencia de la misión de los laicos, tendríamos que mencionar otras que no se integran en la Acción Católica, ya sea porque no están planteadas como "cooperación de los laicos en el apostolado jerárquico" (aunque no por esto se encuentren menos unidas a la Jerarquía eclesiástica), o porque se acercan más a los institutos religiosos, o por otros motivos. Algunas de ellas serán aprobadas como "institutos seculares", figura canónica creada por Pío XII en 1947 107. También el Opus Dei entrará durante un tiempo en esta categoría, cuyas características, comentadas por san Josemaría en una conferencia publicada poco después 108, hacían que fuera la única solución entonces posible en el ordenamiento jurídico de la Iglesia. Se trataba de una etapa de su itinerario jurídico que sólo terminará en 1982, con la erección en prelatura personal 109. No nos detenemos en detalles porque son cuestiones que quedan fuera del objeto de nuestro estudio. Nos centramos en las ideas que sirven de contexto a la enseñanza de san Josemaría, y para esto nos interesaba mencionar sobre todo la Acción Católica, a la que él mismo se refiere expresamente, como vamos a ver.
El impulso jerárquico al apostolado de los laicos en el primer tercio del siglo XX resulta decisivo para poner en marcha el proceso de toma de conciencia de su vocación y misión, proceso en el que se inscribe el mensaje de san Josemaría, aportando a la vez unos planteamientos nuevos.
Una fuente importante para este tema es el libro Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, publicado en 1968, donde explica su propio mensaje en diálogo con los entrevistadores y lo pone en relación con el trasfondo teológico y pastoral que encontró a lo largo de su camino. Su respuesta a una pregunta sobre las características más salientes del "proceso moderno de evolución del laicado" 110 es particularmente representativa y la tomaremos como guía de nuestra exposición:
He pensado siempre que la característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres (...). Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica. (...) El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano 111.
En estas palabras se pueden individuar al menos tres ideas básicas, para situar el mensaje de san Josemaría en relación con los planteamientos que subyacen al impulso jerárquico del apostolado de los laicos en la primera mitad del siglo XX.
1. La primera idea se refiere al orden entre la "vocación a la santidad" y la "misión apostólica" de los laicos. La primacía corresponde, como puede verse en el texto, a "la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana": es decir, a la toma de conciencia de la llamada a la santidad que el cristiano recibe en el Bautismo. Después viene (no cronológica sino ontológicamente) "la misión que cada uno debe realizar". Hay aquí un cambio de perspectiva que se verificará también en el Magisterio, paulatinamente, desde la época de Pío XI hasta el Concilio Vaticano II. Al inicio se percibe la urgencia de que los laicos hagan presente la fe en la vida social y defiendan a la Iglesia del laicismo: es lo que lleva a la Jerarquía a recordarles su vocación a la santidad. Después, poco a poco, se invierten los términos: se ve que debe ser la conciencia de su vocación a la santidad lo que les impulse a realizar su misión apostólica propia. Evidentemente hay una "circulación" entre estos dos factores que se alimentan mutuamente, pero es importante advertir el orden entre ellos. Para Pío XI, el punto de partida es la misión de los laicos, que exige que busquen la santidad. Para el Concilio Vaticano II, lo primero es la llamada a la santidad, que implica asumir plenamente la propia misión. Pío XI recuerda ya la vocación universal a la santidad 112, pero esta doctrina sólo encontrará la debida resonancia con el Concilio Vaticano II, lo que se explica, a nuestro parecer, por el cambio de posición en la "jerarquía de las verdades". El orden no es: "los fieles laicos han de cristianizar la sociedad y para esto han de ser santos", sino "los laicos han de buscar la santidad porque es su vocación primordial, y la santidad exige que realicen su misión apostólica propia". En esta última perspectiva se sitúan claramente las enseñanzas de san Josemaría, como acabamos de ver en el texto citado 113.
Para él, lo primero es que los laicos tomen conciencia de la gracia recibida en el Bautismo y de la llamada a desarrollar ese germen de santidad buscando la identificación con Cristo, con la certeza de que esa identificación es posible en la vida ordinaria. Después, como parte esencial e integrante de este descubrimiento de estar llamados a la santidad, pero genéticamente dependiente de él, está la conciencia de que a los laicos les ha sido confiada una misión específica, una peculiar cooperación en la tarea redentora como miembros de la Iglesia.
2. La segunda idea básica se refiere en general a la distinción entre la misión de los laicos y la misión de la Jerarquía y contiene varios puntos articulados entre sí. La premisa es que todos los bautizados –hombres y mujeres– participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios 114. Exigencia de esta igualdad básica es la participación de todos en la misión de la Iglesia, con diversidad de funciones.
En la Iglesia hay diversidad de ministerios, pero uno sólo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo 115.
Dentro de esta diversidad de ministerios y de funciones –que también pueden llamarse misiones específicas 116–, se encuentra la misión propia de los laicos, necesaria para la de toda la Iglesia.
La Iglesia no la forman sólo los clérigos y religiosos, sino que también los laicos –mujeres y hombres– son Pueblo de Dios y tienen, por Derecho divino, una propia misión y responsabilidad 117. [Y esa misión] consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 118.
La misión de los laicos no es prolongación de la que corresponde a los sacerdotes. Es distinta (dentro de la general misión de toda la Iglesia), y no secundaria ni subordinada, aunque ciertamente la función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia 119. Al sacerdocio ministerial no le compete la dirección o la organización de las actividades temporales; de ahí que, en ese campo, el laico no sea su longa manus, ni su apostolado en esas actividades haya de formar parte necesariamente de una labor organizada de arriba abajo 120.
Otra cosa es la cooperación del laico en las tareas sagradas propias del ministerio sacerdotal, como es el "ministerium verbi et sacramentorum" 121, al que se acaba de aludir. San Josemaría se refiere a esta posibilidad con las siguientes palabras:
Además de esta tarea, que le es propia y específica santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares], el laico tiene también –como los clérigos y los religiosos– una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc. 122
En este ámbito el laico tiene la facultad de prestar su cooperación (una facultad que san Josemaría sitúa entre las "fundamentales" de los fieles), pero de modo subordinado al sacerdocio ministerial, mientras que en el campo de las actividades temporales no existe tal subordinación.
San Josemaría es consciente –lo hemos visto en el texto que nos sirve de guía– de que este planteamiento de la vocación y misión de los laicos "trae consigo una visión más honda de la Iglesia", como "comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión" 123. Su perspectiva es antitética a la visión clerical, que tiende a identificar la Iglesia con la Jerarquía y minimiza la importancia del sacerdocio común de todos los fieles 124. En esta visión clerical, son los pastores quienes protagonizan la misión de la Iglesia en el mundo, mientras que a los laicos les corresponde a lo sumo cooperar con ellos, pero no de modo "orgánico", como entre miembros del mismo cuerpo, sino instrumental: prolongando la acción del clero que abarca no sólo a las actividades eclesiásticas sino también a las civiles y temporales.
Algunos autores, como Gérard Philips en su comentario a la Lumen gentium 125, han mostrado la insuficiencia eclesiológica de este planteamiento. San Josemaría también lo hace, de un modo a la vez doctrinal y práctico. Citemos dos textos de Conversaciones, dirigidos a orientar la conducta del sacerdote y del laico con vistas a prevenir el "clericalismo". Uno se refiere al sacerdote:
Me parece que a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios (...) para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo. La misión de dar doctrina, de ayudar a penetrar en las exigencias personales y sociales del Evangelio, de mover a discernir los signos de los tiempos, es y será siempre una de las tareas fundamentales del sacerdote. Pero toda labor sacerdotal debe llevarse a cabo dentro del mayor respeto a la legítima libertad de las conciencias: cada hombre debe libremente responder a Dios 126.
El otro texto se refiere a la conducta de los laicos:
Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables– soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas 127.
Estas ideas deben completarse con una consideración que podemos enunciar con palabras del mismo texto que estamos comentando. Los laicos –escribe san Josemaría– saben que su misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo 128. La unión con los Obispos es condición indispensable para cumplir la misión apostólica: ¿cuántos laicos –se pregunta san Josemaría– entienden debidamente que, si no es en delicada comunión con la Jerarquía, no tienen derecho a reivindicar su legítimo ámbito de autonomía apostólica? 129
Este principio de comunión no implica, sin embargo, que los laicos necesiten un mandato de la Jerarquía para el apostolado, porque ya lo han recibido de Dios en el Bautismo. La distinción es clave para entender por qué san Josemaría, a pesar de la gran estima que mostró siempre por la Acción Católica y de la colaboración que prestó a sus actividades 130, afirma, ya en 1934, en uno de los primeros documentos que redacta para los fieles del Opus Dei, que nunca seremos ningún organismo de la Acción Católica 131. Eran palabras que podían chocar en aquellos momentos, pero resultaban inevitables para clarificar un aspecto del espíritu que transmitía. Ante todo hace notar, a renglón seguido, una realidad histórica en la que descubre la providencia divina:
antes de que nuestro Santo Padre el Papa Pío XI hablara –con gran consuelo de mi alma– del apostolado seglar, levantando con su voz como un soplo del Espíritu Santo oleadas de fervores, que han traído al mundo tantas y tan magníficas obras de celo, Jesús había inspirado su Obra 132.
Los términos no pueden ser más elogiosos para la Acción Católica, pero la semilla del dos de octubre de 1928 era una realidad distinta. Los miembros de la Acción Católica se integran en ella respondiendo a una convocación de la autoridad eclesiástica para colaborar en el apostolado jerárquico, mientras que quienes siguen el camino de santificación que enseña san Josemaría responden sencillamente a la vocación bautismal y se entregan al cumplimiento de su misión apostólica en virtud del mandato del mismo Cristo a sus discípulos: "Id y enseñad a todas las gentes..." (Mt 28, 19-20). Con esta convicción escribe:
No somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo 133.
Años más tarde, resumiendo su pensamiento sobre este punto, recordará:
En 1932, comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: "Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia" 134.
Para san Josemaría, el apostolado de los laicos ha de ser ante todo "personal", de persona a persona, apostolado de amistad y confidencia 135, como suele llamarlo. Es evidente que para ejercer este apostolado no hace falta que los fieles "reciban una misión canónica"; lo realizan "porque son parte de la Iglesia", en virtud del Bautismo.
Tampoco la necesitan para promover iniciativas apostólicas juntamente con otros, porque es también una posibilidad derivada del Bautismo que eleva la dimensión social de la vida humana. San Josemaría observa en un punto de Camino: El esfuerzo de cada uno de vosotros, aislado, resulta ineficaz. –Si os une la caridad de Cristo, os maravillará la eficacia 136. Se refiere, no alesfuerzo en el "apostolado personal de amistad y de confidencia", sino al que se requiere para emprender iniciativas apostólicas que reclaman el concurso de varios o de muchos. Según Pedro Rodríguez, estas palabras tienen una "profunda significación para la eclesiología de Camino" 137. Efectivamente, la colaboración apostólica que san Josemaría propone a los laicos, no es la organizada verticalmente por la Jerarquía para poner en marcha en la sociedad instituciones educativas o asistenciales "oficialmente católicas"; es una colaboración organizada por ellos mismos, en comunión, sí, con la Jerarquía, pero poniendo en juego su iniciativa y responsabilidad personal; es una colaboración que dará lugar a actividades de clara identidad cristiana, sin que sea necesario añadirles un sello de oficialidad católica.
He de confesar, por otra parte, que no simpatizo con las expresiones escuela católica, colegios de la Iglesia, etc., aunque respeto a los que piensan lo contrario. Prefiero que las rea lidades se distingan por sus frutos, no por sus nombres. Un colegio será efectivamente cristiano cuando, siendo como los demás y esmerándose en superarse, realice una labor de formación completa –también cristiana–, con respeto de la libertad personal y con la promoción de la urgente justicia social. Si hace realmente esto, el nombre es lo de menos. Personalmente, repito, prefiero evitar esos adjetivos 138.
Este enfoque facilita también que las actividades promovidas en servicio a la sociedad, estén abiertas a la participación activa de cristianos no católicos, de ciudadanos de otras religiones e incluso de personas no creyentes que compartan los nobles ideales que inspiran esas empresas, aunque sólo sea en el plano humano. San Josemaría advertía la proyección ecuménica y evangelizadora que podía alcanzar esa colaboración 139.
En fin, tanto en el apostolado personal como en la promoción de iniciativas conjuntas, concede una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas y pla nes impuestos desde el vértice, en sede de gobierno 140.
3. La tercera idea que deseábamos destacar en el texto de referencia es la importancia del respeto a la libertad de los laicos para la misión de difundir el espíritu cristiano en la sociedad.
La libertad personal es tema dominante en san Josemaría. Promover la libertad de los fieles laicos no es una táctica alternativa a dirigirles desde arriba, no es algo instrumental: es respeto a lo que se les debe por su condición de hijos de Dios y por su llamada a la santificación de las actividades temporales. En Conversaciones, san Josemaría se refiere ampliamente a la libertad en el desempeño de la misión laical. El plano de sus consideraciones no es la reivindicación de una esfera de legítima autonomía respecto a la Jerarquía para el ejercicio del apostolado. Se sitúa a un nivel más profundo, tanto antropológico como eclesial. El laico responde a su vocación sólo si asume la tarea que Dios le confía; alcanza la santidad si despliega la misión apostólica que de Cristo ha recibido. Y ese despliegue reclama la libertad cristiana por dos razones, una común a todos los fieles y otra específica de los laicos. La común es que la libertad es exigencia de la dignidad de los hijos de Dios; y la específica es la misión eclesial propia de los laicos: la santificación de las actividades temporales desde dentro de ellas. Como esas actividades, por su misma naturaleza, admiten diversos modos de ejecución compatibles con su ordenación a Dios 141, los laicos necesitan que se reconozca su libertad para tomar, a la luz de los principios enunciados por el Magisterio, todas las decisiones concretas de orden teórico o práctico –por ejemplo, en relación a las diversas opiniones filosóficas, de ciencia económica o de política, a las corrientes artísticas y culturales, a los problemas de su vida profesional o social, etc.– que cada uno juzgue en conciencia más convenientes 142.
Es comprensible que ante la secularización –entendida como descristianización de la sociedad, marginación de la Iglesia, etc.– se estimulara la acción unitaria de los fieles cristianos, no sólo como unidad en los principios doctrinales sino también, a veces, en los medios para afrontar esos problemas. Esa unidad puede ser no sólo conveniente, sino incluso necesaria y urgente en algunas circunstancias,y la Jerarquía eclesiástica puede "dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas" 143. Pero fuera de tales situaciones, el pluralismo de los fieles en materias temporales –el auténtico pluralismo fundado en la dignidad de personas y de hijos de Dios, no el pluralismo relativista, cerrado al reconocimiento de la verdad moral 144– en modo alguno significa dispersión o falta de unidad, y la búsqueda de la eficacia en el apostolado no debe relegar a segundo plano la libertad personal. San Josemaría hace notar que uno de los mayores peligros que amenazan hoy a la Iglesia podría ser precisamente el de no reconocer esas exigencias divinas de la libertad cristiana, y, dejándose llevar por falsas razones de eficacia, pretender imponer una uniformidad a los cristianos 145.
Asimismo subraya la necesidad de que se reconozca la libertad de los laicos en el seno de la misma Iglesia, para orientar de un modo u otro su vida espiritual, y por tanto también el derecho al apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc. 146
Los tres puntos que acabamos de exponer definen los contornos propios de la enseñanza de san Josemaría en el contexto de esta primera época del proceso de evolución del laicado, caracterizada por el impulso jerárquico 147. Para el historiador François-Xavier Guerra se pueden resumir en el reconocimiento de la primacía de la persona respecto a la sociedad (la visión antropológica, que incluye temas como la vocación personal a la santidad, la filiación divina adoptiva y el valor del trabajo) y en la sensibilidad hacia el valor de la libertad (que implica el tema de la misión propia de los laicos) 148.
Contemporáneamente al impulso jerárquico y entrelazado con él, se desarrolla la teología del laicado en diversas líneas de reflexión que nos interesa confrontar con la enseñanza de san Josemaría. En sus obras no menciona a ningún autor de esa teología, ni interviene de modo directo en el debate, de modo que nuestro análisis no se puede apoyar en textos explícitos al respecto. Sólo cabe señalar semejanzas y diferencias, comparando las ideas para encuadrar teológicamente su pensamiento.
El impulso jerárquico a la misión de los laicos da lugar a una nueva reflexión teológica que a su vez contribuye a implantar una noción "positiva" de laico como miembro de la Iglesia con una misión propia y específica, no simplemente como el "no-sacerdote" y "no-religioso". Nos referiremos a los momentos que nos parecen más significativos en el progreso de las ideas.
Hay un primer hito de la reflexión que no tiene por objeto directamente a los laicos, pero que repercute en ellos. Se trata del debate sobre la "cuestión mística", en la primera mitad del siglo XX. La pregunta central es si puede hablarse de una llamada universal a la contemplación, que caracteriza la unión mística con Dios. A la discusión inicial entre Auguste Saudreau que, en Les degrés de la vie spirituelle (1896), había defendido la llamada universal a la vida mística, y el jesuita Augustin-François Poulain que, en Des grâces d'oraison (1901), había criticado esa posición porque oscurecía, según él, la gratuidad de la experiencia mística, se incorporan los autores de "Ascética y Mística" más acreditados en la época, como los dominicos Juan González-Arintero y Réginald Garrigou-Lagrange, y el jesuita Joseph De Guibert 149. Aunque los términos de la controversia no estaban siempre claros, en su conjunto –comenta un especialista– "abría el interés de estas materias –tanto científico como práctico– más allá del ámbito de la vida consagrada en el que casi exclusivamente se había desenvuelto hasta entonces" 150. Al debatir sobre si todos están llamados a la contemplación, se habla de la llamada universal a la santidad y de algún modo se incluye a los laicos en la reflexión.
Como ya hemos dicho, san Josemaría no se refiere directamente a este debate 151, ni emplea fórmulas técnicas. Pero de su enseñanza se sigue claramente que la contemplación es un don que Dios ofrece a todos sus hijos, precisamente porque es propio de la vida de un hijo de Dios en Cristo. En su mensaje, los términos "santidad", "filiación" y "contemplación" están necesariamente vinculados en la existencia cristiana. Al proclamar la llamada universal a la santidad, afirma que la santidad es la plenitud de la filiación divina 152; y al hablar de este don inefable que se recibe en el Bautismo, muestra que está llamado a desarrollarse por la contemplación. Nuestra condición de hijos de Dios nos llevará –insisto– a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas 153.
Otra línea de reflexión teológica que afecta profundamente a la comprensión de la vocación laical, aunque no sólo a ella, es la del sacerdocio común. Ya dijimos que a partir del siglo V se había debilitado en los fieles la conciencia de este sacerdocio, aunque está presente en la doctrina teológica 154. La Reforma lo había resaltado mucho, pero a costa de negar el sacerdocio ministerial. Después del rechazo deese error en Trento 155, la teología católica tendió a reservar el término "sacerdocio" al ministerial. La recuperación del sacerdocio común de los fieles será visible, ya en el siglo XIX, en las obras de Johann Adam Möhler y de John Henry Newman. Más tarde, en el contexto de la reflexión teo lógica favorecida por el fenómeno pastoral de la Acción Católica y por el magisterio de Pío XI y de Pío XII, en la primera mitad del siglo XX, el jesuita Paul Dabin destaca que los laicos "tienen también, en un sentido que convendrá precisar, su sacerdocio" 156. El mismo autor intenta precisarlo en su mejor obra sobre el asunto, publicada póstumamente en 1950 157. El tema encontrará una formulación más exacta y autorizada, algunos decenios después, en el Concilio Vaticano II 158.
En la doctrina de san Josemaría, es tanta la importancia del sacerdocio común y son tan numerosos los textos, que el tema saldrá constantemente en estas páginas 159. Para él es una verdad gozosa que todos los bautizados participamos del sacerdocio real 160. Los laicos, concretamente, han de actuar este sacerdocio en la santificación del mundo ab intra, desde las mismas entrañas de la sociedad civil 161. Al haber sido configurados con Jesucristo en el Bautismo por el don del Espíritu Santo, han sido hechos hijos adoptivos de Dios y partícipes del sacerdocio de Jesucristo; en consecuencia, toda su vida –y ante todo la caridad que el mismo Espíritu Santo derrama en sus corazones (cfr. Rm 5, 5)– ha de tener un hondo sentido filial y sacerdotal. San Josemaría habla muchas veces del alma sacerdotal, a la que debe ir unida, en el caso de quienes han sido llamados a santificarse en medio del mundo, una auténtica mentalidad laical, precisamente porque las realidades temporales son el campo de ejercicio de su sacerdocio. Estos breves trazos pueden ser suficientes, por ahora, para señalar el sello propio de la enseñanza de san Josemaría en un contexto de reflexión sobre el sacerdocio común de los fieles.
En el pensamiento teológico que se ocupa expresamente de los laicos, sobresale desde las primeras décadas del siglo XX la contribución de Jacques Maritain, convertido al catolicismo en 1906. Dentro de su importante producción intelectual en el ámbito del tomismo, han tenido notable repercusión las ideas contenidas en sus obras de filosofía política sobre la actuación de los católicos en la vida pública y la edificación cristiana de la sociedad: el ideal de una "nueva cristiandad" que, evitando las confusiones entre lo sagrado y lo profano típicas de la sociedad medieval, no renuncie a santificar el mundo con el espíritu de Evangelio 162. El planteamiento de la acción de los laicos en lo temporal bajo la dirección de la Jerarquía, común en aquella época, está muy matizado en Maritain por su sensibilidad hacia el tema de la libertad. No obstante, apunta a la convergencia de los católicos en la vida política.
Josemaría Escrivá de Balaguer comparte el intento de infundir espíritu cristiano a la sociedad, pero no lo llama "nueva cristiandad". Independientemente de los motivos para no usar esta terminología, es obvio que en su planteamiento no hay una propuesta política ni auspicia la acción común de los católicos en la vida pública; tampoco se encuentra en sus escritos la distinción entre individuo y persona tal como la propone el filósofo francés. Probablemente (lo decimos como hipótesis, a falta de un estudio particular al respecto) estas diferencias se deben a una concepción diversa de las relaciones entre religión y política, o más exactamente entre la fe y la edificación de la ciudad terrena. San Josemaría acentúa la "unidad de vida del cristiano" que no admite quiebras entre lo público y lo privado en la conducta personal, pero que no es confesionalismo porque conoce y custodia la autonomía de las realidades temporales 163. En todo caso las diferencias se mueven en el ámbito de lo opinable y san Josemaría insiste con frecuencia en el respeto que le merecen no sólo las personas, sino también los enfoques diversos al suyo 164.
Queremos referirnos aquí a la obra de Justo Mullor, La nueva cristiandad, publicada en 1966. En este ensayo, que contiene ideas de notable interés y expuestas con vigor –aunque las valoraciones históricas no estén siempre documentadas– el autor incluye un elevado número de citas de Josemaría Escrivá de Balaguer, en cuyo mensaje divisa un camino providencial para llegar a una "nueva cristiandad". Con esta expresión no se refiere al ideal propuesto por Maritain en Humanismo integral. De hecho no menciona esta obra, e incluso, en p. 35 parece atribuir el origen de la fórmula a un libro de Congar de 1954. Con "nueva cristiandad" Mullor quiere referirse genéricamente a la tarea de evangelización de la sociedad impulsada por el Concilio Vaticano II, concluido poco antes y, en este sentido, acude al mensaje de san Josemaría, que encuentra en profunda sintonía con el Concilio 165.
Un punto de gran importancia para la vida espiritual de los laicos, presente en las obras firmadas conjuntamente por Jacques Maritain y su esposa Raïssa, es la noción de contemplación en medio del mundo –"contemplation sur les chemins" es la expresión de Raïssa, que adopta también Jacques 166–, considerada como fundamento de la misión de edificar cristianamente la sociedad. La sin tonía de sanJosemaría con este afán es muy clara y la insistencia continua. No me canso de repetir que hemos de ser almas contemplativas en medio del mundo 167. Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura 168.
No hace falta multiplicar ahora las citas. Expondremos el tema en su momento 169.
Los decenios que preceden al Concilio son un periodo fecundo para la teología del laicado, que se prolonga después hasta la celebración del Sínodo de Obispos sobre la vocación y misión de los laicos en 1987, con la sucesiva exhortación apostólica Christifideles laici (30-XII-1988), de Juan Pablo II. La bibliografía es extraordinariamente amplia 170. Casi todos los teólogos de mayor relieve se ocupan deltema, en libros o artículos. A título de ejemplo mencionamos a Louis Bouyer, que dedica a los laicos varios capítulos de sus obras 171, Marie-Dominique Chenu 172, Giuseppe Colombo 173, Yves Marie-Joseph Congar 174, Jean Daniélou 175, Bernhard Häring 176, Gérard Philips 177, Karl Rahner 178, Joseph Ratzinger 179, Raimondo Spiazzi 180, Gustave Thils 181, Karel Vladimir Truhlar 182, Hans Urs von Balthasar 183. Una excepción es, en cierto sentido, Henri de Lubac, aunque el laicado está presente en su profunda reflexión sobre el misterio de la Iglesia.
No podemos abarcar las aportaciones de todos estos autores acerca de la teología del laicado, ni es necesario para nuestro propósito. Hablaremos brevemente sólo de tres, no porque sean los más importantes –si de esto se tratase no podríamos omitir, por ejemplo, a Gérard Philips– sino porque representan tres temáticas centrales en el debate sobre el laicado que nos darán pie para mostrar algunos trazosdel mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer. Esos tres teólogos son: Yves Congar (1904-1995), Gustave Thils (1909-2000) y Hans Urs von Balthasar (1905-1988). Nos referiremos solamente a la obra principal de cada uno sobre teología del laicado.
1. Yves Marie-Joseph Congar publica en 1953 Jalons pour une théologie du laïcat, la primera exposición amplia y sistemática sobre esta materia, con el mérito de profundizar en la misión específica del laico, preparando el camino a las enseñanzas del Concilio. La reflexión de Congar se integra en su meditación sobre la Iglesia, concretamente sobre las relaciones Iglesia-mundo. Corrige cierta visión unilateral, centrada –especialmente desde la Contrarreforma– en la Iglesia como sociedad visible, y pone de relieve su carácter de institución salvífica jerárquicamente estructurada y abierta al mundo, en la que los laicos tienen un papel trascendental. El planteamiento básico es el de su colaboración en el apostolado jerárquico 184; planteamiento que Congar abandonará después del Concilio 185 y que, mientras tanto, no alcanza a poner en primer plano la importancia de la libertad y responsabilidad personal del laico en el apostolado. Como el mismo Congar reconocerá más tarde 186, hay en Jalons una cierta propensión a las distinciones "teóricas" que no reflejan la realidad. Había escrito, por ejemplo, que el laico es "aquel para el cual en la obra que Dios le ha confiado, la sustancia de las cosas existe y es interesante por sí misma. El clérigo, y aún más el monje, es un hombre para quien las cosas no interesan por ellas mismas, sino por algo distinto, a saber, por la relación que tienen con Dios, a quien hacen conocer y pueden ayudar a servir" 187. Muy pronto se le objetará que con esa visión "el mundo no existe del todo para el clero, y existe demasiado para el laico" 188. Gérard Philips resumirá la visión del laico en Jalons diciendo que, según Congar, "los laicos no viven exclusivamente para las realidades celestes, lo cual es, en la medida que la condición presente lo permite, la condición de los religiosos" 189; y criticará está visión haciendo notar que "el laico puede y debe obrar en vista de los valores eternos, por lo menos como fin último de su actividad, pero no puede obrar fuera de las condiciones de la vida ordinaria (...). Los laicos tienen que santificarse en y por el trabajo del siglo" 190. Parece como si en Jalons las relaciones entre naturaleza y gracia se concibieran a modo de superposición: como si el fiel laico, por haber sido consagrado a Dios en el bautismo, hubiera sido separado del mundo, pero por ser laico tuviera que "insertarse" o "penetrar" en el mundo para llevar a él los medios de salvación.
San Josemaría no menciona la obra de Congar, aunque la conoce 191. No contamos, por tanto, con apreciaciones o comentarios directos que permitan hacer comparaciones. Examinando el citado estudio de Congar y los escritos de san Josemaría, saltan a la vista las convergencias en numerosos puntos. A la vez es evidente la diversidad, por así decir, de "espíritu".
Para detallarlo algo más mencionamos sólo dos cuestiones. La primera se refiere a la "inserción" de los laicos en el mundo (las actividades temporales que edifican la sociedad humana). Para san Josemaría, los laicos no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí 192. La gracia y la condición de hijos de Dios eleva desde dentro su ser y su existencia, confiriendo a sus quehaceres un sentido de vocación y de misión.
La segunda es el tema de la libertad, concretamente la de los fieles laicos en las cuestiones temporales. El planteamiento de la misión de los laicos como prolongación de la Jerarquía, que ya hemos analizado en el apartado anterior, se refleja también en la posición de Congar. Es sintomático que Jalons no dedica ningún parágrafo a la libertad. Aunque indudablemente el tema está implícito, no tiene el relieve que merece. Lo contrario ocurre en la enseñanza de san Josemaría, que cabría definir como un espíritu de libertad de los hijos de Dios en la santificación de las actividades temporales. Este espíritu de libertad se basa en la dignidad de hijos de Dios, tiene su fin en el amor a Dios y su campo en el trabajo profesional, donde por la misma naturaleza de las actividades temporales, cabe una pluralidad de opciones dentro de la fe y de la comunión con la Iglesia. Cada uno sigue su conciencia, "sin vincular la fe cristiana a sus soluciones y opciones personales, por muy nobles y acertadas que sean" 193. Como ha escrito Juan José Sanguineti, san Josemaría proclama "la libertad como una característica esencial de la secularidad de los fieles laicos" 194.
Por lo demás, entre las numerosas aportaciones de la obra de Congar no queremos pasar por alto el amplio uso del esquema de los tria munera Christi et Ecclesiae para mostrar la riqueza del sacerdocio común y de la misión de los laicos, exponiendo con coherencia teológica la naturaleza de esta misión. También san Josemaría adopta ese esquema, como veremos en numerosos textos, sobre todo en el capítulo 2º.
2. Más cerca que de Congar, la enseñanza de san Josemaría lo está del pensamiento de Gustave Thils en su breve ensayo Teología de las realidades terrenas 195, que despertó interés desde su primera edición en 1946 y sobre todo a partir de la segunda, enteramente revisada por el autor en 1967 196. "La doctrina de Thils tiene el mérito de ser el primer intento sistemático de valorar las realidades terrenas en sí mismas a la luz del designio de la Creación y de la Redención" 197. En su obra, la creación del mundo "en Cristo" (cfr. Col 1, 16) se pone en relación con su Encarnación y la recapitulación de todas las cosas en Él al final de los tiempos 198. El fiel laico que vive la vida del Resucitado no es un extraño enviado desde fuera para ordenar las actividades temporales a la gloria de Dios, sino un hijo y heredero que toma posesión de lo suyo, dando a esas realidades su plenitud de sentido. En la obra de Thils hay un profundo cristocentrismo, una visión del cristiano como otro Cristo, presente en el mundo para asumir las realidades terrenas y ordenarlas a la gloria de Dios. Emerge así el valor salvífico de la Resurrección del Señor, misterio inseparable de la Cruz, que ilumina la existencia cristiana en el mundo, como también mostrarán otros autores 199, y se ofrece una base teológica para centrar la vida espiritual en el Sacrificio de la Eucaristía.
Un planteamiento semejante se encuentra en san Josemaría, si bien con una percepción propia e independiente de la de Thils 200. También hay algunas diferencias: san Josemaría se centra en el valor de las actividades del cristiano, Thils se fija en el valor de las realidades que son efecto de esas actividades. En ambos casos interesa la transformación cristiana del mundo, pero para san Josemaría lo principal es la actividad, porque eso es lo que se ha de santificar, y para que sea santificable, es esencial que se procure realizarla con perfección, lo que normalmente tendrá un efecto positivo; es decir el resultado bueno le interesa, pero si por motivos independientes a la propia voluntad no se alcanzara, la acción no perdería su valor en orden a la santificación. Thils, en cambio, resalta el valor del resultado –el progreso humano que objetivamente se alcanza–, planteándose en qué medida sirve y anticipa la plenitud escatológica. Las dos perspectivas están muy relacionadas, como la acción y el resultado. La segunda subraya una dimensión fundamental de la primera.
