Pero... ¿y los medios?
–Son los mismos de Pedro y de Pablo,
de Domingo y Francisco,
de Ignacio y Javier:
el Crucifijo y el Evangelio...
–¿Acaso te parecen pequeños?
(Camino, n. 470)
La santidad exige lucha. A este axioma, estudiado en el capítulo anterior, san Josemaría añade otro: el que desea luchar, pone los medios 1.
¿De qué medios dispone el cristiano en su lucha por la santidad?, ¿qué medios tenemos? –Los mismos que los primeros fieles, que vieron a Jesús, o lo entrevieron a través de los relatos de los Apóstoles o de los Evangelistas 2. En el siguiente texto menciona los dos primeros, a los que después añadirá un tercero.
Los medios no han cambiado en estos veinte siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos. Como la mortificación es también oración –plegaria de los sentidos–, podemos describir esos medios con dos palabras sólo: oración y Sacramentos 3.
Otra forma de enunciarlos es la del punto de Camino que figura como encabezamiento de este capítulo:
Pero... ¿y los medios? –Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio... –¿Acaso te parecen pequeños? 4
"El Crucifijo y el Evangelio" no son unos medios distintos de "los sacramentos y la oración", sino sus símbolos más expresivos. De la Cruz manan los sacramentos, fuente de vida sobrenatural, principalmente la Eucaristía; y el Evangelio es la Palabra de Dios a la que el cristiano responde en la oración. Este modo de resumir los medios expresa la íntima unión entre ellos, porque la Cruz lleva al Evangelio y el Evangelio a la Cruz: la vida divina que recibimos en los sacramentos conduce al diálogo con Dios en la oración; y este diálogo desarrolla la vida sobrenatural de hijos de Dios.
Junto a estos dos medios san Josemaría menciona, como decíamos, un tercero. Afirma que la charla personal de dirección espiritual que acostumbran a hacer periódicamente los fieles del Opus Dei es el medio de santificación más soberano 5 de que disponen, después de los sacramentos 6. Para comprender bien estas palabras, conviene hacer algunas observaciones:
1ª) Esa charla de dirección espiritual es uno de los cauces de la formación cristiana, pero no el único en el ámbito de la formación. Hay otros para recibirla, que san Josemaría también llama medios: por ejemplo, la formación doctrinal 7 o ese medio maravilloso de la corrección fraterna 8. Es decir, el tercer medio de santificación no es sólo la charla de dirección espiritual personal, sino la formación cristiana en general, que tiene varios aspectos y puede fluir por diversos conductos.
2ª) Aunque al hablar de la dirección espiritual como "medio soberano de santificación", san Josemaría se dirige directamente a los fieles del Opus Dei, sus palabras tienen un alcance más amplio si se entienden en el sentido de que la formación cristiana es un medio de santificación que todos necesitan, de un modo u otro.
3ª) Cuando dice "después de los sacramentos", deja claro que sólo quien ha recibido la vida sobrenatural en los sacramentos puede ser formado para encarnar cada vez más y mejor esa vida. La formación no es un medio secundario, del que se puede prescindir, como se verá cuando hablemos de la relación de estos tres medios con los tres munera Christi, de los cuales ninguno es accesorio.
Los tres medios de santificación que acabamos de enunciar serán el tema principal del presente capítulo, pero no el único: además de estos medios, que son "sobrenaturales", hay también unos "medios humanos". Para abarcar a todos, trataremos de aclarar primero la noción de "medios de santificación", que comprende unos y otros; a continuación hablaremos de los medios sobrenaturales en conjunto, para distinguirlos entre sí, y de los medios humanos también en conjunto. En tercer lugar nos detendremos en cada uno de los tres medios sobrenaturales por separado; no haremos lo mismo con los medios humanos porque son ilimitados. Finalmente estudiaremos el "plan de vida espiritual" que propone san Josemaría, es decir, el modo concreto de emplear los medios de santificación que sugiere.
El sustantivo "medio" designa algo necesario o conveniente para conseguir un fin. El fin que se busca con los "medios de santificación" es el fin último: la santidad, la unión con Dios en la gloria, que comienza o se incoa en la vida presente por la gracia santificante, participación en la Vida íntima de la Santísima Trinidad. Los "medios de santificación" son, pues, medios para participar en la Vida divina. A la vez, son también medios de que dispone el cristiano para llevar a otros a participar en esa Vida: es decir, "medios de apostolado". Lo hemos repetido a menudo: la vida cristiana, como vida en Cristo, es necesariamente participación en su misión; por eso, los medios de santificación son también y siempre medios de apostolado.
En adelante, al hablar de "medios de santificación" estaremos empleando un modo abreviado de decir "medios de santificación y de apostolado", excepto cuando distingamos expresamente entre medios empleados para la propia santificación o para el apostolado.
Lógicamente, el uso de los medios depende de la intención que se tenga de tender al fin. Si el deseo de santidad y el afán apostólico son débiles, el recurso a los medios será precario e incierto; si son fuertes, se pondrán los medios con determinación. Y viceversa, la decisión con la que se actúan los medios manifiesta la resolución de tender al fin último.
En los escritos sobre la vida espiritual, la expresión "medios de santificación" tiene frecuentemente un sentido muy amplio que comprende realidades diversas, como la misma gracia creada, la caridad y las demás virtudes, los sacramentos, la Revelación divina, la oración... San Josemaría no es una excepción. Es más, designa también como medios de santificación el trabajo y el cumplimiento de los deberes ordinarios 9, la lucha interior 10 y otras muchas realidades como las "industrias humanas" para la presencia de Dios 11, las jaculatorias 12, los instrumentos materiales para el apostolado 13... Esta amplitud se explica porque todo lo que no es el fin último puede ser considerado bajo algún aspecto como medio para alcanzarlo. Sin embargo, resulta necesario preguntarse si todas estas realidades son "medios de santificación" en el mismo sentido.
Parece claro que la respuesta es negativa. Algunas de estas realidades anticipan ya el fin último –por ejemplo, la gracia santificante o la caridad–, y por eso no las consideramos "medios": la gracia santificante no es "medio" para la gloria, sino anticipo de la gloria; igualmente la caridad y las virtudes informadas por ella, como perfecciones del sujeto, incoan de algún modo la perfección de la gloria.
Sí que son "medio" las gracias actuales que Dios envía, pero aquí no las consideramos porque hablaremos sólo de las acciones del cristiano. Lo que es medio de santificación es la correspondencia a las gracias actuales. Incluso se podría afirmar que es "el único medio" porque en el origen de todos los medios que el cristiano puede poner está siempre la gracia actual. En este sentido escribe san Josemaría: tienes todos los medios para coronar el edificio de tu santificación: la gracia de Dios y tu voluntad 14. Sin embargo, su enseñanza sobre los medios no se queda en este principio general, ni se puede limitar a esto nuestro estudio. Aunque los medios de santificación se resuman en la correspondencia a las gracias que Dios envía, aquí se trata de detallar qué medios ha de poner el cristiano para corresponder a esas gracias divinas, según la enseñanza de san Josemaría.
Tampoco es propiamente "medio" la lucha cristiana; desde luego, hace falta luchar para poner los medios de santificación, pero la lucha en sí misma no es un medio para amar, sino una cualidad del amor a Dios en la vida presente.
Otras realidades como el trabajo y la vida familiar y social, no son el fin último ni tampoco lo anticipan. Pueden llamarse "medios" de santificación porque a través de estas realidades se puede avanzar hacia la santidad. De hecho, san Josemaría habla, por ejemplo, del trabajo como "medio" de santificación. Pero hay que discernir. Sin duda no es un "medio sobrenatural" de santificación, porque el trabajo de por sí no santifica a la persona que trabaja o a los demás: hace falta santificarlo para que sea santificador (y precisamente para esto –para santificarlo– hacen falta unos "medios sobrenaturales" que veremos después).
En cambio, se puede decir que el trabajo y las relaciones familiares y sociales son "medios humanos" de santificación. Pero, cuando se habla así, es preciso distinguirlos conceptualmente de otros "medios humanos" que sirven sólo para poner en práctica los medios sobrenaturales, como, por ejemplo, madrugar para ir a Misa o servirse de un libro para hacer un rato de oración, que pueden ser "medios humanos" para participar en la Misa o para hacer oración. ¿Qué fundamento tiene esta distinción? Mientras que el trabajo profesional posee un sentido y un valor en sí mismo, de modo que quien busca santificarlo se pondría a trabajar aunque después no lo santificara, el único sentido de "madrugar para ir a Misa" es el de ser "medio para ir a Misa" (evidentemente se puede madrugar por otros motivos, pero para quien lo hace con el fin de participar en la Misa solamente tiene razón de medio). Por este motivo se puede decir que el trabajo no es sólo "medio" humano de santificación, sino "materia" que hay que plasmar y "camino" o "lugar" de santificación (o que es medio en cuanto que es materia, lugar y camino de santificación).
San Josemaría no se detiene a distinguir entre lo que es "materia" de santificación (además de medio) y lo que es solamente "medio" de santificación, pero la distinción está implícita en su predicación y nos resulta necesaria para exponer teológicamente sus enseñanzas: concretamente para justificar que, en este capítulo, al hablar de "medios humanos de santificación" apenas nos referiremos a aquellos que son también "materia" de santificación, pues ya hemos tratado de ellos en el capítulo 7º.
A lo anterior hay que añadir que derivadamente se llaman "medios humanos de santificación" también los objetos o instrumentos que sirven para realizar esas acciones: el despertador para madrugar o el libro que sirve para hacer oración, o las "industrias humanas" para cultivar la "presencia de Dios", en las que nos detendremos después. Más en general, son medios humanos de santificación y apostolado los "medios económicos", los edificios, los vehículos y otros instrumentos semejantes que resultan necesarios o convenientes para la santificación personal y el apostolado (que incluye múltiples tareas de formación y de servicio: desde un centro de enseñanza a un hospital). San Josemaría suele denominarlos "medios materiales" 15, distinguiéndolos por lo general de los "medios humanos" 16 que son las acciones que tienen por objeto usar esos medios materiales, además de otras que se dirigen a poner los medios sobrenaturales.
Las consideraciones precedentes nos allanan el camino para precisar la diferencia fundamental entre los medios sobrenaturales 17 y los medios humanos 18 de santificación y de apostolado, distinción a la que san Josemaría alude varias veces, como cuando exhorta a poner todos los medios humanos y sobrenaturales 19.
"Medios humanos" son medios "por los que" o "a través de los que" se puede avanzar hacia la santidad. Así se dice, como hemos visto, que "por medio del trabajo" (y de los deberes familiares y sociales) o "a través del trabajo" y del cumplimiento de esos deberes, se puede crecer en santidad; o también que madrugando o "por medio del madrugar", si resulta necesario o conveniente para ir a Misa, se puede crecer en santidad. En cambio, los "medios sobrenaturales" son medios "en los que" se crece en santidad, porque en sí mismos la comunican a quienes los emplean debidamente. Estos medios –ya los hemos mencionado anticipadamente– son la participación en los sacramentos, la práctica de la oración y la formación cristiana.
Santo Tomás de Aquino distingue entre tres tipos de medios: 1º) el medio "por el que" se alcanza el fin (medio per quod: p.ej., una demostración explicada en un libro es medio por el que se conoce una verdad); 2º) el medio "bajo el que" se alcanza el fin (medio sub quo: p.ej., la propia luz o agudeza mental es medio bajo el que se comprende una verdad); y 3º) el medio "en el que" se alcanza el fin (medio in quo: p.ej., un espejo es medio en el que una persona se ve, al mismo tiempo que ve el espejo) 20. Los dos primeros tipos de medios son como herramientas con las que se alcanza el fin; en cambio, en el tercero está presente de algún modo el fin, se entra en "contacto" con el fin. Pues bien, los medios humanos de santificación y de apostolado son medio en el sentido de los dos primeros (per quod y sub quo), mientras que los medios sobrenaturales son medio en el último sentido (in quo).
Conviene observar que, en castellano, cabe entender el "por" y el "a través" en el sentido de "en": por ejemplo, la expresión "por medio (o a través) de la participación en la Eucaristía se alcanza la santidad" equivale a "en la participación en la Eucaristía se alcanza la santidad". Incluso es más frecuente hablar de medios "por los que" se obtiene algo, que de medios "en los que" se obtiene eso mismo. De ahí que se pueda emplear sin inconveniente la primera expresión en el sentido de la segunda. Así lo haremos a menudo a lo largo del capítulo. Por ejemplo, hablaremos de medios "por los que" se participa en la naturaleza divina (los sacramentos) en el sentido de medios "en los que" se participa en ella. Pero no se deben confundir estos medios con aquellos otros, como el trabajo o la vida familiar, en los que no se recibe la gracia, sino que son la materia que ha de ser elevada por la gracia. A éstos se les designa más propiamente como medios "por los que", aunque también se puede hablar de ellos como medios "en los que", a causa de la correlación entre las preposiciones "por" y "en".
¿Por qué decimos que "la participación en los sacramentos" es medio sobrenatural de santificación y no que lo son, simplemente, "los sacramentos"? ¿Por qué son medios sobrenaturales la práctica de la oración y de la dirección espiritual, y no, simplemente, "la oración" o "la dirección espiritual"? Conviene considerar que hay realidades que en sí mismas son "instrumentos" para la unión con Dios: los sacramentos, instituidos para comunicar la gracia a quien los recibe con buenas disposiciones; la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura y transmitida en la Tradición de la Iglesia, que se ordena a que podamos conocer y amar a Dios; y el oficio de guiar con vistas a la santidad. No son realidades profanas que pueden ser materia o medio humano de santificación, sino realidades santas en sí mismas, esencialmente ordenadas a la santidad. Pero estos "instrumentos" sólo llegan a ser "medios sobrenaturales de santificación" cuando se usan de hecho. Sólo entonces son medios "en los que" se crece en santidad. Un sacramento es medio de santificación cuando un fiel bien dispuesto participa de él; la Sagrada Escritura es medio de santificación cuando se responde a la Palabra de Dios en el diálogo de la oración; y el oficio de guiar a la santidad se convierte en medio de santificación cuando se acude, de hecho, a medios de formación cristiana. Por esto, llamamos medios sobrenaturales de santificación alas acciones que tienen por objeto el uso de los instrumentos de santificación 21; concretamente, repetimos: participar en los sacramentos, hacer oración (mental y vo cal) –dedicando unos espacios de tiempo exclusivamente a la oración y también rezando mientras se realizan actividades que no requieren toda la atención de la mente– y recibir formación cristiana 22.
Por su parte, los "medios humanos" de santificación y de apostolado no son unos pocos sino muchos: todas las acciones humanas que resultan necesarias o convenientes para poner los medios sobrenaturales, así como aquellas que tienen por objeto el uso de los medios materiales, según hemos dicho.
Una premisa puede ayudarnos a considerar la distinción y unidad de los medios sobrenaturales. La santificación es crecimiento en santidad; y la santidad es participación en la naturaleza y en la vida divinas. En Dios, naturaleza y vida se identifican; en nosotros, siendo inseparables, cabe distinguir entre la participación en la naturaleza divina, que se realiza por la infusión de la gracia, ya en los niños bautizados; y la participación consciente y libre en la vida divina de conocimiento y de amor, lo que acontece sólo en quienes tienen uso de razón: un niño recién nacido puede recibir los sacramentos de la iniciación cristiana 23 y con ellos la gracia santificante, pero no puede expresar y desarrollar esa vida mediante la oración, que requiere actos libres de conocimiento y de amor.
En este sentido podemos distinguir, para estudiar después con orden las enseñanzas de san Josemaría al respecto, dos primeros géneros de medios sobrenaturales:
a) medios en los que se recibe una participación en la naturaleza divina, o –lo que es lo mismo– medios para recibir la gracia santificante junto con los demás dones que se ordenan a la santificación de la persona. Estos medios se resumen en la participación en los sacramentos;
b) medios en los que se participa conscientemente en la vida divina sobrenatural de conocimiento y amor, o –lo que es lo mismo– en los que se desarrolla la participación en la vida divina mereciendo un aumento de gracia. Estos medios se condensan en la oración.
La santidad alcanza al ser y al obrar. Así, Dios ha dispuesto unos medios para elevar nuestra naturaleza y reforzar esa elevación (los sacramentos), y otros medios para que vivamos y obremos santamente (la oración, que se ha de traducir en obras de cumplimiento de la Voluntad divina).
Tanto los sacramentos como la oración son necesarios para la santificación de quien tiene uso de la libertad. El cristiano necesita recibir la gracia santificante por medio de los sacramentos para realizar los actos sobrenaturales de conocimiento y amor, pero no es suficiente. La progresiva santificación de la persona reclama también la oración. San Josemaría expresa en los siguientes términos la conjunción de ambos medios: ¡Pan y palabra!: Hostia y oración. Si no, no vivirás vida sobrenatural 24.
Estos dos tipos de medios sobrenaturales están intrínsecamente unidos. La participación en los sacramentos se ordena a la vida de oración como la semilla a la planta y al fruto 25. A su vez, la oración estimula a acudir a los sacramentos para robustecer la participación en la naturaleza divina, de modo análogo a la raíz que se robustece al crecer la planta porque "respira" a través de ella. Sería muy pobre una participación en los sacramentos que no llevara a la oración (y al cumplimiento de la Voluntad divina, plasmándose la oración en obras), lo mismo que una oración que no llevara a los sacramentos, sobre todo a la Eucaristía 26.
Ya hemos adelantado que, junto a la vida sacramental y a la práctica de la oración, san Josemaría considera también como medio de santificación la formación cristiana que se puede recibir por diversos cauces, entre los que destaca la dirección espiritual.
La conexión de la formación cristiana con los otros dos medios puede verse como un correlato de la unidad de los tria munera Christi. En efecto, la santificación –unión con Dios– se realiza siempre por medio de Cristo, pues "uno solo es el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre" (1Tm 2, 5); y, como sabemos, la mediación de Jesucristo tiene tres aspectos inseparables: santificar, enseñar y guiar a la santidad, que pueden verse en relación con las palabras de Jesús: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14, 6) 27. Nos santifica porque es la Vida: su Humanidad Santísima llena de gracia es la fuente de vida sobrenatural que nos hace santos; nos enseña porque es la Verdad, la plenitud de la Revelación; y nos guía porque es el Camino para alcanzar la santidad: sólo puede ser santo quien le sigue y permite que Cristo se forme en él (cfr. Ga 4, 19).
Nuestra unión con el Mediador se realiza en la Iglesia que, constituida como un organismo estructurado por el sacerdocio común y el ministerial, ejerce en favor de sus miembros (y a través de ellos) los tria munera de Cristo: da la vida divina en los sacramentos, enseña la verdad salvadora, y guía hacia la santidad. En correspondencia con este triple oficio, los medios de santificación son los actos que el cristiano pone para recibir la mediación sacerdotal de Cristo en la Iglesia por esos tres cauces: participar en los sacramentos, hacer oración y recibir formación cristiana.
La unidad de la "formación cristiana" con los otros dos medios de santificación puede entenderse por tanto como fundada en la unidad del triplex munus Christi et Ecclesiae. El fiel cristiano, además de recibir la vida sobrenatural en los sacramentos y de responder a la Palabra de Dios en la oración, tiene necesidad de ser guiado a la santidad. El oficio de "guiar" es el de "formar" a Cristo en el cristiano: de encaminarle a la participación en los sacramentos y a la oración –donde recibe la vida sobrenatural y crece en familiaridad con Dios– y de orientarle en el uso de la libertad para que desarrolle las virtudes que le configuran con Cristo. La unidad de los tria munera pone de manifiesto la importancia de la formación y permite comprender por qué san Josemaría insiste tanto en ella (como veremos en el apartado 4 de este capítulo).
Una observación terminológica. Hemos dicho antes que la "santificación" nos llega a través los tres munera Christi, sin embargo uno de ellos es el de "santificar". Esto no significa que los otros dos no santifiquen, sino que pone de manifiesto la unidad intrínseca de los tres. Cuando el término "santificar" se refiere a los tres munera, comprende toda comunicación y aumento de vida sobrenatural (por medio de los sacramentos o de la oración o de la formación cristiana); cuando se refiere sólo al primero, indica únicamente la comunicación de la gracia ex opere operato a través de los sacramentos.
Hasta aquí hemos hablado de los sacramentos, la oración y la formación en cuanto medios sobrenaturales de santificación propia. Ahora veremos en qué sentido son también medios para procurar la santificación de los demás: es decir, medios sobrenaturales de apostolado.
1º) Esto es así, ante todo, porque, al santificar a quien los usa, sus efectos redundan en la santificación de los demás por la Comunión de los Santos. San Josemaría lo recuerda con frecuencia para estimular la responsabilidad de cada uno: La labor de nuestra santificación personal repercute en la santidad de tantas almas y en la de la Iglesia de Dios 28.
2º) El segundo motivo es una aplicación del anterior al apostolado con quienes están más próximos. Al unir al cristiano con Cristo, los medios de santificación hacen que sea mejor instrumento para que esas personas con las que se relaciona se unan a Él: es decir, para cooperar en la transmisión de la vida sobrenatural a los que tiene más cerca. San Josemaría comenta en este sentido un texto del Evangelio:
Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mí mismo (...), percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar 29.
Pedro Rodríguez pone de relieve que, en todo el capítulo de Camino dedicado a los "los medios" 30, se observa "una fuerte presencia del concepto de "instrumento": el cristiano, el apóstol, es sólo instrumento en las manos de Dios" 31. No un instrumento inerte de la acción de Cristo, sino un miembro vivo de su Cuerpo, que coopera con la Cabeza para transmitir a otros la vida sobrenatural. Cuanto más intensa sea su unión con la Cabeza por el uso de los medios de santificación, mejor instrumento será para comunicar a otros la vida de Cristo (cfr. Jn 15, 5).
Desde luego, esta tarea excede al cristiano absolutamente. Sin embargo, san Pablo enseña que "Dios ha escogido lo necio del mundo para confundir a los sabios; la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes (...) de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios" (1Co 1, 27-29). En esta línea, san Josemaría considera que Dios siempre emplea instrumentos desproporcionados: para que se vea que la "obra" es suya 32. Pero a la vez hace considerar que el Señor espera que los instrumentos hagan lo posible para estar bien dispuestos: y tú has de procurar que nunca falte esa buena disposición tuya 33. ¿A qué disposición se refiere? Sin duda, a la santidad personal, a la unión con Dios, que hace ser buenos instrumentos para el apostolado. La insistencia en esta idea es continua:
Es preciso que seas "hombre de Dios", hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida "para adentro" 34.
Puesto que los medios de santificación conducen al cristiano a ser "hombre de Dios" y, en consecuencia, buen instrumento de apostolado, son también, en este sentido, medios de apostolado.
3º) El último texto de san Josemaría que se acaba de citar no se refiere sólo a la calidad del instrumento sino también a su acción. Los dos aspectos se han de distinguir. Por una parte, los medios de santificación son medios de apostolado, por lo que hemos dicho en el párrafo anterior (porque al unir con Dios hacen que el cristiano sea mejor instrumento para transmitir la vida sobrenatural); pero también porque con ellos implora y obtiene la gracia divina para otros. San Josemaría lo expresa cuando escribe en Camino:
Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción 35.
No hay duda de que aquí se refiere a los medios para el apostolado (resulta explícito en otro texto semejante: Oración. Expiación. Acción. ¿Acaso ha tenido, ni puede tener jamás, otro modo de ser el verdadero apostolado cristiano? 36). La oración, que es medio de santificación, aparece aquí como medio de apostolado. No menciona la participación en los sacramentos, pero lo hace en otras ocasiones, cuando exhorta, por ejemplo, a ofrecer la Santa Misa por intenciones apostólicas 37; tampoco nombra la formación cristiana en este momento, pero sí cuando habla de formación apostólica o para el apostolado 38. En este punto de Camino, todos los medios sobrenaturales están condensados en la "oración" (con la "expiación", que es otra forma de oración: oración de los sentidos 39). La intención de san Josemaría es únicamente destacar la primacía de estos medios sobre los humanos, resumidos a su vez en la "acción". Es decir, la oración –compendio de los medios sobrenaturales de santificación– es el primer medio de apostolado, no sólo porque quien ora crece en santidad, sino porque implora y alcanza la gracia divina para que los demás se acerquen a Dios y se conviertan a su vez en apóstoles. "Rogad, pues, al señor de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38); con estas palabras, Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación 40. Todos los que han recibido la misión apostólica han de acudir a la oración como medio para llevarla a cabo.
4º) Por último, los medios de santificación son medios de apostolado porque son los medios que el cristiano ha de ofrecer a otros. En su labor apostólica les ha de invitar a participar en los sacramentos, enseñarles a orar y proporcionarles formación cristiana para que Cristo se "forme" en ellos.
Pero el cristiano no sólo ofrece a otros unos medios de santificación exteriores a él, sino que, de algún modo, los brinda también en sí mismo. Por la gracia divina, Cristo vive en él y el Espíritu Santo inhabita en él. Es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 41 Tiene, por tanto, un poder de santificar, de comunicar la Palabra de Dios y de mostrar el camino de la santidad.
La realidad de que "la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios" 42, se refleja de algún modo en cada fiel que posee vida sobrenatural. La Iglesia enseña y guía a través de sus miembros, y también santifica por medio de ellos, no sólo porque pueden actuar de diversos modos como ministros de los sacramentos, sino porque ellos mismos son, en cierto sentido, sacramento, si están unidos vitalmente a la Cabeza, si tienen la vida de Cristo. A esto apuntan las siguientes palabras de san Josemaría, en las que pasa de considerar a la Iglesia como sacramento a contemplar la acción del cristiano que recibe la vida sobrenatural y es enviado a cooperar en su propagación.
La Iglesia es eso: el signo y en cierto modo –no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza– el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación 43.
Entre el "haber sido regenerado" a la vida sobrenatural y el ser "enviado a los hombres para anunciarles la salvación", hay una íntima conexión. El anuncio de la salvación es pleno cuando logra que otros participen de la vida sobrenatural, y ésta es la misma con la que uno ha sido regenerado. Aunque no es el cristiano quien la comunica, sino sólo Dios, su cooperación no es meramente exterior. Cuando san Pablo escribe a los Gálatas: "hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros" (Ga 4, 19), o cuando asegura a los Corintios: "aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús" (1Co 4, 15), es consciente de que la vida sobrenatural de Cristo que desea para los demás, está en él (cfr. Ga 2, 20), y se sabe instrumento para comunicarla: no un instrumento separado de la Humanidad de Cristo, fuente de la gracia (cfr. Jn 1, 16), sino vitalmente unido, aunque no se considere digno de ser llamado apóstol (cfr. 1Co 15, 9) y reconozca su flaqueza (cfr. Rm 7, 15-25).
La comprensión que Dios concedió a san Josemaría del misterio de la unión con Cristo –comprensión que le permitió hablar del cristiano como ipse Christus– le condujo a expresar la hondura de la misión apostólica en estos términos: llevar a Cristo hasta nuestros hermanos, siendo nosotros mismos Cristo 44; [el Señor] nos llama a identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión divina 45. Ciertamente el cristiano ha de procurar acercar a otros a las fuentes de la gracia en las que él mismo bebe, pero también puede darles, de algún modo, de su propia agua. No porque él sea fuente de la gracia, sino porque está unido a la fuente, que es Cristo (cfr. Jn 1, 16) 46. San Josemaría advertía en sí mismo un no sé qué santificador, que hace que se enciendan las almas de muchos 47. Notaba, sorprendido y agradecido que, al estar en contacto con él, entraban "en contacto" con Cristo. Esto ayuda a comprender mejor lo que significa para él que el apostolado haya de ser una superabundancia de tu vida "para adentro" 48: no es sólo que la unión con Cristo impulse a la acción apostólica, sino que la misma Vida sobrenatural de Cristo que posee quien está unido a Él "rebosa" o "se desborda" de algún modo en los demás.
Se entiende así también la insistencia de san Josemaría en el "apostolado personal de amistad y confidencia" 49, porque la amistad profunda que une al cristiano con sus amigos es cauce para que entren en contacto con Cristo y reciban su Vida.
Puede parecer contradictorio hablar de "medios humanos de santificación", si se tiene en cuenta que la santificación sólo puede ser fruto de la acción divina. San Josemaría lo afirma categóricamente: Es verdad que tú no pones nada de tu parte, que en tu alma todo lo hace Dios 50. Pero estas palabras, en el contexto de sus enseñanzas, no son una invitación a alguna forma de quietismo pues, con la misma fuerza con que proclama que la única causa eficiente de la santidad es Dios, afirma la necesidad de corresponder a la gracia dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo 51. Entre estos "esfuerzos" se cuentan los "medios humanos" de santificación y apostolado: acciones con un objeto humano que el cristiano realiza para recibir un aumento de vida sobrenatural y dar frutos, bajo la acción de las gracias actuales.
El cristiano sólo puede poner medios humanos en la santificación si le mueve la gracia de Dios. La expresión "medios humanos" no debe llevar a engaño. No indica unos medios que el cristiano emplea sin contar con Dios. Aunque se trata de acciones que por su objeto están al alcance de las fuerzas humanas, no podría ordenarlas a la santificación sin la ayuda de gracias actuales, impulsos en la voluntad y luces en el entendimiento que hacen posible que esas acciones sean "medios humanos de santificación".
Los "medios humanos" no producen la santificación como los medios sobrenaturales, pero o bien permiten poner estos últimos o bien hacen posible que sean eficaces. Veamos estos dos puntos, comenzando por el último.
– Medios humanos son el cumplimiento de los propios deberes profesionales, familiares y sociales, que constituyen la materia de santificación. Por ejemplo, quien desee santificarse en el trabajo, no basta con que acuda a los medios sobrenaturales, que frecuente los sacramentos, haga oración...; ha de poner también unos medios humanos, ante todo la acción misma de trabajar con perfección 52. Igualmente, además de acudir a unos medios de formación en los que se aprenden las virtudes cristianas, y de acudir a los sacramentos y a la oración implorando la gracia divina para vivirlas, será necesario adoptar una serie de medios humanos para desarrollarlas. A uno que escribe a san Josemaría para comunicarle que se ha propuesto mejorar en varios aspectos de fondo, le responde: Bien. –Pero, ¿qué medios pones para que esos propósitos resulten eficaces? 53 Por ejemplo, quien se proponga mejorar en la santa pureza, tendrá que emplear, además de los medios sobrenaturales, otros humanos como la guarda de la vista, el aprovechamiento del tiempo, la huida de las tentaciones, etc. Lo mismo vale para todas las virtudes humanas: cada una reclama a unos medios humanos para cultivarla y san Josemaría apremia a ponerlos: ¡No sé vencerme!, me escribes con desaliento. –Y te contesto: Pero, ¿acaso has intentado poner los medios? 54.
– Particular importancia revisten los medios humanos que resultan necesarios o convenientes para poner por obra los medios sobrenaturales. Por ejemplo, para participar en la santa Misa cada día o con frecuencia, será necesario planificar la jornada para no desatender los propios deberes, informarse del horario de Misas, quizá tomar un medio de transporte, etc. Igualmente, quien desea dedicar un tiempo diario a la oración (medio sobrenatural), tendrá que organizar su horario, aprovechar mejor el tiempo, tal vez prescindir de algún entretenimiento, etc.
Entre estos últimos medios se encuentran los que san Josemaría suele llamar "industrias humanas": recordatorios que sirven como despertador de la presencia de Dios 55 o despertador del espíritu contemplativo 56. Las evoca en un punto de Camino:
Emplea esas santas "industrias humanas" que te aconsejé para no perder la presencia de Dios: jaculatorias, actos de Amor y desagravio, comuniones espirituales, "miradas" a la imagen de Nuestra Señora... 57
Como se ve en este texto y en las dos breves frases citadas en el párrafo anterior, las "industrias humanas" se pueden entender de dos modos: o como breves "jaculatorias, actos de Amor y desagravio...", o bien como objetos o eventos que cumplen la función de "despertadores" para elevar el corazón a Dios. En el primer caso son "medios sobrenaturales", porque se trata de actos de oración. En cambio, en el segundo caso las "industrias humanas" no son ya las jaculatorias o las comuniones espirituales, sino "medios humanos" que sirven de recordatorio para realizar esos actos. San Josemaría se refiere a las "industrias humanas" en este último sentido: Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea 58. "Industrias humanas" pueden ser desde una cruz u otra imagen sagrada colocada a la vista en el lugar de trabajo 59 hasta un cambio cualquiera en las usanzas diarias que ayude a recordar un propósito.
Los medios humanos para tender a la santidad son tan variados y numerosos como los actos humanos que se puedan ordenar a Dios. En los párrafos anteriores hemos mencionado sólo algunos ejemplos, pero en las enseñanzas de san Josemaría se encuentran otros muchos en forma de consejos prácticos para la vida cristiana, que en modo alguno resulta posible recoger aquí. Nos hemos de conformar con haber apuntado el concepto.
Pasemos ahora a los medios humanos en el apostolado, recordando de nuevo el punto de Camino que coloca la "acción" en tercer lugar, muy en "tercer lugar" 60, después de la oración y de la expiación.
El mandato de Cristo –"id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado" (Mt 28, 18 s.)– muestra la necesidad de poner unos medios humanos, concentrados en ese "id". San Pablo lo recuerda: "¿Cómo oirán [el Evangelio] sin alguien que predique?" (Rm 10, 14). San Josemaría entiende que no hay que caer en la cómoda pasividad de quienes abusan temerariamente de la Providencia divina y esperan unos auxilios extraordinarios, que el Señor no tiene por qué dar, si no ponemos los medios humanos que están a nuestro alcance 61.
De modo subordinado a los medios sobrenaturales, la misión apostólica reclama también unos medios humanos: "acción" apostólica, de muy diverso tipo. Por ejemplo, para dar formación cristiana habrá que estudiar, que es un medio humano 62; para hablar de Dios a un amigo, habrá que concertar una cita o visitarle... Los hijos de Dios han de poner al servicio de la misión apostólica sus capacidades humanas, los talentos que Dios les ha confiado, pocos o muchos.
El Señor nos ha concedido, además de la gracia de la fe, talentos, cualidades. (...) Hemos de poner esos talentos, esas cualidades, al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos para ayudar a descubrir a Cristo 63.
No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos 64.
Que la "acción" se encuentra "en tercer lugar", después de la oración y de la expiación 65, significa que éstas –los medios sobrenaturales, en general– son prioritarias, no que la acción carezca de importancia. San Josemaría recalca su necesidad comentando la parábola de los invitados a las bodas. "Entonces dijo el señor a su siervo: "Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar [compelle intrare], para que se llene mi casa" (Lc 14, 23). Obligadles a entrar, empujadles, traedles a mí, que todo esto quiere decir ese compelle intrare del Evangelio, perfectamente compatible con el más delicado respeto a la libertad de las almas, y absolutamente contrario a la pasividad, a la pereza o al respeto humano (...). Es preciso moverse, romper esa costra de comodidad que a veces nos detiene. No se puede estar pasivo; es necesario meterse en la vida de los demás, como Cristo se ha metido en la vida tuya y en la mía 66.
En este punto se plantea una posible perplejidad: Yo, ¿por qué me voy a meter en la vida de los demás? Y responde: ¡Porque tengo obligación, por cristiano! ¡Porque Cristo se ha metido en vuestra vida y en la mía!, como se adentró en la de Pedro y en la de Pablo, en la de Juan y en la de Andrés... Y los Apóstoles aprendieron a hacer lo mismo. Si no, después de recibir aquel mandato expreso del Maestro: id y predicad..., no se habrían movido, y se hubieran quedado solos los Doce: no habría Iglesia 67.
Pero no se trata sólo de "ir". La acción apostólica incluye también buscar y emplear los instrumentos y recursos humanos convenientes. Cuando Jesús envía por primera vez a sus discípulos a anunciar el Reino de los Cielos les dice: "No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas" (Lc 9, 3); pero poco antes de la Pasión, cuando les habla de su misión futura, les indica: "Ahora, en cambio, el que tenga bolsa, que la lleve; y lo mismo con la alforja; y el que no tenga, que venda su túnica y compre una espada" (Lc 22, 36). El Señor cuenta con el uso de medios humanos.
