Diccionario

FamiliaFeR. F. VallespínFidelidadFieles cristianosF. del Opus DeiFiliacion divinaFilipinasL. FisacForjaFormaciónFortalezaFranciaFraternidadFundación

Familia, Santificacion de la
1. El enamoramiento
2. Hogares luminosos y alegres
3. La castidad matrimonial
4. Transmisión de la vida y educación de los hijos
Fe
1. La virtud de la fe en la vida de san Josemaría
2. La referencia a la fe en los escritos de san Josemaría
3. La forma específica de la predicación de san Josemaría sobre la virtud de la fe
4. Consideración final
Fernández Vallespín, Ricardo
Fidelidad
1. Fidelidad, lealtad y perseverancia
2. Fidelidad de Dios y fidelidad del cristiano
3. Fiel en lo poco
4. Lealtad a la Iglesia
Fieles cristianos
1. La condición común de fiel
2. La condición cristiana como vocación
3. Participación de todo cristiano en la misión de la Iglesia
Fieles del Opus Dei
1. Unidad de vocación y diversidad de situaciones y funciones
2. Numerarios, Agregados, Supernumerarios
3. Hombres y mujeres
4. Sacerdotes y laicos
5. Incorporación al Opus Dei
Filiacion divina
1. Origen contemplativo de una doctrina
2. La filiación divina, fundamento de la vida espiritual
3. Filiación divina e identificación con Cristo
4. El Espíritu Santo y la filiación divina
5. La participación en la filiación del Verbo
6. Filiación divina, libertad y vida ordinaria
7. Filiación divina y oración
8. Filiación divina, fraternidad y apostolado
9. La alegría y la conversión de los hijos de Dios
Filipinas
1. En Filipinas y desde Filipinas
2. Los inicios de la labor apostólica
3. Desarrollo de la labor apostólica
Fisac Serna, Maria Dolores (Lola)
Forja (libro)
1. Composición del texto
2. Estructura, estilo y contenido
3. Difusión
Formación: consideración general
1. Necesidad de una formación cristiana
2. Aspectos de la formación
3. Medios de formación
Fortaleza
1. La fortaleza a la luz de la Cruz de Cristo
2. Fortaleza y conciencia de la propia debilidad
3. Fortaleza y fe: nuestra fortaleza es prestada
4. Fortaleza en la vida ordinaria: perseverancia, paciencia y serenidad. Santa tozudez e intransigencia
Francia
1. Fuentes literarias francesas
2. Inicios de la labor apostólica
3. La intercesión de los santos franceses
4. Viajes de san Josemaría
Fraternidad
1. La fraternidad, ideal cristiano
2. Manifestaciones en la vida de la Iglesia y en la sociedad
3. El espíritu de familia en el Opus Dei
Fundación del Opus Dei
1. Una misión fundacional
2. La fundación del Opus Dei: acontecimientos centrales
3. Epílogo: fin de la etapa fundacional y comienzo de la etapa de la continuidad

 «    FAMILIA, SANTIFICACION DE LA    » 

San Josemaría ha difundido un rico mensaje sobre realidades tan antiguas como el ser humano, la familia, la relación entre hombre y mujer, el amor humano, la generación y educación de los hijos. Fundamentado sobre un Dios que es amor, para san Josemaría el amor entre el hombre y la mujer que lleva al matrimonio es también una llamada divina. Se trata de una doctrina que remite al Evangelio, a la enseñanza apostólica: "El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (cfr. Ef 5, 32) (...), signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra" (ECP, 23).

La predicación de san Josemaría se inicia en el primer tercio de un siglo complejo y crucial, que presenció cambios sociales y antropológicos de gran alcance, algunos de los cuales afectaron y afectan directamente al matrimonio y a la familia. La predicación del fundador del Opus Dei sobre el matrimonio como camino de santidad conduce de modo espontáneo y natural a poner de manifiesto la grandeza del amor humano y de los dos sujetos que lo experimentan: el varón y la mujer. Este mensaje se sitúa entre las líneas fundamentales de una antropología dual, de la que se han ocupado diversos documentos del Magisterio –en especial la Cart. Ap. Mulieris dignitatem, de Juan Pablo II–, y de la que los textos de san Josemaría, ya desde el principio, y a lo largo de toda su vida, nos ofrecen un esbozo, con el estilo directo que les es propio.

De sus palabras se desprende el profundo significado de la vida familiar y se marca un camino trazado mucho antes de la crisis de la familia estallada años después, tanto a nivel sociológico como antropológico, que permite fundamentarla sobre bases cada vez más sólidas. De la aguda conciencia de que el matrimonio no es una simple institución, sino una auténtica vocación humana y sobrenatural, se derivan, en efecto, importantes consecuencias, entre ellas:
– el amor forma parte de la estructura ontológica de cada criatura y es, al mismo tiempo, tarea que debe realizarse con libertad personal;
– el amor esponsal se prolonga, por su propia dinámica, en la generación y en el amor paterno-filial;
– los esposos están llamados a identificarse en el amor conyugal, en el seno de la propia familia; camino a través del que responden a la llamada divina a la santidad;
– el amor no es una eventualidad, sino una dimensión de la obra de la creación y de cada criatura humana;
– la familia es no sólo fundamento de la convivencia humana, sino el lugar en que se forma la personalidad y se enseña y aprende a amar y a servir.

Dejando para otras voces del Diccionario algunos aspectos –el matrimonio como sacramento, la devoción a la Sagrada Familia, el espíritu de familia como rasgo de la espiritualidad del Opus Dei...– nos detendremos aquí en la doctrina de san Josemaría sobre la familia en cuanto tal, desde una perspectiva antropológica y teológica. Comencemos por hablar de una realidad que está en la raíz de la existencia misma de la familia, el amor y el enamoramiento.

1. El enamoramiento

El uso del vocablo "enamoramiento" es frecuente en la predicación de san Josemaría. Lo entiende como íntimamente relacionado con el núcleo mismo del amor. Con frecuencia, en el lenguaje común, al enamoramiento no se le concede gran valor, porque se lo considera limitado a la fase inicial de las relaciones entre un hombre y una mujer, como una emoción superficial y, por lo tanto, juzgado por sí mismo inestable y efímero. Para san Josemaría, es un momento inicial pero no por eso efímero; puede estar dotado de una energía interior capaz de implicar una experiencia de amor que abarque la totalidad. "Y cuando pasen los años –ahora sois todos muy jóvenes– no tengáis miedo: vuestro cariño no se hará peor, sino mejor. Se hará incluso más entusiasta, volverá a ser el cariño del noviazgo" (Encuentro en Sao Paulo, Sumaré, 4–VI–1974, en Hogares luminosos y alegres, p. 36: AGP, Biblioteca, P11). "Serás una enamorada permanente": así respondió san Josemaría a una mujer brasileña de mediana edad, deseosa de mantener viva la alegría matrimonial. No era sólo un augurio, sino la alusión a una dimensión profunda del amor. De ahí que con frecuencia afirmara: "Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado" (S, 795). Es una afirmación comprometida que significa la recomposición de todos los amores en el único Amor, en unidad de corazón y de vida. "No lo olvides: el amor de Dios ordena mejor nuestros afectos, los hace más puros, sin disminuirlos" (S, 828).

La realidad es, en efecto, que el amor humano, vivido como donación total, tiene la capacidad de llevar al hombre y a la mujer a la plenitud de humanidad. De ahí que posea una energía que es menor en otras relaciones humanas; y que pueda afirmarse que el enamoramiento es una característica del amor, más que una de sus fases. Hace, en efecto, descubrir al ser humano su vocación al amor esponsal más allá de los límites espaciotemporales. Esta es la razón por la que no se reduce a mera caducidad: como el nacimiento, no pierde importancia frente a la vida entera, sino que se abre a ella.

Partiendo de esa rica valoración del amor humano, san Josemaría no dudó en aplicar la noción de enamoramiento también a la vida espiritual, a la relación entre el alma y Dios, subrayando así, sea la hondura del amor de Dios hacia el hombre, sea la intensidad y la alegría que el ser humano debe experimentar al conocer que Dios le manifiesta y le invita a corresponder. Los textos son numerosos: "Veo tu Cruz, Jesús mío, y gozo de tu gracia, porque el premio de tu Calvario ha sido para nosotros el Espíritu Santo... Y te me das, cada día, amoroso –¡loco!– en la Hostia Santísima... Y me has hecho ¡hijo de Dios!, y me has dado a tu Madre. No me basta el hacimiento de gracias: se me va el pensamiento: Señor, Señor, ¡tantas almas lejos de Ti! Fomenta en tu vida las ansias de apostolado, para que le conozcan..., y le amen..., y ¡se sientan amados!" (F, 27). "Para evitar la rutina en las oraciones vocales, procura recitarlas con el mismo amor con que habla por primera vez el enamorado..., y como si fuera la última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor" (F, 432). "Vive la fe, alegre, pegado a Jesucristo. –Ámale de verdad –¡de verdad, de verdad!–, y serás protagonista de la gran Aventura del Amor, porque estarás cada día más enamorado" (F, 448). "Los enamorados no saben decirse adiós: se acompañan siempre. –Tú y yo, ¿amamos así al Señor?" (S, 666).

Ese amor profundo y vivo a Dios, ese enamorarse del alma al saberse amada infinitamente por Dios es luz y es fuerza que da razón a la vida del cristiano, tanto si está llamado al matrimonio, como si lo está al sacerdocio, al celibato apostólico en medio del mundo, a la vida religiosa o consagrada.

Pero si el enamoramiento posee una energía que no se puede perder, también es cierto que se trata de un momento que reclama ser protegido y conservado en toda su valencia existencial, como factor que aporta significado al desarrollo de las relaciones a las que da lugar. Tanto para los cónyuges como para los que están llamados por Dios al celibato, estar enamorados debe ser la condición normal de su vida: "Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio –que es un sacramento, un ideal y una vocación–, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido" (CONV, 91). Y, en referencia a la vida espiritual: "¿No observas cómo muchos de tus compañeros saben demostrar gran delicadeza y sensibilidad, en su trato con las personas que aman: su novia, su mujer, sus hijos, su familia...? –Diles –¡y exígete tú mismo!– que el Señor no merece menos: ¡que le traten así! Y aconséjales, además, que sigan con esa delicadeza y esa sensibilidad, pero vividas con Él y por Él, y alcanzarán una felicidad nunca soñada, también aquí en la tierra" (S, 676).

El enamoramiento no es separable del amor que hace sabia a la razón, duradero al sentimiento, fuerte y decidida a la voluntad. La energía implicada en el enamoramiento, unida al amor y cuidada día tras día, hace posible afrontar las dificultades, superar el dolor, practicar la paciencia y mantener viva la esperanza. Porque el amor es una energía constructiva y el ser humano ha sido hecho para amar.

2. Hogares luminosos y alegres

El amor entre un hombre y una mujer, que lleva al matrimonio y funda la familia, es una realidad presente en las más diversas culturas. San Josemaría la recoge para situarla desde el comienzo de su predicación en un contexto no sólo cristiano, sino vocacional: "¿Te ríes porque te digo que tienes «vocación matrimonial»? –Pues la tienes: así, vocación. Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías" (C, 27). Ese "fin del camino" es, primero, el matrimonio por el que el hombre y la mujer se vinculan uno al otro. Y después, la familia: los hijos y el transcurrir de la vida con todas sus implicaciones.

La familia es el fundamento de la convivencia humana. El término "familia" remite a la idea de persona y de relación. San Josemaría habla de esto acudiendo con frecuencia a la palabra "hogar", que alcanza en su predicación el valor de "lugar teológico", de núcleo conceptual que conduce a una profundización en lo que la familia es. La familia remite, en efecto, a la realidad de una casa u hogar que representa seguridad y acogida. Así lo advirtió ya la cultura griega clásica, que se refería a la casa como la conjunción de un elemento masculino –oikós–, la viga fuerte que sostiene el techo, y uno femenino –eschára–, el lugar central de la estancia bajo el techo. En todo caso es un hecho que la casa es mucho más que un lugar material e inerte; es imagen no sólo de las personas que la habitan, sino de su relación; sólo la casa crea y expresa intimidad, aceptación y acogida.

Al hablar de "hogar" y de "hogares", san Josemaría introduce a quien lo escucha en una realidad concreta y viva. Sitúa no ante un mundo de ideas puras y principios abstractos, sino ante un espacio donde el amor se manifiesta en los gestos más sencillos y cotidianos, conoce la alegría y la esperanza, pero también el cansancio y el dolor, y los supera gracias al amor, a un amor del que brota una voluntad de estar juntos que se confirma diariamente.

En un hogar todo está hecho para la vida: las tareas cotidianas materiales corren paralelas a las espirituales y a los grandes ideales, y los expresan fielmente. El trabajo doméstico asume por lo tanto un nuevo relieve, exponente de amor y de delicadeza y también de buen hacer, de competencia profesional: el trabajo del hogar es una profesión y "¡qué profesión especializada! Porque tenéis que saber dietética, (...) tener arte (...); y esa gracia femenina para dejar un rincón de la casa simpático, donde el marido, cuando viene cansado, recupera las fuerzas. (...) ¿Te parece poca profesión?" (Encuentro en Buenos Aires, Teatro Coliseo, 23-VI-1974: AGP, P11, p. 37). Limpiar la casa, preparar la comida, crear un ambiente sereno –tareas a las que pueden y deben contribuir la mujer y el marido–, facilitan que la gratuidad, el cariño y el trato con Dios estén presentes en el ritmo ordinario de la vida: actos que se convierten para san Josemaría en deberes primarios de los cónyuges y expresión concreta de amor y fidelidad, vehículo de perdón y camino hacia la paz. Y todo esto, no como fruto de un sentimentalismo ingenuo, sino sabiendo que el amor, como todo lo que es humano, está también hecho de polvo y barro.

Porque en el desarrollo de una familia puede haber también dificultades y momentos de incomprensión. San Josemaría no lo oculta, sino que invita a superarlos con el amor; con un amor que remite a Dios, que es amor, y que ha puesto en el ser humano la capacidad de amar, de forma que las eventuales rencillas den paso a un cariño más profundo. E insiste en que no repercutan negativamente ni en la vida de los esposos, ni en los hijos. De ahí un consejo que repitió con frecuencia a las personas casadas: "que no riñan nunca delante de los hijos: para lograrlo, basta que se pongan de acuerdo con una palabra determinada, con una mirada, con un gesto. Ya regañarán después, con más serenidad, si no son capaces de evitarlo. La paz conyugal debe ser el ambiente de la familia, porque es la condición necesaria para una educación honda y eficaz. Que los niños vean en sus padres un ejemplo de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de comprensión; y que las pequeñeces de la vida diaria no les oculten la realidad de un cariño, que es capaz de superar cualquier cosa" (CONV, 108).

En ocasiones, cuando hablaba a novios y a esposos, les decía que tenían que quererse, también con sus defectos (cfr. CONV 108). "Querer a alguien con sus defectos" conduce al conocimiento de que el amor no puede autolimitarse: está llamado a superar dificultades y crisis, e incluso errores, sin dejarse dominar por ellos, sino al contrario dominándolos para crecer en el amor y en la entrega: "A los que estáis casados, os felicito; pero os digo que no agostéis el amor, que procuréis ser siempre jóvenes, que os guardéis enteramente el uno para el otro, que lleguéis a quereros tanto que améis los defectos del consorte, siempre que no sean una ofensa a Dios. (...) Y si lo fueran, con afecto, poco a poco, podréis hacerlos cambiar (...). Cuando améis así, habréis aprendido a querer" (Encuentro en Valencia, Guadalaviar, 18-XI-1972: AGP, P11, pp. 20-21).

Aquí encuentra su contexto la importancia que san Josemaría atribuye a la mujer respecto a la vida del hogar. "Sois psicólogas –dijo en diversas ocasiones–, la felicidad depende de vosotras" (Catequesis en América, I, 1974: AGP, Biblioteca, P05). Al hablar así iba más allá de la simple afirmación de la igual dignidad del varón y de la mujer, para subrayar una de las características estructurales de la feminidad: la particular actitud para advertir lo concreto, también lo concreto en el amor. El calificativo de "psicóloga" atribuido a la mujer evoca, en efecto, una especial capacidad para comprender al otro, para escucharlo y también para llevarlo con sencillez y sin darlo a entender, hacia una profundidad cada vez mayor en el amor y en la vivencia que implica la vida del hogar.

3. La castidad matrimonial

La castidad de la que habla san Josemaría es siempre una virtud que presupone el amor y se coloca a su servicio: "La castidad –la de cada uno en su estado: soltero, casado, viudo, sacerdote– es una triunfante afirmación del amor" (S, 831).

La castidad matrimonial es afirmación del hombre y la mujer que se aman y se entregan por entero el uno al otro. La castidad secunda la naturaleza y le permite expresarse plenamente, o en otras palabras, de manera verdaderamente humana. Por eso, como el cuerpo y el espíritu, la inteligencia y el sentimiento, también la sexualidad requiere dedicación y cuidado para ser asumida y vivida adecuadamente. Requiere, por eso, siempre delicadeza y, en algunos momentos, guarda o control de los sentidos y mortificación, pero no se le deben aplicar términos como renuncia o negación, sino otros como dedicación y cuidado que, como cualquier otra realidad humana, conlleva en ocasiones empeño; pero se trata de un empeño que sirve y potencia el amor, es decir, que vale la pena.

La predicación de san Josemaría contrasta con el dualismo espíritu–materia que ha estado presente en tantos momentos de la historia del pensamiento y de la cultura. Sus palabras ponen de manifiesto que la sexualidad se integra en la unidad de la persona: "El amor es una cosa tangible: es el alma, el espíritu, la conversación, el carácter, la inteligencia... Y el cuerpo también, hijas mías. De modo que tenéis que cuidar vuestro cuerpo; sabiendo además que, si no, hacéis una ofensa a vuestro marido, y él a vosotras" (Encuentro en Buenos Aires, Teatro Coliseo, 23-VI-1974: AGP, P11, pp. 47-48).

La castidad matrimonial –como toda virtud– es una cualidad del amor, aunque puede tener manifestaciones diversas. "Los casados han de vivir la castidad matrimonial, de modo que deben amarse mutuamente –la mujer al marido y el marido a la mujer– según la ley natural y la ley divina; y siguen siendo castos, queriéndose mucho" (Encuentro en Caracas, Altoclaro, 11-II-1975: AGP, P11, p. 22). "Os digo que os queráis, que os tratéis, que os conozcáis; os digo que os respetéis mutuamente, como si cada uno fuera un tesoro que pertenece al otro" (ibidem: AGP, P11, p. 18). La castidad, como cualquier otro aspecto de la naturaleza humana, conlleva un proceso de crecimiento y de maduración que supone dedicación y lucha contra el pecado que devalúa la sexualidad, de la cual la castidad es defensa.

"Jesús ama el amor humano, el amor noble, limpio, el vuestro, el de mis padres, aquél que yo bendigo con las dos manos porque no tengo cuatro" (Encuentro en Barcelona, IESE, 27-XI-1972: AGP, P11, p. 94). El "amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podía insinuarse en los falsos espiritualismos (...). El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios" (CONV, 121). "En otros sacramentos, la materia es el pan, es el vino, es el agua... Aquí son vuestros cuerpos. (...) Yo veo al lecho conyugal como un altar: está allí la materia del sacramento" (Encuentro en Pamplona, Universidad de Navarra, 1967: AGP, P03, XII–1967, pp. 73-74). Calificar al lecho matrimonial, topos del amor conyugal, como "altar", es, sin duda, una expresión audaz, pero lógica consecuencia de la antropología revelada, que proclama que el hombre y la mujer se unen hasta constituir una sola carne, una caro (cfr. Gn 2, 24; Mc 10, 8), y que hace de la relación entre marido y mujer imagen de la relación entre Cristo y la Iglesia (cfr. Ef 5, 23).

Esta realidad profunda da consistencia a las dimensiones ética y jurídica, así como a las sociológicas. La familia como encrucijada de las relaciones (conyugales, maternas, paternas, filiales) tiene en el amor su regla original y fundamental; presupone el amor de los cónyuges y recibe energía vital del amor que, perviviendo a lo largo del tiempo, transmite la vida y da estabilidad a la familia.

4. Transmisión de la vida y educación de los hijos

La unión matrimonial entre un hombre y una mujer está orientada por su propia naturaleza a la transmisión de la vida, a la aparición de los hijos. Escribiendo en una coyuntura cultural en la que se estaba difundiendo la mentalidad antinatalista y anticonceptiva, san Josemaría subrayó con fuerza esta natural ordenación del matrimonio a la procreación. "Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar adelante una familia numerosa, si Dios se la manda" (CONV, 94).

No desconoce san Josemaría que hay matrimonios que no podrán tener hijos: más aún se refiere a ellos en diversas ocasiones, para indicarles que no deben ver esa realidad como una maldición o un castigo, sino como una señal de Dios que les impulsa "a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso" (CONV, 96). Ni tampoco ignora que existan situaciones en que un matrimonio potencialmente fecundo, pueda considerar, con recta conciencia, que en un determinado momento no les pide Dios que tengan otro u otros hijos (cfr. CONV, 94-95). Pero se opone decidida y netamente a la mentalidad y a la praxis anticonceptivas, a la tendencia a "cegar las fuentes de la vida", por repetir la frase citada más arriba. Es decir, a poner en entredicho la ordenación de la sexualidad a la transmisión de la vida, adulterándose así su naturaleza y por tanto la de la relación natural entre el hombre y la mujer. Sus expresiones a este respecto son no solo decididas sino especialmente fuertes. "Son criminales, anticristianas e infrahumanas, las teorías que hacen de la limitación de los nacimientos un ideal o un deber universal o simplemente general" (CONV, 94). Poco después, en esa misma entrevista: "el verdadero amor mutuo trasciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los hijos. El egoísmo, por el contrario, acaba rebajando ese amor a la simple satisfacción del instinto y destruye la relación que une a padres e hijos" (ibidem).

La adecuada relación entre marido y mujer, padres e hijos lleva a hacer realidad ese ideal de "hogares luminosos y alegres" al que antes nos referíamos. Los padres ven en los hijos una prolongación de ellos mismos; más aún, son don de Dios que alegra su vida, aunque en ocasiones exija no solo generosidad, sino también sacrificio. Y los hijos ven en los padres a aquellos a los que les deben la vida junto con el cariño que les hace ver que la vida está dotada de valor y de sentido; de ahí que se sientan inclinados a corresponder, como lo pide el cuarto mandamiento del decálogo (amor a los padres) al que san Josemaría califica como "dulcísimo precepto" (F, 21; CONV, 101).

Es deber de los padres proveer a la educación de los hijos. Educar es un proceso cotidiano, llevado a cabo en un clima familiar de aceptación y de afecto, que permite al hijo madurar su propia humanidad. La primera condición para que sea eficaz –más allá de los límites de cada progenitor– radica en la dinámica de la relación de amor entre los esposos, marido y mujer. Conocer, aprender del ejemplo de los propios padres, cómo se es mujer y cómo se es varón, el valor de la diferencia en la igualdad, es de gran importancia.

La pedagogía familiar encuentra en su concreta experiencia de amor los criterios capaces de producir reglas que respetan y liberan las potencialidades de cada uno. Un joven matrimonio –la autora de este artículo puede testimoniarlo– preguntó a san Josemaría cómo plantear la educación en la fe de su hija pequeña. La respuesta fue inmediata, casi urgente: "Quereos mucho; porque a través de vuestro amor podrá entrever el amor de Dios". La realidad de un amor vivido en todas las circunstancias y momentos de la vida, deja una profunda huella. La unión de los cónyuges, la ayuda que se intercambian, la lucha personal para superar las dificultades de la convivencia, su dependencia de Dios –presente en su hogar– son los fundamentos de la pedagogía de san Josemaría, el núcleo del que irradian los criterios educativos.

Educar a los hijos es deber de ambos padres y no tarea de uno solo de ellos. La consideración que san Josemaría exponía con frecuencia a los padres –"el negocio más importante de la familia son vuestros hijos"–, subraya una decisiva jerarquía de valores. En la práctica diaria cada uno de los cónyuges afrontará ese deber con los recursos propios, manifestando toda la riqueza de matices que implica la complementariedad entre varón y mujer. De ese núcleo brotan los consejos que san Josemaría daba a los padres, y de los que a continuación ofrecemos una selección:

– Manifestar confianza: "Trátalos como querrías que te hubieran tratado, cuando tenías su edad. Sobre todo, con una confianza extremada. Más vale que te engañen una vez, que hacerles pensar que no les quieres bastante, que no tienes confianza en ellos. ¡Déjate engañar alguna vez!" (Encuentro en Oporto, Enxomil, 31-X-1972: AGP, P11, p. 117).

– Mantener en el ambiente familiar una atmósfera de concordia y de serenidad, de la que brotará en los hijos una actitud de confianza, que les lleve a percibir que la familia es puerto seguro, lugar adecuado en el que prepararse para afrontar la vida. "El problema de la libertad depende mucho de los padres. (...) Es mejor ser comprensivos, aunque no tanto que los chicos hagan lo que les dé la gana. (...) Os insisto: tratadles con cariño, con mucho cariño: no resolvéis nada con un par de cachetes. Hay que explicarles las cosas pedagógicamente, con pedagogía cristiana, para que las comprendan desde pequeñitos, poco a poco" (Encuentro en Pamplona, Belagua, 8-X-1972: AGP, P11, pp. 72-73).

– Fomentar la libertad y la responsabilidad: "Haceos amigos, buenos amigos de vuestros hijos: con esa amistad y con la autoridad de padres, dadles consejos oportunos. (...) Vamos a ser condescendientes hasta donde puede serlo un cristiano. (...) Después, dejad tranquilos a vuestros hijos. No les deis una libertad de libertinaje, pero respetadles" (Encuentro en Barcelona, Castelldaura, 28-XI-1972: AGP, P11, p. 74). Un respeto que debería manifestarse de modo especial en la elección de estado, en relación a lo cual pueden aconsejar, pero reconociendo su libertad para tomar una decisión que comprometa toda su vida en el matrimonio o el celibato, el sacerdocio o la vida consagrada. "Hazme eco: no es un sacrificio, para los padres, que Dios les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un sacrificio seguirle. Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad" (F, 18).

– Responder con sinceridad a las preguntas y dudas de los hijos, también cuando son aún pequeños, transmitiendo la verdad siempre de modo adecuado a la capacidad del hijo, pero sin faltar nunca a la veracidad: "Hacedlos leales, sinceros, que no tengan miedo a deciros las cosas. Para eso, sé tú leal con ellos, trátalos como si fueran personas mayores, acomodándote a sus necesidades y a sus circunstancias de edad y de carácter. Sé amigo suyo, sé bueno y noble con ellos, sé sincero y sencillo" (Encuentro en Jerez de la Frontera, Pozoalbero, 12-XI-1972: AGP, P11, p. 75).

Marta BRANCATISANO

 «    FE    » 

El término "fe" posee un campo semántico muy amplio. En el lenguaje común, la realidad a la que se refiere puede ser muy diferente según se hable de "relación con Dios", "enseñanza de la Iglesia", "confianza en algo o en alguien" o "adhesión a unos contenidos no verificables empíricamente". La palabra "fe" se utiliza además a veces como sinónimo de religión, creencia, ideal, etc. En el cristianismo, "vida de fe" es sinónimo de vida de oración y de coherencia de vida; el "fiel" se identifica con aquel que cree en Dios. Al igual de lo que sucede con la Revelación, también en la fe existe una dimensión objetiva, que se refiere a los contenidos o enseñanzas que se creen, y una dimensión subjetiva, que se refiere a la participación del sujeto que cree en Dios, fuente y causa de la fe. La "profesión de fe" indica bien una actitud existencial del creyente, bien el contenido dogmático de los artículos de la fe creída.

La teología del siglo XX, especialmente a través del personalismo cristiano, ha insistido cada vez más en la dimensión subjetiva de la fe personal (Jean Mouroux, Emmanuel Mounier, Romano Guardini), mostrando el valor de la fe en alguien, antes incluso que el de la fe en algo, y por lo tanto como adhesión a una persona que comunica o revela, completando así la perspectiva anterior, presente principalmente en la neoescolástica, que privilegiaba la fe como conocimiento del contenido de la Revelación. Ambas perspectivas contribuyen a una correcta comprensión de la fe, como se percibe en la relación entre las declaraciones complementarias del Concilio Vaticano I (DF, 3) y en el Concilio Vaticano II (DV, 5).

La Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, relaciona la fe sobre todo con la escucha, la obediencia y la conversión (Gn 15, 6; Jon 3, 1-5; Lc 1, 38; Lv 11, 28; Rm 1, 5; Rm 16, 26; 2Co 10, 5-6). La fe se expresa con la oración y con la determinación de la libertad de seguir la voluntad de Dios, a la que el creyente se adhiere. En lenguaje bíblico la fe indica una situación existencial, una adhesión estable a Dios–Verdad, un actuar que revela un nuevo y más profundo conocimiento (Is 7, 9; Is 43, 10-12; Sal 77 [Vg 76]; Jn 10, 38; Jn 17, 8). La fe nace de la escucha de la Palabra de Dios y, al mismo tiempo, permite reconocer toda la profundidad de esta Palabra, aceptando sus consecuencias (Is 53, 1; Rm 10, 17). La fe atrae al hombre a un horizonte de gracia que le hace partícipe de la vida y el conocimiento divino. El cumplimiento de la revelación en Jesucristo explícita la naturaleza de la fe como adhesión a la Persona divina que revela, haciendo que esa misma fe pueda ser reasumida como fe en el Hijo, enviado por el Padre para la salvación del mundo. Los Evangelios sinópticos son explícitos en presentar la fe como fe en la capacidad de Jesús para llevar a cabo la obra de Dios, de hacer milagros, porque Él mismo es el Hijo de Dios. En el lenguaje de san Juan, y también en san Pablo, la fe es presentada por la construcción creer en, referida a la persona de Jesús (Jn 2, 11; Jn 3, 15-18; Jn 17, 20; Ga 2, 16). La fe tiene una dimensión radicalmente teologal: Dios es su objeto, pero también la razón, la forma y la causa final; esto es verdadero también respecto a la dimensión cristológica: Jesucristo se propone como objeto, razón y fin de la fe; y a la dimensión eclesial: la fe genera comunión entre los creyentes, se nutre de esa comunión, la fe se profesa y se custodia en la Iglesia: nadie puede estar solo si quiere mantenerse seguro en su condición de creyente.

En el dinamismo de la vida cristiana se pone de manifiesto la necesaria relación entre la fe y las obras, lo que lleva a hablar de "fe vivida". La condición normal de la virtud teologal de la fe es la de ser informada por la caridad, sin la cual la fe se debilita y, a pesar de que teóricamente podría existir sin ella, en la práctica, desaparece o tiende a perderse. De hecho, junto con la caridad, la fe es la virtud que más resalta en la vida de los santos. Esa fe se manifiesta a través de obras audaces, con frecuencia contra corriente, capaces de llegar incluso al martirio. Esto último destaca el valor de conocimiento que tiene la fe en la persona que la ejerce, y también su vínculo indisoluble con el amor, porque ambos manifiestan la adhesión y la donación del hombre a Dios. En la experiencia de los santos la fe a veces puede tener manifestaciones poco aparatosas, como las que se dan en la ocupaciones diarias de la vida corriente, pero estará siempre asociada a las "obras de la fe", reconocibles para los que viven en estrecho contacto con esas personas santas o conocen más de cerca su vida interior.