3. Posteriormente a la época a la que nos estamos refiriendo –las décadas que preceden al Concilio Vaticano II–, hace su aparición la importante obra de Hans Urs von Balthasar, Christlicher Stand (Estados de vida del cristiano), publicada en Einsiedeln en 1977. Sin embargo, el autor ha declarado que la primera redacción se remonta a 1945, aunque la reelaboró en parte para su publicación en 1977 201. Dentro de su vasta y orgánica producción teo lógica 202, es la obra que más extensamente trata el tema que aquí nos ocupa. Punto focal de su reflexión es el "estado de los consejos (evangélicos)", determinado por la asunción de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, que constituye para von Balthasar el modo paradigmático de existencia cristiana. Según él, en efecto, "el estado de los consejos, como estado de entrega de toda la persona al servicio de la redención, aparece en una unidad especial con el estado de Cristo, y adquiere por ello una función normativa frente al estado sacerdotal y al estado laical" 203. Este último sería el estado cristiano común sin más determinaciones, sin una misión específica propia. "El encargo cultural que él comparte con el mundo que está fuera de la Iglesia no es un encargo específicamente cristiano a pesar de que el cristiano debe intentar cumplirlo en el espíritu cristiano del amor" 204. En sí mismo no supone, por tanto, una vocación particular. "El estado laical en el mundo no se comporta (teológicamente) respecto al estado sacerdotal y al de los consejos como un tercer especificado, sino como lo general respecto de lo singularizado" 205. La tarea de transformar cristiana-mente el mundo debe ser realizada radicalmente desde el estado de los consejos evangélicos (como raíz de esa transformación), y correspondería en su conjunto a los institutos seculares 206. Según von Balthasar el estado laical en el mundo es, en principio, el matrimonial. "La virginidad –afirma– nunca podrá ser en la Iglesia más que un aspecto parcial del estado uno y único –contrapuesto al matrimonio– que Cristo en la cruz trajo al mundo mediante la unidad de pobreza, virginidad y obediencia como la nueva forma de la fertilidad divina" 207. No cabe, para él, hablar de "vocación laical" como de una precisa elección (al nivel del estado de los consejos), y tampoco cabe, por tanto, hablar de "vocación matrimonial". Sus palabras adquieren aquí un tono severo: "Ningún cristiano sano y no maleado por prejuicios tendrá jamás la ocurrencia de decirse que él ha elegido el estado matrimonial en virtud de una elección divina, de una elección que fuera comparable con la elección y con la llamada que reconoce o percibe en sí el llamado al sacerdocio o al seguimiento personal en el estado de los consejos. Quien opta por el matrimonio no habrá encontrado previamente en su alma aquella elección especial, y, con la mejor conciencia del mundo, sin ser consciente de una imperfección, pero también sin gloriarse por ello de un especialmente elegido camino de Dios, se decide por el estado matrimonial. Obedecerá sin más a la voluntad general de Dios con sus criaturas" 208.
Estos planteamientos han encontrado críticas 209 y la enseñanza de san Josemaría dista no poco de ellos. En otras cuestiones se pueden observar afinidades: por ejemplo, en la compenetración entre amor y conocimiento de Dios, y en la prioridad del amor (cfr. 1Jn 4, 8), tema muy querido y magistralmente expuesto en otras obras por von Balthasar, y medular también en san Josemaría al ser imprescindible para hablar de contemplación en medio del mundo. Pero en lo que se refiere a los laicos no encontramos esa afinidad. Para Josemaría Escrivá de Balaguer, el estado de vida consagrada ("estado de los consejos") no es paradigmático de la existencia cristiana, aunque sea un don de inestimable valor para la Iglesia. Hay una específica vocación y misión laical que se puede asumir sin necesidad de una nueva consagración a Dios por medio de votos. La reflexión teológica de von Balthasar, siendo de gran interés para la teología y para la vida cristiana en general, no valora que haya laicos que se saben llamados por Dios a buscar la santidad y la perfección en su propio estado y a realizar su misión peculiar sin asumir los votos de la vida consagrada. San Josemaría, en cambio, enseña que los laicos pueden responder plenamente a su vocación bautismal sin necesidad de votos, si Dios no les llama por el camino de la vida consagrada. Afirma claramente que para los laicos que desean recorrer el camino de santidad y apostolado que muestra con su enseñanza, no le interesan ni votos, ni promesas, ni forma alguna de consagración (...) diversa de la consagración que ya todos recibieron con el Bautismo 210. Los laicos pueden recibir el don del celibato o el del matrimonio y ambos dones representan llamadas de Dios a vivir la misma vocación laical. En el primer caso no tiene por qué haber una "consagración" a través de un voto; y en el segundo hay igualmente una vocación cristiana específica dentro de la llamada a la santificación en medio del mundo. Es éste un punto problemático del pensamiento de von Balthasar, no compartido por otros autores que hablan de la existencia de una verdadera "vocación al matrimonio" 211, entre ellos ciertamente san Josemaría. Ya en Camino (publicado en 1939), con el tono cordial del sacerdote que dialoga con gente joven que acude en busca de orientación, escribe: ¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? –Pues la tienes: así, vocación 212. No hace falta que nos extendamos más, porque el tema se verá con detalle en la última sección de esta Parte Preliminar, al tratar de la unidad y diversidad de vocaciones en la Iglesia.
Las reflexiones de Congar, Thils y de otros autores en los dos decenios precedentes al Concilio, contribuyen a preparar el Magisterio conciliar sobre la vocación y misión de los laicos, aunque no se puede decir sin más que lo expliquen. En el Concilio Vaticano II hay una profundización que no deriva únicamente de la especulación teológica anterior. Nunca hasta entonces el Magisterio de la Iglesia había expuestoesta cuestión con tanta amplitud y hondura. Recordemos sintéticamente algunos puntos principales.
Se proclama que "todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la Jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: "Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1Ts 4, 3; Ef 1, 4)" 213; doctrina que se reitera también bajo la forma de llamada a la perfección cristiana: "todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" 214. Se enseña que "una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión" 215. Se afirma que "la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado" 216; que los pastores "no han sido constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia" 217; que "el apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el mismo Señor en razón del Bautismo y de la Confirmación" 218; y que, por tanto, "surge de su misma vocación cristiana" 219. Se testifica que todos los cristianos participan del sacerdocio de Cristo 220 y de su triple oficio 221. El Catecismo de la Iglesia Católica, reflejando la doctrina del Concilio dirá que el sacerdocio ministerial "está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos" 222.
Toda esta doctrina se aplica –expresa y extensamente– en el Concilio a la vida corriente de los laicos. Se afirma su identidad, señalando que "la índole secular es propia y peculiar de los laicos" 223; se enseña que tienen una misión específica que cumplir: "a los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales" 224, con los que su existencia está como "entretejida", por lo que se dice también que su misión es santificar el mundo "desde dentro" 225. Se ratifica que "por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo" 226; y se hace ver que, al estar llamados a la santidad y al apostolado en la vida ordinaria, "todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en "hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre" 227. El Concilio habla también de la cooperación de los laicos en el apostolado jerárquico, pero no dice que sea ésta la única forma de su apostolado 228.
El Concilio tiene delante la crisis de la modernidad cuando se dirige a los laicos para que "conduzcan a los hombres al progreso universal en la libertad cristiana y humana (...). Procuren coordinar sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de modo que todo esto se conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien que impida,la práctica de las virtudes. (...) Porque, así como debe reconocerse que la ciudad terrena, vinculada justamente a las preocupaciones temporales, se rige por principios propios, con la misma razón hay que rechazar la infausta doctrina que intenta edificar a la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca o destruye la libertad religiosa de los ciudadanos" 229.
La consonancia de la predicación de san Josemaría con el Magisterio conciliar es total. No se trata sólo de una cierta concordancia sino de la "cordial sintonía de quien percibe que las líneas de fuerza de su pensamiento y de su predicación se encuentran presentes también como líneas de fuerza en la enseñanza conciliar" 230. Lo reconoce él mismo en una entrevista de 1968 publicada en L'Osservatore della Domenica (edición dominical de L'Osservatore Romano):
Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que –por la gracia de Dios– veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años 231.
De hecho, ha sido considerado autorizadamente como precursor del Concilio Vaticano II. Podemos recordar en este sentido unas palabras de Juan Pablo II dirigidas a los participantes en un "Congreso teológico de estudios sobre las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá" celebrado en Roma en 1993, un año después de su beatificación: "la acción del Espíritu Santo tiene como finalidad la renovación constante de la Iglesia, para que pueda cumplir con eficacia la misión que Cristo le ha encomendado. En la historia reciente de la vida eclesial, este proceso de renovación tiene un punto de referencia fundamental: el Concilio Vaticano II (...). La profunda conciencia que la Iglesia actual tiene de estar al servicio de una redención que atañe a todas las dimensiones de la existencia humana, fue preparada, bajo la guía del Espíritu Santo, por un progreso intelectual y espiritual gradual. El mensaje del beato Josemaría, al que habéis dedicado las jornadas de vuestro congreso, constituye uno de los impulsos carismáticos más significativos en esa dirección" 232.
Para documentar histórica y teológicamente este punto será necesario contar con la edición crítica de las obras completas de san Josemaría que indicará las fechas de composición de los diversos escritos. En todo caso conviene tener presente que la expresión "precursor del Concilio" se le aplica de distinto modo que a los teó logos citados antes, los cuales han ejercido un influjo a través de sus escritos de investigación. El caso de san Josemaría es diverso. En los años del Concilio, solamente se habían publicado dos libros suyos: Camino y Santo Rosario; aún no había visto la luz Conversaciones ni otros escritos sobre estos temas, pero había fundado el Opus Dei y había plasmado en su espíritu y en su labor apostólica, extendida ya entonces por todo el mundo, las enseñanzas centrales del Concilio Vaticano II a las que nos hemos referido antes.
En definitiva, cuando se afirma que san Josemaría es "precursor del Concilio" se puede hacer con base en dos hechos: 1º) sus escritos anteriores al Concilio, tanto los publicados como los no publicados: en este sentido, la afirmación está pendiente de demostración, como ya hemos dicho; 2º) la realidad del Opus Dei que, desde bastantes años antes de la asamblea ecuménica, venía difundiendo la llamada universal a la santidad y la santificación en medio del mundo, gracias a la enseñanza de san Josemaría. Los testimonios sobre este punto son muy numerosos (en la nota precedente hemos citado sólo algunos de especial relevancia). Por esta última razón se puede afirmar que es precursor del Concilio sin esperar a la edición crítica de sus escritos. A la preparación de la doctrina conciliar han contribuido no sólo las publicaciones teológicas, sino también la experiencia de realidades vivas nacidas con anterioridad en la Iglesia.
La sintonía con el Concilio Vaticano II es una coincidencia de base, o sea, de cimientos de la vocación y misión de los laicos. Además de esta base, hay en Josemaría un cuerpo de doctrina espiritual que no se encuentra explícitamente en el Concilio. Baste pensar en su enseñanza sobre el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual, o sobre la santificación del trabajo profesional como "eje" de la santificación en medio del mundo. A lo largo de este libro estudiaremos con detenimiento estos y otros aspectos típicos de su mensaje.
Después del Concilio, uno de los temas dominantes en el debate teológico es el de la "índole secular", que la Constitución Lumen gentium indica en su número 31 como "propia y peculiar" de los fieles laicos 233. En los estudios que acabamos de citar puede verse que hay quienes entienden que la secularidad no puede ser una nota teológica que define al laico por dos motivos: el primero, porque hay sacerdotes que también son "seculares"; y el segundo porque, como enseña Pablo VI (1963-1978), toda la Iglesia "tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros" 234 (por tanto, también en los religiosos).
Con respecto a lo primero hay que tener en cuenta que afirmar que la secularidad es algo propio de los laicos no implica negar la secularidad de los sacerdotes seculares. Estos no pierden la secularidad por la ordenación sacerdotal, que no les separa del mundo. A la vez, la ordenación lleva consigo que su secularidad adquiera una cualidad nueva. Álvaro del Portillo lo explica así: "En los clérigos se produce una prevalencia de su función ministerial, de suerte que si radicalmente no quedan separados del orden secular, su función en el orden profano queda supeditada a su función sacra; sólo podrán desarrollar aquellas funciones profanas que sean congruentes con su estado, y en tanto que su ejercicio sea compatible con su función en la Iglesia. En todo caso es importante tener en cuenta que radicalmente continúan insertos en el mundo; no es un fenómeno de separación sino de prevalencia y supeditación" 235. Esta observación tiene gran interés para explicar que el mensaje de san Josemaría se dirige igualmente a laicos y a sacerdotes seculares. Es un espíritu de santificación en medio del mundo que pueden asumir plenamente quienes tienen la secularidad como nota propia de su vocación en la Iglesia, ya sean laicos o sacerdotes seculares 236.
Hay otras posturas diversas al respecto. Mencionamos por su interés la de Karl Rahner contenida en un artículo de 1954 que no se refiere directamente a los sacerdotes sino a los laicos, pero que tiene consecuencias para los primeros. Rahner impugna la plena secularidad de los miembros de la Acción Católica porque en su vida tiene preponderancia la condición de "colaboradores en el apostolado jerárquico". Su razonamiento estriba en que "la verdadera condición de seglar cesa allí donde se participa en sentido propio y de manera habitual en los poderes propios de la Jerarquía, de modo que el ejercicio de tales poderes imprima, por así decirlo, carácter a la vida del interesado; es decir, modifique su puesto en el mundo. En esto es insignificante, desde el punto de vista teológico, el que en la práctica real de la Iglesia tales poderes se transmitan mediante ordenación o sin ella" 237. Ahora bien, si los seglares que colaboran de modo habitual y relevante para su vida en funciones propias de los presbíteros cesan por este motivo en la "verdadera condición de seglares" –es decir, dejan de tener como propia la nota de la secularidad–, entonces habrá que decir también, y con mayor razón, que los presbíteros no pueden tener esa nota teológica y no podría haber entonces, en sentido teológico propio, "sacerdotes (presbíteros) seculares". Sólo se podrían llamar así en sentido sociológico (por el hecho de vivir en medio del mundo). Aparte de las conclusiones que haya que sacar de las palabras de Rahner para los pertenecientes a la Acción Católica (asunto que provocó bastante polémica en su momento, porque no resultaba aceptable dudar de la verdadera secularidad de los miembros de Acción Católica), todo conduce a afirmar que –según este autor– la ordenación sacerdotal implica la pérdida de la secularidad (en el caso, claro está, de que el ordenado fuese antes un seglar; porque si ya era religioso el asunto no se plantea).
En nuestra opinión, lo que hace perder la condición secular es la consagración religiosa, no la consagración sacerdotal. Esta última comporta la pérdida de la condición laical, no la secularidad, que no pertenece sólo a los laicos. Ciertamente, la "índole secular" es propia y peculiar de los laicos, como dice Lumen gentium, 31. Pero añade que también los presbíteros "in saecularibus versari possunt, etiam saecularem professionem exercendo", de modo que también a ellos les corresponde la secularidad, pero con una cualidad nueva en su caso, pues "ratione suae particularis vocationis praecipue et ex professo ad sacrum ministerium ordinantur". O sea, la secularidad de los sacerdotes tiene una cualidad que no está presente en la "índole secular" de los laicos, pero que no afecta a la esencia de la secularidad.
Las cosas pueden aclararse si se afirma, como hace Álvaro del Portillo en las palabras antes citadas, que la secularidad no cesa por la ordenación sacerdotal porque ésta "no es un fenómeno de separación" del mundo "sino de prevalencia" del ministerio sacerdotal y de "supeditación" de todas las actividades temporales al ejercicio de ese ministerio. Esta es también, sin duda, la convicción de sanJosemaría, para quien los sacerdotes seculares son "seculares" en sentido teológico y no sólo sociológico.
La posición de Rahner, aparentemente favorable a la secularidad de los laicos, pone en tela de juicio la verdadera secularidad de los sacerdotes "seculares".
Respecto a la segunda objeción a que nos referíamos –que la "secularidad" no podría ser una nota propia de los laicos (y de los sacerdotes seculares) porque hay una "secularidad" en sentido amplio de todo miembro de la Iglesia y, por tanto, también de los religiosos–, Pedro Rodríguez hace notar que la Iglesia "no es ni un monolito uniforme, ni un agregado multitudinario y anárquico de creyentes" 238 y que su secularidad no pertenece por igual a todos sus miembros. Cabe un uso análogo del término "secularidad" que permite referirlo a cualquier miembro de la Iglesia, pero no del mismo modo. Ante todo, volvamos a recordarlo, "la índole secular es propia de los laicos" 239: la secularidad es la nota especificadora de su vocación y misión de santificar el mundo "desde dentro"; es una relación "teológica" con las actividades temporales: la relación de quien está llamado a santificarlas "ab intra", o sea, al ejercerlas y desarrollarlas para la edificación de la sociedad humana y el progreso temporal. Pero en sentido análogo la secularidad corresponde también a los religiosos, ya que viven in saeculo y tienen la misión de santificar el mundo mediante el testimonio escatológico de su vida consagrada, o sea de un modo diverso al de los fieles laicos. De hecho, la Iglesia reconoce también una "secularidad consagrada", como forma peculiar de vida consagrada en medio del mundo. Es "secularidad", pero no en el mismo sentido que la de los laicos, sino en sentido análogo 240.
El problema se presenta cuando se afirma que la "secularidad" es una nota teológica sólo si es "secularidad consagrada" (mediante la profesión de los "consejos evangélicos"), quedando la "índole secular" de los laicos reducida a simple dato sociológico, que no basta para definir su posición en la Iglesia. En el debate postconciliar, algunos han mostrado entender, en la línea de von Balthasar a la que nos hemos referido antes, que el fiel laico es simplemente el bautizado, o sea el cristiano llamado a la santidad pero aún no comprometido con una misión propia en la Iglesia; los que se comprometen serían los "laicos consagrados", aquellos que asumen los votos de la vida consagrada 241: y éstos serían los que tienen la secularidad como nota teológica propia.
En cambio, otros autores –entre ellos san Josemaría– distinguen la condición genérica de fiel, común a todos los bautizados, de la específica de laico, que comporta una misión propia y peculiar en la Iglesia, compartida por la inmensa mayoría de sus miembros 242; y sostienen que el laico no necesita de ninguna nueva consagración, distinta de la del Bautismo y de la Confirmación, paraasumir plenamente su vocación a la santidad y su misión de santificar el mundo desde dentro. Son estos fieles cristianos los que poseen la secularidad como nota teológica propia y específica de su vocación cristiana peculiar. Su secularidad o índole secular es sencillamente la relación teológica que poseen con las actividades temporales, es decir, la relación que es propia de su misma cualidad de ciudadanos corrientes pero elevada por la gracia del Bautismo a medio de santificación. Esta secularidad es un don de Dios que ya poseen como semilla desde el Bautismo y que se desarrolla cuando lo asumen. Para san Josemaría la secularidad, es uno de los modos en que se da el carisma de la santidad y del apostolado 243 en el Pueblo de Dios. Según Pedro Rodríguez es un carisma que "no le es adyacente al laico, no se superpone a su condición cristiana como fruto de una situación sociológica en el saeculum, en el mundo, sino que determina su auténtica posición teológica en la estructura fundamental de la Iglesia" 244.
Transcurridos más de veinte años del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II publicó la exhortación apostólica Christifideles laici (30-XII-1988), fruto del Sínodo de Obispos celebrado un año antes sobre "la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, a los veinte años del Concilio Vaticano II". Desde el inicio, el documento se presentaba como reafirmación de las enseñanzas conciliares y despliegue de su potencial evangelizador. Fijaba el binomio vocación-misión en su orden nativo, presentando la llamada a la santidad recibida en el Bautismo como fuente de la misión del laico. De este modo llevaba a comprender que tal misión tiene su origen en la incorporación a Cristo por medio del Bautismo, no en un mandato posterior o en la recepción de un ministerio. Vale la pena recordar algunos párrafos.
Se afirma que "ciertamente todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, "es propia y peculiar" de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión "índole secular" (...). Son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian, trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales, culturales, etc. El Concilio considera su con dición no como un dato exterior y ambiental, sino como una rea lidad destinada a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado (...). El "mundo" se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. (...) Precisamente en esta perspectiva los Padres sinodales han afirmado lo siguiente: "La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular, debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales"" (n. 15).
"Todos en la Iglesia, precisamente por ser miembros de ella, reciben y, por tanto, comparten la común vocación a la santidad. Los fieles laicos están llamados, a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna diferencia respecto de los demás miembros de la Iglesia (...). La vocación a la santidad hunde sus raíces en el Bautismo y se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente en la Eucaristía. La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (cfr. Rm 6, 22; Ga 5, 22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo" (n. 16).
"(...) Los Padres sinodales han dicho: "La unidad de vida de los fieles laicos tiene gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo"" (n. 17).
San Josemaría fue llamado a la presencia de Dios el 26 de junio de 1975, más de un decenio antes de que este documento viera la luz. No obstante hemos querido prolongar hasta aquí nuestro recorrido histórico-teológico porque la Christifideles laici ratifica puntos cruciales de la enseñanza conciliar en los que se reflejan los fundamentos del espíritu de santificación en medio del mundo que transmite san Josemaría. La exhortación emplea además en algunas cuestiones centrales una terminología muy próxima a la suya 245.
* * *
Concluimos esta parte sobre la inserción del mensaje de san Josemaría en lo que él mismo califica como el proceso teológico y vital que está llevando el laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de su Iglesia 246, y volvemos a la entrevista de 1967, citada al inicio de esta sección, en la que se pregunta por las aportaciones del Opus Dei –y de su mensaje, por tanto– a ese proceso.
Con la mesura que reclama todo juicio sobre desarrollos recientes en la vida de la Iglesia, responde que no es quizá éste el momento histórico más adecuado para hacer una valoración global de este tipo 247. A la vez, la conciencia de ser depositario de un carisma destinado a impulsar ese proceso para la edificación de la Iglesia, le lleva a indicar una serie de adquisiciones doctrinales a las que indudablemente Dios ha querido que contribuyese, en parte quizá no pequeña, el testimonio del espíritu y la vida del Opus Dei, junto con otras valiosas aportaciones de iniciativas y asociaciones apostólicas no menos beneméritas 248. Son adquisiciones doctrinales que quizá pasará todavía bastante tiempo antes de que lleguen a encarnarse realmente en la vida total del Pueblo de Dios 249. Entre ellas se encuentran el desarrollo de una auténtica espiritualidad laical; la comprensión de la peculiar tarea eclesial –no eclesiástica u oficial– propia del laico; (...) las relaciones Jerarquía-laicado 250 y, más concretamente, el deseo de buscar la perfección cristiana y de hacer apostolado, procurando la santificación del propio trabajo profesional; el vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas 251. Junto a esto se refiere también en otro momento al reconocimiento de la primacía de la persona en el apostolado y al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano 252. Son únicamente algunos rasgos, pero dejan entrever que su aportación no afecta sólo a unos aspectos particulares sino que es más general: la aportación, según sus mismas palabras, de una auténtica espiritualidad laical 253.
El marco histórico-teológico que hemos visto es sólo el primer elemento para centrar las enseñanzas de san Josemaría. Al adentrar-nos en ellas, a lo largo de estas páginas, irá apareciendo con más claridad que, dentro del proceso de evolución del laicado 254, san Josemaría se caracteriza por haber predicado la llamada universal a la santidad en medio del mundo a través del trabajo profesional y de las tareas de la vida ordinaria, poniendo como fundamento el sentido de la filiación divina recibida en el Bautismo; y por haber reivindicado, en el campo de la espiritualidad laical, una libertad cristiana que configura el modo de buscar la santidad y de llevar a cabo la misión que corresponde a los fieles laicos de vivificar desde dentro la sociedad con el espíritu de Jesucristo.
I.4. ACERCA DE LA BIBLIOGRAFÍA TEOLÓGICA SOBRE SAN JOSEMARÍA
Ya antes de 1975, año del fallecimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer, aparecieron diversos artículos sobre su pensamiento en algunas revistas teológicas. A partir de ese año la bibliografía ha crecido en cientos de títulos 255. Al final de estas páginas ofrecemos una selección en la que hemos incluido los que en nuestra opinión resultan de mayor interés para comprender teológicamente su mensaje.
En esa selección bibliográfica hemos destacado cinco obras que nos parecen básicas. Las dos primeras, de Monseñor Álvaro del Portillo y de Monseñor Javier Echevarría, respectivamente, no son estudios teológicos sino testimonios autorizados sobre la vida y la enseñanza de san Josemaría 256. Les siguen dos libros sobre el Opus Dei –uno jurídico-teológico 257 y otro estrictamente teológico 258–que exponen aspectos centrales del mensaje de san Josemaría. El quinto título es la biografía del fundador escrita por Andrés Vázquez de Prada, en tres volúmenes, la más completa de las aparecidas hasta el presente 259. A estas cinco obras habría que añadir la edición crítico-histórica de Camino, elaborada por Pedro Rodríguez, con gran riqueza de consideraciones teológicas sobre el espíritu de san Josemaría.
Particular interés revisten también las actas de congresos teológicos sobre la enseñanza de san Josemaría, en especial el que tuvo lugar en Roma en 2002 con ocasión del centenario de su nacimiento, pocos meses antes de la canonización 260. Constan de trece volúmenes estructurados en una serie de estudios sobre temas de fondo y en una vasta panorámica de artículos sobre numerosos aspectos de laenseñanza de san Josemaría, así como de aplicaciones a los diferentes sectores de la vida, del trabajo al deporte, del arte a la familia y a la ciencia.
Destacamos por último dos obras de Martin Rhonheimer sobre la enseñanza de san Josemaría en general, con especial atención a su comprensión de la libertad y de la animación de la sociedad con el espíritu cristiano 261.
Mayoritariamente, los autores que se han ocupado del mensaje de san Josemaría –entre los que se cuentan pensadores renombrados como el teólogo Leo Scheffczyk o el filósofo Cornelio Fabro– resaltan el valor de su enseñanza para la vida cristiana y la reflexión teológica. Pero también hay quienes han formulado objeciones a su pensamiento. Como estas críticas se refieren casi siempre a modos de entender la vocación y misión de los laicos, la secularidad y la espiritualidad laical, temas de los que venimos hablando en la presente sección, las examinaremos a continuación. No nos ocupamos de críticas al Opus Dei como institución o a actuaciones prácticas de sus miembros, sino sólo de aquellas que se refieren al mensaje de san Josemaría y tienen un carácter teológico: o sea, las que caen en el campo de nuestro estudio 262.
1. Citamos primero, por su antigüedad, un artículo de Hans Urs von Balthasar aparecido en 1963 con el título "Integralismus" 263. En la primera parte describe en general el peligro del integrismo dentro de la Iglesia; en la segunda pone como ejemplo el libro Camino, de Josemaría Escrivá de Balaguer. Como se sabe, el libro se compone de puntos de meditación, casi siempre muy breves. No obstante, en lugar de citarlos completos y entenderlos de acuerdo con el género literario del libro, combina frases truncadas, tomadas de diversos lugares, creando contextos artificiales. Comienza con las primeras palabras del punto 16: ¿Adocenarte? –¿¡Tú... del montón!? ¡Si has nacido para caudillo! Entre nosotros no caben los tibios (omite lo que sigue en ese punto: Humíllate y Cristo te volverá a encender con fuegos de Amor), para continuar con el inicio del punto 1: Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. Y después pasa al punto 11: Voluntad. –Energía... La selección y unión de las frases transmite una impresión de arenga belicosa. "No es científico" 264, objetó con razón John F. Coverdale en un artículo de análisis, reproduciendo a dos columnas, para permitir la comparación, los textos completos de una edición auténtica de Camino con los que cita von Balthasar. Las omisiones afectan al sentido 265.
Al artículo respondió Álvaro del Portillo con un breve comentario oficial lamentando la tergiversación llevada a cabo 266. Poco después se ocupa más ampliamente del tema Pedro Rodríguez en un artículo de 1965 267 donde, sin citar al teólogo suizo, ofrece una respuesta positiva a su afirmación de que Camino no despliega una espiritualidad "suficiente para alimentar y educar cristianamente" 268. Rodríguez hace notar que en Camino "no está contenida toda la espiritualidad del Opus Dei" 269 (o sea, el mensaje de san Josemaría), porque no era éste su propósito, e informa de que existen otros muchos escritos suyos, redactados para la formación cristiana de quienes seguían ese camino de santificación: escritos a los que es preciso acudir para conocer su pensamiento, como muestra incluyendo varias citas en el ar tículo. Estos textos manifiestan la hondura y la coherencia espiritual de las ideas que en Camino están sólo incoadas con un lenguaje vital, dirigido a fomentar el diálogo orante con Dios. Ciertamente, von Balthasar no los podía conocer en 1963, porque no estaban publicados y circulaban sólo entre los que recibían formación en los centros del Opus Dei.
La acusación de integrismo en Camino altera o desfigura una noción central del mensaje de san Josemaría: la "unidad de vida", noción que aparece explícitamente en otros escritos 270 y a la que dedicaremos el epílogo de este libro, porque en cierto modo sirve para recapitular su enseñanza. Martin Rhonheimer ha ofrecido unas reflexiones al respecto en un trabajo publicado en el centenario del nacimiento de san Josemaría 271. El integrismo religioso-político es una ideología que procede de la confusión entre esos dos ámbitos en la vida social, con la "integración" del segundo en el primero; una ideología que nada tiene que ver con la aspiración a la integridad en la conducta personal, que lleva al cristiano a procurar santificar todo lo que hace, sin reducir su fe a unas cuantas prácticas religiosas. San Josemaría lo llama, como hemos dicho, "unidad de vida". "Esta unidad de vida –explica Rhonheimer– no es un programa político sino espiritual (...). Se trata de la afirmación de que la fe debe iluminar todos los pasos del hombre en esta tierra, también su compromiso en la ciudad terrena" 272.
Hay motivos para pensar que el mismo von Balthasar debió advertir pronto lo infundado de su interpretación de Camino, porque unos meses más tarde, en otro artículo, relativizó sus críticas reduciéndolas a una "algo ruda sospecha" 273, y ya no las volvió a repetir. Tampoco citó al Opus Dei en otro escrito sobre "Integrismo hoy", aparecido poco después de su muerte 274. Y sobre todo es significativa la apreciación que hace en una entrevista de 1976 publicada en Herder Korrespondenz, donde al referirse a la situación de diversas instituciones de la Iglesia, declara: "Entre los lados positivos, mencionemos también al Opus Dei y su audacia de la síntesis entre una vida evangélica total y una secularidad total" 275. Son palabras que distan mucho de las de 1963 y que de algún modo rectifican aquella "ruda sospecha". Sin embargo no han sido tenidas en cuenta por otros autores que se limitan a repetir la crítica inicial de von Balthasar 276.
Entre los posibles orígenes de la "sospecha" de integrismo, Beat Müller ha formulado la hipótesis de un malentendido 277. Von Balthasar había fundado años antes la Johannesgemeinschaft, un instituto secular con una editorial vinculada al instituto (Johannes-Verlag). Por aquella época –estamos en 1963– también el Opus Dei tenía aún la configuración jurídica de instituto secular, aunque no lo era de hecho según declaración del propio fundador que en 1962 había solicitado a la Santa Sede la revisión de su status canónico 278. La figura de instituto secular podía hacer pensar que el planteamiento de la misión de los laicos en el Opus Dei coincidía con el de una institución de vida consagrada secular como la Johannesgemeinschaft, donde las actuaciones profesionales y las iniciativas apostólicas de sus miembros eran coordinadas y gobernadas por la institución 279. Es posible que semejante perspectiva distorsionara los hechos, llevando a atribuir al Opus Dei –y en último término a su fundador– el control de las actividades profesionales de sus miembros y a achacarle las posiciones políticas que mantuvieran personalmente ellos.
Este último punto era el más equívoco, ya que por aquella época había miembros del Opus Dei que participaban como ministros en el gobierno del General Franco en España, hecho inadmisible para quien juzgara que ese régimen político era intrínsecamente inmoral. Pero no era éste el juicio de la Jerarquía eclesiástica española que, por el contrario, animaba a los católicos a intervenir en la política, siendo un hecho que varios ministros de Franco pertenecían a la Acción Católica o a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas 280. Ante esto, nada autorizaba a Josemaría Escrivá de Balaguer a prohibir a un fiel laico del Opus Dei que obrara de ese modo, si lo deseaba. El fundador no se consideraba el superior de un instituto de vida consagrada y no podía oponerse, sin contradecir el principio de libertad en materias políticas, profesionales y culturales de que gozan los fieles corrientes: principio fundamental de su enseñanza sobre la vocación y misión del laico 281. Consecuentemente no intervenía, respetando así la libertad personal en todo lo opinable y dejando claro a la vez que esos miembros del Opus Dei no representaban a la institución 282. Es importante no olvidar, por otra parte, que, en esa misma época, había también miembros del Opus Dei que se oponían al régimen de Franco, como Rafael Calvo Serer y Antonio Fontán, que hubieron de sufrir persecución y acusaciones de signo opuesto a la de integrismo. Los testigos de los hechos –entre ellos los protagonistas directos– concuerdan en que siempre respetó la libertad cristiana de los miembros, a costa de no pocas incomprensiones, y que enseñó a respetar la de los demás con la caridad de Cristo 283.
