Vida cotidiana y santidad
en la enseñanza de San Josemaría

CAPÍTULO CUARTO
El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida espiritual

1. LA EXPERIENCIA DE LA FILIACIÓN DIVINA EN 1931
1.1. La conciencia de ser hijo de Dios Padre en unión con Jesucristo por el Espíritu Santo
      1.1.1. Percepción de la paternidad divina
      1.1.2. Conciencia de la acción del Espíritu Santo
      1.1.3. "Saberse Cristo"
1.2. Filiación divina encarnada y redentora
      1.2.1. Filiación encarnada
      1.2.2. Filiación redentora
      1.2.3. Filiación divina y conciencia de la filiación divina
2. LA NOCIÓN DE FILIACIÓN DIVINA ADOPTIVA EN SAN JOSEMARÍA
2.1. Fuentes y contexto teológico
2.2. Elementos doctrinales de la noción de filiación divina sobrenatural
2.3. El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo"
      "No ya alter Christus sino ipse Christus"
      Fundamento y precedentes de la expresión
2.4. La presencia de Cristo en el cristiano: una explicación teológica
2.5.Hijos e hijas de Dios con "idéntica filiación divina adoptiva"
3. EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA
3.1. Significado de la expresión "sentido de la filiación divina"
      "Hilo de todas las virtudes". Relación con la virtud de la piedad y con el don de piedad
      "Alma sacerdotal" con "mentalidad laical"
3.2. Fundamento para tender al fin último de la vida cristiana
      Para ser contemplativos en medio del mundo
      Para poner a Cristo en la entraña de las actividades humanas
      Para edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y la raíz de la vida interior
3.3. Del Bautismo a la Gloria
      El crecimiento de un hijo de Dios
      El camino de los hijos de Dios
Algunas aplicaciones prácticas


CAPÍTULO CUARTO
El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida espiritual

El fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina (Forja, 987)

Abordamos en este capítulo un tema que, para Álvaro del Portillo, es el nervio central 1 de la predicación de san Josemaría. Nervio que transmite a todo el cuerpo de su doctrina una sensibilidad peculiar y característica. La filiación divina –escribe Fernando Ocáriz– lo informa todo en su espíritu y en su palabra (...). Si habla o escribe sobre la fe, se trata de la fe de los hijos de Dios, si predica sobre la fortaleza, habla de la fortaleza de los hijos de Dios, si contempla la realidad de la conversión y la penitencia, su palabra versa sobre la conversión de los hijos de Dios... Toda virtud, todo aspecto del existir cristiano –y aun humano en general– está caracterizado desde dentro, en su vida, en su voz y en su pluma, por ser de los hijos de Dios 2.

Una vez que el Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha venido a habitar entre nosotros para que llegáramos a ser hermanos suyos (cfr. Jn 1, 12-14; Rm 8, 29), la vida del cristiano se desenvuelve objetivamente en una atmósfera filial. Pero no todos son conscientes de esta realidad ni aprecian el valor del aire que respiran. A quienes siguen el camino de santidad que propone san Josemaría, les dice: el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 3. No les recuerda sólo que el hecho de la filiación divina sobrenatural está en la base de la vida cristiana; les orienta a poner como fundamento de la búsqueda de la santidad el sentido –la conciencia viva– de esa filiación adoptiva. Enseña a saberse hijo amado de Dios 4 y a extraer todas las consecuencias, a sentirse "otro Cristo" y a desear identificarse progresivamente con Él.

El "sentido de la filiación divina" es algo más que el conocimiento teórico de una verdad. Es un don divino, una inmensa gracia de Dios destinada a orientar todo el pensar y el querer, el sentir y el obrar. Un don que, en quien tiene uso de razón, acompaña de algún modo al mismo hecho de la adopción filial, porque al hacernos hijos suyos Dios quiere que poseamos la conciencia de serlo y ha dispuesto que le llamemos Padre (cfr. Mt 6, 9). Pero es un don que necesita ser avivado, como una brasa, para que irradie su luz y su calor a la conducta del cristiano.

En la vida de san Josemaría hay un momento, en 1931, en el que Dios quiso intensificar extraordinariamente ese don para que lo viera –y enseñara a verlo– como cimiento de la vida espiritual y, concretamente, del espíritu de santificación en medio del mundo que estaba llamado a difundir desde 1928. La lógica del cimiento está presente en el mismo descubrimiento de este rasgo de su mensaje espiritual. Cuando se observa un edificio, es normal que la mirada se detenga en su forma, en las dimensiones o en los materiales empleados. No se suele pensar en los fundamentos que están debajo, sosteniendo la construcción. Algo de esto le sucedió a san Josemaría cuando el 2 de octubre de 1928 vio por primera vez el espíritu que habría de encarnar y difundir.

Comprendió que Dios llamaba a todos a la santidad y que la gran mayoría de los hombres deberían buscarla en los quehaceres corrientes: la familia, el trabajo, las relaciones sociales... Uno de estos quehaceres, el trabajo profesional, se le presentaba como eje del edificio. Era el elemento central del mensaje de aquella mañana de 1928, pero no era el único. Había otros menos visibles, y no por ello menos importantes. Concretamente, el edificio y su eje estaban apoyados en una roca que garantizaba su estabilidad. La roca era el hecho y la conciencia de la filiación divina adoptiva. Este cimiento se encontraba allí desde el inicio, pero estaba oculto. San Josemaría lo descubriría claramente sólo tres años después, en los últimos meses de 1931, gracias a una nueva luz interior que recibiría. Reflexionando más tarde sobre la sucesión de los acontecimientos dirá que este rasgo típico de nuestro espíritu nació con la Obra [en 1928], y en 1931 tomó forma 5. A partir de entonces enseñará siempre a poner como fundamento de la vida espiritual el sentido de la filiación divina.

Cabe preguntarse cómo es compatible que un rasgo esencial del mensaje naciera en 1928 pero no tomara forma hasta 1931. No nos consta que san Josemaría lo haya explicado, aunque quizá los estudios sobre la documentación manuscrita aporten datos sobre este punto en el futuro. En todo caso, no le suponía ningún problema afirmar que en 1928 vio todo el mensaje que debía predicar y que en 1931 percibió con más nitidez uno de sus aspectos esenciales. En 1928 había comprendido que todos los fieles están llamados a la perfección cristiana por el sencillo hecho de haber recibido el Bautismo 6, y precisamente en el Bautismo se nace a la vida sobrenatural de hijo adoptivo de Dios. Al predicar desde 1928 la llamada universal a la santidad, estaba ya invitando a tomar conciencia de la dignidad de hijos de Dios. De hecho, no faltan testimonios de la fuerza y ardor con que hablaba de la filiación divina a quienes acudían a su dirección espiritual ya en este periodo, como aquel estudiante de la Universidad Central de Madrid que le confiaba, según escribe en Camino: pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, "engallado" el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios! 7 San Josemaría recuerda su respuesta: Carta 9-I-1959, 60.

Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la "soberbia" 8: el orgullo santo de ser hijo de Dios. El autor de la edición crítico-histórica sitúa la conversación con el estudiante en 1929 o muy poco después, lo que representa para nosotros un testimonio de la intensidad con que san Josemaría transmitía el sentido de la filiación divina entre 1928 y 1931. A partir de esta última fecha la invitación a poner ahí el cimiento de la vida espiritual se haría más apremiante y explícita, con los perfiles netos y típicos que estudiaremos en este capítulo.

La secuencia de los hechos parece encerrar un significado también para la comprensión teológica del camino de santidad que enseña san Josemaría. Los años que transcurren desde que nace ese rasgo hasta que toma forma, dejan traslucir que el sentido de la filiación divina puede tardar en desarrollarse. No es raro, en efecto, que quien sigue el camino de santidad que enseña san Josemaría necesite tiempo para aprender –bajo la acción de la gracia–, que el trato con Dios se ha de apoyar en esa conciencia de ser hijos suyos. ¿No sucede también que un niño, aunque reconoce muy pronto a sus padres, sólo cuando crece toma conciencia de que les debe la vida, el alimento, la educación...? Sólo entonces esa realidad comienza a influir de modo práctico en su conducta, llevándole a comportarse de acuerdo con la condición de hijo. San Josemaría encauza la vida espiritual hacia este descubrimiento, enseña a lanzarse a su conquista secundando la acción del Espíritu Santo. Ya a los que comienzan a buscar la santidad, con seria determinación, les aconseja desde el primer momento que consideren frecuentemente la filiación divina cada día 9, aunque quizá todavía no comprendan bien lo que significa.

La secuencia histórica a la que nos hemos referido no debe imponer, en cambio, el orden de la exposición teológica. Nada obliga a explicar primero lo que vio san Josemaría en 1928 y después lo que comprendió en 1931. No es necesario hablar antes de la casa que de sus cimientos, a tratar primero de la santificación del trabajo y después del sentido de la filiación divina. Por una parte, ya hemos visto que la filiación adoptiva estaba presente desde el inicio; por otra, difícilmente se entendería el alcance de la santificación del trabajo sin tener en cuenta que quien trabaja ha de saberse hijo de Dios, "otro Cristo". Por eso hemos optado por estudiar ahora el sentido de la filiación divina y, más adelante, en el capítulo 7º, la santificación del trabajo. Lo primero ayudará a comprender mejor lo segundo.

Analizaremos a continuación (apartado 1) el origen de esta enseñanza –la vivencia de la filiación divina en 1931– y estudiaremos después (apartado 2) la noción teológica de filiación divina que subyace a esa vivencia. Tendremos así abierto el camino para exponer lo que es el objeto principal de este capítulo: el "sentido" o la "conciencia" de la filiación divina como fundamento de la vida cristiana (apartado 3).

1. LA EXPERIENCIA DE LA FILIACIÓN DIVINA EN 1931

La enseñanza de san Josemaría sobre el sentido de la filiación divina en la vida espiritual no es el resultado de una especulación teológica. Se formó en su alma a partir de una intensa vivencia interior, sobrevenida en diversos momentos de septiembre y octubre de 1931, cuando se afanaba por sacar adelante la empresa sobrenatural que Dios le había confiado y que superaba totalmente sus fuerzas10.

Diversas anotaciones de sus Apuntes íntimos muestran, según Vázquez de Prada, que en esos meses se posesionó de todo su ser la gozosa claridad de saberse hijo de Dios 11. El 22 de septiembre de 1931 escribe:

Estuve considerando las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre, Padre! Y –si no gritando– por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle 12.

La irrupción de luz en su alma venía a iluminar un misterio ya conocido y creído. Hasta ese momento sabía que era hijo de Dios; ahora lo comienza a "sentir", lo percibe de un modo nuevo, cargado de consecuencias. En las semanas sucesivas se prolongará este clima interior. El sentido de la filiación divina irá calando en su alma bajo el efecto de una lluvia de gracias que le sorprenden en las circunstancias más diversas. La que recibió el 16 de octubre quedará fijada en su alma como uno de los momentos de oración más intensos de su vida. Al final de la jornada anota lo ocurrido:

Día de Santa Eduvigis 1931: Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha, compré un periódico (el A.B.C.) y tomé el tranvía. A estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa 13.

El contenido de aquella oración era el misterio de la filiación divina adoptiva, como explicará más tarde:

La oración más subida la tuve (...) yendo en un tranvía y, a continuación vagando por las calles de Madrid, contemplando esa maravillosa realidad: Dios es mi Padre. Sé que, sin poderlo evitar repetía: Abba, Pater! 14

El hecho de encontrarse en la calle y en un tranvía, encerraba para él un claro significado: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración 15. Era una manifestación práctica de que el sentido de la filiación divina formaba parte esencial –como cimiento escondido– del espíritu de contemplación en medio del mundo que Dios le había hecho ver. Ahora le hacía percibir vivamente su condición de hijo de Dios. El fin de esta nueva intervención divina (no le cabía duda de que era el Señor quien obraba: luego veremos cómo lo afirma) era llevarle a comprender que la base de la contemplación en la vida ordinaria, el fundamento de la transformación del trabajo y de todos los quehaceres seculares en oración, había de ser el sentido de la filiación divina. Pero dejemos el análisis de esta enseñanza para más adelante y fijémonos en los hechos de 1931.

La Teología espiritual dispone de un concepto que engloba sucesos de este género en la vida de los santos: "experiencia"16. Aunque san Josemaría no emplea este término cuando se refiere a esos momentos –tampoco los define de ningún otro modo: se limita a narrar lo acontecido–, los detalles que ofrece inducen a pensar que es el más adecuado para designarlos. "Experiencia" es, en general, el conocimiento de una realidad particular o individual mediante un cierto contacto inmediato, sin necesidad de un proceso discursivo. Puede ser sensible, si procede de los sentidos corporales, o espiritual. Cuando la experiencia espiritual se refiere al misterio de la participación sobrenatural del cristiano en la vida de la Santísima Trinidad, por medio de Cristo y con Él y en Él, se habla de "experiencia mística". San Buenaventura se refiere a un cierto conocimiento experimental de Dios 17 que no es de tipo especulativo ni tiene necesidad de discurso racional o de imágenes. Santo Tomás lo califica como afectivo o experimental18. "Afectivo", no tanto porque suscite el amor, sino porque tiene lugar en el amor, es decir, por medio del amor que pone en contacto inmediato con Dios: por eso lo denomina también "experimental".

En nuestro caso, esta experiencia de san Josemaría es un acto muy semejante a la "contemplación de Dios" de la que ya hemos hablado en el capítulo 1º, aunque no se reduce a ella. Incluye la contemplación infusa (estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad... 19), pero deja además como un recuerdo indeleble (quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse jamás 20), lo que pertenece a la noción de experiencia. Es también propio de una experiencia que la realidad conocida (experimentada) sea una verdad singular y concreta, no abstracta y universal. Como se ve en los textos de san Josemaría, lo que contempló y quedó grabado en su alma fue ante todo "su" filiación divina adoptiva, no una doctrina general. Después, lo que experimentó en estos momentos le llevará a descubrir la riqueza de la filiación divina tal como se nos presenta en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia 21, y será la conciencia de esta verdad lo que propondrá, en general, como fundamento de la vida cristiana.

Otro elemento de la noción de experiencia espiritual que se advierte en los diversos relatos de san Josemaría es la implicación de toda la persona, incluida la esfera sensible. Se desprende, por ejemplo, de un texto (ya hemos anticipado algunas frases) referido a los hechos del 16 de octubre de 1931:

Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo. Me debieron tomar por loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse jamás 22.

Cabe preguntarse qué significado tienen estas manifestaciones sensibles, como el no saber si hablaba en voz alta o el perder la conciencia del tiempo. Se podría pensar que no son más que el efecto de un estado del alma que revela en el cuerpo la intensidad de la conmoción interior. En este caso, la esfera sensible vendría a ser como la caja de resonancia de las vibraciones del espíritu. Pero es posible que esta explicación resulte insuficiente para dar razón de los hechos, pues san Josemaría habla expresamente de un "sentir":

Sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! 23

¿Cómo hay que entender ese "sentir"? Cuando san Juan de la Cruz habla de este género de percepciones particulares 24 de las cosas divinas, que el Espíritu Santo concede a veces, menciona entre ellas los sentimientos espirituales 25, que en ocasiones acompañan a las visiones, revelaciones y locuciones 26. Para el Doctor Místico todas esas percepciones, comprendidos los sentimientos espirituales, tienen lugar sin la intervención de ningún sentido corporal 27, por la desproporción absoluta entre sujeto y objeto. El "sentir" de san Josemaría habría que entenderlo, por tanto, de un modo espiritual. Efectivamente, una antigua tradición que va desde Orígenes y san Gregorio de Nisa hasta san Bernardo y san Buenaventura, habla de unos "sentidos espirituales" en el cristiano dócil a la acción del Espíritu Santo, con los cuales puede "ver", "oír", "sentir" las realidades sobrenaturales, si Dios se lo concede, de modo análogo a como ve, oye y siente, con los sentidos corporales externos e internos 28. Lo que llaman "sentidos espirituales" no sería otra cosa que operaciones de la inteligencia y de la voluntad que asumen connotaciones análogas a las de los sentidos corporales. Se denominarían "sentidos" sólo por asociación mental, empleando una alegoría del lenguaje.

Sin embargo, esta interpretación no satisface a otros autores. Piensan que no explica suficientemente el modo de hablar de los santos que se refieren a experiencias de realidades sobrenaturales como si las percibieran también, de algún modo, con la sensibilidad corporal. En esta línea, Anselm Stolz sostiene que la noción de "sentidos espirituales" dice una espiritualización, una actividad de los sentidos [corporales] dirigida por el Espíritu Santo, y no la existencia de sentidos en el espíritu 29. Es una hipótesis que no carece de dificultades, pero que quizá no puede descartarse absolutamente si se tiene presente que la acción deificante de la gracia comporta una cierta espiritualización de todo el hombre, incluida la dimensión corporal 30. El tema es familiar a san Josemaría, que escribe (sin relación alguna con la hipótesis de Stolz): Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa 31. Santo Tomás observa que los santos, después de la resurrección de la carne, podrán percibir con su cuerpo glorificado no a Dios en su esencia pero sí en sus efectos corporales (...), principalmente en la carne de Cristo 32. Siendo la gracia una incoación de la gloria, se podría pensar que es posible un cierto anticipo de esa experiencia. No se trataría de lo que clásicamente se llama un "fenómeno extraordinario" (como una aparición del Señor o de la Santísima Virgen, que también se han dado en ciertos casos, algunos de ellos reconocidos por la Iglesia), sino como un fenómeno ordinario de la gracia, aunque revestido de extraordinaria intensidad.

El testimonio de san Josemaría no permite dilucidar si su "sentir la acción del Señor" ha de entenderse de un modo metafórico, como designando una operación exclusivamente espiritual (con repercusiones en el cuerpo), o se puede interpretar como un cierto participar de los mismos sentidos corporales, elevados por la gracia, en la percepción de su filiación divina. Quizá un estudio más detenido de los textos y de las doctrinas a las que nos hemos referido llegue a esclarecer este punto en el futuro. De lo que no cabe duda es de que san Josemaría se vio impetuosamente involucrado con todo su ser en aquella experiencia. No solamente conoció: se "sintió" hijo de Dios, "otro Cristo, el mismo Cristo" (con expresión que estudiaremos luego), en su alma y en su cuerpo.

"Me debieron tomar por loco...", anota en uno de los textos que hemos visto. Por temperamento y educación no era propenso a actitudes que llamaran la atención, y lo era aún menos por razón del mensaje que predicaba, dirigido precisamente a la santificación de la vida ordinaria. Pero en aquellas ocasiones de 1931 se apoderaba de él una fuerza que daba lugar a manifestaciones ajenas a su natural. Era evidente que aquella claridad venía de lo alto. "Estuve contemplado con luces que no eran mías esa asombrosa verdad...", escribe. Experimentó que el paso del "saber" al "sentir" la filiación adoptiva era una dádiva divina y comprendió que el Señor quería servirse de él para otorgar ese "sentido" a otras muchas almas.

¿Cómo se puede describir el contenido de lo que comprendió y sintió en aquellas semanas de 1931? ¿Cómo explica san Josemaría en qué consiste el sentido de la filiación divina? Esto es lo que nos proponemos estudiar en el apartado siguiente. Antes de ver cómo surge el edificio de la vida cristiana desde su cimiento –lo veremos en la última parte del capítulo–, fijamos la atención en el cimiento mismo.

1.1. La conciencia de ser hijo de Dios Padre en unión con Jesucristo por el Espíritu Santo

En las anotaciones de los Apuntes íntimos que hemos citado y en otros pasajes donde san Josemaría reflexiona sobre la luz recibida en aquella ocasión, se advierte que el sentido de la filiación divina abarca un triple aspecto: es una experiencia de la paternidad divina (1), de la acción del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios (2), y de la unión con Cristo, en quien somos hechos hijos de Dios (3).

1.1.1 Percepción de la paternidad divina

Lo primero que destaca en los relatos es la íntima conmoción ante el descubrimiento vital de la paternidad de Dios. Sintió la acción divina que hacía germinar en su corazón y en sus labios la tierna invocación: Abba! Pater! 33.

"Abba! Pater!" 34 Es la llamada que Jesús dirige al Padre en el Huerto de los Olivos: ¡Abbá, Padre! Todo te es posible... (Mc 14, 36) 35. San Josemaría siente el impulso de clamar como Jesús, dirigiéndose al Padre. No invoca sólo a Dios como Padre, sino a la primera Persona de la Santísima Trinidad. Estamos ante la experiencia de una filiación que se encuentra absolutamente por encima de aquella por la que todo hombre puede llamar "Padre" a su Creador. Es una filiación sobrenatural, semejante a la de Cristo, Primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), aunque también diversa y de orden infinitamente inferior a la del Hijo Unigénito (Jn 1, 14; 3, 16; 1Jn 4, 9), ya que no es filiación natural sino por "adopción" (cfr. Rm 8, 15.23; Ga 4, 5; Ef 1, 5).

Según Joachim Jeremias, "Abbá" era el término habitualmente empleado por Jesús para designar a Dios. Un modo insólito de hablar en el Antiguo Testamento, al ser "abbá" un término familiar (como "papá") que manifiesta la relación singular de Jesús con Dios Padre, una relación nueva, desconocida hasta ese momento en la Biblia 36. Como sabemos, la novedad consiste en que Cristo revela abiertamente el misterio de la Santísima Trinidad: habla del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como de tres Personas en la unidad de un solo Dios, y se da a conocer a sí mismo como el Hijo Unigénito hecho hombre para que lleguemos a ser hijos de Dios (cfr. Jn 1, 13) y podamos decir también: ¡Abbá, Padre! Esta filiación sobrenatural que deriva de la de Jesucristo y nos da acceso al Padre (Ef 2, 18) es la que san Josemaría experimenta en 1931.

Pronuncia el "¡Abbá, Padre!" como una "tierna invocación", con la confianza de un hijo pequeño que se arroja en los brazos de su padre. Esa confianza quedará para siempre impresa en su alma "como una brasa encendida" que irradiará calor a toda su conducta: el calor de un espíritu filial que hace sentirse miembros de la familia de Dios (Ef 2, 19), porque Él, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna! 37

La experiencia de la paternidad divina se traduce así en un trato familiar y confiado con Dios, semejante al de un hijo pequeño con su padre, de quien todo lo espera:

Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede 38.

En un texto de Amigos de Dios ilustra esta actitud acudiendo a su experiencia personal. Después de citar las palabras de san Juan: Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios (1Jn 3, 2), comenta:

A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres 39.

Dios es un padre misericordioso que abre sus brazos al hijo indigente y débil. También al hijo "pródigo" que vuelve arrepentido (cfr. Lc 15, 1-24). El pecado no es la última palabra en la vida de un cristiano:

La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto (1Jn 3, 1)40.

El "sentido" de la filiación divina es una gozosa percepción de la paternidad de Dios que sintoniza hondamente con la enseñanza de san Pablo: No recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abbá, Padre!" (Rm 8, 15). Comentando este texto, Heinrich Schlier muestra que el estado de hijos de Dios se manifiesta precisamente en la confiada invocación ¡Abbá, Padre!, antítesis del temor servil y de la angustia por la esclavitud del pecado y de la muerte 41. Es una actitud básica que san Josemaría transmite con toda su predicación. Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza 42. Un hijo de Dios puede descansar sereno en la misericordia de su Padre que, además de perdonar las miserias de sus hijos cuando acuden a Él con confianza, no permite que sean tentados por encima de sus fuerzas sino que les otorga su gracia para vencer cualquier prueba (cfr. 1Co 10, 13). Con el salmista se pregunta san Josemaría: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 26, 1), y a renglón seguido responde: A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada 43.

Nos encontramos ante una clave de su existencia que da razón de la alegría y de la seguridad con la que se movió en la búsqueda de la santidad y en la labor apostólica. Aun en las situaciones más duras –narra un testigo directo de su vida– siempre mantuvo su buen humor. Los que estábamos a su alrededor en aquellos momentos, no le vimos nunca triste. Por el contrario, se mostraba siempre alegre y optimista. El origen de aquella serenidad era el hondo sentimiento de la filiación divina, que Dios quiso poner como fundamento del espíritu del Opus Dei 44.

1.1.2 Conciencia de la acción del Espíritu Santo

Fijémonos de nuevo en el inicio de uno de los textos que ya conocemos: "Sentí la acción del Señor...". Normalmente, cuando san Josemaría escribe "el Señor", se refiere a Jesucristo. Aquí también puede entenderse así, porque es Jesucristo quien nos ha alcanzado la filiación adoptiva y nos enseña a dirigirnos a Dios Padre (cfr. Lc 11, 1-2). Pero también puede entenderse que "la acción del Señor" que le hace clamar "Abbá, Padre" es la acción del Espíritu Santo. San Josemaría lo señala explícitamente varias veces, sobre todo cuando cita la Carta a los Gálatas: Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! (Ga 4, 6); y la Carta a los Romanos: recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abbá, Padre!" Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15-16). Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8, 15) 45.

Partiendo de esta base y para calibrar mejor los textos, conviene distinguir dos efectos de la acción del Paráclito: la comunicación del mismo don de la filiación adoptiva en el Bautismo, y la experiencia de ese don por parte del cristiano. San Josemaría se refiere directamente a esta experiencia, pero obviamente presupone el don del que depende. Vayamos por orden.

En cuanto al primer efecto –la filiación divina en sí misma– conviene considerar que, siendo la adopción sobrenatural una obra de Dios en las criaturas –una obra ad extra–, la causa son las tres Personas divinas, no sólo el Espíritu Santo 46. No obstante se puede decir que la adopción nos es concedida "por el Espíritu Santo". Nos detendremos en este punto en la segunda parte del capítulo, al profundizar teológicamente en la adopción sobrenatural. Ahora es suficiente recordar que este aspecto de la acción del Paráclito se encuentra explícitamente en el texto de Ga 4, 6 que volvemos a citar: Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!. La exégesis moderna de este versículo confirma la lectura de los Padres griegos: las palabras "puesto que sois hijos" no significan que el cristiano es hecho "primero" hijo de Dios, para recibir "después" el Espíritu Santo, sino que es el Espíritu Santo quien le constituye en hijo adoptivo, de modo que el clamor del "¡Abbá, Padre!" es "prueba" de la presencia del Espíritu en el corazón de un hijo de Dios 47.

El cristiano recibe este don al participar de la naturaleza divina mediante la gracia infundida por el Espíritu Santo: hemos sido constituidos por la gracia en hijos de Dios 48, dirá san Josemaría, empleando los términos tradicionales para indicar como causa formal de la elevación sobrenatural la gracia creada (gracia santificante) que le es concedida al cristiano por el envío del Espíritu Santo (gracia increada) 49.

El envío del Paráclito no sólo constituye al hombre en hijo de Dios, sino que le hace consciente de su condición impulsándole a clamar ¡Abbá, Padre! Este es el segundo efecto de su acción y el más directamente implicado en la experiencia de san Josemaría. Escribe, por ejemplo, que la efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios 50. Enseguida volveremos sobre la expresión "al cristificarnos"; ahora nos fijamos en las últimas palabras. Análogamente a como el Evangelio relata que Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra... (Lc 10, 21), así también, el mismo Espíritu Santo, presente en el cristiano, "lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios": nos hace tomar conciencia de la filiación divina.