Las reflexiones que anteceden ofrecen un marco conceptual y semántico que nos ayuda a introducirnos en la consideración de la fe en san Josemaría. Procedemos trazando una panorámica, breve y sintética, de su vida de fe, para entender después su doctrina.

1. La virtud de la fe en la vida de san Josemaría

"Siento que aunque me quedara sólo en la empresa, por permisión de Dios, aunque me encuentre deshonrado y pobre –más que lo soy ahora– y enfermo... ¡no dudaré ni de la divinidad de la Obra, ni de su realización! Y ratifico mi convencimiento de que los medios seguros de llevar a cabo la Voluntad de Jesús, antes que actuar y moverse, son: orar, orar y orar; expiar, expiar y expiar" (Apuntes íntimos, n. 1699: AVP, I, p. 474). Esta frase de sus Apuntes íntimos, redactada en los inicios de los años treinta, resume bien cuál fue la profundidad en que la virtud de la fe informó, a lo largo de toda su vida, su papel de fundador del Opus Dei. Su predicación sobre la fe no se distinguía de su vida: se expresaba hacia el interior, en su relación personal con Dios, y hacia el exterior, a través de las decisiones que tomó y los trabajos que emprendió. Forjada a partir de su experiencia personal y al mismo tiempo considerada como un regalo de Dios, le gustaba repetir que su fe era "una fe tan gorda que se podría cortar" (URBANO, 1995, p. 374).

La virtud de la fe tuvo en san Josemaría concreciones diversas a lo largo de su vida. Se manifestó en su adolescencia como fe en Dios, al que reconocía como Autor de una llamada cuyo contenido no conocía aún del todo, pero que consideraba suficiente como para orientar completamente –con una decisión irrevocable– toda su vida. Es la fe teologal la que le llevó a ser fiel a esa decisión con una oración constante, pidiendo a Dios, por la intercesión de María, luces para comprender lo que debía hacer, como testimonia, a finales de 1924, la insistente oración a través de la jaculatoria Domine ut videam, Domina ut sit! Fue también con un generoso y radical acto de fe como respondió con prontitud y docilidad a la luz fundacional recibida el 2 de octubre de 1928; y fruto de la fe en Dios fue la certeza con la que, en la predicación a sus hijos, quiso constantemente asegurarlos en el origen sobrenatural del Opus Dei. Son emblemáticas en este sentido las tempranas consideraciones acerca de la divinidad de lo que Dios le había confiado que aparecen en la importante Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios, fechada el 19 de marzo de 1934, o las últimas reflexiones sobre la certeza de la vocación divina y de la elección que dirigió a sus hijos, el 19 de marzo de 1975, pocos meses antes de su muerte (cfr. REQUENA – SESÉ, 2002, p. 150).

Durante los primeros diez años del Opus Dei su fe se puso a prueba con las dificultades de los comienzos. "Se escapaban las almas como se escapaban las anguilas en el agua" (Meditación, 2-X-1962: AVP, I, p. 452), afirmaba, refiriéndose tanto al esfuerzo de reunir un primer grupo de personas que le siguieran en su ideal apostólico, como a la falta de perseverancia de algunos que habían empezado a seguirlo. Dificultades importantes vinieron por algunos sacerdotes a los que pidió que le ayudaran en la dirección espiritual de los primeros hombres y mujeres del Opus Dei, pues les faltó sintonía con el espíritu del fundador. Varias circunstancias que supusieron un nuevo ejercicio de fe fueron, en primer lugar, la muerte prematura de personas que suponían para él un apoyo fundamental en la consolidación y desarrollo del Opus Dei, como fue el caso de José María Somoano (1931), el sacerdote que en aquellos años comprendió mejor el ideal apostólico de san Josemaría, o el de Luis Gordon (1932), uno de los primeros que manifestaron su firme decisión de dedicar la propia vida al Opus Dei.

Un contexto en el que san Josemaría dio un testimonio, sin duda heroico, de fe, fue la Guerra Civil en España (1936-1939), con la persecución religiosa, el sufrimiento moral y el constante peligro de su vida que le acompañaron. Momentos especialmente significativos fueron el dramático refugio en la Legación de Honduras (abril–agosto 1937) y el paso de los Pirineos hacia la otra zona de España (noviembre de 1937), después de tomar la decisión, en conciencia y en presencia de Dios, de alejarse de Madrid, no para escapar, sino por el bien de la nueva institución, con el dolor de separarse de algunos fieles del Opus Dei, de su madre y hermanos, y de amigos que continuaban en la capital de España en situación de peligro.

En dos momentos concretos, la fe de san Josemaría se puso especialmente a prueba, en 1933 y en 1941, cuando el Señor permitió que le surgiera la duda de si había obrado por motivos humanos, por un inconsciente deseo de afirmación personal; superó esos momentos con un nuevo acto de abandono en la voluntad de Dios, pidiendo al Señor que destruyese el Opus Dei si no estaba haciendo su voluntad, renunciando incluso al propio honor, si Dios lo quería así (cfr. AVP, I, pp. 498-500). Un perseverante ejercicio de la virtud de la fe caracterizó también la vida del fundador en los sucesos que acompañaron al desarrollo del Opus Dei en España en los años que siguieron al fin de la Guerra Civil, con motivo de numerosas incomprensiones, a veces también calumnias, de las que fue objeto, y después durante el largo iter jurídico de las aprobaciones pontificias de la nueva institución, durante el cual superó no pocas dificultades con la clara conciencia de haber recibido de Dios un carisma que debía defender y conservar.

Consideró siempre la oración como el "arma principal" para realizar cuanto Dios le pedía. Se consolidó así en su vida y su predicación un vínculo único entre la fe, la oración y el optimismo, expresado con frecuencia con la repetición del versículo bíblico "Non est abbreviata manus Domini" (Is 50, 2; 59, 1). Desde los primeros años de su actividad sacerdotal prendió con fuerza su fe en la intercesión de María, la Madre de Dios, en la de los santos, así como la devoción a los santos patronos e intercesores de la Obra, elegidos poco después de su fundación. Es en este contexto de su vida de fe y de su oración de petición donde deben situarse las numerosas peregrinaciones y las consagraciones que realizó; de modo particular la consagración al Corazón Inmaculado de María, formulada en Loreto el 15 de agosto de 1951, y la novena a la Virgen de Guadalupe en México, en mayo de 1970, con las que quiso responder a las objetivas y graves dificultades que sufrieron en esos años el Opus Dei y la propia Iglesia.

En sintonía con las grandes empresas que caracterizan la vida de los santos, a menudo vistas como imprudentes o temerarias por sus contemporáneos, una manifestación de la fe operativa del fundador fue la promoción de numerosas obras de apostolado e iniciativas educativas o de formación: la instalación de la primera sede de un Centro del Opus Dei en Madrid, afrontada en medio de una gran penuria económica, seguida de la primera expansión en España y la sucesiva expansión por Europa y el mundo, empresas que señalan una profunda fe en el Señor y en el origen divino del carisma que se sentía llamado a difundir. Con esa misma fe surgieron la sede central del Opus Dei en Roma (1948) y las primeras grandes obras corporativas del mundo, desde la Universidad de Navarra en España (1952) y la Universidad de Piura en Perú (1969), hasta la construcción de Cavabianca (1974), sede del Colegio Romano de la Santa Cruz, erigido en 1948, que calificó como una de sus "últimas locuras". Ya al final de su vida, expresaba la fe profunda en la Providencia divina que le había acompañado en todos sus pasos: "Una mirada atrás... Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías... Porque tenemos la experiencia que el dolor es el martilleo del Artista, que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser" (BERNAL, 1976, p. 317).

En el fundador del Opus Dei, la fe vivida asume la dimensión confiada de abandono filial en la voluntad de Dios, expresada a través de la frecuente repetición, para él mismo y para los otros, de la jaculatoria Omnia in bonum! (cfr. Rm 8, 28; ECHEVARRÍA, 2000, pp. 70-83). Su vida espiritual estaba sostenida por la firme convicción de la paternal y cercana presencia de Dios, que se manifestaba, bien en una singular y profunda fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía (cfr. ECHEVARRÍA, 2000, pp. 228-230, 237-238), ligada naturalmente a una fe firme en el valor infinito de la santa Misa, bien en el recurso a una continua oración filial de petición, que vivía y predicaba. Junto a estas dimensiones que delinean el ámbito personal de esta virtud, que es la donación a Dios, la adhesión firme y el abandono confiado a su Palabra (fides qua creditur), la fe del fundador del Opus Dei poseía una indudable dimensión objetiva, que se manifestaba en su preocupación por creer y transmitir con fidelidad todo cuanto la Iglesia propone en materia de fe (fides quae creditur). Convencido personalmente de que la fe crece y se hace más honda con la oración y el estudio, san Josemaría no se cansó de enseñar que el peor enemigo de Dios y de la fe es la ignorancia (cfr. F, 635; S, 346; AD, 171; AIG, p. 60). En su vida personal dirigía con frecuencia a Dios la exclamación Adauge nobis fidem, spem et caritatem! (cfr. Lc 17, 5-6), deseoso de que el Señor acrecentara su fe. Las tentaciones contra la fe estuvieron, como en tantos santos, ciertamente presentes (cfr. CECH, pp. 726-728), pero nunca le condujeron a dudar conscientemente de Dios, ni de la verdad revelada y así lo enseñaba a los que vivían con él (cfr. ECHEVARRÍA, 2000, pp. 17-20). Por último, no es superfluo destacar como elocuentes testimonios de la fe teologal del fundador del Opus Dei los numerosos lugares de culto que promovió y las notables obras de arte sacro que quiso realizar, cuya ejecución seguía con atención. Era una fe encamada en las ricas y artísticas custodias procesionales que quería para la Eucaristía, en los oratorios y sagrarios cuyos diseños inspiró, en los monumentales retablos, pinturas y esculturas que encargó, y, a modo de resumen, en la construcción del gran santuario mariano de Torreciudad en Aragón.

2. La referencia a la fe en los escritos de san Josemaría

Debido a sus múltiples contextos, bíblico, doctrinal y ascético, y la amplitud de su campo semántico asociado, las referencias al concepto de la virtud de la fe son muy numerosas en los escritos del fundador del Opus Dei, sea en general, sea en lo ya publicado, que son las que ahora consideraremos. En esos textos trata con amplitud temas en los que refleja el valor de la fe: la oración, el apostolado, los novísimos, el culto eucarístico, el amor a la Iglesia, el optimismo en la lucha ascética. Las referencias bíblicas, a menudo implícitas, son numerosas, pero no parece que haya preferencias importantes salvo por los versículos "omnia in bonum" (cfr. Rm 8, 28) y "Ecce non est abbreviata manus Domini" (Is 50, 2; 59, 1), que en la trilogía conocida como Camino, Surco, Forja y en las homilías aparecen con cuatro referencias explícitas. Hay dos significados fundamentales en torno a los cuales se concentran sus comentarios a esta virtud: la fe como conocimiento al que adherirse firmemente, con claras y determinadas consecuencias operativas, y la fe como abandono filial a la voluntad de Dios; estos comentarios expresan muy bien la presencia de ambas dimensiones, la doctrinal–objetiva y la personal–subjetiva, con que la Sagrada Escritura presenta esta virtud.

Son también significativas la fuerza con que subraya la relación entre fe y obras, reflejada en su predicación sobre la unidad de vida, especialmente cuando habla de la fe que debe sostener el apostolado y la acción evangelizadora, y la profunda relación que establece entre fe y oración, reflejo de la conciencia de la propia filiación divina, que mueve al abandono confiado en la Providencia. Son frecuentes también las referencias a la fe como conocimiento, a la relación entre fe y vocación cristiana y la confianza en que la gracia de Dios proporciona toda la ayuda necesaria para la propia vocación cristiana. Unidad de vida y filiación divina parecen ser, por tanto, las coordenadas implícitas de la predicación sobre la fe, que están como en el fondo de la predicación de san Josemaría.

En Camino el término "fe" aparece treinta dos veces, de las cuales aproximadamente la mitad, como era de esperar, están en el capítulo "Fe". En Surco, cuarenta y cuatro veces: el capítulo con mayor número de referencias es "Alegría" (cinco veces), aunque encontramos una presencia significativa de esta virtud en "Vida interior", "Audacia", "Humildad", "Responsabilidad" y "Propaganda". De las sesenta y cinco veces que aparece el término en Forja, dieciséis están en el capítulo "Pesimismo", cuyos puntos están orientados a suscitar la reacción sobrenatural del cristiano en momentos de desánimo espiritual; la presencia del término es menos significativa, pero también real, en los demás capítulos, en particular en "Victoria" y "Resurgir".

Entre las homilías publicadas, una está explícitamente dedicada a nuestro tema, Vida de fe (1947), pero esta virtud está ampliamente glosada en muchos otros contextos de su predicación. En particular son numerosas las referencias a la fe en las tres homilías recogidas en Es Cristo que pasa, que se centran en el Triduo Sacro: La Eucaristía, misterio de fe y de amor (1960), La muerte de Cristo, vida del cristiano (1960), Cristo presente en los cristianos (1967). Se ofrece también una sugestiva y profunda reflexión sobre la relación entre fe y obediencia inteligente en san José, en la homilía En el taller de José (1963). En Hacia la santidad (1967) san Josemaría expone el desarrollo de la vida espiritual del alma que vive de fe, también en los momentos de soledad, en los que Dios llama a una mayor entrega en la fe, mientras que en La Epifanía del Señor (1956) habla del "camino de la fe", por el que el cristiano, siguiendo la estrella de la vocación, debe afrontar pruebas, reforzar la propia certeza, perseverar en los momentos de claroscuro. Algunos pasajes especialmente dedicados a la fe aparecen en otras homilías: Madre de Dios, madre nuestra (1964, "La Virgen, maestra de fe, de esperanza y de caridad", AD, 284-288) y Vocación cristiana (1951, "La fe y la inteligencia", ECP, 10).

En esas homilías y en otros escritos aparece también con frecuencia la referencia a la dimensión eclesial de la fe. Así, por ejemplo, la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia (1972) desarrolla la dimensión de la Iglesia, como objeto material y formal de la fe del cristiano, y como una extensión de la propia fe teologal. Recuerda con frecuencia que el cristiano recibe la fe en la participación de la vida de la Iglesia, y en el hogar si ha nacido en una familia cristiana (cfr. ECP, 27-30), así como la necesidad de ser fieles al Magisterio eclesiástico, guía y criterio seguro para la verdad de fe (cfr. ECP, 34)

En las entrevistas recogidas en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, emerge con frecuencia el tema de la unidad de vida de los fieles laicos, de la necesidad de que éstos, presentes en todas las profesiones y realidades terrenas honradas, manifiesten la propia fe a través de sus obras: "Se trata de formar –declara– con libertad las propias opiniones en todos estos asuntos temporales donde los cristianos son libres, y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación, siendo siempre consecuente con la fe que se profesa" (CONV, 90).

3. La forma específica de la predicación de san Josemaría sobre la virtud de la fe

En el apartado anterior hemos ofrecido una visión panorámica que nos permite ahora examinar de cerca, a modo de ejemplo, algunas de las formas que asumen la enseñanza y la predicación de san Josemaría sobre la fe.

En la homilía Vida de fe, comenta cuatro milagros de curaciones: las de dos ciegos –el ciego de nacimiento de Jerusalén (cfr. Jn 9, 1-41) y Bartimeo en Jericó (cfr. Mc 10, 46-52)–, la curación de la hemorroisa (cfr. Mt 9, 20-22) y la de un joven lunático (cfr. Mc 9, 14-29). Los dos primeros milagros le sirven para subrayar la fe como luz, conocimiento, esplendor, en continuidad con lo que afirma en la introducción de esta virtud en Camino (cfr. C, 575). El tercero y el cuarto le permiten comentar la unión entre fe y humildad en el contexto de la oración de petición. Ambas perspectivas son el telón de fondo sobre el que se impone progresivamente un tercer tema: la confluencia de la fe en las obras que le son propias, aspecto que aparece también, y con fuerza, en Camino (cfr. C, 577-580, 583-586). Esas obras son "obras de Dios en el cristiano que vive de fe", porque es de Dios de quien procede la eficacia. "Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis (Mt 21, 22)" (AD, 203). No es difícil ver en estas consideraciones implicaciones autobiográficas: la fe es el compromiso personal, pero también luz divina que responde al "Ut videaml" tantas veces repetido en la prehistoria del Opus Dei y en los primeros años. La fe le movía a una oración incesante, pidiendo a Dios fuerzas y discernimiento para realizar lo que humanamente le superaba; y deseaba, a la vez, que esa misma fe animase las obras de apostolado de los fieles del Opus Dei, y en general, de todos los cristianos. Desde esta perspectiva de fe, se sentía urgido a impulsar, a animar, a exhortar, a despertar del sueño (cfr. S, 1) a todos los cristianos para que, en virtud de su bautismo, actuasen de modo coherente, deseoso de que cada uno se convirtiese en apóstol que ilumina "con la luminaria de tu fe y de tu amor" (C, 1). Pertenece sin duda a las luces fundacionales la convicción de que si todos los cristianos vivieran de acuerdo con su propia fe, causarían una auténtica revolución espiritual, llevando a su cumplimiento, con Cristo, la misión de reconducir el mundo a Dios (cfr. C, 301; S, 945; F, 1; ECP, 183).

La homilía En el taller de José, nos sitúa ante otros elementos significativos de la virtud de la fe. Partiendo de la fe de José –presentado como ejemplo del justo que vive de la fe (cfr. Ha 2, 4; Rm 1, 17; Hb 10, 38)– contempla los vínculos de esa virtud con la obediencia, la inteligencia y el amor, siguiendo una trama que se reproduce en otros lugares de la predicación del fundador del Opus Dei. Según una "estrategia" frecuente en su labor de formación y de catequesis, afirmaba que la fe se manifiesta en obras de una obediencia pronta, activa e inteligente, que debía estar sostenida por la libertad del amor. "No está la justicia en la mera sumisión a una regla: la rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda, vital, porque el justo vive de la fe (Ha 2, 4). Vivir de la fe: esas palabras que fueron luego tantas veces tema de meditación para el apóstol Pablo, se ven realizadas con creces en San José. Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente" (ECP, 41). La imitación de la fe del santo Patriarca se convierte así para el cristiano en un programa de vida: "La fe de José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida (...). José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera sabiduría. De este modo, aprendió poco a poco que los designios sobrenaturales tienen una coherencia divina, que está a veces en contradicción con los planes humanos" (ECP, 42).

Todo lo cual nos transmite además una visión implícita de la relación entre la fe y la razón: iluminada por el principio de la Encarnación, que revaloriza todo lo que pertenece a la naturaleza y su capacidad de conocer, la vida de fe se desarrolla en armonía con el saber humano, la prudencia y la competencia. "En las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe toda su experiencia humana (...). Así fue la fe de San José: plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente" (ECP, 42). Contemplando a san José, el fundador del Opus Dei también recalca que las tres virtudes teologales se reclaman mutuamente, de modo que debe ser siempre la caridad la que informe las obras a las que la fe impulsa: "Su fe se funde con el Amor: con el amor de Dios que estaba cumpliendo las promesas hechas a Abraham, a Jacob, a Moisés; con el cariño de esposo hacia María, y con el cariño de padre hacia Jesús. Fe y amor en la esperanza de la gran misión que Dios, sirviéndose también de él –un carpintero de Galilea–, estaba iniciando en el mundo: le redención de los hombres" (ECP, 43).

Buena parte del itinerario espiritual trazado en la homilía Hacia la santidad presupone un vínculo profundo entre fe, abandono confiado en Dios y filiación divina; un abandono al que san Josemaría exhorta al cristiano para afrontar los momentos de claroscuro y de aparente aridez espiritual. Es, pues, la fe en la providencia de Dios, la fe en un Dios que, en cuanto amor omnipotente, es capaz de sacar bien del mal, la luz que lleva a comprender que los acontecimientos aparentemente adversos revelarán un día su bondad (cfr. AD, 304-305). Una fe manifestada en la serena y amorosa aceptación del omnia in bonum (cfr. ECHEVARRÍA, 2002, pp. 70-83), ejercitada en la certeza de ser hijo de Dios e incluso en una actitud de sana infancia espiritual, reconociendo la presencia de su Padre Dios en todas las circunstancias de la vida: "Necesitamos más fe, ¡más fe!: y, con la fe, la contemplación (...). Cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que apenas se preocupe de sus hijos. Piensa en la religión como en algo yuxtapuesto, para cuando no queda otro remedio; espera, no se explica con qué fundamento, manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos. Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual. Y que esta santidad grande, que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada" (AD, 312; S, 658).

4. Consideración final

En los textos en que san Josemaría habla de la fe se percibe un claro eco de la doctrina acerca de la fe considerada "conocimiento", como fides quae, es decir, como contenido de lo que se cree. El contexto en que el fundador del Opus Dei estudia durante sus años de seminario estaba marcado por la comprensión de la fe como virtud que ilumina la inteligencia, como reiteró el Concilio Vaticano I. En los textos de san Josemaría y en los recuerdos y comentarios de quienes lo escucharon aparece a menudo la referencia a la fe como depósito que hay que custodiar, como doctrina que hay que defender, a lo que se une en ocasiones la expresión "intransigencia de la fe". A primera vista, en una lectura superficial que rompiera la unidad de los textos y aislara algunos pasajes podría parecer que la dimensión personal y subjetiva de la fe es más débil o menos pronunciada. Pero no es así, como muchos de los textos ya citados ponen de manifiesto, y ahora vale la pena comentar.

La acepción de la fe como conocimiento, esencial en la comprensión católica de esa virtud, está, sin duda, muy presente en los escritos de san Josemaría, pero no solo coexiste con otras perspectivas ya señaladas, sino que se dirige a la adquisición de una "mirada filial", fruto de una relación personal con Dios Padre en Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo. La fe nos lleva a acceder a un nuevo orden de conocimiento, el divino, que nos hace participar del conocimiento que Dios tiene de las cosas, y nos muestra en consecuencia el sentido profundo de las situaciones, el valor real de las cosas y de las circunstancias, llevándonos a juzgarlas como las juzgaría un hijo (cfr. C, 279, 575; cfr. ECHEVARRÍA, 2000, p. 174). "Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios" (ECP, 144).

No sería difícil encontrar un paralelismo entre esta forma de entender la fe y la comprensión de la fe como "visión católica del mundo", tal y como lo han expuesto algunos autores, por ejemplo, Romano Guardini (cfr. Vom Wesen katholischer Weltanschauung, 1923). La fe genera una mirada, la mirada de Cristo, y la capacidad de recibir una forma, la forma de Cristo. Tal forma es la forma filial, que permite ver las cosas bajo un nuevo aspecto: "Si fuéramos consecuentes con nuestra fe, al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron el de Jesucristo: al ver aquellas muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como ovejas sin pastor (Mt 9, 36)" (ECP, 133). Estamos, por tanto, frente a una comprensión de la fe como conocimiento, pero un conocimiento que es fruto de la identificación con Jesucristo, y que por eso connota la donación, el compromiso de la libertad que implica a toda la persona, en coherencia con las perspectivas teológicas abiertas a partir del Vaticano II, en orden a una compresión de la fe que integra las perspectivas personalistas.

El modo como el fundador del Opus Dei insiste en la estrecha relación entre fe y obras subraya el compromiso de la libertad en la mirada de la fe y por tanto en una comprensión de esta virtud como donación de toda la persona. Conscientes de la presencia de Cristo en nosotros y de nuestra donación a Él, nuestra fe se manifiesta necesariamente con obras, que son las obras de Cristo (cfr. ECP, 113-116). La fe es, en sustancia, expresión de una donación, de un compromiso total y de un amor fiel: "Doce me facere voluntatem tuam, quia Deus meus es tu ("Enséñame a cumplir tu Voluntad, porque Tú eres mi Dios") (Sal 142 [Vg 141], 10). (...) Amada de este modo la Voluntad divina, entenderemos que el valor de la fe no está sólo en la claridad con que se expone, sino en la resolución para defenderla con las obras: y actuaremos en consecuencia" (AD, 198).

Por último, conviene destacar la presencia, en la enseñanza de san Josemaría, de una fuerte conciencia de la dimensión eclesial de la fe, manifestada también en ese contexto, especialmente importante y delicado, que es el constituido por la tentación y la duda. En toda su vida y en los grandes acontecimientos que la caracterizaron, san Josemaría reafirmó siempre su filiación a la Iglesia (cfr. la homilía Lealtad a la Iglesia, en AIG, pp. 13-38), de modo que esa filiación se traducía en una respuesta clara y decidida para alejar la tentación y reforzar la propia fe: "¡Con qué infame lucidez arguye Satanás contra nuestra Fe Católica! Pero, digámosle siempre, sin entrar en discusiones: yo soy hijo de la Iglesia" (C, 576). Heredada probablemente de santa Teresa de Ávila (cfr. CECH, p. 728), esta expresión "soy hijo de la Iglesia" se encuentra repetida muchas veces en sus Apuntes íntimos (cfr. nn. 1621 y 1668: CECH, pp. 727-728). Los diversos contextos evidencian que no se trata de una frase que meramente repite, o a la que acude para cualificar algunos especiales momentos de su concreta lucha ascética, sino que expresa más bien la conciencia de que la virtud de la fe no se sitúa al nivel de los estados de ánimo personales, sino que se recibe y se profesa en la Iglesia, se nutre de la tradición de los santos y de los mártires, y es sostenida por la vida del Cuerpo Místico.

Giuseppe TANZELLA–NITTI

 «    FERNÁNDEZ VALLESPÍN, RICARDO    » 

(Nac. El Ferrol, La Coruña, España, 23-IX-1910; fall. Madrid, España, 28-VII-1988). Ricardo Fernández Vallespín fue uno de los primeros fieles del Opus Dei. Conoció a san Josemaría en 1933 y pidió la admisión en la Obra ese mismo año. Entre 1934 y 1936 fue director de la Academia y Residencia DYA, primera obra de apostolado corporativo del Opus Dei. Recibió la ordenación sacerdotal en 1949. Durante los años cincuenta extendió el apostolado del Opus Dei por Sudamérica. De regreso a España, continuó dedicándose a diversas tareas pastorales hasta su muerte.

Los padres de Ricardo se llamaban Arístides Fernández y Eladia Vallespín. Vivieron unos años en Oviedo, lugar en el que Ricardo estudió el Bachillerato, y luego se trasladaron a Madrid. Entre 1928 y 1934, Ricardo cursó la carrera de Arquitectura en la Escuela Superior de Madrid. El 14 de mayo de 1933, le presentaron a Josemaría Escrivá de Balaguer en casa de un amigo común. Ricardo apuntó en su diario: "Hoy he conocido a un sacerdote, joven y entusiasta, que no sé por qué pienso que va a tener una influencia grande en mi vida" (CECH, p. 539). Quedaron citados para algunos días más tarde. En aquel nuevo encuentro, Ricardo pidió a san Josemaría que fuese su director espiritual, y el fundador del Opus Dei le regaló un libro sobre la Pasión de Jesucristo en cuya primera página escribió: "+ Madrid -29-V-33 Que busques a Cristo. Que encuentres a Cristo. Que ames a Cristo" (AVP, I, p. 492).

El 4 de noviembre de 1933, Ricardo pidió la admisión en el Opus Dei. En las semanas siguientes colaboró en el acondicionamiento de la Academia DYA. La Academia, promovida por san Josemaría, ofrecía a los estudiantes cursos de preparación para diversas carreras como Derecho, Arquitectura o Medicina, y también cursos de formación cristiana. En octubre de 1934, el proyecto se amplió a una Academia–Residencia, de modo que pudiera haber una presencia estable de estudiantes que cursaban estudios o preparaban el ingreso en la Universidad Central de Madrid. Acogiendo una sugerencia del fundador del Opus Dei, Ricardo aceptó ser director de la Residencia. Se mantuvo en ese puesto hasta julio de 1936.

El comienzo de la Guerra Civil le sorprendió en Valencia, donde gestionaba la apertura de otra residencia semejante a DYA para la que ya había sido nombrado director. En mayo de 1937, pasó de la zona republicana a la nacional, y se incorporó al Ejército con el grado de teniente. A lo largo de 1938 sufrió el dolor de la muerte por enfermedad de su padre, una de sus hermanas y una abuela, y también recibió varias heridas por la explosión de una bomba de mano. En esos momentos difíciles, san Josemaría estuvo especialmente cercano. La correspondencia entre ambos dio lugar a varios puntos de Camino como, por ejemplo, el número 145, entresacado de una carta de Ricardo a san Josemaría el 18 de diciembre de 1938, donde le contaba una comida que había tenido con oficiales del Ejército: "De sobremesa –vino abundante– se cantaron canciones de todos tonos y colores, entre ellas una se me quedó grabada: Corazones partidos / yo no los quiero. / Y si le doy el mío / lo doy entero. ¡Qué resistencia a dar el corazón entero!" (AVP, II, p. 367).

Al acabar la Guerra Civil, trabajó como arquitecto. Proyectó y dirigió la construcción de varios edificios del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en Madrid. Compaginó su trabajo con la expansión del Opus Dei por diversas ciudades de España, como Valladolid, Valencia o Sevilla.

Después de cursar los correspondientes estudios filosófico–teológicos, Ricardo recibió la ordenación sacerdotal en noviembre de 1949. A petición del fundador de la Obra, en marzo de 1950 se trasladó a Argentina, con el fin de iniciar la labor apostólica del Opus Dei en aquella tierra. Le acompañaron los profesores Ismael Sánchez Bella y Francisco Ponz. A las pocas semanas, comenzaron una residencia para estudiantes en Rosario. Como Ricardo había sido nombrado Consiliario del Opus Dei en Argentina y Uruguay, mantuvo una constante correspondencia con san Josemaría durante esa época. Fernández Vallespín exponía en sus misivas los avances y las dificultades que encontraba para la expansión del apostolado en aquellos países, y Escrivá de Balaguer le daba orientaciones y ánimos para continuar con esa tarea.

Posteriormente ocupó otros encargos de gobierno en el Opus Dei. Desde octubre de 1957 y hasta el Congreso General del Opus Dei de septiembre de 1961, Fernández Vallespín fue Delegado Regional en seis países de América del Sur: Argentina, Brasil, Chile, Perú, Colombia y Venezuela.

Residió en Argentina, hasta que, con motivo de una enfermedad que se prolongó durante unos meses, regresó a España en 1962, y residió en Madrid. Allí ejerció su tarea sacerdotal, en la que destacó por su entrega generosa y su total disponibilidad en la atención de todo tipo de personas. Cuando murió san Josemaría en 1975, colaboró en los primeros trabajos de documentación de la vida del fundador del Opus Dei, especialmente en los años correspondientes al periodo anterior a la Guerra Civil española. Don Ricardo se mantuvo fiel en su ministerio hasta la muerte, acaecida a consecuencia de una enfermedad con la que luchó durante años.