La organización de la tarea evangelizadora; la construcción material de lugares de culto con el empleo de recursos económicos que esto requiere; la promoción de instituciones culturales, educativas o asistenciales, en unión con otros ciudadanos que compartan el ideal de infundir espíritu cristiano en la sociedad o, al menos, los valores de la ley moral natural; la planificación de las actividades formativas...: todos estos medios y otros de muy diverso tipo, son "el bastón, la bolsa, las alforjas...": medios humanos para llevar a cabo la misión recibida de Cristo.
San Josemaría apela a la responsabilidad de todos para aparejar estos medios: He aquí una tarea urgente: remover la conciencia de creyentes y no creyentes –hacer una leva de hombres de buena voluntad–, con el fin de que cooperen y faciliten los instrumentos materiales necesarios para trabajar con las almas 68. Esta "tarea urgente" se ha de realizar confiando en Dios que mueve los corazones. No faltarán los medios necesarios si se buscan con rectitud de intención 69.
Como se ve en la última cita, se dirige a todas las personas de buena voluntad, "creyentes y no creyentes", porque las labores en las que invita a colaborar representan un servicio al bien común de la sociedad. De ordinario no son confesionales ni oficialmente católicas, aunque son ciertamente labores apostólicas, que irradian espíritu cristiano. Esto no se opone al respeto a la libertad de las conciencias, sino que lo reclama.
En la enseñanza de san Josemaría estos instrumentos son inseparables del apostolado personal de amistad y de confidencia, que les otorga su plenitud de sentido porque a fin de cuentas el apostolado se dirige a las personas una a una. ¡No pueden tratarse las almas en masa! (...) porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo 70.
Se comprende por esto la energía con la que sale al paso del peligro de trastocar el carácter de "medios" para la santificación personal y el apostolado también personal, que es propio de estas iniciativas: El instrumento, el medio, no debe convertirse en fin. –Si, en lugar de su peso corriente, una azada pesase un quintal, el labrador no podría cavar con esa herramienta, emplearía toda su energía en acarrearla, y la semilla no arraigaría, al quedar inutilizada 71. El fin (...) es, de una parte, la santificación personal, y de otra, fomentar la perfección cristiana en el mundo. Universidades, residencias universitarias, una escuela de hogar... ¿Esos son fines? No. Del mismo modo que la pala y la azada no son fin del campesino, sino medios para labrar la tierra 72.
A lo largo de su vida impulsó vigorosamente un gran número de iniciativas apostólicas de este tipo 73, dejando claro su criterio para evaluarlas: Yo mido la eficacia y el valor de las obras por el grado de santidad que adquieren los instrumentos que las realizan 74.
Incluso la misma búsqueda de medios económicos y materiales para disponer de instrumentos apostólicos adecuados se ha de convertir en medio de santificación propia y de los demás. Antes que los medios en sí, lo que pretende san Josemaría es la colaboración de las personas que pueden proporcionarlos, porque sabe que actuando así –al dar de lo suyo–, se dan ellos y mejoran. Sigue el ejemplo de Jesús que quiso servirse de los pocos panes y peces que tenía un muchacho, para obrar el grandioso milagro de multiplicarlos y alimentar a una multitud (cfr. Mt 14, 17 ss.). Él podía sacar el pan de donde le pareciera..., ¡pues, no! Busca la cooperación humana: necesita de un niño, de un muchacho, de unos trozos de pan y de unos peces. –Le hacemos falta tú y yo, ¡y es Dios! –Esto nos ha de urgir a ser generosos, en nuestra correspondencia a sus gracias 75.
Este planteamiento refleja un orden que no se ha de perder de vista. Como en la multiplicación de los panes, los frutos dependen de la acción de Dios, no de los medios humanos de que se dispone: "Si el Señor no edifica la casa, en vano se fatigan los que la construyen" (Sal 126, 1) 76. No se ha de trastocar este orden depositando la confianza en los medios humanos antes que en Dios. San Josemaría pone en guardia ante esta tentación, que se puede presentar de muchos modos. Escribe, por ejemplo: No fíes nunca sólo en la organización 77. Y añade: Qué pérdida de tiempo y qué visión tan humana, cuando todo lo reducen a tácticas, como si ahí estuviera el secreto de la eficacia. –Se olvidan de que la "táctica" de Dios es la caridad, el Amor sin límites 78.
Si el apostolado se transformara en una empresa meramente humana; si se olvidara que al confiar la misión apostólica el Señor dijo a los suyos: "Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 19); si se perdiera de vista que "ni el que planta es nada, ni el que riega, sino el que da el crecimiento, Dios" (1Co, 3, 7)..., entonces, por más medios humanos que se pusieran, por grandes que fueran los recursos, no habría verdadero fruto sobrenatural. A lo sumo sería apariencia de fruto. San Josemaría no se cansa de recordarlo: Sin mí nada podéis hacer, ha dicho el Señor. –Y lo ha dicho, para que tú y yo no nos apuntemos éxitos que son suyos. –"Sine me, nihil!..." 79. Por el contrario, la falta de medios humanos, cuando no se debe a voluntaria dejadez, no es un freno para la labor apostólica. Dios quiere que sus obras, confiadas a los hombres, salgan adelante a base de oración y de mortificación 80.
Un punto de Camino expresa estas ideas con una "fórmula":
En las empresas de apostolado, está bien –es un deber– que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2... 81
Contar con el "otro sumando" en vez de regirse por cálculos humanos, es el origen de la audacia en el apostolado. No hagas caso. –Siempre los "prudentes" han llamado locuras a las obras de Dios. –¡Adelante, audacia! 82
¡Dios y audacia! 83, es un lema que se repite en la predicación de san Josemaría desde los comienzos; expresa una actitud vibrante de fe, de esperanza y de amor que transforma la conciencia humilde de la propia debilidad en pujanza divina:
Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. –Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro por tu talento... Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo... Y ¡qué cifra inconmensurable resulta! 84
También en este caso, la enseñanza de san Josemaría está asentada en su propia experiencia, concretamente en las lecciones que aprendió al llevar a cabo su misión de fundar el Opus Dei:
Os aseguro –lo he tocado con mis manos, lo he contemplado con mis ojos– que, si confiáis en la divina Providencia, si os abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para servir a Dios, a la Iglesia Santa, a las almas (...). En los primeros años, carecíamos hasta de lo más indispensable (...). Sabíamos que, buscando el reino de Dios y su justicia, lo demás se nos concedería por añadidura (cfr. Lc 12, 31). Y os puedo asegurar que ninguna iniciativa apostólica ha dejado de llevarse a cabo por falta de recursos materiales: en el momento preciso, de una forma o de otra, nuestro Padre Dios con su Providencia ordinaria nos facilitaba lo que era menester, para que viéramos que Él es siempre buen pagador 85.
Los evangelistas relatan dos "pescas milagrosas", una antes y otra después de la Resurrección (cfr. Lc 5, 1-11; Jn 21, 1-14). San Josemaría comenta muchas veces estos textos, encontrando multitud de enseñanzas sobre la vocación cristiana a la santidad y al apostolado. Contempla la llamada de Jesús: "Seguidme y os haré pescadores de hombres" (Mt 4, 19), y comenta que el Señor ha ido a buscar a los suyos en el ejercicio de su profesión para realizar ahí la misión apostólica 86. Considera la respuesta generosa de los Apóstoles que "dejadas todas las cosas, le siguieron" (Lc 5, 11), lo que no significa que para ir en pos de Cristo sea preciso apartarse del "mundo" cambiando de estado o abandonando la profesión: habéis sido llamados –predica– para seguir pescando en el mar del mundo, para seguir ejercitando vuestra profesión, para seguir en el mismo ambiente en que os encontrabais 87. Precisamente la profesión es medio y lugar de apostolado y el prestigio profesional "anzuelo de pescador de hombres" 88. Medita que fuera de la red de Cristo, muchos viven sin caridad y sin comprensión. Se devoran los hombres unos a otros, como los peces 89; y concluye que a nosotros nos toca meterlos en la red divina y hacer que se amen, viviendo la caridad de Jesucristo 90. Es la red del amor, el espacio de la libertad. No se pescan hombres contra su voluntad, no se entra por la fuerza en la barca de Pedro que es la Iglesia. Lo subraya con otra idea: A los hombres –como a los peces– hay que cogerlos por la cabeza 91: iluminando la inteligencia con la doctrina cristiana, porque seguir a Jesús es ir tras la verdad que hace libres (cfr. Jn 8, 32), no una decisión voluntarista y sin razón.
En todos estos comentarios están implicados los medios humanos para el apostolado. Donde más claramente aparecen es en el mandato de Jesús de "echar las redes" para pescar, que compendia los tres puntos que hemos señalado antes al esquematizar los "medios": a) el trabajo profesional llevado a cabo con competencia, es medio, ámbito y lugar de apostolado; b) la acción de los discípulos ("echar las redes") es medio para cumplir el mandato apostólico; y c) los mismos instrumentos (las redes) son medio.
Antes de subir Jesús a la barca, los discípulos se habían fatigado inútilmente, trabajando por su cuenta 92. Pero cuando ponen los medios humanos confiando en Él, obtienen una gran pesca. Muchas veces he meditado la respuesta de Pedro: in verbo autem tuo laxabo rete (Lc 5, 5). Hay un sentido de plena seguridad en Jesucristo: porque Tú lo dices, porque Tú lo quieres, haré esto y cualquier otra cosa que me mandes. Lo haré con confianza, sin miedo. Sin miedo trabajaré, hablaré, me afanaré en lo que sea necesario 93. El milagro es sólo de Jesús, pero Él quiere la colaboración de los suyos. Esa colaboración no consiste en poner unos determinados medios humanos "por cuenta propia", sino en ponerlos confiando en Él: "sobre tu palabra echaré las redes" (Lc 5, 5). Sólo así los medios humanos adquieren un sentido sobrenatural, que es la razón última de su eficacia como medios de santificación.
Asimismo el cristiano atraerá a otros a Cristo si, además de los medios sobrenaturales, pone con generosidad y audacia los medios humanos a su alcance: meterse en la barca, empuñar los remos, izar las velas, y lanzarse a ese mar del mundo que Cristo nos entrega como heredad. Duc in altum et laxate retia vestra in capturam! (Lc 5, 4): bogad mar adentro, y echad vuestras redes para pescar 94. Cada uno entenderá las metáforas –los remos, las velas, la barca...– de acuerdo con su vocación específica y con sus circunstancias. Lo que san Josemaría enseña es válido para todos.
No nos detenemos más en los medios humanos. Detallarlos requeriría mucho espacio porque las enseñanzas de san Josemaría son muy amplias en este campo. Pero nos parece que hemos tratado los conceptos principales. En lo que resta del capítulo nos centramos en cada uno de los medios sobrenaturales de santificación y de apostolado –sacramentos, oración, formación– porque son, sin duda, los medios en sentido más propio, ya que en sí mismos comunican la vida sobrenatural o la incrementan.
En la célebre homilía pronunciada a cielo abierto en el campus de la Universidad de Navarra del 8 de octubre de 1967, san Josemaría desplegaba, con términos antiguos y nuevos en su predicación, el panorama del encuentro con Dios en la vida ordinaria que venía predicando desde hacía casi cuarenta años. Para comunicar el mensaje de que Dios llama a la mayor parte de sus hijos, a los que ha otorgado la vida sobrenatural en el Bautismo, a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana 95, hacía ver que hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir 96. Después lo corroboraba evocando la realidad de los sacramentos:
¿Qué son los sacramentos –huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos– sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? 97
Esta secuencia de ideas nos permite mostrar la profunda coherencia, que san Josemaría advierte, entre la llamada a la santificación en medio del mundo y la economía sacramental.
Por una parte, el cristiano es, en cierto modo, como un "sacramento" porque Cristo vive en él –éste es el mysterium, como dice san Pablo (cfr. Col 1, 27)– y quiere manifestarse a los demás a través de él. Si es consecuente con su identidad, su existencia será como un signo de esa presencia del Señor e instrumento para que otros se encuentren con Él en la vida cotidiana. San Josemaría lo expresa vivamente:
Cristo vive en el cristiano (...). La vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Última Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él(Jn 14, 23) (...). Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña 98.
No hace falta explicar que el cristiano no es un sacramento en el sentido en que lo son los siete sacramentos, como tampoco lo es la Iglesia en ese mismo sentido; pero tanto en la Iglesia como en el cristiano hay –en diverso modo– una realidad sacramental.
La Iglesia es eso: el signo y en cierto modo –no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza– el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación 99.
Por otra parte, en un orden diverso, san Josemaría considera que también hay "un algo santo, divino" escondido en las situaciones más comunes, lo que le hace pensar en una cierta analogía con los sacramentos, en los que se nos da la vida divina a través de medios materiales. Desde luego, esto no significa que las situaciones comunes o las realidades materiales sean otros tantos "sacramentos", pero sí que esas situaciones y realidades no son indignas de encerrar "un algo divino" que invita al diálogo con Dios –vida contemplativa– y que el cristiano puede descubrir movido por el Espíritu Santo y desvelar a otros.
Teniendo en cuenta estos dos aspectos –que en un hijo de Dios hay una vida sobrenatural y que en las actividades nobles hay " algo divino" (que incluye su último destino sobrenatural en Jesucristo 100)–, se puede decir que en la enseñanza de san Josemaría hay una especial "continuidad" entre la participación en los sacramentos 101 y la santificación personal en y a través de las actividades humanas. Ve los sacramentos como "huellas de la Encarnación del Verbo", huellas por las que el cristiano debe transitar para tomar contacto con la Humanidad Santísima de Jesucristo y recibir su vida sobrenatural: vida de la que ha de ser portador como hijo de Dios en Cristo, instrumento para que la reciban los demás, y que ha de desplegar en la existencia cotidiana descubriendo ese quid divinum escondido en las situaciones más comunes. El cristiano que recibe la vida sobrenatural por medio de los sacramentos se identifica con Cristo y puede "respirar" tranquilamente esa vida y desarrollarla cuando ejerce las actividades cotidianas, hasta las más materiales, porque también en ellas hay un " algo divino" escondido.
Según esto, la vida de un hijo de Dios ha de ser una "vida sacramental", en dos sentidos que es preciso distinguir sin separarlos. El primero, en cuanto vida que se caracteriza por la participación asidua en la celebración litúrgica de los sacramentos, donde recibe la Vida sobrenatural de Cristo. El segundo es como la prolongación existencial del anterior: la vida del cristiano ha de ser una "vida sacramental" porque le corresponde ser instrumento de Cristo para ponerle en la entraña de todas las actividades humanas y para que los demás se encuentren con Él 102. San Josemaría no alude explícitamente a estos dos sentidos, pero la distinción está implícita tanto en los textos que hemos visto como en los que citaremos después.
Una observación terminológica. San Josemaría habla algunas veces de "vida sacramental" y otras de "vida litúrgica". Se podría pensar que la primera es más adecuada para designar el carácter sacramental de toda la existencia cristiana, y la segunda para la participación en las celebraciones litúrgicas de los sacramentos (culto público y santificación de los fieles). Sin embargo, en san Josemaría son expresiones intercambiables. Por ejemplo, habla de la urgencia de la vida sacramental 103, para referirse a la participación en los sacramentos; y, en cambio, dice que vida litúrgica es vida de amor 104 que se extiende a toda la jornada. Aquí la terminología es secundaria; lo que interesa retener es la distinción conceptual.
La distinción entre estos dos sentidos es necesaria para sopesar los textos de san Josemaría. Fijémonos, por ejemplo, en las siguientes palabras: Cuando se abandonan voluntariamente [los sacramentos], no es posible dar un paso en el camino del seguimiento de Jesucristo: los necesitamos como la respiración, como el circular de la sangre, como la luz, para apreciar en cualquier instante lo que el Señor quiere de nosotros 105. O bien en estas otras: Si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana 106. En ambos casos se pueden entender como una simple repetición de la doctrina tradicional, pero en nuestra opinión contienen una característica específica, pues san Josemaría no se está refiriendo a la vida cristiana en general, sino concretamente a la de quien busca la santidad en medio del mundo.
Si se tiene esto en cuenta, se puede percibir que sus palabras contienen algo nuevo: la conexión entre los dos modos de entender la "vida sacramental". El cristiano necesita participar asiduamente en los sacramentos –"vida sacramental" en el primer sentido– para tener "vida sacramental" en el segundo sentido. Necesita los sacramentos "como la respiración", "como el circular de la sangre". Son imágenes que hacen referencia a la vida humana y que por eso mismo hacen ver que los sacramentos han de configurar toda la biografía del cristiano, su ser y su obrar cotidiano: han de darle la conciencia de que Cristo está presente en él y de que hay "un algo divino" en las actividades humanas nobles que ha de descubrir con la gracia del Espíritu Santo, para recibir el don de la vida contemplativa, la vida propia de un hijo de Dios en su quehacer cotidiano: una "vida sacramental" en sentido global, que es prolongación existencial de la primera.
Cuando san Josemaría dice: No olvidéis que vida litúrgica es vida de amor; amor a Dios Padre, por Jesucristo en el Espíritu Santo, con toda la Iglesia, de la que tú formas parte 107, quiere enseñar que la "vida litúrgica" (sinónimo aquí de "vida sacramental") se ha de extender al trabajo y a la vida familiar y social, sin reducirse a la participación litúrgica en los sacramentos. Con trazos fuertes describe la deformación que derivaría de esa reducción: el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino 108.
La conexión entre los dos modos de entender la "vida sacramental" resulta patente sobre todo cuando se trata del vínculo entre la participación litúrgica en la Eucaristía y el empeño por hacer del día entero una Misa:
Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar... 109
Pero antes de detenernos en la Eucaristía conviene que hablemos de cómo se articulan o se ordenan entre sí los siete sacramentos, para obtener una idea más precisa de la vida sacramental del cristiano.
Teniendo en cuenta lo que acabamos de ver sobre la extensión del concepto de "vida sacramental", nos podemos concentrar en lo específico de este capítulo: la participación en los sacramentos. No olvidaremos sin embargo el otro aspecto, la configuración de toda la vida del cristiano, al que haremos diversas referencias.
En el siguiente texto san Josemaría traza un bosquejo general de cómo los sacramentos vertebran la vida cristiana:
[Dios] nos ha hecho hijos suyos por el bautismo y, en la confirmación, nos da la fortaleza del guerrero. Luego, como conoce nuestra naturaleza y nuestra debilidad y nos llama a la más íntima unión con Él, nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre en la Eucaristía; y como es tan bueno, en el sacramento de la penitencia perdona nuestros pecados y nos da la fuerza necesaria para volver de nuevo a la lucha, para no pecar. Y cuando llega el momento de la muerte, en el umbral mismo de la eternidad, nos fortalece con la unción de los enfermos. Por el orden, en cambio, la Iglesia se gobierna y multiplica espiritualmente, y por el matrimonio se aumenta corporalmente (Conc. de Florencia, Bula Exsultate Deo, 22-XI-1439: DS 1311) 110.
Damos por supuesta la doctrina católica sobre los sacramentos como medios de santificación. San Josemaría recuerda los elementos fundamentales en diversas ocasiones y, de modo sistemático, en la Carta apenas citada del 19 de marzo de 1967, donde subraya, sirviéndose de textos del Magisterio, que los siete sacramentos han sido instituidos todos por Jesucristo, que son forma visible de la gracia invisible, y que no sólo contienen la gracia, sino que la confieren a los que dignamente los reciben 111. Además recuerda que comunican una participación en el sacerdocio de Cristo, para cooperar en la obra de la Redención mediante el ejercicio del sacerdocio común o del ministerial 112, y que otorgan gracias actuales, o llevan consigo la promesa de ellas, que capacitan para vivir de acuerdo con la gracia de cada sacramento.
Menos frecuente es la consideración de los sacramentos como huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos 113. San Josemaría indica con estos términos un elemento clave de su comprensión de la "vida sacramental" (presente en autores antiguos, según sus propias palabras): la relación con la Humanidad de Jesucristo. Por medio de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, el cristiano entra en "contacto" espiritual con la Humanidad Santísima de Cristo y recibe de la plenitud de su vida sobrenatural que luego ha de desplegar en todas sus actividades, santificándolas. Esta relación con la Humanidad del Señor se encuentra en continuidad con una explicación de santo Tomás de Aquino, sin reducirse a ella: "El sacramento obra como instrumento en la producción de la gracia. Ahora bien, el instrumento puede estar separado, como el bastón, o unido, como la mano. El instrumento separado es movido mediante el instrumento unido, como el bastón es movido por la mano. La causa eficiente principal de la gracia es Dios mismo, en relación al cual la Humanidad de Cristo es como un instrumento unido, y el sacramento como un instrumento separado. Por tanto, es necesario que la virtud salvífica se derive de la Divinidad de Cristo a los sacramentos por medio de su Humanidad" 114. En esta línea, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que los sacramentos "son como "fuerzas que brotan" del Cuerpo de Cristo" 115, "en ellos actúa Cristo mismo: es Él quien obra en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa" 116.
El citado pasaje de la Carta de 1967 se limita prácticamente a esbozar la función de cada uno de los siete sacramentos, mencionándolos en rápida sucesión. Veamos ahora otros textos en los que san Josemaría se detiene algo más en el papel que les corresponde en el desarrollo de la vida de un hijo de Dios.
1º) Bautismo, Confirmación y Eucaristía. La vida sacramental posee una estructura que tiene como base los tres sacramentos de la iniciación cristiana 117:
El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera 118.
La primera parte de este texto se refiere al Bautismo, a la Confirmación y a la Eucaristía; la segunda, a la esencia de la vida de un hijo de Dios: el amor a Dios y a los demás, un amor como el del Corazón sacerdotal de Cristo que le lleva a dar la vida para que todos se salven. Estos tres sacramentos confieren la identidad ontológica de un hijo de Dios y son el fundamento de su despliegue. En el Bautismo el Espíritu Santo nos hace hijos de Dios y sacerdotes de Jesucristo e infunde la caridad de Cristo. La Confirmación nos fortalece para que obremos de acuerdo con lo que somos, desempeñando el sacerdocio de Cristo según la propia vocación y misión. La Eucaristía lleva al culmen la acción de los otros sacramentos, porque no sólo comunica la gracia de Cristo sino que pone al cristiano en contacto con la sustancia de su Humanidad Santísima, como anticipo de la identificación plena con Él en la gloria. Entre los tres sacramentos hay una profunda unidad: el Bautismo y la Confirmación se ordenan a la Eucaristía y, al participar en ésta, se actualiza la gracia recibida en los otros dos.
Esta estructura interior de los sacramentos de la iniciación cristiana aparece con claridad en la predicación de san Josemaría. Veámoslo a partir del texto que acabamos de citar:
a) Considera, ante todo, que el cristiano ha sido "injertado en Cristo por el Bautismo". En otro momento comenta que en el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo 119, que comienza a actuar con su gracia 120. El Bautismo reproduce en el cristiano la muerte y la resurrección de Jesucristo. Al entrar en el agua bautismal, muere al pecado para surgir con la vida nueva de Cristo resucitado (cfr. Rm 6, 3 ss.). Recibe la adopción divina, el don de la gracia y de la caridad: es un hijo de Dios (...) llamado a ser otro Cristo 121.
Además, es constituido en miembro de la Iglesia, reunión de los que han sido bautizados y han renacido en Cristo 122. San Josemaría repite a menudo que todos los bautizados somos Iglesia 123: todos estamos llamados a edificarla con la santificación personal y el apostolado, según la vocación y misión específica de cada uno. En el Bautismo, el cristiano es hecho "divino y transmisor de lo divino" 124, al obtener una participación en el sacerdocio de Jesucristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes 125. Todos reciben el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que –siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial– capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios 126. El Bautismo confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino 127.
Es difícil exagerar la importancia de este sacramento en la enseñanza de san Josemaría. De él arrancan las líneas centrales de su mensaje: la llamada de todos los fieles a la santidad; la filiación divina como fundamento de la vida espiritual de amor a Dios y a los demás; el sacerdocio común que permite al cristiano, y más específicamente al fiel laico, santificar el mundo desde dentro: misión que ha de llevar a cabo con libertad y responsabilidad personal, cooperando con el sacerdocio ministerial 128.
Pero lo que ahora nos interesa subrayar es que, en la vida sacramental de cada fiel, el Bautismo es algo más que un hecho "histórico", del pasado. En la Carta a los Romanos, san Pablo hace ver que debe configurar la vida actual, llevando a buscar la santidad y a rechazar el pecado: "¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4). La enseñanza de san Josemaría se mueve en esta línea. Cuando en otro lugar del epistolario paulino se recuerda a los cristianos que han de considerarse "muertos al pecado", san Josemaría apostilla: a lo que es mundano, por el Bautismo 129. La conciencia del don recibido en el Bautismo reclama del cristiano, en el momento presente, afán de santidad y de apostolado; representa una constante llamada a la identificación con Cristo.
b) Después habla, en el texto que estudiamos, de la Confirmación: el cristiano es habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación 130. Este sacramento perfecciona de modo específico el sacerdocio común recibido en el Bautismo, fortaleciendo al cristiano para que sea testigo de Cristo con su palabra y sus obras, incluso en un ambiente hostil. El aprecio de san Josemaría por este sacramento es grande. Habla del agua limpia del Bautismo, que regenera al alma, y del aceite balsámico de la Confirmación, que la fortalece 131. Lo ve como una infusión de fuerza para luchar por la santidad y el apostolado. En la Confirmación, escribe, la Tradición unánimemente ha visto siempre un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar –miles Christi, como soldado de Cristo– en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia 132. La Confirmación es cauce de una nueva infusión de gracia para que la vida recibida en el Bautismo se desarrolle bajo la guía del Paráclito y sea verdaderamente una "vida según el Espíritu" (cfr. Rm 8, 5; Ga 4, 29).
c) En tercer lugar se refiere al medio supremo de santificación, la participación en la Eucaristía. Los dones del Bautismo y de la Confirmación –la filiación divina adoptiva y la participación en el sacerdocio de Cristo– se ordenan a que el cristiano llegue a ser "una sola cosa con Cristo por la Eucaristía". Ésta es mucho más que un instrumento de comunicación de gracia: es el sacramento del derroche divino 133; en él se nos entrega Dios mismo 134. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad 135. Por este motivo hemos tratado de la Eucaristía en la Parte I, dedicada al fin último 136.
Pero también es un medio porque en ella Dios se nos da bajo las especies del pan y del vino, empleadas por el Señor al instituir el memorial de su Sacrificio. Recibimos in sacramento a quien los santos ven en la gloria tal como es, cara a cara (cfr. 1Jn 3, 2; 1Co 13, 12). La Eucaristía es, en consecuencia, el medio supremo de santificación, pues realiza en la tierra del modo más perfecto posible la unión con Dios en Cristo y en la Iglesia. El Bautismo y la Confirmación alcanzan su meta en la celebración de la Eucaristía: en ella se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catecheses, 22, 3) 137.
La Eucaristía permite el ejercicio acabado del sacerdocio común, pues gracias al Sacrificio del Altar el cristiano se puede ofrecer por Cristo, con Cristo y en Cristo a Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo. De ahí que sea el centro y la raíz 138 de toda la vida cristiana, como ya se ha expuesto 139. No obstante, la superioridad de la Eucaristía como medio de santificación no significa que el Bautismo y la Confirmación queden relegados a simple preparación. La relación es más profunda, y está enunciada en las palabras apenas citadas: En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación 140. Pero antes de detenernos en esta relación conviene que hablemos de la Penitencia, que remite a los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación y mira también, como ellos, a la Eucaristía.
2º) El Sacramento de la Penitencia está íntimamente unido a los de la iniciación. Destinado a restaurar la identidad cristiana cuando se ha desfigurado o perdido por el pecado, prepara para la participación en la Eucaristía. El cristiano adulto que ha pecado gravemente, tiene necesidad de recibirlo antes de acceder a la Sagrada Comunión 141. Por eso, aunque la Penitencia no es sacramento de iniciación, tiene una relación con la Eucaristía análoga a la del Bautismo. Es como una "segunda tabla de salvación" 142 que permite recuperar la gracia bautismal, recobrar las fuerzas para la lucha y prepararse a participar dignamente en la Eucaristía, revestidos del traje nupcial (cfr. Mt 22, 11-12). La Penitencia "re-viste" de Cristo, como escribe san Josemaría aplicando en este sentido un texto paulino: "Induimini Dominum Jesum Christum" –revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía san Pablo a los Romanos. –En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos 143. Al acudir a este sacramento, el cristiano ejerce el sacerdocio común del Bautismo y de la Confirmación, y se dispone para la Eucaristía, en la que el ejercicio de ese sacerdocio alcanza su momento máximo, porque llega a ofrecer toda su vida, por Cristo, con Él y en Él, en el Sacrificio del Altar.
Estamos ahora en condiciones de ver la unidad de estos cuatro sacramentos. Aunque sólo dos de ellos, la Penitencia y la Eucaristía, se pueden reiterar, los otros dos no quedan en la sombra en la cotidianidad de un hijo de Dios. Cuando san Josemaría nos dice que el cristiano ha sido "injertado en Cristo por el Bautismo" y ha sido "habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación", se refiere ciertamente a hechos que han ocurrido en el pasado. Sin embargo, por la Comunión eucarística el injerto se llena de la vida de Cristo y se renueva el vigor para luchar por Él. Con otras palabras, cuando el cristiano participa en la Eucaristía se actualiza la gracia que ha recibido en el Bautismo y en la Confirmación. Algo análogo ocurre cuando recibe el Sacramento de la Penitencia, porque se restaura o fortalece la vida de la gracia y se recupera su vigor para cooperar en la transmisión de esa vida a otros. En definitiva, cuando el cristiano acude a la Penitencia o participa en la Eucaristía, además de emplear estos medios de santificación, actualiza también el Bautismo y la Confirmación: se reavivan los dones propios de estos otros sacramentos y dan su fruto. El Bautismo y la Confirmación se reciben sólo una vez, pero no son meros acontecimientos puntuales de la vida sacramental. San Josemaría se sirve de unas palabras de Pablo VI para inculcarlo en las almas: El Santo Padre lo ha dicho de una manera inequívoca: Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo Bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante ese sacramento, en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia... El ser cristiano, el haber recibido el Bautismo, no debe ser considerado como indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado (Enc. Ecclesiam suam, parte I) 144. No es sólo que la conciencia de haber recibido este Sacramento (y lo mismo se puede decir de la Confirmación) deba permanecer viva a lo largo de la existencia del cristiano, como raíz de su dignidad de hijo de Dios y de su misión sacerdotal. En la base de esta conciencia se encuentra la realidad ontológica de que la gracia sacramental del Bautismo y de la Confirmación deben permanecer operantes en la vida del cristiano: y de hecho permanecen operantes gracias a la Penitencia y, sobre todo, a la Eucaristía.
3º) La Unción de enfermos. El sacramento de la Unción de enfermos pertenece de otro modo a la unidad de la vida sacramental. El cristiano recibe en él, ante la perspectiva del final de sus días terrenos, la gracia para unirse íntimamente a la Pasión y Muerte de Cristo. En la Unción de los enfermos (...) asistimos a una amorosa preparación del viaje, que terminará en la casa del Padre 145. Aunque sólo se administra cuando la última hora parece acercarse 146, el cristiano debe cultivar la intención de recibirlo a su tiempo y, en este sentido, pertenece a su vida sacramental como realidad presente. Análogamente a como el Bautismo y la Confirmación no son sacramentos "del pasado", la Unción de enfermos no es un sacramento "del futuro". Si se vive de cara a la vida eterna, no es algo lejano.
San Josemaría se refería a veces a este sacramento cuando consagraba un altar. En una de estas ocasiones, comentaba: Nos han ungido cuando nos bautizaron, nos han vuelto a ungir cuando nos han administrado el Santo Sacramento de la Confirmación, y siempre añado que tendremos la alegría de recibir la Extremaunción, el último Sacramento que tiene instituido Jesucristo para facilitarnos el camino del Cielo 147. En otra ocasión semejante glosaba así la ceremonia: Acabo de ungir, con óleo santo, el altar. Esta piedra ya está consagrada; tanto, que se podrá celebrar, con toda dignidad, el Santo Sacrificio de la Misa. (...) Y yo pienso en que también a vosotros y a mí nos han ungido. En el Bautismo primero, y después en la Confirmación –repito siempre lo mismo, porque me conmueve–, y espero de la misericordia divina recibir la última: la Extremaunción, para ir bien ungido y santificado al otro mundo 148.
La mención del Sacrificio de la Misa, motivada por la consagración del altar, pone implícitamente de manifiesto la relación entre la Unción de enfermos y la Eucaristía. Cuando el cristiano se asocia al misterio pascual de la Muerte y Resurrección del Señor en el Sacrificio eucarístico, al ofrecer su vida con Cristo al Padre, ofrece también su propia muerte. Para consumar este ofrecimiento, cuenta con el sacramento de la Extremaunción. Se puede decir, en consecuencia, que la participación en el Sacrificio eucarístico incluye, al menos implícitamente, el deseo del sacramento de la Unción de enfermos; y la Unción de enfermos se ordena a su vez a la participación en la Eucaristía, prenda de la vida eterna.
4º) Orden sacerdotal y Matrimonio. Los dos últimos sacramentos, el Orden sacerdotal y el Matrimonio, a los que san Josemaría dedica mucho espacio en su predicación 149, forman también parte de la vida sacramental de todo fiel cristiano, pero de modo distinto al de los demás. Subrayamos todo fiel cristiano, porque no afectan sólo a quienes los reciben. En estos casos es evidente que uno de ellos forma parte de su vida sacramental, pero de ordinario el otro quede excluido 150. Además, un considerable número de fieles no recibe ninguno de los dos 151. La pregunta es entonces: ¿qué representan para la vida sacramental de quienes no tienen la intención o la posibilidad de recibirlos? Para responder hay que valorar que Cristo los ha instituido para que algunos presten unos determinados servicios necesarios para todos:
– El sacramento del Matrimonio está al servicio de la transmisión de la vida humana en orden al nacimiento a la vida divina, mediante la incorporación a la Iglesia en el Bautismo y, en último término, a la participación en la Eucaristía. El Matrimonio es un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana, que ha de ser, con la gracia de Dios (...) escuela de santidad. Los padres son cooperadores de Dios 152. Lo que corresponde al designio de Dios es que los hijos nazcan en una familia fundada en el Matrimonio y que sean educados para vivir como hijos de Dios.
– Por su parte, el sacramento del Orden está al servicio de la transmisión de la vida sobrenatural mediante una específica participación en el sacerdocio de Jesucristo. Es el sacramento del servicio sobrenatural a los hermanos en la fe 153. Esta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado 154. Así como Dios ha establecido el Matrimonio para que los hombres cooperen en la transmisión de la vida natural, así ha establecido el sacerdocio ministerial para que cooperen de un modo peculiar en la transmisión de la vida sobrenatural. Aunque todos los cristianos pueden contribuir a esa transmisión gracias al sacerdocio común, sólo el obispo y el presbítero pueden celebrar la Eucaristía, alimento de la vida cristiana, y sólo ellos pueden perdonar los pecados. Mediante el Orden, Dios confía unos nuevos poderes para cooperar en la transmisión de la vida sobrenatural actuando in Persona Christi Capitis.
Que la Iglesia y el mundo no puedan prescindir de los servicios para los que capacitan los sacramentos del Orden y del Matrimonio, no significa que estos sacramentos sean los más excelentes. Hay otros dones eminentes –por ejemplo, el celibato– que Dios no otorga por medio de un sacramento (cfr. 1Co 12, 4.22.31 y 13, 1 ss).
Es más, ni el Orden ni el Matrimonio, ni el celibato, ni ningún otro don destinado al servicio de los demás, hacen de por sí santo al que lo recibe: sólo le confieren la gracia, por vía sacramental o no, para alcanzar la santidad ejerciendo esos servicios o ministerios. La esencia de la santidad es la caridad, el don más excelente, cuyo aumento se alcanza sobre todo en la Eucaristía, en la medida de las disposiciones del que participa en ella.
