Vida cotidiana y santidad
en la enseñanza de San Josemaría

PARTE I
La finalidad de la vida cristiana: la gloria de Dios, el reino de Cristo, la Iglesia: santificación y apostolado

Visión general de la parte primera

El "fin último" en la enseñanza de san Josemaría
Relación de la Parte I (el fin último) con la Parte II (el sujeto de la vida espiritual)
Relación con la Parte III (el camino de la vida espiritual)

Comenzamos ahora la exposición sistemática de la vida cristiana según la enseñanza de san Josemaría.

La pregunta inicial que nos planteamos es la más básica: ¿cuál es el fin último de la vida cristiana?, es decir, ¿cuál es el bien que hay que buscar en último término, en cualquier acción que se realice?, y ¿cómo lo formula san Josemaría? A esta pregunta se trata de responder en los tres capítulos de la Parte I.

San Pablo nos da una orientación fundamental: "Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios" (1Co 10, 31). Según esto, el fin último es dar gloria a Dios. Todas las demás actividades –desde comer o beber, hasta cualquier otra en sí misma noble– se han de realizar con vistas a un bien superior y, en definitiva, a un bien supremo que es el fin último: aquél cuya posesión satisface toda aspiración de la voluntad y en el que se encuentra la plena felicidad 1. Ese bien es la gloria a Dios, precisamente porque darle gloria es participar en la vida íntima de Amor de la Santísima Trinidad, en lo que consiste la santidad, que es el bien en el que se encuentra la plena y absoluta felicidad del hombre. Es célebre en este sentido la afirmación de san Ireneo: "La gloria de Dios es que el hombre viva [Vida sobrenatural, santidad]; y la vida del hombre es la visión de Dios" 2. Glorificar a Dios participando en su Vida –siendo santos– es el fin último en el que han de confluir todos los afanes del cristiano.

Este bien sólo se alcanzará plenamente en el Cielo. Allí el hombre dará gloria a Dios al conocerle y amarle participando en su vida íntima por la visión "cara a cara" (1Co 13, 12) que colmará toda ansia de felicidad (es una "visión beatífica", que hace feliz). Pero ya desde ahora, en la vida presente, puede y debe orientar todas sus acciones a la gloria de Dios, conociéndole y amándole.

Como se puede ver, hablamos del fin último de la vida cristiana no como de algo estático –un "lugar", una "meta" a la que se llega, o algo que se obtiene–, sino como lo que uno se propone en último término: la actividad de tender al Sumo Bien 3. Desde la perspectiva de la primera persona, que usaremos a partir de ahora, un fin es una actividad: la aspiración consciente y libre a un bien (un "bien práctico", un bien para el obrar). Por esto acabamos de decir que el fin último es "dar gloria a Dios", no simplemente "la gloria de Dios". En realidad, la gloria de Dios es "fin de" cualquier criatura, tanto de un hombre como de una planta; pero sólo puede ser "fin para" el hombre, porque sólo el hombre puede proponerse "dar" gloria a Dios como actividad suya consciente y libre 4.

¿Cómo puede el cristiano dar gloria a Dios? Recordemos otras palabras de san Pablo que nos encaminan a la respuesta. "Uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre" (1Tm 2, 5). Sólo por Cristo, con Él y en Él, puede el cristiano glorificar a Dios y ser santo, porque la santidad –la participación en la vida divina como hijos adoptivos en Jesucristo– no es otra cosa que la unión con el Hijo, la identificación con Cristo. Se desvela así otro modo de formular el fin último que permite ahondar en lo que significa "dar gloria a Dios".

El Evangelio de san Lucas recoge una escena emblemática en este sentido. El ambiente es la casa de Betania, donde Lázaro, Marta y María acogen a Jesús en sus idas y venidas a Jerusalén. Marta, afanada en los quehaceres de la casa –¡por atender al Señor!–, se lamenta de que María permanezca "sentada a sus pies" (Lc 10, 39), en vez de ayudarla. La respuesta de Jesús ha orientado desde siempre y en todos los tiempos las vidas de quienes desean seguirle, mostrándoles el principio rector de la conducta cristiana: "Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas, pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada" (Lc 10, 41-42). Esa "sola cosa necesaria" es, de nuevo, el fin último de la vida cristiana, lo que se ha de buscar a la postre en cualquier cosa que se haga: "escuchar" a Cristo, como María. Un "escuchar" que no es meramente oír su palabra sino alimentarse de ella, ponerla en práctica siguiendo sus pasos, vivir la misma vida de quien es la Palabra de Dios (cfr. Mt 7, 24-26; Mc 9, 7). Y ese "escucharle" o unirse a Cristo, no es algo distinto de "dar gloria a Dios": es el único modo de cristalizarlo, porque –como reza la doxología final del canon de la Misa– sólo "por Cristo, con Él y en Él" se da a Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria. Sólo uniéndose en todo momento y en cualquier acción al Hijo de Dios hecho hombre, puede el cristiano dar gloria a Dios y ser santo.

