El precio de cada cristiano es
la Sangre redentora de Nuestro Señor,
que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos,
con el empeño diario de imitarle a Él,
que es perfectus Deus, perfectus homo.
(Amigos de Dios, n. 75)
Nos hemos ocupado de dos aspectos capitales de la identidad del cristiano en la enseñanza de san Josemaría: su filiación divina y su libertad. La primera es una perfección de la persona, la segunda una propiedad esencial de su naturaleza compuesta de espíritu y cuerpo. Para completar la descripción, es necesario hablar de las virtudes que perfeccionan las potencias del hombre –entendimiento, voluntad, facultades sensibles–, para que pueda obrar como hijo de Dios: como "el mismo Cristo". Así habremos considerado todos los niveles de la constitución del sujeto, según la antropología que subyace a la predicación de san Josemaría: el nivel de la persona, el de su naturaleza y el de sus facultades o potencias.
En su predicación dedica un espacio muy amplio a las virtudes. De las dieciocho homilías de Amigos de Dios, nueve se centran expresamente en ellas: tres en las teologales, una en las virtudes humanas en general y cinco en virtudes particulares. En las demás homilías de esa misma obra, como en todos sus escritos, el tema se halla presente por doquier. Citar los trabajos sobre este aspecto equivaldría prácticamente a mencionar la entera bibliografía sobre san Josemaría 1.
También son numerosos los estudios sobre cómo practicó la caridad y las demás virtudes. Se ha escrito que "fue muy virtuoso (...) porque apostó en su vida por el Amor" 2. En este sentido, el texto más importante, por su autoridad, es el Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre la heroicidad de sus virtudes, publicado con aprobación del Romano Pontífice el 9 de abril de 1990 3. Entre los testimonios acerca de su vida, recogidos para la Causa de Canonización, sobresalen los de Álvaro del Portillo y Javier Echevarría, que colaboraron estrechamente con el fundador del Opus Dei durante varios decenios y han ilustrado sus virtudes con muchos ejemplos 4. Aquí hemos de limitarnos al análisis de sus escritos y de su predicación. No nos resulta posible abarcar los testimonios sobre su conducta, aunque ésta sea también fuente de su enseñanza. De hecho no son pocos los que declaran haber aprendido en qué consiste una virtud al presenciar cómo la vivía san Josemaría 5.
El concepto de virtud que encontramos en él es el clásico de los catecismos de la doctrina cristiana. El de san Pío X la definía como "una cualidad del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien" 6. El actual Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza: "La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien" 7 Se puede decir que es un hábito de tender al bien y de elegir las acciones apropiadas, o de usar bien la libertad 8 Las virtudes tienen, en efecto, una intrínseca relación con la libertad. "Lejos de ser automatismos que disminuyen la libertad de nuestros actos, son cualidades que la potencian y la perfeccionan" 9, escribe Ángel Rodríguez Luño. No se reducen a rasgos positivos del carácter. "La virtud es un habitus, término que no hay que traducir por "costumbre", pues no se trata de una costumbre de obrar de modo estereotipado o irreflexivo" 10. Es una cualidad estable, fruto de actos libres, que a su vez asegura el buen uso de la libertad "en cuanto que los fines de las virtudes [los bienes de la justicia, de la fortaleza, etc.] se constituyen en principio de la libertad" 11. Las virtudes incrementan el dominio sobre el propio acto y proporcionan fuerza y seguridad, facilidad y espontaneidad, para elegir y realizar el bien.
En el estudio de las virtudes se suele distinguir entre su objeto (el bien al que se dirigen) y su sujeto (cómo están en la persona, en qué facultad radican). Aquí hemos elegido estudiarlas como perfecciones del sujeto que configuran con Cristo la inteligencia, la voluntad y los afectos. Lo hacemos así con el fin de delinear por entero, en esta Parte II, la figura de un hijo de Dios como ipse Christus, en su empeño de identificarse con quien es "perfectus Deus, perfectus homo", según la fórmula del Símbolo Quicumque, tan cara a san Josemaría. Si las hubiéramos considerado por su objeto, deberíamos haberlas dividido, hablando de las virtudes teologales en la Parte I (ya que su objeto es Dios) y dejando las virtudes humanas para la Parte III (al ser su objeto los bienes creados que se hallan en el camino de la santificación); y al separarlas de este modo no hubiera quedado bien reflejada la figura del cristiano a imagen de Cristo. Reconocemos que nuestra opción sistemática presenta algunos inconvenientes, porque hay aspectos de la caridad teologal que ya vimos en la Parte I sobre el fin último y que no volveremos a repetir ahora; y también hay alguna virtud humana, como la laboriosidad, que trataremos en la Parte III al hablar de la santificación del trabajo, en lugar de estudiarla ahora. Cada opción tiene ventajas y dificultades, pero nos parece que hablar de las virtudes en la Parte dedicada al sujeto, es lo más coherente dentro de nuestro estudio.
Conviene advertir que, aunque vamos a tratar de las virtudes antes que de la santificación de la vida ordinaria, los textos de san Josemaría nos llevarán desde ahora a fijarnos concretamente en la práctica de las virtudes cristianas en medio del mundo, en la vida secular y civil, porque éste es el campo de santificación que considera.
Para exponer orgánicamente las virtudes como perfecciones del sujeto se han propuesto diversos esquemas 12. El que seguiremos nosotros se funda ante todo en la distinción entre la caridad y las restantes virtudes (cfr. 1Co 13, 1 ss.). La caridad no es una virtud más, ni basta decir que es la más importante. La caridad "da vida al alma formalmente, como el alma al cuerpo" 13. Así como el alma espiritual es la forma sustancial del cuerpo, el principio espiritual y subsistente de unidad que permite realizar operaciones que exceden a la materia, análogamente la caridad es forma de las otras virtudes, principio vital que las unifica y permite realizar actos de vida sobrenatural.
Además, en san Josemaría, la caridad con Dios (...) está caracterizada por un fuerte sentido de la filiación divina 14. Para él, la vida de un hijo de Dios está necesariamente presidida por la caridad, porque la filiación adoptiva sobrenatural (participación en el Hijo) es inseparable de la caridad (participación en el Espíritu Santo). Esta inseparabilidad es reflejo de la unidad entre el Hijo y el Espíritu Santo. En consecuencia, nos parece que un estudio sobre las virtudes de un hijo de Dios en la enseñanza de san Josemaría, no sólo ha de situar la caridad en lugar preeminente, sino que ha de estar estructurado por ella de arriba abajo. Así lo haremos en el presente capítulo.
Una segunda distinción, imprescindible también para entender la organización de esta materia, es la que existe entre "virtudes teologales" y "virtudes humanas". Las primeras –la fe, la esperanza y la misma caridad– se refieren directamente a Dios (por lo que se llaman "teologales"). La caridad presupone la fe y la esperanza, pues sólo puede amar a Dios quien cree en Él y espera encontrar la felicidad en la unión con Él. Por su parte, las virtudes humanas son aquellas que tienen por objeto las realidades creadas que se han de ordenar a Dios. Sin ellas la caridad no podría manifestarse en las múltiples circunstancias de la vida. Estas virtudes nos interesan especialmente porque la enseñanza de san Josemaría se dirige de modo directo a cristianos corrientes llamados a santificarse en medio del mundo y, por tanto, a realizar con perfección las actividades profesionales, familiares y sociales, lo que exige la práctica de las virtudes humanas informadas por la caridad.
Para hablar de las virtudes humanas, san Josemaría emplea a veces el esquema clásico que las ordena en torno a las cuatro "cardinales" (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). También aquí lo haremos así. Sin embargo, la humildad ocupa en su enseñanza un puesto singular que desborda este esquema, como tendremos ocasión de ver.
Una aclaración terminológica marginal. En san Josemaría (como en otros autores), además de las expresiones "virtudes teologales" y "virtudes humanas", es frecuente encontrar: "virtudes morales", "cardinales", "infusas", "sobrenaturales" y "cristianas". Veamos brevemente cómo se relacionan estas denominaciones con la división general entre "virtudes teologales" y "virtudes humanas".
Por "virtudes humanas" entendemos lo mismo que por "virtudes morales", que son las que radican en las potencias "apetitivas" (la voluntad y los "apetitos" o facultades de aspiración a bienes sensibles). No consideramos aquí entre las virtudes humanas las "intelectuales", que radican en el intelecto especulativo o en el práctico (como la ciencia y el arte), salvo la prudencia que, aunque está en el entendimiento práctico, es virtud moral por su objeto 15.
Por su parte, se llaman "virtudes infusas" aquellas que Dios infunde. Las virtudes teologales son siempre infusas, pero las humanas no siempre lo son. Concretamente, no son infusas las virtudes humanas de quien no está en gracia de Dios; pero en quien se encuentra en gracia, están vivificadas por la caridad infusa y son entonces "virtudes sobrenaturales" y, en este sentido, infusas (no de modo "directo" como las teologales, sino por estar informadas por la caridad). En consecuencia, son "sobrenaturales" la caridad y todas las demás virtudes que están vivificadas por ella: es decir, las virtudes teologales de la fe y de la esperanza, y las virtudes humanas de un cristiano en gracia de Dios.
Por último se llaman "virtudes cristianas" a todas las virtudes de un cristiano, tanto a las teologales como a las humanas. Generalmente, la expresión "virtudes cristianas" hace referencia al cristiano que está en gracia de Dios, y entonces coincide con la de "virtudes sobrenaturales". En este caso, todas sus virtudes, también las humanas, son sobrenaturales, porque están elevadas por la caridad y se desarrollan con la ayuda de la gracia 16.
San Josemaría enseña con frecuencia que las virtudes humanas son el fundamento de las sobrenaturales 17. Con esta afirmación no quiere decir que el cristiano posea dos clases de virtudes, unas sólo humanas y otras sobrenaturales. Quiere indicar que debe empeñarse en practicar, bajo la acción de la gracia, todas las virtudes que requiere la perfección humana, porque el precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo 18. No se han de practicar "primero" las virtudes humanas, sin contar con la gracia (como si no se fuera cristiano), y "después", sobre esa base, las sobrenaturales. Pensar así implicaría partir en dos la vida cristiana –"vida humana" hasta un cierto nivel y "vida sobrenatural" por encima de ahí–, ignorando la realidad de la Encarnación. El cristiano ha de practicar las virtudes humanas informadas o vivificadas siempre por la caridad.
Las observaciones anteriores pueden ser suficientes para describir sumariamente el esquema del capítulo: se dedicará el primer epígrafe a la caridad en sí misma; después se hablará de la fe y de la esperanza, que la caridad presupone e informa; y, a continuación, de la humildad y de las demás virtudes humanas del cristiano. Concluiremos con un apartado sobre los dones del Espíritu Santo, que elevan el obrar humano a una perfección superior a la que logran las virtudes y disponen a la vida contemplativa en las actividades humanas.
Todas estas cualidades –las virtudes cristianas y los dones del Paráclito– componen el "retrato" de un hijo de Dios. Son como los "rasgos" de Cristo en él. No como meros contornos sino como "fuerzas" interiores –según indica la etimología del término "virtud"– que, al estar vivificadas por la misma caridad de Cristo, conforman con Él. Mediante las virtudes se refleja en el cristiano la imagen de Cristo. Más aún, gracias a las virtudes teologales y humanas, y a los dones del Espíritu Santo, el mismo Cristo puede obrar con facilidad por medio del cristiano.
Aunque hablaremos del conjunto de las virtudes y recordaremos de cada una tanto su definición clásica como el "sujeto" o potencia del alma en la que radica y otros elementos básicos, nuestro propósito no es exponerlas sistemáticamente, como se haría en un manual de Teología moral, sino mostrar cómo se presentan en la enseñanza de san Josemaría: con qué acentos, con qué perfiles. Al ser aspectos nada superficiales, para ponerlos de manifiesto es necesario hablar del núcleo de cada virtud. Los mismos textos de san Josemaría obligan a menudo a esta reflexión.
La noción clásica de caridad es bien conocida: "es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios" 19. El acto de la caridad es el amor, por lo que también la virtud se designa muchas veces con este nombre; de hecho, en los textos de san Josemaría es más frecuente encontrarla como "amor" que como "caridad".
Santo Tomás ofrece otra definición que nos interesa especialmente, porque san Josemaría la cita textualmente. Tomando pie de las palabras de san Pablo: "El amor de Dios (caritas Dei) ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado" (Rm 5, 5), afirma que la caridad es "una cierta participación en la infinita caridad, que es el Espíritu Santo" 20.
Esta definición tiene el valor de poner en evidencia que la caridad se funda en la filiación divina. En efecto, al ser el Espíritu Santo el Don mutuo del Padre y del Hijo, habrá que decir que la caridad inclina al cristiano a donarse totalmente al Padre en unión con el Hijo. Por tanto, la caridad no es otra cosa que el amor basado en la filiación divina, la amistad de un hijo con su Padre Dios. El Doctor Angélico lo dice apostillando un texto de la Escritura: ""Fiel es Dios, que os llamó a la unión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro" (1Co 1, 9). El amor fundado sobre esta comunicación es la caridad" 21.
El Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús 22. Así como la gracia santificante es una participación en la plenitud de gracia de la Humanidad de Cristo, así también la caridad derramada por el Espíritu Santo en las almas es una comunicación de los "infinitos tesoros" 23 de su Corazón Sacratísimo. Por esto permite amar como Cristo ha amado (cfr. Jn 13, 34). Y también por esto, el proceso de la identificación con Jesucristo consiste esencialmente en el crecimiento en caridad: "per amorem amans fit unum cum amato" 24. Como ya hemos puesto de relieve en ocasiones anteriores, la santidad, que es la plenitud de la filiacióndivina 25 o plenitud de la identificación con Cristo, es también la plenitud de la caridad 26.
El principal requisito que se nos pide –bien conforme a nuestra naturaleza–, consiste en amar: (...) amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt 22, 37), sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad 27.
¿En qué facultad de la persona radica la caridad? La doctrina tradicional enseña que esta virtud "purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino" 28; y como amar es un acto de la voluntad, la caridad está en la voluntad como en su "sujeto" 29. San Josemaría lo afirma en varias ocasiones, porque le preocupa dejar claro que la caridad no se queda en sentimientos 30. La caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad 31. Hablando del primer mandamiento se pregunta: ¿De qué amor se trata? 32 Y conocemos ya su respuesta: La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir 33 (que es acto de la voluntad). Todo esto no significa que la caridad prescinda de los sentimientos. De ahí que, con más frecuencia que a la voluntad, se refiera al "corazón" como sede de la caridad 34.
Si la voluntad es buena, la persona es buena en sentido estricto, porque la voluntad mueve y gobierna a las demás facultades. Y lo que hace que la voluntad sea buena es la caridad. Otras cualidades que perfeccionan al hombre –como gozar de una inteligencia penetrante, o de una amplia cultura, o poseer ciertas habilidades, etc.– hacen que sea bueno solamente bajo un determinado aspecto 35. Por eso, la perfección cristiana consiste esencialmente en "la perfección de la caridad" 36. Es más perfecto (y más santo o partícipe de la vida divina) quien más ama, y es menos perfecto quien menos ama, aunque destaque por otras cualidades. "Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tuviera caridad, sería como bronce que resuena o címbalo que retiñe. Y si tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviera tanta fe como para trasladar montañas, pero no tuviera caridad, no sería nada. Y si repartiera todos los bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, pero no tuviera caridad, de nada me aprovecharía" (1Co 13, 1-3). La santidad no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada día con más amor 37, resume san Josemaría.
A veces se deforma esta importancia suprema de la caridad, separándola de las virtudes humanas. Se dice: "lo importante es amar", pero tras el lema puede ocultarse la falta de alguna virtud. Como tendremos ocasión de ver, para "hacer las cosas con amor" son necesarias también las demás virtudes que perfeccionan las facultades de la persona. San Josemaría insiste en este punto. Haciéndome eco de una expresión del profeta Isaías –discite benefacere (Is 1, 17)–, me gusta decir que hay que aprender a vivir toda virtud 38. La caridad lleva a desarrollar las virtudes humanas, porque son especialmente necesarias para santificar las actividades temporales. Si no hay empeño en desarrollar esas virtudes, es difícil que el amor sea auténtico.
La caridad está en la voluntad como una ley interior. En el Antiguo Testamento, el primer y principal mandamiento era el amor a Dios, que resumía todos los demás preceptos (cfr. Dt 6, 5) y guiaba al fin último, pero constituía una ayuda meramente exterior, desde fuera de la persona. La caridad, en cambio, "es la plenitud de la ley" (Rm 13, 10), porque Dios, además de haber revelado cabalmente por medio de Cristo las exigencias del amor, ha grabado su ley "no en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne" (2Co 3, 3). En el cristiano que se encuentra en gracia, la caridad es como una inclinación interior y sobrenatural de la voluntad a amar a Dios. La idea está presente por doquier en san Josemaría, desde el primer punto de Camino donde habla del fuego de Cristo que llevas en el corazón.
En cuanto al "objeto" de la caridad, san Josemaría no hace más que recoger la doctrina cristiana cuando afirma que la caridad se dirige siempre a Dios, como amor filial. Pero incluye también el amor a quienes Dios ama, es decir, a los demás y a nosotros mismos por amor a Dios 39. "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 37-39).
Dios quiere también a todas las criaturas irracionales de este mundo, que son obra suya. Pero no las quiere "por sí mismas" 40, como a la persona humana, sino que las quiere para sus hijos, como medios para que alcancen la santidad y felicidad. En consecuencia, la caridad que hace amar la voluntad de Dios, lleva a querer las cosas creadas no "por sí mismas" o en absoluto, sino como medios para la santidad. La persona humana, en cambio, no debe ser amada sólo como un medio.
Dentro del "objeto" de la caridad hay un orden: Éste es el orden de la Caridad: Dios, los demás y yo 41. Estas palabras nos ofrecen el esquema que emplearemos para estudiar los diversos aspectos de la caridad. Hablaremos del amor a Dios, del amor a los demás y del amor a uno mismo por amor a Dios.
Es importante tener en cuenta que del acto de amor a Dios ya se ha tratado ampliamente en los tres capítulos de la Parte I, al exponer el fin último. Ahora nos limitaremos a señalar cómo configura al sujeto ese aspecto de la virtud de la caridad. Por eso el primer apartado, aunque sea el principal, será bastante breve.
En cambio, nos detendremos más en los otros dos actos de la caridad –el amor a los demás y el amor a uno mismo por Dios–, que no constituyen el "primer" mandamiento sino el "segundo" y, por eso, aunque también se han mencionado en la Parte I, no se han expuesto con el mismo detalle que el amor a Dios.
En el título de este apartado figuran las palabras "con todo el corazón" (y podríamos haber añadido "con toda la mente y con todas las fuerzas") porque, como se acaba de decir, no vamos a hablar del acto de amor a Dios, sino de lo que representa la virtud de la caridad en el cristiano: de cómo configura su personalidad. La idea de fondo es que esa virtud unifica interiormente, de modo sobrenatural, todas las facultades de la persona –inteligencia, voluntad, sentidos–, al dirigirlas a la unión con Dios, modelando en el cristiano un alma contemplativa que, al vivir de cara a Dios, vive también, como Cristo, de cara a la redención de la humanidad entera, porque es esa la voluntad del Padre.
Para ver cómo está en el sujeto, conviene considerar ante todo que la caridad no es la elevación de una virtud humana ya existente: no hay una previa "caridad humana", pues sería una "caridad informe", una "caridad sin caridad", lo cual es contradictorio, mientras que sí hay una justicia humana (sin caridad), una fortaleza humana (sin caridad), etc., que son el fundamento de las correspondientes virtudes cristianas en cuanto que pueden ser informadas por la caridad.
Vale la pena aclarar algo más este punto. No estamos afirmando que quien no está bautizado no pueda amar a Dios. Decimos que si le ama verdaderamente, cumpliendo su voluntad expresada en la ley moral, entonces le ama con caridad sobrenatural, aunque no conozca el Evangelio ni esté bautizado, no con una "caridad natural", que –teológicamente hablando– no existe.
Amar a Dios sobre todas las cosas –y por tanto anteponer siempre el cumplimiento de su voluntad a todo lo demás– es un precepto accesible a la razón. Es incluso, como subraya san Josemaría, el primero y más grave deber del orden natural 42. De hecho, la Ley de Moisés mandaba amar a Dios. Pero si los justos del Antiguo Testamento le amaron –y lo mismo vale para cualquier hombre no bautizado que ama a Dios con todo su corazón–, es porque estaban ya misteriosamente unidos a Cristo y a su Iglesia por la vida de la gracia. No hay, pues, una virtud de la caridad que no sea sobrenatural. Un hombre que se encuentra en estado de pecado y, por tanto, sin esa orientación fundamental y esa unión con Dios que constituye la esencia del amor, puede ser un hombre recto en muchos aspectos de su vida (con la rectitud que le dan sus virtudes) pero no puede amar a Dios con todo su corazón: no tiene la caridad, aunque su rectitud humana le disponga de algún modo a recibirla.
La caridad "no se funda principalmente sobre una virtud humana" 43, afirma santo Tomás. Dice "principalmente" porque lo principal de la caridad es el amor a Dios –el "primer" mandamiento– y este amor no se funda en una "caridad humana", como hemos dicho. En cambio, el "segundo" mandamiento –el amor a los demás–, que también pertenece a la caridad, sí que asume y eleva la amistad humana, pero no se funda "principalmente" en ella. Se funda principalmente en que los demás son hijos de Dios o están llamados a serlo, como veremos luego.
La caridad no es elevación de una virtud ya presente en la voluntad, sino de la voluntad misma. Se suele decir que constituye como una nueva "potencia sobrenatural" y no sólo una "virtud sobrenatural de una potencia humana", como en el caso de las virtudes humanas del cristiano. Ciertamente, hablando con propiedad, la caridad no es una nueva "potencia" sino una virtud cuyo sujeto es la voluntad. Sin embargo, no está en la voluntad como una virtud humana en su potencia, porque no sólo da la "facilidad" sino la misma "posibilidad" de realizar determinados actos: amar a Dios como hijos suyos y dar alcance sobrenatural a las demás virtudes. La caridad es como una "potenciación sobrenatural" de la voluntad, que la configura con la voluntad humana de Cristo. Es la cualidad definitoria de la voluntad de un hijo de Dios.
La caridad eleva y "potencia" sobrenaturalmente la voluntad hasta tal punto que se puede afirmar, de modo sorprendente, que, como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración 44. La caridad permite amar a Dios incluso sin que se realice ningún acto de la voluntad, porque no eleva sólo sus actos sino la voluntad misma. Evidentemente esto no debe entenderse en un sentido quietista de que para amar a Dios "no hay que hacer nada" (como es el caso del que duerme); más bien significa que, quien procura hacer todo lo que Dios quiere, puede llegar a amar incluso cuando Dios quiere que no haga nada. Somos hijos pequeños delante de Dios; y así como un pequeño ama a su padre sin darse cuenta, análogamente podemos amar a Dios sin hacer más que descansar en Él, cuando Él quiere que no hagamos ninguna otra cosa.
La caridad que infunde el Espíritu Santo lleva a clamar: "Abba!, ¡Padre!" (Rm 8, 15), no como mera articulación de palabras o simple declaración de una verdad más o menos sentida, sino como un clamor que expresa la decisión de entregar la vida al cumplimiento de la Voluntad del Padre, como Cristo en el Huerto de los Olivos: "Abba, Padre... no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42). Para un hijo de Dios, la caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres 45. Implica la determinación de realizar la Voluntad de nuestro Padre Dios sin reservarse nada, con una obediencia "hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8), porque las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad 46. La caridad permite amar a Dios con esa totalidad: "con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas" (Mc 12, 30). Es la virtud que unifica todas las energías del sujeto dirigiéndolas al último fin y confiriendo de este modo una sobrenatural unidad interior a la persona. Unifica ante todo los actos de la voluntad, concentrándola en el cumplimiento del querer divino; y, a través de ella, unifica también a las demás facultades ordenando a Dios los actos de todas las virtudes. Viviendo la caridad –el Amor– se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad 47.
De aquí derivan dos consecuencias de la "totalidad" del amor a Dios, que están relacionadas, respectivamente, con las otras dos dimensiones de la caridad (hacia los demás y hacia uno mismo). La primera es que en un cristiano que quiere amar a Dios "con todo el corazón", cualquier amor humano debe ordenarse al amor a Dios. Dicho de otro modo, ningún amor humano puede ponerse por encima de Dios: "Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10, 37). San Josemaría lo expresa vivamente cuando escribe: ¡No hay más amor que el Amor! 48 La exclamación no significa sólo que "no hay mayor amor que el Amor a Dios", sino que para un cristiano no puede haber un verdadero amor que excluya el amor a Dios o que lo postergue o sea independiente de él. Volveremos sobre esta necesaria "subordinación" de todo amor humano cuando hablemos de la amistad.
La segunda consecuencia es que el amor a Dios exige renunciar a todo amor a uno mismo que no sea por amor a Dios. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16, 24-25). A la necesidad de purificar el amor a sí mismo nos referiremos con más detalle en el contexto de la abnegación.
La totalidad del amor a Dios ("con todo el corazón") es, no obstante, una totalidad dinámica, abierta a un crecimiento que no tiene término, como expone san Josemaría citando a santo Tomás:
Un hombre se va haciendo poco a poco, y nunca llega a hacerse del todo, a realizar en sí mismo toda la perfección humana de que la naturaleza es capaz. En un aspecto determinado, puede incluso llegar a ser el mejor, en relación con todos los demás, y quizá a ser insuperable en esa actividad concreta natural. Sin embargo, como cristiano su crecimiento no tiene límites: siempre puede crecer en caridad, que es la esencia de la perfección. Pues la caridad, según su propia razón específica, no tiene término en su aumento: siendo como es una participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo. También la causa del aumento de la caridad –es decir, Dios– es infinita en su poder. Y de modo semejante, tampoco por parte del sujeto se puede señalar un término a esta mejora: porque siempre, al crecer la caridad, crece también la capacidad para un ulterior acrecentamiento. Por lo que debe concluirse que en esta vida no se puede prefijar un término al aumento de la caridad (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c) 49.
Por esa totalidad "creciente" que reclama el amor a Dios, cualquier amor que esté al margen de la caridad, ya sea a otras personas o a uno mismo, se suele llamar "apegamiento" o "atadura": estorbo para progresar. San Josemaría emplea esos términos muchas veces. También observa –evocando al Doctor místico– que, en este campo, un hilillo sutil tiene el mismo efecto que una cadena de hierro 50.
Positivamente, en la medida en que el amor invade el alma de un hijo de Dios y penetra en sus quehaceres, estos se convierten en oración. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! 51, exclama san Josemaría. Un alma modelada por la caridad y por los dones del Espíritu Santo es un alma contemplativa. Por eso, si nos preguntamos cómo la caridad configura al alma, la respuesta es: haciéndola contemplativa, de modo que procure ver y amar a Dios en todo lo que hace.
Quien está pendiente de Dios, no olvida a los hijos de Dios: el alma contemplativa se desborda en afán apostólico 52. La caridad que infunde el Paráclito y que lleva a la vida contemplativa, es siempre una caridad sacerdotal que impulsa a entregarse con Cristo para la salvación de las almas. El mismo Espíritu Santo que derrama la caridad en el alma, unge al cristiano en el Bautismo con el sacerdocio de Cristo. Aunque el sacerdocio no exige la caridad (el carácter sacerdotal permanece en quien ha perdido, por el pecado, la gracia y la caridad 53), hay una congruencia entre ambos. El sacerdocio, al ser un poder para unir a los hombres con Dios, pide ser ejercido por amor a Dios: es un poder que reclama la caridad. San Josemaría condensa este íntimo nexo entre filiación divina, caridad y sacerdocio, en la expresión "alma sacerdotal" 54. Un hijo de Dios, con todos sus pensamientos, intenciones y afectos vivificados por la caridad, ha de ser un alma completamente entregada, con Cristo y por amor a Dios, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera 55. Un alma que ama a Dios con todo el corazón es necesariamente un "alma de apóstol", con expresión que san Josemaría emplea con frecuencia, sobre todo en Camino 56.
Alma contemplativa y alma sacerdotal (o de apóstol) son, en definitiva, los rasgos característicos de un hijo de Dios que ama –que quiere amar– a Dios con todo su corazón y todas sus fuerzas.
La virtud de la caridad lleva también a amar a quienes Dios ama como hijos suyos (cfr. 1Jn 4, 20-21). La enseñanza de san Josemaría es particularmente amplia en este campo.
Ante todo subraya que la caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios 57. Recoge así la doctrina según la cual "la razón del amor al prójimo es Dios, pues lo que debemos amar en el prójimo es que esté en Dios (...); y por eso el hábito de la caridad no sólo abarca el amor a Dios sino también el amor al prójimo" 58. Cuando recuerda esta verdad, sus palabras cobran la fuerza de algo no sólo conocido sino experimentado y vivido: ¡Qué respeto, qué veneración, qué cariño hemos de sentir por una sola alma, ante la realidad de que Dios la ama como algo suyo! 59
Jesucristo habla del amor al prójimo como de un mandamiento "nuevo": "Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros" (Jn 13, 34). Ya en el Antiguo Testamento se prescribía el amor a Dios y al prójimo; sin embargo, Jesús llama "nuevo" a este mandato porque pide amar "como Él nos ha amado". Amad con el amor de Dios 60, solía decir san Josemaría. Esto es posible gracias al envío del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios e infunde en nuestros corazones la caridad de Cristo.
El sentido de la filiación divina le permitió comprender profundamente esta novedad y ayudar a muchas almas a vivir la "caridad de los hijos de Dios": la caridad de quienes saben que han de ser para los demás, en la vida ordinaria, otros Cristos, el mismo Cristo.
Querría haceros notar que, después de veinte siglos, todavía aparece con toda la fuerza de la novedad el Mandato del Maestro, que es como la carta de presentación del verdadero hijo de Dios 61.
Todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo (...). La medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús 62.
Toda la enseñanza de san Josemaría sobre la caridad con el prójimo se puede resumir en una frase: Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios 63.
Vale la pena citar con más amplitud este texto, muy representativo de su planteamiento en el tema que nos ocupa:
Piensa en los demás –antes que nada, en los que están a tu lado– como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso. Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota 64.
El sentido de la filiación divina se presenta aquí como fundamento del desarrollo de la caridad, permitiendo una visión completa de los diversos aspectos de esta virtud: los que derivan de la conciencia de ser uno mismo hijo de Dios y los que proceden de considerar que también los demás son hijos de Dios (o están llamados a serlo).
Al hablar de portarse "como hijos de Dios con los hijos de Dios", sitúa la caridad en un plano de radical igualdad del que es propio una cierta reciprocidad. La caridad no es sólo darse a sí mismo como hijo de Dios –como Cristo–, sino ver en los demás hijos de Dios: otros Cristos, el mismo Cristo. No es sólo dar, sino acoger al otro como a Cristo, don del Padre (cfr. Jn 3, 16). Saberse hijo de Dios y saber que los demás lo son, lleva a verse como Cristo que ha venido a dar la vida por sus hermanos, hijos del Padre; pero a darse a ellos para recibirlos como don del Padre, uniéndolos a sí mismo, según las palabras que pone en su boca la Epístola a los Hebreos: "Heme aquí y a los hijos que Dios me ha dado" (Hb 2, 13). La misión del Hijo es incorporar a Sí a los hijos adoptivos para llevarlos al Padre. La enseñanza de san Josemaría penetra en este sentido profundo de la fraternidad cristiana, fundado en la filiación divina: lleva a tener presente que, de alguna manera, "los cristianos más que ser muchos hermanos, somos uno: ipse Christus" 65. Al enseñar que la caridad de un hijo de Dios no busca la utilidad propia sino el bien de los demás (cfr. Lc 6, 32-35), el sentido de la filiación divina le conduce al fundamento: la caridad quiere el bien de los demás porque todos somos "uno solo en Cristo Jesús" (Ga 3, 28) y los demás son los hermanos "que Dios me ha dado", don de Dios para mí mismo.
Esto le permite detectar deformaciones profundas, de raíz, que podrían pasar inadvertidas a quien no tuviera ese "sentido de la filiación divina". Por ejemplo, no sería verdadera caridad la de quien se entregara al servicio de los demás pero estimara que no los necesita ni recibe nada de ellos; sería la "caridad" del que quiere sentirse útil y piensa más en sí mismo que en el bien de sus hermanos. Su actitud podría asemejarse externamente a la caridad, pero distaría mucho de ella porque trataría a los demás como a objetos. San Josemaría previene de esta deformación cuando escribe que la caridad de los hijos de Dios no se confunde con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar –insisto– la imagen de Dios que hay en cada hombre 66.
A la luz de este planteamiento se puede calibrar mejor el sentido que tiene en san Josemaría esta sencilla afirmación: Más que en "dar", la caridad está en "comprender" 67. La caridad con los demás no se dirige a algo sino a alguien: a un hijo de Dios. No basta darle lo que necesita; hay que "comprender" su real situación y hacerla propia. "Comprender" es más que entender o captar una indigencia o una dificultad, aunque esto sea mucho; es "abarcar" a toda la persona en sus circunstancias concretas, dolerse con su dolor y gozar con su gozo. La caridad no reclama sólo dar algo, pero viendo la carencia del otro como "ajena"; es darse a sí mismo al dar lo que sea posible dar, porque se percibe la necesidad del prójimo como propia y, al reconocerlo como hijo de Dios, se le ve como un don para uno mismo 68.
En buena lógica, san Josemaría pone énfasis en que a la caridad no se opone solamente el odio (querer un mal para el otro), sino también una forma más frecuente y sutil de ese mismo pecado que es la indiferencia o, como suele decir para poner de manifiesto su malignidad, la crueldad de la indiferencia 69: la actitud del que prescinde del otro absolutamente y se comporta como si no existiera. Actitud que equivale a rechazar el don que Dios nos ha hecho en los demás, su condición de hijos suyos.
Después de estas consideraciones básicas acerca del sujeto de la caridad, pasemos a otras sobre los bienes que tiene por objeto.
La caridad lleva a querer para los demás su bien integral, temporal y eterno. Ese bien, al que se han de ordenar todos los demás bienes, es que sean santos, que conozcan y amen a Dios en esta tierra y después eternamente en el Cielo, pues en esto consiste la glorificación de Dios y la felicidad del hombre. San Josemaría lo expresa de diversos modos. Escribe por ejemplo: Amar en cristiano significa (...) buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él 70. Esto no es otra cosa que el apostolado, al que la caridad impulsa: "La caridad de Cristo nos urge (...). En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios" (2Co 5, 14.20).
En consecuencia, como parte de ese empeño, la caridad conduce a procurar que los demás dispongan de los medios para vivir de acuerdo con su dignidad de hijos de Dios llamados a la santidad. Por un lado, trata de proporcionarles la doctrina cristiana, de darles la posibilidad de participar en los sacramentos y de servirse de la guía de los pastores; en una palabra, les abre el acceso a los medios específicos de santificación (que estudiaremos en el capítulo 9º). Y por otro lado, desea y procura facilitarles las condiciones de vida, de libertad, de trabajo, de cultura, etc., reclamadas por la dignidad humana y que son bienes convenientes en orden a la santidad, no porque santifiquen en sí mismos, como los anteriores (si se emplean éstos con las debidas disposiciones), sino porque la vida sobrenatural es elevación de la vida humana. La enseñanza de san Josemaría se aparta decididamente de las desviaciones "espiritualistas" a las que desde antiguo hubo de enfrentarse el genuino espíritu cristiano 71. Distingue los bienes sobrenaturales y eternos de los bienes humanos temporales, pero no los separa sino que los integra en vistas al único fin último que es la santidad.
Ahora bien, entre estos medios hay un orden que se ha de manifestar a la hora de procurarlos para los demás. Si se consideran en sí mismos, son más elevados e importantes los sobrenaturales que los naturales; y, entre estos últimos, son superiores los espirituales a los materiales; por esta razón, la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador 72. A la vez es obvio que lo más noble o importante no es siempre lo más urgente. Muchas veces urge proporcionar un medio humano más que un medio sobrenatural o de santificación. Pero al obrar así, el cristiano no se limita a una acción humanitaria. La caridad le llevará a procurar para los demás esos medios humanos, siempre con vistas a la santidad 73.
Pueden señalarse en este sentido dos defectos de signo opuesto. El primero sería restringir la caridad al afán de proporcionar los medios sobrenaturales, despreocupándose de los humanos. En este sentido san Josemaría reprocha sin ambages la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias. Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte 74. Ciertamente la miseria, la enfermedad o la injusticia pueden convertirse en medio y ocasión de santificación; pero no es menos cierto que no se santifica quien pudiendo aliviar la miseria o el dolor de los demás, o remediar una injusticia, no lo hace y les abandona a su suerte. El segundo error sería limitar la caridad a proporcionar los medios humanos (a veces sólo los materiales: alimentación, vivienda, atención sanitaria, etc.), posponiendo por principio los sobrenaturales o incluso abandonándolos por completo. Sería una caridad desnaturalizada, porque no trata a los demás como a hijos de Dios.
Tras las reflexiones anteriores relativas al sujeto y al objeto de la caridad, fijémonos ahora en su extensión que, siendo universal, reclama un orden.
a) Caridad con todos."Sólo hay una raza: la de los hijos de Dios"
Lo veíamos antes en un texto de san Josemaría: la caridad no conoce discriminaciones de ningún género. Su extensión es universal porque su motivo es el amor a Dios y Él ama a todos los hombres: tanto, que "ha entregado a su Hijo al mundo para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16).
El cristiano (...), como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera 75. La caridad no excluye a nadie porque por todos ha muerto Jesucristo, para que todos puedan llegar a ser hijos de Dios y hermanos nuestros 76.
No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros 77.
Dios "quiere que todos los hombres se salven" (1Tm 2, 4) y ha confiado a sus hijos una participación en el sacerdocio de Cristo para que cooperen en la Redención. Para san Josemaría, universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado 78: afán de que todos dispongan de los medios de santificación y de los medios terrenos, espirituales y materiales, que pide la dignidad humana.
Este afán de la caridad no se funda en un genérico "amor al hombre" o una filantropía hecha de sentimientos de solidaridad con nuestros semejantes 79, sino en un motivo más profundo: se funda en que Dios ama a cada uno personalmente y, por esto, los hijos de Dios nos encontramos con fuerzas para amar a la humanidad de un modo nuevo 80. Sin embargo, la filantropía puede ser elevada por la caridad, y servir de preparación para recibirla. San Josemaría valora positivamente el hecho de que muchos hombres rectos, impulsados por un noble ideal –aunque sin motivo sobrenatural, por filantropía–, afrontan toda clase de privaciones y se gastan generosamente en servir a los otros, en ayudarles en sus sufrimientos o en sus dificultades 81.
Esa actitud es ya un buen paso en el camino hacia el descubrimiento de la caridad cristiana, que da solidez a los ideales humanos de fraternidad y los eleva.
La extensión universal de la caridad no es solamente un "buen deseo", como puede parecer a quien considere que en la práctica resulta imposible servir a la humanidad entera. Esta imposibilidad existe sólo respecto a los servicios materiales directos. Más allá de éstos, san Pablo testifica que es preciso ofrecer "súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres" (1Tm 2, 1). El cristiano puede y debe vivir la caridad universal ante todo con oración que sube al Cielo por la humanidad 82, pidiendo por el bien temporal y eterno de todas las personas. El católico, con corazón universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido de su celo 83. San Josemaría escribe estas palabras refiriéndose concretamente a la Santa Misa, que la Iglesia ofrece siempre no sólo por los vivos "sed etiam pro defunctis" 84. De la universalidad de la caridad no quedan excluidos, en efecto, los que han dejado ya este mundo. Las ánimas benditas del purgatorio. –Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable –¡pueden tanto delante de Dios!– tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración. Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas amigas las almas del purgatorio..." 85.
Un hijo de Dios llamado a santificar el mundo desde dentro de los quehaceres civiles, puede vivir la caridad "con todos", también por medio de su trabajo y del cumplimiento de sus deberes familiares y sociales, ya que esas tareas, llevadas a cabo con espíritu cristiano, son un servicio a la entera sociedad y pueden convertirse en oración.
Al realizar cada uno vuestro trabajo, al ejercer vuestra profesión en la sociedad, podéis y debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de servicio. El trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en cuenta los adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una gran función, útil siempre a la humanidad entera, si nos mueve la generosidad, no el egoísmo, el bien de todos, no el provecho propio: si está lleno de sentido cristiano de la vida 86.
San Josemaría aconseja frecuentemente realizar las propias tareas personales "de cara a la humanidad entera", "pensando en todos los hombres" 87, pero sin olvidar a la vez que se es cristiano cuando se es capaz de amar no sólo a la Humanidad en abstracto, sino a cada persona que pasa cerca de nosotros (...): tener un detalle amable con quienes trabajan a nuestro lado, vivir una verdadera amistad con nuestros compañeros, compadecernos de quien padece necesidad 88.
b) Caridad "especialmente con los hermanos en la fe"
Escribe san Pablo: "Hagamos el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe" (Ga 6, 10). En un sentido, la caridad lleva a querer a todos los hombres por igual; en otro, a quererlos de modo diferente.
Respecto al fin último, la caridad quiere lo mismo para todos: que sean santos y, por tanto, felices, ya ahora en la tierra y después plenamente en el Cielo.
Esto no se opone a que incline a amar especialmente a quienes ya tienen un inicio de la vida sobrenatural, porque están en gracia de Dios y Dios les ama más que a quienes no viven en su amistad (pues Dios ama en nosotros la vida sobrenatural que Él concede). En general, la caridad desea que los hombres se conviertan del estado de pecado mortal al de gracia santificante, y que pasen luego de una situación de gracia a otra de mayor amistad con Dios, mediante nuevas conversiones.
"Hay en el Cielo mayor alegría por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no la necesitan" (Lc 15, 7). La conversión de un pecador (que se arrepiente del pecado, también del venial: de toda falta de amor a Dios) es causa de alegría en el Cielo –en los bienaventurados y en los que tienen un anticipo del Cielo por la gracia–, porque el perdón de los pecados es la mayor manifestación del amor de Dios, que ha enviado a su Hijo "no para llamar a los justos, sino a los pecadores a la penitencia" (Lc 5, 32; cfr. Rm 5, 6-8). Esa alegría es un acto de caridad 89.
Respecto a los medios para la vida espiritual, la caridad no quiere lo mismo para todos, pues el cristiano ha de buscar en primer lugar proporcionar esos medios a sus hermanos en la fe (cfr. Ga 6, 10). La razón es que Dios quiere que los que pertenecen visiblemente a la Iglesia, reciban las atenciones de sus hermanos: que sus hijos se ayuden mutuamente a ser santos, como se ayudan los miembros de un mismo cuerpo. La caridad inclina, pues, a proporcionar preferentemente a los fieles los medios sobrenaturales y humanos que convienen a su condición de cristianos.
En cuanto a los medios sobrenaturales, se entiende fácilmente que la caridad inclina a ayudar primero a los hijos de la Iglesia (por ejemplo, a enseñar la doctrina de la fe a los catecúmenos y a los bautizados, antes que a quienes no lo son) 90. Por lo que se refiere a los medios humanos, desde el primer momento los cristianos ayudaban materialmente a los que estaban más necesitados entre ellos, como eran en aquel tiempo las viudas (cfr. Hch 6, 1ss). San Pablo realiza una colecta "en favor de los pobres de entre los santos que viven en Jerusalén" (Rm 15, 26; cfr. 1Co 16, 1-3), y señala que lo hace en virtud de la caridad (cfr. 2Co 8, 7 ss) 91. Los cristianos han de socorrer a sus hermanos necesitados, pero ninguno puede reclamar auxilios donde bastaría su propio esfuerzo.
El Apóstol es terminante: "Si alguno no quiere trabajar, que no coma" (2Ts 3, 10). El cristiano no se puede servir de la Iglesia para obtener ventajas materiales: no puede utilizar como instrumento de intereses y de ambiciones humanas la sublimidad y la grandeza del Evangelio 92. Quien pretendiera hacerlo sería un "traficante de Cristo" 93, como advierte un documento de la primitiva cristiandad, que concluye: "estad en guardia contra los tales" 94.
Siguiendo la enseñanza paulina, san Josemaría, con el corazón abierto a todos los hombres, enseña a preocuparse especialmente por el bien de los cristianos dispersos por todo el mundo, e inculca el interés por conocer su situación, iniciativas, dificultades, etc.: todo lo opuesto a la indiferencia.
Forma parte esencial del espíritu cristiano (...) sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. Desde muy antiguo he pensado que uno de los mayores males de la Iglesia en estos tiempos, es el desconocimiento que muchos católicos tienen de lo que hacen y opinan los católicos de otros países o de otros ámbitos sociales. Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos 95.
c) Amor a los pobres y a los enfermos
Además del vínculo sobrenatural de la fe, hay un vínculo humano general que justifica una atención preferente de la caridad: el que todos tenemos con los pobres y los enfermos. Se trata de un aspecto integrante e imprescindible de la verdadera caridad cristiana 96.