Este aspecto de la acción del Paráclito se puede descubrir en las ya mencionadas palabras del Apóstol: El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 16). La exégesis y la teología lo ponen de manifiesto con más énfasis en los últimos decenios. El Espíritu Santo, escribe Schlier, revela al hombre su adopción como hijo (...). No nos deja en la ignorancia o en la inseguridad acerca de la adopción filial a la que él mismo nos ha dado acceso en el Bautismo. Manifestación de esto es el grito inspirado "¡Abbá, Padre!", el cual hace presente nuestra condición de hijos que se actúa como don bautismal, siempre que nos dejemos guiar por el Espíritu. En el Bautismo nos hace ser "hijos de Dios". Si nos abandonamos a él, nos apropiamos en nuestra existencia de este modo de ser en el Espíritu, de nuestro "ser hijos" 51. En esta línea, Jean Galot observa que la filiación divina no es sólo objeto de fe; es una realidad sentida y vivida en el grito "Abbá", que viene del Espíritu Santo 52. Según otro autor, cuando san Pablo atestigua que el Paráclito hace clamar ¡Abbá, Padre!, está testificando la viveza con la que él mismo y sus destinatarios inmediatos, los primeros cristianos, experimentaban esa realidad verdaderamente "popular" entre ellos 53. El tema está muy presente en los Padres de la Iglesia 54. A modo de ejemplo mencionamos unas palabras de san Juan Crisóstomo (que significativamente cita san Josemaría): Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: "Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbá, Padre". Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración 55.

Volvamos al relato de 1931: Sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! 56 Después de lo que hemos visto, parece claro que en estas palabras late el reconocimiento de la acción del Espíritu Santo. La conciencia de la filiación divina en san Josemaría no es sólo conciencia de la paternidad de Dios, sino también del actuar del "Espíritu del Hijo" en su alma, que se convierte en estímulo para aprender a "oír" al Paráclito y seguir sus inspiraciones. De hecho, las anotaciones de sus Apuntes íntimos en las que consigna ese sentido filial, están seguidas por otras sobre la necesidad de intensificar el trato con el Paráclito. Transcribimos solamente una, tal como pasará después a Forja, donde redacta, en tercera persona, lo que procede de su misma vida interior. A propósito de un consejo recibido en la dirección espiritual, escribe:

No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres... Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla..., pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. –Óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres! –Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte 57.

El texto es todo un programa de vida "espiritual" en cuanto vida de hijos de Dios guiados por el Espíritu. No lo comentamos ahora con detalle porque nos llevaría a adelantar temas que veremos en otro momento. Retengamos de todas maneras el punto central: que la conciencia de la filiación divina en san Josemaría incluye la conciencia de la presencia y acción del Espíritu Santo en el alma.

1.1.3 "Saberse Cristo"

Para describir el contenido de aquella experiencia de 1931, hemos de considerar otro texto significativo que presupone y engloba los anteriores. Lo introducimos recordando que san Josemaría atravesaba por entonces, como él mismo refiere, "momentos humanamente difíciles", contrariedades de diverso tipo que las biografías narran con cierto detalle 58. Esas circunstancias fueron la ocasión para que comprendiera que ser hijo de Dios es "ser Cristo", porque Él es el Hijo Unigénito; y que "ser Cristo" implica sufrir con Él, participar en su Cruz, porque Él se ha hecho hombre para redimirnos haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Flp 2, 8).

Con esta premisa, veamos el texto al que nos referíamos:

Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! (...) Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios 59.

"Tú eres mi hijo..., tú eres Cristo". Se comprende el estremecimiento interior del joven sacerdote ante estas palabras. El versículo del Salmo 2 –Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy–, cobraba una viveza inaudita, casi se puede decir que estallaba de sentido, al transformarse en "Tú eres Cristo" y al aparecer no sólo como un anuncio mesiánico sino como una llamada de Dios Padre a sus hijos adoptivos: a él mismo en ese preciso momento. En el alma y en el cuerpo se sentía "otro Cristo", en cierto modo "el mismo Cristo", y entonces se revelaba el significado de "aquellos golpes", de las duras dificultades que atravesaba y que "no entendía" porque parecía que Dios mismo obstaculizaba la misión que le había confiado. Ahora comprendía que aquellas contrariedades no eran otra cosa que la cruz que había de llevar en pos de Cristo. Hasta ese momento se encontraba, sí, junto a la Cruz del Señor, pero a oscuras al no saber cómo interpretar aquellos sufrimientos. Era una situación amarga que reclamaba la obediencia de la fe. "Y de pronto..." quiso Dios iluminarle con un fulgor extraordinario que penetró hasta el fondo de su alma, encendiéndolo para siempre. Vio y sintió que ser hijo de Dios era "ser Cristo" y que por eso Dios Padre le trataba como a Cristo al confiarle esos dolores físicos y morales: la cruz. Era la prueba patente de su filiación, porque así como el Padre había querido la pasión y muerte de su Hijo encarnado para la redención de los hombres, así aquellas contradicciones suyas eran camino para cumplir la misión que le había sido encomendada, como participación en la obra redentora de Cristo. Dios Padre no sólo le trataba "como a Cristo" sino que, al invitarle a abrazar la cruz, le decía: "tú eres Cristo", "tú eres mi hijo". Años más tarde, contemplando la oración de Jesús en Getsemaní, hará explícito lo que ya estaba en su corazón en 1931:

Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces (...) subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi, Abba, Pater, ... fiat! 60

A través de la presencia del dolor en su vida, san Josemaría tuvo acceso a una elevada contemplación del misterio cristiano en su conjunto, es decir, del misterio de la íntima unión del cristiano con Cristo en la que consiste el "ser cristiano". La experiencia de la filiación divina en 1931 le llevó a comprender de algún modo que el cristiano es "otro Cristo" y, en cierta manera, "el mismo Cristo", no sólo cuando sufre y ofrece sus sufrimientos en unión con los del Señor en la Cruz, sino en todo momento. Cuando trabaja y cuando descansa, en la vida familiar y en la social, el cristiano "es Cristo" y está llamado a vivir la vida de Cristo, porque la adopción divina se realiza "en Cristo", por medio de su Humanidad Santísima, de cuya plenitud de gracia participa el cristiano. Y el Hijo de Dios hecho hombre vive la vida sobrenatural y cumple su misión realizando perfectamente la Voluntad del Padre en todas las circunstancias de su paso por la tierra, en Belén, en Nazaret y en su predicación pública, no sólo en el Calvario, aunque ahí la obediencia se manifiesta de modo supremo con la entrega de su vida terrena. Por esto, la filiación divina percibida por san Josemaría en 1931 no se agota en la doctrina –profunda, pero quizá algo abstracta– de ser "hijos en el Hijo", sino que es una filiación divina "en Cristo", una filiación divina "encarnada" y "redentora". Las consecuencias son decisivas para la santificación en medio del mundo, como tendremos ocasión de estudiar en el próximo apartado.

Antes de pasar a esos temas, retornemos un momento a la última frase del texto principal que venimos comentando: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios 61. Vale la pena detenerse en el lenguaje, que resulta notable. San Josemaría habla de "identificación con Cristo", de "ser Cristo", y también –como en otras muchas ocasiones– del cristiano como "ipse Christus", "el mismo Cristo". No son expresiones desconocidas por la Tradición –lo documentaremos más adelante con cierto detalle–, pero sí poco frecuentes, quizá porque pueden prestarse a equívocos: a la confusión entre Cristo y el cristiano. Por eso nos parece oportuno advertir desde ahora que en san Josemaría no hay lugar para tal confusión. Basta simplemente hojear cualquiera de sus obras para comprobarlo. "Identificación con Cristo" no significa desaparición de la propia identidad. Es solamente un modo de expresar la íntima unión entre el cristiano y Cristo, una compenetración que no tiene parangón en esta tierra, porque resulta pobre, como término comparativo, la sintonía entre dos personas en el plano humano, por profunda que se pueda imaginar. La única referencia adecuada, por analogía, es la unión entre el Padre y el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad, según las palabras del mismo Señor en el discurso eucarístico y en su despedida: Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí (Jn 6, 57); Yo en ellos y Tú en mí... (Jn 17, 23). Lo expresa muy bien Tillard cuando escribe que al "vivir en Cristo", el discípulo no pierde su identidad personal: así como el Hijo no se funde en el Padre sino que es sujeto libre de acción y de vida cara a cara con Él, así los discípulos no se funden con el Hijo sino que permanecen sujetos libres 62.

Ciertamente los enunciados "identificación con Cristo" o "el cristiano es ipse Christus" son audaces, pero san Josemaría no puede renunciar a emplearlos después de las luces recibidas sobre la filiación divina. Son expresiones que muestran una penetración singular en el misterio de la unión con Cristo y se puede decir que las necesita para transmitir su mensaje. El peligro real no es tanto que puedan dar lugar a la confusión que decíamos, sino que se puedan ver como simples hipérboles o "exageraciones místicas" carentes de un preciso contenido teológico.

Esas fórmulas no son más que un modo de expresar el núcleo de la doctrina paulina sobre la incorporación del cristiano a Cristo. En el relato de san Josemaría se puede apreciar, en efecto, el mismo hilo conductor que se observa en las palabras de san Pablo a los Gálatas: Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 19-20). El contexto es el tema de la justificación por la fe en Jesucristo y no por las obras de la antigua Ley; sin embargo, las obras sobre la vida espiritual suelen entender que el Apóstol declara ahí su conciencia de estar viviendo la misma vida de Cristo resucitado ("Cristo vive en mí") por haber entregado la suya a corredimir con Él, muriendo al egoísmo del propio yo ("estoy crucificado con Cristo"). San Josemaría se encuentra en esta línea. Contemplando en el Via Crucis la crucifixión del Señor le dirige unas palabras vibrantes de amor: soy tuyo, y me entrego a Ti, y me clavo en la Cruz gustosamente, siendo en las encrucijadas del mundo un alma entregada a Ti, a tu gloria, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera 63. Ese "clavarse en la Cruz" significa morir a uno mismo para vivir la vida de Cristo, como se ve en lo que escribe poco después en el mismo Via Crucis: Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor 64. Tenemos así que para "vivir la vida de Cristo" es preciso "estar crucificado con Cristo", muriendo a uno mismo por la mortificación y la penitencia, es decir, muriendo al pecado y a todo lo que impide o dificulta vivir la vida de Cristo. Todo esto no es un pensamiento extraño al sentido literal de Ga 2, 19-20 ni a su contexto, como muestran diversos exegetas 65. San Josemaría experimenta, como san Pablo, que cuando Jesús invita a seguirle tomando la cruz de cada día –si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame (Lc 9, 23)–, está enseñando que "seguirle" abrazando la cruz es mucho más que imitar un ejemplo: es vivir su misma Vida. Habla de "identificación con Cristo" porque, al abrazar la cruz con amor y generosidad –muriendo a sí mismo, dando la vida por los demás–, tiene la certidumbre de que la vida de Cristo está presente en él, como la tiene san Pablo cuando se atreve a afirmar que completa en su carne lo que falta a los sufrimientos del Señor por su cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24).

Regocija a san Josemaría que la Escritura haya dejado constancia de la mística de san Pablo, en la que encuentra la garantía de autenticidad de lo que él mismo siente. Cuando evoca la figura del Apóstol, en la misma meditación en la que recuerda las luces recibidas en 1931, sus palabras traslucen entusiasmo:

Con aquellas llagas invisibles, se sentía alter Christus, ipse Christus. ¡Sí, Pablo, gran Pablo! Gracias por esta doctrina que nos has dejado, porque el Espíritu Santo te la inspiró ¡Tú eres Cristo! ¡Pablo, alégrate de que te queramos los cristianos, de que te agradezcamos este tesoro de doctrina! 66

En la experiencia de san Josemaría late, como decíamos, el mismo hilo conductor que une, en san Pablo, el "estar con Cristo en la Cruz" y el "vivir la vida de Cristo". Para el cristiano, escribe, : hay un único modo de vivir en la tierra: morir con Cristo para resucitar con Él, hasta que podamos decir con el Apóstol: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20) 67. Esta conciencia de la presencia de la vida de Cristo en el cristiano es la base y la médula del "sentido de la filiación divina" que enseña a poner como fundamento de la vida espiritual.

San Josemaría entiende que Ga 2, 20 habla de una presencia de la vida de Cristo en el cristiano no sólo en sentido intencional (como está presente lo conocido en quien conoce y lo amado en quien ama), sino ontológico. Alguna luz sobre esto puede venir de la consideración del contexto que, como ya hemos observado, es la justificación por la fe en Cristo, no por las obras de la ley antigua (cfr. Ga 2, 15 ss.). En efecto, después de la afirmación de que es Cristo quien vive en mí, el Apóstol añade: Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2, 20). Las palabras en cursiva podrían hacer pensar que está hablando de una unión con Cristo sólo de tipo intencional, si se tiene una visión "forense" o extrínseca de la gracia y de la justificación. Pero, como observa Albert Vanhoye, la "vida en la fe" es vida de Cristo en él [Pablo] y de él en Cristo, maravillosa interioridad recíproca. La fe no se presenta aquí como el asentimiento de la mente a ciertas verdades, sino como la adhesión de todo su ser a la persona de Cristo 68. El mismo autor comenta que la afirmación "Cristo vive en mí" es una novedad estupenda para la que no sirven analogías como la de la presencia de un espíritu profético en un hombre: aquí se trata de un hombre, Cristo, que vive en otro hombre, el creyente, en un modo de tal manera real que la vida del creyente se atribuye a Cristo más que al creyente mismo 69. En una línea semejante se encuentran también otros comentarios bíblicos, clásicos y recientes 70.

En la forja del dolor, Dios concedió a san Josemaría la conciencia de que "ser hijo de Dios" significa "ser Cristo": vivir la misma Vida de Cristo que de algún modo está presente en el cristiano. En adelante, esa convicción no le abandonará jamás: le sostendrá en todos los momentos de su existencia como cimiento inconmovible ante la embestida violenta de las contradicciones y como raíz vital que dará lozanía permanente a su caminar terreno. La conciencia de "ser Cristo" se manifestará en un espíritu de libertad y de amor filial y sacerdotal, lleno de fortaleza ante las dificultades, empapado de alegría y de paz, frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22): el mismo Espíritu por el que somos hechos hijos de Dios. A esos frutos se refiere cuando describe el "tono" de la vida de un hijo de Dios:

Entendí que la filiación divina había de ser una característica fundamental de nuestra espiritualidad: Abba, Pater! Y que, al vivir la filiación divina, los hijos míos se encontrarían llenos de alegría y de paz, protegidos por un muro inexpugnable; que sabrían ser apóstoles de esta alegría, y sabrían comunicar su paz, también en el sufrimiento propio o ajeno. Justamente por eso: porque estamos persuadidos de que Dios es nuestro Padre 71.

Se comprende que resuma el apostolado de un hijo de Dios en : dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios 72; es decir, en transmitir a todos : la nueva alegre de que Él es un Padre que ama sin medida 73.

Como conclusión de este apartado podemos retener que san Josemaría experimenta la filiación divina como realidad trinitaria: un saberse introducido en la vida de la Santísima Trinidad siendo hijo adoptivo del Padre, unido a Cristo por el Espíritu Santo. Esto implica una relación peculiar con cada una de las tres Personas divinas, presentes en el cristiano por la gracia, que lleva a distinguirlas en un trato de conocimiento y amor, que constituye la esencia de la vida contemplativa.

Siendo la filiación divina –como antes os recordaba– el fundamento seguro de nuestra vida espiritual, procurad meditar con frecuencia estas palabras de San Pablo: los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios, porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía solamente por temor, como esclavos, sino que habéis recibido el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre!, porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con él a fin de que seamos con él glorificados (Rm 8, 14-17). Son palabras que resumen cómo ha de ser nuestro trato con Dios Padre, en unión con su Hijo y con el Espíritu Santificador 74.

1.2. Filiación divina encarnada y redentora

La experiencia de san Josemaría no es nueva en la historia. En todos los tiempos, muchos cristianos que han buscado la santidad, han recibido luces de Dios para contemplar este misterio y penetrar en su inagotable contenido. San Agustín se goza con la bondad del Padre, experimentada en el perdón de los pecados 75; san Francisco de Asís, al recibir los estigmas de la Pasión, se sentía otro Cristo, a la vez que la percepción de la paternidad divina le impulsaba a practicar con los demás una misericordia sin límites 76; san Juan de la Cruz se extasiaba ante la ternura paternal y maternal de Dios 77; santa Teresa de Lisieux se sabía hija pequeña de Dios, y esa persuasión se convertía en fuente caudalosa de vida espiritual 78. Los ejemplos serían demasiado numerosos para poder resumirlos aquí 79.

Nuestro propósito es únicamente mostrar que la doctrina de la filiación divina tiene algunas características peculiares en san Josemaría, relacionadas con la santificación en medio del mundo. Experimenta la filiación adoptiva como "encarnada", es decir, como una condición de la que es propio el asumir las realidades temporales, herencia de los hijos de Dios, y con una misión "redentora" que pone en primer plano su relación con el sacerdocio de Cristo.

1.2.1 Filiación encarnada

Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo 80. Estas palabras son un importante inciso en la narración del acontecimiento. Muestran que san Josemaría percibe la filiación divina como conectada con la santificación de la vida corriente: como fundamento de la santificación en medio del mundo. El espíritu de vida cristiana que predicó siempre es un espíritu de filiación adoptiva "encarnada" en la vida ordinaria, en pleno "bullicio del mundo", "en la calle", es decir, en el ejercicio de todas las actividades humanas civiles y seculares honestas.

Como paradigma de este espíritu indicaba la vida cotidiana del Hijo de Dios en Nazaret, siempre en diálogo filial con el Padre en medio de las actividades propias de su trabajo y de su vida familiar y social. Todos estos quehaceres ordinarios no perturbaban lo más mínimo ese diálogo. Al contrario eran "tema" de su conversación y "materia" en la que plasmaba su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Si precisamente las cosas de este mundo, objeto de las actividades temporales, han sido creadas en Él y por Él y para Él o en vista de Él (cfr. Col 1, 16), si Jesucristo es el heredero de todas las cosas (Hb 1, 2), ¿cómo no iban a ser medio y ocasión para su diálogo con el Padre?, ¿y cómo no lo van a ser también para los hijos adoptivos? La conciencia de ser hijo de Dios implica, para san Josemaría, una visión de las realidades terrenas que conlleva la seguridad de que el mundo no impide la confiada intimidad de los hijos adoptivos con el Padre, sino que es lugar, ámbito y materia para ese trato familiar.

Está aquí presupuesto el vínculo entre la filiación adoptiva del cristiano y la Encarnación del Hijo. Un vínculo patente: Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, (...) a fin de que recibiésemos la adopción de hijos (Ga 4, 4-5). A cuantos le reci bieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Jn 1, 12-14). Los Padres de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, han entendido que el fin de la Encarnación del Hijo no es sólo que el hombre llegara a ser hijo de Dios, sino que llegara a serlo precisamente a semejanza del Hijo hecho hombre y unido a Él por el Espíritu Santo.

Baste recordar al respecto las palabras de san Ireneo: El Verbo de Dios se ha hecho hombre y el Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre, para que el hombre, unido al Verbo, recibiera la adopción y llegara a ser hijo de Dios 81. De modo más desarrollado escribe san Cirilo de Alejandría: Puesto que el Verbo de Dios habita en nosotros por medio del Espíritu, somos elevados a la dignidad de la adopción filial teniendo en nosotros al Hijo mismo, al cual somos hechos conformes por la participación en su Espíritu y, ascendiendo a un nivel igual de libertad, osamos decir: "¡Abbá, Padre!" 82. En términos semejantes se expresa también san Agustín 83. Son algunos testimonios de una doctrina común, presente en la tradición cristiana.

Dejamos aparte las polémicas teológicas acerca de la causa formal de la adopción y de la acción del Espíritu Santo que inhabita en el alma (posturas de Lessius y de Petau, de Scheeben y de Granderath, etc.) 84. Nos interesamos sólo por el hecho incontrovertible de que la filiación adoptiva es "semejante" a la Filiación de Cristo y está de algún modo unida a ella. Lo detallaremos en la segunda parte del capítulo.

Así pues, la concepción que se tenga de la filiación divina del cristiano depende estrechamente de cómo se comprenda la Encarnación. Si se pensara que el Hijo de Dios ha asumido sólo la "apariencia" de hombre, su "vida en el mundo" y sus "actividades temporales" carecerían prácticamente de significado para nuestra filiación adoptiva. Sin embargo, la fe de la Iglesia es otra. Creemos que el Hijo de Dios es verdadero "Hijo del hombre", que ha asumido una naturaleza humana completa y, precisamente por eso sabemos que un hombre puede ser realmente hijo de Dios en cuerpo y alma; y que las actividades temporales que Dios ha encomendado al hombre para que perfeccione la creación –el trabajo, la formación de la familia y de la sociedad– son algo propio de su vida de hijo adoptivo de Dios.

Una postura como la criticada podría, con razón, calificarse de "docetista". Como se sabe, el docetismo es una de las primeras herejías surgidas en la Iglesia, a la que ya alude san Juan cuando advierte que han aparecido en el mundo muchos seductores que no confiesan a Jesucristo venido en carne (2Jn 1, 7; cfr. Jn 1, 14; 1Jn 1, 1) 85. Algunos, en efecto, para excluir de Cristo lo que les parecía indigno del Hijo de Dios, negaban que el Logos hubiera asumido una verdadera carne 86. Hoy día difícilmente se encontrará alguien que defienda esta postura, pero, como observa Studer, la tentación de minimizar el valor salvífico de la Encarnación, comprendidas las debilidades del hombre Jesús que asume una naturaleza humana sujeta a las consecuencias del pecado –desde el hambre y la sed, al dolor y a la muerte–, no estará nunca ausente de la teología cristiana 87.

Sin caer propiamente en el docetismo, cabe el peligro de una visión "espiritualista" de la Encarnación, que comportaría una concepción "débil" del papel de los valores humanos en la filiación divina del cristiano. A esa tendencia parece referirse san Josemaría cuando habla de ciertos planteamientos "espiritualistas" y "pietistas" que no son consecuentes con la verdad de la Encarnación 88.

En uno de los documentos de la Causa de canonización de san Josemaría –el decreto sobre la heroicidad de las virtudes– se afirma que Dios le otorgó una vivísima contemplación del misterio del Verbo Encarnado, gracias a la cual comprendió con hondura que el entramado de las realidades humanas se compenetra íntimamente, en el corazón del hombre renacido en Cristo, con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose así en lugar y medio de santificación 89. La contemplación de la Encarnación está en la base de su comprensión de la filiación adoptiva, vivida en las actividades temporales.

Dos son los aspectos fundamentales de esa comprensión de la filiación adoptiva que deriva de la "vivísima contemplación del misterio del Verbo encarnado":

1) Ante todo, san Josemaría es bien consciente de que el Hijo de Dios no se ha vestido de hombre: se ha encarnado 90. La naturaleza humana de Cristo no es ni disfraz ni apariencia: es la Humanidad del Hijo de Dios. Cuando alguna vez escribe que se ha revestido de nuestra carne 91, quiere señalar algo distinto: que la Divinidad de Cristo se nos ha hecho visible en su Humanidad: Cada uno de esos gestos humanos es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 92. De ninguna manera significa que la Humanidad esté unida a la Divinidad de un modo sólo exterior, como el vestido a la persona que lo lleva. De Jesús escribe: Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía 93. Este énfasis en la verdadera Humanidad de Cristo, que no es una "envoltura" de la Divinidad, resalta en diversos autores cuya lectura recomendaba san Josemaría, como por ejemplo en Karl Adam 94.

El Verbo se hizo carne (Jn 1, 14). Quien existía desde el principio y estaba junto a Dios y era Dios (Jn 1, 1) no ha tomado una naturaleza humana para dejarla después de haber consumado la Redención. Cuando Marcelo de Ancira, en el siglo iv, quiso sostener que, después del Juicio final, Jesucristo se despojaría de su naturaleza humana, el Concilio I de Constantinopla se le opuso y añadió al Símbolo de fe las palabras: "y su reino no tendrá fin" 95. La Iglesia ha profesado siempre que la unión hipostática no cesará jamás. En san Josemaría es una jubilosa certeza:

Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana 96.

El Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre (...), la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre –sin confusión– la naturaleza humana 97.

Con estas palabras –como en otras muchas ocasiones– proclama la fe de la Iglesia, formulada en los primeros Concilios ecuménicos a propósito principalmente de los errores nestorianos y monofisitas 98.

Llegamos así a un punto culminante. Acabamos de ver cómo san Josemaría profesa la doctrina de fe en el Hijo de Dios hecho verdadero hombre. ¿Cómo entiende entonces el "anonadamiento" (cfr. Flp 2, 7) de la segunda Persona divina que asume la naturaleza humana? Si ese "anonadamiento" fuera una "degradación", podríamos admirar nuestra adopción divina, pero las realidades y actividades terrenas se nos presentarían como un lastre o como un obstáculo para vivir según la dignidad recibida.

Recordemos primero las palabras de san Pablo:

Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: "¡Jesucristo es el Señor!", para gloria de Dios Padre (Flp 2, 5-11).

Veamos ahora un texto de san Josemaría, que contempla

esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre, y que no se siente degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus limitaciones y flaquezas, menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura! Él no se rebaja con su anonadamiento; en cambio, a nosotros, nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma 99.

Siguiendo a san Pablo, describe la asunción de la naturaleza humana por el Hijo Unigénito como un "anonadamiento" de la Persona divina. Además, el Hijo asume nuestra naturaleza no como era al inicio, sino "con todas su limitaciones y flaquezas, menos el pecado". Efectivamente, una mancha de pecado sería incompatible con la Divinidad (cfr. Hb 4, 15), pero no son incompatibles con ella las "limitaciones y flaquezas", como el padecer hambre y sed, dolor y muerte, provenientes de la pérdida de los dones preternaturales por el pecado, que comportan "humillación". Hasta aquí san Josemaría repite prácticamente la enseñanza paulina. Después explica su comprensión de esta doctrina: "humillarse" no es "degradarse", y "anonadarse" no es "rebajarse" 100.

Aunque no se deban entender estos términos de un modo rígido –no está proponiendo definiciones académicas–, es indudable que contienen ciertos matices: el Hijo de Dios "no se rebaja con su anonadamiento", "no se degrada por su humillación". Ciertamente se "anonada", porque la distancia ontológica entre Dios y las criaturas es tal que hacerse hombre siendo Dios es como hacerse "nada", pues las criaturas sin Dios simplemente no son. Sin embargo, al anonadarse no se rebaja, al asumir nuestra naturaleza no hace algo indigno de la naturaleza divina, ya que la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios en vista de Cristo (cfr. Col 1, 16), con una naturaleza espiritual y corporal que es la más perfecta del mundo visible y que ha sido querida por Dios para que el hombre diera razón de las demás criaturas, creadas también en Cristo y por Él y para Él, que "piden" todas ellas un intérprete consciente y libre de su canto de gloria al Creador. En lugar de rebajarse al hacerse hombre, dignifica infinitamente nuestra naturaleza: "nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma", hasta el punto de realizar una "nueva creación".

2) El segundo aspecto de la comprensión de san Josemaría sobre la filiación divina adoptiva que deriva de su contemplación del misterio de la Encarnación, se refiere no ya a la naturaleza sino a las actividades humanas, y es que todas esas tareas nobles pueden ser actividades de un hijo de Dios porque han sido asumidas por el Hijo:

no se puede decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres (...), ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia 101.

El texto siguiente vuelve sobre la misma idea, pero desde un punto de vista que complementa el anterior permitiendo observar mejor el relieve de la cuestión. Ahora parte de la vocación nativa del hombre a poseer este mundo perfeccionándolo mediante su trabajo, para afirmar después que el Hijo de Dios hecho hombre realiza plenamente esa vocación al asumir una tarea humana –la de artesano, faber (Mc 6, 3)– que, en sus manos, se convierte en "tarea divina"; la conclusión implícita es que ese trabajo y cualquier otro quehacer honesto es actividad propia de un hijo adoptivo de Dios: puede ser "tarea divina", medio de crecimiento como hijos de Dios y de mejora del mundo.

Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina 102.

