Vida cotidiana y santidad
en la enseñanza de San Josemaría

PARTE II
El sujeto de la vida cristiana. El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo"

Visión general de la parte segunda

El fin último de la vida cristiana incluye dos aspectos –la gloria de Dios y la perfección del hombre– inseparables entre sí: quien procura dar gloria a Dios (con todo lo que esto encierra: buscar el reino de Cristo, edificar la Iglesia) alcanza su propia perfección y felicidad, ya que en el fin último se encuentra necesariamente "el bien perfecto y completo de uno mismo" 1.

Puesto que la gloria a Dios es que el hombre viva Vida sobrenatural, según las conocidas palabras de san Ireneo 2, es decir, que sea santo e instrumento para santificar a los demás, el texto de la Sagrada Escritura que hemos elegido como epígrafe de la Parte I ha sido: "Sed santos porque yo soy santo" (Lv 19, 2; 1P 1, 16). Ahora hemos de considerar que esa participación en la Vida íntima de la Santísima Trinidad en comunión con todos los santos –la santidad y el apostolado–, transforma al cristiano: lo eleva y lo perfecciona. Con otros términos: la unión con Dios "realiza

y perfecciona al hombre en el supremo nivel de su plenitud" 3. Santidad y perfección son, en todo caso, conceptos inseparables. De ahí el epígrafe elegido para esta Parte II: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). El texto completa el que ha abierto la Parte I. Allí hemos estudiado el primer aspecto del fin último: que la santidad consiste en dar gloria a Dios, buscando el reinado de Cristo, la edificación de la Iglesia. Ahora hablaremos del segundo aspecto: que la santidad implica la perfección y felicidad del cristiano.

¿En qué consiste esa perfección? "Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme" (Mt 19, 21). Según estas palabras, la perfección consiste en seguir a Cristo prefiriéndole a cualquier otro bien (lo que significa, como veremos, ordenar todo a su seguimiento) y este seguimiento implica trato, amistad, comunión de vida con Él: no una mera imitación exterior. San Josemaría lo describe con un término muy expresivo: "identificación". Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos 4. Define la perfección como identificación con Cristo 5. Otras veces comenta que el cristiano ha de ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo 6.

"Identificarse con Cristo", "ser ipse Christus", son ciertamente afirmaciones audaces, pero no sorprenden si se consideran los numerosos precedentes en la tradición teológica, tanto de Oriente como de Occidente, que tendremos ocasión de sondear. En san Josemaría revelan una viva percepción del "misterio" de la unión del cristiano con Cristo, tan presente en los textos paulinos. Citemos solamente uno: "Dios quiso dar a conocer a los suyos las riquezas de gloria que contiene este misterio para los gentiles: es decir, que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27). Hablar de "identificación" no es más que un modo de designar ese misterio de la compenetración sobrenatural del cristiano con Cristo que realiza el Espíritu Santo si encuentra cooperación a su gracia.

¿Cómo se puede describir esa identificación con Cristo? No nos referimos ahora al proceso de identificación, es decir, a cómo se alcanza y con qué medios –temas que veremos en la Parte III–, sino a la realidad misma de esa identificación. Nos preguntamos en qué consiste y qué es lo que cambia en quien la busca. La respuesta se puede condensar en tres puntos que serán objeto de los capítulos de esta Parte II. Los describiremos sintéticamente.