La peculiar relación de cada uno con los pobres y enfermos –y con los que sufren injusticia, padecen soledad, no reciben educación y cultura, etc.– se puede llamar solidaridad. En general, hay una solidaridad ontológica entre todos los hombres en cuanto miembros de la familia humana, pero más en concreto se llama solidaridad al vínculo con las personas necesitadas y a la virtud que inclina a asumirlo: a saberse y a sentirse ligado a las necesidades de los demás, y a procurar remediarlas 97. No de los demás en general, sino de cada persona concreta: la solidaridad no es la "conciencia social" de quien se preocupa de la pobreza pero le importan poco los pobres (cada pobre, cada persona).
San Josemaría enseña constantemente, utilizando éste y otros términos, que un cristiano no puede vivir de espaldas a la indigencia humana. No sólo nos preocupan los problemas de cada uno, sino que nos solidarizamos plenamente con los otros ciudadanos en las calamidades y desgracias públicas, que nos afectan del mismo modo 98. Que el origen del estado de necesidad sean las "calamidades y desgracias públicas" es secundario en este texto. Vale lo mismo cuando la causa es otra. Lo central es la solidaridad con los necesitados, el no ver las dificultades de los demás como ajenas, el quedar personalmente afectado por ellas, considerándolas como algo propio.
"Mantened la caridad fraterna... Acordaos de los encarcelados, como si estuvierais en prisión con ellos, y de los que sufren, pues también vosotros vivís en un cuerpo" (Hb 13, 1-3). Hay una especial relación de cada uno con los que padecen dolor, ignorancia, injusticia, pobreza, etc., que da origen a que la caridad procure remediar esas necesidades. Esa relación se puede explicar de diversos modos 99. En todo caso es importante señalar que se basa en la común participación en la naturaleza humana y en la realidad del pecado, de la todos somos responsables y por la que han entrado en el mundo el dolor y la muerte. Si no se reconociera un fundamento objetivo, los actos de caridad con los necesitados dependerían de un sentimiento autónomo más o menos intermitente, con el riesgo de descuidarlos cuando esté ausente, o de desatender, en el caso opuesto, otros deberes, incluso graves.
San Josemaría advierte de estos peligros, sobre todo del primero. Recomienda como medio de formación para las personas jóvenes, visitar a pobres y enfermos:
Las visitas a los pobres y a los enfermos son una manifestación de la caridad con el prójimo, y también un gran medio de formación (...). En los pobres y en los enfermos aprenden nuestros amigos, que participan en nuestras tareas de formación cristiana, y aprendemos también nosotros, a descubrir y a amar la figura humana y divina de Jesucristo 100.
Estas últimas palabras indican por qué esas visitas forman cristianamente el alma: con ellas se aprende a ver a Cristo en las personas necesitadas (Mt 25, 34-40) y se graba en los corazones una dimensión esencial del amor al prójimo. Aunque no sea posible remediar materialmente la pobreza, no deja de tener sentido visitar a las personas necesitadas porque de este modo se lleva a la práctica aquel núcleo de la caridad que más que en "dar" está en "comprender", haciendo propios los problemas de los demás. Se ponen así las bases para afrontar en el futuro las diversas dificultades de los demás, también desde el punto de vista material, en la medida que sea posible para cada uno desde su posición en la sociedad, evitando la deformación de realizar "obras de caridad" sin verdadera "caridad", sin comprensión. Porque quien no supiera com-padecerse de la indigencia ajena, no podría llevar a cabo auténticas "obras de caridad" con los necesitados: más que levantarles, les humillarían. En relación con actitudes de este género, san Josemaría lamenta: ¡Cuántos resentidos hemos fabricado, entre los que están espiritual o materialmente necesitados! 101
Son múltiples los pasajes del Evangelio que muestran las atenciones del Señor, ungido por el Espíritu Santo "para evangelizar a los pobres" (Lc 4, 18; cfr. Mt 11, 5) 102. Baste uno solo: "Al desembarcar, vio Jesús una gran multitud, y se llenó de compasión, porque estaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas" (Mc 6, 34). El texto paralelo de san Mateo dice también que "curó a los enfermos" (Mt 14, 14). Jesús cura las enfermedades y enseña. Se compadece de las necesidades de sus hermanos los hombres. Al asumir nuestra naturaleza "ha tomado sobre sí nuestras enfermedades y cargado con nuestros dolores" (Is 53, 4; cfr. Mt 8, 17).
Compadecerse, hacer propios los dolores de los demás, es, como decíamos, la disposición básica para poner materialmente remedio –si es posible– a esas situaciones, de modo conforme a la dignidad de las personas, y para ayudar a sobrellevarlas enseñando el sentido redentor del dolor (lo cual es una verdadera liberación) 103. Incluso, quien se compadece cristianamente, puede ofrecer a Dios el dolor de sus hermanos los hombres, uniéndolo al sacrificio de Cristo. Tal fue la experiencia interior de san Josemaría en los años sucesivos a la fundación del Opus Dei, cuando dedicaba gran parte de su labor pastoral a la atención de pobres y enfermos. Además de confortarlos humanamente y de enseñarles el sentido cristiano del dolor, tomaba aquel caudal de sufrimientos como un tesoro para avalar su petición de que se hiciera realidad la Obra que Dios le había pedido:
Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada (...). Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos (...). La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas 104.
Para concluir este apartado, vale la pena reproducir con cierta amplitud un comentario de Álvaro del Portillo a la parábola del buen samaritano. Su propósito es mostrar la raíz evangélica de la enseñanza de san Josemaría, explicando cómo se expresa la caridad con los pobres y enfermos en el caso de quienes han recibido la llamada divina a santificarse en los deberes profesionales, familiares y sociales.
El samaritano que interrumpe su viaje para asistir al herido y llevarlo a la posada (cfr. Lc 10, 30 ss.), "es imagen de Cristo, modelo de alma sacerdotal, porque el dolor no es sólo medio de santificación en quien lo padece, sino en quien se compadece del que sufre y se sacrifica por atenderle (...). Una vez que ha trasladado personalmente el enfermo a la posada, ¿qué hace el samaritano? "Sacando dos denarios, se los dio al mesonero y le dijo: cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta" (Lc 10, 35): prosigue su camino, porque le incumben otros deberes que no puede descuidar. No es una disculpa, no es una evasión, no haría bien si permaneciera más tiempo: sería sentimentalismo, desatendería otras obligaciones. La misma caridad que le ha impulsado a detenerse, le mueve a continuar su viaje. Es Cristo quien nos ofrece el ejemplo (...). El afán de atender y remediar en lo posible las necesidades materiales del prójimo, sin descuidar las demás obligaciones propias de cada uno, como el buen samaritano, es algo característico de la fusión entre alma sacerdotal y mentalidad laical. (...).
"Para ocuparse del herido, el samaritano recurrió también al mesonero. ¿Cómo se hubiera desenvuelto sin él? (...) [San Josemaría] admiraba la figura de este hombre –el dueño de la posada– que pasó inadvertido, hizo la mayor parte del trabajo y actuó profesionalmente. Al contemplar su conducta, entended, por una parte, que todos podéis actuar como él, en el ejercicio de vuestro trabajo, porque cualquier tarea profesional ofrece de un modo más o menos directo la ocasión de ayudar a las personas necesitadas (...). Por otra parte, considerad que la preocupación por los pobres y enfermos –con el alma sacerdotal y la mentalidad laical propias de nuestro espíritu– os ha de impulsar a promover o a participar en labores asistenciales, con las que se trate de remediar, de modo profesional, esas necesidades humanas y muchas otras" 105.
Hemos hablado de cómo el vínculo sobrenatural de la fe y el vínculo humano de la solidaridad, influyen en el orden de la caridad. Ahora veremos que también hay vínculos particulares –de parentesco, de relación profesional o social, etc.– que dan lugar a peculiares exigencias de la caridad. San Josemaría no duda en afirmar que considera un celo hipócrita, embustero, el que empuja a tratar bien a los que están lejos, de paso que pisotea o desprecia a los que con nosotros viven la misma fe 106. Este aspecto que ya hemos considerando antes, como acabamos de decir, es preludio del que viene a continuación, en el que nos fijamos ahora: Tampoco creo que te intereses por el último pobre de la calle, si martirizas a los de tu casa; si permaneces indiferente en sus alegrías, en sus penas y en sus disgustos 107.
La caridad no se apoya principalmente en la amistad humana que se pueda tener con algunos, ya sea por razón de parentesco, o de relación profesional o de afinidad de carácter, de gustos o de aspiraciones, sino que se fundamenta en el amor a Dios (en que Dios ama a todos). Esto no significa, sin embargo, que la amistad carezca de relieve para la caridad. Todo lo contrario:
la relación entre caridad y amistad humana es estrechísima. "Vos autem dixi amicos" (Jn 15, 15): Jesús llama amigos a quienes ama con caridad sobrenatural.
(La caridad) se llena de matices más entrañables cuando se refiere (...) a los que, porque así lo ha establecido Dios, están más cerca de nosotros: los padres, el marido o la mujer, los hijos y los hermanos, los amigos y los colegas, los vecinos. Si no existiese ese cariño, amor humano noble y limpio, ordenado a Dios y fundado en Él, no habría caridad 108.
La relación entre caridad y amistad humana en la enseñanza de san Josemaría podemos enunciarla así: cuando la amistad existe previamente, la caridad la eleva; y si no existía antes, tiende a establecerla. En uno y en otro caso, la caridad, infundida por Dios en el alma (...), fundamenta sobrenaturalmente la amistad 109. El resultado es que en un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa 110.
¿Y qué manifestaciones tiene esa caridad para con tus hermanos? 111, se pregunta en una meditación, refiriéndose con "hermanos" no en general a los "hermanos en la fe", sino concretamente a aquellos con los que se convive. Responde: hacerles amable el camino de la santidad 112.
La caridad-amistad que predica san Josemaría busca para las personas con las que se tiene trato asiduo no sólo la santidad, sino "hacerles amable el camino de la santidad". Y esto presenta diversas manifestaciones que vamos a ver más de cerca en los apartados sucesivos.
a) Caridad y amistad
La amistad humana se puede describir –sin detenernos a precisar demasiado los términos, pues se trata de una cuestión amplísima– como una inclinación mutua entre dos personas, que lleva a buscar el bien del otro, no por propio interés ni sólo por justicia, sino gratuitamente y por moción también de los sentimientos o afectos, ordenados por las virtudes morales.
Ésta es la amistad "virtuosa", que quiere el bien para el otro y comporta la práctica de todas las virtudes, ya que hace falta ser prudente y justo para conocer y querer el verdadero bien del amigo (y por tanto, al menos implícitamente, lo que Dios quiere); y templado y fuerte, para buscarlo. Esta amistad virtuosa es la que es elevada por la caridad 113. De ella dice la Escritura que "quien encuentra un amigo, halla un tesoro" (Sir 6, 14).
Hay también una amistad que no es virtuosa porque no pone en juego las virtudes morales y no acierta a querer el verdadero bien del otro. Se puede dar fácilmente cuando se excluye a Dios de la amistad, y sobre todo cuando se quiere para otra persona algo que ofende a Dios o aparta de Él. A este tipo de relaciones se refiere san Josemaría cuando invita a preguntarse: eso... ¿es una amistad o es una cadena? 114 Tal "amistad" no es auténtica y no puede ser elevada por la caridad.
La caridad eleva la amistad, cuando ésta es auténtica ("virtuosa"). Es un amor a los demás por amor a Dios, que mueve a querer para los amigos lo que Dios quiere para ellos: que le conozcan y le amen como hijos suyos, que es el mayor bien. Es imposible que la caridad "instrumentalice" la amistad, porque no la pone al servicio de un fin distinto del bien de la otra persona. Al contrario, otorga a la amistad humana un fundamento superior, más noble y firme, y la conduce a su plenitud, pues busca para el otro no sólo un bien temporal sino la felicidad eterna. La caridad purifica a la amistad del egoísmo, pues quien ama así no aspira a ser querido por sí mismo sino por amor a Dios.
La caridad muestra también hasta dónde puede llegar la amistad. Hemos de ir con todos, si es preciso, hasta las mismas puertas del infierno: más allá, no; porque allí no se puede amar a Jesucristo 115. El recto amor a los demás, el que forma parte de la caridad, sólo puede existir mientras se pueda mantener el amor a Dios.
La parábola de las "vírgenes prudentes" (Mt 25, 1 ss.) enseña que hay que proveerse personalmente de lo necesario –del "aceite"– para el encuentro con Cristo, y que esas vírgenes hacen bien al no dar del suyo a las "necias", cuando esto implica perderlo ellas mismas. No es propio de la caridad prestar una ayuda que comporta apartarse de Dios. Una "entrega" a los demás que llevara a perder la propia amistad con Dios no puede ser caridad. No podemos dar del aceite nuestro si nuestra lámpara corre peligro de apagarse. Es lo que hicieron las vírgenes prudentes: no dar de su aceite a las necias (cfr. Mt 25, 1 ss). De modo que, si hay peligro para nuestra alma, ¡basta!, a huir, a cortar. Pero si no hay pe ligro, a dar, a dar mucho aceite 116 .
Si no existe una amistad previa, la caridad tiende a crearla. Un cristiano no se contenta con lo que san Josemaría llama caridad oficial, seca y sin alma 117. Ve en cada persona a un hijo de Dios, conocido y amado singularmente por Él, y por eso procura amar a cada uno como Dios le ama: no "en general" sino de modo irrepetible, como se ama a un amigo, con un afecto ordenado que siempre pasa por el Corazón Sacratísimo de Jesús 118, porque busca el bien que Jesucristo quiere.
Por la limitación humana, es imposible tener amistad con cada una de las personas que se conocen. Una parte importante del ejercicio de la caridad se dirige necesariamente no a personas singulares sino a muchas a la vez (a través del servicio que se presta a los demás con el trabajo profesional, o con iniciativas asistenciales y educativas, etc.). Pero es indudable que, en sí misma, la caridad "busca" el trato y la amistad personal, porque quiere el bien de cada persona. Lleva a sembrar comprensión, amistad. Que nuestra vida acompañe las vidas de los demás hombres, para que nadie se encuentre o se sienta solo 119.
b) "Apostolado de amistad y confidencia"
La misión apostólica, a la que tiende la caridad, se puede realizar de muchos modos. San Josemaría subraya uno específico, el apostolado de amistad y confidencia 120. Un modo visible en Jesús que llama amigos a los Apóstoles y les abre su corazón para introducirles en la vida divina: "os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer" (Jn 15, 15).
La relación entre caridad y amistad que hemos descrito antes nos permite comprender mejor el valor de esta forma de apostolado en el que la amistad se engrandece y eleva: Cuando te hablo de "apostolado de amistad" –aclara san Josemaría– me refiero a amistad "personal", sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón 121.
El apostolado de amistad y confidencia responde plenamente al espíritu de filiación divina, es expresión cabal del "amor de los hijos de Dios a los hijos de Dios", a quienes Él ama personalmente: a cada uno de modo único e irrepetible. La amistad que se establece es, por tanto, la más profunda, la que mejor corresponde a esa dignidad personal que pide un diálogo en el que se abren el corazón y la mente: la confidencia. La amistad facilita la confidencia; y hace así posible el apostolado de la doctrina, el acercamiento al Señor de esas almas, de esos amigos cuyo bien deseamos 122. El término confidencia indica dos cosas: que se comunica algo "confidencial" o íntimo, y que se "confía" en la otra persona.
Este modo apostólico responde también adecuadamente a la llamada a santificarse en las actividades temporales, que comportan el trato habitual con colegas de trabajo y con otras personas en la vida social y familiar.
De esa convivencia tomáis ocasión para acercar las almas a Cristo Jesús, y es lógico que no la rehuyáis. Más aún, es preciso que la busquéis, que la fomentéis, porque sois apóstoles, con un apostolado de amistad y de confidencia, y (...) el trato noble y sincero con todos es el medio humano de vuestra labor de almas 123.
A través del trato individual con vuestros compañeros de profesión o de oficio, con vuestros parientes, amigos y veci nos, en una labor que muchas veces he llamado apostolado de amistad y de confidencia, sacudiréis su modorra, abriréis horizontes amplios a su existencia egoísta y aburguesada, les complicaréis la vida, haciendo que se olviden de sí mismos y comprendan los problemas de quienes les rodean. Y estad seguros de que, al complicarles la vida, les lleváis –tenéis experiencia– al gaudium cum pace, a la alegría y a la paz 124.
El "apostolado de amistad y confidencia" no es la única manera de realizar la misión apostólica en la enseñanza de san Josemaría. Hay otros modos de sembrar la fe y el amor a Dios que se distinguen de éste por dirigirse a varias personas a la vez, a través de clases o de diversas actividades en las que se difunde el espíritu cristiano. Pero también entonces, como hemos anticipado antes, san Josemaría impulsa a llegar, si es posible, al trato personal, buscando acercar a Dios a los demás, uno a uno.
No estará de más hacer notar que, en términos generales, san Josemaría desaconseja el apostolado de amistad y confidencia con personas de distinto sexo, fuera del ámbito de las relaciones familiares o de las que establecen normalmente un varón y una mujer con vistas al matrimonio o con esa posibilidad. El motivo es que, objetivamente, la comunicación que implica ese apostolado conlleva un compartir pensamientos, esperanzas, dificultades, etc., que entre personas de distinto sexo favorece normalmente la posibilidad de una atracción mutua. Teniendo en cuenta el desorden de la concupiscencia, esa atracción –fuera del ámbito familiar o de la posible formación de una nueva familia, como ya se ha señalado– puede desviar la rectitud de intención en el apostolado e incluso exponer a peligros para la castidad y la fidelidad al amor a Dios (y, en el caso de una persona casada, también para la fidelidad al propio cónyuge). La experiencia corrobora la oportunidad de este consejo. No estamos hablando aquí del tema general de la amistad entre personas de distinto sexo, que es mucho más amplio, sino concretamente del "apostolado de amistad y de confidencia" que enseña san Josemaría con ocasión del trabajo profesional o de la vida social.
Desde esta perspectiva se comprende también que las actividades de formación cristiana colectiva –retiros espirituales, cursos de retiro, etc.– que san Josemaría promovió y enseñó a promover, tienen lugar separadamente para hombres y mujeres, pues se trata de actividades estrechamente dependientes del apostolado personal de amistad y confidencia, del que provienen y al que se orientan (aparte de otras razones de conveniencia, como la de adaptar lo mejor posible el contenido de la formación a las exigencias específicas de quienes la reciben).
La dirección espiritual que imparten los sacerdotes a mujeres no es una excepción de lo anterior porque no es "apostolado personal de amistad y confidencia", sino ejercicio de un ministerio en el que la confidencia no es mutua.
c) "Cariño humano y sobrenatural"
Desafortunadamente, el término "caridad" ha adquirido en el lenguaje corriente a veces un significado reductivo. Para evitar equívocos, san Josemaría enseña que nuestra caridad ha de ser también cariño, calor humano 125. Quiere indicar que, con quienes nos rodean, ha de integrar necesariamente el afecto humano, elevándolo. Ha de ser cariño humano y sobrenatural, verdadera caridad de Cristo 126.
Para ilustrar esta idea recordaba en ocasiones la queja de una enferma ante la actitud de quienes la asistían: me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño 127. Y comentaba que esa separación entre "caridad" y "cariño" no es cristiana.
El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones (...). Nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Ésa, y no otra, es la caridad que hemos de cultivar en el alma, la que nos llevará a descubrir en los demás la imagen de Nuestro Señor 128.
Frente a todos los cínicos, a los escépticos, a los desamorados, a los que han convertido la propia cobardía en una mentalidad, los cristianos hemos de demostrar que ese cariño es posible 129.
Como ejemplo de este modo profundamente "humano" de vivir la caridad sobrenatural, invita a contemplar la conducta de los primeros discípulos de Cristo.
Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad cómo se aman (Tertuliano, Apologeticum, 39), repetían 130.
Las expresiones exteriores de ese cariño con los más próximos serán diversas según los casos. Evidentemente, hay unas manifestaciones sensibles del afecto humano que resultan adecuadas en el ámbito familiar, pero que no lo serían fuera de ese entorno; y hay otras que son propias de la amistad con quienes se tratan a diario, pero que serían inadecuadas en otras circunstancias. No obstante, en conjunto, las relaciones familiares y de amistad más estrecha constituyen el punto de referencia de lo que ha de ser el "cariño humano" propio de la caridad. No basta la caridad oficial, fría. ¡Cariño!, humano y sobrenatural. Hemos de poner el cariño de Cristo inflamado de amor a los hombres, a su Madre, a los Apóstoles, a Lázaro 131.
Por su parte, la caridad transfigura el cariño humano, lo purifica, lo ennoblece, lo libera de las formas sutiles de egoísmo que puede encubrir la cordialidad o la ternura.
Cuando el cariño pasa por el Corazón Sacratísimo de Jesús y por el Dulcísimo Corazón de María, la caridad fraterna se ejercita con toda su fuerza humana y divina. Anima a soportar la carga, quita pesos, asegura la alegría en la pelea. No es algo pegadizo, es algo que fortalece las alas del alma para alzarse más alta; la caridad fraterna, que no busca su propio interés (cfr. 1Co 13, 5), permite volar para alabar al Señor con un espíritu de sacrificio gustoso 132.
Muchas de las exhortaciones de san Josemaría a no separar la caridad del cariño humano, se dirigen concretamente a los fieles del Opus Dei que tienen entre sí un trato directo por razones de formación y de apostolado. En estos casos, la mayor parte de las veces no ha habido entre ellos una amistad humana precedente, ni tampoco tiene por qué existir una afinidad de caracteres, opiniones y gustos. Los ha reunido la llamada divina a recorrer un mismo camino específico de santificación y de apostolado por amor a Cristo, y éste es el fundamento de una especial fraternidad llena de cariño 133, que hace patente –no se cansa de repetirlo– que nos une también el cariño humano 134. En la experiencia de esta realidad ve un ejemplo más de cómo pervive en la Iglesia la fraternidad de los primeros cristianos, retratada en la Escritura con palabras conmovedoras: "la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32) 135. Con alegría y agradecimiento a Dios escribe que no son pocas las almas que han descubierto el Evangelio en este calor cristiano de nuestro hogar, donde nadie puede sentirse solo, donde nadie puede padecer la amargura de la indiferencia 136.
d) "Querer a los demás con sus defectos"
Si no quieres más que las buenas cualidades que veas en los demás –si no sabes comprender, disculpar, perdonar–, eres un egoísta 137. Una actitud de este género no es caridad sino egocentrismo. San Josemaría acostumbra a decir que se ha de querer a los demás con sus defectos, con sus maneras de ser 138.
¿Qué se debe entender en este contexto por "defecto"? No, ciertamente, la carencia involuntaria de una cualidad natural (por ejemplo, una limitación física, o la falta de memoria o de otros bienes de naturaleza), y mucho menos la sencilla espontaneidad de tantas personas que no han recibido una educación refinada, a las que se refiere san Josemaría cuando dice: dejadlos con su modo de hablar, con su modo de comportarse, con aquella noble tosquedad encantadora 139. Por "defecto" se entiende aquí solamente la falta de una cualidad moral que alguien necesitaría para desempeñar mejor sus deberes y que en principio podría adquirir, con la ayuda de Dios y poniendo empeño (por ejemplo, ser más constante, o servicial, o alegre...). Cabría precisar más esta noción, pero no es necesario para explicar que la caridad lleva a querer a los demás "con sus defectos", en este último sentido. La razón es no sólo que Dios no les deja de amar porque los tengan, sino que los ama "con esos defectos" en cuanto que son o pueden ser ocasión para luchar por superarlos, por amor suyo.
Puede parecer que "querer a los demás con sus defectos" no se conjuga con el hecho de que la caridad hace desear el bien de la persona amada, ya que esas deficiencias morales que podrían remediarse (al menos en principio y considerándolas una a una), no son un bien en sí mismas. Pero san Josemaría no enseña que la caridad ama los defectos en sí mismos, sino que ama que los demás se comporten bien –como Dios quiere– en relación con esos defectos, lo que implica reconocerlos y procurar superarlos por agradar a Dios y servir mejor a los demás.
La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad –insisto– está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios 140. Siempre es posible que una persona luche así, con más o menos éxito, o al menos que llegue a luchar así más adelante: por esto hay que querer a los demás como son, incluso en el caso de que actualmente no reconozcan sus faltas ni las quieran evitar. San Josemaría –escribe José María Barrio– enseña que los cristianos "han de quererse santos y, a la vez, quererse con sus defectos. Pese a la apariencia, ambas cosas no son incompatibles. De hecho, no hay modo de querer realmente que no sea querer la realidad de lo querido, y la realidad de todo ser humano incluye aspectos positivos y otros que no lo son tanto. Yo no puedo querer a alguien por sus defectos, pero sí puedo quererle con ellos. Ciertamente la caridad cristiana significa querer a los demás luchando contra sus imperfecciones, y ayudarles –humana y sobrenaturalmente– en esa lucha" 141.
Jesucristo escogió como Apóstoles a unos hombres con carencias patentes y les amaba con ternura, aun sabiendo que le iban a negar y teniendo que rogar al Padre para que se convirtieran (cfr. Lc 22, 31-34). San Josemaría recuerda que Dios llama a la santidad a personas con miserias 142. Y añade: yo también las tengo y también he luchado y lucho 143. La experiencia de las miserias humanas, ajenas y propias, no es motivo para que se enfríe la caridad; al contrario, es ocasión para ahondar en ella: para que sea más humana y más sobrenatural.
Rezad por mí: yo rezo por vosotros, y comprendo vuestros defectos, y os quiero como sois, con defectos: y vosotros debéis tener el corazón grande, para querer a todas las criaturas de la tierra con sus defectos, con sus maneras de ser. –Padre, ¿usted quiere nuestros defectos? –Cuando lucháis por quitarlos, ¡los quiero!, porque son un motivo de humildad, y ha dicho aquél –que es el primer literato de Castilla– que la humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay ninguna que lo sea. Por eso amo vuestros defectos 144.
Según estas palabras, no se trata sólo de amar a una persona "a pesar de sus defectos"; es preciso amarla "con sus defectos", y no porque se aprueban sino porque le llevan (o le llevarán) a luchar por amor a Dios, con humildad. En este sentido, san Josemaría "ama" incluso los defectos mismos. ¿Y si son ostensibles e incluso desagradables? Precisamente entonces se manifiestan los rasgos inconfundibles de la caridad, porque el verdadero amor a Dios no da importancia a que una determinada manera de comportarse resulte "desagradable", pues el propio gusto no tiene por qué ser la medida de lo bueno; lo absolutamente "desagradable" es sólo aquello que desagrada a Dios. La mirada de la caridad penetra hasta el corazón del prójimo. De ahí que a veces no conceda demasiada importancia a ciertas miserias patentes, y en cambio la dé a otras menos visibles y que quizá no se oponen a lo "socialmente correcto", pero que desagradan a Dios. San Josemaría ponía como ejemplo gráfico el modo distinto de juzgar un gesto grosero de un niño, por parte de un espectador extraño y de la propia madre. Dejamos la cita para el apartado siguiente, ya que contiene también otra enseñanza que nos interesará destacar allí. Ahora nos basta la conclusión: No manifestéis repugnancia por pequeñeces espirituales o materiales, que no tienen demasiada categoría. Mirad a vuestros hermanos con amor 145.
También es muy característico de la caridad amar al prójimo no sólo cuando acepta sus faltas y se esfuerza por mejorar, sino también cuando no las reconoce ni quiere cambiar. La caridad ama a los demás con sus defectos por el hecho principal de que Dios quiere que luchen y los llama a hacerlo, aunque de momento no respondan, sabiendo que Dios cuenta con el tiempo para que se decidan a luchar; y mientras tanto cuenta también con el cariño humano y sobrenatural de quienes les rodean. Este es el consejo de san Josemaría: Llénate de alegría, con la certeza de que el Señor a todos ha concedido la capacidad de hacerse santos, precisamente en la lucha contra los propios defectos 146.
Al mismo tiempo, cuando enseña a amar a los demás con sus defectos, no deja de puntualizar: si no son ofensa de Dios 147. El pecado no puede agradar al Señor. Él ha dicho "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48), y la perfección cristiana consiste en el amor. Por eso la persona que tiene defectos puede agradar a Dios si lucha por amor, ya sea que los vaya superando o que se pase la vida batallando por vencerlos. Pero el pecado es lo opuesto al amor a Dios: es una ofensa a Dios y no se puede amar. La caridad inclina entonces a querer únicamente que esa persona se convierta, pues eso es lo que Dios quiere. Se le ha de amar aunque ofenda a Dios, pero no se puede amar que le ofenda.
Querer a los demás con sus defectos manifiesta también esa dimensión profunda de la caridad que hace ver en los demás un don de Dios. Pues precisamente los defectos ajenos pueden convertirse en ocasión para descubrir y corregir los propios. El diamante se pule con el diamante..., y las almas, con las almas 148. Esta frase, que se refiere en general a la potencialidad purificadora de los diversos temperamentos y caracteres –sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes (...) de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección? 149–, se aplica sin duda también a los defectos. El prójimo es don de Dios para uno mismo no sólo por sus cualidades positivas sino también por sus deficiencias. De ahí que apartarse de una persona por sus faltas sería contrario a la caridad, tanto porque no se le "da" ayuda como porque no se "recibe" lo que Dios quiere darnos a través de esa persona.
Lógicamente, si la caridad mueve a querer a los demás con sus miserias, más aún se complace en sus virtudes, porque reflejan la gloria de Dios. Y también quiere a los demás "con sus buenas cualidades" de salud, inteligencia, simpatía, bienes materiales, etc., pero no los quiere por lo que tienen sino por lo que son. No aprecia más a quien tiene esas cualidades, sino a quien las usa para amar a Dios. Lleva a ayudarles a que lo hagan así, reconociéndose administradores de bienes que han recibido de Dios. "La caridad (...) no es envidiosa" (1Co 13, 4): se alegra siempre por el verdadero bien de los demás.
e) Comprensión, misericordia, corrección fraterna
En relación con las faltas del prójimo, la caridad inclina a la vez a la comprensión y a la corrección fraterna.
Por lo que se refiere a la comprensión, ya se dijo que la caridad no está sólo en darse sino en acoger y hacer propio lo de los demás. Cuando lo que se "hace propio" son miserias, la comprensión se llama "misericordia", porque consiste en llevar en el corazón las necesidades espirituales y materiales de los demás 150. El Amor de Cristo es un "Amor misericordioso", ya que Él ha hecho suyos nuestros dolores y cargado con nuestras miserias (cfr. Is 53, 4-5; Mt 8, 17). También el amor de un cristiano ha de ser misericordioso: un amor que "comprende" las miserias (en el sentido de que las abarca o las contiene). No le son ajenas sino que las padece como propias, con la conciencia clara de que todos necesitamos de la misericordia divina, según las palabras del Señor: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5, 7).
La misericordia es una forma de caridad propia de los padres, como muestra la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 20-24). Dios Padre es "rico en misericordia" (Ef 2, 4). Pero también es propia de los hijos respecto a sus hermanos, pues en relación con ellos han de tener corazón de padre, como Cristo que, siendo "primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29), llama a sus discípulos "hijos" e "hijitos" (cfr. Jn 13, 33), porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cfr. Jn 14, 10-11) 151. Para enseñar de modo gráfico este aspecto de la caridad, san Josemaría evoca el cariño de las madres, lleno de visión positiva de los defectos (es el texto que anunciábamos en el apartado anterior):
Siguiendo el ejemplo del Señor, comprended a vuestros hermanos con un corazón muy grande, que de nada se asuste, y queredlos de verdad. Yo os quiero como os quieren vuestras madres: porque procuráis ser santos y porque sois muy majos (...). Al ser muy humanos, sabréis pasar por encima de pequeños defectos y ver siempre, con comprensión maternal, el lado bueno de las cosas. De una manera gráfica y bromeando, os he hecho notar la distinta impresión que se tiene de un mismo fenómeno, según se observe con cariño o sin él. Y os decía –y perdonadme, porque es muy gráfico– que, del niño que anda con el dedo en la nariz, comentan las visitas: ¡qué sucio!; mientras su madre dice: ¡va a ser investigador! Hijas e hijos míos, ya me comprendéis: hemos de disculpar. No manifestéis repugnancia por pequeñeces espirituales o materiales, que no tienen demasiada categoría. Mirad a vuestros hermanos con amor y llegaréis a la conclusión –llena de caridad– de que ¡todos somos investigadores! 152
El amor misericordioso de Dios no sólo se manifiesta en que no rechaza a sus hijos: además, los corrige para que se conformen a la imagen del Hijo. Es una corrección para nuestro bien, que la Sagrada Escritura exhorta a recibir como muestra de amor: "Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando Él te reprenda; porque el Señor corrige al que ama y azota a todo aquel que reconoce como hijo" (Hb 12, 5-6). El Señor reprende a los Apóstoles en diversas ocasiones, incluso fuertemente, como a Pedro cuando trata de oponerse al anuncio de la Pasión: "¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres" (Mt 16, 23). Le corrige para impedir que intente apartarle del bien (o de incitarle al mal, lo cual es propio de Satanás). Le corrige por amor a su Padre y porque ama a Pedro.
En otro momento Jesús enseña a los discípulos que también ellos han de saber corregir cuando resulte necesario. "Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano" (Mt 18, 15) 153. La caridad, que es comprensión, inclina también a la corrección fraterna porque lo exige el bien de las almas. Comprender las miserias, hacerlas propias, no es justificarlas, llamando bien a lo que está mal. Comprender y disculpar no significa que cedamos en cosas injustas, porque eso sería también desorden y causaría perjuicios 154. La comprensión no ha de confundirse con la actitud del "amigo bonachón" que aprueba todo. Más que verdadera comprensión mostraría desinterés, despreocupación por el auténtico bien del otro.
San Josemaría vio con lucidez la importancia de la corrección fraterna como muestra clara de la virtud sobrenatural de la caridad 155, como prueba de sobrenatural cariño y de confianza 156 y como la mejor manera de ayudar, después de la oración y del buen ejemplo 157. La grandeza de la corrección fraterna se manifiesta en que en aquel momento eres instrumento de Dios 158. Tiene un claro carácter sacerdotal que se reconoce en el sacrificio que comporta: la corrección fraterna cuesta; más cómodo es inhibirse; ¡más cómodo!, pero no es sobrenatural. –Y de estas omisiones darás cuenta a Dios 159. Además de recordar su valor, san Josemaría impulsaba a su alrededor la práctica de la corrección fraterna también como manifestación de lealtad hacia los demás, y como medio para velar por la unidad de los fieles entre sí y con la autoridad en la Iglesia (cfr. Ga 2, 14).
Advierte, sin embargo, del peligro de la subjetividad. Lo que vemos como defectos en los demás, muchas veces es defecto de nuestra visión 160. Por eso invita a que uno examine, antes de corregir, la propia conducta en ese mismo punto, porque puede suceder que no se trate de una falta objetiva sino de algo que simplemente no nos agrada a nosotros. Los defectos que ves en los demás quizá son los tuyos. "Si oculus tuus fuerit simplex..." –Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado; mas si tienes malicioso tu ojo, todo tu cuerpo estará oscurecido. Y más aún: "¿cómo te pones a mirar la mota en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que está dentro del tuyo?" 161
Para asegurar la objetividad y rectitud del juicio, enseñó a consultar la posible corrección, antes de hacerla, con quien tiene autoridad y prudencia para juzgar de su acierto y conveniencia.
f) Saber perdonar: "ahogar el mal en abundancia de bien"
Cuando san Josemaría quiere mostrar la grandeza del amor de Dios Creador y Redentor, ve su máxima expresión en el perdón de los pecados: ¡Un Dios que perdona!... ¿no es una maravilla? 162 Perdonar es algo divino 163. Por eso es tan propio de los hijos de Dios. Un hombre que sabe perdonar tiene en su carácter algo divino, porque sólo Dios nos ha enseñado a perdonar así 164.
"Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos" (Mt 5, 43-45). San Josemaría comenta así estas palabras:
Podemos no sentirnos humanamente atraídos hacia las personas que nos rechazarían, si nos acercásemos. Pero Jesús nos exige que no les devolvamos mal por mal; que no desaprovechemos las ocasiones de servirles con el corazón, aunque nos cueste; que no dejemos nunca de tenerlas presentes en nuestras oraciones 165.
Un cristiano no puede considerar enemigo a nadie, porque sería querer un mal para alguien, y quien sigue a Cristo ha de querer siempre el bien para todos.
No tengas enemigos. –Ten solamente amigos: amigos... de la derecha –si te hicieron o quisieron hacerte bien– y... de la izquierda –si te han perjudicado o intentaron perjudicarte– 166.
Sí puede ocurrir que otros consideren a un cristiano como enemigo, ya sea por motivos solamente humanos (opiniones contrastantes, intereses enfrentados, envidias, etc.), ya sea precisamente porque es discípulo de Cristo, como Él mismo anunció: "Seréis odiados por todas las gentes a causa de mi nombre" (Mt 24, 9).
La caridad lleva a amar también a estos "enemigos": a pedir a Dios perdón para ellos, como Cristo en la Cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34); y a querer que se conviertan, no sólo ni principalmente para dejar de ser maltratados por ellos, sino ante todo para que no ofendan a Dios y sean buenos hijos suyos. Refiriéndose al amor a los enemigos, el Señor enseña: "Al que te hiere en la mejilla preséntale también la otra, y al que te quite el manto no le niegues tampoco la túnica" (Lc 6, 29). Queda claro que lo de menos es recibir ofensas o malos tratos, hasta el punto de que –si el daño no fuera más que ese– la caridad lo permite y soporta. Lo grave es que van contra Dios al tratar injustamente a sus hijos.
San Pablo resume así la actitud cristiana: "No devolváis a nadie mal por mal: buscad hacer el bien delante de todos los hombres. Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos los hombres. No os venguéis, queridísimos, sino dejad el castigo en manos de Dios, porque está escrito: Mía es la venganza, yo retribuiré lo merecido, dice el Señor. Por el contrario, si tu enemigo tuviese hambre, dale de comer; si tuviese sed, dale de beber; al hacer esto, amontonarás ascuas de fuego sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 17-21). San Josemaría concluye de estas palabras:
Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (cfr. Rm 12, 21) 167.
La caridad con esas personas puede exigir a veces poner los medios para impedir que hagan el mal, pero otras veces puede llevar a no impedírselo. Jesús se ocultó en ocasiones de los que querían darle muerte (cfr. Jn 8, 59; Jn 12, 36); pero cuando llegó su hora no impidió que le crucificaran y pidió al Padre que les perdonara. El camino para que otro se convierta no siempre pasa por imposibilitar que cometa una injusticia (cfr. 1P 3, 14-17), quizá con más razón cuando alguien obra mal y causa daño pensando que está obrando bien. Incluso puede suceder que personas dadas a Dios sean el instrumento para el mal, putantes se obsequium praestare Deo, pensando que hacen servicio a Dios 168. San Josemaría tuvo que padecer mucho en este sentido, y dio un ejemplo de caridad heroica, rezando por quienes le perseguían y aprovechando esos ataques como ocasión de purificación personal y de penitencia. Tanto si querían hacerle daño por ir contra Dios, como si lo hacían pensando en servirle, enseñaba a amar a los que persiguen y a ver en la misma persecución una ocasión para identificarse con Cristo. Esta actitud era fuente de una alegría y de una paz humanamente inexplicables 169.
La caridad "es amistad del hombre principalmente con Dios, y por consiguiente con todo lo que es de Dios, entre lo que se encuentra el mismo hombre que tiene la caridad. Y de este modo, entre las cosas que el hombre ama con caridad, como pertenecientes a Dios, está que se ame a sí mismo" 170. Estas palabras del Doctor común nos pueden servir de base para exponer la enseñanza de san Josemaría.
Mencionemos ante todo la relación del amor a sí mismo con el amor a Dios. Para san Josemaría, la caridad mueve a dirigirse confiada y filialmente a Dios diciendo: quiero, en todo, lo que Tú quieras 171. Y lo que Dios quiere para cada uno es su unión con Él: la santidad, que comporta la plena felicidad. El recto amor a sí mismo busca, por tanto, la santidad y los medios para alcanzarla. Este es el bien supremo que se ha de desear para uno mismo y al que se debe subordinar cualquier otro deseo. Todo eso, que te preocupa de momento, importa más o menos. –Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves 172. Vamos a detenernos algo más en este punto.
El bien que la caridad persigue es ser como Dios quiere que seamos: santos y perfectos en el amor (cfr. Ef 1, 4), con una perfección que incluye todas las virtudes cristianas. En consecuencia, la caridad impulsa a poner los medios para alcanzar ese fin: tanto los sobrenaturales (por ejemplo, la participación en los sacramentos y la oración) como los humanos; y, entre estos últimos, los espirituales (la cultura, la libertad civil, etc.) y los materiales (la salud, las condiciones materiales de vida).
Vale la pena hacer notar de nuevo que las condiciones materiales de vida deben buscarse porque en sí mismas están al servicio de la perfección humana y cristiana. San Josemaría habla de la conveniencia de un mínimo de bienestar para practicar las virtudes cristianas, para estar en condiciones de trabajar y para que se desarrolle con dignidad y sin estridencias la personalidad humana 173. Este bienestar material se advierte de modo ejemplar en la sencillez del hogar de Nazaret, que fue testigo de la vida oculta de Jesús 174. Otras veces san Josemaría se refiere al mínimo de bienestar imprescindible para la lucha ascética y para el apostolado 175, y para trabajar intensamente, durante muchos años, en servicio de Dios y de las almas 176. No es una necesidad absoluta, ya que hasta la carencia de esas condiciones materiales básicas puede transformarse en medio de unión con Cristo. Es, en circunstancias normales, una necesidad relativa a la tarea de santificar el mundo desde dentro de las actividades civiles y seculares.
En este sentido, es importante cuidar la salud y la buena forma física, no por vanidad o autocomplacencia sino por amor a Dios.
Aceptamos gustosamente la enfermedad, cuando el Señor nos la envíe; pero debemos hacer lo posible para estar sanos y fuertes, con el fin de trabajar por Jesucristo, por la Iglesia, por las almas 177. Tenéis, por eso, que cuidaros, para morir viejos, muy viejos, exprimidos como un limón, aceptando desde ahora la Voluntad del Señor 178.
Santo Tomás considera que "el hombre debe amar a su propio cuerpo por caridad", y da la siguiente explicación: "Nuestro cuerpo puede considerarse bajo dos aspectos: según su naturaleza, o según la corrupción de la culpa y de la pena. Según su naturaleza, nuestro cuerpo ha sido creado no por el principio del mal, como dicen las fábulas maniqueas, sino por Dios, y de ahí que podamos emplearlo a su servicio, según leemos en la Escritura: "usad vuestros miembros como arma de justicia para Dios" (Rm 6, 13). Y así, por el amor de caridad con que amamos a Dios, debemos también amar nuestro cuerpo" 179. Esta reflexión está en la base de la enseñanza de san Josemaría que acabamos de mencionar. Citamos también las palabras que siguen, que ayudan a comprender que la mortificación corporal cristiana no contradice el amor al cuerpo (tema del que hablaremos en el capítulo 8º): "Pero no debemos amar en el cuerpo la infección de la culpa [del pecado] y la corrupción de la pena, sino anhelar extirparlas con el deseo de la caridad" 180.
La entrada triunfante de Jesús en Jerusalén a lomo de un borrico, sugiere a san Josemaría una comparación con el cristiano que ha de servir a Cristo también con su cuerpo.
Es el cuerpo, efectivamente, al mismo tiempo, amigo y enemigo de nuestra vida sobrenatural. Si lo matamos, Nuestro Señor se queda sin borriquito. Hay que procurar que el borriquito sea dócil, pero también que esté fuerte y sano, para que pueda cumplir su tarea de servir a Dios 181.
Hemos visto que el amor de sí mismo es parte integrante de la caridad, inseparable del amor a Dios. También lo es del amor a los demás. No podría tener amistad con los demás quien no se amara rectamente a sí mismo, porque en ambos casos se ama lo que Dios ama. Incluso, la medida del amor al prójimo viene dada por el amor a uno mismo, según las palabras de la Escritura: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18; cfr. Mt 22, 39; Mc 12, 31).
