La expresión "deberes de estado" es clásica en la ética deontológica y en la teología moral para indicar los deberes u obligaciones que corresponden al sujeto en coherencia con su estado civil (soltero, casado, viudo), su posición social, su profesión, etc. Del campo de la ética y la deontología el concepto pasó a la teología espiritual, aunque situado en un contexto antropológico más amplio, porque la espiritualidad no sólo trasciende el deber considerando al sujeto en un contexto de crecimiento interior, como ya acontece en la moral de virtudes, sino que orienta la vida hacia Dios, que nos ha manifestado su amor en Cristo, y en consecuencia la concibe como respuesta al amor divino. No obstante, la noción de "deberes de estado" tiene un lugar también en la vida espiritual, porque el amor, trascendiendo el deber, lo presupone y lo asume en su dinámica. Así aparece en la enseñanza de san Josemaría, cuyo mensaje impulsa concretamente a santificarse en la vida ordinaria, con todo lo que esa vida comporta, también los deberes y obligaciones.
Laicos y Jerarquía constituyen la Iglesia viandante, y cada fiel –hijo de Dios en cuanto bautizado– tiene las gracias necesarias –"gracia de estado"– para cumplir su propia misión y los deberes específicos que conlleva. A la distinción entre clero y laicado se añade el estado religioso, que es un camino de santificación; santificación que implica, en uno u otro grado, una separación de las condiciones del vivir ordinario en la sociedad, prefigurando así la vida bienaventurada propia de la escatología. Esta tripartición de las vocaciones eclesiales contribuye a hacer eficaz la actividad salvífica de la Iglesia, dirigida a hombres y mujeres del mundo entero.
Todos los cristianos estamos llamados a ser perfectos, como nuestro Padre que está en los cielos (cfr. Mt 5, 48): "Nos ha llamado [el Señor] –afirmaba san Josemaría dirigiéndose a los fieles del Opus Dei– para que recordemos a todos que, en cualquier estado y condición, en medio de los afanes nobles de la tierra, pueden ser santos" (Carta 24–III–1930, n. 19: IJC, p. 68). El laico, para santificarse, no necesita apartarse del mundo u ordenarse sacerdote, sino que, permaneciendo en el mundo, puede y debe vivir todas las virtudes a las que el hombre está llamado, y con la ayuda de la gracia, alcanzar la santidad y contribuir desde dentro a la santificación del mundo.
Cuando san Josemaría comenzó, a partir del 2 de octubre de 1928, a vivir y a difundir esta doctrina, lo hacía a contracorriente: "choca nuestro modo de proceder: yo lo veo. No lo entienden. Preguntan que cómo, en medio del mundo, en todas las encrucijadas de la vida, vais a buscar la santidad. Piensan que la santidad se busca sólo en la quietud del monasterio, en el silencio del rincón de una iglesia, en el recogimiento del convento, en la soledad del claustro" (Carta 29–XII–1947/14–II–1966, n. 106: IJC, p. 256, nt. 68). Por eso, "algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más" (IJC, p. 66).
La realidad es que a partir del siglo IV –y ya desde antes– estaba muy difundida la mentalidad que vinculaba la posibilidad de alcanzar la perfección cristiana a la vida en un determinado estado, la condición monástica o religiosa, denominada por eso "estado de perfección". No faltaron excepciones, algunas muy netas como san Juan Crisóstomo cuando escribe: "sería un error monstruoso creer que el monje debe tener una vida más perfecta mientras que los demás deben desinteresarse de esta preocupación (...). Laicos y monjes deben alcanzar una perfección idéntica" (Contra los perseguidores de los que inducen a otros a abrazar la vida monástica, III, 14, PG 47, 372 C). Pero no pasaba de ser una excepción. Santo Tomás de Aquino, que no dudaba en reconocer que "no hay inconveniente en que algunos sean perfectos sin estar en estado de perfección y en que otros que están en estado de perfección no sean perfectos" (S.Th. II-II, q. 184, a. 4, r.), seguía anclado –como esa misma frase manifiesta– en el concepto de estado de perfección. Y así continuó sucediendo en la literatura teológico–canónica posterior. San Josemaría, sin embargo, proclama con fuerza "que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas" (CONV, 26). A quien le acusaba de querer fundar un nuevo "estado" en la Iglesia, le respondía: "quería que las gentes se santificaran como fieles cristianos, cada uno en su estado, cumpliendo los deberes propios del que tenían, en el ejercicio de su trabajo profesional y en el lugar que ocupasen en el mundo" (Carta 29–XII–1947/14–II–1966, n. 7: IJC, p. 64).
Todo bautizado está llamado a la plenitud de vida cristiana, a la perfección, a la santidad –son términos equivalentes– y cada uno según la vocación que haya recibido y la misión que de esa vocación deriva. Por eso, cualquier bautizado tiende a la misma perfección santificando los deberes específicos de su estado y de sus circunstancias: célibe, casado, padre, hijo, viudo, trabajador, presbítero, religioso, ciudadano, enfermo. A modo de corolario de lo anterior, san Josemaría escribía: "Por exigencia de su común vocación cristiana, como algo que exige el único bautismo que han recibido, el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida divina (cfr. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catecheses, 21, 2). Esa santidad, a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en el seglar: porque el laico no es un cristiano de segunda categoría" (Carta 2–II–1945, n. 8: AGP, serie A.3, 92-3–2).