Algunos años después del artículo de von Balthasar, Josemaría Escrivá de Balaguer se refirió al tema, sin citar al autor, respondiendo en una entrevista a la pregunta: "¿Y qué decir de ese pretendido "integrismo" que en ocasiones se ha reprochado al Opus Dei?": ¿Integrismo? El Opus Dei no está ni a la derecha ni a la izquierda, ni al centro. Yo, como sacerdote, procuro estar con Cristo, que sobre la Cruz abrió los dos brazos y no sólo uno de ellos: tomo con libertad, de cada grupo, aquello que me convence, y que me hace tener el corazón y los brazos acogedores, para toda la humanidad; y cada uno de los socios es libérrimo para escoger la opción que quiera, dentro de los términos de la fe cristiana 284.
El malentendido a que se refiere Müller sólo podía resolverse de raíz con el cambio de la configuración jurídica del Opus Dei, que dejará clara la condición de sus miembros y la libertad y responsabilidad personales en el campo profesional, cultural y político. Este cambio sólo llegaría veinte años más tarde, con la erección del Opus Dei en prelatura personal.
2. De características muy diversas es el libro del sociólogo catalán Joan Estruch, L'Opus Dei i les seves paradoxes: un estudi sociològic 285. Su idea de fondo, como refiere en el prólogo, es transponer la relación expresada por Max Weber en el título de su famosa obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, a la relación entre el Opus Dei y el desarrollo del capitalismo en España a partir de la mitad de los años cincuenta. El autor dedica la primera y más extensa parte de su libro a describir la fundación y el desarrollo del Opus Dei. Aquí intenta sostener que la historia del Opus Dei ofrecida hasta ahora por sus miembros o por personas afines –lo que llama la "literatura oficial"– no es creíble, y busca divergencias, lagunas, etc. Pone en duda, por ejemplo, que la fundación haya tenido lugar el 2 de octubre de 1928 y presenta la hipótesis de que su verdadero inicio haya sido en 1939 286. Si ya cuando escribió estas palabras –el libro se publicó en 1993– se podía lamentar la "ligereza histórico-crítica" 287, después de la biografía de Vázquez de Prada, cuyo primer volumen aparece en 1997, una tesis de ese estilo resulta insostenible. Ahí se documenta como en numerosos textos de los años 1931 a 1935, escritos y fechados de su puño y letra, san Josemaría habla de la fundación y traza sus rasgos con todo detalle 288; más fuentes del mismo tipo se encuentran en la edición crítico-histórica de Camino. El problema de la tesis de Estruch no es, sin embargo, la falta de documentación histórica, sino su enfoque de la realidad, que le lleva a "establecer" la fundación del Opus Dei según parámetros apriorísticos. Como dice Messori, Estruch intenta "analizar y juzgar una realidad religiosa como el Opus Dei (...) sólo con criterios políticos, económicos y sociológicos" 289.
La segunda parte del libro está dominada por este enfoque. La idea base es que el Opus Dei ha sido el alma del capitalismo en la España de 1960-70, como la ética protestante lo fue del capitalismo en general, según la tesis de Max Weber. Aquí es donde trae a colación al mensaje de san Josemaría, intentando mantener un parentesco entre el espíritu del Opus Dei y el protestantismo (concretamente, la ética puritana) y haciéndolo consistir en una ética del éxito. Para sostener esta tesis el autor se apoya en su propia visión sociológica. Ve que los miembros del Opus Dei procuran trabajar bien, buscan la excelencia en la profesión, valoran el progreso económico, social y civil..., y concluye que la enseñanza de san Josemaría les impulsa a considerar el éxito como prueba de la calidad moral de su trabajo. A su análisis se le ha objetado, con razón, que "una ética del éxito pone el acento en el fruto del trabajo, en el resultado al que conduce la acción de trabajar y no tanto en esta acción en sí misma; el espíritu del Opus Dei invita, en cambio, a una santificación del trabajo en cuanto tal" 290, esto es, a una vivencia de la acción de trabajar como ocasión de encuentro con Dios, "con independencia de sus eventuales resultados positivos o negativos, es decir, del hecho de que desemboque en un éxito temporal o en un fracaso" 291. El sentido de la Cruz redentora de Cristo, alma de la enseñanza de san Josemaría y de todo el espíritu cristiano, escapa a la percepción de Estruch. Su visión presupone la idea sociológica de un cristianismo pietista y puramente devocional; una idea que entra en crisis cuando la fe se encarna en la vida profesional y social manifestando su eficacia transformadora del mundo.
3. Del extremo contrario al anterior provienen las críticas del religioso Anton Rotzetter en una obra colectiva 292, representativas de los equívocos que pueden surgir si se aplican al mensaje de san Josemaría parámetros monacales: desde llamar "silencio monástico" 293 a su consejo de cultivar la paz interior para vivir la presencia de Dios a lo largo del día, hasta tachar de "dualista" a su espíritu, mostrando una comprensión bastante limitada de lo que significa santificar el mundo desde dentro.
En la misma obra colectiva, el profesor de teología Peter Eicher 294 ve en el Opus Dei un fenómeno de "restauración clerical" –lo que no deja de ser sorprendente referido a una institución que gravita en torno a los laicos– y aboga por una Iglesia de católicos libres, "aunque tengan que seguir soportando aún la estructura eclesiástica episcopal y papal" 295. Sus mismas palabras evidencian que para la discusión de la crítica de Eicher sería menester analizar su posición teológica global. Es difícil evitar la impresión de que el mensaje de san Josemaría le haya servido sólo de instrumento para expresar su propia comprensión problemática de la Iglesia.
4. Por último nos referiremos a un breve artículo de S. Cavallotto, profesor italiano de Historia de la Iglesia, sobre Josemaría Escrivá de Balaguer y el Concilio Vaticano II 296, en el que sostiene que no se encuentra entre los precursores del Concilio ni en la línea de la renovación que el Concilio ha impulsado 297. Cita varios textos magisteriales que afirman lo contrario de lo que asevera, como el Decretode la Congregación para las Causas de los Santos sobre las virtudes heroicas del fundador (9-IV-1990) y algunos discursos de Juan Pablo II. Según él se trata de valoraciones "poco convincentes en el plano histórico y teológico" 298. Reconoce que no dispone de las fuentes necesarias para sostener su tesis y presenta su trabajo, por tanto, como "apuntes provisionales" 299. Pero el problema de fondo, a nuestro parecer, no es la falta de documentación sobre san Josemaría sino la interpretación de Cavallotto sobre la doctrina conciliar. En su opinión, con la Constitución Gaudium et spes, el Vaticano II habría querido superar "un cierto planteamiento dualista y un cierto agustinismo que durante siglos han orientado las relaciones Iglesia-mundo hacia la oposición y hostilidad recíprocas, afirmando en cambio la necesidad y la fecundidad de una mutua compenetración (superación del eclesiocentrismo) e instaurando el método del diálogo" 300. Josemaría Escrivá de Balaguer sería un representante de las posturas que habría pretendido superar el Concilio, es decir, todo lo contrario de un precursor.
¿Qué se puede decir a esto? Ciertamente, el fundador del Opus Dei no es precursor de una interpretación de la doctrina conciliar que tienda a disolver la Iglesia en el mundo, olvidando que ha de ser fermento y que, por tanto, hay una inevitable tensión entre la Iglesia y el mundo real, marcado por el pecado. Su visión, en cambio, coincide –como ya se ha apuntado y sucesivamente se estudiará más a fondo– con la vertiente de la tradición que el mismo Concilio ratifica y que ve la Iglesia como "germen e inicio" 301 del Reino de Jesucristo: un reinado que incluye la búsqueda del bien común temporal y del progreso humano. Son numerosos los textos en los que san Josemaría hace ver que la misma llamada a la santificación del trabajo profesional exige que los cristianos impulsen ese progreso científico, cultural, económico, etc. Acusarle de presentar las realidades seculares "como simple "lugar" o "telón de fondo"" de la santidad del laico y decir que la santidad que predica sería "fundamentalmente extrínseca e indiferente a la edificación del mundo" 302, supone un desconocimiento de dimensiones fundamentales de su mensaje. Es cierto que no considera ese progreso como fin último de la vida cristiana, y que no reduce el Reino de Cristo al progreso humano –como tampoco lo hace la Gaudium et spes 303–, pero enseña que el laico no debe sólo "edificar el mundo" sino "santificarse y santificar a los demás edificando el mundo". El mundo no es como el decorado de una obra de tea tro, sino "materia" propia de santificación y apostolado: materia que se ha de transformar con el espíritu cristiano. Según Cavallotto, lo principal es que el laico transforme la sociedad; según san Josemaría, lo principal es que tienda a la santidad al llevar a cabo el esfuerzo por transformar la sociedad. La diferencia es notable.
Ligada a la crítica anterior se encuentra otra del mismo autor que se puede resumir así: Josemaría Escrivá de Balaguer no respeta la autonomía de las realidades temporales porque pretende santificarlas y no simplemente mejorarlas según sus propias leyes; de ahí el peligro de "integrismo" o de vuelta al ideal de una "civitas christiana" como único modelo de sociedad poseedora de valores humanos auténticos. Pero su mensaje no va en esa dirección. Valga un texto como ejemplo:
El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten,como un letrero postizo, un calificativo confesional 304.
De nuevo hay que decir que el problema no está en lo que afirma san Josemaría sino en cómo interpreta Cavallotto el Concilio. "Si por autonomía de lo temporal se entiende que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras", aclara la Gaudium et spes 305. En esta línea, san Josemaría habla de vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas 306. No se perjudica la autonomía de las cosas temporales si se las ordena a Dios. Al contrario, adquieren su pleno sentido 307. Por lo demás, no se puede olvidar la realidad del pecado, y por eso la misma Constitución conciliar dice a continuación que es necesario "purificar" las actividades humanas 308. Esa purificación, en lugar de hacer violencia a su naturaleza, le devuelve su esplendor.
En el punto central de las críticas que acabamos de examinar, Cavallotto remite a M.-D. Chenu para apoyar su visión de la "edificación del mundo" como tarea del cristiano. Chenu es asimismo el autor más citado en la bibliografía del artículo. Si esto significa que Cavallotto se inspira en su pensamiento en este punto concreto (las aportaciones del dominico francés en otros aspectos están fuera de discusión), entonces se explican mejor sus críticas. En efecto, aparte de las diferencias doctrinales que median entre la famosa obra de Chenu sobre el trabajo 309 y la enseñanza de san Josemaría –principalmente respecto a la posibilidad de integrar en el cristianismo aspectos centrales de la teoría marxista, cosa que san Josemaría excluye mientras que Chenu en cierto sentido acepta 310–, es preciso tener en cuenta que Chenu habla del trabajo fundamentalmente en sentido objetivo (del efecto de la actividad productiva del hombre en el mundo), mientras que san Josemaría se suele referir al trabajo en sentido subjetivo (la acción de trabajar y la santificación de esa acción) y, sólo derivadamente, de sus efectos en el mundo 311. Si no se distinguen estos dos ámbitos o, peor aún, si se confunden –como ocurre en el artículo de Cavallotto–, los equívocos pueden ser, y son de hecho, importantes.
Las críticas que hemos visto se refieren más o menos directamente a la Teología del laicado, como decíamos al principio de esta sección. Hay alguna otra sobre temas particulares que mencionaremos al tratar de los puntos correspondientes 312. En conjunto se puede decir que por la documentación parcial que utilizan y a veces por los prejuicios que manifiestan, no son críticas científicas, elaboradas con un método teológico. Por eso no hemos incluido esos pocos artículos en la amplia bibliografía que ofrecemos al final.
Podemos concluir estos comentarios bibliográficos refiriéndonos también a los silencios sobre la enseñanza de san Josemaría en obras de Teología. Quien examine la producción teológica científica de los últimos decenios, comprobará que es citado sobre todo en los estudios especializados sobre su figura o su doctrina espiritual, ya numerosos, pero poco en obras generales de Teología sistemática o en ensayos, aunque tengan que ver con puntos centrales de su doctrina, y esto a pesar de ser un escritor con millones de lectores e inspirador de toda una corriente de vida cristiana en medio de la sociedad 313. Nos parece que esto se debe en gran parte al hecho de que aún no están publicadas todas sus obras 314. Pero hay que añadir que la actual teología académica apenas dedica espacio a las enseñanzas de los santos que no son autores de obras científicas de teología, como puede verificarse en los manuales, incluidos algunos de Teología espiritual. Aunque poco a poco se va superando esta situación, actualmente no existe un consenso claro sobre el papel de estas enseñanzas "sapienciales", que no proceden de un discurso racional, en el trabajo teológico. Se sigue tendiendo a guardarlas piadosamente en la estantería de "espiritualidad". De cara al futuro, el estudio de la obra y doctrina de san Josemaría, como la de otros santos, podrá contribuir a resolver este problema, que no es otro –en nuestra opinión– que el de hacer el trabajo teológico más contemplativo y por tanto, en el fondo, más "teológico". Volveremos sobre el tema en el Epílogo de este libro.
Los términos básicos que emplea san Josemaría para hablar de la vida cristiana son los habituales en la tradición teológica y espiritual de la Iglesia. Empleo la terminología dogmática tradicional 315, escribe en una de sus Cartas. No tiene, por esto, necesidad de explicar en qué sentido entiende las expresiones, salvo cuando han sufrido una alteración importante por el influjo de alguna corriente de pensamiento (como, por ejemplo, "liberación", alrededor de la década de 1970).
Para concretarlo más, veremos primero cómo usa san Josemaría las fuentes de su mensaje –la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia– y los instrumentos para exponerlo, sobre todo la doctrina teológica y espiritual.
En cuanto al uso de la Sagrada Escritura, huelga decir que en las obras de san Josemaría las citas bíblicas son constantes. Como observa Francisco Varo, muchas veces "lee la Sagrada Escritura en la Vulgata latina, como era habitual en aquellos años. Pero este detalle aparentemente anecdótico pone de manifiesto que "oye" la palabra de Dios en el hoy, ahora, de cada momento, como la había leído en un texto que estaba en latín. Ese impulso vital de la locución lo mueve el Espíritu Santo con palabras de la Escritura, que son expresión de la palabra de Dios. San Josemaría es lector asiduo y atento de la palabra de Dios, pero no sólo es lector, escucha. Y eso le permite oír la voz de Dios y entender el sentido que el Señor le comunica con esas palabras de la Escritura" 316. Por lo demás, respecto al modo en que emplea la Palabra revelada en su enseñanza, se ha observado que "no cita los pasajes bíblicos como meras referencias en apoyo de lo que dice, como "argumento de Escritura". Al contrario, los textos sagrados son el punto de partida de su reflexión. Sólo los cita después de haberlos meditado repetidas veces, cuando los tenía ya incorporados a su vida" 317.
Después de las citas de la Escritura, las más frecuentes son de la Patrística. Solamente en las homilías de Es Cristo que pasa hay 42 citas de Padres y escritores cristianos antiguos; en Amigos de Dios son 69. En estos dos volúmenes predominan los Padres apostólicos, junto con san Agustín y san Juan Crisóstomo. En general, las obras más frecuentemente citadas son los comentarios patrísticos a los libros sagrados. San Josemaría tiene muy presente "la exégesis bíblica que realizaron aquellos primeros comentaristas de la Escritura" 318, pero no hace un uso académico de esos textos. Ve en ellos testimonios autorizados de la doctrina y de la vida cristiana, y los emplea sin disquisiciones cronológicas o consideraciones críticas acerca de los términos, salvo que sean imprescindibles para entenderlos correctamente.
Por lo que atañe al Magisterio de la Iglesia, en sus escritos se encuentran numerosas citas de los Romanos Pontífices del siglo XX y, sobre todo, del Concilio Vaticano II. Cuando trae a colación textos más antiguos, suelen ser de Concilios precedentes.
Vale la pena hacer una referencia al uso del Catecismo Romano o Catecismo del Concilio de Trento para los párrocos. Las citas de esta obra son muy escasas en sus escritos: ninguna en las Cartas dirigidas a los fieles del Opus Dei y solamente una en los escritos publicados 319. En cambio, en su predicación oral en torno a 1970 recomienda la lectura de este texto, como también la del Catecismo Mayor de san Pío X. Lo hace en un momento de gran desorientación, con el fin de recordar que la doctrina de fe no ha cambiado (recuérdese que el actual Catecismo de la Iglesia Católica se publica dos decenios más tarde, en 1992). Pero el marco conceptual de san Josemaría excede con mucho al Catecismo tridentino. Hay importantes desarrollos doctrinales posteriores que ha asumido: en eclesiología (por ejemplo, las relaciones entre el sacerdocio común y el ministerial; y otras muchas cuestiones que afectan a la comprensión de la vocación y misión de los laicos), y en antropología cristiana (temas como la filiación divina adoptiva, la presencia y acción del Espíritu Santo en el cristiano, el valor del trabajo humano, poco presentes en ese Catecismo y mucho, en cambio, en el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica que incorpora todo el magisterio del Concilio Vaticano II) 320. En estas cuestiones y en otras, la distancia teológica entre el Catecismo Romano y la obra de san Josemaría es semejante a la que hay entre ese Catecismo y la doctrina del Vaticano II.
Aparte de la Sagrada Escritura, de los Padres y del Magisterio, el autor más citado por san Josemaría es santo Tomás de Aquino 321. La adhesión a su doctrina deriva de las orientaciones del Magisterio. Cuando impulsa la formación teológica de los fieles –como veremos, san Josemaría insiste en la necesidad de cimentar la vida cristiana en el conocimiento de la doctrina–, hace notar que en los últimos siglos ha sido constante e ininterrumpida la recomendación, que ha hecho el Magisterio de la Iglesia, de seguir a Santo Tomás en los estudios de filosofía y de teología: recomendación expresa, reiterada tres veces en los do cumentos del último Concilio 322. La recomendación consiste en construir sobre la base de la doctrina tomista: Santo Tomás no es toda la teología, pero es piedra segura para edificar bien 323. Por tanto, en el trabajo teológico, no se trata de repetir todas y solamente las enseñanzas de Santo Tomás. Se trata de algo muy distinto: debemos ciertamente cultivar la doctrina del Doctor Angélico, pero del mismo modo que él la cultivaría hoy si viviese. Por eso, algunas veces habrá que llevar a término lo que él mismo sólo pudo comenzar; y por eso también, hacemos nuestros todos los hallazgos de otros autores, que respondan a la verdad 324. Con este enfoque abierto a toda nueva adquisición, se puede decir, en nuestra opinión, que en la doctrina de santo Tomás se encuentra la base conceptual de la enseñanza de san Josemaría.
Después del Aquinate (y de algunos Padres de la Iglesia, como san Agustín, según hemos dicho), los autores más citados por san Josemaría son maestros de vida cristiana. Los cuatro primeros, por orden del número de citas, son santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Bernardo y santa Catalina de Siena.
En general, se advierte en san Josemaría la huella de dos filones de enseñanzas sobre la vida espiritual, aunque de modo distinto: el siglo XVI español y el siglo XVII francés 324bis.
En el primer caso, la presencia de los autores de ese periodo esexplícita. Por ejemplo, acabamos de decir que son frecuentes las citas de santa Teresa y de san Juan de la Cruz. También sabemos por los testigos de su vida que leía asiduamente otros clásicos espirituales de la época, como san Juan de Ávila o fray Luis de Granada 325. Un autor ha estudiado los paralelismos de contenido, en algunos casos 326.
En cuanto al siglo XVII, consta que citaba en su predicación oral a san Francisco de Sales y recomendaba la lectura de sus obras. No sabemos decir qué otros autores de lengua francesa de esta época le resultaban familiares, pero ateniéndonos al contenido se puede observar una afinidad con el modo de contemplar el misterio de la presencia de Cristo en el cristiano por parte de Pierre de Bérulle,Jean-Jacques Olier, san Juan Eudes 327 y otros grandes maestros de la escuela francesa de espiritualidad 328.
Además de estas dos vetas, hay que señalar que san Josemaría conocía bien la Historia de un alma, de santa Teresa de Lisieux 329, así como numerosas obras de autores espirituales de la primera mitad del siglo XX cuya lectura él mismo recomendaba, como la famosa del abad trapense J.-B. Chautard (1858-1935), El alma de todo apostolado, algunas del beato benedictino Columba Marmión (1858-1923), el Decenario al Espíritu Santo, de Francisca Javiera del Valle, cuya primera edición publicada en Madrid en 1932 meditó y anotó profusamente 330, etc. Según conjetura de F. Gallego, es posible que conociera extractos de escritos inéditos de la beata Isabel de la Trinidad (1880-1906), publicados por otros autores, en los que se encuentran expresiones que también emplea san Josemaría 331. También se ha hablado de un "parentesco espiritual entre Escrivá y Newman" 332, por las afinidades en la visión del laico en la Iglesia y de las relaciones Iglesia-mundo.
El influjo de todos esos maestros de vida espiritual se manifiesta a veces en el uso, por parte de san Josemaría, de diversos conceptos y en la recomendación de ciertas prácticas de vida cristiana. La oración "Acordaos" que aconseja repetir, se remonta probablemente a san Bernardo; la noción de "examen particular" se encuentra en san Ignacio de Loyola (y antes en el libro de la Imitación de Cristo, atribuido a Tomás de Kempis); la importancia de las "cosas pequeñas" está subrayada por varios autores del siglo de oro español, especialmente por Alonso Rodríguez, autor del Ejercicio de perfección y virtudes cristianas 333; el "abandono en Dios", al que se refiere muchas veces como aspecto del espíritu de filiación divina, es típico de san Francisco de Sales; etc. No es este el lugar para un elenco extenso de los precedentes de este tipo (en la edición critico-histórica de Camino pueden verse muchos otros ejemplos). En todo caso, no hay que olvidar que los puntos que san Josemaría asume de la tradición adquieren en su enseñanza la novedad del espíritu que predica.
Aparte de las fuentes y afinidades que hemos visto, ¿se puede hablar de alguna corriente teológica que esté presente en la enseñanza de san Josemaría? ¿Es posible señalar autores contemporáneos que hayan influido en su pensamiento y puedan ofrecer, por tanto, elementos interpretativos de su mensaje?
Para responder a esta pregunta hay que partir de un dato: en ninguna de sus obras publicadas, ni en sus Cartas e Instrucciones –pendientes de edición crítica–, san Josemaría cita autores modernos o contemporáneos de teología sistemática 334. Merece la pena reflexionar sobre este hecho, indudablemente intencional.
San Josemaría realizó con óptimos resultados sus estudios en el seminario 335. Después de su ordenación sacerdotal cursó las materias de doctorado en Derecho y obtuvo el título en 1939 336. Más adelante, en 1955, se doctoró también en Sagrada Teología 337. Cultivó el estudio durante toda su vida: me paso temporadas leyendo tratados sobre la Santísima Trinidad 338, comentaba en una ocasión en 1971. A partir de su experiencia, insistió en que cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología 339. Promovió la creación de las Facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra e impulsó la investigación teológica. Trató personalmente a teólogos de reconocido prestigio y seguía con interés el debate teológico contemporáneo 340. Basta leer las entrevistas que concede entre 1966 y 1968, recogidas en Conversaciones, para advertir el conocimiento que tiene de las diversas cuestiones controvertidas. Sin embargo, a pesar de todo, no menciona en sus escritos a ningún autor contemporáneo de Teología, ni siquiera a los que tienen directa relación con los temas de que habla.
¿Qué explicación puede tener? Illanes hace notar que "en su predicación, y particularmente en su predicación originaria o más antigua, no procedió –salvo excepciones– de forma argumentativa, sino asertiva. Su modo de hablar no fue el de un pensador o teólogo que, habiendo llegado a una conclusión, aspira a comunicarla a otros aduciendo para ello argumentos y razones, sino el que corresponde a un espiritual, a un hombre que, habiendo experimentado la cercanía de Dios, la testifica con la fuerza que deriva del encuentro con Dios y de la radicación cada vez más honda en el Evangelio a la que ese encuentro ha conducido" 341. En último término, la explicación hay que buscarla, a nuestro parecer, en su convencimiento de que el mensaje que había de transmitir no procedía de la especulación ni del intercambio de ideas, sino de la luz sobrenatural que había recibido el 2 de octubre de 1928, de la que dará testimonio siempre. La conclusión es que no cabe situar a san Josemaría en el marco de una determinada escuela de pensamiento teológico contemporáneo 342.
Con las premisas anteriores, pasamos ahora a indicar algunas nociones que están en la base de la enseñanza de san Josemaría. Se trata de conceptos presentes en otros muchos autores porque son comunes a la teología. Aquí nos interesa exponerlos en la medida de lo posible con sus palabras, para que se vea cómo los entiende y los expresa, pues las fórmulas que emplea muestran a veces su comprensión personal del misterio cristiano.
Como es sabido, en la Sagrada Escritura el término "santo" significa "trascendente" o "de naturaleza absolutamente superior" 343. La santidad es un atributo propio de Dios. Se identifica con la vida íntima de la Santísima Trinidad, constituida por las procesiones divinas: la "generación" del Hijo, que procede eternamente del Padre, y la "espiración" del Espíritu Santo, procedente del Padre y del Hijo. El nombre de "procesiones" indica que no son algo estático, sino la misma Vida íntima de Dios. De ahí que el término "santidad", como atributo de Dios, designe una Vida: la Vida intratrinitaria, que es "Vida sobrenatural" porque está por encima de toda naturaleza creada.
Dios ha destinado al hombre a participar de su santidad: "nos ha elegido antes de la creación del mundo para que seamos santos" (Ef 1, 4). Siendo criatura, el cristiano recibe en el Bautismo el don de la gracia santificante, que "introduce en la intimidad de la vida trinitaria" 344, haciéndonos "partícipes de la naturaleza divina y por lo mismo realmente santos" 345. A san Josemaría le gusta recordar que san Pablo llama a los cristianos "santos" 346, porque la gracia nos hace estar metidos en Dios, endiosados 347. "Endiosamiento" o "divinización" son términos usuales en su vocabulario, en línea con la patrística griega y san Agustín 348. En ese mismo sentido escribe que la santidad consiste en la identificación con Dios 349. El término "identificación" no entraña confusión entre lo humano y lo divino, sino que equivale a la "divinización" o "deificación" de la persona humana por la gracia.
La santidad o divinización es una vida, como la santidad de Dios. La santidad, escribe san Josemaría, es vida: vida sobrenatural 350. A esa vida la llama también, como es habitual, vida de la gracia 351, entendiendo aquí por gracia la "gracia santificante": una participación de la naturaleza divina 352. No considera, pues, la gracia como una cualidad estática, sino como "vida sobrenatural", participación en la vida divina 353, que permite conducirse "como conviene a los santos" (Ef 5, 3). "Así como es santo el que os llamó –escribe san Pedro–, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, conforme a lo que dice la Escritura: sed santos, porque yo soy santo" (1P 1, 15-16; cfr. Lv 11, 44; Lv 19, 2).
El término "santidad", aplicado al hombre, se utiliza en tres sentidos: 1) como el estado o situación de quien recibe la gracia; así se dice por ejemplo que al recibir la gracia santificante el cristiano es constituido en "estado de santidad" 354: es la santidad en sentido ontológico; 2) como el obrar que debe seguir a ese estado 355; en este sentido se habla de la "santidad de vida" de una persona: se quiere decir que obra santamente o, lo que es lo mismo, que vive de modo consciente y libre la vida sobrenatural: esto es la santidad en sentido moral; 3) como la meta del cielo, la plena participación en la santidad de Dios; en este sentido se dice, por ejemplo, que hemos de "alcanzar la santidad", en sentido escatológico. El primero de estos tres sentidos designa la semilla que pone Dios; el segundo, su crecimiento, que es obra de Dios con la cooperación del hombre; el tercero, la plenitud de esa vida con todos sus frutos.
San Josemaría emplea el término en los tres sentidos. Puesto que aquí hablaremos de la vida espiritual consciente y libre del cristiano en esta tierra, lo usaremos por lo general en el segundo sentido.
La vida sobrenatural comienza en el hombre cuando "es hecho partícipe del Divino Verbo y del Amor procedente" 356, o sea de las "procesiones divinas", por el envío del Hijo y del Espíritu Santo al alma ("misiones invisibles"). En el cristiano esto sucede por primera vez en el Bautismo, que representa como un nuevo nacimiento (cfr. Jn 3, 3), un nacimiento "del agua y del Espíritu" (Jn 3, 5). Entonces Dios inhabita en nuestra alma. En el alma que está en gracia de Dios, el Espíritu Santo se pone como de asiento allí, para darnos vida de cristianos, vida sobrenatural 357. El mismo desarrollo de la vida sobrenatural lleva al cristiano a distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas 358: a tratar –a "entretenerse", dice san Josemaría– amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo 359.
Estas breves frases pueden ser suficientes para ilustrar que la vida cristiana es para san Josemaría "vida en Dios": "vida en la Santísima Trinidad", en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aunque no entra en las discusiones acerca de cómo Dios pone en el hombre la vida sobrenatural –si por vía de causalidad eficiente, como se sostenía tradicionalmente, o por vía de causalidad quasiformal, como han propuesto algunos autores del siglo XX 360, quizá por entender de un modo extrínseco la causalidad eficiente–, está muy lejos de "aislar" la vida cristiana del misterio de la Santísima Trinidad. Ateniéndonos a las expresiones que emplea, nos parece que su visión está en la línea de una teología de la participación sobrenatural en la que la presencia de la gracia creada en el hombre, entendida como vida sobrenatural participada de la vida intratrinitaria, es causada eficientemente por la Santísima Trinidad, pero su posesión por parte del cristiano sólo puede explicarse por la presencia de inhabitación de las tres Personas divinas, según su distinción relativa. En una teología de la participación, la causa eficiente trascendental implica la presencia de lo participado en los participantes (la presencia del Ser por esencia en el ser participado; y la presencia de Dios en cuanto Dios –es decir, de las tres Personas divinas en su distinción relativa– en el cristiano que participa de la vida intratrinitaria).
Leo Scheffczyk, en un estudio sobre la gracia en la espiritualidad de san Josemaría, observa que "concede prioridad y preeminencia a la gracia increada sobre la gracia creada. La gracia increa da –es decir, Dios mismo en su auto-entrega gratuita al hombre– puede ser considerada la esencia del estado de gracia, hecho presente como disposición de la persona por la gracia crea da. Esta perspectiva implica que la gracia no es en último análisis un don distinto y separado de Dios, sino que se identifica con el mismo Dador Trino que se entrega a la criatura en una unión personal misteriosa. Por eso, las afirmaciones decisivas de Escrivá sobre la santidad están hechas bajo este aspecto personal de la gracia como unión del hombre en gracia con la vida de las tres Personas divinas (...). La gracia como santidad está expresada mediante una relación personal que, sin embargo, no se caracteriza por un mero vis-à-vis y una distancia permanente, como sucede en las relaciones entre los hombres, sino que comporta una intimidad que no tiene analogía en el ámbito humano. Hace entender la gracia santificante como unión con las Personas divinas, como entrada del Espíritu divino en la mente del hombre, como sinfonía del Verbo divino y de la voz de la criatura" 361.
Estamos hablando de "gracia creada" en el sentido de "gracia santificante". Damos por supuesto que el lector tendrá presente que el término "gracia" se emplea en Teología para designar también otros dones divinos. El Paráclito es "amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las
criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación" 362. Todos estos dones son "gracias" por ser concedidos gratuitamente al hombre. Pero el término "gracia" se reserva de modo especial para los dones sobrenaturales, entre los cuales hay unos que santifican al hombre, comola gracia santificante, y otros que no comunican la santidad pero se ordenan a ella: las "gracias actuales", que son impulsos o mociones para realizar actos de las virtudes sobrenaturales; finalmente hay otros dones llamados "carismas" que el Espíritu Santo concede para formar y acrecentar el cuerpo de la Iglesia.
Con esta visión de la gracia santificante como un estar el hombre "metido" en la vida de la Santísima Trinidad y como presencia de las tres Personas que diviniza al hombre, se sortean dos peligros observables en la compleja historia de la noción de gracia. Por una parte, el peligro de "cosificarla", es decir, de pensar en la gracia como en una "cosa", perdiendo de vista su relación con la presencia misma de Dios Trino en el alma. De otra parte, el peligro contrario –derivado del intento de superar esa cosificación– de identificar la gracia con esa presencia de Dios en el hombre, dejando en la sombra la transformación deificante de la persona humana que la gracia implica. A estos peligros se ha referido Juan Pablo II haciendo notar que "en la reflexión sobre la gracia es importante evitar concebirla como una "cosa" (...). Es el don del Espíritu Santo que nos asemeja al Hijo y nos pone en relación filial con el Padre (...). La presencia del Espíritu Santo obra una transformación que influye verdadera e íntimamente en el hombre: es la gracia santificante o deificante, que eleva nuestro ser y nuestro obrar, capacitándonos para vivir en relación con la Santísima Trinidad" 363. Esta es la noción implícita en las frases de san Josemaría que hemos citado antes.