Puede ser útil mencionar un razonamiento de santo Tomás que ayuda a profundizar en estas palabras de la Escritura y a comprender mejor la afirmación ya citada de que "hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios". Partiendo de que la amistad es fundamento de la caridad con los demás, el Aquinate observa que "propiamente uno no tiene amistad consigo mismo, sino otra cosa mayor que ella, ya que la amistad comporta unión, pues el amor es "poder unitivo" y cada uno tiene consigo mismo una unidad que es mayor que cualquier otra unión" 182. Por eso, el precepto "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" indica que el amor a los demás ha de ser tal que instaure una unión con ellos análoga a la que uno tiene consigo mismo. Esto es posible por la gracia de Cristo, que repara la disgregación producida por el pecado dentro de nosotros mismos y nos une a todos en la unidad de la Santísima Trinidad (cfr. Jn 17, 23.25-26).
San Josemaría habla de esta necesidad del amor a sí mismo para amar a los demás, aplicándola sobre todo al apostolado. El discípulo de Cristo ha de preocuparse de buscar la propia santidad, poniendo los medios, si verdaderamente quiere ayudar todo lo posible a que los demás sean santos.
Alma de apóstol: primero, tú. (...) No suceda –dice San Pablo– que habiendo predicado a los otros, yo vaya a ser reprobado 183.
Por otra parte, quien no amara a los demás, tampoco podría amarse a sí mismo, porque este amor implica buscar para sí el bien que Dios quiere, y parte integrante de ese bien es la comunión con los demás, concretamente la entrega a las personas con las que se convive. Es preciso darse a los demás para alcanzar la propia plenitud 184.
A la vez que el Señor enseña el amor a uno mismo, declara también que si alguno no "odia su propia vida" no puede ser su discípulo (cfr. Lc 14, 26). A primera vista parece una contradicción, pero no la hay si se considera que junto al amor recto de sí mismo hay otro que es el polo opuesto de la caridad. No es sólo "falta de amor a Dios" sino "amor a sí mismo en lugar de Dios": "amor propio" desordenado o "egoísmo", que es la forma primigenia de la idolatría. El cristiano no se debe amar de este modo; debe huir de la idolatría, "odiarla". La verdadera caridad busca la propia perfección y felicidad porque Dios la quiere, y rechaza u "odia" la realización de la propia vida de espaldas a Dios. San Josemaría lo expresa de un modo radical: Si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible 185.
El amor propio desordenado es patente cuando se quieren para uno mismo cosas claramente opuestas a la Ley de Dios. Pero puede haber también egoísmo cuando el objeto del querer es algo en sí lícito, que se busca, sin embargo, haciendo caso omiso de la concreta voluntad de Dios. El egoísta no es el que quiere algo para sí, sino el que lo quiere de modo desordenado. Por esto se pueden pretender por egoísmo cosas buenas, incluso las mismas que se podrían pretender por amor a Dios. A este género de egoísmo están más expuestos quienes deliberadamente persiguen la meta de la santidad. San Josemaría lo describe en el siguiente punto de Surco, que ayuda a desenmascarar formas encubiertas de amor propio desordenado:
Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas..., ¡pero notas que te falta algo!
Lleva a tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad –la lucha para alcanzarla– es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por Él, a los demás. Quizá descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega; y, como amas desordenadamente "tu santidad", eres envidioso.
Te "sacrificas" en muchos detalles "personales": por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti 186.
El objeto de estas palabras es avisar de una insidia que está siempre al acecho, porque no basta que nuestras acciones sean buenas por su objeto, sino que lo han de ser también por su fin y, en definitiva, por el fin último. Si éste no es el amor a Dios sino el amor propio, hasta las acciones más santas se corrompen y la personalidad se forma de un modo opuesto a la de Jesucristo, que es modelo del perfecto amor de sí precisamente porque ha venido a entregarse totalmente por nosotros.
Mirad constantemente a Jesús que, sin dejar de ser Dios, se humilló tomando forma de siervo (cfr. Flp 2, 6-7), para poder servirnos (...). Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio 187.
"Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24). En el lenguaje corriente, "negarse a sí mismo" o "abnegarse" es renunciar al propio interés y estar dispuesto a sacrificarse por el bien de alguien. La abnegación cristiana es una realidad mucho más profunda: es un aspecto de la caridad, y por tanto hace referencia ante todo a Dios. Es "negación de sí mismo" ante Dios: negación de ser algo por uno mismo, sin Dios; rechazo del amor propio: una afirmación del amor a Dios unida al deseo de seguir a Cristo llevando la cruz.
Sólo captando este sentido radical de la abnegación se puede entender su valor positivo en la tradición cristiana y la forma en que lo expresa san Josemaría, con su testimonio personal:
Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. ¿Habéis contemplado amor más grande? 188
La afirmación de la propia "nada" no se opone a la verdad de que Dios nos ha comunicado el ser. "No soy nada" no significa "no soy en absoluto", sino "no soy nada por mí mismo"; es decir, no hay nada de ser y de bien en mí, por mí mismo, y por tanto no he de amarme por mí mismo, sino por Dios, para darle gloria. Es la doctrina de san Pablo: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?" (1Co 4, 7). La cristiana "negación de sí" –la abnegación de un hijo de Dios– implica la afirmación de que todo el bien que hay en nosotros es don de Dios, y de que hemos de amarlo por Dios. Se niega todo valor de sí mismo que no sea debido a Dios, haciendo surgir de esa negación un reconocimiento más fuerte de la propia dignidad filial. Con esta actitud radical de saberse "nada", el hombre deja de buscar el propio interés y se sacrifica por amor a Dios y a los demás.
Normalmente, negarse a cometer un pecado –una acción que es pecado por su objeto–, no se suele llamar abnegación. En todo caso, la abnegación cristiana no se limita a negarse al pecado: es la renuncia a cosas en sí lícitas y buenas, por amor a Dios y al prójimo, para servir a los demás.
¿Cómo haré yo para que mi amor al Señor continúe, para que aumente?, me preguntas encendido. –Hijo, ir dejando el hombre viejo, también con la entrega gustosa de aquellas cosas, buenas en sí mismas, pero que impiden el desprendimiento de tu yo...; decir al Señor, con obras y continuamente: "aquí me tienes, para lo que quieras" 189.
Bajo esta perspectiva resulta claro que la "abnegación" cristiana no es una actitud negativa: está transida de amor a Dios. No hay nada en la vida espiritual que sea simple negación, ni siquiera como condición para una afirmación posterior ("negarse a sí mismo para después poder amar a Dios"): la abnegación misma es ya amor a Dios, es afirmación. La invitación de Jesús: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24), no significa que en su seguimiento haya un primer "momento" negativo (negarse a sí mismo) y otro posterior positivo (tomar la Cruz), sino que la misma abnegación por amor tiene valor redentor (es tomar la Cruz), y que todo "tomar la Cruz" implica abnegación. Consiste en que disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30), hace falta que Él crezca y que yo disminuya 190.
"Olvido de sí" es otra expresión frecuente en san Josemaría. Viene a ser como la manifestación más honda de la abnegación. No es sólo prescindir de cualquier interés egoísta; es no pensar ni siquiera en sí mismo, para estar pendiente sólo de amar y servir a Dios y a los demás. Es la abnegación llevada hasta lo más interior: a los pensamientos, los recuerdos, la imaginación..., para que no giren alrededor del yo. Olvidarse de sí mismo significa poner en el centro a Dios.
Toda persona está inclinada a mantener un monólogo interior, en el que generalmente se enaltece el propio yo. El olvido de sí por amor a Dios tiende a sustituir ese monólogo por el diálogo con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, presente en el alma en gracia. Es una actitud de absoluto amor a Dios; un reconocer que Él es el origen, el fin y el centro de todo; un vivir radicalmente de Dios, en Dios y para Dios, sin permitir que el yo ocupe el lugar que sólo a Él pertenece.
San Josemaría llega a afirmar que no amamos a Dios si nos dedicamos a pensar sólo en nuestra propia santidad: hay que pensar en los demás, en la santidad de nuestros hermanos y de todas las almas 191. El cristiano no debe estar centrado en sí mismo, ni siquiera en su "propia" santidad. Porque la caridad no le lleva a querer ser santo "por ser santo", sino a querer ser santo "por amor a Dios".
El olvido de sí es también necesario para vivir plenamente la caridad con los demás.
La caridad, el cariño santo consiste en olvidarte de ti y ocuparte de los demás. Tú no eres nada. Los demás lo son todo en Cristo 192.
Esta actitud ha de penetrar tanto en el alma que llegue a constituir una especie de "prejuicio psicológico": el prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás 193.
Cuando la vida de un hijo de Dios tiene como centro a Dios, a Cristo y a su Iglesia, su personalidad cuenta con una base sólida para estar "centrada", mientras que la del egoísta está, por ese mismo hecho, "descentrada", replegada sobre sí misma y sometida a conflictos 194.
Casi todos los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. Es necesario darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino para que desaparezcan nuestras penas. La mayor parte de las contradicciones tienen su origen en que nos olvidamos del servicio que debemos a los demás hombres y nos ocupamos demasiado de nuestro yo 195.
En fin, para san Josemaría, el crecimiento de la caridad –y, por lo tanto, de la vida cristiana– se reconoce por este "olvido de sí" y la consiguiente preocupación por la santidad de los demás.
Cuando al hacer por la noche ese pequeño examen tengas que acabar diciendo: Señor, pero ¡si no me he acordado de mí!, me he ocupado de los demás... Ese día es que te has portado muy bien, porque has vivido como San Pablo y podrás decir que no vives tú, sino que Cristo vive en ti 196.
Toda la vida de un hijo de Dios ha de estar presidida por la caridad, pero ésta no puede darse sin la fe y la esperanza. La caridad presupone ambas virtudes, pues no se ama a Dios sin conocerle y sin aspirar a la unión con Él 197.
A su vez, la fe y la esperanza han de estar informadas ("animadas", "vivificadas") por la caridad: sólo así se hacen "vivas" y unen al cristiano con Dios 198. El mismo Espíritu Santo que infunde la caridad, guía "hacia la verdad completa" (Jn 16, 13) y comunica una "esperanza que no defrauda" (Rm 5, 5). La fe y la esperanza adquieren, gracias a la caridad, la perfección del amor y se convierten en fuerzas al servicio de la caridad misma, de modo que vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad 199.
Como estas páginas tratan de la vida espiritual de quien está en gracia de Dios, se hablará solamente de la fe y esperanza "vivas", informadas por la caridad, no de la fe y esperanza "muertas". En el fondo, el tema seguirá siendo la caridad, porque todo acto de fe o de esperanza "vivas" es también un acto de caridad. Cuando se dice que la vida cristiana es "vida de fe" se pretende indicar que la caridad no es un amor "ciego", sino iluminado por la fe. Igualmente, cuando se dice que la vida cristiana es "vida de esperanza", se quiere indicar que la caridad no es un amor "desesperado", sino alegremente colmado de la esperanza del Cielo.
La fe y la esperanza son virtudes de la vida presente, no de la futura. En la gloria, la fe será sustituida por la visión de Dios y la esperanza por la felicidad en Dios. En la "visión beatífica", la caridad ya no necesitará las otras virtudes teologales (cfr. 1Co 13, 8-13).
"Sin fe es imposible agradar a Dios" (Hb 11, 6), es imposible amarle. La caridad, que está en la voluntad, "no es ajena a la razón" 200. Para que la vida cristiana esté presidida por la caridad, necesita estar iluminada por la fe. Ha de ser "vida de fe", de "fe que obra por la caridad" (Ga 5, 6) 201. La fe viva, de la que vamos a hablar, no es asunto sólo de la inteligencia. San Josemaría tiene, como señala Arturo Blanco, "una comprensión de la fe que la relaciona con la persona humana entera, no sólo con el intelecto" 202.
"Creer" es credere aliquid alicui, creer algo a alguien. Implica siempre estas dos cosas: creer una verdad y creer a la persona que la comunica. En el caso de la fe sobrenatural, comporta "creer la verdad revelada" y "creer a Dios que la revela". Pero incluye además un tercer aspecto: tender a vivir de acuerdo con esa verdad. San Agustín sintetiza estas tres dimensiones de la fe en la conocida expresión "credere Deo, credere Deum, credere in Deum" 203: "creer por Dios" o fiarnos de Dios (confiar en Él), "creer lo que Dios ha revelado" (tener por verdadera la doctrina que revela), y "creer hacia Dios" (dirigirnos hacia Él viviendo según lo que ha revelado).
Esta concepción de san Agustín abarca las características esenciales de la fe 204 y por eso puede servirnos para exponer lo que acerca de ella enseña san Josemaría, ya que también él se refiere a todos los aspectos de esta virtud, como puede verse en la homilía Vida de fe 205.
Comenta allí dos pasajes evangélicos que narran la curación de dos ciegos: el que Jesús envió a lavarse a la piscina de Siloé después de haberle puesto lodo en los ojos (cfr. Jn 9, 6-7), y el que pedía limosna a las puertas de Jericó (Mc 10, 46-52). En los dos casos, san Josemaría compara la fe con la visión de que carecen los ciegos, poniendo así de relieve que la fe es conocimiento de la verdad: credere Deum. Además, en el primer caso, resalta la confianza del ciego, que se fía del Señor y va a lavarse donde le indica (es la fe como credere Deo):
¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa. ¿Te conduces tú así con los mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego, cuando en las preocupaciones de tu alma se oculta la luz? ¿Qué poder encerraba el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve con los ojos llenos de claridad 206.
En el caso del otro ciego, Bartimeo, que pide a Jesús: Rabboni, ut videam! (Mc 10, 51), san Josemaría subraya que la fe lleva a ir hacia Dios (credere in Deum): Jesús manda llamarle, y entonces algunos de los mejores que le rodean, se dirigen al ciego: ea, buen ánimo, que te llama (Mc 10, 49). ¡Es la vocación cristiana! Pero no es una sola la llamada de Dios. Considerad además que el Señor nos busca en cada instante: levántate –nos indica–, sal de tu poltronería, de tu comodidad, de tus pequeños egoísmos, de tus problemitas sin importancia. Despégate de la tierra, que estás ahí plano, chato, informe. Adquiere altura, peso y volumen y visión sobrenatural 207 .
Este "ir hacia Dios", que es propio de la fe, consiste en adoptar la lógica de la fe, de la entrega total a Dios, como hace ver san Josemaría cuando se fija en el detalle de que el ciego, "arrojando su capa, al instante se puso en pie y vino a él" (Mc 10, 50):
¡Tirando su capa! (...) No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora. Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el reinado de Cristo. Por servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, debes estar dispuesto a renunciar a todo lo que sobre; a quedarte sin esa manta, que es abrigo en las noches crudas; sin esos recuerdos amados de la familia; sin el refrigerio del agua. Lección de fe, lección de amor. Porque hay que amar a Cristo así 208.
Estos pasajes ponen de relieve, como decíamos, las tres dimensiones de la fe que nos servirán de esquema en el presente apartado. No hay que olvidar que son tres aspectos de una misma realidad. Los textos de san Josemaría que citaremos se refieren a veces más específicamente a uno u otro, pero conviene no perder de vista su unidad.
El amor a Dios presupone el primer aspecto de la fe: tomar por verdadero lo que Dios ha revelado acerca de sí mismo y de sus designios ("credere Deum"); a la vez, el amor a Dios es timula a ahondar en ese conocimiento. Con otras palabras, cuanto más profundo es el conocimiento de Dios por la fe, tanto más se le puede amar; y cuanto más intenso es el amor, más penetrante es el conocimiento. La fe es al mismo tiempo presupuesto y consecuencia del amor, precisamente porque "Dios es amor" (1Jn 4, 8). Quien conoce y cree el amor que Dios nos tiene, es atraído a amarle; y quien lo ama, conoce y cree más profundamente su amor (cfr. 1Jn 4, 16). Hablaremos ahora del primer movimiento: de la fe al amor, o de la fe como presupuesto del amor, pero sin olvidar que en este movimiento está implicado el segundo, porque el amor enciende más la luz de la fe.
Señalemos además que, siendo la fe presupuesto del amor a Dios, es también presupuesto del amor a los demás. Baste pensar en la necesidad del conocimiento de la doctrina para cumplir el mandato del Señor que representa la mayor muestra de caridad: "Id y haced discípulos a todos los pueblos (...), enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado" (Mt 28, 19-20).
a) "Para la santidad, doctrina; para el apostolado, doctrina"
San Josemaría sintetiza así esta función de la fe como presupuesto del amor a Dios y al prójimo: Para nuestra santidad, doctrina; y para el apostolado, doctrina 209. Naturalmente, por "doctrina" entiende la "doctrina de la fe": una doctrina que esté plenamente de acuerdo con el sentir de la Iglesia y que siga con toda fidelidad el Magisterio de Pedro 210.
Detengámonos en los dos elementos de la frase:
– "Para la santidad, doctrina". Enseña a cultivar una "piedad doctrinal". Exhorta a que el trato amoroso con Dios –la piedad filial– se alimente con la doctrina. La misma noción de "piedad de hijo" lo implica, ya que el amor del Hijo al Padre –su "piedad filial" (Hb 5, 7)– es el amor del Verbo que conoce al Padre y que, al unirnos a Él como hijos adoptivos, nos hace partícipes de ese conocimiento: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo" (Mt 11, 27). La santidad –la auténtica piedad filial, en sentido estricto– incluye el afán en profundizar más y más en el conocimiento de Dios, que no es "nunca un proceder exclusivamente intelectual, sino, a la vez e inseparablemente, un progresar en la unión vital con ese Dios en cuya realidad y en cuyo amor se cree" 211. La doctrina no se "añade" a la vida espiritual para enriquecerla, sino que es un elemento constitutivo suyo, con más razón si se quiere que esa vida esté fundada explícitamente en el sentido de la filiación divina. Doctrina de teólogos y piedad de niños, hemos de tener 212.
La "piedad de niños" –expresión que sugiere sencillez en el trato con Dios– no es, en san Josemaría, una piedad sentimental o voluntarista; es una piedad que se apoya en una "doctrina de teólogos".
Piadosos, pues, como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos 213.
La piedad salvaguarda a su vez la buena doctrina, que fácilmente se podría corromper sin ella, como señala san Josemaría citando un texto de san Pablo:
Ten cuidado de ti mismo, para vivir santamente, y enseña recta doctrina; insiste en esta conducta: porque de este modo te salvarás tú y salvarás también a los que te escuchen (1Tm 4, 16).Sed piadosos: el que es verdaderamente piadoso puede cometer algún error; pero sin piedad no se puede ser fiel, ni en la doctrina, ni en la conducta 214.
– "Para el apostolado, doctrina". El conocimiento de la doctrina de fe es necesario para el apostolado como lo es para la santidad, porque el apostolado es superabundancia de tu vida "para adentro" 215. San Josemaría lo ilustra, refiriéndose de modo directo al Opus Dei:
La misión personal nuestra se puede reducir a esto: dar doctrina, poner la semilla de la buena doctrina, esa luz divina, en las cabezas y en los corazones de todos los hombres.
(...) Me habéis oído decir tantas veces que el mayor enemigo de Cristo y de la Iglesia es la ignorancia, y que, por eso, tenemos la obligación de formarnos, de conocer bien la doctrina, para poder luego darla, sin desfigurarla, a pesar de nuestros errores personales 216.
En su pensamiento, la doctrina de la fe "no se entiende como elemento esclerótico e inerte, capaz sólo de dar a luz actitudes intelectuales y espirituales estáticas, que empobrecen el alma cristiana. Muy al contrario, se la concibe como condición viva y dinámica, incesantemente orientada a estimular nuevos impulsos evangelizadores, nueva vitalidad en la Iglesia, nuevas fronteras de extensión del Reino de Dios" 217.
Urge adquirir doctrina, y vivir de fe, para poder darla, y evitar así que las almas caigan en los errores de la ignorancia o en el pietismo, que desfigura con su devoción vana, sensiblera o supersticiosa, el rostro de la verdadera piedad 218.
¿Qué sentido tiene exponer la doctrina con discursos doctos pero incomprensibles para quien escucha? Es preciso "comunicarla", facilitar que se asimile. San Josemaría apremia saber adaptarse a las circunstancias de formación, cultura, etc. de quien la recibe. A esto lo llama plásticamente "don de lenguas", que no es la capacidad de hablar muchos idiomas, sino el arte de hacerse entender por personas de diversa mentalidad y cultura.
Hemos de dar doctrina en todos los ambientes; y para eso necesitamos acomodarnos a la mentalidad de los que nos escuchan: don de lenguas. Don de lenguas que nos obliga a hablar con contenido: en efecto, hermanos, escribe San Pablo, si yo fuese a vosotros hablando lenguas, ¿qué os aprovechará si no os hablo instruyéndoos con la Revelación, o con la ciencia, o con la profecía, o con la doctrina? (1Co 14, 6). Luego, hay obligación de formarse: obligación de formarnos bien doctrinalmente, obligación de prepararnos para que entiendan; para que, además, sepan después expresarse los que nos escuchan 219.
b) Fe y vocación personal. Fidelidad
Además de la fe en la verdad revelada, también es presupuesto del amor a Dios el conocimiento de su voluntad sobre cada uno: principalmente, el conocimiento de la vocación personal. Ya vimos en la Parte preliminar que Dios llama a todos a la santidad, por caminos diversos, con misiones específicas dentro de la única misión de la Iglesia. El conocimiento de la propia vocación y misión –del camino de santidad y apostolado que Dios quiere para cada uno– tiene mucho que ver con la virtud de la fe.
La fe y la vocación aparecen a menudo unidas en el pensamiento de san Josemaría, como por ejemplo en el siguiente texto:
La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena (...): entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía 220.
La vocación se describe aquí como una "luz" (al final también como fuerza) que forma parte del "resplandor de la fe". Por supuesto, fe y vocación no se identifican; de hecho son muy numerosos los textos en los que san Josemaría las discierne 221. Pero su mutua relación es muy estrecha. Para comprenderla conviene tener presente que cuando la teología estudia el asentimiento a las verdades de la fe, suele distinguir entre la Revelación "exterior" –el depósito revelado, público, que la Iglesia custodia y expone– y la Revelación "interior": la luz de la fe que Dios concede para que podamos asentir a esas verdades. Esta luz interior es un don divino que "connaturaliza" el entendimiento con las verdades sobrenaturales, permitiendo juzgar que no sólo pueden ser creídas (juicio de credibilidad) sino que deben ser creídas (juicio de credentidad).
La distinción entre Revelación pública y luz interior permite ver en qué sentido la convicción de haber recibido una vocación divina específica puede ser del género de la fe sobrenatural. Evidentemente, la verdad de que se ha recibido una determinada vocación divina no es una verdad revelada. Es verdad revelada que todos estamos llamados a la santidad y que Dios concede dones diversos para alcanzarla; pero el que una persona concreta haya recibido una vocación específica no es una "verdad del depósito de la fe", obviamente. Sin embargo, se puede decir que la convicción de haber recibido esa vocación pertenece a la revelación interior. Dios concede gratuitamente el don de una llamada –don de su Amor que supera la razón humana– y la manifiesta a cada uno mediante una gracia interior que es luz en el entendimiento e impulso en la voluntad. Esa luz es del género de la luz interior de la fe. No se llama lumen fidei porque no recae sobre una verdad revelada públicamente; pero sí proporciona una convicción de fe sobre una verdad que Dios manifiesta interiormente como un don de su Amor, del que da unos signos exteriores que permiten reconocerlo. Por eso se ha escrito que la luz de la propia vocación es una "maduración de la fe" 222: una luz que permite pasar de conocer que algo "es creíble" (la posibilidad de que Dios me llame a la santidad por un determinado camino) a afirmar que "ha de ser creído por mí" (que Dios me llama efectivamente por ese camino). Además de esta luz, Dios concede un impulso a la voluntad para asentir libremente a su llamada. Ambos conjuntamente –la luz y el impulso– hacen que sea justo reconocer la llamada de Dios, y que "no se tenga derecho" –como dice san Josemaría en un texto que enseguida citaremos– a dudar de que se ha recibido esa llamada. Dios quiere ser amado por cada uno y le señala el camino de la vocación personal. Esta vocación es un don del Amor de Dios, y la respuesta a este don –la correspondencia al Amor divino– presupone la fe en haberlo recibido: "fe" en el sentido descrito, como luz interior que permite asentir a una verdad –un designio de Amor– que Dios manifiesta personalmente.
Veamos ahora algunos textos de san Josemaría. Como es lógico, cuando habla de este tema se refiere concretamente a la llamada al Opus Dei. Su enseñanza tiene, sin embargo, una aplicación más general, no sólo porque puede extenderse a cualquier vocación divina dentro de la Iglesia, sino también porque habla de una vocación de cristianos corrientes, igual a la que reciben la mayor parte de los fieles.
Recordemos sintéticamente algo que ya se mencionó en la Parte preliminar. Todo cristiano tiene una vocación divina: ha sido llamado a la santidad por un camino concreto querido por Dios. No sólo "tienen vocación" los sacerdotes y religiosos, sino todos los cristianos. El camino por el que Dios llama a la gran mayoría es el de una entrega total de amor a Dios y a los demás en la vida corriente, sin cambiar de sitio ni de estado, tratando de santificar lo que se está haciendo, ya sea con un espíritu y unos medios determinados, como sucede en el caso de los fieles del Opus Dei, o del modo que cada uno descubra para sí con la luz de Dios. Todos tienen una vocación divina personal y todos pueden descubrirla. El Señor invita a poner los medios: "Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá" (Mt 7, 7). Él no deja de manifestarse a quienes sinceramente buscan el camino para cumplir su voluntad. Los medios para hallarlo son los normales de la vida cristiana, de los que hablaremos en el capítulo 9º: se resumen en la oración, los sacramentos y la formación cristiana.
La vocación divina es un designio eterno de Dios; existe desde antes de que se descubra; es un don concedido desde siempre y para siempre. San Josemaría aplica a la llamada personal de cada uno lo que san Pablo afirma de la llamada de todos a la santidad: Desde la eternidad el Creador nos ha escogido para esta vida de completa entrega: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem (Ef 1, 4), nos escogió antes de la creación del mundo 223. Quien cree que está llamado a la santidad (verdad que pertenece a la Revelación pública) y desea sinceramente responder a esa llamada, se encuentra en la mejor posición interior para descubrir el camino concreto por el que Dios le quiere conducir. Porque su buena disposición a acoger la luz de la fe en la Revelación, hace que se encuentre bien preparado para descubrir la luz de su vocación personal específica.
Aunque a lo largo de la vida puedan cambiar las circunstancias en las que se va concretando la vocación personal, la disposición incondicional de corresponder a la voluntad de Dios implica que se tenga presente que el núcleo esencial de la llamada es una realidad inmutable. Una vez que se ha descubierto que Dios invita a recorrer un determinado camino de santidad, se puede tener la seguridad de que seguirá ayudando a recorrerlo. Pueden sobrevenir momentos de flaqueza o de prueba en los que la luz de la vocación se perciba muy débilmente e incluso que parezca haberse extinguido. Algo semejante puede suceder también con la fe en la Revelación pública: se oscurece el lumen fidei interior que lleva a asentir a la verdad revelada y el alma queda como en tinieblas. Pero Dios no abandona a quien no se aleja voluntariamente de Él: siempre queda algo de claridad interior, junto con la realidad visible de la fe de la Iglesia que brillará siempre (cfr. Mt 16, 17-18). Análogamente, por lo que se refiere a la vocación personal, Dios tampoco abandona a quien se ha entregado a Él movido por el deseo de responder a su llamada. Dios es fiel y no apaga la luz que ha concedido para que le guíe en el amor. Pero, puesto que pide una respuesta basada en la fe y no en la propia decisión y en las propias fuerzas, quiere que, junto a su Omnipotencia, vaya nuestra flaqueza; junto a su luz, la tiniebla de nuestra pobre naturaleza 224. No es extraño experimentar la propia fragilidad. En estas situaciones, dice san Josemaría, ninguno de nosotros tiene el derecho, pase lo que pase, a dudar de su llamada divina 225. Ya que esa llamada es para siempre, es lógico pensar que Dios concede las gracias convenientes para corresponder a ella en cada momento, a lo largo de toda la vida, y para rectificar, en su caso, las faltas de fidelidad, incluso graves. Él no quiere que el hombre comience a edificar y no alcance a terminar (cfr. Lc 14, 9-30).
Por eso sería absurdo, después de una caída, decir: he salido derrotado, luego ¡no tengo vocación! Al contrario, nosotros tenemos que razonar así: porque he sido escogido con esta vocación, venceré, seré humilde y, con la gracia de Dios –que tengo asegurada: ubi autem abundavit delictum, superabundavit gratia (Rm 5, 20), cuanto más abundó el pecado tanto más sobreabundó la gracia–, seré fiel en adelante 226.
La decisión de permanecer siempre en el propio camino de santidad, descubierto bajo la luz de Dios después de haberlo buscado con sincera rectitud de intención, es un acto de "fidelidad", virtud que viene de "fides", "fe". Es fidelidad a una luz divina interior; un acto que, en cuanto decisión del sujeto, es del género de la fidelidad a la doctrina revelada. Es un asentimiento de la inteligencia iluminada por Dios y de la voluntad movida por su gracia, como lo es el de la fe. Por eso, refiriéndose a la entrega a Dios como respuesta a una llamada divina, san Josemaría afirma que no es un estado de ánimo, una situación de paso, sino que es –en la intimidad de la conciencia de cada uno– un estado definitivo para buscar la perfección en medio del mundo 227. Es un "estado definitivo" porque es un asentimiento a una llamada eterna, a una luz divina interior que, por su misma naturaleza, reclama esa calificación de "definitivo", análogamente a como la reclama el asentimiento de la fe. Ambos están estrechamente relacionados: uno refuerza al otro; y la debilidad de uno repercute en el otro. La experiencia enseña que la debilidad de la respuesta a la propia vocación específica procede a menudo de una debilidad de la fe, como, a su vez, la debilidad en la fe hace flaquear la fidelidad al propio camino de santificación y apostolado.
Quien es fiel a la vocación cristiana recibirá el premio que Jesucristo ha prometido a los que le siguen: "El que persevere hasta el fin, ése será salvo" (Mt 24, 13). San Josemaría suele expresar este vínculo entre perseverancia y salvación con otro binomio, hablando de una fidelidad que es felicidad 228. Si está claro que la salvación eterna es la conquista de la plena y definitiva felicidad, para él no es menos evidente que la perseverancia final se construye con la fidelidad diaria a la vocación cristiana en "cosas pequeñas".
Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho (Lc 16, 10). Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad 229.
Las palabras que Jesús dirá a los que recibe en la gloria: "Muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor" (Mt 25, 21), le parecen a san Josemaría como una fórmula de canonización 230.
Otro elemento integrante de la fe es creer lo que Dios revela porque Él lo revela ("credere Deo"). Antes incluso que creer algo, la fe es creer a alguien: "creer a Dios que se ha revelado", "fiarse de Él", "confiar en Él". Y puesto que Él ha revelado que es amor, creer a Dios es "creer a Dios que nos ama" y por tanto y ante todo "creer que Dios nos ama", "confiar en su amor por nosotros".
Este aspecto de la fe es presupuesto primordial del amor a Dios. Quien no creyera que Dios le ama, quien no confiara en su amor, no podría amarle. Se comprende que san Juan, después de escribir: "Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene" (1Jn 4, 16), añada: "nosotros amamos, porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19). Un punto de Forja manifiesta vivamente esta relación entre creer a Dios que nos ama y amarle con todo el corazón:
Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: "amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero". –Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?"... –Es la hora de responder: "¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!", añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor! 231
Creer en el amor que Dios nos tiene es también presupuesto de la caridad con los demás y, sobre todo, de su manifestación más propia y adecuada: el apostolado. Sólo puede realizar su misión apostólica con los demás hombres quien cree que Dios los ama y que puede y debe ser instrumento para unirlos con Él.
Esta actitud es esencial en la vida cristiana. Recordemos la escena del Evangelio en la que los Apóstoles tratan de curar a un muchacho poseído de un espíritu maligno, sin lograrlo; interviene entonces Jesús, que expulsa al demonio. "Luego se le acercaron a solas los discípulos y le dijeron: ¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo? Él les respondió: Por vuestra poca fe. Porque os digo que si tuvierais fe como un granito de mostaza, podríais decir a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible" (Mt 17, 19-20; cfr. Lc 17, 5-6). Junto a otras enseñanzas de este pasaje evangélico hay una elocuente: se necesita fe para ser cauce de los prodigios de su Amor. Con otras palabras, se necesita fe en el Amor de Dios, para obrar como instrumentos suyos en la concesión de dones y gracias a sus hijos. San Josemaría toma ocasión del relato para elevar una petición:
"Omnia possibilia sunt credenti" –Todo es posible para el que cree. –Son palabras de Cristo. –¿Qué haces, que no le dices con los apóstoles: "adauge nobis fidem!" –¡auméntame la fe!? 232
a) Confianza de hijos: "omnia in bonum"
Cuando la fe está empapada de la filiación divina, se caracteriza por un vivo creer en el amor paternal que Dios nos tiene: una confianza filial, cargada de consecuencias para la caridad. La fe de un hijo de Dios es el presupuesto de un amor filial, de una caridad de hijos.
Escribe san Josemaría: Sé que tendréis siempre muy en cuenta aquel omnes enim filii Dei estis per fidem (Ga 3, 26); todos vosotros sois hijos de Dios por la fe. ¡Qué poder el nuestro! Poder de saberse y de ser hijos de Dios 233. San Pablo afirma que somos hijos de Dios "por la fe", en el sentido de que es necesario adherirse a Cristo "por medio de la fe" 234 informada por la caridad para recibir la vida sobrenatural, según las palabras del mismo Apóstol: "que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, arraigados y fundamentados en la caridad" (Ef 3, 17) 235. Cristo habita en el cristiano "por la fe", no porque esta presencia suya sea únicamente intencional (como la de lo conocido en quien conoce), sino porque la fe abre las puertas a la presencia de su vida y de su acción en el cristiano. Se comprende entonces la exclamación de san Josemaría que acabamos de citar: "¡Qué poder el nuestro! Poder de saberse y de ser hijos de Dios". Jesús enseña, en efecto, que quien pida "en su nombre", es decir, identificado con Él "por la fe", obtendrá lo que pide: "Si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá" (Jn 16, 23). Animado por este espíritu, san Josemaría impulsa a actuar, en la búsqueda de la santidad y en el apostolado, con la audacia de un hijo de Dios que se sabe hijo pequeño:
Las grandes audacias son siempre de los niños. –¿Quién pide... la luna? –¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo? "Poned" en un niño "así", mucha gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de Dios), mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal como indudablemente Dios los quiere 236.
La confianza filial es una profunda actitud del alma en todas las circunstancias, no sólo en la petición. Un texto de san Pablo lo pone admirablemente de manifiesto: "Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios" (Rm 8, 28). San Josemaría condensaba estas palabras en una jaculatoria: Omnia in bonum! 237, ¡todo es para bien! Quería expresar así la convicción de fe, de que Dios Padre, por el amor omnipotente que tiene a sus hijos, dispone que incluso lo que es un mal, coopere a su bien, si le aman (porque entonces están abiertos a recibir todos sus dones).
¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos? 238
La confianza filial en el amor paterno de Dios, da un tono característico a la vida cristiana: un enfoque positivo en toda circunstancia, un talante sereno y alegre a la vez que esforzado, porque se trata de una confianza que lucha para poner los medios a su alcance:
Hijos míos, adelante con alegría, con esfuerzo: ninguna cosa nos parará en el mundo, mientras sirvamos al Señor, porque todo es bueno para los que aman a Dios: diligentibus Deum, omnia cooperantur in bonum (Rm 8, 28). En la vida todo se puede arreglar menos la muerte, y para nosotros la muerte es vida 239.
b) Fidelidad al amor de Dios
La confianza en Dios hace seguro el amor, porque confiar es apoyarse y descansar en la fidelidad de Dios al amor a sus hijos. "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Dios es fiel a su amor, y el cristiano sabe que nada, de por sí, puede impedir amarle. "¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? (...) En todas estas cosas vencemos con facilidad gracias a aquél que nos amó" (Rm 8, 35.37). Ni siquiera el escándalo de personas que tendrían que dar testimonio de fe y no lo dan puede enfriar la caridad de un cristiano que asienta su fe en la autoridad de Dios que se revela en Cristo, no en la conducta de los hombres.
¡Creo per Dominum nostrum Iesum Christum!: por la autoridad de Dios que revela, por Nuestro Señor Jesucristo, y en la forma que enseña la Iglesia. Y basta. Prefiero que todo el mundo se porte bien; si no lo hacen así, lo siento mucho, pero no me remueven la fe. De modo que cuando os hablo de esta manera, lo hago con la intención de fortalecer vuestra fe, por si veis cosas que no van. Tened fe per Dominum nostrum Iesum Christum: por Nuestro Señor Jesucristo 240.
"Creer a Dios que nos ama", condición básica para amarle, es una convicción de fe: una convicción ante todo de la "cabeza", del entendimiento. También por esto la correspondencia al amor de Dios por el camino de la propia vocación se llama "fidelidad". Ciertamente la fidelidad es un acto de amor a Dios, pero no es solamente una decisión de la voluntad (en la que reside la caridad), sino también un acto del entendimiento, porque implica creer a Dios. La decisión de serle fieles presupone creer en el amor que nos tiene, y confiar que ese amor se manifiesta concretamente en la vocación específica a la santidad con la que llama a cada uno.
San Josemaría lo destaca sobre todo cuando se refiere a momentos de tentación en los que la fidelidad es puesta a prueba precisamente por la ceguera respecto al contenido de la Revelación o al camino personal de santidad. En esa coyuntura, escribe,
se trata de vivir de fe; de hacer nuestra fe más teologal, menos dependiente en su ejercicio de otras razones que no sean Dios mismo. Como alguien, que tiene poca ciencia, está más seguro de lo que oye a otro que posee muchísima ciencia, que de lo que a él mismo le parece según su propio entendimiento; así mucho más seguro está el hombre de lo que ha dicho Dios, que no puede engañarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede equivocarse (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 4, a. 8 ad 2) (...). Si el alma se deja llevar, si obedece, si acepta la purificación con entereza, si vive de la fe, verá con una luz insospechada, ante la que después pensará asombrado que antes ha sido ciego de nacimiento. Y volviendo Jesús a hablar al pueblo, dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12) 241.
Resulta patente en estas líneas que los períodos de ceguera pueden llevar a un crecimiento de la confianza puesta en Dios. Si uno "trata de vivir de fe" y procura "hacer su fe menos dependiente de otras razones que no sean Dios mismo", Él le aumentará esta virtud, tomando como ocasión esas pruebas en las que el hombre experimenta su insuficiencia. San Josemaría acude a los pasajes del Evangelio que muestran la "poca fe" (Mt 8, 26; 14, 31; 16, 8; etc.) de los discípulos y la necesidad de acrecentarla. ¡Con qué humildad y con qué sencillez cuentan los evangelistas hechos que ponen de manifiesto la fe floja y vacilante de los Apóstoles! –Para que tú y yo no perdamos la esperanza de llegar a tener la fe inconmovible y recia que luego tuvieron aquellos primeros 242.
Hemos hablado de dos aspectos de la fe que son necesarios para la caridad. Nos queda el tercero, porque la caridad, además de presuponer la fe en lo que Dios ha revelado y creerlo porque es Él quien lo ha revelado, exige también tomar esa verdad como guía para dirigir toda la conducta hacia Dios (credere in Deum). La Epístola a los Hebreos menciona ejemplos grandiosos de la historia de la salvación: Abel, Abrahán, Moisés... 243. Es la dimensión de la fe a la que se refiere Camino:
Fe. –Da pena ver de qué abundante manera la tienen en su boca muchos cristianos, y con qué poca abundancia la ponen en sus obras. –No parece sino que es virtud para predicarla, y no para practicarla 244.
San Pablo alude a este aspecto de la fe con la expresión "obediencia de la fe" (Rm 1, 5; 16, 26; cfr. 1P 1, 22). El término "obediencia" se entiende aquí como sometimiento de toda la conducta a la Palabra de Dios, o sea, como orientación de toda la vida según la voluntad de Dios. San Josemaría habla muchas veces de "vida de fe" precisamente en este sentido: una fe que guía la vida. Ya hemos señalado antes varios textos de la homilía que lleva ese título. Más específicamente se refiere a esta dimensión de la fe con expresiones como "visión sobrenatural", "visión de fe" y "visión cristiana" 245, mediante las cuales invita a ver la realidad desde la perspectiva de la fe para enderezar todo hacia Dios.
No se contenta con un punto de vista simplemente humano, porque sería una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones 246. Quiere que se capte la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen 247. Anima a adoptar la perspectiva que corresponde a la elevación sobrenatural: el enfoque de los hijos que consideran todo con la lógica de Dios 248, la lógica de la fe. La caridad presupone una visión sobrenatural que se proyecte sobre la conducta entera, haciendo ver la necesidad de una entrega total. El amor a Dios reclama gobernarse por la misma lógica que llevó a los Apóstoles a dejar todas las cosas para seguir a Cristo (cfr. Mt 4, 18-21; Lc 5, 11), que movió al ciego a tirar la capa para correr al encuentro de Jesús (cfr. Mc 10, 50), que condujo a Zaqueo a cambiar el rumbo de su vida (cfr. Lc 19, 8). Esta "lógica divina" contrasta con la "lógica humana" del joven rico que rehusó la invitación de Jesús "porque tenía muchas posesiones" (Mt 19, 22). La lógica de Dios late en las parábolas del Reino de los Cielos, de la perla preciosa y del tesoro escondido que quien lo encuentra vende cuanto tiene para adquirir ese bien (cfr. Mt 13, 44-46). Hace ver que lo importante es el amor, de modo que nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario 249.
El contraste entre la "visión sobrenatural" y la "visión humana" se hace patente sobre todo en la actitud ante "el mensaje de la Cruz, necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan (...) fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1, 18.24). La fe viva muestra que el camino del amor pasa por el sacrificio. Ésta es la fe necesaria para amar sin límites, como Cristo y en unión con Él, cumpliendo cada uno la misión inherente a la vocación que ha recibido.
La lógica de la fe guía al cristiano por el camino de su vocación divina personal. Si la luz interior de la vocación le ha revelado un designio del Amor de Dios, la respuesta no puede ser un asentimiento frío: ha de estar inflamada por el amor divino. Y la fidelidad a esa llamada ha de ser la permanencia de esa respuesta de amor. La entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia 250. San Josemaría repetía muchas veces que vale la pena ser fieles a la propia vocación divina, perseverar en la respuesta de amor a la llamada recibida de Dios. Vale la pena darse del todo, entregar la propia vida en servicio del Señor 251.
Dios quiere que sus hijos sean felices al amarle, y les infunde la esperanza de alcanzar ese amor que comienza a saciar el deseo de felicidad ya en esta tierra y lo colmará plenamente en el Cielo: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (1Co 2, 9). La esperanza es una virtud que responde al anhelo de bienaventuranza puesto por Dios en el corazón de todo hombre. Comúnmente se define como la virtud teologal por la que aspiramos a la vida eterna como felicidad nuestra 252. De ahí que sea presupuesto de la caridad, pues quien no esperase que el amor a Dios lo hará feliz, no podría amarle. Y al revés, cuanto mayor sea la esperanza de que la felicidad se encuentra en el amor a Dios, más fuerte será el impulso a amarle.
Es difícil exagerar la importancia de la esperanza en la vida cristiana. Sin embargo, cuando las obras de Teología espiritual hablan de las virtudes teologales, no es raro que la releguen a segundo plano, centrando la atención en la fe y en la caridad 253. Los motivos son de diversa índole y no vamos a detenernos en ellos. Queremos señalar únicamente que no sucede así en las enseñanzas de san Josemaría. Basta leer la homilía La esperanza del cristiano 254 para hacerse cargo del lugar preeminente que reconoce a esta virtud, un lugar distinto pero no subalterno al de la fe. Fe y esperanza aparecen como presupuestos de la caridad y son –cuando la caridad las informa– como los raíles paralelos que conducen al cristiano hacia la meta de su existencia: la gloria de Dios y la propia perfección; el conocimiento amoroso de la Santísima Trinidad y la propia felicidad en la unión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La esperanza presupone la fe, y da derecho al amor 255. Con estas palabras resume san Josemaría la relación de la esperanza con las otras virtudes teologales:
– "la esperanza presupone la fe" porque "la fe es fundamento de las cosas que se esperan" (Hb 11, 1). La fe reside en el entendimiento y tiene por objeto a Dios en cuanto nos revela la verdad; bajo la luz de la fe, la esperanza, que reside en la voluntad 256, tiene por objeto a Dios en cuanto principio de todo bien y fuente de nuestra plena felicidad;
– "la esperanza da derecho al amor" porque el cristiano se dispone a recibir el amor que derrama el Espíritu Santo en su corazón en la medida en que lo busca poniendo su deseo de felicidad en la unión con Dios 257.