Los sacramentos del Orden y del Matrimonio "están ordenados a la salvación de los demás. Contribuyen ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen mediante el servicio que prestan a los demás" 155. Tienen, pues, una función importante en la vida de todos los fieles, también de aquellos que no los reciben. Estos no disponen de menos medios de santificación, porque ambos sacramentos han sido instituidos para su santificación, a través de otros. Por eso, todo cristiano debe amarlos profundamente, agradecerlos y verlos como cauces de dones divinos para sí mismo, para la Iglesia y para la humanidad entera.
Centro y culmen de la vida sacramental es la participación en la celebración de la Eucaristía que se ha de prolongar, en cierto sentido, durante la jornada hasta transformarla en "una misa". Además, para prepararse a la Eucaristía, el cristiano adulto necesita de la Penitencia que, después del pecado, restaura la gracia del Bautismo y de la Confirmación. Eucaristía y Penitencia son los sacramentos que se reiteran habitualmente en la vida cristiana y san Josemaría les dedica amplio espacio en su enseñanza. Por eso nos detenemos ahora especialmente en ellos 156.
En el capítulo 3º se habló con cierta amplitud de la Santa Misa en cuanto "fin" de la vida espiritual. Es el sacrificio en el que la tierra y el cielo se unen 157 para glorificar a la Santísima Trinidad; es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia 158 y, en consecuencia, el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano 159. Ahora nos centramos en la participación litúrgica en la Santa Misa, como "medio" para que toda la vida espiritual se dirija a su fin último. Concretamente nos limitamos a la participación interior, porque de la exterior hablaremos en el último apartado de esta sección, titulado "Amor a la liturgia" 160.
Se trata ciertamente del medio principal, porque en la Santa Misa se renueva de modo incruento o se re-presenta sacramentalmente el acontecimiento en el que culmina la mediación de Jesucristo. En la Santa Misa, la Víctima y el Oferente son los mismos, aunque ahora Cristo ya no puede padecer –es Cristo glorioso– y se trata de un sacrificio incruento 161. Es el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor 162, sacrificio de toda la Iglesia Santa 163: en definitiva, el mismo y único Sacrificio de la Cruz que Cristo ofrece al Padre por el ministerio del sacerdote en la plenitud del misterio pascual, uniendo su Cuerpo místico a esta oblación 164.
Para que la Eucaristía sea realmente el medio principal de santificación –para que se obtenga de ella todo el fruto–, la participación de los fieles ha de ser activa: en primer lugar, interiormente. Pero, ¿qué significa "participación interior", para san Josemaría? Lo podemos resumir con unas palabras de su predicación oral. Primero invita a ser conscientes de qué es la Misa, presencia del único sacrificio del Calvario que Cristo ofrece siempre al Padre en la gloria celestial: considera que asisten los Ángeles. Piensa que estás haciendo o participando en una cosa divina... 165; a continuación describe las disposiciones que se han de fomentar: un deseo grande de imitar su humildad, su anonadamiento en la Hostia; y te llenarás de acciones de gracias, de adoración, de deseos de reparar, de peticiones. Y te ofrecerás con los brazos extendidos, como otro Cristo, ipse Christus, dispuesto a clavarte en el dulce madero, por amor a las almas 166. El cristiano ha de saberse implicado en la Santa Misa, y esto significa querer "morir y vivir con Él": morir a la propia voluntad –que en nuestro caso comporta rechazar el amor propio desordenado, con todas sus manifestaciones– y vivir la Vida sobrenatural de Cristo, vida de amor guiada por el Espíritu Santo para llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario 167.
Todos los fieles ejercen su sacerdocio en la celebración de la Eucaristía. El presbítero –o en su caso el obispo– actúa in Persona Christi Capitis; los demás concurren a la ofrenda en virtud de su sacerdocio real, entregando la propia vida para corredimir con Cristo. "Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre Todopoderoso" 168. Desde muy antiguo, el Orate fratres expresa la invitación a hacer propio el Sacrificio de Cristo, uniéndose a Él no de un modo simplemente intencional, sino de forma mucho más íntima y efectiva: Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos 169: completamos en la propia vida lo que falta a la pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24).
San Josemaría habla apasionadamente de la participación interior en la Misa. Considera que en la celebración eucarística se unen el Cielo y la tierra 170, el tiempo y la eternidad 171: el presbítero y los demás fieles se adentran en la intimidad de Dios, que entrega a su Hijo por Amor a los hombres. Le faltan palabras para describir la intensidad que reclama ese sublime momento: Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas, y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes 172. De ahí el consejo: Dile al Señor que, en lo sucesivo, cada vez que celebres o asistas a la Santa Misa, y administres o recibas el Sacramento Eucarístico, lo harás con una fe grande, con un amor que queme, como si fuera la última vez de tu vida. –Y duélete, por tus negligencias pasadas 173.
El deseo de participar con amor en la celebración de los santos misterios culmina en el momento de la Comunión cuando se recibe no sólo la gracia santificante, como en los otros sacramentos, sino a su mismo Autor, Jesucristo nuestro Señor 174. Puede suceder que al comulgar el alma experimente afectos muy hondos de unión íntima con Cristo, que le hagan pregustar de algún modo la gloria. Otras veces no será así y no por eso deberá menguar el amor que busca la identificación con Cristo. Amad la Misa –encarece san Josemaría–. Y comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad 175. La falta de sentimientos no es más que una señal de la propia pobreza ante la sublimidad del Amor divino. Cuando se percibe así, puede convertirse en ocasión para ahondar en humildad y disponerse a recibir más gracia.
El convencimiento de la indignidad personal no es impedimento para acercarse a la mesa del Señor, siempre que no se tenga conciencia de pecado grave. Aunque sea muy reciente la experiencia de la caída y se sienta la necesidad de purificación, no conviene abstenerse de comulgar si hay verdadera contrición y si, cuando fuera necesario, se ha recibido el sacramento de la Penitencia; al contrario, es un motivo para acudir prontamente a la Eucaristía: Comulga. –No es falta de respeto. –Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo. –¿Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos? 176 También la conciencia de haber participado con cierta rutina en la Santa Misa, o de no haber correspondido durante mucho tiempo a las gracias que manan de la Eucaristía y de no haberse dejado transformar, puede ser el punto de arranque para acercarse en lo sucesivo al Santísimo Sacramento con un mayor fervor y preparase a recibir más copiosamente sus frutos. ¡Cuántos años comulgando a diario! –Otro sería santo –me has dicho–, y yo ¡siempre igual! –Hijo –te he respondido–, sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué sería yo, si no hubiera comulgado? 177
En cualquier caso, toda preparación es poca: Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos... –Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma 178.
Apoyado en la realidad de que, mientras permanecen las especies consagradas, la presencia sacramental de Cristo perdura en quien le ha recibido, san Josemaría exhorta a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía 179. En alguna ocasión sugiere modos de orientar el diálogo con Jesucristo en esos momentos, siempre dentro de la recomendación general de conducirse con libertad e iniciativa propia:
¿Cómo dirigirnos a Él, cómo hablarle, cómo comportarse? No se compone de normas rígidas la vida cristiana, porque el Espíritu Santo no guía a las almas en masa, sino que, en cada una, infunde aquellos propósitos, inspiraciones y afectos que le ayudarán a percibir y a cumplir la voluntad del Padre. Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo 180.
Concluimos este apartado volviendo a señalar que san Josemaría no separa la Eucaristía de la vida ordinaria; la vida litúrgica, entendida como participación asidua en las celebraciones litúrgicas, de la vida sacramental entendida como la condición "sacramental", en sentido analógico, del ser y de toda la vida cotidiana del cristiano.
La participación intensa en el Sacrificio del Altar es así el mejor medio –la raíz de la que procede la fuerza vital– para santificar todas las demás acciones de la jornada haciendo del día entero una misa, fin de la vida espiritual en esta tierra.
¡Vive la Santa Misa! –Te ayudará aquella consideración que se hacía un sacerdote enamorado: ¿es posible, Dios mío, participar en la Santa Misa y no ser santo? –Y continuaba: ¡me quedaré metido cada día, cumpliendo un propósito antiguo, en la Llaga del Costado de mi Señor! –¡Anímate! 181
La participación en la Santa Misa se va convirtiendo de este modo en el centro en que convergen todas las acciones, así como durante la vida de Cristo en Nazaret todas sus obras estaban orientadas hacia el Calvario, donde consumó su obediencia por amor a la Voluntad del Padre.
"La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandic´, nos indica a todos que el confesonario puede ser un lugar real de santificación" 182.
La mención del ejemplo de san Josemaría en las anteriores palabras de Benedicto XVI, nos introduce en su enseñanza acerca de este medio de santificación 183. Ya se han hecho referencias al tratar de la lucha contra el pecado, pero sólo para señalar que el espíritu de penitencia se orienta esencialmente hacia este sacramento 184. Ahora hablaremos directamente del recurso al Sacramento de la Penitencia como medio de santificación.
La Eucaristía es el centro de la vida de un hijo de Dios y la Penitencia se ordena a que participe dignamente en ella. San Josemaría insiste en que conviene acudir frecuentemente a la Penitencia y a la Comunión Eucarística 185. Como hombre de fe que desea corresponder amorosamente al don de la Eucaristía, va más allá de recordar la necesidad de confesarse antes de comulgar si se tiene conciencia de pecado mortal 186, orientando a las almas a cultivar una gran finura de conciencia:
Amad a Jesús en el Sacramento Santísimo de la Eucaristía. Y una manifestación será confesaros bien, para que podáis acercaros a Él sin la menor preocupación. Antes confesar que recibir al Señor con una sombra 187.
En los últimos años de su vida hubo de presenciar con dolor una profunda crisis de este sacramento en la Iglesia 188. No pocos sacerdotes dejaron de dedicarse a su administración individual y muchos fieles lo abandonaron. No se puede decir que lo primero fuera consecuencia de lo segundo, ni viceversa, pero entre ambos originaron una grave postergación de la Confesión sacramental como medio de santificación. Esta situación explica, a nuestro parecer, que san Josemaría intensificara su predicación acerca de este sacramento.
En cuanto a las causas del abandono, ya hemos hablado de las más generales en el capítulo anterior, al tratar del espíritu de penitencia: la pérdida del sentido del pecado y cierta idea de renovación de la Iglesia como adaptación a la cultura secularizadora. Ahora nos centramos en otros motivos que se refieren concretamente a la práctica de la Confesión sacramental y que están asimismo en el trasfondo de las enseñanzas de san Josemaría. El principal es la disminución de la fe en el carácter sobrenatural de este sacramento, concretamente en la mediación de la Iglesia para el perdón de los pecados (reflejada en frases como: "no necesito confesarme a un sacerdote, me confieso directamente con Dios"). San Josemaría reacciona subrayando que el sacerdote en el confesonario es Cristo, es Dios; por eso puede decir: Ego te absolvo, yo te absuelvo de tus pecados 189. Más en general recuerda que la confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33, 11) 190.
A estos y a otros aspectos del sacramento dedica una parte de la Carta dirigida en 1967 a los miembros del Opus Dei, en la que reafirma la doctrina de la Iglesia sobre los puntos más controvertidos en aquellos momentos. Acudiendo a textos del Magisterio, menciona las condiciones requeridas para recibir fructuosamente este sacramento: son como la materia de este sacramento los actos del mismo penitente, a saber, la contrición, confesión y satisfacción 191. Habla de la integridad de la confesión: de lo que es materia necesaria –todos los pecados mortales aun los más ocultos 192– y lo que es materia libre –los pecados veniales–, precisando que deben también explicarse en la confesión aquellas circunstancias que cambian la especie del pecado 193. En otras ocasiones se refiere repetidamente a la necesidad de acudir a la Confesión con el propósito de no ofenderle otra vez, pidiendo ayuda al Señor para cumplirlo 194; y resume la doctrina sobre la acusación de los pecados, aconsejando que la Confesión sea concisa, concreta, clara y completa 195.
Dando por sentado que el deseo y la recepción (en el supuesto de que sea posible) del Sacramento de la Penitencia es necesaria para el perdón de pecados mortales 196, san Josemaría dedica una parte considerable de su predicación a la práctica de la Confesión periódica y frecuente de los pecados veniales y de las simples faltas, con el fin de recibir también en este sacramento fortaleza, orientación y ayuda espiritual 197.
La práctica de la Confesión frecuente se había extendido en el pueblo cristiano a partir de la recomendación de san Pío X de recibir asiduamente la Eucaristía. En sintonía con esas disposiciones, que habían contribuido a superar los residuos de rigorismo jansenista, san Josemaría insiste en que no basta evitar los pecados mortales para cumplir la voluntad de Dios, y llegar a la santidad. Es preciso querer evitar también los veniales, y esforzarse por hacer positivamente lo que Dios quiere de nosotros 198. Y después de remitir a Pío XII, continúa: También para esto es un gran medio la confesión frecuente, la recepción habitual del sacramento de la penitencia mediante la confesión oral, que aumenta la gracia si ya se tiene, fomenta el arrepentimiento, facilita el conocimiento propio y la humildad, mortifica las raíces del pecado, excita el fervor y fortalece la voluntad en el amor 199.
Muchas veces expone estas ideas con el estilo propio de sus catequesis, en las que conversaba con quienes le formulaban preguntas. He aquí una de sus respuestas:
La Confesión es para perdonar los pecados graves y leves, y las faltas. No sé; tú, a lo mejor, eres impecable; pero yo estoy lleno de roña y siempre encuentro cosas que decir, siempre necesito el perdón de Dios y renovar la contrición por haberle ofendido durante toda mi vida. Pero, además, el Sacramento me da gracia y fortaleza para servir al Señor y seguir luchando. Por eso hay que ir con frecuencia a confesarse. Yo voy cada semana (...). Los que están hechos de carne y hueso, del barro del que estoy hecho yo, recibirán mucha ayuda de Dios frecuentando el Sacramento de la Penitencia 200.
Por lo que se refiere a la periodicidad, generalmente recomienda, como se ve en la cita anterior, la confesión semanal, si las circunstancias lo permiten: Acudid semanalmente –y siempre que lo necesitéis, sin dar cabida a los escrúpulos– al santo Sacramento de la Penitencia, al sacramento del divino perdón 201. Este consejo, siendo sin duda una opción discrecional, está respaldado por una antigua tradición 202. Nos encontramos probablemente ante uno de los puntos en los que la experiencia y enseñanza de los santos constituye un "lugar teológico" que permite profundizar en la doctrina, en este caso sobre la función del Sacramento de la Penitencia en la vida espiritual. Las palabras que acabamos de citar señalan implícitamente dos extremos que deben evitarse:
– Uno es considerar la periodicidad semanal como un intervalo fijo para todos los fieles. El recurso a la Confesión no puede estar sometido a una regla de este tipo, porque habrá situaciones en las que resulte físicamente imposible confesarse con esa frecuencia y porque, sobre todo, dependerá de las circunstancias de cada persona: "siempre que lo necesitéis", dice san Josemaría. Concretamente, quien ha cometido un pecado grave, debe no sólo arrepentirse sino buscar lo antes posible la absolución sacramental. También puede acudir con mayor frecuencia de la semanal quien ha caído en algún pecado venial y juzga con recta conciencia que es conveniente allegarse de nuevo a la Confesión para combatir la raíz de esa falta con las gracias específicas del sacramento. Sin embargo, ha de estar atento para no caer en el otro extremo al que nos referimos a continuación.
– Si vale la comparación, puede ser poco razonable ir al hospital para curarse un rasguño. También sería un contrasentido pensar que cualquier falta hace necesaria la Confesión sacramental, reiterándola en exceso. Para salir al paso de esta deformación, san Josemaría avisa de que no se debe "dar cabida a los escrúpulos". El cristiano cae en faltas y pecados veniales cada jornada, pero la Confesión no es el único cauce para pedir y alcanzar el perdón de Dios. San Josemaría aconseja renovar los actos de contrición y cultivar el espíritu de conversión, como ya hemos visto 203. Sería un error pensar que la contrición sólo es eficaz en el sacramento de la Penitencia. Quien ordinariamente reiterase la Confesión más allá de la frecuencia aconsejada por los santos, podría acabar quitando valor a los actos de contrición fuera del sacramento de la Penitencia, lo que en último término le llevaría a perder el sentido de la contrición en el mismo Sacramento: apreciaría sólo la absolución, y podría caer quizá también en la enfermedad de los "escrúpulos".
En resumen, por lo que se refiere a la frecuencia de los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, san Josemaría recomienda la Comunión diaria y la Confesión semanal. La distinta periodicidad obedece a la función de cada uno. No se requiere la misma para alimentarse que para hacerse una revisión médica. Análogamente, resulta deseable recibir el alimento del alma diariamente, pero la frecuencia apropiada es otra si se trata de pedir perdón de las faltas y pecados que no sean graves.
Detengámonos un momento en esa alteración del espíritu cristiano que acabamos de mencionar: los escrúpulos. Hemos visto que cuando san Josemaría aconseja ir semanalmente al sacramento de la Penitencia, no excluye que se pueda acudir a veces con más frecuencia. Por eso dice, en la última cita: "y siempre que lo necesitéis", pero añade inmediatamente: "sin dar cabida a los escrúpulos". Los "escrúpulos" son dudas infundadas acerca de si se ha cometido un pecado o se ha recibido válidamente la absolución sacramental.
Para comprender cómo enfoca san Josemaría este tema conviene antes delimitar el campo. Pueden darse escrúpulos que proceden de un desequilibrio psíquico que trastorna el juicio moral haciendo ver pecados donde no los hay, o llevando a buscar nuevas garantías de que han sido perdonados. No nos detenemos en estos casos de patológica complicación interior, que pueden requerir a veces la intervención de un psicoterapeuta. Recordamos sólo que san Josemaría recomienda simplificar la vida interior. Es una orientación muy acorde con su espíritu de filiación divina, que lleva a tratar a Dios con la sencillez de un niño.
Pueden darse también escrúpulos falsos: dudas sobre la comisión de un pecado que en realidad están fundadas. A esta situación se refiere un punto de Surco: Chapoteas en las tentaciones, te pones en peligro, juegas con la vista y con la imaginación, charlas de... estupideces. –Y luego te asustas de que te asalten dudas, escrúpulos, confusiones, tristeza y desaliento. –Has de concederme que eres poco consecuente 204. Estos "escrúpulos" denotan más bien falta de sinceridad y de rectitud de conciencia. Tampoco nos ocupamos de ellos aquí.
Dejando esas situaciones aparte, nos referimos sólo a los escrúpulos propiamente dichos, que pueden sufrir incluso personas que corresponden generosamente a la gracia, como testimonia la hagiografía 205. Se trata de la preocupación injustificada por saber si se ha pecado en un determinado acto o si se ha rechazado una tentación tan prontamente como en teoría sería posible, preocupación que frecuentemente va acompañada de cierta tendencia a "asegurar" la amistad con Dios por el "uso correcto" de los medios de santificación, en lugar de abandonarse en su misericordia. Se busca –aparentemente por puro amor a Dios– una absoluta certeza de la propia limpieza moral, y no se valora bien ni el hecho de que nuestra libertad no es aún la libertad de la gloria, ni que nuestro amor siempre entraña lucha, ya que nunca está del todo exento de egoísmo.
Para combatir los escrúpulos, san Josemaría ofrece consejos muy escuetos. No se detiene en largos razonamientos, que no servirían al escrupuloso, obcecado en estas materias. Sugiere emplear enérgicamente la voluntad y da explicaciones muy sencillas, suficientes para ponerla en movimiento. Van en la línea de confiar más en Dios y en quien tiene la misión de orientar la propia vida espiritual: ¡Todavía los escrúpulos! –Habla con sencillez y claridad a tu Director. Obedece... y no empequeñezcas el Corazón amorosísimo del Señor 206. Rechaza esos escrúpulos que te quitan la paz. –No es de Dios lo que roba la paz del alma 207.
Dejando ya el tema de los escrúpulos queremos referirnos a otro consejo tradicional que san Josemaría hace suyo 208: el de acudir habitualmente, en la medida de lo posible, a un confesor que conozca las circunstancias personales del penitente. No hay duda de que todo sacerdote que tenga facultades ministeriales 209 es instrumento de Cristo Jesús y puede hacer de buen pastor absolviendo los pecados y tratando de guiar por el camino de la santidad. Está claro, sin embargo, que el Señor instituyó el Sacramento de la Penitencia no sólo para perdonar los pecados, sino para darnos fortaleza y para que tuviéramos ocasión de recibir una orientación y una ayuda espiritual 210. Estos últimos aspectos no son alternativos al primero. Al Sacramento de la Penitencia se acude siempre para pedir perdón (si no hubiera contrición y acusación de los pecados, no sería válido el Sacramento), pero además es cauce para recibir orientación y ayuda espiritual para la lucha por la santidad.
Si se considera que, según las palabras de Jesús, el buen pastor conoce a sus ovejas y las llama por su nombre (cfr. Jn 10, 3.14), se entenderá que el instrumento más adecuado para proporcionar con regularidad esa "orientación y ayuda espiritual" es el sacerdote que conoce bien al penitente y sabe el camino por el que Dios le llama a la santidad. En este sentido escribe san Josemaría:
En la Iglesia existe la más plena libertad para confesarse con cualquier sacerdote, que tenga las legítimas licencias; pero un cristiano de vida clara acudirá –¡libremente!– a aquel que conoce como buen pastor 211.
El Sacramento de la Penitencia no es el único cauce de dirección espiritual, como veremos más adelante, pero es un cauce importante. San Josemaría lo valora mucho. Tiene la honda convicción, avalada por su experiencia sacerdotal, de que el confesor debe actuar no sólo como juez: es también médico de las almas, maestro y padre. Todo esto se encierra en el oficio de buen pastor. Así se expresa en una de sus Cartas, exponiendo a los fieles del Opus Dei un principio de alcance general, un criterio que no se aplica sólo a ellos:
No puedo aceptar el razonamiento de quienes afirman que la dignidad del sacramento de la penitencia queda rebajada por el hecho de que los sacerdotes den consejos y alienten con sus exhortaciones a los penitentes, y quieren reducir el oficio de confesor a juzgar simplemente las disposiciones interiores y a absolver de los pecados. En la Obra nunca se limitará, el sacerdote que recibe la confesión, a actuar solamente como juez, porque ha de ser maestro, médico, padre: pastor 212.
Advertía a los sacerdotes, como es lógico, de la gravísima obligación de guardar el sigilo sacramental 213, y también del deber de observar la más delicada y estricta reserva acerca de todo lo que pertenece a la intimidad de las conciencias y, en general, al ámbito de la dirección espiritual. Así lo escribía a sus hijos sacerdotes: Sed extraordinariamente delicados en vuestras conversaciones: no digáis ni una palabra sobre la confesión, aunque no se corra ni de lejos el riesgo de lesionar el sigilo sacramental. Si se obra de otra manera, se puede hacer odioso el Sacramento o, quizá a la vuelta del tiempo, el confesor se llena de inquietudes y de escrúpulos 214.
La Eucaristía y la Penitencia son también medios de apostolado, en un doble sentido.
Primero porque, al ser medios para crecer en santidad personal, su uso redunda por la Comunión de los santos en bien de todos y hace de cada uno mejor instrumento de apostolado. Ya nos hemos referido a esto más arriba hablando de los medios de santificación en general. Respecto a la Eucaristía y a la Penitencia hemos de añadir que su dimensión apostólica resulta más patente aún cuando, además de buscar la santificación personal en estos sacramentos, se ofrecen a Dios por el bien de otra persona o por intenciones apostólicas en general.
En segundo lugar, porque el apostolado consiste en procurar la unión de los demás con Cristo, y esa unión se alcanza a través de los sacramentos (no sólo a través de ellos pero sí, siempre, tendiendo a ellos); de ahí que el apostolado implica ordinariamente acercar a otros a la Confesión y a la Eucaristía, o procurar que los reciban con más fruto.
Detengámonos brevemente en estos dos aspectos.
a) La Comunión de los santos se funda principalmente en la Eucaristía, "que significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo" 215. Efectivamente, no hay acto más excelso de colaboración en el crecimiento de la Iglesia –de contribución a la unión de los hombres con su Salvador– que la celebración de la Santa Misa o la participación en ella. Esta certeza llevaba a san Josemaría a afirmar que una característica muy importante del varón apostólico es amar la Misa 216. El cristiano que es consciente de esta verdad, concentra ahí sus aspiraciones apostólicas. Sabe que a través de la actualización del Sacrificio del Calvario el Señor atrae a todos y a todo hacia sí (cfr. Jn 12, 32): sobre el altar, opus nostrae redemptionis exercetur 217. En consecuencia, procurará aprovechar ese momento para presentar a Dios Padre por medio de Jesucristo las intenciones apostólicas propias y de los demás, especialmente las de quienes comparten con él la misma misión eclesial. En este sentido san Josemaría solía pedir a los fieles del Opus Dei que se unieran a su Misa y que, al participar ellos en el Sacrificio del altar en cualquier lugar del mundo, presentaran a Dios las intenciones de quien hacía cabeza en la labor que Dios les había encomendado.
También el recurso al sacramento de la Penitencia tiene una intrínseca dimensión apostólica. Quienes se allegan a este sacramento, no sólo se santifican personalmente y se unen más a la Iglesia, sino que contribuyen al fortalecimiento de todo el Cuerpo místico 218. Aunque san Josemaría se refiera con las siguientes palabras a la virtud de la penitencia más que al sacramento, pueden aplicarse también a éste último, ya que precisamente en él se ejerce la virtud de la penitencia en su contexto eclesial pleno: Si sientes la Comunión de los Santos –si la vives–, serás gustosamente hombre penitente. –Y entenderás que la penitencia es "gaudium, etsi laboriosum" –alegría, aunque trabajosa: y te sentirás "aliado" de todas las almas penitentes que han sido, son y serán 219.
Cuando el cristiano acude a la Confesión sacramental, no sólo está pidiendo perdón de sus pecados personales sino que, con ese mismo acto, manifiesta su rechazo de los pecados de todo el mundo y, por tanto, pide al menos implícitamente la conversión de los demás, y puede rogar explícitamente por la conversión de alguien en particular. Es congruente con la naturaleza del sacramento pensar que quien lo recibe puede obtener, además del perdón para él mismo, gracias para que otros lo reciban.
b) Con el apostolado se busca llevar a las personas al Señor: ponerlas en contacto con Él. Esto se consigue sacramentalmente en la Eucaristía, medio supremo de apostolado porque ahí las personas se unen a Cristo mismo. No basta enseñar la doctrina, ni es suficiente el buen ejemplo y la palabra. En último término el apostolado es conducir a Cristo en la Eucaristía.
Pero ordinariamente se requiere primero la preparación del Sacramento de la Penitencia, y por eso san Josemaría anima a hacer un amplio "apostolado de la Confesión". A una estudiante que le preguntaba cómo influir cristianamente en sus compañeros de universidad, le decía que si deseaba que tuvieran un encuentro con Cristo era preciso emplear los medios que ponemos los cristianos: rezar. Y después, les llevas a la frecuencia de sacramentos; sobre todo a la confesión. (...) Jesús nos ha abierto un camino maravilloso, un camino para quedarnos de acuerdo con Él, yendo a recibir la absolución, su perdón: el Tribunal de la Penitencia 220.
Especialmente durante las catequesis de los últimos años de su vida, un estribillo de su predicación era: ¡Llevad mucha gente a la Confesión! 221 ¡Llevad a confesar a vuestros amigos, a vuestros parientes, a las personas que amáis! 222 Afirmaba que éste es el mejor favor que podéis hacer a un amigo vuestro, la mejor manifestación de cariño 223.
Después de haber considerado cómo se articulan los siete sacramentos y de habernos fijado particularmente en los dos que el cristiano puede recibir con frecuencia, la Eucaristía y la Penitencia, vamos a ver cómo se refiere san Josemaría a la participación exterior de los fieles en las celebraciones litúrgicas.
Recordemos sucintamente que la liturgia es la "acción pública" de la Iglesia que consiste principalmente en la celebración de los sacramentos, donde se da culto público a Dios y se obtiene vida sobrenatural para los hombres, a través de signos sensibles. El Concilio Vaticano II la describe del siguiente modo: "Con razón se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia" 224.
Las enseñanzas de san Josemaría están penetradas de un profundo amor a la Sagrada Liturgia. Una de las manifestaciones de ese amor es la de fomentar la participación activa en la liturgia de la Iglesia 225: ante todo la participación interior, que es como el alma de la vida litúrgica, pero también la participación externa de todos los fieles, porque la liturgia es acción pública de todo el Cuerpo místico, Cabeza y miembros: del sacerdocio ministerial que actúa in Persona Christi Capitis, y del sacerdocio común 226. "La celebración litúrgica es una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea" 227.
La participación exterior de los fieles laicos es un reflejo propio de la interior y, a su vez, alimento de ésta porque, aun cuando pone en labios de los fieles unas determinadas oraciones, la Iglesia quiere que cada uno se dirija a Dios personalmente, con corazón de hijo; por eso, cuando les invita a rezar juntos, alrededor del sacerdote, es para que vivan la unidad del Cuerpo Místico, pero sin dejar de tratar confiada y filialmente a Jesucristo 228.
A partir del momento en que san Josemaría pudo celebrar por primera vez la Santa Misa en un centro del Opus Dei –el 31 de marzo de 1935, en la "Academia DYA"–, promovió entre los estudiantes que frecuentaban la Academia esa participación activa en las funciones sagradas, dentro siempre de las normas de la Iglesia que establecen lo que compete exclusivamente al sacerdocio ministerial y lo que puede ser realizado en virtud del sacerdocio común 229.
Por ejemplo, ya en ese primer centro, "cuando aún era raro dialogar la Santa Misa, enseñó esa costumbre a las personas que tenía alrededor, especialmente a los miembros del Opus Dei: de manera que penetrasen a fondo en la renovación del Sacrificio del Calvario" 230. A la vez hay que decir que nunca entendió la intervención activa y exterior del laico en ceremonias litúrgicas como la cúspide de su misión. Es una función que ejercita a pleno título por su condición de "fiel", de bautizado, pero no es la misión específica que le corresponde como "laico": la santificación del mundo desde dentro de las tareas civiles y seculares 231. Esta observación en modo alguno es un argumento para limitar la participación de los laicos a la interior, sino que trata de evitar el peligro opuesto de una cierta clericalización de los laicos.
Tanto el impulso de la participación de los fieles laicos como algunos aspectos doctrinales de las enseñanzas de san Josemaría –por ejemplo, la noción de la Eucaristía como sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor 232– hacen pensar en una sintonía con los promotores del "Movimiento litúrgico" de la primera mitad del siglo XX (Anscar Vonier (†1938), Odo Casel (†1948) y otros). De hecho la sintonía ha sido afirmada por algunos autores 233.
En todo caso se puede afirmar que años antes de que Pío XII publicara la encíclica Mediator Dei (20-XI-1947), con la que puso las bases de la renovación litúrgica, san Josemaría venía promoviendo lo que la encíclica deseaba revitalizar como "elemento esencial del culto" 234: el culto interior íntimamente unido al exterior, como camino para soslayar el peligro de un "formalismo sin fundamento y sin contenido" 235.
Cuando san Josemaría habla de la renovación litúrgica, hace muchas veces hincapié en la obediencia fiel a las disposiciones de la Iglesia: Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares. –Cúmplelas fielmente. –¿No ves que los pobrecitos hombres necesitamos que hasta lo más grande y noble entre por los sentidos? 236 Los gestos y las fórmulas litúrgicas tienen un significado orientado a la glorificación de Dios y a nuestra santificación. No son acciones inventadas al azar: "unas nos han sido transmitidas por escrito; otras las hemos recibido por tradición apostólica" 237, y todas han nacido en la vida de la Iglesia para significar el culto a Dios y la comunicación de vida sobrenatural a los hombres.
Para san Josemaría, la obediencia a las normas litúrgicas es un requisito esencial para que las formas sean las adecuadas con vistas a la finalidad de las diversas celebraciones. Especialmente cuando se trata de la Eucaristía, inculca una delicada obediencia a la autoridad eclesiástica, porque la Misa es Sacrificio de la Iglesia y su regulación no queda al arbitrio del celebrante, y también porque ese sentido eclesial facilita que "lo más grande y noble entre por los sentidos", es decir, que la gracia penetre en el alma.
De ninguna forma podremos manifestar mejor nuestro máximo interés y amor por el Santo Sacrificio, que guardando esmeradamente hasta la más pequeña de las ceremonias prescritas por la sabiduría de la Iglesia. Y, además del Amor, debe urgirnos la "necesidad" de parecernos a Jesucristo, no solamente en lo interior, sino también en lo exterior, moviéndonos –en los amplios espacios del altar cristiano– con aquel ritmo y armonía de la santidad obediente, que se identifica con la voluntad de la Esposa de Cristo, es decir, con la Voluntad del mismo Cristo 238.
No obstante su delicada obediencia, el proceder renovador que siguió desde los comienzos de su labor sacerdotal le valió críticas e incluso calumnias en la década de 1940. Él mismo lo recordaba más tarde: ¡Cuántos se han escandalizado al observar la sencillez de nuestros oratorios, la sobriedad del culto, la energía con que hemos intentado volver a la simplicidad primitiva de la liturgia, rompiendo con barroquismos y ñoñerías, que habían invadido la casa y el altar de Dios! Pero estoy seguro de que así agradamos a Dios –facilitamos a tantas almas que se acerquen a Él 239. Está convencido de que acerca a Dios el rigor de la liturgia 240. Un rigor que no se opone al esplendor del culto; al contrario, lo ennoblece.
Paradójicamente, años después, con ocasión de la reforma litúrgica preconizada por el Concilio Vaticano II, tuvo que sufrir críticas de signo opuesto, por su firme oposición a los abusos en esta materia que, lejos de la sobriedad y dignidad de la primitiva liturgia, representaban una auténtica desacralización 241. Joseph Ratzinger ha mostrado con clarividencia hasta qué punto esa corriente reformadora era ajena a la mente y a los deseos del Concilio 242. San Josemaría –testimonia Álvaro del Portillo– "aplicó con obediencia y fortaleza todas las disposiciones sobre esta materia. (...) Encargó a algunos sacerdotes de la Obra la tarea de examinar las diversas posibilidades previstas por la reforma, y determinar y explicar cómo se aplicaban. Orientó personalmente este trabajo y aprobó sus resultados. De esta forma, todos los sacerdotes de la Obra comenzaron a aprender las nuevas rúbricas, siguiendo el deseo del Santo Padre de que "la constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia sea puesta en práctica en su plenitud y con todo cuidado". Fue el primero en obedecer a las nuevas disposiciones litúrgicas y se esforzó en aprender el nuevo rito de la Misa" 243. Yo que no soy tan joven –decía–, volveré a aprender a celebrar la misa (...). Amaremos esta liturgia nueva, como hemos amado la vieja. Este es el espíritu bueno, ésta es la manifestación de nuestro amor al Romano Pontífice y a la Iglesia de Dios 244.
La "sencillez de nuestros oratorios" a la que se refiere san Josemaría, era una austeridad noble y elegante, muy lejana de la desoladora simpleza que se propagaría después en los ambientes donde la reforma litúrgica fue tomando derroteros ajenos a las directrices del Concilio Vaticano II. Igualmente, aquella "sobriedad del culto" era una compostura digna, no enfática ni ritualista, pero sí grave, ajena a la tosca campechanería que, acá y allá, se observaba en la época postconciliar y que causaba dolor a quienes, como él, amaban la liturgia como la más sublime expresión pública de la vida santa de la Iglesia.
La grandeza de los sagrados misterios reclama un modo digno y reverente de comportarse. Hay una urbanidad de la piedad 245, observa san Josemaría. Dan pena esos hombres "piadosos", que no saben asistir a Misa –aunque la oigan a diario–, ni santiguarse –hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación–, ni hincar la rodilla ante el Sagrario –sus genuflexiones ridículas parecen una burla–, ni inclinar reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora 246. Invita a participar en el Santo Sacrificio sin prisas, con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos, pero que son siempre expresión de un corazón apasionado. De este modo hemos de asistir a la Santa Misa 247.