En fin, para él la vida sobrenatural en esta tierra es un anticipo del Cielo 364. O sea, la plenitud de esa vida es la visión bea tífica, visión amorosa de Dios cara a cara, que hace al hombre plenamente feliz en la gloria (cfr. 1Co 2, 9; 1Co 13, 12). La vida sobrenatural en esta tierra no implica todavía esa "visión" pero es ya un cierto "anticipo" o "incoación" –este último es el término más común en la tradición teológica 365–, porque el cristiano puede conocer y amar a las tres Personas divinas de modo sobrenatural mediante la fe animada por la caridad y pregustar por la esperanza un inicio de la felicidad eterna. Desde el don recibido en el Bautismo hasta su plenitud en la gloria celestial, la vida sobrenatural puede y debe crecer con la cooperación libre del cristiano: santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios; a mayor intimidad con el Señor, más santidad 366.
Siendo frecuente el uso del término "divinización" en la patrística griega, es también cierto que algunos Padres, sobre todo antioquenos, prefieren emplear el de "adopción" por considerarlo más bíblico 367. San Josemaría se encuentra netamente en esta línea. Para él, la elevación del hombre por la gracia –su divinización– es una adopción sobrenatural. Dios nos elevó a la participación de la naturaleza divina, a ser hijos adoptivos suyos por la gracia 368. La vida sobrenatural es, en consecuencia, vida de hijos de Dios, participación de la vida de Cristo (cfr. Jn 1, 12.16; Jn 5, 21.26; Jn 6, 57), el Hijo de Dios que ha venido al mundo para que fuéramos constituidos hijos de Dios (Ga 4, 5), capaces de participar de la intimidad divina 369.
Jesucristo no sólo nos ha alcanzado una vida nueva, sino que ese don es participación de la plenitud de vida sobrenatural de su naturaleza humana: "de su plenitud recibimos todos, y gracia sobre gracia" (Jn 1, 16). La santidad, en su realización final o escatológica, no es otra cosa que la plenitud de la filiación divina 370, y en esta tierra consiste en una progresiva identificación con Cristo 371. Esta doctrina ocupa un lugar central en san Josemaría, que continuamente enseña al cristiano que el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina 372.
Que esta filiación se llame "adoptiva" no significa que sea algo extrínseco. "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!" (1Jn 3, 1), exclama san Juan. A diferencia de la adopción entre los hombres, que confiere derechos pero no comporta un parentesco natural, la adopción sobrenatural hace realmente "hijos en el Hijo" 373, porque permite vivir la misma vida divina de Cristo. El Hijo Unigénito de Dios es de verdad "Primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29). Todo esto tendremos ocasión de verlo con detalle en el capítulo 4º. Ahora sólo nos interesa señalar, como elemento de la base conceptual, que san Josemaría entiende la adopción filial como una "participación" en la Filiación del Verbo.
Por la gracia bautismal hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable (Missale Romanum, Ordo Missae), llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo 374.
Es la misma noción de santo Tomás, para quien "la filiación adoptiva es una semejanza participada de la Filiación natural" 375. Como en otras cuestiones, el Doctor Angélico acude a la noción de "participación" para exponer la relación entre la filiación divina adoptiva (filiación participada) y la natural (Filiación subsistente) 376. Este tipo de participación –que se llama "trascendental" para indicar que lo participado subsiste fuera de los participantes– implica la presencia de lo participado en los participantes: aquí, la presencia de la Filiación subsistente (el Hijo) en la filiación participada de los hijos por adopción, lo que ayuda a comprender que la unicidad de la Filiación subsistente no impide que haya una multiplicidad de hijos por adopción: todos son "hijos en el Hijo".
Con esta base se puede comprender mejor que san Josemaría hable del cristiano como hijo de Dios en un sentido ontológico fuerte: no es "otro hijo al lado del Hijo", sino "un hijo en el único Hijo"; no es "otro Cristo junto a Cristo" sino "el mismo Cristo" porque vive en Él. En efecto, ser cristiano no se reduce a profesar una doctrina y ni siquiera a imitar un ejemplo. No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: "Iesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula!"(...) ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre! 377 Ser cristiano, en sentido pleno, es entrar en relación vital con Cristo, hasta el punto de participar en su misma vida. La vida de Cristo es vida nuestra 378, repite muchas veces san Josemaría. La santidad consiste en vivir en Cristo su misma vida sobrenatural, según las palabras de san Pablo: "no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20) 379. Llegamos así a una formulación característica de su comprensión del misterio cristiano: Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! 380
En la época de la predicación de san Josemaría, la teología profundiza notablemente en la filiación divina adoptiva y en el tema de la vida sobrenatural del cristiano como participación de la plenitud de gracia de Cristo en cuanto hombre, ofreciendo un marco de ideas que ayudan a ver al cristiano como "otro Cristo, el mismo Cristo". El terreno había sido preparado por Matthias Joseph Scheeben (1835-1888), autor de Los misterios del cristianismo, donde hace hincapié en la pertenencia de Cristo al linaje humano, cuando estudia la derivación de la gracia sobrenatural de Él a los hombres (de modo sacramental a los miembros de su Cuerpo místico) 381. Después, ya en el siglo XX, hay que mencionar el fermento de ideas que precede a la encíclica Mystici Corporis (1943), donde Pío XII trata expresamente de la unión del cristiano con Cristo 382. Ejemplos significativos son los trabajos de Émile Mersch acerca de la filiación divina del cristiano como "hijo en el Hijo" y de la unión de los miembros del Cuerpo místico con su Cabeza 383, así como la obra de Terrien sobre la filiación adoptiva 384. Josemaría Escrivá de Balaguer no los cita, como tampoco a otros autores posteriores que profundizan en la gracia en cuanto gratia Christi, como Charles Baumgartner 385, Jean-Hervé Nicolas 386 y Henri Rondet 387. No obstante, como decíamos, son autores que ayudan a entender la base teológica de su enseñanza.
Cuando propone este ideal de identificación con Jesucristo, san Josemaría le contempla como "perfecto Dios y perfecto hombre", según la fórmula del Símbolo Quicumque, repetida con frecuencia en su predicación 388. La unidad de las dos naturalezas en Cristo se le presenta como el paradigma de la vida cristiana que ha de ser, a la vez, divina y plenamente humana. Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la na turaleza 389. "La relación entre gracia y naturaleza a partir del principio de Encarnación –comenta Giuseppe Tanzella-Nitti– nos dice que todo lo que Cristo propone al hombre es, precisamente por eso, una auténtica promoción de todo aquello que es profundamente humano" 390. El ideal de la identificación con Cristo conlleva la realización plena de todos los valores humanos: nadie puede ganar al cristiano en humanidad 391. Nos detendremos en otros aspectos de esta afirmación dentro de poco. Ahora queremos subrayar que la filiación divina adoptiva, en la percepción de san Josemaría, es un don que se orienta a reproducir en el cristiano los rasgos humanos (morales) de Cristo. Podemos decir, recurriendo a una comparación, que la Humanidad de Cristo no es sólo el cauce por el que llegan al cristiano las aguas de la vida sobrenatural, sino el embalse de esas aguas en las que el cristiano está sumergido. Recibe ciertamente la vida sobrenatural "por medio de Cristo", pero además vive "en Él", "inmerso en Él" 392. Es convicción fortísima de san Josemaría que vivir la vida sobrenatural "en Cristo" implica reproducir los rasgos de su perfección humana. No es una simple imitación exterior del hombre perfecto, sino una presencia de Cristo en el cristiano.
El pensamiento de san Josemaría recorre el camino de Cristo al hombre –de la cristología a la antropología– en sintonía con la doctrina de la Constitución Gaudium et spes: "Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre" 393. El misterio de Cristo es la luz para comprender plenamente la identidad del hombre. Otros autores parecen ir de la antropología a la cristología. Para Karl Rahner, por ejemplo, la experiencia de la trascendencia, a la que el hombre está esencialmente abierto en todos sus pensamientos y acciones, revela a Cristo. Es el hombre quien revela a Cristo, más que al contrario. La conexión entre antropología y cristología se establece a costa de una cierta reducción del contenido de ésta al de aquélla 394.
Esta conexión tiene lugar en san Josemaría por un camino diverso (sin que lo exponga teológicamente): el camino que va desde la contemplación de Cristo "perfecto Dios y perfecto hombre", a la del hombre creado en Cristo a imagen y semejanza de Dios y elevado a la condición de hijo de Dios en Cristo: el cristiano en gracia vive ya ahora, aunque todavía no plenamente, la vida de Cristo resucitado.
Josemaría Escrivá de Balaguer pone en evidencia la distorsión espiritual de muchos cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre... 395. El remedio que señala no es descubrir a Cristo como Hombre a partir del hombre, sino el de contemplar a Dios en Cristo y, después, al hombre en Cristo. Veámoslo con sus palabras. Ante todo invita a descubrir, en cada uno de los gestos de Jesús, un gesto de Dios (...). Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 396. Luego, vuelve la mirada al hombre que, al recibir la gracia de Cristo, ha de vivir como Él: ha de llevar una vida de amor, porque el Hijo es el "Verbo que expira amor".
La gracia renueva al hombre desde dentro (...). Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dioses Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor. El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz 397.
El cristiano sólo llega a conocerse cuando "se mira" en Cristo. Se conoce a sí mismo en la medida en que descubre la filiación divina en Cristo como su verdad más íntima 398: la verdad de la presencia de la vida de Cristo en él, verdad que le manifiesta el sentido de su vida y le lleva a vivir la misma vida de amor de Cristo, cada vez con mayor plenitud, hasta identificarse con Él. Es ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar, en la propia vida. Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en Él 399.
"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo" (Ef 1, 3-5). Cuando levanto la mirada y me encuentro con esa frase de la Escritura Santa, se me llenan la boca y el corazón de dulzuras de miel y de panal 400. San Josemaría contempla, en las palabras del himno que abre la Carta a los Efesios, la bondad de Dios que nos ha llamado a participar de la vida divina como hijos adoptivos. Esta vida consiste esencialmente en amar, cooperando en la misión del Hijo –a la que se refiere el himno en los versículos siguientes–, para cumplir el designio del Padre de "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1, 10) formando con los hombres un solo cuerpo, la Iglesia, cuya Cabeza es el Señor (cfr. Ef 1, 22-23). Este es en síntesis "el misterio" (Ef 1, 9) de la Voluntad divina, núcleo de toda la vida cristiana 401.
Hemos hablado de la primera parte del "misterio" –el plan de Dios de hacernos hijos suyos en Cristo–, y hemos visto que la enseñanza de san Josemaría es esencialmente cristocéntrica, pero es necesario poner de relieve todavía otros aspectos, relativos a la participación en el sacerdocio de Cristo y a la condición de miembros de Cristo en la Iglesia, que trataremos en los apartados siguientes.
La enseñanza de san Josemaría está empapada de la presencia del Paráclito y del trato con Él. Sólo en las obras publicadas alude centenares de veces a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, y si incluimos las Cartas y las transcripciones de su predicación oral que hemos consultado, el número es superior a mil. Citemos sólo uno de los textos más antiguos, para dar una idea del "tono" de esas referencias:
Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar. No olvides que eres templo de Dios. –El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones 402.
San Josemaría fomenta el "descubrimiento" de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en el alma, realidad espléndida pero olvidada por muchos cristianos. En el marco de la doctrina agustiniana y tomasiana 403, contempla la procesión de la Tercera Persona en el seno de la Trinidad como Don mutuo de Amor subsistente del Padre y del Hijo, empleando términos adecuados para la predicación, como el de lazo de amor entre el Padre y el Hijo 404. A partir de la segunda procesión intratrinitaria –la "espiración" del Espíritu Santo por el Padre y el Hijo–, considera su misión santificadora. Es enviado a la Santísima Virgen en la Encarnación, para santificar la Humanidad de Cristo unida a la Persona del Verbo 405. Y viene a los hombres, para infundirles, con su presencia, el don de la gracia santificante, que les otorga una nueva semejanza sobrenatural con Dios por la que vienen a ser hijos adoptivos en el Hijo (cfr. Ga 4, 6) 406 y miembros de su Cuerpo místico 407; les infunde, junto con la gracia, el don de la caridad (cfr. Rm 5, 5), para que obren como hijos de Dios, de modo que la santidad, plenitud de la filiación divina 408, es también plenitud de la caridad 409. Además, les concede gracias actuales en abundancia 410, para moverles a vivir "según el Espíritu": vida de hijos de Dios, presidida por la caridad. En fin, san Josemaría contempla el envío del Paráclito para formar la Iglesia, convocación de los hijos de Dios, y para dirigirla asistiendo al Sucesor de Pedro y a los demás Pastores con sus dones "jerárquicos", y concediendo también otros dones "carismáticos" a los fieles para la edificación de la Iglesia en la historia, hasta la segunda venida de Jesucristo al final de los tiempos 411.
En el trasfondo teológico se advierte la huella de la profundización que ha tenido lugar en los últimos siglos.
Como es sabido, para hacer frente a la noción luterana de la justificación y de la gracia como algo meramente exterior o "forense" (el favor de Dios, que deja de imputar el pecado, pero no cambia al hombre), la teología católica puso mucho énfasis en la transformación interior, centrando la atención en la gracia creada más que en el Don increado –el Espíritu Santo presente en el alma–, tan resaltado por la patrística griega. En los siglos XVII y XVIII, y sobre todo en el XIX –con Scheeben, Möhler y Newman–, la teología vuelve a subrayar la primacía del Don increado, el envío del Espíritu Santo a los corazones para transformar al hombre en hijo adoptivo de Dios y dirigir desde dentro su conducta: verdad que permite admirar mejor la divinización del cristiano y superar el peligro de "cosificación" de la gracia, al que nos hemos referido antes. Esta línea adquiere un fuerte desarrollo a lo largo del siglo XX, incidiendo positivamente en la piedad cristiana, al ayudar a "redescubrir" la presencia del Espíritu Santo en el alma y a tratar al Paráclito secundando su acción interior que mueve a vivir como hijos de Dios 412. San Josemaría se encuentra de modo natural en esta corriente gracias al "sentido" de la filiación divina en que se apoya.
Ejemplo emblemático de la visión doctrinal que estamos comentando, es la homilía El Gran Desconocido 413, fechada en la solemnidad de Pentecostés de 1969. Precisamente ahí san Josemaría cita un texto representativo de san Cirilo de Alejandría, introduciéndolo con unas palabras que muestran cómo lo entiende. Dice que, por el trato con el Espíritu Santo,
conoceremos más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que ya antes me refería. Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si Él fuera ajenoa ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios (San Cirilo de Alejandría, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34) 414.
Las breves frases que introducen el texto de san Cirilo llevan a entenderlo en el sentido de que el Espíritu Santo hace participar al cristiano en la vida divina, fundando esa participación con su presencia 415. El Paráclito "comunica" (en sentido eficiente) al cristiano una semejanza divina, una forma creada que restituye la imagen de Dios como hijo en el Hijo, y esta comunicación es posible gracias a la presencia del Paráclito que "se imprime en los corazones". Esta última expresión indica el carácter íntimo y fundante de esa presencia. No es que el Espíritu Santo se imprima a sí mismo como forma, sino que con su presencia imprime la imagen de Cristo en el cristiano, haciéndole partícipe de su plenitud de gracia. En un Jueves Santo san Josemaría lo expresa inspirándose en otro Padre oriental:
Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catecheses, 22, 3). La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios 416.
Las palabras finales nos introducen en la última idea que es preciso mencionar aquí: la efusión del Espíritu Santo, al hacernos hijos de Dios en Cristo, "nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios". El Paráclito no obra en nosotros como en sujetos pasivos, sino que suscita nuestra acción: la de reconocernos hijos de Dios, con un reconocimiento que repercute en la conducta. Una vez hechos hijos de Dios por su presencia divinizadora, el Espíritu Santo concede también gracias actuales –luces e impulsos interiores– que mueven a acudir a las fuentes de la vida sobrenatural (los sacramentos) y a luchar para comportarse como Cristo. La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo –que viene a inhabitar en nuestras almas–, mediante la gracia que se nos concede en los sacramentos, y con una lucha ascética constante 417. De este modo "vamos siendo transformados en su misma imagen [de Cristo], cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor" (2Co 3, 18) 418.
¿Cómo entiende san Josemaría el nexo entre esta acción del Espíritu Santo y la libertad humana? El tema de la relación entre gracia y libertad tiene una larga historia, surcada por frecuentes disputas: la crisis pelagiana, de la que emerge la doctrina de san Agustín; las tesis de la Reforma y su impugnación en Trento; la controversia de auxiliis y la reprobación de los errores de Bayo y de Jansenio. En la época de san Josemaría esta historia ha desembocado, por una parte, en un cuerpo de doctrina del Magisterio que se encuentra en la base de su predicación 419; por otra, ha llevado a la teología a plantear la cuestión gracia-libertad evitando la competencia entre ambas, de modo que la necesidad de la gracia no quite valor a la libertad, ni la afirmación de la libertad eclipse la primacía absoluta de la gracia en la salvación del hombre.
Este planteamiento no podía asentarse en otro fundamento que en el ser y vivir del cristiano en Cristo. Sólo a la luz del misterio de Cristo –de su plenitud de gracia y de su libertad humana–, se contempla adecuadamente el misterio del hombre que, por el envío del Espíritu Santo, vive en Cristo. En esta línea se mueven autores del siglo XX como Dietrich von Hildebrand 420 y Romano Guardini 421, que aciertan a armonizar gracia y libertad. Josemaría Escrivá de Balaguer va por el mismo camino 422. El primado de la gracia es, según Pedro Rodríguez, una de las "líneas estructurantes" de su enseñanza 423, pero la necesidad de la cooperación libre y esforzada está subrayada continuamente en toda su obra. Nos limitamos a citar un texto que contiene los dos elementos: la primacía de la gracia, entendida como acción del Espíritu Santo, y la cooperación libre a esa acción divina:
El Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asi milarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formandocada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14) 424.
En definitiva, la identificación con Cristo es una obra del Espíritu Santo que reclama la libre cooperación humana; y esta cooperación consiste en abrirse a su acción, en el sentido de no poner obstáculos a ella. La tradición ha resumido esa actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad 425. El cristiano no puede santificarse a sí mismo ni a los demás, pero puede y debe cooperar en la santificación, dejando obrar a la gracia "con un "dejar" que implica poner en movimiento todo el dinamismo de que es capaz nuestro propio espíritu" 426, sin olvidar que esa misma cooperación suya está suscitada y sostenida por la acción divina. "Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito" (Flp 2, 13).
La conciencia de que ser hijo de Dios implica pertenecer a la Iglesia, es vivísima en san Josemaría. Recuerda, con palabras de san Cipriano, que "no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre" 427, y exclama con gozo: ¡soy católico, hijo de la Iglesia de Cristo! 428
En efecto, por la infusión del Espíritu Santo en el Bautismo el cristiano ha sido unido a Cristo formando un solo cuerpo con todos los hijos de Dios (cfr. 1Co 10, 17). En ese cuerpo, cada miembro recibe la vida sobrenatural de la Cabeza (cfr. 1Co 12, 27) 429 y recibe también el poder de ser instrumento libre para comunicarla a los demás. La vida cristiana es así vida en la Iglesia.
La visión que san Josemaría tiene de la Iglesia se refleja en las palabras iniciales de su homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, fechada el domingo de la Santísima Trinidad de 1972:
Para comenzar, quiero recordaros las palabras que nos propone San Cipriano: se nos presenta la Iglesia universal como un pueblo que obtiene su unidad a partir de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (De oratione dominica, 23). No os extrañe, por eso, que en esta fiesta de la Santísima Trinidad la homilía pueda tratar de la Iglesia; porque la Iglesia se enraíza en el misterio fundamental de nuestra fe católica: el de Dios uno en esencia y trino en personas. La Iglesia centrada en la Trinidad: así la han visto siempre los Padres 430.
Su mirada se dirige a la fuente del misterio de la Iglesia, la Santísima Trinidad, y desde ahí la contempla como comunión orgánica de los hijos de Dios que, bajo la guía del Romano Pontífice y del colegio episcopal, participan de la vida divina como hijos en el Hijo por el Espíritu Santo y también participan del sacerdocio de Cristo, para ser mediadores en Él entre Dios y los hombres y ordenar el mundo a la gloria del Padre.
Como hará el Concilio Vaticano II y de acuerdo con toda la tradición católica, san Josemaría destaca entre los miembros de la Iglesia uno "totalmente singular" 431 por su unión con la Santísima Trinidad: la Virgen María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo 432. Transmite la convicción de que, por designio divino, todos los demás miembros se unen a la Cabeza y reciben la vida sobrenatural –o la recuperan si la han perdido– por medio de María, "Madre nuestra en el orden de la gracia" 433. A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María 434. En su enseñanza, la vida de un hijo de Dios es necesariamente "mariana". Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos 435.
Ahora no se trata de desarrollar esta visión de conjunto –lo haremos en el capítulo 3º–, sino de indicar sólo la base conceptual de san Josemaría cuando habla de la Iglesia. Para esto resulta necesario describir brevemente el trasfondo teológico del siglo XX, caracterizado por una notable profundización en la eclesiología que culmina en el Concilio Vaticano II.
Los precedentes son bien conocidos. A partir del siglo XVI la comprensión católica de la Iglesia subraya fuertemente el aspecto visible, como reacción a las tesis reformadoras que habían comprometido la sacramentalidad de la Iglesia con el rechazo de su estructura jerárquica. En contraste, la teología de san Roberto Belarmino (†1621) define a la Iglesia como sociedad visible formada por los vínculos de la profesión de la misma fe, la participación en los mismos sacramentos y el reconocimiento de la potestad de los mismos legítimos pastores, principalmente del Romano Pontífice 436. En este planteamiento, "la categoría fundamental para comprender la Iglesia es la de "sociedad" (societas) y la preocupación principal es demostrar su visibilidad y su identificación en la Jerarquía" 437. Era una actitud lógica ante los problemas de la época, pero tuvo como consecuencia que otros aspectos del misterio de la Iglesia –como su realidad invisible– quedaran en segundo plano 438. El influjo de esta comprensión de la Iglesia como estructura visible y jurídica ha sido, según Congar, "inmenso y durable, sensible en el Concilio Vaticano I. Su definición de la Iglesia ha inspirado la de un gran número de tratados hasta el Vaticano II" 439.
A partir del siglo XIX, la reflexión teológica vuelve a centrarse, principalmente con Johann Adam Möhler, en el carácter mistérico de la Iglesia como organismo vivificado por el Espíritu Santo que infunde su amor en los fieles (principio pneumatológico) 440. En ese organismo se unen lo humano y lo divino de modo análogo a como se unen en Cristo las dos naturalezas (principio cristológico) 441. Su constituciónvisible es manifestación de su esencia. A partir de 1920 –que convencionalmente suele indicarse como el inicio de la renovación eclesiológica del siglo XX–, la imagen de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo se convierte en el centro de la reflexión, reclamada especialmente por la urgencia de impulsar la misión de los laicos. La encíclica Mystici Corporis (1943), de Pío XII, confirma e impulsa esta reflexión fecunda.
El Concilio Vaticano II, además de avanzar en la misma línea, utiliza el concepto de "Pueblo de Dios", para poner de relieve otros aspectos del misterio 442. La imagen paulina del "Cuerpo místico", tan expresiva de la unión vital de los fieles con Cristo y muy adecuada para avivar la conciencia de ser miembros vivos y responsables de la Iglesia 443, no decía mucho sobre las relaciones con quienes se encuentran fuera de ese Cuerpo, salvo que todos están llamados a incorporarse a él. La imagen bíblica del "Pueblo de Dios" servía para completar este aspecto, al subrayar el carácter histórico de la Iglesia como pueblo que, siendo de origen divino, tiene elementos mudables y está rodeado de otros pueblos en los que reconoce unos valores propios y con los que debe establecer relaciones para alcanzar bienes comunes en cada momento de la historia. La riqueza del misterio de la Iglesia no se agota en una sola imagen.
De hecho, san Josemaría usa las dos. La de "Pueblo de Dios" 444, de la que se sirve para destacar genéricamente la dimensión histórica de la Iglesia y para recordar a los cristianos que han de realizar la misión apostólica de llevar el Evangelio a todas las naciones; y la de "Cuerpo místico", con mayor frecuencia, probablemente porque resulta más adecuada para poner de relieve la comunión vital del cristiano con Cristo, facilitando así la explicación del espíritu de filiación divina (la vida en Cristo), base para la misión apostólica.
Aunque san Josemaría se basa en santo Tomás, cuya eclesiología abarca "la totalidad del dato eclesial en la expresión corpus mysticum" 445, no margina la dimensión histórica de la Iglesia; al contrario, ésta es connatural a su espíritu de santificación de las "realidades temporales". La sal del mundo es la Iglesia 446: sal que da sabor a todo lo terreno, de modo particular en virtud de sus miembros laicos, que se hallan inmersos en las actividades temporales. En continuidad con la tradición patrística (recuérdese en particular la Epístola a Diogneto) ve la Iglesia como alma del mundo 447, como principio vital que tiene la fuerza de configurar la historia contribuyendo a la recapitulación de todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10). Lo más significativo de su eclesiología es, sin duda, la visión de la vocación y misión de los laicos, que "son Iglesia". En este sentido, las instancias centrales de la comprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios están muy presentes en su predicación.
También afirma expresamente la doctrina de la sacramentalidad de la Iglesia, tan característica del Vaticano II 448: la Iglesia es el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo 449.
Este tema se halla muy ligado a la imagen de Pueblo de Dios, como se ve por ejemplo en la Gaudium et spes 450, pero sólo se entiende bien a la luz de la otra imagen, la del Cuerpo de Cristo, según ha puesto de relieve Joseph Ratzinger 451. "La Iglesia es el Pueblo de Dios que vive del Cuerpo de Cristo y se hace él mismo Cuerpo de Cristo en la celebración de la Eucaristía" 452. La noción de Iglesia como sacramento –o sea, signo e instrumento universal de salvación– unifica las nociones de Pueblo de Dios y de Cuerpo de Cristo 453.
Por desgracia, la noción de Pueblo de Dios ha sido empleada a veces, después del Concilio, "de modo ideológico y separado de otros conceptos complementarios presentes en los textos conciliares: Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo" 454. Se ha llegado a sostener, por ejemplo, la idea de una Iglesia nacida desde abajo, como testimonia el mismo Joseph Ratzinger 455; o para proponer que la Iglesia adopte, como otros pueblos, el sistema democrático: idea execrada por numerosos autores 456, entre ellos el mismo san Josemaría en la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia (1972); o para plantear el diálogo ecuménico sobre una base de igualitarismo entre la Iglesia católica y las Iglesias o comunidades eclesiales que no reconocen la autoridad del Romano Pontífice: planteamiento que san Josemaría considera opuesto al verdadero ecumenismo en la homilía Lealtad a la Iglesia, también de 1972; o bien, por último, y más en general, para formular una eclesiología que rompe la continuidad con el Magisterio anterior al Vaticano II y no representa un desarrollo homogéneo del dogma (por esto san Josemaría, en las dos homilías mencionadas, pone empeño en citar documentos de los Romanos Pontífices de los últimos siglos). Sin tener presente el contexto de estos años no es posible comprender bien el contenido y el tono de esas dos homilías. De hecho a veces no han sido bien entendidas por algún autor 457.
Otro elemento característico del Concilio Vaticano II es la doctrina sobre la relación entre Iglesia universal e iglesias particulares. La Iglesia universal, Cuerpo místico de Cristo, "es también el cuerpo de todas las Iglesias [particulares]" 458, formadas a imagen de la Iglesia universal, "en las cuales y a partir de las cuales existe la sola y única Iglesia católica" 459. En la predicación de san Josemaría, "la Iglesia es en primer lugar la Iglesia universal: una, santa, católica y apostólica, gobernada por los Obispos bajo la autoridad suprema del Romano Pontífice" 460.
Su preocupación es subrayar la unidad de la Iglesia y por este motivo no suele emplear el término en plural ("Iglesias"). La Iglesia es una. Las demás no son la Iglesia, aunque se puedan llamar legítimamente iglesias particulares, que son las diócesis 461. En esta afirmación y en otras semejantes se trasluce la convicción de que la Iglesia no es la simple suma de Iglesias particulares. Un documento magisterial posterior empleará la fórmula de que la Iglesia universal es "una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular" 462. Esta es claramente la convicción de san Josemaría. Según Fernando Ocáriz "tuvo siempre muy viva la conciencia de que la Iglesia universal se hace presente y obra –"inest et operatur" (Conc. Vaticano II, Decr. Christus Dominus, 11)– en las Iglesias particulares. De ahí, junto a la plena e incondicionada adhesión al Sucesor de Pedro, su unión con los Obispos diocesanos, siempre afirmada y vivida como algo esencial a la unidad de la Iglesia: una unidad que sólo da el Papa, para toda la Iglesia; y el Obispo, en comunión con la Santa Sede, para la diócesis (Carta 9-I-1932, n. 21)" 463.
Los términos que san Josemaría usa habitualmente son los de "Iglesia universal" –también "Iglesia católica", o simplemente "Iglesia"– y, para designar las Iglesias locales, "Diócesis" 464. Cuando habla de "diócesis" no la considera "como simple "provincia" de una realidad más amplia" 465, de modo semejante a las provincias de un Estado gobernadas por un "delegado" del poder central. Diócesis equivale para él a Iglesia local, con todos los elementos constitutivos de la "Iglesia particular" 466. Concretamente, no deja de recordar –y lo hace citando a santo Tomás– que los Obispos, Sucesores de los Apóstoles, son vicarios de Dios para el régimen de la Iglesia 467. No son vicarios del Romano Pontífice sino vicarios de Cris to 468.
Pareja a la sensibilidad hacia la unidad de la Iglesia corre en san Josemaría la estima por la variedad dentro de ella, reflejo de una catolicidad entendida como real y verdadera universalidad, donde cabe todo lo humano noble 469 y donde la inmensa variedad de hombres, de razas, de pueblos, de culturas, aparece –sin perder sus nobles características peculiares– en unidad de gracia, de doctrina y de régimen supremo 470.
Concluimos este apartado retomando la cuestión del cristocentrismo de san Josemaría, que habíamos dejado abierta, a la espera de tratar sobre la acción del Espíritu Santo, que unge al cristiano con una participación del sacerdocio de Cristo para que realice la misión de la Iglesia de acuerdo con su vocación específica.
Considerar que la vida sobrenatural es vida en la Iglesia –vida en comunión con los demás fieles cristianos– permite comprender mejor que cada miembro del Cuerpo místico está capacitado para transmitir esa vida a otros. Al recibir la vida sobrenatural de hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano es ungido con el crisma, lo que significa que recibe también una participación en el sacerdocio de Cristo que le habilita a cooperar en su misión redentora 471. La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención 472. El Señor ha querido hacernos corredentores con Él 473. Esta tarea se llama apostolado porque es prolongación de la misión que Jesús confió a los Apóstoles (cfr. Mt 28, 19-20), y su realización exige la cooperación entre el sacerdocio común recibido por todos los fieles en el Bautismo y el sacerdocio ministerial que algunos reciben por el sacramento del Orden para poder actuar in Persona Christi Capitis 474.
"La vocación cristiana es también, por su misma naturaleza, vocación al apostolado" 475, enseña el Concilio Vaticano II. La insistencia de san Josemaría en este punto es constante. Santidad y apostolado son inseparables porque el cristiano no sólo ha recibido la vida sobrenatural sino que ha sido hecho cooperador de su transmisión a otros, gracias a su participación en el sacerdocio de Cristo. Todo cristiano ha de ser instrumento para la unión de los demás con Cristo: ha de ser Iglesia 476. Cuando san Josemaría escribe que tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida "para adentro" 477, no quiere decir que pueda haber una vida "para adentro" que no desborde, sino que desbordará en la medida en que exista. Está claro que no hay vida sobrenatural si no se comunica a los demás, si no tiende a difundirse.
Santidad y apostolado, identificación con Cristo y cumplimiento de su misión, son inseparables en la enseñanza de san Josemaría. Las siguientes formulaciones nos parecen especialmente representativas de su visión cristocéntrica:
No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres 478.
No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor 479.
Toda espiritualidad cristiana es necesariamente cristocéntrica, pero puede tener rasgos peculiares en los diversos autores 480. Antonio Aranda ha caracterizado el cristocentrismo de san Josemaría señalando que en su espiritualidad "firmemente apoyada en la comprensión de la indestructible unidad entre ser y misión en el misterio del Verbo encarnado, la imitación de Cristo, como ejercicio y progreso de la configuración ontológica bautismal, es simultáneamente identificación con Cristo, como desarrollo de la misión apostólica de cada bautizado. Y así, la vida santificada del cristiano según el modelo de la vida santa de Jesús, es también santificadora por su misma naturaleza. Consagración y misión bautismales constituyen una misma indivisible realidad" 481. A esto hay que añadir que, en el caso del fiel laico, la identificación con Cristo se realiza en la santificación de las actividades temporales: de ahí que san Josemaría descubra una inagotable riqueza de significado en los años de vida ordinaria de Jesús en Nazaret, como también pone de manifiesto Aranda 482.