Al ser adoptado como hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano es hecho heredero, según las palabras de san Pablo: si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo (Rm 8, 17; cfr. Ga 4, 7). Heredero es el que tiene derecho a poseer un bien recibido en herencia. El bien, en este caso, es el sumo bien: la gloria del cielo (cfr. ibid.; Tt 3, 7; etc.), que esencialmente es la visión beatífica de Dios, pero que incluye también la posesión de todos los bienes creados por Dios para el hombre (cfr. Sal 2, 8; Hb 1, 2; etc.), una vez purificados de las consecuencias del pecado y transformados en la consumación escatológica de la historia y del cosmos. De estos bienes que constituyen la herencia, los hijos de Dios tienen ya ahora, en la vida presente, no sólo una promesa sino un anticipo, pues la gracia santificante es una cierta incoación de la gloria 103 y las realidades creadas son materia de santificación que anhela la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 19) pues el cristiano las comienza a "poseer" cuando efectivamente santifica las actividades que tienen por objeto esas realidades temporales, creciendo él mismo en santidad y procurando la santidad de los demás 104.

En el núcleo de la enseñanza de san Josemaría sobre la filiación divina hay, en definitiva, una luz acerca del misterio del Verbo encarnado que se proyecta sobre la persona humana y las actividades temporales, mostrando su valor y su sentido, ya que han sido asumidas por el Hijo de Dios hecho hombre 105. San Josemaría armoniza el "anonadamiento" de Cristo con la afirmación de la dignidad de la naturaleza humana asumida y, en consecuencia, con el valor de las actividades propias del hombre. La comprensión de esta armonía es básica para captar que la filiación divina adoptiva puede desplegarse en la vida ordinaria. Más aún: da lugar a una visión radicalmente positiva de la existencia cristiana en medio del mundo, que deriva de la verdad de la Encarnación.

Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza 106.

1.2.2 Filiación redentora

Las últimas palabras nos abren paso a una nueva consideración, igualmente central. Hemos visto que el Hijo de Dios se "anonada" al asumir la naturaleza humana pero no se "degrada" porque ha sido creada para Él o en vista de Él. Sin embargo, se podría pensar que se "degrada" al asumir una naturaleza que ha perdido, como consecuencia del pecado, los dones (preternaturales) que la libraban del dolor y de la muerte. Pero no es así, sino al revés: ha transformado esas consecuencias en medio para reparar por el pecado y redimirnos.

Ciertamente el Señor se "humilla" al acoger la realidad de la naturaleza con sus "limitaciones y flaquezas", como muestra expresivamente el evangelista al narrar el momento en que Jesús llega al pozo de Sicar fatigado por el caminar (Jn 4, 6), y con hambre y con sed. San Josemaría contempla conmovido la generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana 107. Pero precisamente por la aceptación libre de esos límites que contrarían a la voluntad humana, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Flp 2, 8; cfr. Rm 5, 12-19; Hb 9, 27), ha ofrecido al Padre reparación por la desobediencia del pecado que los causó y nos ha obtenido el don del Espíritu Santo que infunde la vida de hijos de Dios y libera de la esclavitud del dolor y de la muerte. En adelante, los hijos de Dios no han de temer esos males como definitivos; es más, el cristiano los puede convertir en ocasión para corredimir con Cristo (cfr. Col 1, 24).

Por todo esto, la muerte de Jesús en la Cruz no significa la condenación y destrucción de la naturaleza humana, sino la redención y salvación. No significa tampoco una "degradación" ya que todo esto lo ha hecho "¡porque nos ama con locura!", como escribe san Josemaría en el texto que venimos comentando. No hay degradación en esa humillación por amor, sino todo lo contrario: es la revelación suma de la gloria del Dios que es amor (cfr. Jn 3, 16; 1Jn 4, 8.16), la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1Co 1, 23) 108.

San Josemaría contempla siempre la Encarnación del Hijo de Dios como Encarnación redentora. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa. Ésta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo 109. Afirma que no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres 110. El Hijo de Dios hecho hombre es el Redentor del hombre, y nos redime con su mediación sacerdotal.

Pues bien, así como Jesucristo es Hijo de Dios y Sacerdote para siempre (cfr. Hb 5, 5-6), el cristiano, al participar de su Filiación divina es hecho partícipe también de su sacerdocio, para que sea verdaderamente alter Christus, ipse Christus. La filiación divina del cristiano tiene un sentido sacerdotal, implica la llamada a corredimir con Cristo: con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres 111, escribe san Josemaría a continuación de las palabras anteriores. Al contemplar que el Hijo se hace mediador entre Dios y los hombres, asumiendo no sólo las realidades humanas creadas por Dios sino también las "limitaciones y flaquezas" que son consecuencia del pecado para reparar el pecado por medio de ellas mismas, comprende que la filiación divina adoptiva del cristiano implica participar de esa mediación sacerdotal, ejerciéndola en las actividades temporales para salvar al hombre y liberar al mundo de las consecuencias del pecado.

Esas consecuencias no eclipsan la filiación divina sino que más bien la exaltan porque son ocasión para que se manifieste que los hijos de Dios tienen el poder de vencer el mal con el bien (cfr. Rm 12, 21) y que todo el que ha nacido de Dios, vence al mundo (1Jn 5, 4) 112. Incluso en los momentos más trágicos de la historia en los que parecen desencadenarse las potencias del mal, como en las décadas del siglo xx que vivió san Josemaría 113, un hijo de Dios sabe que este mundo es su herencia y que si él está unido a Cristo, puede ordenarlo, con la gracia del Espíritu Santo, a la gloria de Dios Padre.

No os dé miedo, por tanto, la situación actual, ni penséis que no tiene remedio. No os asusten las olas embravecidas por la tempestad en el océano del mundo. No tengáis deseos de huir, porque ese mundo es nuestro: es obra de Dios y nos lo ha dado por heredad. Recitamos y meditamos todas las semanas el salmo de la realeza de Jesucristo, y dice el Señor:
Filius meus es tu, ego hodie genui te. Postula a me, et dabo tibi gentes hereditatem tuam, et possessionem tuam terminos terrae (Sal 2, 7-8). Nosotros, hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, participamos de su heredad, que es el mundo entero:
si autem filii, et heredes: heredes quidem Dei, coheredes autem Christi (Rm 8, 17): porque si somos hijos, somos herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo 114.

La luz sobre la filiación divina recibida en 1931 estaba en continuidad con aquella otra del 7 de agosto del mismo año cuando, al elevar la Sagrada Hostia en la celebración de la Misa, comprendió en un sentido nuevo las palabras de Jesús: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Ya lo expusimos en el capítulo 2º: si los cristianos procuraban poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas, santificando el trabajo profesional y las demás tareas ordinarias, Él atraería todas las cosas hacia sí y su Reino se haría realidad. El nuevo descubrimiento venía a poner de relieve que, para llevar a cabo este ideal, el cristiano debía apoyarse en la conciencia de ser hijo de Dios: "otro Cristo, el mismo Cristo". Ésta había de ser la base firme para su santificación y para la transformación del mundo.

1.2.3 Filiación divina y conciencia de la filiación divina

Volvamos de nuevo al texto de san Pablo a los Filipenses para señalar un último aspecto de la experiencia de la filiación divina que le fue concedida a san Josemaría. Al hablar del anonadamiento del Hijo de Dios, de su humillación y obediencia, el Apóstol no quiere que el conocimiento de esa verdad se quede en teoría. Su propósito es práctico, como declara en las palabras iniciales: Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5).

Con razón el exegeta Nello Casalini destaca la importancia de esta intención práctica de san Pablo para comprender bien el sentido del pasaje 115. Según este autor, todo lo que dice el Apóstol acerca del abajamiento, la humillación y la obediencia de Jesús tiene una finalidad pedagógica: enseñar a los fieles a tener sus mismos sentimientos. En esto se muestra de acuerdo con lo que escribe Hawthorne en el Word Biblical Commentary 116. En cambio, le parece insuficiente la interpretación de Gnilka que refiere las expresiones "se anonadó" y "se humilló" al hecho objetivo de la Encarnación redentora, sin poner de relieve la conexión con las palabras iniciales: "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" 117. Para nosotros, la observación de Casalini tiene interés porque muestra la base exegética de una lectura como la que hace san Josemaría.

A Josemaría Escrivá de Balaguer le resulta connatural esa orientación práctica del texto paulino. No se queda en consideraciones especulativas: enseña a poner como fundamento de la vida cristiana la "conciencia de la filiación divina", el "saberse y sentirse hijos de Dios unidos a Cristo". Esto equivale a tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús", si se entiende por "sentimiento" el acto que surge del "corazón" en el sentido bíblico, es decir en cuanto fuente de pensamientos, intenciones y afectos, o como interioridad de la persona, no reducible a un estado de ánimo o a una inclinación irreflexiva 118.

¿Cuáles son esos sentimientos? San Pablo los da a entender, dirigiendo la mirada a Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo... (Flp 2, 6-7). Habla de anonadamiento, humillación, obediencia y glorificación. No se trata aquí, evidentemente, de los sentimientos de Cristo, sino de las manifestaciones de esos sentimientos. Lo que Cristo "siente", aquello de lo que tiene conciencia, es su "condición divina" e, inseparablemente, su amor al Padre y a los hombres amados por el Padre. Es eso lo que le lleva a anonadarse, a humillarse, a obedecer y a recibir la glorificación de su Humanidad Santísima, para que también nosotros seamos glorificados con Él y contribuyamos a recapitular todas las cosas bajo su dominio para la gloria del Padre (cfr. Rm 8, 17; Ef 1, 10).

El cristiano ha de tener esos mismos sentimientos, que se resumen en saberse hijo de Dios y entregarse por amor a corredimir con Cristo. No ha de considerar la dignidad de la filiación adoptiva como un tesoro sólo para sí mismo, o como un bien destinado a la afirmación de su propio yo, sino como un enriquecimiento sobrenatural que le proporciona una nueva capacidad de amar: la posibilidad de donarse con un alcance mucho mayor del que consienten las solas fuerzas humanas. San Josemaría emplea el término "endiosamiento" para referirse a la conciencia de ser hijo de Dios por la gracia santificante, y hace notar que se trata de un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres 119. La conciencia filial lleva a anonadarse por amor a Dios y a los hombres, como se anonadó Cristo. Un hijo de Dios ha de poder decir con san Pablo: me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos (1Co 9, 22). Se humilla aceptando las limitaciones de la condición presente, y obedece a la Voluntad divina hasta la entrega de la propia vida para reparar por la desobediencia del pecado, en servicio a los demás. Coopera a la Redención realizando sus actividades humanas para la gloria del Padre. Ama al mundo como el Hijo de Dios lo ama, con un amor salvador que le lleva a entregar su vida para purificarlo del pecado y ofrecerlo a Dios Padre. Ama a sus hermanos los hombres, con el amor de Cristo: un amor a la vez fraterno, como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), y también "paterno", como se manifiesta cuando Jesús llama a sus discípulos "hijos" e "hijitos" (cfr. Jn 13, 33), porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cfr. Jn 14, 10-11): análogamente en el cristiano hay una misteriosa participación en la circumincessio de las divinas Personas 120, gracias a la cual ha de tener sentimientos de paternidad hacia sus hermanos, como se ve en san Pablo cuando dice: hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros (Ga 4, 19).

Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios 121.

En este texto san Josemaría condensa en la expresión "alma sacerdotal" los sentimientos que ha de albergar el cristiano para reflejar los de Cristo Jesús. Otras veces, como veremos más adelante, se refiere también a la "mentalidad laical" que expresa el amor cristiano al mundo con su relativa autonomía respecto a las realidades sagradas por su naturaleza, una autonomía que demanda amor a la libertad. En el texto precedente está implícita la mentalidad laical en la referencia a todas las actividades humanas (civiles y seculares) que se han de elevar a la gloria de Dios. Generalmente los dos conceptos, "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" aparecen juntos en la predicación y en los escritos de san Josemaría. Pero esto lo estudiaremos en la última parte del capítulo. Aquí nos basta decir que se sirve de estos términos para resumir la interioridad de un hijo de Dios con "sentido de la filiación divina", las entrañas de un cristiano que alberga en su corazón los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5).

Concluyendo este apartado podemos señalar que la contemplación de la Encarnación redentora del Hijo de Dios conduce a san Josemaría a una visión de la filiación divina adoptiva como "encarnada" y "redentora"; y le lleva a poner la "conciencia" de esa filiación como fundamento de la búsqueda de la santidad. En 1931 quiso Dios que encontrara este tesoro en el campo de la vida ordinaria para que no permaneciera por más tiempo escondido (cfr. Mt 13, 44).

2. LA NOCIÓN DE FILIACIÓN DIVINA ADOPTIVA EN SAN JOSEMARÍA

La experiencia de 1931 permitió a san Josemaría no ya "aprender" teóricamente la verdad de la filiación divina adoptiva –no le resultaba desconocida la doctrina –, sino "aprehenderla" o "captarla vitalmente", para hacer de ella el fundamento de la vida espiritual. No era el descubrimiento de una "verdad nueva", sino la "comprensión nueva" de una verdad presente en la Tradición y de su lugar en el edificio de la vida cristiana.

La comprensión nueva se refiere, pues, a dos cuestiones íntimamente relacionadas: 1) qué significa ser hijo de Dios en Cristo y cómo ha de entenderse la presencia de Cristo en el cristiano; 2) cuál es el papel que la conciencia de la filiación divina ha de ocupar en la vida de los fieles.

Sobre el primer punto sería vano buscar una exposición sistemática en san Josemaría. Recibió las luces acerca de la filiación divina para orientar la vida cristiana en la práctica, y así las transmitió. No pretendió componer un capítulo de Teología dogmática sino transmitir una doctrina espiritual. Sin embargo, esta doctrina espiritual presupone una noción de filiación adoptiva como "participación de la filiación divina en Cristo" que conviene explicar para hacerse cargo de lo que se quiere decir cuando se designa al cristiano como "otro Cristo, el mismo Cristo". Será el tema del presente apartado.

En cuanto al segundo punto, los textos de san Josemaría son numerosísimos. Insiste continuamente en fundar la vida cristiana en el sentido de la filiación divina. De este tema nos ocuparemos en el tercer y último apartado del presente capítulo.

2.1. Fuentes y contexto teológico

La experiencia espiritual de san Josemaría, antes descrita, es el origen de su comprensión de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual, pero no es la fuente de la noción de filiación divina que emplea. La noción se encuentra en el Nuevo Testamento, tanto en los pasajes que tratan directamente de la paternidad de Dios, de la filiación de Cristo y de la adopción del cristiano 122, como en muchos otros y, de algún modo, en su conjunto, porque toda la Palabra revelada habla del Hijo de Dios hecho hombre.

Junto a la Escritura, es patente la huella que han dejado en los escritos de san Josemaría los Padres de la Iglesia, que contemplan la elevación sobrenatural –la "divinización" o "deificación" del hombre– como una adopción filial realizada por la unión con el Verbo encarnado 123. Como se sabe, la idea es fundamental en los Padres griegos 124, pero tiene gran relieve también en san Agustín 125. Después de éste último, la especulación teológica sobre la divinización tendió a centrarse en la curación del hombre de las heridas del pecado y se ocupó menos de la adopción 126. No obstante, en santo Tomás de Aquino pasa de nuevo a primer plano 127, y a él se debe la explicación de la filiación adoptiva como una participación (participata similitudo) de la Filiación subsistente, con toda la riqueza que encierra el término "participación" en su pensamiento. Veremos después que san Josemaría emplea este mismo término y hay motivos sobrados para pensar que lo hace en el cuadro de la doctrina tomasiana.

Scott Hahn ha escrito que en su enseñanza no encontramos una novedad, sino una recuperación, un ressourcement: un volver a las fuentes cristianas (...). El Beato Josemaría descubre de nuevo una particular idea que está en el corazón del cristianismo y que había sido oscurecida por las controversias de los últimos siglos. Es una idea que comprende gracia y conversión, salvación, justificación y santificación. (...) La recuperación de la "filiación divina" implica una reintegración de la experiencia cristiana, una recuperación de la unidad patrística y tomista que de algún modo se había perdido en las discusiones. (...) En los siglos después de la Reforma protestante, tanto los teólogos católicos como los protestantes tendían a subrayar que Jesucristo nos ha salvado del pecado. Había diferencias entre ellos en el modo en que eso sucedía y en los efectos que producía sobre nuestras vidas. Pero coincidían en concentrar su atención en el pecado del que Cristo nos salvó. El Beato Josemaría, en cambio, enseñaba no sólo que hemos sido salvados del pecado, sino que hemos sido salvados para la filiación. Así podía hablar de la filiación divina como fin de la divinización, y de la divinización como razón de nuestra redención 128.

Con ocasión de la polémica luterana, la doctrina acerca de la filiación divina sufre una nueva y grave postergación. Se discute principalmente sobre la justificación del hombre (el paso del estado de pecado al de amistad con Dios), que los reforma-dores entendieron de una forma extrínseca o "forense", como simple no imputación del pecado 129. La noción clave para hacer frente a esta concepción y poner de manifiesto la transformación de la persona al pasar de un estado a otro es, entonces, la de "gracia creada" 130 como distinta de la "gracia increada" que es el mismo Espíritu Santo inhabitando en el cristiano. Aunque el Concilio de Trento enseña que, en la justificación, el hombre recibe el don del Espíritu Santo y nace al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios 131, el debate posterior se centrará más en la gracia creada que en la increada, hasta el punto de producirse un cierto eclipse de la doctrina de la inhabitación del Espíritu Santo 132. La misma suerte sigue la filiación divina, resultado de su envío a las almas (cfr. Ga 4, 6) 133. La teología tendió a situarla entre los "efectos de la gracia creada", sin precisar bien lo que se quiere decir con "efecto", cosa imprescindible cuando se trata de los distintos niveles de la constitución ontológica del sujeto.

Hay que tener en cuenta que, en la doctrina de santo Tomás, la gracia santificante atañe al nivel de la esencia o naturaleza, a la que eleva, mientras que la filiación adoptiva, al ser una propiedad personal, concierne al nivel del acto de ser, constitutivo de la personalidad ontológica 134. Hablar de causa y efecto entre ambos niveles exige emplear con mucha precisión las nociones metafísicas ya en el orden de la creación, y más aún en el de la elevación sobrenatural 135. Que el cristiano sea "hijo de Dios por la gracia" no equivale a decir que "la filiación adoptiva es un efecto de la infusión de la gracia creada". Si no se matiza bien esta última afirmación, puede parecer que la filiación adoptiva es una realidad jurídica como la adopción humana, cuando en realidad es una verdadera participación en la Filiación subsistente que transforma a la persona en hijo de Dios 136. La teología de la primera época post-tridentina se fijó en la naturaleza sanada y elevada por la gracia santificante, más que en la persona adoptada como hijo de Dios al recibir el Espíritu Santo. Es razonable pensar que, después, la polémica con el jansenismo, centrada en la gracia como auxilio divino (suficiente o eficaz, etc.), haya contribuido a posponer aún más la realidad de la filiación adoptiva en la reflexión teológica.

En el siglo xix se advierten signos de una recuperación de la visión patrística del don del Espíritu Santo como fundamento de la adopción divina y de la gracia creada: recuperación a la que, según Rondet 137, contribuye especialmente Matthias Josef Scheeben (†1888). En la base doctrinal del mensaje de san Josemaría puede quizá descubrirse una afinidad con el pensamiento de este autor respecto a la materia de que hablamos ahora, pero en todo caso es poco probable que se deba a un influjo directo 138.

Pasando a la primera mitad del siglo xx, los estudios de más relieve en el campo de la teología dogmática sobre la filiación adoptiva del cristiano, como los de Émile Mersch 139 y Stanislas Dockx 140, no ven la luz hasta el final de las décadas de los 30 y 40, respectivamente, cuando ya había tomado forma este punto central en el mensaje de san Josemaría.

En definitiva, si bien la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer surge en una época de auge para la reflexión teológica sobre la filiación divina, nos parece que la centralidad de este tema en su enseñanza espiritual no se explica por el desarrollo de la teología sistemática de su tiempo, ni se origina a partir de sus resultados. Por otra parte, no es difícil comprobar que en el conjunto de la investigación académica se sigue prestando poca atención a la cuestión, que está prácticamente ausente en las obras enciclopédicas de mayor influjo y difusión, hasta época reciente 141.

En cambio, es muy probable que, desde antes de 1931, conociera los escritos de algunos autores contemporáneos de espiritualidad que venían destacando la importancia de la filiación divina, entre ellos el beato Columba Marmión (1858-1923), en el libro Jesucristo en sus misterios, publicado originalmente en francés en 1919 y traducido enseguida a varios idiomas 142. En esta obra, que alcanzó pronto amplia difusión, escribe que no entenderemos nada del cristianismo mientras no estemos convencidos de que lo fundamental de él consiste en el estado de "hijos de Dios" por la participación, por medio de la gracia santificante, en la eterna filiación del Verbo encarnado (...). Toda la vida cristiana, como toda la santidad, se reduce a ser por gracia lo que Jesús es por naturaleza: Hijo de Dios 143. Es patente la convergencia de san Josemaría con esta idea central del beato Columba, pero el solo hecho de que sea anterior no basta para afirmar que haya habido un influjo. Puede haber ocurrido algo semejante a lo que sucede en relación con santa Teresa de Lisieux, a quien el joven sacerdote tenía gran devoción 144. Su sintonía con el "caminito de infancia espiritual" de la santa carmelita es clara; sin embargo, es una sintonía que descubre sólo después de haber recibido él mismo las luces que le han llevado a apoyar su vida espiritual en la filiación divina, con rasgos propios. En sus Apuntes íntimos, anota al respecto: Yo no he conocido en los libros el camino de infancia [de santa Teresita] hasta después de haberme hecho andar Jesús por esa vía 145.

Según Pedro Rodríguez, la "infancia espiritual" que san Josemaría vive y propone a los lectores [de Camino], no es sólo, ni antetodo, pequeñez, humildad de la criatura ante Dios, sino, radicalmente, gozo y seguridad ante la paternidad de Dios-Padre, y modo de vivir la filiación divina del "niño" (vid. en este sentido el punto 860 [de Camino], que es definitorio), que ve en Jesús a su Hermano mayor 146.

Como observa Illanes, varios de los textos en los que san Josemaría habla de la filiación divina están situados en un contexto de vida de infancia 147. Sin embargo, prosigue el mismo autor, es preciso distinguir: el sentido de la filiación divina y la vida de infancia, aunque puedan tener, y tengan, muchas relaciones entre sí, no se identifican, ni en general ni en la enseñanza de san Josemaría 148. Una cosa es saberse "hijos pequeños" de Dios –lo que ciertamente es un rasgo del espíritu de filiación divina–, y otra es seguir un concreto camino de infancia espiritual en la vida interior (por ejemplo, el "caminito de infancia" de santa Teresa de Lisieux). San Josemaría distinguía las dos cosas y señalaba que el modo de vivir como hijo pequeño de Dios no era único y el mismo para todos. Primero aconseja: Haceos niños delante de Dios. Sólo así sabremos ser hombres muy maduros en la tierra, porque a través de nuestra sencillez obrará la mano de Dios con su fortaleza y seguridad. Niños delante de Dios, con entera confianza, como el pequeño confía en su madre; no se preocupa del mañana ni de otra cosa: su madre vela por él. Dios vela por nosotros, si somos sencillos 149. Pero a la hora de concretar más ese trato de hijos pequeños, señala: De ordinario me abandono, procuro hacerme pequeño y ponerme en los brazos de la Virgen. Le digo al Señor: ¡Jesús, hazme un poco de sitio! ¡A ver cómo cabemos los dos en los brazos de tu Madre! Y basta. Pero vosotros seguid vuestro camino: el mío no tiene por qué ser el vuestro (...) ¡viva la libertad! 150

Estas breves consideraciones no permiten llegar a una conclusión acerca de influencias de otros autores en san Josemaría. Habría que examinar también, por ejemplo, la revista "Vida sobrenatural" promovida por el dominico Juan González-Arintero que, ya desde su aparición en 1921, se interesa por la filiación divina y era bien conocida por Josemaría Escrivá de Balaguer, así como otras fuentes. Un tal estudio excede nuestras posibilidades. De todas formas, lo que hemos señalado más arriba puede ser suficiente para proponer como hipótesis que las posibles influencias hay que buscarlas, más que en el terreno de la teología especulativa, en autores contemporáneos de espiritualidad. En todo caso, la fuente primordial es directamente la Sagrada Escritura, leída y meditada con las luces que Dios le iba dando para abrir un camino de santidad en medio del mundo.

Antes de concluir señalemos que es más fácil indicar los influjos en la dirección opuesta: la enseñanza de san Josemaría ha despertado el interés por el estudio teológico de la filiación divina adoptiva y del lugar que le corresponde en la vida espiritual. Existen varias obras que, sin estar dedicadas al mensaje de san Josemaría, han tenido en él su origen, como los mismos autores señalan 151. Más numerosos son los estudios sobre la filiación divina en su predicación 152.

2.2. Elementos doctrinales de la noción de filiación divina sobrenatural

En el espíritu de vida cristiana basado en la filiación divina, que transmite san Josemaría, late una doctrina sobre esta realidad cuyos principales elementos trataremos de describir a continuación.

1. Órdenes de filiación. El primer punto y el más elemental es la proclamación de que todos los hombres son hijos de Dios 153: no sólo los bautizados, ni sólo los que viven en estado de gracia santificante, sino todos los hombres, porque todos proceden de Dios a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1, 26-27; Gn 5, 1). Esta filiación se ordena, sin embargo, a otra más excelente: hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios 154. Es la filiación divina sobrenatural, propia de quienes poseen la vida sobrenatural, que no se transmite por generación humana sino que es un don ulterior. Es la filiación de aquellos que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios (Jn 1, 13). El cristiano nace a esta filiación sobrenatural cuando recibe la vida sobrenatural en el Bautismo. Por la gracia bautismal he mos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente 155. La infusión de la gracia santificante confiere una semejanza con Dios de orden absolutamente superior a la que ya se tenía como persona, por la naturaleza humana. El hombre, en estado de gracia, está endiosado 156. La Santísima Trinidad nos constituye miembros de su familia 157; adquirimos la nueva condición de hijos, de modo que podemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, sabiéndonos partícipes de la vida divina 158.

Esta filiación sobrenatural llegará a su plenitud en la gloria, al recibir una nueva y superior semejanza con Dios, según las palabras de san Juan: Ya ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es (1Jn 3, 2). Por eso la santidad en la gloria no es otra cosa que la plenitud de la filiación divina 159.

San Josemaría considera, como se ve, tres órdenes de filiación divina: uno de todo hombre, otro "sobrenatural", propio de quienes se encuentran en estado de gracia santificante, y un tercero que es la plenitud de este último en la gloria.

Santo Tomás explica así los diversos órdenes de filiación: En Dios Padre y en Dios Hijo se realiza perfectamente el concepto de paternidad y el de filiación, porque el Padre y el Hijo tienen una misma naturaleza y una misma gloria. Pero en las criaturas la filiación respecto a Dios no se encuentra según toda su perfección, ya que una es la naturaleza del Creador y otra la de la criatura, sino en virtud de alguna semejanza. Cuanto más perfecta sea la semejanza, tanto más se aproximará la filiación a su verdadero concepto. Se llama a Dios Padre de las criaturas [no racionales] por una semejanza que no es más que huella o vestigio (...). De las racionales se le llama Padre en virtud de una semejanza de imagen (...). Pero además es Padre de algunos por la semejanza de la gracia, y a estos se les llama hijos adoptivos (...). Por último es Padre de algunos por la semejanza de la gloria 160. En otro lugar, hace ver que hay tanta diferencia entre la filiación a Dios propia de todo hombre por ser criatura racional y la filiación adoptiva sobrenatural, que la primera es metafórica, porque los hombres no han sido "engendrados" por el Padre análogamente a como es engendrado el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad, sino que han sido "creados ex nihilo" 160 bis. En cambio, la filiación adoptiva sobrenatural es filiación en sentido propio, analógico (el hombre es realmente engendrado a la vida sobrenatural, hecho hijo en el Hijo, como veremos a continuación).