A la vez, la caridad vivifica la esperanza haciendo que el cristiano espere ser feliz no por una especie de egoísmo sino por amor a Dios: porque Él lo quiere. Tal es la articulación de las tres virtudes teologales en esta tierra. "Justificados por la fe (...) nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de Dios (...); esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5, 1.2.5). En el Cielo, en cambio, la caridad no necesitará de la fe ni de la esperanza; no habrá fe sino visión amorosa cara a cara, ni habrá esperanza sino posesión de la plena felicidad.
El sentido de la filiación divina es fundamento de la esperanza. La seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera esperanza 258, atestigua san Josemaría. Sentirse hijos de Dios, saber que "Cristo vive en mí" (Ga 2, 20) y que, por tanto, estamos llamados a "sentarnos con Cristo en el Cielo" (Ef 2, 6), es fuente de esperanza: "Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27), escribe san Pablo. Sabernos amados por Dios como hijos suyos conduce a la gozosa convicción de que Él quiere nuestra felicidad. Implica verse a uno mismo y a los demás como herederos del Cielo y de todos los bienes creados para la felicidad nuestra, una vez purificados del pecado (cfr. Rm 8, 16-17; Sal 2, 8). La filiación divina llena de esperanza nuestra lucha interior y nuestras tareas apostólicas 259.
Junto a las razones teológicas de carácter general que justifican el realce de la esperanza en la vida cristiana, hay también un motivo intrínseco al espíritu que predica san Josemaría. La santificación en medio del mundo necesita especialmente de la esperanza teologal para que el deseo de felicidad plena esté fijo en la unión con Dios, no en la posesión de los bienes creados que ofrecen el atractivo de satisfacciones humanas; y también la necesita para no abandonar las actividades que se han de santificar cuando no ofrecen complacencia alguna. Tanto si son gratificantes como si resultan duras y penosas; tanto si satisfacen y tienden a polarizar las aspiraciones del corazón como si provocan tedio o disgusto, la esperanza teologal inclina a buscar en esas actividades la unión con Dios, en quien se encuentra la propia felicidad, permitiendo amar al mundo sin ser mundanos. La esperanza protege el ideal de santificar las realidades seculares del peligro del secularismo al que el cristiano corriente está expuesto. De ahí su relieve en la doctrina espiritual de san Josemaría.
Veremos a continuación el papel de esta virtud como presupuesto de la caridad en su triple aspecto: amor a Dios, a los demás y a uno mismo por Dios. Conviene recordar que aquí nos limitamos a tratar de la vida del cristiano que está en gracia de Dios, por lo que consideramos únicamente el papel de la esperanza informada por la caridad, sin ocuparnos de la esperanza informe (sin caridad).
La esperanza de que la felicidad plena se encuentra en la unión con Dios en el Cielo, "conduce a la caridad, pues el esperar ser premiados por Dios nos mueve a amarle" 260. No podríamos amar a Dios si no esperásemos que ese amor nos hará felices. San Josemaría transmite esta verdad cuando predica que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón 261. La esperanza alimenta el amor a Dios sin quitarle pureza. De ahí el consejo: Hazlo todo con desinterés, por puro Amor, como si no hubiera premio ni castigo. –Pero fomenta en tu corazón la gloriosa esperanza del cielo 262.
Junto a la esperanza en la vida eterna, hay que considerar que ese Dios, que será todo para nosotros, ya nos hace participar de su bondad aquí en la tierra 263. Por la gracia y la caridad el cristiano posee ya una incoación de la gloria, de modo que puede gozar en la vida presente de un inicio del amor a Dios y de la felicidad del Cielo. La esperanza sobrenatural no menosprecia ese anticipo sino que lo gusta como una semilla de eternidad. No desea sólo la felicidad futura en la gloria, sino también la felicidad presente ya ahora en la unión con Dios por la gracia.
Tanto es así que la esperanza no renuncia en ninguna circunstancia a la felicidad de la unión con Dios, incluidas las situaciones de dolor. El cristiano que vive de esperanza no permite que los sufrimientos de esta vida se traduzcan en desdicha, sino que gusta en esas vicisitudes de la felicidad en la Cruz 264. La esperanza de felicidad en Dios sostiene la caridad cuando ésta requiere sacrificio, cuando se insinúa quizá la tentación de desviar el deseo de felicidad plena hacia algún bien creado. A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad 265. El hombre esperanzado dice con san Agustín: "Nos has creado, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no repose en Ti" 266. Y en consecuencia se dice a sí mismo: cuanto más ame a Dios, sin rehusar el sacrificio, más feliz seré, ya ahora en la tierra.
San Josemaría afirma claramente la superioridad del amor a Dios sobre la esperanza, pero anima a buscar la felicidad precisamente por amor: porque Dios quiere –lo repetimos– que seamos felices al amarle. Sale al paso de una visión deformada de la vida cristiana como un caminar penoso, que se hace soportable sólo por el pensamiento de que al final aguarda el Cielo. Dice con frase rotunda: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra 267. Es éste uno de los rasgos luminosos de su enseñanza 268. No niega, lógicamente, que la felicidad terrena sea relativa, porque aún no vemos a Dios cara a cara y el amor va acompañado del dolor: la vida presente es como un peregrinar por un valle de lágrimas 269. Pero las lágrimas de un hijo de Dios pueden ser siempre de amor, de reparación por los pecados, de purificación y de súplica a nuestro Padre Dios 270: lágrimas de obediencia amorosa a la voluntad divina, como las de Cristo (cfr. Hb 5, 7), que dejan en el alma el consuelo de Dios. "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados" (Mt 5, 4).
Si a veces no se da gran importancia a la aspiración a la felicidad en la vida cristiana, quizá sea por temor a dar pie al egoísmo y a empañar la pureza del amor a Dios 271. Sin embargo, el anhelo de felicidad que caracteriza la esperanza tiene justamente el efecto contrario: "el impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad" 272. Con una esperanza débil, la caridad se vería escasa de alegría. Y puesto que la caridad ha de informar las virtudes morales, se correría el riesgo de conducir a una vida de caras largas 273, que no refleja la imagen de Cristo.
De lejos viene el empeño diabólico de los enemigos de Cristo, que no se cansan de murmurar que la gente entregada a Dios es de la "encapotada". Y, desgraciadamente, algunos de los que quieren ser "buenos" les hacen eco, con sus "virtudes tristes". –Te damos gracias, Señor, porque has querido contar con nuestras vidas, dichosamente alegres, para borrar esa falsa caricatura 274.
Los hijos de Dios han de vivir "alegres en la esperanza" (Rm 12, 12), con la inefable alegría de la esperanza teologal 275. La vida cristiana tiene ese tono inconfundible. Su esencia es la caridad, y la caridad contiene, por así decir, la esperanza de encontrarse con el amor de Dios. Es vida dichosa de amar su Voluntad 276, porque en ese amor está la felicidad, y la esperanza la desea: Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado 277.
Decíamos antes que la esperanza lleva a desear no sólo la felicidad futura en la gloria, sino también la felicidad en la unión con Dios por la gracia en la vida presente. Unión que san Josemaría enseña a buscar en las actividades temporales. Por eso mismo la esperanza no lleva a desentenderse de ellas. Ciertamente, su objeto no es la felicidad por la posesión de bienes temporales sino por la unión con Dios, pero a Dios se le puede encontrar al llevar a cabo las actividades que ordenan esos bienes a su gloria. La esperanza es virtud "teologal", pero no desencarnada.
La esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor 278.
Si es posible la unión con Dios en los quehaceres seculares, entonces se puede encontrar también un inicio de auténtica felicidad al realizarlos, cuando se desempeñan por amor a Dios y a los demás. Por eso la esperanza teologal impulsa a cumplir los propios deberes por amor.
Pero aún hay más. Así como la esperanza del Cielo incluye, con la visión de Dios, la posesión de los bienes creados –los "cielos nuevos y la tierra nueva en los que habita la justicia" (2P 3, 13; cfr. Ap 21, 1 ss.)–, así la esperanza de felicidad en la unión con Dios por la gracia incluye un inicio de la posesión de los bienes de esta tierra (cfr. 1Co 3, 22-23). "Poseer" esos bienes no significa disponer de todos ellos en el plano humano, sino ordenarlos a Dios: realizar la propia actividad según su voluntad y ofrecerla al Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo. La esperanza, escribe un autor reflexionando sobre la enseñanza de san Josemaría, lleva a valorar "el peso de eternidad con el que se puede dotar a cada instante. No sólo el momento presente debe estar abierto al futuro, sino sobre todo debe estar abierto a lo eterno. Sólo se llega a la plena valoración del presente, en la medida que sabemos abrirlo desde dentro, con un trabajo bien hecho y con rectitud de intención, hacia lo que trasciende lo temporal, hacia lo que, por ser ofrecido a Dios, adquiere por ello dimensión eterna" 279. Jesucristo ha prometido que "no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna" (Mc 10, 29-30). Quien sigue radicalmente a Cristo, poseerá no sólo los bienes divinos sino también todos los bienes humanos por el mismo hecho de ordenarlos a Él, para quien han sido creadas todas las cosas (cfr. Col 1, 16).
En cambio, si la felicidad no se pone en Dios sino en los bienes temporales (el éxito, el placer, las riquezas...), la esperanza se corrompe y no hay caridad, porque se aman esos bienes más que a Dios. Es la actitud del personaje de la parábola que se decía a sí mismo: "Ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te reclamarán el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?" (Lc 12, 19-20). O la actitud rebatida en el Apocalipsis: "Porque dices: "Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad", y no sabes que eres un desdichado y miserable, pobre, ciego y desnudo" (Ap 3, 17). San Josemaría, sin menoscabo de su visión sumamente positiva de los bienes creados, rechaza enérgicamente una esperanza "secularizada" que pretenda saciar con esos bienes el deseo de felicidad.
Por desgracia, algunos, con una visión digna pero chata, con ideales exclusivamente caducos y fugaces, olvidan que los anhelos del cristiano se han de orientar hacia cumbres más elevadas: infinitas. Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin. Hemos comprobado, de tantas maneras, que lo de aquí abajo pasará para todos, cuando este mundo acabe: y ya antes, para cada uno, con la muerte, porque no acompañan las riquezas ni los honores al sepulcro. Por eso, con las alas de la esperanza, que anima a nuestros corazones a levantarse hasta Dios, hemos aprendido a rezar: in te Domine speravi, non confundar in aeternum (Sal 30, 2), espero en Ti, Señor, para que me dirijas con tus manos ahora y en todo momento, por los siglos de los siglos 280.
La falta de amor a Dios puede tener su origen práctico en un cierto déficit de esperanza: se anhela poco la felicidad de la unión con Él y se pone el corazón en las criaturas olvidando que sólo Dios es la fuente de todo bien: "¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?" (Mt 16, 26). San Josemaría invita a oponerse con decisión a este tipo de tentaciones. Déjate de construir castillos con la fantasía, decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente en el Señor hallarás fundamento real para tu esperanza 281.
Para considerar este punto es necesario tener presente, en primer lugar, que la unión con Dios sólo se da en comunión con los demás y por eso pertenece a la esperanza el querer gozar de la unión con Dios junto con ellos. La felicidad de los miembros del Cuerpo místico no se da aisladamente: "si un miembro padece, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los miembros se gozan con él. Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de él" (1Co 12, 26-27). El objeto de la esperanza no es, pues, la felicidad de una "santidad individualista", sino la felicidad de una santidad en unión con todo el Cuerpo místico, "siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación" (Ef 4, 4).
En segundo lugar hay que tener presente que cada miembro del Cuerpo místico de Cristo es instrumento para la unión de otros con Él, unión en la que encuentran la felicidad; y esa felicidad de los demás es parte integrante de la propia. De ahí que la esperanza sea también un deseo de dar frutos de vida cristiana en otros, frutos apostólicos: un deseo de ser instrumentos de Dios para que otros sean santos y felices con nosotros en la unión con Él.
Se comprende así que la esperanza es presupuesto de la caridad con el prójimo porque, al poner la felicidad en la unión con Dios, impulsa con esa fuerza a lo que es propio de la caridad: a querer el mayor bien para los demás, que estén unidos a Dios en quien se encuentra su pleno gozo. El que tiene la felicidad, el bien, procura darlo a los demás 282. El cristiano ha de luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás 283. La virtud de la esperanza le lleva precisamente a buscar que los demás sean felices amando a Dios. La esperanza es presupuesto de la caridad con el prójimo porque no podríamos querer que otros amen a Dios –como la caridad pide– si no esperásemos que ese amor les hará felices.
La esperanza teologal no lleva sólo al apostolado sino al proselitismo cristiano, del que ya hemos hablado 284 es decir, a procurar que otros sigan a Cristo por la misma senda por la que uno mismo le ha encontrado y en la que ha experimentado un anticipo de la felicidad del Cielo. Es elocuente en este sentido el primer punto del capítulo "Proselitismo" de Camino: ¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón... y muchas veces lo envilecen..., dejad eso y venid con nosotros tras el Amor? 285
San Josemaría se refiere al proselitismo en general, el que puede hacer cualquier cristiano que sea feliz en el camino de santificación que ha encontrado. Las siguientes palabras de su predicación oral lo reflejan puntualmente:
¡Cómo me duele que un sacerdote o un religioso no busque vocaciones para el seminario diocesano o para su noviciado! Casi siempre es señal de que ellos mismos no están contentos de su vocación, de que no son felices, o incluso de que se sienten unos desgraciados. En cambio, cuando se ama esa predilección de Dios, que nos invita a colaborar con El, a corredimir, entonces (...) se tiene, no deseo, ¡hambre de pegar esa locura a otros! Es algo que viene solo, como el latir del corazón. (...) Los que no son proselitistas me dan la impresión de que son unos fracasados. Porque el bien, de suyo, es difusivo. Si yo gozo de un beneficio, necesariamente tendré deseos eficaces de que otros vengan a participar de esa misma felicidad 286.
"La esperanza cristiana –escribe José Luis Illanes a propósito de la enseñanza de san Josemaría– remite primariamente al reino de los cielos y a un triunfo de Cristo que se manifestarán con plenitud al final de los tiempos, más allá de la historia, pero dice referencia también a la historia presente, ya que los frutos de la Cruz se anticipan en el hoy de nuestras vidas" 287. Así como la felicidad del Cielo está en la visión de Dios en unión con todos los santos, de modo que cada uno es también cauce del amor de Dios a los demás –es un don para ellos–, así también el anticipo de esa felicidad en la tierra está en amar a Dios y en que los demás le amen en la vida presente, siendo uno mismo mediador ("en Cristo") para que se unan a Dios. "Yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16), dice el Señor. Dar fruto apostólico forma parte de la propia felicidad en Dios, y es por tanto objeto de la virtud teologal de la esperanza.
Mediante la comparación de las faenas del campo, el Señor hace ver que la fecundidad apostólica es motivo de felicidad, y por eso objeto de la esperanza y presupuesto de la caridad. El sembrador espera recoger el fruto de lo que siembra y se goza viendo crecer la semilla: "¿No decís vosotros que después de cuatro meses viene la siega? Pues yo os digo: Levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega; el segador recibe ya su jornal y recoge el fruto de cara a la vida eterna" (Jn 4, 35-36).
"En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto" (Jn 15, 8). Jesús alienta a querer dar fruto para glorificar a Dios.
No tendría sentido dejar de aspirar a la fecundidad apostólica por miedo a que la satisfacción empañe la rectitud de intención. Dios mismo purifica a quien da fruto, precisamente para que sea más eficaz: "A todo el que da fruto mi Padre lo poda para que dé más fruto" (Jn 15, 2). La purificación consiste en "morir a nosotros mismos", al amor propio desordenado, y ahí está la condición de fecundidad: "Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto" (Jn 12, 24).
Tan importante es para el amor a Dios el deseo de dar fruto, que san Josemaría comienza Camino tratando de suscitar esa aspiración:
Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón 288.
Para comprender bien estas palabras hay que tener presente que los criterios humanos no sirven para valorar o calcular los frutos apostólicos. Dios permite a veces que un cristiano no recoja el fruto de su labor y prevé que lo cosechen otros; y cuando dispone que sí lo obtenga, quiere que reconozca lo que otros han sembrado antes. "Pues en esto es verdadero el refrán de que uno es el que siembra y otro el que siega. Yo os envié a segar lo que vosotros no habéis trabajado; otros trabajaron y vosotros os habéis aprovechado de su esfuerzo" (Jn 4, 37-38). En la tarea evangelizadora, los hijos de Dios han de ser siempre conscientes de que participan del único sacerdocio de Cristo y que son instrumentos de su gracia 289.
En todo caso, la esperanza apostólica no debe flaquear, si en alguna ocasión no se ven los frutos. Es esperanza de felicidad nuestra y de los demás en Dios, no de la satisfacción de alcanzar resultados tangibles. San Josemaría exhorta a perseverar con empeño, aun cuando el fruto tarde en llegar:
Trabajad, llenos de esperanza: plantad, regad, confiando en el que da el incremento, Dios (cfr. 1Co 3, 7). Y, cuando el desaliento venga, si esta tentación permitiera el Señor; ante los hechos aparentemente adversos; al considerar, en algunos casos, la ineficacia de vuestros trabajos apostólicos de formación; si alguien, como a Tobías padre, os preguntara: ubi est spes tua?, ¿dónde está tu esperanza?..., alzando vuestros ojos sobre la miseria de esta vida, que no es vuestro fin, decidle con aquel varón del Antiguo Testamento, fuerte y esperanzado quoniam memor fuit Domini in toto corde suo (Tb 1, 13), porque siempre se acordó del Señor y le amó con todo su corazón: filii sanctorum sumus, et vitam illam expectamus, quam Deus daturus est his, qui fidem suam nunquam mutant ab eo; somos hijos de santos, y esperamos aquella vida que Dios ha de dar a quienes nunca abandonaron su fe en Él (Tb 2, 18) 290.
Parte importante del fruto al que ha de aspirar un fiel corriente en medio del mundo, es configurar la sociedad de acuerdo con la dignidad humana, infundiéndole espíritu cristiano. La virtud de la esperanza se refiere también a este fruto. Presupone la convicción –que forma parte de la fe– de que esa configuración contribuye a la felicidad temporal de los hombres y les ayuda a alcanzar la eterna. Si el cristiano no estuviera convencido de que una vida social en la que se promueven los bienes de la persona y de la familia de acuerdo con el orden moral natural favorece estos fines, no podría tener esperanza de alcanzarlos y le faltaría la fuerza moral indispensable para buscar esos bienes tal como reclama la caridad. Por el contrario, cuando tenemos esa convicción, la esperanza nos vuelve poderosos 291: proporciona la fuerza de espíritu necesaria para acometer las metas altas que presenta la fe y que pide el amor.
Con otras palabras, un cristiano ha de querer que la sociedad esté empapada por el espíritu de Cristo 292; y lo querrá, como ejercicio de la caridad, si sabe, con la certeza de la fe, que únicamente una sociedad así es digna del hombre; y si aspira, con la fuerza de la esperanza, a esas condiciones de vida que Dios quiere y que en sí mismas contribuyen a la felicidad de todos.
No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (...). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. (...) De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano 293.
Tarea propia de los hijos de Dios, que han recibido el mundo en "herencia" (cfr. Sal 2, 7-8; Rm 8, 17), es liberar la creación "de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 8, 21). La esperanza lleva a emprender esta tarea con un optimismo realista que, sin ignorar la presencia del mal, no se abate al constatarla porque está apoyado en la visión sobrenatural de la fe.
El Señor –repito– nos ha dado el mundo por heredad. Y hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas; hemos de ser realistas, sin derrotismos. Sólo una conciencia cauterizada, sólo la insensibilidad producida por la rutina, sólo el atolondramiento frívolo pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas. Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios –Dios no pierde batallas–, con un optimismo que no procede de la satisfacción humana, de una complacencia necia y presuntuosa 294.
Rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? (Rm 8, 31). Optimismo, por lo tanto. Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él 295.
Las décadas del siglo xx que vivió san Josemaría sufrieron el intento, por parte de diversas ideologías materialistas, de edificar una sociedad sin Dios, en la que el deseo de felicidad debería quedar saciado por unas excelentes condiciones materiales de vida, por el progreso técnico y científico y las conquistas sociales. Metas humanamente positivas en sí mismas –al menos muchas de ellas– pero insuficientes al proponerse a la colectividad como horizonte supremo de la esperanza. Son, en este caso, "falsificaciones de la esperanza", que en lugar de ennoblecer al hombre lo rebajan.
Si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas (...). Quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar 296.
Se comprende que la experiencia del mal en la sociedad pueda debilitar la esperanza de transformarla. Pero pensar que el reinado de Cristo en el mundo es una utopía irrealizable porque no hay "esperanza humana" de lograrlo, es exponerse a perder la fuerza de la esperanza teologal. La Escritura resalta el ejemplo de Abrahán que, en medio de las pruebas, supo esperar con esperanza teologal cuando no quedaba lugar para la esperanza humana: "contra spem in spem" (Rm 4, 18 [Vg]). Comentando estas palabras, san Josemaría exhorta: vive de esperanza segura, contra toda esperanza. Apóyate en esta roca firme que te salvará y empujará 297. Animaba, además, a no ver sólo las sombras en la situación de la sociedad o en las personas singulares, sino a reconocer lo que hay de positivo, con todo su "peso". Esa visión optimista, esperanzada, es impulso para poner en práctica la enseñanza del Apóstol: "No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien" (Rm 12, 21).
Pensando en la siembra de espíritu cristiano en la sociedad que realizarían sus hijos en el Opus Dei a lo largo de los tiempos, al santificar las más diversas tareas profesionales, escribía:
Ayudaremos eficazmente a crear un clima de entendimiento mutuo, de convivencia, con una visión amplia y universal, que ahogue en caridad todos los odios y rencores: sin lucha de clases, sin nacionalismos, sin discriminaciones. Soñad, y os quedaréis cortos 298.
Este "soñad y os quedaréis cortos", "tenía sólido anclaje en la realidad; no era un sueño utópico, sino un ideal lleno de fe y esperanza que se hace diariamente en el tiempo y en la realidad concreta" 299.
El cristiano ha de amarse a sí mismo como Dios le ama, según vimos al tratar de la caridad. Pero no podría amarse de este modo si, además de poner el deseo de felicidad en lo que Dios quiere para él –en ser santo y en dar fruto de santidad–, no esperase también que es realmente posible alcanzarlo, fundado en que Él mismo le da los medios convenientes para lograrlo y en que no deja de amarle a causa de sus miserias, siempre que luche para superarlas empleando esos medios 300. Veamos estos aspectos.
La esperanza cristiana no es sólo el deseo de un bonum futurum, independientemente de que sea posible o no alcanzarlo. El bien a que aspira –la felicidad de la unión con Dios en el Cielo y su anticipo en la tierra, para uno mismo y para los demás– es un bonum possibile 301, un bien que se puede conquistar con la ayuda de Dios, que nos da los medios necesarios 302. Si se estimara imposible de conseguir, no habría esperanza, y tampoco habría caridad, pues se dejaría de amar a Dios al pensar que la unión con Él es utópica. Y lo sería realmente si el cristiano contara sólo con sus fuerzas. De ahí que también sea objeto de la esperanza que Dios dará siempre su gracia para ser santos y dar fruto 303.
No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo (cfr. Flp 1, 6). Porque si el Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? Él, que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo, después de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos cualquier otra cosa? (Rm 8, 31-32) 304.
Prueba de que contamos con la ayuda de Dios es la misma entrega de su Hijo; y lo es también la realidad de los medios de santificación y apostolado que Cristo ha dejado a su Iglesia para hacer llegar a todos los hombres su mediación sacerdotal: los sacramentos, la predicación auténtica del Evangelio, la guía pastoral. Lo que es objeto de esperanza no es el reconocimiento de la existencia de esos medios en general (esto pertenece a la fe), sino el poder disponer de ellos.
La esperanza aspira a un "bien posible": un bien que puede alcanzar quien pone los medios. No es un deseo que apenas influye en la vida, como el sueño vago de quien ha comprado un billete de lotería y "espera" que le toque un premio: sabe que es "posible" pero muy poco probable, y no hace nada para conseguirlo. La firme esperanza en nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo 305. No es virtud la de quienes limitan la esperanza a una ilusión, a un ensueño utópico, al simple consuelo ante las congojas de una vida difícil. La esperanza –¡falsa esperanza!– se muda para éstos en una frívola veleidad, que a nada conduce 306. Limitarse a "esperar" de Dios la felicidad que quiere darnos, sin poner los medios que Él mismo nos ofrece para alcanzar la santidad y para dar fruto, sería confundir la esperanza con la comodidad 307. La esperanza cristiana implica una seguridad condicionada: obtendremos el premio si correspondemos, con la ayuda de Dios, a las gracias que Él mismo nos concede.
El bien al que la esperanza aspira es un bonum arduum, un bien arduo, que exige lucha contra el pecado y la inclinación al mal que se opone a la unión con Dios dentro de nosotros mismos. Como se explicará en su momento 308, se trata de una lucha por amor, y la esperanza es totalmente necesaria para entablarla. "Nos fatigamos y luchamos porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo" (1Tm 4, 10), escribe san Pablo. Es evidente que no tendría sentido luchar sin la esperanza de alcanzar el bien por el que se pelea y sin la certitud de que ese bien vale la pena, por estar en él la felicidad plena. San Josemaría anima a no perderlo de vista:
Conllevemos todas las dificultades de esta navegación nuestra, en medio de los mares del mundo, con la esperanza del Cielo: para nosotros y para todas las almas que quieran amar, la aspiración es llegar hasta Dios: la gloria del Cielo. Si no, nada de nada vale la pena. Para ir al Cielo, hemos de ser fieles. Y para ser fieles, hay que luchar 309.
La esperanza implanta en el alma la determinación de "comenzar y recomenzar" en esta pelea interior, sin desánimos:
Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso 310.
La esperanza no decae cuando no se consigue una mejora apreciable, porque no lleva a combatir por la satisfacción de alcanzar unas metas, sino por amor a Dios; y luchar por amor ya es amar. Se produce entonces un fruto inesperado: la esperanza nos demuestra que, sin Él, no logramos realizar ni el más pequeño deber 311. La conciencia de la propia debilidad, de que estamos hechos de barro de botijo nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo Jesús 312. San Josemaría insiste particularmente en que la persistencia de las tentaciones no debe debilitar la esperanza: ha de ser ocasión para ejercitarla. Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos 313. Ni siquiera los pecados deben conducir a la desesperación.
¡Mirad si es grande la virtud de la esperanza! Judas reconoció la santidad de Cristo, estaba arrepentido del crimen que había cometido, tanto que cogió el dinero, precio de su traición, y lo arrojó a la cara de quienes se lo dieron como premio a su traición. Pero... le faltó la esperanza, que es la virtud necesaria para volver a Dios. Si hubiera tenido esperanza, podría haber sido aún un gran apóstol. De modo que no desconfiéis nunca, no os desesperéis nunca, aunque hayáis hecho la tontería más grande 314.
Si incluso el pecado no debe quebrar la esperanza, menos aún las dificultades, los fracasos, la enfermedad..., que no son ofensa a Dios sino la Cruz de Cristo, ocasión para crecer en identificación con Él. Precisamente en la Cruz se apoya nuestra esperanza de unirnos al Señor 315. "Considerando que los sufrimientos de esta vida no son proporcionados a la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros (Rm 8, 18; cfr. 2Tm 2, 11-12), firmes en la fe esperamos la feliz esperanza y la venida gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador, Jesucristo (Tt 2, 13)" 316 .
Las virtudes teologales no son las únicas virtudes cristianas. Muchos de nuestros actos no tienen a Dios como objeto inmediato, sino a los diversos bienes humanos: trabajar, descansar, cultivar la amistad, etc. Para que se encaminen a Él como a su último fin, deben estar animados por la caridad; pero sólo podrán estarlo si son rectos en sí mismos. ¿De dónde les viene esa rectitud? De las "virtudes humanas" (morales), hábitos del buen obrar que inclinan nuestras facultades a elegir el bien y a realizarlo: de ahí su necesidad.
Dejamos las consideraciones generales sobre las virtudes humanas para el inicio del siguiente apartado, y comenzamos directamente con la humildad. En la enseñanza de san Josemaría presenta características tan peculiares que reclama un estudio aparte 317.
La tradición espiritual es prácticamente unánime al asignar a la humildad una importancia singular entre las virtudes 318.
Los Padres de la Iglesia, desde san Clemente Romano a san Agustín, "hacen converger su enseñanza moral, después de las virtudes teologales, en la humildad" 319, definida como la virtud propia y característica de aquellos que la Biblia llama "pobres de espíritu": los que se reconocen indigentes ante Dios y ponen toda su esperanza en Él. Después de la época patrística, los grandes maestros espirituales se hacen eco de esas intuiciones y las desarrollan, con la mirada puesta siempre en Jesucristo, "humilde de corazón" (Mt 11, 29) 320. Baste recordar el lugar central que ocupa la humildad en el De imitatione Christi, donde, según Daniel-Rops, "es la virtud eminente sobre la que sus frases vuelven sin cesar" 321. A la hora de indicar dónde radica su eminencia, las respuestas son muy variadas y no podemos resumirlas aquí. San Josemaría se hace eco de toda esa tradición y aporta al mismo tiempo una óptica nueva y específica, relacionando íntimamente la humildad tanto con la filiación divina como con la santificación en medio del mundo.
Señalemos primero, aunque resulte obvio, que la humildad es una virtud humana, no una virtud teologal. Su "objeto" no es Dios, sino la eliminación de los obstáculos que hay en nosotros para la unión con Él. San Josemaría resume esos obstáculos en una palabra: ¿Qué puede entorpecer la caridad?: la soberbia 322. El objeto de la humildad es combatir la soberbia, el primero y principal de todos los vicios. Por eso mismo, la humildad es también la primera virtud humana.
Por lo que se refiere a su "sujeto", es decir, a la facultad humana en la que esta virtud reside, se han dado respuestas diversas. Para santo Tomás está en el "apetito sensible" y es parte de la templanza 323. Santa Teresa de Jesús la describe como un "andar en verdad" 324 y parece destacar más bien su relación con el entendimiento práctico. En realidad, si se consideran las diversas enseñanzas de los santos, se ve que es imposible colocarla en una u otra facultad, porque de algún modo se encuentra en todas: es una inclinación de la persona entera. La humildad está, sin duda, en el entendimiento, pues lleva a reconocer la verdad de lo que uno es ante Dios, ante los demás y ante uno mismo (de ahí su estrechísima relación con la sinceridad, como veremos); pero está también en la voluntad y en las facultades sensibles, en las que pone la aspiración a vivir conforme a esa verdad. Se podría decir, de acuerdo con una amplia tradición espiritual, que reside en el corazón si se entiende el término en su sentido bíblico, como núcleo íntimo de la persona 325.
Así concibe la humildad también san Josemaría. Bien significativo es el siguiente texto, que la sitúa en todas las facultades de la persona, como elemento que dispone a cada una de acuerdo con su "verdad" (su propia naturaleza), para que pueda ser perfeccionada luego por las demás virtudes.
"La oración" es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo.
"La fe" es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia.
"La obediencia" es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios.
"La castidad" es la humildad de la carne, que se somete al espíritu.
"La mortificación" exterior es la humildad de los sentidos.
"La penitencia" es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor.
–La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética 326.
Hay una cierta "omnipresencia" de la humildad, que se explica si se concibe como la base de todas las virtudes 327. Esta posición, que se le adjudica tradicionalmente, la acerca al sentido de la filiación divina, que es para san Josemaría, como sabemos, el fundamento de la vida espiritual. De hecho afirma también que la humildad es el fundamento de nuestra vida 328. El nexo de la humildad con el sentido de la filiación divina puede verse, por ejemplo, en el siguiente texto:
[La humildad] es el hondo sentimiento de que Dios Nuestro Padre es quien hace todas las cosas, con estos pobres instrumentos que somos cada uno de nosotros –servi inutiles sumus (Lc 17, 10)–, que juega con cada uno de nosotros como con unos niños: ludens in orbe terrarum et deliciae meae esse cum filiis hominum (Pr 8, 31) 329.
El vínculo entre humildad y sentido de la filiación divina se puede comprender mejor si se reflexiona sobre lo que supone la Encarnación del Hijo de Dios para esa filiación adoptiva. Ciertamente, si pensamos sólo en la Filiación del Verbo, nuestra humildad no tiene nada que ver con ella, pues de acuerdo con la etimología del término y con su uso tradicional, "humildad" connota siempre "bajeza", "pequeñez" o cierta inferioridad 330, y el Hijo unigénito y consubstancial no es inferior en nada al Padre. Pero en la Encarnación "se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó..." (Flp 2, 7-8). San Atanasio hace notar que "términos como "humillado" y "exaltado" se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente sólo lo que es humilde es susceptible de ser exaltado" 331. Al Hijo le corresponde la humildad en cuanto hombre. Y puesto que el cristiano participa de la Filiación divina a través de la Humanidad del Señor, se puede decir que la condición de humilde pertenece esencialmente a nuestra filiación adoptiva, ya que ésta es una exaltación que presupone la bajeza de la condición humana respecto a la divina. De ahí que el "sentido de la filiación divina" deba incluir necesariamente la conciencia y la aceptación de esa bajeza, es decir, la humildad.
Poner el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual significa ante todo considerarlo como base del desarrollo de la caridad, porque la caridad es la esencia de la vida cristiana. Significa, en otros términos, fomentar una "caridad de hijos de Dios": amor filial al Padre y fraternidad en Cristo. Ahora bien, si el sentido de la filiación divina incluye necesariamente la humildad, como acabamos de ver, se comprende que la humildad sea también fundamento de la caridad. Y que a través de la caridad, "forma" de las demás virtudes, esté en la base de todas ellas.
Aquí hablamos de la humildad cristiana, informada por la caridad y perteneciente al sentido de la filiación divina. San Josemaría se refiere también a una humildad humana (no informada por la caridad), y la pone como base o presupuesto de las demás virtudes morales, cuando escribe que el primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de la humildad 332. La prudencia es la virtud cardinal rectora, que dirige a las demás; si la humildad es su "primer paso", significa que se encuentra en cierto modo ya en la base de la misma prudencia y también, por eso mismo, de las demás virtudes. Pero sólo cuando está informada por la caridad llega a ser la humildad de un hijo adoptivo de Dios. Refiriéndose a esta humildad "viva" –vivificada por la caridad– san Josemaría dice que deriva directamente del coloquio contemplativo que mantenemos con el Señor sine intermissione (1Ts 5, 17) 333. Ya no es sólo el primer paso de la prudencia sino el fundamento de la misma caridad y de todas las virtudes vivificadas por ella. La humildad es la primera virtud que la caridad informa poniéndola como base sobre la que se asienta; y esta base se hace más sólida cuanto más crece la caridad.
A primera vista puede parecer contradictorio que la caridad informe a su propio fundamento, la humildad. Pero no es más que una consecuencia del hecho, al que ya hemos aludido, de que la filiación adoptiva del cristiano está como penetrada de la Encarnación redentora. En la Encarnación hay, a la vez, humillación (abajamiento) y elevación; abajamiento de Dios y elevación de la naturaleza humana asumida; humillación de Cristo en cuanto Dios y glorificación en cuanto hombre (cfr. Flp 2, 5 ss). En el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, la humillación es fundamento de la elevación, y ésta le da su sentido. Así también –por analogía– existe un vínculo indisociable entre la divinización del cristiano y su humillación, y por tanto entre la caridad y la humildad: "todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado" (Lc 14, 11; Lc 18, 14). Tanto la infusión de la gracia como su crecimiento se realiza sobre el fundamento de la humildad. "Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia" (1P 5, 5; St 4, 6) 334.
Entre la caridad y la humildad cristiana hay una necesaria conexión mutua. San Agustín enseña que "la morada de la caridad es la humildad" 335; y en otro lugar escribe: "¿Quieres construir un edificio que llegue hasta el cielo? Piensa primero en poner el fundamento de la humildad. Cuanto mayor sea la mole que hay que levantar y la altura del edificio, tanto más hondo hay que cavar el cimiento (...). El edificio antes de subir se humilla, y su cúspide se erige después de la humillación" 336. Al mencionar esta enseñanza, santo Tomás dice que la humildad es fundamento "negativo" del edificio sobrenatural, porque quita los obstáculos que se oponen a la acción de la gracia 337. En esta línea escribe san Josemaría:
[Dios] desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que –hablando al modo humano– quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón 338.
Y repite con frecuencia el adagio clásico:
Si quieres ser santo, sé humilde; si quieres ser más santo, sé más humilde; si quieres ser muy santo, sé muy humilde 339.
La humildad remueve la soberbia, principal obstáculo para amar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. Exponemos ahora las dimensiones de esta virtud en correspondencia con las de la caridad: humildad ante Dios, en relación con los demás y respecto a uno mismo.
"Humillaos en presencia del Señor, y Él os ensalzará" (St 4, 10; cfr. 1P 5, 6 ). La humildad y el propio enaltecimiento son incompatibles. Hay que rechazar toda gloria que no sea para Dios, extirpar todo movimiento altanero frente a Él. "Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3), dice san Pablo. Estas palabras, en su preciso contexto de la "nueva vida en Cristo", tienen un profundo significado para la humildad: es necesario "morir a sí mismo", al afán de gloria propia, para vivir en Cristo para la gloria de Dios. La humildad no impide nuestra divinización; al contrario, la hace posible: permite "vivir con Cristo en Dios". San Josemaría expresaba esta actitud con unas palabras que ponía como lema de su vida:
Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca 340
Querer "ocultarse y desparecer" es la humildad ante Dios, y su sentido es que "sólo Jesús se luzca" en la propia vida. Porque Cristo vive en el cristiano, y la gloria de Dios exige que su vida se manifieste en él. La humildad hace desaparecer el amor propio desordenado, el egoísmo, para que la presencia de Cristo resplandezca.
Esta enseñanza abre grandes perspectivas de humildad práctica para los que se saben llamados a la santidad en medio del mundo y quieren poner a Cristo en la cumbre de las actividades de los hombres. San Josemaría las desarrolla en un texto que vale la pena reproducir con amplitud:
Seamos humildes, busquemos sólo la gloria de Dios: porque nuestra vida de entrega, callada y oculta, debe ser una constante manifestación de humildad (...). Vita vestra est abscondita cum Christo in Deo (Col 3, 3); vivid cara a Dios, no cara a los hombres (...). Ésa debe ser también la aspiración de cada uno de vosotros, hijos míos: pasar inadvertidos, imitar a Cristo, que permaneció oculto treinta años siendo sencillamente el hijo del artesano (Mt 13, 55); imitar a María que, siendo Madre de Dios, gusta de llamarse su esclava: ecce ancilla Domini (Lc 1, 38).
El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: sólo esto nos mueve.
Dios se ha querido servir de vosotros, de vuestra lucha por alcanzar la santidad e incluso de vuestros talentos humanos. Recordad siempre el mandato de Cristo: que brille vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16). Para Él toda la gloria, todo el honor: soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum (1Tm 1, 17), sólo a Dios hemos de dar el honor y la gloria, por los siglos sin fin 341
Uno de los aspectos que estos párrafos ponen de relieve es que la humildad contrarresta la tendencia a buscar la propia gloria en los actos de virtud; y en otros casos remueve lo que suele impedir el arrepentimiento: la autojustificación, la resistencia a reconocer la ofensa a Dios.
Si no se es humilde, profundamente humilde, es fácil llegar a deformarse la conciencia. Quizá en nuestra vida, por debilidad, podremos obrar mal. Pero las ideas claras, la conciencia clara: lo que no podemos es hacer cosas malas y decir que son santas 342
Al abrir camino a la compunción, la humildad franquea el alma a la infusión de la gracia que la diviniza. Y ese "endiosamiento" conduce a su vez a un reconocimiento más profundo de que todo lo bueno es don de Dios.
Cuando llega la noche y hago el examen y echo las cuentas y saco la suma, la suma es: pauper servus et humilis! Digo muchas veces: cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies! (Sal 50, 19). No lo digo con humildad de garabato. Si el Señor ve que nos consideramos sinceramente siervos pobres e inútiles, que tenemos el corazón contrito y humillado, no nos despreciará, nos unirá a Él, a la riqueza y al poder grande de su Corazón amabilísimo. Y tendremos el endiosamiento bueno: el endiosamiento de quien sabe que nada tiene de bueno, que no sea de Dios; que él, de sí mismo, nada es, nada puede, nada tiene 343
Si la caridad lleva a amar a los demás por amor a Dios, con obras de servicio, la humildad quita el obstáculo más radical, que consiste en considerarse superior a ellos.
El Señor imparte esta lección con palabras y gestos. Cuando la madre de Santiago y Juan pide un lugar de privilegio para sus hijos en el Reino y los demás Apóstoles se indignan, Jesús, llamándoles, les dice: "Quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea esclavo de todos: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos" (Mc 10, 42-45). En la Última Cena lo predica lavando los pies a los discípulos: "Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros" (Jn 13, 15). San Pablo describe así la disposición de ánimo que ha de tener el cristiano: "No actuéis por rivalidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los otros como superiores" (Flp 2, 3). De este modo, la humildad permite que la caridad se desborde en obras de servicio.
El Señor enseña a no ponerse por encima de nadie. De modo explícito censura la actitud del fariseo que se estimaba mejor que el publicano aduciendo "pruebas": "No soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo" (Lc 18, 11-12). En cambio alaba al publicano que "se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador" (Lc 18, 13). "Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado" (Lc 18, 14).
Pero ¿no es contrario a la realidad de las cosas –y a la humildad, por tanto– considerar como superior a quien menos cualidades tiene? Si se trata de condiciones humanas, es evidente que unos destacan más que otros, aunque probablemente no en todo. La humildad hace descubrir los aspectos en los que otros son mejores. San Josemaría lo hace notar sirviéndose de una cita significativa:
En cualquier hombre –escribe Santo Tomás de Aquino– existe algún aspecto por el que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del Apóstol "llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores" (Flp 2, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse mutuamente (S.Th. II-II, q. 103, a. 2, ad 3). La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona –por su honor, por su buena fe, por su intimidad–, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia 344
En todo caso, el motivo principal por el que el cristiano puede considerar a los demás como superiores reside en que la cualidad que hace "buena", en sentido estricto, a una persona, es el amor a Dios (que hace buena la voluntad 345, y en esto nadie puede afirmar que es superior a otro: sólo Dios lo sabe. Incluso quien piensa que ama a Dios no puede decir que es superior a quien está notoriamente alejado de Él, porque esa "superioridad" sólo tendría sentido referida al conjunto de la existencia, y por tanto al momento final de nuestra vida en esta tierra. Hasta ese momento, cualquiera puede convertirse –limpiando en un instante toda su biografía– y amar a Dios más que el otro. San Josemaría aconseja razonar: Es verdad que fue pecador. –Pero no formes sobre él ese juicio inconmovible. –Ten entrañas de piedad, y no olvides que aún puede ser un Agustín, mientras tú no pasas de mediocre 346
La caridad se hace "todo para todos" (1Co 9, 23), y la humildad quita el obstáculo para que esto se verifique efectivamente.
La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos 347
Esta faceta de la humildad tiene manifestaciones diversas según la vocación de cada uno. Los fieles corrientes han de servir a los demás por lo general con el trabajo profesional y el cumplimiento de sus deberes en la familia y en la sociedad, lo que implica también el ejercicio de los derechos. Se ha hecho notar que "es frecuente interpretar la virtud de la humildad como rebajarse, como renunciar a lo que uno merece o a lo que le es debido; pero la verdadera humildad no es esto. El humilde no renuncia a nada sino que, simplemente, y no es fácil, reconoce lo que realmente es" 348 No es contrario a la verdadera humildad proceder de acuerdo con la propia posición en el mundo:
Al ser el trabajo el eje de nuestra santidad, deberemos conseguir un prestigio profesional y, cada uno en su puesto y condición social, se verá rodeado de la dignidad y el buen nombre que corresponden a sus méritos, ganados en lid honesta con sus colegas, con sus compañeros de oficio o profesión.
Nuestra humildad no consiste en mostrarnos tímidos, apocados o faltos de audacia en ese campo noble de los afanes humanos. Con espíritu sobrenatural, con deseo de servicio –con espíritu cristiano de servicio–, hemos de procurar estar entre los primeros, en el grupo de nuestros iguales.
Algunos, con mentalidad poco laical, entienden la humildad como falta de aplomo, como indecisión que impide actuar, como dejación de derechos –a veces de los derechos de la verdad y de la justicia–, con el fin de no disgustarse con nadie y resultar amables a todos. Por eso, habrá quienes no comprendan nuestra práctica de la humildad profunda –verdadera–, y aun la llamarán orgullo. Se ha deformado mucho el concepto cristiano de esta virtud, tal vez por intentar aplicar a su ejercicio, en medio de la calle, moldes de naturaleza conventual, que no pueden ir bien a los cristianos que han de vivir, por vocación, en las encrucijadas del mundo 349
San Josemaría emplea con frecuencia el término naturalidad para designar una virtud que, en nuestra opinión, es parte de la humildad respecto al prójimo 350 La naturalidad o normalidad lleva, en efecto, a actuar ante los demás en conformidad con la propia condición de cristiano y ciudadano.