José Luis GONZÁLEZ GULLÓN

 «    FIDELIDAD    » 

La fidelidad es una virtud que lleva a ser firme y constante en la ejecución de los compromisos moralmente rectos que se han adquirido y a no faltar a la palabra dada. Es virtud esencial para el buen desarrollo de la vida social y en las relaciones con Dios. La referencia a la fidelidad es muy frecuente en la enseñanza de san Josemaría. No es extraño porque la fidelidad pertenece al ámbito de la justicia, que, desde una perspectiva bíblica, se identifica con la santidad. En todo caso, san Josemaría la ve íntimamente unida a la santidad misma y al apostolado, en cuanto llamada divina –vocación– y respuesta a esa llamada: "Cristo ha puesto como condición, para el influjo de la actividad apostólica, la santidad; me corrijo, el esfuerzo de nuestra fidelidad, porque santos en la tierra no lo seremos nunca. Parece increíble, pero Dios y los hombres necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero" (AD, 5).

Éste es el contexto en el que habla habitualmente de fidelidad: fidelidad a la vocación cristiana, a la llamada universal a la santidad y al apostolado, y a la concreción que Dios mismo hace a través de la vocación personal de cada uno en la Iglesia.

1. Fidelidad, lealtad y perseverancia

En los escritos y la predicación del fundador del Opus Dei, junto a la fidelidad ocupa un lugar importante la lealtad, como si fueran conceptos prácticamente equivalentes (cfr. BURKHART – LÓPEZ, II, pp. 433-434). A veces, sin embargo, parece que la distingue, considerándola como el sustrato meramente humano de la fidelidad que, como virtud sobrenatural, asume la lealtad humana y la eleva al orden de la gracia. En esa línea, acostumbra a recurrir a imágenes y modelos de lealtad humana para ilustrar la fidelidad cristiana como tal, sin olvidar que, para él, lo humano y lo divino deben estar siempre armónicamente unidos.

Íntimamente ligada a la fidelidad está también la "perseverancia", que vendría a ser su consecuencia principal, su manifestación más visible. Más aún, no hay verdadera fidelidad si no es perseverante, si no se vive siempre y para siempre. Por eso, son virtudes muy relacionadas con la esperanza: "A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana. Estoy feliz con la certeza del Cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final; con la dicha que nos llegará, quoniam bonus, porque mi Dios es bueno y es infinita su misericordia" (AD, 208).

2. Fidelidad de Dios y fidelidad del cristiano

El principal apoyo para la fidelidad del cristiano es, para san Josemaría, la misma fidelidad de Dios. Dios, que es siempre fiel, es la garantía mayor, el principal fundamento de nuestra propia lealtad. Con la gracia de Dios, el cristiano se atreve a proponerse ser fiel: "¿Que cuál es el fundamento de nuestra fidelidad? –Te diría, a grandes rasgos, que se basa en el amor de Dios, que hace vencer todos los obstáculos: el egoísmo, la soberbia, el cansancio, la impaciencia..." (F, 532). Y esto con confianza plena, sabiendo que "si no le dejas, Él no te dejará" (C, 730); "Dios no se deja ganar en generosidad, y –¡tenlo por bien cierto!– concede la fidelidad a quien se le rinde" (F, 623). Incluso si en algún momento le dejáramos, Él acudiría con su gracia para ayudarnos a reemprender el camino, ya que, como dice san Pablo, "Dios es fiel, y no puede negarse a sí mismo" (2Tm 2, 13). Por eso, san Josemaría, que acudía y enseñaba a acudir para todo a Dios, lo hacía con más intensidad cuando se trataba de ser fiel: "Señor, solamente confiaré en Ti. Ayúdame, para que te sea fiel, porque sé que de esta fidelidad en servirte, dejando en tus manos todas mis solicitudes y cuidados, puedo esperarlo todo" (F, 903).

Sin embargo, la confianza en Dios, decisiva e imprescindible, no excusa de la necesidad del esfuerzo personal por ser fiel, más bien al contrario: la fidelidad es lucha y correspondencia a la gracia: "Ser fiel a Dios exige lucha. Y lucha cuerpo a cuerpo, hombre a hombre –hombre viejo y hombre de Dios–, detalle a detalle, sin claudicar" (S, 126). En la práctica, san Josemaría es muy consciente de los altibajos que puede sufrir el alma, aunque sepa que la ayuda nunca falta. Por eso, insiste en el valor de las sombras tanto como en el de las luces, en el conjunto de la perseverancia: "Me confiabas que Dios, a ratos, te llena de luz; en otros, no. Te recordé, con firmeza, que el Señor es siempre infinitamente bueno. Por eso, para seguir adelante, te bastan esos tiempos luminosos; aunque los otros también te aprovechan, para hacerte más fiel" (S, 341). "¡Anímate!..., también cuando el caminar se hace duro. ¿No te da alegría que la fidelidad a tus compromisos de cristiano dependa en buena parte de ti? Llénate de gozo, y renueva libremente tu decisión: Señor, yo también quiero, ¡cuenta con mi poquedad!" (F, 361).

En la línea de un posible alternarse de luces y sombras, san Josemaría evoca incluso la posibilidad de un predominio claro de estas últimas en la vida espiritual de una persona. El criterio es, todavía entonces, la fidelidad firmemente apoyada en la confianza en Dios: "Tú, que has visto clara tu condición de hijo de Dios, aunque ya no la volvieras a ver –¡no sucederá!–, debes continuar adelante en tu camino, para siempre, por sentido de fidelidad, sin volver la cara atrás" (F, 420). El punto recién citado parece clave para captar toda la hondura y la importancia que el fundador del Opus Dei atribuye a la fidelidad como virtud cristiana: es una fidelidad que se apoya en Dios mismo, eternamente fiel e inmutable, todopoderoso, firme e inquebrantable. Por eso, basta un instante de contemplación de esa eterna fidelidad divina para seguir adelante con la propia fidelidad, que viene de Él. La fidelidad es confianza en Dios mismo.

Hay dos textos importantes de san Pablo, en los que san Josemaría se apoyaba especialmente para esta enseñanza. Citamos un pasaje en el que aparecen unidos: "No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo (cfr. Flp 1, 6). Porque si el Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo, después de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos cualquier otra cosa? (Rm 8, 31-32)" (ECP, 176).

A la hora de desglosar el objeto de la fidelidad, a san Josemaría le gustaba hacer especial referencia a tres realidades nucleares: "Suelo afirmar que tres son los puntos que nos llenan de contento en la tierra y nos alcanzan la felicidad eterna del Cielo: una fidelidad firme, delicada, alegre e indiscutida a la fe, a la vocación que cada uno ha recibido y a la pureza. El que se quede agarrado a las zarzas del camino –la sensualidad, la soberbia...–, se quedará por su propia voluntad y, si no rectifica, será un desgraciado por haber dado la espalda al Amor de Cristo" (AD, 187).

Como queda patente, san Josemaría ve una estrecha relación entre felicidad y fidelidad (cfr. S, 84): el parecido de esos términos en castellano le permite realizar un cierto juego gramatical que le sirve para mostrar algo muy profundo: si la fidelidad lleva a la santidad, lleva a la felicidad plena y definitiva, pero también, por lo mismo, "llena de contento en la tierra". Como, por lo demás, lo confirma la experiencia, basta mirar a nuestro alrededor: una mujer o un hombre fieles suelen rebosar felicidad, y siembran paz y alegría por donde pasan.

En los escritos y la predicación de san Josemaría encontramos también referencia a los medios para ser fieles que, en suma, son todos los elementos que forman parte de una vida cristiana vivida en plenitud. También aquí le gustaba destacar algunos: "En este clima de la misericordia de Dios, se desarrolla la existencia del cristiano. Ése es el ámbito de su esfuerzo, por comportarse como hijo del Padre. ¿Y cuáles son los medios principales para lograr que la vocación se afiance? Te señalaré hoy dos, que son como ejes vivos de la conducta cristiana: la vida interior y la formación doctrinal, el conocimiento profundo de nuestra fe" (ECP, 8).

El binomio vida interior y formación doctrinal es coherente con toda su enseñanza espiritual, que busca siempre un equilibrio entre la inteligencia y el corazón: por ejemplo, cuando insiste en la necesidad de tener "piedad de niños y doctrina de teólogos" (ECP, 10). Y está relacionado directamente con su insistencia en el cumplimiento de las que solía llamar "normas" del plan de vida espiritual, como despliegue práctico de la vida interior, y por tanto como garantía de esa fidelidad: "Y ¿cómo adquiriré "nuestra formación", y cómo conservaré "nuestro espíritu"? –Cumpliéndome las normas concretas que tu Director te entregó y te explicó y te hizo amar: cúmplelas y serás apóstol" (C, 377). Consejo que hace referencia a las concretas prácticas de vida espiritual recibidas de la Tradición (oración mental, santa Misa, rosario, lectura espiritual, confesión, exámenes de conciencia, etc.), que san Josemaría recomendaba desde el inicio de su labor sacerdotal (cfr. CECH, p. 287) y que continuó recomendando en orden a la santificación en medio del mundo que enseñaba.

Sobre el segundo polo de ese binomio –doctrina de teólogos–, podemos recordar esta otra reflexión de nuestro autor: "La lealtad exige hambre de formación, porque –movido por un amor sincero– no deseas correr el riesgo de difundir o defender, por ignorancia, criterios y posturas que están muy lejos de concordar con la verdad" (S, 346).

El ser humano, en efecto, debe ser consciente de la necesidad de la fidelidad respecto a los demás; y esto tanto en lo humano –lealtad al compromiso, fidelidad en las relaciones y en el trabajo– como en lo sobrenatural, ya que nuestra vida influye en la vida de otros. Esa consideración debe espolear el empeño personal por unir de forma coherente la fe cristiana y la lealtad: "Hay muchas personas a tu alrededor, y no tienes derecho a ser obstáculo para su bien espiritual, para su felicidad eterna. –Estás obligado a ser santo: a no defraudar a Dios, por la elección de que te ha hecho objeto; ni tampoco a esas criaturas, que tanto esperan de tu vida de cristiano" (F, 20).

El deseo sincero y el propósito firme de ser fiel estaban afirmados en lo más hondo del alma de san Josemaría, y lo expresaba con frecuencia en una jaculatoria consistente de una sola palabra latina que invitaba a repetir: Serviam!, Te serviré. "Ese grito –"serviam!"– es voluntad de "servir" fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios" (C, 519). "El "non serviam" de Satanás ha sido demasiado fecundo. –¿No sientes el impulso generoso de decir cada día, con voluntad de oración y de obras, un "serviam" –¡te serviré, te seré fiel!– que supere en fecundidad a aquel clamor de rebeldía?" (C, 413).

3. Fiel en lo poco

Coherentemente con su enseñanza sobre la santificación de la vida ordinaria y el valor de las cosas pequeñas en las que esa vida suele consistir, a san Josemaría le gustaba destacar la importancia de la fidelidad en lo pequeño, recordando lo que dice el mismo Jesucristo en la parábola de los talentos (Mt 25, 21-23): "Porque fuiste "in pauca fidelis" –fiel en lo poco–, entra en el gozo de tu Señor. –Son palabras de Cristo. –"In pauca fidelis!..." –¿Desdeñarás ahora las cosas pequeñas si se promete la gloria a quienes las guardan?" (C, 819).

Aunque afirme que esa fidelidad se manifiesta también en lo poco, san Josemaría tiene siempre presente que es una fidelidad grande, una fidelidad heroica, como es propio de la única y verdadera santidad. La insistencia del fundador del Opus Dei en lo ordinario como medio de santidad no significa que rebaje el listón de la santidad en cuanto tal, pues, en realidad, no se puede rebajar: si no es heroica, no es santidad, no es la santidad de Dios. La clave se encuentra, una vez más, en la intensidad del amor: "Hacedlo todo por Amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. –La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo" (C, 813).

San Josemaría presenta también la misma idea desde la perspectiva contraria, es decir, desde el peligro que suponen para el alma una multiplicación o repetición de pequeñas infidelidades: ""Qui fidelis est in minimo et in maiori fidelis est" –quien es fiel en lo poco también lo es en lo mucho. –Son palabras de San Lucas que te señalan –haz examen– la raíz de tus descaminos" (C, 243). "Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es ese agua menuda, que se mete, gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios. Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho (Lc 16, 10). Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad" (ECP, 77).

No estamos ante una consideración meramente teórica, sino también ante la experiencia triste de quien renuncia a ser fiel. San Josemaría la evoca remitiendo a un texto de la Sagrada Escritura: "Me hace temblar aquel pasaje de la segunda epístola a Timoteo, cuando el Apóstol se duele de que Demás escapó a Tesalónica tras los encantos de este mundo... Por una bagatela, y por miedo a las persecuciones, traicionó la empresa divina un hombre, a quien San Pablo cita en otras epístolas entre los santos. Me hace temblar, al conocer mi pequeñez; y me lleva a exigirme fidelidad al Señor hasta en los sucesos que pueden parecer como indiferentes, porque, si no me sirven para unirme más a Él, ¡no los quiero!" (S, 343).

Es claro, por lo demás, que la fidelidad en lo poco es "heroica" si es tenaz y constante; lo que nos reconduce a la estrecha relación entre fidelidad y perseverancia, y permite señalar que una manifestación clara y práctica de la fidelidad es el esfuerzo por seguir avanzando en la vida espiritual, aunque sea sólo un poco más cada día. En estas palabras, se advierte el propósito eficaz de no detenerse nunca: "Desde nuestra primera decisión consciente de vivir con integridad la doctrina de Cristo, es seguro que hemos avanzado mucho por el camino de la fidelidad a su Palabra. Sin embargo, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas por hacer?, ¿no es verdad que queda, sobre todo, tanta soberbia? Hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30), hace falta que Él crezca y que yo disminuya. No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas" (ECP, 58).

4. Lealtad a la Iglesia

Para san Josemaría, la fidelidad a Dios es inseparable de la lealtad a la Iglesia, que es cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo: ""Carga sobre mí la solicitud por todas las iglesias", escribía San Pablo; y este suspiro del Apóstol recuerda a todos los cristianos –¡también a ti!– la responsabilidad de poner a los pies de la Esposa de Jesucristo, de la Iglesia Santa, lo que somos y lo que podemos, amándola fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida" (F, 584).

En los últimos años de su vida, que coinciden con el periodo difícil que atravesó la Iglesia a partir de mediados de la década de 1960, sufrió intensamente, como destacan sus biógrafos, por la crisis de fe y de lealtad que se manifestó en muchos cristianos, también sacerdotes y religiosos. Esto motivó que, además de su oración, su mortificación y el ofrecimiento de su vida por la Iglesia, acentuara especialísimamente las llamadas a la fidelidad en su predicación y sus escritos. Basta recordar la homilía que lleva por título, precisamente, Lealtad a la Iglesia (AIG, pp. 13-38), a cuya parte final pertenecen estas palabras: "Estamos contemplando el misterio de la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica. Es hora de preguntarnos: ¿comparto con Cristo su afán de almas? ¿Pido por esta Iglesia, de la que formo parte, en la que he de realizar una misión específica, que ningún otro puede hacer por mí? Estar en la Iglesia es ya mucho: pero no basta. Debemos ser Iglesia, porque nuestra Madre nunca ha de resultarnos extraña, exterior, ajena a nuestros más hondos pensamientos (...). Si acaso oís palabras o gritos de ofensa para la Iglesia, manifestad, con humanidad y con caridad, a esos desamorados, que no se puede maltratar a una Madre así. Ahora la atacan impunemente, porque su reino, que es el de su Maestro y fundador, no es de este mundo" (pp. 37-38).

Recojamos, para acabar, una importante enseñanza más de san Josemaría sobre la fidelidad: el papel decisivo de la Santísima Virgen María, con su ejemplo y su intercesión: "Cuando se ha producido la desbandada apostólica y el pueblo embravecido rompe sus gargantas en odio hacia Jesucristo, Santa María sigue de cerca a su Hijo por las calles de Jerusalén. No le arredra el clamor de la muchedumbre, ni deja de acompañar al Redentor mientras todos los del cortejo, en el anonimato, se hacen cobardemente valientes para maltratar a Cristo. Invócala con fuerza: «Virgo fidelis!» –¡Virgen fiel!, y ruégale que los que nos decimos amigos de Dios lo seamos de veras y a todas las horas" (S, 51).

Javier SESÉ

 «    FIELES CRISTIANOS    » 

San Josemaría utiliza la expresión "fieles" en dos grandes sentidos, uno espiritual y otro eclesiológico. En sentido espiritual, la usa para calificar al cristiano que aspira a perseverar hasta el final en su fe en Cristo. El uso eclesiológico es más abierto, puesto que unas veces usa el término "fiel cristiano" en referencia al cristiano corriente –o laico– (cfr. ECP, 125), y otras lo emplea para señalar al que está bautizado –la condición común de fiel– (cfr. CONV, 9).

1. La condición común de fiel

A inicios del siglo XX, la palabra "fiel" significaba principalmente el bautizado que no era ministro sagrado ni religioso, como se puede ver en el Código de Derecho Canónico de 1917. Se usaba, por tanto, no para manifestar la condición común cristiana, sino la de la mayoría de los católicos no sacerdotes ni religiosos. A partir del Concilio Vaticano II la situación cambia y el término "fiel" se usa para indicar la común condición cristiana, dentro de la cual se dan posiciones diversas: laicos, sacerdotes y religiosos.

En los escritos de san Josemaría encontramos una fuerte acentuación del hecho de que todos en la Iglesia son cristianos, fieles llamados a la santidad y hechos partícipes de la misión de la Iglesia. "En la Iglesia hay igualdad: una vez bautizados, todos somos iguales, porque somos hijos del mismo Dios, Nuestro Padre. En cuanto cristianos, no media diferencia alguna entre el Papa y el último que se incorpora a la Iglesia" (AIG, p. 58; CONV, 14). Sus enseñanzas sobre lo que es común a todos en la Iglesia le llevaron a subrayar la condición cristiana, caracterizada esencialmente por la llamada a la plenitud de la caridad –y por tanto de todas las virtudes– y por la participación en la misión. En consecuencia, no reconoce una santidad de segunda categoría, y enseña que la santidad y la misión a las que todos los fieles están llamados se realizan y se especifican por las situaciones y dones que corresponden a cada uno de ellos (cfr. AIG, pp. 68 ss.; CONV, 110; ECP, 105, 134).

Esa condición común es caracterizada específicamente como sacerdotal, y así lo recoge san Josemaría. De ahí que remita al sacerdocio común de los fieles (cfr. F, 882; AIG, pp. 73 ss.) y se haga eco de las enseñanzas patrísticas del cristiano en cuanto sacerdote de su propia existencia (cfr. ECP, 96). El cristiano debe unir toda su vida y circunstancias a la Cruz de Cristo, mostrando el amor en la entrega y, cuando llegue el momento, también en el dolor (cfr. ECP, 37), según un programa de vida cristiana que tenga su centro en la Eucaristía (cfr. ECP, 88).

El fundador del Opus Dei distingue, sin separar, las diversas posiciones de los fieles en la Iglesia, lo que tienen de común –por ser fieles cristianos– y lo que tienen de específico. Debido a su sentido jurídico, la percepción de esta base común eclesiológica le llevaba a subrayar la condición jurídica de fiel que todos, sacerdotes, religiosos y laicos poseen por igual, con sus derechos y deberes (cfr. CONV, 9). Trató este tema con especial referencia a los laicos (cfr. CONV, 9) y a los sacerdotes: "en los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote" (AIG, pp. 73 s.). También subraya –reservando el sacramento del orden a los varones– que el varón y la mujer tienen la misma dignidad y misión en la Iglesia (cfr. CONV, 112).

La percepción de la misión común –advierte san Josemaría– "trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio" (CONV, 59). El hecho de que la misión pertenezca a todos y sea realizada en unión con la Jerarquía, no quiere decir que haya una uniformidad, sino que deben respetarse –amarse– las exigencias legítimas de la libertad cristiana en lo opinable (cfr. CONV, 67; AD, 11).

2. La condición cristiana como vocación

El frecuente recurso a la expresión "cristianos corrientes", "cristianos" o "fieles cristianos" no es intrascendente en los textos de san Josemaría. Señala que la condición de bautizado es una realidad muy grande, un don de Dios que implica una llamada: "No me explico tu concepto de cristiano. ¿Crees que es justo que el Señor haya muerto crucificado y que tú te conformes con "ir tirando"? Ese "ir tirando" ¿es el camino áspero y estrecho de que hablaba Jesús?" (VC, XIII Estación). A veces desarrolla el significado y las consecuencias del término "cristiano", que remite a Cristo. En otras ocasiones acentúa o determina esas implicaciones con adjetivos como "consecuente", "auténtico", "verdadero", o con locuciones como "de una pieza" u otras similares, que muestran que la expresión "ser cristiano" no es, en su lenguaje, la mera referencia a una religión profesada, un dato sociológico o cultural, sino una llamada a vivir según Cristo. De ahí que a veces sea intercambiable con la palabra santo: "Hemos de ser santos (...), cristianos de veras, auténticos, canonizabas" (AD, 5, 19). Y esta llamada a ser santos Implica una vocación dignísima (cfr. CONV, 59). "El bautismo nos hace "fideles" –fieles, palabra que, como aquella otra, "sancti" –santos, empleaban los primeros seguidores de Jesús para designarse entre sí, y que aún hoy se usa: se habla de los "fieles" de la Iglesia. –¡Piénsalo!" (F, 622).

En otros momentos la dimensión vocacional de la condición cristiana se describe señalando la diferencia entre llamarse cristiano y vivir como tal, o doliéndose de que se den actividades que se califican como cristianas, sin estar acompañadas de una existencia cristiana auténtica (cfr. ECP, 134). Para san Josemaría la condición de cristiano afecta a toda la existencia del ser humano (cfr. ECP, 46), puesto que es una realidad divina insertada en el corazón de la persona, que impulsa a seguir la voluntad de Dios a lo largo de toda la vida y otorga un anticipo de la resurrección (cfr. ECP, 103). Siguiendo la Tradición, considera que la gracia de la inhabitación divina en el alma proviene de los sacramentos y de la oración. El trato con el Espíritu Santo ayuda a percibir el don de ser cristianos (cfr. ECP, 134). Por la elección divina, el cristiano es hecho hijo de Dios en el Bautismo (cfr. F, 86, 269; ECP, 138) y está llamado a vivir según Cristo (cfr. ECP, 103), invitado a parecerse a Cristo (cfr. F, 10), a ser alter Christus e ipse Christus. Esta expresión aparece con frecuencia en los escritos del fundador del Opus Dei y, basándose en su contemplación del misterio del Verbo encarnado, quiere expresar la identificación con Cristo, la misión apostólica del cristiano (cfr. ECP, 21), el ejercicio del sacerdocio común. En su enseñanza sobre la expresión que comentamos, la unión espiritual con el Verbo encarnado, que se realiza por la fe y los sacramentos, reclama que la vida de Cristo se manifieste en cada cristiano (cfr. ECP, 105, 122; CONV, 58).

La vocación cristiana lleva a imitar toda la vida de Cristo. A la vez, en san Josemaría se advierte una especial luz para entender los misterios de la vida oculta del Señor, en la que ve la redención realizándose precisamente a través de las circunstancias de la vida ordinaria (cfr. ECP, 20). Por eso afirma que seguir a Cristo, vivir la vocación cristiana, no aleja de por sí ni separa del mundo (cfr. ECP, 21; AD, 89). La contemplación del misterio de Cristo llevó a san Josemaría a percibir que la Encarnación es el fundamento de la santificación de todas las cosas (cfr. ECP, 120) y de la posibilidad de encontrar a Cristo en todas ellas (cfr. ECP, 22). Por eso veía al cristiano como instrumento de Dios creador y redentor, y el trabajo que éste realiza, como participación en la obra creadora y redentora y como medio de santidad (cfr. ECP, 47).

3. Participación de todo cristiano en la misión de la Iglesia

Como ya se advierte en algunos de los textos citados, es claro que en las enseñanzas de san Josemaría la configuración sacramental con Cristo, por el carácter recibido en el Bautismo y en la Confirmación, que nos hacen miembros de un pueblo santo (1P 2, 19), implica la llamada, no solamente a la santidad, sino también a la misión (cfr. AD, 5). En sus escritos destaca una fuerte y sencilla unidad entre santidad y apostolado: "Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Del! Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado" (ECP, 122). A mediados del siglo XX algunos autores consideraban que la Confirmación era el sacramento de la mayoría de edad, del soldado preparado para defender su fe. Por eso, algunos presentaron este sacramento como base del apostolado de los laicos. El fundador del Opus Dei, sin negar la importancia a la Confirmación (cfr. ECP, 106), enseña que el Bautismo ya confiere una misión divina, una llamada a vivir en el amor de Dios y a dar a conocer ese amor a los demás en la propia vida. De ahí que, como ya hemos dicho, hablara del cristiano como alter Christus, ipse Christus.

Dentro de la misión recibida por el Bautismo, san Josemaría señala como aspectos de esa tarea anunciar la salvación (cfr. ECP, 131 s.; AIG, pp. 35 s. y 37), hacer realidad el reino de Cristo (cfr. ECP, 183), testimoniar la alegría de la filiación divina (cfr. ECP, 30), corredimir con el Señor, ejercitar el sacerdocio común en el mundo (cfr. ECP, 106 y 120), ser sal y luz del mundo (cfr. ECP, 147; AD, 61). Presentó siempre las prácticas de piedad y la vida interior como realidades que deben impregnar la vida ordinaria y el cumplimiento de las obligaciones que implica la existencia en el mundo. Esta visión unitaria de la misión del cristiano se funda en el misterio de la Encarnación y en la vida concreta de Cristo, que muestra que todos los acontecimientos humanos encierran un sentido divino. Sus afirmaciones, muy reiteradas, de que el cristiano no puede vivir aislado de los demás, no son una mera exhortación moralista, sino el eco de una conciencia que compromete toda la vida de cada fiel cristiano y que se reflejará concretamente en el ámbito social (cfr. C, 301; ECP, 124 ss., 175).

En fin, explicaba que la espiritualidad del Opus Dei se centra en el propósito de vivir responsablemente, con la ayuda de Dios, los compromisos y exigencias bautismales del cristiano, buscar la santidad y hacer apostolado mediante la santificación del propio trabajo (cfr. CONV, 22). La actividad principal del Opus Dei es, así, dar a sus miembros, y a quienes lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo (cfr. CONV, 22, 27).

Miguel DE SALIS AMARAL

 «    FIELES DEL OPUS DEI    » 

Desde el 2 de octubre de 1928 san Josemaría dedicó su vida y esfuerzos a poner por obra lo que Dios le hizo ver en esa fecha. Él debía anunciar con su vida y su palabra que el trabajo, la vida ordinaria de los fieles cristianos, era un camino de santidad. El mensaje transmitido por Dios comportaba en el fundador "a la vez, e inseparablemente, una llamada, una misión: Dios quiere que [san Josemaría] consagre la totalidad de sus energías a promover una institución –una Obra, por emplear el término al que acudió desde el principio— que tenga por finalidad difundir entre los cristianos que viven en el mundo una honda conciencia de la llamada que Dios les ha dirigido desde el momento mismo de su Bautismo. Más aún, una Obra que se identifique con el fenómeno pastoral que promueve, formada por cristianos corrientes que, al descubrir lo que la vocación cristiana supone, se comprometen con esa llamada y se esfuerzan en lo sucesivo por comunicar ese descubrimiento a los demás, extendiendo así por el mundo la conciencia de que la fe puede y debe vivificar desde dentro la existencia humana, con todas las realidades que la integran: en primer lugar, las exigencias del propio trabajo profesional y, en general, la vida familiar y social, el empeño científico y cultural, la convivencia cívica, las relaciones profesionales..." (IJC, p. 27).

Por tanto, el Opus Dei debía no sólo ser heraldo de este mensaje al mundo, sino también constituir un modo práctico y específico de encarnar la llamada a la santidad en la vida ordinaria de fieles cristianos, que, sin cambiar de lugar, de estado, sin salirse del sitio en el cual Dios los ha colocado, sirviéndose de una espiritualidad secular, buscan ser contemplativos en medio del mundo. El Opus Dei es un instrumento del que ha querido servirse el Señor –escribe san Josemaría– "para que todos los cristianos descubran (...) el valor santificador y santificante de la vida ordinaria –del trabajo profesional– y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia" (Carta 9-I-1932, n. 91: AVP, I, p. 568).

La amplitud del alcance de ese mensaje, que anticipaba la proclamación de la llamada universal a la santidad realizada por el Concilio Vaticano II, comportaba que las personas que recibieran la vocación a ser miembros del Opus Dei provendrían de los más variados tipos de personas que forman la sociedad humana: hombres y mujeres, solteros, casados, viudos, jóvenes y ancianos, pobres y ricos, intelectuales y trabajadores manuales, etc. Asimismo entre sus miembros debía haber tanto clérigos seculares como laicos. Por eso, con el pasar de los años, san Josemaría afirmará con certeza, como se recoge en una de sus cartas, que en el Opus Dei, "está presente toda la sociedad actual, y lo estará siempre: intelectuales y hombres de negocios; profesionales y artesanos; empresarios y obreros; gentes de la diplomacia, del comercio, del campo, de las finanzas y de las letras; periodistas, hombres del teatro, del cine y del circo, deportistas. Jóvenes y ancianos. Sanos y enfermos". Y concluía: la Obra es "una organización desorganizada, como la vida misma, maravillosa" (Carta 9-I-1959, n. 11: OCÁRIZ, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, p. 181).

1. Unidad de vocación y diversidad de situaciones y funciones

Corresponde a esta voz tratar de los fieles del Opus Dei en cuanto tales, describiendo su vocación a buscar la santidad en medio del mundo, su relación de comunión con el Prelado y los demás fieles, su condición de cristianos corrientes que no cambian su posición en las diócesis a las que pertenecen y en las que deben realizar un intenso apostolado. A la vez se describirán también las distintas situaciones y funciones. Antes, es preciso detenerse en aquello que los une: la misma vocación. Como decía el fundador, "siempre os he puesto de relieve que en la Obra hay una sola y única vocación (...). Una sola vocación divina, un solo fenómeno espiritual, que se adapta con flexibilidad a las condiciones personales de cada individuo y a su propio estado. La identidad de vocación comporta una igualdad de dedicación, dentro de los límites naturales que imponen esas diversas condiciones" (Carta 24-XII-1951, n. 137: AVP, III, p. 157, nt. 164).

Esta unidad de vocación conlleva que no existen en la Obra miembros de diversas categorías o clases, unos superiores a otros, pues todos son igualmente fieles del Opus Dei y en tal condición no existe un más o un menos, de igual modo que en las diócesis no hay fieles que sean más fieles de la diócesis que otros. El fenómeno vocacional es idéntico en todos, lo que significa que la vocación es igualmente exigente para todos, pues todos tienen la misma llamada a alcanzar la santidad en su vida ordinaria según el espíritu del Opus Dei. Los medios de santificación son los mismos, el derecho a recibir la formación es idéntico y el deber de la Obra de proveer a tal derecho tiene la misma fuerza y exigibilidad ante todos sus miembros. La entrega en todos es "plena, perpetua y definitiva" (Statuta, 87 § 1). Todos "participan plenamente en el peculiar apostolado" de la Obra. Todos están "dispuestos a buscar con empeño su santificación mediante el propio trabajo o profesión, sin que cambie su estado canónico" y a "ejercer con todas sus fuerzas el apostolado, conforme a los fines y medios propios del Opus Dei" (Statuta, 18). La condición de miembro de la Obra no modifica la posición de esos fieles ante la Iglesia y la sociedad civil: salvo en el caso de los clérigos incardinados en la Prelatura, los fieles del Opus Dei son lo que ya eran, fieles corrientes. Se añade únicamente haber descubierto el ser llamados por Dios a santificarse en el mundo según el espíritu de la Obra, que no saca a nadie de su lugar en la sociedad y en la Iglesia. Por esto, los fieles laicos incorporados a la Prelatura siguen siendo plenamente fieles de las diócesis en las que residen. Los clérigos incardinados en la Prelatura (éstos sí han cambiado su estado, pues, como veremos más adelante, todos eran antes laicos de la Prelatura) se encuentran en las diócesis fundamentalmente como los restantes clérigos seculares que residen fuera de la diócesis de incardinación.