En esta Parte preliminar nos estamos fijando sobre todo en el contexto de la doctrina de san Josemaría. Por eso, no ha sido nuestra intención exponer en las páginas precedentes su pensamiento sobre la Iglesia de modo completo y sistemático. Esto se hará en capítulo 3º.
La explicación de este aspecto de la base conceptual de san Josemaría requiere una observación previa, debida al influjo actual de un sector de la cultura que promueve el "lenguaje inclusivo". San Josemaría no tiene la preocupación de distinguir entre "hombre y mujer" cada vez que se refiere al ser humano. Lo mismo que las fuentes de la Revelación cristiana, suele hablar simplemente del "hombre" para referirse a la persona humana, incluyendo al varón y a la mujer.
Principio básico de la antropología cristiana es que la persona humana ha sido creada por Dios a su imagen y semejanza, como varón y como mujer (cfr. Gn 1, 27; Gn 2, 22), con igual dignidad y con una complementariedad ordenada a manifestar la imagen y semejanza de Dios también en la unidad de ambos, para la formación de la familia y de la sociedad humana 483. La elevación sobrenatural a la dignidad de hijos de Dios asume esa igualdad y complementariedad.
San Josemaría afirma la igualdad:
En un plano esencial (...) la mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad de persona y de hija de Dios 484.
Y afirma la complementariedad:
Pero quisiera añadir que, a mi modo de ver, la igualdad esencial entre el hombre y la mujer exige precisamente que se sepa captar a la vez el papel complementario de uno y otro en la edificación de la Iglesia y en el progreso de la sociedad civil: porque no en vano los creó Dios hombre y mujer. (...) Tanto el hombre como la mujer han de sentirse justamente protagonistas de la historia de la salvación, pero uno y otro de forma complementaria 485.
Tendremos ocasión de ver, sobre todo en el capítulo 7º, cuánto peso da san Josemaría a esta complementariedad –siempre dentro de la igualdad esencial como personas e hijos de Dios– de cara a la misión de santificar el mundo desde dentro.
Asentada esta premisa, pasamos a exponer cómo entiende y expresa la elevación sobrenatural de la persona humana.
Así como la doctrina católica sobre el misterio de la unión de las naturalezas divina y humana en Cristo rechaza tanto la separación como la confusión, según las fórmulas del Concilio de Calcedonia 486, así también las explicaciones teológicas del misterio de la relación entre la naturaleza humana y la gracia santificante en el cristiano procuran evitar deformaciones análogas. Una sería la simple "yuxtaposición" de naturaleza y gracia, a la que se llega cuando la preocupación por afirmar la trascendencia de lo sobrenatural lleva a separar de tal modo lo divino de lo humano que se rompe la unidad de la vida cristiana. Otra deformación, de signo opuesto, sería la "absorción" de lo natural por lo sobrenatural, en la que se puede caer cuando, para subrayar la unidad de los dos órdenes, se deja de reconocer la consistencia de lo humano y el valor de las realidades temporales en sí mismas, con su autonomía propia, tal como la entiende el Magisterio 487. Con anterioridad se han mencionado brevemente estas dos posiciones extremas al describir el peligro de "cosificar" la gracia; ahora nos detenemos un poco más en esta importante cuestión, para poder situar adecuadamente la enseñanza de san Josemaría.
En sus escritos no ofrece un desarrollo sistemático del tema, pero sus afirmaciones no dejan lugar ni para la absorción de lo natural por lo sobrenatural ni para la simple yuxtaposición. Distingue claramente los dos órdenes pero no los separa, enseñando al cristiano a tener "unidad de vida".
En continuidad con la tradición teológica entiende que la vida sobrenatural no es sólo un don gratuito de Dios (todo lo creado es don de Dios, también la vida humana), sino un don de orden superior al de la vida humana, de modo que, siendo el hombre capaz de recibirlo 488, su naturaleza no lo exige para ser completa.
La gratuidad de lo sobrenatural, en este sentido, está expresada con las siguientes palabras:
Creados, y constituidos en corona y cabeza de la creación corpórea, hemos sido ordenados por naturaleza a servir a Dios y a rendirle culto de adoración, de amor y de alabanza. Pero además, por un decreto libre y enteramente gratuito, sin que hubiera por parte nuestra exigencia o título alguno, Dios nos elevó a la participación de la naturaleza divina, a ser hijos adoptivos suyos por la gracia, y poder así llegar en el cielo a la contemplación y al gozo de su Trinidad en la Unidad 489.
El fin último del hombre es "de hecho" sobrenatural, pero la naturaleza humana no lo exige positivamente:
Único es nuestro último fin, de hecho sobrenatural, que recoge, perfecciona y eleva nuestro fin natural, porque la gracia supone, recoge, sana y eleva la naturaleza 490.
Esta visión le permite afirmar decididamente la bondad y consistencia propia de lo humano y le lleva a confiar en el poder de la razón para descubrir la ley moral natural, aunque la fe permita conocerla con certeza superior gracias a la Revelación sobrenatural.
El orden moral cristiano es doble: de una parte, está la ley natural, en cuanto la voluntad y la ordenación divinas se nos manifiestan por la luz de la razón que conoce la naturaleza humana y de las cosas, y sus relaciones naturales esenciales, especialmente la que le ordena a su Creador y último fin, de la que dependen todas las demás (cfr. Pius XII, Litt. Enc. Summi Pontificatus, 20-X-1939: AAS 31 (1939) p. 423). De otra parte, está la Revelación, que conocemos mediante la luz de la fe, que nos hace comprender mejor aquella misma ley natural y nos manifiesta la ley divina positiva, que es propia del orden sobrenatural al que hemos sido elevados, que restauró, declaró, perfeccionó y elevó a un plano y a un fin más altos la vida moral natural de los hombres 491.
El don excelente de la vida sobrenatural no ensombrece la grandeza natural de la persona creada para amar a Dios. Al contrario, enaltece esa grandeza y este amor.
El orden moral comprende todo lo necesario para que alcancemos la vida eterna, y se resume en aquellos dos mandamientos supremos: amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo (cfr. Dt 6, 5; Mt 22, 37; Mc 12, 30; Lc 10, 27). Lo que es específico del orden sobrenatural no es este amor a Dios sobre todas las cosas –que ya es el primero y más grave deber del orden natural–, sino que ese amor sea el mismo amor divino: que amemos a Dios como Él se ama, que amemos a nuestros hermanos como Cristo nos ha amado (cfr. Jn 13, 34; Jn 11, 12). La perfección de este amor es la esencia misma de la santidad que Dios nos pide 492.
Vayamos ahora a la cuestión central: ¿cómo está presente la vida sobrenatural en el cristiano? Según hemos visto, san Josemaría afirma que se trata de una vida superior a la natural que, sin embargo, no es un añadido. Quien tiene vida sobrenatural, posee una sola vida.
La vida sobrenatural no se yuxtapone a la natural, sino que la recoge, sana y eleva 493. "La santidad, la introducción del hombre en la esfera de lo divino, no destruye su humanidad, sino que la realiza y perfecciona en su supremo nivel de plenitud" 494. Se entiende que la perfecciona, en el sentido latino de perficere –llevar a su plenitud–, si se parte de la consideración de que la persona humana, por su naturaleza, está llamada a comunicarse, de modo que "no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí misma a los demás" 495; pues bien, la vida sobrenatural perfecciona al hombre porque expande esa apertura natural a la comunión con las Personas divinas e instaura también una nueva comunión con los demás.
Por tratarse de una comunión sobre-natural, no decimos sólo que "perfecciona" sino también que "eleva" al hombre por encima de su naturaleza, infundiéndole una nueva vitalidad que consiste en la capacidad de realizar actos que van más allá de las posibilidades de la naturaleza humana: puede conocer y amar a Dios Uno y Trino como hijo adoptivo, y dar un sentido completamente nuevo –sobrenatural–a todas sus acciones nobles.
Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. (...) La conciencia de la magnitud de la dignidad humana –de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios– junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino 496.
Sin embargo, lo sobrenatural no forma parte de la naturaleza humana. La vida sobrenatural se halla presente en el cristiano de un modo diverso a como lo está la vida natural (en una persona que carezca de vida sobrenatural). Efectivamente, la vida natural no es algo accidental –una operación como caminar o pensar, que la persona puede realizar o no sin cambiar esencialmente–, sino algo sustancial del hombre 497. La vida sobrenatural, en cambio, se puede recibir o perder sin que la persona experimente un cambio sustancial. "Mientras que la vida natural pertenece a la sustancia del hombre y por eso no se recibe más o menos, el hombre participa accidentalmente de la vida de la gracia, por lo cual puede tener más o menos" 498. Incluso se ha de decir que la vida sobrenatural nunca permanece igual sino que, en cada acto libre, o crece (o se dispone a crecer), o bien muere o se dispone a morir. No hay ninguna acción libre concreta que sea neutra o indiferente con respecto a la vida sobrenatural. De ahí la conocida afirmación de san Gregorio Magno: "no avanzar hacia Dios es retroceder" 499.
Pero que el hombre participe "accidentalmente" de la vida de la gracia no quiere decir que ésta sea "poco importante", como a veces se entiende la palabra "accidental" en el lenguaje común. Al contrario, la vida sobrenatural es lo más importante y noble que puede poseer la persona humana porque, habiendo sido crea da en Cristo y para Cristo (cfr. Col 1, 15-17), ha recibido la vida natural para poder recibir la vida sobrenatural de hijo de Dios 500. "Dios nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos" (Ef 1, 4). Hasta tal punto supera en importancia la vida sobrenatural a la natural, que debe preferirse aquélla a ésta: "El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16, 25; cfr. Mt 10, 39). Se comprende que hablar de la vida sobrenatural o de la gracia santificante como de un "accidente" pueda resultar pobre. De hecho, comenta Scheffczyk, "el sentido fundamentalmente personal-dinámico que tiene la gracia para el fundador del Opus Dei hace comprensible que no le sea congenial definir la más alta forma de la gracia creada [la santificante] como accidente que inhiere en el alma o como hábito, sino que ponga en su lugar el estado final de la santidad, resultante de los actos de santificación, que sólo es pensable como algo de la persona, que le da la santidad" 501.
Se entiende así mejor que un hijo de Dios, elevado a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad, no tiene dos vidas, una divina y una humana, sino una sola vida, la vida humana elevada por la gracia, como ya hemos dicho. En consecuencia, el cristiano ha de saber que no puede comportarse en unas cosas "sólo de modo humano" (en la familia, en el trabajo o en el descanso, en las relaciones sociales) y en otras "de modo divino" (en la vida espiritual de trato con Dios, en el apostolado), porque contradiría los designios de Dios. Como ya sabemos, san Josemaría insiste en la unidad de vida y rechaza enérgicamente la tendencia a llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas 502.
Las consideraciones precedentes son básicas para comprender correctamente dos expresiones con las que san Josemaría designa la vida sobrenatural, siguiendo la tradición cristiana: "vida espiritual" y "vida interior".
1) "Vida espiritual". La vida del cristiano que busca la santidad se llama "espiritual" ante todo porque es el Espíritu Santo quien la infunde, sostiene y dirige. No se llama "espiritual" simplemente porque sea la "vida del espíritu" –los pensamientos, los sentimientos, etc.–, sino porque es vida de la persona divinizada por la gracia santificante, don del Espíritu Santo. El sujeto de la "vida espiritual" no es sólo el alma humana, sino la persona entera, unidad de alma y cuerpo elevada por la gracia. El alma y el cuerpo "no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza" 503. De hecho, el mismo cuerpo, por su unión con el alma, se convierte en templo del Paráclito: "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?" (1Co 6, 19).
Para destacar esta idea básica, vale la pena considerar que la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, que "es Espíritu" (Jn 4, 24), pero no ha sido creada como espíritu puro, sino como compuesta de cuerpo y espíritu. Esto significa, para lo que nos interesa aquí, que hay una prioridad ontológica del espíritu sobre la materia –una mayor nobleza en el modo de ser–, y una subordinación fundamental de lo corporal a lo espiritual (cfr. Rm 8; 1P 4). Pero significa igualmente que el cuerpo humano participa de la espiritualidad del alma: está espiritualizado por la unión substancial con el alma, de modo que la deificación de toda la persona por la gracia divina redunda en el cuerpo. San Josemaría lo subraya fuertemente: en el cristiano hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios 504.
2) La segunda expresión a que nos referíamos es la de "vida interior". La vida sobrenatural se designa así porque sus actos propios son interiores a la persona, no porque carezca de manifestaciones externas.
Es vida interior por excelencia, ya que la acción del Espíritu Santo llega a lo más íntimo del hombre (cfr. Ef 3, 16) y lo introduce en las profundidades de Dios 505. No consiste en el simple cumplimiento externo de una ley, sino ante todo en el trato amoroso con Dios, "más interior a mí que lo más íntimo mío" (interior intimo meo) 506, como dice san Agustín.
Pero este trato puede y debe tener lugar también en las acciones externas. Así como la "vida espiritual" de una persona cualquiera no consiste sólo en operaciones inmanentes al espíritu, como entender y querer, sino también en acciones transeúntes como escribir, cocinar o construir una casa, del mismo modo, la "vida espiritual del cristiano" (vida sobrenatural) tampoco se reduce a actos interiores o a prácticasde piedad sino que comprende todas las acciones en la medida en que las realiza para dar gloria de Dios, según las palabras de san Pablo: "Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios" (1Co 10, 31).
Con más frecuencia que "vida espiritual" y que "vida interior", san Josemaría designa la vida sobrenatural del cristiano simplemente como "vida cristiana": vida de quien busca la santidad de modo consciente y libre, tratando de vivir la vida de Jesucristo. Esta expresión, al hacer referencia a Cristo, indica la unión sin confusión que se da en el cristiano entre lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural.
La plenitud de la vida cristiana es la "vida eterna" o "vida futura" (cfr. Mt 19, 16; Mt 25, 46; Mc 10, 17; 1Tm 4, 8), y la resurrección del cuerpo es parte integrante de ella (cfr. Jn 5, 21; Jn 6, 40.54; Jn 11, 25; 1Co 15, 35-55; 2Co 5, 1-5). Ya ahora el cristiano posee un anticipo real de esa vida futura y eterna, que se manifiesta en el cuerpo y en todas las realidades materiales de la vida humana. Al pasar del pecado a la gracia ha "resucitado con Cristo" (Col 3, 1; cfr. 1Jn 3, 14), y toda su vida está "escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3; cfr. Ef 2, 5) 507.
La fe nos dice que un alma en estado de gracia es verdaderamente un alma divinizada: nos ha dado Dios las grandes y preciosas gracias que había prometido, para haceros por medio de ellas partícipes de la naturaleza divina (2P 1, 4). Este concepto teologal del hombre dista del concepto puramente humano y natural, casi tanto como dista Dios de la humanidad. Somos hombres, de carne y hueso, no ángeles. Pero también en el cuerpo, por influjo del alma en gracia, redunda esa divinización, como un anticipo de la resurrección gloriosa 508.
La subordinación del cuerpo al alma, de la materia al espíritu, no significa que haya una oposición originaria entre ambos. El sentido de la dimensión corporal de la persona es servir a su vida espiritual. Y, del mismo modo, el sentido de las realidades materiales de este mundo, tal como las ha querido Dios, es el de ser ocasión y medio para que el hombre se eleve a Él, usándolas y transformándolas con su actividad. Al hacerlo así –al integrar esas realidades en su vida sobrenatural y plasmar en ellas de algún modo la perfección del espíritu humano vivificado por la gracia divina–, el cristiano espiritualiza la creación. San Josemaría está convencido:
Necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiri tualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 509.
El sentido y la dignidad de la dimensión corporal se manifiestan plenamente en Cristo. Él es el Verbo "hecho carne" (Jn 1, 14), en quien "habita toda la plenitud de la divinidad corporal-mente" (Col 2, 9), que nos ha redimido por medio de su Humanidad Santísima –alma y cuerpo– y que ahora está a la derecha del Padre (cfr. Rm 8, 34), donde también nosotros estamos llamados a sentarnos con Él (cfr. Ef 2, 6). El estado perfecto del hombre no es el del alma separada, sino el del alma unida al cuerpo resucitado y glorioso, como de algún modo se refleja en las palabras del Señor: "Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 24, 39).
El auténtico sentido cristiano –que profesa la resurrección de toda carne– se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu 510.
Sólo después del pecado, la composición alma-cuerpo ha perdido su armonía (cfr. Rm 8, 5-8), pues la subordinación del cuerpo al alma ha quedado perturbada al rebelarse el hombre a Dios. San Pablo lo expresa cuando escribe: "veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rm 7, 23-24); y añade que "la creación entera gime y sufre toda ella con dolores de parto hasta el momento presente" (Rm 8, 22). Esto no significa, como es obvio, negar la bondad del cuerpo y de la creación material, sino reconocer que en el hombre se dan, como consecuencia del pecado, tendencias desordenadas que le inclinan a someterse a las realidades materiales en vez de vivir con la libertad de un hijo de Dios que domina su propio cuerpo (cfr. 1Co 9, 27) y trata de ordenar la creación visible a la gloria de Dios.
La vida sobrenatural se pierde por el pecado mortal (cfr. 1Jn 3, 6.8.9; 1Jn 5, 18) 511, que se llama por eso muerte del alma (cfr. Ap 3, 1). La vida de la persona deja de ser entonces una "vida según el Espíritu" (Ga 5, 16.25) y, puesto que en el hombre hay una inclinación al mal, su vida no podrá ser moralmente íntegra en el plano humano sin la gracia que sana esa enfermedad. Será en mayor o menor medida una "vida según la carne" (Rm 8, 5.12.13): la vida de una persona debilitada por las heridas de los pecados personales, que agravan la inclinación al mal, consecuencia del pecado original 512, y fácilmente arrastran a una conducta impropia de la misma dignidad humana. San Pablo la llama vida del "hombre animal" (1Co 2, 14) 513. Para vivir vida sobrenatural y plenamente humana es preciso combatir el pecado, "morir al pecado" (cfr. Rm 6, 2-7; 2Co 4, 10-18), con la ayuda de Dios.
Las "obras de la carne" –aquellas a las que conduce la inclinación al pecado de por sí, aunque no se llegue a realizarlas– son "fornicación, impureza, lujuria, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes" (Ga 5, 20-21). Como puede verse en esta enumeración, la "carne" no es el cuerpo humano, y las "obras de la carne" no son las del cuerpo, sino las obras opuestas al Espíritu Santo. A estas obras se contrapone en el mismo texto de san Pablo, "el fruto del Espíritu: caridad, alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, continencia" (Ga 5, 22-23).
El estado actual del hombre se puede comparar al de un enfermo que, aunque tiene fuerzas para realizar algunas, e incluso muchas, de las cosas propias de quien tiene buena salud, no es capaz de hacerlas todas, y además puede caerse con facilidad 514. La infusión de la gracia "reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana" 515. La gracia del Espíritu Santo sana progresivamente la inclinación al mal, aunque ésta no desaparezca nunca del todo en esta tierra, y es principio de la vida sobrenatural de hijos de Dios. "El Espíritu cura y transforma a los que lo reciben conformándolos con el Hijo de Dios" 516.
Todas estas ideas acerca de la necesidad de la vida sobrenatural para vivir también una existencia plenamente humana, se reflejan expresivamente en las siguientes palabras:
Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal (...). No olvidemos jamás que para todos –para cada uno de nosotros, por tanto– sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se pres cinde de Él. Nunca he concedido demasiado peso a los santones que alardean de no ser creyentes: los quiero muy de veras, como a todos los hombres, mis hermanos; admiro su buena voluntad, que en determinados aspectos puede mostrarse heroica, pero los compadezco, porque tienen la enorme desgracia de que les falta la luz y el calor de Dios 517.
Nótese que san Josemaría está comparando la situación en la que se encuentra una persona que destaca por sus virtudes humanas pero que no tiene fe ni, por tanto, vida sobrenatural, con la situación en la que se encontraría esa misma persona si se abriera a la gracia divina. No la está comparando con alguien que quizá sí tiene fe y vida sobrenatural, pero no pone esfuerzo en practicar las virtudes humanas. La situación de esta última es muy precaria y objetivamente contradictoria con la "vida en Cristo". En cierto sentido es peor que la del otro porque aquél, si se convierte, podrá vivir más plenamente la vida de Cristo que quien teniéndola, en realidad no quiere vivirla con mayor plenitud.
Para completar estas pocas pero imprescindibles aclaraciones, nos falta decir que la elevación sobrenatural abarca también la dimensión social de la persona humana. San Josemaría lo subraya enérgicamente: Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común 518. La infusión de la vida sobrenatural de hijos de Dios y la incorporación a la Iglesia otorga un nuevo sentido a la dimensión social de la persona que lleva a valorar la importancia de contribuir al progreso de la sociedad civil, buscando ese desarrollo, para que la gloria de Dios se manifieste también en la vida social.
Para el cristiano, la condición de miembro de la Iglesia y la de miembro de la sociedad civil, aunque son distintas, son inseparables. Al ser llamado por Dios a santificarse en medio del mundo, ha de edificar la Iglesia santificando la construcción de la sociedad civil. Cuando busca el bien común temporal y lo santifica, orientándolo a Dios, edifica ipso facto la Iglesia en el mundo. San Josemaría toca este tema al comentar la respuesta de Jesús a los fariseos que le preguntan si es lícito dar tributo al César: "Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 21). Después de recordar que san Juan Crisóstomo observa que aquellos adversarios de Jesús estaban obsesionados con "hacerle odioso al poder político" 519, añade:
Ya veis que el dilema es antiguo, como clara e inequívoca es la respuesta del Maestro. No hay –no existe– una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste. También aquí se manifiesta esa unidad de vida que –no me cansaré de repetirlo– es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales 520.
En los apartados anteriores hemos visto una serie de nociones acerca del ser y de la vida cristiana que se encuentran en la base de la enseñanza de san Josemaría. Puesto que su mensaje se orienta a la santificación en medio del mundo, nos falta completar el cuadro mostrando cómo ese ser y esa vida se despliegan en las realidades terrenas y en el tiempo, incidiendo en la historia personal y en la historia de la humanidad. Para san Josemaría cualquier actividad temporal honesta, y en particular el trabajo profesional, es medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora 521. Y en el desempeño de las actividades temporales, según sus leyes y autonomía propias, los fieles laicos han de cumplir la misión de cristianizar desde dentro el mundo entero 522. De este modo edifican la Iglesia y a la vez construyen la sociedad civil de acuerdo con la dignidad humana, buscando el bien común.
Nos fijaremos, por tanto, en dos aspectos básicos de estas enseñanzas: la visión positiva de las realidades creadas como materia de santificación; y la edificación cristiana de la historia humana.
1. Visión positiva de las realidades temporales
El hombre creado a imagen y semejanza de Dios ha recibido el mundo para trabajarlo y custodiarlo, perfeccionándolo para la gloria del Padre (cfr. Gn 2, 15; Sb 9, 1-3; Sal 8). La realidad del pecado obstaculiza esta tarea y le induce a poner su fin en las criaturas en vez de ponerlo en el Creador. De ahí que la Biblia hable del "mundo" no sólo en sentido positivo 523. El término "mundo" tiene también una acepción negativa, por ejemplo, en la expresión "reino de este mundo" (Jn 18, 36), contrapuesto al reino de Dios; y el adjetivo "mundano" tiene significado negativo cuando se condena una "vida mundana" (2Tm 4, 10), dominada por las "concupiscencias mundanas" (Tt 2, 12). Este sentido de "mundo" está presente sobre todo en el siguiente texto de san Juan: "No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Pues todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia de los bienes terrenos– no procede del Padre, sino del mundo" (1Jn 2, 15-16). Sin embargo, en el mismo corpus ioanneum el término "mundo" tiene también un sentido positivo: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 15). Una vez que ha venido el "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29; cfr. Jn 12, 47), resulta patente la diferencia entre pecado y mundo. La luz del Verbo encarnado disipa las tinieblas del pecado (cfr. Jn 1, 5 ss.) purificando el mundo para que sea reino de Cristo: reino que llegará a su consumación al final de la historia cuando los hijos de Dios, después de la resurrección de la carne, serán plenamente glorificados. Entonces el mundo, la entera creación, será renovado y habrá "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21, 1).
Durante siglos se ha insistido con más frecuencia en la acepción negativa de "mundo" que en la positiva. Se ha hablado más del "mundo" en cuanto manchado por el pecado, con los peligros que encierra para la vida cristiana, que del "mundo" como terreno de conquista para Cristo, lugar y medio de santificación. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et spes ("sobre la Iglesia en el mundo actual") ha matizado ese empleo unilateral del término, poniendo de relieve el fundamento de la acepción positiva que permite hablar de un "amor cristiano al mundo". "Tiene pues ante sí la Iglesia el mundo, esto es la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación" 524.
La enseñanza de san Josemaría se mueve en esta línea desde su comienzo. "La proclamación de la bondad del mundo en que vivimos es un rasgo esencial de su predicación" 525. La bondad del mundo es premisa necesaria para la santificación en y a través de las realidades temporales. San Josemaría no ignora el lastre del pecado ni la tentación de poner en las cosas creadas el fin último; no cierra los ojos ante el mal, pero percibe al mismo tiempo las luces divinas que reflejan las realidades de la tierra por haber sido creadas "en Cristo" y "para Él" (cfr. Col 1, 16). "Su cristocentrismo –ha escrito George Pell– supone y expresa una profunda comprensión de la realidad como participación de todas las cosas y de cada uno de los hombres en la vida de Cristo. Su teología es una visión integradora de la relación del cosmos y del hombre con Dios" 526. Invita decididamente a amar el mundo pero sin ser mundanos 527. Recuerda que el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades 528. "Se trata de una expresión paradójica –comenta Rhonheimer–, ya que afirma que el mundo es a la vez bueno y malo (...). La paradoja se resuelve si tomamos a la letra la doble afirmación. "El mundo es bueno" en cuanto obra de Dios, y sigue siendo bueno a pesar de todas las desviaciones introducidas por los pecados de los hombres. "El mundo es malo y feo" en cuanto obra exclusivamente de los hombres, si esa obra humana no es al mismo tiempo obra de Dios (...). Por el pecado, la bondad original de la creación no ha sido de ninguna manera suprimida o hecha insignificante para la vida cristiana: está siempre ahí, como latente y en potencia. Del mismo modo que fue oscurecida la bondad original, puede recibir de nuevo su luminosidad a través de la voluntad humana (responsable del mal en el mundo), si se une a la Voluntad de Dios" 529.
Este es el desafío para los cristianos. Al ser hechos hijos de Dios en el bautismo, han recibido el mundo por herencia (cfr. Sal 2, 7-8). De un modo específico lo han recibido los fieles laicos, que deben santificarlo desde dentro. Ellos sobre todo han de manifestar, según san Josemaría, aquella visión optimista de la creación, aquel amor al mundo que late en el cristianismo 530. Un amor redentor que se esfuerza por "quitar el pecado del mundo" y conducir la creación a su perfección (cfr. Rm 8, 19-21). El siguiente texto es bien expresivo de esta visión:
El mundo, hijos míos, las criaturas todas del Señor son buenas. Nos enseña la Sagrada Escritura que, concluida la obra maravillosa de la Creación, terminados el cielo y la tierra con su espléndido cortejo de seres (cfr. Gn 2, 1), contempló Dios todo lo que había hecho y vio que todo era muy bueno (Gn 1, 31).
Fue el pecado de Adán el que rompió esta divina armonía de la Creación. Pero Dios Padre, llegada la plenitud del tiempo, envió al mundo a su Hijo Unigénito para que restableciera esta paz: para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar de la intimidad divina; y para que así fuera también posible a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20).
(...) El Señor nos llama para que le imitemos como hijos suyos queridísimos –estote ergo imitatores Dei, sicut filii carissimi (Ef 5, 1), sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos–, colaborando humilde y fervorosamente en
el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina: de restablecer la divina concordia de todo lo creado 531.
En este amor al mundo tiene gran peso la visión de la dimensión social de la persona humana. Su apertura a los demás es elemento esencial de la "imagen y semejanza" de Dios Uno y Trino que hay en el hombre. Su vocación originaria a vivir en sociedad le reclama buscar el bien común y, siendo el mundo "bien común" debe amarlo. En san Josemaría, esta actitud se enraíza aún más profundamente en la filiación divina y en la consiguiente fraternidad cristiana, que se extiende a todos los hombres. Recuerda que cada cristiano tiene el deber de servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común 532. Al reconocerse hijo de Dios y hermano de los hombres, el cristiano se ha de sentir "heredero" del mundo (cfr. Rm 8, 17), ha de considerarlo como una herencia de la que debe tomar posesión, pero no para un egoísta provecho propio, porque es también herencia de los demás y ha de buscar que todos se beneficien de ella. Este modo de razonar es intrínseco al espíritu cristiano que, en último término, lleva a ver a Dios como el supremo "Bien común", por lo que no es posible buscar la propia unión con Él sin buscarla también para los demás.
De hecho, la deformación de signo "individualista" del espíritu cristiano ha estado unida en la historia a una despreocupación por el bien común terreno y a una falta de amor al mundo. En este sentido, algunas instancias del pensamiento moderno –también del que no se mueve en ámbito cristiano, como el ejemplo que vamos a citar– pueden ayudar a hacer más presente y operante ese elemento del cristianismo. Así se ha hecho notar con referencia a una importante figura de la cultura del siglo XX: "El amor al mundo es central en el pensamiento de Hannah Arendt, y por esto también la noción de bien común. Arendt podría ayudar a la teología y a la filosofía cristiana a recordar la importancia de este concepto, que prohíbe entender la salvación como una cuestión privada de cada uno con Dios. En verdad, la principal preocupación del creyente cristiano no es su salvación personal, como erróneamente creía Arendt (cfr. Vita activa. La condizione umana, Milano 1991, p. 41), sino Dios, que es el bien común más alto" 533.
En la base de esta actitud positiva ante el mundo hay dos ideas que nos parece conveniente resaltar de modo explícito: la autonomía que corresponde por designio divino a las realidades terrenas; y la necesidad de considerar esas realidades no como fin sino como medio de unión con Dios.
a) Las realidades terrenas están dotadas naturalmente de sentido. Por haber sido creadas en el Verbo (Logos), tienen una "lógica", una inteligibilidad, unas leyes propias. Y el hombre tiene una ley moral inscrita en su naturaleza. Oscurecido por el pecado, el sentido de las realidades terrenas y de las actividades humanas se ha hecho de nuevo patente gracias a la Encarnación, al haberlas asumido el Verbo, en quien y para quien han sido creadas. "La lógica que nos ha sido entregada por el evento de la Encarnación revela que el mundo es en sí bueno, ordenable a Dios" 534. Este hecho favorece la convicción, propia de la gnoseología realista, de que la verdad de las cosas no está sólo en nuestra mente, ni consiste sólo en una coherencia abstracta, como postulan las diversas formas de idealismo filosófico, sino que pertenece a las cosas mismas 535.
San Josemaría se sitúa en esta óptica de realismo cristiano. Cumbre trascendental de la ordenabilidad de las realidades terrenas a Dios es, en cierto modo, el misterio eucarístico donde el pan y el vino, realidades terrenas, no sólo se ordenan a Dios sino que se convierten sustancialmente en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo. El mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 ss.). (...) ¿Qué es esta Eucaristía –comenta en una homilía– sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo –vino y pan–, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? (cfr. Gaudium et spes, n. 38) 536.
Negar la inteligibilidad o legibilidad del mundo, como hacen algunos autores recientes 537, implica excluir la posibilidad de ordenarlas a Dios (con la consiguiente disolución de todo vínculo de la libertad humana). Por el contrario, la afirmación, recurrente en san Josemaría, de que "el mundo es bueno porque salió bueno de las manos de Dios", significa que Dios ha dejado en todas sus obras, y ante todoen el corazón del hombre, la impronta legible de su Bondad y Sabiduría.
Las realidades terrenas –predica san Josemaría– han de ser llevadas a Dios cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado 538. Se encuentra implícita aquí la noción de "autonomía" de las realidades terrenas, que el Concilio Vaticano II expondrá en la Constitución Gaudium et spes: "las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar progresivamente" 539. Esto no significa que sean independientes de Dios, como aclara el mismo texto conciliar, sino que las actividades humanas que tienen por objeto esas realidades terrenas han de ordenarse a Dios por haber sido creadas "para Cristo" (cfr. Col 1, 16), pero respetando su "consistencia, verdad y bondad propias" 540: precisamente esta es la base de que haya, como dice san Josemaría, un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 541.