Hemos hablado de Marta, la hermana de Lázaro. Como veremos, san Josemaría albergaba gran devoción por esta santa mujer. Solía comentar que al llevar a cabo las tareas con las que servía a Jesús, podía realizarlas con el espíritu de María. Veía representado en su figura el ideal de convertir todos los quehaceres humanos honestos en medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 5, adquiriendo la plenitud de sentido que les ha otorgado el Hijo de Dios al asumir la naturaleza humana y trabajar como uno de nosotros.

En esta Parte I hablaremos sólo del espíritu con el que hay que realizar las actividades temporales para santificarlas. No nos ocuparemos en cambio de la materia informada por ese espíritu, es decir, las mismas actividades temporales como las de Marta, que son, como decimos, "materia de santificación". De ellas trataremos en el capítulo 7º. No es posible exponer todo a la vez. Conviene, sin embargo, no perder la visión de conjunto, y por eso se encontrarán también aquí algunas referencias a los quehaceres profesionales, a la familia, a las relaciones sociales, etc. Lo contrario sería como hablar de un espíritu sin cuerpo, y no sería el espíritu de santificación en medio del mundo que enseña san Josemaría.

El primer capítulo de la Carta a los Efesios concluye con la admirable descripción del plan salvador de Dios "en Cristo", declarando que "todo lo sometió bajo sus pies, y a Él lo constituyó cabeza de todas las cosas en favor de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud de quien llena todo en todas las cosas" (Ef 1, 22-23). Para formar la Iglesia ha sido enviado el Espíritu Santo, fruto de la Cruz 6, como dice san Josemaría, que atrae a todos a la unión con Cristo para la gloria del Padre.

Acabamos de ver que para dar gloria a Dios hay que buscar la unión con Cristo, porque este es el designio de Dios: que le demos gloria participando en la vida de la Santísima Trinidad como hijos suyos en Cristo. Pero Dios ha querido introducirnos en su gloria no a cada uno aisladamente, sino formando todos un Cuerpo, el "Cuerpo místico de Cristo" que es la Iglesia, en el que cada miembro recibe la vida de la Cabeza –el Espíritu Santo desciende de la cabeza a los miembros para comunicarles la vida sobrenatural de hijos de Dios– y es también instrumento para comunicarla a los demás miembros del Cuerpo y a todos los hombres, en virtud de un poder de mediación que es participación del sacerdocio de Jesucristo.

Estamos ante otra forma –la tercera y última– de expresar el fin último de la vida cristiana. Sólo da gloria a Dios quien busca la unión –la identificación– con Cristo; y esa unión la realiza el Espíritu Santo, que atrae a Cristo formando la Iglesia. De ahí que dar gloria a Dios como hijos suyos en Cristo, no sea otra cosa que cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia mediante la propia santificación y la de los demás (el apostolado).

La gloria de Dios Padre, la unión con Jesucristo Nuestro Salvador y la cooperación con el Espíritu Santo en la propia santificación y en el apostolado para la edificación de la Iglesia, son el fin último –un único fin– de la vida cristiana.

Estas consideraciones generales nos sirven de base para comprender un texto de san Josemaría, representativo de su contemplación de los designios divinos, que nos brindará el esquema de los tres capítulos de esta Primera parte.

El "fin último" en la enseñanza de san Josemaría

El texto a que nos referimos pertenece a la primera de sus Instrucciones, fechada el 19 de marzo de 1934. Lo introduce señalando que va a indicar cuáles son los fines, que lleva a la práctica la Obra 7: fines (de momento usamos el plural) que propone expresamente a los fieles del Opus Dei para su vida cristiana, pero que son igualmente válidos para todos los fieles:

Hemos de dar a Dios toda la gloria. Él lo quiere: gloriam meam alteri non dabo, mi gloria no la daré a otro (Is 42, 8). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria (Canon de la Misa). Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María 8.