Su actitud personal fue la del sacerdote que en la intimidad del corazón dice a su Dios: "Amo el decoro de tu casa" 248. En su predicación transmite una amorosa solicitud por la dignidad del culto, el cuidado de las ceremonias, el buen gusto en la instalación de iglesias u oratorios. Se duele por la falta de sensibilidad hacia la belleza de las formas. Dice, por ejemplo: No me pongáis al culto (...) esos Crucifijos de pasta repintada que parecen hechos de azúcar 249. Da por sentado que los objetos empleados en el culto divino deberán ser artísticos 250, y a continuación añade: teniendo en cuenta que no es el culto para el arte, sino el arte para el culto 251. Desea un arte serio, lleno de grave majestad. (...). El retablo, retro tabulam: a su sitio, detrás del altar, como algo accidental. La Santa Cruz y el ara –completamente aislada la mesa del altar– ocupen el lugar sobresaliente 252.
Asimismo exhorta a la liberalidad para que las ceremonias sagradas tengan la solemnidad conveniente. Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. –Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco. –Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" –una buena obra ha hecho conmigo 253. Desea que se destine al culto lo mejor que podamos, que asistan las personas necesarias según la solemnidad de la ceremonia, que se usen vestiduras dignas, que no se escatimen ni las luces ni el incienso; en una palabra, que se rodee el culto divino del esplendor debido 254. Se servía de ejemplos expresivos para grabar en los corazones el deseo de agradar a Dios: Nosotros damos al Señor lo mejor que tenemos: es el sacrificio de Abel. No podemos tener la piedad encogida de hacer para el culto de Dios los vasos sagrados y los instrumentos litúrgicos de barro de botijo 255.
Y ruega a Dios que premie especialmente a quienes se ocupan de cuidar los objetos al servicio de la liturgia:
Pienso que a las personas que ponen amor en todo lo que se refiere al culto, que hacen que las Iglesias estén digna y decorosamente conservadas y limpias, los altares resplandecientes, los ornamentos sagrados pulcros y cuidados, Dios las mirará con especial cariño, y les pasará más fácilmente por alto sus flaquezas, porque demuestran en esos detalles que creen y aman 256.
En bastantes textos, especialmente en la homilía La Eucaristía, misterio de fe y de amor, fechada en un Jueves Santo, san Josemaría comenta el desarrollo de las ceremonias litúrgicas y encuentra en ellas expuesto claramente un programa de vida cristiana 257, de correspondencia generosa y sacrificada al Amor de Dios. Precisamente para llevarlo a cabo propone un camino al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros 258. La celebración eucarística viene a ser como la "escuela" donde se aprende a santificar la jornada convirtiéndola en una "misa".
Se abren así grandes horizontes de conversión y entrega a quienes se adentran en las ceremonias litúrgicas, porque siguiéndolas paso a paso, es muy posible que el Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres 259.
La íntima repercusión de la piedad litúrgica en la entera vida cristiana lleva a san Josemaría a fomentar el interés por comprender mejor el sentido de las palabras y gestos litúrgicos. Es lo que expresa en un punto de Forja, aprobando un comentario de alguien que probablemente trataba de seguir sus consejos: Te entendía bien cuando me confiabas: quiero embeberme en la liturgia de la Santa Misa 260.
Especialmente la liturgia es escuela de oración. Desde luego, la vida de oración no se limita al culto público, sino que tiene otras múltiples expresiones. No hay que olvidar que la sagrada liturgia "no agota toda la vida de la Iglesia" 261, y que "la participación en las celebraciones litúrgicas tampoco abarca toda la vida espiritual [del cristiano]" 262. "En efecto, el cristiano, llamado a orar en común [en la Liturgia], debe también entrar en su cuarto para orar al Padre en secreto (cfr. Mt 6, 6); más aún debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol (cfr. 1Ts 5, 17)" 263. Pero la Santa Misa es el "centro y la raíz" de la vida cristiana, la cumbre del diálogo con Dios. Por eso san Josemaría exhorta a que la oración personal esté empapada por la liturgia: Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares 264. Desde los comienzos de su ministerio sacerdotal enseña a alimentar la vida interior con la liturgia, "lex orandi" 265: siempre os he enseñado a encontrar la fuente de vuestra piedad en la Escritura Santa y en la oración oficial de la Iglesia, en la Sagrada Liturgia 266.
Esto nos introduce ya en el segundo medio de santificación que hemos de estudiar: la oración personal del cristiano.
Después de los sacramentos y junto con ellos, la oración es medio imprescindible de santificación para un cristiano con uso de razón. No es de menor importancia que los sacramentos, como enseguida veremos, pero los presupone: al menos el del Bautismo y, en cierto sentido, también los demás, sobre todo la Eucaristía. Los sacramentos y la oración están íntimamente unidos en la vida cristiana.
Estudiaremos en este apartado primero esa estrecha relación, con el fin de explicar por qué para san Josemaría la oración es medio de santificación en sentido fuerte. Después trataremos de la oración mental y de la vocal. Dentro del apartado sobre la oración mental, expondremos la naturaleza de la oración en general y otras características que son también comunes a la vocal.
Para entender por qué la oración es medio de santificación junto con los sacramentos y en qué se distingue de la participación en ellos, necesitamos anticipar lo más esencial de la noción de oración, que luego estudiaremos con cierto detenimiento. Según la tradición en la que se afianza san Josemaría, la oración es "diálogo con Dios como hijos suyos". Esta noción básica es suficiente para comprender la unidad entre sacramentos y oración. Por un lado, la participación en los sacramentos debe ser diálogo con Dios; por otro, en la oración se desarrolla la participación en la naturaleza divina recibida en el Bautismo y reforzada en los otros sacramentos.
San Josemaría no ofrece una exposición elaborada de esta relación entre sacramentos y oración, pero sus enseñanzas la contienen in nuce. ¡Pan y palabra!: Hostia y oración. Si no, no vivirás vida sobrenatural 267. Ambos son medios de santificación, pero no del mismo modo. Los sacramentos nos santifican porque confieren la gracia ex opere operato, por la virtud misma del rito sacramental, cuando se realiza y recibe con las debidas condiciones 268. La oración, en cambio, puede aparecer en muchos textos de san Josemaría sólo como medio para implorar los dones de Dios, principalmente la vida sobrenatural. Indudablemente esto es así, como dan a entender las palabras del Señor "llamad y se os abrirá" (Mt 7, 7): la Santísima Trinidad abre su Vida íntima a quien lo pide. Pero no toda oración es de petición y, sin embargo, es medio de santificación en sentido fuerte: medio para participar en la Vida intratrinitaria (medio "en el que" se participa en esa Vida). No faltan textos de san Josemaría en este sentido de que la oración santifica, aunque no ex opere operato como los sacramentos.
Las siguientes palabras de su predicación reflejan este concepto.
Nosotros lo rozamos cada día en nuestros tiempos de meditación, que son un verdadero contacto con Nuestro Señor y, de modo aún más íntimo, también cada día, en la Sagrada Eucaristía. (...) La Sagrada Comunión es un medio principalísimo para alcanzar la santificación (...), pero eso se consigue solamente con el amor, nacido del contacto con Jesús, no sólo en la Eucaristía, sino también en la oración: en el Pan y en la Palabra 269.
El autor de la Edición crítico-histórica de Camino explica que la palabra "rozarlo" alude a la anécdota, relatada por san Josemaría, de un Obispo que preguntaba a los niños en la catequesis: ¿por qué para querer a Jesucristo hay que recibirlo a menudo en la Comunión? Uno de los pequeños contestó: "¡Porque pa quererlo, hay que rosarlo!" 270 (porque para quererlo hay que rozarlo, tocarlo). San Josemaría lo aplica a la oración: así como en la Comunión se entra en contacto con la Humanidad de Jesucristo y se recibe la gracia, también –aunque de otro modo– se entra en contacto con Él en la oración y se crece en vida sobrenatural.
Llega incluso a decir que hay un solo modo de crecer en la familiaridad y en la confianza con Dios: tratarle en la oración, hablar con Él, manifestarle –de corazón a corazón– nuestro afecto 271. Para un recién nacido, el único medio de santificación son los sacramentos; para un fiel con uso de razón, en cambio, "hay un solo modo de crecer en familiaridad con Dios" (es decir, en santidad), y es la oración. Esta frase tiene dos aplicaciones:
1) Por una parte, los sacramentos confieren la gracia por su propia virtud, pero sólo puede recibirla quien se acerca a ellos con las "debidas disposiciones", es decir, quien busca ahí un encuentro con Dios, lo cual es una forma de oración, más o menos explícita según los casos. De no serlo en absoluto faltarían las disposiciones necesarias para recibir la gracia ex opere operato. Por eso, al decir que la oración es el "único" modo de crecer en familiaridad con Dios, san Josemaría incluye en ella, implícitamente, la participación en los sacramentos, ya que ésta debe ser oración.
2) Explícitamente, sin embargo, se refiere con esa frase solamente a la oración que tiene lugar fuera de la celebración de los sacramentos. En diversos momentos la califica de medio de santificación necesario para todos los fieles: ¿Santo, sin oración?... –No creo en esa santidad 272, escribe en Camino. La donación de la gracia santificante –la santidad– no está ligada únicamente a los sacramentos. Dios la concede también a quien se dirige a Él en la oración. Más aún, es "el único modo de crecer en familiaridad con Dios", es decir, de desarrollar la vida sobrenatural recibida en los sacramentos.
Al poner la filiación divina como fundamento de la vida espiritual, la enseñanza de san Josemaría permite comprender mejor el valor de la oración como medio de santificación en sentido estricto. Le resulta natural considerarla como el acto propio, por excelencia, de un hijo de Dios. Porque así como en el seno de la Santísima Trinidad el Hijo es engendrado por el Padre como Verbo que dialoga con Él, de modo que tanto el Padre está "ante" el Hijo y el Hijo "ante" el Padre, como el Padre está "en" el Hijo y el Hijo "en" el Padre (cf. Jn 14, 10-11; 17, 21), en un diálogo que compenetra a las Personas sin que haya confusión ni separación, así también los hijos adoptados, cuando oran participan en ese diálogo amoroso y son introducidos en la intimidad divina y, por tanto, santificados. "Hacer oración" es para san Josemaría tomar parte como hijos en ese diálogo de la vida intratrinitaria que "compenetra" con Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. El cristiano "por medio de la oración participa de la vida divina" 273. Por eso es medio sobrenatural de santificación en sentido propio, es decir, en el sentido de que con la oración no sólo se pide sino que se obtiene la gracia: "se crece en familiaridad con Dios".
"Yo soy la puerta. Si alguno entra a través de mí, se salvará" (Jn 10, 9). La "puerta" de entrada en la vida de la Santísima Trinidad es Jesucristo en cuanto hombre, su Humanidad santísima. Por la oración crece la amistad con Cristo y el cristiano llega a identificarse con Él, se convierte en "otro Él", como dice Santa Catalina de Siena 274. "Amicus dicitur esse alter ipse", afirma santo Tomás apoyándose en Aristóteles 275. Si ya en el plano humano se habla de identificación entre los amigos por el trato de amistad, con mayor fundamento se podrá decir lo mismo de la amistad sobrenatural con Cristo. Así como en la gloria "seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es" (1Jn 3, 2), de modo análogo, reflejamos en esta tierra más y más la imagen de Cristo por medio del trato con Él en la oración. Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos 276. Nótese que cuando san Josemaría habla aquí de "seguir a Cristo... acompañarle de cerca", está hablando del trato personal con Cristo en la oración. Ese trato es medio para desarrollar la identificación comenzada por la infusión de la gracia en el Bautismo, penetrando así más hondamente en la intimidad de la vida intratrinitaria.
Unas palabras del Catecismo de la Iglesia Católica pueden arrojar luz sobre este punto: "El Misterio de la fe (...) exige que los fieles crean en él, lo celebren y vivan de él en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración" 277. Este texto, que introduce la parte dedicada a la oración, pone de manifiesto la grandeza del trato personal y consciente con Dios que acontece en la oración. Entendida como un tomar parte en las relaciones mutuas de las tres Personas divinas, a través de la unión con Cristo en cuanto hombre –es decir, por medio de su Humanidad Santísima–, se puede vislumbrar que la oración es, efectivamente, un medio de santificación, de crecimiento en la vida sobrenatural. "El sumo bien –escribe un autor antiguo– está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque es una íntima unión con Él (...). La oración hace que el alma se eleve hasta el Cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre" 278.
Acostumbrados a ver en los sacramentos signos sensibles eficaces (ex opere operato) del don de la gracia, puede resultar arduo comprender que la oración sea medio de santificación siendo un acto nuestro, sin que haya un signo sensible que "garantice", por así decir, la comunicación de la gracia. Se podría profundizar en este punto pero nos limitamos a sugerir una línea de fondo. Haciendo referencia a la vida humana, no a la sobrenatural, se ha escrito que "aunque la persona humana no es una relación, fenomenológicamente se manifiesta en la relación yo-tú, y experimenta su máxima dignidad en la relación con el Tú divino, por el conocimiento y el amor" 279. Todo hombre que ora a Dios con sincero corazón, aunque no sea cristiano, alcanza la máxima dignidad de su ser en esa relación con Dios. Para un cristiano en gracia, esa relación tiene carácter sobrenatural, siendo triple por su término: es relación con el Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Se actualiza en la oración y crece por medio de ella, introduciendo progresivamente al cristiano en la intimidad divina, santificándole en lo más profundo de su ser 280.
Conviene hacer hincapié en que nos referiremos siempre a la oración de quien se encuentra en estado de gracia: la oración que presupone la amistad con Dios, la expresa y la desarrolla. Sólo esta oración es medio de santificación en sentido propio. Quien no se encuentra en estado de gracia también puede orar, pero su oración no es la de un hijo de Dios con vida sobrenatural, ni puede hacerle crecer en una vida que no tiene, aunque le dispondrá a la contrición y a recibir la gracia santificante, si incluye el deseo sincero de conversión del pecado grave. Si la contrición es perfecta, alcanzará el don de la gracia y de la amistad con Dios y la oración se convertirá entonces en medio de santificación en sentido propio. Conviene tener presente, por lo demás, que también en la oración de quien está en gracia de Dios "se ha de encontrar contenida una actitud de conversión" 281; aunque el pecado venial no rompa la comunión con Dios, sí la debilita y, en la medida en que no se combate, es obstáculo para que la oración alcance toda su eficacia santificadora.
Si la oración es medio de santificación, ¿en qué se diferencia de la participación en los sacramentos? Más arriba nos hemos servido de la distinción entre naturaleza y vida. Vimos que un niño recién nacido que recibe los sacramentos de la iniciación cristiana obtiene por medio de ellos la gracia; después tendrá que desarrollar por medio de la oración esa participación en la naturaleza divina, cuando sea capaz de actos libres, viviendo de modo consciente la vida divina.
Quizá puede servir, a modo de ejemplo, pensar en lo que sucede con un niño pequeño en una familia: sus padres le transmiten la vida, le alimentan y le cuidan como hijo; pero cuando llega al uso de razón y comienza a dialogar con sus padres, se abre para él una nueva posibilidad de crecer en familiaridad con ellos, de tratarles y de quererles. El diálogo desarrollará su relación con ellos, su ser hijo. De modo análogo, por la oración se desarrolla la relación sobrenatural con Dios, la participación en la naturaleza divina como hijos suyos.
Dejando la analogía, hemos de decir que la explicación a que nos hemos referido antes (basada en la distinción conceptual entre naturaleza y vida), no se encuentra en san Josemaría, pero puede ayudar a comprender su enseñanza. En todo caso es un planteamiento que ahora podemos matizar mejor que cuando lo enunciamos al inicio del capítulo. No se puede decir, sin más, que por los sacramentos participamos en la naturaleza divina y por la oración en la vida íntima de la Santísima Trinidad. En primer lugar, porque en Dios se identifican naturaleza y vida, como ya quedó apuntado; y, en segundo lugar, porque no se da un estricto paralelismo entre: (1º) nuestra participación en la naturaleza divina por la gracia y el desarrollo de la vida sobrenatural; y (2º) la naturaleza humana y su desarrollo vital. La distinción entre los sacramentos y la oración se expresa adecuadamente diciendo que la oración "desarrolla" la participación en la naturaleza divina recibida en los sacramentos, sólo si se entiende que este desarrollo no es análogo al de las fuerzas humanas mediante el ejercicio físico o intelectual. Quien se ejercita con la mente o con el cuerpo, aunque llegue a estar "más fuerte" o a ser "más sabio", no es en rigor "más humano"; pero quien hace oración, en cambio, sí que es "más divino": participa más en la naturaleza de Dios. La divinización del cristiano, que comienza por los sacramentos, se actualiza y desarrolla cuando acude de modo consciente y libre a los mismos sacramentos y a la oración: los sacramentos continúan confiriendo la gracia por su propia virtud, en la medida en que la participación del fiel no sea pasiva o mecánica, sino trato con Dios, oración; y la misma oración le introduce más en la santidad de Dios.
La participación en los sacramentos y la oración son dos cauces de crecimiento en la vida divina que se reclaman mutuamente. El primero es un cauce ex opere operato, por el que se confiere la gracia a quien se acerca a ellos con las debidas disposiciones; pero esto sucede sólo de modo intermitente, cuando se acude a los sacramentos. El segundo, englobando a los mismos sacramentos, resulta más amplio, porque Dios abre gratuitamente su intimidad trinitaria, según su Voluntad 282. Mediante la oración, la gracia divina puede discurrir ininterrumpidamente, porque los tiempos dedicados a la oración conducen, en la enseñanza de san Josemaría, a la oración continua: a transformar todas las actividades en oración. La vida sobrenatural que se recibe y se acrecienta por medio de los sacramentos, crece también por medio de la oración, y tanto más en la medida en que se hace más continuo y más íntimo el trato con la Santísima Trinidad en los quehaceres cotidianos.
Todo esto explica, a nuestro parecer, que san Josemaría hable mucho más de la oración que de los sacramentos. No es que le dé más importancia, pero el ideal contemplativo le impide ceñir la existencia cristiana a la celebración de los sacramentos. A la vez, es evidente en su enseñanza la continuidad entre sacramentos y oración: la vida sacramental debe extenderse a toda la jornada por medio de la oración, hasta convertir el día entero en "una misa".
Antes de comenzar a exponer diversos aspectos de este tema conviene recordar que se puede hablar de oración en dos sentidos: como fin último de la vida espiritual (la oración que puede y debe tener lugar en todo momento), y como medio (los tiempos dedicados a la oración). En san Josemaría, la relación entre ambos es muy estrecha. El cristiano que aspira a convertir todas sus actividades en oración ha de seguir el ejemplo de Jesús que le dedicaba unos tiempos exclusivamente, como testimonian los Evangelios (cfr. Lc 5, 16; 6, 12; Mc 1, 35). "Existe una oración contemplativa ajena a toda actividad productiva que no puede reemplazarse por el trabajo, por mucho que éste llegue a ser contemplativo. Se trata de una oración que reclama dedicación absoluta y por lo mismo, exige apartarse del trabajo. Estos momentos exclusivos de oración son especialmente defendidos por san Josemaría" 283. En efecto, su insistencia en este punto es continua: Que no falten en nuestra jornada unos momentos dedicados especialmente a frecuentar a Dios (...). Dediquemos a esta norma de piedad un tiempo suficiente; a hora fija, si es posible 284. Con un ejemplo ilustra la necesidad de los ratos de oración para llegar a tener vida de oración:
Si tenemos un radiador, quiere decir que habrá calefacción. Pero sólo se caldeará el ambiente si está encendida la caldera... Luego necesitamos el radiador en cada momento, y además la caldera bien encendida. ¿De acuerdo? Los ratos de oración, bien hechos: son la caldera. Y además, el radiador en cada instante, en cada habitación, en cada lugar, en cada trabajo: la presencia de Dios 285.
En el presente apartado se hablará únicamente de la "oración" como medio para la "vida de oración", que es el fin 286.
Las enseñanzas de san Josemaría se inscriben en la gran tradición cristiana que parte del ejemplo y de la doctrina del Señor y se prolonga en la vida de los santos de todos los tiempos. Pedro Rodríguez, en el capítulo "Oración" de la edición crítico-histórica de Camino, muestra algunos precedentes de las expresiones que emplea 287. Quizá es especialmente tangible el influjo de santa Teresa de Jesús, maestra de oración, citada con cierta frecuencia por san Josemaría en este tema 288. A la vez hay que tener en cuenta que su doctrina sobre la oración posee una índole característica que brota del espíritu de filiación divina y que mira a transformar el trabajo y todos los quehaceres en oración, con el anhelo de ser contemplativos en medio del mundo. Aquí no nos detendremos en señalar precedentes y en comparar con la doctrina de otros autores: nos limitaremos a presentar una síntesis de su predicación sobre esta materia 289.
En el prólogo de Camino el autor manifiesta el deseo de ayudar al lector a meterse por caminos de oración, un deseo que ha encontrado eco en la vida de un gran número de hombres y mujeres, para quienes san Josemaría se ha convertido en maestro de oración. Gracias a sus enseñanzas, son numerosas las personas en todo el mundo que reservan ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios 290, tiempos de diálogo personal, en la soledad acompañada de tu corazón, hablando sin ruido de palabras 291. La oración mental es eso: un diálogo con Dios en el interior de la persona, en momentos dedicados solamente a esta actividad.
Un punto del mismo libro resume los principales elementos de la oración mental:
Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" –¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!" 292
Estas palabras condensan la respuesta a dos cuestiones que estudiaremos en el presente apartado: qué es la oración y cuál es su contenido. Después de estos dos aspectos veremos, en tercer lugar, cómo intervienen nuestras facultades (voluntad, inteligencia, etc.) en la oración.
a) "Hablar con Dios"
La oración es sustancialmente "hablar con Dios", como dice san Josemaría en el texto citado y en otras muchas ocasiones. La oración del cristiano nunca es monólogo 293. Es un coloquio de tú a Tú con Dios, en el que se da una verdadera comunicación, como es propio del trato entre personas: entre Dios –Trinidad de Personas– y el hombre, que no es un individuo cerrado o aislado, sino persona esencialmente abierta a la relación con Dios y llamada a la dignidad sobrenatural de hijo adoptivo.
La noción de oración como diálogo con Dios es clásica 294. Ya Clemente de Alejandría (s. II) habla de la oración como de "una conversación con Dios" 295. Para san Juan Crisóstomo (s. IV-V), "la oración, o diálogo con Dios, es un bien sumo. Es, en efecto, una comunión íntima con Dios" 296. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expone ampliamente en la parte IV. Para definir la oración cita las palabras de san Juan Damasceno (s. VIII): "La oración es la elevación del alma a Dios" 297, y explica que esta "elevación del alma" es, en realidad, "una respuesta" 298 del hombre a Dios que le ha hablado primero, de modo que la oración, como señala otro documento magisterial, "se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo y profundo entre el hombre y Dios" 299: un diálogo que "expresa la comunión de las criaturas redimidas con la vida íntima de las Personas trinitarias" 300.
En la oración no es solamente el hombre quien se dirige a Dios, elevando a Él su corazón y su mente; es Dios quien se dirige primero al hombre, revelándose y haciéndole partícipe de su vida íntima. La oración es siempre una respuesta filial, de amor, al infinito Amor de Dios que nos ha introducido en la intimidad de su vida. Cuando vamos a la oración, como somos hijos, hablamos con Dios cara a cara, sin anonimato, personalmente, como se habla con un amigo, con un hermano, con un padre amantísimo que está loco por sus hijos 301. Ante la magnitud de esta posibilidad, san Josemaría se sentía como un niño que balbucea 302, una criatura pequeña que, movido por el Espíritu Santo, sólo sabe decir Abbá!, Padre, sin comprender bien lo que dice.
Dios ha hablado al hombre en la creación porque todas las cosas creadas son como palabras con las que se manifiesta: palabras "dichas" por medio del Verbo y en el Verbo (cfr. Gn 1, 3; Sal 33, 6.9; Jn 1, 3; Col 1, 16), que esperan una respuesta de alabanza y de acción de gracias. Se ha manifestado también, de manera superior, con la Revelación histórica, comenzada en el Antiguo Testamento y coronada en Jesucristo (cfr. Hb 1, 1-2). La respuesta del cristiano en la oración no se reduce, sin embargo, al asentimiento de fe a la Revelación pública, sino que se edifica a partir de ella. "Con esta revelación, el Dios invisible en su inmenso amor habla a los hombres como a amigos y se entretiene con ellos, para invitarlos y admitirlos a la comunión con Él" 303. Dios se dirige al corazón de cada creyente, nos da a su Hijo en el Pan y en la Palabra revelada, y nos envía al Espíritu Santo que otorga luces y mociones para entender la Palabra de Dios, descubrir su Voluntad y realizarla libremente en la propia vida. Recibir estas luces, atender a estas mociones, responder a ellas, pedir nueva claridad y nueva gracia para conocer y amar a Dios, estrechar la amistad con Él y servir personalmente a sus planes de salvación, todo eso es la oración, diálogo personal con Dios.
Ya en el Antiguo Testamento se advierte que la oración no es un monólogo ante una "divinidad" sorda y muda, como en las religiones paganas, sino la escucha y la respuesta a la Palabra del único Dios, vivo y verdadero. La Biblia muestra muchas veces a los Patriarcas en diálogo con Yaveh. Noé escucha su voz y obedece a sus mandatos (cfr. Gn 6, 22; 7, 5) ofreciéndole un sacrificio (cfr. Gn 8, 20-21). Abrahán recibe las promesas de Dios, cumple sus designios y habla familiarmente con Él (cfr. Gn 18, 23-33). A partir de Moisés se observa una característica singular: quien ora lo hace con la conciencia de pertenecer al pueblo de la Alianza. El presupuesto básico de la oración es, a partir de entonces, la certeza de la fidelidad absoluta de Yaveh a esa Alianza (cfr. Dt 7, 9) y la confianza inconmovible en Él, invocado como "roca" (Dt 32, 30; 2S 23, 3) y "refugio" (Sal 14, 6; 46, 2). Jueces y reyes, sacerdotes y profetas se dirigen a Dios para adorar y agradecer, para pedir perdón y alcanzar bienes temporales y eternos.
San Josemaría acude en su predicación con frecuencia a estos ejemplos. Sobre todo se sirve de los Salmos –el "libro de oraciones" por excelencia–, que compendia la oración de los amigos de Dios en el Antiguo Testamento, y lo lee como se lee en la Iglesia, a la luz y en la perspectiva de Cristo 304.
La Encarnación del Verbo confiere un nuevo sentido al diálogo del hombre con Dios. Jesucristo, la Palabra de Dios que se ha hecho carne (cfr. Jn 1, 14), es el perfecto modelo de la oración. En una de sus homilías –El trato con Dios 305–, san Josemaría pone de relieve cómo toda la vida del Señor está presidida por un continuo diálogo filial (cfr. Mt 11, 25-26): siempre se dirige a Dios llamándole "Padre": "Yo te alabo, Padre..." (Lc 10, 21); "Padre, te doy gracias..." (Jn 11, 41); y reiteradamente lo hace así en la oración sacerdotal (cfr. Jn 17, 1 ss.). Incluso cuando entrega la vida en el Calvario, eleva de nuevo su voz: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). La palabra "Padre" es la raíz y el compendio de toda la vida de oración de Cristo 306. Y lo más asombroso es que Él mismo enseña a sus discípulos a hablar con Dios llamándole "Padre" (Mt 6, 9).
En el Evangelio, revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre (Lc 11, 1-2). Notad lo sorprendente de la respuesta: (....) el Señor les indica cómo han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre 307.
Jesús no enseña sólo a dialogar con el Padre en cualquier circunstancia de la vida. Enseña también a dedicar algunos momentos exclusivamente a la oración, que es el punto que nos interesa más directamente aquí. San Josemaría observa que el Señor, además de encontrarse en coloquio permanente con su Padre, se retira también a orar en lugares solitarios dejando toda otra ocupación, e incluso pasa noches enteras en oración 308. La oración en el Huerto de los Olivos es el momento en el que más se detiene san Josemaría, porque muestra una característica esencial del diálogo de Jesús con el Padre que ha de estar presente en la oración del cristiano: la determinación de identificar la voluntad humana con la Voluntad divina, hasta la aceptación del Sacrificio de la Cruz en reparación por los pecados de los hombres 309.
La Palabra de Dios interpela. El diálogo de la oración no puede ser un hablar vano y vacío (cfr. Mt 21, 7; Lc 6, 46). Ante Dios que se manifiesta a sí mismo y nos revela lo que somos y lo que hemos de ser, no basta "oír" (audire), hay que asumir en la propia vida lo que nos dice (ob-audire, obedecer a la Palabra). "Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11, 28). Hay que escuchar con la intención de ejecutar lo que Dios pida. La oración es un diálogo sincero que ha de aspirar a traducirse en obras.
b) Diálogo con la Santísima Trinidad
La oración de un hijo de Dios es un diálogo con las tres Personas divinas. Comentando las enseñanzas de san Josemaría se ha escrito que, por la adopción sobrenatural, el hombre "es ya, en cierta manera, acogido en la comunidad familiar de Dios, en el misterio de la vida trinitaria. A través del Espíritu Santo, el cristiano alcanza, unido a Cristo, una íntima relación personal con el Padre, y recibe algo más que meros conocimientos teóricos y abstractos, algo mayor que cualquier bien de esta tierra. Adquiere una relación personal con cada una de las tres Personas divinas (...). De ahí que la oración se presenta como una conversación con cada una de las divinas Personas según su distinción personal" 310.
San Josemaría lo expresa en un tono familiar. En la oración, dice, el cristiano se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo 311. En otro lugar se refiere más ampliamente a esta realidad:
[Un hijo de Dios] honra, venera y ama al Padre como Criador, que envió a su Hijo para salvarnos. Saborea con emoción las palabras del Pater noster: Padre nuestro, que estás en los cielos... Y ama al Hijo, que se hizo carne por nosotros, siendo Primogenitus in multis fratribus (Rm 8, 29), hermano Primogénito de todos nosotros. Somos hijos de Dios Padre, y como Padre lo amamos; somos también hermanos de Jesucristo, del Hijo, y le amamos como a Dios y como a hermano. Y vemos en el Espíritu Santo al Santificador: un Maestro asentado en nuestras almas en gracia, que no se cansa de aleccionarnos y de sugerirnos divinos propósitos, para que triunfe en nosotros la Caridad 312.
Este diálogo de hijos de Dios no se mantiene con cada Persona por separado, sino en la Unidad de la Trinidad: "neque confundentes personas, neque substantiam separantes" 313. El cristiano habla con el único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Distingue las Personas pero no las separa:
– Todo el diálogo de la oración "se dirige por completo al Padre" 314, según la enseñanza del Señor: "Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre..." (Lc 11, 2). Es un diálogo filial con Dios Padre en el Hijo, que introduce al cristiano en el conocimiento del Padre: "nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo" (Mt 11, 27). Y es un diálogo amoroso porque tiene lugar gracias al Espíritu Santo, Amor mutuo del Padre y del Hijo.
– Aunque la oración se dirija siempre al Padre, también se dirige al Hijo, a Jesucristo. No hay contradicción en esto. Es una manifestación del misterio de la compenetración mutua de las Personas divinas, o presencia de cada una en las otras dos (compenetración denominada perikoresis por los Padres griegos; circumincessio en latín). San Josemaría exhorta a tratar a cada una de las Personas divinas: al Padre, que engendra al Hijo; al Hijo, que es engendrado por el Padre; al Espíritu Santo que de los dos procede. Tratando a cualquiera de las tres Personas, tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad, tratamos igualmente a un solo Dios único y verdadero 315.
Con esta premisa se puede comprender lo que vamos a decir sobre el trato con el Hijo, Jesucristo. San Josemaría enseña a dirigirse a Él en la oración como a mi Hermano y mi Amigo 316, pero también dice que es Padre y Hermano y Maestro 317. Le llama "Hermano" y "Padre" porque el sentido de la filiación divina le impele a tratar al Hijo en su distinción relativa del Padre pero en su compenetración mutua, sin separarlos: el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo (cfr. Jn 14, 11). De hecho, el mismo Jesús llama a sus discípulos no sólo "hermanos" (cfr. Jn 20, 17) sino "hijos" (cfr. Jn 13, 33; Hb 2, 13), porque el Padre está en Él, y Él les engendra a la vida sobrenatural. Esto permite entrever que cuando la oración se dirige al Hijo, se dirige también siempre al Padre. El cristiano no sólo ora "en Cristo al Padre" (como veremos en el apartado siguiente) sino que también "ora a Cristo" y, entonces, su oración se dirige asimismo al Padre, que está "en Cristo". No hay, pues, contradicción al afirmar que la oración se dirige siempre al Padre y que, sin embargo, también se dirige a Cristo.
– La oración es también diálogo con el Espíritu Santo, a quien el cristiano ha de escuchar y responder en la intimidad de su corazón. Se puede decir aquí algo semejante al párrafo anterior. El Padre y el Hijo han enviado al Espíritu Santo a los corazones no como se envía a un mensajero autónomo, sino como Espíritu del Padre y del Hijo. Y donde se encuentra una de las divinas Personas, allí están las otras dos 318.
Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo (...) nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro 319. Cuando un hijo de Dios trata al Espíritu Santo, trata también al Padre y al Hijo. Y cuando ora al Padre o al Hijo, ora al Espíritu Santo, aunque sea inconscientemente. En la medida en que se da cuenta, lo hará también de modo explícito, porque entenderá que sólo así puede "rezar como conviene" (cfr. Rm 8, 26). Dialogará "con el Espíritu Santo": no sólo le hablará sino que, sobre todo, le escuchará, porque Dios Padre y Dios Hijo hablan al cristiano por medio del Espíritu.
Un texto autobiográfico de san Josemaría condensa el itinerario de su vida de oración y permite ver cómo se conjuga la afirmación de que toda la oración del cristiano está dirigida al Padre con la evidencia de que también se dirige al Hijo y al Espíritu Santo. El punto de partida es un consejo que recibió él mismo en la dirección espiritual y que a su vez propone a los demás: No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! 320. Y lo ilustra así:
En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres... Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla..., pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. –Óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres! –Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte 321.
En síntesis, recapitulando lo anterior, cuando el cristiano toma conciencia de su condición de hijo adoptivo, no se contenta con invocar a Dios en su unidad. Como le sucede a un niño que, al crecer, comienza a reconocer personalmente a los miembros de su familia, así llega un momento en que el cristiano se sabe "miembro de la familia de Dios" (Ef 2, 19): tiene ante sí al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y se siente llamado a participar de la vida divina:
El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo 322.
Es un diálogo íntimo en el sentido más estricto, porque la Santísima Trinidad inhabita en el alma y el cristiano no necesita hacer antesala ni esperar ocasiones propicias. Basta que quiera: Recógete. –Busca a Dios en ti y escúchale 323. No está aún en la gloria, pero es ya, por la gracia, "ciudadano del Cielo" (Flp 3, 20), "miembro de la familia de Dios" (Ef 2, 19). Puede hablar en todo momento con las Personas divinas, con la naturalidad y la confianza de quien sabe que alguien muy querido espera su llamada. San Josemaría lo expresa con una imagen:
Me habéis oído decir muchas veces que Dios está en el centro de nuestra alma en gracia; y que, por lo tanto, todos tenemos un hilo directo con Dios Nuestro Señor. ¿Qué valen todas las comparaciones humanas, con esa realidad divina, maravillosa? Al otro lado del hilo está, aguardándonos, no sólo el Gran Desconocido, sino la Trinidad entera, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque donde se encuentra una de las divinas Personas, allí están las otras dos 324.
La enseñanza de san Josemaría sobre la oración hace hincapié en este carácter trinitario. Abre ante el cristiano el insospechado horizonte de la vida divina y le invita a adentrarse sin miedo en las "profundidades de Dios" (1Co 2, 10), porque a esto ha sido llamado cuando ha sido hecho hijo de Dios, partícipe de la naturaleza divina.
c) Oración "en Cristo", "en el Espíritu Santo", "en la Iglesia"
Un hijo de Dios que hace oración se dirige a las tres Personas divinas, pero esto acaece "en Cristo" y "en el Espíritu Santo". De ahí que su oración sea "cristiana" y "eclesial".