Desentrañando la verdad de las cosas, el hombre puede ordenarlas a Dios en virtud de su propia autonomía que "se llama libertad" 542, cuya ley es la ley moral. También esta ley, que se resume en el amor a Dios, forma parte del "quid divinum" que se encuentra escondido no ya sólo en las realidades exteriores, sino en la misma actividad libre del hombre. Cuando el cristiano ordena las realidades terrenas a Dios respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas 543, no fuerza ni cambia la naturaleza de las cosas, sino que la asume y la desarrolla. Tampoco pierde su propia libertad, sino que la realiza en el conocimiento y amor de Dios. La santificación de las realidades terrenas perfecciona así al hombre y al mundo.
La visión del mundo que encontramos en san Josemaría –y en otros autores, ciertamente– es una visión cristiana "secular" que se caracteriza por los elementos mencionados: el reconocimiento de la autonomía de las realidades creadas y su ordenabilidad a Dios. Es una visión especialmente luminosa para los fieles corrientes que, por vocación divina, han de buscar la santidad "tratando y ordenando según Dios" 544 las realidades terrenas. Una visión que se contrapone tanto al "integrismo", en el que la afirmación de Dios se hace a costa de la autonomía de lo creado, como al "secularismo", en el que la afirmación de la autonomía temporal tiende a expulsar a Dios de la vida social 545.
b) La segunda idea, prolongación de la anterior, es que el cristiano ha de considerar las realidades terrenas como "medios" de santificación, no como fin último. La autonomía propia de esas realidades no le debe llevar a tratarlas como independientes de Dios: ha de ordenarlas a Él, "empapándolas" de amor a Dios. En este sentido son "medio" para alcanzar la santidad. "Medio" en cuanto ámbito y materia o camino por el cual el cristiano progresa en la identificación con Cristo 546.
La distinción entre fin y medios en la vida cristiana es muy importante en san Josemaría y tiene unas connotaciones en parte diversas a las que pueden encontrarse en una espiritualidad de "apartamiento del mundo". Dirigiéndose a fieles laicos, pone en guardia ante un peligro que los acecha directamente: si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones 547. Y refiriéndose concretamente a los quehaceres profesionales exhorta a tener siempre presente que constituyen exclusivamente medios para llegar al fin; nunca pueden tomarse, ni mucho menos, como lo fundamental 548.
El fin es amar a Dios como hijos en el Hijo. Y "ya ahora somos hijos de Dios" (1Jn 3, 2), aunque "todavía no se ha manifestado lo que seremos" (ibid.). El cristiano ciertamente puede vivir como hijo de Dios al realizar las actividades temporales. ¿No son acaso las mismas en que ha estado metido el Hijo Unigénito hecho hombre cuando vivió en Nazaret? Esos años de Jesús no son una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública 549. Son años reveladores de que el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino 550, redentor. En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos 551. De ahí la grandeza de la vida corriente, título y tema de una de sus homilías 552.
El espíritu que predica san Josemaría dista mucho de la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente (...). Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte. Quizá, sin querer, algunas personas consideran a Cristo como un extraño en el ambiente de los hombres 553.
Afirmar que las realidades terrenas "no son el fin" de la vida cristiana, conlleva una determinada actitud ante ellas: un "espíritu de desprendimiento", una "pobreza de espíritu", características del alma cristiana. No las menosprecia sino que las valora en la medida justa. Su nobleza es la de "ser medios" para ir a Dios, y medios necesarios en el caso de un laico, porque o sabemos encontrar ennuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca 554. Al emplearlas como medios, el cristiano les otorga su plenitud de sentido, que no prescinde de su sentido humano, sino que lo integra y eleva. De ahí el esmero con que ha de llevarlas a cabo quien pretenda santificarlas. El mandato de "cultivar" la tierra es parte integrante de la vida cristiana. Santificar las realidades terrenas exige el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste 555.
Todavía hay que añadir algo más para hacerse cargo del valor de las realidades creadas. Cuando el Apocalipsis habla de "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21, 1) después de la segunda venida de Cristo, da a entender que las realidades de este mundo no desaparecerán, sino que, transformadas, reflejarán la gloria de Dios de modo nuevo. No son por tanto como un trecho del camino que el cristiano deja atrás cuando avanza hacia la santidad, sino más bien como un vehículo que le lleva, ya que al final, en la nueva creación, recibirán, con palabras de santo Tomás, "un mayor influjo de la divina bondad: no cambiando su naturaleza, sino añadiéndoseles la perfección de una cierta gloria. Esto será la renovación del mundo" 556.
La glorificación del Cuerpo de Cristo es el modelo y la causa de la futura transformación de lo creado, que es anticipada en la Santísima Virgen María, con su Asunción en cuerpo y alma al Cielo. San Josemaría observa que la comunión eucarística viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo 557. La recepción del Cuerpo glorioso de Cristo es promesa y semilla de la inmortalidad futura. Pero advierte enseguida que esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual –espiritualista, quiero decir–, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí 558. Al contrario, precisamente el misterio eucarístico es la manifestación trascendental de la nobleza de las realidades creadas como medios de santificación. También ellas serán transformadas, aunque no de la misma manera que el pan y el vino en la transubstanciación, sino de modo análogo: no cambiarán su sustancia pero adquirirán, como decía el Aquinate, "la perfección de una cierta gloria" 559.
En el Apocalipsis puede verse el contraste entre la degradación de esas realidades cuando el hombre las trata como ídolos, y su exaltación cuando se ponen al servicio del amor a Dios. En el capítulo 18 se habla de oro y plata, de piedras preciosas y perlas, de perfumes, vino, aceite y trigo, de caballos y carros..., y de "esclavos y vidas humanas" (Ap 18, 13): todo ha sido puesto al servicio del mal, y se ha envilecido. Por el contrario, en los capítulos 21 y 22 se describe la ciudad santa en la que también hay oro, piedras preciosas, perlas, luz... "En ella estará el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos le darán culto" (Ap 22, 3): todo ha sido puesto al servicio de Dios y de este modo ha alcanzado una insuperable belleza y plenitud de sentido. Así se puede resumir la visión cristiana de las realidades creadas que caracteriza la enseñanza de san Josemaría.
El tema del perfeccionamiento de la creación y del progreso de la sociedad humana está muy relacionado con el de la edificación cristiana de la historia, que veremos a continuación. Sin embargo, no coinciden. El cristiano debe buscar el progreso temporal, pero este progreso no se identifica con la edificación cristiana de la historia.
Varios autores del siglo XX, además de san Josemaría, han destacado el valor de las realidades terrenas para el cristiano. Principalmente han sido los que desarrollaron la teología del laicado, como Gustave Thils y otros. A ellos hay que añadir a Pierre Teilhard de Chardin, que en su obra Le milieu divin (escrita en 1927 pero no publicada hasta 1957, dos años después de su muerte) sostiene una visión decididamente positiva de las realidades terrenas y de la actividad humana. La coincidencia con Josemaría Escrivá de Balaguer es patente en diversos aspectos, sin que haya habido un influjo de Teilhard en él (como se deduce de las fechas: en 1957, cuando ve la luz Le milieu divin, llevaba ya casi tres decenios predicando su propia doctrina). El universo conceptual es diverso en ambos autores. Sin embargo, desde distintas premisas, llegan a algunas conclusiones semejantes. Para Teilhard "nada hay más seguro que la posibilidad de santificación de la acción humana" 560. El cristiano debe evitar "una doble vida" conciliando "el amor a Dios y el sano amor al mundo, el esfuerzo de desprendimiento y de desarrollo". En la santificación de la actividad humana es fundamental la intención de dirigirla a Dios, pero no basta. Para Teilhard importa la convicción de estar trabajando en "la edificación de algo Definitivo" y del "valor celeste de los resultados de mi esfuerzo", porque "todo esfuerzo coopera a la terminación del mundo in Christo Iesu". Por el trabajo "completamos en nosotros el propósito de la unión divina" y nos perfeccionamos. El trabajo no es un "tiempo sustraído a la adoración", porque "en virtud de la Creación, y aún más de la Encarnación, nada es profano aquí abajo para quien sabe ver" (ibid., pp. 26-40: vid. nota anterior).
En el fondo de esta justa reivindicación del valor de las realidades terrenas, hay sin embargo una visión cosmológica y antropológica problemática. "Al pensador francés le interesa el trabajo, pero mucho más que en sí mismo, o aún, más que desde el punto de vista del hombre que trabaja o desde la óptica de la santificación, desde la perspectiva de una evolución global del cosmos hacia una cristificación total" 561. Teilhard afirma, por ejemplo, que "en virtud de la interligazón Materia-Alma-Cristo, hagamos lo que hagamos, reportamos a Dios una partícula del ser que Él desea" 562. Esa "interligazón" no está suficientemente matizada en su obra, al encontrarse dentro de una concepción general evolutiva que puede difuminar la diferencia ontológica entre materia y espíritu y la gratuidad de la Encarnación 563.
En la homilía Amar al mundo apasionadamente 564 y en otros lugares, san Josemaría habla de estos mismos temas, pero con un encuadre teológico diferente. No supone una progresión evolutiva entre materia, alma y Cristo. Reconoce, en cambio, conforme-mente al pensamiento de santo Tomás, una contigüidad y contacto entre materia y espíritu, según el principio de que "el nivel más alto de la naturaleza inferior toca (attingit) el más bajo de la naturaleza superior, en cuanto que participa en cierto modo de la naturaleza superior, aunque deficientemente" 565. Este principio tiene también una cierta aplicación respecto a lo natural y a lo sobrenatural. Siendo órdenes ontológicamente diversos, se puede hablar de una "contigüidad" entre naturaleza y gracia fundada en la capacidad natural del hombre para ser elevado a participar en la vida divina; el acto de ser de la persona humana (actus essendi) sería el ""punto de contacto" entre lo natural y lo sobrenatural" 566. El principio de contigüidad encuentra cierta aplicación respecto a la relación del cristiano con Cristo: "contigüidad" o contacto fundado en la participación en la vida sobrenatural de Cristo por parte del cristiano y en la común participación en la naturaleza humana. Este principio de "contigüidad", entendido como contacto o contigüidad metafísica (muy distinto de la visión evolutiva), se manifiesta en san Josemaría cuando habla de "espiritualizar" la materia y las realidades terrenas 567, y cuando se refiere a la "divinización" del cristiano y a su progresiva "identificación" con Jesucristo, sin que dé lugar jamás a confundir la persona del cristiano con la de Cristo. Las enseñanzas están expresadas a veces con términos semejantes a los de Teilhard, pero su sentido es en buena parte diverso, como diverso es el marco conceptual en el que se mueve.
2. La santificación del tiempo y la salvación de la historia
En este apartado describiremos primero (a) el tema que se plantea y la visión general que ofrece san Josemaría; después (b) expondremos un escenario teológico, formado por otros autores, que puede a ayudar a comprender el alcance de su enseñanza.
a) Al estar sujetas al cambio, las realidades de este mundo son esencialmente "realidades temporales": la temporalidad, en efecto, tiene que ver con el movimiento 568. En el caso del hombre, el tiempo constituye "una historia" y no sólo una sucesión de momentos, porque hay un sujeto consciente (al menos potencialmente) y libre que permanece en los cambios 569. La conciencia de sí, que es propia de la persona humana, le permite llegar a poseer su pasado y proyectar el futuro, a tener una historia personal e intervenir en la historia humana 570.
El cristiano que conoce que todas las cosas han sido creadas "por Cristo y para Cristo" (Col 1, 16), sabe que la historia humana tiene un sentido, es una "historia de salvación". Dios, que "quiere que todos los hombres se salven" (1Tm 2, 4), ha intervenido enviando al mundo al Hijo y al Espíritu Santo, y continúa interviniendo para hacer que todo coopere al bien de los que le aman (cfr. Rm 8, 28): conduce la creación entera a la recapitulación de todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10). Por eso san Josemaría recuerda que los tiempos son de Dios, que es el Señor de la historia 571. Él la dirige soberanamente a su fin. La caridad de Dios –que nos ama eternamente– está detrás de cada acontecimiento, aunque de una manera a veces oculta para nosotros 572.
Pero esos caminos no están ya establecidos. Hay una indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar 573. El curso de los sucesos depende de la respuesta libre del hombre al amor divino. En este sentido ha escrito Juan José Sanguineti que "el vínculo entre indeterminismo, verdad y libertad, que algunos filósofos ven con tono pesimista, como si tuviera que ver con el escepticismo, Josemaría Escrivá en cambio lo relaciona con una visión teológica, según la cual Dios mismo quiere "provocar" nuestra libertad, nuestro trabajo, nuestros esfuerzos, creando para nosotros un ámbito de azar, riesgo e incertidumbre, que da una peculiar consistencia a nuestra vida en la tierra, de cara a los hombres y a Dios" 574.
Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos 575.
La historia humana no es como una corriente que arrastra al cristiano sin que pueda cambiar su rumbo. El cauce del río no está trazado de antemano. No hay caminos hechos para vosotros, advertía el fundador a los primeros que escuchaban su mensaje de santificación en medio del mundo, y añadía: Los haréis, a través de las montañas, al golpe de vuestras pisadas 576.
El cristiano ha de abrir camino, encauzar los acontecimientos guiándose por la luz de Cristo.
Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios (...). Somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno 577.
Como acabamos de leer, la luz que ilumina los pasos del cristiano en la historia es para san Josemaría "la fe en Cristo". Él es la plenitud de la Revelación. Su venida al mundo al cumplirse los tiempos, permite entender que toda la historia anterior mira hacia ese momento y orienta el futuro a la consumación de la Voluntad salvífica del Padre en el último tramo que queda por recorrer hasta su segunda venida. Eneste tiempo –el tiempo de la Iglesia–, ha confiado a los miembros de su Cuerpo místico la misión de evangelizar a todo el mundo y no los abandona (cfr. Mt 28, 20). Prolonga por medio de los suyos la misión para la que ha sido enviado por el Padre, ya que por la gracia el cristiano puede vivir en la historia la misma vida de Cristo 578.
Éste es el ideal que propone san Josemaría: vivir la vida de Cristo en el "hoy" de la historia. Critica los planteamientos en los que la doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían (...) como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él 579. Pondera, por el contrario, la acción de Dios en el tiempo y predica una santidad "encarnada" en elpresente, que ve su materia en las mismas realidades terrenas y edifica, por eso mismo, la historia según los designios salvadores de Dios.
b) De los párrafos precedentes emergen tres cuestiones de fondo. Nos interesa ver cómo están presentes en el pensamiento de san Josemaría. Podemos enunciarlas así: la "Teología de la historia", la "Teología como historia de la salvación", y la "Teología de la salvación de la historia".
– La "Teología de la historia", o estudio teológico del sentido de la historia, presupone la convicción de que ese sentido se puede descubrir plenamente sólo desde la fe. Son incompatibles con una visión cristiana las "filosofías de la historia" que consideran la actividad del hombre como determinada por unas leyes inmanentes al mismo devenir, como en el materialismo de Marx, cuya dialéctica la ordena no ya a Dios sino a un estado superior de la humanidad. Otras corrientes de pensamiento niegan a la historia todo sentido que no proceda de ella misma, porque identifican el ser con el devenir, concibiendo la realidad histórica como el devenir mismo. Un ejemplo extremo es el historicismo ateo de Nietzsche y su teoría del "eterno retorno". Estas corrientes dejan al hombre a oscuras acerca de su destino eterno, que debería darle orientación para su caminar en la tierra. Según Bouyer, son filosofías que intentan transponer la escatología cristiana en términos racionalistas o materialistas, y que acaban haciendo evidente que ningún sistema de pensamiento exclusivamente humano es capaz de expresar el sentido de la historia; sólo la Encarnación del Verbo, con la vocación del hombre a la filiación divina en Cristo, permite descubrir el sentido total de la historia: "de ahí –concluye Bouyer– que el problema del sentido de la historia humana sea un problema específicamente teológico" 580. Esto no significa que la historia humana se confunda con la historia de la salvación, pero tampoco pueden separarse 581. Como observa von Balthasar, "el "muro divisorio" entre historia sagrada e historia profana queda abolido cuando la Palabra ya no resuena proféticamente bajando del cielo, sino que se hace carne, esto es, hombre" 582.
En san Josemaría es clara la visión teológica de la historia. Con palabras del historiador Giorgio Rumi, "para Escrivá el tiempo está marcado por la venida del Salvador y por la activa espera de su retorno" 583. Ya hemos visto –no hace falta repetir las citas– que considera la historia como el despliegue del grandioso proyecto divino de salvación que alcanza en Cristo su momento culminante –tanto en el sentido cronológico de la expresión "plenitud de los tiempos (chrónos)" (Ga 4, 4), como en el sentido cualitativo que tiene el texto: "el tiempo (kairós) se ha cumplido" (Mc 1, 15)–, "sobre todo porque en Cristo se unen el tiempo y la eternidad de Dios, consintiendo al hombre participar en esa unión de modo vital y concreto" 584. En san Josemaría, la espera de la segunda venida de Cristo es una "espera activa", como dice Rumi, una espera en la que el conocimiento de las rea lidades últimas –la escatología–, no quita valor al momento presente, sino que muestra, al contrario, su trascendencia y despierta la responsabilidad del cristiano.
– La "Teología como historia de la salvación" no es una visión teológica de la historia sino un planteamiento de la misma Teología que –como indica el subtítulo de una de las obras más representativas de este enfoque 585– intenta poner de relieve la importancia reveladora de los hechos de la historia de la salvación, junto con la palabra de Dios 586.
Existen enfoques diversos de la "Teología como historia de la salvación", según la base filosófica empleada y concretamente según como se entienda la relación entre ser y tiempo. Hay autores que, usando la metafísica de Heidegger, introducen la temporalidad en la noción de ser y la historia en Dios (no sólo a Dios en la historia). Recuérdese en esta línea la afirmación de Rahner según la cual "la Trinidad inmanente es la trinidad económica y viceversa" 587. El "viceversa" parece implicar, en línea de principio –hay matices en los que aquí no nos podemos detener–, que la historia de la salvación es constitutiva del Ser divino, toda vez que Dios ha creado.
La enseñanza de san Josemaría no puede situarse en ese marco. La metafísica tomista que está en su base difiere de la heideggeriana en puntos capitales, entre ellos en la concepción del tiempo 588. Como explica Luis Romera, en el hombre es preciso distinguir entre su "identidad constitutiva" (esencial) y su "identidad constituida" (su ser biográfico); el hombre configura ésta última en el tiempo, a través de sus decisiones libres; pero sólo si "corresponde a la finalidad a la que apunta su identidad constitutiva (esencial), el hombre llega a su plenitud; en el caso contrario, acaba en la negación de sí, en la alienación" 589. La temporalidad implica también que el hombre existe en un contexto que hereda y que él mismo contribuye a configurar. Este contexto histórico influye en su identidad constituida, y por eso el hombre es un ser histórico. Pero no basta, para saber quién es el hombre, conocer su identidad constituida por lo que él ha creado en la historia y en su propia biografía. Hace falta conocer su identidad esencial. "Sólo en la medida en que el hombre desentrañe su núcleo ontológico constitutivo, alcanza el conocimiento de quién es. Desde la comprensión de su ser constitutivo y de la finalidad que implica, será capaz de orientar su existencia según su identidad, evitando el peligro de la alienación" 590. Nos parece que este planteamiento, en el que no hay una temporalización del ser pero se reconoce el papel del tiempo y de la historia en el de sarrollo del ser personal, es una base adecuada para la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer.
El renovado interés por la Teología como historia de la salvación en el siglo XX deriva principalmente de dos motivos. El primero es la reacción a la "desmitologización" de Bultmann que veía en cuanto hay de sobrenatural e histórico en la Revelación una envoltura mitológica de la que sería preciso deshacerse para conocer lo que la Revelación transmite 591. No nos detenemos en esta cuestión porque no nos pareceque haya tenido influjo directo en san Josemaría. El segundo motivo le afecta de lleno. Según diversos autores 592, el interés moderno por el planteamiento de la Teología como historia de la salvación deriva en buena parte del desarrollo de la teología del laicado como respuesta al proceso moderno de secularización y a la acusación de que la tradición espiritual católica se despreocupa de la historia y del progreso 593. En el caso de san Josemaría, es connatural a su visión teológica considerar que hay –volvemos a citar sus palabras– un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 594. Para él no hay duda de que se puede descubrir a Dios en las circunstancias históricas, hasta en los más menudos sucesos de la historia cotidiana. En este sentido se puede decir que le es connatural el enfoque de la Teología como historia de la salvación 595. Esta óptica proporciona una buena base para impulsar la contemplación de Dios en los pequeños y grandes eventos de la biografía personal y para comprender la importancia que reviste para la vida espiritual el empeño de edificar cristianamente la sociedad en la historia.
Lógicamente, esta perspectiva sólo podrá servir para comprender sus enseñanzas si no se desvirtúa. Cabe, en efecto, el peligro de que, al acentuar la importancia reveladora de la historia para evitar un cierto "ontologismo" en la formulación de las nociones teológicas, se caiga en una visión "historicista" del dogma. San Josemaría es consciente de este riesgo cuando recuerda que no es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador 596. Estas palabras no contienen una desconsideración de la historia; reflejan más bien la correcta interrelación de lo perenne y lo temporal en la vida cristiana. Nos conducen hacia un tema que le es connatural: el de "abrir los tiempos a la luz del Salvador" o edificar cristianamente la historia, que veremos a continuación.
– La "Teología de la salvación de la historia" es la cuestión que más nos interesa para la enseñanza de san Josemaría, como acabamos de anunciar. Es la explicación teológica de cómo Dios ha proyectado "salvar la historia": es decir, salvar a los hombres y edificar a través de los siglos su "Reino de santidad y de gracia, de verdad y de vida, de justicia, de amor y de paz" 597. Engloba en cierto modo las dos anteriores cuestiones: presupone que sólo la Teología puede desvelar plenamente el sentido de la historia, e implica reconocer que Dios se da a conocer en la historia.
El tema tiene profundas raíces en la tradición espiritual, particularmente en san Gregorio de Nisa. "El ser y el tiempo son los ejes" 598 de su concepción teológica, "definida por la mutua relación entre "teología", "economía" e "historia"" 599: la "teología" o conocimiento y contemplación de Dios en sí mismo; la "economía" o plan salvífico de Dios que revela su vida íntima divina y llama al hombre a participar en ella, en Cristo; y la "historia" o realización de la economía divina en el tiempo por la acción del Espíritu Santo que forma la Iglesia.
Dios ha revelado progresivamente su Amor en la historia del Antiguo Testamento y ha culminado esa revelación con la venida de Cristo en la plenitud de los tiempos. Ahora ya no hay que esperar una nueva revelación pública, resta sólo plasmar ese Amor en la historia. En esto se manifiesta más profundamente Dios, porque ha enviado al Espíritu Santo para atraer a todos los hombres a Cristo, con la cooperación del cristiano. La teología de la historia ya "no es sólo teología de la historia de la salvación, sino sobre todo teología de la salvación de la historia" 600.
Coincidente en varios aspectos con la visión de san Gregorio de Nisa y complementaria en otros, es el De civitate Dei de san Agustín. Ambos ejercerán un influjo importante en el pensamiento de santo Tomás de Aquino, para quien la historia es portadora de un plan amoroso de salvación, reflejo de la inmanencia trinitaria 601, que conduce la historia a su fin trascendente contando con la libertad del hombre.
Cristo salva la historia por medio de los cristianos que co operan con su acción. Éste es el punto fundamental sobre el que conviene reflexionar. Los actos de Cristo, históricos y trascendentes a la historia, realizan el plan divino de salvación abriendo el tiempo a la eternidad, es decir, dando cauce a la comunicación de la Vida intratrinitaria al hombre y redimiendo así la historia. Por lo que se refiere al cristiano, por su naturaleza espiritual y corporal se encuentra como en el horizonte de la eternidad y del tiempo 602: la persona humana "es naturalmente histórica o histórica por naturaleza, no porque su naturaleza cambie sustancialmente con la historia, sino porque posee una naturaleza libre" 603. Sus actos tienen una dimensión vertical, moral, que muestra su "trascendencia en la historicidad" 604. Por eso también los actos del cristiano pueden contribuir a salvar la historia. Si tiene vida sobrenatural y sus actos están realizados "en Cristo", entonces son en cierto modo actos del mismo Cristo en el "hoy" de la historia.
La enseñanza de san Josemaría tiene este trasfondo. El cristiano, bajo la acción del Espíritu Santo, ha de mirar las circunstancias en las que vive como el medio en el que debe prolongar la acción de Cristo en la historia, cooperando a salvarla.
Veo todas las incidencias de la vida –las de cada existencia individual y, de alguna manera, las de las grandes encrucijadas de la historia– como otras tantas llamadas que Dios dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y como ocasiones, que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras obras y con nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que pertenecemos. Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo 605.
"Santificar el propio tiempo" es darle un sentido trascendente, llenarlo de actos de valor intrínseco, emplearlo, en definitiva, para contemplar a Dios. Entonces el cristiano "toca" la eternidad. El conocimiento amoroso del Dios eterno es lo que da pleno sentido a su tiempo, por encima de su relación con las cosas creadas. Pero las cosas creadas, y concretamente las activida des temporales, son materia de contemplación para san Josemaría. Él exhorta a vivir cada instante con vibración de eternidad 606, dando así extraordinario relieve a los quehaceres profesionales, familiares, sociales, y al empeño de "realizarlos bien".
Se comprende entonces que salvar la historia incluya, para él, buscar el perfeccionamiento del mundo, el progreso temporal, como parte importante del bien común que el cristiano ha de procurar. El progreso rectamente ordenado es bueno, y Dios lo quiere 607, afirma, y cuando habla de redimir o santificar el propio tiempo –la propia época histórica– lo hace desde la perspectiva de que los cristianos tenemos el deber de construir la ciudad temporal 608. Desde luego, no consiste la salvación de la historia en el progreso temporal. Es preciso distinguir bien las dos cuestiones. La enseñanza de san Josemaría se refiere –como ya hemos dicho y repetiremos más veces a lo largo de esas páginas– a las "actividades" humanas temporales, más que a los "efectos" de esas actividades en el mundo. No se pronuncia sobre la cuestión de si el desarrollo humano económico, científico, social, etc., objetivamente considerado, anticipa en cierto sentido el Reino de los Cielos en la historia, tema del que se ocupan otros autores 609. Lo que afirma es que el afán por contribuir eficazmente a ese desarrollo por parte del cristiano es nada menos que una exigencia constitutiva de su vocación cristiana, porque Dios, que ha encomendado al hombre la tarea de perfeccionar el mundo cultivándolo con su trabajo (cfr. Gn 2, 15), ha confiado esta misión de un modo específico a los laicos, llamándoles a santificar el mundo desde dentro haciendo uso de sus talentos (cfr. Mt 25, 13). Por eso san Josemaría apremia a que se pongan en juego las cualidades personales recibidas de Dios, independientemente de los resultados humanos que se obtengan, porque el fruto sobrenatural está asegurado si se ha trabajado por amor a Dios. Lo que redime y salva la historia es, antes que el éxito humano, el amor a Dios con que se realizan las actividades temporales; buscando, ciertamente, que den el fruto humano que les corresponde, pero sin hacer consistir todo su valor en ese fruto. De ahí que pregone:
¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo: (...) no importa que el resultado no sea en la tierra una maravilla que los hombres puedan admirar. Lo esencial es entregar todo lo que somos y poseemos, procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto 610.
El Concilio Vaticano II indica en la Gaudium et spes algunos puntos básicos de la doctrina católica sobre el sentido del progreso humano para la salvación de la historia. "La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que pueda contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, es de gran importancia para el reino de Dios" 611. Las enseñanzas de san Josemaría se encuentran en plena sintonía con estas palabras y abren camino a su realización. Lo que importa para el Reino de Dios es que los cristianos busquen por amor a Dios y poniendo en práctica las virtudes humanas, el progreso económico, científico, cultural, etc., no que lo alcancen de hecho. El progreso humano objetivamente logrado no ha de confundirse con el Reino de Dios. Dicho de otro modo: elemento esencial de la santificación en medio del mundo es la búsqueda del progreso humano, al que las actividades temporales tienden por naturaleza, no su efectiva consecución, porque es el acto humano lo que cuenta para la santificación. El hombre puede amar y cumplir la Voluntad de Dios aun cuando no consiga lo que pretende o cuando fracase humanamente. No es un "mejor estado de cosas" en el mundo, sino un "mejor estado de los corazones" aquello en lo que consiste esencialmente el Reino de Dios: la santidad o identificación personal con Cristo.
Está claro que, como exigencia de la santidad y del apostolado en medio del mundo, el cristiano ha de buscar con todo afán mejorar el estado de cosas en la sociedad: la instauración de la justicia, la paz y el logro de los demás bienes humanos. Volvamos a citar la palabras de san Josemaría: los cristianos tenemos el deber de construir la ciudad temporal 612. Y añadimos ahora que para élel trabajo profesional es medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres 613. La construcción de la "ciudad temporal" por medio del trabajo contribuye al Reino de Dios y a la salvación de las almas. Pero el fin último de la vida cristiana no es la búsqueda del progreso terreno, que no tiene una cumbre en la que el hombre alcanza su plenitud. Por otra parte, no avanza linealmente en la historia: hay conquistas, estancamientos y retrocesos. Lo advierte con claridad: no os dejéis engañar nunca por ese mito del progreso perenne e irreversible –entendedme: el progreso, rectamente ordenado, es bueno, y Dios lo quiere–, de ese progreso que ciega los ojos de tanta gente, porque a veces no percibe que la humanidad, en algunos de sus pasos, vuelve atrás y pierde lo que antes había conquistado 614.
En otro momento vuelve sobre esta idea:
Si miramos a nuestro alrededor y consideramos el trans curso de la historia de la humanidad, observaremos progresos y avances. La ciencia ha dado al hombre una mayor conciencia de su poder. La técnica domina la naturaleza en mayor grado que en épocas pasadas, y permite que la humanidad sueñe con llegar a un más alto nivel de cultura, de vida material, de unidad. Algunos quizá se sientan movidos amatizar ese cuadro, recordando que los hombres padecen ahora injusticias y guerras, incluso peores que las del pasado. No les falta razón. Pero, por encima de esas consideraciones, yo prefiero recordar que, en el orden religioso, el hombre sigue siendo hombre, y Dios sigue siendo Dios. En este campo la cumbre del progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin (cfr. Ap 21, 6).
En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 615
El destino definitivo del cosmos, tal como lo ha querido Dios en su plan de salvación, no se ha de ver como el resultado de un proceso físico, de perfeccionamiento o de destrucción, sino a la luz del crecimiento moral y religioso de las personas, que avanzan por su libre correspondencia a la gracia de Cristo. "La tensión escatológica cristiana hacia el futuro no es por tanto una filosofía de la historia inmanente o intramundana. La redención cristiana del tiempo tiene una dimensión estrictamente "vertical" y no comporta una exaltación del desarrollo "horizontal" del hombre, que continúa según la propia dinámica, pero no se ha de divinizar. La historia permanece siempre abierta y el futuro humano no es necesariamente ni mejor ni peor, es más, contendrá siempre elementos que habrá que corregir. La historia profana es el conjunto de las circunstancias temporales en las cuales cada ser humano debe vivir su personal vocación a la vida eterna, y no un simple estado transitorio hacia Dios (cfr. Gaudium et spes, 38-39)" 616.
Cuando san Josemaría afirma que en la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios 617 o se va tejiendo la obra de la salvación eterna 618, no se limita a señalar que la santidad cristiana se realiza en el tiempo. Se está dirigiendo principalmente a los fieles laicos para recordarles que en su actuar terreno hay una llamada de Dios a la santificación personal, que es lo que edifica el Reino de Dios en la historia. Esa santificación la deben buscar en el ejercicio de las nobles actividades temporales, encaminadas hacia el progreso terreno. Han de destacar entre sus iguales por su afán de contribuir al bien común y, concretamente, por su empeño en impulsar el progreso humano con sentido de misión, dando su "tono" a la sociedad, al poner la esperanza en la vida eterna, sin plegarse a la presión de un ambiente que idolatre los bienes de este mundo.
Por último hemos de mencionar aún dos temas, relacionados con la salvación de la historia y estrechamente ligados entre sí. Para san Josemaría, el deseo de redimir el tiempo comporta la determinación de aprovechar cada instante y la certidumbre del valor de las "cosas pequeñas".