Al comportarnos con normalidad –como nuestros iguales– y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el ejemplo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Fijaos en que toda su vida está llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la atención, como un trabajador más, y le conocen en su aldea como el hijo del carpintero 351
Es una virtud que brilla especialmente en la conducta de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos 352 Como sabemos, san Josemaría ve en estos primeros discípulos de Cristo el precedente más claro de su propio mensaje de santificación en medio del mundo 353 señala, en efecto, que quienes procuran seguir el camino de santidad que enseña, son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe 354 De ahí la importancia que concede a la naturalidad, como norma de conducta que refleja la secularidad.
En general, la naturalidad cristiana lleva a vivir coherentemente la fe comportándose, en las relaciones con los demás, de acuerdo con lo que cada uno es. Sus manifestaciones exteriores pueden ser muy diversas, según el estado y condición de cada uno. Hay una naturalidad propia de los sacerdotes, que les lleva a conducirse de modo conforme a su ministerio sagrado, que es un ministerio público; hay una naturalidad de los religiosos, que les impulsa a dar testimonio, también público, del supremo valor de los bienes eternos, como corresponde a su vocación; y hay una naturalidad propia de los fieles laicos, que consiste en vivir coherentemente la fe en su ambiente profesional y social, dando asimismo testimonio de Cristo pero no como quien ostenta un oficio público de la Iglesia (el caso de los sacerdotes y religiosos), sino de modo acorde a su condición de ciudadanos y de profesionales como los demás. Pues bien, cuando san Josemaría habla de naturalidad, se refiere sobre todo a esta última, la de los fieles laicos. Afirma que no es necesario, para demostrar que se es cristiano, adornarse con un puñado de distintivos, porque el cristianismo se manifestará con sencillez en la vida de los que conocen su fe y luchan por ponerla en práctica, en el esfuerzo por portarse bien, en la alegría con que tratan de las cosas de Dios, en la ilusión con que viven la caridad 355
En otro momento completa esta idea, dirigiéndose concretamente a quienes han tomado la decisión de corresponder con totalidad a la vocación cristiana:
¿Acaso la lección de Jesucristo no consiste en que debemos convivir entre los demás de nuestra condición social, de nuestra profesión y oficio, desconocidos, como uno de tantos? No desconocidos por nuestro nombre, ni por nuestro trabajo; ni desconocidos porque no destaquéis por vuestros talentos; sino desconocidos porque no hay necesidad de que sepan que sois almas entregadas a Dios, empeñados en imitar a Jesucristo; que sois sal de la tierra, otros Cristos. Que lo experimenten; que se sientan ayudados a ser limpios y nobles, al ver vuestra conducta llena de respeto para la legítima libertad de todos, al escuchar de vuestros labios la doctrina, subrayada por vuestro ejemplo coherente; pero que vuestra dedicación al servicio de Dios pase oculta, inadvertida, como pasó inadvertida la vida de Jesús en sus primeros treinta años 356
Para comprender bien esta enseñanza de san Josemaría hay que tener en cuenta que lo "natural" o lo "normal" para un fiel corriente no es siempre y por principio "hacer lo que hacen los demás", "no llamar la atención", "acomodarse a las costumbres dominantes", etc. Lo natural es que viva íntegramente su fe, sin ostentaciones impropias del estado y condición en la que Dios le ha llamado a la santidad y al apostolado. Naturalidad. Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas –vuestra sal y vuestra luz– fluya espontáneamente, sin rarezas 357. Lo que no debe hacer un cristiano es procurar comportarse, por principio, "igual que los demás", si los demás no obran bien. Ha de conducirse de modo congruente con su fe "como sus iguales" 358 en la vida profesional y social, es decir, como cualquier ciudadano corriente que quiera ser un cristiano coherente. Por esto es "natural" que quienes traten a un cristiano que busca la santidad en la vida corriente noten su esfuerzo por cultivar las virtudes, adviertan que practica la fe –participando también en el culto público, sin "esconderse"–, y reciban el influjo de su apostolado, aunque todo esto contraste visiblemente con el ambiente que le rodea. "Y ¿en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, no parecerá postiza mi naturalidad?", me preguntas. –Y te contesto: Chocará sin duda, la vida tuya con la de ellos; y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido 359.
Por las citas anteriores resulta patente que la ausencia de distintivos externos de la propia decisión interior de buscar la santidad, nada tiene que ver con el secreto. Es, por el contrario, discreción, manifestación "natural" del derecho a salvaguardar la propia intimidad. Discreción no es misterio, ni secreteo. –Es, sencillamente, naturalidad 360
"No os estiméis en más de lo que conviene" (Rm 12, 3). El significado de estas palabras, en el contexto de la carta paulina, es que cada uno ha recibido de Dios determinados dones en vista de su función dentro del Cuerpo de Cristo. La humildad quita lo que dificulta emplearlos en el cumplimiento de la propia misión, de acuerdo con la voluntad de Dios: impide "estimarse en más de lo que conviene", no reconocer que todo lo bueno se ha recibido de Dios (cfr. 1Co 4, 7), no aceptar los propios límites. Por eso san Josemaría afirma que la humildad es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza 361 Y dice también: el conocimiento propio es condición de la humildad verdadera 362
Cuando habla de humildad, estos dos aspectos –"nuestra miseria y nuestra grandeza"– suelen ir juntos, de modo que al mencionar uno se refiere también al otro. Darse cuenta de lo que significa ser hijo de Dios lleva al "endiosamiento bueno" y a un cierto "complejo de superioridad"; al mismo tiempo, ser consciente de la propia indigencia como criatura que experimenta sus caídas y miserias, impide olvidar que se es "nada" por uno mismo: "polvo de la tierra"; "un vaso de barro", frágil aunque esté repleto de tesoros divinos; "un borrico", cuya dignidad deriva únicamente de ser portador de Cristo; "un simple instrumento", como el pincel en manos del artista. Son éstas las expresiones e imágenes que emplea, entre otras, a propósito de la humildad respecto a uno mismo. Veamos algunos textos.
– "Complejo de superioridad" y conocimiento de nuestra "nada":
Cuando se trabaja por Dios, hay que tener "complejo de superioridad", te he señalado. Pero, me preguntabas, ¿esto no es una manifestación de soberbia? –¡No! Es una consecuencia de la humildad, de una humildad que me hace decir: Señor, Tú eres el que eres. Yo soy la negación. Tú tienes todas las perfecciones: el poder, la fortaleza, el amor, la gloria, la sabiduría, el imperio, la dignidad... Si yo me uno a Ti, como un hijo cuando se pone en los brazos fuertes de su padre o en el regazo maravilloso de su madre, sentiré el calor de tu divinidad, sentiré las luces de tu sabiduría, sentiré correr por mi sangre tu fortaleza 363
– "Endiosamiento" y saberse "polvo de la tierra". Es importante –escribe– que sepamos distinguir el endiosamiento bueno del endiosamiento malo 364 El primero es la actitud humilde del que se da cuenta de que está "metido" en Dios, por la filiación divina; el segundo es el engreimiento de quien olvida su propia miseria.
No puedo ocultaros, hijos míos, mi temor de que en algún caso ese endiosamiento, sin una base profunda de humildad, pueda ocasionar la presunción, la corrupción de la verdadera esperanza, la soberbia y –más tarde o más temprano– el derrumbamiento espiritual ante la experiencia inesperada de la propia flaqueza.
Suelo poner el ejemplo del polvo que es elevado por el viento hasta formar en lo más alto una nube dorada, porque admite los reflejos del sol. De la misma manera, la gracia de Dios nos lleva altos, y reverbera en nosotros toda esa maravilla de bondad, de sabiduría, de eficacia, de belleza, que es Dios. Si tú y yo nos sabemos polvo y miseria, poquita cosa, lo demás lo pondrá el Señor. Es una consideración que me llena el alma 365
– De barro, pero con la fortaleza de Dios:
La humildad lleva, a cada alma, a no desanimarse ante sus propios yerros. Dios nuestro Padre sabe bien de qué barro estamos hechos (cfr. Sal 102, 14) y, aunque el vaso de barro se resquebraje o se quiebre alguna vez, si hay humildad, se recompone con unas lañas que le dan más gracia; y en las que, sin duda, se complace el Señor. Las flaquezas de los hombres, hijos míos, dan a Nuestro Dios ocasión para lucirse, para manifestar su omnipotencia, disculpando, perdonando 366
Reconoce humildemente tu flaqueza para poder decir con el Apóstol: "cum enim infirmor, tunc potens sum" –porque cuando soy débil, entonces soy fuerte 367
– Instrumentos de Dios:
Ya puedes desechar esos pensamientos de orgullo: eres lo que el pincel en manos del artista. –Y nada más. –Dime para qué sirve un pincel, si no deja hacer al pintor 368
La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada día 369
La "humildad colectiva" no designa, en san Josemaría, la "humildad de una colectividad", es decir, una virtud de un sujeto colectivo (en este caso se podría llamar virtud sólo en sentido metafórico), sino un aspecto de la humildad personal que deben practicar quienes forman parte de una "colectividad" –concretamente, de la Iglesia o de una institución de la Iglesia–, precisamente en cuanto miembros de ella.
En este sentido hay que entender –en nuestra opinión– la siguiente exhortación: Aparte de la humildad personal, imprescindible para todos los fieles, amar y practicar la humildad colectiva 370 Parece claro que la contraposición no es entre "humildad personal" y "humildad colectiva", sino entre los aspectos individuales de la humildad personal y aquellos otros que derivan, como decíamos, del hecho de formar parte de una "colectividad": una institución de la Iglesia o, más en general, de la Iglesia misma. Que se trata siempre de aspectos de la humildad personal queda claro, por ejemplo, cuando escribe: No entiendo por qué, si Juan y Pedro y Andrés, tomados particularmente, tienen el deber de ser humildes, todos juntos han de considerarse en cambio con el derecho a ser soberbios como víboras 371 La humildad personal (individual) y la colectiva son indisociables. Los mismos que han de ser individualmente humildes, lo han de ser también cuando están unidos entre sí con vistas a la santificación y al apostolado.
En diversos lugares de la Sagrada Escritura se pueden ver ejemplos de este aspecto de la humildad. Cuando el apóstol Juan dice al Señor: "Maestro, hemos encontrado a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros" (Lc 9, 49), Jesús le responde: "No se lo prohibáis, pues el que no está contra vosotros con vosotros está" (Lc 9, 50). Ante la tentación de formar un grupo cerrado que se arroga la exclusiva del bien y de sentirse superiores por formar parte de ese grupo, el Señor les invita a alegrarse, con rectitud de intención, por todo lo bueno que hacen los demás. No se han de gloriar por haber sido llamados a formar parte del Colegio apostólico, sirviéndose de ese honor para brillar personalmente. No han de olvidar que sólo son instrumentos de la acción divina. Cada uno de los Apóstoles ha de ser humilde no sólo individualmente sino también "colectivamente", es decir, en cuanto miembro del Colegio de los Doce. Este es uno de los pasajes del Evangelio en el que, si no nos equivocamos, se basa la enseñanza de san Josemaría acerca de la humildad colectiva.
Al objeto de este aspecto de la humildad se refiere indirectamente con las siguientes palabras:
Esta humildad colectiva tan grata a Dios, libra del exagerado espíritu de cuerpo, del fanatismo, de formar grupito (...) [Con la humildad colectiva] se rechaza la idea que lo nuestro es bueno, por ser nuestro; y lo de los demás, mediocre o malo 372
San Josemaría se dirige específicamente en este texto a los fieles del Opus Dei, con el propósito de inculcarles una humildad que no deja espacio a las deformaciones que menciona. No obstante, su enseñanza tiene una aplicación general, válida para cualquier cristiano que, por el hecho de pertenecer a la Iglesia –o también, en su caso, de formar parte de una institución dentro de ella– ha de practicar la humildad colectiva. Porque la Iglesia y las manifestaciones vitales que el Espíritu Santo suscita en su seno, tienen un fin sobrenatural que trasciende el prestigio humano, y no se puede poner este último por encima de aquél, ni servirse del buen nombre de la Iglesia o de los méritos de otros católicos para beneficio (terreno) propio, ni sería conforme a la verdad y a la humildad minusvalorar el bien realizado por otros sólo porque "no son de los nuestros" (cfr. Lc 9, 49).
Ciertamente, una empresa con fines temporales –una fábrica de automóviles, una sociedad que pretenda abrir mercado a sus productos o servicios...– necesita hacer propaganda para alcanzar sus propios fines. Pero san Josemaría deja claro que sería pernicioso trasponer sin más esos procedimientos a una institución con fines sobrenaturales, porque la difusión del Evangelio no obedece a criterios de mercado.
En una asociación que tenga una finalidad terrena, es lógico publicar estadísticas ostentosas sobre el número, condición y cualidades de los socios, y así suelen hacerlo de hecho las organizaciones que buscan un prestigio temporal, pero ese modo de obrar, cuando se busca la santificación de las almas, favorece la soberbia colectiva: y Cristo quiere la humildad de cada uno de los cristianos y de los cristianos todos 373.
Tanta importancia tiene a sus ojos la humildad colectiva que la presenta como un rasgo esencial del espíritu del Opus Dei, desde los mismos inicios de la fundación. Le hubiera gustado incluso que la tarea apostólica que Dios le hizo ver el 2 de octubre de 1928 no llevara nombre alguno, para evitar todo peligro de jactancia y porque no pretendía otra cosa que difundir un espíritu cristiano de santificación en medio del mundo, misión que, en realidad, es labor ordinaria de toda la Iglesia. Pero era inevitable que aquello tuviera un nombre, bajo pena de que su actividad se interpretara como secreto. No obstante, como se puede ver en el texto que transcribimos a continuación, deja constancia de su inclinación a "no aparecer" para que se entienda cuánto aprecia la humildad colectiva.
Vivid cara a Dios, no cara a los hombres. Ésa ha sido y será siempre la aspiración de la Obra: vivir sin gloria humana; y no olvidéis que, en un primer momento, me hubiera gustado incluso que la Obra no tuviera ni nombre, para que su historia la conociera sólo Dios: pero, como abominamos del secreto y queremos trabajar siempre dentro de los límites de la ley, en cada país, no podremos dejar de emplear un nombre 374
No busca elogios ni congratulaciones humanas. Su lema es Deo omnis gloria! Que toda la gloria sea para Dios. Su ambición es trabajar como tres mil, haciendo el rumor de tres 375 Lo que está en juego no es una abstracta "humildad de la Obra", sino ese aspecto de la humildad personal que lleva a huir del envanecimiento corporativo, a no pretender gloria humana para el Opus Dei y a no querer recibir cada uno la estimación y el aprecio que merece la Obra de Dios y la vida santa de sus hermanos 376.
Por otra parte afirma también que es la gloria de Dios (...) el único motivo que nos mueve a no permitir que se empañe, ni de lejos, la hermosura ni el buen nombre del Opus Dei 377. Al decir que el motivo de esta conducta "es la gloria de Dios", deja claro que defender el "buen nombre de la Obra" no es un fin humano: se trata de una exigencia de la edificación de la Iglesia. Por eso, estas palabras tienen un significado general. Cualquier cristiano se ha de comportar así con la Iglesia, procurando que "no se empañe su hermosura y su buen nombre".
Puede parecer que hay una cierta contradicción: por una parte no quiere gloria humana para la Iglesia (o para la Obra); por otra, exhorta a defender su buen nombre. En realidad son dos exigencias de la humildad colectiva que se armonizan del mismo modo que en la humildad personal (individual) se conjugan querer solamente la gloria de Dios y atenerse a la exhortación del Señor: "Alumbre vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 16).
Del mismo modo que, en el plano de la humildad personal, el deseo de "ocultarse y desaparecer" –lema de su vida, como vimos antes 378– no se opone al anhelo de que "sólo Jesús se luzca", sino que es su condición, también la línea de conducta que lleva a san Josemaría a no buscar gloria humana para el Opus Dei es condición para dar gloria a Dios, del todo ajena al secreto. Me repugna el secreto –afirma con energía–. No admito más que el secreto de la Confesión y los que estrictamente me enseña la teología moral, porque tienen una razón de ser 379 De modo gráfico marca la distancia, neta e insalvable, entre el secreto y la humildad colectiva: La discreta reserva –nunca secreto– que os inculco, no es sino el antídoto contra el faroleo; es la defensa de una humildad que Dios quiere que sea también colectiva 380
Como en toda virtud moral, hay un "justo medio" en la humildad colectiva: una cumbre entre dos vicios extremos. Por un lado, está el defecto que san Josemaría llama castizamente "faro-leo": el jactarse de formar parte de la Iglesia o de una de sus instituciones, para lucirse en una determinada situación o para obtener ventajas (por ejemplo, aducirlo como garantía de rectitud en la vida profesional o en las relaciones sociales, etc.). Por otro lado, en el extremo opuesto, está el defecto de esconder por temor, vergüenza o respetos humanos, la condición de católico que practica su fe.
Resumiendo podemos decir que san Josemaría alienta siempre a mantener la recta intención: a no envanecerse por el apostolado que se despliega junto con otros, a preocuparse sólo de dar toda la gloria a Dios sin buscar la satisfacción del éxito ni el consuelo de las estadísticas, y sin atribuirse los méritos de los demás. A la vez es preciso no tener miedo a dar la cara y a sufrir las contradicciones que antes o después sobrevienen cuando se trabaja por Cristo. Jesús fue deshonrado y maltratado... Sus discípulos experimentarán lo mismo (cfr. 1Co 4, 8-13) cuando unidos en la fe –formando "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32)– lleven a cabo la misión que Cristo les ha encomendado. Como el Señor, habrán de decir entonces: "Yo no busco recibir gloria de los hombres" (Jn 5, 41; cfr. Jn 7, 18 y Jn 8, 50).
Antes de estudiar las restantes virtudes humanas, nos hemos de referir a tres que en los textos de san Josemaría están muy próximas a la humildad. En nuestra opinión, pueden considerarse teológicamente como "partes integrantes de la humildad" (de modo análogo a como las paredes y el techo de una casa son partes que la integran). Se puede decir, en efecto, que la humildad se compone del reconocimiento de la verdad (sinceridad), de la obediencia a la verdad reconocida (docilidad), y del hábito de elegir el camino más derecho y simple entre los posibles para actuar según la verdad (sencillez). Al formar parte de la humildad, estas tres virtudes participan también de su carácter de fundamento.
En lo que sigue nos limitaremos a unos pocos aspectos principales. Hay que tener en cuenta que bastante de lo que se ha dicho sobre la humildad en general, se puede aplicar también a cada una de estas tres virtudes.
La humildad requiere el reconocimiento de la verdad sobre lo que cada uno es y hace ante Dios, ante los demás y ante sí mismo. Ese reconocimiento es el acto de la sinceridad.
Para ser humildes, seamos sinceros: sinceros con Dios, con nosotros mismos, y con los que llevan adelante nuestra alma 381
Sinceridad y humildad no se identifican. La sinceridad está en el entendimiento. La humildad exige, en cambio, que también la voluntad esté dispuesta a vivir según la verdad conocida, y a esto lleva la docilidad, como se verá luego. No obstante, san Josemaría habla a veces de la sinceridad en un sentido más amplio, como "sinceridad de vida", que incluye también la docilidad, por ejemplo cuando escribe que la sinceridad consiste en poner de acuerdo con la Verdad vuestros pensamientos, vuestras palabras y vuestras obras 382 En este caso coincide prácticamente con la humildad.
San Josemaría da gran importancia a la sinceridad, hasta el punto de afirmar que la primera virtud humana del cristiano es ser sincero, amigo de la verdad 383 Sus enseñanzas sobre la sinceridad son abundantes 384 Aquí hemos de limitarnos a resaltar sintéticamente los puntos fundamentales.
Como ya quedó anotado, enseña a vivir la sinceridad en tres dimensiones:
Conviene que seas sincero con Dios en la intimidad de tu corazón; contigo mismo, y con los demás en la medida en que la educación cristiana lo permite 385
Son los mismos tres ámbitos de la caridad y de la humildad. Y es lógico, ya que, para san Josemaría, la sinceridad, la humildad y la caridad están íntimamente ligadas por un mismo hilo: la sinceridad hace crecer en humildad, y la humildad en caridad. Si queremos perseverar, seamos humildes. Para ser humildes, seamos sinceros 386.
Las tres esferas de la sinceridad comunican entre sí. Aunque la prioridad corresponde a la sinceridad con Dios, el primer paso existencial suele ser la sinceridad con uno mismo. "Puede parecer extraño –observa Rafael Corazón– que el hombre pueda mentirse a sí mismo, y más extraño aún que llegue a creerse sus propias mentiras" 387; sin embargo, explica, en las acciones concretas es posible dejar voluntariamente de lado las consideraciones que llevarían a obrar de modo distinto al que se desea bajo el dominio de los sentimientos o de una pasión o simplemente del capricho. Por eso, según este autor, san Josemaría entiende la sinceridad con uno mismo como "rectitud en la conciencia" 388, hábito de juzgar la propia conducta moral según verdad. La sinceridad con uno mismo es condición esencial de la sinceridad con los demás y con Dios 389 A la vez, no faltan textos en los que se ve que la sinceridad con Dios y con los demás ayuda a ser sincero con uno mismo en la valoración moral de las acciones concretas 390 Es claro que ambos aspectos se complementan.
Por lo que se refiere a la sinceridad con los demás, es notoria la insistencia de san Josemaría en su importancia para la dirección espiritual. A veces, cuando habla de los ámbitos de esta virtud, lo señala expresamente: Sinceridad: con Dios, con el Director, con tus hermanos los hombres 391 En la dirección espiritual, la sinceridad tiene características peculiares, porque están en juego dimensiones muy hondas de la propia intimidad que lógicamente se han de comunicar si se quiere recibir orientación. En este aspecto suele emplear un adjetivo bien expresivo: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual 392
La sinceridad con Dios no consiste, evidentemente, en manifestarle algo que no conozca, sino en dirigirse filialmente a Él abriendo el corazón para reconocer la verdad en su presencia, a la luz de la relación con Él. "Aceptarse como criatura, reconocer que la vida no tiene otro sentido que donarla a Dios, es la verdad que todo hombre debe asumir como la verdad sobre su propio ser" 393 Para el cristiano, es una actitud empapada de la conciencia de ser hijo adoptivo de Dios, necesitado de su misericordia. "La sinceridad con Dios, en la situación del hombre caído y redimido, consiste esencialmente en reconocer las propias faltas, en confesarse pecador" 394 El cristiano se encuentra así en el camino de la humildad y del crecimiento en caridad.
Reza san Josemaría: Señor, ayúdame a serte fiel y dócil, "sicut lutum in manu figuli" –como el barro en las manos del alfarero. –Y así no viviré yo, sino que en mí vivirás y obrarás Tú, Amor 395
No basta reconocer la verdad para avanzar en humildad y en caridad. Es preciso querer vivir de acuerdo con ella, como el Hijo de Dios que, una vez asumida nuestra naturaleza, se condujo de modo conforme a la verdad de su condición de hombre y de su misión redentora: "se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 8). La sinceridad sería insuficiente sin la disposición de querer obedecer a Dios, a las personas que le sirven de instrumentos para orientarnos y a la recta conciencia. Esta buena disposición es la docilidad 396
La sinceridad pide la compañía de la docilidad al Paráclito, Maestro interior que guía a la santidad por el camino de la verdad (cfr. Jn 16, 13). La tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad 397
Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14).
Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor (Mt 18, 3) 398
También en la dirección espiritual la sinceridad reclama el complemento de la docilidad 399 Este medio de santificación es cauce de la acción del Espíritu Santo para guiar por el camino de la verdad y su eficacia dependerá de la disposición de acoger los consejos e indicaciones que se reciban.
Por último, también la sinceridad con uno mismo reclama la docilidad a la propia conciencia rectamente formada, para vivir de acuerdo con la verdad, sin quedarse sólo en los buenos deseos.
Hemos hablado brevemente de la docilidad sin mencionar apenas la obediencia, virtud que consideraremos más adelante. Es notorio que estos dos términos se usan a veces como sinónimos (la docilidad sería como el "espíritu de obediencia"), porque se toma la obediencia en sentido general, incluyendo la obediencia a Dios. Pero si se toma en el sentido particular de "obediencia a la autoridad humana", entonces su objeto es más restringido (nosotros situaremos la obediencia en el ámbito de la justicia, porque se refiere a las relaciones con los demás). La conexión entre la docilidad y la obediencia consiste en que la primera, como parte de la humildad, es fundamento de la segunda. La docilidad facilita la obediencia, haciendo posible el cumplimiento virtuoso de los consejos o mandatos de la autoridad.
Al igual que la sinceridad y la docilidad, la sencillez aparece por todas partes en la predicación de san Josemaría: más de cincuenta veces en sus obras publicadas, más de cien en las Cartas, y otras muchas en la predicación oral. Es una virtud que se relaciona de modo directo con los elementos más característicos de su doctrina. Habla a menudo de la sencillez confiada de los hijos pequeños 400 y de la sencillez de lo ordinario 401 Exhorta, por ejemplo, a hacerse como niños, en la sencillez de espíritu 402 y aconseja: obrad siempre con sencillez, virtud tan propia del buen hijo de Dios 403 Ve el modelo de esta virtud en la vida ordinaria de Jesús, María y José en Nazaret 404
En el lenguaje común se llama "sencillo" a lo que no tiene artificio ni complicación, a lo que carece de ostentación y adornos 405 Sobre esta base, la noción de sencillez cristiana que transmite san Josemaría debe deducirse de las aplicaciones prácticas que propone, ya que no se detiene a definirla, ni tampoco podemos recurrir a la idea clásica de "simplicitas", con la que indudablemente se relaciona pero sin coincidir del todo con ella.
Desde luego, la sencillez es una parte, un "ingrediente" imprescindible de la humildad. San Josemaría menciona las dos virtudes con frecuencia unidas, y en ocasiones parece incluso que las identifica 406, como sucede cuando se toma la parte por el todo o viceversa. Igualmente estrecha es la relación con las otras partes de la humildad que hemos comentado: "sinceros y sencillos" o "dóciles y sencillos" son pares de términos que combinan perfectamente, elementos que se complementan y se exigen.
No obstante, la sencillez añade algo a la sinceridad y a la docilidad: indica el camino más corto entre los posibles para vivir en la verdad con caridad (cfr. Ef 4, 15), evitando complicaciones artificiosas en los pensamientos, palabras y obras. Es la virtud que da cauce a la sinceridad y a la docilidad, que podrían enredarse sin ella. Por el lado opuesto, no hay que confundir la sencillez con la ingenuidad. La fe cristiana, que nos enseña a ser sencillos, no nos induce a ser ingenuos 407 La persona sencilla es realista, la ingenua es inmadura y corre el peligro de replegarse en sí misma acabando en la complicación interior.
Concluimos aquí nuestras consideraciones sobre la humildad y los elementos que la integran. Todas las demás virtudes, a las que nos vamos a referir a continuación, se apoyan necesariamente en ella. La figura del cristiano que emerge de la doctrina de san Josemaría es la del hijo de Dios que, puesta su mirada en el Cielo por las virtudes teologales y sólidamente asentado sobre la humildad, procura cultivar las virtudes humanas que reflejan en él los rasgos de Cristo y le permiten santificar las realidades terrenas según la voluntad de Dios.
El lector de los escritos de san Josemaría advierte muy pronto la profusión de referencias a las virtudes humanas: a su necesidad, al empeño por adquirirlas y al modo de practicarlas en la vida corriente. Si esperaba oír hablar sólo de lo que se refiere inmediatamente a Dios –de fe, de caridad, de oración...–, quedará un tanto sorprendido al verse interpelado sobre su condición de hombre, sobre el esfuerzo por cultivar y desarrollar muchas actitudes que quizá no había considerado ligadas a la santidad: el orden, la alegría, la laboriosidad... El motivo es que nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo 408 Para san Josemaría no es admisible pensar que, para ser cristiano, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana 409 Al contrario, ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano 410 Y para esto es indispensable cultivar las virtudes humanas, ya que sólo es verdaderamente hombre el que se empeña en ser veraz, leal, sincero, fuerte, templado, generoso, sereno, justo, laborioso, paciente 411
El sentido de estas virtudes no es otro que el de "encarnar" la caridad en las acciones cotidianas. Si es cierto que el Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida 412, esa "fusión" resultaría imposible sin las virtudes humanas. La misma caridad conduce a desarrollarlas y de ningún modo permite dejarlas de lado. La convicción de san Josemaría es que la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas 413. Dice "siempre" porque piensa en todos los cristianos. Las virtudes humanas no son para una élite: son para todos los fieles, de cualquier situación, aun cuando alguno se encuentre en un medio difícil. Allí donde pueda germinar la vida cristiana, allí deben florecer esas virtudes, dignificando el entorno, sembrando humanidad.
En un estudio dedicado a san Josemaría, Giuseppe Tanzella-Nitti hace notar que "la relación entre naturaleza y gracia debe ser leída en dos líneas, una ascendente y otra descendente. Según la primera, el ejercicio de las virtudes humanas constituye el fundamento de las virtudes cristianas. En su lectura descendente, la relación entre gracia y naturaleza a partir del principio de Encarnación nos dice que todo lo que Cristo propone al hombre es, precisamente por eso, una auténtica promoción de todo aquello que es profundamente humano. (...) El creyente es consciente de que conocer su condición de creado en Cristo, le ha desvelado definitivamente la verdad sobre la naturaleza humana" 414 Vamos a examinar primero este planteamiento general de las virtudes humanas en san Josemaría, para pasar después al examen de algunas de ellas.
¿De dónde procede la persuasión de que "la unión con Dios comporta siempre la práctica de las virtudes humanas"? Una idea que san Josemaría repite frecuentemente nos ofrece la orientación básica: los cristianos hemos de ser muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo 415 ¿Cómo podrían faltar en quien ha de ser "otro Cristo", imagen del hombre perfecto, modelo de todas las virtudes? Más aún, ¿cómo podrían estar ausentes en el cristiano, si Jesucristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes? 416
San Josemaría se vale a menudo de la expresión "perfectus Deus, perfectus homo" 417, tomada, como sabemos, del antiguo Símbolo Quicumque 418, no tanto para comentar el "perfectus Deus" –la consubstancialidad del Hijo con el Padre, tema central en la polémica arriana– como para destacar que el "perfectus homo" –la naturaleza humana completa que el Verbo asumió: tema trascendental en la clarificación del dogma cristo lógico– implica también que Jesús poseía de modo cabal todas las virtudes humanas. La perfección del hombre no reside principalmente en sus cualidades físicas o intelectuales, sino en su bondad moral que deriva del uso de la libertad. Jesucristo es "perfecto hombre" aunque haya sufrido hambre, sed, cansancio y otras debilidades de la naturaleza humana en su estado actual 419
En otras ocasiones san Josemaría se refiere a la congruencia entre ser "perfecto Dios" y "perfecto hombre", ofreciendo dos razones. La primera es que la divinidad había de manifestarse a través de la humanidad, que por eso debía ser perfecta:
Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 420
La segunda razón es que, como Redentor nuestro, tenía que asumir y elevar todos los valores propios del hombre:
Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza 421
Cristo, perfecto hombre, no ha venido a destruir lo hu mano, sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana, menos el pecado: ha venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la triste aventura del mal 422.
Las consecuencias para la vida cristiana son directas: si las virtudes humanas integran la perfección del hombre y Cristo las ha asumido, el cristiano ha de aspirar a adquirirlas para identificarse con Él. Será "muy divino" sólo si es "muy humano". La conciencia de ser hijos de Dios en Cristo –el sentido de la filiación divina– conduce así a un profundo aprecio de todo lo que es auténticamente humano y, como tal, puede ser divinizado.
Nuestra fe confiere todo su relieve a estas virtudes que ninguna persona debería dejar de cultivar. Nadie puede ganar al cristiano en humanidad 423
Cuando, además, este cristiano busca la identificación con Cristo en medio del mundo, viviendo en condiciones semejantes a las de Jesús en Nazaret, la importancia de esas virtudes resulta todavía más patente. Las reclama la santificación de vida familiar y social, no menos que la del trabajo profesional. Por ejemplo, respecto a este último, escribe san Josemaría:
Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por Amor 424
Esta necesidad de las virtudes humanas para la santificación en medio del mundo, lleva a san Josemaría a denunciar dos deformaciones de signo contrario: la de una espiritualidad "desencarnada" y "pietista" que minusvalora esas virtudes, y la de una visión "laicista" que ve en la fe un obstáculo para la afirmación los valores humanos.
Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Jn 1, 14) 425
Lejos de desconfiar de los valores humanos, proclama su nobleza. En ellos ha de reflejarse la luminosa imagen de Cristo. Todo lo humano ha de ser asumido y elevado por lo divino. La "lógica de la Encarnación redentora" le lleva a descubrir el valor divino de lo humano 426
San Josemaría habla de las virtudes humanas sin detenerse a definirlas, como suele suceder cuando emplea el lenguaje tradicional. Entre las diversas formulaciones de la noción de "virtudes humanas", apreciaría sin duda la del Catecismo de la Iglesia Católica que las describe como "disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe" 427 Pensamos que valoraría especialmente esta definición porque es aplicable a las virtudes tanto de quien está como de quien no está en gracia de Dios, y reconoce de hecho que también las virtudes de los que no son cristianos son verdaderas virtudes humanas.
Como telón de fondo puede ser útil una aclaración terminológica. A diferencia de las virtudes teologales, que no conocen "medida" –"el hombre nunca puede amar a Dios cuanto debe ser amado, ni creer o esperar en Él tanto como debe" 428–, las virtudes humanas sí implican "medida" (medium virtutis), ya que tienen por objeto bienes creados, y la tendencia a estos bienes ha de evitar el exceso y el defecto. Un cristiano descubre esa "medida" no sólo con la razón, sino con la razón iluminada por la fe, sostenida también por la esperanza y vivificada por la caridad, y necesita de la ayuda divina para practicar las virtudes humanas con esa medida.
Por eso sus virtudes humanas son también sobrenaturales. Son humanas por su objeto, y son sobrenaturales tanto por el sujeto –el hombre elevado por la gracia sobrenatural– como por su principio y su fin. Se llaman por eso "virtudes cristianas" en el sentido de "virtudes humanas del cristiano" o "virtudes morales sobrenaturales".
Cuando san Josemaría habla de virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano 429, no quiere decir que haya dos clases de virtudes en él: unas sólo humanas y otras sobrenaturales, sino que las virtudes humanas de quien está en gracia de Dios son también sobrenaturales. Como es lógico, la expresión "virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano" puede entenderse también como incluyendo las virtudes teologales y abarca entonces la totalidad de las virtudes.
San Josemaría expresa la relación entre las "virtudes humanas" y las correspondientes "virtudes sobrenaturales" diciendo que las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales 430. El concepto es tradicional, pero es llamativa la importancia que adquiere en el contexto de una vida espiritual dirigida a la santificación de las realidades terrenas, que reclama especialmente el ejercicio de esas virtudes.
El término "fundamento" sugiere continuidad y discontinuidad con lo que se construye encima. Al decir que las virtudes humanas son "fundamento" de las sobrenaturales se reconoce que entre ambas hay discontinuidad, un salto de orden, que tiene que ver con la gracia sobrenatural. Pero si son "fundamento" es porque hay también continuidad entre ambas. En efecto, las virtudes sobrenaturales son, por su objeto y por la sustancia del hábito, las mismas virtudes humanas; pero al ser penetradas por la caridad quedan elevadas a una trascendente plenitud. "La gracia y la luz recibidas de la Revelación –observa Tanzella-Nitti– no son para la naturaleza algo yuxtapuesto, ni mucho menos algo superfluo. Las virtudes cristianas desvelan a su fundamento, es decir, a las virtudes naturales, cuál es su origen y su fin –su télos–, en el sentido de pleno cumplimiento y significado" 431
Para entender mejor que las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales, podemos ver tres supuestos a los que san Josemaría hace referencia.
El primero es el de una persona que no tiene fe pero practica las virtudes humanas. Para ella, las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales en el sentido de que está bien preparada para recibir la gracia y cuando se abra a la luz de la fe y se convierta, contará con una sólida base para llevar una conducta coherentemente cristiana.
En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales.
Es verdad que no basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien 432
El segundo supuesto es el de un cristiano que no se esfuerza en cultivar las virtudes humanas. Carece entonces del fundamento necesario para llevar una vida de fe en la realidad cotidiana. San Josemaría se encontró en su labor sacerdotal con personas que reducían el seguimiento de Cristo al ejercicio de unas prácticas piadosas, sin imitar sus virtudes humanas, y por eso no progresaban espiritualmente.
"Iesus Christus, perfectus Deus, perfectus Homo" –Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales –a pesar de todo el armatoste externo de piedad–, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas 433
El último supuesto es el que más directamente nos interesa. Se trata de la persona que está en gracia de Dios y busca la santidad, del cristiano que realmente quiere vivir la vida de Cristo perfecto Dios y perfecto hombre. En este caso, la afirmación de que "las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales" significa ante todo que ha de poner esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo 434 No ha de practicarlas aplicando primero la sola regla de la razón y contando únicamente con sus fuerzas naturales (como haría quien no conoce a Cristo), para añadir "después" las exigencias de la fe. No. Desde el primer momento ha de esforzarse por vivir esas virtudes con la medida de la fe viva y contando con la ayuda de la gracia. En un hijo de Dios no hay dos clases de virtudes, unas solamente humanas y otras sobrenaturales, sino que las virtudes humanas están elevadas por la gracia, son virtudes sobrenaturales, y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien 435: permiten obrar de acuerdo con lo que pide la dignidad y perfección humana, cosa que no es posible lograr plenamente, en la condición presente, con sólo las fuerzas naturales. La gracia ha de curar la debilidad contraída a causa del pecado, para que el cristiano pueda obrar con la agilidad de quien está sano y de modo sobrenatural.
Sabemos que la identificación con Jesucristo consiste esencialmente en la caridad, pero en la vida presente la caridad "necesita" las virtudes humanas, para poder traducirse en obras. Con otras palabras, las virtudes humanas son necesarias para que la caridad pueda manifestarse en las acciones que tienen por objeto las realidades de este mundo.
Hay, ciertamente, actos de caridad que no requieren el ejercicio de esas virtudes; pero en la vida social corriente, la caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad... 436 Si a un cristiano le faltaran estas virtudes, sería como un alma en un cuerpo inerte; podría pensar y querer, pero sería incapaz de traducir su querer en obras.
Mejor que cualquier ejemplo es contemplar la realidad de la Encarnación, la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre 437 Cristo Jesús expresa su infinito amor a través de su obrar humano: cuando trabaja, cuando sonríe, cuando escucha..., cuando ejerce todas las virtudes humanas. Tan unidas están a la caridad que san Agustín considera que no son más que "varios afectos de un mismo amor (...), distintas funciones del amor" 438 En este sentido permanecen de algún modo en los santos después de esta vida, cuando la caridad alcanza su perfección en la gloria, de modo semejante a como se encuentran en la Humanidad santísima de Cristo glorioso, aunque entonces se manifiestan de modo diverso.
"La caridad es paciente, la caridad es benigna; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal..." (1Co 13, 4-6). En estas palabras se puede ver reflejada la idea de que la paciencia, la benignidad, la modestia... –y tantas otras virtudes humanas que se enumeran en el Nuevo Testamento (cfr. Col 3, 8-12; Ef 4, 2 ss.; etc.)– son necesarias para que la caridad pueda informar la conducta del cristiano.
Comentando este pasaje de la Primera Carta a los Corintios, escribe san Gregorio Magno que la caridad "incluye los actos de todas las virtudes" 439 Por ejemplo, una persona indolente puede omitir servicios a los demás que son exigidos por la caridad, no por mala intención sino por pereza. De hecho, las faltas de caridad se derivan, con frecuencia, de la carencia de virtudes humanas.
La "necesidad" de las virtudes humanas para el despliegue de ciertos actos de la caridad se condensa en una expresión frecuente en san Josemaría:
Recordadlo: para servir, servir. (...) Hay que procurar ser buenos instrumentos, conocer bien el propio oficio o profesión, ser personas competentes 440
Como lema para vuestro trabajo, os puedo indicar éste: para servir, servir (...). No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo 441
Para servir –es decir, para vivir la caridad con obras– se requiere idoneidad, "servir" en el sentido de "ser competente" o de "valer para una determinada tarea". Y esta idoneidad procede de las virtudes humanas. Una persona trabajadora, ordenada, educada, etc., está en condiciones de responder a las exigencias de la caridad en el ejercicio de sus deberes. La expresión "para servir, servir" es, pues, una exhortación a adquirir las cualidades necesarias para ser útil, cultivando las virtudes que permiten prestar a otros los servicios convenientes.
A su vez, las virtudes humanas "necesitan" de la caridad para alcanzar su plenitud de sentido, es decir, para ser virtudes de quien reconoce que su fin último es dar gloria a Dios. Como este fin es sobrenatural, exige una perfección que no poseen las virtudes humanas sin la gracia. Tanzella-Nitti lo expresa con acierto cuando dice que "la insistencia del fundador del Opus Dei en las virtudes humanas (...) no debe ser leída en sentido naturalista. Sería una falsa interpretación, de carácter semipelagiano, pensar que una naturaleza más noble y más fuerte constituya un mejor presupuesto para la acción de la gracia, justificando erróneamente un cuidado de la naturaleza como si fuera un fin para sí misma. En una perspectiva de ese género, el horizonte virtuoso sería fácilmente interpretado como una mera forma de equilibrio o de eficacia humana. Cuando, en cambio, la naturaleza se pone en camino hacia un cumplimiento que va más allá de sí misma, y las cualidades humanas hacia una perfección que supera el interés individual de quien las ejercita, las virtudes humanas reconocen implícitamente su té-los, no ya en la naturaleza misma, sino en algo que las trasciende, abriéndose así a la acción gratuita de la gracia divina" 442
Sin la caridad, las virtudes humanas serían estériles para la santidad: "si no tengo caridad, no soy nada" (1Co 13, 2), afirma san Pablo; y exhorta: "que todas vuestras obras sean hechas en caridad" (1Co 16, 14). La caridad ha de informar todas las obras, dirigiéndolas al fin último de la vida cristiana. Aunque las virtudes humanas sean en sí mismas perfecciones de la persona, solamente alcanzan su pleno sentido si están vivificadas por la caridad, que les da su perfección última, convirtiendo su acto propio en un acto de amor a Dios.
Por eso no hay que considerarlas como simple preparación previa a la caridad, ni cultivarlas independientemente de ella. Ha de ser precisamente el amor lo que lleve a desarrollarlas, con la ayuda de la gracia. "El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad" 443 Se trata de ser fieles por amor a Dios, fuertes por amor, pacientes por amor, templados, castos por amor, etc. "Revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia (...). Y sobre todo revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 12.14).
San Josemaría emplea a veces la división clásica en cuatro virtudes cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza–, que perfeccionan, respectivamente, el entendimiento, la voluntad, el apetito irascible y el concupiscible 444 Las demás virtudes humanas se pueden considerar como "partes" de éstas 445, excepción hecha de la humildad, a la que asigna, como hemos visto, un papel singular. En la homilía Virtudes humanas 446 no menciona la división cuatripartita, aunque es patente que le sirve de marco de referencia. La emplearemos aquí como esquema, para hablar con cierto orden de las virtudes que con más frecuencia afloran en su predicación.
En las enseñanzas de san Josemaría está muy presente la connexio virtutum 447: la íntima conexión que existe entre las virtudes cristianas al estar vivificadas por la caridad, de modo que la perfección de cada una de ellas no se da sin las demás 448 Ya para los antiguos la virtud es una sola –los hábitos buenos se exigen mutuamente–, mientras que los vicios son muchos. Pero en la visión cristiana, esta realidad natural tiene un fundamento nuevo y más profundo. La caridad no las une "desde fuera", sino desde dentro del sujeto, elevando hacia Dios la voluntad que las dirige. Así se explica que san Josemaría, al hablar de una virtud, se refiera muchas veces también a otras y las presente como inseparables o mutuamente implicadas: vincula, por ejemplo, la fidelidad a la fortaleza, o a la pureza, o a la generosidad... Aquí no será posible reflejar la riqueza de estas interrelaciones, pero sí su raíz en la caridad. Por esto en cada virtud humana veremos su relación con ella: diremos cómo la caridad la "necesita", y cómo las virtudes a su vez "necesitan" estar informadas por la caridad para ser "cristianas", reflejo de las virtudes de Cristo.