2. La filiación sobrenatural: hijos en el Hijo. ¿Cómo se relaciona la filiación divina del cristiano con la filiación del Verbo? Veamos un pasaje representativo de la concepción que subyace a la enseñanza de san Josemaría:

Por la gracia bautismal hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable (Missale Romanum, Ordo Missae), llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo 161.

El texto nos parece representativo, como decíamos, por dos motivos:

a) Porque se refiere a la filiación divina del cristiano como "participación" de la filiación divina del Verbo. San Josemaría no cita aquí a santo Tomás, pero indudablemente es el marco de referencia. El Doctor Angélico explica, en efecto, que el Verbo se dice Unigénito de Dios por naturaleza, pero Primogénito en cuanto de su filiación natural se deriva a muchos la filiación por cierta semejanza y participación 162. Entiende la filiación divina sobrenatural como participación de la Filiación subsistente (el Hijo), de modo que, cuando se dice que el cristiano es "hijo de Dios" no se ha de pensar que lo es "al lado del Hijo" sino, más profundamente, unido al Hijo, formando con Él como un solo Hijo. La doctrina de santo Tomás en este punto es un instrumento valioso para comprender que el cristiano es "hijo en el Hijo" –un hijo que está "presente en el Hijo"; o un hijo "en el que está presente el Hijo"–, expresión de raigambre bíblica y patrística, empleada también por el Magisterio de la Iglesia 163.

Según el biblista Scott Hahn, para san Josemaría, la divinización es el proceso por los que los cristianos se hacen "hijos en el Hijo": hijos de Dios por la incorporación en el Hijo Eterno de Dios. Somos hijos porque Cristo ha compartido su propia filiación divina con nosotros. Nuestra filiación es más que una mera imitación de Cristo; es más que la transferencia legal de un título; más que un actuar "como si" fuéramos hijos de Dios. La nuestra es una participación metafísica en la Unigenidad de Cristo 164.

b) El segundo motivo por el que tiene especial interés el texto que comentamos, es la afirmación de que la Encarnación redentora del Hijo nos ha llevado a participar "todavía más estrechamente" de la filiación divina del Verbo. Es evidente la referencia a un modo (hipotético) de Redención, en el que Dios nos hubiera hecho partícipes de la filiación divina sin que el Verbo se encarnara. Efectivamente, para hacernos hijos de Dios, la Encarnación no era necesaria. El "motivo" de la Encarnación es, para san Josemaría, la redención del pecado. No obstante, la grandeza del don de la filiación divina es más admirable gracias a la Encarnación, porque el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido la naturaleza humana nos permite "participar todavía más estrechamente" de la filiación divina del Verbo: con una connaturalidad o familiaridad basada no sólo en nuestra participación en la naturaleza divina sino también en su participación en la naturaleza humana.

3. Filiación "adoptiva". Pasemos ahora a considerar que la filiación divina del cristiano es "adoptiva" (cfr. Rm 8, 15.23; Ga 4, 5; Ef 1, 5). San Josemaría lo recuerda a menudo, con ocasión de estos y de otros textos 165. Es "adoptiva" porque el cristiano no la tiene por naturaleza (es un don posterior al nacimiento humano) y no es idéntica sino análoga a la filiación "natural" del Hijo Unigénito.

Pero la adopción sobrenatural trasciende completamente la adopción entre los hombres. Ésta última es un acto jurídico que no implica una transmisión de la vida del padre al hijo –sólo ante la ley el adoptado es hijo de quien lo adopta–, mientras que la adopción sobrenatural constituye realmente en miembros de la familia de Dios (Ef 2, 19), porque los adoptados son hechos partícipes de la naturaleza divina 166. Por eso la filiación adoptiva tiene algo de la filiación natural, como dice Scheeben, que prosigue: Por no ser nosotros meros hijos adoptivos, sino miembros del Hijo natural, entramos realmente como tales en la relación personal en que se halla el Hijo de Dios respecto de su Padre 167. En esta misma línea escribe Fernando Ocáriz, comentando a san Josemaría: No sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos; no sólo Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos suyos en sentido estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la Única Filiación divina en sentido estricto: la que constituye la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo Unigénito del Padre: "Ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto" (1Jn 3, 1) 168.

4. Hijos del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo. La adopción sobrenatural es, por su origen, obra de las tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora 169. Su efecto en el hombre adoptado es una propiedad personal 170 que consiste en una relación sobrenatural con Dios: una relación con cada una de las tres Personas en su distinción mutua. San Josemaría lo expresa cuando afirma que Dios ha querido introducir a todos los hombres en la vida divina 171, o que hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo 172. Esto se traduce, en la vida espiritual de un hijo de Dios, en que puede distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas 173: mantener un trato "personal" con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.

De ahí que, para ilustrar este punto de su enseñanza, algunos autores se sirvan de la concepción teológica que describe la adopción sobrenatural como una cierta "introducción" en la Santísima Trinidad. Escribe, por ejemplo, Fernando Ocáriz: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en la unidad de su acción ad extra, nos santifican, nos adoptan como hijos de Dios. Pero el término –por tanto, en nosotros– de esa única acción divina eficiente es precisamente nuestro endiosamiento, nuestra verdadera introducción en la Vida divina 174. Johannes Stöhr emplea términos semejantes: El cristiano es, en cierta manera, acogido en la comunidad familiar de Dios, en el misterio de la vida trinitaria. (...) Adquiere una relación personal con cada una de las tres Personas divinas 175.

Si consideramos la Vida íntima de la Santísima Trinidad como el eterno actuarse de las procesiones intratrinitarias –la generación del Hijo por el Padre, y la espiración del Espíritu Santo por el Padre y el Hijo–, podemos concebir la "introducción" del cristiano en esa Vida como un misterioso tomar parte en esas procesiones. En efecto, las tres Personas "vienen" a inhabitar en el alma que se abre al don de la vida sobrenatural, según las palabras del Señor: Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada dentro de él (Jn 14, 23) 176. Las Personas divinas "vienen" al alma porque el Hijo y el Espíritu Santo son enviados por el Padre para introducir al cristiano en la comunión trinitaria como hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo 177 .

Conviene advertir que también es usual esta otra expresión: "hijos del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo". En este caso se quiere decir que por el envío del Hijo hecho hombre hemos recibido el Espíritu Santo (es decir, gracias a la Redención obrada por Cristo ha sido enviado el Paráclito). Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre (Es Cristo que pasa, 116).

Las dos expresiones reflejan aspectos diversos del misterio de la salvación. Emplearemos una u otra según los casos.

La filiación adoptiva es así, en primer lugar, filiación al Padre; esto significa que en la vida espiritual podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre 178. En segundo lugar, es participación en la Filiación del Hijo, lo cual es fundamento del trato fraterno con Él: somos Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne 179. En tercer lugar, implica una relación personal con el Espíritu Santo. Siendo un nacimiento, una generación sobrenatural como hijos del Padre en el Hijo, la filiación divina se nos da "por el envío del Espíritu Santo" e implica una participación en el mismo Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo como Don mutuo (non quomodo natus, sed quomodo datus, no como quien nace sino como quien es dado, según la expresión de san Agustín 180). La Tercera Persona de la Santísima Trinidad, recuerda san Josemaría citando unas palabras de san Cirilo de Alejandría, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera (...) por la comunicación de sí 181. El cristiano, por esa comunicación del Espíritu Santo, es hecho don al ser hecho hijo del Padre en el Hijo: don del Padre al Hijo y del Hijo al Padre (cfr. Hb 2, 13) en el Espíritu Santo. De ahí que la vida propia de un hijo de Dios consista en el don completo de sí: una vida de amor, participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo 182. Esto se realiza con el concurso de la libertad. En la medida que el cristiano secunda los impulsos del Espíritu a entregarse por amor a la Voluntad del Padre, se hace "más espiritual", al ser más íntima su relación con el Espíritu. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro 183.

5. Hijos de Dios en Cristo. Consideremos ahora, como último aspecto, que la vida de los hijos de Dios nos es dada en Cristo: por medio de su santísima Humanidad. Es participación de la plenitud de gracia de Jesucristo en cuanto hombre y conlleva una participación en su sacerdocio.

Al pecado del primer hombre, por el que perdió la vida sobrenatural y la filiación divina adoptiva, se han sumado los pecados de toda la humanidad, pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo (Ef 2, 4-5).

Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló. Pero se oye también, continuamente, el eco de ese felix culpa –culpa feliz, dichosa– que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la vigilia del Domingo de Resurrección (Pregón pascual). Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20) 184.

El designio divino de otorgarnos la filiación sobrenatural se ha realizado mediante la Encarnación del Hijo, que se hizo hombre a fin de introducir a todos los hombres en la vida divina 185. Jesucristo nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres 186.

El Hijo de Dios ha entrado en la familia humana asumiendo nuestra naturaleza y así se ha unido en cierto modo a todo hombre 187. De este modo puede comunicar a todos la vida divina, porque el Espíritu Santo ha llenado de gracia su Humanidad (cfr. Jn 1, 14), y de su plenitud recibimos todos, gracia sobre gracia (Jn 1, 16). La gracia o vida sobrenatural que el Paráclito infunde en el cristiano es gratia Christi 188: una participación de la gracia de la Humanidad del Verbo, que el Espíritu Santo comunica asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús 189. Y como tal nos hace también partícipes de su sacerdocio y nos permite obrar como miembros suyos para la salvación de los hombres.

Hechos hijos de Dios y partícipes del sacerdocio de Cristo, no ya "junto a Él" o a su lado, sino "en Él", unidos vitalmente a Él por medio de su Humanidad Santísima, de modo análogo a como los miembros del cuerpo están unidos a la cabeza, en cierto sentido formamos con Cristo y en Él un mismo Hijo del Padre 190. Toda la intimidad divina se nos abre en Él, y sin Él ninguna participación en la Filiación nos es dada, porque Él, Cristo –Dios y Hombre–, es esa Filiación en cuanto Dios y la posee plenamente –por la unión in Persona– en cuanto Hombre. Cristo es el Unigénito del Padre, y nosotros somos hijos de Dios en la medida en que somos el mismo Cristo, ipse Christus 191. Esta última expresión, muy querida por san Josemaría, como veremos en el siguiente apartado, nos sitúa ya ante el núcleo de su aprehensión de este misterio.

2.3 El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo"

La contemplación del misterio de la filiación divina adoptiva lleva a san Josemaría a llamar al cristiano "alter Christus" e incluso "ipse Christus". Son expresiones recurrentes en sus escritos 192 que, si bien no carecen de precedentes en la tradición cristiana, revisten características peculiares en su predicación. Según Antonio Aranda, autor de los estudios más detallados sobre el tema 193, la consideración del cristiano como "alter Christus, ipse Christus" en san Josemaría tiene un origen específico en su "experiencia teologal" 194 y, en este sentido, "procede sólo en parte de la multiforme tradición católica" 195.

2.3.1 "No ya alter Christus sino ipse Christus"

Que el cristiano en gracia es "otro Cristo" –christianus, alter Christus– es una afirmación relativamente frecuente en la literatura cristiana.

Aunque literalmente no se encuentra en los Padres, según un estudio de R. Gerardi 196, suele afirmarse que se remonta a la patrística. Así, por ejemplo, Scheeben: "Christianus alter Christus, dijo un antiguo Padre de la Iglesia. Quod homo est –escribe san Cipriano (De idolorum vanitate, 2)–, esse Christus voluit, ut et homo possit esse, quod Christus est" 197. Como se ve, la cita del santo de Cartago no contiene literalmente la expresión. Más próximas al "alter Christus" son otras palabras de la misma obra: "Quod est Christus erimus christiani, si Christum fuerimus imitati" 198. Un ejemplo de atribución patrística de la expresión es el comentario de Cornelio a Lapide (†1637) a Rm 13, 14 ("revestíos del Señor Jesucristo"), en el que interpreta un texto de san Juan Crisóstomo en este sentido: "Unde S. Chrysostomus: "induire, ait, Christum, est undique in nobis per sanctimoniam et mansuetudinem Christum conspicuum esse. Homo enim indutus id esse videtur, quod indutus est: appareat itaque in nobis Christus". Christianus ergo quasi viva imago, viva forma, vivus habitus Christi sit oportet, imo sit alter quasi Christus ut in eius vita, gestu, habitu et moribus omnes se Christum videre putent" 199. En los maestros de espiritualidad no es raro encontrar fórmulas equivalentes. Citamos un ejemplo de la escuela francesa del XVII. San Juan Eudes escribe que "el cristiano es un miembro o como una extensión de Jesús, o mejor, otro Jesús" 200. En el siglo xx, el Beato Columba Marmión emplea con cierta frecuencia la expresión christianus, alter Christus 201, y otro autor contemporáneo, Raoul Plus, explica así su sentido: "se dice: christianus, alter Christus: el cristiano es otro Cristo, y nada más verdadero. Pero es preciso no equivocarse. "Otro" no significa aquí "diferente". No somos otro Cristo diferente del Cristo verdadero. Estamos destinados a ser el Cristo único que existe: Christus facti sumus, según dice san Agustín. No hemos de hacernos una cosa distinta de él: hemos de convertirnos en él" 202. Volveremos a encontrar el texto agustiniano al hablar de los precedentes del uso del "ipse Christus" para designar al cristiano.

El Magisterio pontificio reciente aplica con frecuencia la expresión "alter Christus" al sacerdote, pero también a todo cristiano. "Si cada bautizado es alter Christus, el sacerdote lo es por un nuevo título..." 203.

Los textos citados orientan sobre el significado del "christianus, alter Christus" en la tradición espiritual. Al hablar de este modo se quiere poner de relieve que el cristiano es a la vez humano y divino, a semejanza de Cristo, porque participa de la naturaleza humana y de la divina 204. También se dice que es "otro Cristo" porque, ungido en el Bautismo y en la Confirmación, participa en el sacerdocio de Cristo para cooperar en la redención de los hombres. Más propiamente se llama "otro Cristo" al cristiano que de hecho procura reflejar en su conducta la vida del Señor y se esfuerza por ejercer su sacerdocio en la misión apostólica. Este es el sentido que tiene la expresión en san Josemaría. Kurt Koch observa que "Escrivá empleaba a propósito esta terminología que algunas líneas de la tradición católica habían reservado al sacerdote ordenado. Precisamente de este modo quería expresar que todos los bautizados y confirmados están llamados a la santidad y que en la Iglesia no hay santidad de primera y segunda clase" 205.

No nos detenemos más en el "alter Christus" porque todo lo que implica está comprendido en el "ipse Christus", que glosaremos a continuación.

San Josemaría escribe, en efecto, que el cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 206 El concepto no es nuevo 207. De algún modo está presente en muchos autores que han sentido la necesidad de subrayar que el cristiano no sólo "se parece" a Cristo, sino que, si está en gracia, "es Cristo" porque su vida sobrenatural no es distinta de la del Señor, sino participación de la misma Vida de su Humanidad santísima y porque, de algún modo, Cristo está presente en él. "No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20), escribe san Pablo. Haciéndole eco, reitera san Josemaría: puede afirmar que "el cristiano es Cristo" 208.

La relación con el Señor no es la mera adhesión del discípulo al maestro, ni el seguimiento de un líder humano. Ciertamente, el cristiano ha de seguir a Jesús, respondiendo a su invitación –"Ven y sígueme" (Mt 9, 9)–, y ha de tomarle como modelo. Pero el significado bíblico de los términos muestra que ese seguimiento es más que una imitación 209. Implica una misteriosa comunión de vida que excede los parámetros de cualquier relación simplemente moral, por profunda que pueda imaginarse. No consiste sólo en aplicar las enseñanzas de Jesús a la propia existencia, ni se agota en la decisión de entregarse a compartir su suerte. Abarca todas esas ambiciones, pero va más lejos: es un vivir su misma vida sobrenatural, y por eso san Josemaría habla de "identificación con Cristo" y dice que el secreto de la vida cristiana consiste en "seguir a Cristo hasta identificarse con Él". Leamos un texto en el que describe el núcleo de la santidad y del apostolado.

Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo 210.

El comentario de Fernando Ocáriz ayuda a penetrar en la densidad de estas palabras: "El camino de nuestra entrada en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es seguir a Cristo, pero de tal modo que no sólo le imitemos, sino que lleguemos a identificarnos con Él. Sólo así Nuestro Señor es Primogénito entre muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito del Padre: nosotros no somos hijos del Padre cada uno por su cuenta –por decirlo de algún modo–, sino que somos hijos del Padre porque somos Cristo, sin dejar de ser nosotros mismos" 211.

En las citas anteriores se puede ver que san Josemaría emplea las expresiones "ipse Christus" e "identificación con Cristo" en dos sentidos conectados entre sí, que nos interesa distinguir para comprender mejor su contenido: 1) como un hecho derivado del Bautismo, y 2) como un proceso que exige correspondencia a la gracia.

En primer lugar, un hecho: el cristiano ha sido identificado con Cristo, por el Bautismo 212. La transformación operada por la gracia bautismal es una cristificación que constituye a la persona en hijo de Dios en Cristo y puede llamarse "identificación con Cristo". En segundo lugar, un proceso: san Josemaría habla de esa identificación como de un apropiarse de las virtudes de Cristo, de sus mismos sentimientos, propósitos y deseos. Dice: Hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en la propia, de manera que pueda decirse que el cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 213

En consecuencia, para san Josemaría el cristiano "es" ipse Christus por el Bautismo, pero a la vez "debe ser" ipse Christus por su correspondencia libre a la gracia, esto es, por su respuesta de amor al Amor. Para santo Tomás, "por el amor [de amistad], el amante se hace uno con el amado" 214, y en este sentido se dice que el amigo es "alter ipse" 215. La amistad con Cristo identifica con Él. La identificación, que ha comenzado con la infusión de la gracia santificante, crece por el amor en quien es dócil al Espíritu Santo.

Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14) 216. San Josemaría subraya la necesidad de la cooperación del cristiano en este proceso.

No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas 217.

Al principio del capítulo nos pareció conveniente anticipar, para evitar equívocos, que "identificación con Cristo" no implica confusión entre Cristo y el cristiano. Ahora podemos comprobarlo en los textos citados. En san Josemaría está claro –resulta ocioso decirlo– que Jesús y el cristiano son dos personas distintas: Jesucristo es la segunda Persona de la Trinidad, el cristiano es una persona humana y además pecador. La distancia es infinita. Sin embargo, esta distinción no impide que se pueda hablar de una cierta identificación. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo 218. Se puede decir con Schmaus que "el cristiano es Cristo sin dejar por eso de ser él mismo" 219.

2.3.2 Fundamento y precedentes de la expresión

No es nuevo afirmar que el cristiano "es Cristo" o que ha de "identificarse con Cristo". No lo ha inventado san Josemaría, como veremos con diversos ejemplos. Cuando se expresa de este modo, refleja el núcleo del misterio cristiano con fidelidad a las fuentes de la Revelación y en continuidad con la tradición. Lo "nuevo", si se quiere hablar así, es que predica esa identificación con Cristo a todos los cristianos, que la muestra accesible en la vida ordinaria y que enseña a fundar la vida espiritual en la conciencia de ser hijo de Dios: de ser Cristo.

En las obras contemporáneas de teología sistemática, las expresiones que comentamos no son frecuentes. Es posible que esto se deba, por un lado, al hecho, ya mencionado, de que la filiación divina ha estado poco presente en la reflexión teológica de los últimos siglos. Por otro, hay que recordar que algunos autores, antiguos y recientes, han hablado de la unión del cristiano con Cristo de un modo que se presta a confusión 220. Como de ahí podría caer una sombra de sospecha sobre la conveniencia de estas expresiones, interesa mostrar con más detalle sus raíces en la Sagrada Escritura y en la tradición espiritual de la Iglesia.

En el Nuevo Testamento, la unión con Jesucristo es una unión vital, como la que existe entre la vid y los sarmientos (cfr. Jn 15, 1-7), que comporta una cierta inmanencia mutua: como la vid está presente en los sarmientos y éstos se encuentran en la vid, así el Señor está en los suyos y los suyos en Él. Cristo les comunica la vida sobrenatural, y ellos la reciben y permiten que fructifique en la medida de su unión con la vid: "Permaneced en mí y yo en vosotros (...). El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto" (Jn 15, 4-5).

La realidad significada por esta imagen adquiere todo su peso a la luz de las palabras con las que el Señor compara la unión de los discípulos con Él a su propia unión con el Padre en el seno de la Santísima Trinidad: "yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14, 20). Este misterio se nos hace "tangible", por así decir, en la Sagrada Eucaristía: "Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él. Así como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así quien me come también vivirá por mí" (Jn 6, 56-57) 221.

Jesucristo está sustancialmente presente en la Eucaristía con su Humanidad y viene al cristiano que le recibe. Esa presencia se verifica mientras están presentes las especies eucarísticas. Cuando éstas desaparecen, deja de estar en el cristiano con la sustancia de su Humanidad. Por tanto, no es éste el modo de presencia por el cual se puede afirmar que el cristiano "es Cristo" en todo momento. Ha de ser otro, de género diverso (una presencia no por la sustancia de su Humanidad sino por su acción, como veremos después) 222.

La doctrina sobre la unión con Cristo y su presencia en el cristiano, que se halla especialmente en el Evangelio de san Juan, la encontramos iluminada con matices peculiares en las Cartas de san Pablo. Para mostrar la íntima compenetración del cristiano con Cristo, utiliza con frecuencia la expresión "en Cristo Jesús", u otras equivalentes, que aparecen más de 150 veces en sus epístolas 223. Los cristianos han sido "creados en Cristo Jesús" (Ef 2, 10), elegidos en Cristo (cfr. Ef 1, 4), "llamados en el Señor" (Flp 3, 14), "viven" en Cristo (cfr. Rm 6, 11; Ga 2, 20), "son" en Cristo Jesús (cfr. 1Co 1, 30; 2Co 5, 17; Rm 16, 7.11; Ga 3, 28). Igualmente afirma que Cristo "está" en el cristiano (cfr. Rm 8, 10; 2Co 13, 5; Col 1, 27) y "se forma" en él (Ga 4, 19). En otras ocasiones, esa unión se expresa con los términos "con Cristo", "por Él" y "para Él": por ejemplo, "sepultados con Cristo" (Rm 6, 4; Col 2, 12), "vivificados y resucitados con Cristo" (Ef 2, 5-6), salvados por Cristo (cfr. Rm 5, 9), creados para Él (cfr. 1Co 8, 6; Col 1, 16), hechos hijos de Dios por Cristo (cfr. Ef 1, 5), etc. Otras veces, en fin, se describe la unión del cristiano con Cristo mediante la imagen de la cabeza y el cuerpo: los cristianos son "miembros de Cristo" (1Co 6, 15; 1Co 12, 27), "cuerpo de Cristo" (Ef 1, 13; Ef 4, 12; Ef 5, 30; Col 1, 24; Rm 12, 5) 224. La presencia de Cristo en el cristiano que implica esta unión vital es el núcleo del "misterio" predicado con gozo por el Apóstol: "que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27).

Pasemos ahora a la Tradición patrística. Recordemos en primer lugar, siguiendo un orden cronológico, lo que escribe san Ignacio de Antioquía a los cristianos en el siglo ii: "sois portadores de Cristo" 225. Por el contexto es patente que no se refiere sólo al momento de haber recibido la Eucaristía. Tampoco se está limitando a señalar que el cristiano ha de ser mensajero de la doctrina de su Maestro. Dice que es "portador de Cristo" porque Jesús está presente en él, no como lo está en la Eucaristía (sustancialmente), ni sólo por su doctrina, sino de otro modo (cuya explicación queda como tarea abierta para la teología).

Algo semejante vale para muchos textos patrísticos de diversas épocas, tanto de Oriente como de Occidente, en los que se afirma que Cristo está presente en el cristiano, e incluso que el cristiano "es Cristo". Estos pasajes se han entendido frecuentemente de un modo débil, refiriéndolos a una presencia de la doctrina de Cristo o a un reflejo de sus virtudes. Pero esta reducción no hace justicia a la fuerza de los textos. Citemos algunos que permiten ver que las expresiones "ipse Christus" e "identificación con Cristo" se encuentran en la misma línea.

Comentando las palabras "he ahí a tu hijo" (Jn 19, 26), que Jesús dirige a María desde la Cruz, escribe Orígenes (†255 aprox.): "Si María no ha tenido más hijos que Jesús, y Jesús dice a su Madre: he ahí a tu hijo, y no he ahí otro hijo, entonces es como si Él dijera: ahí tienes a Jesús a quien tú has dado la vida. Efectivamente, quien es perfecto no vive para sí, sino que Cristo vive en él (cfr. Ga 2, 20). Y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: He ahí a tu hijo, a Cristo" 226. Este antiguo texto es un testimonio admirable de la convicción de que Cristo está presente en el cristiano (evidentemente, para Orígenes, san Juan representa a todo discípulo del Señor).

San Cirilo de Jerusalén (†386 aprox.) considera que en el bautizado hay una imagen de Cristo que no está separada del ejemplar sino que existe precisamente porque el cristiano es partícipe de Cristo. Por este motivo puede ser llamado "cristo", sin más apelativos: "Bautizados en Cristo y revestidos de Cristo, habéis sido hechos semejantes al Hijo de Dios. Porque Dios nos predestinó a la adopción, nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo. Hechos, por tanto, partícipes de Cristo, con toda razón os llamáis cristos; y Dios mismo dijo de vosotros: no toquéis a mis cristos. Fuisteis convertidos en Cristo al recibir el signo del Espíritu Santo" 227. El fundamento por el cual llama al cristiano Cristo no es en último término la semejanza, sino una realidad más profunda de la que nace la semejanza.

San Gregorio de Nisa (†394) se refiere a esta realidad mostrando el ejemplo de san Pablo, a quien fue concedida una intensísima conciencia de la presencia de Cristo en él: "pues lo imitó de una manera tan perfecta que mostraba en su persona una reproducción del Señor ya que, por su gran diligencia en imitarlo, de tal modo estaba transformado en el mismo ejemplar, que no parecía ya que hablaba Pablo, sino Cristo, tal como dice él mismo, completamente consciente de su propia perfección: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habita en mí. Y también dice: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" 228. Una lectura atenta permite ver que el texto no afirma que la presencia de Cristo en Pablo consistiera sólo en que éste lo imitaba, sino que al imitarlo se manifestaba la presencia de Cristo en él.

El autor de la antigua homilía In sabbato magno 229 trata de imaginar el diálogo entre el Señor, que desciende a los infiernos después de su muerte en la Cruz, y Adán como representante de cada hombre en espera de la liberación del pecado y de la vida nueva en Cristo: "A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona" 230. Estas últimas palabras expresan una misteriosa compenetración con Cristo, por la que Él está presente en el cristiano, y el cristiano en Cristo.

San Cirilo de Alejandría (†444), comentando las palabras "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15, 5), considera las misiones del Hijo y del Espíritu Santo y habla abiertamente de una presencia de Cristo en cuanto hombre en el cristiano. Escribe: "Los que están unidos a Él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, al participar del Espíritu Santo, comparten su misma naturaleza (pues el Espíritu de Cristo nos une con Él). La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión de la vid con nosotros es una unión de amor y de presencia (...). De qué modo nosotros estamos en Cristo y Cristo en nosotros nos lo pone en claro el evangelista Juan al decir: En esto conocemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu" 231. Es decir, el Espíritu Santo enviado hace presente de algún modo a Cristo en cuanto hombre en aquellos a los que comunica su gracia.

San Agustín (†430), que tan profundamente expone el misterio del Cuerpo místico –"Christus totus, caput et corpus" 232– insiste en que Cristo está presente en el cristiano y le llama simplemente "Cristo": "Felicitémonos y demos gracias, pues hemos venido a ser no solamente cristianos, sino Cristo; admirémonos, saltemos de júbilo, pues hemos llegado a ser Cristo" 233. En otro lugar escribe: "Derramando su sangre, el Cordero inmaculado nos redimió, incorporándonos a sí mismo, haciéndonos miembros suyos, para que en Él también nosotros seamos Cristo" 234. Y exponiendo Jn 17, 26, comenta: ""Yo en ellos", como si dijera: porque yo mismo estoy en ellos. De un modo está en nosotros como en su templo. De otro porque nosotros somos Él (quia nos ipse sumus), en cuanto que al hacerse hombre para ser nuestra Cabeza, nosotros somos su Cuerpo" 235.