Estas palabras ponen de relieve el carácter teocéntrico, cristo-céntrico y eclesial o eclesiocéntrico (y por tanto pneumatológico) de la vida cristiana 9. Enuncian, como dice Pedro Rodríguez, su "triple dimensión –trinitaria, cristológica y eclesiológica" 10.

San Josemaría expresaba estas aspiraciones también en forma de jaculatorias, repetidas con mucha frecuencia a lo largo de su vida: Deo omnis gloria!, Regnare Christum volumus!, Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! 11 Ya en una anotación del 15 de julio de 1931 escribe:

–Fines –Que Cristo reine, con efectivo reinado en la sociedad. Regnare Christum volumus. –Buscar toda la gloria de Dios. Deo omnis gloria. –Santificarse y salvar almas. Omnes, cum Petro, ad Iesum per Mariam 12.

Estas fórmulas, comenta Pedro Rodríguez, "aparecen "sembradas" por todas partes" 13 en los escritos de san Josemaría, "de manera especialmente intensa en sus Apuntes íntimos" 14. A veces las abrevia, poniendo sólo las iniciales. Al final de las Instrucciones, por ejemplo, escribe: "D.O.G." (Deo omnis gloria!).

Las tres jaculatorias se inspiran en la Escritura y tienen precedentes en la tradición de la Iglesia.

La referencia bíblica de la primera es clara: "omnia in gloriam Dei facite" (1Co 10, 31); "soli Deo honor et gloria" (1Tm 1, 17). El concepto ha sido repetido innumerables veces por los santos, con formas diversas. Es célebre el lema de san Ignacio de Loyola: "Ad maiorem Dei gloriam".

En cuanto a la segunda jaculatoria, Regnare Christum volumus!, puede recordarse el "nolumus hunc regnare super nos!" (Lc 19, 14) de la parábola evangélica, y también el "oportet illum regnare" (1Co 15, 25). En la tradición espiritual tiene igualmente una larga historia. En la época en que comienza la predicación de san Josemaría, el reinado de Cristo es uno de los temas dominantes del magisterio del Papa Pío XI.

Respecto a la tercera jaculatoria, Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, es una fórmula compuesta de varias ideas –la convocación de todos los hombres en la Iglesia, la unión con Cristo, la mediación de María–, cada una de las cuales tiene su fundamento en la Escritura. En la tradición hay diversos precedentes del ad Iesum per Mariam desde el s. XII, como veremos en el capítulo 3º. La idea está también muy presente en el Tratado de la verdadera devoción a la Santa Virgen María, de san Luis María Grignion de Montfort (s. XVIII).

Las tres jaculatorias tienen, pues, una antigua historia. Los maestros de vida espiritual que las mencionan, de distintos modos, lo hacen lógicamente en el contexto de las formas de vida cristiana que cada uno enseña. En el caso de san Josemaría expresan su mensaje de santificación en medio del mundo. Lo específico no es el uso de las tres jaculatorias sino el espíritu que late en cada una de ellas y su concatenación.

Como decíamos, san Josemaría indica con estas tres ideas los "fines" de la vida cristiana. Pero, ¿son tres fines o tres modos de indicar un único fin? Álvaro del Portillo comenta que esos fines "forman una unidad" 15. Constituyen un solo fin –el fin último de la vida espiritual–, indicado con tres expresiones concatenadas: "la gloria de Dios –el "Deo omnis gloria" (...)– consiste: en clave cristológica, en que Cristo reine ("regnare Christum volumus"), y en clave eclesiológica, en la realización de la unidad de los cristianos y de la misión: "que todos vayan con Pedro a Jesús por María"" 16.

La unidad de las tres jaculatorias traduce la unidad del plan divino de salvación. Una vez que el hombre ha pecado y Dios ha enviado a su Hijo para "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1, 10), dar gloria a Dios es, necesariamente, buscar que todo se someta al reinado de Cristo (cfr. 1Co 15, 25-28), y esto exige atraer a todos los hombres a la Iglesia, "germen e inicio" 17 de su Reino: o sea, dejarse atraer por el Espíritu Santo a la unión con Cristo en la Iglesia y ser instrumento suyo para atraer a los demás. Tal es nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar 18.