Antes de exponer algunas virtudes vale la pena recordar que nos hemos de limitar a los enfoques básicos y a las aplicaciones que nos parecen más características, omitiendo muchos aspectos en los que no es posible detenerse. También conviene no perder de vista que trataremos sólo de las virtudes, no de los vicios. Además, nos referiremos a ellas en cuanto poseídas por el cristiano, no a la lucha por mejorarlas combatiendo los defectos (esto lo dejamos para el capítulo 8º).
El objeto de toda virtud humana es un bien creado, y a los bienes creados se ha de tender con medida. La virtud de la prudencia lleva a discernir entre el bien y el mal en las acciones concretas e inclina a actuar bien: a clarificar el fin y a buscar los medios más convenientes para alcanzarlo 449 Indica la "medida justa" o el "justo medio" de las demás virtudes, entre el exceso y el defecto (por ejemplo, entre la cobardía y la temeridad, en la virtud de la fortaleza). Por esto, con gran razón a la prudencia se le ha llamado genitrix virtutum (S. Tomás de Aquino, In III Sententiarum, d. 33, q. 2, a. 5), madre de las virtudes, y también auriga virtutum (S. Bernardo, Sermones in Cantica Canticorum, 49, 5), conductora de todos los hábitos buenos 450 Siguiendo la doctrina tradicional, san Josemaría se preocupa de hacer notar que ser prudente no es ser mediocre. El "justo medio" es una cumbre, un punto álgido: lo mejor que la prudencia indica 451
La caridad no puede prescindir de esta virtud: para custodiar el Amor se precisa la prudencia 452 A la vez, ésta "necesita" la caridad para ser prudencia cristiana. En efecto, después de recordar en qué consiste esta virtud, san Josemaría añade: hemos de preguntarnos siempre: prudencia, ¿para qué? 453 El "¿para qué?" no lo señala la misma prudencia, sino la caridad que la ordena al último fin: a la santidad y al apostolado. Las últimas metas de la prudencia no son la concordia social o la tranquilidad de no provocar fricciones. El motivo fundamental es el cumplimiento de la Voluntad de Dios (...). El corazón prudente poseerá la ciencia (Pr 18, 15); y esa ciencia es la del amor de Dios 454 San Josemaría ve reflejada esta concepción de la prudencia, penetrada por la caridad, en una definición de san Agustín que reproduce literalmente en una de sus Cartas por el gran contenido espiritual que encierra 455: "la prudencia", según el Obispo de Hipona, "es el amor que sabe discernir lo útil para ir a Dios, de lo que puede alejar de Él" 456
Las enseñanzas de san Josemaría relativas a la prudencia se encuentran a veces bajo otros nombres. El discernimiento que procede del amor, al que nos acabamos de referir, lo suele designar, por ejemplo, como "criterio cristiano". Habla de "tener criterio" o "rectitud de criterio" o de ser alma de criterio 457 Para guiar la propia conducta y la de otros no basta el conocimiento de unas reglas ni la experiencia acumulada. Hace falta una disposición más honda, que delinea con los trazos de la prudencia: El criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad 458 Como se ve, todas las virtudes concurren al criterio: el que es justo, fuerte, templado, etc., tendrá allanado el camino para ser una persona prudente que acierta a determinar lo que es bueno en cada caso y para ponerlo por obra. El criterio cristiano es una sabiduría de corazón 459, que permite "discernir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, agradable y perfecto" (Rm 12, 2) y aplicar los principios morales a las situaciones particulares: un saber práctico desde la fe y bajo el impulso del amor a Dios.
A este respecto, san Josemaría recuerda que Santo Tomás señala tres actos de este buen hábito de la inteligencia: pedir consejo, juzgar rectamente y decidir 460:
– "Pedir consejo" o "aconsejarse" significa adquirir los conocimientos necesarios para obrar rectamente: buscar la claridad que se necesita, sin confiar presuntuosamente en la mera intuición. La verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios 461, poniendo los medios adecuados en cada caso: el estudio y la petición de consejo. Es prudente quien, antes de tomar decisiones, se informa debidamente, no se precipita ni se deja llevar de una confianza exagerada en la propia capacidad. Por eso acudimos a un consejero; pero no a uno cualquiera, sino a uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente 462
–Después es necesario juzgar, porque la prudencia exige ordinariamente una determinación pronta, oportuna 463, evitando al mismo tiempo la precipitación. Las cosas urgentes pueden esperar, y las cosas muy urgentes deben esperar 464: máxima de buen gobierno que san Josemaría siempre defendía.
–Finalmente, hay que llegar a la decisión. La prudencia no se deja llevar de un cómodo abstencionismo (...), asume el riesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar 465 Si a veces es prudente retrasar la decisión hasta que se completen todos los elementos de juicio, en otras ocasiones sería gran imprudencia no comenzar a poner por obra, cuanto antes, lo que vemos que se debe hacer; especialmente cuando está en juego el bien de los demás 466
Lo que comúnmente se entiende por "realismo" –conocer y presentar las cosas tal como son– es sin duda un elemento integrante de la prudencia. El hombre prudente no ignora el terreno en el que se mueve. En este sentido, el primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación 467
Hay un realismo que forma parte de la prudencia humana y un realismo propio de la prudencia cristiana. Este último descubre aspectos nuevos al considerar las cosas con los ojos de la fe, pero cuenta con la realidad en toda su amplitud. El cristiano es realista, con un realismo sobrenatural y humano, que advierte todos los matices de la vida: el dolor y la alegría, el sufrimiento propio y el ajeno, la certeza y la perplejidad, la generosidad y la tendencia al egoísmo 468
Esta actitud es connatural a la enseñanza de san Josemaría porque, como hace notar Jorge Peña Vial, "la santificación de la vida ordinaria requiere esta dosis de realismo y de amor a la realidad" 469 Su predicación no es abstracta; impulsa a la búsqueda de la unión con Dios en medio de las vicisitudes reales de la vida. Ilusiona con grandes ideales de santidad y de transformación cristiana del mundo, pero sin utopías. Os pido sencillamente que toquéis el cielo con la cabeza: tenéis derecho, porque sois hijos de Dios. Pero que vuestros pies, que vuestras plantas estén bien seguras en la tierra, para glorificar al Señor Creador Nuestro, con el mundo y con la tierra y con la labor humana 470
Entre las afecciones que puede sufrir el sano realismo hay una que san Josemaría llama "mística ojalatera". He aquí como la describe en una de sus homilías, alentando a superarla:
Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera –¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...–, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor 471
"Mística ojalatera" es un neologismo que le sirve para evocar tanto los "ojalá" como la "hojalata", aleación de buen aspecto pero de escaso valor. La "mística del ojalá" es también eso: una mística aparente, sin autenticidad, que huye de la vida real olvidando que es lugar de encuentro con Dios, para refugiarse en la imaginación; pone el deseo de plenitud en la esperanza de realizar cosas en sí mismas buenas pero que están fuera del camino de la propia vocación personal. Una deformación que, si no se ataja, puede llevar a la locura de cambiar de sitio 472: un "cambiar por cambiar", un querer comenzar algo mejor que, en realidad, sólo es pretexto para no perseverar en el bien que se está haciendo.
El peligro puede presentarse de manera particularmente insidiosa en la madurez de la vida, con la tentación de replantearse los compromisos que se han adquirido, o de no aceptar sus consecuencias. San Josemaría advierte de este mal y enseña a ayudar a quien lo sufra rejuveneciendo y vigorizando su piedad, tratándole con especial cariño 473 También en estas circunstancias, el espíritu de filiación divina –la piedad y la fraternidad de hijos de Dios– es la roca firme que sostiene el edificio de la santidad en medio de las tribulaciones (cfr. Mt 7, 24-25). Junto a esto es necesario desarrollar la virtud de la prudencia, porque en el origen de la "mística ojalatera" hay siempre "un problema de realismo" 474 La exhortación a "atenerse sobriamente a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor", es buena muestra de la importancia de esta virtud para llegar a ser contemplativos en la vida ordinaria: a vivir, como dice san Josemaría, en el cielo y en la tierra, siempre. No entre el cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! 475
Otro aspecto de la prudencia al que san Josemaría concede gran importancia es el orden: el "orden interior" en los pensamientos, intenciones y afectos, del que deriva el "orden exterior" en la conducta (como virtud, no como simple mecanismo).
En el terreno de la actividad humana 476, el orden comporta el reconocimiento de una prioridad o posteridad de las acciones en relación con un principio. Tenemos aquí dos elementos. En primer lugar, que el orden debe estar presente en todas las acciones. Así se lee en Camino: ¿Virtud sin orden? –¡Rara virtud! 477 San Josemaría considera necesario el orden para que cualquier acto pueda ser un acto de virtud, y esto es propio de la prudencia, cuyo objeto es indicar la "medida" de las acciones. En este sentido el orden es un aspecto de la virtud de la prudencia, que consiste en indicar el "lugar" de las acciones u "ordenarlas".
El segundo elemento es el principio ordenador o rector de la conducta. Para un cristiano, ese principio es la caridad, el amor a Dios. San Josemaría recalca que la vida de un fiel corriente exige ante todo buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo: el trato con Dios 478 Sólo a la luz de ese foco central se puede descubrir el lugar de cada cosa, el orden en los bienes que ha de buscar la voluntad, en los afectos y en las acciones: lo que es prioritario y lo que debe esperar. El orden es así, en definitiva, un acto de la virtud de la prudencia informada por la caridad.
La importancia de esta virtud es grande para un fiel corriente solicitado por ocupaciones diversas. Cuando hay muchas cosas que hacer, es preciso establecer un orden, es necesario organizarse. Muchas dificultades provienen de la falta de orden, de la carencia de ese hábito 479
Entre los consejos de san Josemaría en el terreno práctico de esta virtud, el más importante –y con mucho el más frecuente– es dar prioridad, a lo largo de la jornada, a las prácticas de piedad que cada uno tiene previstas: lo primero es el trato con Dios, y esto se traduce generalmente –cuando la caridad no exige otra cosa– en anteponer a las demás ocupaciones habituales el cumplimiento amoroso del propio "plan de vida espiritual" 480 Siguen después otras muchas recomendaciones, en las que no nos podemos detener, acerca de la puntualidad, el orden material en los instrumentos de trabajo, e incluso en el modo de presentarse: Que tu porte exterior sea reflejo de la paz y el orden de tu espíritu 481
Los efectos interiores y exteriores de la práctica de esta virtud se resumen en las palabras de Forja:
El orden dará armonía a tu vida, y te traerá la perseverancia. El orden proporcionará paz a tu corazón, y gravedad a tu compostura 482
Uno de los aspectos de la caridad es procurar el bien para los demás por amor a Dios. Para conseguirlo es imprescindible la virtud de la justicia, que inclina la voluntad a dar a cada uno lo suyo 483 Sin esta rectitud no puede ejercerse la caridad, que también reside en la voluntad 484 San Josemaría señala el error lamentable de quienes prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer 485 Al no prestar atención a lo justo, yerran por completo en la caridad.
Pero la justicia guiada por la sola razón, no basta a un cristiano. Decididamente no basta 486, pues por mucho que cada uno merezca, hay que darle más, porque cada alma es una obra maestra de Dios 487 San Josemaría advierte: Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1Jn 4, 16). Hemos de movernos siempre por Amor de Dios 488 En la vida cristiana, la justicia ha de estar informada por la caridad y ha de guiarse por la razón iluminada por la fe. Por eso san Josemaría indica que la caridad ha de ir "dentro" de la justicia.
Además dice que la caridad ha de ir "al lado" de la justicia, porque la conducta cristiana hacia los demás no está regulada sólo por la justicia. La caridad como tal –que se dirige a Dios– comporta unas exigencias superiores. La justicia requiere que sepamos reconocer los derechos de los demás. La caridad, en cambio, nos exige que comprendamos no solamente los derechos, sino también las necesidades de nuestros prójimos 489 En diversas ocasiones emplea esta fórmula: La mejor caridad está en excederse generosamente en la justicia 490 "Aquí se está poniendo de relieve un modo de conectar las dos virtudes que ya exige su relación mutua: la justicia, como virtud moral, busca el justo medio, pero al estar unida a la caridad, virtud teologal, la saca de sus límites estrictos y la lleva a la realización plena. De la relación con la caridad sale, por tanto, fortalecida y llevada a la plenitud" 491 A su vez, la caridad se expande por medio de la justicia, como se ve en las siguientes palabras donde parte de la misma fórmula:
La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6, 2). Entonces sí: ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús 492
Necesitamos olvidarnos de nosotros mismos, no aspirar a otro señorío que el de servir a los demás, como Jesucristo, que predicaba: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir (Mt 20, 28). Eso requiere la entereza de someter la propia voluntad al modelo divino, trabajar por todos, luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás. No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio 493
Así ve san Josemaría la relación entre justicia y caridad en un hijo de Dios. La caridad con el prójimo es un "desorbitarse de la justicia", pero no la sustituye ni la hace superflua. Sin justicia, la caridad carecería de una parte sustancial de "materia" para vivificar.
La persona justa posee un vivo "sentido del deber"; es consciente de que hay cosas que los demás tienen derecho a exigir 494, y se mueve con la firme determinación de asumir y de cumplir sus obligaciones. Pero en un cristiano, esta determinación ha de estar informada por la caridad: se trata de cumplir los deberes por amor a Dios. A su vez, la caridad necesita ese "sentido del deber", imprescindible también para urgir a los demás a actuar conforme a la justicia y para defender a quienes no pueden hacer valer sus derechos 495
La justicia implica la inclinación a ejercitar los propios derechos en las relaciones con los demás. Respecto a los derechos "personales" –basados en un título inherente a la persona–, puede haber motivos de caridad para no ejercerlos, como da a entender san Pablo cuando dice, refiriéndose a esos casos: "¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no preferís ser despojados?" (1Co 6, 7) En cambio, cuando se trata de derechos inherentes a un cargo, su ejercicio constituye con frecuencia un deber, porque puede exigirlo el bien de otras personas y, más en general, el bien común. No confundamos los derechos del cargo con los de la persona. –Aquéllos no pueden ser renunciados 496 San Josemaría subraya que quien ha de santificar las relaciones sociales y profesionales no puede omitir, por lo general, el ejercicio de estos derechos. Observa todos tus deberes cívicos, sin querer sustraerte al cumplimiento de ninguna obligación; y ejercita todos tus derechos, en bien de la colectividad, sin exceptuar imprudentemente ninguno. –También has de dar ahí testimonio cristiano 497
Otros aspectos de la justicia en las relaciones profesionales y sociales los veremos en el capítulo 7º al hablar de la santificación de las realidades temporales.
Parte de la justicia es la fidelidad a los compromisos moralmente rectos que se hayan asumido: la firme decisión de cumplir los deberes que derivan de ellos.
No nos referimos ahora a la "fidelidad a Dios" como acto de las virtudes teologales, ya estudiado dentro de la fe, sino a la "fidelidad a los compromisos adquiridos" con una persona o una institución. Esta fidelidad es una virtud humana llamada también "lealtad", porque la palabra dada y el compromiso adquirido se convierten en "ley" para la propia conducta.
Un cristiano puede adquirir compromisos de diverso tipo para vivir, por amor a Dios, su vocación. Por ejemplo, el compromiso con una institución de la Iglesia de recibir una específica formación cristiana y de participar en determinadas iniciativas apostólicas dedicando tiempo y medios, o el compromiso de permanecer célibe por amor a Dios, para la dilatación de su Reino –"propter Regnum Caelorum" (Mt 19, 12)–, respondiendo a una llamada divina que se reconoce como permanente. El amor a Dios que lleva a asumir esos compromisos necesita la virtud humana de la fidelidad para durar en el tiempo, sin dejarse corromper por fluctuaciones de ánimo, o por dificultades externas que puedan sobrevenir, o por la misma atracción de los bienes que se han dejado para obtener otros (como sucede en quien acoge el don del celibato, sin que por eso deje de sentir inclinación al bien del matrimonio). A su vez, esa fidelidad necesita de la caridad para ser actualización constante del "primer amor" (Ap 3, 4) que llevó a adquirir, no de modo provisional sino para siempre, aquellos compromisos. San Josemaría lo explica refiriéndose a la entrega a Dios en el Opus Dei, pero, por el contenido teológico, sus palabras tienen una aplicación más general:
Es lógico, por otra parte, que sintamos la atracción, no ya del pecado, sino de esas cosas humanas nobles en sí mismas, que hemos dejado por amor a Jesucristo, sin que por eso hayamos perdido la inclinación a ellas. Porque teníamos esa tendencia, la entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia. Dice Santo Tomás: eiusdem est autem aliquid constituere, et constitutum conservare (S.Th. II-II, q. 79, a. 1, c). Lo mismo que dio origen a tu entrega, hijo mío, habrá de conservarla 498
Cuando la fidelidad a estos compromisos está informada por la caridad –cuando es fidelidad por amor a Dios–, entonces la misma virtud humana alcanza su perfección y cumplimiento: la perseverancia. Se lee en Camino: ¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no "le" dejarás 499 A la vez, la virtud humana de la fidelidad –la lealtad– tiene un objeto y un valor propios que no pierden sentido aunque en un determinado momento faltara la caridad sobrenatural. Mantener entonces la lealtad es camino para recuperar ese amor en el que encuentra su perfección. Por eso, Álvaro del Portillo hacía notar que la frase citada de Camino "también adquiere sentido si la leemos al revés: no "le" dejes, y te enamorarás; sé leal y acabarás loco de amor a Dios" 500
Jesucristo obedece a la Voluntad de su Padre celestial, y también obedece a María y a José. Lo primero es obediencia a Dios y se identifica con la caridad; lo segundo es, por su objeto, la virtud humana particular de la obediencia, de la que hablaremos ahora 501 Lo hacemos en el ámbito de la justicia porque la obediencia, como la justicia, se refiere a otros (a los padres, o a la legítima autoridad en general).
La obediencia a Dios y la obediencia a la autoridad humana están íntimamente relacionadas. Jesús obedece a María y a José por amor a la voluntad de su Padre, que ha establecido la potestad y la autoridad humana. Aprendamos de Jesús a vivir la obediencia. Él ha querido poner en la pluma del Evangelista esa maravillosa biografía que, en latín, tiene sólo tres palabras: erat subditus illis (Lc 2, 51). Fijaos si es necesaria la obediencia para un hijo de Dios, ¡si Dios mismo ha venido para obedecer a dos criaturas, perfectísimas, pero criaturas: Santa María –más que Ella sólo Dios– y San José! Y Jesús les obedeció 502
La Sagrada Escritura manifiesta que Dios quiere que se obedezca a la legítima autoridad humana (cfr. Jn 19, 11; Rm 13, 1-2; Hb 13, 17; 1P 2, 13). En las indicaciones justas de esta autoridad resuena su voz. Se obedece no a un hombre, sino a Dios 503 Por eso el amor a Dios necesita esta virtud: la obediencia en la familia, en la sociedad civil y en la Iglesia. Por otra parte, la obediencia cristiana ha de estar informada por la caridad: ha de ser una obediencia por amor.
La obediencia perfecciona la voluntad. Pero el acto de la voluntad sólo puede ser virtuoso, en un hijo de Dios, si sigue el dictamen de la razón iluminada por la fe. Por eso Dios no nos impone una obediencia ciega, sino una obediencia inteligente 504 La virtud no consiste en obedecer de modo "voluntarista" sino con todas las energías de la inteligencia y de la voluntad 505, con plena libertad, con el corazón y con la mente 506
De ahí la necesidad de identificarse con lo que se pide: No amas la obediencia, si no amas de veras el mandato, si no amas de veras lo que te han mandado 507 Y la lógica aceptación de la responsabilidad consiguiente en cada acto de obediencia 508
Como es sabido, la raíz griega y latina de "obedecer" en la Sagrada Escritura está en relación con "oír", en el sentido de "prestar oído", escuchar la manifestación de la voluntad de otro para darle respuesta y cumplirla 509 Obedecer no es cumplir lo mandado actuando como un autómata, como un instrumento inerte, sino que implica poner en juego la inteligencia ("escuchar") para realizar después lo que se ha entendido.
En el acto de obediencia la voluntad debe ser iluminada por la inteligencia. Por esto es preciso que existan "razones" para obedecer. Para san Agustín la obediencia "es la virtud propia de la criatura racional" 510 Una obediencia voluntarista, con la "sola voluntad", sin intervención de la razón, no puede ser una virtud humana 511 Pero esto no quiere decir que no se pueda ejercitar la virtud de la obediencia si previamente la inteligencia no ha quedado satisfecha porque ha comprendido plenamente todas las razones del mandato. Esto sería el otro extremo, una forma de intelectualismo, una especie de despotismo de la razón. Por el contrario, la razón debe someterse a la voluntad después de haberla iluminado, de modo que resulta posible obedecer (con obediencia virtuosa) confiando en las razones que tiene quien manda, si hay sólidas razones para confiar.
San Josemaría saca muchas orientaciones prácticas de esas premisas, también para quienes ejercen la autoridad:
Hay que aprender a mandar. Saber mandar con todo el imperio de la autoridad –de una autoridad, que es servicio– pero teniendo en cuenta que, quienes han de obedecer, obedecen ejercitando la inteligencia y la voluntad: como seres libres, no como cadáveres (...). Mandar con delicadeza, respetando la libertad, respetando la inteligencia y la voluntad del que obedece. De otra manera, es pretender una obediencia perinde ac cadaver, y, como os he dicho, yo con cadáveres no voy a ninguna parte 512
Como ejemplo de obediencia inteligente y libre presenta a la Santísima Virgen en el momento de la Anunciación:
En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21) 513
Podemos prolongar este enfoque considerando otro momento de la vida de María que permite descubrir cómo puede darse la obediencia inteligente cuando no se comprenden del todo las razones para realizar lo que indica quien tiene autoridad, pero hay motivos suficientes para confiar en que es razonable y bueno. Se trata de otra pregunta de la Santísima Virgen, esta vez a su Hijo cuando lo encuentra entre los doctores en el Templo, después de tres días de afanosa búsqueda: "¿por qué has hecho esto? He aquí que tu padre y yo te buscábamos angustiados" (Lc 2, 48). También ahora, como en la Anunciación, hay en la Virgen la disposición plena de identificarse con la voluntad divina (que reconoce en las palabras de su Hijo) y por eso pregunta. Pero en esta ocasión no entiende la respuesta: "no comprendieron lo que les decía" (Lc 2, 49). "Dios permitió que no alcanzara a comprender sus palabras [las de Jesús], pero ciertamente comprendió que tenían un sentido oculto para Ella en aquel momento, que había unas razones superiores, y aceptó y se identificó con la voluntad divina sin entenderla. Esto nos enseña, más en general, que se puede obedecer –con obediencia inteligente– "sin entender", pero sabiendo que el mandato es inteligible, que tiene un sentido que conoce el que manda aunque no el que obedece, por su limitación personal o por cualquier otro motivo" 514 No se prescinde entonces de la razón sino que se aceptan los propios límites y se confía en quien tiene autoridad para aconsejar o potestad para mandar, sabiendo que lo hará con la luz de la razón y de la fe. En este caso, quien obedece puede descansar en la certeza de que es razonable obedecer.
Modelo supremo de obediencia es la de Jesús en la Cruz. De nuevo encontramos una pregunta: "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?" (Mc 15, 34; Sal 22, 2). En los comentarios bíblicos se suele hacer notar que, al incoar en la Cruz el Salmo 22, el Señor manifestaba que en ese momento se estaban cumpliendo las profecías contenidas en otros versículos del salmo: "Han taladrado mis manos y mis pies... se reparten mis ropas y echan a suertes mi túnica..." (vv. 17 y 19). Esto es indudable, pero no debería dejar en segundo plano la pregunta inicial del salmo, pronunciada por Jesús: "¡Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?". Un autor ha observado la relación de estas palabras con la virtud de la obediencia, recordando que en el Calvario estamos ante el culmen de la misma obediencia "hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8), con la que fue reparada la desobediencia de Adán (cfr. Rm 5, 19): "En medio de la luz –para nosotros cegadora– del misterio de Cristo que pregunta al Padre, llegamos a entrever la profundidad insondable de la identificación de su voluntad humana, iluminada por la visión beatífica, con la voluntad divina. Cristo, que ve cara a cara al Padre, conoce los designios divinos que incluyen su muerte en la Cruz para la salvación de los hombres. Su pregunta manifiesta, sin embargo, que la comprensión de ese designio es inasequible al entendimiento humano, y nos muestra la plenitud de su obediencia filial que deposita toda la confianza en la paternidad divina: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)" 515 Con la obediencia, observa este mismo autor citando a san Josemaría, respondemos a la bendita paternidad de Dios 516
En el supuesto normal de que haya motivos para confiar en la rectitud de quienes ejercen la autoridad, la inteligencia, puesta al servicio de la obediencia, proporciona tal perspicacia que muchas veces no son necesarios los mandatos explícitos: basta una insinuación. Por eso, san Josemaría solía dar esta pauta a los fieles del Opus Dei: Un "por favor", y vamos de cabeza. Es lo más fuerte que tenemos para mandar: por favor 517
Sabemos que los sentimientos tienen una incidencia profunda en el uso de la libertad. Su influjo es positivo cuando son "virtuosos", es decir, cuando nacen de las facultades sensibles (llamadas apetito irascible y concupiscible) perfeccionadas por las virtudes de la fortaleza y de la templanza, que los modelan según el orden de la razón iluminada por la fe para ponerlos al servicio de la caridad, permitiendo así amar con todas las facultades del alma 518
Gracias a estas virtudes el cristiano puede llegar a tener un corazón henchido de los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cfr. Flp 2, 5): una caridad rebosante de afecto (cfr. 1Co 13, 4), que sabe superar con fortaleza las dificultades y emplear con templanza los bienes creados para servir a los demás y no al propio gusto. Esta identificación con los sentimientos de Cristo es, evidentemente, obra del Paráclito, Espíritu "de fortaleza, caridad y templanza" (2Tm 1, 7), a quien es preciso acudir y secundar. Veremos primero la fortaleza y después la templanza, cada una con algunas virtudes conexas.
Recordemos la noción clásica de fortaleza: "virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral" 519 San Josemaría expresa lo esencial de diversos modos, con un lenguaje propio de la predicación:
Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla 520
No son afirmaciones teóricas. Tras ellas hay una vasta experiencia de dolores y contrariedades que le acompañaron toda la vida, imprimiendo en su alma el sello de la cruz. Las biografías y los testigos reflejan, al menos en parte, esta realidad que aquí nos limitamos sólo a mencionar. Nuestra atención se concentra en la doctrina.
Las frases apenas citadas se pueden aplicar tanto a la virtud humana como a la virtud sobrenatural de la fortaleza. Lo específico de esta última es que se pone al servicio del amor a Dios y que está informada por ese amor. La fortaleza cristiana lleva a afrontar, por amor a Dios y confiando en su gracia, los obstáculos a la santidad y el apostolado, tanto exteriores como interiores, sobre todo la inclinación al mal, que es la razón última de los conflictos interiores y entre los hombres 521
Soporta las dificultades como buen soldado de Cristo Jesús (2Tm 2, 3), nos dice San Pablo. La vida del cristiano es milicia, guerra, una hermosísima guerra de paz, que en nada coincide con las empresas bélicas humanas, porque se inspiran en la división y muchas veces en los odios, y la guerra de los hijos de Dios contra el propio egoísmo, se basa en la unidad y en el amor. Vivimos en la carne, pero no militamos según la carne. Porque las armas con las que combatimos no son carnales, sino fortaleza de Dios para destruir fortalezas, desbaratando con ellas los proyectos humanos, y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios (2Co 10, 3-5). Es la escaramuza sin tregua contra el orgullo, contra la prepotencia que nos dispone a obrar el mal 522.
Gran parte de los textos de san Josemaría sobre la fortaleza están centrados en la lucha contra el mal que el cristiano ha de mantener. Nos ocuparemos de este tema directamente en el capítulo 8º, donde hablaremos del pecado y de las tentaciones al pecado, es decir, del "objeto" de la lucha cristiana; ahora nos fijamos solamente en el "sujeto": en cómo contribuye esta virtud a modelar en el cristiano la imagen de Cristo, haciendo que su amor sea "fuerte", que su caridad no se detenga ante los obstáculos que se interponen al cumplimiento de la voluntad de Dios.
En una homilía titulada significativamente Con la fuerza del amor 523, san Josemaría escribe que, con el Señor, la única medida es amar sin medida 524. Pues bien, la virtud de la fortaleza no hace otra cosa que consentir la expansión del amor, superando las dificultades que pueden retraer de actuar en todo momento por amor. Así escribe en otra ocasión: En cada una de tus actividades, porque cuentas con la fortaleza de Dios, has de portarte como quien se mueve exclusivamente por Amor 525.
Al permitir que el amor a Dios gobierne la propia conducta, la fortaleza consigue que el cristiano no se quede en los buenos deseos: que haya correspondencia entre el querer y el obrar. Un punto de Camino expresa vigorosamente esta idea, acudiendo al ejemplo de los santos:
Voluntad. –Energía. –Ejemplo. –Lo que hay que hacer, se hace... Sin vacilar... Sin miramientos... Sin esto, ni Cisneros hubiera sido Cisneros; ni Teresa de Ahumada, Santa Teresa...; ni Íñigo de Loyola, San Ignacio... ¡Dios y audacia! –"Regnare Christum volumus!" 526
Para una explicación detallada de este punto remitimos a la edición crítico-histórica 527. Aquí nos basta observar que la fortaleza –implícita en el texto– está vista como dentro de la caridad: es una fortaleza que pone al servicio de la extensión del Reino de Cristo toda la audacia apostólica que reclama el ideal de llevar el Evangelio a las gentes.
Tan necesaria resulta esta virtud para la santidad y para el apostolado, que un "amor débil", que no quiere saber de sacrificio, no es el verdadero amor "con todas tus fuerzas" (Mc 12, 30) que Dios reclama. Es impensable que un cristiano pretenda amar sin poner en juego ni siquiera las energías que otros ponen al servicio de sus inclinaciones, sean rectas o no:
Me dices que sí, que quieres. –Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? –¿No? –Entonces no quieres 528.
San Josemaría recalca esta idea sirviéndose de imágenes y ejemplos. Recordad aquella leyenda, que se acostumbraba a grabar en los puñales antiguos: no te fíes de mí, si te falta corazón 529. Se refiere a las armas blancas que se fabricaban en Toledo, famosas por la calidad de su acero. ¿De qué sirve una buena arma si no hay fortaleza en quien la empuña? El cristiano necesita la fortaleza porque el bien supremo que ama, el cumplimiento de la voluntad de Dios, es un bien arduo que requiere lucha (cfr. Mt 11, 12), y lucha sin cuartel. Ha de poner en juego la propia vida como Jesucristo Nuestro Señor, que "nos amó y se entregó por nosotros como oblación y ofrenda de suave olor ante Dios" (Ef 5, 2; cfr. Ga 1, 4). "El amor es fuerte como la muerte" (Ct 8, 6): es un pasaje de la Escritura en el que ve reflejada esta necesidad de la fortaleza 530, porque así como la muerte sobreviene antes o después, desbaratando todo lo que se haga para evitarla, análogamente el amor, la caridad, ha de imponerse y vencer cualquier barrera, incluso hasta dar la vida.
Fuerte como la muerte es el amor (Ct 8, 6). Es uno de los piropos que se dicen de la Virgen, recogiendo palabras de la Escritura Santa; porque María era fuerte para el amor, fuerte para sufrir, fuerte para enseñar 531.
Para hablar del vicio contrario a esta virtud (por defecto), san Josemaría toma pie en su predicación de lo que coloquial-mente suele llamarse flojera: un estado interior de desgana aparentemente irresistible, que se aduce como pretexto para dejar incumplidos ciertos deberes. En varias ocasiones sale al paso de esas excusas. Fuera de los casos en los que la debilidad interior proviene de una falta de salud física o psíquica, hace ver que la "flojera" de espíritu es un defecto moral, un voluntario abatimiento ante las dificultades que deja sin ánimo para seguir a Cristo tomando la cruz de cada día. Para san Josemaría es un defecto que puede y debe afrontarse. En el siguiente punto de Surco se percibe el tono de su predicación al respecto:
(...) No debes extrañarte de que sobrevenga el cansancio o el tiempo de "marchar a contrapelo", sin ningún consuelo espiritual ni humano. Mira lo que me escribían hace tiempo, y que recogí pensando en algunos que ingenuamente consideran que la gracia prescinde de la naturaleza: "Padre: desde hace unos días estoy con una pereza y una apatía tremendas, para cumplir el plan de vida; todo lo hago a la fuerza y con muy poco espíritu. Ruegue por mí para que pase pronto esta crisis, que me hace sufrir mucho pensando en que puede desviarme del camino".
–Me limité a contestar: ¿no sabías que el Amor exige sacrificio? Lee despacio las palabras del Maestro "quien no toma su Cruz "cotidie" –cada día, no es digno de Mí". Y más adelante: "no os dejaré huérfanos...". El Señor permite esa aridez tuya, que tan dura se te hace, para que le ames más, para que confíes sólo en Él, para que con la Cruz corredimas, para que le encuentres 532.
Ante el peligro de la "flojera", o como se quiera llamar a esta tentación, la sola reciedumbre humana se demuestra insuficiente.
Hace falta una fortaleza por amor a Dios, que se ajusta a la regla de la fe y recurre a la ayuda divina, sin confiar sólo en las propias cualidades y energías. "El Señor es mi fortaleza" (Sal 59, 10). "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp 4, 13; cfr. 2Co 12, 10). "Quia Tu es, Deus, fortitudo mea" (Sal 42, 2), porque Tú, Dios mío, eres mi fortaleza, repetía a menudo san Josemaría 533. Cuando el amor a Dios vivifica la fortaleza, se puede cumplir la voluntad divina "a contrapelo", superando la falta de ganas o de entusiasmo sensible. Se vence entonces la resistencia interior a "complicarse la vida", incluso hasta darla materialmente si fuera necesario (como en el caso del martirio). Pero no hay rigidez voluntarista, porque no se confía en las propias fuerzas. Se reconoce humildemente que toda nuestra fortaleza es prestada 534, y se tiene el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza 535.
San Josemaría enseña sobre todo a practicar la fortaleza cristiana en las cosas pequeñas de la vida ordinaria. Puede muy bien ser ejercicio de esta virtud cumplir un horario por amor a Dios, cuidar un detalle de orden material, evitar un capricho, dominar un enfado y rectificarlo, acabar un trabajo, no quejarse ante el cansancio... De este modo, con la ayuda de Dios, se va adquiriendo una firmeza de voluntad y una "reciedumbre" –término frecuente en su predicación 536–, que permiten seguir cada vez más ágilmente las exigencias de la caridad, en la santificación y en el apostolado 537.
Siempre está presente la invitación a mirar a Santa María para aprender a seguir a Cristo llevando diariamente la cruz:
Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano –no hay dolor como su dolor–, llena de fortaleza.
–Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz 538.
Una parte de la fortaleza es la paciencia para soportar la prueba, la dificultad, la tentación y las propias miserias 539. San Josemaría se hace eco de la tradición cuando describe esta virtud, a la vez que resalta algunos aspectos. Explica que la paciencia es necesaria en la lucha contra las propias miserias, para no moverse por la prisa de ver los resultados 540, porque se pierde entonces fácilmente la rectitud de intención, olvidando que, si se combate por amor a Dios, en cierto sentido se ha alcanzado ya la victoria, aunque los frutos no sean aún perceptibles. En relación con los defectos ajenos afirma que la paciencia nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo 541. Más en general y pensando en los ideales del apostolado, aconseja expresiva-mente: Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia 542.
"La caridad es paciente" (1Co 13, 4). Informada por la caridad, la paciencia permite hacer frente a las dificultades con la serenidad de los Apóstoles que se mostraban "gozosos porque habían sido dignos de sufrir a causa del Nombre [de Jesucristo]" (Hch 5, 41). En la vida cristiana es muy necesario ver las cosas con paciencia. No son como queremos, sino como vienen por providencia de Dios: hemos de recibirlas con alegría, sean como sean. Si vemos a Dios detrás de cada cosa, estaremos siempre contentos, siempre serenos. Y de ese modo manifestaremos que nuestra vida es contemplativa, sin perder nunca los nervios 543. Para que la paciencia no sea un resistir en tensión, necesita el complemento de la serenidad, virtud que domina la inquietud interior ante el prolongarse de las contrariedades, el exceso de trabajo o las preocupaciones de diverso género, y crea en el alma el clima adecuado para la contemplación. La serenidad es una de las virtudes humanas que aparecen con más frecuencia en la predicación de san Josemaría 544.
Serenos. Pero no con la serenidad del que compra la propia tranquilidad a costa de desinteresarse de sus hermanos o de la gran tarea, que a todos corresponde, de difundir sin tasa el bien por el mundo entero. Serenos porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida 545.
Bastantes veces habla de la serenidad como de la virtud que pone coto a la precipitación y, sobre todo, a los impulsos de la ira 546. En este sentido nos parece que, en sus obras, "serenidad" es el nombre que toma con frecuencia la clásica virtud de la mansedumbre 547. Lo que dice de una se puede aplicar a la otra.
La entrega (...), la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan 548. Por amor a Dios y a los demás es preciso dominar la ira y los enfados. Pero moderar no quiere decir siempre suprimir. No es manso el que no se enoja nunca, sino el que lo hace cuando lo reclama el amor a Dios, y en estos casos, la caridad necesita de la mansedumbre. El Señor se manifiesta como modelo de esta virtud: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29), y da ejemplo de ella no sólo cuando sufre mansamente las afrentas de la Pasión "como cordero llevado al matadero" (Is 53, 7), sino también cuando expulsa a los vendedores del templo (cfr. Jn 2, 15-17), enseñando a airarse santamente ante el mal. La caridad precisa de esta virtud de modo particular para saber corregir oportunamente, sin perder la serenidad. No reprendas cuando sientes la indignación por la falta cometida. –Espera al día siguiente, o más tiempo aún. –Y después, tranquilo y purificada la intención, no dejes de reprender. –Vas a conseguir más con una palabra afectuosa que con tres horas de pelea. –Modera tu genio 549.
La importancia de esta virtud para llevar a cabo la misión apostólica de santificar el mundo desde dentro, se desprende de las palabras del Señor: "Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra" (Mt 5, 5). Informar con espíritu cristiano todas las actividades humanas, "poseer la tierra" –herencia de los hijos de Dios (cfr. Sal 2, 8) 550–, exige "poseerse a sí mismo" (cfr. Lc 21, 19) por la mansedumbre y no perder la serenidad al topar con la oposición de quienes rechazan el reinado de Jesucristo. San Josemaría se refiere a este contraste en la homilía Cristo Rey 551, al comentar algunos versículos del Salmo 2: "Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo (...). A mí me ha dicho el Señor: tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy". La actitud del cristiano en esa situación está condensada en el epígrafe de esa parte de la homilía: Serenos, hijos de Dios 552.
La perseverancia, que nada hace desfallecer 553, forma también parte de la fortaleza. Se trata, obviamente, de la perseverancia en la entrega a Dios y a los demás: Perseverar es persistir en el amor 554. Sin esta virtud humana, el amor a Dios podría quedar limitado a temporadas y circunstancias; sería entonces un amor condicionado, al que le falta la determinación de perdurar pase lo que pase, requisito imprescindible para su perfección, según las palabras del Señor: "quien persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 10, 22; Mt 24, 13). Un amor a Dios que no quisiera durar para siempre no sería verdadero amor.
Puesto que el amor a Dios se puede y se debe manifestar en todas las acciones, la perseverancia se aplica a todo: perseverancia en la oración, en la mortificación, en el apostolado, en el trabajo... En este sentido, equivale a continuar en el bien sin desanimarse. Muchas veces, san Josemaría se refiere específicamente a la perseverancia en la vocación cristiana, y concretamente en la vocación al Opus Dei. En este caso, perseverancia equivale prácticamente a fidelidad 555, porque ser fiel a los compromisos adquiridos para siempre es tanto como perseverar en la respuesta a la llamada que ha llevado a asumir esos compromisos. Por otra parte, la perseverancia no es un simple continuar o prolongar –consecuencia ciega del primer impulso, obra de la inercia 556–, sino un ser cuidadosamente fieles en cada momento a esos compromisos, manteniéndolos por amor, con voluntariedad actual, como exige su naturaleza.
Junto con la perseverancia, y muy relacionada con ella, también la magnanimidad es parte de la fortaleza. San Josemaría la describe así:
Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios 557.
La caridad necesita de la magnanimidad para desarrollarse a la medida del amor del Corazón de Cristo 558. Observa Jesús Ballesteros que en el pensamiento de san Josemaría "la magnanimidad aparece íntimamente unida a la caridad e implica a un tiempo el deseo de hacer bien las cosas por Dios y el ensanchar la "atención al otro" hasta abarcar a todo el género humano" 559.
Además, el amor se ha de manifestar en obras. La magnanimidad sirve a esta dimensión de la caridad. Lleva a no tener miedo a emprender grandes iniciativas de servicio a las personas. Sin embargo, en aparente paradoja, las obras de amor que estimula, no tienen por qué ser llamativas ni materialmente "grandes". San Josemaría rezaba: Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor 560. Se puede vivir magnánimamente una existencia corriente, como Jesús en los años de Nazaret, porque la santidad "grande" está en cumplir los "deberes pequeños" de cada instante 561.
Esta virtud lleva a poner los medios para dar fruto abundante, según el querer de Dios: "En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto" (Jn 15, 8). La magnanimidad procura nada menos que ganar el mundo y conquistarlo para Dios 562; y pone por obra este ideal en el concreto entorno profesional, social y familiar de cada uno.
Si nos detuviéramos a escrutar la vida de san Josemaría, veríamos que la presencia de la magnanimidad se percibe desde el momento en que comienza a presentir la llamada divina: Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor 563. Ese "algo grande" no era una empresa humana, era un gran amor que le conduciría a "hacerse pequeño" y a dejarse llevar por su Padre Dios sin miedo a ser instrumento de sus grandiosos designios de salvación.
Templanza es señorío 564. En el repertorio lingüístico de san Josemaría, el término "señorío" ocupa una posición destacada. En castellano evoca dignidad e integridad. Significa "mesura en el porte o en las acciones, dominio y libertad en obrar, sujetando las pasiones a la razón" 565. Al describir la templanza como señorío –implícitamente: señorío sobre uno mismo ante la atracción de los bienes sensibles–, enlaza con la noción clásica de esta virtud que connota a la vez armonía interior y dominio de ese impulso. Lo mismo se puede ver cuando añade que la templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia 566.
Señorío, mesura, dominio de la concupiscencia, o –como dice el Catecismo de la Iglesia Católica al describir la templanza– racionalidad en las pasiones y apetitos de la sensibilidad humana 567, son conceptos que en la cultura contemporánea pueden sugerir la idea negativa de "represión de la naturaleza" o de "inhibición de la espontaneidad". Quizá por esto san Josemaría se preocupa de aclarar que el esfuerzo que exige la templanza es el que pide la conquista de la libertad para amar a Dios y al prójimo. La persona templada,
sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios. La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes 568.
El cristiano necesita la templanza para vivir la caridad. A su vez, su templanza ha de estar dirigida o "medida" por la razón iluminada por la fe, que le muestra unas exigencias superiores a las de la sola razón. Lo veremos con cierto detalle ocupándonos de otras virtudes que la integran, como son la castidad y la pobreza.
Al ostentar en el hombre su imagen y semejanza, Dios lo ha llamado a reflejar la comunión de amor entre las Personas divinas. Todos los dones que le otorga tienen esa finalidad. En particular, la diferencia sexual que establece creándolo como varón y mujer es una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad 569. El objeto de la virtud de la castidad o de la pureza (términos intercambiables en la predicación de san Josemaría 570) es asignar a la sexualidad su puesto dentro de la unidad espiritual y corporal de la persona, para que cumpla su función en orden al fin de amar a Dios y a los demás, en el estado propio de cada uno 571.
La apetencia sexual –escribe san Josemaría– (...) es una noble realidad humana santificable. Ved que, por eso, nunca hablo de impureza, sino de pureza 572. Sin medios términos afirma la doctrina cristiana que defiende la dignidad del cuerpo y el valor de la sexualidad frente a ideas gnósticas y dualistas de diverso tipo: el sexo es algo santo y noble –participación en el poder creador de Dios–, hecho para el matrimonio 573. Otra cosa es, lógicamente, la degradación de esa tendencia, originada por el pecado. En la situación presente es necesario luchar para poner la sexualidad bajo el orden de la razón iluminada por la fe. No es una lucha contra la sexualidad sino contra su corrupción 574.
Dios, comenta Santo Tomás de Aquino, ha unido a las diversas funciones de la vida humana un placer, una satisfacción; ese placer y esa satisfacción son por tanto buenos.
Pero si el hombre, invirtiendo el orden de las cosas, busca esa emoción como valor último, despreciando el bien y el fin al que debe estar ligada y ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o en ocasión de pecado 575.