Prolonguemos aún estos testimonios patrísticos con algunos ejemplos de la literatura teológica posterior, procedentes de grandes maestros de vida espiritual, bien conocidos por Josemaría Escrivá de Balaguer. Capítulo aparte merecerá santo Tomás, a quien nos referiremos por extenso en el apartado sucesivo 236.

El siguiente texto de La vida en Cristo, de Nicolás Cabasilas (1320-1391, aprox.), hace honor a la tradición oriental. "[La unidad con Cristo] supera toda unidad que se nos antoje expresar en símbolos de criatura. Por esta causa los Libros Santos se sirvieron de muchos símbolos para significar dicha unión, no bastando uno solo: el Huésped y la Casa. El Sarmiento y la Vid. El Desposorio. La Cabeza y los Miembros, sin que ninguno enteramente la exprese, por ser incapaces de captar su contenido exacto. (...) Los miembros están unidos a la cabeza, viven a ella vinculados, y su separación lleva consigo la muerte. Mas los cristianos viven más unidos a Cristo que a su propia cabeza, y viven más realmente de Él que de la unión que los liga a su cabeza. Ejemplo de esto son los Santos Mártires, que afrontaron gustosos la muerte y no queriendo ni oír hablar de su separación de Cristo, ofrecieron al verdugo su cabeza y sus miembros con alegría (...). Pero hay algo todavía más admirable: ¿Hay algo más unido que uno consigo mismo? Pues aún esta intimidad queda lejos de aquella unión. Cada una de las almas santas es una e idéntica a sí y, no obstante, está más unida al Salvador que a sí misma" 237.

Si Cabasilas experimenta los límites de cualquier metáfora para hablar de la unión con Cristo, otro tanto les sucede a santa Teresa de Jesús y a san Juan de la Cruz (s. XVI): les faltan palabras para expresar lo que contemplan. El lector puede comprobarlo sin necesidad de que incluyamos aquí los extensos textos en los que se refieren al misterio 238.

En el siglo siguiente, el XVII, encontramos precedentes de las expresiones que emplea san Josemaría en autores de la "escuela francesa". Para Jean-Jacques Olier "un cristiano es Cristo vivo en la tierra" 239. San Juan Eudes refleja por su parte una idea muy presente en esta escuela de espiritualidad: "El Hijo de Dios ha determinado consumar y completar en nosotros todos los estados y misterios de su vida. Quiere llevar a término en nosotros los misterios de su Encarnación, de su nacimiento, de su vida oculta, formándose en nosotros y volviendo a nacer en nuestras almas por los santos sacramentos del Bautismo y de la Sagrada Eucaristía, y haciendo que llevemos una vida espiritual e interior escondida con Él en Dios" 240.

Concluimos esta muestra de testimonios con dos textos de autores contemporáneos a san Josemaría, que dan idea del esfuerzo de la reflexión teológica por encontrar los términos adecuados para definir la unión con Cristo y su presencia en el cristiano. Émile Mersch afirma: "El Señor nos ha revelado que entre el Verbo encarnado y el cristiano hay algo más que una unión de amor, aunque sea ardiente; algo más que una relación de semejanza, por estrecha que sea; algo más que dependencia, aunque sea total (...); más que la inserción siempre precaria de los miembros en un organismo; más que una unión moral, aunque fuera extraordinariamente íntima. Hay una unión física, diríamos, siempre que no se ponga esta palabra al mismo nivel que el de las simples cohesiones naturales; una unión real en cualquier caso, una unión ontológica; o, mejor aún, pues los términos tradicionales son en este caso los más acertados, una unión mística, trascendente, sobrenatural, que supera en unidad y en realidad las fórmulas que se puedan ofrecer, y que sólo Dios puede hacer conocer, como sólo Él puede realizarla" 241. Por otro lado, según Michael Schmaus, "podemos llamar físico-dinámica a la unidad entre Cristo y los cristianos; pero no debe olvidarse que Cristo y los cristianos no se funden en una sola naturaleza; se destaca este punto de vista cuando se llama físico-accidental a esa unidad; pero incluso así no se destaca suficientemente que se trata de un encuentro personal; y si se la llama comunidad personal-dinámica, no se acentúa suficientemente su fuerza e intimidad; podría dar la impresión de que se trata de una unidad moral; es cierto que lo es, porque es una comunidad de intenciones y tiene, por tanto, un carácter muy real, pero es más que esto, porque es participación en la vida de Jesucristo. Algunos teólogos la llaman por eso unidad orgánica, pero esta denominación corre el peligro de ser interpretada como un proceso natural y de no expresar la consistencia y sustancialidad del yo humano, podría sugerir la idea de que Cristo y los cristianos están llenos de una misma corriente de vida celestial, mientras que en realidad cada uno sigue teniendo su propia vida, aunque la del cristiano sea participación en la vida de Cristo. Todas estas denominaciones tienen, pues, su pro y su contra; unas acentúan la unión e intimidad, pero ponen en peligro el carácter personal; otras destacan el carácter personal, pero arriesgan la intimidad. Quizá fuera mejor elegir una palabra acomodada que exprese su singularidad: podría llamársela unidad místico-sacramental. La palabra "místico" no se usa en sentido de una vivencia especial de Cristo, sino para significar el carácter misterioso de esa unidad; la unión entre Cristo y los cristianos es un misterio. Este hecho está destacado al llamar místico-sacramental a esa unión. El cristiano es él mismo en cuanto que existe en Cristo y es independiente y soberano (...); en esto consiste el profundo misterio del cristiano" 242.

Estos textos ilustran suficientemente, en nuestra opinión, que sostener que el cristiano puede ser calificado de "ipse Christus" no es una piadosa exageración. Son ejemplos de una tradición espiritual ininterrumpida a lo largo de la historia de la Iglesia, que surge, antes que de la reflexión teológica, de la experiencia mística de la unión con Cristo y de su presencia en el cristiano. San Josemaría aporta a esta tradición su propia vivencia de que ser hijo de Dios es "ser Cristo". No afirma nada nuevo pero refrenda con su testimonio la validez de un modo de expresar el misterio cristiano.

Consciente de que la profunda unión con Cristo no está reservada a unos pocos, la propone con un lenguaje sencillo y con unas fórmulas vivas, universalmente comprensibles. El mejor modo de mostrarlo sería reproducir por entero la homilía del significativo título: Cristo presente en los cristianos 243. Nos limitamos a entresacar algunas frases, a modo de invitación a la lectura del texto completo.

Cristo vive en el cristiano (...). El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo (...), dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! (...). El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera (...). Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres (...). Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en Él (...), hay que aprender de Él detalles y actitudes (...). Así, viviendo cristianamente entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos Cristo presente entre los hombres 244.

En síntesis, para san Josemaría, ser hijo de Dios es "ser Cristo" porque "Cristo vive en el cristiano", "está presente en el cristiano". Esta presencia se da ya por la gracia del Bautismo, pero cuando el cristiano "deja que su vida se manifieste en él", cuando procura "vivir la vida de Cristo" de modo consciente y libre, cooperando con su misión redentora mediante el ejercicio de su sacerdocio, entonces madura la semilla de la gracia bautismal y se puede decir que es ipse Christus y se puede hablar de una identificación con Jesucristo, compatible con la distinción personal.

El motivo por el que el cristiano puede ser llamado ipse Christus es, en primer lugar, que Cristo está de algún modo presente en él; y, en segundo lugar –partiendo de esa presencia–, que permita que Cristo actúe a través de él, ejerciendo su sacerdocio. El aspecto más básico es el primero. Lo estudiaremos en el siguiente apartado.

2.4 La presencia de Cristo en el cristiano: una explicación teológica

San Josemaría no explica teológicamente en qué consiste la presencia de Cristo, por la gracia, en el cristiano. De los textos se desprende:

1º) que no habla únicamente de su presencia en cuanto Dios sino también en cuanto hombre o por su Humanidad;

2º) que se trata de una presencia permanente, no circunscrita al momento de recibir la santísima Eucaristía 245;

3º) que no es una presencia sustancial, es decir, de la sustancia de la Humanidad de Cristo, pero que tampoco se reduce a un parecido con Cristo derivado de la imitación de su ejemplo, aunque ciertamente es una presencia que impulsa a imitarle; y

4º) que es una presencia de la "vida de Cristo" y de su acción, y no sólo del conocimiento de Cristo o del amor a Él, aunque se realiza por este conocimiento y amor, y se alimenta de ellos.

Teniendo en cuenta estos elementos, se pueden buscar diversas explicaciones teológicas de esa presencia de Cristo en el cristiano. La que proponemos a continuación se inspira en santo Tomás, a cuya doctrina acudimos especialmente en esta cuestión por dos motivos. El primero es que en este misterio de la unión del cristiano con Cristo se halla implicada directamente la noción de participación (el Hijo de Dios, por su Encarnación, ha querido participar, junto con todos los hombres, de la naturaleza humana; y el cristiano ha sido hecho partícipe de la naturaleza divina por medio de Cristo y en Él), y es sabido que en el pensamiento de santo Tomás es central la noción de participación. El segundo motivo es que el mensaje de san Josemaría en este punto se mueve en el marco de la doctrina del Doctor Común, ya que habla de la filiación adoptiva como "participación de la filiación del Verbo" 246, de la gracia como "participación en la naturaleza divina" 247, y de la caridad como "participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo" 248, citando en este último caso expresamente al Doctor de Aquino.

Nuestra tesis es que la doctrina de santo Tomás permite afirmar una presencia de Cristo en el cristiano que tiene las cuatro características antes señaladas. Y que esta presencia es la razón más básica por la que se puede afirmar que el cristiano es "el mismo Cristo". Nos parece que cuando san Josemaría dice que el cristiano es ipse Christus, quiere decir ante todo que Cristo está presente en el cristiano. Pero además es necesario que el cristiano quiera dejar que Cristo actúe por medio de él. Entonces se puede decir con más propiedad que es "el mismo Cristo".

Repetimos que la explicación teológica que proponemos a continuación es sólo un posible modo de ilustrar este punto de la enseñanza de san Josemaría.

La Sagrada Escritura muestra que hemos sido creados "en Cristo", elevados a la condición de hijos de Dios "en Cristo", y redimidos también "en Cristo". Son obras divinas diversas, pero intrínsecamente ordenadas entre sí: el hombre ha sido creado en Cristo en cuanto Verbo, para ser elevado a la vida sobrenatural en Él en cuanto Hijo, y ha sido regenerado en Cristo, Dios hecho hombre, a esa vida que había perdido por el pecado. Tal es el itinerario que describe el prólogo del Evangelio de san Juan: "En el principio existía el Verbo (...). Todo fue hecho por Él (...). A cuantos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios (...). Y el Verbo se hizo carne (...). Y de su plenitud todos hemos recibido, gracia sobre gracia" (Jn 1, 1-16).

La creación, la elevación y la regeneración sobrenatural son "participaciones" del hombre en el Ser y en la Vida íntima de Dios que, al realizarse "en Cristo", implican una presencia suya en el cristiano: presencia suya en cuanto Dios y también –de otro modo– en cuanto hombre. Hablaremos primero de su presencia en cuanto Dios –es decir, por su naturaleza divina–; y después veremos en qué sentido puede hablarse también de una presencia suya en cuanto hombre, es decir por su naturaleza humana.

En la creación, Dios, Ser por esencia, hace partícipes del ser a las criaturas y las mantiene en él con su presencia permanente. "En Él vivimos, nos movemos y somos" (Hch 17, 28). El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que "puesto que Dios es causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas" 249. Esta presencia del Ser por esencia en los seres por participación se suele denominar presencia de inmensidad 250. Es necesaria para mantener a las criaturas en el ser, como es necesaria la presencia del sol para mantener la luz en el aire 251. En este sentido Cristo está presente en todas las criaturas en cuanto Verbo de Dios en el que han sido creadas.

Por la elevación sobrenatural comienza un nuevo modo de presencia divina en el alma humana, que se designa como presencia sobrenatural de inhabitación. Al ser introducidos en la vida íntima de la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo inhabitan en el alma en gracia (cfr. Jn 14, 23). Ya se recordó que la elevación sobrenatural tiene lugar cuando la criatura humana es hecha partícipe de las procesiones divinas por el envío del Hijo y del Espíritu Santo al alma 252. El Hijo es enviado por el Padre y, gracias a su presencia, el cristiano es "hijo en el Hijo" (en términos de participación habría que decir que la presencia de la Filiación subsistente funda la filiación participada). También es enviado el Espíritu Santo y, gracias a su presencia, el cristiano recibe la caridad (este último tema no lo tratamos ahora directamente; nos fijamos sólo en que por la elevación sobrenatural a hijos adoptivos de Dios, Cristo está presente en el alma en cuanto Hijo Unigénito).

Los dos modos de presencia a los que nos hemos referido son de Cristo en cuanto Verbo (presencia en todas las criaturas) y en cuanto Hijo (presencia sobrenatural en los hijos adoptivos). Preguntémonos ahora si también puede hablarse de una presencia de Cristo en cuanto hombre, en el cristiano. Lo diremos muy sintéticamente 253.

Para regenerarnos a la vida sobrenatural perdida por el pecado, el Hijo de Dios ha asumido una naturaleza humana llena de gracia (cfr. Jn 1, 14), y de esa plenitud participamos todos (cfr. Jn 1, 16) 254. Cristo en cuanto hombre, o por su Humanidad, es causa eficiente "instrumental" de la gracia. "Dar la gracia –afirma santo Tomás– conviene también a Cristo en cuanto hombre, pues su humanidad fue instrumento de su divinidad" 255. Al estar unida hipostáticamente al Verbo, la Humanidad de Cristo posee la gracia en plenitud, en cierto modo infinitamente 256, pero no es la Divinidad (no hay confusión entre las dos naturalezas de Cristo, la humana y la divina), ni es por tanto causa principal sino instrumental de la gracia: causa que "participa en la operación de la naturaleza divina, igual que el instrumento participa en la acción del agente principal" 257.

Las consecuencias que de ahí se derivan para el estudio de la presencia de Jesucristo en cuanto hombre en el cristiano son decisivas. Que la causa instrumental sea causa por participación comporta que es causa no por su ser (como la causa principal, la Divinidad) sino por su acción o "virtud", que la Humanidad de Cris to tiene de modo indefectible. Esto implica que la presencia de Cris to en cuanto hombre en el cristiano que recibe la gracia, no es como la presencia de la causa principal, la Divinidad, que inhabita en el alma en gracia, sino que es una presencia de su acción o "virtud". En este sentido se la puede llamar "presencia virtual", entendiendo este último término como presencia de la acción de Cristo o de su virtus: su "poder" o "fuerza" 258. La presencia virtual de Cristo en cuanto Hombre en el cristiano es una presencia verdadera y real, pero no sustancial; es presencia del poder o del influjo de la Humanidad de Cristo, no de su sustancia. Se trata de una presencia dinámica. Gracias a ella puede decirse que las acciones de un hijo de Dios, surgidas de su naturaleza elevada por la gracia de Cristo, son también acciones de Cristo a través del cristiano como miembro suyo: vida de Cristo en el cristiano 259. Y es, además, una presencia permanente, que existe mientras permanece la gracia 260.

Ahora debemos considerar cómo se produce esta presencia, es decir, cómo comienza y cómo se intensifica. Santo Tomás afirma que la participación de la gracia de Cristo es una cierta "transmisión", semejante a la transmisión de la naturaleza humana de padres a hijos 261, porque así como ésta es la misma en los padres y en los hijos, así también el Espíritu Santo, que desciende de Cristo a nosotros, es también el mismo en Él y en nosotros 262. Sin embargo, la "transmisión" no lo es en igual sentido, porque el don de la gracia creada, efecto de la inhabitación del Espíritu Santo, no está en nosotros como está en Cristo: en Él se halla en plenitud, en nosotros parcialmente. Si a esto se añade que "es necesario que todo agente se una a aquello en lo que inmediatamente obra y lo toque con su virtud" 263, se puede concluir que la Humanidad de Cristo ha de entrar de algún modo en "contacto" con aquellos a quienes entrega el don del Paráclito para que participen de su gracia. Santo Tomás lo afirma explícitamente al tratar de la eficiencia de la Pasión del Señor. Se plantea la siguiente dificultad: "el agente corporal no obra eficiente-mente si no es por contacto: y así vemos que Cristo limpió al leproso tocándole (...). Pero la pasión de Cristo no pudo tocar a todos los hombres, luego no pudo obrar eficientemente su salvación" 264; y la resuelve diciendo que "la pasión de Cristo, aunque corporal, posee una virtud espiritual por su unión con la divinidad. Y así, por contacto espiritual logra su eficacia, a través de la fe y de los sacramentos de la fe" 265.

El "contacto espiritual" entre Cristo y el cristiano se establece por un acercamiento mutuo. Por una parte, el Hijo ha venido a nosotros asumiendo una naturaleza humana, y de este modo ha entrado en el linaje humano y "se ha unido en cierta manera con todo hombre" 266. Esta unión natural con Cristo en cuanto hombre, debida a la participación en la misma naturaleza humana, es fundamento de la comunión sobrenatural que se establece por la "transmisión" del Espíritu Santo de Cristo a nosotros.

Pero no basta este fundamento para que el hombre reciba de hecho la vida sobrenatural de Cristo. Es preciso que se abra a su acción, que se adhiera a Cristo "por la fe y los sacramentos de la fe" 267. Primero por la fe viva, formada por la caridad, como escribe san Pablo: "que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, arraigados y fundamentados en la caridad" (Ef 3, 17); y segundo, por la participación en los sacramentos, en los que actúa Jesucristo mismo, de modo supremo en la Eucaristía. La referencia a los "sacramentos de la fe" se puede extender a los demás medios de santificación –la oración y la formación cristiana– de los que trataremos en el capítulo 9º.

Mediante la fe y los sacramentos el cristiano entra en relación con Jesucristo y recibe por eso mismo al Espíritu Santo, que desciende de la Cabeza a los miembros para dar inicio o acrecentar la vida sobrenatural, cumpliéndose entonces lo que escribe san Pablo: "el que se une al Señor se hace un solo Espíritu con Él" (1Co 6, 17); y san Juan: "por esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado" (1Jn 3, 24). Y es el Espíritu Santo, Divino Huésped del alma, quien hace presente en el espíritu humano de modo permanente la virtud o la operación de la Humanidad de Cristo, por la cual se despliega con todos sus efectos la vida sobrenatural como vida de Cristo en el cristiano, que se va conformando progresivamente con el Señor (cfr. 2Co 3, 18).

En la Encíclica Mystici Corporis, Pío XII enseña que Cristo, autor y causa eficiente de la santidad de los miembros de su Cuerpo místico, "está en nosotros por su Espíritu, el cual nos comunica y por el que de tal suerte obra en nosotros que todas las cosas divinas llevadas a cabo por el Espíritu Santo en las almas se han de decir también realizadas con Cristo" 268. La presencia de Cristo en el cristiano no se identifica con la presencia del Espíritu Santo, pero se realiza por medio de ella y es inseparable de ella. Juan Pablo II lo ha expuesto comentando las palabras del Señor en la Última Cena: "Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre" (Jn 14, 16). Dice el Papa: "Esta promesa está unida a las otras que Jesús ha hecho al subir al Padre:
he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Nosotros sabemos que Cristo es el Verbo que se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14). Si, yendo al Padre, dice: Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo, se deduce de ello que los Apóstoles y la Iglesia deberán reencontrar continuamente por medio del Espíritu Santo aquella presencia del Verbo-Hijo que durante su misión terrena era "física" y visible en la Humanidad asumida, pero que, después de su ascensión al Padre, estará totalmente inmersa en el misterio. La presencia del Espíritu Santo que, como dijo Jesús, es íntima a las almas y a la Iglesia (Él mora con vosotros y en vosotros está: Jn 14, 17), hará presente a Cristo invisible de modo estable, hasta el fin del mundo. La unidad trascendente del Hijo y del Espíritu Santo hará que la Humanidad de Cristo, asumida por el Verbo, habite y actúe dondequiera que se realice, con la potencia del Padre, el designio trinitario de la salvación" 269.

Esta presencia de Cristo en cuanto hombre explica, a nuestro entender, que se pueda afirmar que el cristiano es y debe seripse Christus. Ya lo hemos dicho: por la infusión de la gracia "es" ipse Christus desde el Bautismo, pero la presencia de la vida de Cristo puede crecer, pues se trata de un influjo de su acción, y por esto se dice también que el cristiano "ha de llegar" a ser ipse Christus. La vida cristiana es un progresivo crecimiento en la identificación con Cristo, hasta la medida de la plenitud de Cristo (cfr. Ef 4, 13). Este crecimiento se realiza por la gracia del Espíritu Santo y la correspondencia del cristiano.

Ésta es, en síntesis, la explicación teológica que deseábamos ofrecer sobre el fundamento de las expresiones "identificación con Cristo" y "el cristiano, ipse Christus" que emplea san Josemaría. Como decíamos, habrá otras posibles. En cualquier caso es indudable que esos modos de designar la relación del cristiano con Cristo abren perspectivas a la Teología e impulsan a poner las bases de la vida espiritual en la conciencia de "ser Cristo", que no es otra cosa que edificar la vida cristiana sobre el "sentido de la filiación divina".

2.5 Hijos e hijas de Dios con "idéntica filiación divina adoptiva"

Al ser una participación en la única Filiación subsistente e increada del Verbo, el don de la filiación divina adoptiva es idéntico en el varón y en la mujer.

La mujer tiene en común con el varón su dignidad personal y su responsabilidad, y –en el orden sobrenatural– (...) una idéntica filiación divina adoptiva 270.

Cuando san Josemaría habla de "hijos de Dios" se dirige igualmente a varones y a mujeres. A veces habla expresamente de "hijos e hijas de Dios" o de "hijas e hijos de Dios", no porque el don de la filiación divina sea diverso sino por razón del sujeto, es decir, por la diversa condición de quienes reciben la adopción divina. La igualdad es radical:

Todos los bautizados –hombres y mujeres– participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental, que enseñaba ya San Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis, Christum induistis. Non est Iudaeus, neque Graecus: non est servus, neque liber: non est masculus, neque femina (Ga 3, 27-28); ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer 271.

En el texto de san Pablo citado aquí, la diferencia entre "varón y mujer" figura junto con otras de fundamento diverso ("judío y griego", "siervo y libre"). Lo que los fieles tienen en común es la filiación adoptiva recibida en el Bautismo: "Todos sois hijos de Dios (...) porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3, 26-27). En el momento del Bautismo, este don es el mismo en todos en un sentido fuerte: no sólo porque lo tengan por igual (como sucede, por ejemplo, en quienes tienen una misma cantidad de dinero), sino porque es un solo don, es decir, un don que, estando en muchos, hace que sean uno. Es la conclusión del Apóstol: "todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús" (Ga 3, 28) 272. Estamos ante la dialéctica de lo uno y de lo múltiple, típica de la participación trascendental 273.

Mientras que la Filiación subsistente es única (el Hijo Unigénito), la filiación participada, recibida en múltiples sujetos, hace que muchos hijos formen "uno solo en Cristo Jesús".

Siendo idéntica en el hombre y en la mujer la filiación divina recibida en el Bautismo, es idéntico también el sacerdocio común. De aquí se derivan múltiples consecuencias en la vida práctica (y en el terreno jurídico) que san Josemaría advierte y pregona adelantándose a los tiempos 274. Citemos como ejemplo un texto que incluye también una observación respecto al sacerdocio ministerial:

Si se exceptúa la capacidad jurídica de recibir las sagradas órdenes –distinción que por muchas razones, también de derecho divino positivo, considero que se ha de retener–, pienso que a la mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia –en su legislación, en su vida interna y en su acción apostólica– los mismos derechos y deberes que a los hombres: derecho al apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc. 275

Afirma que la capacidad de recibir el sacerdocio ministerial, ha de reservarse "por muchas razones, también de derecho divino" a los varones, sin detenerse en explicaciones; simplemente remite a la doctrina de la Iglesia 276. Pero, más que esto, lo que aquí nos interesa señalar es que sus palabras subrayan fuertemente la igualdad entre varones y mujeres por lo que se refiere al sacerdocio común, idéntico en todos. Ellos y ellas, al recibir la filiación adoptiva, son hechos partícipes también del sacerdocio que pertenece a Cristo por su naturaleza humana (cfr. 1Tm 2, 5). Al poseer hombres y mujeres la misma naturaleza humana y al haber recibido el carácter bautismal, poseen también ambos el mismo sacerdocio real, la misma capacidad de ser mediadores en Cristo entre Dios y los hombres 277. El sacerdocio ministerial, en cambio, es una capacidad de efectuar ciertas acciones sacerdotales en representación de Cristo Cabeza del Cuerpo místico. Y la función de ser cabeza está relacionada con la condición de varón, como aparece en la creación (cfr. Gn 1, 7.18 ss.) y como enseña san Pablo: "Quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo, la cabeza de la mujer es el hombre, y la cabeza de Cristo es Dios" (1Co 11, 3; cfr. Ef 5, 23). Hay por esto unas funciones sacerdotales que reclaman la condición de varón. Pero los que reciben este sacerdocio ministerial no son más hijos de Dios, ni mejores cristianos, ni más santos. Son únicamente "más sacerdotes", y no porque ejerzan más o mejor el sacerdocio común, sino porque, además de las que son propias de todos los bautizados, tienen otras funciones sacerdotales.

En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial, que se diferencia esencialmente, y no sólo en grado (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium 10), del sacerdocio común de los fieles 278.

Ni las mujeres ni la mayor parte de los varones reciben el sacerdocio ministerial, pero todos están llamados –sean ministros ordenados o no– a la plenitud de la filiación divina que es la santidad. Como hijos de Dios en Cristo, todos han tender a ser como Cristo, a tener, por tanto, un alma sacerdotal 279. Enseguida nos referiremos con más detalle a este concepto 280. Ahora sólo queremos señalar que san Josemaría, consciente de que la propensión a identificar el "sacerdocio" con el "sacerdocio ministerial" podía llevar a pensar que el "alma sacerdotal" es algo que atañe a los ministros y sólo a ellos, insiste en que también las mujeres, lo mismo que los varones que no reciben el sacramento del orden, precisamente porque son hijos de Dios en Cristo han de tener "alma sacerdotal". Este fue el tema central de su última conversación en la tierra, el 26 de junio de 1975, con un grupo de mujeres, pocas horas antes de su tránsito al Cielo: Vosotras tenéis alma sacerdotal... 281

3. EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA

Entramos ahora en el aspecto más específico de la enseñanza de san Josemaría acerca de la filiación divina. "Saberse hijos de Dios", "saberse Cristo", es una fuente extremadamente sencilla de vida espiritual, y a la vez de una riqueza inagotable, como un mar profundo en el que se descubren siempre nuevas maravillas. La multiplicidad de aspectos se percibe en la bibliografía existente 282. Aquí trataremos de exponer las diversas implicaciones con un orden que, en sí mismo, refleje una idea central: que el sentido de la filiación divina tiene carácter de fundamento de la vida cristiana.