En primer lugar, el aprovechamiento del tiempo. El tiempo es ¡gloria! 619, escribe en Camino. El Señor tiene derecho –y cada uno de nosotros obligación– a que "en todo instante" le glorifiquemos. Luego, si desperdiciamos el tiempo, robamos gloria a Dios 620. En una homilía titulada El tesoro del tiempo, se refiere más extensamente a esta idea. El tiempo de los hijos de Dios es tiempo de amar y de dar fruto:
Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge (2Co 5, 14). Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad. (...) La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios! 621
En segundo lugar, como concreción de lo anterior, el valor de las "cosas pequeñas". El cristiano puede redimir el tiempo por medio de las acciones corrientes de la vida ordinaria: de "cosas pequeñas" que materialmente inciden poco en el curso de los acontecimientos pero que, si están hechas por amor a la Voluntad de Dios, como las acciones corrientes de Jesús en los años de Nazaret, plasman ese amor en la historia y la encauzan hacia su fin, secundando el plan salvífico divino 622. De ahí la convicción, de enorme importancia práctica: De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes 623.
Podemos concluir este apartado, observando que el mensaje de san Josemaría sobre la santificación de las realidades temporales puede ser visto como un eslabón del plan salvífico que enlaza con el comienzo de la historia. Al inicio "Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara" (Gn 2, 15). San Josemaría descubre en este pasaje la importancia del trabajo con el que el hombre puede transformar el mundo y hacer progresar a la sociedad humana según los designios de Dios; considera que el dolor y la fatiga se han unido al trabajo sólo después del pecado (cfr. Gn 3, 17-19); y comprende, en fin, que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, haya querido trabajar y que su trabajo corriente tenga valor redentor. Con esta luz ve al cristiano, hecho hijo de Dios en Cristo, viviendo la misma vida de Cristo en sus actividades temporales y, especialmente, haciendo de su trabajo, fuente de progreso humano, un medio de santificación. Ve en definitiva el espíritu que ha recibido el 2 de octubre de 1928, engarzado en el plan divino de salvación que otorga a la historia humana su más profundo significado y el rumbo hacia su coronación al final de los tiempos con la segunda venida de Cristo.
Como se puede ver, los seis apartados anteriores en los que hemos expuesto las nociones que están en la base de la enseñanza de san Josemaría, comprenden dos grupos: uno que aclara las bases ontológicas de la santidad y otro que versa sobre su realización en la historia. Cualquier descripción del marco teológico de las enseñanzas de san Josemaría tendrá que incluir estas dos dimensiones, la ontológica y la histórica, ya que el estilo de vida cristiana que él predica es una vida en Dios y en el mundo –o, con sus mismas palabras, en el Cielo y en la tierra 624–, una vida de hijos de Dios encarnada, inmersa en las realidades temporales, a las que se busca ordenar a la gloria de Dios y a la santificación propia y de los demás.
El mensaje de san Josemaría surge en el contexto histórico que hemos descrito sumariamente en la sección primera y se asienta sobre unas bases teológicas que acabamos de exponer en la segunda sección. Para entenderlo correctamente, es necesario aclarar, además, quiénes son sus destinatarios.
San Josemaría se dirige a todos los cristianos (y aún a todos los hombres y mujeres) con el anuncio de la llamada universal a la santidad y al apostolado; pero gran parte de sus enseñanzas se orientan más específicamente a quienes han sido llamados por Dios a la santidad a través del cumplimiento de sus deberes en la vida corriente; y algunas se dirigen específicamente a los fieles del Opus Dei, a quienes transmite determinados medios y modos de alcanzar esa santidad.
En esta sección final, por tanto, hablaremos primero de la predicación de san Josemaría sobre la llamada universal a la santidad; después, de la diversidad de vocaciones en la Iglesia, y de modo particular de la vocación a la santidad en medio del mundo; por último, dedicaremos nuestra atención a la llamada al Opus Dei, no para concentrarnos en la institución como tal, sino porque prácticamente la totalidad de lo que predica san Josemaría sobre esta llamada específica se aplica igualmente a la vocación a la santidad en medio del mundo, en general, por la sencilla razón de que los miembros del Opus Dei son fieles corrientes como los demás. Éste es, en síntesis, el objetivo de la tercera y última sección de la Parte preliminar.
Como es sabido, "vocación" proviene del latín vocatio, traducción del griego klh`sis (klêsis), que significa "llamada". Este término y otros derivados de "llamar" (kalevo), aparecen centenares de veces en el Antiguo Testamento referidos a Dios que llama 625. Así como un padre pone un nombre a su hijo y en este sentido "le llama", análogamente Dios "llama" en el sentido de que impone un nombre que, o bien designa la esencia de las cosas –como sucede por primera vez en Gn 1, 5: "Dios llamó a la luz "día", y a la tiniebla llamó "noche""–; o bien designa un constitutivo de la esencia, como en el caso del primer hombre, llamado "Adam" (cfr. Gn 5, 2) porque ha sido formado del barro de la tierra, "adamah" (cfr. Gn 2, 7). También se dice en la Escritura que Dios llama en el sentido de que "llama hacia sí", para que alguien se le acerque y comunicarle una misión que configurará su vida, desvelando su finalidad y pidiendo una respuesta libre: así puede verse, por ejemplo, en la vocación de Moisés: "(Dios) lo llamó desde la zarza: –¡Moisés, Moisés! Y él respondió: –Heme aquí" (Ex 3, 4). Este sentido de "llamar" está ligado al anterior de poner un nombre que manifiesta la esencia, porque al llamar a un hombre Dios lo hace para comunicarle la misión que da sentido a su existencia. La vocación es "el acto eterno y gratuito de Dios por el que se desvela a un hombre concreto el porqué y el paraqué de su vida" 626. Se comprende que se haya afirmado que la vocación divina es la "definición cristiana del hombre" 627.
En el Nuevo Testamento, el término "vocación", en cuanto llamada divina, aparece más de doscientas veces 628. Designa la llamada gratuita de Dios a ser hijos suyos adoptivos en Jesucristo y partícipes de su misión redentora. Dios, escribe san Pablo, "nos ha llamado con una vocación santa, no en razón de nuestras obras, sino por su designio y por la gracia que nos fue concedida por medio de Cristo Jesús desde la eternidad" (2Tm 1, 9). Quien llama es el mismo Jesucristo, como Dios. Lo hace ya sea imponiendo un nombre nuevo –"Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que significa "Piedra"" (Jn 1, 42)–; ya sea para conferir una misión: "Y subiendo al monte llamó a los que él quiso, y fueron donde él estaba. Y constituyó a doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 10). La llamada es la revelación, en un momento determinado, de una elección precedente. Lo atestigua san Pablo cuando habla de sí mismo: "Dios, que me eligió desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciara entre los gentiles" (Ga 1, 15-16).
La Sagrada Escritura narra numerosas llamadas singulares como las de Abrahán, Moisés, los Apóstoles... Esto no significa que Dios llame solamente a algunos. Él llama a todos a la santidad, porque "ésta es la Voluntad de Dios, vuestra santificación" (1Ts 4, 3) 629. En los casos individuales se confieren misiones particulares 630, pero la llamada comporta siempre una participación en la misión de Cristo en orden a la realización de la Voluntad salvífica universal del Padre que "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2, 4) 631. Con otras palabras: Dios llama a todos los hombres a la unión consigo –a la santidad–, y confía a los cristianos la misión de servir a ese designio universal, haciéndoles partícipes de la mediación de Cristo.
En los primeros siglos de la Patrística se usa el término vocación para referirse a "la vocación grande y santa del Bautismo", como dice el Pastor de Hermas 632: esto es, a la llamada de cada uno de los fieles cristianos a la santidad, y se destaca que esta llamada implica una radical conversión de vida 633. También se emplea el término para indicar la llamada específica al sacerdocio, en la línea de lo que se lee en la Epístola a los Hebreos: "nadie se atribuye este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón" (Hb 5, 4) 634. Pero este uso del término en nada compite con el de vocación a la santidad. Indica, en efecto, la llamada a ejercer un ministerio necesario a todos para la búsqueda de la santidad. También se habla de "vocación al martirio" porque, como dice Clemente de Alejandría, los verdaderos mártires no son los que se lanzan temerariamente a los peligros, sino los que dan su testimonio cuando Dios los llama al martirio 635. La llamada al martirio tampoco resta nada a la vocación a la santidad, ni la reduce a segundo plano: todos están llamados a la santidad, y algunos son llamados a alcanzarla pasando por el martirio.
Sin embargo, a partir del siglo IV la idea de vocación comienza a experimentar un giro, o más bien una reducción. En su obra acerca de la vida de san Antonio Abad, san Atanasio relata cómo Antonio escucha en un sermón las palabras de Jesús al joven rico: "Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme" (Mt 19, 21). Al entenderlas como dirigidas a sí mismo, vende efectivamente sus posesiones y se dedica a la oración y a la ascesis, retirándose poco después al desierto 636. Es una llamada, una vocación. Paulatinamente la "vocación" se irá asociando cada vez más a una llamada particular al apartamiento del mundo y, con el paso del tiempo, se tenderá a reservar el término para designar principalmente las diversas formas de vocación religiosa, además de aplicarlo a la vocación sacerdotal. "Tener vocación" significará estar llamado al sacerdocio o a la vida religiosa 637. Al inicio esto no implica olvidar que todos los fieles, también los laicos, están llamados a la santidad. De hecho, jamás se pierde –no se podía perder– esta verdad en la Iglesia. Los testimonios son más numerosos al principio, como puede verse en los textos de san Juan Crisóstomo y de otros Padres citados más arriba 638, pero se pueden encontrar en todas las épocas. Por citar uno sólo de la edad moderna, recordemos las palabras fuertes que dirige Pierre de Bérulle, en el s. XVII, a todos los bautizados: "Todos vosotros podéis ser santos si queréis. Todos debéis ser santos y, si no lo sois, profanáis vuestra condición" 639. Por lo demás, el Catecismo de san Pío X, en 1905, lo recuerda explícitamente, como doctrina de siempre 640. Y sin embargo hay que reconocer que, en el caso de los laicos esta llamada se considera de modo más bien genérico, como si no hubiesen recibido, también ellos, una vocación concreta. Este orden de ideas permanece sustancialmente, con diversos matices, hasta la segunda mitad del siglo XX 641.
El punto de inflexión lo marca, sin duda, el Concilio Vaticano II con la proclamación de la vocación universal a la santidad y de la misión propia y específica de los fieles laicos. Ya hemos recordado antes los textos principales 642. El concepto de "vocación divina" vuelve a ser patrimonio de todos los fieles: también, y a título pleno, de los laicos. Hay que decir, no obstante, que bastantes publicaciones teológicas sobre el tema, posteriores al Concilio, no reflejan aún adecuadamente la trascendencia del cambio: hablan de una vocación general a la santidad, pero siguen considerando como vocaciones "específicas" únicamente la religiosa y la sacerdotal, no la laical 643.
San Josemaría no sólo refleja el cambio sino que, según testimonios autorizados, lo anticipa y prepara 644. Una de las oraciones de su memoria litúrgica atestigua que Dios lo constituyó universalis vocationis ad sanctitatem et ad apostolatum in Ecclesia praeconem 645: lo presenta como preconizador y heraldo de la vocación universal a la santidad. El papa Benedicto XVI, al referirse a san Josemaría en la Exhortación apostólica Verbum Domini, menciona expresamente "su predicación sobre la llamada universal a la santidad" 645bis. Desde luego, "el humus de su predicación desde el 2 de octubre de 1928" 646 es esta llamada que Dios dirige a todos los bautizados. Su enseñanza recupera la fuerza de la noción originaria de vocación a la santidad extendida a todos los cristianos y resalta concretamente que los laicos están comprendidos en esa llamada que las vicisitudes de la historia habían difuminado en la conciencia de muchos. Vamos a detenernos en este punto.
Citaremos primero unas palabras emblemáticas de la predicación de san Josemaría y comentaremos después, esquemáticamente, los aspectos más característicos, sirviéndonos también de otros textos.
Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto" 647.
El primer aspecto digno de resaltar es que este punto de Camino se dirige a los laicos (la referencia a los "sacerdotes y religiosos" da a entender que está fuera de duda su llamada a la perfección). La llamada a la santidad es universal en concreto y no exclusiva de unos pocos, ni de un estado de vida determinado 648.
No hay motivo para restringir el alcance de la "vocación" al sacerdote y al religioso 649. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio 650. San Josemaría no se limita a proclamar la llamada a la santidad de modo genérico. Esa llamada es universal tanto en sentido subjetivo (todos los hombres son llamados personalmente) como en sentido objetivo (todas las situaciones de la vida son lugar y medio de santidad) 651. Aplica esta convicción concretamente a los laicos y afirma, en buena lógica, que las circunstancias y tareas nobles que realizan, son camino de santificación cuando se llevan a cabo por amor a Dios, que es la esencia de la santidad.
Tal es el sentido de su mensaje: mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas 652. Esta convicción permite apreciar el relieve vocacional de las diversas situaciones humanas. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para rea lizar –en el lugar donde estamos– su misión divina 653.
De ahí que al hablar de la vocación cristiana, insista en que "no es llamada a dejar el lugar en el que se está, sino invitación a vivir de forma nueva la existencia que se posee, y ello como consecuencia de una luz que permite advertir en esa existencia dimensiones divinas que antes permanecían ocultas" 654. La luz de la vocación a la santidad conduce a ver de modo nuevo los talentos de cada uno y las circunstancias en las que se encuentra (incluso las adversas) 655. No son algo fortuito ni ajeno a la vocación a la santidad y al apostolado, sino que están incluidas en su realización. En particular, san Josemaría llama la atención sobre el hecho de que la vocación humana –la vocación profesional, familiar y social– no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella 656.
De ahí la advertencia frecuente, de sabor paulino, a permanecer en la vocación en que cada uno ha sido llamado (cfr. 1Co 7, 20), sin la locura de cambiar de sitio 657. Se trata, según Pedro Rodríguez, de una "exhortación al hombre de la calle para que no abandone el mundo por motivos religiosos, para que esté en su sitio: es decir, para que asuma con alegría cristiana y creadora el dinamismo profesional, social, familiar y político de la situación en que se encuentra" 658. Allí donde le ha puesto la providencia paternal de Dios, allí recibirá las gracias necesarias para santificarse y para ser instrumento de santificación. "A mi juicio –escribe Alfredo García Suárez– quiere indicarse con esta expresión ["la locura de cambiar de sitio"] el sinsentido de imaginar que la eficacia cristiana y eclesial sólo puede alcanzarse fuera de la situación providencial que tiene el creyente en el mundo, o bien dentro de esa situación, pero instrumentalizando su naturaleza y alcance originales" 659.
Especialmente significativas en este sentido son las palabras paulinas, a las que acabamos de aludir: "Que cada uno permanezca en la vocación (klhsei) en que fue llamado (eklhqh)" (1Co 7, 20). El análisis del contexto y de las diferentes interpretaciones propuestas, permite concluir al biblista Miguel Ángel Tábet que el Apóstol habla de la condición de vida del cristiano –su estado, su profesión, etc.– como de una "vocación humana" estrechamente ligada a la llamada a la santidad: "El texto (...) resume, sin duda, uno de los temas que estaban muy dentro del corazón vibrante de San Pablo. La idea de que la situación humana ordinaria, de cada hombre, cae dentro de los planes divinos de salvación; que la vocación humana y la vocación divina no son ajenas, sino que se hermanan y entrecruzan de modo tal que –en general– la vocación cristiana debe realizarse precisamente en aquellas circunstancias hacia las que el hombre es llevado por los resortes de la vida y su inclinación personal" 660.
Illanes comenta que, en la enseñanza de san Josemaría, "cuando se habla de permanecer en la vocación en que Dios llamó, no se hace con intención de excluir los cambios que son producto del desarrollo profesional, social, etc., sino con la de afirmar que la vocación cristiana no implica, de por sí, cambio alguno, ya que invita a santificar la situación humana en que se vive, sea ésta estable o cambiante según lo que el dinamismo histórico haga posible o traiga consigo" 661.
El aspecto anterior debe completarse con la consideración de que Dios no solamente llama a todos, sino que todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio 662. Concretamente, san Josemaría aplica esta doctrina a los sacerdotes seculares y a los laicos:
Por exigencia de su común vocación cristiana –como algo que exige el único bautismo que han recibido– el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad (...). Esa santidad, a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en el seglar: porque el laico no es un cristiano de segunda categoría. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que laperfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina, pues todos somos a los ojos de nuestro Padre Dios hijos de igual condición 663.
El principio que se afirma con estas palabras no ha sido tan pacíficamente poseído a lo largo de la historia como cabría suponer, sobre todo en relación con la vocación religiosa. Algunos textos de la época patrística se han entendido como si hubiera que distinguir dos clases de cristianos (de "buenos cristianos"): los que están llamados a seguir radicalmente a Cristo y los que no lo están 664. Y durante siglos se ha designado como "estado de perfección" el de los religiosos, al que no todos están llamados. No obstante consta que la llamada de Cristo es llamada radical a la perfección, dirigida a todos. Con razón ha hecho notar Illanes que "si el radicalismo es nota característica del ideal cristiano como tal –y lo es ciertamente–, no puede, al mismo tiempo, ser el elemento especificador de una de las concretas vocaciones, estados o condiciones de vida en las que se encuentran o a las que pueden ser llamados los cristianos" 665. Aunque con la expresión "estado de perfección" no se haya pretendido afirmar que la perfección cristiana sólo es posible dentro de ese estado 666, en la práctica ha inducido a pensar así.
San Josemaría sale al paso de esa interpretación: No es nunca la santidad cosa mediocre 667, alega. La meta es bien alta: sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) 668. Que sea alta no significa que la puedan alcanzar sólo unos pocos: la santidad es cosa asequible 669. Y es asequible a todos.
Las palabras "Tú también", del punto de Camino citado al comienzo del apartado anterior ("Tienes obligación de santificarte. –Tú también..."), indican que san Josemaría predica la vocación universal a la santidad como una llamada dirigida personalmente a cada uno, no a una masa anónima. No hay nadie que no esté llamado, que no tenga "vocación". Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible 670. Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna 671. Es una idea sobre la que vuelve una y otra vez. Nos llama a cada uno por nuestro nombre 672, suele decir, recordando las palabras dirigidas por el Señor al profeta: "te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío" (Is 43, 1) 673.
Esta llamada a la santidad es, sí, "personal", pero no individualista. La klêsis, en cuanto vocación divina, es una llamada a formar la ekklesia, la Iglesia, convocación de los creyentes. El Concilio lo recuerda cuando enseña que "Dios ha querido santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituyéndoles en un pueblo" 674. San Josemaría lo expresa con una bella metáfora: Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad 675. Al recibir el don de la vida sobrenatural, cada uno se convierte en cooperador de Dios para la transmisión de esa vida a otros. Por eso la expresión "vocación a la santidad" se ha de tomar siempre –así lo entiende san Josemaría– como una forma abreviada de "vocación a la santidad y al apostolado" 676.
Numerosos textos de san Josemaría sobre la llamada a la santidad se refieren a su descubrimiento por parte del cristiano, es decir, al momento en el que, después de haber tomado conciencia de esa llamada, se decide a seguirla entregando libremente su vida a Dios.
Considera que ese momento trascendental tiene unas raíces eternas. Somos hijos de Dios –predica en una homilía–, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: nos eligió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo para que seamos santos en su presencia (Ef 1, 4) 677. Esa llamada eterna a la santidad ha sido comunicada en el tiempo, a través del Bautismo, donde Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo 678. Por medio de las aguas bautismales, Dios ha depositado en el cristiano un germen de vida sobrenatural que le prepara para asumir en un momento determinado y de modo consciente y libre su personal llamada a la santidad, bajo la luz y la fuerza de una gracia actual que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia 679 llevando a convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena 680. Es la "gracia de la vocación", que se llama así porque está destinada a suscitar la respuesta positiva a la vocación divina, decidiéndose totalmente por el amor a Dios, y también porque abre paso a un don permanente, el don de la vocación ya recibida y asumida, que se designa igualmente como "gracia de la vocación" 681.
En bastantes ocasiones, san Josemaría se dirige a los que todavía no han tomado esa decisión, para animarles a responder pronta y generosamente a la llamada de Dios. Pueden verse en este sentido, por ejemplo, los puntos del capítulo "Llamamiento", de Camino. Les aconseja que pidan a Dios luz y fuerza, fomentando en su interior la disposición de cumplir lo que les pida, porque el Señor muestra su Voluntada quien está dispuesto a seguirla. Es un consejo nacido de su propia experiencia. Desde la adolescencia rogaba a Dios que le hiciera ver su Voluntad, repitiendo la súplica del ciego de Jericó: Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea! (Mc 10, 51), y a la vez manifestaba el deseo de cumplirla: Domine, ut sit!, ¡Señor, que sea! (que cumpla lo que me hagas ver). Después, a lo largo de toda su vida pidió luces para descubrir la Voluntad divina, decidido siempre a ponerla por obra 682.
Pero los textos en los que describe con más riqueza de matices los elementos característicos del descubrimiento de la vocación son aquellos en los que habla a quienes ya han respondido positivamente a esa gracia inicial y tienen delante de sí el panorama de la fidelidad al don de su vocación 683. Así sucede con las siguientes palabras, procedentes de una homilía de Epifanía:
Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle (Mt 2, 2). Es nuestra misma experiencia. También nosotros advertimos que, poco a poco, en el alma se encendía un nuevo resplandor: el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio. Si cada uno de vosotros se pusiera ahora a contar en voz alta el proceso íntimo de su vocación sobrenatural, los demás juzgaríamos que todo aquello era divino. Agradezcamos a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo y a Santa María, por la que nos vienen todas las bendiciones del cielo, este don que, junto con el de la fe, es el más grande que el Señor puede conceder a una criatura: el afán bien determinado de llegar a la plenitud de la caridad, con el convencimiento de que también es necesaria –y no sólo posible– la santidad en medio de las tareas profesionales, sociales... 684.
El "nuevo resplandor" y el "deseo de ser plenamente cristianos", indican la gracia de la vocación en cuanto gracia actual que Dios concede para suscitar la respuesta a su llamada. Después se refiere a la vocación en cuanto don ya acogido, afirmando que es "el don más grande, junto con el de la fe, que Dios puede conceder": es el don permanente de la vocación personal a la santidad, la llamada eterna que se hacepresente en el tiempo pidiendo una correspondencia fiel, también permanente. Un don que es y se llama "vocación" no sólo en el caso de religiosos y sacerdotes, sino igualmente en el de la "llamada a la santidad en medio de las tareas profesionales, sociales", etc.: también los laicos han de descubrir su vocación personal a la santidad y al apostolado.
En una homilía que lleva como título La vocación cristiana, después de indicar que en la gracia de la vocación personal a la santidad y en el don permanente que recibe quien la acoge no hay mérito alguno por nuestra parte 685, muestra que Dios emplea instrumentos humanos para otorgar esa gracia y ese don.
Un día (...), quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural–, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de Él 686.
No son palabras para unos pocos. Todo cristiano ha de ser "apóstol" –en el sentido de que ha de prolongar la misión apostólica– y "apóstol de apóstoles". Ciertamente siempre será necesaria la levadura para que fermente la masa, pero al final todos están llamados a ser levadura. Lejos de reservar este ideal únicamente para quienes han recibido la vocación sacerdotal o la religiosa, lejos de admitir que, en el caso de los laicos, el apostolado sea tarea sólo para algunos, mientras que la mayor parte se puede conformar con un mínimo de práctica religiosa, san Josemaría pone a todo cristiano ante la llamada que Dios le dirige y que reclama siempre, como respuesta, una entrega total. A todos les ha sido dicho: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Mc 12, 30). Las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad 687. Todo cristiano debe tomar en algún momento de su vida esa decisión de entrega total, y dar este paso no significa de ninguna manera dejar de ser fiel corriente; al contrario, conduce a serlo plenamente, porque el auténtico "fiel corriente" no es el tibio o el aburguesado, sino el que vive con coherencia su condición de discípulo de Cristo.
Como conclusión de este apartado podemos decir que la predicación de san Josemaría sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado tiene como destinatarios, por su misma sustancia, a todos los cristianos, pero él piensa especialmente en los fieles laicos, en los que históricamente se ha debilitado la conciencia de esa llamada. De ahí que casi siempre haga referencia a las circunstancias de la vida ordinaria, al sentido divino que tiene el "lugar" en el que se encuentra cada uno, a que no existe una santidad de segunda categoría y a que "todos tienen vocación": una vocación personal que han de descubrir y a la que han de responder con una entrega total. Cuando predica la llamada universal a la santidad y al apostolado, tiene clara conciencia de haber recibido la misión de recordar esa verdad evangélica y de anunciar concretamente a los fieles corrientes, hombres y mujeres de toda condición, que se han abierto los caminos divinos de la tierra 688.
Como acabamos de ver, el punto de partida del mensaje de san Josemaría es que todos los bautizados están llamados a ser santos en Cristo y a participar de su misión redentora. En este sentido, la "vocación a la santidad y al apostolado" es la misma para todos. Sin embargo, no todos han de ir por el mismo camino. Sería un gran error confundir la unidad con la uniformidad, e insistir –por ejemplo– en la unidad de la vocación cristiana, sin considerar al mismo tiempo la diversidad de vocaciones y misiones específicas, que caben dentro de aquella llamada general y que desarrollan sus múltiples aspectos para el servicio de Dios 689.
En el Cuerpo místico de Cristo todos los miembros tienen una vocación y misión común: la vocación a la santidad y la misión de llevar el Evangelio a la humanidad entera. Pero cada miembro ha de realizar esa tarea de un modo peculiar. Para esto, hay en la Iglesia, como enseña san Pablo, "diversidad de dones" (1Co 12, 4), "diversidad de ministerios" (1Co 12, 5), "diversidad de acciones" (1Co 12, 6): "a cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para provecho común" (1Co 12, 7).
Puesto que la diversidad es querida por Dios, cada cristiano debe amar lo que el Señor le ha concedido a él y lo que ha concedido a los demás, apreciándolo como un don para el bien de toda la Iglesia, pues "no puede el ojo decir a la mano: "no te necesito"; ni tampoco la cabeza a los pies: "no os necesito"" (1Co 12, 21). Elemento esencial del espíritu cristiano, escribe san Josemaría, es sentir la unidad con los demás hermanos en la fe (...) amando la variedad de las vocaciones personales 690. A la vez, es importante que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios 691.
Pasemos a examinar esa diversidad de vocaciones. Siendo la llamada de Dios personal, se puede decir que hay tantas vocaciones como personas. Aquí, sin embargo, no hemos de fijarnos en la diversidad basada en la multiplicidad de sujetos, sino en una diversidad debida a la distinción de caminos específicos hacia la santidad: caminos que pueden ser comunes a varios o a muchos cristianos.
¿En qué se distinguen esos caminos? Resumiremos primero cómo plantea san Josemaría la distinción entre la vocación laical y la religiosa. En el apartado siguiente hablaremos de la vocación sacerdotal.
En el Bautismo todos los cristianos hemos recibido un germen de santidad –la vida sobrenatural de hijos de Dios–, y una participación en el sacerdocio de Jesucristo 692. La santidad es la misma para todos –no hay varios "tipos de santidad" como no los hay de filiación divina 693–, pero Dios llama a la única santidad por diversos caminos que se caracterizan por ser distintos modos de cooperar en la única misión redentora de Cristo y de la Iglesia. El bautismo confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino 694. Es una peculiar participación (...) en esa misión única 695 de la Iglesia. Pues bien, en los textos de san Josemaría, la diversidad de vocaciones corresponde a esta diversidad de misiones o de modos de participar en la única misión de la Iglesia, según los dones y carismas que el Espíritu Santo distribuye para el crecimiento del Cuerpo místico de Cristo, porque la vocación cristiana de cada uno es una llamada a la santidad realizando una misión: la vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia 696.
El término misión (del latín missio: envío) se puede usar en un sentido común y en otro específico. En sentido común a todos los cristianos, hay en la Iglesia "unidad de misión" 697: la de evangelizar o corredimir con Cristo. En sentido específico, se puede hablar de misiones diversas, como diferentes modos de participar en la única misión de la Iglesia, correspondientes ala "diversidad de ministerios" 698. Así lo hacemos aquí, como lo hace san Josemaría, que habla de "misión específica del laico", de "misión de los religiosos" o de "misión del sacerdote" 699: "no porque a cada uno le corresponda una parte de esta misión [única de la Iglesia], sino porque a todos corresponde la entera misión pero según diversos modos particulares (y, por lo tanto, parciales)" 700.
Con base en la misión, san Josemaría distingue en primer lugar dos vocaciones alternativas: la vocación laical y la religiosa.
La primera se recibe en el Bautismo y se caracteriza por ser una llamada a santificarse en medio del mundo, con la misión de santificarlo desde dentro de las actividades civiles y seculares: la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 701.
Esta misión se puede realizar de formas diversas, que tienen en común lo esencial de la vocación y misión laical, pero que se distinguen entre sí por el "espíritu" y por los modos y medios que emplean. Con otras palabras, dentro de la vocación y misión laical, caben diferentes caminos de santificación y apostolado.
Al servicio de la vocación y misión propia de los laicos, Dios concede también dones diversos, como son el celibato y el matrimonio. San Josemaría enseña que hay laicos que han recibido el don del celibato y otros el del matrimonio, ambos dentro de la vocación laical: "cada cual tiene de Dios su propio don" (1Co 7, 7). Hay fieles corrientes con el don del matrimonio y fieles corrientes con el don del celibato.Estos últimos no son simplemente los no casados, sino aquellos que deciden no contraer matrimonio "propter regnum caelorum" (Mt 19, 12): por amor a Dios y a su voluntad salvífica, en respuesta a un don suyo.Y puesto que todo don de Dios representa una llamada a corresponder, se puede hablar –así lo hace san Josemaría– de vocación al celibato 702 y de vocación matrimonial 703, como especificaciones de la vocación laical.
Detallemos un poco más esta cuestión. Cuando se habla de "celibato" se suele pensar en el "celibato sacerdotal" de los ministros sagrados o en el "celibato consagrado" de los religiosos (o de la "vida consagrada"). Sin embargo, san Josemaría se refiere también al don del celibato en los laicos, fieles corrientes, designándolo normalmente celibato apostólico 704. Fomentaentre ellos la respuesta a ese don –un puro don de Dios 705, subraya–, convencido de su valor para amar a Dios con el corazón indiviso y de su necesidad para la labor apostólica de difundir la santificación en la vida ordinaria. En su enseñanza sobre este tema destacan dos puntos:
1) El primero es que el aprecio por el celibato no disminuye la estima por el matrimonio; al contrario, conduce a valorarlo como camino de santificación por el que muchos fieles han sido llamados con auténtica vocación divina 706.
Para san Josemaría está claro que el celibato es, según la enseñanza del Concilio de Trento, un don superior al del matrimonio, pero que la santidad no depende de haber recibido uno u otro don, sino de la respuesta personal de cada uno. Todos podemos y debemos ser santos... Todos. La vida matrimonial es también vocación. Ciertamente la virginidad o el celibato por amor de Dios es más alto que la vida matrimonial (...). Esto no quiere decir que las personas casadas no pueden llegar a un grado de santidad más alto que las que no se casaron: la santidad personal depende de la fidelidad de cada uno a su propia vocación 707.
Recordemos las palabras del Concilio de Trento: "si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato, y que no es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio (cfr. Mt 19, 11 s.; 1Co 7, 25 s., 38 y 40), sea anatema" 708. Como se ve, el texto remite a la doctrina de san Pablo en el capítulo 7 de la Primera Carta a los Corintios. En ese mismo capítulo el Apóstol explica que "el que está casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y está dividido" (1Co 7, 33-34), mientras que el célibe por el Reino de los Cielos "se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor" (1Co 7, 32). La "división" del casado se debe a que se tiene que preocupar "de cómo agradar a su mujer" (1Co 7, 33) y la casada de "cómo agradar a su marido" (1Co 7, 34), mientras que quien ha recibido el don del celibato se puede preocupar sólo de "cómo agradar a Dios" (1Co 7, 32) y no tiene esa división.
San Josemaría expresa la razón que late en la doctrina paulina diciendo que quien ha recibido el don del celibato puede ofrecerle [a Dios] el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno 709.
Esto es lo propio del celibato: la entrega a Dios por amor, para cooperar en la transmisión de la vida sobrenatural a otros, es decir, en la extensión del Reino de los Cielos, con todas las energías del propio ser, cuerpo y alma, sin necesidad de una mediación como la del matrimonio 710.
Pero no por haber recibido un don mejor el célibe está más cerca de Dios, o es más santo, o está llamado a una santidad mayor. Para san Josemaría, la afirmación paulina de que el casado "está dividido" no debe entenderse de modo que desacredite el matrimonio como camino de santificación. Sean cuales fueren los dones recibidos, lo que cuenta en último término es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es –siempre y sólo– hacer la voluntad de Dios 711.
San Josemaría trata esta cuestión con relativa amplitud en Conversaciones, respondiendo a la petición de aclarar una frase que había escrito años antes en Camino: El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo 712. Vale la pena reproducir sus palabras, que no necesitan nuevas explicaciones:
Conviene recordar que la mayor excelencia del celibato –por motivos espirituales– no es una opinión teológica mía, sino doctrina de fe en la Iglesia.