Jesucristo es el modelo de nuestra oración –ya lo vimos más arriba– pero no un modelo "exterior", pues vive en nosotros por la gracia. Un hijo de Dios en Cristo ora siempre en unión vital con Él (cfr. Jn 6, 56-57; 15, 1-7; 17, 21-26), "en el nombre" de Jesús (Jn 14, 13-14; 15, 16; 16, 23.26). Además de orar por medio de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, ora "en Cristo". Se puede decir también –y es lo mismo– que Cristo ora en él, como le gusta afirmar a san Agustín, que invita reconocer "la voz de Él en nosotros" 325. Por esto, si nuestra oración es verdadera es siempre escuchada. Y será verdadera si oramos "en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre" 326.
Ha de ser tu oración la del hijo de Dios; no la de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquellas palabras: "no todo el que dice ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el Reino de los Cielos".
Tu oración, tu clamar "¡Señor!, ¡Señor!" ha de ir unido, de mil formas diversas en la jornada, al deseo y al esfuerzo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios 327.
Por medio de la unión con Jesucristo tenemos "acceso al Padre en el Espíritu Santo" 328. La unión con Jesucristo es, en efecto, obra del Espíritu Santo. Por eso, sólo puede orar "en Cristo" quien ora "en el Espíritu Santo". El Paráclito, "Espíritu de Cristo" (Rm 8, 9), enviado a nosotros como "Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá!, Padre!" (Rm 8, 15), nos une con Cristo, nos hace hijos adoptivos y derrama en nuestros corazones la caridad (cfr. Rm 5, 5) que nos mueve a identificar la voluntad con la de Cristo. Entonces se realiza la promesa de Jesús: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14, 23). El cristiano es introducido en la vida íntima de la Santísima Trinidad y puede dialogar con las Personas divinas.
No acaba ahí, sin embargo, la acción del Paráclito. Es tanta la grandeza de la vida sobrenatural que no seríamos capaces de dialogar con la Santísima Trinidad si no fuera porque el mismo Espíritu Santo "acude en ayuda de nuestra flaqueza" (cfr. Rm 8, 26), para que podamos orar como conviene. Es el Maestro interior 329 que pone su "escuela" en el centro del alma para enseñar a los hijos adoptivos a dialogar con Dios 330.
Esta oración es siempre personal pero nunca individualista, aislada de los demás, porque el Espíritu Santo une a los cristianos con Cristo formando un Cuerpo que es la Iglesia (cfr. 1Co 12, 27). Tener espíritu católico implica que ha de pesar sobre nuestros hombros la preocupación por toda la Iglesia, no sólo de esta parcela concreta o de aquella otra; y exige que nuestra oración se extienda de norte a sur, de este a oeste, con generosa petición 331. Quien ora, aunque lo haga individualmente, lo hace siempre como miembro de ese Cuerpo y en comunión con los demás miembros. "Padre nuestro...", decimos, empleando el plural, porque la oración, o es oración en comunión con los demás miembros de la Iglesia o no es oración cristiana. Y como el vínculo perfecto de unión con los demás es la caridad, la oración pide abandonar cualquier disposición interior actualmente voluntaria incompatible con la caridad hacia el prójimo. "Cuando vayáis a orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, a fin de que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestros pecados" (Mc 11, 25).
San Lucas, con una pincelada, retrata la manera de obrar de los primeros fieles: animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración (Hch 1, 14) 332. La dimensión "eclesial" de la oración se manifiesta visiblemente cuando el cristiano reza junto con otros fieles (cfr. Hch 1, 14.24; 4, 24-31) –y el Señor otorga a esta oración especial eficacia (cfr. Mt 18, 19-20)–, sobre todo cuando participa en el culto litúrgico, cuya cima es la Eucaristía. Elocuente es, de nuevo, el testimonio de los primeros cristianos que "perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2, 42). Pero el cristiano debe también recogerse para orar al Padre "en su aposento" (Mt 6, 6) 333. En todo caso, la oración cristiana es siempre "personal y comunitaria" 334: si se realiza de modo individual, debe hacerse en unión con la Iglesia; y si se lleva a cabo en común, ha de ser personal, sin anonimato. El diálogo es esencialmente interpersonal.
Cuando se dice que la oración es "personal y comunitaria", no hay que entender este último término como si el sujeto de la oración fuese "la comunidad" y la persona quedase en el anonimato. San Josemaría sale al paso de tal deformación:
Tú –como todos los hijos de Dios– necesitas también de la oración personal: de esa intimidad, de ese trato directo con Nuestro Señor –diálogo de dos, cara a cara–, sin esconderte en el anonimato 335.
No podemos caer en una oración impersonal (...); hemos de salir del anonimato, ponernos en su presencia tal como somos, sin emboscarnos en la muchedumbre que llena la iglesia, ni diluirnos en una retahíla de palabrería hueca, que no brota del corazón, sino todo lo más de una costumbre despojada de contenido 336.
Al afirmar que la Iglesia (o la comunidad cristiana) ora, se quiere decir que oran personalmente los miembros de la Iglesia y que lo hacen en comunión con Cristo, Cabeza del Cuerpo, y con los demás miembros. Con la expresión "personal y comunitaria", se excluyen las deformaciones del individualismo y del anónimo comunitarismo en la oración.
d) "Con María, la Madre de Jesús"
La oración de un hijo de Dios, al ser "en el Espíritu Santo" y, por tanto, "en la Iglesia", no puede prescindir de María. El cristiano ha de conducirse como los primeros discípulos que perseveraban unánimes en la oración "con María, la madre de Jesús" (Hch 1, 14). "Con Ella" en dos sentidos: "junto a Ella", aprendiendo de la Virgen a orar: María, Maestra de oración. –Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra 337; y, sobre todo, "por medio de Ella", como medianera de todas las gracias. Oración, lo sabemos todos, es hablar con Dios (...) poniendo por Medianera a Santa María 338.
El cristiano se une a Dios tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestro fracasos 339. San Josemaría considera que es una madre que no se hace rogar, que incluso se adelanta a nuestras súplicas, porque conoce nuestras necesidades y viene prontamente en nuestra ayuda, demostrando con obras que se acuerda constantemente de sus hijos 340. Nosotros "no sabemos lo que debemos pedir como conviene" (Rm 8, 26), es el Espíritu Santo quien lo sabe y nos forma como hijos de Dios por medio de la Virgen María. Por eso Ella conoce también lo que nos conviene. Pidamos a la Madre de Dios, que es nuestra Madre, que nos prepare el camino que lleva al amor pleno: Cor Mariæ dulcissimum, iter para tutum! Su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo 341. En la economía de la Redención no hay unión con la Santísima Trinidad ni verdadero diálogo con las Personas divinas sin la mediación materna de María, aun cuando no se explicita esta presencia.
Cuando el cristiano ora a la Santísima Trinidad "con María", le acompañan y le asisten, lo sepa o no, todos los Ángeles y los Santos de la corte celestial 342. Si es consciente de esta realidad, se dirigirá también a ellos en la oración para pedir su intercesión y, en el caso de los Santos, para aprender su ejemplo 343. Principalmente acudirá a san José, que guía e introduce a la intimidad con María y con Jesús. De San José dice Santa Teresa, en el libro de su vida: "Quien no hallare Maestro que le enseñe oración, tome este glorioso Santo por maestro, y no errará en el camino". –El consejo viene de alma experimentada. Síguelo 344. Después, a todos los santos, especialmente a aquellos con los que está unido por algún vínculo de parentesco espiritual o de patrocinio. En este sentido, se puede señalar que san Josemaría enseñaba a comenzar y concluir los ratos de oración mental con una invocación a la Santísima Virgen, a san José y al Ángel custodio 345.
El tema de la oración es Dios y nosotros mismos; Dios y nuestra relación con Él. En un punto de Camino citado más arriba, san Josemaría lo resume así: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" –¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!" 346. La oración es un diálogo "sobre Él y sobre ti", no separadamente –por un lado la especulación teológica y por otro el análisis del propio yo y de la propia vida ("alegrías, tristezas... preocupaciones diarias, flaquezas")– sino conjuntamente: un diálogo con Dios en la perspectiva de la identificación con Él. En este sentido se resume en "conocerle y conocerte: tratarse".
Al hablar aquí de conocimiento, san Josemaría se refiere a un conocimiento amoroso, al conocimiento que no se alcanza sólo con la reflexión o el estudio: requiere el trato personal. Cuanto más íntimo sea, mayor será el conocimiento; y cuanto mayor sea el conocimiento, tanto más se buscará el trato.
Vamos a fijarnos primero en estos dos aspectos, el conocimiento y el trato. Luego hablaremos de la formas de la oración a las que también hace referencia el punto de Camino: "acciones de gracias y peticiones; amor y desagravio...".
a) "Conocerle y conocerse"
La oración presupone un cierto conocimiento de Dios y de nuestra relación con Él, que germina por medio del diálogo en un "conocerle y conocerse" cada vez más profundo: conocer a Dios Uno y Trino, Creador, Redentor y Santificador; y tener conciencia de nuestra relación con Él: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre 347.
Un texto de san Josemaría amplía este aspecto del punto de Camino:
Oración, lo sabemos todos, es hablar con Dios; pero quizá alguno pregunte: hablar, ¿de qué? ¿De qué va a ser, sino de las cosas de Dios y de las que llenan nuestra jornada? Del nacimiento de Jesús, de su caminar en este mundo, de su ocultamiento y de su predicación, de sus milagros, de su Pasión Redentora y de su Cruz y de su Resurrección. Y en la presencia del Dios Trino y Uno, poniendo por Medianera a Santa María y por abogado a San José Nuestro Padre y Señor –a quien tanto amo y venero–, hablaremos del trabajo nuestro de todos los días, de la familia, de las relaciones de amistad, de los grandes proyectos y de las pequeñas mezquindades. El tema de mi oración es el tema de mi vida 348.
Con estas palabras compendia en qué consiste el "conocerle y conocerse". Conocerle es penetrar en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, en su vida oculta y en su enseñanza pública, en su Pasión, Muerte y Resurrección, y llegar al conocimiento de Dios Uno y Trino, por la mediación de María Santísima y la intercesión de san José... Aquí está dicho lo fundamental, aunque no sea todo lo que comprende el "conocerle".
En cuanto al "conocerse", si se tratase de un diálogo humano, diríamos que para mantenerlo hace falta "darse a conocer", lo que supone conocerse a sí mismo. Cuando se trata del diálogo con Dios, en cambio, no es necesario "darse a conocer", porque Él conoce todo, hasta los más profundos secretos del corazón (cfr. Sal 138[139], 1-16). Quizá por esto san Josemaría no habla de "darse a conocer a Dios" sino simplemente de "conocerse", como contenido de la oración. Es un conocerse ante Dios que resulta imprescindible para saberse conocidos por Él y dialogar en la oración. Se trata de conocer la verdad más íntima sobre uno mismo en relación con Dios: nuestra indigencia de criaturas, nuestra miseria de pecadores, nuestra grandeza de hijos de Dios y la misión apostólica que lleva consigo (las almas, la Iglesia, son, para un hijo de Dios, tema principal de su oración). Pero no teóricamente, sino a través de las incidencias diarias, que son materia de santificación y de apostolado. San Josemaría menciona aquí "el trabajo de todos los días, la familia, la relaciones de amistad...", tal como se ven desde las intenciones del corazón, con "los proyectos personales, las pequeñas mezquindades...". Todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial 349. Su consejo es comportarse con sencillez. No hagáis literatura: contadle las cosas vuestras, vuestras inquietudes y vuestras alegrías, vuestras ocupaciones... 350 Los diversos aspectos de la propia existencia se convierten en contenido de oración cuando se ven ante Dios.
El resumen es que "el tema de mi oración es el tema de mi vida". La oración no se queda en una reflexión sobre Dios ni en una introspección psicológica. Su tema es el encuentro con Dios en la vida diaria o, con otras palabras, "la vida de Cristo en mí", el misterio cristiano. Pilar Urbano lo ha expresado con agudeza al escribir que san Josemaría "es un hombre que vive de lo que reza y que reza de lo que vive" 351.
b) "Tratarse"
Esta expresión pone de manifiesto que orar no es sólo dirigirse a Dios: la oración es trato mutuo. Dios escucha a sus hijos y también les habla. Y el que ora ha de escuchar a Dios y hablarle, respondiendo a su Palabra.
Dios habla –ya lo hemos dicho– a través de las cosas creadas y de la historia, y a través de la Revelación sobrenatural. Y Jesucristo es la plenitud de la manifestación de Dios: la Palabra hecha carne (cfr. Jn 1, 14). Como escribe san Juan de la Cruz, al darnos Dios a su Hijo "todo nos lo habló junto y de una sola vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar" 352. En el diálogo de la oración, la Palabra de Dios es Cristo. Para dialogar con Dios es preciso escuchar lo que nos dice, o sea lo que hizo y enseñó: "Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle" (Mc 9, 7). El Espíritu Santo ilumina para que entendamos y vivamos la Palabra de Dios, Cristo. Se trata en último término de acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos 353.
San Josemaría insiste muchas veces en este punto crucial, concretándolo en el consejo práctico de contemplar la vida de Jesús sirviéndose del Evangelio y también de los libros de los santos y maestros de vida espiritual:
Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo. Por eso, aconsejo siempre la lectura de libros que narran la Pasión del Señor. Esos escritos, llenos de sincera piedad, nos traen a la mente al Hijo de Dios, Hombre como nosotros y Dios verdadero, que ama y que sufre en su carne por la Redención del mundo 354.
Al ser un diálogo con Jesucristo, por Él y en Él, el lugar por excelencia para hacer oración es al lado del Sagrario, acompañando al que se quedó por Amor (...), con el convencimiento de que Jesucristo nos ve, nos oye, nos espera y nos preside desde el Tabernáculo, donde está realmente presente escondido en las especies sacramentales 355. El deseo de san Josemaría es que el Señor se encuentre en el Sagrario rodeado del amor con que le acogía la familia de Betania: el amor que se manifiesta en las atenciones de Marta, en la escucha atenta de María, en la conversación familiar y afectuosa de todos.
Para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro 356.
Evidentemente, las exigencias del trabajo o de la familia y otras circunstancias de la vida impedirán con frecuencia a un fiel corriente acudir físicamente al Sagrario para tener ahí sus ratos de oración. No ha de olvidar entonces que Dios está junto a nosotros de continuo 357. Siempre puede recogerse interiormente para mantener un diálogo con la Santísima Trinidad presente en el "sagrario" de su alma en gracia.
Ya sabes lo que es vida interior: vida de trato con Dios. Y ¿dónde buscarás a Dios? A Jesucristo lo encuentras en la Sagrada Eucaristía, porque la fe te dice, que, escondido en las especies sacramentales, está Él: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Pero, además, mientras te conserves en gracia de Dios, mientras no tengamos la persuasión de haber ofendido a Nuestro Señor, el Espíritu Santo –que tomó posesión de ti en el Bautismo– está dentro de ti, en el centro de tu alma; y con el Espíritu Santo se encuentran el Padre y el Hijo. ¡Eres como un sagrario de la Trinidad Santísima! 358
En el Sagrario y en el alma en gracia, Dios espera siempre la conversación de sus hijos. Un modo de cercanía remite al otro. Hay una continuidad entre la presencia eucarística del Señor en quien recibe la Sagrada Comunión y la inhabitación de la Santísima Trinidad, que san Josemaría procura subrayar, porque es fundamental para mantener un intenso diálogo con Dios cuando los ratos de oración tienen lugar en medio de la calle o en cualquier otro sitio; y también porque es clave para prolongar la presencia de Dios más allá de esos ratos.
Cuando hayáis comulgado, y el corazón se os vaya a dar gracias a Dios, considerad que habéis recibido la Humanidad Santísima de Jesucristo –su Cuerpo, su Sangre, su Alma– y su Divinidad; y, con Jesucristo, toda la Trinidad, porque el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo son inseparables. Pensad que, al destruirse las especies sacramentales, desaparece la presencia real, pero queda en nuestras almas y en nuestros cuerpos –que son su templo (cfr. 1Co 3, 16)– Dios Espíritu Santo. Ya veis: no sólo pasa Dios, sino que permanece en nosotros. Por decirlo de alguna manera, está en el centro de nuestra alma en gracia, dando sentido sobrenatural a nuestras acciones, mientras no nos opongamos y lo echemos de allí por el pecado. Dios está escondido en vosotros y en mí, en cada uno 359.
A su vez, cuando el cristiano tiene viva conciencia de la filiación divina y, por tanto, de la inhabitación de la Trinidad en su alma, nace en él una ardiente sed de participar en la Santa Misa y de recibir a Cristo en la Eucaristía 360.
c) Adorar, agradecer, pedir
El trato con Dios en la oración puede adoptar formas diversas. En san Josemaría están siempre empapadas del sentido de la filiación divina y de la santificación en medio del mundo.
"La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador" 361, dice el Catecismo recogiendo la doctrina tradicional. De modo específico cabe subrayar que se trata de la adoración como hijos de Dios, que se reconocen no sólo creados, sino también elevados por la gracia, redimidos y santificados. Es una adoración llena de confianza filial y de amor, dirigida a las tres Personas divinas, en su unidad y en su distinción relativa. Esta actitud debe penetrar de extremo a extremo toda la oración de un hijo de Dios: Que tu oración sea siempre un sincero y real acto de adoración a Dios 362.
A la adoración puede asimilarse la alabanza. "Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo", es la expresión más profunda y sencilla de la alabanza a Dios que, en muchas ocasiones, alimenta los ratos de oración de san Josemaría, a la vez que enseña a repetirla con frecuencia a lo largo del día 363.
Cabe señalar alguna diferencia entre adoración y alabanza. Adoramos a Dios por sus obras, como Creador y Padre nuestro; le alabamos, en cambio, "por Él mismo (...), no por lo que hace, sino por lo que Él es" 364. Mientras que la adoración sólo se puede referir a Dios, la alabanza se puede dirigir también a los Ángeles y a los Santos, especialmente a la Virgen María, porque al alabarles por lo que son, adoramos a Dios por sus obras. En la Visitación, santa Isabel alaba a María: "Bendita tú entre las mujeres..."; y María adora a Dios: "Glorifica mi alma al Señor (...) porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso" (Lc 1, 46-48). Como es lógico, en la enseñanza de san Josemaría se distingue claramente la adoración a Dios de la alabanza a la Virgen y a los santos.
La acción de gracias es la forma de oración que expresa nuestra donación a Dios como respuesta a sus dones. Puesto que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Él, hemos de permanecer siempre en "acción de gracias". Ut in gratiarum semper actione maneamus! 365, enseña a repetir san Josemaría: demos gracias a Dios Nuestro Señor, por todo: por lo que parece bueno, y por lo que parece malo; por lo pequeño y por lo grande; por lo temporal y por lo que tiene alcance eterno 366. Cualquier acontecimiento y cualquier necesidad pueden dar pie para una oración de acción de gracias (que muchas veces continúa en la petición). Dos ejemplos:
¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... –¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo! 367
Ut in gratiarum semper actione maneamus! Dios mío, gracias, gracias por todo: por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir. Los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas! 368
Sobre la oración de petición conviene hacer primero una observación relacionada con la etimología. No es lo mismo "orar" que "pedir". La petición es sólo una forma de la oración, aunque a veces se emplean como sinónimos.
Como ya hemos dicho, "oración" proviene de "oratio", que significa discurso. En latín se distingue bien el orar del pedir. Entre los autores cristianos, ya desde Tertuliano (s. II), se emplea el término orare (a Dios) como equivalente del griego "homileo-", que significa tratar a alguien, conversar 369, mientras que la petición a Dios – prex, plegaria– es el equivalente de "eukhe-". Sin embargo, para distinguir la petición de los cristianos a Dios de la petición de los paganos, Clemente de Alejandría une en la misma época (s. II) los dos términos, el "pedir" y el "orar": "La plegaria es una conversación "homilía" con Dios" 370. No sorprende por esto que en la tradición se usen a veces como sinónimos orar y pedir. De hecho, en algunas lenguas modernas, el término principal para referirse a la oración es el de "petición" (prière, en francés; prayer en inglés;preghiera en italiano; en cierto modo también Gebet en alemán), lo cual lleva consigo una tendencia a identificar el "orar" con el "pedir", aunque en la práctica esto no significa una reducción del orar al pedir sino más bien una ampliación del pedir al orar.
En castellano no se presenta esta dificultad porque el término principal es "oración", mientras que la "petición" es sólo una de sus formas. Así sucede en las obras de san Josemaría: la oración es una conversación con Dios que, con frecuencia, pero no siempre, es petición. En este mismo sentido empleamos aquí los términos.
La oración de petición tiene a su vez dos modos: la petición de perdón y la petición de ayuda, para uno mismo o para otros. Se suele decir que "la petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición" 371, porque al expresar el arrepentimiento por lo que separa de Dios, se desea y alcanza la amistad con Él, fundamento de toda otra petición o súplica. Las dos formas de petición pueden verse en el Padrenuestro: "danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas..." (Mt 6, 11 s.).
Los textos de san Josemaría sobre la oración de petición son muy numerosos y tratan multitud de aspectos que aquí no es posible ni siquiera resumir. En la base de todos se encuentra siempre el sentido de la filiación divina, que conduce a que la petición esté llena de seguridad, porque es una petición "en nombre de Cristo": "Si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá" (Jn 16, 23). Saberse ipse Christus lleva a pedir según la voluntad de Cristo. Y "esta es la confianza que tenemos en Él: si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y puesto que sabemos que nos va a escuchar en todo lo que pidamos, sabemos que tenemos ya lo que le hemos pedido" (1Jn 5, 14-15).
Hay que pedirle que se haga su voluntad. Puedes decirle: si me conviene, Señor, concédeme luz; si no me conviene, dame paciencia y alegría, y que esté contento. Porque muchas veces pedimos cosas que no nos convienen. Desde hace muchos años he puesto el mismo ejemplo: un niño pequeñito tienen ilusión de encender cerillas. ¡Le parece estupendo! Pero su madre enseguida le quita las cerillas. El niño llora y patalea y dice: ¡mamá es mala, porque me quita este juguete con el que yo me divertía! Y no: la madre es buena, no da gusto al crío porque no le conviene, porque corre el peligro de prenderse fuego a la ropa, de morir o de tener graves quemaduras. Pues Dios Nuestro Señor, a veces, cuando le pedimos, como tenemos una inteligencia medianeja y Él en cambio es la Sabiduría; como somos sus hijos y Él nos quiere más que una madre; como somos unos pobres hombres y Él es Omnipotente, si nos conviene nos concede aquello que pedimos, y si no nos conviene, no nos lo da. Nosotros podemos decirle lo que decía una santa que ha estado cerquita de Portugal algunas veces: Jesús, haz que convenga... ¿Sabéis quién era? Teresa de Jesús 372.
Estas palabras reflejan también cómo el sentido de la filiación divina transforma la súplica en petición confiada de hijo pequeño 373, confiriéndole unas características peculiares de las que hablaremos después 374.
Las tres formas de oración que se han mencionado miran hacia Dios, pues a Él es a quien adoramos, damos gracias y pedimos perdón y ayuda. A esto hay que añadir otro movimiento del alma que mira hacia nosotros: los propósitos de mejorar la propia vida de hijos de Dios, de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma 375. Más que una forma de oración, se sigue de ella. Como fruto [de los ratos dedicados a la oración], saldrán siempre propósitos claros, prácticos, de mejorar tu conducta, de tratar finamente con caridad a todos los hombres, de emplearte a fondo –con el afán de los buenos deportistas– en esta lucha cristiana de amor y de paz 376.
En la oración están implicadas todas las facultades de la persona. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad 377. Es un acto de conocimiento y de amor al que concurren los afectos y en el que intervienen todas nuestras potencias.
Principalmente es un acto de las virtudes que tienen a Dios por objeto: la fe, la esperanza y la caridad 378. Se puede decir que los actos de esas virtudes teologales son como las palabras del diálogo con Dios, y que cada frase de esta conversación implica el actualizarse de las tres virtudes.
Pero también las virtudes humanas tienen su función en la oración. Ya sabemos que cuando se trata de convertir las obras en oración las virtudes humanas son imprescindibles porque sólo si estas obras son virtuosas, pueden ser elevadas por la gracia 379. Pero tienen también un puesto de relieve en los ratos dedicados exclusivamente a la oración. Se necesitan no sólo, como dicen algunos autores 380, porque proporcionan el sosiego y las demás disposiciones interiores necesarias para la oración, sino también porque la misma vida ordinaria del cristiano, que debe ser ejercicio de esas virtudes, es materia de los ratos de oración.
Sin detenernos en las virtudes, veremos a continuación muy sintéticamente cómo se refiere san Josemaría al papel de las diversas facultades en la oración. Luego nos referiremos a la oración contemplativa, en la que todo adquiere una profunda unidad y se simplifica.
a) Las facultades humanas en la oración
La oración es un diálogo en el que intervienen todas las facultades de la persona elevadas por las virtudes cristianas y los dones del Espíritu Santo.
La inteligencia busca "comprender el porqué y el cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor pide" 381. Santo Tomás destaca especialmente este papel de la razón en la oración: "oratio... est rationis actus" 382. En esta misma línea, san Josemaría corrobora que en los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor (...) la inteligencia –ayudada por la gracia– penetra, de realidades sobrenaturales, las realidades humanas 383. Al destacar el papel de la inteligencia en la oración, ataja el peligro, relativamente frecuente, de confinarla al ámbito de los sentimientos. Mediante la oración ha de crecer el conocimiento de Dios y de nuestra relación con Él, aunque en esta tierra será siempre imperfecto, sin la inmediatez que tendrá en la gloria por la visión cara a cara de Dios. "Ahora –dice san Pablo– conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido" (1Co 13, 12).
La oración no es sólo actividad del intelecto sino también de la voluntad que ama con amor filial, en respuesta al amor de Dios que "nos ha amado primero" (1Jn 4, 19). Es un acto de la voluntad porque es expresión de amor filial. Entre los maestros de vida espiritual, san Buenaventura ha insistido más en este aspecto, al describir la oración como "pius affectus mentis in Deum" 384. Muchas consideraciones de san Josemaría se mueven en esta línea. Oración: es la hora de las intimidades santas y de las resoluciones firmes 385. Además, la voluntad tiene también el papel de imperar sobre las demás facultades para concentrarlas en el diálogo con Dios, sujetando, por ejemplo, la imaginación o evitando otras distracciones. Cuando hagas oración haz circular las ideas inoportunas, como si fueras un guardia del tráfico: para eso tienes la voluntad enérgica que te corresponde por tu vida de niño. –Detén, a veces, aquel pensamiento para encomendar a los protagonistas del recuerdo inoportuno 386.
Los sentimientos y los afectos tienen asimismo su función. San Hilario escribe que la oración es "affectus cordis" 387, y santa Teresa de Jesús invita a servirse de los estados de ánimo para dialogar con Dios en la oración: "Si estáis alegre, miradle resucitado... Si estáis con trabajos o triste, miradle camino del huerto... o miradle atado a la columna, lleno de dolores... por lo mucho que os ama" 388. Por su parte, san Josemaría exhorta: ¡No contengáis el corazón! Cuando habléis interiormente, sin ruido de palabras, con el Señor (...) decid lo que se os venga al corazón, aunque os parezcan simplezas 389. Si la oración es un diálogo amoroso, es lógico que afloren los afectos. "Et in meditatione mea exardescit ignis" –Y, en mi meditación, se enciende el fuego. –A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz 390. Pero se trata siempre de elevar los afectos a Dios, no de buscar la satisfacción en ellos, que sería como convertirlos en fin, con el peligro de abandonar la oración cuando no se tienen. La oración no es cuestión de sentir, sino de amar. Y se ama, esforzándose en intentar decir algo al Señor, aunque no se diga nada 391.
La memoria desempeña el importante papel de hacer presente el tema de la oración, trayendo al pensamiento las obras de Dios y su amor por nosotros: la Revelación divina –principalmente lo que Jesús hizo y enseñó– y nuestra relación con Dios como hijos suyos en Cristo. Yo quisiera –aconseja san Josemaría– que, cerrando los ojos de la carne, contemplarais la vida de Cristo como en una película; que fuerais actores de su vida, estando con los Apóstoles y con las santas mujeres, más cerca de Jesús que San Juan 392. No se trata simplemente de evocar algo pasado, porque las palabras y acciones de Cristo, por ser obras de la Segunda Persona divina a través de su naturaleza humana, tienen una actualidad que trasciende el tiempo: "todo lo que Cristo es y lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente" 393. No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive! 394
Iesus Christus heri, et hodie: ipse et in saecula; Jesucristo el mismo que ayer es hoy; y lo será por los siglos (Hb 13, 8). Jesucristo vive, con carne como la mía, pero gloriosa; con corazón de carne como el mío. Scio enim quod Redemptor meus vivit, sé que mi Redentor vive(Jb 19, 25). Mi Redentor, mi Amigo, mi Padre, mi Rey, mi Dios, mi Amor, ¡vive! Se preocupa de mí 395.
El diálogo con el Señor en la oración no es una ficción: podemos hablarle y escucharle como le hablaron y escucharon los Apóstoles. Refiriéndose concretamente a la meditación de la Pasión del Señor, escribe san Josemaría: ¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca, a Jesús?... Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas 396.
La imaginación, dice san Josemaría, nos sirve, y mucho, en bastantes ocasiones, para hacer la oración 397. Permite "completar" los datos de la memoria –por ejemplo, las escenas de la vida de Jesús– con detalles que ayudan a establecer el diálogo, introduciéndose en los pasajes del Evangelio como un personaje más 398.
Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones 399.
Como se ve en estas palabras, cuando san Josemaría anima a introducirse en el Evangelio "como un personaje más" y a "imaginar la escena", "no invita al lector a viajar con la imaginación en el tiempo para recrear un relato ambientado en un pasado lejano, sino a contemplar el mundo actual que cada uno tiene por delante, y a acudir al texto sagrado como punto de referencia para valorar en sus justas dimensiones sobrenaturales la propia experiencia" 400.
También la misión apostólica –el afán de extender el Evangelio por el mundo– es tema de la oración, como ya hemos visto 401. De ahí el consejo: Antes de hablar a las almas de Dios, hablad mucho a Dios de las almas 402. Y para eso es necesario muchas veces emplear la imaginación: soñad, y os quedaréis cortos 403, decía a quienes participaban en sus proyectos apostólicos, invitándoles a poner la imaginación al servicio de la esperanza, confiados en la gracia divina.
Concluyendo, en la oración intervienen todas las facultades del alma, aunque no siempre en la misma medida. Sin embargo, cuando el amor es intenso, la oración puede simplificarse mucho, por don de Dios, dando paso a la contemplación, gracias a la connaturalidad creada por el mismo amor. Lo veremos a continuación.
b) La contemplación en los ratos de oración mental
Escribe san Josemaría, refiriéndose a los ratos dedicados a la oración mental, que el cristiano necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con Él 404. El diálogo de la oración no siempre tiene lugar por medio de palabras interiores que expresan conceptos o imágenes. A veces consiste sencillamente en "estar con Él", en intensa compenetración: con toda la atención de la mente, de las energías de la voluntad y de los afectos del corazón, pero sin necesidad de palabras.
Esto es, en efecto, la contemplación: una oración que no necesita la manifestación verbal, ni exterior ni interior, para tratar con Dios. Es "la expresión más sencilla del misterio de la oración" 405: una simple mirada de amor a Dios, que introduce profundamente en el misterio de la Santísima Trinidad. Como escribe santa Teresa de Jesús, "lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma –podemos decir– por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria" 406. El amor, a veces, consiste en decirse las mismas cosas o en no decirse nada, en mirarse, en contemplarse. De cara a Dios es igual. ¿Una oración con mucha conversación? ¡Muy bien! ¿Una oración sin conversación, sintiéndose en la presencia de Dios y sabiéndose mirado? ¡Muy bien también! 407
Todo lo que se dijo en el capítulo 1º acerca de la contemplación en general –referida también a la vida ordinaria– puede aplicarse al caso particular de la contemplación en los ratos de oración. Remitimos a las páginas correspondientes del primer volumen 408. Ahora añadimos solamente tres observaciones.
La primera es que la función de las virtudes morales en la contemplación durante los ratos de oración mental consiste sobre todo en disponer o preparar el alma. Su influjo es necesario, por ejemplo, para la serenidad interior y para evitar la agitación de sentimientos y pasiones que distraen y enturbian el espíritu, impidiendo concentrar la mirada en Dios. Santo Tomás menciona en particular la necesidad de la virtud de la pureza: "virtus castitatis maxime reddit hominem aptum ad contemplationem" 409. Esta afirmación es coherente con las palabras de Jesús: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5, 8). No obstante, podemos decir aquí algo semejante a lo que hemos señalado en el apartado anterior: el papel de las virtudes humanas no se limita a pacificar el alma, puesto que también la misma vida ordinaria –campo de actuación de esas virtudes– es objeto de la contemplación en los ratos de oración. Recuérdese lo que dice san Josemaría: "el tema de mi oración es el tema de mi vida".
La segunda observación es que buscar la contemplación en los ratos de oración –es decir, disponerse a recibir ese don de Dios 410, movidos por su gracia– es camino para recibir otro don: el de ser contemplativos en las actividades de la jornada.
Por último conviene recordar –aplicando a la contemplación en los ratos de oración mental lo que ya se dijo acerca de la contemplación en general– que la oración contemplativa no es un fenómeno extraordinario, sino algo que pertenece al normal desarrollo de la vida de oración 411. La contemplación no es cosa de privilegiados 412. Cualquier cristiano puede ser contemplativo. Y debe aspirar a serlo pidiendo esta gracia al Espíritu Santo, porque puede y debe vivir como hijo de Dios. Al hablar de la contemplación en la homilía Hacia la santidad, san Josemaría aclara:
No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría 413.
c) "Hay infinitas maneras de orar"
San Josemaría no recomienda ningún método fijo para hacer oración. Está convencido de que, lo mismo que a caminar se aprende caminando, a hacer oración se aprende haciéndola. ¿Que no sabes orar? –Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: "Señor, ¡que no sé hacer oración!...", está seguro de que has empezado a hacerla 414.
La oración es un don inestimable de Dios que nos admite a dialogar familiarmente con Él. No tendría sentido pretender estar a la altura con las fuerzas humanas. Resultaría lógico sentirse inadecuado si no fuera porque somos hijos suyos, porque el Señor nos ha enseñado a orar y porque hemos recibido al Espíritu Santo que auxilia nuestra debilidad.
Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración! (Lc 11, 1). Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables (Rm 8, 26) 415.
Es terminante la recomendación de san Josemaría de ser constantes y de no abandonar nunca la oración, aunque las circunstancias sean adversas: aparente falta de tiempo, desgana, sequedad interior, etc. He aquí uno de los argumentos que emplea: Asegura Santa Teresa que "quien no hace oración no necesita demonio que le tiente; en tanto que, quien tiene tan sólo un cuarto de hora al día, necesariamente se salva"..., porque el diálogo con el Señor –amable, aun en los tiempos de aspereza o de sequedad del alma– nos descubre el auténtico relieve y la justa dimensión de la vida. Sé alma de oración 416. Su postura es neta: No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter 417. De ahí un principio práctico claro: Cuando vayas a orar, que sea éste un firme propósito: ni más tiempo por consolación, ni menos por aridez 418.
Aconseja comenzar y concluir con una breve oración vocal. Para el inicio empleaba y enseñaba la siguiente:
Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados, y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, San José, mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí.
Y como oración conclusiva solía pronunciar estas palabras:
Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación; te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía Inmaculada, San José, mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí.
Considera que muchas veces será útil leer o traer a la memoria algún pasaje del Evangelio o una oración de la liturgia, aplicar la mente a lo que se ha leído y comenzar el diálogo de la oración que puede desembocar en la contemplación.
Cuando haces oración –no me refiero ahora a esa oración continuada, que abarca el día entero, sino a los dos ratos que dedicamos exclusivamente a tratar con Dios, bien recogidos de todo lo exterior–, cuando empiezas esa meditación, frecuentemente –dependerá de muchas circunstancias– te representas la escena o el misterio que deseas contemplar; después aplicas el entendimiento, y buscas enseguida un diálogo lleno de afectos de amor y de dolor, de acciones de gracias y de deseos de mejora. Por ese camino debes llegar a una oración de quietud, en la que es el Señor quien habla, y tú has de escuchar lo que Dios te diga 419.