Los Estatutos de la Prelatura del Opus Dei son muy claros al respecto: todos los fieles que se incorporan a la Prelatura lo hacen movidos por la misma vocación divina: todos se proponen el mismo fin apostólico, viven un único espíritu e idéntica praxis ascética (cfr. Statuta, 6) y todos ellos están unidos a quien es cabeza en la Obra, el Prelado, que gobierna conforme a derecho en todo aquello que se refiere a la naturaleza y fines del Opus Dei.

2. Numerarios, Agregados, Supernumerarios

Salvaguardada la unidad de vocación, los fieles se distinguen entre Numerarios, Agregados y Supernumerarios. Están descritos en los Estatutos de la Prelatura del siguiente modo (cfr. Statuta, 8-11):

a) Se llaman Numerarios (o Numerarias) aquellos fieles que, en celibato apostólico, tienen una máxima disponibilidad personal para las labores apostólicas peculiares de la Prelatura; pueden residir en la sede de los Centros de la Prelatura, para ocuparse de esas labores apostólicas y de la formación de los demás miembros del Opus Dei.

b) Se llaman Agregados (o Agregadas) los fieles que, en celibato apostólico, deben atender a necesidades, concretas y permanentes, de carácter personal, familiar o profesional, que les llevan, ordinariamente, a vivir con la propia familia y determinan su dedicación a las tareas apostólicas o de formación en el Opus Dei.

c) Se llaman Supernumerarios (o Supernumerarias) los fieles de la Prelatura –casados o solteros, pero en todo caso sin compromiso de celibato– que, con la misma vocación divina que los demás, participan plenamente en el apostolado del Opus Dei, con la disponibilidad, por lo que se refiere a las actividades apostólicas, que resulta compatible con el cumplimiento de sus obligaciones familiares, profesionales y sociales.

El criterio para esta clasificación de situaciones de los fieles es, como se ve, la mayor o menor disponibilidad habitual de cada uno, dependiente de circunstancias personales, familiares y profesionales, no para la santidad y el apostolado –a los que todos están igualmente llamados– sino "para dedicarse a las tareas de formación y a determinadas labores apostólicas" (Statuta, 7 § 1).

Los perfiles de esta distinción y la terminología se fueron forjando durante la historia de la Obra y al paso en que la labor apostólica se fue desarrollando y se fueron buscando los cauces jurídicos más adecuados –o los menos inadecuados– entre los existentes en cada momento, ya que la novedad que el Opus Dei representaba hacía que durante largo tiempo no hubiera ninguno que fuera plenamente satisfactorio. Casi enseguida, es decir, inmediatamente después del 2 de octubre de 1928, san Josemaría se rodeó de un grupo de jóvenes laicos de muy diversas condiciones (unos eran intelectuales, otros artistas, otros obreros), y también de algunos sacerdotes. Al principio llevaba a cabo un trabajo apostólico únicamente con hombres; a partir de 1930, al recibir una luz fundacional que completaba la de octubre de 1928, comenzó la labor con mujeres. Poco a poco algunos y algunas se entregaron a Dios en celibato apostólico con total disponibilidad para hacer vida de su vida el espíritu del Opus Dei y para extenderlo a donde fuera necesario. Al ampliarse la labor apostólica, el fundador comenzó a delegar tareas de formación en algunas de esas personas: tenían la plena disponibilidad para dedicarse a la formación de otros miembros de la Obra y de aquellos que se acercaban a ella.

Quienes en un primer momento siguieron a san Josemaría formando parte del Opus Dei eran en su mayoría jóvenes universitarios. Pero el horizonte del fundador era mucho más amplio, de ahí que en una anotación de 1931, en la que rememora el 2 de octubre de 1928, pudiera escribir: "Ese día el Señor fundó su Obra: desde entonces comencé a tratar almas de seglares, estudiantes o no, pero jóvenes. Y a formar grupos. Y a rezar y a hacer rezar. Y a sufrir..." (Apuntes íntimos, n. 306, 2-X-1931: citada y comentada en IJC, p. 26). Supuesto ese amplio horizonte, en una primera etapa centró su acción apostólica en los intelectuales, pues "advirtió enseguida que, si quería llegar a todos los sectores de la sociedad, debía comenzar por quienes, con una profesión intelectual, poseían la movilidad y las cualidades que permitían llegar a los diversos ambientes" (OCÁRIZ, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, p. 182).

Los primeros textos jurídicos del Opus Dei reflejan esa realidad, ya que se centran sobre todo en los laicos intelectuales y célibes. Y esto no por razones sociológicas, sino porque la legislación canónica y la doctrina teológica de la época no concedían suficiente espacio para la presencia en una única institución de la variedad de personas a las que el Opus Dei estaba llamado a dirigirse: hombres y mujeres de muy diversas condiciones, unos célibes y otros casados, viviendo muchos de ellos en sus hogares, convirtiendo su propia casa y sus ocupaciones familiares en medio de santidad y de apostolado. San Josemaría era consciente desde el principio de esa universalidad, y de que también las personas casadas podrían ser miembros de la Obra; valga como ejemplo el hecho de que varios residentes de DYA, la primera residencia a la que el fundador del Opus Dei dio vida, recuerdan que, ya en 1935, "en las meditaciones el Padre solía hablarles de vocación matrimonial, a la que estaban llamados y en la que habían de santificarse aquellos jóvenes de la obra de San Gabriel, en su mayoría aún solteros" (AVP, I, p. 585, nt. 267); realidad de la que se hace eco un conocido punto de Camino: "Te ríes porque te digo que tienes «vocación matrimonial»? Pues la tienes: así, vocación" (C, 27).

Sin embargo, para que ese espíritu pudiera encontrar plena plasmación en los documentos jurídicos fue necesario un largo proceso. No es éste, sin embargo, el momento para mostrar cómo, paso a paso, se concretó el pleno reconocimiento jurídico de la realidad que el fundador de la Obra percibía. Podemos por eso, prescindiendo de fases anteriores, comenzar con las primeras constituciones aprobadas por la Santa Sede, como la de 1947, en la que se declara que se puede admitir como Supernumerarios a personas de toda condición, solteros o casados, aunque sólo como miembros en sentido lato y hablando de una adhesión sólo espiritual, ya que en el número 342 se dice que "procuran vivir el espíritu y apostolados de la Institución, sin incorporarse a ella por vínculo jurídico" (sobre estas constituciones, cfr. IJC, pp. 183-192 y 199-200).

Se da un paso adelante con las Constitutionibus Operis Dei Addenda, aprobadas con Rescripto de la Santa Sede del 18 de marzo de 1948. Ahí se reafirma la posibilidad de que al Opus Dei –entonces bajo la forma jurídica de Instituto secular– se pudieran incorporar como Supernumerarios personas casadas o solteras de cualquier condición u oficio, y se añade que estos Supernumerarios "se dedican parcialmente al servicio del Instituto, y emplean como medios de santificación y apostolado sus propias ocupaciones familiares y su profesión o trabajos; (...) viven el mismo espíritu y, según sus posibilidades, las mismas costumbres que los socios Numerarios" (Constitutionibus Operis Dei Addenda, 18-III-1948: IJC, p. 201).

Otro nuevo paso se realiza unos meses después cuando con Rescripto de la Santa Sede de 8 de septiembre de 1949, dentro de los Supernumerarios se distinguen a los que se denominan entonces Supernumerarios internos, que viven en celibato, pero que por permanentes circunstancias personales no pueden tener una plena disponibilidad para las tareas de formación y dirección; se les reconoce la condición de miembros stricto sensu (pero distinguiendo ese sentido estricto del más estricto: strictiore sensu; cfr. IJC, pp. 201-202, 542-543). Las constituciones aprobadas por la Santa Sede en 1950, mantienen esa situación, cambiando algo la terminología. Se llega así a la distinción entre Numerarios, Agregados (los llamados Supernumerarios internos en 1949 y Oblatos en 1950) y los Supernumerarios, considerados todos miembros del Opus Dei, aunque con matices.

Lo alcanzado era importante, si bien las disposiciones mencionadas podían dar la impresión de que los Agregados y los Supernumerarios ocupaban un segundo plano, siendo los protagonistas los Numerarios. Esta falta de claridad era debida al hecho de que los cauces jurídicos, construidos alrededor del denominado estado de perfección, no estaban preparados para reconocer una sola clase de miembros, en referencia a personas de muy diversas situaciones sociales y profesionales, unos célibes y otros casados, todos igualmente llamados a vivir el mismo espíritu y comprometidos a buscar la santidad en su sentido más pleno. San Josemaría tuvo por eso que proceder examinando los resquicios jurídicos en el entramado legal de la época, de modo que, para abrir la categoría de miembro de pleno derecho a todos, se vio llevado a introducir distintas intensidades o grados en la misma condición de miembro (por eso se añadían las precisiones relativas al sentido de la pertenencia), lo que, contrariamente al carisma fundacional y a lo que de hecho se vivía, podía hacer pensar que existían miembros de segunda categoría. De este modo se oscurecía la unidad vocacional, la participación plena en el mismo carisma y que, en el caso de los Supernumerarios, el estado matrimonial constituía un verdadero camino de santidad, aspecto esencial en la predicación de san Josemaría ya desde los comienzos.

No es por eso extraño que en sus Cartas el fundador, alejándose de las categorías jurídicas, deje claro que todos los fieles del Opus Dei son miembros de la Obra en sentido estricto, "porque –cualquiera que sea el estado civil de la persona– es plena su dedicación al trabajo y al fiel cumplimiento de sus propios deberes de estado, según el espíritu del Opus Dei" (Carta 25-I-1961, n. 11: OCÁRIZ, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, p. 186). Todos en el Opus Dei están, en efecto, llamados a santificarse plenamente en su vida profesional, familiar, etc. "Toda la espiritualidad del Opus Dei se apoya, como la puerta en el quicio, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo. Sin vocación profesional, no se puede venir al Opus Dei". A continuación añadía: "nuestra vida puede resumirse diciendo que hemos de santificar la profesión, santificarnos en la profesión, y santificar con la profesión" (Carta 15-X-1948, n. 6: AVP III, p. 94). Y todos, casados o solteros, vivan donde vivan, deben alcanzar una "vida interior contemplativa, unida al propio trabajo profesional, el que sea" (Carta 8-XII- 1949, n. 28: AVP, III, p. 86, nt. 226).

De lo anterior se desprende, como señala Ocáriz, que "pertenece a la sustancia teológica del fenómeno pastoral del Opus Dei el hecho de que los Numerarios y Agregados (célibes, con especial disponibilidad para unas u otras tareas, etc.) no son el paradigma de miembro del Opus Dei, del que la figura de los Supernumerarios –que son lógicamente la mayoría– sería una aproximación. Todos –repitámoslo– tienen la misma vocación peculiar a la santidad y al apostolado" (OCÁRIZ, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, p. 189).

Desde que el Opus Dei ha sido erigido en Prelatura Personal queda definitivamente claro, también jurídicamente, que los Supernumerarios y los Agregados son plenamente miembros de la Obra: todos –Numerarios, Agregados y Supernumerarios– son fieles incorporados a la Prelatura, poseen la misma vocación divina, buscan el mismo fin apostólico, tienen un único espíritu e idéntica praxis ascética (cfr. Statuta, 6).

3. Hombres y mujeres

Lógicamente, la distinción entre miembros se aplica tanto a hombres como a mujeres, pues los fieles en la Iglesia pertenecen a ambos sexos. Hay por tanto Numerarias, Agregadas y Supernumerarias. Todas las condiciones de vida y profesiones honradas son camino de santidad para todos los miembros de la Obra, tanto hombres como mujeres. Éstas llevarán a cabo su tarea aportando a la sociedad y a la familia cuanto es propio de la condición femenina: "La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad..." (CONV, 87).

Existe, además, una actividad específica de las mujeres del Opus Dei: las tareas de la Administración doméstica de los Centros de esta prelatura personal. Algunas mujeres de la Obra se dedican profesionalmente a este cometido. Así está recogido en el número 9 de los Estatutos: "las Numerarlas auxiliares, con la misma disponibilidad que las restantes Numerarias, dedican su vida principalmente a las tareas manuales o a las tareas domésticas, que asumen voluntariamente como trabajo profesional, en las sedes de los Centros de la Obra". Obsérvese que no se trata sólo de que una profesión u oficio de gran importancia social sea santificada por algunas mujeres del Opus Dei, sino que estamos ante una tarea de especial relevancia respecto de la dimensión de familia cristiana, que es característica de toda la Obra: es propio de madres y hermanas llevar a cabo tareas que hacen de cada casa un hogar. Por eso san Josemaría denominaba esas tareas como "apostolado de los apostolados" (Carta 8-VIII-1956, n. 43: OCÁRIZ, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, p. 191), pues "al trabajar en la Administración –decía a sus hijas–, participáis en todos los apostolados, colaboráis en toda la labor. Su buena marcha es una condición necesaria, el mayor de los impulsos para toda la Obra, si lo hacéis con amor de Dios. Sin ese apostolado vuestro, no se podrían poner en marcha los demás según nuestro espíritu" (Carta 29-VII-1965, n. 11: ibidem, p. 191).

4. Sacerdotes y laicos

Cuanto se ha indicado hasta ahora sobre la vocación al Opus Dei hace evidente que laicos de toda clase y condición pueden ser llamados por Dios a la Obra. Cabría preguntarse si esta vocación es también para los clérigos. La respuesta es afirmativa, pues en el Opus Dei hay clérigos seculares. Se trata de una realidad existente desde el inicio, ya que el sacerdocio ministerial es esencial en el Opus Dei, cuya realidad –confirmada por la erección de la Prelatura– se estructura en torno a la relación entre el sacerdocio común y el ministerial. Esta realidad ha tenido concreciones diversas y con acentos variados según las distintas configuraciones jurídicas por las que pasó la Obra. En los años treinta san Josemaría transmitió el espíritu de la Obra a algunos sacerdotes, y les hizo colaborar en las tareas formativas, considerándoles hijos suyos. De hecho, una de las primeras vocaciones a la Obra fue la de don José María Somoano, sacerdote que falleció el 16 de julio de 1932. Pero, en su conjunto, la experiencia de asociar a la Obra a esos clérigos no resultó positiva. El propio san Josemaría lo comentaba en un escrito de 1937: "cuando reunía yo a esos sacerdotes, los lunes, en lo que llamaba «Conferencia sacerdotal», con el fin de darles el espíritu de la Obra, para que fueran hijos míos y colaboradores; cuando en 1932 ó 1933 voluntariamente, espontáneamente, Libérrimamente varios de esos señores sacerdotes hicieron promesa de obediencia, en nuestra casa de Luchana, no podía pensarse que –con rectísima intención, sin duda– iban casi inmediatamente a desentenderse de la Obra" (Apuntes íntimos, n. 1435: AVP, I, pp. 536-537, nt. 118). El fundador comprendió que la Obra necesitaba de sacerdotes que salieran de sus miembros laicos, de modo que, en plena posesión del espíritu, llevaran a cabo la labor pastoral de formación y de atención espiritual de los fieles de la Obra. Poco después de acabar, en 1939, la Guerra Civil española, san Josemaría planteó la posibilidad de la ordenación sacerdotal a algunos hijos suyos, que comenzaron a realizar los oportunos estudios filosófico–teológicos. Mientras tanto el fundador buscaba la posible solución canónica para la incardinación de esos sacerdotes en el Opus Dei; el 14 de febrero de 1943 entendió cuál era el camino mientras celebraba la santa Misa. Nació así la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Un año después, en junio de 1944, se ordenaban los primeros sacerdotes.

Los sacerdotes incardinados en la Prelatura (Numerarios y Agregados) constituyen el presbiterio que colabora con el Prelado en el ejercicio de su misión pastoral. Provienen de los fieles de la Prelatura que han realizado los estudios requeridos. Considerándose llamados al sacerdocio, manifiestan al Prelado su disponibilidad a recibir el sacramento del Orden para, con su ejercicio, servir a las almas, en primer lugar a los otros fieles de la Obra. Sucesivamente, el Prelado los llama a las órdenes sagradas. La vocación sacerdotal no constituye la coronación de su vocación en el Opus Dei (cfr. CONV, 69), sino que es un nuevo modo de servir a los demás. Para tales clérigos "el sacerdocio presupone una auténtica llamada divina que configura profundamente la vocación de quien la recibe, pero no cambia la peculiaridad de la vocación al Opus Dei, análogamente a como el sacerdocio ministerial no es constitutivo de la vocación cristiana en cuanto tal, sino de la vocación personal de algunos cristianos" (OCÁRIZ, "La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia", en OIG, p. 192).

Desde el momento de su ordenación estos clérigos de la Prelatura forman parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a la que también se pueden incorporar, como Agregados y Supernumerarios, clérigos de las más diversas diócesis que buscan la santificación sacerdotal conforme al espíritu y la praxis del Opus Dei. Como se ha indicado anteriormente, el fundador comprendía que el carisma de la Obra era también para sacerdotes incardinados en diócesis. La solución para hacerles participar plenamente del carisma se encontró en 1950, poco antes de la aprobación definitiva (cfr. IJC, pp. 228-230, 288-291).

La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz es una "asociación de clérigos intrínsecamente unida a la Prelatura" (JUAN PABLO II, Const. Ap. Ut sit, 28-XI-1982, n. 1), que forma un todo único (aliquid unum) con la Prelatura, y de ella no puede separarse (cfr. Statuta, n. 36 § 2). Pertenecen a esta asociación tanto los sacerdotes Numerarios y Agregados (también llamados Coadjutores), provenientes de los laicos incorporados a la Prelatura e incardinados en ella, como aquellos sacerdotes diocesanos que buscan alcanzar la santidad conforme al espíritu y praxis de la Obra (cfr. Statuta, 57). En el caso de estos últimos se trata de una vocación peculiar, que configura su vocación sacerdotal. Con esa nueva llamada se refuerza la obligación de buscar la santidad en el ejercicio del ministerio, pues "para los sacerdotes su trabajo profesional, en el que se han de santificar y con el que han de santificar a los demás, es el sacerdocio ministerial del Pan y de la Palabra" (Carta 24-XII-1951, n. 148: IJC, p. 289). La pertenencia a la Sociedad Sacerdotal, al realizarse a través de una convención de naturaleza jurídica asociativa, deja inmutada la vinculación a las respectivas diócesis: estos sacerdotes permanecen incardinados en ellas, dependen de su Ordinario al igual que los restantes clérigos de la diócesis, y son plenamente miembros de su presbiterio.

Los sacerdotes Agregados y Supernumerarios diocesanos, aunque no están incardinados en la Prelatura, ni constituyen su presbiterio, son del Opus Dei. Su vocación a la Obra les lleva a estar más unidos a su obispo, a reforzar su vinculación a la propia diócesis, a desvivirse por ella, a trabajar por las vocaciones, a esmerarse en vivir la caridad en el presbiterio, a seguir delicadamente las orientaciones del obispo, a fomentar la santidad sacerdotal entre el clero diocesano, y, si lo quiere el obispo, a poner en práctica la vida común del clero (cfr. Statuta, 68-69 y 71). Como se expresaba Mons. Álvaro del Portillo, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz "proporciona a sus socios la oportuna atención espiritual y ascética: que no sólo deja intacta, sino que refuerza la obediencia canónica que estos sacerdotes deben a su propio Obispo. No hay, pues, ningún problema de doble obediencia que pueda crear conflictos: (...) esos sacerdotes no tienen doble superior –el propio obispo y un superior interno, del Opus Dei–, sino uno sólo: cada uno su Obispo" (DEL PORTILLO, "Entrevista de Joaquín Navarro–Valls", ABC, 29-XI-1982).

5. Incorporación al Opus Dei

De cuanto se ha expuesto anteriormente se comprende que para ser miembro del Opus Dei es necesario ser llamado por Dios, tener vocación a la Obra. Como toda vocación en la Iglesia, también ésta necesita un discernimiento personal del posible candidato y ser evaluada por la autoridad competente. La Voluntad de Dios se manifiesta a una persona no sólo por una percepción subjetiva, ligada a sus disposiciones personales, sino también mediante la presencia en el candidato de elementos objetivos que orientarán con mayor certeza a la persona a pedir la admisión en la Obra como Numerario, Agregado o Supernumerario. Tales elementos serán sopesados por la autoridad de la Prelatura.

La incorporación se lleva a cabo "mediante convención con la Prelatura" (JUAN PABLO II, Const. Ap. Ut sit, 28-XI-1982, art. III), de la que surge un vínculo de comunión que une el fiel y la Prelatura. La convención consiste en una declaración mutua, del que representa la Prelatura y el que desea incorporarse, ante dos testigos. El fiel manifiesta su firme intención de dedicarse con todas sus fuerzas a buscar la santidad y al ejercicio del apostolado según el espíritu y praxis del Opus Dei, obligándose a permanecer bajo la jurisdicción del Prelado y demás autoridades competentes, para dedicarse fielmente a cuanto se refiere al fin específico de la Obra y a cumplir cuanto conlleva ser Numerario, Agregado o Supernumerario, y a observar las normas que rigen la Prelatura y las legítimas disposiciones del Prelado y de las restantes autoridades competentes de la Prelatura en lo referente a su gobierno, espíritu y apostolado. La Prelatura, por su parte, se obliga a impartir al fiel una asidua formación doctrinal–religiosa, espiritual, ascética y apostólica, a ofrecer la específica asistencia pastoral de los sacerdotes de la Prelatura, y a cumplir las restantes obligaciones que establece su Derecho (cfr. Statuta, n. 27 §2 y 3).

Teniendo en cuenta las obligaciones que implica el vínculo en el Opus Dei, la admisión se puede pedir sólo a partir de los diecisiete años; antes, a partir de los catorce años y medio se puede solicitar la admisión, pero sólo como aspirante. La incorporación temporal se puede realizar a partir de los dieciocho años; la definitiva, cinco años después (cfr. Statuta, 19-27). Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría, explicaba así el contenido de las obligaciones que se contraen: "Los miembros del Opus Dei se comprometen a procurar alcanzar la santidad y difundirla desde el lugar que cada uno ocupa en el mundo, por medio de su trabajo profesional, y de sus ocupaciones cotidianas. Para cumplir este compromiso tienen el derecho de que la Prelatura les ayude a través de una continua y exigente asistencia espiritual. Esta formación se recibe personalmente o en grupos reducidos, por medio de clases, charlas, retiros espirituales, etc. Por su parte, todos los miembros del Opus Dei se esfuerzan en vivificar cada día sus obligaciones temporales con las prácticas religiosas necesarias para tener vida de contemplativos en medio del mundo, como exige nuestra vocación. Lo original del Opus Dei es el espíritu con que todo esto se lleva a cabo, en una sólida unidad de vida, donde se funden la fe que se profesa, con el trabajo laical que cada miembro realiza bajo su personal responsabilidad" (DEL PORTILLO, "Entrevista de Pier Giovanni Palla", II Tempo, 30-XI-1982).

En los párrafos que anteceden hemos descrito el proceso de incorporación a la Prelatura en el caso de seglares, que se aplica por igual a hombres y mujeres. Si atendemos ahora a la incorporación de sacerdotes diocesanos a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, el presbítero que, considerando que Dios le llama a la Obra, desea responder a esa llamada, debe manifestar su voluntad de ser socio de la citada Sociedad, como Agregado o Supernumerario, mediante una carta dirigida al Presidente General de la Asociación (cfr. Statuta, 63). De este modo el candidato ejerce el derecho de asociación propio del clérigo diocesano (cfr. Código de Derecho Canónico de 1983, canon 278 § 2). Recibe la formación específica y recorre las distintas etapas de incorporación a la Obra. Si algún seminarista se siente atraído por el espíritu de la Obra y desea ser miembro de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, no podrá ser admitido como socio, sino simplemente como aspirante (cfr. Statuta, 60 §1). Podrá en cambio solicitar la admisión después de recibir la ordenación diaconal.

Luis NAVARRO

 «    FILIACION DIVINA    » 

Llegada la plenitud de los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo eterno a este mundo para que, haciéndose hombre, nos redimiera y nos otorgase la adopción filial (cfr. Ga 4, 4-5): la posibilidad de ser realmente hijos del Padre en Cristo por el Espíritu Santo. La revelación de la paternidad divina es uno de los contenidos fundamentales del mensaje cristiano. Dios cuida con amor de los hombres, como un padre cuida de sus hijos. El reconocimiento de la filiación divina surca la historia de la espiritualidad cristiana, manifestándose con especial fuerza y acentos diversos en algunos santos y autores espirituales. En san Josemaría, la filiación divina del cristiano es contemplada y vivida con especial altura y radicalidad, como fundamento de toda la vida espiritual. En sus enseñanzas, "el nervio central es el sentido de la filiación divina" (DEL PORTILLO, ECP, "Presentación").

1. Origen contemplativo de una doctrina

La doctrina de san Josemaría, en general, no es sólo expresión de una ciencia fruto de los estudios académicos, aunque adquirió una sólida preparación en la teología científica, sino principalmente expresión de una sabiduría fruto de la contemplación. Como escribió santo Tomás de Aquino, "la sabiduría es el conocimiento de las cosas divinas; pertenece por tanto a la contemplación" (Ad I Co, Lec. VI, 19).

Este origen contemplativo es, en san Josemaría, especialmente patente en su vivencia y en su enseñanza de la filiación divina. Por una parte, se trató de una contemplación adquirida por la frecuente y profunda meditación del dato revelado. Así, por ejemplo, el 22 de septiembre de 1931 escribía: "Estuve considerando las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre, Padre! Y –si no gritando– por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle" (Apuntes íntimos, n. 296: AVP, I, p. 388; cfr. F, 1033).

Sobre el terreno de esta meditación y contemplación, que llenó su alma de agradecimiento gozoso, Dios mismo, en un preciso momento –el 16 de octubre de ese mismo 1931–, le concedió una altísima contemplación infusa, que san Josemaría describió así años después: "Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía" (Carta 9-I-1959, n. 60: AGP, serie A.3, 94-1-4). Elemento importante de este don fue precisamente esa peculiar circunstancia ("en la calle, en un tranvía"), que caracterizaba un aspecto central de su mensaje: la santificación en medio de las realidades temporales, siendo "contemplativos en medio del mundo" (ECP, 65).

2. La filiación divina, fundamento de la vida espiritual

Una de las más características y frecuentes afirmaciones de san Josemaría, acerca de la filiación divina, es su carácter fundamental en la vida cristiana. En ocasiones, lo refería particularmente al Opus Dei: "La filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei" (ECP, 64). Pero, en su pensamiento, ese carácter fundamental es propio del cristianismo en cuanto tal, pues, dirigiéndose a todos, afirma: "La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual" (ECP, 65).

Se trata, pues, no sólo del don de la adopción filial, sino de que la conciencia creyente en ese don informe toda la vida. En este sentido, san Josemaría habla con frecuencia no sólo de la filiación divina, sino también del "sentido de la filiación divina". Así, refiriéndose a todo cristiano, dirá que "el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina" (F, 987).

La filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino condición permanente del sujeto de las virtudes. Por eso, no se obra como hijo de Dios con unas acciones determinadas: "No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad" (CONV, 102).

La piedad es la virtud propia de los hijos que, sobrenaturalmente, se perfecciona por el correspondiente don del Espíritu Santo que nos facilita reconocernos como hijos de Dios y obrar, en todo momento, en consecuencia. Por eso, "la piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos" (AD, 146).

Este carácter fundamental que san Josemaría predica de la filiación divina, no es una simple opción ascética, sino una realidad constitutiva del ser cristiano. Responde, en efecto, al dato revelado que en diversos modos manifiesta la adopción filial como la finalidad misma de la Encarnación redentora del Verbo eterno: "Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad" (ECP, 65).

En la enseñanza de san Josemaría, el carácter fundamental de la filiación divina se manifiesta también en que la santidad a la que todos están llamados es precisamente la plenitud de la filiación divina: "La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina, pues todos somos a los ojos de nuestro Padre Dios hijos de igual condición" (Carta 2-II-1945, n. 8: AGP, serie A.3, 92-3-2).

La noción misma de plenitud de filiación implica que ésta no se queda en una relación de origen y semejanza dada una vez por todas con la gracia, sino que es una realidad intensiva, que crece, como la gracia misma, hasta una plenitud. Esto se entiende a la luz de la identidad entre filiación divina e identificación con Cristo.

3. Filiación divina e identificación con Cristo

Cuando, en 1931, Dios hizo experimentar a san Josemaría de modo especialmente intenso la filiación divina, eran tiempos de muchas dificultades y sufrimientos para el fundador del Opus Dei. Años más tarde, rememoraba una vez más así aquel acontecimiento: "Cuando el Señor me daba aquellos golpes, allá por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!, Abba!, Abba!, Abba! Y ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios" (Meditación, 28-IV-1963).

"Ser Cristo es ser hijo de Dios": la filiación divina es la identificación con Cristo, con el Unigénito del Padre. No se trata sólo de una semejanza con Cristo, de tener sus sentimientos, reacciones, modo de ver la realidad, etc. (aunque también encierra todo esto: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús": Flp 2, 5). Es encontrarse en la misma y única relación que Cristo tiene con Dios Padre; única que hace dirigirse al Padre con la expresión Abbá, como escribe san Pablo: "recibisteis un espíritu de hijos de adopción en el que clamamos: "Abba, Pater!" (Rm 8, 15; cfr. ECP, 64, 118, 136, etc.).

"La identidad del cristiano consiste en ser hijo de Dios en Cristo y, por tanto, con palabras del Beato Josemaría, que he escuchado tantas veces, en saberse alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo" (ECHEVARRÍA, 2001, p. 19; cfr. ECP, 11, 96, 104, 107, 115, etc.). Esta identificación con Cristo se realiza radicalmente en la Cruz: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios". Se trata de una comprensión sapiencial y vital, que podemos relacionar directamente con Rm 8, 17: "Si somos hijos, también herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él glorificados". No se limita sólo a padecer "como Cristo", sino de padecer "con Cristo". Aun refiriéndose a la glorificación (con Cristo) como adquisición de la herencia filial, el texto implica también la conexión entre la filiación divina y el padecer "con" Cristo.

El texto y el contexto de esta intuición sapiencial –"tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios"– exigen no reducir el significado a la sola imitación o semejanza moral con Jesucristo.

4. El Espíritu Santo y la filiación divina

"Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo" (ECP, 133).

Esta "acción" del Espíritu Santo la expresa san Pablo en Rm 8, 14: "Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios". No es una causalidad eficiente ad extra (que es común a las tres Personas divinas); tampoco una simple "apropiación", pues la Trinidad nos introduce en su intimidad: "hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina" (ECP, 133). Dios, uniéndonos al Amor infinito que es el Espíritu Santo –Espíritu del Hijo– (enviándolo como "primer Don"), nos constituye hijos del Padre en el Hijo.