Que esos "tres fines" forman una unidad significa que la voluntad tiende a ellos con un solo acto. No se aspira a uno como medio para alcanzar otro, sino que al querer que Cristo reine se quiere necesariamente dar gloria a Dios, y al querer atraer a todos los hombres a la Iglesia se busca, por ese mismo acto, que Cristo reine. En otros términos, un cristiano da gloria a Dios si procura instaurar el Reino de Cristo (en sí mismo y en el mundo), y esto lo realiza edificando la Iglesia al cooperar con el Espíritu Santo en su santificación personal y en el apostolado. No son –reiteramos– ni tres fines ni tres acciones diversas, sino tres expresiones de una sola acción que ponen de relieve su riqueza. Esta observación es imprescindible para entender que a lo largo de los tres capítulos de esta Parte I se hablará de una sola acción (el fin último), explicitando progresivamente su contenido.

Relación de la Parte I (el fin último) con la Parte II (el sujeto de la vida espiritual)

En la Parte II se hablará del sujeto de la vida cristiana. La relación con la Parte I se funda en que tender al fin último, perfecciona al sujeto. En realidad, se seguirá hablando del fin último, pero de su otra cara, es decir, de la perfección del hombre y de su felicidad, que se encuentran necesariamente en la glorificación de Dios y en la santidad.

Fijémonos en el siguiente texto de san Juan: "Queridísimos, ya ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3, 2). Según estas palabras, el fin último –ver a Dios cara a cara ("le veremos tal cual es")– hace semejante a Él 19 y, por tanto, conduce al cristiano a su plena perfección. De modo análogo, la incoación de esa actividad en la tierra perfecciona al cristiano, porque produce, en cierta medida, aquella semejanza, pues "ya ahora somos hijos de Dios", aunque sea sólo una semejanza inicial, por la gracia, y de orden inferior a la que se dará en la gloria ("aún no se ha manifestado lo que hemos de ser") 20.

La actividad que es el fin último de la vida espiritual no deja al sujeto como estaba –como le sucede a una campana después de su tañido–, sino que cambia y perfecciona a la persona. De ahí que no se pueda dar gloria a Dios sin buscar por eso mismo la propia perfección sobrenatural: la identificación con Jesucristo.

Esa perfección es también fin de la vida cristiana. De modo que el fin último es dar gloria a Dios y aspirar a la identificación con Jesucristo. No se puede tender a lo uno sin tender a lo otro. Pero hay un orden, una jerarquía en las afirmaciones. El cristiano ha de buscar su perfección para dar gloria a Dios, no al revés; es decir, no ha de buscar dar gloria a Dios para ser él perfecto. Lo veremos con más atención al introducir la Parte II.

Ahora nos interesa sólo señalar que esta relación intrínseca entre "dar gloria a Dios" y "buscar la propia perfección como hijos suyos" permite comprender que, en la enseñanza de san Josemaría, el "sentido de la filiación divina" –la viva conciencia de ser "otro Cristo" y en cierto modo "el mismo Cristo", por la gracia– tenga carácter de fundamento de la vida cristiana. Quien se sabe hijo de Dios busca identificarse con Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, para la gloria de su Padre Dios. Dicho de modo más completo, la conciencia de la filiación divina lleva a orientar la propia vida al fin último: a dar gloria a Dios procurando que Cristo reine, cooperando con el Espíritu Santo en el crecimiento de su Cuerpo místico que es la Iglesia.

Relación con la Parte III (el camino de la vida espiritual)

El fin último es "lo único necesario" en sentido absoluto. Las actividades profesionales, familiares y sociales son también necesarias, pero no absolutamente, como lo es dar gloria a Dios, sino relativamente a la construcción de este mundo según el querer divino. No son el fin, sino camino para alcanzarlo: el camino de santidad para un cristiano corriente. Esas actividades humanas se han de ordenar al fin último y así se santifican y se convierten en medio de santificación propia y ajena.

Quien está llamado por Dios a santificar las actividades temporales desde dentro no ha de olvidar que de poco sirven éstas si se descuida "lo único necesario". Pero tampoco puede menospreciarlas ni prescindir de ellas, porque son medios "necesarios" para su santificación, por la vocación divina que ha recibido. San Josemaría lo recuerda enérgicamente: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios (...). No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca 21.

Los temas que se tratarán en la Parte I son los más profundos de la vida espiritual y los más difíciles de exponer. La gloria de Dios, el reinado de Cristo, la edificación de la Iglesia... se pueden explicar hasta cierto punto. Sería vano pretender abarcar lo inabarcable. Toda explicación estará necesariamente envuelta en el misterio, y cumplirá su función en la medida en que ayude a contemplarlo y a venerarlo con el corazón, no sólo con el entendimiento.