Cabe preguntarse si la noción de sexualidad que presuponen los pasajes citados es sólo la de una capacidad que se ejerce en el matrimonio. Si fuese así, podría pensarse que no le correspondería ninguna función en la vida de las personas célibes, cuya castidad consistiría entonces en negar la sexualidad. Pero basta leer la homilía Porque verán a Dios 576 para darse cuenta que san Josemaría no piensa así. Considera la sexualidad como una propiedad constitutiva del hombre y de la mujer que afecta al núcleo de la personalidad. La resume con términos específicos como "virilidad" y "feminidad" 577. La castidad no se reduce al hábito que ordena la facultad generativa, sino que tiene un objeto más amplio: es la limpieza de vida que lleva a poner la propia condición, con sus características masculinas o femeninas –también y particularmente las espirituales: el modo de pensar, de querer, de sentir y de obrar–, al servicio del amor a Dios y a los demás.
San Josemaría emplea pocas veces los términos "sexo", "sexual", etc., pero no por una visión negativa de lo que reconoce como noble y santificable, sino porque toma las distancias de la patológica inflación del tema en una civilización que arrastra el lastre del hedonismo 578. Ante esa situación, reacciona con la energía que le proporciona el sentido de la filiación divina:
En estos momentos de violencia, de sexualidad brutal, salvaje, hemos de ser rebeldes. Tú y yo somos rebeldes: no nos da la gana dejarnos llevar por la corriente, y ser unas bestias. Queremos portarnos como hijos de Dios, como hombres o mujeres que tratan a su Padre, que está en los Cielos y quiere estar muy cerca –¡dentro!– de cada uno de nosotros 579.
Y observa que quienes están obsesionados por el sexo 580 manifiestan un desequilibrio.
Para una persona normal, el tema del sexo ocupa un cuarto o un quinto lugar. Primero están las aspiraciones de la vida espiritual, la que cada uno tenga; inmediatamente, muchas cuestiones que interesan al hombre o a la mujer corriente: su padre, su madre, su hogar, sus hijos. Más tarde, su profesión. Y allá, en cuarto o quinto término, aparece el impulso sexual 581.
No obstante advierte –lo hacemos notar aquí sólo por inciso, pues el tema pertenece al capítulo 8º– que la lucha por vivir la santa pureza quizá durante una temporada pase al primer plano 582. Puede suceder, por ejemplo, a causa de la presión de un ambiente inmoral. Pero también puede suceder que los atractivos de la sexualidad se experimenten de modo desproporcionado por haber disminuido el interés por los bienes que deberían estar en primer lugar. El remedio, entonces, no está sólo en combatir las tentaciones, sino en luchar positivamente en otros campos buscando más el amor a Dios. Ya se ve cuán estrecha es la relación con la caridad, de la que hablaremos a continuación.
La caridad teologal necesita la virtud humana de la castidad para desplegar toda su fuerza vital. San Josemaría lo expresa con una imagen: La caridad es la semilla que crecerá y dará frutos sabrosísimos con el riego, que es la pureza 583. Los frutos son las obras de amor a Dios y a los demás. En efecto:
– La castidad es necesaria para conservar y acrecentar el amor a Dios que derrama el Espíritu Santo en los corazones (cfr. Rm 5, 5). San Pablo lo recuerda a los Corintios: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...) Huid de la fornicación (...) ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo...?" (1Co 6, 12-20). Los pecados contra la castidad se oponen especialmente a la inhabitación del Espíritu Santo en el cristiano porque representan un desorden en lo más íntimo de su unidad de cuerpo y alma. Si las tendencias sensibles que se refieren al mismo ser varón o mujer no están sometidas al espíritu, entonces tampoco la persona se puede someter a la acción del Paráclito. La virtud de la castidad, en cambio, permite al cristiano ser templo limpio del Espíritu.
Por esto es muy estrecha su relación con la vida contemplativa. Refiriéndose a la promesa de Jesús: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5, 8), san Josemaría hace notar que la Iglesia ha presentado siempre estas palabras como una invitación a la castidad 584. No sólo constituyen un anuncio de la visión beatífica en la vida futura para los que han vivido la castidad por amor; la pureza abre también las puertas a la contemplación amorosa de Dios, ya en esta tierra. Se comprende por eso que compare la castidad a unas alas que permiten remontarse hacia las alturas de la vida de oración; quienes no quieran amar, las verán como un peso, pero en realidad es la impureza la que impide la contemplación, al encadenar el alma a la satisfacción de la sensualidad 585. De ahí que san Josemaría aconseje rezar: Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual que recubre mi corazón, para que sienta y siga con facilidad los toques del Paráclito en mi alma 586. Es clara la sintonía con el antiguo autor cristiano que afirma: "ser casto significa tener un modo santo de sentir" 587.
– La castidad es imprescindible también para la caridad con el prójimo. Como la sexualidad concierne particularmente "la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro" 588, quien no sabe gobernar la tendencia sexual tiene un impedimento para entregarse a los demás. Podrá prestar ciertos servicios, pero su falta de limpieza interior tenderá a enturbiar las relaciones, como una deformación perceptiva que le hará ver a otras personas en función de la satisfacción propia. San Josemaría se fija en un aspecto central para el cristiano cuando escribe: sin la santa pureza no se puede perseverar en el apostolado 589. Viviendo delicadamente la castidad pueden nacer y crecer normalmente la amistad y la confidencia que proporcionan el clima propicio para acercar las almas a Dios. Esta virtud genera también sensibilidad y fuerza espiritual para promover la moralidad pública en la sociedad, particularmente en lo que se refiere a la sexualidad 590.
– También el recto amor a uno mismo, la búsqueda de la propia perfección por amor a Dios, exige la castidad. Para san Josemaría no hay duda de que entre los castos se cuentan los hombres más íntegros 591. La plenitud como persona sólo se alcanza con la entrega a los demás, y la castidad abre a esa entrega, mientras que la impureza repliega en el egoísmo.
Consideremos ahora el contrapunto de lo anterior. Si la caridad necesita la castidad, ésta, a su vez, "pide" la caridad. Para ser castos –y no simplemente continentes u honestos–, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor 592. Ese "impulso de Amor" eleva la continencia y la honestidad, las vivifica con vida sobrenatural y las transforma en castidad cristiana. Y la caridad presupone, como sabemos, la fe y la esperanza. En un cristiano, la castidad ha de estar guiada no sólo por la recta razón sino por la luz de la fe viva, y ha de estar sostenida por la esperanza de la felicidad en Dios.
Ciertamente todas las virtudes humanas "piden" la caridad para alcanzar su plenitud, pero la pureza la reclama de un modo especial por su estrecha relación con el amor, ya que tiene por objeto proteger el amor humano del egoísmo. La castidad, considera san Josemaría, es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida 593. Por eso suele llamarla santa pureza 594, para dar a entender que ha de ser pureza por amor a Dios. Un punto de Camino lo indica expresivamente:
¡Qué hermosa es la santa pureza! Pero no es santa, ni agradable a Dios, si la separamos de la caridad. (...) Sin caridad, la pureza es infecunda 595.
Estas palabras se refieren al cristiano que, separando la pureza de la caridad, la cultiva con sus solas fuerzas y no la pone al servicio del amor a Dios y a los demás. No se refieren en cambio a quien, sin tener la fe cristiana, procura vivir castamente. San Josemaría no niega el valor de la castidad que deben practicar, guiados por la recta razón, todos los hombres que quieren vivir de acuerdo con su dignidad.
Cuando la caridad vivifica la castidad se hace patente que esta virtud es una afirmación gozosa del amor 596. No es negación o "represión" de la sexualidad, sino de su desorden, como escribe san Pedro: "Os exhorto a que os abstengáis de las concupiscencias carnales, que combaten contra el alma" (1P 2, 11). Esta "negación de una negación" (de un desorden) se convierte en "afirmación gozosa": se quiere amar y servir a Dios, ordenando la sexualidad al verdadero amor.
Hay otro rasgo de la enseñanza de san Josemaría sobre esta virtud que es digno de resaltar. Para él, todos los fieles han de vivir una "castidad perfecta", cada uno en su estado. No sigue la costumbre de los tratados espirituales clásicos que reservan esta expresión para la castidad en el estado de vida consagrada. La razón es obvia: si fuera imposible vivir la castidad perfectamente en el matrimonio, éste no sería un camino de santidad. En una homilía puntualiza: al recordaros ahora que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado 597.
La justicia impone determinadas exigencias según la profesión de cada uno, y la fortaleza pide actuar de un modo u otro según las dificultades que se presenten... De modo análogo, también la santa pureza tiene manifestaciones distintas de acuerdo con la diversidad de dones que Dios concede.
Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros 598.
Sobre la castidad en el matrimonio, San Josemaría toma claramente las distancias de las corrientes de pensamiento que subrayan los peligros para el progreso de la vida espiritual que se derivan de la atracción de los bienes propios de la vida conyugal.
El amor puro y limpio de los esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos manos (...). Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos.
Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables.
Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara.
Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo 599.
En cuanto a la castidad en el celibato –san Josemaría piensa principalmente en el celibato apostólico de los laicos y en el de los sacerdotes seculares–, su planteamiento es también totalmente positivo. Sin quedarse en la renuncia que comporta, resalta los bienes que alcanza:
La caridad (...) nos presenta la castidad como una afirmación gozosa, y el celibato apostólico como una entrega mayor, que permite dedicar al Señor el corazón indiviso, y nos proporciona plena libertad para el apostolado 600.
La castidad en el celibato apostólico tiene como objeto específico, dentro del orden de la sexualidad, indicar el mejor modo de conducirse en los pensamientos, afectos y obras, para ser coherentes con la propia entrega a Dios y para protegerla. Puesto que el motivo del celibato es sobrenatural ("por el Reino de los Cielos"), la castidad que guarda el corazón indiviso sólo puede ser una castidad informada por la caridad 601: la virtud que actualiza permanentemente el acto de amor que dio origen a esa entrega a Dios, permitiendo descubrir un medium virtutis que está por encima de la sola razón y que muestra en cada momento el comportamiento virtuoso, igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón 602. Ese medium virtutis no consiste en una actitud distante o fría hacia los demás, o en un aislamiento del ambiente en el que se perciben las consecuencias del pecado; al contrario, precisamente por el sentido apostólico que el celibato encierra, reclama las virtudes que facilitan la amistad noble y abierta, que no cae en el sentimentalismo. La castidad sabe encontrar la conducta apropiada que protege la transparencia del corazón 603, hace descubrir con prontitud cualquier desorden afectivo y lleva a repararlo, para moverse en todo momento con los mismos sentimientos de Cristo Jesús 604.
Finalmente, san Josemaría recuerda los medios comunes que todos tienen para crecer en esta virtud: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía –la valentía de ser cobarde– para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora 605.
Es sabido que esta virtud puede entenderse en dos sentidos: como desprendimiento de sí mismo y como desprendimiento de los bienes terrenos. El primer sentido, más genérico, indica la actitud del hombre que se reconoce indigente, sin nada propio y además pecador, pero que confía en Dios y espera todo de su misericordia. El segundo, más específico, es el de la pobreza como templanza en el uso de los bienes terrenos, que exige verlos como dones y emplearlos conforme al querer de Dios.
Del primer sentido habla la Sagrada Escritura cuando se refiere a los "pobres de espíritu". El Señor los llama bienaventurados "porque de ellos es el Reino de los Cielos" (Mt 5, 3). En realidad, esta pobreza es un aspecto de la humildad: los pobres de espíritu, dice un Padre de la Iglesia, "son los humildes y contritos de corazón" 606. San Josemaría se refiere a ella cuando invita a estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los éxitos 607. Al ser una faceta de la humildad, esta pobreza de espíritu es fundamento de la pobreza en sentido específico, a la que san Josemaría se refiere cuando escribe que la pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas terrenas 608. Este es el sentido en el que hablaremos de la pobreza a continuación. Hay que tener en cuenta, no obstante, que la expresión "pobreza de espíritu" se aplica también a este segundo sentido de la virtud para distinguirla de la "pobreza material", que sería la simple carencia de bienes. San Josemaría lo hace así con frecuencia 609.
Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo 610. El principio es universal para todos los cristianos. La aplicación práctica depende de la vocación y misión de cada uno, porque a veces se reflexiona sobre la pobreza cristiana, teniendo como principal punto de referencia a los religiosos, de los que es propio dar siempre y en todo lugar un testimonio público, oficial: y se corre el riesgo de no advertir el carácter específico de un testimonio laical, dado desde dentro, con la sencillez de lo ordinario 611. Para san Josemaría, un punto muy importante del que depende una recta comprensión de la vocación laical es entender que la pobreza no se define por la simple renuncia, ya que los laicos han de utilizar todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana 612.
En el caso de los fieles laicos, llamados a la santidad en medio del mundo, la pobreza respecto a los bienes terrenos ha de conjugar dos aspectos: el total desprendimiento interior de esos bienes y la disposición habitual de usarlos para santificar el mundo desde dentro: Os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares..., emplead los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios 613.
Estos dos aspectos –desprendimiento y uso recto de los bienes– no se excluyen mutuamente. Se puede estar desprendido de los bienes que se poseen hasta el punto de vivir como si no se poseyera nada propio (cfr. 1Co 7, 30), y emplearlos a la vez como un administrador, con la obligación de hacerlos rendir (cfr. Mt 25, 14 ss.; Lc 12, 42-44; Lc 19, 12 ss):
Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque –hecha de cosas concretas–, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades 614.
Sentado este principio de compatibilidad entre los dos aspectos de la pobreza en el caso de los laicos, se plantea cómo actuarlo en la práctica. La pauta que propone es coherente con el principio de libertad, verdadera clave de su doctrina sobre la santificación en medio del mundo:
Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es –en buena parte– cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada caso lo que Dios nos pide. No quiero, pues, dar reglas fijas, aunque sí unas orientaciones generales 615.
Como todas las virtudes humanas, la pobreza tiene un "justo medio" y san Josemaría proporciona a este respecto unas orientaciones que no por ser generales son menos eficaces para reconocerlo:
Aquí tenéis algunas señales de la verdadera pobreza: no tener cosa alguna como propia; no tener nada superfluo; no quejarse cuando falta lo necesario; cuando se trata de elegir algo para uso personal, elegir lo más pobre, lo menos simpático 616.
Detengámonos brevemente en cada una de estas orientaciones prácticas:
a) Para san Josemaría, "no tener cosa alguna como propia" no se reduce a una genérica disposición interior: es una "señal" de pobreza, concretamente reconocible en el modo de tratar las cosas que se tienen a mano, de emplear el tiempo y de cuidar la salud. Para mí, una manifestación de que nos sentimos señores del mundo, administradores fieles de Dios, es cuidar lo que usamos, con interés en que se conserve, en que dure, en que luzca, en que sirva el mayor tiempo posible para su finalidad, de manera que no se eche a perder 617. No maneja las cosas del mismo modo quien no tiene que dar cuenta a nadie y, sintiéndose dueño, actúa a su gusto y placer, que quien se sabe administrador y procura cuidarlas y hacerlas rendir porque debe responder de ellas; este último llevará cuenta de los gastos, empleará con solicitud los instrumentos de trabajo, etc. Algo semejante se puede decir respecto al uso del tiempo: la pobreza se manifestará en no considerarlo como un bien "propio" en sentido absoluto, sino como un tesoro para hacerlo rendir en servicio a Dios y a los demás 618.
b) "No tener nada superfluo" es otra "señal" de pobreza. Lo superfluo es lo innecesario para vivir de acuerdo con la propia vocación a santificarse y santificar las actividades en las que uno está involucrado, teniendo en cuenta que "necesario" es no sólo lo "absolutamente necesario", sino también lo "relativamente necesario" para el buen cumplimiento del propio deber. La distinción concreta entre lo "superfluo" y lo "necesario" dependerá de las circunstancias de cada uno y exigirá delicadeza de conciencia. San Josemaría invita a no inventarse necesidades artificiosas 619:
Precisamente porque no consiste la pobreza de espíritu en no tener, sino en estar de veras despegados, debemos permanecer atentos para no engañarnos con imaginarios motivos de fuerza mayor. Buscad lo suficiente, buscad lo que basta. Y no queráis más. Lo que pasa de ahí, es agobio, no alivio; apesadumbra, en vez de levantar (San Agustín, Sermo 85, 6) 620.
c) "No quejarse cuando falta lo necesario". Ciertamente no es contrario a la pobreza procurar proveerse de lo razonable para desempeñar la profesión, asegurar el debido bienestar de la familia, intervenir con dignidad en los acontecimientos de la sociedad...; pero si no dispusiera de lo necesario, el cristiano descubrirá en esas circunstancias la paternal Providencia de Dios. El espíritu de pobreza lleva a "no quejarse", porque una queja consentida revelaría, al menos hasta cierto punto, que no se desean esos bienes para servir y que no se confía totalmente en Dios, que concede siempre, a quienes se lo piden y ponen los medios, todo lo que realmente necesitan (cfr. Mt 6, 26.31-32).
Os aseguro –lo he tocado con mis manos, lo he contemplado con mis ojos– que, si confiáis en la divina Providencia, si os abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para servir a Dios, a la Iglesia Santa, a las almas, sin descuidar ninguno de vuestros deberes; y gozaréis además de una alegría y de una paz que mundus dare non potest (cfr. Jn 14, 27), que la posesión de todos los bienes terrenos no puede dar 621.
La pobreza de espíritu no es menos exigente ni menos dura que la material, y por eso quien ama y practica la primera no teme la segunda, ni se rebela cuando la sufre: la recibe como uno de los tesoros del hombre en la tierra 622, como acepta un cristiano el dolor o la enfermedad. A veces dispondrá de bienes para emplearlos por amor a Dios en servicio de los demás; en otras ocasiones el Señor permitirá que carezca de ellos, y entonces podrá ofrecer esa privación unido a la Cruz, con alegría. En los dos casos ha de poder afirmar como san Pablo: "He aprendido a contentarme con lo que tengo: sé vivir en pobreza y vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo y en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp 4, 11-13).
d) La última "señal" que menciona el texto citado es "elegir lo más pobre, lo menos simpático", cuando se trata de cosas "para uso personal". Esta señal resplandece, como todas, en el Señor, que "siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza" (2Co 8, 9). El Hijo de Dios, después de abajarse a la condición de hombre, eligió lo más pobre: nacer en un establo; trabajar como artesano; no tener, en su vida pública, donde reclinar la cabeza; morir en la Cruz. "Elegir lo más pobre, lo menos simpático", no es negar que los bienes de la tierra sean bienes, sino manifestar que el primer criterio en la elección de un bien no es la satisfacción personal, lo cual es señal de desprendimiento 623.
En fin, todas estas orientaciones dirigidas a los fieles corrientes para ayudarles a practicar la virtud de la pobreza en la vida ordinaria, se pueden condensar en una que más que un criterio es la invitación a cultivar una mentalidad, bien fácil de captar y bien entrañable, por cierto:
Para mí, el mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia –muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades– sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar 624.
Como se puede ver por las consideraciones anteriores, la virtud de la pobreza en la enseñanza de san Josemaría no es consecuencia de una visión negativa del uso de los bienes terrenos, sino requerimiento de la caridad que los desea poner al servicio de Dios y de los demás. La caridad necesita de la pobreza para manifestarse en las acciones que se refieren al uso de esos bienes: reclama el desprendimiento. "No podéis servir a Dios y a las riquezas" (Lc 16, 13), dice el Señor. El joven rico no fue capaz de seguir a Jesús "porque tenía muchos bienes" (Lc 18, 23). Su fracaso muestra vivamente la necesidad del desprendimiento para una vida enteramente cristiana 625. La virtud humana de la pobreza prepara el alma para escuchar las llamadas de Dios: es una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios 626.
A su vez, la pobreza ha de estar informada por el amor a Dios. Vuestro corazón debe estar en el Cielo. Sólo así podréis luego ponerlo, en su justa medida, en las cosas de la tierra 627. Si se enfría la caridad, el corazón tiende a apegarse a los bienes terrenos y entonces se difumina la "justa medida" de la pobreza cristiana. Se puede hacer problemático distinguir entre lo "necesario" y lo "superfluo"; y puede resultar inasequible llevar con alegría, sin quejas, la carencia de lo que sería práctico, ventajoso o agradable.
En una economía de mercado, los bienes que se desea poner al alcance de todos se ofrecen a bajo precio para que cualquiera los pueda adquirir. No sucede lo mismo en la economía de la gracia. La santidad se ofrece a todos, y todos pueden alcanzarla. Sin embargo, requiere siempre heroísmo. Si está al alcance de todos no es porque sea un bien que se logra sin esfuerzo, sino porque todos son capaces del heroísmo que reclama.
¿Qué se entiende por heroísmo? En la antigüedad clásica se llamaba héroes a personajes –reales como Alejandro Magno, o mitológicos como Aquiles– de los que se conservaba memoria por las acciones extraordinarias que habían realizado, superiores a las del común de los mortales. Según José Luis Illanes 628, el ideal griego de heroicidad no llegó a mostrar todo su vigor y alcance al haberse concebido como accesible sólo a unos pocos, mientras que la Revelación cristiana lo universaliza. Todo fiel, por ser hijo de Dios, está originariamente revestido de la grandeza de Cristo; y todos los instantes de su vida están abiertos a la eternidad, de modo que en cada momento pueden tener lugar gestas de inconmensurable valor, pues puede amar a Dios y a todas las personas, llevando a la plenitud las virtualidades del propio ser. Si para el heroísmo clásico bastaba la excelencia de una determinada virtud –la valentía, la audacia, la lealtad....–, el ideal cristiano requiere la heroicidad, a la vez, de todas las virtudes, porque la santidad está en la heroicidad del amor, que de todas ellas necesita 629.
Han tenido que pasar siglos para que se llegara a comprender el heroísmo cristiano de este modo. Al principio, el punto de referencia lo constituía la cultura clásica a la que hemos aludido. Para san Agustín los héroes son los mártires, que han afrontado pruebas extraordinarias; ellos –explica– son los ciudadanos más ilustres y dignos de alabanza en la ciudad de Dios, porque han combatido con fortaleza hasta derramar su sangre, y "si el lenguaje eclesiástico lo permitiera, los llamaríamos nuestros héroes" 630. Pero relativamente pronto la Iglesia admitirá que se dé culto a santos que no han sido mártires, con lo que la ejemplaridad dejará de estar ligada al martirio; y cuando se comience a exigir la prueba de la heroicidad de las virtudes para la canonización de un fiel, resultará claro que todos los santos pueden llamarse héroes. Sigue relacionándose, sin embargo, la idea de heroicidad con las acciones excepcionales.
Benedicto XIV (1740-58), al legislar sobre las causas de canonización, declaró que la "virtud heroica es la que obra con facilidad, prontitud y gusto por encima del modo común" 631. La heroicidad se comienza a ver así en un modo de practicar las virtudes ("con facilidad, prontitud, y gusto"), pero continúa implicando obrar "por encima del modo común". Mientras estas palabras se han entendido como equivalentes a "realizar acciones materialmente extraordinarias", no se ha acabado de superar, por así decir, la noción antigua de heroicidad, poniéndola fuera del alcance del fiel corriente. Pero esta interpretación quedó obsoleta por una aclaración posterior, explícita, de Benedicto XV (1914-22), según la cual la heroicidad no requiere proezas insólitas 632. La santidad, afirma, "consiste propiamente sólo en la conformidad con el querer de Dios, expresada en un continuo y exacto cumplimiento de los deberes del propio estado" 633. Ni la santidad ni la heroicidad cristiana exigen otra cosa.
Todo este desarrollo de ideas se encuentra presupuesto en el mensaje de san Josemaría. Al predicar la llamada universal a la santidad en la vida ordinaria, no deja de advertir que hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo 634, y que no es nunca la santidad cosa mediocre (...). La meta es bien alta: sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) 635. La santidad es siempre heroica porque consiste en la perfección de la caridad, en la identificación con Jesucristo, y esta perfección supone heroísmo porque implica luchar y vencer a los enemigos del amor a Dios, dentro y fuera de uno mismo 636. A su vez, la caridad heroica demanda empeño por ejercitar también las virtudes humanas hasta el heroísmo.
La invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión 637.
Sin embargo, una caridad heroica no reclama necesariamente acciones portentosas. San Josemaría comenta con buen humor:
Involuntariamente quizá, han hecho un flaco servicio a la catequesis esos biógrafos de santos que querían, a toda costa, encontrar cosas extraordinarias en los siervos de Dios, aun desde sus primeros vagidos. Y cuentan, de algunos de ellos, que en su infancia no lloraban, por mortificación no mamaban los viernes... Tú y yo nacimos llorando como Dios manda; y asíamos el pecho de nuestra madre sin preocuparnos de Cuaresmas y de Témporas... 638. Alguna vez pueden presentarse circunstancias fuera de lo común que exigen poner en juego la propia vida o llevar a cabo empresas extraordinarias para testimoniar la fe. Pero no es éste el único ni el principal modo de ser heroicos. Así como un padre llama "héroe" a su hijo pequeño porque se ha esforzado en hacer bien algo que le costaba, aunque no haya hecho nada importante, así también el cristiano puede alcanzar grandes victorias de amor en la vida corriente, ante la mirada complacida de su Padre Dios. El sentido de la filiación divina ayuda a comprender esta estupenda realidad.
Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeñeces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías –esas pequeñeces– se hacen cosas grandes, porque es grande el amor: eso es lo nuestro, hacer heroicos por Amor los pequeños detalles de cada día, de cada instante 639.
El heroísmo de las virtudes no consiste, pues, en epopeyas inauditas, sino en un modo de cumplir los deberes corrientes. Consiste –la expresión es típica de san Josemaría– en convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico 640. El "verso heroico" es el que se considera más adecuado para la poesía que canta hazañas memorables. En castellano y en otras lenguas es el endecasílabo. San Josemaría está convencido: los deberes ordinarios, que por su normalidad podrían ser relatados en prosa, merecen cantarse en verso heroico cuando se realizan por amor a Dios practicando las virtudes cristianas con la mayor perfección posible y con constancia. He aquí una descripción concisa:
El verdadero heroísmo está en lo vulgar, en lo cotidiano, hecho una vez y siempre, con perseverancia, cara a Dios y con un empeño que nada haga desfallecer 641.
Para ilustrar la idea pone como ejemplo a tantas madres de familia:
¿Cuántas madres has conocido tú como protagonistas de un acto heroico, extraordinario? Pocas, muy pocas. Y, sin embargo, madres heroicas, verdaderamente heroicas, que no aparecen como figuras de nada espectacular, que nunca serán noticia –como se dice–, tú y yo conocemos muchas: viven negándose a toda hora, recortando con alegría sus propios gustos y aficiones, su tiempo, sus posibilidades de afirmación o de éxito, para alfombrar de felicidad los días de sus hijos 642.
Emplea también algunas imágenes que le dan ocasión para completar los rasgos de ese heroísmo en la vida ordinaria. Una de ellas es la de un famoso personaje de la novela francesa del xix que se imaginaba cazador de leones dentro de su casa. La grotesca figura viene a propósito para su enseñanza (en el siguiente texto se dirige a mujeres que realizan los trabajos del hogar, pero se puede extender a cualquier otra profesión):
No os santificaréis si os pasáis la vida esperando la ocasión grande, para ser heroicas. Es la historia de Tartarín de Tarascón, que tantas veces os he recordado. No encontraréis leones por los pasillos de la casa. En cambio, hay una multitud de pequeñeces que requieren heroísmo: algunas, por su continuidad; otras, precisamente por su escaso relieve humano 643.
Otra imagen es la del incienso que arde ante el altar. Su buen olor es efecto de la brasa que quema los granos discretamente, sin llamas; así también el "buen olor de Cristo" (2Co 2, 15) en el cristiano se advierte no por la llamarada de un fuego de ocasión, sino por la eficacia de un rescoldo de virtudes: la justicia, la lealtad, la fidelidad, la comprensión, la generosidad, la alegría 644. Esos actos virtuosos en la vida ordinaria no son, por lo general, más que detalles, fáciles de realizar si se toman aisladamente. Lo heroico es su número y su continuidad silenciosa, sin la recompensa de la admiración. Es el heroísmo de la perseverancia en lo corriente, en lo de todos los días 645, porque la perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo 646.
Pero ¿no se tratará de un heroísmo de "segunda categoría", un sucedáneo del verdadero heroísmo de las grandes gestas? La respuesta de san Josemaría se puede deducir de la siguiente consideración:
¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –Piensa, entonces, qué es lo más heroico 647.
No es este heroísmo en lo ordinario de menor valía por estar al alcance de todos. Es un "heroísmo silencioso" cuya divisa es la naturalidad. Es brasa, no llama. Pone por obra lo que cuesta "como si no costara esfuerzo", sin llamar la atención. "La llamada universal a la santidad –comenta José Orlandis– no supone de ninguna manera un "abaratamiento" de la vida cristiana, de tal modo que la santidad quede más o menos devaluada o se reduzca el nivel de sus heroicas exigencias. Se trata, precisamente, de lo contrario: de extender a todos los fieles, haciéndolas universales, las grandes exigencias del heroísmo cristiano. Pero, eso sí, del heroísmo que corresponde a cada cual, no de otro que, por el orden natural de las cosas, resultaría impropio; de aquel en suma que Dios pide a cada individuo concreto como su propio heroísmo, atendiendo a los deberes de estado y a las peculiares circunstancias de la vida" 648.
Heroísmo en lo ordinario es el de la Santísima Virgen, Maestra del sacrificio escondido y silencioso 649. Es el heroísmo de Jesús en los años de vida oculta, modelo supremo de virtud en la existencia corriente. Sin hacer nada fuera de lo común, obra heroicamente en cada momento, con una entrega plena a la Voluntad del Padre que le llevará a dar la vida en la Cruz. En el Calvario manifestará su amor y sus virtudes humanas perfectas mediante su Pasión y Muerte, pero ese amor y esas mismas virtudes ya estaban presentes en Nazaret. Por eso, el cristiano ha de mirar a Cristo en la Cruz para aprender a vivir las virtudes al llevar su cruz de cada día 650.
Los términos "dones" y "frutos" se entienden aquí no de un modo genérico –en ese sentido, todo bien es don y fruto del Paráclito– sino de un modo específico que designa concretamente los siete dones mencionados en Is 11, 2 651 y los doce frutos a los que se refiere Ga 5, 22-23 652.
Hecha esta premisa podemos decir que tradicionalmente el estudio de las virtudes se suele prolongar con el de los "dones y frutos del Espíritu Santo", porque llevan al cristiano y a sus actos, respectivamente, a una perfección superior a la que alcanza con las virtudes. El final de la homilía Virtudes humanas invita, entre otros textos, a seguir esta misma secuencia temática en nuestro estudio:
Si el cristiano lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma. La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima –dulce huésped del alma (Secuencia Veni, Sancte Spiritus)– regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios (cfr. Is 11, 2). Se notan entonces el gozo y la paz (cfr. Ga 5, 22) 653.
Como se puede ver, el empeño por practicar las virtudes –aquí se hace referencia sólo a las humanas, pero se puede extender a todas– es el camino para que el Espíritu Santo "regale sus dones"; y estos "se notan" en los frutos, de los cuales san Josemaría menciona en esta ocasión solamente dos: la alegría y la paz. Las virtudes se completan con los dones y estos se manifiestan en los frutos.
Sería interesante comparar la concepción teológica que sub-yace a estos enunciados con la de autores que protagonizan el debate teológico sobre los dones del Espíritu Santo, hasta el Concilio Vaticano II 654, pero esto nos llevaría demasiado lejos. Nos contentaremos con ver cómo en la predicación de san Josemaría los dones y los frutos del Paráclito completan la fisonomía espiritual de un hijo de Dios en Cristo.
"Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios" 655. No hay entre ellos ninguno que se llame "caridad" o "amor", pese a ser el efecto primero y más propio del obrar del Paráclito en el cristiano. Pero esto mismo hace suponer que los dones están al servicio de la caridad. Al ser enviado al alma, el Espíritu Santo no sólo la infunde, sino que también mueve al cristiano para que "pase al acto", o sea para que la actúe y la ponga en práctica amando efectivamente en toda su conducta. Pero al cristiano le puede faltar prontitud o agilidad para responder a los impulsos del Paráclito. Por esto, además de la caridad que otorga vitalidad sobrenatural a las virtudes humanas, le concede también otros dones permanentes que le hacen dócil a su acción en todo momento 656.
Estos dones no sustituyen a la caridad y a las demás virtudes, sino que actúan conjuntamente con ellas. San Josemaría lo refleja en la homilía Hacia la santidad cuando describe sintéticamente lo que ocurre en el progreso de la vida espiritual: el alma se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! 657
La distinción entre "virtudes y dones" ha recibido diversas explicaciones 658. Podemos recordar que las virtudes son hábitos que inclinan al cristiano a moverse a sí mismo hacia el bien; los dones, en cambio, son perfecciones que le preparan o disponen para ser movido con facilidad por el Espíritu Santo. En ambos casos se trata de perfecciones sobrenaturales que llevan a obrar bien, pero de distinto modo. Lo que es propiamente sobrenatural en las virtudes del cristiano es el objeto y el fin (por ejemplo, en la fe el objeto es la Revelación sobrenatural, y el fin es el conocimiento amoroso de Dios Uno y Trino), pero el modo de obrar sigue siendo "según la condición humana" 659. En cambio, por la comunicación de los dones, el cristiano actúa, bajo la acción del Espíritu Santo presente en el alma, de un modo divino: el criterio de su obrar es "la misma Divinidad participada por el hombre" 660. Según Philipon, los dones "permiten a las virtudes realizar sus actos con la máxima perfección. La cooperación entre las virtudes y los dones se endereza al mismo fin con dos modalidades diferentes y complementarias" 661.
En los tratados de Teología espiritual es común considerar que la vida cristiana recorre un itinerario desde el predominio de las virtudes al de los dones. Inicialmente se avanza haciendo uso principalmente de las virtudes sobrenaturales, pero quien corresponde con generosidad a la gracia divina, es llevado cada vez más por la acción del Espíritu gracias a sus dones. No hay una distinción neta entre ambas situaciones, y en todo momento son necesarias tanto las virtudes como los dones. Por una parte, éstos últimos se hallan presentes ya desde el Bautismo; por otra, aunque el cristiano tenga cada vez más intimidad con Dios, jamás puede prescindir de las virtudes. Para san Josemaría está claro, en todo caso, que la vida sobrenatural que se inicia en el Bautismo (...) se robustece con el crecimiento de los dones del Espíritu Santo 662. En definitiva, el desarrollo de la vida cristiana comporta una progresiva preponderancia de los dones que facilitan el dominio del Paráclito sobre la conducta de un hijo de Dios y dan lugar a un obrar que no está al alcance de las solas virtudes: es como un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso 663.
Se suele decir que los dones permiten un "modo divino" de obrar. En realidad se trata siempre de un modo "divino-humano", semejante al de Cristo en cuanto hombre. En Él, la Persona divina actúa por medio de la naturaleza humana, pero no es un hombre elevado sino un Dios encarnado. El cristiano, en cambio, sí que es un hombre elevado por la gracia, pero hay también en él un cierto reflejo de ese otro movimiento, de Dios al hombre, que es la realidad de la Encarnación. El cristiano es un miembro vivo del Cuerpo místico, y a través de él puede actuar la Cabeza. Recordemos las palabras de san Josemaría: Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer 664. Para eso no basta que un miembro esté sano: necesita algo más, ha de ser hábil. Gracias a los dones del Paráclito se hace más hábil, más dócil a la acción divina que desciende de la Cabeza al Cuerpo. Así como la Humanidad Santísima de Cristo se dejaba llevar por el Espíritu (cfr. Mt 4, 1; Lc 10, 21), análogamente los dones preparan al cristiano para que el Paráclito le gobierne. Sus obras seguirán siendo suyas, pero ya no serán únicamente las de un hombre elevado por la gracia y las virtudes sobrenaturales; serán también obras de Cristo que, con el Padre, le envía el Paráclito para que le dirija con progresivo dominio. Es la "divinización", el "endiosamiento" del cristiano, la identificación con Cristo en el obrar, de la que tantas veces habla san Josemaría. "Los dones son la participación suprema de la Divinidad a la que llega el alma en la tierra: por ellos, se ordena a Dios del modo más inmediato posible aquí abajo (...). El Espíritu Santo inhabitante se convierte en principio y regla de la vida del alma y ésta, por su parte, se hace cada vez más dócil y sensible a cualquier moción del "Dulce Huésped", como por una asimilación y pasión inmediata a lo divino" 665.
No cabe duda que, para san Josemaría, ese "modo divino" de obrar, presidido por los dones, es la contemplación en la vida ordinaria. Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo 666, afirma. El conocimiento amoroso de Dios, sencillo y profundo, que es la contemplación –esa oración que ya no necesita palabras–, sólo puede darse con los dones. Ahora bien, la contemplación de la que habla es una contemplación filial, de hijos de Dios, y en medio del mundo. De ahí proviene una determinada comprensión de los dones –de su estructura y de su unidad– que podemos describir en su conjunto, antes de analizar algunos de sus elementos.
En primer lugar está el don de sabiduría, que dispone a la contemplación o –lo que es lo mismo– hace tender, con la mayor perfección posible en esta tierra, hacia Dios como fin último. Junto con él está el don de piedad, por el que se toma conciencia de la filiación divina en la que se apoya la vida contemplativa. Siguen los demás dones que predisponen a la contemplación en los diversos ámbitos de la existencia, permitiendo que la sabiduría y la piedad se expandan en toda la conducta, que incluye, en un cristiano corriente, el trabajo profesional, la atención a la familia, la intervención en la vida social, etc. Veámoslo más de cerca.
1) Para san Josemaría, como para gran parte de la tradición espiritual, el primer lugar entre los dones corresponde al don de sabiduría 667, que perfecciona nuestro conocimiento gustoso de Dios y de todo cuanto a Dios se ordena y de Dios procede 668. Es una participación en la Sabiduría de Dios que se conoce a Sí mismo en el Verbo, por el que ha creado el mundo, estableciendo la salvación del hombre y la renovación del universo mediante la encarnación redentora del mismo Verbo-Sabiduría. Jesucristo es la "sabiduría de Dios" (cfr. 1Co 1, 24), que se revela sobre todo en la cruz. La sabiduría cristiana es "sabiduría de la cruz" (cfr. 1Co 1, 17-18).
Sólo el Espíritu Santo –que "todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios" (1Co 2, 10)– puede infundir esta sabiduría en el cristiano. Pero es preciso someterse a su acción santifica-dora. La sabiduría es, en efecto, un saber al que sólo se llega con santidad 669. Procede del amor y hace conocer a Dios y gustar de Dios 670: saborear el Amor divino. Y lo hace de modo "práctico", en las obras. El don de sabiduría consiente ver todo con los ojos de Cristo, dentro de los planes de Dios: permite descubrir el quid divinum (...) presente en todas y cada una de las situaciones ordinarias 671, y nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida 672.
El acto que propiamente deriva del don de sabiduría no es otro que el conocimiento amoroso de Dios que llamamos contemplación. Para san Josemaría se trata de la contemplación en los quehaceres normales de la existencia secular 673. A su vez, hace notar que la contemplación incrementa la sabiduría 674 porque el Espíritu Santo aumenta sus dones en quien deja que actúen.
En este contexto resulta pertinente mencionar la invocación a la Santísima Virgen como Sedes Sapientiae, que san Josemaría estableció que se repitiera al concluir determinados actos de piedad y de formación en el Opus Dei. Un punto de Surco muestra el motivo de su predilección por esta jaculatoria: "Sancta Maria, Sedes Sapientiae" –Santa María, Asiento de la Sabiduría. –Invoca con frecuencia de este modo a Nuestra Madre, para que Ella llene a sus hijos, en su estudio, en su trabajo, en su convivencia, de la Verdad que Cristo nos ha traído 675. Se dirige a la Virgen como "Asiento de la Sabiduría" porque lleva en su seno a Cristo, "Sabiduría" de Dios. Nos lo trae aceptando ser Madre suya. Es "Sede" en cuanto que es "Madre". De esta sede, la Sabiduría no se levantará ni ausentará jamás, pues la Madre continúa engendrando el Cuerpo místico de su Hijo, participando íntimamente en la economía de la salvación. En Ella misma podemos ver los rasgos de la Sabiduría creadora que describe el libro de los Proverbios, precisamente en el fragmento que la Liturgia utiliza en las Misas en honor de María (cfr. Pr 8, 22-31). La grandeza de su ser Sedes Sapientiae se manifiesta particularmente en su vida contemplativa. San Lucas anota que "María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón" (Lc 2, 19; cfr. Lc 2, 51), y san Josemaría ve en ella por eso la mejor maestra 676 de vida contemplativa. Anima a invocarla, como hemos visto, para que llene de sabiduría a sus hijos "en su estudio, en su trabajo, en su convivencia", de modo que lleguen así a ser contemplativos en medio del mundo, en el ruido de la calle 677.
2) Junto con el don de sabiduría, destaca en la enseñanza de san Josemaría el don de piedad. El primero mira a la contemplación de Dios, fin último de la vida espiritual; el segundo a su fundamento, la conciencia de ser hijos de Dios. Hay un orden y una unidad entre estos dones.
Para ver cómo san Josemaría entiende este don, conviene recordar que, en lo humano, la piedad es la virtud de los hijos 678, que inclina a honrar debidamente a los padres. Aplicada a Dios lleva a tratarle como Padre, con la veneración, la confianza, el agradecimiento y la dependencia de un hijo pequeño. A esto tiende la piedad en cuanto virtud. En cuanto don, responde a un principio nuevo. Con el don de piedad, en efecto, el Espíritu Santo pone en nosotros el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres 679; nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios 680. Un ejemplo de la acción del don de piedad puede verse –así nos parece– en el siguiente comentario a las palabras del Salmo: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2, 7): se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus. Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada 681.
El don de piedad es visto como el fundamento de la vida espiritual y la base de los demás dones. Gracias a él, la sabiduría es la "sabiduría de un hijo de Dios", lo cual configura toda la vida contemplativa. Igualmente, tanto el don de entendimiento como el de ciencia y como los demás dones, son los de un hijo de Dios, incluido el don de temor, que es un temor filial, como veremos luego.
Por el don de piedad, el Espíritu Santo mueve al cristiano a sentirse miembro de la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia. Le encamina a participar en la liturgia con profundo amor y devoción, sin separar el culto público del culto interior que se ofrece en el cumplimiento de los deberes de la vida ordinaria. Una persona piadosa, con una piedad sin beatería, cumple su deber profesional con perfección, porque sabe que ese trabajo es plegaria elevada a Dios 682. La devoción sincera lleva al trabajo, al cumplimiento gustoso –aunque cueste– del deber de cada día. Por eso somos contemplativos, porque hay una íntima unión entre esa realidad sobrenatural interior y las manifestaciones externas del quehacer humano 683.
Un cumplimiento de los deberes ordinarios sin la piedad mermaría el valor corredentor que todas las acciones buenas adquieren por su unión con el Sacrificio del Altar, centro y culmen de la vida de la Iglesia. El don de piedad modela el "alma sacerdotal" que, en el cristiano que se santifica en el mundo, está unida a la "mentalidad laical" 684.
El don de piedad con el que dulcemente se cree en la caridad paterna que Dios tiene con nosotros (cfr. 1Jn 4, 16), y que hace que sintamos a Cristo Señor, Dios y Hombre, como a nuestro hermano primogénito 685, predispone a ver en los demás otros hijos de Dios, miembros vivos del Cuerpo místico o llamados a serlo, e inclina a procurar para ellos los bienes que necesitan para vivir de acuerdo con su dignidad. Impele al apostolado y a practicar todas las obras de misericordia con un "modo divino" de obrar, superior al de las virtudes.
3) Los demás dones –entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza y temor de Dios– concurren a la acción de los de sabiduría y piedad, para hacer posible la contemplación no sólo en los momentos dedicados exclusivamente a la oración sino en todas las circunstancias. Cobran entonces un particular protagonismo, porque su necesidad resulta más patente en la vida ordinaria 686.