"La sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo", dice san Josemaría. En este sentido, consideremos una breve y densa afirmación suya: "El Espíritu Santo es fruto de la Cruz" (F, 759). Para toda la humanidad: "Como fruto de la Cruz, se derrama sobre la humanidad el Espíritu Santo" (ECP, 96); y para cada persona que entrega su vida en Cristo a Dios: "El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos" (ECP, 137). "Tener la Cruz es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios", porque el Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios (cfr. Rm 8, 14), es fruto de la Cruz.

La fuerza santificadora de la Cruz se hace eminentemente presente en el Sacrificio eucarístico. También por esto se entiende que "la Misa es centro y raíz de la vida cristiana" (ECP, 102). Mediante la participación en la Eucaristía se nos ofrece la máxima identificación con Jesucristo y, por tanto, la de nuestro ser hijos del Padre en Cristo por el Espíritu Santo. Lo que en la Comunión nos identifica con Jesús no es propiamente el contacto físico con las especies sacramentales, sino la presencia sustancial, bajo esas especies, de la Humanidad y Divinidad de Cristo, que junto al Padre nos infunde el Espíritu Santo con nueva intensidad. San Josemaría solía expresar este aspecto del misterio, afirmando que después de la Comunión eucarística, cuando ha cesado ya la presencia sustancial de la Humanidad del Señor, "queda el Espíritu Santo".

Esta conexión de los misterios –la Cruz, la infusión del Espíritu Santo, la Eucaristía y la filiación divina– se expresaba de mil modos en la vida contemplativa de san Josemaría, como leemos, por ejemplo en este texto: "Veo tu Cruz, Jesús mío, y gozo de tu gracia, porque el premio de tu Calvario ha sido para nosotros el Espíritu Santo... Y te me das, cada día, amoroso –¡loco!– en la Hostia Santísima... Y me has hecho ¡hijo de Dios!, y me has dado a tu Madre" (F, 27). Ser hijo de Dios es "ser Cristo" y, por tanto, ser también hijo de María.

5. La participación en la filiación del Verbo

En el contexto propio de una exposición doctrinal, san Josemaría enlaza con la tradición teológica más rica, concretamente con la consideración de la filiación divina como participación de la filiación del Verbo: "Por la gracia bautismal hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable, llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo" (Carta 19-III-1967, n. 93: AGP, Serie A, 3, 95-1-1).

Santo Tomás de Aquino emplea frecuentemente el concepto de participación, aplicado a la filiación divina del Verbo (cfr., por ejemplo, S.Th., q. 23, a. 4 s. c.; q. 24, a. 3 c.). Participar de la filiación de quien es Unigénito –Hijo Único del Padre– significa poseer parcialmente, limitadamente, lo que en Él subsiste en Totalidad e Infinitud, de modo que esa participación no multiplica ni menoscaba esa Unidad–Totalidad. Es posesión parcial de la misma relación (la filiación subsistente) del Verbo con el Padre, relación constitutiva de la persona misma del Hijo. Esta posesión parcial, este ser parcialmente hijos de Dios Padre es una realidad intensiva, que puede y debe crecer, como la gracia de la que es inseparable, hasta aquella "plenitud" en que consiste la santidad.

A la vez, esta participación comporta la presencia fundante de la totalidad en quien participa de esa totalidad trascendente: somos hijos de Dios Padre, por Cristo, con Cristo y en Cristo: "Dale muchas gracias a Jesús, porque por Él, con Él y en Él, tú te puedes llamar hijo de Dios" (F, 265). La expresión tradicional en el lenguaje teológico hijos en el Hijo ha sido ya acogida por el Magisterio de la Iglesia (cfr. GS, 22; DVi, 32 y 52). Somos, pues, "Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquél de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1, 4). Hijos de la luz, hermanos de la luz: eso somos" (ECP, 66). Cristo, sin dejar de ser Unigénito del Padre, es Primogénito entre muchos hermanos (cfr. Rm 8, 29).

Como "hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina" (ECP, 133), aunque la acción de adoptar es ad extra, y por tanto común a las tres Personas divinas, su término es ad intra: nuestra participación de la vida íntima de la Trinidad como hijos en el Hijo por el Espíritu Santo. Y, al ser esta filiación en el Hijo, siendo nosotros muchos, somos en realidad "uno en Cristo" (Rm 12, 5), formamos el Cuerpo de Cristo (cfr. 1 Co 12).

6. Filiación divina, libertad y vida ordinaria

El carácter fundamental de la filiación divina tiende a manifestarse en toda la vida cristiana, a partir de lo que determina la estructura existencial de la persona, es decir, de la libertad. No se trata de la simple libertad natural, sino de una nueva libertad, sobrenatural, precisamente radicada en la filiación divina. También en esto, hay plena sintonía con san Pablo (cfr., por ejemplo, Ga 5, 13). "Me gusta hablar de la aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente –como hijos, insisto, no como esclavos–, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos, como un regalo de Dios" (AD, 35).

Esta libertad excluye la esclavitud al temor (cfr. Rm 8, 15): "Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina" (F, 987). Precisamente, Cristo vino a "liberar a todos los que con el miedo a la muerte estaban toda su vida sujetos a esclavitud" (Hb 2, 15). El sentido de la filiación divina otorga la libertad de espíritu, precisamente porque aleja el temor en todas las dimensiones de la vida, personales, familiares, etc. En cada circunstancia, ordinaria o extraordinaria, el hijo de Dios puede y debe tener la certeza de fe en el amor omnisciente y omnipotente de su Padre–Dios: "Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. –Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos–, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando" (C, 267).

Por otra parte, la misma experiencia espiritual de la propia libertad da a conocer más profundamente la realidad de la filiación divina: "en medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre" (ECP, 138). Y esto precisamente en el trabajo, sea el que sea, que entonces no apunta nunca a una esclavitud o servidumbre, sino a la libertad de hijos que trabajan en cosa propia, "en las cosas de su padre". Y, enraizado en la filiación divina, el trabajo se convierte en oración: "estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios" (ECP, 17).

7. Filiación divina y oración

Cuando los discípulos piden al Señor que les enseñe a orar, escuchan de sus labios el Padrenuestro (cfr. Lc 11, 1-2). Comentando esta escena, escribe san Josemaría: "Notad lo sorprendente de la respuesta: los discípulos conviven con Jesucristo y, en medio de sus charlas, el Señor les indica cómo han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre" (AD, 145).

De tal modo caracteriza la filiación divina la oración cristiana, que ésta no es otra cosa que el trato del hijo con su Padre. Un diálogo que comienza de ordinario con oraciones vocales, para continuarse más tarde en una contemplación sin ruido de palabras. Un hablar con Dios caracterizado por la confianza y que en su contenido abarca también toda nuestra vida: "todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial" (AD, 245).

Principalmente en la oración se expresa esa característica del sentido de la filiación divina que es la infancia espiritual, y que, desde la oración, se proyecta en la entera existencia. "Ciertamente, la infancia espiritual no es lo mismo que la filiación, pero la presupone y no es más que una consecuencia de la paternidad divina" (DERVILLE, 2009, p. 284). San Josemaría no propuso un modo o camino concreto para vivir la sustancia de la infancia espiritual enseñada por Jesucristo (cfr. Mt 18, 3); pero, en cualquier caso, predicaba que "hay que aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en la fe (1P 5, 9), fecundos en las obras, y seguros en el camino" (AD, 148).

Por otra parte, la filiación divina no simplemente confiere un carácter filial al diálogo con Dios, sino que se expresa esencialmente en la oración, porque es participación en el Verbo, en la Palabra eterna de Dios. La filiación divina se expresa en el Abba, Pater!

8. Filiación divina, fraternidad y apostolado

La común filiación divina en Cristo establece la correspondiente fraternidad cristiana, con unas precisas características sobrenaturales, derivadas de que cada hija e hijo de Dios es –en el sentido antes recordado con la expresión de san Josemaría– ipse Christus. De ahí, la síntesis que abarca los innumerables aspectos particulares del ejercicio del amor fraterno: "Piensa en los demás –antes que nada, en los que están a tu lado– como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso. Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman! (TERTULIANO, Apologeticus, 39)" (ECP, 36).

La fraternidad cristiana no sólo se extiende a las personas que de modo actual, por la gracia, son hijos de Dios en Cristo, sino que alcanza a todos, porque todos en cierto modo son hijos de Dios, criaturas suyas, y también todos están llamados a la intimidad de la casa del Padre. De ahí que "hombres todos, y todos hijos de Dios, no podemos concebir nuestra vida como la afanosa preparación de un brillante curriculum, de una lucida carrera. Todos hemos de sentirnos solidarios" (AD, 76).

Superando cualquier distinción, debemos tener siempre presente que "Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros" (ECP, 106).

Del amor fraterno, radicado en la filiación divina –por tanto, en la identificación con Cristo–, brota el afán apostólico. "Si eres otro Cristo, si te comportas como hijo de Dios, donde estés quemarás: Cristo abrasa, no deja indiferentes los corazones" (F, 25). Y la razón resulta clara: "No es posible separar en Cristo su ser de Dios–Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres" (ECP, 106; cfr. C, 919).

9. La alegría y la conversión de los hijos de Dios

"La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona" (F, 332).

La alegría sobrenatural, fruto del Espíritu Santo, radicada en la filiación divina no queda oscurecida por el dolor que, de un modo u otro, acompaña toda existencia humana en este mundo; más aún, "precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria" (ECP, 168).

Además, el dolor puede convertirse en raíz de una creciente alegría, porque para el cristiano encontrar el sufrimiento es hallar la Cruz y, en la Cruz, ser ipse Christus, hijo de Dios. Y, así, "si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo el bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean" (ECP, 21).

No sólo el dolor, sino también la experiencia del pecado oscurecería –incluso destruiría– la alegría, si no fuera por el recurso a la fe en el amor de Dios que nos adopta como hijos en Cristo. Por ejemplo, "la liturgia de la Cuaresma cobra a veces acentos trágicos, consecuencia de la meditación de lo que significa para el hombre apartarse de Dios. Pero esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina" (ECP, 66). Por esto, "la conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre" (ECP, 64). De modo que "cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios" (AD, 148).

El sentido de la filiación divina está intrínsecamente unido al optimismo propio de la esperanza, que lleva a amar el mundo, que salió bueno de las manos de nuestro Padre Dios, y a afrontar la vida con la clara conciencia de que se puede hacer el bien y vencer al pecado. La filiación divina "colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo" (ECP, 65). Más aún, "se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20)" (ECP, 65).

Fernando OCÁRIZ

 «    FILIPINAS    » 

Filipinas es el único país asiático con una población mayoritariamente católica. Aproximadamente el 80 por ciento es católico, el 10 por ciento de otras confesiones cristianas y el 10 por ciento musulmán. Por tanto, es lógico que san Josemaría pensara en Filipinas como el primer país donde empezar la labor apostólica del Opus Dei en Asia. Además del conocimiento general que hay en España sobre Filipinas, es probable que san Josemaría tuviera un conocimiento más profundo a través de un buen amigo, el fraile dominico Silvestre Sancho Morales, que había vivido en el archipiélago filipino entre 1932 y 1940, y entre 1951 y 1960, y que podía haberle hablado de la cultura y de la idiosincrasia del país, así como de las peculiaridades del clima. En todo caso, san Josemaría estaba bien informado y pudo orientar a los primeros que comenzaron la labor apostólica en el país en los años sesenta. Cuando se estaba construyendo el santuario de Torreciudad, durante los años setenta, san Josemaría pidió expresamente que se trajeran de Filipinas unas conchas grandes que sirvieran para las fuentes de agua bendita del santuario.

1. En Filipinas y desde Filipinas

Desde los años cuarenta, hubo filipinos de ascendencia española que habían conocido la Obra en España y que, al volver a Filipinas, urgieron a san Josemaría para que empezara la labor estable en el país. Esto no fue posible hasta un par de décadas más tarde. Ya en los años cincuenta algunos filipinos, que por razón de estudios se encontraban en Estados Unidos, se habían acercado a la Obra. En 1964 san Josemaría consideró que había llegado el momento de dar estabilidad a la labor en el país y convocó en Roma a esos filipinos y a otros fieles de la Obra que se preparaban para ir a Filipinas. En esos días les dijo: "¡Qué maravilla de país, Filipinas! Constituís la vanguardia de Jesucristo en Oriente. Vuestra tierra será el cauce para llevar la luz de Cristo a millares de almas. Sois un pueblo escogido. Digo esto no por amabilidad, sino porque es verdad, y una verdad muy hermosa" ("Al comenzar en Filipinas", en Crónica, VI-1984: AGP, Biblioteca, P01). Recordaba luego a los filipinos que, como habían recibido la fe, tenían un deber con el resto de su continente: transmitirla a otros países. San Josemaría soñaba también con la expansión a las otras naciones asiáticas, sobre todo a China, y animaba a los miembros de la Obra en Filipinas a empezar cuanto antes, para poder extenderse a otros lugares, con vistas, en última instancia, a iniciar la labor en China. La expansión no se pudo realizar en vida de san Josemaría, aunque ya se habían hecho algunos viajes.

Hacia el final de su vida, san Josemaría seguía animando a sus hijos filipinos a pensar en el desarrollo por Asia. El 20 de marzo de 1975, pocos meses antes de su fallecimiento, dijo a un grupo de hijas suyas en Roma: "Si seguís correspondiendo (...) haréis una gran labor no sólo en Filipinas, sino desde Filipinas, porque tenéis este aspecto encantador que os facilita ir por todo oriente: tantos millones y millones de almas que no conocen todavía a Nuestro Señor (...), y son hijos de Dios como nosotros, y si conocieran a Dios serían cien veces mejores que nosotros" (SASTRE, 1989, p. 501).

2. Los inicios de la labor apostólica

Los primeros miembros filipinos conocieron el Opus Dei cuando estudiaban en Harvard, a finales de los años cincuenta. Jesús (Jess) Estanislao, Bernardo (Bernie) Villegas y Plácido Mapa, Jr., entraron en contacto con el Opus Dei a través de la residencia universitaria de Boston, y pidieron la admisión. En agosto de 1964, san Josemaría nombró al sacerdote José Morales Marín primer Consiliario de Filipinas, cargo que ocupó hasta principios de 1966, cuando se trasladó a Pamplona para trabajar como profesor de Teología en la Universidad de Navarra. Le sustituyó en el cargo José Cremades.

Los primeros miembros del Opus Dei se trasladaron a Filipinas entre abril y diciembre de 1964. Llegaron Jess Estanislao y Bernie Villegas, junto con don José Morales, don Javier de Pedro y José Rivera, un ingeniero español que había vivido en Filipinas de niño. El primer Centro de la Obra estaba situado en una casita al lado de la residencia de los Villegas, en la calle C. Ayala. Le pusieron el nombre de Maynilad, el antiguo nombre de la ciudad de Manila. Estaba cerca de De La Salle University y del Colegio de Santa Escolástica, de donde vinieron los primeros miembros del Opus Dei en el país. A principios de abril de 1965, trasladaron Maynilad a una casa más amplia, y el Maynilad Study Center se convirtió en un foco de formación cristiana de universitarios y jóvenes profesionales.

Las primeras mujeres llegaron a Filipinas el 8 de octubre de 1965: Soledad Usechi, Eulalia Sastre y María Teresa Martínez Barón tenían el proyecto de dar vida a una Escuela–Hogar, aprovechando la experiencia de la existente en Madrid, la Escuela–Hogar Montelar, de la que Soledad Usechi había sido directora. En el aeropuerto las recibió Luisa Lorenzo, una señora filipina que habían conocido en Madrid. A través de la ayuda de Luisa, se adquirió una casa en León Guinto Street en Singalong, Manila. En 1966, se inauguró el Mayana School of Home and Fine Arts, que comenzó la labor apostólica con mujeres casadas y empleadas de hogar. Riña Villegas, hermana de Bernie y la primera numeraria filipina, y la hija de Luisa Lorenzo, Cholang, profesora de Literatura en la Universidad de Filipinas y primera agregada pidieron por entonces la admisión en el Opus Dei.

La labor con jóvenes y profesionales creció rápidamente entre hombres y mujeres, debido a la profunda fe de los filipinos. Pronto se establecieron otros Centros para atender a las necesidades apostólicas: Tanglaw Residence, para mujeres, en 1967 y Banahaw Cultural Center, para varones, en 1968. A partir de 1969 algunos filipinos, como Fernán Cruz, se trasladaron al Colegio Romano de la Santa Cruz para recibir una formación más intensa al lado de san Josemaría; de entre ellos saldrían los primeros sacerdotes filipinos del Opus Dei. María Lourdes Ygoa fue la primera filipina que fue al Colegio Romano de Santa María, en 1970; Rina Villegas llegó el curso siguiente.

A finales de los años sesenta, san Josemaría sugirió a los miembros del Opus Dei que buscaran una casa donde las personas pudieran recibir cursos de formación más intensos. En 1971, se inauguró el Makiling Conference Center en Calamba, Laguna, a las afueras de Manila.

San Josemaría también animó a crear un centro educativo de postgrado que sirviera para dar formación a personas que en el futuro podrían ocupar cargos directivos en el país. En agosto de 1967, Jess Estanislao y Bernie Villegas crearon un think tank de Economía llamado Center for Research and Communication (CRC), el germen de lo que llegó a ser, en 1995, la University of Asia and the Pacific. En 1970, en una reunión en México con Bernie Villegas, san Josemaría le sugirió la oportunidad de ampliar el alcance del CRC más allá de Filipinas y de otros países del sudeste asiático. Ese mismo curso, el CRC inauguró su primer programa de postgrado, el "Master of Science in Industrial Economics".

El interés de san Josemaría por la formación de los jóvenes llevó también a grupos de padres a crear una asociación que promoviera colegios que impartieran una educación en valores cristianos. Los colegios no se hicieron realidad hasta después de la muerte de san Josemaría: Woodrose School, para chicas (1977), y Southridge School, para chicos (1979). Además, con la ilusión de aplicar la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia, y consciente de la situación socio–cultural del país, con grandes diferencias de clases sociales y gran pobreza en una parte de la población, san Josemaría animó a los miembros del Opus Dei a promover escuelas para la capacitación de hombres y mujeres en el campo de la hostelería, de la electrónica; en los trabajos agropecuarios y en el amplio campo de la tecnología.

Entre esas escuelas destaca Punlaan School, inaugurada en 1975. El centro estaba inspirado en las palabras de san Josemaría: [si la mujer se] "forma bien, con autonomía personal, con autenticidad, realizará eficazmente su labor, la misión a la que se siente llamada, cualquiera que sea: su vida y su trabajo serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido" porque en todos los sectores de la sociedad –la familia, la educación, la política, etc.– "puede dar la mujer una valiosa contribución, como persona, y siempre con las peculiaridades de su condición femenina; y lo hará así en la medida en que esté humana y profesionalmente preparada" (CONV, 87).

Cuando falleció san Josemaría, la Obra llevaba en Filipinas sólo once años. No obstante, la labor apostólica había prendido en todos los estratos de la sociedad, como se demostró en el funeral que se celebró en la catedral de Manila, a donde acudieron más de mil personas.

3. Desarrollo de la labor apostólica

En 1975, san Josemaría comentó a un grupo de hijos suyos en Roma: "Yo tengo muchos deseos de ir a Filipinas, pero para estar una temporada, aunque pase calor. No olvides de decir a tus hermanos de Filipinas, que tenéis todo el Oriente. A vosotros no se os cierra, sino que se os abre el Oriente". El crecimiento de la labor en el país incluyó mayor desarrollo en el campo de la capacitación de mujeres y hombres: en 1986 se creó Anihan Technical School, que ofrece diplomas en Cocina y Pastelería, y en 1992, el Habihan School for Residence and Institution Services and Management. A partir de Punlaan, se empezó una labor social que incluía otras escuelas de formación profesional que comenzaron a operar en los años ochenta, como el Dualtech Training Center, Center for Industrial Technology and Enterprise (CITE), el Dagatan Family Farm School, el Balete Family Farm School y el Bais Family Farm School. Los colegios se han multiplicado: actualmente, hay ocho colegios para chicos y chicas en diversas ciudades del país, y cuatro colegios de preescolar.

Desde Filipinas, como había dicho el fundador, la Obra se extendió a numerosos países de Asia. Se inició la labor en Hong Kong en 1981 (entonces todavía colonia británica) y en Singapur el año siguiente. A Taiwan llegaron los primeros de la Obra en 1985, a Macao en 1989 y, en 2009, empezó la labor estable en Indonesia y Corea del Sur, junto con viajes a diversas ciudades de China continental, Vietnam, Tailandia y Malasia.

Rocío G. DAVIS

 «    FISAC SERNA, MARIA DOLORES (LOLA)    » 

(Nac. Daimiel, Ciudad Real, España, 15-XII-1909; fall. Madrid, España, 31-III-2005). Hija de Joaquín Fisac y Amparo Serna, que tuvieron siete hijos. Dolores fue bautizada en la parroquia de Santa María la Mayor el 26 de diciembre de 1909. Realizó estudios primarios en el colegio Divina Pastora, dirigido por las Monjas Mínimas.

Su hermano Miguel –que se había trasladado a Madrid para estudiar Arquitectura y había conocido allí el Opus Dei– le habló por primera vez de san Josemaría en septiembre de 1935. El estallido de la Guerra Civil sorprendió a Miguel Fisac en Daimiel, y allí permaneció escondido hasta finales de octubre de 1937. Para que no se descubriera ese encierro, y por indicación de san Josemaría, cuando Isidoro Zorzano le escribía, lo hacía en cartas que iban dirigidas a su hermana Dolores. Algunas veces esas cartas contenían cuartillas escritas por san Josemaría, que estaba refugiado en la Legación de Honduras. A través de esa correspondencia, Dolores fue conociendo más al fundador de la Obra. Además, la familia Fisac envió durante esos meses algunos víveres a la madre y a los hermanos de san Josemaría y a otros fieles del Opus Dei. En esas circunstancias, por carta, el fundador invitó a Dolores Fisac a plantearse su posible llamada al Opus Dei. Ella entendió que ese era el querer de Dios y, en el verano de 1937, respondió afirmativamente. Fisac fue la primera mujer de la Obra cuya decisión se consolidó. Antes de ella, María Ignacia García Escobar había sido la primera mujer que moría en la Obra.

Nada más finalizar la Guerra Civil, san Josemaría viajó a Daimiel. El 20 de abril de 1939, María Dolores Fisac pudo conocerle y mantuvieron una conversación en la que Dolores le habló detenidamente, y el fundador le presentó un plan de vida de piedad al que Fisac fue fiel durante toda su vida. En los años siguientes, en diversas ocasiones, Dolores Fisac viajó a Madrid y allí se encontró con san Josemaría y conoció a su madre, Dolores Albás, y a su hermana, Carmen Escrivá.

Junto con otras mujeres, algunas de ellas del Opus Dei, en septiembre de 1940 Fisac hizo su primer curso de retiro dirigido por san Josemaría; fue en el convento de las Religiosas Reparadoras, en Madrid. Ante la necesidad de disponer de un lugar para que las primeras mujeres de la Obra pudieran recibir la formación necesaria, después de utilizar durante dos meses un piso de la calle Castelló, se adecuó una habitación independiente en la zona donde la madre y la hermana de san Josemaría vivían, en un Centro de varones que acababa de comenzar en Diego de León, 14. En diciembre de 1940, las mujeres del Opus Dei comenzaron a ir allí con frecuencia. Cada una vivía con su familia y acudían muchas tardes a recibir clases de formación que, en presencia de Dolores Albás, el fundador les impartía.

El 22 de abril de 1941, mientras san Josemaría se encontraba en Lérida predicando unos ejercicios espirituales a un grupo de sacerdotes, falleció su madre. Carmen Escrivá y las mujeres del Opus Dei se habían turnado para acompañarla, pero la providencia quiso que fuera Fisac quien estuviera presente en sus últimos momentos.

En mayo de ese año 1941, san Josemaría la animó a acudir a honrar a la Virgen a algún santuario mariano, una costumbre que desde 1935 vivían los miembros del Opus Dei. El día 31, Fisac fue con Carmen Escrivá y Conchita Fernández del Amo a hacer una romería a la Virgen de la Paloma, considerada popularmente patrona de Madrid.

El 16 de julio de 1942, Dolores Fisac fue, con Encarnita Ortega, Narcisa González Guzmán y otras, una de las mujeres que comenzaron el primer Centro de mujeres del Opus Dei, en la calle Jorge Manrique, 19. Fisac se dedicó profesionalmente a la administración doméstica de Centros de la Obra. Siempre estuvo disponible para realizar las tareas encomendadas, también cuando sus padres se trasladaron a vivir a Madrid en 1943 y Dolores se fue a vivir con ellos para cuidarlos. Hasta 1967, año en que murió su madre –el padre había fallecido dos años antes– supo compatibilizar ambas ocupaciones. Después de sesenta y ocho años de fidelidad a su vocación, María Dolores Fisac falleció en Madrid el 31 de marzo de 2005, a los noventa y cinco años de edad.

Yolanda CAGIGAS OCEJO

 «    FORJA (libro)    » 

Forja es una obra póstuma de Josemaría Escrivá de Balaguer publicada en 1987. Se trata de un libro espiritual, semejante a Camino y Surco, compuesto por aforismos, que tiene como objetivo ayudar a la meditación personal.

1. Composición del texto

Las primeras noticias de Forja son de finales de los años treinta e inicios de los cuarenta, como señala Álvaro del Portillo en la "Presentación" del libro: muchos de sus puntos "tienen un claro talante autobiográfico: son anotaciones escritas por el Fundador del Opus Dei en unos cuadernos espirituales que, sin ser un diario, llevó durante los años treinta" (DEL PORTILLO, "Presentación", p. 17). En 1940 san Josemaría encargó una portada para este libro, y en 1944 comentó que estaba ordenando un material que deseaba incluir. Sin embargo, el libro no se llegó a publicar (cfr. PONZ, 2000, p. 107). Refiriéndose a este hecho, Álvaro del Portillo narra que "muchas veces a los que teníamos la gran fortuna de vivir a su lado nos habló de este libro, que fue tomando cuerpo a lo largo de los años" (DEL PORTILLO, "Presentación", p. 17). Pero san Josemaría tuvo que dedicar su tiempo a la expansión del Opus Dei y no consiguió dar el orden definitivo a las consideraciones, ni pudo leerlas despacio para poder enviarlas a la imprenta. De realizar ese trabajo previo a la publicación se encargó Álvaro del Portillo, después del fallecimiento del fundador del Opus Dei.

No es éste el momento de explicar la historia de los puntos de Forja. Cabe adelantar que casi un tercio de los puntos que lo integran provienen de los Apuntes íntimos escritos en los años treinta (cfr. ILLANES, 2009, p. 276). Sin embargo, no estamos en condiciones de precisar ni el origen ni datar la fecha de los dos tercios restantes. Todo parece indicar que corresponden a periodos diversos, porque, como ya se ha dicho, fue una obra escrita y madurada en el tiempo. Con palabras de Carlos Cardona podemos afirmar que Forja, "como toda obra importante, tiene su tiempo de germinación, de crecimiento y de plena floración" (CARDONA, 2002, p. 140).

2. Estructura, estilo y contenido

Forja consta de 1.055 puntos de meditación, distribuidos en trece capítulos que contienen entre cincuenta y siete y ciento doce consideraciones. Éstas son, en general breves, pero también hay algunas pocas más extensas que ocupan casi una página. Todos los capítulos, al igual que en Surco, terminan con una consideración sobre la Virgen María. Un índice final de citas de la Sagrada Escritura y otro temático, muy completos, muestran, respectivamente, el fundamento escriturístico de muchas de las consideraciones y la gran variedad de temas tratados.

El título, escogido a principios de los años cuarenta, "apunta a la acción mediante la que Dios, a través de las incidencias del ordinario vivir, va dando temple al espíritu de quien acoge las inspiraciones de la gracia" (ILLANES, 2009, p. 274). El índice temático de Forja, que presenta diferencias respecto a los de Camino y Surco, "sigue el itinerario del compromiso espiritual al que el lector es llamado a asociarse: "Deslumbramiento", "Lucha", "Derrota", "Pesimismo", "¡Puedes!", "Otra vez a luchar", etc." (FABRO, 1993, pp. 29-30). Efectivamente, en sus páginas se describe el proceso de crecimiento en la vida cristiana como una progresiva configuración con Jesucristo. San Josemaría expone con trazos enérgicos en uno de los puntos: "la vida de Jesucristo, si le somos fieles, se repite en la de cada uno de nosotros de algún modo" (F, 418) (cfr. DEL PORTILLO, "Presentación", pp. 17-18; ODERO, 1998, pp. 871-872).

Las palabras iniciales del primer punto del libro indican cuáles son el contenido y la clave de Forja: "Hijos de Dios". Efectivamente, la filiación divina es el fundamento de Forja. No solamente porque más de cien puntos hablan explícitamente de esta noción, sino porque todo el libro está enjoyado por esa idea: "–¡Dios es mi Padre! –Si lo meditas, no saldrás de esa consoladora consideración" (F, 2). Y esto es así, porque la filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei que Dios hizo ver a san Josemaría y que el autor quiere transmitir en este libro. A esta noción se unen otras dos: la identificación con Cristo, y la Cruz como forja o crisol, donde esa identificación se realiza y alcanza plenitud (cfr. CARDONA, 2002, pp. 139-140).

Forja es un libro eminentemente pastoral; por eso "no se detiene en la contemplación analítica de la cristificación para determinar luego sus fundamentos trinitarios y antropológicos" (ODERO, 1998, p. 872), sino que "habla del proceso ascético a través del cual madura y se fortalece el espíritu hasta adquirir un temple hondo y vitalmente cristiano" (ILLANES, 1987, p. 78). Esa es la intención del autor: forjar cristianos que sean capaces de ilusionarse y vibrar por grandes ideales. Su fin es promover la conversión y poner en marcha la vía hacia la santificación: "¿Cómo no voy a tomar tu alma –oro puro– para meterla en forja, y trabajarla con el fuego y el martillo, hasta hacer de ese oro nativo una joya espléndida que ofrecer a mi Dios, a tu Dios?" ("Prólogo", p. 29). Al mismo tiempo, "este itinerario interior de progresiva identificación con Cristo viene a ser la trama de Forja. Una trama que no constituye un molde rígido para la vida interior; nada más lejos de las intenciones de Mons. Escrivá, que tenía un respeto grandísimo por la libertad interior de cada persona" (DEL PORTILLO, "Presentación", p. 18). En suma, san Josemaría con este libro pretende acompañar al alma en el recorrido de su identificación con Cristo, desde que percibe la luz de la vocación cristiana hasta que la vida terrena se abre a la eternidad, como queda reflejado en el primero y en el último capítulo del libro: "Deslumbramiento" y "Eternidad".