Previamente conviene aclarar una cuestión terminológica. San Josemaría afirma unas veces que el fundamento de la vida espiritual es "la filiación divina", y otras que dicho fundamento es "el sentido de la filiación divina". En nuestra opinión, las dos expresiones son equivalentes: la primera es sólo una forma abreviada de la segunda. Cuando, por ejemplo, señala que la filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei 283 (o sea, de su mensaje), no está simplemente recordando la verdad dogmática de que el cristiano es hijo de Dios por la gracia y de que ahí se asienta objetivamente su vida sobrenatural, ni está afirmando sólo que la vida cristiana se edifica sobre la doctrina de Jesucristo según las palabras del Apóstol: "nadie puede poner otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo" (1Co 3, 11), sino que está proponiendo una enseñanza práctica que, otras muchas veces, formula diciendo que el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 284. En los dos casos se trata de la misma doctrina, que en el segundo se presenta explícitamente desde la perspectiva de la primera persona, indicando como fundamento no ya la nueva realidad de la filiación divina, sino el "sentido" que de ella se tiene.

3.1Significado de la expresión "sentido de la filiación divina"

Al hablar aquí de "sentido" de la filiación divina no nos referimos, obviamente, a "lo que se entiende" por filiación divina (el "sentido" como acepción o significado de un término), sino a la íntima percepción o conciencia habitual de ser hijo de Dios; percepción que no es sólo un acto del intelecto sino que implica a todas las facultades de la persona.

¿Qué tipo de cualidad es ese "sentido" en el cristiano y cómo configura su personalidad?

3.1.1 "Hilo de todas las virtudes". Relación con la virtud de la piedad y con el don de piedad

Evidentemente se puede ser hijo de Dios sin tener "sentido de la filiación divina". No pocos son hijos adoptivos de Dios pero o no lo saben o, en todo caso, es una realidad que no influye conscientemente en su conducta. San Josemaría presenta este "sentido" como una cualidad que, en la medida en que se posee, inclina a comportarse con espontaneidad como hijo de Dios. Alguna vez lo llama "virtud", pero no porque sea una virtud más, sino porque es una cualidad inherente a todas las virtudes que da un carácter filial a su actuación. En cierta ocasión, respondiendo a la pregunta de una mujer sobre "una virtud maravillosa: la filiación divina....", san Josemaría comentaba entre otras cosas: Verdaderamente es una virtud extraordinaria; es –veo que llevas al cuello un collar– como el hilo que une las perlas de un gran collar maravilloso. La filiación divina es el hilo, y ahí se van engarzando todas las virtudes, porque son virtudes de hijo de Dios, son virtudes de cristiano 285. No es una perla más, sino el hilo del collar de las virtudes cristianas. "La filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes" 286. No se obra como hijo de Dios sólo con unas acciones especificadas por su objeto. Cada actividad puede adquirir una tonalidad particular si está realizada con "la conciencia de ser hijo de Dios". Y esa conciencia debe presidir progresivamente toda la conducta del cristiano: no podemos ser hijos de Dios sólo a ratos 287.

Puesto que la filiación divina es la verdad más íntima 288 de un cristiano –la nueva relación con Dios que recibe la persona humana en la elevación sobrenatural–, el "sentido" de esa relación le otorga una autoconciencia de lo más profundo de su ser y, en consecuencia, una "personalidad" moral: un modo de pensar, de apreciar, de querer, propio de un hijo de Dios; un conocer, amar y sentir en Cristo Jesús. De ahí el consejo de san Josemaría: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo 289. Por eso pide para sí y enseña a pedir a Jesús: haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo 290.

El "sentido de la filiación divina" se encuentra en todas las potencias del alma: en la inteligencia, en la voluntad y en las facultades sensibles. No se reduce a un conocimiento teórico de la doctrina sobre la adopción sobrenatural 291. Conlleva también el juicio práctico de lo que es ser hijo de Dios y de lo que esto implica en la vida, así como el aprecio, por parte de la voluntad y de los afectos, de una realidad en la que se ha de apoyar toda la conducta. Por eso se habla de "sentido" de la filiación: algo que no sólo se conoce como desde fuera, sino que se "siente" y que –como dice Leonardo Polo– es "configurador" 292 de la persona.

Al encontrarse en todas las potencias, el sentido de la filiación divina puede empapar todas las virtudes. Según la comparación apuntada anteriormente, es el "hilo" que les sirve de soporte y les permite formar un collar. Cuando san Josemaría menciona una determinada virtud, con frecuencia añade: "de un hijo de Dios". Dice, por ejemplo, "el amor de un hijo de Dios", o la alegría, la obediencia, la lealtad... "de un hijo de Dios".

Sin embargo, el sentido de la filiación divina no comunica del mismo modo con todas las virtudes, sino que tiene una relación especial con una de ellas: la piedad. La piedad es la virtud de los hijos 293. Es la virtud que inclina, ante todo, a tratar a Dios como Padre y a comportarse siempre como hijos suyos. Ciertamente lleva a dar culto mediante determinadas "prácticas de piedad", pero el cristiano glorifica a su Padre Dios con todas sus obras. La piedad, en el genuino sentido del término, se extiende a toda su conducta, tanto interior como exterior: puesto que es hijo de Dios, debe vivir con piedad (cfr. Tt 2, 12) 294.

No obstante, san Josemaría no identifica el "sentido de la filiación divina" con la virtud de la piedad. Dice que es la médula de la piedad 295. Sería ocioso pararse a distinguir entre la virtud y su médula. Ya se comprende que con el término "médula" expresa que el sentido de la filiación es constitutivo esencial de la piedad, sin que esto signifique que en lo demás se identifique con ella. Es un saberse y un sentirse hijo de Dios que está en el núcleo de la piedad. O sea, la relación del sentido de la filiación divina con la virtud de la piedad es inmediata, y a través de ella está presente en las demás virtudes cristianas. Podríamos comparar la piedad al broche que cierra el hilo del collar de virtudes y mantiene a todas en él, haciendo que sean virtudes de un hijo de Dios. Lógicamente es sólo una comparación que ilustra, con ciertos límites, la relación peculiar del sentido de la filiación divina con la virtud de la piedad.

Más estrecha aún es la relación con el "don de piedad" (uno de los siete dones del Espíritu Santo), que perfecciona la virtud homónima. Es el don que dispone al alma a ser dócil al impulso del Espíritu Santo de tratar filialmente a Dios Padre 296. El sentido de la filiación divina no es resultado de un descubrimiento o esfuerzo nuestro, como pone de relieve el mismo san Josemaría al relatar las circunstancias en que germinó en su corazón la invocación Abba, Pater! 297 Es un modo de ver y afrontar la vida que deriva del don de piedad. El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios 298. En una oración al Espíritu Santo que compuso en 1971, implora el don de piedad, que nos dé el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres 299.

Según estas palabras, el sentido de la filiación divina es consecuencia del don de piedad. Sin embargo no coinciden, porque no todo el que tiene el don de piedad tiene también el vivo y actual "sentido" de la filiación divina que predica san Josemaría. El don de piedad es una disposición para ser movido por el Espíritu Santo y comportarse como hijo de Dios. El "sentido de la filiación divina" es la conciencia actual de ese don, de lo que representa en la vida cristiana y la cooperación consciente que demanda, bajo la guía del Espíritu Santo, aquélla de la que dice san Pablo: "los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm 8, 14). Es el anhelo de dejarse guiar en todo por el Paráclito y de corresponder al don de piedad; el reconocimiento de ese don y el afán de que el Paráclito actúe esa disposición filial. Y si se incluye el hecho de que esa correspondencia es también suscitada por el mismo Espíritu, que cuenta con nuestra libertad, entonces se puede decir, con palabras de Álvaro del Portillo, que el sentido de la filiación divina es el don de piedad 300.

A través de su relación estrecha con el don de piedad, el sentido de la filiación divina se relaciona con los demás dones del Espíritu Santo. Al alcanzar a lo más íntimo del sujeto, su ser hijo de Dios, dispone a la voluntad 301 para obrar conforme a esa condición bajo la acción del Espíritu Santo: con sabiduría filial 302, fortaleza filial, temor filial, etc. 303

Hemos visto, en la última cita de san Josemaría, que el sentido de la filiación divina deriva del don de piedad (implora "el don de piedad, que nos dé el sentido de nuestra filiación divina").

En otro momento escribe, en cambio, que la piedad (...) nace de la filiación divina 304. Parece una contradicción, pero es sólo aparente si se distingue entre "don de piedad" y "vida de piedad". La segunda afirmación no se refiere al don sino a la vida de piedad que surge de la filiación divina como consecuencia del don de piedad. Es decir, el don de piedad es el origen del sentido de la filiación divina, y de éste nace la vida de piedad que se extiende a toda la conducta: La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos 305.

Conviene hacer notar también que el "sentido de la filiación divina" incluye el "sentido de la fraternidad en Cristo". Es –con palabras ya citadas– la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres 306. La piedad se extiende a los demás. Lleva a venerar en ellos la imagen de Dios y la llamada a ser sus hijos por la gracia sobrenatural.

En definitiva, para precisar teológicamente en qué consiste el "sentido de la filiación divina" conviene al menos distinguir entre "filiación divina", "sentido de la filiación divina", "don de piedad" y "vida de piedad". La filiación divina es un don entitativo, que hace partícipe al cristiano de la Filiación de Cristo. El "sentido de la filiación divina" es un don operativo, destinado a configurar su modo de obrar con el de Cristo; deriva del "don de piedad", como conciencia actual de la condición de ser hijo de Dios que hace surgir el deseo de ser permanentemente guiado por el Espíritu Santo. Del sentido de la filiación divina nace, por último, la "vida de piedad", el tono de vida propio de un hijo de Dios, de cara a Dios y de cara a los hombres.

El cristiano es así guiado en toda su conducta por el sentido de la filiación divina, de modo semejante a como se dice de quien sigue una pista que se guía por los sentidos corporales (por el oído o por el olfato, etc.). En la medida en que tiene "sentido de la filiación divina" se dirige hacia su meta guiado por ese "sentido"; más aún, percibe toda la realidad con ese sentido y posee como una "sensibilidad" particular en el trato con

Dios y con los demás: una facilidad para discernir lo que es propio de un hijo de Dios, una forma de considerar las cosas con la perspectiva de la santificación y del apostolado. Se realiza en su vida la exhortación paulina de compartir los sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2, 5).

Tan importante es el sentido de la filiación divina que perderlo totalmente en la vida espiritual sería como quedarse "sin sentido" en la vida física, como "desmayarse". Peor todavía, porque quien se desmaya quizá no es responsable de su situación ni causa daño a otros, pero quien carece completamente de sentido de la filiación divina, quien no trata a Dios como Padre, puede convertirse en una persona que no conoce quién es ni tiene en sus manos el rumbo de la propia vida. El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas 307.

3.1.2 "Alma sacerdotal" con "mentalidad laical"

Después de haber visto qué tipo de cualidad es el "sentido de la filiación divina", nos preguntamos ahora cómo configura la personalidad del cristiano que busca la santidad en medio del mundo.

Para responder a esta cuestión en toda su amplitud nos tendríamos que plantear cómo influye el "sentido de la filiación divina" en todas las virtudes cristianas, principalmente en la caridad y, a través de ella, en las demás virtudes a las que informa y de las que el sentido de la filiación divina viene a ser como el "hilo" que las une. Pero aún no es el momento de hablar de las virtudes: las estudiaremos en el capítulo 6º. Ahora nos limitaremos a señalar algo más básico: dos trazos característicos del mismo "sentido de la filiación divina" que, por ser intrínsecos a él, se manifiestan después en la caridad y en todas las virtudes de un hijo de Dios llamado a santificarse en el desempeño de las actividades temporales. Estos dos trazos, típicos de la enseñanza de san Josemaría e inseparables entre sí, son el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical".

Estos dos trazos corresponden respectivamente a dos realidades, de las que hemos hablado más arriba, que acompañan a la adopción divina en el Bautismo: el sacerdocio y la herencia 308. En efecto, al ser adoptado como hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano recibe una participación en el sacerdocio de Jesucristo, y por esto ha de tener un "alma sacerdotal". Además es hecho heredero de la gloria, herencia que incluye las realidades creadas, purificadas de las consecuencias del pecado, que ya en este mundo el cristiano comienza a poseer cuando las emplea como materia de santificación: esta cualidad de heredero reclama, en el caso de los fieles llamados a santificar el mundo desde dentro, una cristiana "mentalidad laical" de la que habla san Josemaría.

El cristiano participa del sacerdocio de Jesucristo para ser mediador entre Dios y los hombres. Y ha recibido el mundo como herencia para ejercer su sacerdocio en las actividades temporales, santificándolas, realizándolas para la gloria del Padre 309. Como hijo adoptivo de Dios ha de saberse, con Cristo y en Cristo, sacerdote y heredero del mundo. Son dos aspectos íntimamente unidos, porque el cristiano toma posesión de la herencia mediante el ejercicio de su sacerdocio. Aquí se encuentra el fundamento teológico de la compenetración entre estos dos rasgos –el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical"–, propios del "sentido de la filiación divina".

San Josemaría los propone como algo que no puede ser visto como secundario en su mensaje, porque se encuentra en su eje y en su base, es el quicio y el fundamento 310:

En todo y siempre hemos de tener –tanto los sacerdotes como los seglares– alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical 311.

Se dirige con estos términos expresamente a los fieles del Opus Dei, presentándoles la unión de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" como una característica esencial de su misión de santificar el mundo desde dentro 312. Pero al ser esta misión común a todos los fieles corrientes y a los sacerdotes seculares, es evidente que no concibe estos dos rasgos y su mutua unión como característica exclusiva de los miembros del Opus Dei, sino que los propone a ellos para que la difundan entre todos los fieles que hayan recibido de Dios la llamada a santificar desde dentro las actividades profesionales, familiares y sociales.

Veamos ahora otro texto de san Josemaría, tomado del mismo documento que el anterior, en el que se refiere al alma sacerdotal (aunque no la mencione expresamente en estas líneas) y a la mentalidad laical, así como a la unión de ambas:

Porque queremos ser cada uno de nosotros ipse Christus –sabiendo que Él es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5)–, debemos unirnos al Señor y ser mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Él todas las cosas. Nuestra vocación nos exige no buscar solamente nuestra santidad personal, sino ir por todos los caminos de la tierra, para convertirlos en caminos del Señor; tomar parte, como ciudadanos corrientes del mundo, en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar toda la masa (cfr. 1Co 5, 6). Pero, con el fin de que sea fecunda nuestra labor apostólica, necesitamos también tener mentalidad laical, puesto que, para que sea eficaz, la levadura tiene que penetrar, que desaparecer en la masa de la sociedad humana, con naturalidad 313.

Como se puede ver en estas palabras, partiendo del "porque queremos ser cada uno de nosotros ipse Christus", san Josemaría señala que ese sentido de la filiación divina debe impulsar al cristiano a ser "mediador en Cristo": a poner en acto el propio sacerdocio. Inmediatamente después se refiere al ejercicio de ese sacerdocio en las actividades temporales para ofrecerlas a Dios y unir a los demás con Él, operando como el fermento en la masa. Ese íntimo deseo es el "alma sacerdotal". Pero el fermento en el que piensa san Josemaría ha de estar compenetrado con la masa, pertenecer a ella, y por eso necesita "mentalidad laical".

Tener "alma sacerdotal" es, pues, asumir conscientemente las implicaciones del sacerdocio común (en el caso del laico; o del sacerdocio común y del ministerial, en el del presbítero) para la santificación propia, de los demás y del mundo. Es mirar y tratar las realidades temporales de un modo sacerdotal, ofreciéndolas a Dios como mediadores en Cristo, que ha entregado su vida en la Cruz para unir a los hombres con Dios. Es abrazar con generosidad la cruz de cada día (cfr. Lc 9, 23). "El alma sacerdotal –explica Álvaro del Portillo– consiste en tener los mismos sentimientos de Cristo Sacerdote, buscando cumplir en todo momento la Voluntad divina, y ofrecer así nuestra vida entera a Dios Padre, en unión con Cristo, para corredimir con El" 314. Para san Josemaría, el alma sacerdotal se reconoce en no decir nunca basta 315: en no poner límites al sacrificio, por amor a Dios y a los demás, como no los ha puesto Jesucristo Sacerdote.

Por su parte, la "mentalidad laical" consiste sustancialmente en comprender y asumir que las realidades terrenas se han de ordenar a Dios respetando y valorando su autonomía propia; es decir, que la dedicación a las ciencias de la naturaleza y del hombre, a la técnica, a la economía, a la organización social, el arte, etc., se ha de llevar a cabo de acuerdo con las leyes propias de cada actividad. Las realidades temporales, en efecto, han de ser llevadas a Dios –y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas–, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo: porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz (Col 1, 19-20) 316. "La autonomía y consistencia de las realidades temporales implica, en los escritos de san Josemaría, el imperativo de conocer y respetar su dinámica intrínseca, fruto de la racionalidad que la Sabiduría del Creador ha impreso en sus obras, y por consiguiente una exigencia de competencia técnica y profesional, presupuesto imprescindible de cualquier proyecto apostólico para la santificación del mundo desde dentro" 317. Esa "legítima autonomía de las realidades temporales" 318 permite una pluralidad de modos de ordenarlas a Dios que reclama, en consecuencia, un pleno respeto a la libertad en esas cuestiones y a la iniciativa apostólica de los fieles que han de santificarlas 319. De ahí que para san Josemaría la libertad (...) es la clave de esa mentalidad laical 320 que constantemente predica.

Al hablar de "autonomía de las realidades temporales", el Magisterio de la Iglesia advierte que no se trata de una autonomía absoluta sino relativa, porque el hecho de que tengan sus leyes y su consistencia propia no significa que sean independientes de Dios; al contrario, pueden y deben ordenarse a Él de modo conforme a esas leyes 321. Lo recuerda también san Josemaría cuando escribe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas 322. Bajo esa perspectiva, la mentalidad laical lleva a ver el ejercicio de las actividades temporales como el campo que se ha de fecundar y cultivar con el "alma sacerdotal".

La mentalidad laical del cristiano necesita del alma sacerdotal y viceversa. Las dos nociones no se pueden entender en la predicación de san Josemaría aislando una de la otra. Él no las separa nunca. El "alma sacerdotal" de que habla no es un genérico "sentido sacerdotal" que ha de cultivar todo cristiano por ser hijo de Dios y por participar en el sacerdocio de Cristo, sino el espíritu sacerdotal específico de quienes han sido llamados a santificar el mundo desde dentro: misión que requiere "mentalidad laical" y, por tanto –como hemos visto–, un reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales que deja un amplio espacio de libertad. De modo recíproco, esa "mentalidad laical" –la que enseña san Josemaría– no es simplemente la que puede tener cualquier ciudadano inmerso en las actividades temporales, sino la propia de un cristiano que desea santificarlas. "Alma sacerdotal" y "mentalidad laical" no se unen de modo extrínseco, como dos cualidades independientes que vienen a coincidir en el mismo sujeto: son actitudes que mutuamente se implicam. Con razón se ha escrito que "una mentalidad laical que no estuviese informada por el alma sacerdotal llevaría al laicismo (...); y viceversa, un alma sacerdotal que no se manifestase según la mentalidad laical podría decantar en el clericalismo" 323.

El fiel cristiano laico contribuye a la obra de la Redención a la vez que busca el progreso temporal. No separa lo uno de lo otro, como sería propio de una mentalidad no laical sino laicista, pero tampoco los confunde imaginando que la solución humana a las cuestiones temporales –los planteamientos económicos, la organización política, etc.– deriva inmediatamente de la fe, o pensando que hay para ellas una única "solución cristiana". Esto no sería manifestación de alma sacerdotal, sino clericalismo, porque al pensar de ese modo se tendería a poner las actividades temporales bajo la dirección de la Jerarquía eclesiástica, que no tiene esa misión por su naturaleza. (Otra cosa es la dimensión moral de la cuestiones temporales, campo en el que los pastores de la Iglesia tienen atribuciones propias 324). Por el contrario, la unión de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" permite entender y ejercitar en nuestra vida personal aquella libertad de que gozamos en la esfera de la Iglesia y en las cosas temporales, considerándonos a un tiempo ciudadanos de la ciudad de Dios (cfr. Ef 2, 19) y de la ciudad de los hombres 325.

En la misma personalidad de san Josemaría se percibe nítidamente la compenetración entre alma sacerdotal y mentalidad laical, favorecida desde muy pronto por algunas circunstancias de su vida. Sin detenernos en detalles biográficos 326, recordemos que en el último período de estudios en el seminario de Zaragoza, cursaba también la carrera de Derecho en la Universidad civil, lo que le permitió mantenerse en contacto con modos de pensar diversos de los habituales en el ambiente del seminario. Los testimonios de sus colegas durante esos años, recogidos más tarde con vistas a la causa de canonización y publicados en una monografía 327, señalan la naturalidad con la que se movía con espíritu sacerdotal en ese ambiente laical, donde se encontraba "como pez en el agua" 328; y, viceversa, en el entorno eclesiástico del seminario, resaltaba su sintonía con un modo de pensar cristianamente laical así como su empeño por cultivar las virtudes que reclama el trato y la convivencia en la esfera civil. Esta unión de los dos aspectos confirió un tono característico a su personalidad y a su acción apostólica, decisivo para asentar sobre bases de profunda armonía la necesaria cooperación entre sacerdotes y laicos de cara a realizar conjuntamente la misión apostólica de santificar el mundo desde dentro. Ya en la primera residencia para estudiantes que promovió en Madrid en 1934, la "Academia-Residencia DYA", quiso que el director no fuera un sacerdote sino un laico: un profesional competente en su campo –era arquitecto– y en la tarea de gobernar una residencia, a la vez que con afán apostólico y preparación para impartir formación cristiana a los estudiantes 329. Los ejemplos podrían multiplicarse porque, a lo largo de su vida, fueron numerosos los laicos y los sacerdotes que aprendieron por medio de su ejemplo a fusionar en sus vidas el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical" que les transmitía, como cualidades propias del "sentido de la filiación divina".

3.2 Fundamento para tender al fin último de la vida cristiana

Desde antiguo se ha observado que Dios atrae a sus hijos hacia sí moviéndolos no tanto desde fuera cuanto desde dentro de ellos mismos. Se encuentran como inclinados por un instinto interior, en virtud del principio de vida sobrenatural que les ha sido concedido. La criatura humana es sólo capax gratiae, pero una vez hecha partícipe de la naturaleza divina, tiene en sí misma una positiva propensión a desarrollar más y más esa vida de Dios en su alma. San Agustín comenta en este sentido las palabras de Jesús "nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre" (Jn 6,44):

"No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor. (...) Me parece poco decir que somos atraídos libremente; hay que decir que somos atraídos incluso con placer. (...) Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja; enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a donde es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto que "cada cual es atraído por su deseo", ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? (...) Dichosos, por tanto –dice–, los que tienen hambre y sed de la justicia –entiende, aquí en la tierra–, porque –allí, en el cielo– ellos quedarán saciados. Les doy ya lo que aman, les doy ya lo que desean; después verán aquello en lo que creyeron aun sin haberlo visto; comerán y se saciarán de aquellos bienes de los que estuvieron hambrientos y sedientos" 330.

En bastantes obras de espiritualidad se habla de esta tendencia del hombre hacia Dios. A veces las consideraciones no revisten particular fuerza operativa, pero no faltan autores que enseñan a tomar conciencia de esa inclinación interior a la unión con Dios y a fomentarla, para ser atraídos sin obstáculos por Él. La clásica obra de Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, publicada en 1614 y reeditada numerosas veces, comienza tratando del "deseo de perfección" como base de la vida espiritual: si falta este deseo es difícil que el alma se mueva hacia Dios y que se pongan en juego todas las energías para buscar la santidad 331.

En san Josemaría el planteamiento se hace radical. El deseo de perfección ha de apoyarse en la conciencia de ser hijo de Dios, hijo muy amado. Este es el fundamento último, el cimiento de la santidad moral. Volvamos un momento al texto de san Agustín que nos puede iluminar sobre este punto. Es razonable pensar que el niño no se moverá a tomar las nueces que le ofrece su padre –aunque le gusten y las desee– si no sabe que es su padre quien se las ofrece o si no se siente querido por él. En último término, el deseo no basta. Sólo se dejará atraer si se reconoce hijo de un padre que le ama y le ofrece sus dones. Pasando del ejemplo a la realidad, podemos decir que cuando san Josemaría enseña que el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 332, está indicando la base en la que se apoya la respuesta del cristiano a Dios Padre que le llama y le ofrece sus dones: el alimento de su vida sobrenatural, la familiaridad con Él como hijo suyo en Cristo por el Espíritu Santo, y la herencia de los hijos. El "sentido de la filiación divina" es el resorte que lanza al hijo hacia su Padre Dios. En último término corre hacia la unión con Él no sólo porque le ofrece un premio, sino porque se sabe hijo querido por Él. "Nosotros amamos, porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19).

Este planteamiento simplifica mucho la vida espiritual:

Para hacer los cimientos de un edificio, a veces hay que ahondar mucho, llegar a una gran profundidad, hacer grandes soportes de hierro y hundirlos hasta que se apoyen sobre roca. Pero no hay necesidad de eso si se encuentra enseguida terreno firme. Para nosotros la roca es ésta: piedad, filiación divina 333.

En realidad, siempre que se busca un fundamento sólido para la vida espiritual se acabará hallando la filiación divina, porque esta es la verdad del ser cristiano. San Josemaría enseña a "excavar", por así decir, allí donde esa base firme se encuentra enseguida. Su consejo es bien sencillo:

Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo 334.

Se precisa un esfuerzo, pero ese "procurar darse cuenta" de que somos hijos de Dios, es algo no sólo asequible sino cordial. No es más de lo que pide un padre cuando le dice a su hijo: "mírame..., soy tu padre que te quiere mucho". El cristiano es atraído por Dios con gusto. El panorama de la vida espiritual, con la exigencia de llevar la cruz en pos de Jesús, se torna entonces dulce y amable. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador 335. No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios 336.

Numerosos pasajes neotestamentarios pueden leerse en este sentido. Por ejemplo, escribe el Apóstol: "¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte? Pues (...) así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4). Es como si dijera: "Si fuerais más conscientes de que habéis nacido como hijos de Dios en el Bautismo, procuraríais vivir como hijos de Dios". O también, señalando una aplicación concreta: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...). Huid de la fornicación (...). Glorificad a Dios en vuestro cuerpo" (1Co 6, 15.18.20). Es como si dijera: "Si tuvierais en cuenta que sois hijos de Dios, emplearíais vuestro cuerpo para dar gloria a vuestro Padre Dios". En esta línea se mueven las exhortaciones de diversos Padres de la Iglesia. Baste recordar las célebres palabras de san León Magno: "Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro..." 337. El tono de las enseñanzas de san Josemaría engarza perfectamente con esta tradición espiritual. Lo que propone se encontraba ya ahí, y él ha sabido reconocer, gracias a la luz divina, la trascendencia que tiene para la vida cristiana saberse hijo de Dios.

Poner expresamente el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual es una enseñanza válida para todos los cristianos, porque todos han de llamar "Padre" a Dios y reconocerse hijos suyos 338. El mensaje de san Josemaría se dirige a la multitud de fieles que han recibido esta dignidad en el Bautismo y están llamados a la santidad, señalándoles un cimiento sólido y accesible para alcanzar la identificación con Cristo.

La imagen del "cimiento" o del "fundamento" no debe llevar a pensar que el sentido de la filiación divina es una base "inerte" del edificio de la santidad y del apostolado. Para san Josemaría es un fundamento "vivo", dinámico, del que surge la vida cristiana como una planta de su raíz. La filiación divina, escribe, es una verdad gozosa que fundamenta toda nuestra vida espiritual, que llena de esperanza nuestra lucha interior y nuestras tareas apostólicas 339.

Y en otro momento ejemplifica la potencialidad del sentido de la filiación divina para sustentar y dirigir toda la conducta a Dios:

Para el apostolado, ninguna roca más segura que la filiación divina; para el trabajo, ninguna fuente de serenidad fuera de la filiación divina; (...) para nuestros errores, aunque se estén palpando las propias miserias, no hay más consuelo ni mayor facilidad, si de veras se quiere ir a buscar el perdón y la rectificación, que la filiación divina 340.