En primer lugar, el cristiano queda transformado en hijo adoptivo de Dios en el momento grandioso del Bautismo: hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Veremos que esta filiación sobrenatural lleva consigo una presencia de Cristo en el cristiano, gracias a la cual se puede decir que éste es "el mismo Cristo". Pero no se trata de una realidad estática. Esa identificación que ha comenzado en el Bautismo debe crecer a lo largo de la vida y aquí se encuentra una enseñanza característica de san Josemaría: la de poner como fundamento de ese crecimiento el sentido de la filiación divina 7, la conciencia viva de ser hijo de Dios en Cristo. No se trata de un conocimiento teórico de la verdad de nuestra filiación adoptiva ni, menos aún, de un estado de ánimo. El "sentido de la filiación divina" es una sencilla sabiduría del corazón acerca de la propia identidad sobrenatural más profunda. Es un don divino, sin duda, pero sólo puede recibirlo quien se abre a él sin poner obstáculos. Es, por tanto, un don y una tarea. Y no una tarea más sino aquella que es la base de todo el edificio de la santidad, porque quien se sabe hijo de Dios en Cristo y reconoce la presencia de su Vida en él, ¿no se verá impulsado a hacerla suya quitando todo estorbo –muriendo al hombre viejo (cfr. Rm 6, 6)–, para llegar a afirmar como san Pablo: "Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Ga 2, 19-20)? Pedir al Espíritu Santo que imprima en la propia alma el sentido de la filiación divina y cultivarlo es, para san Josemaría, el cimiento del edificio de la vida espiritual. Como tal, será el primer tema de esta Parte II: "El sentido de la filiación divina" (capítulo 4º).

En segundo lugar consideraremos que el cristiano ha recibido una nueva libertad: la libertad de los hijos de Dios, la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cfr. Ga 5, 1). Consecuencia

inmediata del sentido de la filiación divina es la conciencia de esta libertad. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural 8. Dios no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 9, escribe san Josemaría. En toda su enseñanza, el término "libres" sigue muchas veces al de "hijos", porque la libertad pertenece a la condición de hijo de Dios. Es el don que permite amar, correspondiendo a la gracia del Espíritu Santo. La vida cristiana reclama su ejercicio activo: no cabe la inercia. Para identificarse con Cristo hay que emplear todas las energías de la libertad en amar a Dios y a los hombres, con obras de servicio, secundando la acción del Espíritu que mueve a ponerla en juego. San Josemaría recalca la importancia de respetar y fomentar la libertad de los fieles corrientes para buscar la santidad y ejercer el apostolado conformemente a su vocación, con iniciativa y responsabilidad personales. El papel que reconoce a la libertad muestra que en el proceso de la identificación con Cristo no hay alienación del yo. Es, al contrario, realización de la vocación personal (cfr. Ef 1, 4) e implica el desarrollo original de la libertad, que está en el núcleo mismo de la persona. Estos son algunos elementos del segundo tema que examinaremos: "La libertad de los hijos de Dios" (capítulo 5º).

En tercer lugar veremos que el sentido de la filiación divina, con la conciencia de la libertad, es la base del crecimiento en las virtudes que configuran al cristiano con Cristo. San Josemaría enseña a practicarlas con espíritu de hijos de Dios llamados a la santidad en medio del mundo. Al mencionar cualquier virtud añade con frecuencia las palabras "de un hijo de Dios" o "de los hijos de Dios": la justicia de los hijos de Dios, la alegría, la lealtad, la obediencia "de un hijo de Dios"... Es connatural a este espíritu filial que la caridad sea la primera virtud y la que vivifica a todas las demás, porque la filiación divina adoptiva –participación en el Hijo– y la caridad –participación de la Caridad infinita que es el Espíritu Santo– son inseparables, análoga-mente a como lo son el Hijo y el Espíritu Santo en el seno de la Trinidad. Un cristiano que "siente" la filiación divina, procura

necesariamente que su vida sea una vida de amor. San Josemaría remarca esa preeminencia de la caridad, y concede al mismo tiempo gran importancia a las virtudes humanas, imprescindibles para la identificación con Cristo, "perfectus Deus, perfectus homo" 10: virtudes especialmente necesarias para los fieles que se santifican en las actividades temporales, porque su perfecta realización sería imposible sin ellas. La predicación de san Josemaría es muy amplia en este campo. Se verá a lo largo del tercer tema de esta Parte II: "La caridad y las demás virtudes cristianas" (capítulo 6º).