Los destinatarios del libro son hombres y mujeres que deciden –todos los cristianos están llamados a actuar así– tomarse en serio su vocación cristiana, sabiendo que tendrán que superar el desánimo provocado por los fracasos y la experiencia de la propia debilidad. Por eso el autor les invita en varios capítulos a no conformarse –"Derrota" y "Pesimismo"–, a tomar decisiones firmes, a exigirse, a reemprender el camino, a perseverar en el empeño a pesar de las dificultades y de las caídas. La lucha ascética es, pues, otro de los temas recurrentes en Forja, como manifiestan algunos títulos: "¡Puedes!", "Lucha", "Otra vez a luchar", "Resurgir", "Victoria", etc. Ni esa lucha ni la confianza en la victoria nacen "de la presunción, sino de la humilde confianza en la Omnipotencia divina" (DEL PORTILLO, "Presentación", p. 20). San Josemaría, muy amigo de las imágenes gráficas expresivas, propone al lector la figura del borrico: "un animal poco vistoso, humilde, trabajador, que mereció el honor de llevar en triunfo a Jesucristo por las calles de Jerusalén. Esa imagen del burro, perseverante, obediente, sabedor de su indignidad, le sirve para animar al lector a adquirir y ejercitar una serie de virtudes que, con agudo sentido de la observación, descubría en el borrico de noria: «humilde, duro para el trabajo y perseverante, ¡tozudo!, fiel, segurísimo en su paso, fuerte y –si tiene buen amo– agradecido y obediente» (F, 380)" (DEL PORTILLO, "Presentación", p. 20).

Para dotar de salidas no sólo afectivas, sino intelectuales a ese itinerario de la santificación, el autor concede una gran importancia al estudio y a la formación teológica: "Atesora formación, llénate de claridad de ideas, de plenitud del mensaje cristiano, para poder después transmitirlo a los demás. –No esperes unas iluminaciones de Dios, que no tiene por qué darte, cuando dispones de medios humanos concretos: el estudio, el trabajo" (F, 841).

El estilo de Forja es similar al de Camino y Surco. Abundan las consideraciones breves, incisivas, mezcladas con otras –más extensas– de carácter más formativo o ascético. San Josemaría utiliza el género aforístico, que le permite expresar ideas profundas en pocas palabras. Esta categoría literaria le lleva a evitar una exposición sistemática del argumento –cosa que san Josemaría no desea realizar–, facilitando a la vez un acercamiento al tema desde muchos puntos de vista. En ocasiones utiliza "máximas de carácter formativo y nocional; pequeñas actualizaciones de escenas evangélicas, breves frases encendidas dirigidas al Señor, (...) breves diálogos, alegorías, etc." (ALONSO SEOANE, 2002, p. 153), que le permiten presentar toda la riqueza de la vida cristiana y abordarla desde muchas perspectivas distintas.

Una característica común del estilo de Camino, Surco y Forja es su capacidad de hacer intuir y expresar altos contenidos espirituales en figuras sensibles o ejemplos gráficos; de plasmar verdades divinas –o espirituales– en la concreción material de un tropo, metáfora, ejemplo, ilustración, parábola, anécdota... En Forja encontramos no pocas de estas imágenes, como por ejemplo: "al paso de Dios", "antena de lo sobrenatural", "armadura de la ciencia", "cápsulas de semilla", "clavo en la pared", "colirio", "escultor divino", "fermento en la masa", "hacerse alfombra", "latir del corazón", "pajarillo y águila", "palos pintados de rojo", "pesca y redes", "prosa diaria", "soltar el sapo", "vid y sarmientos", etc. Son imágenes vivas que ayudan a fijar en la mente del lector conceptos ascéticos. Como singularidad de Forja se puede destacar la abundancia de la imaginería ígnea: "antorchas", "carbón y cenizas", "brasa encendida", "crisol", "punto de ignición", "quemar las naves", etc. "Se trata de elementos ligados a la «fragua» cristiana, no en vano el fuego y la luz son imágenes «epifánicas» por excelencia, que atraviesan veinte siglos de literatura cristiana" (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, p. 282).

Forja forma una trilogía junto con Camino y Surco, con muchos puntos de contacto estilísticos y de contenido. No es por eso extraño que en algunas lenguas se hayan realizado ediciones conjuntas. Los tres libros espirituales, con aspectos diversos y complementarios, quieren ayudar a dialogar con Dios y, de esa forma, permitir que la acción de la gracia transforme la vida del lector. Para lograrlo, san Josemaría aconseja acudir frecuentemente a su Madre, la Virgen Santísima: "No me dejes, ¡Madre!: haz que busque a tu Hijo; haz que encuentre a tu Hijo; haz que ame a tu Hijo... ¡con todo mi ser! –Acuérdate, Señora, acuérdate" (F, 157).

3. Difusión

Forja ha tenido muchas traducciones y ediciones. En 2011 se puede encontrar en dieciocho idiomas distintos: Forja (castellano), The Forge (inglés), Forge (francés), Forgia (italiano), Forja (portugués), im Feuer der Schmiede (alemán), Kitaeru (japonés), Kuznia (polaco), Forja (rumano), Forja (catalán), Kovácstüzhely (húngaro), De Smidse (holandés), Vyhna (eslovaco), Vyhen (che– co), Sutegi (euskera), Kovacnica (croata), Kuznitsa (ruso), y Lihn Louh (chino).

Fernando CROVETTO

 «    FORMACIÓN: CONSIDERACIÓN GENERAL    » 

En la actividad sacerdotal y en las enseñanzas de san Josemaría, el concepto de "formación" reviste gran importancia. No puede ser de otra manera, si se considera que la finalidad del Opus Dei es propagar y sostener la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado entre gente corriente. Conducir al cristiano hacia una vida plenamente coherente con su fe, implica facilitarle un conocimiento sólido de la doctrina de la Iglesia, ayudándole a tratar a Dios con intimidad en la oración y en los sacramentos, y orientarle a dar testimonio en la familia, en el lugar de trabajo y en la sociedad, conformando las relaciones humanas a la verdad del Evangelio. Son éstas las realidades a las que el fundador del Opus Dei hace referencia al hablar de la formación.

1. Necesidad de una formación cristiana

Puede parecer a veces que los hombres muestran poco o ningún interés en recibir formación cristiana. En la experiencia bimilenaria de la Iglesia no faltan momentos en los que esa actitud de rechazo o de indiferencia se pone más de manifiesto. Sin embargo, san Josemaría está convencido de que hay, en el fondo de cada alma, una irreprimible hambre de Dios. Meditando sobre las gentes que se agolpan alrededor de Jesús, "ansiosas de escuchar la palabra de Dios" (Lc 5, 1), san Josemaría escribe: "¡Como hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros –sin culpa de su parte– no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor" (AD, 260).

La formación religiosa se imparte y se recibe. Nadie es completamente autodidacta en la vida espiritual, porque santidad y apostolado suponen la ayuda divina, y ésta se ofrece al cristiano en el seno de la Iglesia, madre y maestra de los hijos de Dios. En efecto, la Iglesia proporciona de múltiples maneras los medios convenientes para el desarrollo de la vida divina infundida en el Bautismo; medios cuyo carácter formativo –y, también, transformativo– es puesto de manifiesto en el mismo Nuevo Testamento. San Pablo, por ejemplo, habla de los "dolores de parto" que sufre, "hasta que Cristo esté formado en vosotros" (Ga 4, 19).

San Josemaría percibe con clarividencia y en toda su amplitud la necesidad de esa formación. Para él, el Opus Dei no es más que "una gran catequesis" (ECP, 149), cuya actividad principal "consiste en dar a sus miembros, y a las personas que lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo. Les hace conocer la doctrina de Cristo, las enseñanzas de la Iglesia; les proporciona un espíritu que mueve a trabajar bien por amor de Dios y en servicio de todos los hombres" (CONV, 27). En resumen, como Dios le hizo comprender en 1928, san Josemaría da a conocer a quienes viven en medio del mundo la vocación cristiana en toda su grandeza. "Puedo decir –afirma– que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana" (ECP, 99). Lo realizó en conversaciones personales de dirección espiritual, más tarde reuniendo a pequeños grupos de jóvenes, predicando retiros espirituales y meditaciones, y contestando a las preguntas de la gente, particularmente hacia el final de su vida, cuando en sus viajes de catequesis se reunía en "tertulias" con centenares y hasta miles de personas.

En su labor sacerdotal el fundador animaba a cada uno a enfrentarse sinceramente con lo que Dios le pedía, en todos los terrenos: la mejora del propio carácter, la vida de oración, la seriedad del estudio o de la tarea profesional, la valentía de confesar la fe en un ambiente quizá difícil, el apostolado con los compañeros, etc. Apelaba a toda la persona. Su catequesis se dirigía "a la cabeza y al corazón". No era una mera explicación de la doctrina; sino ayuda para penetrar en las riquezas del amor de Dios, para sacar consecuencias prácticas, tanto en el plano moral y ascético, como en el familiar, profesional y social.

San Josemaría sabía que esta formación cristiana exige tiempo, ha de impartirse con constancia, y tiene sus etapas: "Es bueno que te coman el alma esas impaciencias. –Pero no tengas prisas; Dios quiere y cuenta con tu decisión de prepararte seriamente, durante los años o meses necesarios" (S, 783). Sobre todo insiste en que la formación no debe terminar nunca. "Si eres sensato, humilde, habrás observado que nunca se acaba de aprender... Sucede lo mismo en la vida; aun los más doctos tienen algo que aprender, hasta el fin de su vida; si no, dejan de ser doctos" (S, 272). En consecuencia, en el Opus Dei "se organiza una formación religiosa doctrinal –que dura toda la vida–, y que conduce a una piedad activa, sincera y auténtica, y a un encendimiento que lleva consigo necesariamente la oración continua del contemplativo y la tarea apostólica personal y responsable" (CONV, 63).

2. Aspectos de la formación

San Josemaría distingue, en la formación que el Opus Dei ofrece, cinco aspectos: el "humano", el "espiritual o ascético", el "doctrinal–religioso", el "apostólico" y el "profesional".

1) En el aspecto "humano", la formación busca fomentar y fortificar las virtudes morales y en general todo lo que se refiere al desarrollo de la personalidad y a la convivencia. Tiene para san Josemaría mucha trascendencia, como se desprende ya del primer capítulo de Camino ("Carácter") y como resulta especialmente patente en Surco, que ofrece un "amplio panorama de perfección humana" (DEL PORTILLO, "Presentación", p. 18), porque "la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas" (S, 566). Respetando la personalidad de cada uno y promoviendo sus cualidades positivas, la formación humana apunta a reflejar en el cristiano la perfección de su ideal, que es Cristo, "perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos..." (S, 813).

2) El aspecto "espiritual" de la formación, distinto pero inseparable del "humano", se centra en las virtudes teologales. Enseña a hacer oración, a tener visión sobrenatural, a ofrecer a Dios el trabajo, a amar la Misa y convertirla en centro y raíz de la propia existencia, a acudir a la Confesión frecuente, etc. Y facilita la actuación, por amor a Dios, con una vida plena de fe y de esperanza. Así contribuye a crear la "unidad de vida", importante característica del espíritu del Opus Dei, "condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales" (AD, 165). "Tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, [y] puede y debe ser una realidad diaria" (ECP, 11). Obrar en todo por amor a Dios implica luchar contra el amor propio desordenado: de ahí que la formación espiritual se llame también "ascética", porque en su núcleo es formación para la lucha, que en el espíritu de san Josemaría se afronta por amor, con sencillez y alegría.

3) Considerada desde el aspecto "doctrinal–religioso", la formación se dirige a proporcionar un conocimiento profundo de la doctrina católica, base de una vida interior auténtica y madura: "Cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe (...). Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos" (ECP, 10). Los conocimientos doctrinales cristianos no se ordenan a satisfacer la curiosidad intelectual, sino que deben nutrir el trato filial con Dios. Han de guardar, además, la debida proporción con el nivel cultural general adquirido y son imprescindibles para el desarrollo de un apostolado personal, como es connatural a la vocación cristiana. En el caso de los intelectuales –a los que san Josemaría se dirige con cierta prioridad, para llegar así más eficazmente a todas las almas–, la formación doctrinal es además presupuesto para la evangelización de la cultura: "Antes, como los conocimientos humanos –la ciencia– eran muy limitados, parecía muy posible que un solo individuo sabio pudiera hacer la defensa y apología de nuestra Santa Fe. Hoy, con la extensión y la intensidad de la ciencia moderna, es preciso que los apologistas se dividan el trabajo para defender en todos los terrenos científicamente a la Iglesia. –Tú... no te puedes desentender de esta obligación" (C, 338).

4) La "formación apostólica" tal y como la entiende san Josemaría, se orienta a impulsar a laicos y sacerdotes seculares para que realicen la misión de ayudar a quienes los rodean, especialmente con el "apostolado de amistad y confidencia" (CONV, 62), a santificarse en medio del mundo y a santificar el mundo desde dentro, poniendo a Cristo en la entraña de las actividades humanas. "Convéncete: necesitas formarte bien, de cara a esa avalancha de gente que se nos vendrá encima, con la pregunta precisa y exigente: –«bueno, ¿qué hay que hacer?»" (S, 221). Estimula y encauza el afán de almas de quien se sabe apóstol: "Una receta eficaz para tu espíritu apostólico: planes concretos, no de sábado a sábado, sino de hoy a mañana, y de ahora a luego" (S, 222).

5) La "formación profesional" consiste en aprender a santificar el trabajo. Por lo que se refiere a la dimensión técnica de esa formación, cada cristiano la adquiere en las sedes respectivas de la sociedad civil –universidades, escuelas, talleres, etc.– y procura luego perfeccionarla a lo largo de la vida. Si quiere realizar el trabajo no sólo técnicamente bien, sino con perfección moral, es necesario que conozca y aplique las normas morales de cada actividad (ética profesional), y desde esta perspectiva el trabajo se relaciona con la formación doctrinal. Si quiere santificarlo, ha de desempeñarlo, además, por amor a Dios, con afán

apostólico, con rectitud de intención y en presencia de Dios. En este sentido específico, el Opus Dei contribuye a la formación profesional, ya que su finalidad es "promover la santificación en el trabajo y a través del trabajo profesional en todos los estratos sociales" (Bula Ut sit, "Proemio").

Cuanto más profunda es, en esos distintos aspectos, la formación que se recibe, tanto más se puede y se debe ayudar a los demás en el camino hacia la santidad: no es lícito enterrar egoístamente el talento recibido (cfr. Mt 25, 24-25). Y se presta esa ayuda en primer lugar a través del propio ejemplo: "Recuerda con constancia que tú colaboras en la formación espiritual y humana de los que te rodean, y de todas las almas –hasta ahí llega la bendita Comunión de los Santos–, en cualquier momento: cuando trabajas y cuando descansas; cuando se te ve alegre o preocupado; cuando en tu tarea o en medio de la calle haces tu oración de hijo de Dios, y trasciende al exterior la paz de tu alma; cuando se nota que has sufrido –que has llorado–, y sonríes" (F, 846). Al buen ejemplo ha de sumarse la palabra orientadora: "¿Tú, hijo de Dios, qué has hecho, hasta ahora, para ayudar a las almas de los que te rodean? –No puedes conformarte con esa pasividad, con esa languidez: Él quiere llegar a otros con tu ejemplo, con tu palabra, con tu amistad, con tu servicio..." (F, 880).

3. Medios de formación

Los cinco aspectos de la formación descritos están presentes en la labor pastoral del Opus Dei, y se imparten a través de sus medios de formación. Puede distinguirse entre: a) medios individuales y b) medios colectivos. Mención aparte merecen c) los estudios institucionales de Filosofía y Teología que sus fieles realizan.

a) Los medios individuales son:

– la Confesión sacramental, que además de sacramento es siempre para san Josemaría también cauce de dirección y formación espiritual;

– la corrección fraterna, práctica de raigambre evangélica, pues se fundamenta en las palabras del Señor: "Si tu hermano peca, anda y corrígelo a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano" (Mt 18, 15; cfr. Ga 6, 15). Todo cristiano está llamado a ayudar a los demás, también, cuando es oportuno, mediante una advertencia llena de respeto y de cariño, que le facilite rectificar su conducta. Esta norma general se vive también en el Opus Dei; por eso la corrección fraterna se hace luego de haber ponderado las cosas en la oración y ejercitando la prudencia necesaria para asegurarse de que eso será realmente una ayuda;

– la charla fraterna o confidencia, conversación privada entre quien imparte dirección espiritual y quien la recibe. Esa charla confidencial constituye, particularmente para los fieles del Opus Dei, un medio de santificación muy valioso, que se añade a los sacramentos y a la oración. El capítulo segundo de Camino ("Dirección") muestra su importancia para el desarrollo de la vida espiritual: "Si no levantarías sin un arquitecto una buena casa para vivir en la tierra, ¿cómo quieres levantar sin Director el alcázar de tu santificación para vivir eternamente en el cielo?" (C, 60). Tanto quien forma a través de esta charla fraterna como quien acude a ella, ha de tener presente la dimensión sobrenatural de este medio, que es cauce del actuar del Espíritu Santo: "Se precisa mucha obediencia al Director y mucha docilidad a la gracia. –Porque, si no se deja a la gracia de Dios y al Director que hagan su obra, jamás aparecerá la escultura, imagen de Jesús, en que se convierte el hombre santo" (C, 56).

b) Entre los medios colectivos, que se imparten a varias personas a la vez, están los círculos (cursos de orientación cristiana práctica), las clases y charlas de carácter doctrinal o ascético, las meditaciones predicadas por el sacerdote, los retiros mensuales, los cursos de retiro de varios días de duración, las convivencias con fines formativos; etc.

Estos medios suponen, lógicamente, un considerable ahorro de tiempo y de fuerzas –en lugar de enseñar a uno solo, se instruye a muchos a la vez–, y constituyen también ocasiones apostólicas, porque permiten invitar a amigos y conocidos; contribuyen además, por el clima familiar que se crea y el buen ejemplo de unos y otros, a que aumente la eficacia de la formación que se transmite. "Personas de diversas naciones, de distintas razas, de muy diferentes ambientes y profesiones... Al hablarles de Dios, palpas el valor humano y sobrenatural de tu vocación de apóstol. Es como si revivieras, en su realidad total, el milagro de la primera predicación de los discípulos del Señor: frases dichas en lengua extraña, mostrando un camino nuevo, han sido oídas por cada uno en el fondo de su corazón, en su propia lengua. Y por tu cabeza pasa, tomando nueva vida, la escena de que "partos, medos y elamitas..." se han acercado felices a Dios" (S, 186).

En la labor apostólica del Opus Dei, los medios colectivos de formación se organizan separadamente para hombres y para mujeres. Reconociendo que es legítimo proceder de otro modo, el fundador considera, sin embargo, "que no es ésa la única posibilidad, y tampoco es evidente que sea la mejor" (CONV, 99). En lo que se refiere concretamente a matrimonios, piensa "que determinadas actividades de formación espiritual son más eficaces si acuden a ellas separadamente el marido y la mujer. De una parte, se subraya así el carácter fundamentalmente personal de la propia santificación, de la lucha ascética, de la unión con Dios, que luego revierte en los demás, pero en donde la conciencia de cada uno no puede ser sustituida. De otra parte, así es más fácil acomodar la formación a las exigencias y a las necesidades personales de cada uno, e incluso a su propia psicología" (ibidem). Se trata de un principio fundacional invariable en las actividades formativas del Opus Dei. No se pretende que este "modo de actuar sea el único bueno, o que deba adoptarlo todo el mundo", reitera san Josemaría. "Me parece simplemente que da muy buenos resultados, y que hay razones sólidas –además de una larga experiencia– para hacerlo así" (ibidem).

c) La formación doctrinal–religiosa fue objeto de especial atención desde los inicios de su labor por parte de san Josemaría, consciente de su importancia para una verdadera santificación en la vida ordinaria en el contexto de las variadas condiciones de la vida en medio del mundo. Al final de los años cuarenta, una vez obtenidas las necesarias aprobaciones pontificias, afrontó lo que llamaba la "batalla de la formación" (cfr. AVP, III, pp. 273-290), para disponer de un suficiente número de profesores –particularmente de sacerdotes– con los adecuados títulos académicos eclesiásticos, que pudiesen ocuparse de la formación filosófico–teológica de los miembros, imprescindible para el cumplimiento de la misión apostólica del Opus Dei. La estructura de esa formación doctrinal, que se adapta a las circunstancias concretas de cada fiel, se describe en los estatutos de la Prelatura (Statuta, nn. 96-109). Para los numerarios y buena parte de los agregados, hombres y mujeres, comprende un bienio filosófico y un cuadrienio teológico, con programas de igual duración y análoga configuración a los que se imparten en las universidades pontificias romanas (Statuta, n. 101). Las correspondientes materias son enseñadas en los Studia Generalia regionales o en los Centros de Estudios interregionales, y las lecciones se organizan de modo compatible con el cumplimiento de las obligaciones profesionales de los miembros (Statuta, n. 99).

Ernst BURKHART

 «    FORTALEZA    » 

Las enseñanzas de san Josemaría acerca de las virtudes se asientan siempre sobre el binomio dinámico de naturaleza–gracia, humano–sobrenatural, que es esencialmente cristiano y remite, a fin de cuentas, al misterio central de la Encarnación. En el caso de la virtud de la fortaleza, el realismo de san Josemaría sobre la condición humana y la grandeza de Dios ilumina su conclusión de que nuestra fortaleza es prestada. Un hombre que resiste las dificultades, e insiste en hacer el bien y perseverar en él, que en último término es la Voluntad de Dios, tiene la voluntad forjada en actos concretos de reciedumbre, de paciencia y de constancia. En general, la virtud humana alcanza su verdadero sentido y fin en la virtud sobrenatural (cfr. TANZELLA–NITTI, 1997 p. 372): en el caso concreto de la fortaleza humana, ésta llega a su plenitud cuando está situada en un contexto sobrenatural. Sólo entonces el cristiano puede vivir plenamente la virtud de la fortaleza, a la luz de la fe y con la fuerza de la Cruz de Cristo.

1. La fortaleza a la luz de la Cruz de Cristo

El Catecismo de la Iglesia Católica define la fortaleza como la virtud moral que "asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien" (CCE, 1808). Y a continuación añade: "La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones" (CCE, 1808). La fortaleza como don se distingue de la virtud en que la primera no procede de nuestro esfuerzo ayudado por la gracia sino de la acción del Espíritu Santo, que se apodera del alma y le comunica un dominio especial sobre las potencias interiores y las dificultades de fuera (cfr. TANQUEREY, 1990, p. 701).

Sin restar valor al martirio, acto sublime de fortaleza, y a otras dificultades de especial relieve, como la incomprensión y la calumnia, de las que la vida de san Josemaría estuvo sazonada, el fundador del Opus Dei, coherente con su misión de promover la santificación de la vida ordinaria, insistió en el heroísmo en el cumplimiento cotidiano del propio deber como lugar propio del ejercicio de la fortaleza para el fiel corriente. En su predicación, san Josemaría trata con frecuencia de la reciedumbre ante las dificultades que el cristiano puede encontrar en la vida: en lo grande –la enfermedad o el dolor– y en lo pequeño –los alfilerazos que el cumplimiento del deber lleva consigo–. Muy consciente de la responsabilidad de una sólida vida espiritual para el cumplimiento de la misión del laico en el mundo, se entiende que san Josemaría acuda a otros sinónimos (reciedumbre, tenacidad, perseverancia) e incluso acuñe expresiones como la "santa tozudez" (cfr. F, 220; AD, 131) en relación con la lucha ascética, y la "santa intransigencia" (cfr. C, 387; S, 192) en relación con el apostolado de la doctrina.

Por último, es interesante subrayar cómo san Josemaría, en su predicación oral y escrita, destaca la fortaleza de la mujer –más recia en el momento de dolor–, que con esa virtud podrá hacer tanta labor en la familia y en la sociedad (cfr. C, 982; F, 690).

San Josemaría enseña que la fortaleza nace y se apoya en la fe sobrenatural, en la confianza en Dios y en la luz que el mensaje cristiano arroja sobre la existencia. Si la fortaleza nos capacita para afrontar las dificultades y aceptar los dolores, la fe nos proporciona el sentido profundo del sufrimiento. Un punto de Surco ilustra esta doctrina: "Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad" (S, 887). El cristiano no teme sufrir porque Cristo en la Cruz nos ha redimido en el sufrimiento y lo ha convertido en instrumento de corredención. Al vencer el dolor, Cristo invita a tomar la Cruz para seguirle. San Josemaría deja clara constancia de que la cruz es inseparable de la vida del cristiano: "siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento?" (VC, I Estación). Por eso, en su predicación, crecer en fortaleza es inseparable de crecer en vida de oración, de mirar a Cristo, de ser contemplativos. De ahí que recomienda la devoción del via crucis para encontrar así fortaleza: "El Vía Crucis. –¡Esta sí que es devoción recia y jugosa! Ojalá te habitúes a repasar esos catorce puntos de la Pasión y Muerte del Señor, los viernes. –Yo te aseguro que sacarás fortaleza para toda la semana" (C, 556).

2. Fortaleza y conciencia de la propia debilidad

Una condición indispensable para ser fuerte, como predicaba san Pablo, es el convencimiento de la propia debilidad. San Josemaría lo refleja en un punto de Camino: "Reconoce humildemente tu flaqueza para poder decir con el Apóstol: "cum enim infirmor, tunc potens sum" –porque cuando soy débil, entonces soy fuerte" (C, 604). Eso lleva a una fortaleza humilde, alimentada por la oración y trato con Cristo. La experiencia repetida de nuestras caídas nos conduce precisamente a buscar la fortaleza sólo en el Señor, haciéndonos pequeños por la humildad. Lo dice un punto de Forja: "Reza seguro con el Salmista: "¡Señor, Tú eres mi refugio y mi fortaleza, confío en Ti!" Te garantizo que Él te preservará de las insidias del "demonio meridiano" –en las tentaciones y... ¡en las caídas!–, cuando la edad y las virtudes tendrían que ser maduras, cuando deberías saber de memoria que sólo Él es la Fortaleza" (F, 307).

Las lágrimas son a veces señal de debilidad, pero también de un sufrimiento que, siendo duro, es plenamente aceptado, y en este sentido son compatibles con la virtud de la fortaleza. En la homilía Virtudes humanas, leemos: "El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas" (AD, 77). En un punto de la meditación de la primera estación de Via Crucis, de nuevo san Josemaría habla de gemir o llorar en medio del sufrimiento y hace surgir, en ese contexto, la entrega plena: "Jesús ora en el huerto: «Pater mi» (Mt 26, 39), «Abba, Pater!» (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome... Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como Él, podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: «Pater mi, Abba, Pater, ...fiat!»" (VC, I Estación).

La premisa para que las lágrimas puedan tener sentido está en relación con la filiación divina. Es el llorar de un hijo que busca el refugio y fuerza en su Padre Dios. "Me consuela pensar que sólo las bestias no lloran: lloramos los hombres, los hijos de Dios" (AD, 161). Al fuerte, si llora, no le importan las lágrimas porque es sólida su conciencia de ser hijo de Dios. Son la humildad y la contrición, si hay caídas, las que transformarán la debilidad humana en fortaleza divina (cfr. VC, VII Estación). Por eso, Escrivá afirma que los varones también lloran, y añade que eso no es señal de falta de fortaleza. "Llora: que sí, que los hombres también lloran... Con esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual" (C, 216).

3. Fortaleza y fe: nuestra fortaleza es prestada

En un punto de Camino el fundador del Opus Dei afirma: "Toda nuestra fortaleza es prestada" (C, 728). La fortaleza de un hijo de Dios es humilde precisamente porque se sabe prestada. El préstamo se realiza en y por la vida teologal del cristiano. También se puede decir que al experimentar esta virtud como prestada, vemos en cierto modo la acción del Espíritu Santo que regala su don de fortaleza al alma dócil y humilde (cfr. BURKHART – LÓPEZ, II, 2011, pp. 482-483). Reencontramos aquí la conciencia de la filiación divina, y también la fraternidad como fuente de fortaleza. La caridad cristiana, que es humana y sobrenatural, es refugio para encontrar fuerza en la fatiga del viador. Lo escribe así en Forja: "Si sabes querer a los demás y difundes ese cariño –caridad de Cristo, fina, delicada– entre todos, os apoyaréis unos a otros: y el que vaya a caer se sentirá sostenido –y urgido– con esa fortaleza fraterna, para ser fiel a Dios" (F, 148). Los otros también nos prestan fortaleza y nosotros, a pesar de nuestra nada, podemos ser fuerza para los demás: "Con el conocimiento de nuestra flaqueza, de nuestro ningún valer, pero –con la gracia de Dios y nuestra buena voluntad– ¡somos colirio!, para iluminar, para prestar nuestra fortaleza a los demás y a nosotros mismos" (F, 370). La fortaleza de un hijo de Dios es prestada, sostenida por la fuerza de la filiación y de la fraternidad.

4. Fortaleza en la vida ordinaria: perseverancia, paciencia y serenidad. Santa tozudez e intransigencia

Como ya dijimos, san Josemaría, de acuerdo con la luz que recibió para iluminar la grandeza de la vida ordinaria, glosa con amplitud el sentido de la fortaleza en el vivir diario. Su homilía sobre la Cuaresma, La conversión de los hijos de Dios, en Es Cristo que pasa, evoca el realismo del cristiano, que se enfrenta con todo lo que la vida ofrece: "El cristiano es realista, con un realismo sobrenatural y humano, que advierte todos los matices de la vida: el dolor y la alegría, el sufrimiento propio y el ajeno, la certeza y la perplejidad, la generosidad y la tendencia al egoísmo. El cristiano conoce todo y se enfrenta con todo, lleno de entereza humana y de la fortaleza que recibe de Dios" (ECP, 60).

San Josemaría reconoce que el camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil. "Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad" (AD, 77). Dentro de la vida ordinaria, el cristiano crece en fortaleza. Más aún, la ascética del cristiano exige fortaleza: reciedumbre y voluntad en vivir las virtudes que definen el carácter (cfr. S, 777). Señalemos algunos aspectos:

Perseverancia en el deber y en el trabajo. La doctrina de san Josemaría sobre las virtudes siempre cuenta con un fundamento humano. En el caso de la fortaleza, una voluntad tenaz es importante. "Voluntad. –Energía. –Ejemplo. –Lo que hay que hacer, se hace... Sin vacilar... Sin miramientos..." (C, 11). "Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia" (AD, 77).

Parte de la enseñanza de san Josemaría sobre la santificación del trabajo es perseverar en él y terminarlo bien poniendo la "última piedra", algo propio de gente fuerte y enamorada. Escrivá lo explica así en Forja: "Prueba evidente de tibieza es la falta de «tozudez» sobrenatural, de fortaleza para perseverar en el trabajo, para no parar hasta poner la «última piedra»" (F, 489). Todo en el contexto general de su doctrina sobre la santificación del trabajo, que implica que esta fortaleza en el deber no es cumplir el deber por el deber, sino amar.

Fortaleza en ejercer la autoridad. San Josemaría trata de otro campo que reclama vivir la fortaleza: el de la autoridad. Él mismo, siendo fundador, pastor y guía de almas, sintió el peso de la autoridad. Conocía la posibilidad de dejarse llevar por la comodidad o una falsa comprensión para no ejercer el deber de enseñar, corregir, acompañar, esperar y repetir. Por eso puede decir: "No es soberbia, sino fortaleza, hacer sentir el peso de la autoridad, cortando cuanto haya que cortar, cuando así lo exige el cumplimiento de la Santa Voluntad de Dios" (F, 884).