Estas fases se han llamado tradicionalmente lectura, meditación, oración y contemplación 420. Sin embargo, para san Josemaría no constituyen un método obligado. Invita simplemente a comportarse como hijos que tratan con confianza a su Padre Dios.
Me atrevo a asegurar, sin temor a equivocarme, que hay muchas, infinitas maneras de orar (...). Cada uno de vosotros, si quiere, puede encontrar el propio cauce, para este coloquio con Dios. No me gusta hablar de métodos ni de fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie: he procurado animar a todos a acercarse al Señor, respetando a cada alma tal como es, con sus propias características. (...) Hay mil maneras de orar, os digo de nuevo. Los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre. El amor es inventivo, industrioso; si amamos, sabremos descubrir caminos personales, íntimos, que nos lleven a este diálogo continuo con el Señor 421.
Un hijo de Dios debe considerar que su Padre del Cielo quiere que se dirija a Él con sencillez y confianza filial, empleando palabras propias y escuchándole.
Si en algún momento –ante el esfuerzo, ante la aridez– pasa por vuestra cabeza el pensamiento de que hacemos comedia, hemos de reaccionar así: ha llegado la hora maravillosa de hacer una comedia humana con un espectador divino. El espectador es Dios: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo: la Trinidad Beatísima. Y con Dios Señor nuestro, nos estarán contemplando la Madre de Dios, y los ángeles y los santos de Dios 422.
d) Oración de hijos pequeños de Dios
En este apartado vamos a tratar tres puntos de la enseñanza de san Josemaría que enunciamos ahora porque conviene tenerlos presente desde el principio, aunque no los separaremos en la exposición. Primero, que la oración de un cristiano que se sabe hijo de Dios ha de ser siempre la de un hijo pequeño, pero que hay muchos modos de hacer oración como hijos pequeños. Segundo, que san Josemaría siguió personalmente uno de esos modos, que corresponde a lo que llamó en Camino "infancia espiritual" y "vida de infancia", pero que no lo propone a todos, aunque invita a conocerlo. Y tercero, que la doctrina de san Josemaría en este tema coincide sólo en parte con la de santa Teresa de Lisieux.
Hemos visto que san Josemaría no recomienda ningún método de oración en particular. Se limita a enseñar que debe ser "filial", porque quien ora es un hijo de Dios y su oración ha de estar empapada del sentido de la filiación divina. Concretamente enseña que ha de ser una oración de "hijos pequeños".
La idea de que somos como "niños pequeños" delante de Dios y la correlativa de "infancia espiritual" tienen una antigua tradición 423, fundada en la advertencia de Jesús: "si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3). Viejo camino interior de infancia, siempre actual 424, comenta san Josemaría, después de citar esas palabras. Llama "camino interior de infancia" o "vida de infancia" a la senda que muestra el Señor al decir "si no os convertís y os hacéis como los niños...": una senda que san Josemaría recorrió personalmente a lo largo de toda su vida, movido por la gracia de Dios. Aún en 1969 confiaba a los que le acompañaban: Pido a Dios y a su Madre Santísima que me hagan cada día más pequeño 425.
La "vida de infancia espiritual" surge en san Josemaría "como una concreción interior y existencial" 426 del sentido de la filiación divina. La experiencia de la filiación divina que Dios le concedió en 1931 "estuvo existencialmente acompañada de una gozosa conciencia de ser un niño delante de ese Dios, que es su Padre" 427. No salía de mi asombro, contemplando que era ¡hijo de Dios! (...). Y nacía en mi alma la necesidad, al ser hijo de Dios, de ser un hijo pequeño, un hijo menesteroso. De ahí salió en mi vida interior vivir mientras pude –mientras puedo– la vida de infancia 428. En sus notas personales de septiembre a diciembre de 1931 se entrelaza la experiencia sobrenatural de ser hijo de Dios en Cristo con el conocimiento de su pequeñez ante Dios, de saberse hijo pequeño suyo 429. Este entrelazamiento está presente en otros muchos textos, como cuando escribe que el sentido de la filiación divina nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños 430.
En las enseñanzas de san Josemaría acerca de esta "vida de infancia" hay un núcleo necesariamente vinculado al "sentido de la filiación divina" que propone a todos como fundamento de la vida espiritual 431. Junto a este núcleo hay unos modos de ser "hijo pequeño" que caracterizaron su propia "vida de infancia", pero que no derivan necesaria y unívocamente del sentido de la filiación divina 432. No es fácil distinguir bien el núcleo común y los modos personales, pero se pueden diferenciar al menos algunos aspectos.
– Por ejemplo, aconseja: Haceos niños delante de Dios. Sólo así sabremos ser hombres muy maduros en la tierra, porque a través de nuestra sencillez obrará la mano de Dios con su fortaleza y seguridad. Niños delante de Dios, con entera confianza, como el pequeño confía en su madre; no se preocupa del mañana ni de otra cosa: su madre vela por él. Dios vela por nosotros, si somos sencillos 433. Todos los rasgos que menciona pertenecen sin duda al núcleo de la vida de infancia o a la "vida de hijos pequeños de Dios" que san Josemaría propone a todos, porque es inseparable de la realidad de la filiación divina.
Entre esos rasgos aparece en primer lugar la "madurez en la tierra", que es a la vez humana y sobrenatural:
– En cuanto a su dimensión humana, escribe san Josemaría: Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto 434. Es cierto que san Pablo emplea a veces la comparación con la niñez para poner de manifiesto la inmadurez o la inconstancia (cfr. 1Co 3, 1-2; 13, 11-12; Ef 4, 14), pero no hay que olvidar un texto en el que deslinda este uso negativo de otro positivo: "Hermanos, no seáis niños en el uso de la razón. Sed niños en la malicia, pero hombres maduros en el uso de la razón" (1Co 14, 20). En línea con esta "niñez en la maldad" y "madurez en la razón" san Josemaría exhorta a cultivar simultáneamente dos cualidades: piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos 435. Más en general advierte que ser niño ante Dios no es ser "niñoide" 436. "Hacerse como niños" consiste en crecer como hijos de Dios, en identificación con Cristo, y esto exige progresar en madurez humana, porque Él es perfecto Dios y también perfecto hombre 437.
– Pero la madurez cristiana ha de ser también madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios 438. Mientras que en la filiación humana los hijos se hacen independientes de sus padres cuando crecen, en la filiación sobrenatural, crecer y madurar comporta asumir la dependencia de Dios, reconocer que todo lo hemos recibido de Él para unirnos a Él y que sin Él no podemos nada. Expresión de esta dependencia y madurez es el lema: Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca 439. San Josemaría escribe en sus apuntes personales que ese lema es la médula de la infancia espiritual 440. "Ocultarse y desaparecer, que sólo Jesús se luzca", es atribuirle a Él todo lo bueno que hace a través de nosotros, en vez de arrogárselo uno mismo: por eso es la expresión propia de la madurez que comporta la vida de infancia.
El texto del que hemos partido menciona también la sencillez, la fortaleza y la confianza en Dios. Son rasgos que pertenecen a ese núcleo de la vida de infancia, válido para todos. Nos fijamos sólo en el último. San Josemaría exhorta a tratar a Dios con la confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre 441 y hace notar que para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado 442. Este rasgo de la vida de infancia lo explica acudiendo a su propia experiencia: A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres 443.
La confianza de hijo pequeño tiene múltiples manifestaciones. En particular, la audacia en el pedir, como un niño a su padre, con la seguridad de obtener lo que se pide, si es un verdadero bien; seguridad fundada en la certeza del amor que nos tiene (cfr. 1Jn 4, 16) y en su infinito poder: ¿Qué pide un niño a su padre? Papá..., ¡la luna!: cosas absurdas. Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá (Mt 7, 7). ¿Qué no podemos pedir a Dios? A nuestros padres les hemos pedido todo. Pedid la luna y os la dará; pedidle sin miedo todo lo que queráis. Él siempre os lo dará, de una manera o de otra. Pedid con confianza. Quaerite primum regnum Dei (Mt 6, 33)... 444
– En cambio, hay otros rasgos que pertenecen sólo a un modo particular de la "vida de infancia". Por ejemplo, escribe: De ordinario me abandono, procuro hacerme pequeño y ponerme en los brazos de la Virgen. Le digo al Señor: ¡Jesús, hazme un poco de sitio! ¡A ver cómo cabemos los dos en los brazos de tu Madre! Y basta. Pero vosotros seguid vuestro camino: el mío no tiene por qué ser el vuestro (...) ¡viva la libertad! 445
El abandono del que habla en este texto pertenece, sin duda, al núcleo a que nos referíamos antes. Pero ese "Jesús, hazme un poco de sitio (en los brazos de la Virgen)" es algo que concierne a la personal vida de infancia de san Josemaría.
Se podrían poner otros ejemplos muy claros en este sentido. Piénsese en el gesto de devoción que relata en un punto de Forja: supongamos que un alma, que va por vía de infancia espiritual, se siente movida a arropar cada noche, a las horas del sueño, a una imagen de madera de la Santísima Virgen 446... A estos modos particulares se refiere genéricamente en Camino: A veces nos sentimos inclinados a hacer pequeñas niñadas. –Son pequeñas obras de maravilla delante de Dios, y, mientras no se introduzca la rutina, serán desde luego esas obras fecundas, como fecundo es siempre el Amor 447.
San Josemaría distingue claramente entre estos "modos" particulares y el "núcleo" común, como se deduce de sus palabras 448. "Era sumamente consciente de que los modos de la infancia espiritual, del saberse pequeño delante de Dios, podían ser muy diversos. Cada cual tiene su libertad, sus dones del Espíritu y su rumbo..." 449.
En definitiva, su consejo es: Procura conocer la "vía de infancia espiritual", sin "forzarte" a seguir ese camino. –Deja obrar al Espíritu Santo 450.
Los "modos" personales de san Josemaría, a los que nos acabamos de referir, presentan aspectos comunes con los de Santa Teresa de Lisieux, pero también hay diferencias significativas.
San Josemaría no descubrió la vida de infancia en santa Teresita 451. Sin embargo, cuando el Espíritu le llevó por ahí, advirtió la afinidad con la Historia de un alma y entonces releyó esta obra con renovada atención 452, además de seguir encomendándose a la intercesión de la santa carmelita para caminar por la vía de infancia 453. Las coincidencias verbales que han señalado algunos autores 454 manifiestan una sintonía más honda en el tono de la oración, pero este punto hemos de dejarlo en suspenso a la espera de estudios más detallados sobre el tema.
A la vez hay diferencias relevantes. Fijémonos en un punto de Camino:
Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. –No lo olvides 455.
Como se ve en la última frase, no identifica ser "niño" y ser "hijo". Puede parecer sorprendente, porque "niño" se emplea muchas veces como sinónimo de "hijo pequeño". Pero en realidad equivale sólo a "pequeño", no hace referencia a los padres. Detrás de esta distinción está en juego una cuestión de fondo. Pedro Rodríguez ve aquí "una expresa declaración de la manera propia que el Autor tiene de entender y vivir la infancia espiritual: "además de niño, eres hijo de Dios". Aunque utiliza las expresiones ser pequeño, alma pequeña, etc., lo que domina su experiencia espiritual en este campo es el sentido gozoso de la paternidad de Dios: no es sólo ser "pequeño" ante la "inmensidad" de Dios, sino ser niño-hijo ante Dios, que es mi Padre" 456.
Santa Teresita no resalta esta íntima relación entre infancia espiritual y filiación divina adoptiva. Ella se siente una "criatura pequeña", "un alma pequeñita". No una hija pequeña de Dios Padre y hermana pequeña de Jesucristo, sino una "pequeña esposa de Jesús", como religiosa del Carmelo 457. Esto confiere a su vida de oración unas características peculiares, en las que el sentido de la filiación divina no se halla presente de modo tan explícito como lo está en san Josemaría. La "infancia espiritual" que él vive y propone "no es sólo, ni ante todo, pequeñez, humildad de la criatura ante Dios, sino, radicalmente, gozo y seguridad ante la paternidad de Dios-Padre, y modo de vivir la filiación divina del "niño" que ve en Jesús a su Hermano mayor" 458.
Cabe señalar también que cuando san Josemaría habla de la oración de un hijo pequeño de Dios está pensando principalmente en quienes se han de santificar en medio del mundo, que han de conquistar poniendo su confianza en el poder de su Padre y empleando los medios sobrenaturales y humanos. Santa Teresita pide el mundo para Dios, desde su clausura; san Josemaría lo pide "desde dentro" del mundo. Este afán es asunto constante de su oración filial: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones, los confines de la tierra en propiedad" (Sal 2, 7-8).
Como ha escrito Cornelio Fabro "sobre este tema de la infancia espiritual, el autor [de Camino] compone toda una gama de variaciones profundas e inspiradas, que tocan el corazón del programa de santidad en el mundo, a lo largo de todo su desarrollo, desde el inicio al final. Estas páginas podrían contarse entre las más sabrosas y profundas de la espiritualidad moderna" 459.
Aunque la oración es ante todo una conversación interior que "brota viva desde las profundidades del alma" 460, reclama también "una expresión exterior que asocia el cuerpo a la oración interior" 461. Esta expresión exterior es la oración vocal, "elemento indispensable de la vida cristiana" 462.
"Domine, doce nos orare" –¡Señor, enséñanos a orar! –Y el Señor respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: "Pater noster, qui es in coelis..." –Padre nuestro, que estás en los cielos... ¡Cómo no hemos de tener en mucho la oración vocal! 463 "Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico (...); nos da también el Espíritu por el que estas palabras se hacen en nosotros "espíritu y vida" (Jn 6, 63)" 464.
Una oración vocal que no fuera manifestación de la actitud del alma no tendría sentido. San Josemaría se refiere concretamente al rezo del santo Rosario: ¿Acaso no habrá monotonía en tu Rosario, porque en lugar de pronunciar palabras como hombre, emites sonidos como animal, estando tu pensamiento muy lejos de Dios? 465, pregunta san Josemaría en el prólogo al libro Santo Rosario. Y en Camino aconseja: Despacio. –Mira qué dices, quién lo dice y a quién. –Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios 466.
Si en la oración vocal se pone, en cambio, la mente y el corazón, la repetición de las mismas palabras adquiere el valor del amor renovado. Por eso san Josemaría sale en defensa de las oraciones vocales y se preocupa de contrastar las acusaciones que pretenden desacreditarlas. Pero, en el Rosario... ¡decimos siempre lo mismo! – ¿Siempre lo mismo? ¿Y no se dicen siempre lo mismo los que se aman?... 467
Además de propagar el rezo del Rosario, aconseja no abandonar las oraciones que muchos cristianos rezan desde pequeños: No olvides tus oraciones de niño, aprendidas quizá de labios de tu madre. –Recítalas cada día con sencillez, como entonces 468. Consciente del peligro de la rutina, que califica de sepulcro de la verdadera piedad 469, aconseja: Para evitar la rutina en las oraciones vocales, procura recitarlas con el mismo amor con que habla por primera vez el enamorado..., y como si fuera la última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor 470.
"La dificultad habitual de la oración es la distracción. En la oración vocal, la distracción puede referirse a las palabras y al sentido de éstas. La distracción, de un modo más profundo, puede referirse a Aquél al que oramos" 471. Es necesario esforzarse para evitarla. Cuando se hace así, es decir, cuando la distracción no es voluntaria, la oración vocal conserva valor. San Josemaría aconseja:
Procura evitar las distracciones, pero no te preocupes, si, a pesar de todo, sigues distraído. ¿No ves cómo, en la vida natural, hasta los niños más discretos se entretienen y divierten con lo que les rodea, sin atender muchas veces los razonamientos de su padre? –Esto no implica falta de amor, ni de respeto: es la miseria y pequeñez propias del hijo. Pues, mira: tú eres un niño delante de Dios 472.
Si os distraéis a pesar de vuestra buena voluntad, no os importe: seguid rezando, que ese rezo es como el sonido de la guitarra de un enamorado que está de ronda. Aunque el pensamiento se escape a otro sitio, vuestro buen deseo y vuestra oración vocal estarán allí presentes, delante del Señor y de su Madre, en una canción de amor 473.
La oración vocal es con frecuencia una gran ayuda para la oración mental, porque sirve para comenzar el diálogo interior, o para recomenzarlo si se había interrumpido, quizá por distracción o por otro motivo. Cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. –Y habrás aprovechado el tiempo 474.
Si en algún momento resulta difícil recogerse durante los ratos de oración mental, las oraciones vocales ayudan a fijar la atención y el corazón en Dios, que premia este esfuerzo concediendo lo que se busca.
Donde no hay agua, ¿qué se hace? Se construye una cisterna, y se lleva el agua en cántaros que se vacían allí, uno tras otro. Cuando no hay posibilidad de recogerse para la oración, hay que prepararse llevando agua a la cisterna: con actos de amor y de desagravio, con comuniones espirituales, con invocaciones al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, y a Santa María, a San José y a nuestros Santos Ángeles Custodios. Todo eso es agua que llevamos a fuerza de brazos.
Puede suceder que debamos estar así mucho tiempo; pero, si perseveramos, llegará el momento en que no será necesario buscar el agua, porque se habrá formado un pozo. Quizá al principio el agua no suba mucho; pero es un pozo de aguas vivas (Ct 4, 15). Allá está, en el fondo de tu alma. No sabes de dónde mana el agua, ni cómo se remansa, ni cuándo afluye..., pero puedes beber siempre. Y si insistes, el nivel de ese pozo sube y sube, hasta que se forma un manantial de agua clara, donde puedes beber a dos manos, con la boca abierta, cuando estás sediento.
(...) Agua hay siempre. Cada uno de vosotros, con la ayuda de Dios, Uno y Trino, escondido en vuestra alma, puede lograr no ser nunca una cisterna vacía, sino un pozo que suba y suba hasta que mane una fuente de agua clara, espléndida, agua de amor. Pero en esta tarea, hijas e hijos míos, habéis de poner todo el corazón 475.
No cabe conformarse con repetir oraciones vocales durante la oración mental. Sería como quedarse voluntariamente en la puerta del trato con Dios. Pero a veces es preciso insistir mucho en esas oraciones para llegar a la oración mental.
Cuando un alma empieza a pensar que no sabe hacer oración, (...) que el Señor no le dice nada, que no le oye, y se le ocurre: pues para estar así, lo dejo todo, y me quedo con las oraciones vocales, tiene una mala tentación. ¡No, hijos míos! Hay que perseverar en la meditación. Esas quejas díselas al Señor en tus ratos de oración; y, si es necesario, repítele durante media hora la misma jaculatoria: Jesús, te amo; Jesús, enséñame a querer; Jesús, enséñame a querer a los demás por Ti... Persevera así, un día y otro, un mes, un año, otro año, y al fin el Señor te dirá: ¡tonto, si estaba contigo, a tu lado, desde el principio! 476
Estas enseñanzas encuentran aplicación no sólo en los ratos de oración mental sino también en el trabajo y en la vida familiar y social. Las oraciones vocales rezadas con la atención que sea posible dan paso a la contemplación. Incluso "la oración vocal se convierte en una primera forma de oración contemplativa" 477.
Empezamos con oraciones vocales (...). Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto 478.
Si las oraciones vocales ponen en marcha la oración mental, también sucede que ésta última se prolonga en oraciones vocales durante la jornada:
Cada día debe haber algún rato dedicado especialmente al trato con Dios, pero sin olvidar que nuestra oración ha de ser constante, como el latir del corazón: jaculatorias, actos de amor, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Al caminar por la calle, al cerrar o abrir una puerta, al divisar en la lejanía el campanario de una iglesia, al comenzar nuestros quehaceres, al hacerlos y al terminarlos, todo lo referimos al Señor. Estamos obligados a hacer de nuestra vida ordinaria una continuada oración, porque somos almas contemplativas en medio de todos los caminos del mundo 479.
Siguiendo una antigua tradición, san Josemaría llama oración de los sentidos 480 a la mortificación de los sentidos externos, ya que con ella se concreta el deseo de luchar contra el pecado y las tentaciones, para glorificar a Dios con el propio cuerpo y corredimir con Cristo, completando en la propia carne lo que falta a su Pasión (cfr. Rm 12, 1; 1Co 6, 20; Col 1, 24).
En el capítulo anterior se explicó el valor cristiano de la mortificación de los sentidos en el contexto de la lucha ascética 481. Ahora veremos únicamente que la mortificación es también un modo de orar.
Mientras que la oración mental y la vocal tendrían sentido aunque no existiera el pecado, la mortificación de los sentidos sólo tiene razón de ser porque el pecado existe. Si no hubiera en el hombre una inclinación al mal, la mortificación (entendida como lucha contra las tendencias desordenadas) no tendría función alguna; y si no existieran el dolor y la muerte, el pecador arrepentido no tendría cauce para expresar de modo completo su amor a la Voluntad divina. Una vez que ha entrado el pecado en el mundo, la mortificación es un modo de hacer oración. Cristo ha asumido las penas del pecado (cfr. 2Co 5, 21), transformando el dolor y la muerte en oración de súplica (cfr. Hb 5, 7). En los cristianos, que sí tenemos las heridas del pecado, la mortificación es medio para curarlas y es, inseparablemente, expresión positiva de oración de alabanza, de reparación, de acción de gracias y de petición.
Se puede decir, de modo más general, que en el diálogo con Dios, como en el diálogo humano, cabe expresarse no sólo con palabras sino también con gestos: doblar la rodilla ante la Santísima Eucaristía expresa, por ejemplo, la oración interior, si efectivamente responde a la intención, al menos habitual, de adorar al Señor. San Josemaría lo recuerda a menudo: Haced con amor vuestras genuflexiones ante el Sagrario: que se note que tenéis fe. Y aunque no digáis nada con la boca, dirigíos al Señor con el corazón: Señor, creo en Ti, te amo, perdona mis miserias y las de todos los hombres... 482. Lo que se dice de una genuflexión se puede afirmar de cualquier gesto de mortificación de los sentidos: todos, si son verdadera mortificación cristiana realizada por amor, son también oración por medio de los sentidos.
Todos los medios sobrenaturales de santificación son también medios de apostolado. Lo es concretamente la oración, por los motivos comunes que señalábamos al inicio de este capítulo 483. Ahora queremos apuntar solamente –a modo de ejemplo– dos aspectos de esos motivos comunes, específicos de la oración:
a) Al ser la oración de un hijo de Dios, oración "en Cristo" y "en la Iglesia", es siempre ejercicio del sacerdocio recibido en el Bautismo y tiene una intrínseca dimensión apostólica. El cristiano contribuye con su oración a la santificación de los demás intercediendo por ellos, y con tanta más eficacia cuanto más íntimamente esté unido a Cristo (Jn 15, 5). Realmente, la eficacia del apostolado proviene enteramente de la gracia de Dios; pero, con la oración, el cristiano pide y obtiene gracias para la conversión de otras personas y para su crecimiento en santidad, o para que descubran su específica vocación cristiana y correspondan a esa llamada.
Varios textos de la Sagrada Escritura contienen esta enseñanza. El Señor invita a rezar incluso por la conversión de los perseguidores (cfr. Mt 5, 44) y Él mismo intercede por quienes le crucifican (cfr. Lc 23, 34). También dice a los Apóstoles: "Rogad al señor de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38).
Estas palabras hacían vibrar el corazón de san Josemaría, que buscaba ayuda en los demás para alcanzar entre todos la promesa del Señor: Ayúdame a clamar: ¡Jesús, almas!... ¡Almas de apóstol!: son para ti, para tu gloria. Verás como acaba por escucharnos 484. En su predicación es constante la insistencia en la necesidad de la oración como "arma de apostolado" 485. Citamos solamente un texto: La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiésemos de este recurso, no lograríamos nada 486, porque el apostolado deja de ser fecundo sin la oración y la mortificación, que mueven el Corazón Sacratísimo de Cristo 487. Estas últimas palabras ponen también de relieve que, al hablar del carácter fundamental de la oración para toda acción apostólica, san Josemaría incluye la "oración de los sentidos": La mortificación es premisa necesaria para todo apostolado, y para la perfecta ejecución de cada apostolado 488.
b) El apostolado –especialmente el "apostolado de amistad y confidencia"– implica hablar de Dios a otras personas. En esta labor, el cristiano es tanto mejor instrumento cuanto más dialoga él mismo con Dios, y cuanto más le conoce y ama por medio de la oración.
El apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior. Por eso me parece tan natural, y tan sobrenatural, ese pasaje en el que se relata cómo Cristo ha decidido escoger definitivamente a los primeros doce. Cuenta San Lucas que, antes, pasó toda la noche en oración (Lc 6, 12) (...). Si queremos ayudar a los demás, si pretendemos sinceramente empujarles para que descubran el auténtico sentido de su destino en la tierra, es preciso que nos fundamentemos en la oración 489.
En el diálogo con su Padre Dios, el cristiano se empapa de los sentimientos redentores del Corazón de Cristo y acierta a descubrir lo que necesitan sus hermanos los hombres, en primer lugar quienes le rodean, y lo que él puede hacer concretamente para ayudarles. ¡Solamente en la oración, y con la oración, aprendemos a servir a los demás! 490
Se ha dicho que "la edificación de la vida se llama "formación" en tanto que cuenta con un modelo" 491. Esto es verdad también para la vida cristiana. La santificación es un proceso de formación porque cuenta con un modelo, Cristo, que se va formando en el cristiano (cfr. Ga 4, 19). La oración y los sacramentos son dos medios infalibles para caminar hacia la identificación con Cristo. Pero es necesario que alguien enseñe a emplearlos y guíe por el camino.
El maestro es Cristo mismo, con el Espíritu Santo. Jesucristo ha sido enviado por el Padre para ser Buen Pastor que guía a los suyos a la vida eterna. Su doctrina, su ejemplo y su vida sobrenatural nos llegan por la acción del Paráclito, enviado para enseñarnos a seguirle e identificarnos con Él.
Esta labor la realiza el Paráclito de dos maneras: a través de mociones interiores y, también, por medio de otros miembros de la Iglesia que le sirven, de distintos modos, de cauce para su acción. Estas dos formas aparecen unidas en el siguiente texto:
Importa mucho percibir las mociones que utiliza esa misericordia de Dios, para dirigir nuestro corazón hacia su servicio. Uno de estos impulsos consiste en facilitarnos la ayuda fraterna: a través de una mediación humana, que por la gracia se convierte en divina, Dios se adentra en nuestras almas 492.
"Una mediación humana, que por la gracia se convierte en divina": esto es, en sustancia, lo que se verifica en la formación cristiana. El Espíritu Santo se sirve de unos miembros de la Iglesia para formar a Cristo en otros. Pero no hay unos que son sólo "formadores" y otros "que han de ser formados". Todos, de un modo u otro, necesitan ser formados a través de "medios de formación" de diverso tipo, y también han de ser instrumentos para formar a los demás. Cada uno de vosotros, además de ser oveja (...), de algún modo es también Buen Pastor 493. La formación cristiana es, para cualquier fiel, un medio de santificación y de apostolado.
Impulsar la vida interior y el apostolado con una sólida formación cristiana es una necesidad que san Josemaría sintió vivamente desde muy joven. Lo muestran algunos hechos sucedidos en los comienzos de su labor sacerdotal en 1925 494 y lo testimonian sus primeros escritos. Los capítulos de Camino sobre "estudio" y "formación" "son muy ilustrativos en este sentido: ahí encontramos un ideal formativo en el que vida espiritual cristiana, formación doctrinal o teológica, conocimiento adecuado de las materias objeto de la propia profesión u oficio, sensibilidad cultural, aspiran a integrarse armónicamente en cada cristiano singular" 495, para que pueda santificarse en su vida ordinaria.
Esta preocupación formativa se hace perentoria en la predicación de san Josemaría cuando se dirige expresamente a los miembros del Opus Dei, no porque les proponga sólo a ellos la necesidad de una intensa formación, sino porque han de ser fermento para que otros muchos cristianos tomen conciencia de esa necesidad y se decidan a poner en práctica los mismos medios, del modo conveniente para cada uno.
En este sentido, después de recordar que los fines que se proponen los fieles del Opus Dei son la santidad y el apostolado, dice: Y para lograr estos fines necesitamos, por encima de todo, una formación 496: una formación que no se refiere solamente a una parte de la persona, sino a todo su ser. Ha de llegar por igual al entendimiento, al corazón y a la voluntad 497, porque todo el ser y todas las facultades están implicados en el proceso de identificación con Cristo. Un proceso que tiene lugar a lo largo de toda la existencia terrena; y por eso, la formación no ocupa sólo una temporada limitada sino que dura toda la vida 498.
Subraya que es preciso comprometerse libremente en este empeño por dos motivos: primero, porque la formación sólo será eficaz si encuentra el concurso libre de quien la recibe; segundo, porque la formación debe apelar a la libertad personal y potenciarla, llevando a emplearla para amar a Dios. Desde este último punto de vista constata con gozo que la formación de la Obra hace brotar la libertad espiritual 499. Con razón se ha escrito que la libertad es "el objetivo esencial de todo proceso de formación, tal como la entiende el Fundador [del Opus Dei]" 500. Se trata evidentemente de la libertad de los hijos de Dios, la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cfr. Ga 5, 1): es decir, se trata de formar una libertad que se emplea para amar a Dios y a los demás.
La formación cristiana tiene varios aspectos y diversos cauces. En este apartado vamos a ver, en primer lugar, cómo describe san Josemaría esos aspectos. Después nos centraremos en uno de los cauces al que da una importancia singular: la dirección espiritual. Este último apartado será mucho más amplio porque en él concentraremos gran parte de lo que enseña san Josemaría sobre la formación en general.
Cuando san Josemaría habla de la formación cristiana está pensando principalmente en fieles corrientes llamados a santificar su trabajo profesional y la vida familiar y social. Por esto se comprende que enumere cinco aspectos de la formación: el "humano", el "espiritual o ascético", el "doctrinal-religioso", el "apostólico" y el "profesional". Todos ellos son parte de la formación "cristiana", como vamos a ver:
1) La "formación humana", continuamente presente en su doctrina 501, es una formación intelectual y moral que forma parte de la formación cristiana.
La intelectual se puede resumir en la formación de hombres doctos, con sentido cristiano de la vida 502. Además de la adquisición de conocimientos en los diversos campos del saber humano, consiste sobre todo en la formación de una mentalidad que san Josemaría –en el texto que vamos a transcribir– llama "católica, universal": no porque todos los católicos hayan de pensar del mismo modo en cuestiones humanas (sí en la doctrina católica; no en las cuestiones opinables, como hemos visto en su momento 503), sino porque se trata de una actitud que valora todas las auténticas conquistas culturales, científicas, sociales y civiles: que se caracteriza, en una palabra, por el amor al progreso en el conocimiento de la realidad. Leamos un texto en el que describe en pocas pinceladas el objeto de la formación intelectual:
Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características:
–amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica;
–afán recto y sano –nunca frivolidad– de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...;
–una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos;
–y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida 504.
Por su parte, la formación moral humana busca fomentar y fortificar las virtudes morales. El carácter y la personalidad de cada uno ha de llegar a reflejar los rasgos de la perfección de Cristo, conservando y promoviendo las cualidades positivas propias y dentro del temperamento personal. Esta tarea es parte integrante de la formación cristiana en sentido estricto, porque la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas 505. El modelo que se intenta plasmar no es Alejandro Magno, ni César, ni los siete sabios de Grecia, como dice con humor san Josemaría 506. Su modelo es humano y divino: Cristo. La "formación humana" trata de promover las virtudes de Cristo en el cristiano –o sea, las virtudes humanas informadas por la caridad–, lo que sólo es posible con la gracia divina 507.
2) La "formación espiritual" tiende a crear en nuestras almas una disposición habitual, como un instinto, que nos conduce a mantener siempre –a no perder– el punto de mira sobrenatural en todas las actividades. No vivimos una doble vida, sino una unidad de vida, sencilla y fuerte, en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones 508.
Bajo el aspecto "espiritual", distinto del "humano" pero inseparable de él, la formación se centra en las virtudes teologales. Enseña a proceder en todo momento por amor a Dios, con una vida de fe y de esperanza vivificadas por la caridad que informe las virtudes humanas en la vida profesional, familiar y social, confiriendo unidad a toda la conducta personal. Por eso, tiende a crear en cada uno la unidad de vida, característica esencial de la enseñanza de san Josemaría sobre la que hablaremos en el epílogo de este volumen.
Por la afinidad entre unidad y sencillez, san Josemaría expresa la fuerza unificadora de la formación espiritual también con las siguientes palabras: La formación espiritual, que recibimos, es opuesta a la complicación, al escrúpulo, a la cohibición interior: el espíritu de la Obra nos da libertad de espíritu, simplifica nuestra vida, evita que seamos retorcidos, enmarañados; hace que nos olvidemos de nosotros mismos, y que nos preocupemos generosamente de los demás 509.
La formación espiritual se suele llamar también "ascética", porque para obrar en todo por amor a Dios es preciso luchar contra el amor propio desordenado. Recuérdese que la misma lucha es una cualidad del amor del cristiano en esta tierra 510. En su núcleo, la formación espiritual es formación para la lucha ascética.
3) Considerada bajo el aspecto "doctrinal-religioso", la formación, tal como la plantea san Josemaría, se dirige a proporcionar un conocimiento profundo de la doctrina católica. De esta formación depende que la piedad personal sea una piedad doctrinal (...) renovada por un estudio constante y práctico de la religión 511. Cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos 512.
Refiriéndose al contenido de esta formación doctrinal, escribe Álvaro del Portillo en 1993 que "en el pensamiento del beato Josemaría, la ortodoxia no se entiende como elemento esclerótico e inerte, capaz sólo de dar a luz actitudes intelectuales y espirituales estáticas, que empobrecen el alma cristiana. Muy al contrario se la concibe como condición viva y dinámica" 513. Y en otro momento comenta que "las certezas que nos ofrece el Magisterio no pueden eximirnos de la reflexión personal, teológica y filosófica, con el fin de mostrar a los hombres de nuestro tiempo el carácter razonable, la inteligibilidad y la profunda humanidad de las exigencias éticas del cristianismo" 514.
4) La "formación apostólica" a la que se refiere san Josemaría se orienta a impulsar a laicos y sacerdotes para que acometan la misión apostólica que les corresponde: la de ayudar a quienes les rodean en su trabajo o en su familia, especialmente con el apostolado de amistad y confidencia 515, a santificar el mundo desde dentro poniendo a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas, para empapar la sociedad con el espíritu cristiano 516.
La formación apostólica se dirige a suscitar un sincero afán de almas, que es prueba fiel y clara de que amamos a Jesús 517, y a enseñar a poner los medios sobrenaturales y humanos con la audacia de los Apóstoles en Pentecostés: una audacia fundada en la fuerza del Espíritu Santo, en el mandato del Señor:
"Duc in altum". –¡Mar adentro! –Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. "Et laxate retia vestra in capturam" –y echa tus redes para pescar. ¿No ves que puedes decir, como Pedro: "in nomine tuo, laxabo rete" –Jesús, en tu nombre, buscaré almas? 518
5) La "formación profesional" consiste en enseñar a santificar el trabajo, eje de la santificación en medio del mundo según la enseñanza de san Josemaría. El Señor, escribe, nos ha llamado a la perfección cristiana en medio del mundo. Por eso, nuestra formación se orienta toda ella a hacernos descubrir el valor santificante y santificador del trabajo profesional 519.
Para realizar el trabajo bien, no sólo técnicamente sino con perfección moral, es necesario el conocimiento y la aplicación de las normas morales de cada actividad (ética profesional). Debemos recibir una formación tal que suscite en nuestras almas, a la hora de acometer el trabajo profesional de cada uno, el instinto y la sana inquietud de conformar esa tarea a las exigencias de la conciencia cristiana, a los imperativos divinos que deben regir en la sociedad y en las actividades de los hombres 520.