Para explicar este punto es necesario referirse primero al papel de las virtudes humanas en la contemplación, teniendo presente que los dones permiten realizar los actos de las virtudes con una nueva perfección. En el capítulo 1º vimos que, para muchos autores de espiritualidad, la función de las virtudes humanas en la contemplación se reduce a moderar las pasiones del alma creando el necesario sosiego interior. Al limitar así su función, se está pensando principalmente en la contemplación en los momentos dedicados a la oración. La contemplación a la que están llamados los fieles laicos, en cambio, ha de tener lugar también en el cumplimiento de sus deberes propios y necesita, por tanto, la perfección moral cristiana de la actividad misma que se esté realizando en cada momento, ya que ésta no es mera "condición previa" sino "materia" de la contemplación. Esa perfección sólo puede darse a través del ejercicio de las virtudes humanas informadas por la caridad. De ahí que esas virtudes pertenezcan a la sustancia de la contemplación en la vida corriente, de modo análogo a como el cuerpo pertenece a la sustancia de la naturaleza humana 687. Por otra parte, donde hay virtudes cristianas, hay también dones del Espíritu Santo, porque éstos "se extienden a todo el campo de las virtudes, tanto intelectuales como morales" 688, permitiendo una perfección superior de los actos virtuosos. Resulta por tanto claro que los dones son necesarios para la contemplación en las acciones que requieren el ejercicio de las virtudes humanas, especialmente en la vida ordinaria. Sabiduría y piedad reciben allí de los demás dones una aportación nueva: un "modo divino" de realizar los actos de las virtudes intelectuales y morales, que hace experimentar en cierta manera la acción del Espíritu Santo y permite adentrarse en las profundidades de Dios (cfr. 1Co 2, 10).
El don de entendimiento nos perfecciona en la inteligencia de los misterios de la fe 689. Ayuda decisivamente a asimilar la doctrina cristiana y a alimentar los ratos de oración con esa doctrina, hasta llegar a la oración contemplativa cuando Dios la concede. Su importancia no es menor para la contemplación en la vida ordinaria. La inteligencia de la Encarnación y de todos los misterios de la vida de Jesús –en particular el de su vida oculta en unión con el Sacrificio de la Cruz y con su Resurrección y Ascensión al Cielo– es determinante para contemplar a Cristo que quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes 690.
El don de ciencia hace comprender rectamente lo que son y lo que han de ser las cosas creadas, según los designios divinos de la creación y de la elevación al orden sobrenatural 691. También aquí es patente la importancia de este don para la contemplación en la vida ordinaria. Facilita hacerse cargo de modo "divino" del sentido de las realidades temporales. "Comprender rectamente lo que son las cosas creadas" significa comprenderlas desde Dios, entrever su más hondo sentido y valor, captar con prontitud y seguridad su ordenación a la gloria de Dios. El don de ciencia hace ver con nueva luz las realidades terrenas como camino de santificación y de apostolado. Por eso mismo preserva del engaño que sufrieron nuestros padres en el paraíso, de servirse de un bien creado para "ser como Dios".
El don de consejo tiene por objeto que, juzgando bien sobre lo que es la voluntad de Dios en cada momento y para cada uno, podamos también aconsejar a los demás 692. Otorga una facilidad sobrenatural para reconocer los designios divinos en las circunstancias singulares. La santidad, como sabemos, se alcanza en la Iglesia, no aisladamente. El Espíritu Santo guía hacia las cumbres de la santidad –la vida contemplativa en medio del mundo– no sólo actuando en el alma sino también sirviéndose de unos miembros de la Iglesia para que ayuden a otros. El don de consejo dispone especialmente a ser dóciles a esa acción del Espíritu Santo y a ser buenos instrumentos suyos en la guía de los demás. Aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones 693.
El don de fortaleza vigoriza la fe para superar las dificultades a la vida contemplativa en medio del mundo, y para no dejar de sostener a otros en el camino de la santidad y del apostolado. Otórganos –suplica san Josemaría al Espíritu Santo– el don de fortaleza que nos haga firmes en la fe, constantes en la lucha 694. Aunque el nombre de este don coincide con el de la virtud cardinal correspondiente, se distingue de ella en que no es un hábito humano elevado por la gracia, sino una nueva conformación de la tendencia irascible que la dispone a ser movida directamente por el Espíritu Santo, de tal modo que la fortaleza se experimenta en cierto modo como "prestada" 695, como algo que nos excede absolutamente y que, por eso, no lleva a la soberbia sino a la humildad. Nuestra fortaleza es prestada: es la fortaleza misma de Cristo, fortaleza para el bien de todas las almas 696.
Finalmente, san Josemaría pide al Paráclito el don de temor, que haciéndonos aborrecer todo pecado, imprima en nuestro corazón el espíritu de adoración y una profunda y sincera humildad 697. Como se puede ver, destaca que el temor se ordena al "espíritu de adoración", constitutivo de la contemplación de Dios. Es adoración filial, penetrada de una profunda humildad que procede del reconocimiento de la propia bajeza y, a la vez, de la sencilla familiaridad de un hijo que desea agradar a su padre y se preocupa de que los demás, en lugar de disgustarle, también le agraden. El temor de Dios es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano 698. El temor que infunde el Espíritu Santo a través de este don no es un "miedo a Dios" que lleva a huir de Él. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: "qui autem timet, non est perfectus in caritate". Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer 699. Al contrario, el don de temor induce a acercarse humildemente a la majestad divina, con suma reverencia pero con absoluta confianza en su amor y en su misericordia paterna.
En conclusión podemos decir que los dones son, para san Josemaría, las perfecciones que prolongan las virtudes para hacer accesible a todo cristiano la vida contemplativa y, concretamente, la contemplación en medio del mundo, bajo la acción del Espíritu Santo. Leo Scheffczyk ha comentado así la predicación de Josemaría Escrivá de Balaguer en este tema: "Desde la conciencia creyente de la comunión personal de vida y de obras con las Personas divinas, que capta la esencia de la gracia en cierto modo desde su más alta cumbre, se abre para el cristiano una plenitud espiritual y una sobrenatural riqueza que convierten su camino en el mundo en una senda de altura, a pesar de la experiencia de la flaqueza puramente humana, de la miseria y del sufrimiento que le sigue acompañando siempre. Pero la grandeza de la gracia es tal que se supera toda poquedad y debilidad terrena y presta la base para una actitud vital de confianza, de alegría y de optimismo" 700.
Las últimas palabras nos introducen ya en el tema siguiente, pues la vida contemplativa, cuya savia son los dones, se manifiesta en resultados visibles: los frutos del Espíritu Santo.
Después de rogar al Divino Paráclito que infunda sus dones, san Josemaría pide también que conceda sus frutos: los frutos de tu acción soberana en las almas: la caridad, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la longanimidad, la mansedumbre, la fe, la modestia, la continencia y la castidad 701
La distinción entre dones y frutos está insinuada de algún modo en un texto citado más arriba, al inicio del apartado, cuando san Josemaría dice que los frutos se notan 702 como resultado de las virtudes y de los dones. "Se notan" porque son actos del cristiano, que manifiestan la intensidad de la vida sobrenatural infundida por el Espíritu Santo, mientras que las virtudes y los dones son hábitos. "Por sus frutos los conoceréis" (Mt 7, 20), dice el Señor. La maduración de estos frutos muestra con progresiva claridad la vida de Cristo en el cristiano.
Comentaremos sólo los tres primeros –la caridad, la alegría y la paz– porque a ellos se refiere con más frecuencia san Josemaría y porque, como ya se dijo, en la serie de frutos mencionados en Ga 5, 22-23 no es el número lo principal. San Pablo no ofrece un elenco completo: señala sólo algunos, para describir el género de conducta de los que "viven según el Espíritu Santo" 703.
1) El primer fruto se llama "caridad" (caritas). No se trata de la virtud homónima, sino de unos actos de amor divinamente perfectos por la acción del Paráclito: actos continuos, no esporádicos o "intermitentes", porque cuando las virtudes y los dones actúan impregnan todo lo que se hace. La caridad en cuanto fruto es como la luz y el calor que "irradian" las personas enamoradas de Dios. Lo retrata con sencillo candor un punto de Surco:
Me abordó aquel amigo: "me han dicho que estás enamorado". –Me quedé muy sorprendido, y sólo se me ocurrió preguntarle el origen de la noticia.
Me confesó que lo leía en mis ojos, que brillaban de alegría 704.
Sin mencionar la caridad como fruto, estas palabras lo retratan como un "enamoramiento de Dios", un característico estado interior que de algún modo se advierte también desde fuera. Se nota en todo que uno está enamorado, "porque al amar a Dios con todo el corazón, dirigiéndolo todo hacia Él, todos nuestros impulsos quedan unificados" 705. San Josemaría habla a este respecto de unidad de vida: de la unidad de todos los actos al estar informados por la virtud de la caridad. Probablemente se puede decir que el fruto del Espíritu Santo llamado "caridad" coincide con esa "unidad de vida" 706. El tema tiene tal relieve en san Josemaría que le dedicaremos el epílogo del libro, después de haber estudiado, en la Parte III, otros aspectos imprescindibles para poder exponerlo globalmente. Lo dejamos, pues, para más adelante.
2) El segundo fruto es la alegría (Gaudium). De él dice santo Tomas que es "cierto acto y efecto de la caridad" 707, ya que "la misma virtud de la caridad inclina a amar, a desear el bienamado, y a gozarse en él" 708. Al comentar Ga 5, 22, Albert Vanhoye observa que "el amor lleva consigo la alegría porque corresponde al deseo más profundo del corazón, a la aspiración más fuerte de la persona humana, que ha sido creada para ser amada y para amar" 709.
San Josemaría lo expresa de una forma característica: La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina 710 (a veces añade que es consecuencia de la lucha por vivir como hijo de Dios 711). La afirmación equivale a que la alegría es acto y efecto de la virtud de la caridad, porque ésta es la esencia de la vida de un hijo de Dios. Quien se sabe hijo amado por el Padre, se goza inmensamente de esa dignidad y de ese amor. La alegría será el tono propio de su vida, fruto de la acción del Paráclito. Un punto de Surco lo describe con la viveza de quien lo experimenta: "¿Contento?" –Me dejó pensativo la pregunta. –No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios 712. Otras veces comenta: que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios 713.
Para que se dé el fruto de la alegría es preciso cultivarlo: es necesario sobre todo cuidar la calidad del amor. Servite Domino in laetitia, servid al Señor con alegría (Sal 99, 2) 714, encarece san Josemaría, porque "Dios ama al que da con alegría" (2Co 9, 7). Sin alegría no se puede servir: ¿os imagináis vosotros que alguien os sirviera entre penas y llantos? 715
Cuando en la vida cristiana no hay alegría, será necesario buscar la causa, examinar por qué no se da ese fruto. Si hay tristeza y no es una "tristeza según Dios" (2Co 7, 11), a la que nos referiremos después, será por falta de amor a Dios, de generosidad para entregarse al cumplimiento de lo que Él pide. ¿No hay alegría? –Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. –Casi siempre acertarás 716. Esa tristeza puede sobrevenir también porque no se vive la caridad con el prójimo; con frecuencia, por guardar resentimientos en vez de perdonar enseguida: ¿qué hemos de hacer para estar contentos? Os daré mi experiencia personal: primero, saber perdonar 717. También puede ser que alguna de las virtudes necesarias para vivir la caridad estén poco desarrolladas: la fortaleza, la castidad, la pobreza... o ese cúmulo de virtudes del "buen carácter" que permiten afrontar la realidad con visión positiva y hacer amable la convivencia. Son las virtudes que se echan de menos en esas personas malhumoradas, agrias, de celo amargo, de modales bruscos, que no encuentran nunca nada bueno, que todo lo ven negro, que tienen miedo a la legítima libertad de los hombres, que no saben sonreír 718. En todo caso, cuando hay tristeza suele haber una raíz de amor propio desordenado, porque así como la alegría es efecto de la caridad, la tristeza es la escoria del egoísmo 719, la envoltura de tu soberbia 720.
Sin embargo, "mientras que la tristeza del mundo produce la muerte" (2Co 7, 10), hay también una "tristeza según Dios" (2Co 7, 11), que es compatible con el amor; más aún, es consecuencia suya: la tristeza ante la ofensa a Dios –clara señal de identificación con el querer divino, "que produce un arrepentimiento saludable" (2Co 7, 10)– y también la tristeza que se deriva de la resistencia natural a sufrir el dolor y la muerte, aunque se acepten de buen grado por amor a Dios, para reparar por el pecado. Esta tristeza la experimentó el Redentor en el Huerto de los Olivos (cfr. Mt 26, 38; Mc 14, 34), y la experimentan quienes quieren corredimir con Él 721. Manifiesta el amor, es fuente de mérito y trae consigo la esperanza de la promesa de Jesús: "Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados" (Mt 5, 4).
No se confunda la tristeza que es consecuencia del egoísmo, con la que sobreviene ante el pecado o la falta de amor a Dios en otras personas y ante los sufrimientos que comporta participar en la misión redentora. Menos aún hay que confundirla con el cansancio que pueden causar el trabajo o las contrariedades.
Si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar: porque amamos, y cantar es cosa de enamorados 722.
3) El tercer fruto es la paz interior. En relación con él, como punto de referencia para la enseñanza de san Josemaría, podemos tomar la clásica definición de san Agustín: la paz es "tranquillitas ordinis" 723, la tranquilidad o estabilidad en el orden. Sin entrar aquí en la multitud de aspectos de esta noción, digamos sólo que en la vida espiritual una persona tiene paz cuando se encuentra "establemente ordenada" respecto a Dios, a los demás y dentro de sí misma.
Esta paz se considera fruto del Espíritu Santo en cuanto que, como la alegría, "es un acto propio de la caridad" 724 que el Paráclito derrama en las almas junto con sus dones (cfr. Rm 5, 1.5). En efecto, la caridad es principio de armonía interior porque ordena la voluntad a Dios; y como la voluntad gobierna las demás facultades, quedan correctamente orientadas. Hay paz interior en la medida en que hay "buena voluntad": ordenada a Dios por la caridad. En Camino lo recuerda expresivamente: ¡Paz, paz!, me dices. –La paz es... para los hombres de "buena" voluntad 725. Con otras palabras, la paz del alma es consecuencia, en primer lugar, del incondicionado amor a Dios sobre todas las cosas. Se pierde la paz en la medida en que falta este principio absoluto de "buena voluntad", lo que sucede cuando conscientemente se prefieren las criaturas al Creador. Se produce entonces una división interior llena de contradicciones:
Tu experiencia personal –ese desabrimiento, esa inquietud, esa amargura– te hace vivir la verdad de aquellas palabras de Jesús: ¡nadie puede servir a dos señores! 726
Uno de los dos señores ha de ceder su puesto. Si se prefiere a "Mammona" (cfr. Mt 6, 24; Lc 16, 13), irremediablemente la paz desaparece, sin que pueda retenerse con sucedáneos:
No hay paz en muchos corazones, que intentan vanamente compensar la intranquilidad del alma con el ajetreo continuo, con la pequeña satisfacción de bienes que no sacian, porque dejan siempre el amargo regusto de la tristeza 727.
La paz es consecuencia de la caridad también en cuanto que ésta quiere para los demás el bien que Dios quiere para ellos: ante todo, que se reconcilien con Él, que le amen. Por eso "Cristo es nuestra paz" (Ef 2, 14), ya que nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros. Los hijos de Dios participan de la misión de reconciliar a los hombres con Dios: "Bienaventurados los pacíficos [aquellos que tienen paz y que pacifican], porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). Dar paz es un distintivo propio de los que se saben hijos de Dios.
En la vida presente, la paz no puede lograrse sin lucha contra el pecado, que separa de Dios y de los demás y es causa de división interior. De esta lucha nos ocuparemos en el capítulo 8º.
4) "Que el Dios de la esperanza os colme de toda alegría y paz" (Rm 15, 13). Al igual que el Apóstol, san Josemaría se refiere muchas veces a los dos frutos anteriores conjuntamente 728. Se trata de dos actos de la caridad y de los dones que, aun siendo distintos, se dan siempre a la vez. Probablemente por esto se refiere con frecuencia no sólo a la alegría "y" a la paz, sino a la alegría "con" la paz: el Gaudium cum pace. Una alegría serena 729, que mantiene la "tranquilidad en el orden"; y, a la inversa, una paz alegre, que se goza porque posee ya un anticipo de la victoria definitiva. El "gaudium cum pace" –la alegría y la paz– es fruto seguro y sabroso del abandono 730, señal inconfundible del "sentido de la filiación divina" que lleva a descansar en Dios, y de una vida coherente con esta filiación. Es, en definitiva, prueba de que se camina hacia la identificación con Cristo.
En esta línea san Josemaría predica también que los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz y de alegría 731. Con la caridad, seréis sembradores de paz y de alegría en el mundo 732. Esta significativa expresión pone una vez más de manifiesto que la santidad es inseparable del apostolado. Así como los frutos de un árbol llevan dentro de sí la semilla de nuevos frutos, así el Gaudium cum pace, fruto del Espíritu Santo, encierra la capacidad y la exigencia de dar fruto en otras almas. Quien lo tiene, necesariamente será "sembrador de paz y de alegría". Cuanto más madura-mente lo posea, mayor será su afán apostólico y su siembra efectiva de vida cristiana. Los frutos del Espíritu Santo –la caridad, el gozo y la paz...– no son "decorativos" ni sólo "manifestativos" de la propia vida interior: son "frutos apostólicos" en el sentido de que contienen la semilla destinada a ser sembrada en otras almas, como el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar nuevo fruto (cfr. Jn 12, 24). La paz y la alegría son frutos verdaderos cuando se reproducen en otras almas. Con razón dice Scheffczyk que la predicación de san Josemaría logra "dar acceso al Evangelio y a todo el cristianismo como mensaje de alegría y como religión de la verdadera felicidad espiritual" 733.
A modo de síntesis podemos concluir este apartado diciendo que, en san Josemaría, la vida cristiana requiere los dones del Espíritu Santo porque la santidad que propone es vida contemplativa en medio del mundo, y que requiere los frutos del Espíritu Santo porque la fecundidad apostólica que está llamada a tener sólo se da por la exuberancia de la caridad, la alegría y la paz: por el amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás 734, por una siembra concreta de paz y de alegría 735. La contemplación en medio del mundo y el apostolado son inseparables, como son inseparables los dones y los frutos del Espíritu Santo.
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Algunas aplicaciones prácticas 736
1. Tratar al Espíritu Santo. En la dirección espiritual no se ha de perder de vista una verdad elemental: que no sois ni el modelo ni el modelador. El modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia 737. Hay, sin duda, tiempos de gracia –como pueden ser determinados acontecimientos en la vida de una persona, o los tiempos litúrgicos como la Cuaresma, o un curso de retiro espiritual, etc.–, pero "los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder" (Hch 1, 7) no dependen, evidentemente, de cálculos y estrategias humanas, y hay que respetar el misterioso obrar del Espíritu que "sopla donde quiere" (Jn 3, 8), ayudando a que el alma no oponga resistencia a los toques de la gracia.
Para eso es importante ayudar a buscar la intimidad con el Paráclito: Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar 738. Se puede fomentar ese trato enseñando a invocarle, por ejemplo con oraciones de la liturgia (Veni, Sancte Spiritus...; Veni, Creator Spiritus...; Ure igne Sancti Spiritus...). Pero al ser la vida espiritual radicalmente iniciativa del Paráclito en nosotros, más que de hablarle se trata de escucharle y dejarse guiar por Él. Así lo descubrió muy pronto san Josemaría a raíz de un consejo que le dio su confesor: Me ha dicho: "tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale" 739. A continuación escribe unas palabras que invitan a ir por el mismo camino:
Haciendo oración, una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María a Jesús, a quien adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy... Hasta ahora, sabía que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla..., pero no cogí esa verdad de su presencia (...). Siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte y amarte. Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus! 740
2. Aprender a vivir la caridad. La esencia de la vida cristiana es la caridad. Es un amor filial a Dios que se ha de manifestar especialmente en el trato con quienes están más cerca: una caridad alegre, dulce y recia, humana y sobrenatural; caridad afectuosa, que sepa acoger a todos con una sincera sonrisa habitual; que sepa comprender las ideas y los sentimientos de los demás 741. Ponte siempre en las circunstancias del prójimo: así verás los problemas o las cuestiones serenamente, no te disgustarás, comprenderás, disculparás, corregirás cuando y como sea necesario, y llenarás el mundo de caridad 742.
También el amor a uno mismo debe ser verdadera caridad; de lo contrario será "amor propio" desordenado. Si es verdadera caridad –amor a uno mismo por Dios– tendrá como manifestación el olvido de sí. La paradoja es sólo aparente, pues quien ama a Dios se sabe amado por Él y se abandona completamente en sus manos. No pongas tu yo en tu salud, en tu nombre, en tu carrera 743. Hay que saber olvidarse de uno mismo; hay que saber arder delante de Dios, por amor a los hombres y por amor a Dios, como esas candelas que se consumen delante del altar, que se gastan alumbrando hasta vaciarse del todo 744.
3. Guiarse por la razón iluminada por la fe. La caridad presupone la fe. Para ayudar a crecer en caridad, muchas veces hay que "ir a la cabeza" antes que a la voluntad: hay que fortalecer la fe, evitando el voluntarismo. Esto requiere no sólo el conocimiento de la doctrina sino también una actitud "mental" de confianza en Dios y en los medios que nos ofrece para saber lo que tenemos que hacer. Nos ha dado la razón, nos ha hablado por medio de la Revelación que el Magisterio custodia, y nos guía a través de las personas que tienen el oficio de Buen Pastor.
La consideración anterior puede ayudar a captar mejor las siguientes palabras de san Josemaría. Dice que su "pedagogía" se compone de afirmaciones, no de negaciones, y se reduce a dos cosas: obrar con sentido común y con sentido sobrenatural. Entre otras manifestaciones de esa pedagogía, hay una que puede expresarse así: mucha confianza en Dios, confianza en los demás, y desconfianza en nosotros mismos 745. Esta actitud garantiza que la vida espiritual esté dirigida por la fe; es decir, por una razón que confía completamente en Dios y en los cauces que Dios emplea, y no se fía tanto de las propias luces y fuerzas. ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti 746.
4. Conocimiento propio. Un aspecto importante de la humildad es el realismo en la vida espiritual. Se requiere, además del conocimiento de Dios, el conocimiento propio. "Noverim Te, noverim me" 747, decía san Agustín: que Te conozca y que me conozca. No se trata sólo de saber en general que "la persona humana" ha sido creada, elevada, redimida..., sino de conocer nuestras características singulares y concretas: temperamento, carácter, virtudes que se van adquiriendo con la gracia de Dios, defectos dominantes... Este conocimiento propio se alcanza en la oración y en la dirección espiritual, y exige espíritu de examen.
Además de conocerse hay que aceptarse como se es, que no es lo mismo que conformarse. Es indispensable no ignorar la realidad –cualidades positivas, limitaciones, defectos– y obrar de acuerdo con ella. Por ejemplo, una persona humilde, realista, sabe cuáles son sus debilidades y no se pone en peligro dialogando con las tentaciones. También sabe estar en su lugar, sencillamente y sin complicaciones interiores. Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se trasforman en desgraciadas e infecundas 748.
Hemos visto que la virtud de la esperanza es "esperanza de ser santos" y "esperanza de dar fruto apostólico". San Josemaría se refiere con frecuencia a estos aspectos hablando de "deseos" (de santidad, de dar fruto) porque en la vida cristiana la esperanza se manifiesta con frecuencia en los santos deseos, que no son quimeras. Lo resume un punto de Surco: Deja que se consuma tu alma en deseos... Deseos de amor, de olvido, de santidad, de Cielo... No te detengas a pensar si llegarás alguna vez a verlos realizados –como te sugerirá algún sesudo consejero–: avívalos cada vez más, porque el Espíritu Santo dice que le agradan los "varones de deseos". Deseos operativos, que has de poner en práctica en la tarea cotidiana 749.
La relación entre humildad y entrega a los demás. San Josemaría señala un camino eficaz para ser humildes: Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría 750. Estas palabras enseñan que la caridad excava su propio fundamento, que es la humildad, porque "darse a los demás", en un cristiano, es ejercicio de la caridad que lleva a profundizar en la humildad, la cual a su vez permite que se levante más alto y seguro el edificio de la vida cristiana.
El ideal de la contemplación en medio del mundo. Los dones del Espíritu Santo hacen posible la contemplación en los tiempos dedicados a la oración y en las ocupaciones de la vida ordinaria. El Paráclito los concede a todos los que no ponen obstáculos y los desean, los piden y los buscan. No hacen falta talentos especiales. Hay almas oscuras, ignoradas, profundamente humildes, sacrificadas, santas, con un sentido sobrenatural maravilloso: Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos (Mt 11, 25) 751.
Al exponer los temas de este volumen, sobre todo la filiación divina y la caridad, hemos visto que san Josemaría habla del amor del cristiano a Dios como "amor filial". No hemos hablado, en cambio, de "amor esponsal" 752, porque no emplea esta expresión, diversamente a otros maestros de vida espiritual. Nos parece de interés reflexionar sobre este punto y lo hacemos en un "apéndice" porque no vamos a tratar de una enseñanza de san Josemaría sino más bien de un silencio suyo acerca de una terminología tradicional que sin duda conoce y que, sin embargo, apenas usa.
La cuestión es la siguiente: a lo largo de la historia, muchos de los grandes maestros espirituales como san Bernardo, santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz, han comparado la unión del cristiano con Dios a un "matrimonio espiritual" 753. Más en general, bastantes autores de espiritualidad hablan asiduamente del amor a Dios como de un "amor esponsal" o "nupcial". Se toma ocasión del amor entre los esposos en esta tierra –su entrega mutua, su compromiso indisoluble, su apertura a la fecundidad, etc.– para hablar del amor a Dios, después de purificar los términos de lo que es simplemente terreno y de elevarlos a un sentido espiritual.
San Josemaría aplica con mucha frecuencia a la Santísima Virgen el título de "esposa de Dios Espíritu Santo" o de "esposa de Dios" y se refiere también a la Iglesia como "esposa de Cristo" 754, según la doctrina paulina (Ef 5, 23-28). Pero cuando trata de la relación del cristiano con Dios o con Cristo o con la Iglesia, no emplea casi nunca términos esponsales. A primera vista puede sorprender que no lo haga porque, si llama al cristiano "otro Cristo, el mismo Cristo", se podría decir que es "esposo" de la Iglesia análogamente a como lo es Cristo; y viceversa, considerando que es miembro de la Iglesia, esposa de Cristo, se podría decir que es "esposo de Cristo" y, por tanto, también "esposo de Dios", pues Jesucristo es Dios.
Sin embargo, como decíamos, san Josemaría no se dirige a Dios como "esposo", ni se suele referir a la relación del cristiano con la Iglesia en términos esponsales. Véase, por ejemplo, el siguiente texto, en el que llama a la Iglesia "Esposa de Cristo" y, en cambio, "Madre del cristiano": Has de amar a la Esposa de Cristo, tu Madre, que está, y estará siempre, limpia y sin mancilla 755.
Cuando habla de la unión del cristiano con Cristo tampoco emplea, generalmente, una terminología esponsal: no dice que "el alma es esposa de Cristo", o que el cristiano ha de amar a Cristo como "esposo". No lo hace nunca en sus obras escritas, publicadas o en fase de publicación. En cambio, la usa alguna vez en su predicación oral. Concretamente, en siete ocasiones entre los años 1956-59 –es la época en la que Pío XII publica la encíclica Sacra virginitas (25-III-1954)–, hablando a mujeres laicas que se han entregado a Dios acogiendo el don del celibato apostólico, dice al modo de san Ambrosio, de san Atanasio y de otros Padres citados por Pío XII, que son esposas 756 de Jesucristo. Después de esos años, san Josemaría prácticamente no vuelve a usar esa metáfora salvo en dos o tres ocasiones en los años setenta 757, siempre en frases muy breves y sin detenerse a explicarla.
Los pocos textos a que nos hemos referido muestran que conoce la terminología "esponsal" (cosa por lo demás evidente, en un lector asiduo de los clásicos de espiritualidad). Pero a la vez, resulta significativo que la emplee tan escasamente en las casi 13.000 páginas que suman sus escritos y apuntes de la predicación oral 758. En cambio, se dirige constantemente a Dios llamándole Padre, según las palabras de Jesús: "cuando oréis, decid: Padre..." (Lc 11, 2), y habla del amor a Dios como de un "amor filial", un "amor de hijos de Dios" (o de hijas de Dios): un amor fundado en la realidad de la filiación divina adoptiva 759. No hay duda de que los términos "filiales" son los habituales en su predicación. (Por supuesto, nos referimos siempre aquí, como en el capítulo 4º, a la filiación divina sobrenatural; no a la filiación a Dios que tiene todo hombre por su condición humana, sino a la del cristiano por la gracia santificante).
¿Cómo interpretar estos hechos? ¿Por qué motivo san Josemaría no se refiere con más frecuencia a la unión con Dios como unión esponsal? ¿Implica una ruptura con la doctrina espiritual precedente? O bien, ¿hay alguna relación entre el "amor filial" y el "amor esponsal"? Y, en fin, ¿qué significado tienen las pocas veces en las que se refiere a una esponsalidad del cristiano con Cristo?
Estas cuestiones merecerían un estudio amplio, pero sólo se podrán afrontar rigurosamente cuando se disponga de la edición crítica de los textos. En este apéndice nos proponemos únicamente dejar planteado el tema y ofrecer algunas consideraciones provisionales que puedan ser útiles a la reflexión del lector.
En nuestra opinión, conviene distinguir dos modos de hablar de "esponsalidad del cristiano con Dios" y, en consecuencia, de "amor esponsal a Dios". Uno general, aplicable a cualquier cristiano corriente –ya sea varón o mujer, casado o célibe–, y otro particular y propio del estado de "vida consagrada". A estos dos modos habría que añadir un tercero, el de la esponsalidad de los sacerdotes por razón del sacramento del Orden, pero tradicionalmente se considera como una esponsalidad con la Iglesia que deriva de que, al actuar sacramentalmente in Persona Christi Capitis, el sacerdote (presbítero u obispo) hace las veces de esposo de la Iglesia en el mismo sentido que lo es Cristo. Es una esponsalidad ministerial, originada por el sacramento del Orden, que no se puede aplicar a los fieles laicos y por eso no hablamos ahora de ella 760.
En cuanto a los dos primeros modos hay que decir que se distinguen por el fundamento. En el caso de los fieles corrientes, la esponsalidad procede sólo del Bautismo, mientras que en el segundo se trata de una esponsalidad que surge específicamente de la consagración religiosa, distinta de la del Bautismo (al que presupone). Consagración que se realiza por la emisión de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia y su aceptación formal por parte de la Iglesia.
Consideremos el primer caso. Todo bautizado, al ser adoptado como hijo de Dios en las aguas del Bautismo, se compromete a vivir de acuerdo con esa dignidad asumiendo los "compromisos bautismales". Estos compromisos representan sin duda una alianza con Dios. Alianza que tiene una cierta semejanza con la del matrimonio porque, por su misma naturaleza, es un pacto de amor de amistad que incorpora a la Iglesia como miembro de un Cuerpo del que Cristo es Cabeza, y que reclama indisolubilidad y se ordena a la fecundidad, es decir, a la transmisión de la vida sobrenatural mediante el ejercicio del sacerdocio común, participación del sacerdocio de Cristo. Por este motivo se puede hablar, con fundamento en la Sagrada Escritura (cfr. Ct 4, 8-12; Os 3, 1 ss., Ef 5, 22-32; 2Co 11, 1-3; etc.), de una esponsalidad de todo cristiano con Dios por el Bautismo: "in Baptismo fit quoddam spirituale connubium animae ad Deum" 761, dice santo Tomás. Es una esponsalidad que todo cristiano puede asumir en su vida espiritual precisamente porque deriva del Bautismo.
Esta esponsalidad se encuentra estrechamente relacionada con la filiación divina adoptiva. En realidad no parece otra cosa que un modo de referirse a que la unión filial con Dios se establece por una "adopción" que tiene lugar en el mismo Bautismo, porque el que es adoptado como hijo tiene una alianza con Dios. Pero los términos "filiación" y "esponsalidad" no tienen el mismo valor para expresar la relación del cristiano con Dios. Cuando se habla de "esponsalidad con Dios" se emplea una metáfora que sirve para poner de relieve un aspecto implicado en la condición de hijos de Dios, mientras que cuando se habla de "filiación divina" no se emplea una metáfora sino un lenguaje propio referido a Dios en sentido analógico. Se puede decir que en el Bautismo el cristiano es hecho realmente "hijo de Dios", de modo análogo a como lo es el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad; en cambio, sólo metafóricamente se puede decir que es hecho "esposo de Dios", porque en la Santísima Trinidad no hay "Esposo". En este último caso no se está hablando con un lenguaje propio sino metafórico 762.
Con otras palabras, cuando se dice que el cristiano es hijo de Dios, se está usando un lenguaje propio en sentido analógico porque existe una Filiación subsistente y el cristiano participa realmente de ella (su filiación se llama adoptiva sólo para distinguirla de la natural, que es el Hijo); en cambio, cuando se dice que es "esposo de Dios" se está hablando metafóricamente, porque no hay en la Santísima Trinidad una "esponsalidad subsistente" de la que el cristiano pueda participar. La esponsalidad, el matrimonio, es una realidad creada y cuando se aplica a la relación con Dios no se puede hacer por analogía con una realidad subsistente en Dios, sino sólo de modo metafórico. En cambio la filiación adoptiva, aunque también es una realidad creada, es participación de la Filiación subsistente en Dios, y por eso el cristiano es hijo de Dios en sentido propio, no metafórico. Lo subraya san Juan cuando escribe: "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!" (1Jn 3, 1).
En la predicación de san Josemaría está presente por todas partes la filiación divina adoptiva y los imperativos que de ella derivan: el amor filial a Dios, la identificación con Cristo, el amor fraterno a los demás y la misión apostólica... No obstante, recurre también al amor humano para describir el amor de los hijos de Dios. Suele decir, por ejemplo: me gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí coplas de amor humano a lo divino 763. No tiene inconveniente en aplicar al amor a Dios lo que se afirma del amor humano noble entre un hombre y una mujer, en el noviazgo o en el matrimonio. Este amar a Dios como los amantes de la tierra está dentro del espíritu de filiación divina que predica, porque la adopción de hijos comporta en todos los cristianos –varones y mujeres; célibes, casados o viudos– una alianza de amor con Dios.
En san Josemaría, el amor a Dios, la caridad, es virtud "filial". Esa cualidad filial incluye una genérica esponsalidad que corresponde al carácter "adoptivo" de la filiación, como ya hemos observado. En efecto, adoptar es asumir como hijo a quien no lo era. La adopción filial es una cierta asunción como la que se verifica en la Encarnación al asumir el Hijo la naturaleza humana. Y la Encarnación se designa tradicionalmente como un "matrimonio" de la Persona divina con la naturaleza humana, que es el fundamento de las "bodas" de Cristo con la Iglesia, al unirla a Sí como su Cuerpo místico (cfr. Ef 5, 25; Ap 19, 7-9). En este sentido se puede decir metafóricamente que quien es adoptado por Dios es "desposado" por Él, no por ser hijo sino por serlo "adoptivo". El Hijo Unigénito no es "esposo" del Padre, porque no es adoptado sino eternamente generado; y cuando asume la naturaleza humana y une a sí a la Iglesia como Esposa, su "amor esponsal" no es otra cosa que un aspecto de su amor filial al Padre. Así también en el cristiano. Al ser su filiación sobrenatural una participación de la Filiación subsistente, su amor es propiamente filial; dentro de este amor filial, el haber sido adoptado ("asumido como hijo") comporta un rasgo que metafóricamente se puede designar como esponsal. Decimos "metafóricamente" porque se emplea un término propio de las relaciones entre criaturas para designar un aspecto de la relación con Dios, la adopción filial.
Nótese que este planteamiento de la relación entre "adopción" y "esponsalidad", no coincide con el de quienes las distinguen reservando el primer término para el momento en que el cristiano recibe la filiación divina (el Bautismo) y el segundo para el momento en que libremente se compromete con Dios. Este modo de ver la "esponsalidad" como desarrollo de la "adopción filial", está en la línea de la consagración religiosa a la que nos referiremos después. No es un simple modo de designar metafóricamente la adopción (salvo que por esponsalidad se entendiera simplemente el descubrimiento de la vocación cristiana, sin ningún otro compromiso que el que deriva de haber tomado conciencia del que ya se tiene por el Bautismo). Si la esponsalidad se entendiera como un compromiso distinto del que es propio del Bautismo, habría que decir que san Josemaría no habla de esa esponsalidad. Él distingue entre el "ser hechos hijos adoptivos de Dios" en el Bautismo y el "tomar conciencia de esa filiación" y decidirse radicalmente a vivir en consecuencia, actuando los compromisos bautismales. A esto último lo llama "entrega a Dios" (no "matrimonio con Dios"): entrega de hijos de Dios que se deciden a amarle con todo el corazón y con las obras.
¿Por qué san Josemaría apenas acude a la metáfora esponsal? Una conjetura que nos parece coherente con su biografía y su enseñanza, es que al descubrir la radicalidad de la condición filial del bautizado, pasa a segundo plano la metáfora de la esponsalidad. Una vez que Dios le hizo experimentar con hondura el "sentido de la filiación divina" para que lo pusiera como cimiento de su vida espiritual, este don le llevó a una profunda contemplación del misterio cristiano en sus términos propios, filiales, que se pueden condensar en la expresión: cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 764 La comprensión de la unión con Cristo que encierran estas palabras, trasciende la metáfora de la unión de los esposos in carne una (cfr. Mt 19, 5), aunque no niega su valor para ilustrar algunos aspectos.
En este preferir el lenguaje propio al metafórico, san Josemaría sigue, por espontánea intuición más que como fruto de especulación, una regla teológica básica e importante (de modo especial en el campo de la Teología espiritual), que Garrigou-Lagrange enuncia del siguiente modo: "los términos metafóricos son necesarios allá donde no existen términos propios, sobre todo para expresar las relaciones particulares de Dios con las almas interiores. Por esta razón los místicos hablan por metáfora de los desposorios y matrimonio espirituales para designar la unión, en cierta manera transformante, del alma con Dios" 765. Quizá se pueda decir –lo proponemos como una hipótesis– que los místicos a los que se refiere Garrigou-Lagrange –principalmente cita a san Juan de la Cruz, aunque antes están ya san Bernardo, Ricardo de san Víctor y otros– necesitaron recurrir a la metáfora de los desposorios más de cuanto lo necesitó san Josemaría después de haber experimentado, por don de Dios, la realidad sobrenatural de la filiación divina. El Espíritu Santo conduce a las almas por distintos caminos. A unos les adentra en las profundidades divinas por la hermosa senda de la imagen esponsal y a otros por la vía más recta y sencilla de la realidad filial. En todo caso, también la adopción filial está presente en san Juan de la Cruz, aunque describa la unión con Dios en términos de matrimonio espiritual. Lo mismo que san Josemaría se vale a veces de la metáfora del amor humano, como ya hemos visto, pero siempre para ilustrar algunos aspectos de una vida espiritual fundada en el sentido de la filiación divina.
A esto hemos de añadir que en san Josemaría la metáfora del amor humano para hablar del amor divino, no se circunscribe al amor de los esposos. En realidad, lo que busca subrayar con esa metáfora es sobre todo que el cristiano ha de amar a Dios con el mismo corazón con que ama a las personas queridas en esta tierra. Y para esto acude también a otras formas de amor humano,
como el de los padres a los hijos o entre hermanos y amigos, incluso con más frecuencia que al amor entre esposos. Escribe, por ejemplo: Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón 766. Y en otro lugar: Ama apasionadamente al Señor. ¡Ámale con locura!, porque si hay amor –¡entonces!– me atrevo a afirmar que ni siquiera se precisan los propósitos. Mis padres –piensa en los tuyos– no necesitaban hacer propósito de quererme, ¡y qué derroche de detalles cotidianos de cariño tenían conmigo! Con ese corazón humano, podemos y debemos amar a Dios 767.
Pasemos ahora al segundo modo de hablar de la unión esponsal con Dios. Nos referimos al que es propio y específico de la vida consagrada 768. Ya en el siglo ii aparece formalmente en la Iglesia el "ordo virginum", constituido por mujeres que hacían profesión pública de virginidad por el Reino de los Cielos y eran consagradas mediante una ceremonia litúrgica en la que recibían un signo distintivo. Tal consagración era considerada como un "matrimonio espiritual" o "esponsalicio" con Dios 769, y constituye el precedente de la vida religiosa que también será vista por la tradición como signo del "desposorio admirable establecido por Dios en la Iglesia" 770. De este modo, la metáfora de la unión esponsal con Dios ha permanecido durante siglos estrechamente vinculada a la vocación religiosa 771.
San Josemaría se refiere a esta unión esponsal con Dios cuando predica a religiosas. Por ejemplo, en 1972, dirigiéndose a una comunidad cisterciense les anima a tener la alegría inmensa de saberos esposas de Cristo 772. En cambio, generalmente no habla de este modo a los fieles corrientes. Si reserva más bien la metáfora esponsal para el estado religioso y prefiere no aplicarla a los laicos, nos parece que es para evitar confusiones entre la vocación laical y la religiosa, y entre las características específicas de la vida espiritual en uno y en otro caso. Él enseña –hemos de repetirlo– a fundar la vida espiritual en la filiación divina recibida en el Bautismo, cultivando en todo momento la conciencia de ser hijos de Dios, mientras que en las espiritualidades religiosas, la vida espiritual se funda en una consagración posterior a la del Bautismo –la consagración religiosa por los tres votos–, entendida como una "unión esponsal" con Dios. Esta "unión esponsal" comporta un cierto "apartamiento" del mundo, en el sentido de una nueva relación con las actividades temporales que tiene por objeto dar testimonio de los bienes futuros –testimonio escatológico–: relación distinta a la de aquellos que tienen por misión santificar el mundo desde dentro.
Se trata, en definitiva, de planteamientos diversos de la vida espiritual. Diversos en el sentido de alternativos, no en el de contrapuestos, porque ambos parten del Bautismo y miran a la gloria. Por eso, ni la metáfora esponsal es ajena a los laicos –ya hemos visto que hay una esponsalidad genérica fundada en el Bautismo–, ni, menos aún, el espíritu de filiación divina es extraño a los religiosos 773: les pertenece por el Bautismo, y en él se apoya su específica consagración esponsal.
En este sentido, se fundaría sólo en el Bautismo, no en la específica consagración religiosa post-bautismal, y vale entonces lo que hemos dicho en los párrafos anteriores.
Por lo demás no queremos omitir que san Josemaría recomendaba a los laicos la lectura de estos grandes santos y maestros de espiritualidad, no sólo para que admirasen las elevadas cotas de su amor, sino para que sacaran ejemplo y se beneficiaran de lo más sustancial de su doctrina espiritual, que ciertamente tiene valor universal.
¿Qué decir, por último, de esas pocas ocasiones en las que san Josemaría llama "esposas de Cristo" a mujeres que son fieles corrientes? A lo largo de su vida tuvo que esforzarse en recuperar para los fieles laicos un cierto número de términos que, en la práctica, se reservaban a la vocación religiosa, aunque en la antigüedad habían sido patrimonio de todos. Por ejemplo, el término "perfección" había llegado a vincularse de tal modo al "estado de perfección" propio de los religiosos, que comúnmente no se pensaba que la vida en medio del mundo y en particular el matrimonio pudieran ser un "camino de perfección". De ahí que se vea en la necesidad de recordarlo: Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto" 774.
En nuestra opinión, los pocos textos "esponsales" a que nos hemos referido manifiestan un intento de aplicar la metáfora esponsal a la vida espiritual de los fieles corrientes, refiriéndola a la esponsalidad bautismal, es decir, a una concreta aplicación de la metáfora: la que sirve para ilustrar algunos aspectos de la adopción filial en el Bautismo. Pero esto podría dar lugar a equívocos si no se desvinculaba de la consagración religiosa y se aclaraba que se estaba hablando de otra esponsalidad, vinculada sólo al Bautismo. No sucedía con el término "esponsal" lo mismo que con el de "perfección", que pertenece a todos por igual, aunque se llegue a ella por diversos caminos. Hay una esponsalidad específica de los religiosos, cuya identidad es preciso reconocer y proteger como un bien para toda la Iglesia. Quizá por esto abandonó el término al dirigirse a laicos.
Por otra parte, podría suceder que al presentar a los laicos el ideal de la unión con Dios en términos esponsales (ligados únicamente al Bautismo), se volvieran a invertir los conceptos, como ya había sucedido en la historia, pasando de nuevo a segundo plano el sentido de la filiación divina. Hay que tener en cuenta que la metáfora del "matrimonio con Dios" suscita sentimientos y actitudes interiores que, si no se enmarcan en la condición filial, pueden acabar suplantándola.
Concluimos aquí estas consideraciones. No queremos examinar el contenido de la metáfora esponsal (bautismal) porque no lo hace san Josemaría, ni vamos a detenernos en lo que puede aportar a la comprensión de la realidad filial. Nos basta haber considerado la prioridad de ésta última. El tema queda abierto a futuras reflexiones que, si hubiéramos de llevarlas a cabo, irían en la línea de partir de la analogía filial y de ver qué luces puede aportar, dentro de ella, la metáfora del amor humano para contemplar el misterio de la unión del hombre con Dios.