La paciencia. Leemos en la homilía Virtudes humanas: "El que sabe ser fuerte no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente. La fortaleza nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia" (AD, 78). La paciencia está de algún modo en la raíz de toda virtud que implica fortaleza. El fuerte es capaz de esperar porque es paciente. Es capaz de esperar porque es realista, cuenta con los tiempos y con el tiempo: "En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez" (AD, 219). A la vez, esta capacidad de esperar está fortalecida con la virtud sobrenatural de la esperanza. San Josemaría recomienda hacer actos de esperanza para crecer en paciencia. El fuerte sabe esperar y es paciente porque pone su confianza en el poder de la gracia de Dios.

La serenidad está en relación con el conjunto de las virtudes cardinales y brota en primer lugar como fruto de la fortaleza. Como la virtud de la fortaleza, versa sobre lo difícil y lo bueno. La paz en medio de dificultades interiores o exteriores manifiesta un fuerte tejido de virtudes humanas y sobrenaturales. Encontramos esta idea en un punto de meditación de Via Crucis: "Tranquilo. Sereno... No desees salir de este mundo. No rehúyas el peso de los días, aunque a veces se nos hagan muy largos" (VC, XIII Estación). Y en Amigos de Dios: "Fuertes y pacientes: serenos. (...) Serenos, aunque sólo fuese para poder actuar con inteligencia: quien conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar los pros y los contras, de examinar juiciosamente los resultados de las acciones previstas. Y después, sosegadamente, interviene con decisión" (AD, 79).

La tenacidad: la santa tozudez en la vida interior y en el apostolado. Un aspecto de la fortaleza es la tenacidad. Escrivá ha calificado la tozudez como santa, para aplicar la fortaleza concretada en la lucha ascética del cristiano y en su apostolado: "No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez" (AD, 131). La imagen del atleta que se entrena y se empeña en superarse resulta muy eficaz para ilustrar este aspecto concreto de la virtud. "El buen deportista no lucha para alcanzar una sola victoria, y al primer intento. Se prepara, se entrena durante mucho tiempo, con confianza y serenidad: prueba una y otra vez y, aunque al principio no triunfe, insiste tenazmente, hasta superar el obstáculo" (F, 169). Señala también que la tenacidad es fundamental en el apostolado porque, en general, las almas necesitan tiempo y las obras apostólicas no salen al primer intento.

La santa intransigencia en la doctrina. De san Josemaría aprendemos a no ceder en las verdades de la fe y a tratar con cariño y comprensión a quienes están equivocados. Eso es ser fuerte en la fe: "En el apostolado de amistad y confidencia, el primer paso es la comprensión, el servicio, ... y la santa intransigencia en la doctrina" (S, 192). Subraya el adjetivo "santa" para distinguir la virtud del defecto: "No confundas la intransigencia santa con la tozudez cerril. «Me rompo, pero no me doblego», afirmas ufano y con cierta altanería. –Óyeme bien: el instrumento roto queda inservible, y deja abierto el campo a los que, con aparente transigencia, imponen luego una intransigencia nefasta" (S, 606).

María Martina REYES

 «    FRANCIA    » 

San Josemaría escribió en Camino: "Ser «católico» es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países. ¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses..., de americanos y asiáticos y africanos son también mi orgullo. –¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto" (C, 525).

Solía contar que cuando era joven, se había propuesto querer de un modo particular a Francia para compensar el odio que alguno de sus maestros de Barbastro había llegado a suscitar en los alumnos, al recordar las atrocidades cometidas por las tropas del mariscal Jean Lannes (1769-1809) en Aragón en 1808 y 1809. También le gustaba repetir con humor a sus hijos de Francia, que probablemente había heredado de sus antepasados franceses su pasión por la libertad, ya que tenía un cuarto de sangre francesa por parte de una abuela materna suya, Florencia Blanc, y porque también en la ascendencia de su padre, José Escrivá, se encontraba, en el siglo XII, un hombre oriundo de la ciudad francesa de Narbonne, cercana a la frontera española (cfr. AVP, I, pp. 18 y 21).

1. Fuentes literarias francesas

San Josemaría decía que había hablado francés hasta los doce años. Había leído varias novelas de Jules Verne, y Tartarin de Tarascón, de Alphonse Daudet (1840-1897), donde el héroe, escondido detrás de los árboles de su jardín, se dispone a disparar sobre "todo lo que muerde, todo lo que araña, todo lo que arranca la cabellera, todo lo que aúlla, todo lo que ruge...". Cuando invitaba a santificar la vida ordinaria, sin recurrir a situaciones imaginarias, Escrivá solía aludir, por contraste, a este prototipo del meridional exaltado y jactancioso, que pretendía "cazar leones en los pasillos de su casa" (AD, 8; cfr. ECP, 36).

Buen conocedor de los autores espirituales franceses, tuvo especial aprecio por san Francisco de Sales y santa Teresa del Niño Jesús. A veces, cuando hablaba de la humildad personal, mencionaba de memoria una frase de cierto escritor de Saboya del siglo XIX: "Me asomé al corazón de un hombre de bien y me asusté". El pensador francés Joseph de Maistre (1753-1821) escribió una frase parecida, en una de sus cartas: "No sé lo que será la vida de un pillo (no lo he sido nunca), pero la de un hombre honrado es abominable", San Josemaría probablemente lo habría leído en una antología o en otro texto literario pues, aunque la frase es conocida, el libro no lo es tanto.

También de un modo indirecto, otra fuente literaria francesa de san Josemaría fue La légende du jongleur de Notre Dame, que tiene su origen en la Picardía del siglo XII y de la que se hallan ecos en algunos textos de san Josemaría: "¡Qué bonito es ser juglar de Dios!" (AD, 152; F, 485).

2. Inicios de la labor apostólica

París fue, junto con Valencia, una de las dos primeras ciudades a las que el fundador del Opus Dei quiso extender la labor apostólica del Opus Dei. Escribió en sus Apuntes íntimos de febrero de 1936 que "Jesús quiere que vayamos a Valencia y a París (...). Ya se está haciendo una campaña de oración y sacrificios, que sea el cimiento de esas dos Casas" (Apuntes íntimos, nn. 1315 (13-II-36) y 1318 (28-II-36): AVP, I, pp. 579-580).

En 1957, se dirigió a un grupo de mujeres de la Obra que estaban preparando su viaje a París, previsto para 1958: "Francia puede y debe hacer un gran papel en el mundo, para defender la doctrina de Jesucristo. La labor apostólica en Francia interesa en muchos sentidos, para bien de todas las almas". Ciertamente, en los primeros decenios del siglo XX florecieron escritores franceses ilustres, algunos de ellos conversos o vueltos al catolicismo, y se renovó el campo teológico, litúrgico y pastoral. Muchas ideas, tendencias culturales y artísticas, o de la moda, tanto las buenas como las nocivas, se difundían desde París a todo el mundo. Es fácil intuir que san Josemaría, que albergaba tantos deseos de empapar de espíritu cristiano el mundo de la cultura y las costumbres, viera en Francia posibilidades apostólicas muy favorables. Desde los inicios de 1936, algunos miembros del Opus Dei se preparaban para trasladarse a la capital de Francia. La Guerra Civil española (1936-1939), y más tarde la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), lo impidieron de momento.

Los primeros miembros del Opus Dei llegaron a Francia en 1947. En octubre y noviembre de aquel año, Álvaro Calleja, Fernando Maycas y Julián Urbistondo se alojaron en el Colegio de España de la Ciudad Universitaria de París, y ampliaron sus estudios en La Sorbona y en la Facultad de Derecho. Tras pasar el verano en España, Fernando y Álvaro regresaron, cuando se reanudó el curso, en octubre de 1948, y se quedaron hasta el verano de 1949. En agosto de este año, en Burdeos, una estudiante universitaria, Catherine Bardinet, solicitó ser admitida en el Opus Dei, convirtiéndose así en la primera francesa de la Obra.

San Josemaría les escribía con frecuencia para alentarles en su apostolado. El 19 de enero de 1948 les decía: "Muy queridos parisinos: vuestras cartas no llegan –si es que las enviáis–, o llegan con un retraso inexplicable, a pesar de enviarlas por avión. A mí sólo se me ocurre decir: oh, la liberté! Aquí toda esta familia trabaja de veras y desea que arraiguéis vosotros, como ellos están de firme arraigando. Supongo que tendréis optimismo y buen humor –¡gracia de Dios y buen humor!–, para resolver con garbo y con alegría las peguitas que se presenten (...). ¿Estudiáis? ¿Mucho? ¿Cómo marcha ese acento parisién en vuestro francés? ¿Vais teniendo buenos amigos? Cuando lo necesitéis, escribid a casa, a Diego de León, para que os vayan a ver vuestros hermanos". El 16 de febrero de 1949 les escribía de nuevo: "Que Jesús me guarde a esos hijos. Con muchas ganas de veros, y de veros ahí. Que estéis contentos: roturar es cosa muy recia (...). Tengo planes estupendos: un poco de paciencia... Os quiere, os abraza, os bendice vuestro Padre". El 30 de mayo de 1949 les hacía llegar otra carta: "Queridísimos: mucho esperamos de Francia, concretamente de París. Es buena cosa esperar, si además vosotros metéis la reja del arado".

La labor apostólica estable en París, interrumpida en 1949, recomenzó en 1952, primero en una pensión, y luego en la Ciudad Universitaria. El Padre escribió a sus hijos para animarles a buscar un piso donde alojarse. El 29 de septiembre de ese año, les transmitía las oraciones de todos "para que se abra pronto en la dulce Francia un surco fecundo, hondo y ancho". La expresión "dulce Francia" es una referencia literaria muy antigua de este país (Joachim DU BELLAY, 1522-1560), popularizada entonces por una canción de Charles Trenet, Douce France, muy difundida por la radio desde 1943.

El 2 de febrero de 1953, los miembros del Opus Dei se instalaron en la rue du Docteur Blanche, próxima al Bois de Boulogne. Seis meses más tarde se trasladaron a otro piso de alquiler más barato, en el número 11 de la rue de Bourgogne, céntrica y bastante próxima al Barrio Latino, el de los estudiantes. A principios de julio volvió, esta vez para quedarse, Fernando Maycas, que había sido ordenado sacerdote el 1 de julio de 1951.

En las cartas que san Josemaría les escribía desde Roma se puede constatar de un modo tangible su cariño por ellos. El 28 de julio de 1953 les decía: "El Señor hará que pronto se difunda en París y en Francia entera nuestro trabajo: estoy seguro. Bastará con que seamos fieles", y el 2 de marzo de 1954: "Que la Madre del Cielo haga fecundo el trabajo en la dulce Francia". El 22 de este mismo mes escribía de nuevo: "Estoy ilusionado con las bendiciones que el Señor y su Madre bendita van a derramar sobre Francia, por vuestro trabajo". El 6 de noviembre 1954 les pedía: "Roturad con alegría, que los campos de Francia son fecundos" y el 18 de diciembre de 1954 les hacía rezar mucho por Francia, seguro de que "esa gran nación dará su fruto". El 18 de abril de 1956 les decía: "Rezo especialmente por vosotros cada día y estoy lleno de esperanza por la labor que se avecina".

A partir de 1959, conforme iban llegando más personas al Opus Dei, tanto hombres como mujeres, la labor apostólica estable en Francia se extendió desde París a Grenoble (1962), Marsella (1963), Toulouse (1973). Se hacían viajes a otras ciudades. Un año después del tránsito del fundador al Cielo, se abrió un Centro del Opus Dei en Aix–en–Provence (1976).

A principios del siglo XXI el apostolado del Opus Dei se realiza principalmente en diez ciudades importantes (París, Lyon, Marsella, Estrasburgo, Grenoble, Aix–en Provence, Toulouse, Nantes, Rennes, Ver– salles), a partir de las cuales se extiende a unas cuantas decenas de otras grandes ciudades (como Burdeos, Niza, Lille, Nancy, Metz, Aviñón, Montpellier, Clermont– Ferrand, Angers, Rouen, Tours, Orleans) y lugares que cubren la geografía de Francia.

Cerca de Soissons, el Centre International de Rencontres de Couvrelles, con la escuela hotelera Dosnon, acoge todo el año actividades espirituales y de formación cristiana. Otro centro similar se ha abierto en los Alpes, cerca de Grenoble.

Varios centros culturales y residencias de estudiantes, así como clubs para bachilleres funcionan desde hace años en París y en otras grandes ciudades. Además, fieles del Opus Dei dirigen dos colegios de secundaria y un colegio de primaria en el área parisina.

3. La intercesión de los santos franceses

San Josemaría tuvo gran devoción a una santa francesa ya mencionada, Teresa del Niño Jesús, canonizada en 1925 por Pío XI. Pedro Rodríguez sostiene que la atención a las "cosas pequeñas" y a la "vida de infancia" en san Josemaría mantiene un cierto paralelismo con los escritos de la religiosa de Lisieux (cfr. CECH, pp. 883-895, 929-943) y con varias de sus devociones (cfr. ILLANES, "La vida ordinaria entre la irrelevancia y el heroísmo", en GVQ, IV, pp. 28-30).

Conoció también el movimiento de renovación litúrgica iniciado en la abadía benedictina de Solesmes, bajo el impulso de Dom Guéranger (1805-1875), movimiento muy familiar a Teresita del Niño Jesús y a sus hermanas.

Cuando buscó santos intercesores a los que encomendar la labor apostólica de los miembros del Opus Dei, confió a un francés, Jean–Baptiste–Marie Vianney ("el santo Cura de Ars", 1786-1859), las relaciones de la Obra con la Jerarquía diocesana. Esta devoción de san Josemaría se materializó en una talla del escultor Sciancalepore, que se encuentra en el oratorio del Santo Cura de Ars, en la Curia prelaticia del Opus Dei en Roma, y en una reliquia colocada junto a las de los otros intercesores del Opus Dei, en el oratorio de la Santísima Trinidad, donde el Prelado celebra la santa Misa habitualmente.

4. Viajes de san Josemaría

En sus correrías por Europa, en las que rezaba por la labor apostólica en nuevos países, san Josemaría atravesó muchas veces Francia: en total se cuentan treinta y seis viajes conocidos. Lógicamente, a partir de 1955 se detenía en las ciudades donde residían hijas e hijos suyos.

Ya en 1937, durante la Guerra Civil española, huyendo de la zona republicana española a territorio francés, atravesó los Pirineos y acudió a Lourdes, donde celebró Misa en la basílica y rezó en la gruta. El 7 de octubre de 1951, catorce años después, rezó de nuevo en la gruta de Lourdes, y celebró Misa en la basílica. El 24 de octubre de 1953 visitó a sus hijos parisinos en la rue de Bourgogne. En 1955 pasó con ellos los días 21, 22 y 23 de noviembre en su nuevo piso del boulevard Saint–Germain, que sería el primer Centro de la Obra con oratorio de la ciudad.

El 28 de junio de 1956 el Padre dijo por primera vez la Misa allí. Al pasar al comedor para desayunar, se dio cuenta de que habían tratado de disimular una taza estropeada tapándola con una servilleta; le tocó a él, a pesar de los esfuerzos que hicieron para sentarlo en otro sitio. Le conmovió este detalle que reflejaba la pobreza en la que vivían entonces. Les indicó cariñosamente que, más adelante, utilizar esa taza habría significado un descuido, pero que en esos primeros tiempos era una manifestación de su pobreza. Como recuerdo familiar, se llevó la taza a Villa Tevere, y luego a Castelgandolfo, donde se conserva en una vitrina. Al día siguiente, después de comer, el Padre se puso un delantal, y lavó la vajilla con sus hijos.

En julio de 1958, celebró Misa en Rouvray, el primer Centro que las mujeres de la Obra, recién llegadas a Francia, habían abierto en el mes de junio. Volvió a París en octubre de 1960, donde permaneció los días 28, 29 y 30, de regreso de Pamplona, donde se había celebrado la Asamblea de Amigos de la Universidad de Navarra. En París supo con gran dolor del fallecimiento de tres hijos suyos en un accidente de automóvil en Andalucía, cuando regresaban de dicha Asamblea. Rezó un responso por ellos y redactó un documento, a fin que todos sus hijos e hijas tomaran algunas precauciones cuando tuvieran que viajar en coche.

Del 7 al 9 de septiembre de 1962 volvió a la capital de Francia. Desde allí se dirigió hacia Barcelona, regresando a Roma por Avignon y Grenoble, donde pasó un rato con los que estaban instalando el primer Centro, L'?le verte. Volvió a esta ciudad en noviembre de 1964, de vuelta de Suiza. El 9 de agosto de 1963 le llevaron al pueblo de Couvrelles, en la Picardía, no muy lejos de París, y le enseñaron allí una propiedad que se convertiría en casa de retiros el año siguiente.

Del 22 de agosto al 20 de septiembre de 1966 san Josemaría residió en una casa de Avrainville (Essonne), a 35 kilómetros de París. El 30 de agosto y el 6 de septiembre, se reunió en Couvrelles con unos cincuenta numerarios del Opus Dei, de varios países, y consagró dos altares de la capilla, recién instalada.

San Josemaría realizó sus últimos viajes a Francia en 1972. Pasó por Lourdes para rezar a la Virgen el 4 y 5 de abril, y también el 3 de octubre, esta vez para pedir por el viaje de catequesis que llevó a cabo durante dos meses en varias ciudades de España y de Portugal.

Con ocasión de esos viajes, san Josemaría rezó frecuentemente en diversos templos y lugares de oración: en la gruta de Lourdes; en París (catedral de Notre–Dame; basílica dei Sacré–Coeur; capilla de la Medalla Milagrosa de la rue du Bac, lugar de las apariciones de la Virgen a Catherine Labouré); en las basílicas de Lisieux, de Ars, de Lyon (Fourviére), de Marsella (Notre–Dame–de–la–Garde), en la catedral de Chartres, y en iglesias de Calais, Dijon, Amiens, Lille, Rouen, Aix–en–Provence, Arles, Aviñón, Montpellier, Burdeos, Toulouse, Bayona, etc. De algunas de esas visitas se ha dejado testimonio en piedra: en una capilla lateral de la basílica del Sacré–Coeur de Marsella, se puede ver una estatua de san Josemaría; las iglesias parroquiales de Toulon, Saint–Tropez, La Cadiére d'Azur (Var), de Chamonix y de La Napoule (Al– pes–Maritimes) albergan bajorrelieves que representan al santo, rodeado de personajes y objetos alusivos a su vida.

François GONDRAND

 «    FRATERNIDAD    » 

La caridad, el amor que enseña Jesucristo, es caridad universal: todos los hombres somos hijos de nuestro Padre Dios, hermanos de Jesucristo. De aquí nace una conciencia de fraternidad universal, fraternidad que se hace más íntima entre aquellos que han recibido el Bautismo, y por este sacramento han sido hechos hijos de Dios, miembros de Cristo, y templos del Espíritu Santo (cfr. CIC, 147).

"La paternidad de Dios es más real que la paternidad humana, porque en última instancia nuestro ser viene de Él, porque Él nos ha pensado y querido desde la eternidad; porque es Él quien nos da la auténtica, la eterna casa del Padre. Y si la paternidad terrenal separa, la celestial une: cielo significa, pues, esa otra altura de Dios de la que venimos y hacia la que todos debemos encaminarnos. La paternidad «en los cielos» nos remite a ese «nosotros» más grande que supera toda frontera, derriba todos los muros y crea la paz" (RATZINGER, 2007, p. 176).

El vínculo de la paternidad con Dios genera el de la fraternidad entre todos los hombres, especialmente entre los bautizados. La fraternidad en sí misma es la unión que se da entre hermanos, y que supone, además del lazo de la sangre, un fuerte vínculo de cariño, respeto y ayuda, y existe una fraternidad espiritual entre todos los bautizados. "La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios–Amor que nos convoca" (CV, 34). Por eso dice san Josemaría: "Y al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a todas las gentes y a todas los pueblos" (ECP, 139).

La filiación divina es el fundamento de la fraternidad de los hijos de Dios. San Josemaría explicaba que el Señor ha venido a traernos la salvación a todos. "¡No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! ¡Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre! No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos" (ECP, 13).

1. La fraternidad, ideal cristiano

La fraternidad que proclama el Evangelio tiene un fundamento que hace que el vínculo entre los hombres que de ella se deriva sea mucho más íntimo que el que nace del hecho de poseer la misma naturaleza humana, pues la unión con Cristo se sitúa en un plano superior. El amor de Dios por los hombres no tiene fronteras, abarca a toda la humanidad; el anuncio de la salvación en Cristo se extiende hasta los confines de la tierra. Y tiene como manifestaciones propias la paz, la solidaridad, la comprensión, y como consecuencia la alegría.

La universalidad de la salvación ofrecida por Jesucristo hace más sólida la relación que los hombres están llamados a tener con Dios y entre ellos mismos, acrecentando la responsabilidad frente al prójimo en cada situación histórica concreta (cfr. CIC, 40), de tal manera que no es posible amar al prójimo como a uno mismo y perseverar en esta decisión de amor sin el esfuerzo constante por lograr el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos (cfr. CIC, 43).

El Concilio Vaticano II afirma que "todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra (cfr. Hch 17, 26), y tienen también un fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extiende a todos" (NA, 1). Este ideal de unidad de la familia humana es el mensaje que la Iglesia lleva a todos los hombres, para lograr una sociedad más humana que busque el bien común y proporcione las condiciones necesarias para que todos los hombres, cada hombre, puedan perfeccionarse y alcanzar su plenitud.

2. Manifestaciones en la vida de la Iglesia y en la sociedad

Cuando a Jesucristo le preguntan cuál es el primero de todos los mandamientos, responde con claridad: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás al prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos" (Mc 12, 29-31). San Pablo se hace eco de las palabras del Señor en su propia vida, y lo manifiesta en sus cartas. Así escribe a los corintios: "¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?" (2Co 11, 29). Y san Juan subraya que debemos amarnos a imitación de Cristo: "En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos" (1Jn 3, 16).

El amor al prójimo es un precepto fundamental de la vida cristiana, que tiene variadas manifestaciones tanto en las relaciones mutuas como en la vida en sociedad. Cada persona es "otro yo" y esto genera un movimiento de apertura del hombre hacia los demás, con el mismo amor con que nos amó Jesucristo, buscando el bien de todos y comprometiéndose en la edificación de una vida social, económica y política conforme al designio de Dios. Implica un corazón misericordioso, acogedor, que sabe compadecerse de la necesidad ajena. La misericordia es un elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas de los hombres en el respeto y la concordia; para crear el ambiente propicio para la vida individual, familiar y social.

Así también lo enseñó siempre san Josemaría: "Jesucristo, que ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora, quiso enseñar a sus discípulos –a ti y a mí– una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Sólo de esta manera, imitando –dentro de la propia personal tosquedad– los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo" (AD, 225). Pero esta enseñanza no quedó sólo en su predicación, sino que la transmitió con su misma vida; quería que los católicos amasen y sirviesen a todos sin excepción, nunca se sintió enemigo de nadie y practicó una caridad heroica en el trato con los demás. "El cristiano debe amar a los demás, y por tanto, respetar las opiniones contrarias a las suyas, y convivir con plena fraternidad con quienes piensan de otro modo" (CONV, 67).

En la contemplación del Corazón de Jesucristo, san Josemaría descubrió que la caridad sobrenatural no puede prescindir del cariño humano, sino que precisamente lo eleva. "Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano" (ECP, 167). El cariño que san Josemaría enseñó a vivir es ese amor que mana del Corazón de Jesucristo; amor sobrenatural, y por eso mismo concreto, afectivo y efectivo, que mueve a atender a los demás en sus necesidades e incluso dar la vida por ellos.

Saber querer no es cuestión de temperamentos ni de culturas sino de virtud, de la virtud sobrenatural de la caridad y de las virtudes humanas. Un cariño que, siendo sobrenatural, es también muy humano, profundo, sólido, superior a la amabilidad o al protocolo. La fraternidad implica, por eso, en primer lugar, ayudar a los otros a crecer como personas y a progresar –respetando siempre su libertad– en el camino de la santidad: oración, mortificación, buen ejemplo, cariño. Y muchas otras manifestaciones humanas, llenas de delicadeza y caridad sobrenatural. Cariño abnegado, sobrenatural y humano, gustoso y atento, que llega al corazón y hace más atractiva la existencia, tanto en las situaciones ordinarias como en los momentos difíciles. En Camino han quedado plasmadas algunas de las enseñanzas de san Josemaría en este campo: evitar críticas o murmuraciones, no admitir un mal pensamiento de nadie, la ayuda que pasa desapercibida, la fortaleza que da la fraternidad vivida con sentido sobrenatural (cfr. C, 440, 442, 444, 460, 461).

San Josemaría animó a todos a participar activamente en la sociedad, a ser artífices del mundo en que vivimos. El 8 de octubre de 1967 celebró la santa Misa en el Campus de la Universidad de Navarra; en la homilía, luego titulada Amar al mundo apasionadamente, se dirigió a todos los presentes diciendo: "haber oído la Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas palabras mías que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una gran familia de hijos de Dios en su Santa Iglesia. (...) No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios. Por el contrario, debéis comprender ahora con una nueva claridad que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, mate– riales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia, y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir" (CONV, 113-114).

La justicia, la solidaridad, el bien común, el respeto por la persona, son principios que deben regir la vida en la sociedad. Bajo el impulso de san Josemaría surgieron actividades formativas dirigidas a todas las personas, desde colegios y universidades hasta centros de formación profesional en áreas de servicio, escuelas técnicas, residencias y otras iniciativas. A lo largo de los años animó a los miembros de la Obra a que, junto con otras personas, promovieran actividades que resolvieran verdaderas necesidades sociales, de atención a los más necesitados, a los que tienen menos oportunidades, impulsando a emprender todo tipo de labores de promoción humana y espiritual.

3. El espíritu de familia en el Opus Dei

Dentro de la gran familia humana, la Iglesia es familia, comunidad unida por la fe y la caridad, sacramento universal de salvación para todo el género humano (cfr. LG, 48). Y dentro de la Iglesia, la Obra –"partecica de la Iglesia" como solía decir san Josemaría– es también familia, unida por lazos sobrenaturales y cimentada en la caridad de Cristo (cfr. RODRÍGUEZ, "El Opus Dei como realidad eclesiológica", en OIG, p. 22).

La fraternidad, en la Obra, se apoya en un profundo sentido de la filiación divina en Cristo. Así lo vivieron desde el principio los primeros que siguieron al fundador, llamándole sencillamente Padre y sintiéndose hermanos entre ellos. Pasados los años, san Josemaría expresaba que el Opus Dei era una realidad de unidad y fraternidad (cfr. ibidem, en OIG, p. 110).

El modelo del espíritu de familia del Opus Dei es la Sagrada Familia de Nazaret. Allí se descubre el amor que supera todo egoísmo, el espíritu de servicio, la entrega sin condiciones, el trato amable, la preocupación por todas las almas. Así también la Obra es familia, con cariño humano y sobrenatural, donde cada uno encuentra nuevas fuerzas y aliento para perseverar en la lucha y dar la vida con Cristo. Todos los miembros de la Obra, numerarios, supernumerarios y agregados, varones y mujeres, forman parte de este hogar. Todos están llamados a llevar dentro del alma la caridad de Cristo, para comunicarla al ambiente donde cada uno desarrolle la propia vida familiar, profesional y social. No tiene que ver con la materialidad de vivir en un lugar; se trata de un espíritu que informa la vida de cada uno con las manifestaciones que el propio caso exija.

En el modo de vivir el espíritu de familia tuvieron especial importancia el padre, la madre y la hermana de san Josemaría, a quienes todos, en la Obra, se refieren habitualmente como los Abuelos y Tía Carmen. La Abuela y Tía Carmen se ocuparon al principio de la administración doméstica de los Centros de la Obra, y supieron transmitir el calor de hogar que había caracterizado la vida de la familia Escrivá. Así lo relata Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría: "Nosotros íbamos aprendiendo a reconocerlo en el buen gusto de tantos pequeños detalles, en la delicadeza en el trato mutuo, en el cuidado de las cosas materiales de la casa, que implicaban –es lo más importante– una constante preocupación por los demás y un espíritu de servicio, hecho de vigilancia y abnegación; lo habíamos contemplado en la persona del Padre y lo veíamos confirmado en la Abuela y en tía Carmen. Era natural que procurásemos atesorar todo esto, y así, con espontánea sencillez, arraigaron en nosotros costumbres y tradiciones familiares que aún se viven hoy en los Centros de la Obra: las fotografías o retratos de familia, que dan un tono más íntimo a la casa; un postre sencillo para festejar un santo; el poner con cariño y buen gusto unas flores delante de una imagen de la Virgen o en un rincón de la casa, etc. El aire de familia característico del Opus Dei se debe a su Fundador. Pero si acertó a plasmar este estilo de vida en nuestros Centros no fue solo en virtud del carisma fundacional, sino también por la educación que había recibido en el hogar paterno. Y es justo resaltar que su madre y su hermana le secundaron de modo muy eficaz" (DEL PORTILLO, 1995, pp. 88-89).

Cuando en 1964, en un Centro de mujeres, alguien le preguntó por qué el modo de vida en la Obra es de "vida en familia", san Josemaría le respondió sonriendo: "Tú, como profesora que eres, sabrás explicarlo perfectamente a los demás. Lo que pasa es que te gusta oírmelo decir, ¿verdad? Tú sabes que la llamamos "vida en familia", porque en nuestras casas existe el mismo ambiente que hay en las familias cristianas. Nuestras casas no son colegios, ni conventos, ni cuarteles, son hogares donde viven personas que tienen la misma filiación; llamamos Padre al mismo Dios y Madre a la misma Madre de Dios. Y, además, nos tenemos un cariño verdadero (...) ¡Nos tenemos un cariño verdadero! ¡No quiero que nadie se encuentre solo en la Obra!" (URBANO, 1995, p. 230). Él mismo fue por delante con su ejemplo, con su oración y con su cariño.

La fraternidad que se vive en el Opus Dei es sencillamente la fraternidad cristiana con la conciencia de que se vive un mismo espíritu y se participa en una misma ilusión apostólica. Lleva, pues, a compartir ilusiones y afanes; penas y alegrías; a respetar la libertad de todos en las cuestiones profesionales, sociales y políticas, a no hacer acepción de personas, a querer bien a todos adelantándose a servir a los demás, buscando, como enseñaba san Josemaría con una imagen plástica, "ser alfombra para que los demás pisen blando" (F, 562). En medio de las dificultades de la Guerra Civil española afirmaba que no le preocupaban las posibles dificultades exteriores, pero sí daba gran importancia a la posible falta de filiación y de fraternidad, ya que eso podía resquebrajar la unidad de la Obra (cfr. C, 955).

Un medio de formación en el Opus Dei, muestra de verdadera fraternidad sobrenatural y de cariño, es la corrección fraterna. Esta ha sido siempre la enseñanza de san Josemaría: "La práctica de la corrección fraterna –que tiene entraña evangélica– es una prueba de sobrenatural cariño y de confianza. Agradécela cuando la recibas, y no dejes de practicarla con quienes convives" (F, 566; cfr. Mt 18, 15-18). Así san Josemaría aconsejaba a un hijo suyo: "Tenéis que estar en las cosas de Dios, en las cosas de la Obra y en las cosas de vuestros hermanos. El día que viváis como extraños o indiferentes, ¡habréis matado el Opus Dei! Busca la ocasión oportuna, habla con ese hermano tuyo, y con todo cariño pero con toda claridad, le haces sobre ese punto la corrección fraterna" (URBANO, 1995, p. 216).