La formación profesional en los aspectos técnicos, propios de la autonomía de cada actividad humana, se adquiere en las sedes respectivas de la sociedad civil –universidades, escuelas, talleres, etc.– y cada uno ha de procurar perfeccionarla a lo largo de toda la vida. También se debería proporcionar en esos mismos centros una sólida formación ética profesional. Esto último es objeto importante de la formación profesional de la que habla san Josemaría –y que ofrece el Opus Dei–, ya sea para completar la que imparten esos centros de enseñanza o para suplirla.
En todo caso, la formación profesional no se limita a este aspecto (la moral profesional). Para santificar el trabajo es necesario realizarlo por amor a Dios, con afán apostólico, con rectitud de intención, en presencia de Dios y, en general, practicando las virtudes cristianas 521.
Una vez examinados los "aspectos" de la formación cristiana, pasemos a los "cauces" para recibirla, que suelen llamarse "medios de formación". Son muy variados: desde cursos de doctrina cristiana a grupos de personas o charlas sobre las virtudes o la práctica de los sacramentos y de la oración, hasta las conversaciones personales con quien imparte formación.
San Josemaría da mucha importancia a los cursos y clases, así como al estudio personal de la doctrina católica que considera indispensable para asentar sólidamente el trato con Dios –la "piedad doctrinal" de que hemos hablado. Pero todo esto sólo acaba de penetrar en la propia vida cuando se acude con asiduidad a los cauces o medios personales, entre los cuales destaca la dirección espiritual que consiste en dejarse guiar hacia la santidad por quien tiene la capacidad de hacerlo (aunque también hay una dirección espiritual colectiva, como diremos). La dirección espiritual es asimismo medio de apostolado, porque todos los fieles pueden ser, de variadas maneras, instrumentos del Paráclito para orientar a otros en el seguimiento de Cristo; o pueden ayudar a los demás a emplear este medio de santificación acudiendo a la persona más adecuada.
A continuación nos detendremos especialmente en este tema, también porque muchas de las enseñanzas de san Josemaría acerca de la formación en general, las transmite cuando habla concretamente de la dirección espiritual. Se comprende que lo haga así porque sustancialmente todos los "medios de formación" son "dirección espiritual", aunque se suele emplear este nombre sólo cuando hay una continuidad en el uso periódico de algunos de esos medios, pues entonces comienza a existir una verdadera "dirección". Es lo que sucede, en particular, en el caso de la conversación personal de dirección espiritual, cauce al que nos referiremos principalmente en todo lo que sigue.
Recordemos unas palabras de un texto citado al comienzo de esta sección: en todos los medios de santificación se da una mediación humana, que por la gracia se convierte en divina 522.
Así sucede en los sacramentos que el cristiano recibe por los ministros de la Iglesia, y también en la oración, porque la Palabra de Dios se transmite y expone auténticamente en la Iglesia. Así sucede asimismo en la dirección espiritual. El Antiguo y el Nuevo Testamento muestran en diversas ocasiones que Dios se sirve de unos hombres para transmitir su Voluntad a otros y guiarles en su conducta: se vale del profeta Natán para guiar a David (cfr. 2S 7, 4 ss.; 12, 1 ss.) y de Ananías para encaminar a Saulo, el futuro san Pablo (cfr. Hch 9, 10-18). Los ejemplos podrían multiplicarse.
Pero en la dirección espiritual la "mediación humana" está acentuada de un modo singular y podemos decir que sorprendente, si se compara con los otros medios de santificación. Lo singular es aquí la relación del instrumento con el Espíritu Santo y con quien recibe la dirección espiritual. La acción santificadora del Paráclito se sirve de todas las facultades del instrumento (es decir, de quien imparte la dirección espiritual), de su modo de ser, de su iniciativa, de su formación, etc. Influyen sus virtudes o su falta de virtudes, su correspondencia a la gracia o su negligencia, su vibración apostólica o su frialdad. La dirección espiritual está sujeta inevitablemente a las cualidades y a los límites de las personas que sirven de cauce.
Singular es también la relación entre el instrumento para impartirla y el que la recibe. Desde luego el fundamento de la relación, en cuanto dirección espiritual, es sobrenatural, pero actúa a través de una relación humana de confianza y aprecio sincero: de amistad. Tanto, que cabe el peligro de reducirla, por visión humana, a la consulta a una persona experta, como quien acude a un psicólogo o a un abogado, olvidando que es una mediación humana "que por la gracia se convierte en divina".
En definitiva, toda esta singularidad es lo que caracteriza a la "mediación humana" de la dirección espiritual (y más en general, de la formación cristiana), respecto a la que es propia de los otros medios de santificación y apostolado.
En teoría, junto con la dirección espiritual tendríamos que hablar también del gobierno pastoral: el gobierno de los Pastores de la Iglesia, que es otro cauce importantísimo para guiar a la santidad. Más adelante distinguiremos mejor entre la dirección espiritual (que se ejerce a través de consejos) y el gobierno (que se actúa también mediante mandatos). Ahora queremos adelantar lo mínimo imprescindible para explicar por qué nos vamos a ocupar casi exclusivamente de la dirección espiritual.
El motivo, dicho brevemente, es que la dirección espiritual es un medio que, en principio, pueden ejercitar todos los fieles, porque todos están capacitados por el sacerdocio común recibido en el Bautismo para guiar a otros hacia la santidad (aunque además de esta capacitación básica sean convenientes unas cualidades y una preparación). En cambio, el gobierno eclesiástico es oficio sólo de aquellos que han recibido una potestad sagrada en el sacramento del Orden, ante todo los Obispos y también los presbíteros, colaboradores suyos en ese gobierno y en toda la labor pastoral 523. La mayor parte de las enseñanzas de san Josemaría en el ámbito de la formación –tercer medio de santificación– se refieren a la dirección espiritual y se dirigen a todos los fieles. Por eso nos centramos en este aspecto.
En relación con el gobierno pastoral podemos completar lo anterior señalando que la obediencia a los legítimos mandatos de la Jerarquía es medio indispensable de santificación para los fieles. En este sentido san Josemaría habla muchas veces del gobierno eclesiástico, exhortando a vivir una obediencia absoluta y alegre a la Iglesia 524.
También se refiere a la cooperación de los laicos con la Jerarquía en el ejercicio del gobierno pastoral. Está claro que un laico no puede gobernar en la Iglesia con la potestad sagrada que se recibe en el sacramento del Orden, porque no la tiene. Pero sí posee, en virtud del sacerdocio común, la facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo 525. Esta cooperación reviste especial importancia cuando se trata de impulsar específicamente la vocación y misión de los laicos en la Iglesia, aunque muchas veces no es propiamente cooperación en el gobierno sino en la dirección espiritual. En efecto, no hay que olvidar que la actividad pastoral de los Obispos no se limita al ejercicio de su sacra potestas, sino que también conducen a los fieles a la santidad "con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos" 526, como recuerda el Concilio Vaticano II. Se trata de actos de dirección espiritual que, por su naturaleza, pueden ejercitar los fieles laicos, aunque con distinto fundamento y género de autoridad, que san Josemaría distingue claramente 527.
Para designar la dirección espiritual, algunos autores prefieren hablar de "acompañamiento espiritual", quizá porque la palabra "dirección" puede ser entendida como imposición autoritaria de una línea de conducta (aunque el término no tiene de por sí esa connotación). San Josemaría continúa usando "dirección espiritual" sin posibilidad de malentendidos porque, como vamos a ver, subraya constantemente la libertad y responsabilidad personal de quien busca esa dirección 528.
Como en tantos otros temas, no propone una definición. Es indudable que utiliza la expresión en un sentido tradicional 529, pero no es menos claro que en su predicación y en sus escritos tiene unas características propias. Para exponer la noción que subyace en sus obras, nos fijaremos en los dos términos que componen la expresión: "dirección" y "espiritual".
a) "Dirección" y libertad: "ayudar a que el alma quiera"
Se habla de "dirección" porque se trata de un dirigir, en el sentido de guiar por el camino de la vida cristiana, enseñando a corresponder libremente a la gracia de Dios. En el siguiente texto se distinguen las líneas generales de este concepto en san Josemaría:
La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad 530.
La idea de "dirección" que tiene san Josemaría se refleja bien en el comentario de un autor que, después de señalar las muchas razones "no sólo ascéticas sino filosóficas que avalan la necesidad de consultar con otros, de no sentirse autosuficiente" 531, añade: "En el caso de la dirección espiritual, se trata de abrir la propia conciencia libremente, sabiendo que los consejos que se reciben no excusan ni sustituyen a la propia conciencia, primero porque si se pide consejo, se hace con libertad, como consecuencia de una decisión propia; y además se pide consejo, no para no decidir por uno mismo, sino para poder decidir con una conciencia más formada" 532. Esto es, en efecto, lo que enseña san Josemaría:
El consejo de otro cristiano y especialmente –en cuestiones morales o de fe– el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide en una circunstancia determinada; pero el consejo no elimina la responsabilidad personal: somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin, y habremos de dar personalmente cuenta a Dios de nuestras decisiones 533.
La dirección espiritual, en cuanto "dirección", no sólo no se opone a la libertad sino que la supone y la potencia. Santo Tomás observa que "los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo no como siervos, sino como libres (...); son movidos libremente, por amor; no servilmente, por temor" 534. Siendo cauce de la acción del Paráclito, la dirección espiritual debe desarrollarse en un clima de libertad y así lo transmite san Josemaría:
Dejad siempre una gran libertad de espíritu a las almas. Pensad en lo que tantas veces os he dicho: porque me da la gana, me parece la razón más sobrenatural de todas. La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera –a que le dé la gana– cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad (...), que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad 535.
b) Dirección "espiritual". Materia y límites de la dirección espiritual
Esta dirección se llama "espiritual" por dos motivos:
Primero, porque quien dirige las almas es, en última instancia, el mismo Espíritu Santo, el único que puede conducir a la santidad. Quien imparte dirección espiritual es sólo instrumento para hacer llegar la luz y el impulso del Paráclito.
Y segundo, porque su materia es la "vida espiritual" del cristiano. Teniendo presente que esta vida espiritual es elevación de toda la vida humana –ya lo vimos en la Parte preliminar 536–, su dirección se llama "espiritual" no porque se limite a cuestiones "espirituales" (prácticas de piedad, etc.), como si la vida cristiana fuese algo solamente espiritual –espiritualista, quiero decir– 537, sino porque afecta a la entera vida del cristiano y la encamina a la santidad.
Desde luego, una parte importante de la dirección espiritual es la vida de piedad y, concretamente, enseñar a poner en práctica los otros medios de santificación: los sacramentos y la oración. Concretamente, san Josemaría aconseja que entre los temas que son objeto de esa dirección se encuentre siempre el propio "plan de vida espiritual" (del que hablaremos más adelante) y la lucha que se mantiene para ponerlo en práctica amorosamente. Aquí está incluido el afán apostólico, que no se puede separar del trato con Dios en las prácticas de piedad. También recomienda tratar habitualmente de la fidelidad a la fe, a la pureza y al propio camino 538: tres aspectos definitorios de la personal identidad cristiana.
Pero la vida cristiana abarca todos los quehaceres, no sólo esas concretas prácticas de piedad, porque todos ellos se han de santificar 539. En este sentido, la dirección espiritual se extiende a todas las actividades bajo el aspecto concreto y determinado de su santificación.
Ahora bien, no hay que olvidar –es un punto crucial en esta materia, al menos para san Josemaría– que esas actividades se pueden santificar realizándolas de modos muy diversos, compatibles con la fe, según las circunstancias de cada uno. Por eso, las legítimas opiniones y actuaciones en asuntos temporales no son objeto de dirección espiritual:
Al llegar a ese límite (...), [la dirección espiritual] ya no tiene que hacer, ni puede ni debe hacer, ninguna indicación más. (...) Cada uno, con espontaneidad apostólica, obrando con completa libertad personal y formándose autónomamente su propia conciencia de frente a las decisiones concretas que haya de tomar, procura buscar la perfección cristiana y dar testimonio cristiano en su propio ambiente, santificando su propio trabajo profesional 540.
Los textos que asientan este principio son numerosos, tanto en los escritos como en la predicación. San Josemaría no se cansa de repetir que cada uno debe tener sus criterios en las cosas temporales, independientes y libres 541; y que la dirección espiritual no entra en esas cuestiones:
Yo no os preguntaré jamás vuestra opinión política. Os pregunto cómo cumplís las Normas de nuestra vida espiritual: si sois mortificados, si sois almas de oración, si sois apostólicos 542.
Con estas palabras quiere subrayar que las opiniones y opciones en cuestiones temporales –no sólo políticas, sino también económicas, culturales, profesionales, etc.– dejadas por la Iglesia a la libertad de los fieles, deben quedar fuera de la dirección espiritual. No quiere decir –repitámoslo– que ésta se limite a las prácticas de piedad, entendidas como algo aislado de la vida profesional, familiar y social. La dirección espiritual se extiende a esos ámbitos en cuanto materia y lugar de santificación.
Veamos otros texto en el que se dirige expresamente a los miembros del Opus Dei:
Nunca os he preguntado, ni os preguntaré jamás –y lo mismo harán, en todo el mundo, los Directores de la Obra– qué piensa cada uno de vosotros en estas cuestiones, porque defiendo vuestra legítima libertad. Sé –y no tengo nada que decir en contra– que entre vosotros, hijas e hijos míos, hay gran variedad de opiniones. Las respeto todas; respetaré siempre cualquier opción temporal de cada uno de mis hijos, con tal de que esté dentro de la Ley de Cristo 543.
A la vez resulta claro que el cristiano ha de formarse sus propias opiniones y actuar en el terreno profesional y social, siendo siempre consecuente con la fe 544. De ahí que sean objeto de dirección espiritual las cuestiones de moral profesional y todo lo que se refiere a la santificación de esas actividades: por ejemplo, cómo ejercer las virtudes y cómo vivificarlas con el espíritu cristiano.
Las siguientes palabras, dirigidas también a los miembros del Opus Dei, se pueden extender sin duda a cualquier fiel corriente que desee seguir el camino de santificación que enseña san Josemaría:
En todo lo temporal, gozáis de una libertad absoluta: la misma de que disfrutan vuestros conciudadanos católicos. De manera que la preparación espiritual, que os da la Obra, sólo se manifiesta –en vuestras relaciones profesionales, sociales, económicas, políticas, etc.– por el empeño que ponéis para practicar, por encima de todo apasionamiento humano, el mandato supremo de la caridad; en la ponderación con que dais a conocer vuestros puntos de vista, estudiando los problemas, sin discusiones apasionadas; en el respeto a la completa libertad de opiniones que existe en todos esos campos de la actividad humana; y en la comprensión –en la transigencia– con que tratáis a las personas que defienden ideas contrarias, aunque seáis intransigentes con las ideas, cuando son opuestas a las enseñanzas del dogma o de la moral de la Iglesia 545.
Queda claro, pues, que las cuestiones temporales son tema de dirección espiritual en cuanto materia y campo de ejercicio de las virtudes cristianas. La dirección no sólo debe respetar sino potenciar la libertad de las legítimas opciones de cada uno.
a) Tarea de sacerdotes y de laicos
Ya en el Antiguo Testamento Dios instituyó pastores en su pueblo, para que lo guiaran en el cumplimiento de sus mandatos: "Pondré sobre ellos pastores que los apacienten" (Jr 23, 4). Quiso servirse de unos para guiar a otros a la santidad. Muchas veces, sin embargo, quienes recibían este oficio lo usaban en provecho propio, causando la desorientación del pueblo (cfr. Ez 34, 1 ss.). A pesar de todo el Señor, paciente y misericordioso, llevado de su amor, reafirmó su promesa: "Os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con saber e inteligencia" (Jr 3, 15).
En el Nuevo Testamento se cumple plenamente esta profecía. Jesús es el Buen Pastor que da la vida para guiar a los suyos a la vida eterna (cfr. Jn 10, 11 ss.). Antes de su Ascensión al Cielo confía el supremo oficio pastoral a san Pedro, confiriéndole el poder de apacentar a su grey (cfr. Jn 21, 15-17), y con él constituye pastores de la Iglesia a los Apóstoles, cuyo servicio o ministerio se perpetúa por medio de sus sucesores, los Obispos, y de sus colaboradores, los presbíteros.
Sin embargo, no sólo los ministros ordenados participan del oficio del Buen Pastor. El fiel laico debe ser apóstol en su propio ambiente de trabajo, acercando las almas a Cristo mediante el ejemplo y la palabra 546. Para distinguir entre dirección espiritual y gobierno eclesiástico ya hemos anticipado que todos los fieles pueden guiar a otros hacia la santidad, en virtud del sacerdocio común. El mismo Espíritu Santo, que ungió la Humanidad Santísima del Señor para que fuera instrumento de la Divinidad en la salvación de los hombres (cfr. Lc 4, 16-19), unge a los fieles en el Bautismo y en la Confirmación, para que puedan actuar como mediadores entre Dios y los hombres. Esta unción capacita a todos –sacerdotes y laicos, varones y mujeres– para ser instrumentos del Espíritu Santo en la dirección espiritual, aunque el efectivo ejercicio de esa capacidad requiera también otras cualidades de formación y de virtud, a las que nos referiremos más adelante. Concretamente, san Josemaría afirma muchas veces que, en el Opus Dei, una buena parte de la dirección espiritual la llevan los laicos 547. Además, el sacerdocio ministerial habilita para ejercer esta función de un modo específico, relacionado con el sacramento de la Penitencia.
Recordemos unas líneas de un texto citado más arriba: El consejo de otro cristiano y especialmente –en cuestiones morales o de fe– el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide en una circunstancia determinada 548. Cualquier cristiano tiene una capacidad básica, por el sacerdocio común, para ayudar a otros a descubrir "lo que Dios nos pide". Esta capacidad se refiere también a las "cuestiones morales o de fe", pero en este campo es una ayuda poderosa "especialmente" el consejo del sacerdote. Como se ve, hay un "especialmente" que distingue la función del sacerdote de la del laico en este ámbito. Podemos decir que la dirección espiritual no es tarea exclusiva de los ministros sagrados, pero que a ellos les corresponde de manera especial por el sacramento del Orden.
Mientras que en algunas obras clásicas sobre este tema, la dirección espiritual se plantea sólo como parte de la función de los Pastores de la Iglesia 549, san Josemaría señala que también los fieles laicos, en virtud del sacerdocio común, pueden guiar a la santidad y que esta guía se puede llamar con propiedad "dirección espiritual". Aunque en el caso del ministro sagrado la dirección espiritual tenga un fundamento nuevo y unas características específicas, no hay motivo para negar que la función de los laicos de guiar a otros a la santidad se pueda llamar y sea verdadera dirección espiritual.
Ciertamente hay una distinción que se refleja también en la terminología: por ejemplo, cuando san Josemaría habla de "director espiritual" se refiere siempre al sacerdote, porque tiene un ministerio público que representa ante los demás una disponibilidad permanente para esta función; en cambio, no dice que un laico sea "director espiritual", porque no tiene un ministerio público. Pero eso no obsta a que se pueda llamar "auténtica dirección espiritual" –como afirma san Josemaría en el texto que citamos a continuación– al acto que desempeñan a menudo los laicos en su apostolado personal: ¡Cuántas veces (...) vuestros amigos os abrirán el corazón, os harán una pregunta confidencial! Será entonces la hora de realizar un gran apostolado. Acercadles a Dios con suavidad, con delicadeza, sin quitarles nunca la libertad. Si hay una amistad leal, noble y limpia, enseguida vendrá el apostolado, haréis una auténtica dirección espiritual con esos amigos vuestros y podréis llevarles al Señor 550. Se trata, según Álvaro del Portillo, de una "dirección espiritual stricto sensu" 551.
Al escribir estas palabras, Álvaro del Portillo remite a un largo texto del libro de san Josemaría La abadesa de las Huelgas 552, en el que trae a colación algunos datos para mostrar que en la historia de la Iglesia la dirección espiritual no ha estado reservada sólo a los sacerdotes. Los datos se refieren tanto a varones como a mujeres (entre éstas, la misma Abadesa de la Huelgas).
Pocos años antes había escrito en Camino una frase que, a primera vista, puede parecer contraria a lo que ahora vemos: Cuando un seglar se erige en maestro de moral se equivoca frecuentemente: los seglares sólo pueden ser discípulos 553. Pedro Rodríguez hace notar que, en el contexto de la época, resulta claro que la frase se refiere a la moral "orientada a la confesión sacramental y a preparar confesores" y que de ningún modo "excluye que seglares puedan –incluso deban– estudiar, escribir, enseñar (...) sobre cuestiones de ética, de moral, etc." 554.
A los ministros sagrados les corresponde impartir dirección espiritual por un motivo especial –por razón de su ministerio– y de un modo específico: es la dirección espiritual que tiene lugar dentro del Sacramento de la Penitencia o que, si se imparte fuera de ese sacramento, puede siempre terminar en él. En efecto, cuando el cristiano se reconcilia con Dios y con la Iglesia por la absolución sacramental, recibe también en el mismo sacramento una dirección espiritual que sólo puede proporcionar el sacerdote porque está relacionada con el arrepentimiento por los pecados. Asimismo puede impartir una dirección espiritual más amplia, a veces dentro del mismo sacramento, sobre cuestiones que no están ligadas a la confesión de los pecados, y otras muchas veces mediante conversaciones personales fuera del ámbito sacramental en las que enseña entonces a hacer oración, o fomenta con consejos concretos la vida de piedad, o aclara cuestiones prácticas de moral, u orienta sobre el ejercicio de las virtudes cristianas, etc. También entonces la dirección espiritual tiene relación con el sacramento de la Penitencia, porque la imparte un ministro suyo y existe la posibilidad de que las conversaciones den paso a la celebración del sacramento: una posibilidad que cualifica el diálogo de dirección espiritual.
La dirección espiritual que pueden proporcionar los laicos tiene siempre necesidad del ministerio del sacerdote, porque una de sus funciones es precisamente llevar a la participación en los sacramentos. Esa necesidad se da cada vez que, después de haber encaminado a otro fiel por la senda de la conversión, llega un momento en que está preparado para acudir al Sacramento de la Penitencia y sólo recibiéndolo puede continuar progresando hacia la santidad. Al conducir a las almas por los caminos de la vida cristiana –explica san Josemaría–, se llega al muro sacramental. La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote 555. Por eso recomienda a los laicos que inviten a sus amigos –a los que ya orientan con sus consejos y su ejemplo– a recibir también la dirección espiritual de un sacerdote.
No obstante, la dirección espiritual que puede proporcionar el laico no deja de tener sentido cuando quien la recibe ha comenzado a acudir regularmente al sacramento de la Penitencia. La intervención del sacerdote no hace superflua la tarea del laico, porque no agota necesariamente los temas y los modos de la dirección espiritual. La experiencia y el conocimiento de las circunstancias concretas de la vida corriente, por parte del laico, le consienten complementar en gran medida las orientaciones del sacerdote. Su apostolado no se reduce al buen ejemplo y a invitar a sus amigos al sacramento de la Reconciliación.
No hay competencia entre la dirección que puede proporcionar el laico y la del sacerdote: hay complementariedad. Como se puede ver en un texto citado poco antes ("¡Cuántas veces vuestros amigos os abrirán el corazón...!"), la dirección espiritual que pueden ejercer los laicos tiene muchas veces, para san Josemaría, un carácter espontáneo e informal, estrechamente unido al apostolado de amistad y confidencia 556, del que tantas veces habla. Lo subraya cuando escribe: Llevaréis de hecho la dirección espiritual de muchos que no saben lo que es dirección espiritual y que quizá no querrían tenerla 557. Se trata de una dirección espiritual "de hecho", a diferencia de la que presta el sacerdote el cual, por su ministerio, está públicamente acreditado para ejercerla.
b) "La autoridad del director espiritual no es potestad"
Quienes han recibido el sacerdocio ministerial, son instrumentos de Cristo para guiar a los demás fieles a la santidad por dos cauces distintos. Uno es el "gobierno eclesiástico", que es ejercicio de la sacra potestas recibida en el sacramento del Orden, en virtud de la cual pueden dar mandatos vinculantes para las conciencias de los fieles que han sido confiados a su ministerio pastoral 558. El otro es la "dirección espiritual", que no es ejercicio de potestad sino labor de consejo y de exhortación que ilumina la inteligencia y alienta e impulsa a responder a la vocación cristiana. Son dos modos diversos de guiar: el primero con mandatos, el segundo mediante consejos y exhortaciones. El Concilio Vaticano II se refiere a los dos cuando explica que los Obispos (y algo semejante se puede decir de los presbíteros, sus colaboradores) guían a los fieles a la santidad "con sus consejos, exhortaciones y ejemplos, y también con su potestad sagrada, que ejercen únicamente para edificar su grey en la verdad y la santidad" 559. Se distingue pues entre el "gobierno pastoral" y la "dirección espiritual".
En esta línea, san Josemaría afirma en una Carta sobre el ministerio de los sacerdotes que la autoridad del director espiritual no es potestad 560. En otro momento, dirigiéndose también a sacerdotes, les recuerda que su tarea de dirección espiritual es cosa bien diferente de la misión de gobierno 561. Son afirmaciones cargadas de consecuencias. En la dirección espiritual los Pastores de la Iglesia no ejercen una potestad sagrada sobre los fieles. Por eso les dice: No mandéis, aconsejad 562. El gobierno pastoral y la dirección espiritual son dos canales diversos –ambos necesarios– para el ejercicio fructífero del oficio pastoral.
Puede ser útil una aclaración. El oficio pastoral (munus pastorale) de guiar a la santidad se designa también como munus regale o regendi porque se dirige a instaurar el Reino de Dios en los corazones y en el mundo. Esta última denominación podría llevar a pensar que toda actuación del munus pastorale implica ejercicio de la sacra potestas (regiminis) y, en consecuencia, que también la dirección espiritual que proporcionan los pastores mediante consejos y exhortaciones es ejercicio de esa potestad sagrada. Pero no es así, ni para san Josemaría ni para la doctrina clásica que deslinda el campo de la dirección espiritual y del gobierno pastoral sosteniendo que "no toda autoridad es potestad" 563. El munus regale o regendi tiene una extensión más amplia que la del ejercicio de la potestad sagrada, como resulta claro en los documentos del Magisterio en los que se afirma que también los fieles laicos participan del munus regale en virtud del Bautismo (y sin embargo, no poseen la "potestad sagrada" que proviene del sacramento del Orden) 564. Ciertamente tienen una "potestad" de someter todas las cosas al reinado de Cristo (y en este sentido un munus regale), pero no es la sacra potestas de los ministros ordenados, que habilita para gobernar en la Iglesia. En el caso de los laicos, la dirección espiritual que pueden impartir no es ejercicio de una potestad sagrada pero es actuación de su munus regale. También en el caso de los ministros ordenados, la dirección espiritual es ejercicio de su munus regale o pastorale pero no de la potestad sagrada que ellos tienen.
Una cuestión que se plantea, como consecuencia de lo anterior, es que si la autoridad del que imparte dirección espiritual no es potestad, si no ha de mandar sino aconsejar, ¿qué valor o qué fuerza tienen sus consejos?
La respuesta ha de partir, a nuestro parecer, de dos premisas. La primera es que la dirección espiritual se orienta a formar la conciencia para que la persona actúe con libertad y responsabilidad, no a sustituir su juicio propio 565. La segunda es que la tarea de proporcionar dirección espiritual, asumida y ejercida con rectitud de intención, comporta gracia de Dios para cumplirla: luz y fuerza para ser cauce de la acción del Espíritu Santo.
No hay garantía de que los consejos sean siempre acertados (el Espíritu Santo no puede equivocarse, pero el que imparte dirección espiritual, sí); y no se han de seguir "automáticamente", sino en conciencia. Por supuesto, si –por un absurdo– comportaran pecado, no se habrían de seguir en absoluto (no sería dirección "espiritual"). En las demás situaciones se abre un abanico de posibilidades: desde que el consejo sea evidentemente desacertado y entonces convendrá aclarar si hay un malentendido o consultar con otra persona; hasta el caso de que lo parezca porque resulta contrario al propio gusto, pero en realidad no sea inadecuado.
En todo caso, lo que interesa destacar es que la existencia de una gracia divina en la dirección espiritual reclama una disposición de apertura para recibir los consejos y a seguirlos responsablemente en conciencia, teniendo este deber un fundamento diverso al de la obediencia al gobierno pastoral. Ante los mandatos de gobierno pastoral hay un deber de acatarlos y cumplirlos, aunque es muy bueno procurar entenderlos, cuando sea posible; ante los consejos de la dirección espiritual hay, en cambio, un deber de dejarse iluminar por ellos para formar el propio juicio de conciencia, con la disposición de ponerlos en práctica de acuerdo con ese juicio. Esto no significa que esos consejos de la dirección espiritual sean "opcionales" o que carezcan de toda fuerza vinculante, sino que su fuerza proviene de que el Espíritu Santo envía su luz y su impulso a través de ellos, para tomar, en conciencia, decisiones de correspondencia a la gracia.
La diferencia es análoga, no idéntica, a la que existe entre la obligación de obedecer a los mandamientos de la ley divina y la de seguir las mociones interiores del Espíritu Santo que impulsan a realizar un acto de amor. La dirección espiritual es un cauce externo de estas mociones del Espíritu Santo que llevan por el camino de lo que es mejor para la santidad y el apostolado. El gobierno pastoral, en cambio, es un cauce de mandatos determinados, que indican lo necesario que hay que cumplir. Para quien de veras busca la santidad, la distinción entre lo uno y lo otro le indica una jerarquía de prioridades, pero no le hace pensar que lo aconsejado es una simple sugerencia humana.
Aunque los consejos de la dirección espiritual no sean mandatos porque no provienen del ejercicio de una potestad, pueden tener alguna vez la misma fuerza moral vinculante de un mandato. Esto sucede cuando expresan obligaciones morales que descubre la conciencia rectamente formada y que es necesario cumplir en virtud de un mandamiento de Dios o de la Iglesia. O sea, hay ocasiones en las que la dirección espiritual saca a la luz una estricta obligación moral que ha de observarse, no porque provenga de la misma dirección espiritual, sino porque lo debe imperar la conciencia moral (y lo impera si está bien formada y es recta). Lo único que hace la dirección espiritual en estos casos es poner de manifiesto la existencia de un deber moral y urgir su cumplimiento. Se puede hablar entonces de consejos imperativos, no porque en la dirección espiritual se impere o mande, sino porque pone de manifiesto lo que impera la conciencia cristiana, que ha de gobernar desde el interior la conducta de un hijo de Dios.
Una situación de este género es muy extraordinaria en el caso de los fieles que acuden a la dirección espiritual porque buscan sinceramente la santidad. De hecho, san Josemaría no se refiere a los consejos imperativos porque el ideal que propone no es el de limitarse al cumplimiento de los preceptos morales sin el que no hay vida sobrenatural, sino el de seguir a Cristo en todo, hasta identificarse con Él. Para guiar por ese camino no son necesarios ulteriores mandatos, debe bastar una insinuación, un ruego, un consejo, de quien tiene luz para mostrar a otro el camino de la santidad. Así se comportaba san Pablo con Filemón, cuando le escribía: "aun teniendo plena libertad en Cristo para mandarte lo que conviene, prefiero rogarte en nombre de la caridad" (Flm 1, 8-9). Esas invitaciones no poseen, para quien está bien dispuesto, menor fuerza que los mandatos. Solía repetir san Josemaría (a propósito de los consejos relativos a la conducta externa): Un "por favor", y vamos de cabeza. Es lo más fuerte que tenemos para mandar: por favor 566.
a) ¿Necesidad o conveniencia?
La necesidad de la formación, en general, para la vida cristiana, resulta clara si se tiene presente la unidad de los "tres oficios" (tria munera) de la mediación de Jesucristo –santificar, enseñar y guiar–, que se ofrecen al cristiano en la Iglesia. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino 567. En la distinción y unidad de los tres munera se funda a nuestro entender –como ya dijimos al inicio del capítulo– la distinción y unidad de los tres medios de que dispone el cristiano para recibir la mediación de Cristo y aplicarla a otros: la participación en los sacramentos, la oración y la formación cristiana por diversos medios. Indudablemente, los tres son necesarios. Sin embargo, los cauces para acceder a ellos y los modos de ponerlos en práctica son diversos y no todos necesarios.
Por lo que se refiere a la dirección espiritual, si la expresión se entiende en sentido amplio, como equivalente a "formación cristiana", entonces, evidentemente, su necesidad para la santificación es la de ésta última. Pero si se entiende en sentido estricto, como uno de los cauces de la formación, entonces es preciso algún matiz más.
Un mínimo de dirección espiritual es de hecho imprescindible: al menos la que se recibe individualmente en el Sacramento de la Penitencia y colectivamente en las orientaciones de los Pastores de la Iglesia. Pero aquí no nos interesan los mínimos porque estamos hablando de la vida espiritual de quienes son conscientes de su llamada a la santidad y desean responder poniendo todos los medios a su alcance. Para ellos, el recurso a la dirección espiritual personal, aunque no sea estrictamente necesario, es muy conveniente porque contribuye eficazmente al desarrollo de la vida espiritual. La Iglesia dispone de este medio para que se beneficien todos los que puedan: no tendría sentido prescindir de él si se tiene la posibilidad de emplearlo.
No es poco frecuente el caso de fieles que, aun queriendo crecer en amor a Dios, apenas avanzan porque se limitan a frecuentar los sacramentos y a rezar, reduciendo su dirección espiritual a la que reciben a través de la predicación y de las advertencias de un confesor ocasional. Al no aprovechar las riquezas de este medio se comportan, consciente o inconscientemente, como guías de sí mismos. Sacan entonces menos fruto de la misma participación en los sacramentos y quizá no aprendan a hacer oración. Tampoco cuentan con esa ayuda para mejorar en las virtudes. El caso es diferente cuando la dirección espiritual continuada resulta imposible. Pero quien prescinde voluntariamente de este medio de santificación, se priva en cierta medida de la guía del Buen Pastor, Jesucristo.
San Josemaría insiste en la suma conveniencia de buscar la dirección espiritual personal para progresar en el camino de la santidad:
Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro 568.
Si no levantarías sin un arquitecto una buena casa para vivir en la tierra, ¿cómo quieres levantar sin Director el alcázar de tu santificación para vivir eternamente en el cielo? 569
Cuando ofrece estos consejos no hace otra cosa que transmitir lo que él mismo ha procurado practicar personalmente. En un artículo sobre este tema, Paul Josef Cordes constata que san Josemaría "nunca basa su camino solamente sobre el impulso individualista. Es consciente de la capacidad de error a la que está expuesto el individuo. De manera que busca al director espiritual" 570. Así lo practicó personalmente desde los comienzos de su ministerio, como atestigua la documentación histórica 571.
b) Modos. Dirección espiritual personal y colectiva
La dirección espiritual puede ser personal o colectiva. Se llama personal cuando se imparte a una sola persona, de acuerdo con sus circunstancias, disposiciones interiores, etc. Es colectiva cuando se ofrece a varios a la vez. La primera está relacionada con la segunda, porque la dirección espiritual colectiva ha de ser concretada y aplicada a las circunstancias de cada uno para que sea realmente eficaz, y un modo de hacerlo es la dirección espiritual personal. En este sentido la dirección espiritual personal completa la colectiva, pero también se extiende a ámbitos y aspectos que aquélla no alcanza.
En el texto que sigue puede verse la conexión entre las dos formas y el contenido de la dirección espiritual personal. San Josemaría se refiere de modo explícito a los sacerdotes diocesanos que se acercan al Opus Dei para recibir una formación que les ayude a santificarse en el ejercicio de su ministerio, pero el razonamiento sirve análogamente para los laicos:
Lo que estos sacerdotes encuentran en el Opus Dei es, sobre todo, la ayuda ascética continuada que desean recibir, con espiritualidad secular y diocesana (...). Añaden así a la dirección espiritual colectiva que el Obispo da con su predicación, sus cartas pastorales, conversaciones, instrucciones disciplinares, etc., una dirección espiritual personal solícita y continua en cualquier lugar donde se encuentren, que complementa –respetándola siempre, como un deber grave– la dirección común impartida por el mismo Obispo. A través de esa dirección espiritual personal –tan recomendada por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio ordinario– se fomenta en el sacerdote su vida de piedad, su caridad pastoral, su formación doctrinal continuada, su celo por los apostolados diocesanos, el amor y la obediencia que deben al propio Ordinario, la preocupación por las vocaciones sacerdotales y el seminario, etc. 572
El modo principal que enseña san Josemaría para poner en práctica la dirección espiritual personal es una periódica conversación privada entre quien la imparte y quien la recibe, con la intención expresa de dar o de recibir, respectivamente, esa dirección 573. Esa charla "confidencial", como la llama en Camino por tratarse de una conversación en la que se abre el alma 574, reviste particular importancia para san Josemaría.