El "sentido de la filiación divina" es, como decíamos, un fundamento "vivo", un cimiento palpitante que impulsa a orientar a Dios todas las situaciones: una raíz que suministra energía vital para tender en todas las actividades al fin último de la vida cristiana. Y como ya sabemos, san Josemaría enuncia de modo triple ese fin último: "dar gloria a Dios", "buscar que Cristo reine", "procurar que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María". Estas expresiones genéricas se traducen en la enseñanza de san Josemaría en tres formulaciones más específicas, según hemos estudiado en la Parte I: "contemplar a Dios en la vida ordinaria", "poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas", "hacer de la Misa el centro y la raíz de la vida interior". Por esto dedicaremos los apartados siguientes a mostrar (o al menos a dejar apuntado) cómo la "conciencia de ser hijos de Dios" conduce 1) a vivir para la gloria Dios siendo contemplativos en medio del mundo; 2) a buscar que Cristo reine poniéndole en la cumbre de la propia actividad profesional; 3) a edificar, como exigencia de su gloria y de su reinado, la Iglesia en nosotros mismos y en los demás haciendo de la Eucaristía el centro y la raíz de la vida cristiana. Este último aspecto lo ampliamos señalando 4) cómo el sentido de la filiación divina nos hace vivir una profunda filiación a la Iglesia y a Santa María.

3.2.1Para ser contemplativos en medio del mundo

Para ver cómo este fundamento vivo y dinámico proyecta hacia el fin, el primer punto que analizaremos se puede enunciar así: saberse hijos de Dios impele a vivir para su gloria buscando ser contemplativos en la vida ordinaria.

Recordemos en pocas palabras que dar gloria a Dios es conocerle y amarle, vivir vida sobrenatural, cumpliendo su Voluntad con obras. En último término es transformar todo en oración, trato con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y esa oración puede ser contemplativa, si Dios lo concede. San Josemaría enseña concretamente a buscar la contemplación en las actividades ordinarias. Todo esto se ha estudiado en el capítulo 1º. Ahora sólo hemos de añadir que el sentido de la filiación divina es fundamento de la vida espiritual precisamente porque conduce a la vida contemplativa: al trato con las tres Personas divinas como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, en la vida cotidiana. Quien es consciente de su filiación procura "vivir constantemente metido en Dios, endiosado" 341. No sólo pasivamente –porque, con la gracia, Dios nos mete dentro de su Vida divina–, sino participando con la inteligencia, la voluntad y los afectos en esa eterna actividad de Conocimiento y Amor que es el misterio de Dios Uno y Trino.

Así como el cimiento de una casa "espera" el edificio, o como la semilla de una planta "pide" su desarrollo, así también el sentido de la filiación divina es base y fuerza para el crecimiento hacia la santidad, porque espera y pide esa vida contemplativa que glorifica a la Santísima Trinidad y lleva al cristiano a su plenitud y felicidad.

La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo 342.

Cuando los discípulos suplican a Jesús: "enséñanos a orar" (Lc 11, 1), el Señor les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre 343. San Josemaría enseña a cultivar este trato: Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior 344. Este "programa de vida interior" es un camino de oración y de contemplación "en medio del mundo":

Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios 345.

En las últimas palabras –"porque es hijo de Dios"– está la clave de lo que ahora nos interesa. La conciencia de ser hijo de Dios lleva a estar "metido en Dios", estando a la vez "metidos" en los quehaceres profesionales o familiares, convirtiéndolos en oración: en una oración que puede llegar a las cimas de la contemplación, coronando la aspiración de dar gloria a Dios.

Por lo demás, el sentido de la filiación divina da un tono peculiar a la oración. Nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños 346. Lleva a iniciar y a mantener el diálogo con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre 347. Es una oración de hijos que se saben indigentes de todo y necesitados de perdón 348, con una seguridad completa de la misericordia del Padre que lleva al abandono en sus manos y al afán de identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios 349. Esa confianza ilimitada glorifica a Dios y encierra a su vez la felicidad del hombre: el abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra 350. La vida cristiana fundada en el sentido de la filiación divina se distingue por el abandono en las manos de Dios, con su sello inconfundible de paz y de alegría, frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22).

3.2.2Para poner a Cristo en la entraña de las actividades humanas

Para dar gloria a Dios es preciso buscar que Cristo reine. No puede ser contemplativo en medio el mundo (y así dar gloria a Dios) quien no procura poner a Cristo en la entraña de todo su quehacer, pues sólo así le permite reinar en su vida y puede cooperar, participando de su mediación sacerdotal, a que reine en la sociedad. Esto es, en síntesis, lo que ya hemos estudiado en el capítulo 2º. Ahora se trata sólo de ver cómo el sentido de la filiación divina conduce efectivamente a poner a Cristo en la entraña de la actividad que cada uno desarrolla en medio del mundo.

La cuestión es bastante clara, porque quien se sabe hijo de Dios tiene conciencia de que la vida de Cristo es vida nuestra 351, y esto necesariamente le impulsa a buscar la identificación con Él. Consecuencia de esa búsqueda es que Cristo reina efectivamente en su vida, cada vez más profundamente Y así como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor 352, tampoco pueden separarse –en un cristiano que vive la vida de Cristo– su condición de hijo de Dios, por la que está llamado a tomar parte en la vida intratrinitaria, y su participación en la mediación sacerdotal de Cristo, por la que está llamado a corredimir. El sentido de la filiación divina, al "reclamar" la identificación con Cristo, exige y aviva el afán apostólico: conduce a dejar reinar a Cristo en la propia existencia y a cooperar con Él en la extensión de su reinado: a amarle y a hacerle amar.

Veamos los diversos aspectos del tema, siguiendo el orden que establecimos en el capítulo 2º. Lo haremos sólo en líneas generales, sin detenernos en todos los puntos.

En primer lugar, querer que Cristo reine implica recibir su mediación: seguirle e imitarle. La conciencia de la filiación divina impulsa precisamente a esto: "nos habla de nuestro esfuerzo por imitar a Jesús, pero no como la consecución de un simple parecido exterior, sino como la consecuencia de que sea Él el que vive en nosotros, en su unidad-distinción con el Padre, como Hijo Unigénito" 353. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino 354.

En segundo lugar, querer que Cristo reine lleva a ejercer el propio sacerdocio, siendo con Cristo y en Cristo mediadores entre Dios y los hombres. El sentido de la filiación divina estimula y vigoriza la conciencia de este sacerdocio que un hijo de Dios está llamado a desplegar, tanto de modo ascendente –ofreciendo oraciones y sacrificios (el sacrificio de la "voluntad propia") a Dios Padre–, como de modo descendente, siendo instrumento de Cristo para salvar a los hombres. Fuente de estas ideas son las siguientes palabras de san Josemaría:

Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar la masa entera (cfr. 1Co 5, 6) 355.

El sentido de la filiación divina en Cristo implica

sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6) 356.

La conciencia de la filiación divina alimenta el sentido sacerdotal de la propia vida suscitando una actitud positiva ante el sacrificio y el dolor, vistos como medio y ocasión para corredimir con Cristo. San Josemaría afirma que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! 357

Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria 358.

Puede verse aquí un rasgo característico del espíritu de filiación divina: hacer "sólida" o estable la alegría. Un hijo de Dios sabe que para ser mediador en unión con Cristo ha de abrazar la Cruz y no ve en esto una desgracia contraria al gozo y a la paz. La conciencia filial lleva a reconocer el valor redentor del dolor físico o moral y a no perder la alegría cuando se presentan 359.

En los párrafos anteriores nos hemos referido sustancial-mente a la mediación ascendente. Fijémonos ahora en que el sentido de la filiación divina es fundamento e impulso también para prolongar la mediación sacerdotal descendente: para ser instrumentos de Cristo en la comunicación de la vida sobrenatural y para transformar las realidades terrenas según el querer de Dios. "Divinizar el mundo, reconducir todas las cosas a Dios, como consecuencia de nuestro propio endiosamiento, de nuestra propia divinización: éste es el término del apostolado cristiano, que se fundamenta en la filiación divina, porque es consecuencia necesaria de nuestro ser ipse Christus; y en Cristo –único Mediador– somos corredentores y mediadores" 360.

"Si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados" (Rm 8, 16-17). La herencia de los hijos adoptivos es la visión de Dios cara a cara en la gloria futura, pero no hay que olvidar –ya lo hemos comentado anteriormente 361– que los bienes creados también forman parte de esta herencia, una vez que hayan sido plenamente ordenados a Dios y reflejen su gloria sin las sombras ocasionadas por el pecado 362. El sentido de la filiación divina lleva a tomar posesión de esta herencia: a buscar la contemplación de Dios y a ordenar todas las cosas al Reino.

En un fiel corriente, filiación y herencia se vinculan de modo peculiar, porque está llamado a identificarse con Cristo santificando precisamente las actividades de la vida ordinaria secular y civil. Podemos decir que está llamado a apropiarse del Cielo tomando posesión de la tierra. En este sentido deben entenderse las siguientes palabras:

Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención 363.

No es que el cristiano corriente deba buscar "primero" la identificación con Cristo y "después" santificar las actividades temporales. Más bien ha de poner el sentido de la filiación divina –la búsqueda de la identificación con Cristo en la vida ordinaria– como fundamento de la santificación de las realidades terrenas. Otro texto lo muestra con transparencia:

Nos enseña la Sagrada Escritura que, concluida la obra maravillosa de la Creación, terminados el cielo y la tierra con su espléndido cortejo de seres (cfr. Gn 2, 1), contempló Dios todo lo que había hecho y vio que todo era muy bueno (Gn 1, 31). Fue el pecado de Adán el que rompió esta divina armonía de la Creación. Pero Dios Padre, llegada la plenitud del tiempo, envió al mundo a su Hijo Unigénito para que restableciera esta paz: para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar de la intimidad divina; y para que así fuera también posible a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20) (...). El Señor nos llama para que le imitemos como hijos suyos queridísimos –estote ergo imitatores Dei, sicut filii carissimi (Ef 5, 1), sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos–, colaborando humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina: de restablecer la divina concordia de todo lo creado 364.

El Salmo 2, que san Josemaría recomendaba meditar con frecuencia, expresa esta relación entre filiación divina y herencia de las realidades creadas: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad hasta los confines de la tierra" (Sal 2, 7-8). Poseer las realidades creadas es santificarlas, y esto sólo es posible con la gracia de Dios (el Salmo exhorta, en efecto, a implorarlo: "Pídeme..."). Del sentido de la filiación divina nace el impulso de pedir a Dios la herencia de los hijos: que nos conceda santificar las realidades terrenas y nos lleve así a la plenitud de la filiación divina en la gloria.

3.2.3 Para edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y la raíz de la vida interior

Recordemos, como premisa de este punto, que la gloria de Dios y el reinado de Cristo exigen que "todos, con Pedro, vayan a Jesús por María": la edificación de la Iglesia. Y la Iglesia se edifica con "piedras vivas" (1P 2, 5), los cristianos que buscan su santificación personal y ejercen el apostolado. A esto los impulsa precisamente el sentido de su filiación divina: a la santificación personal, es decir, a la unión con Cristo en la Iglesia, a través de los medios que les proporciona; y al apostolado, sabiéndose miembros de Cristo para atraer a todos los hombres a su Cuerpo.

El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera 365.

Es en la Eucaristía donde se realiza de modo supremo la unión sacramental con Cristo y donde el cristiano es enviado a todas las almas para atraerlas a la Iglesia o unirlas más profundamente a la Cabeza. La comunión de los hombres con Dios en Cristo –la Iglesia–, se forma y edifica por medio de la Eucaristía. "Muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17), escribe el Apóstol. Quien participa de la Eucaristía y procura que participen otros, edifica la Iglesia. En la enseñanza espiritual de san Josemaría, todo esto se traduce en hacer de la Santa Misa "centro y raíz" de la vida interior, según vimos en el capítulo 3º.

Con estas premisas podemos subrayar ahora lo que directamente nos interesa: el sentido de la filiación divina es cimiento sólido para edificar la Iglesia. Quien tiene conciencia de ser hijo de Dios, de "ser Cristo", ve la Iglesia como la ve Cristo, como a su Cuerpo, de modo que esa conciencia le impulsa a cuidarla y fortalecerla, a desarrollarla o edificarla, "pues nadie aborrece nunca su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia" (Ef 5, 29). Esto resulta aún más claro teniendo presente lo que supone la Eucaristía para la Iglesia. El cristiano que se sabe Cristo, querrá unirse al Sacrificio de Cristo del que procede toda la vida de la Iglesia. ¿No lo manifiesta san Pablo cuando, después de declarar a los Colosenses que Cristo vive en el cristiano (cfr. Col 1, 24), se lo aplica a sí mismo y escribe: "completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 27)? Como el Apóstol, quien está embebido de su filiación divina sabe que Cristo vive en él y aspira, por tanto, a "completar" en su propia carne la entrega de Cristo. Esto se realiza en la Santa Misa, renovación sacramental del Sacrificio del Calvario, que permite al cristiano ofrecerse al Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo para atraer a todos los hombres a su Cuerpo místico.

El sentido de la filiación divina lleva a edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y raíz de la vida cristiana 366.

Para quien tiene conciencia de "ser Cristo", la Misa no es una ceremonia en la que está presente como espectador o a la que asiste desde fuera. Se sentirá implicado con todo su ser en el Sacrificio, lo percibirá como "suyo" precisamente porque se sabe ipse Christus. Dirá como san Josemaría: "Nuestra" Misa, Jesús... 367, y experimentará la "necesidad" de la comunión eucarística: Me explico tu afán de recibir a diario la Sagrada Eucaristía, porque quien se siente hijo de Dios tiene imperiosa necesidad de Cristo 368.

Del costado abierto de Jesús crucificado nació la Iglesia; el cristiano que se sabe uno con Él deseará unirse a su Sacrificio para cooperar en la edificación del Cuerpo místico 369. Y esto no sólo al participar en la celebración litúrgica, sino a lo largo de toda la jornada, aspirando a convertir el cumplimiento de sus deberes en "una misa". La base de tan grande aspiración es el sentido de la filiación divina.

a) "Mi Madre la Iglesia"

La filiación a la Iglesia y la filiación a María no son distintas, como veremos después. La cuestión de cuál se ha de tratar primero es de carácter didáctico. Si se parte de que María es "Madre de la Iglesia" 369 bis, deberíamos hablar antes de la filiación a María. Si se considera que es miembro de la Iglesia, aunque "sobreeminente y del todo singular" 369 ter, podemos referirnos primero a la filiación a la Iglesia. Hemos escogido este segundo orden porque resulta más claro en el contexto de este apartado (la edificación de la Iglesia).

El sentido de la filiación divina impele al cristiano a mirar a la Iglesia como Madre que da a sus hijos la vida sobrenatural y a gozarse de esa maternidad. ¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa! 370. Esta tierna locución –"mi Madre la Iglesia"–, se encuentra por todas partes en la predicación de san Josemaría, como ya vimos al inicio del capítulo 3º. La filiación a la Iglesia es un sentimiento profundo del alma de un hijo de Dios porque "de Ella y en Ella nacemos a la vida de la gracia, por el Bautismo, y nuestra vida sobrenatural crece siempre in Ecclesia. Por eso, nuestro nacer como hijos de Dios es ex Deo, pero también ex Ecclesia. Así, somos hijos de Dios en cuanto que somos hijos de la Iglesia, y viceversa: una cosa supone y lleva consigo la otra. La maternidad de la Iglesia es, en cierto modo, una expresión o manifestación de la paternidad divina respecto a sus hijos adoptivos" 371.

San Josemaría repite el conocido axioma de san Cipriano: "No puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre" 372. Saberse hijo de Dios implica reconocerse hijo de la Iglesia, familia de hijos de Dios 373. No es un reconocimiento teórico o intelectual, sino amoroso, de amor filial, que impulsa al cristiano a ser buen hijo de la Iglesia, a "edificar" la familia de los hijos de Dios procurando intensificar su comunión personal con Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo y extender esa comunión a otras personas con el afán de que abrace a la humanidad entera. El amor filial a la Iglesia hace sentir la responsabilidad de ser personalmente santo y de que lo sean todos los miembros de la Iglesia, así como de atraer a Ella a todos los hombres y mujeres, cooperando con el Espíritu Santo para llevar a todos los medios de santificación a través de los cuales la Iglesia-Madre comunica la vida sobrenatural. El principal, al que se orientan todos los demás, es la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, "pan de los hijos" 374, alimento que une íntimamente con Él haciendo crecer como hijos de Dios. "La Eucaristía –escribe monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, inspirándose en la enseñanza de san Josemaría– se denomina "pan de los hijos" con toda justicia, porque desarrolla y robustece la participación del hombre en la Filiación eterna que es el Verbo. La Eucaristía se nos presenta como el sacramento que aumenta, perfecciona y lleva a plenitud esa participación del cristiano en la Filiación divina que Cristo posee personalmente en plenitud" 375.

San Josemaría habla frecuentemente no sólo de filiación a la Iglesia sino también al Papa. Muchas veces las menciona juntas, animando a ser buenos hijos de la Iglesia y del Papa 376, porque efectivamente son una sola cosa, ya que la segunda no es otra cosa que manifestación visible y necesaria de la primera.

El sentido de la filiación divina, al entrañar la filiación a la Iglesia, urge a expresarla en la filiación al Papa.

Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus. Queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Dios; y sin él no está Dios (...). Amad mucho al Padre Santo. Rezad mucho por el Papa. Queredlo mucho, ¡queredlo mucho! 377

"Rezar" por el Papa y "querer" al Papa: son dos aspectos del amor filial a los que se refiere san Josemaría en este texto. Otras veces habla de afecto o de cariño "sobrenatural y humano": de un amor que tiene manifestaciones sobrenaturales, como la oración y el sacrificio por el Papa, y también humanas, con expresiones diversas según los modos de ser y las circunstancias que, en todo caso, no se reducen a sentimientos sino que los trascienden, ya que este amor radica directamente en la voluntad. Ciertamente reclama, para ser amor filial verdadero, obediencia a su potestad suprema y adhesión a su Magisterio. En este sentido, las expresiones de filiación al Papa se convierten en cauce para vivir como hijos de Dios. Y viceversa, para ser buenos hijos del Papa, no tengo otra receta que ésta: santidad 378.

Sobre la conexión entre la filiación divina y la filiación al Papa vale la pena recordar que "Padre" es el nombre propio de la primera Persona de la Santísima Trinidad, Paternidad subsistente, y que nadie más puede ser llamado "Padre" en este sentido pleno y per fecto: "A nadie llaméis padre vuestro sobre la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial" (Mt 23, 9) 379. Esa paternidad está presente en el Hijo Unigénito hecho hombre, por la unidad de las Personas divinas en su distinción relativa: "el que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9), dice el Señor. Pero además, Dios ha querido reflejar su paternidad en sus hijos, de diversos modos (cfr. Ef 3, 14-15). Hay una generación humana natural con la correspondiente paternidad y hay también una generación sobrenatural que da lugar a una paternidad espiritual (cfr. Jn 1, 13). De esta última se sentían depositarios los Apóstoles cuando el Señor les envió como Él había sido enviado por el Padre (cfr. Jn 20, 21) para comunicar la vida sobrenatural, enseñando el Evangelio y bautizando (cfr. Mt 28, 19). Hondamente debía sentir san Pablo esa paternidad cuando escribe: "Aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio" (1Co 4, 15). "Hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros" (Ga 4, 19). Después de los Apóstoles, esa paternidad sobrenatural corresponde en la Iglesia a los Obispos y ante todo a su cabeza, el Sucesor de Pedro, Pastor Universal. Él es llamado "Santo Padre", por ser el primer depositario de una verdadera paternidad santa, sobrenatural. Y es el Padre común a todos, según enseña el Concilio Vaticano I: "el Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo, y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos" 380. San Josemaría lo llama así algunas veces: Padre común 381 de los cristianos.

No nos detenemos a señalar que también hay una paternidad espiritual propia de los demás pastores de la Iglesia, no sólo del Papa y de los Obispos 382, y de todo cristiano que, mediante el ejercicio del sacerdocio común, se puede decir que engendra a Cristo en los demás cuando coopera con el Espíritu Santo en la transmisión de la vida sobrenatural.

La filiación a la Iglesia y al Papa, como exigencia y manifestación de la filiación divina, es algo común a todos los cristianos. Junto a ella –o, más exactamente, "dentro" de ella– san Josemaría habla de otras realidades de filiación derivadas de su misión de fundador del Opus Dei. Nos referiremos brevemente a ellas porque, aunque directamente atañen sólo a quienes forman parte del Opus Dei, contienen una enseñanza más general acerca de la filiación a la Iglesia y en la Iglesia.

El fundador llama con frecuencia "madre" a la Obra (al Opus Dei). Escribe, por ejemplo: tenemos esta Madre amabilísima que es la Obra 383... Se expresa de este modo porque tiene conciencia de que el Opus Dei ha de alimentar la vida espiritual de sus miembros con una sólida formación cristiana. Exhorta a sus miembros a "cuidar a la Obra" como a una madre, lo cual es concreción, para ellos, del deber de cuidar de la Iglesia, porque Dios les ha confiado de modo especial esa parte de su familia. Les alienta a buscar la santidad, siendo fieles a su llamada, para proteger la santidad de la Obra, nuestra Madre 384.

El sentido de la filiación divina comporta además para ellos una actitud filial hacia el fundador, a quien Dios concedió una paternidad espiritual de la que era consciente desde el inicio: no puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra (Ef 3, 15-16), por haberme dado esta paternidad espiritual, que, con su gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso, os quiero con corazón de padre y de madre 385. La finalidad de este don divino no era solamente fundar el Opus Dei, sino también dirigirlo como cabeza de una familia, ejerciendo el oficio del Buen Pastor. En este último sentido, dicha paternidad se extiende a sus sucesores. Así lo explicaba monseñor Javier Echevarría al tomar posesión del cargo de Prelado del Opus Dei en 1994, después del fallecimiento del Siervo de Dios Álvaro del Portillo: "Gracias a la paternidad especialísima que el Señor concedió a san Josemaría para fundar el Opus Dei (...) es una verdadera familia de vínculos sobrenaturales. Sobre el fundamento de esa paternidad –de la que participarán todos los sucesores de nuestro Padre hasta el fin de los tiempos–, en la Obra se mantendrá siempre vivo, con la gracia de Dios, este espíritu de familia que le es consustancial" 386.

b) "Mi Madre Santa María"

El "sentido de la filiación divina" comporta necesariamente el "sentido de la filiación a Santa María". Mi Madre Santa María 387, escribe a menudo el Fundador del Opus Dei, como tantos otros santos. En su caso es una dimensión esencial de su sentido de la filiación divina porque, quien se sabe hijo de Dios –"otro Cristo, el mismo Cristo"– ¿cómo no se ha de reconocer hijo de la Madre de Jesús? Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27) 388.

Como decíamos antes, la filiación a la Iglesia y la filiación a Santa María no son dos filiaciones distintas. La vida sobrenatural que se nos da por mediación de María la recibimos en y a través de la Iglesia. La Virgen no es sólo el miembro más eminente de la Iglesia, sino su "figura" (typus) 389. En cierto modo la representa. Si la filiación a la Iglesia puede resultar una noción abstracta, en la filiación a María se convierte en algo personal: en María, la Iglesia adquiere los rasgos de una Madre de esta tierra. El sentido de la filiación divina y de la filiación a la Iglesia, obtienen así un tono familiar y cercano. Dios ha querido introducirnos en la vida trinitaria por un camino que se nos presenta seguro, que invita a una confianza total, que está lleno de dulzura. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! 390, Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro, invocaba muchas veces san Josemaría, porque su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo 391.

Te aconsejo (...) que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces. Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo 392.

San Josemaría desea grabar en las almas la dulce convicción de la maternidad sobrenatural de la Virgen Santísima. Con palabras que derivan de su experiencia de la filiación divina, contempla a María como a una Madre con dos hijos, frente a frente: Él... y tú 393, y muestra que su misión materna es cooperar con el Espíritu Santo para unirnos al Hijo primogénito: Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo! 394

En las palabras "hará que seas..." se concentra de algún modo la profunda comprensión de la maternidad de la Virgen en la economía de la gracia, a la que ya nos hemos referido 395. María no sólo implora para nosotros la vida sobrenatural, como hacen los santos. Su mediación es verdaderamente "materna", porque, de algún modo, nos engendra a esa vida. Este es el trasfondo doctrinal de las continuas exhortaciones de san Josemaría a acudir a la Santísima Virgen como Madre nuestra 396.

Desde el sentido de la filiación divina se ve a María, además, como modelo, speculum iustitiae, reflejo perfecto de Cristo. Resulta natural querer parecerse a Ella como un hijo se parece a su madre. Se trata, desde luego, de imitar sus virtudes, pero el cristiano ha de tomar, además, ejemplo de la cooperación de María con el Espíritu Santo en la formación de la Iglesia y en la transmisión de la vida sobrenatural. La Virgen nos muestra cómo se lleva a cabo la misión apostólica, cómo se atrae a los demás a Cristo, cómo se edifica en ellos la Iglesia. En este sentido profundo el cristiano ha de ser como María: Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual 397.

c) "San José mi Padre y Señor". "De la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo"

Junto a la filiación a la Virgen Santísima, san Josemaría contempla la filiación a san José a quien llama frecuentemente mi Padre y Señor o nuestro Padre y Señor 398.

Un trazo característico de su predicación es el de no "separar" a José de María. Aunque la paternidad de san José respecto a Jesús se encuentra en un orden diverso al de la maternidad de la Virgen, no se reduce a un título jurídico: es auténtica paternidad establecida por Dios, y se extiende espiritualmente a quienes están unidos a Cristo 399. De ahí que saberse "ipse Christus" comporta también saberse, además de hijo de María, hijo de san José.

La paternidad de san José sobre los hijos de Dios se manifiesta en que es protector y maestro de vida interior: maestro que enseña al cristiano a identificarse con Cristo.

San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con Él, a sabernos parte de la familia de Dios 400.

José enseña a ir a Jesús por María, predica el fundador del Opus Dei. La filiación a san José se revela así de una importancia extraordinaria: su intercesión lleva al trato filial con la Virgen Santísima, y ambos conducen a la identificación con Jesús.

Acudo a San José, que es mi Padre y Señor; y con él, voy a su Esposa, la Virgen Madre, que es también Madre mía. Con María y con José me acerco hasta Jesús (...). Entonces, sabiendo que nos escucha, que nos ama; sabiendo que somos Cristo –porque Él nos asume de alguna manera–, nos da alegría alabarlo así: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo 401.

Éste es el itinerario de la vida cristiana:

a través de Jesús, María y José, la trinidad de la tierra, cada uno encontrará su modo propio de acudir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad del Cielo 402.

Nos encontramos ante una doctrina que abarca toda la vida espiritual. "De la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo", es una enseñanza de gran profundidad que no hemos encontrado, expresada en estos términos, en ningún otro maestro de vida espiritual. El fin es la unión con la Santísima Trinidad y el camino la trinidad de la tierra. San Josemaría ve en esta trinidad un reflejo de la Trinidad. El reflejo no consiste, evidentemente, en una correspondencia de las personas (como si, junto a Jesús que es el Hijo, María "correspondiera" al Padre y José al Espíritu), pero tampoco consiste simplemente en que sean tres, sino en que son tres corazones, pero un solo amor 403. Es esto lo que constituye a la trinidad de la tierra en camino para la del Cielo. En realidad, el único camino es Jesús (cfr. Jn 14, 6), pero Dios ha querido darnos a Jesús en la familia de María y de José. Esta familia es la cuna de la Iglesia, es ya Iglesia. Por eso mismo es camino en el sentido en que lo es Jesús: no como un camino que se deja atrás cuando se ha alcanzado el fin, sino como "lugar" en el que se nos da el fin, o sea, "lugar" en el que nos unimos a la Santísima Trinidad. La vida sobrenatural tiene así para nosotros una fuente cercana, accesible y, podemos decir, bien dulce y cordial. Entrando en la intimidad de esos tres corazones que forman uno solo, el cristiano se une a Cristo a través de quienes han sido elegidos por Dios para acogerle con amor en esta tierra, y así puede comenzar a contemplar y a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad, de Dios que es amor (cfr. 1Jn 4, 7). De ahí que san Josemaría enseñe a ir a Jesús por María, y a María por medio de José (que lleva a Jesús por María). Este itinerario se recorre no sólo en la oración mental, sino en el desempeño de las tareas familiares y profesionales, porque la familia de Nazaret es también "el taller de José" donde el cristiano aprende a santificar su trabajo profesional y sus quehaceres familiares y sociales, es decir, a convertirlos en oración, en diálogo con las tres Personas divinas a través del diálogo con la trinidad de la tierra.