Forma parte de la fraternidad la comprensión y el respeto mutuos, la atención a quien se advierte que sufre, el cuidado de los enfermos, de los que, en diversas ocasiones, san Josemaría comentó que eran el "tesoro de la Obra", a la que ayudaban ofreciendo las dolencias e incomodidades y todo lo que la enfermedad trae consigo (cfr. C, 98).

Y también, ocupando un lugar muy importante, la naturalidad y sencillez en el trato. En este contexto se sitúa una costumbre que tiene sus raíces en la experiencia de la normal vida de las familias y en el trato entre personas que se conocen y se aprecian y, también, en la personalidad de san Josemaría: las tertulias. Desde los primeros tiempos, le gustaba reunirse en encuentros informales con los jóvenes a los que trataba, dando origen a charlas en los que se contaban sucesos y se hablaba de los más diversos temas, pasando con espontaneidad de lo humano a lo divino. Posteriormente recomendó que en todos los Centros del Opus Dei, y en las convivencias y cursos de formación para fieles de la Obra, hubiera, de ordinario, después de las comidas un rato de reunión o de tertulia.

Ese trato familiar y sencillo lo aplicó también a sus viajes de catequesis, que tuvieron lugar por Europa y América, de 1972 a 1975. Fueron reuniones que convocaron a miles de personas, pero que no tenían un tono de predicación formal, sino de diálogo. Solían comenzar con unas palabras pronunciadas por él (unos diez o quince minutos) y enseguida se pasaba a las intervenciones y preguntas. Aunque los asistentes fueran centenares, tenían sabor de encuentro de familia, de tertulia, como al propio san Josemaría le gustaba señalar.

María Amalia PÉREZ BOURBON

 «    FUNDACIÓN DEL OPUS DEI    » 

El beato Juan Pablo II, en la Const. Ap. Ut sit, afirma solemnemente que san Josemaría Escrivá de Balaguer fundó el Opus Dei, por inspiración divina –"divina ductus inspiratione"–, el 2 de octubre de 1928, en Madrid, y que desde entonces se esforzó en llevar a la práctica la doctrina de la llamada universal a la santidad, y en promover entre todas las clases sociales la santificación del trabajo profesional y por medio de ese trabajo (cfr. JUAN PABLO II, Const. Ap. Ut sit, 28-XI-1982: AAS 75 [1983], pp. 423-425). El origen histórico del Opus Dei no es atribuible a una acción humana premeditada, sino a la irrupción imprevista de una luz e impulso fundacionales en la persona de aquel joven sacerdote –san Josemaría contaba veintiséis años de edad– llamado por Dios a ser su fundador. Además del día exacto, es también conocido el lugar de ese acontecimiento: san Josemaría se encontraba realizando un retiro espiritual de varios días –el derecho canónico exigía a los sacerdotes diocesanos que lo hicieran cada tres años– en la Casa Central de los PP. Paúles de Madrid, situada en la calle García de Paredes. Los relatos biográficos –que en lo esencial son puro eco, en este punto, de los materiales autobiográficos conservados–, se extienden en narrar las circunstancias anteriores y posteriores a aquel momento (cfr., por ejemplo, BERNAL, 1976, pp. 109-116; GONDRAND, 1984, pp. 50-53; BERGLAR, 1987, pp. 67-75; SASTRE, 1989, pp. 90-99; AVP, I, pp. 113-120).

A partir de esos relatos, cabe destacar como clave característica del comienzo histórico del Opus Dei su absoluta imprevisibilidad. Josemaría Escrivá de Balaguer desconoce hasta ese día qué le pide Dios, aunque sabe que algo quiere, pues lleva años en vigilante espera. Desde los dieciséis años cultiva una actitud, que podría denominarse vocacional (la denominaba "barruntos"), de disponibilidad ante lo que Dios quiera para su vida, pero que aún no le ha mostrado. Desde los dieciséis a los veintiséis años vive en una espera activa, plena de acontecimientos, que orientan su vida en una dirección clara –el sacerdocio–, aunque su meta final es desconocida.

San Josemaría señaló en muchas ocasiones que antes del 2 de octubre de 1928, no pensó jamás fundar nada. Sus testimonios son elocuentes –como recoge, con textos de San Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo– (cfr. DEL PORTILLO, 1992, pp. 26-33; leemos en la p. 33: "El Señor me ha tratado como a un niño: si, cuando recibí mi misión, hubiera llegado a darme cuenta de lo que me iba a venir encima, me hubiera muerto. No me interesaba ser fundador de nada. (...) El Señor, que juega con las almas como un padre con sus niños pequeños –ludens coram eo omni tempore, ludens in orbe terrarum (Pr 8, 30-31)–, viendo en los comienzos mi resistencia y aquel trabajo mío entusiasta y débil a la vez, permitió que tuviera la aparente humildad de pensar –sin ningún fundamento– que podría haber en el mundo instituciones que no se diferenciaran de lo que Dios me había pedido. Era una cobardía poco razonable, la cobardía de la comodidad, y simultáneamente una confirmación de que no me interesaba, hijos míos, ser fundador de nada": Carta 14–IX–1951, n. 3: AGP, serie A.3, 93-3-2).

Son palabras explícitas tanto al manifestar el desconocimiento de la que iba a ser su tarea histórica fundacional, como al proclamar que el Opus Dei había brotado no de su voluntad, sino de la Voluntad de Dios. En otra de sus Cartas encontramos las siguientes palabras: "Con esa repugnancia a las fundaciones, a pesar de tener abundantes motivos de certeza para fundar la Obra, me resistí cuanto pude: sírvame de excusa, ante Dios Nuestro Señor, el hecho real de que desde el 2 de octubre de 1928, en medio de esa lucha mía interna, he trabajado por cumplir la Santa Voluntad de Dios, comenzando la labor apostólica de la Obra" (Carta 9-I-1932, n. 84: AGP, serie A.3, 91-3-1). "Todo es suyo y nada mío" se lee en esa misma carta, y de esa evidencia brotan otras muchas afirmaciones de un tenor semejante, que encierran un gran interés histórico–biográfico. Por ejemplo, ésta: "La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre (...). Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho" (Instrucción, 19-III-1934, nn. 6-7: AGP, serie A.3, 90-1-1).

En ese "ver" la Obra de Dios –el verbo "ver" es el que utilizaba san Josemaría para mencionar el hecho fundacional– queda también expresado el preciso momento en el que conoció y abrazó en su alma el querer concreto de Dios; es decir, el inicio del camino del Opus Dei en la tierra.

1. Una misión fundacional

Las dos principales características de la figura histórico–eclesial de san Josemaría son su condición de iniciador de un nuevo camino de santificación en la Iglesia y, juntamente, su cualidad de maestro de vida cristiana, en cuanto portador y transmisor de ese nuevo camino de seguimiento de Cristo y de búsqueda de la santidad. Ambas características son inseparables y se exigen mutuamente, por lo que destacar una pide prestar al mismo tiempo atención a la otra. En este sentido, la figura y la enseñanza de san Josemaría deben ser estudiadas en el contexto de la misión que Dios le encomendó y a la luz de los dones carismáticos que dan razón de esa misión.

Se ha de procurar evitar, en consecuencia, toda separación entre su persona y el cumplimiento de la obra a la que fue llamado. Desde el 2 de octubre de 1928 aquel joven sacerdote se supo escogido por Dios para desarrollar una misión específica al servicio de la Iglesia y, a partir de entonces, la conciencia de la misión informa de manera constante su vida y sus obras.

Desde la perspectiva conceptual, la noción de "misión fundacional" incluye las notas de singularidad y especificidad. No existe una genérica vocación de fundador, sino llamadas personales de Dios a realizar tareas fundacionales concretas, que llegan acompañadas de las luces y dones necesarios para capacitar a la persona llamada. Tal dotación de gracias se denomina habitualmente "carisma fundacional", o quizás mejor "carisma de fundador".

El carisma de fundador posee tres dimensiones o características que resaltan en la vida y en las obras de sus receptores, como de manera patente sucede en san Josemaría, en quien nos fijamos más de cerca:

a) Dimensión pneumatológica

Un fundador es una persona suscitada y movida por Dios mediante su Espíritu, de quien se deja guiar poniéndose plenamente a su disposición. Tiene conciencia de verse simplemente como un instrumento, pero también de ser alguien que debe realizar en primera persona el encargo que se le ha confiado, con el que se llega a compenetrar plenamente. Y así, en efecto, la existencia cotidiana de san Josemaría está jalonada de momentos fuertes e inesperadas luces a través de los cuales se establece el ritmo peculiar de la fundación, "al paso de Dios". Un "pasar divino" pleno de significados teológicos, espirituales y pastorales. Es Dios quien pone los fundamentos, distingue las etapas y marca las metas de cada momento. "Los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm 8, 14), enseña san Pablo, y el joven fundador experimenta que el Espíritu Santo le va llevando hacia donde Dios quiere, suscitando en su alma un hondo sentido de filiación. Y él se deja llevar con la docilidad de un hijo pequeño. "¿Habéis visto cómo juega un chiquillo con su padre? El niño tiene unos tarugos de madera, de formas y de colores diversos... Y su padre le va diciendo: pon éste aquí, y ese otro ahí, y aquél rojo más allá... Y al final ¡un castillo! Pues así, hijos míos, así veo yo que me ha ido llevando el Señor ludens coram eo omni tempore: ludens in orbe terrarum (Pr 8, 30-31), como en un juego divino" (Carta 25-I-1961, n. 2: AGP, serie A.3, 94-2-2).

b) Dimensión cristológica

La inspiración del Espíritu Santo en un fundador tiene como objeto primordial el misterio de Cristo, y concede una singular comprensión de alguno de sus aspectos revelados, en torno al cual el fundador edifica –con las gracias recibidas– su obra y desarrolla su enseñanza. La acentuación de ese aspecto o perspectiva particular no ha de ser tenida como limitación: lo particular se convierte en clave de intelección y de adhesión a Cristo y a todo su misterio global, y es guía y criterio para el desarrollo de un determinado servicio en la Iglesia. En el espíritu fundacional de san Josemaría late fuertemente, en concreto, el misterio del obrar humano de Jesús, santo y santificados en sus años de Nazareth: "Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio" (CONV, 55). Y desde esa particular y profunda perspectiva expresa su enseñanza sobre la existencia cristiana; por ejemplo, con estas palabras: "Imitamos la vida oculta de Jesucristo y, por eso, llevando dentro una gran luz, un fermento de fecunda novedad, sin rarezas –porque no estamos llamados al espectáculo– procuramos santificar la vida ordinaria: el trabajo, la amistad, la familia, los afanes nobles del mundo, la edificación de la sociedad temporal..." (Carta 6-V-1945, n. 10: AGP, serie A.3, 92-4-2). A esa luz, el mensaje fundacional de san Josemaría y la experiencia espiritual que le acompaña, manifiestan una singular novedad en el modo de entender el significado de la existencia del "cristiano corriente" y su enraizamiento en el misterio del Redentor, lo que le lleva a contemplar el sentido divino de su vida cotidiana (alter Christus, ipse Christus) con particular clarividencia.

c) Dimensión eclesiológica

Dios, por medio de la persona llamada a abrir en la Iglesia un nuevo camino de santificación, quiere dar vida a un organismo social, una institución que concurra a la realización del plan de salvación. El fundador es llamado a iniciarla, impulsarla y sostenerla para que sirva como instrumento de santificación y de evangelización, y contribuya a la actuación de la misión salvífica de la Iglesia. Algunas misiones fundacionales, como la de san Josemaría, traen consigo una singular novedad, pues con su desarrollo quiere Dios revitalizar y rejuvenecer en algún aspecto la existencia cristiana. San Josemaría alude constantemente, de modo directo o implícitamente, a la naturaleza y finalidad propias del Opus Dei, a su radicación en la misión de la Iglesia, sobre todo en el contexto de la descripción de la vocación–misión cristiana de sus miembros. A esa cuestión –que se encuentra tratada en diversas voces de este Diccionario– aluden, por ejemplo, estas palabras: "Cuando Dios Señor Nuestro, el día 2 de octubre de 1928, suscitó su Obra, dentro del Cuerpo Santo de la Iglesia, le dio una finalidad específica; y con ella, un espíritu peculiar y el modo apostólico de trabajar, que le es propio" (Carta 15-VIII-1953, n. 6: AGP, serie A.3, 93-4-2).

2. La fundación del Opus Dei: acontecimientos centrales

La intervención de Dios en la vida de los fundadores asume modalidades diversas en cada persona. En algunos casos se trata de una inspiración directa o inmediata, una gracia de orden místico con la que Dios manifiesta de manera clara y al mismo tiempo no completamente definida –sin dar a conocer todos los detalles– el plan que quiere llevar a cabo mediante el fundador. Este tipo de inspiración se puede presentar como una visión intelectual o sensible, una iluminación interior, una moción espiritual. Otras veces se trata de una intervención divina que se cumple no a través de fenómenos de tipo místico sino por medio de una inspiración indirecta, ligada, por ejemplo, a determinadas circunstancias de carácter biográfico, o determinados hechos históricos, sociales, etc. (cfr. CIARDI, 1982, passim).

En el primer tipo –en el que se encuentra la inspiración fundacional recibida por san Josemaría– es frecuente que el fundador describa su experiencia en términos de luz, luces intelectuales, locución interior, visión, intuición, contemplación. Pero ese momento de iluminación, fácilmente individuable en la claridad de la iniciativa divina, no es algo aislado del resto de la existencia del fundador, sino que suele formar parte de un recorrido que lo precede y lo sigue. Hay una fase de preparación y una fase de realización sucesiva.

La fase preparatoria incluye un crecimiento progresivo en la vida espiritual, una particular intimidad de vida con Dios, y una preparación en función del carisma y la misión que serán confiados al fundador, que es preparado gradualmente por obra de la gracia mediante luces interiores, dones diversos y circunstancias externas, y sólo después llegará el momento de la iluminación fundamental. San Josemaría hablaba, en concreto, de su "época de los barruntos" como de un tiempo lleno de gracias singulares, que le iban conduciendo como de la mano hacia aquello que Dios quería y él no conocía. Comenzó a experimentar en aquellos años "una sed insaciable de Dios" (AGP, P01, 1975, p. 103). Mucho más tarde recordará cómo, a través de "cosas aparentemente inocentes, de las que [el Señor] se valía para meter en mi alma esa inquietud divina" (Meditación, 14-II-1964: AGP, P09, p. 72), fue siendo empujado suavemente por la gracia "a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión... y a la penitencia" (ibidem). Con el pasar del tiempo y el devenir de los acontecimientos, la referencia constante a Dios se intensificará a medida que se va haciendo siempre más viva la experiencia de su amor providente. Pero el tiempo de preparación es sólo eso: un periodo que adquiere su verdadero significado a la luz del momento determinante al que tiende.

La inspiración fundamental –la fundación propiamente dicha– supondrá el inicio de un proceso que conduce a la realización de la misión encomendada, a través de fases sucesivas. No se trata de un plano detallado en los particulares: la iluminación es poderosa pero también oscura en sus contornos; el fundador suele hablar en este sentido de su "ignorancia", de su "ceguera". Luego vendrán no solo sus experiencias al poner en marcha lo que Dios le pedía, sino también intervenciones ulteriores divinas de naturaleza iluminativa, que confirman la inspiración recibida y mueven a realizarla precisando los perfiles y ayudando a desarrollar los contenidos, como se advierte, por ejemplo, en unas palabras de san Josemaría referidas a noviembre de 1929, cuando después de un periodo que él mismo denomina de "silencio del Señor", hablará de "la renovación de aquella corriente espiritual de divina inspiración, con la que iba perfilándose, determinándose lo que Él quería" (Apuntes íntimos, n. 179: AVP, I, p. 320).

a) El hecho fundacional del 2 de octubre de 1928

Como ya se ha indicado, el 2 de octubre de 1928 san Josemaría recibió, de una vez por todas, el carisma fundacional, y quedó fundado el Opus Dei. Los demás momentos fundacionales fuertes que vendrán después de aquél dicen, como veremos, referencia mediata o inmediata, explícita o implícita, a aquel momento único, originario y constitutivo. Se trata, respectivamente, del momento inicial del trabajo apostólico con mujeres, que tiene lugar el 14 de febrero de 1930, y del momento inicial de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que viene a la luz el 14 de febrero de 1943. En el alma de san Josemaría esas dos fechas, dentro ya siempre de la luz fundante e indeleble del 2 de octubre, son como el memorial de dos intensos momentos del "pasar" resolutivo divino con respecto a la Obra. Bajo esas nuevas iluminaciones se harán más nítidos y profundos los horizontes de la misión y de la propia fundación (para este párrafo y los que siguen, cfr. ARANDA, 2002, passim).

La más completa narración de que se dispone de los acontecimientos del 2 de octubre de 1928 y, por tanto, del hecho fundacional, está contenida en el siguiente pasaje autobiográfico: (2 de octubre de 1931) Día de los Santos Ángeles, vísperas de Santa Teresita: Hoy hace tres años (recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé –estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática– di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles) que, en el Convento de los Paúles, recopilé con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando; desde aquel día, el borrico sarnoso se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad inexplicable, había puesto sobre sus espaldas. Ese día el Señor fundó su Obra: desde entonces comencé a tratar almas de seglares, estudiantes o no, pero jóvenes. Y a formar grupos. Y a rezar y a hacer rezar. Y a sufrir... ¡siempre sin una vacilación, aunque yo ¡no quería!" (Apuntes íntimos, n. 306: citada y comentada en AVP, I, pp. 293, 302 y 316).

El pasaje, como se puede apreciar, ofrece cuatro interesantes acentuaciones: 1) La primera aparece en las palabras: "[hoy] hace tres años", que se refieren como es evidente a la fecha fundacional, y permiten comprender la importancia que tiene esa precisión cronológica en la conciencia de san Josemaría, que aludirá constantemente a esa fecha durante su vida. 2) La segunda es una acentuación de gran importancia: "[recibí la iluminación] sobre toda la Obra [mientras leía aquellos papeles]". "Sobre toda la Obra": a través de la "iluminación" que menciona el texto cabe entender que san Josemaría comenzó a ver algo que, en cierto modo, ya estaba allí delante de sus ojos pero que no había percibido hasta entonces. Eso es lo que quiere destacar cuando redacta esa frase; el término "iluminación" ("iluminación sobre toda la Obra") es también literalmente suyo. El objeto de aquella inesperada "iluminación" sobrenatural fue "toda la Obra". En la iluminación fundacional del dos de octubre de mil novecientos veintiocho, la ve "por vez primera", como algo que Dios le encomienda: su misión. 3) La tercera acentuación del texto dice así: "[desde aquel día, el borrico sarnoso] se dio cuenta [de la hermosa y pesada carga...]". Ese darse cuenta incluye no sólo entender la tarea que Dios encomienda sino también asumirla como algo que Dios ordena: aceptar la Obra que se le muestra como un encargo que debe ser hecho. 4) La cuarta acentuación queda expresada con: "yo ¡no quería!". El relieve está marcado sobre las dos últimas palabras del párrafo, que manifiestan la íntima resistencia de san Josemaría a ser fundador y, más aún, a que otros lo tuvieran por tal.

Esa reticencia a aceptarse y a ser tenido como fundador duró cierto tiempo. Diversos textos de san Josemaría –se han citado ya algunos al comienzo de esta voz– dan razón del hecho y de sus claves de interpretación. He aquí otro ejemplo: "Fui cobarde. Me daba miedo la cruz que el Señor ponía sobre mis hombros. Y, con una falsa humildad, mientras trabajaba buscando las primeras almas, las primeras vocaciones, y las formaba, decía: hay demasiadas fundaciones, ¿para qué otras más? ¿acaso no encontraré en el mundo, hecho ya, esto que quiere el Señor? Si lo hay, mejor es ir allí, a ser soldado de filas, que no fundar, que puede ser soberbia" (Apuntes íntimos, n. 1870: AVP, I, p. 317). Aquí vemos claramente enunciada la raíz espiritual de la reticencia a fundar (el temor a ser engañado por la soberbia, temor filial de ofender a Dios), a la que se debe asociar una viva actitud personal de rechazo a la promoción de nuevas fundaciones. Eran actitudes que Dios permitía y de las que se iba a servir para hacer a su modo la Obra. Pero al mismo tiempo, aun en medio de aquella resistencia interior, se puso a trabajar sin descanso en lo que Dios le pedía.

b) La visión intelectual del 14 de febrero de 1930

Si el 2 de octubre había visto san Josemaría "toda la Obra", a partir del 14 de febrero de 1930, se le ofrecen perspectivas de su ser íntimo, de su naturaleza y su finalidad apostólica, que antes no había captado. Para comprenderlo mejor es oportuno transcribir unas palabras posteriores suyas, dirigidas a las mujeres del Opus Dei: "Pensaba que en el Opus Dei no habría más que hombres. No es que no quisiera a las mujeres –amo mucho a la Madre de Dios; amo a mi madre y a las vuestras; quiero a todas mis hijas, que son una bendición de Dios en el mundo entero–, pero antes del 14 de febrero de 1930, yo no sabía nada de vuestra existencia en el Opus Dei, aunque sí latía en mi corazón el deseo de cumplir en todo la Voluntad de Dios. Y cuando terminé de celebrar ese día la Santa Misa, conocía ya que el Señor quería la Sección femenina" (Apuntes tomados en una tertulia, 11-VII-1974: AGP, P01, 1980, p. 136).

Disponemos de un texto en el que san Josemaría relata el comienzo de esta nueva etapa fundacional, esta nueva iluminación que Dios puso en su alma. "Pasó poco tiempo: el 14 de febrero de 1930, celebraba yo la misa en la capillita de la vieja marquesa de Onteiro, madre de Luz Casanova, a la que yo atendía espiritualmente, mientras era Capellán del Patronato. Dentro de la Misa, inmediatamente después de la Comunión, ¡toda la Obra femenina! No puedo decir que vi, pero sí que intelectualmente, con detalle (después yo añadí otras cosas, al desarrollar la visión intelectual), cogí lo que había de ser la Sección femenina del Opus Dei. Di gracias, y a su tiempo me fui al confesionario del P. Sánchez. Me oyó y me dijo: «esto es tan de Dios como lo demás». Siempre creí yo –y creo– que el Señor, como en otras ocasiones, me trasteó de manera que quedara una prueba externa objetiva de que la Obra era suya. Yo: ¡no quiero mujeres, en el Opus Dei! Dios: pues yo las quiero" (Apuntes íntimos, n. 1871: AVP, I, p. 323).

En aquel momento el joven fundador entendió que Dios quería que viniera ya a la luz algo que estaba en el ser de la Obra desde siempre: la labor apostólica y pastoral con mujeres. Así pues, aquel día fue escenario no solo de una inspiración de naturaleza fundacional por la que algo no nacido venía a la luz, sino que, inseparablemente, también aparecía la ocasión querida por Dios para desvelar con mayor profundidad la naturaleza específica del Opus Dei. En aquella visión intelectual tuvo lugar, en efecto, algo muy importante para hacerse cargo de lo que es el Opus Dei. Sencillamente esto: el fundador está siendo testigo del confirmarse, por querer expreso de Dios, en medio de la Iglesia y de la sociedad, y a través de su trabajo sacerdotal, de una realidad institucional nueva, formada por hombres y mujeres corrientes, que nace entre sus manos desde la hondura de la vocación bautismal cristiana descubierta a la luz del espíritu fundacional que él mismo ha recibido.

c) Dos acontecimientos de 1931

En el año 1931, dentro del torrente de dones con que Dios guiaba los pasos de san Josemaría, tuvo lugar un hecho que él mismo relata con estas palabras: "7 de agosto de 1931: Hoy celebra esta diócesis la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo. –Al encomendar mis intenciones en la Santa Misa, me di cuenta del cambio interior que ha hecho Dios en mí, durante estos años de residencia en la exCorte... Y eso, a pesar de mí mismo: sin mi cooperación, puedo decir. Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina: la Obra de Dios. (Propósito que, en este instante, renuevo también con toda mi alma). Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in mente la ofrenda del Amor Misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: etsi exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum (Ioann. 12-32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas" (Apuntes íntimos, n. 217: AVP, I, pp. 380-381).

A través de las palabras del evangelio de san Juan, y del sentido iluminante que en éstas descubre el fundador, la Obra quedaba referida de una manera honda a la Cruz redentora y a la fuerza de atracción que desde allí ejerce Cristo. Ese alzar la Cruz, ese "poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas", en el sentido preciso que se le hace entender en aquel día de 1931, es muy importante para captar el contenido de toda la fundación. En aquel destello de luz, que une en modo preciso la exaltación–atracción de Cristo sobre todas las cosas y la actividad apostólica de los que san Josemaría llama "los hombres y mujeres de Dios", en los que está contemplando implícitamente la Obra, se ha descorrido completamente el velo de lo que Dios había querido suscitar en la Iglesia a través de él: colocar a Cristo en la cumbre de todas las actividades y profesiones humanas mediante la santidad de quienes las desempeñan.

Mencionemos también otro suceso de particular importancia. Su contenido esencial lo encontramos sucintamente expresado en unas palabras autobiográficas, en las que el fundador hace memoria de una singular experiencia espiritual que tuvo lugar el 17 de octubre de 1931: "La conciencia viva de nuestra filiación divina os dará esa serenidad, porque este rasgo típico de nuestro espíritu nació con la Obra, y en 1931 tomó forma: en momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible –de lo que hoy contempláis hecho realidad–, sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración. Probablemente hice aquella oración en voz alta, y la gente debió tomarme por loco: Abba! Pater! Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede" (Carta 9-I-1959, n. 60: AGP, serie A.3, 94-1-5).

d) La iluminación del 14 de febrero de 1943

Desde el inicio de la fundación, san Josemaría había comprendido, sin sombra de duda, que el Señor –que le había llamado primero al sacerdocio para inspirarle luego, sobre esa base, la misión fundacional– deseaba que en el Opus Dei hubiese sacerdotes dedicados a la específica actividad apostólica de la Obra. Sacerdotes seculares, que tuviesen su misma vocación y su mismo espíritu. Algunos se le unieron desde el primer momento, como se lee en los relatos biográficos, pero esa misma experiencia hizo entender al fundador que debería haber sacerdotes que provinieran de las filas de los miembros laicos de la Obra. Para llegar a verlo puesto en práctica tendrían que pasar aún algunos años.

En 1940 pensó que se había presentado el momento de llamar al sacerdocio a tres hijos suyos de probada madurez humana, espiritual y apostólica. Sin embargo, antes de que pudiesen ser sacerdotes, san Josemaría debía resolver un problema por cuya solución venía rezando y haciendo rezar desde tiempo atrás: encontrar un título de ordenación que comportase la posibilidad de incardinarlos en el Opus Dei. Es decir, faltaba aún la plena luz sobre el modo de integrarse orgánicamente el sacerdocio ministerial en el cuerpo eclesial de la Obra.

Estudiaba el fundador diversas variantes canónicas, buscaba el consejo de personas doctas y prudentes, pero no encontraba la solución. La luz llegó al fin el día 14 de febrero de 1943, y de nuevo, como trece años atrás, durante la celebración de la santa Misa: "Pasaba el tiempo. Rezábamos. Los que iban a ser ordenados por primera vez como sacerdotes de la Obra, estudiaban con gran profundidad, poniendo toda su ilusión. Y un día, el 14 de febrero de 1943, celebrando yo en casa de mis hijas –en la calle Jorge Manrique–, después de la Comunión, ¡la solución que se buscaba!: Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Jesús quería coronar el edificio con su Cruz santísima" (Carta 29-XII-1947/ 14-II-1966, n. 159: AGP, serie A.3, 92-6-1).

En su búsqueda de una solución jurídica, san Josemaría había considerado diversas posibilidades, pero ninguna resultaba adecuada. El punto más decisivamente teológico que orientaba esa búsqueda puede describirse de modo breve: el fundador sabe que la componente sacerdotal es tan propia y tan necesaria para la realización de la Obra, tan de su entraña, como la componente laical, y a la vez, que esos sacerdotes deben proceder de hombres que hayan recibido la vocación al Opus Dei y tengan su espíritu.

La gracia del 14 de febrero de 1943 le enseñó cómo hacerlo, es decir, cómo podían quedar incardinados en la Obra sus hijos sacerdotes, de acuerdo con las posibilidades que en aquellos momentos ofrecía el Derecho Canónico: a través de la constitución de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Esa fue la luz: comprender el modo de integrar el sacerdocio ministerial en el cuerpo de la Obra, al servicio de la misión de "poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas", única e idéntica para los laicos y los sacerdotes del Opus Dei, en la unidad del espíritu y la finalidad de la Obra. La realidad teológico–pastoral del Opus Dei como orgánica integración de laicos y sacerdotes, como armónica conjunción del ejercicio del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial, quedaba así perfilada.

San Josemaría, que desde antiguo había contemplado su vida entera signada con "el sello real de la Santa Cruz" (Apuntes íntimos, n. 389: AVP, I, p. 543; el texto tiene fecha de 14 de noviembre de 1931), entiende este nuevo momento como el de la coronación del edificio de la Obra con el mismo signo divino: la Santa Cruz. Esa es la señal de que, por gracia del constructor divino, la estructura ha quedado finalizada, es decir, completados y plenamente explicitados los perfiles del carisma fundacional. La naturaleza teológica del Opus Dei, como empresa apostólica compuesta de sacerdotes y laicos en íntima y orgánica cooperación, había quedado plasmada en la historia. Debería sólo ser traducida en formas y categorías jurídico–canónicas adecuadas, que terminaron confluyendo, después de un largo itinerario, en la figura de la Prelatura personal, erigida por el Santo Padre Juan Pablo II el 28 de noviembre de 1982, con el nombre de "Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei".

3. Epílogo: fin de la etapa fundacional y comienzo de la etapa de la continuidad

Las fechas de 2 de octubre de 1928, 14 de febrero de 1930 y 14 de febrero de 1943 han quedado grabadas a fuego para siempre en la biografía del fundador e, inseparablemente, en la historia institucional de la Prelatura del Opus Dei. Después de esas fechas hubo también otras luces divinas y pasos dados no sin inspiración de Dios; la aprobación pontificia para que pudieran incorporase al Opus Dei, como miembros, las personas casadas (1948 y 1949) y la apertura de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz a los sacerdotes incardinados en las diversas diócesis (1950). San Josemaría, a partir de las gracias fundacionales, y siempre en comunión con la Iglesia, fue edificando y guiando día a día, con cariño de Padre y autoridad de fundador, el camino de la Obra hasta la fecha de su fallecimiento. Cuando el 26 de junio de 1975 fue llamado a la casa del Padre quedó, por tanto, cerrada la extensa etapa fundacional del Opus Dei, cuyos hitos históricos centrales hemos estudiado.

Desde aquel mismo día se iniciaba una nueva y ya definitiva etapa de la vida y los apostolados del Opus Dei, que Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría, calificó como "etapa de la fidelidad y la continuidad". En ese tiempo permanente de plena fidelidad al espíritu fundacional camina la Prelatura desde entonces en su servicio a la Iglesia, al Romano Pontífice y a todas las almas.

Antonio ARANDA