Distinto es el caso de la parábola de las "minas" (cfr. Conversaciones 19, 13 ss.), donde todos reciben lo mismo, una sola mina (como sucede con la gracia santificante en el Bautismo), pero uno logra que produzca diez y otro cinco; y el premio que reciben, es diverso: a uno se le dan diez "ciudades" y a otro cinco, a la medida de su respuesta al Amor de Dios.
De estas dos parábolas se puede inferir que el premio –la santidad– no depende de los dones recibidos sino de la correspondencia amorosa de cada uno.
Cuando yo escribía aquellas frases (en Camino, n. 28), allá por los años treinta, en el ambiente católico –en la vida pastoral concreta– se tendía a promover la búsqueda de la perfección cristiana entre los jóvenes haciéndoles apreciar sólo el valor sobrenatural de la virginidad, dejando en la sombra el valor del matrimonio cristiano como otro camino de santidad (...).
En el Opus Dei hemos procedido siempre de otro modo, y –dejando muy clara la razón de ser y la excelencia del celibato apostólico– hemos señalado el matrimonio como camino divino en la tierra.
A mí no me asusta el amor humano, el amor santo de mis padres, del que se valió el Señor para darme la vida. Ese amor lo bendigo yo con las dos manos. Los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del Matrimonio, como el pan y el vino son la materia de la Eucaristía. Por eso me gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí coplas de amor humano a lodivino. Y, a la vez, digo siempre que, quienes siguen el camino vocacional del celibato apostólico, no son solterones que no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda vocación cristiana.
No hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato propter regnum coelorum (Mt 19, 12), por el reino de los cielos. Estoy convencido de que cualquier cristiano entiende perfectamente cómo estas dos cosas son compatibles, si procura conocer, aceptar y amar la enseñanza de la Iglesia; y si procura también conocer,aceptar y amar su propia vocación personal. Es decir, si tiene fe y vive de fe.
(...) Es fácil de comprender y de comprobar que los célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas, también en el apostolado seglar. Esto no quiere decir que los demás seglares no puedan hacer o no hagan de hecho un apostolado espléndido y de primera importancia (...).
En un ejército –y sólo eso quería expresar la comparación– la tropa es tan necesaria como el estado mayor, y puede ser más heroica y merecer más gloria. En definitiva: que hay diversas tareas, y todas son importantes y dignas. Lo que interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es –siempre y sólo– hacer la voluntad de Dios 713.
Estas palabras, además de mostrar cómo entiende san Josemaría la doctrina tradicional de la "superioridad" del don del celibato respecto al don del matrimonio –el tema principal al que deseábamos referirnos–, contienen una aclaración sobre el motivo del "celibato apostólico" que vale la pena destacar. Ese motivo es doble. Por una parte señala que el celibato se explica por la realidad de ese Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda vocación cristiana 714. Por otro lado aclara que los célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas 715. El amor de Dios y el apostolado, como motivo del celibato, no sólo son inseparables, sino intrínsecos el uno al otro. La razón de ser del apostolado es el amor a Jesucristo; y este amor al Señor necesariamente comporta la participación en su misión: el apostolado. Entender la inseparabilidad entre el amor a Dios y el amor a los demás, o entre santidad y apostolado, es base indispensable para comprender el celibato apostólico 716.
2) El segundo elemento que destaca en la enseñanza de san Josemaría sobre el celibato es que este don en los laicos no cambia su condición de fieles corrientes. No los transforma en fieles de "vida consagrada". Acoger el celibato no implica ni exige una especial "consagración" a Dios, si se entiende este término en el sentido especifico de "consagración religiosa" (porque en sentido genérico, como acto de entrega a Dios, cualquier ofrecimiento, incluso el diario "ofrecimiento de obras" de un cristiano, sería una "consagración"; pero una consagración que obviamente no cambia la condición del fiel) 717.
En rigor tendríamos que hablar de este tema después de referirnos a la vocación a la vida consagrada, que trataremos más adelante. Alteramos el orden para no dividir la enseñanza de san Josemaría sobre el don del celibato.
Ya en un documento de 1935, al indicar un elenco de temas para las clases de formación a estudiantes, san Josemaría menciona el siguiente: la vocación matrimonial; la vocación religiosa; la vocación al celibato apostólico 718. Comentado estas palabras, Álvaro del Portillo hace notar cómo san Josemaría distinguía desde el primer momento entre la vocación religiosa y la vocación al celibato apostólico: ésta última es "una llamada de Dios diferente" 719. Haciéndose eco de esta distinción, escribe en otro momento, desde una perspectiva teológica y jurídica, que "el laico puede abrazar esta condición [el celibato apostólico], correspondiendo así a una llamada de Dios, sin que por ello quede en modo alguno modificada o disminuida, ni teológica ni jurídicamente, su plena condición de laico en la Iglesia. (...) El hecho de que un laico, habiendo recibido una llamada específica de Dios, abrace el celibato como condición estable de vida, de ningún modo puede afectar a la igualdad fundamental de derechos y deberes que le corresponden con los demás fieles laicos" 720.
A favor de esta afirmación se puede aducir el hecho, históricamente documentado, de que ya entre los primeros cristianos, numerosos fieles corrientes acogieron el don del celibato, sin realizar una especial consagración, distinta de la del Bautismo. Diversos Padres y autores cristianos antiguos testimonian esta realidad histórica. Ya en el siglo I, san Clemente Romano exhortaba a los que vivíanel celibato a no envanecerse por haber recibido ese don 721, dando por supuesto que no eran pocos los cristianos que lo acogían. Algo después, a finales del siglo I o comienzos del II, san Ignacio de Antioquía les recomendaba de nuevo que fueran humildes 722. De modo explícito, san Justino testimonia en el siglo II que "muchos, hombres y mujeres, siguiendo a Cristo desde su juventud, permanecen célibes toda la vida" 723. Lo mismo afirma Atenágoras: "Es fácil hallar entre nosotros muchos hombres y mujeres que han llegado célibes hasta su vejez" 724. San Josemaría se hace eco de esta realidad histórica cuando escribe que los primeros fieles cristianos –incluso aquellos ascetas y aquellas vírgenes, que dedicaban personalmente su vida al servicio de la Iglesia– no se encerraban en un convento: se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales 725.
No hay razón alguna para afirmar que estos cristianos célibes dejaran de ser fieles corrientes, ni hay motivo para identificar a estos "hombres y mujeres" con el "orden de las vírgenes", que aparece en el siglo II, constituido solamente por mujeres que hacían profesión pública de virginidad por el Reino de los Cielos. Eran consagradas mediante una ceremonia litúrgica en la que recibían un signo distintivo 726 y dejaban entonces de ser fieles corrientes como los demás: les correspondía, en efecto, un lugar reservado en las celebraciones litúrgicas y llevaban un peculiar género de vida, precedente del estado religioso 727 que comporta una cierta "renuncia al mundo" 728. El celibato que forma parte de la consagración religiosa –posterior a la del Bautismo– es un "celibato consagrado" que está al servicio de la vocación y misión de la "vida consagrada" 729. En cambio, el "celibato apostólico" de que hablamos es un don al servicio de la específica vocación y misión de los laicos: santificarse en medio del mundo santificándolo desde dentro. Acoger este don no comporta ninguna consagración posterior a la del Bautismo ni ningún apartamiento del mundo 730. En definitiva, la decisión de vivir el celibato por el Reino de los Cielos, no tiene por qué realizarse a través de un voto ni poner al fiel en un "estado de vida consagrada". Juan Pablo II ha hecho notar que "el Evangelio no testimonia que María haya formulado expresamente un voto, que es la forma de consagración y entrega de la propia vida a Dios en uso ya desde los primeros siglos de la Iglesia. El Evangelio nos da a entender que María tomó la decisión personal de permanecer virgen, ofreciendo su corazón al Señor" 731. Esto es lo que hicieron numerosos fieles laicos desde los primeros siglos del cristianismo y lo que continúa sucediendo en nuestros días. El Decreto Presbyterorum Ordinis, del Concilio Vaticano II, al tratar del celibato de los ministros, señala que "la perfecta y perpetua continencia por amor del Reino de los cielos, recomendada por Cristo Señor, ha sido aceptada con gusto y observada por no pocos fieles cristianos en el curso de los tiempos" 732. Las Actas del Concilio nos informan de que las palabras "por no pocos fieles cristianos" ("a non paucis christifidelibus") se introdujeron en el texto para que el don del celibato no apareciera "como monopolio de los clérigos y religiosos" ("tamquam monopolium clericorum et religiosorum") 733. Es una puntualización elocuente, pero quizá aún no ha penetrado del todo en las mentalidades. Muchos siguen considerando el celibato como algo exclusivo de los ministros sagrados y de los religiosos y, de hecho, la bibliografía teológica específica sobre el don del celibato en los laicos es aún exigua 734.
Hemos visto que dentro de la vocación laical caben los llamados al celibato y al matrimonio. Retomemos ahora el hilo que habíamos interrumpido y señalemos la diferencia entre la vocación laical y la vocación religiosa. Esta última se caracteriza por ser una llamada a santificarse mediante una consagración posterior a la del Bautismo (no sacramental, por tanto), realizada por la profesión de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, y que implica un cierto apartamiento del mundo –en el sentido de una nueva relación con las actividades temporales– con la misión de dar "testimonio escatológico": testimonio de que el fin último del hombre es solamente Dios, no los bienes creados. San Josemaría alaba la llamada al estado religioso como un gran don de Dios a la Iglesia, pero no deja de señalar que es un don diferente de la llamada específica de los laicos. En Conversaciones expone así las diferencias:
A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc. (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 31; Const. Gaudium et spes, 43; Decr. Apostolicam actuositatem, 7).
En cuanto a los religiosos, que se apartan de esas realidades y actividades seculares abrazando un estado de vida peculiar, su misión es dar un testimonio escatológico público, que ayude a recordar a los demás fieles del Pueblo de Dios que no tienen en esta tierra domicilio permanente (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 44; Decr. Perfectae caritatis, 5). Y no puede olvidarse tampoco el servicio que suponen también para la animación cristiana del orden temporal las numerosas obras de beneficencia, de caridad y asistencia social que tantos religiosos y religiosas rea lizan con abnegado espíritu de sacrificio 735.
Como se puede ver, san Josemaría distingue entre la misión de santificar el mundo "desde dentro", asumiendo las realidades temporales profanas –las diversas profesiones civiles, la vida familiar y social– como lugar y medio de santificación, que es la misión propia de los laicos, y la de santificarlo mediante un cierto "apartamiento" de esas actividades profanas, para dar testimonio de que el fin último es solamente Dios, lo cual es misión propia de los religiosos. Estas dos misiones implican dos ejercicios diversos del sacerdocio común.
El fundamento de esta distinción de misiones (y de vocaciones) se puede explicar de varios modos. Proponemos uno que permite apreciar también su complementariedad en la Iglesia.
La misión de Cristo es la Redención de los hombres, su liberación del pecado, que clásicamente se define como "aversio a Deo et conversio ad creaturas" 736. La aversio a Deo suele entenderse como el elemento formal del pecado, mientras que la conversio ad creaturas –"adorar a la criatura en lugar del Creador" (Rm 1, 25)– se considera el elemento material. Participar en la misión redentora de Cristo mediante el ejercicio del sacerdocio común consiste en reparar por el pecado en uno y en otro sentido. Se repara por el pecado en cuanto aversio a Deo dando gloria a Dios, y en esto no cabe diversidad de misiones: todos los cristianos han de dar formalmente gloria a Dios. En cambio, la reparación del pecado en cuanto conversio ad creaturas consiste en ordenar todas las realidades temporales a Dios, y esto se puede realizar de dos modos alternativos entre sí:
a) desde dentro del mundo 737, empleando las mismas actividades temporales como medios para la unión con Dios, es decir, santificando las condiciones ordinarias de la vida profesional y familiar, la ciencia y el arte, las relaciones sociales, etc., con las que la existencia de los cristianos corrientes "está como entretejida (...). A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor" 738. Ésta es la misión de los fieles laicos y por eso suele llamarse "misión laical", aunque sólo pueden realizarla cooperando con el sacerdocio ministerial, como se verá luego. También se llama "misión bautismal", porque nace del solo hecho del Bautismo, sin necesidad de otra consagración posterior. Los laicos o "fieles corrientes" 739 participan en el sacerdocio de Cristo en virtud de su consagración bautismal, y lo ejercen en su vida profesional, familiar y social 740.
La existencia de los laicos está "entretejida" con las actividades temporales, según acabamos de leer en el texto de la Lumen gentium. Esta imagen ayuda a comprender que para santificar ab intra las realidades temporales es necesario estar dentro de ese tejido. No basta realizar alguna de esas actividades de carácter secular (por ejemplo, enseñar en una escuela, o trabajar en un hospital, tareas que también realizan muchos religiosos), sino que se requiere tener como vocación humana la edificación de las realidades temporales –el progreso humano de la sociedad–, y se concreta en llevar a cabo esas tareas a través de la propia profesión y de la situación familiar y social en la que cada uno se encuentra. Cuando un laico santifica su concreta profesión, su particular situación familiar, sus deberes sociales específicos, está santificando el mundo "desde dentro", no porque realice todas las actividades seculares, sino porque éstas forman un tejido y él está dentro de ese tejido como ciudadano y cristiano corriente.
b) mediante un cierto apartamiento del mundo, no necesariamente material –físico y externo– sino por medio de un estado de vida que, como enseña el Concilio Vaticano II, "deja más libres a sus seguidores frente a los cuidados terrenos" 741, y que testimonia que el fin último del hombre no se encuentra en los bienes de este mundo sino en la vida eterna (testimonio escatológico). Ésta es la misión propia de los religiosos. "El testimonio público que han de dar los religiosos por Cristo y la Iglesia lleva consigo un apartamiento del mundo ("secumfert a mundo separationem")" 742. Este "apartamiento" se halla ligado a la consagración religiosa mediante los votos de pobreza, castidad y obediencia, porque esa consagración conlleva una nueva relación con las realidades temporales respecto a la del Bautismo, del que "no es una consecuencia necesaria" 743. La consagración por los tres votos, escribe Tillard, "implica necesariamente una opción y una "renuncia" a ciertas relaciones, a un cierto tipo de inserción en la creación y en el mundo que pertenecen también al misterio del Reino de Dios" 744.
Estas dos misiones –de los laicos y de los religiosos– son complementarias. En ambas el objeto de la mediación sacerdotal son las realidades de este mundo, que tanto unos como otros tienen que santificar ofreciéndolas a Dios. Los laicos las santifican estando inmersos en esas mismas realidades, tomándolas como medio de santificación. Los religiosos, en cambio, las santifican por mediode una vida que da testimonio de que esas actividades no son el fin último del hombre. Es un importante modo de contribuir a la ordenación del mundo a Dios, pero es un modo distinto del que corresponde a los laicos, y en este sentido se trata de misiones y vocaciones distintas.
Como se puede ver, en los dos casos hemos empleado el término "consagración". Para la "misión laical", el cristiano precisa únicamente de la "consagración bautismal", mientras que para la "misión de los religiosos" precisa de la consagración propia de la vida religiosa. Estas dos consagraciones son realidades teológicamente diversas. La primera es una consagración sacramental que se recibe: es Dios quien consagra al cristiano en el Bautismo (y en la Confirmación). La segunda es fruto de una decisión: es la persona quien se consagra a Dios por los tres votos, en un estado reconocido por la Iglesia. La primera es sacramental, la segunda no. Hay una tercera consagración, a la que nos referiremos después: la que se recibe por el sacramento del Orden y hace del fiel cristiano un "ministro", confiriéndole el sacerdocio ministerial. Esta última también es una consagración que se recibe por un sacramento, como sucede con la del Bautismo. Por tanto, al hablar de "consagración", conviene tener presente que se puede estar hablando de realidades diversas. Concretamente, para lo que nos interesa aquí, la consagración que se recibe por un sacramento (ya sea el Bautismo –perfeccionada después por la Confirmación– o la del Orden sacerdotal) no separa de las actividades temporales a la persona que la recibe, aunque en el caso del Orden sacerdotal conlleve anteponer el ejercicio del ministerio a cualquier otra actividad, como ya dijimos en la sección I.3.e), citando a Álvaro del Portillo. En cambio, la consagración religiosa es un acto que "separa" en cierto modo de las actividades temporales. Quien la realiza deja de ser un fiel corriente o un sacerdote secular para entrar en el estado de "vida consagrada".
Hasta aquí nos hemos referido a la diversidad de vocaciones en el ámbito del sacerdocio común (la vocación laical y la vocación religiosa son distintas porque son llamadas a ejercer el sacerdocio común de modos diversos). Hay que añadir ahora otra distinción, que se basa en el sacerdocio ministerial. Éste se confiere por un sacramento distinto del Bautismo –el Sacramento del Orden– gracias al cual lospresbíteros "se configuran con Cristo Sacerdote de tal modo que pueden actuar en la persona de Cristo Cabeza" 745. El Orden es una necesidad estructural de la Iglesia, no una exigencia de la perfección del cristiano: "No se confiere para beneficio de una persona –explica santo Tomás–
sino de toda la Iglesia" 746. Por esto sólo es ordenado sacerdote quien es llamado por Dios (cfr. Hb 5, 4), habiendo sido reconocida esa llamada por la autoridad de la Iglesia 747.
San Josemaría subraya la grandeza de esta vocación –que radica sobre todo en su relación con la Eucaristía–, pero no la presenta como culminación de la vocación cristiana. Deja claro que la vocación laical es plena y completa en sí misma 748 y que la dignidad del sacerdocio no quita nada a la plenitud de la vocación cristiana del laicado 749.
Una y la misma es la condición de fieles cristianos, en los sacerdotes y en los seglares, porque Dios Nuestro Señor nos ha llamado a todos a la plenitud de la caridad, a la santidad (...). Pero la vocación de sacerdote aparece revestida de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra supera. (...) Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser 750.
El sacerdocio ministerial se encuentra, en efecto, en un plano diverso del sacerdocio común 751, de modo que en los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles 752. Por eso la vocación sacerdotal es compatible con los diversos modos de ejercer el sacerdocio común: el de los lai
cos y el de los religiosos. Hay religiosos que son sacerdotes (por tanto son vocaciones que no se excluyen); en cambio, no se puede ser a la vez sacerdote y laico, pero hay sacerdotes que son "seculares" porque han sido llamados a santificarse en medio del mundo.
El mensaje de san Josemaría se dirige en cierto modo a todos los fieles, tanto laicos como religiosos y sacerdotes, porque a todos recuerda la llamada universal a la santidad y porque cualquiera puede sacar provecho de los demás aspectos de sus enseñanzas: ya sea para aplicarlos de algún modo a su propia vida o para ayudar a otros cristianos.
Sin embargo, de modo directo y en su integridad, san Josemaría se dirige a los laicos –varones y mujeres, célibes y casados o viudos, jóvenes y ancianos, de cualquier profesión y condición– y a los sacerdotes seculares, ofreciéndoles un mismo espíritu de santificación en medio del mundo.
No ofrece una espiritualidad para sacerdotes y otra distinta para laicos, sino que propone un solo espíritu, a la vez sacerdotal y secular, válido para ambos, porque los laicos poseen el sacerdocio común (en este sentido, son sacerdotes) y los sacerdotes –ministros ordenados– a los que predica san Josemaría son seculares (la consagración sacerdotal no les aparta del mundo, según vimos 753; su vocación está caracterizada por la secularidad, que no es un dato sociológico sino teológico). A ambos les enseña a unir en sus vidas alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical 754, como estudiaremos en otro momento 755.
Esto no significa que no haya rasgos específicos de la condición de cada uno que influyan en la vida espiritual. Ciertamente los hay, tanto en los sacerdotes (el ejercicio de su ministerio sacerdotal in persona Christi Capitis) como en los laicos (los diversos trabajos profesionales). Pero la enseñanza de san Josemaría ofrece un espíritu de santificación de los propios deberes en el mundo, apto para informar la situación de unos y de otros. Señalemos en particular que su enseñanza sobre la santificación en el trabajo profesional puede ser vivida no sólo por laicos sino también por sacerdotes, para quienes el ejercicio del ministerio sagrado constituye su materia de santificación personal 756.
El motivo de fondo por el que san Josemaría puede proponer un mismo espíritu de vida cristiana a laicos y a sacerdotes seculares es que ambos están llamados igualmente a la santidad y a cooperar en la misma misión de santificar el mundo desde dentro. En su planteamiento de esta cooperación no hay trazas de verticalismo: ya hemos visto que no considera al laico una longa manus del sacerdocio jerárquico, ni su apostolado una labor organizada de arriba abajo 757. Pero no deja de recordar que la función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote 758, que "está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos" 759. Por una parte, los laicos necesitan para su santificación personal –lo mismo que los religiosos– de los oficios propios del ministerio sacerdotal para participar en los sacramentos y recibir la Palabra de Dios predicada con la autoridad de Cristo. Pero además, su misión propia reclama la cooperación entre el sacerdocio común y el ministerial por un motivo específico, ya que no consiste sólo en dar un testimonio sino en santificar las realidades profanas ("no sagradas" en sí mismas), consagrando el mundo a Dios 760, lo cual sólo es posible si se purifican y ofrecen a Dios en unión con Cristo por medio de aquellas acciones que realiza el sacerdote representando a Cristo Cabeza.
Laicos y sacerdotes seculares son, por esto, los destinatarios directos de la predicación de san Josemaría. Decimos "directos" mejor que "inmediatos", porque frecuentemente los laicos y sacerdotes a los que se dirige san Josemaría de modo inmediato son concretamente fieles que forman parte del Opus Dei. Ahora bien, si se tiene en cuenta que estos fieles laicos son "fieles corrientes" como los demás, y que esos sacerdotes seculares no se distinguen por su condición teológica de los otros sacerdotes seculares diocesanos, se comprenderá que el mensaje que san Josemaría les dirige, mientras no se trate de cuestiones relativas al Opus Dei como institución, lo propone también a cualquier fiel laico o sacerdote secular. Por eso es necesario que expliquemos que la incorporación al Opus Dei no cambia la condición de fiel corriente o de sacerdote secular.
San Josemaría afirma que la incorporación al Opus Dei es la respuesta a una "llamada divina específica", que describe con los siguientes términos:
Dentro de la llamada universal a la santidad, el miembro del Opus Dei recibe además una llamada especial, para dedicarse libre y responsablemente a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo, comprometiéndose a vivir un espíritu específico y a recibir, a lo largo de toda su vida, una formación peculiar 761.
Como se deduce de estas palabras, la vocación "específica" al Opus Dei es la misma vocación cristiana que los fieles corrientes reciben en el Bautismo, la llamada "a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo", pero con un determinado espíritu y una formación peculiar. O sea, no es "específica" por la misión de santificar el mundo desde dentro –la misma que corresponde a los demás fieles corrientes–, sino por el "espíritu" con que se realiza y por la "formación" –en general, por los medios– que requiere 762. Es la misma vocación cristiana que se tenía antes, vivida en el Opus Dei con ese espíritu y esos medios 763.
San Josemaría recurre a una comparación. A quien recibe esta llamada le sucede lo que a un farol que se enciende. Un farol es igual a otro farol. Si en uno de esos faroles se enciende una luz, sigue siendo un farol corriente, pero ya luce: para sí mismo y para los demás 764. Puede que sea de peor calidad que otros, pero ha descubierto y asumido libremente su vocación a tener y a dar luz. Un católico que lleva dentro de sí esa luz, ha de estar más cerca de Dios y, por lo tanto, más obligado a contribuir al bien de los demás hombres. Pero sigue siendo lo que era antes: un ciudadano más, idéntico a los otros ciudadanos cristianos, con los mismos deberes y los mismos derechos que ellos 765.
El primer punto que destaca es que la llamada al Opus Dei es una vocación que no cambia, en quien la recibe, la condición de fiel corriente o de sacerdote secular 766. Los miembros del Opus Dei y concretamente los laicos, son fieles católicos incorporados a Cristo por el bautismo, que tratan de cumplir en la Iglesia y en el mundo la misión propia del pueblo cristiano, al que pertenece preocuparse de todo lo temporal 767. Su misión es la santificación del mundo ab intra, desde las mismas entrañas de la sociedad civil 768. Es la misión que han recibido en el Bautismo, como los demás cristianos corrientes. No implica de por sí ningún cambio de estado ni de actividad. No hay ninguna actividad humana noble que no pueda ejercer un miembro del Opus Dei 769. Es una llamada a santificar las mismas tareas que se están realizando o que se decidan realizar por cualquier motivo.
El segundo punto es que se trata de una llamada especial 770 porque encauza la misión de los fieles corrientes a través de un espíritu específico y unos medios concretos que vamos a describir.
a) Un espíritu específico
Al describir el espíritu del Opus Dei, san Josemaría afirma que se apoya, como en su quicio, en el trabajo ordinario, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo 771. Muchas veces repite que cada uno debe santificar su propia profesión u oficio, su trabajo ordinario; santificarse, precisamente en su tarea profesional; y, a través de esa tarea, santificar a los demás 772.
Este es el primer elemento que se ha de resaltar, en nuestra opinión, para poner de relieve el carácter específico de su espíritu. Ve en el trabajo un medio privilegiado para unirse a Dios y colaborar en la obra creadora, redentora y santificadora. Y para que una a Dios se ha de convertir en oración, llevándolo a cabo por amor, con perfección humana y sobrenatural.
Se trata de un aspecto específico de su espíritu no porque lo proponga sólo a unos pocos –a los miembros del Opus Dei–, sino porque a través de ellos lo propone a todos, como se refleja en el siguiente texto:
Suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios 773.
Junto a la centralidad que corresponde al trabajo profesional en su enseñanza, hemos de mencionar otros dos elementos característicos de su espíritu. Los expresaremos con sus palabras:
– El fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 774. Lo específico del espíritu que enseña no es, obviamente, la realidad de la filiación divina, sino el hecho de fundar la vida espiritual en el "sentido" o conciencia de esa filiación. De ahí surge una fisonomía espiritual propia que se traduce en un modo de tratar a Dios, de cumplir la misión de Cristo en la vida ordinaria, y de practicar la caridad y todas las virtudes como hijos de Dios.
– Almas contemplativas en medio del mundo: eso son los hijos míos en el Opus Dei 775. El fin de la vida cristiana es la visión de Dios cara a cara, y su anticipo en esta tierra es la contemplación, a la que todos los cristianos están llamados. La conciencia de la filiación divina, en la enseñanza de san Josemaría, es el fundamento de una vida contemplativa y apostólica en medio del mundo, en las tareas familiares, profesionales y sociales de un cristiano corriente. Es obvio que la frase citada no se aplica sólo a los miembros de la Obra: la vida contemplativa en medio del mundo es un ideal que se propone a todos.
Señalados estos puntos, hacemos notar que el espíritu que transmite san Josemaría es "específico" no sólo por la presencia de los elementos mencionados, sino porque lo es en su conjunto. Cuando se dice que está fundado en la filiación divina, o que gira alrededor del trabajo profesional, o que lleva a la contemplación en medio del mundo, no se quiere afirmar que la filiación divina, o la santificación del trabajo, o la contemplación en la vida ordinaria, consideradas en general, sean algo específico –y menos aún exclusivo– de san Josemaría, sino que su espíritu comprende esos aspectos y los unifica de un modo específico.
No hace falta que nos detengamos más en esto (será el objeto de los nueve capítulos de este libro). Añadimos sólo que el modelo es la vida de Jesucristo en Nazaret, años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente –como la nuestra, si queremos–, divina y humana a la vez 776. El cristiano, en efecto, puede vivir la misma vida del Señor, llevando en su existencia ordinaria una "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3), siendo así otro Cristo, el mismo Cristo 777.
b) Una formación y unos determinados medios
La llamada al Opus Dei se caracteriza también por el compromiso de recibir "una formación peculiar", como leíamos en el texto citado más arriba, o por el uso de unos medios ascéticos y apostólicos muy concretos 778, como dice san Josemaría en otras ocasiones. Comentamos esta última expresión, en la que está incluida la primera.
Los "medios ascéticos concretos" son unas determinadas prácticas de vida sacramental (como la participación diaria en la Santa Misa y la Confesión frecuente), de oración mental y vocal y de formación cristiana. El conjunto de estos medios es una realidad específica del Opus Dei. Si se considera cada uno aisladamente, se concluirá que son medios tradicionales en la Iglesia. Pero constituyen un quid unum configurador, no sólo porque están determinados en su materialidad, sino porque se viven con un determinado espíritu. San Josemaría hace notar, por ejemplo, que estos medios, en el Opus Dei, están insertados todos en el hilo común de la filiación divina 779.
Por lo que se refiere a los "medios apostólicos" (o "modos apostólicos", como suele decir con frecuencia), son principalmente el apostolado de amistad y de confidencia 780, que no es otra cosa que la elevación de las relaciones humanas a camino de encuentro personal de los demás con Cristo, y las actividades formativas propias de la labor apostólica del Opus Dei: clases, retiros espirituales, dirección espiritual personal, etc., que tienen por objeto proporcionar una sólida formación cristiana.
Volvamos ahora al motivo por el que hemos descrito lo "específico" del Opus Dei. Ya dijimos que el objeto de nuestro estudio es el camino de vida cristiana que san Josemaría propone a los fieles laicos en general y a los sacerdotes seculares. Pero ya que muchas veces, al exponer su enseñanza, se dirige a los que forman parte del Opus Dei, era necesario explicar que son fieles corrientes y sacerdotes seculares, para mostrar así que lo que les dice a ellos acerca de la santidad en medio del mundo se extiende a todos sus iguales. Esos textos no tienen, por tanto, un alcance restringido, sino que se abren a todos.
Por ejemplo, cuando escribe en Camino: No lo dudes: tu vocación es la gracia mayor que el Señor ha podido hacerte. –Agradécesela 781, el autor de la edición crítico-histórica hace notar que "el punto procede de los Apuntes íntimos; es decir, cuando lo escribe en el Cuaderno [de Apuntes íntimos] san Josemaría está pensando en el llamamiento al Opus Dei, que entiende como gracia que desarrolla y configura la existencia cristiana en el mundo acuñada en el Bautismo. No tiene que modificar una letra para dirigir ese pensamiento a todos los lectores: cada existencia cristiana es un llamamiento bautismal de Dios que espera ser "reconocido" y "correspondido" en su Amor" 782. En general, "la historia de la redacción [de Camino] muestra cómo el libro pasa del pequeño círculo de allegados (...) a la generalidad de los lectores (...) sin apenas modificaciones en su texto" 783. No cambia el significado sino el alcance. Esto nos permitirá usar aquí los textos de su predicación a los fieles del Opus Dei para exponer su mensaje universal de santificación en medio del mundo.
San Josemaría descubrió el 2 de octubre de 1928 el inmenso horizonte apostólico de ayudar a los cristianos entregados a las más diversas tareas y ocupaciones en medio de la sociedad, a responder ahí, con plenitud, a su vocación a la santidad.
¡Cuánto me emociona pensar en tantos cristianos y en tantas cristianas que, quizá sin proponérselo de una manera específica, viven con sencillez su vida ordinaria, procurando encarnar en ella la Voluntad de Dios! Darles conciencia de la excelsitud de su vida; revelarles que eso, que aparece sin importancia, tiene un valor de eternidad; enseñarles a escuchar más atentamente la voz de Dios, que leshabla a través de sucesos y situaciones, es algo de lo que la Iglesia tiene hoy apremiante necesidad: porque a eso la está urgiendo Dios 784.
A la vez e inseparablemente comprendió que Dios le pedía dedicar la totalidad de sus energías a fundar "una institución –una Obra, por emplear el término al que acudió desde el principio– que tenga por finalidad difundir entre los cristianos que viven en el mundo una honda conciencia de la llamada que Dios les ha dirigido desde el momento mismo del Bautismo (...), una Obra que se identifique con el fenómeno pastoral que promueve, formada por cristianos corrientes que, al descubrir lo que la vocación cristiana supone, se comprometen con esa llamada y se esfuerzan en lo sucesivo por comunicar ese descubrimiento a los demás" 785.
La Obra ha nacido para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil –con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles–, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida deun cristiano corriente –que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina– puede y debe ser una vida santa y santificante (...).
Y como la mayor parte de los cristianos recibe de Dios la misión de santificar el mundo desde dentro, permaneciendo en medio de las estructuras temporales, el Opus Dei se dedica a hacerles descubrir esa misión divina, mostrándoles que la vocación humana –la vocación profesional, familiar y social– no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella.
El Opus Dei tiene como misión única y exclusiva la difusión de este mensaje –que es un mensaje evangélico– entre todas las personas que viven y trabajan en el mundo, en cualquier ambiente o profesión. Y a quienes entienden este ideal de santidad, la Obra facilita los medios espirituales y la formación doctrinal, ascética y apostólica, necesaria para realizarlo en la propia vida 786.