3.3 Del Bautismo a la Gloria

Hemos visto que san Josemaría pone el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida cristiana en su dimensión más radical: la del fin último de todas las acciones. Sentirse hijo de Dios lleva a asumir como finalidad de la propia vida dar gloria a Dios, con todo lo que esto encierra –buscar la contemplación de Dios en medio del mundo, poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, edificar la Iglesia–, según hemos estudiado en la Parte I.

Ahora nos detendremos en dos cuestiones que están en la base de las Partes II y III (sobre el sujeto y sobre el camino de la vida cristiana, respectivamente). Veremos primero que el crecimiento de la identificación con Cristo consiste en un incremento de la misma filiación divina así como de la caridad y de la libertad de los hijos de Dios; y que el sentido de la filiación divina conduce a buscar ese crecimiento. En segundo lugar, teniendo en cuenta que el fin último de la vida cristiana y la perfección misma del cristiano (su identificación con Jesucristo) se realizan en el camino de esta tierra, diremos brevemente –son temas que se detallarán en la Parte III– cómo la conciencia de la filiación divina impulsa a recorrer ese camino, es decir: a santificar las realidades temporales, a luchar por amor contra los obstáculos que se oponen a la santidad, y a emplear los medios de santificación y de apostolado de que dispone la Iglesia.

3.3.1 El crecimiento de un hijo de Dios

Recordemos unas palabras de san Josemaría ya citadas parcialmente: La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina 404. Aparecen en este texto, íntimamente unidos, los términos "santidad", "perfección" y "filiación divina". Indudablemente, la santidad y la perfección son realidades destinadas a crecer desde la primera infusión de la gracia hasta su culminación en la gloria. ¿Se puede decir lo mismo de la filiación divina adoptiva? Las palabras de san Josemaría que acabamos de citar indican que la filiación divina adoptiva tiene una "plenitud". No se trata, por tanto, de una realidad "estática", que permanece siempre igual. Y al estar encaminada a una plenitud parece que debería admitir un progresivo incremento, una intensificación. San Josemaría no lo afirma de modo expreso, pero en nuestra opinión es lo más coherente con las palabras anteriores y, en general, con la noción de filiación divina como participación de la Filiación del Verbo.

Esta hipótesis parece chocar, sin embargo, con lo que comúnmente se entiende por filiación. A primera vista la filiación es una relación inmutable: quien es hijo lo es de una vez para siempre. Podrá ser mejor o peor hijo de sus padres, pero no más o menos hijo, ni puede dejar de ser hijo, porque el fundamento de esa relación –el haber sido generado por ellos– es un hecho histórico inconmovible, y también lo es la conformidad en la misma naturaleza humana. Indudablemente esto es así en el caso de la filiación humana, pero ¿lo es también en la filiación adoptiva sobrenatural? Esta filiación ¿es idéntica a la filiación humana?

Ante todo hay que tener en cuenta una diferencia fundamental. La filiación divina adoptiva es –según hemos visto en la doctrina de santo Tomás, a la que remite san Josemaría– una participación en una filiación que existe por esencia fuera de los participantes: la Filiación subsistente, que es la Segunda persona de la Trinidad. En cambio, la filiación humana existe sólo en los hombres, no fuera de ellos. Por esta razón es posible participar en diversos grados de la Filiación subsistente (como sucede también en la participación del ser), mientras que la filiación humana es una relación que se predica siempre del mismo modo y no admite grados. La filiación adoptiva sobrenatural es una relación que puede hacerse más íntima, crecer en su mismo ser formal (el "esse ad" constitutivo de toda relación, que en este caso es un "esse ad Patrem in Filio per Spiritum Sanctum") hasta la plenitud trascendente de la gloria (cfr. 1Jn 3, 1). Existe, pues, la posibilidad de crecimiento de la filiación divina adoptiva. Vamos a ver ahora que esa posibilidad está ligada al crecimiento en vida sobrenatural.

Para esto conviene considerar primero que la filiación divina adoptiva se puede perder. No porque sea "adoptiva" en el sentido humano –es decir, porque consista en una relación jurídica que puede cesar o desaparecer–, sino porque es posible perder la misma vida sobrenatural de hijo de Dios. En efecto, la filiación divina se llama adoptiva para distinguirla de la Filiación natural del Hijo unigénito, no para asimilarla a la adopción humana. Esta última es una realidad jurídica que no se funda en la transmisión de la vida, mientras que en la adopción sobrenatural hay una verdadera generación, una comunicación de vida sobrenatural (análogamente a como la hay en la filiación humana natural). En este sentido, Stanislas Lyonnet sostiene 405 que san Pablo, al hablar de "adopción" divina, no toma el término solamente del lenguaje jurídico grecorromano, sino también del Antiguo Testamento, donde la adopción del pueblo de Israel es una realidad mucho más rica, aunque no posea aún la profundidad que adquirirá en el Nuevo al revelarse como ligada al envío del Espíritu Santo a los corazones y a una verdadera generación sobrenatural. Según Albert Vanhoye, el contexto de Ga 4, 5-7 (la adopción como hijos por el envío del Espíritu Santo) "muestra cómo entiende Pablo la adopción divina; no se trata de una simple decisión jurídica, que no cambiaría interiormente a la persona adoptada, sino de una intervención divina decisiva, que comunica una nueva vida, participación de la vida filial de Cristo resucitado: "no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20)" 406.

Esta comunicación de vida sobrenatural tiene lugar por primera vez en el Bautismo, donde el hombre es adoptado como hijo de Dios. Pero después se puede perder por el pecado mortal, y entonces se "muere", en cierto modo, como hijo adoptivo de Dios: se pierde la condición de hijo adoptivo que había comenzado por la infusión de la gracia, porque cesa la misma vida sobrenatural de la gracia, la vida de hijo de Dios. San Josemaría lo expresa también de otra manera: dice que quien rechaza la gracia de Dios deja de ser hijo para convertirse en esclavo 407. Ciertamente no pierde la filiación a Dios que tiene como criatura humana, porque no desaparece, como es obvio, la condición de persona hecha a imagen y semejanza de su Creador. Pero quien rechaza la gracia de Dios por el pecado mortal, deja de participar en la vida sobrenatural intratrinitaria que le hacía libre del pecado y del poder del demonio, y ya no es hijo de Dios en el mismo sentido que cuando estaba en gracia: ha perdido la vida sobrenatural y la libertad que tiene como hijo de Dios: la "libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1) 408. Por eso "deja de ser hijo para convertirse en esclavo". Con todo, en el bautizado permanece siempre, en esta tierra, el sello indeleble de haber recibido la vida sobrenatural; aunque no sea vida en sentido propio, es como un título para recuperarla.

Un bautizado conserva siempre el carácter bautismal, como señal indeleble de que participa del sacerdocio de Cristo, porque fue hecho hijo de Dios por la gracia. Si después se aleja de Él por el pecado mortal, si deja de participar en la intimidad de la vida divina, pierde su dignidad de hijo, pero conserva ese carácter, que es como una señal de pertenencia, un título para regresar a la casa del Padre y un incentivo para hacerlo, con la seguridad de no ser rechazado. En muchos casos, puede conservar además la fe y la esperanza "informes" (sin la caridad). El hijo pródigo de la parábola recibe de nuevo su inicial dignidad cuando se arrepiente y regresa (cfr. Lc 15, 11 ss.). De él dice el padre que "estaba muerto y ha vuelto a la vida" (Lc 15, 32). El pecador contrito puede incluso alcanzar una intimidad con Dios mayor que antes. Lo que ha perdido por el pecado lo recupera por una nueva infusión de la gracia sobrenatural, ordinariamente a través del sacramento de la Penitencia.

La vida sobrenatural perdida se puede recuperar, y entonces se recupera con ella la correspondiente relación filial con Dios: la filiación divina adoptiva. O sea, la filiación divina es inseparable de la vida sobrenatural: se recibe o se pierde con ella. Pero la vida sobrenatural también puede crecer o disminuir, se puede poseer más o menos intensamente al ser participación de la Vida divina intratrinitaria que es la misma esencia divina (mientras que la vida humana o se posee o no se posee: se puede tener más o menos salud, que es una cualidad de la vida, pero en rigor no se puede estar más o menos vivo). Al crecer, aumenta la semejanza con Dios, la conformidad con la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4). Esa conformidad es precisamente una semejanza con el Hijo (cfr. 2Co 3, 18), porque quien recibe la vida sobrenatural es hecho "hijo en el Hijo".

En consecuencia se puede pensar que quien está más divinizado por la gracia, es también más hijo de Dios "en el Hijo": que la filiación adoptiva crece o disminuye con la vida sobrenatural. Las Cartas a los Romanos y a los Gálatas parecen apuntar en esta dirección cuando hablan de diversos estados de la filiación divina ligados a los de gracia. Como observa Heinrich Schlier, el Apóstol menciona "un triple modo de "ser hijos de Dios", o mejor: el estado de hijos de Dios comprende tres momentos: 1º. el estado que comienza en el Bautismo de la fe (Ga 3, 26; Ga 4, 6); 2º. un estado que se actúa en nuestra existencia bajo la guía del Espíritu (Rm 8, 14); 3º. el estado escatológico en su manifestación definitiva (Rm 8, 19.23)" 409. El primer momento de la filiación, correspondiente a la infusión de la gracia en el Bautismo, se distingue del segundo por el incremento de vida sobrenatural posterior al Bautismo. Por esta misma razón parece que se puede hablar de un desarrollo de la filiación adoptiva dentro del segundo momento –la existencia terrena del cristiano–, en la medida en que crezca su vida sobrenatural.

San Josemaría se refiere muchas veces al crecimiento de vida sobrenatural, expresándolo con frecuencia en términos de crecimiento en caridad. Escogemos un texto en el que, citando a santo Tomás, funda la posibilidad de un aumento ilimitado de caridad en el hecho de ser participación en la Caridad infinita que es el Espíritu Santo:

Un hombre se va haciendo poco a poco, y nunca llega a hacerse del todo, a realizar en sí mismo toda la perfección humana de que la naturaleza es capaz. En un aspecto determinado, puede incluso llegar a ser el mejor, en relación con todos los demás, y quizá a ser insuperable en esa actividad concreta natural. Sin embargo, como cristiano su crecimiento no tiene límites: siempre puede crecer en caridad, que es la esencia de la perfección. Pues la caridad, según su propia razón específica, no tiene término en su aumento: siendo como es una participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo. También la causa del aumento de la caridad –es decir, Dios– es infinita en su poder. Y de modo semejante, tampoco por parte del sujeto se puede señalar un término a esta mejora: porque siempre, al crecer la caridad, crece también la capacidad para un ulterior acrecentamiento. Por lo que debe concluirse que en esta vida no se puede prefijar un término al aumento de la caridad (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c) 410.

El crecimiento en caridad (y en gracia santificante) implica un crecimiento en filiación divina, porque ésta no es otra cosa que la relación con las tres Personas divinas que posee quien tiene caridad, vida sobrenatural. La filiación adoptiva es una participación en el Hijo y la caridad una participación en el Espíritu Santo: ambas son inseparables en el cristiano, como lo son el Hijo y el Espíritu Santo en el seno de la Trinidad. La santidad en la gloria es, a la vez e inseparablemente, plenitud de la filiación divina 411 y plenitud de la caridad 412. Cuando el cristiano crece en caridad, avanza también hacia la plenitud de la filiación cuyo inicio recibió en el Bautismo; crece en lo más íntimo de su relación con Dios, en su ser hijo de Dios. La filiación divina es una relación fundada en la comunicación de la vida sobrenatural y su realidad o "intensidad" depende del grado de esa vida. Crecerá en la medida en que aumente la conformidad con la naturaleza divina que deriva de la donación de vida sobrenatural, según la correspondencia de cada uno a la acción del Espíritu Santo.

Ese crecimiento como hijo de Dios no se produce inexorablemente, como el crecimiento de un hombre en edad. Sólo tiene lugar si el cristiano corresponde libremente al don del Paráclito obrando como hijo de Dios. Es el mismo comportamiento de hijo de Dios lo que lleva a crecer como hijo de Dios; es la libre correspondencia a la acción del Espíritu Santo, los actos de caridad y de las demás virtudes informadas por ella, lo que lleva al desarrollo de la filiación divina. Por eso, el "sentido" de la filiación divina, al ser como un instinto interior hacia una conducta de hijo de Dios, es fundamento seguro para la intensificación de la filiación divina. Entre los que son adoptados como hijos de Dios en el Bautismo unos obran como hijos suyos y alcanzan así una mayor conformidad con Dios, llegando a ser más "hijos en el Hijo" que otros. La filiación divina sobrenatural que surgió de las aguas bautismales no es una relación "histórica" que ha quedado fijada de una vez para siempre por el Bautismo; es la participación actual en el eterno nacimiento del Hijo generado por el Padre, cuya intensidad corresponde al grado de participación también actual en la vida divina por la gracia y la caridad.

Concluimos aquí el primer aspecto del crecimiento del cristiano en identificación con Cristo: el incremento o intensificación de su filiación adoptiva. Se trata del aspecto que corresponde al presente capítulo. Los otros dos son el crecimiento en libertad y en caridad. Los hemos mencionado sólo para hablar del primero, al que están indisolublemente unidos, pero serán objeto de los dos capítulos siguientes.

En aparente paradoja, crecer y madurar como hijos de Dios requiere hacerse pequeños. "Si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3). San Josemaría entiende que hacerse como niños ante Dios no tiene nada que ver con la inmadurez humana. Muy al contrario, exige virtudes sólidas, virtudes de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre 413; virtudes que conducen a comportarse con la sencilla humildad de los niños.

Quasi modo geniti infantes (1P 2, 2): como niños recién nacidos... Pensaba que esa invitación de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina. Porque nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños! 414.

Somos hijos pequeños de Dios, "y como tales hemos de procurar vivir" –comenta Fernando Ocáriz–, "evitando la necedad de aparentar en nuestra conducta una mayoría de edad que, ante Dios, es simplemente un absurdo. Cabe, sí, una mayoría de edad del hijo de Dios, pero en otro sentido: la plena identificación con Cristo –"la plenitud de la edad perfecta de Cristo" (Ef 4, 13)–, que sólo en el Cielo alcanzaremos si somos fieles" 415.

Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños 416. Hay muchas maneras de actualizar esta "infancia espiritual" y san Josemaría invitaba a que cada uno eligiera con libertad la que resultara más adecuada a su modo de ser y a sus circunstancias. En todo caso, hay que aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en la fe (1P 5, 9), fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios 417.

3.3.2 El camino de los hijos de Dios

Del nacimiento como hijos en el Bautismo a la plenitud de la filiación divina en la gloria hay todo un camino que recorrer, un camino en el que debe realizarse el crecimiento que acabamos de mencionar. Muchos, probablemente todos, lo recorren con avances y retrocesos; algunos de modo más continuo, aunque quizá a ritmo diverso en los distintos períodos de su vida; otros pasan gran parte de su existencia alejados de la casa del Padre y sólo al final regresan contritos. En cualquier caso, el "caminante" es siempre un hijo de Dios (con vida sobrenatural o llamado a recuperarla). Bajo esta perspectiva considera san Josemaría nuestro peregrinaje por este mundo.

Tres aspectos se pueden distinguir en ese peregrinaje. El primero es el mismo terreno por el que avanza el cristiano: las realidades temporales que ha de santificar. El segundo es el esfuerzo necesario para recorrer ese camino de la santidad porque, como consecuencia del pecado, la senda se ha hecho cuesta arriba. El tercero son los medios con los que cuenta para avanzar hasta la meta del Cielo. Estudiaremos detenidamente estos aspectos en la Parte III. Ahora queremos sólo apuntar cómo se ven desde el sentido de la filiación divina.

1) Ver las realidades humanas con la mirada de un hijo de Dios. El sentido de la filiación divina hace descubrir en todas las circunstancias de la existencia de un cristiano corriente –el trabajo y el descanso, la vida familiar y social– el lugar en el que ha de vivir la vida de Cristo. Estando plenamente metido en su trabajo ordinario (...), el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios 418.

Pero el trabajo y las demás ocupaciones son "lugar" de encuentro con Dios no como lo es un telón de fondo en una obra de teatro, que no cambia mientras se desarrolla la acción. Son, al contrario, un ámbito que el cristiano transforma al buscar la santidad, pues ha recibido el mandato de perfeccionar el mundo. Quien se sabe hijo de Dios no ignora que la creación "anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19); ve las realidades terrenas como parte de la "herencia" que Dios Padre ha confiado a sus hijos para que tomen "posesión" de ella, lo que significa devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 419. Inspirado por el sentido de la filiación divina, el cristiano mira al mundo como cosa propia que ha de ordenar a su Señor: "todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios" (1Co 3, 22-23). San Josemaría lo sintetiza con estas palabras: Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios 420 (se refiere a las actividades temporales).

2) Afrontar la lucha por la santidad con espíritu de hijos de Dios. En el camino hacia la plenitud de la filiación divina, el cristiano ha de luchar para superar los obstáculos que derivan del pecado 421. El sentido de la filiación divina mueve a luchar por agradar a nuestro Padre Dios, planteando con rectitud el combate interior. Es una lucha por amor a Dios, no por amor propio. Una lucha que confía en la ayuda paterna de Dios y en su misericordia. Puesto que habrá derrotas, grandes o pequeñas, es necesario el espíritu de conversión. Precisamente la conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre 422. El sentido filial hace recordar a san Josemaría que Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia 423. El espíritu de penitencia ha de ser filial: Debes ejercitarte en el espíritu de penitencia: cara a Dios y como un hijo 424.

3) Poner los medios que Dios ofrece a sus hijos en la Iglesia. Para crecer en la identificación con Cristo el cristiano ha de acudir a los canales por los que recibe la acción del mismo Cristo y del Espíritu Santo en la Iglesia: primero, la participación en los sacramentos, principalmente en la Eucaristía 425; en segundo lugar, la dedicación de unos tiempos a la oración, diálogo filial con Dios 426; y en tercer lugar, la formación y la dirección espiritual, incluyendo aquí todos los medios pastorales que sirven de cauce a la acción del Espíritu Santo para conducir a los fieles a la identificación con Cristo 427. Dedicaremos a estos medios el capítulo 9º. Aquí solamente queremos hacer notar que el fiel que tiene conciencia de su filiación divina, ve en ellos una necesidad "vital". No son para él obligaciones superpuestas a sus deberes ni constituyen posibilidades opcionales. El "sentido filial" le lleva a buscarlos con afán, a emplearlos y a cuidarlos con esmero.

Como conclusión del capítulo podemos decir que, en la enseñanza de san Josemaría, toda la vida del cristiano –su orientación efectiva y radical a la gloria de Dios como hijos suyos en Jesucristo, identificados con Él por el Espíritu Santo– tiene su fundamento en el "sentido de la filiación divina".

Queda para los estudios de Historia de la espiritualidad averiguar si es la primera vez que se propone esta doctrina espiritual, sólidamente fundada en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia. Por nuestra parte podemos decir que no la hemos encontrado de modo explícito antes de san Josemaría.

* * *

Algunas aplicaciones prácticas 428

1. Grandeza y humildad de los hijos de Dios

Se pueden aplicar al don de la filiación divina las palabras de san Pablo: "llevamos este tesoro en vasos de barro" (2Co 4, 7). Es propio del sentido de la filiación divina reconocer la grandeza de este don sin olvidar la bajeza de la propia condición. Sólo puede recibirlo y conservarlo quien procura ser humilde.

La conciencia de la magnitud de la dignidad humana –de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios– junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria 429.

No puedo ocultaros, hijos míos, mi temor de que en algún caso ese endiosamiento, sin una base profunda de humildad, pueda ocasionar la presunción, la corrupción de la verdadera esperanza, la soberbia y –más tarde o más temprano– el derrumbamiento espiritual ante la experiencia inesperada de la propia flaqueza.

Suelo poner el ejemplo del polvo que es elevado por el viento hasta formar en lo más alto una nube dorada, porque admite los reflejos del sol. De la misma manera, la gracia de Dios nos lleva altos, y reverbera en nosotros toda esa maravilla de bondad, de sabiduría, de eficacia, de belleza, que es Dios. Si tú y yo nos sabemos polvo y miseria, poquita cosa, lo demás lo pondrá el Señor. Es una consideración que me llena el alma (...).

Es malo el endiosamiento si ciega, si no deja ver con evidencia que tenemos los pies de barro, ya que la piedra de toque para distinguir el endiosamiento bueno del malo es la humildad. Por eso, es bueno, mientras no se pierde la conciencia de que esa divinización es un don de Dios, gracia de Dios; es malo, cuando el alma se atribuye a sí misma –a sus obras, a sus méritos, a su excelencia– la grandeza espiritual que le ha sido dada.

¡Humildes, humildes! Porque sabemos que en parte estamos hechos de barro, y conocemos un poquito de nuestra soberbia y de nuestras miserias... y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe y a nuestra esperanza y a nuestro amor! 430

2. Cultivar el sentido de la filiación divina

En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 431 Para tender a esta meta de identificación con Cristo, san Josemaría recomienda insistir más que en quitar defectos, en adquirir virtudes 432. Y como no se trata de una simple imitación exterior, sugiere a quienes imparten dirección espiritual la siguiente línea de conducta con las personas a quienes orientan: se animarán en esta ascensión, si despertáis en ellos el sentido de su filiación divina 433. La dirección espiritual es un lugar privilegiado para fomentar el sentido de la filiación divina: para enseñar a ver todas las cosas desde la perspectiva de un hijo de Dios en Cristo, y a querer, sentir y obrar como Cristo (cfr. Flp 2, 5). Pero no hay que olvidar que el sentido de la filiación divina es un don de Dios. Quien lo desea, ha de pedirlo con perseverancia. Y para disponerse a recibirlo, san Josemaría recomienda un ejercicio diario que requiere empeño: considerar frecuentemente nuestra filiación divina 434.

3. Hijos pequeños de Dios: valor de las "cosas pequeñas"

Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. –No lo olvides 435. Reconocerse hijo pequeño de Dios da un tono peculiar al sentido de la filiación divina. San Josemaría lo aplica a muchos aspectos: pedir como hijos pequeños, confiar como hijos pequeños, levantarse tras las caídas con la agilidad de los niños... En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta –cuando resulta preciso– el consuelo de sus padres 436.

San Josemaría enseña a vivir una piedad de hijos pequeños, sencilla y recia, no "infantil". La piedad es la virtud de los hijos y para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado. Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto 437. En particular, es propio de la piedad de hijos ofrecer cosas pequeñas –sacrificios, detalles de piedad...–, que adquieren valor por el amor con que se realizan. Se pueden encontrar numerosos ejemplos en tres capítulos de Camino: "Cosas pequeñas", "Infancia espiritual", "Vida de infancia".

4. Apoyo firme en las dificultades

Para que el sentido de la filiación divina llegue a cumplir en la vida espiritual la función del cimiento en el que todo se apoya, son especialmente importantes los momentos difíciles, por las tentaciones o las contrariedades, en los que se experimenta la necesidad de un fundamento sólido. "Cayeron las lluvias, y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra la casa, que no fue destruida, porque estaba fundada sobre roca" (Mt 7, 25): Para nosotros la roca es ésta: piedad, filiación divina 438. Filiación divina: es la única seguridad, un lugar donde echar el ancla, haya lo que haya en esta superficie del mar de la vida. Y el resultado es alegría, fortaleza, optimismo, victoria siempre. (...) Para estar de pie, y para levantarse, ésta es la consideración que nos hace más fuertes: soy hijo de Dios. Filiación divina: para no perder la alegría, para no perder la serenidad, para sentirnos seguros; y para volver si es que nos hemos descaminado en alguna escaramuza de esta lucha diaria –o aun cuando hubiésemos sufrido una derrota grande–, porque nos podemos descaminar, y de hecho algunas veces nos descaminamos. El sentido de la filiación divina nos da una facilidad grande para volver con agradecimiento, seguros de ser recibidos por nuestro Padre 439.

5. Seguridad en la oración

Al querernos como hijos, (Dios) ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna! 440 Para estimular esta seguridad filial y esta audacia en la oración, san Josemaría recuerda con frecuencia las palabras del salmo 2: "Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra" (Sal 2, 7-8) 441. Es la enseñanza de Jesús: "¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?" (Lc 11, 11-13). El sentido de la filiación divina lleva a pedir "en nombre de Cristo", sabiéndose ipse Christus: "si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá" (Jn 16, 23). Por eso un hijo de Dios ha de tener una seguridad completa en la oración. Amen, amen dico vobis: si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis (Jn 16, 23); si pedimos en nombre de Jesucristo, el Padre nos lo concederá, estad seguros 442.

Saberse hijos de Dios en la Iglesia lleva a pedir con los demás. "Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los Cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 19-20). No nos sentimos nunca solos 443. El sentido eclesial (...) nos hace vivir instintivamente la realidad del Cuerpo Místico de la Iglesia 444. Ese mismo "sentido" lleva a rezar por los demás miembros del Cuerpo, así como a pedirles su oración y a confiar en ella.

6. La Santa Misa de un hijo de Dios

El momento cumbre de la jornada de un hijo de Dios es la participación en el Sacrificio eucarístico. Piensa ahora en la Santa Misa: en cómo hemos de celebrarla o en cómo hemos de oírla (...). Mira que sobre el altar Cristo se vuelve a ofrecer por ti y por mí. Y sentirás un deseo grande de imitar su humildad, su anonadamiento en la Hostia; y te llenarás de acciones de gracias, de adoración, de deseos de reparar, de peticiones. Y te ofrecerás, con los brazos extendidos, como otro Cristo, ipse Christus, dispuesto a clavarte en el dulce madero, por amor a las almas 445.

7. La alegría de los hijos de Dios

Una convicción esencial: –¡Dios es mi Padre! –Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración 446. Y un dato de experiencia: "¿Contento?" –Me dejó pensativo la pregunta. –No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios 447.

La conciencia de la filiación divina es fuente de una alegría profunda y estable: ¡Qué estén tristes los que no son hijos de Dios! 448, exclama San Josemaría. Para un hijo de Dios, perder el buen humor es una cosa grave 449. Nunca hay motivos para la tristeza, ni siquiera en los momentos más duros o difíciles, porque "todas las cosas cooperan al bien de los que aman a Dios" (Rm 8, 28). Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos. Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad! 450

Incluso las miserias propias y ajenas entran en los planes paternales de la providencia. ¿Razones para vivir la alegría? Sentirnos hijos de Dios; hijos, además, de la Madre del Cielo. Y no entristecernos nunca por nuestros propios errores, que hemos de procurar corregir, luchando humildemente; sin entristecernos tampoco por los errores de los demás, puesto que –con el ejemplo y con la oración– les ayudaremos a vencer en la lucha ascética 451.

Dios cuenta con la alegría de sus hijos para que el mundo acoja el Evangelio. La alegría de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, ha de ser desbordante: serena, contagiosa, con gancho...; en pocas palabras, ha de ser tan sobrenatural, tan pegadiza y tan natural, que arrastre a otros por los caminos cristianos 452.