Puesto que la dirección espiritual personal puede considerarse desde el punto de vista del que la imparte o del que la recibe, y aquí nos interesan ambos casos al ser la dirección espiritual medio de santificación y de apostolado, hablaremos a continuación de cada uno de ellos por separado 575.
a) Disposiciones para impartirla
Dirigir almas es un arte: un arte en el que el modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia 576.
"El modelo es Jesucristo", en un doble sentido: como modelo que se ha de plasmar en las almas y como modelo para saber dirigirlas. En este último sentido, quien imparte dirección espiritual ha de imitar al Buen Pastor que guía a los suyos por el camino de la santidad, dispuesto a dar la vida antes que abandonarles (cfr. Jn 10, 11-15). Los Evangelios muestran cómo el Señor forma a los discípulos: conoce profundamente a cada uno (cfr. Jn 2, 24-25; 6, 64), los ama (cfr. Jn 15, 9 ss.), los instruye (cfr. Mt 13, 36 ss.; 15, 15 ss.), los corrige (cfr. Mt 16, 23; Lc 9, 54-55), les enseña a hacer oración (cfr. Mt 6, 9 ss.; Lc 11, 1 ss.) y a practicar las virtudes: la caridad, la humildad, la sinceridad... (cfr. Jn 13, 12 ss.; 13, 34; Mt 5, 37; 18, 3).
"El modelador es el Espíritu Santo": la función de quien imparte dirección espiritual es cooperar con el Paráclito para ayudar a otra persona a identificarse con Jesucristo. Es crucial este convencimiento, que san Josemaría no se cansa de inculcar: quien orienta espiritualmente es un instrumento, y nada más: en cada alma hay un fondo delicado, en el que sólo Dios puede penetrar 577. De ahí nace una actitud de sumo respeto, de servicio y de humildad que resume con expresión gráfica: Nadie es director espiritual propietario. El alma sólo es de Dios, como dice el clásico castellano 578. Si se compara la dirección espiritual a un arte como el de la escultura o el de la pintura, no hay que olvidar que se trata siempre del arte de un instrumento, y que el instrumento, ante todo, ha de estar unido a quien lo utiliza por un profundo amor que se traduce en la práctica de las virtudes cristianas. Impartir dirección espiritual exige, pues, amor a Dios y virtudes informadas por ese amor.
Aunque todo se reduce a lo que acabamos de decir, enumeraremos algunos aspectos que permiten ver cómo se refiere san Josemaría a estas cualidades:
– Afán de santidad. Para ser buen instrumento del Paráclito se requiere afán de santidad: un empeño sincero de tender personalmente a la misma meta que se propone a otros. De acuerdo: tu preocupación deben ser "ellos". Pero tu primera preocupación debes ser tú mismo, tu vida interior; porque, de otro modo, no podrás servirles 579. Lo contrario sería hipocresía, vicio que causa la ceguera espiritual e incapacita para asesorar a los demás, como declara el Señor dirigiéndose a los fariseos que no practicaban lo que decían: "Son ciegos, guías de ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo" (Mt 15, 14). No hay, en cambio, hipocresía ni ceguera, si el que dirige a otras personas se ve a sí mismo con muchos defectos pero lucha sincera y humildemente contra ellos, porque él no es ni se pone de modelo: el único modelo, como ya se ha dicho, es Jesucristo.
– Entrega a los demás. Impartir dirección espiritual presupone amor a los demás, afán por la santidad de los que la reciben, y reclama una entrega desinteresada: "El Buen Pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10, 11). Este amor y esta entrega se han de manifestar tanto en el buen ejemplo como en las palabras –decir la verdad con caridad (Ef 4, 15): la verdad, sin herir 580– y en las obras de servicio: concretamente, en la disponibilidad para dedicar a cada alma el tiempo que necesite, con la paciencia de un monje del medioevo para miniar –hoja a hoja– un códice 581.
– Humildad de instrumento. La humildad, en esta tarea, tiene manifestaciones específicas: implorar del Espíritu Santo gracias para las personas a quienes se ha de orientar, y pedir para uno mismo dones y luces para ser buen instrumento; no considerarse superior, no ponerse por encima; no atribuirse los méritos de los progresos de quien recibe la dirección espiritual, ni escandalizarse por sus miserias.
– Amor a la libertad, porque la dirección espiritual es obra del Espíritu Santo y "donde está el Espíritu del Señor hay libertad" (2Co 3, 17). En consecuencia, quien la imparte, debe dar libertad, y enseñar a administrar esa libertad, con sentido de responsabilidad 582: de lo contrario se fomentaría una adulta minoría de edad 583, fruto de un paternalismo que está bien lejos de la auténtica caridad paterna.
– La confianza debe ser el clima propio de la dirección espiritual, porque permite formar con respeto a las almas, desarrollando en ellas la verdadera y santa libertad de los hijos de Dios 584. Confiar "en los que aprenden y se forman pasa a ser el primer e imprescindible requisito para el educador que quiera realizar verdaderamente una educación en la libertad. Es un principio de rango superior en el orden de la finalidad educativa" 585. El Señor confió en Pedro, a pesar de su notoria debilidad (cfr. Lc 22, 31-34). La confianza no es ingenuidad, no es cerrar los ojos a la realidad, pero el conocimiento de los defectos no debe llevar a desconfiar. La confianza anima a luchar por amor y hace responsables, mientras que la desconfianza deforma las conciencias pues se pierde la espontaneidad y la iniciativa 586. Durante toda su vida, san Josemaría no se cansó de exhortar: Conceded la más absoluta confianza a todos, sed muy nobles. Para mí, vale más la palabra de un cristiano, de un hombre leal –me fío enteramente de cada uno–, que la firma auténtica de cien notarios unánimes, aunque quizá en alguna ocasión me hayan engañado por seguir este criterio. Prefiero exponerme a que un desaprensivo abuse de esa confianza, antes de despojar a nadie del crédito que merece como persona y como hijo de Dios. Os aseguro que nunca me han defraudado los resultados de este modo de proceder 587.
– Ciencia, prudencia y experiencia. La dirección espiritual exige unos conocimientos y cualidades que perfeccionan la capacidad de guiar a otros en la vida interior. Quien dirige almas, además de buscar sinceramente su propia santidad, necesita ciencia, prudencia y experiencia 588.
Ciencia, porque para dirigir la vida espiritual es preciso comprenderla, tratando de conocer, en la medida de lo posible, la doctrina teológica, sin fiarse sólo de la "intuición". El oficio del Buen Pastor exige conocer el camino (cfr. Jn 10, 4.9) –etapas, bajadas y subidas, dificultades que se suelen presentar, medios para superarlas...–, y el modo de recorrerlo en cada caso particular: se ha de conocer a las personas –su carácter, sus circunstancias...–, como el Buen Pastor conoce a cada una de sus ovejas (cfr. Jn 10, 3.14); de lo contrario, se corre el peligro de equivocarse y desorientar, o de dar consejos estereotipados o "recetas" prefabricadas. Para adquirir esta ciencia es necesaria ante todo la capacidad de adquirirla y una formación específica que, entre otros medios, requiere el estudio. San Josemaría lo advierte en tono coloquial: No te enfades: muchas veces un comportamiento irresponsable denota falta de cabeza o de formación, más que carencia de buen espíritu. Necesario será exigir a los maestros, a los directores, que colmen esas lagunas con su cumplimiento responsable del deber. –Necesario será que te examines..., si ocupas tú uno de esos puestos 589.
Prudencia, porque se trata de dirigir la conducta práctica de una persona en su camino hacia la santidad 590. La dirección espiritual se traduce en conocer la situación de cada alma, en su trato y en sus relaciones con Dios; en saber sugerir en cada momento el camino y los medios oportunos, con el fin de que pueda orientarse y acercarse al Señor cada vez con más confianza 591. La prudencia enseña, por ejemplo, a exigir, contando con la gracia de Dios: Torpeza insigne es que el Director se conforme con que un alma dé cuatro, cuando puede dar doce 592. Al mismo tiempo, no olvida que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo 593. Propone metas altas, pero con realismo: que sean una ayuda que anima e ilusiona, no un peso que frena y descorazona. San Josemaría recuerda a menudo que el Señor comprende nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día 594. La prudencia en la dirección espiritual impide olvidar que estamos hechos de una pasta muy frágil: de barro de botijo 595; enseña también a adelantarse, a prevenir las dificultades, a vigilar –cor meum vigilat (Ct 5, 2; cfr. Jn 10, 12)–, a ser oportunos, a saber esperar el momento propicio. Hay que saber triangular. Muchas veces no se puede ir recto. (...) Se da una vuelta, un rodeo, que no es diplomacia: es prudencia y caridad fina, es delicadeza, es un deber 596. Ante los tropiezos y la tardanza en alcanzar las metas, es preciso no impacientarse teniendo muy en cuenta que la santidad está en la lucha 597, no tanto en los resultados. Mientras luchemos con tenacidad, progresamos en el camino y nos santificamos. No hay ningún santo que no haya tenido que luchar duramente 598. Es necesario comprender, hacerse cargo de que lo que cuenta es la buena voluntad. En vuestra labor de dirección espiritual –aconseja san Josemaría–, sed siempre muy humanos (...). Para ser muy espirituales, muy sobrenaturales, hay que ser muy humanos, esforzarse por tener un sentido entrañablemente humano de la vida. (...) Hemos de disculpar sin escandalizarnos nunca de nada ni de nadie 599. Quien desea guiar a la santidad ha de procurar que los consejos que dé sean siempre optimistas, que tengan contenido sobrenatural, que sean una realidad pastoral, que tengan eficacia apostólica, incluso que diviertan; que den ánimo (...), y no le produzcan fastidio o desgana 600.
Experiencia, que "no sólo comunica ciencia, sino también cierto hábito, debido a la costumbre, que facilita la operación" 601. Sin embargo, ser joven no es necesariamente un obstáculo, cuando se suple con el tiempo que se lleva entregado a Dios, con la formación espiritual, con la formación cultural religiosa, con la formación de ciencia profana; y, sobre todo, con las virtudes que –por nuestra entrega al Señor– se han de procurar vivir, porque entonces viene como anillo al dedo aquello del salmo: super senes intellexi, quia mandata tua quaesivi; comprendo las cosas mejor que los ancianos, porque sólo busco, Dios mío, cumplir tus mandamientos (Sal 119, 100) 602.
Evidentemente, quien imparte dirección espiritual puede equivocarse al valorar la situación interior de la persona a la que pretende orientar, o no captar el alcance moral de un peligro en que se encuentra, o no exigir en la lucha con la debida energía, o, al contrario, exigir cuando o donde no es oportuno, etc. Apenas advierta esos errores, omisiones o negligencias, ha de rectificar, reconociéndolo si conviene ante la persona a la que procura ayudar. Posibles deficiencias de este tipo no invalidan la dirección espiritual: son las miserias y las limitaciones humanas, de las que Dios también se puede valer para sacar un bien (cfr. Rm 8, 28).
Señalemos por último que quien imparte dirección espiritual está obligado a guardar un estricto silencio de oficio 603 sobre las cuestiones de conciencia que se tratan 604. La obligación moral de observar este riguroso silencio es análoga a la del "secreto profesional" que, según la Teología moral, debe mantener, por ejemplo, un médico o un abogado respecto a las cuestiones personales que le confían quienes acuden a sus servicios 605. En el caso de la dirección espiritual la obligación reviste especial gravedad por la naturaleza misma de la relación que se establece, que no mira solamente a asuntos humanos sino que implica a Dios mismo, estando en juego el supremo bien de la santificación.
b) Disposiciones para recibirla
Un presupuesto básico para que la dirección espiritual personal dé fruto es que no se pierda de vista su carácter específico. No es un intercambio de impresiones, ni una conversación como la que se puede tener con un médico, o con un orientador sobre problemas familiares o profesionales, sino un cauce de la acción del Espíritu Santo al que se acude para crecer en santidad, no sólo para recibir consuelo o ánimo (aunque generalmente también se alcanzará esto). Quien busca la dirección espiritual personal obtendrá fruto si tiene en cuenta que por ese conducto recibe luz e impulso del Espíritu Santo y no simplemente los consejos de una persona más o menos sabia o experimentada.
Esta visión sobrenatural es clave para que la dirección se desarrolle en el clima de libertad que caracteriza siempre la acción del Espíritu Santo. En este sentido san Josemaría dice a quienes acuden a la dirección espiritual personal: ¡Seguid con vuestra personalidad, que nadie os la quita! 606 La identificación con Cristo se da de modo original en cada uno. Hay cien mil maneras de ir por el camino divino 607.
Evidentemente, cuando san Josemaría habla aquí de "personalidad" se refiere a todos aquellos rasgos que son compatibles con la identificación con Cristo, no a los defectos morales, que no pueden formar parte de la "personalidad cristiana". En las siguientes palabras se puede ver la distinción entre la personalidad que se tiene y la que se ha buscar, saliendo al paso de la excusa de pactar con los propios defectos morales por considerarlos como parte definitoria e intangible del propio modo de ser: De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo 608. Para la eficacia de la dirección espiritual es esencial que la libertad de espíritu permanezca orientada a la identificación con Cristo y, en consecuencia, que se quiera "mejorar la personalidad" combatiendo libremente lo que aparte de Él. Y puesto que el propio juicio puede engañar en el discernimiento entre lo que es un defecto moral y lo que es una sana característica de la propia personalidad (compatible con la identificación con Cristo), es importante mantener viva la convicción de fe de que Dios actúa a través de la dirección espiritual y, como correlato, la confianza en la persona que la imparte. Cuando viene a faltar esa confianza y se da lugar a reservas interiores, puede ser por una idea de "la libertad como independencia desvinculada" 609, que lleva a "preservar la intimidad de toda apelación ajena, para lo cual debe reservarse la propia conciencia bajo siete llaves" 610. San Josemaría sale al paso de esta actitud cerrada, animando a superar posibles temores o recelos. Para él, la plena confianza en la dirección espiritual es una manifestación más del amor a la libertad personal (...) y del respeto a la personalidad de cada uno 611.
Partiendo de esta base de libertad y de confianza, destaca dos disposiciones que no deben faltar en quien recibe dirección espiritual:
– Sinceridad. Es una actitud de capital importancia para la eficacia de la dirección espiritual. Ya vimos en el capítulo anterior que san Josemaría no se cansa de prevenir contra el demonio mudo 612, que lo echa todo a perder 613. Para evitar este peligro recomienda un propósito firme: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual, con delicada educación..., y que esa sinceridad sea inmediata 614. La confianza con quien imparte dirección espiritual facilita esa sinceridad; por el contrario, el miedo y la vergüenza, que no dejan ser sinceros, son los enemigos más grandes de la perseverancia 615 en el camino de la santidad. Y concluye: somos de barro; pero, si hablamos, el barro adquiere la fortaleza del bronce 616. Teológicamente se comprende la importancia de la sinceridad si se tiene en cuenta el hilo que la une a la humildad –para ser humildes, seamos sinceros 617– y la relación entre la humildad y la caridad, esencia de la vida cristiana 618.
– Docilidad. Junto con la sinceridad, es imprescindible la docilidad 619. La tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad 620. La dirección espiritual es un cauce externo de la acción del Paráclito y por esto requiere la disposición de dejarse moldear por los consejos que se reciben. Es normal experimentar resistencia interior ante consejos que reclaman esfuerzo para mejorar en una virtud o combatir un defecto y puede presentarse la tentación de buscar justificaciones. Se requiere entonces una docilidad más profunda que, lejos del voluntarismo, aspira a comprender la oportunidad de esos consejos y a poner razonablemente en tela de juicio las propias apreciaciones. Para estos casos san Josemaría recomienda, en línea de principio, que cuando –en contra de lo que te dice quien ha recibido gracia especial de Dios, para orientar tu alma– piensas que tú tienes razón, convéncete de que no "tienes razón ninguna" 621. La desproporción que se puede advertir entre las propias limitaciones y los horizontes que abre la dirección espiritual, es una ocasión para confiar en la acción de la gracia. Te has asustado un poco al ver tanta luz..., tanta que se te antoja difícil mirar, y aun ver. –Cierra los ojos a tu evidente miseria; abre la mirada de tu alma a la fe, a la esperanza, al amor, y sigue adelante, dejándote guiar por Él, a través de quien dirige tu alma 622.
La docilidad verdadera se manifiesta en la lucha concreta para poner por obra los consejos recibidos (cfr. St 1, 23-25). Una lucha concreta, generalmente en cosas pequeñas, pero magnánima, porque de que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes 623. La dirección espiritual ha de ayudar a conectar el esfuerzo en la lucha diaria con el panorama inmenso de la Redención: Inculcad en las almas el heroísmo de hacer con perfección las pequeñas cosas de cada día: como si de cada una de esas acciones dependiera la salvación del mundo 624.
Todos los caminos por los que Dios lleva a la santidad conducen a idéntica cumbre, pero las rutas son diferentes. También los medios de santificación, siendo los mismos para todos, se pueden emplear de diversos modos, según la concreta llamada que se recibe y las circunstancias personales.
El modo de participar en los sacramentos y de practicar la oración puede ser diverso por la frecuencia o por los tiempos que se dedican o por las formas que la piedad adopta, dentro de la inmensa riqueza del espíritu cristiano. No es menor la diversidad en los medios de formación cristiana y concretamente en la dirección espiritual. Cada camino de santificación tiene sus propias características y sus medios para recorrerlo.
En el camino que enseña san Josemaría, estos medios componen un plan de vida espiritual, que expondremos en los apartados siguientes.
Ya en Camino san Josemaría emplea la expresión "plan de vida espiritual" 625 que, como bien señala el autor de la edición crítica, "es un concepto de patrimonio común, ampliamente recibido en las escuelas de espiritualidad y de teología espiritual" 626. Si por "plan de vida" se entiende, en general, una previsora distribución del tiempo que cada uno establece para atender los diversos deberes y ocupaciones, el "plan de vida espiritual" incluye, entramados con esos quehaceres, el recurso a los medios de santificación. Es un modo orgánico de emplear esos medios espaciándolos a lo largo del día y también de la semana, del mes y del año.
Cuando san Josemaría habla del plan de vida espiritual, algunas veces se refiere sólo a las prácticas de vida cristiana que concretan los dos primeros medios de santificación. Así lo hace, por ejemplo, al aconsejar que la jornada de cada uno esté sujeta a un horario elástico, en el que no falte como tiempo principal [el de] las normas diarias de piedad 627. Llama "normas" o "normas de piedad" a las prácticas –como participar en la Santa Misa o dedicar unos ratos a la oración– que cada uno ha decidido incorporar de modo estable a su propio plan de vida (hablaremos de esto en el apartado siguiente). En otras ocasiones, incluye en el "plan de vida espiritual", junto con las "normas" de piedad, los "medios de formación" cristiana que se ha previsto emplear de modo constante. La única diferencia es que esta segunda acepción abarca la primera. Aquí emplearemos las dos.
La decisión de seguir un "plan de vida espiritual" pone de manifiesto que no se quiere dejar el uso de los medios de santificación a la apetencia del momento, a los sentimientos o al capricho, de modo análogo a cuando se toma la resolución de observar una dieta de alimentación o una tabla de ejercicios físicos para cuidar la salud. El bien que está en juego aquí no es un bien terreno cualquiera, sino el fin último, el bien supremo. Si se perdiera de vista la conexión entre el fin último y los medios sobrenaturales, el plan de vida espiritual se acabaría convirtiendo en fin de sí mismo. De ahí que san Josemaría, cuando invita a tener un plan de vida espiritual y a cumplirlo fielmente, recuerde muy a menudo el fin al que se ordena, como puede verse en el siguiente punto de Forja:
En cada jornada, haz todo lo que puedas por conocer a Dios, por "tratarle", para enamorarte más cada instante, y no pensar más que en su Amor y en su gloria. Cumplirás este plan, hijo, si no dejas ¡por nada! tus tiempos de oración, tu presencia de Dios (con jaculatorias y comuniones espirituales, para encenderte), tu Santa Misa pausada, tu trabajo bien acabado por Él 628.
Primero habla de realizar todas las acciones por amor a Dios orientándolas a su gloria: el fin último de la vida cristiana; después trae a colación los medios sobrenaturales: el plan de vida espiritual (también menciona aquí un medio humano: el trabajo). Otras veces, para que esté siempre presente el nexo entre el fin y los medios, insiste en la necesidad de procurar "cumplir por amor a Dios" las mismas prácticas de ese plan de vida, porque eso es lo que les da el sentido de "medios": de lo contrario, pierden su identidad. Pero antes de hablar de este tema conviene que describamos las "normas" y los "medios de formación" que aconseja san Josemaría.
Partiendo de las prácticas de piedad tradicionales en la Iglesia, san Josemaría traza en una de sus homilías un posible "plan de vida espiritual" (entendido ahora como referido a los dos primeros medios de santificación) para cualquier cristiano corriente que desee buscar la santificación en medio del mundo:
Procura atenerte a un plan de vida, con constancia: unos minutos de oración mental; la asistencia a la Santa Misa –diaria, si te es posible– y la Comunión frecuente; acudir regularmente al Santo Sacramento del Perdón –aunque tu conciencia no te acuse de falta mortal–; la visita a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que tú conoces o puedes aprender.
No han de convertirse en normas rígidas, como compartimentos estancos; señalan un itinerario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios. Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa.
Tampoco me olvides que lo importante no consiste en hacer muchas cosas; limítate con generosidad a aquellas que puedas cumplir cada jornada, con ganas o sin ganas. Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa 629.
La flexibilidad o adaptabilidad que aconseja para la aplicación del plan de vida espiritual no se refiere a que se haya de improvisar cada día, decidiendo cuáles normas se realizan y cuáles no, pues entonces no se trataría de un "plan". Simplemente significa que, una vez fijado y acomodado a las circunstancias personales –generalmente con la ayuda de la dirección espiritual–, conviene ponerlo íntegramente en práctica, con flexibilidad en el horario, no en el contenido 630. Esto no es incompatible con que al inicio se vayan incorporando poco a poco al propio plan de vida las "normas" que se hayan decidido, como a través de un plano inclinado 631.
Tal como las propone san Josemaría, las "normas de piedad" no son prácticas aisladas; constituyen un quid unum. Cada una tiene su función específica en orden a la santificación de la vida corriente. No estamos ante una serie de ejercicios piadosos que se superponen a las actividades de la jornada, sino ante un plan que las cohesiona, porque se dirige a su santificación.
Veamos ahora con más detalle cuáles son esas normas de piedad que recomienda san Josemaría. En el texto que acabamos de transcribir menciona sólo algunas, a modo de ejemplo. Hay otras –a las que alude genéricamente con las palabras "y tantas prácticas estupendas que tú conoces..."–, citadas en diversos momentos 632, que formaban parte de su propio "plan de vida" y solía recomendar a los demás 633.
Álvaro del Portillo, testigo de sus jornadas durante muchos años, ha descrito con cierto detalle estas normas de piedad (además, lógicamente, del rezo del Oficio divino): "Ofrecía toda su jornada al Señor (...), hacía media hora de oración como preparación inmediata para la Santa Misa (...), dedicaba un tiempo a la lectura meditada del Nuevo Testamento (...), rezaba el Angelus al mediodía (...). Después del almuerzo hacía la Visita al Santísimo (...), la lectura espiritual, preferentemente con tratados clásicos de ascética (...). Todos los días recitaba y meditaba las tres partes del Rosario: las distribuía oportunamente a lo largo de la jornada, y terminaba con la parte del día, junto con las letanías lauretanas, después de la oración [otra media hora por la tarde]. Se retiraba en profundo silencio [al final del día] para hacer el examen de conciencia y rezar las últimas oraciones..." 634. A esto hay que añadir la Confesión semanal, el rezo de la Salve Regina el sábado, el día de retiro mensual, el curso de retiro anual, y algunas devociones.
Esas prácticas –de periodicidad diversa– las completa san Josemaría con las que solía llamar "normas de siempre", porque pueden vivirse en cualquier momento: la continua presencia de Dios 635, las jaculatorias, actos de Amor y desagravio, comuniones espirituales, "miradas" a la imagen de Nuestra Señora... 636, y otras como las acciones de gracias 637, las mortificaciones pequeñas; y una muy característica de san Josemaría: la consideración frecuente de la filiación divina adoptiva 638.
De casi todas estas prácticas se ha hablado ya y no es necesario detenerse a describirlas con más detalle. Añadimos sólo dos observaciones.
Por "presencia de Dios" se entiende aquí el acto nuestro de "tener presente" o descubrir la presencia de Dios en todas las cosas (presencia de inmensidad) y su presencia sobrenatural en el alma en gracia (presencia de inhabitación). Se concreta muchas veces en considerar la filiación divina, o en comuniones espirituales, jaculatorias, etc. Otras veces es al revés: a través de jaculatorias o de otras oraciones se toma conciencia de la presencia de Dios y se abre paso a la oración en cualquier momento de la jornada. En todo caso, dice san Josemaría, hemos de buscar la presencia de Dios: quaerite Dominum et confirmamini, quaerite faciem eius semper (Sal 94, 4); buscad al Señor y haceos fuertes, buscad siempre su rostro 639.
Las "jaculatorias" son expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te (Jn 21, 17), Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam (Mc 9, 23), creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe (...). U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma 640: de un fervor habitual que, al actualizarse, hace arraigar aún más el hábito de la presencia de Dios.
Este plan de vida que vivió san Josemaría es el mismo que propone a cualquier fiel que quiera buscar la santidad en medio del mundo. Lo hemos descrito solamente en líneas generales porque, como es lógico, caben muchos modos de concretarlo según las circunstancias personales de cada uno.
En todo caso es un plan de vida espiritual que pide generosidad en la dedicación de tiempo al trato con Dios, pero no a costa de omitir los deberes profesionales, familiares, etc.: al contrario, lleva a cumplirlos con perfección por amor a Dios. Es un plan –leíamos en una cita anterior– "acomodado a la condición de una persona que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no ha de descuidar" porque son su materia de santificación. Vividas como enseña san Josemaría, las "normas del plan de vida" conducen "casi sin darse cuenta" a transformar todo en oración: en "oración contemplativa".
Viceversa, la dedicación al trabajo y la atención de los otros deberes no debe ser óbice para reservar los tiempos previstos a la oración, participar en la Santa Misa, rezar el Rosario, etc. Si habitualmente lo fuera, significaría que no se están santificando esos deberes. Podrían llegar a convertirse en un cuerpo sin vida: sin vida sobrenatural, en este caso.
El "plan de vida espiritual" comprende, como hemos visto, sacramentos y oración: es un modo orgánico de emplear estos dos medios de santificación concretados en una serie de prácticas que san Josemaría suele llamar "normas". Pero el cristiano necesita también del tercer medio que hemos expuesto: una "formación" que recibe a través de determinados cauces. Sólo así aprovecha todos los recursos que le ofrece la Iglesia para su santificación y apostolado. Los "medios de formación" deben enseñar a cumplir amorosamente esas normas de piedad y a practicar las virtudes cristianas. Por eso san Josemaría no separa las "normas" de la formación. De hecho los menciona como parte integrante del "plan de vida espiritual"; por ejemplo, los retiros espirituales mensuales y el curso de retiro anual que, además de ser tiempos dedicados a la oración y al examen de conciencia, son también "medios de formación" humana, doctrinal y ascética, porque en ellos se imparten meditaciones y charlas al respecto. A esto hay que añadir los espacios dedicados a la formación cristiana por medio del estudio personal y de cursos de teología o de clases sobre cuestiones doctrinales y morales.
Finalmente, el plan de vida espiritual que propone san Josemaría incluye también algunos "medios humanos". Concretamente, en el caso del plan de vida que enseña a los fieles del Opus Dei, después de los medios sobrenaturales, se señalan –entre las "normas de siempre"– tres medios humanos: "trabajo, orden, alegría" 641. Evidentemente no son ni participación en los sacramentos, ni prácticas de oración en sí mismas, ni tampoco medios de formación. Se trata de tres actos de virtudes humanas que se dirigen a proporcionar adecuadamente la materia de santificación a fieles que están llamados a la santidad y al apostolado en la vida corriente. Desde luego, no son los únicos medios humanos pero de algún modo representan el conjunto amplísimo de esos medios y tienen una relación específica con el espíritu que transmite san Josemaría.
Ante todo, el trabajo entendido aquí en sentido amplio, como cumplimiento de todos los deberes, tanto profesionales como familiares y sociales, al estar incluido entre las normas que se pueden poner en práctica en cualquier momento.
Después, el orden, lo que significa que la santificación de esos deberes –su ordenación a Dios– exige no sólo cumplirlos, sino hacerlo con el orden de la caridad, que tiene constantes manifestaciones prácticas, también externas y materiales.
Por último la alegría, que caracteriza el modo de cumplir esos deberes con la actitud de quien se sabe hijo de Dios y, por tanto, trabaja en las cosas de su Padre no como un esclavo obligado sino con agrado, que es expresión de libertad plena, según las palabras del Salmo: "Servite Domino in laetitia" (Sal 100 [99], 2).
Los medios para santificar la vida ordinaria se compendian en el cumplimiento amoroso del plan de vida espiritual, o mejor dicho, en la lucha para cumplirlo íntegramente y por amor a Dios. Este es para san Josemaría el camino para llegar a esa unión íntima y constante con el Señor 642, para alcanzar el don de una vida contemplativa en medio de las actividades más absorbentes de la jornada.
Cuando explicaba el sentido de las "normas de piedad", insistía en la necesidad de cumplirlas por amor a Dios, porque sólo entonces hacen crecer ese amor. No dejéis de cumplir las Normas con amor. Lo mismo cuando hay sol que cuando hay tormenta, cuando estamos sanos o cuando estamos enfermos, cuando hay motivos de alegría o cuando hay motivos de pena 643.
Habla de un amor verdadero, un amor que lleva a ser fieles en el cumplimiento de esas prácticas de piedad porque agradan a Dios, no porque se tengan ganas o den consuelo. De sí mismo decía que de ordinario yo voy a contrapelo. Sigo mi plan no porque me guste, sino porque debo hacerlo, por Amor 644.
En efecto, el amor puede estar muy presente aun cuando falten los afectos o se atraviese por un periodo de oscuridad interior. Precisamente en estas circunstancias, las normas del plan de vida espiritual marcan el camino del encuentro con Dios.
Has de ser constante y exigente en tus normas de piedad, también cuando estás cansado o te resultan áridas. ¡Persevera! Esos momentos son como los palos altos, pintados de rojo que, en las carreteras de montaña, cuando llega la nieve, sirven de punto de referencia y señalan, ¡siempre!, dónde está el camino seguro 645.
La falta de gusto sensible es compatible con la alegría a un nivel más profundo, la de saber que se está agradando a Dios. La experiencia muestra que el cumplimiento amoroso del plan de vida espiritual contribuye a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel del panal 646.
En definitiva, el "alma" del plan de vida espiritual es ese amor perseverante que busca con determinación el trato con Dios para amarle cada vez más, combatiendo el amor propio desordenado que se alza en lamentos ante el esfuerzo y sacrificio que se requiere. San Josemaría dejó estampada en Camino su réplica a una de esas quejas: Eso de sujetarse a un plan de vida, a un horario –me dijiste–, ¡es tan monótono! Y te contesté: hay monotonía porque falta Amor 647.
Opuesto al amor es el cumplimiento de las normas de piedad con mentalidad de cumplo y miento, según decía a veces san Josemaría, como recuerda Álvaro del Portillo 648. Para san Josemaría, "no eran algo que debía hacerse sin más, algo visto como una imposición externa. Su razón de ser no se encontraba fuera de la persona, sino en su mismo interior. Más que imposición constituyen una "necesidad"; necesidad para la persona atraída por el bien que desea alcanzar" 649. Reducirlas a simples prácticas externas sería despojarlas de su condición de "medios" para la santidad.
En la práctica es frecuente también la tentación de postergar o descuidar las "normas de piedad", no ya por flaqueza sino para disponer de más tiempo para otras actividades. Ceder habitualmente a esa tentación equivaldría a poner esas actividades por encima del trato con Dios y a dejar de santificarlas, cayendo en el "activismo" que es el primer paso de la tibieza, como vimos en su momento 650.
Pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios... 651
En cambio, san Josemaría tiene la íntima persuasión de que Dios concede el don de una vida contemplativa a quien, con su ayuda, pone por obra perseverantemente los medios de santificación: Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa 652.
Hemos concluido todos los capítulos con algunos ejemplos de "aplicaciones prácticas", que nos han servido para extender la mirada a numerosas consecuencias de la doctrina de san Josemaría, más allá de lo que se ofrecía en cada tema.
En el caso de este último capítulo nos parece mejor terminar con una enseñanza en la que pone un énfasis totalmente singular por su trascendencia práctica. Suele decir –es una de las frases que repite con más insistencia, sobre todo en su predicación oral– que las normas son lo primero 653.
¿Qué quiere transmitir con esta expresión? Para hacerse cargo de su significado, conviene considerar que lo "primero" en la vida cristiana es dar gloria a Dios, que es el fin último. Sabemos que para dar gloria a Dios es preciso querer que Cristo reine, y que para esto hay que cooperar con el Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia por la santificación personal y el apostolado. Esto es lo "único necesario" (cfr. Lc 10, 42): lo que ha de buscar el cristiano por encima de todo, en cualquier cosa que haga: lo primero en su intención.
Sin embargo, "el fin es lo primero en la intención, pero lo último en la ejecución", como repite a menudo santo Tomás 654. En el plano de la ejecución, el de la acción concreta y práctica para alcanzar la santidad, lo "primero" es poner los medios. Para transformar la vida entera en un acto de glorificación a Dios –vida contemplativa– y llegar a identificarse con Cristo, el cristiano debe emplear en primer lugar los medios de santificación; de lo contrario, su aspiración a la santidad no pasaría de un buen deseo. Por eso, después de recordar que los hijos de Dios han de tener una preocupación exclusiva. Y es ésta: ser santos 655; san Josemaría añade: ¿Medios? Las Normas 656.
Al afirmar que "las Normas son lo primero", hace referencia principalmente a las normas de piedad que exigen una dedicación exclusiva de tiempo o de atención de la mente (como la Santa Misa, los ratos de oración mental, la lectura espiritual, etc.), no a las "de siempre", que se pueden poner en práctica en cualquier momento. Cuando dice que son "lo primero" quiere señalar que, en la distribución de las actividades de la jornada –y concretamente en la de los tiempos que cada uno puede destinar de modo autónomo a una actividad u otra, sin omitir los propios deberes ni el descanso necesario– el cumplimiento de las normas del plan de vida debe ser prioritario sobre las demás actividades, por buenas y valiosas que sean. Los momentos reservados para el trato con Dios a lo largo de la jornada no han de ser secundarios. San Josemaría exhorta a esmerarse en el cumplimiento de las Normas, sin dejarlas para después 657; y añade como pauta: hacedlas a su hora o, si acaso, adelantadlas; retrasarlas, no 658.
Ya hemos visto que, en la mente de san Josemaría, el cumplimiento del plan de vida espiritual no ha de ser obstáculo para el desempeño de los deberes profesionales (más bien es al contrario: impulsa a realizarlos con perfección) y que la dedicación al trabajo no debe impedir el cumplimiento amoroso del plan de vida espiritual. Este es el presupuesto que conviene tener presente al leer las siguientes palabras:
Con la misma fuerza con que antes os invitaba a trabajar, y a trabajar bien, sin miedo al cansancio; con esa misma insistencia, os invito ahora a tener vida interior. Nunca me cansaré de repetirlo: nuestras Normas de piedad, nuestra oración, son lo primero 659.