En resumen, la figura del cristiano que emergerá de estos tres capítulos será la de la persona profundamente consciente de su filiación divina que compromete su libertad en amar a Dios y a los demás con obras de servicio, practicando todas las virtudes con el afán de identificarse con Jesucristo en los quehaceres de la vida ordinaria.

Se puede observar que en estos tres temas están implicados los diversos niveles de la constitución ontológica del sujeto: su ser persona, su naturaleza y sus potencias. En efecto, la filiación divina adoptiva es una propiedad personal: la nueva relación con Dios que adquiere la persona humana en la elevación sobrenatural y que lleva consigo también una nueva relación con los demás (la fraternidad de los hijos de Dios) y con las realidades temporales (herencia de los hijos de Dios). Por su parte, la libertad cristiana caracteriza a la naturaleza del hombre elevado por la gracia 11: es una nueva libertad respecto a la de quien era esclavo del pecado. Por último, la caridad y las demás virtudes informadas por ella elevan sus potencias, para que pueda obrar como hijo de Dios. Como se puede ver, todos los temas de la antropología cristiana están implicados en los tres capítulos de esta Parte II.

Podemos preguntarnos si es necesario que el cristiano se proponga expresamente como fin su propia perfección, o si basta que la espere como efecto de la unión con Dios que alcanzará si se preocupa sólo de darle gloria. Con otras palabras, puesto que el fin de la vida cristiana es a la vez la glorificación de Dios y la propia perfección, ¿no bastaría buscar lo primero para obtener lo segundo sin necesidad de procurarlo formalmente? ¿No lo da a entender así san Juan, cuando escribe que en la gloria "seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3, 2)? Si la visión beatífica hace a los santos plenamente semejantes a Cristo, ¿no llevará también la contemplación en esta tierra a la perfección cristiana, sin necesidad de buscar esta última deliberadamente?

Sin embargo, el Señor dice: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). Exhorta a tender a la perfección. En realidad, no hay diferencia entre buscar la gloria de Dios y encaminarse a la perfección o identificación con Cristo, pues ésta radica esencialmente en la caridad, el amor sobrenatural a Dios, en lo que consiste darle gloria, como vimos en el capítulo 1º. No es, por tanto, algo distinto de la unión con Dios ni un efecto suyo, sino más bien su fuente, en el mismo sentido en que la virtud de la caridad (como "habitus") es la fuente de los actos de amor. El cristiano ha de buscar su propia perfección, que se halla en la caridad, porque sólo así dará gloria a Dios con su ser y su obrar. Sólo el árbol bueno da frutos buenos (cfr. Mt 7, 17). Para dar frutos buenos –actos de amor con los que el cristiano glorifica a Dios–, ha de procurar ser él mismo "árbol bueno", ha de buscar su propia perfección.

Proponer como fin la búsqueda de la perfección humana y sobrenatural puede parecer un planteamiento antropocéntrico de la vida espiritual. Sin embargo este antropocentrismo no se opone al radical teocentrismo cristiano, sino que más bien es exigencia suya. Juan Pablo II ha situado esta idea en el núcleo del Concilio Vaticano II: "Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano, han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso a contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlos en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Éste es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio" 12. Nos parece que san Josemaría apunta a la raíz de esta cuestión cuando enseña a poner en la base del amor a Dios el sentido de la filiación divina en Cristo y por tanto la aspiración a la identificación con Él.

Señalemos, por último, la relación –a la que ya hemos aludido– de esta Parte II sobre el sujeto con los temas de la Parte III (sobre el camino de la vida cristiana). Ahora estudiaremos en qué consiste la identificación con Cristo, mientras que en la Parte III veremos cómo el cristiano tiende a ella en el transcurso de su vida terrena. Para un fiel corriente, su camino no es otro que el de la santificación del trabajo profesional y de las relaciones familiares y sociales (capítulo 7º); un camino que requiere esfuerzo, lucha interior contra el pecado y sus consecuencias (capítulo 8º); pero en el que cuenta con los medios de santificación y apostolado que le proporciona la Iglesia (capítulo 9º).