Laico, clérigo o religioso, cada uno deberá asumir los deberes de su propio estado para hacerse santo. De hecho, "la mejor manera de participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso, ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su vocación humana" (CONV, 112). No se trata, pues, de buscar un "estado de perfección", sino la perfección en el propio estado, que incluye el cumplimiento de los deberes correspondientes: por amor a Dios y al prójimo.
El mensaje de san Josemaría recuerda a todos los cristianos –y especialmente a los cristianos que viven en medio del mundo, que son el objeto ordinario de su predicación– que para ser fieles a Cristo deberán asumir seriamente los compromisos que implica su propio estado. Quizá cabe sintetizar esos compromisos acudiendo a una conocida frase: "in necessariis unitas; in dubiis libertas, in omnibus charitas". Corresponde a todos los fieles cristianos, en cuanto bautizados, obrar siempre con caridad (in omnibus), de la que depende toda santificación personal. Corresponde a la Jerarquía recordar y proporcionar a los fieles todo cuanto sea necesario (in necessariis) para la salvación, en materia de fe, de moral y de sacramentos, el ministerio de la Eucaristía y de la Palabra, de modo que todos estén unidos a Dios en la Iglesia de Cristo (unitas). A todos les corresponde la decisión responsable (libertas) para hacer el bien y ejercitar los deberes y derechos inherentes al propio estado, actuando con personal determinación en el ámbito de lo opinable (in dubiis), que se manifiesta en especial en el campo de las realidades terrenas.
No es éste el lugar para analizar los deberes (y los derechos, pues deberes y derechos son dos caras de la misma moneda) de los diversos estados, tema por lo demás inabarcable dada la gran variedad de posibles situaciones. Hagamos, no obstante, una referencia a algunos, aunque sea de forma más breve.
a) Deberes en la vida profesional
El trabajo, la ocupación profesional llena la mayor parte de las horas de la jornada de hombres y de mujeres, de modo que esa tarea deberá ser el eje de su santificación, algo que san Josemaría resumía diciendo: "santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo". Lo que, obviamente, implica cumplir todos los deberes y responsabilidades que la profesión comporta. San Josemaría lo explica con nitidez, y de muchas maneras. "Para santificar la profesión, hace falta ante todo trabajar bien, con seriedad humana y sobrenatural", se lee en una de las homilías del fundador del Opus Dei.
b) Deberes en la vida familiar
Junto al trabajo, la familia ocupa un lugar central en la predicación de san Josemaría, pues "la vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar" (ECP, 23). "Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad" (CONV, 91). "El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios". Y añade: "Realizad las cosas con perfección (...), poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano" (CONV, 121).
c) Deberes en la actividad social y política
La actividad social y política implica derechos y deberes que competen a todo ciudadano. A este respecto san Josemaría destaca, de una parte, la responsabilidad que a toda persona incumbe en relación con la sociedad a la que sirve y, por tanto, el espíritu de servicio: la "capacidad que podríamos llamar técnica, ese saber realizar el propio oficio, ha de estar informado por (...) el espíritu de servicio, el deseo de trabajar para contribuir al bien de los demás hombres" (ECP, 51). Y, de otra, la conciencia de la libertad en todo lo opinable: "Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos –está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo– que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, que trata de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales" (Carta 9–I–1932: AGP, serie A.3, 91-3–2). De ahí que san Josemaría re– valorizara lo que llamaba mentalidad laical, que lleva a asumir la personal responsabilidad de las acciones, a respetar a quien propone en materias opinables soluciones diversas a las que uno sostiene y, por tanto, no sólo tolerar sino amar el pluralismo (cfr. CONV, 117).
En estas materias la Jerarquía de la Iglesia tiene el deber de mostrar las verdades y principios que derivan del Evangelio, de la ley natural y de los derechos universales del hombre, que deben por tanto orientar la actuación del cristiano y, en términos más amplios, de todo hombre de buena voluntad. Pero las soluciones concretas y técnicas a esos problemas corresponden a los ciudadanos; hablando teológicamente, a los laicos, que tienen por misión propia "buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales" (LG, 31). Sería, por tanto, clericalismo pretender por parte de los sacerdotes imponer al laico, en nombre de la fe, criterios personales. Y, en cambio, sería laicismo tratar de implantar una radical separación entre fe y vida, cuando en realidad la fe da luces sobre el sentido de la vida humana y ayuda a enfocar las cuestiones temporales, siempre respetando a la vez el margen de "opinabilidad" y, en ocasiones de incertidumbre, que implican el acontecer histórico y la vida social. Por eso, "un cristiano ha de hacer compatible la pasión humana por el progreso cívico y social con la conciencia de la limitación de las propias opiniones, respetando, por consiguiente, las opiniones de los demás y amando el legítimo pluralismo. Quien no sepa vivir así, no ha llegado al fondo del mensaje cristiano" (Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, "Las riquezas de la fe", 2–XI– 1969, ABC, Madrid).
Giorgio FARO
En su sentido más amplio, la palabra "defecto" indica la imperfección física o moral de una cosa o de un sujeto, o –lo que es equivalente– la carencia, por esa cosa o sujeto, de una cualidad debida. En la literatura teológica espiritual se suele distinguir entre defecto y pecado. Por pecado se entiende la infracción voluntaria de la ley o voluntad divina, sea en materia grave (pecado mortal), sea en materia leve (pecado venial). Por defectos se entienden más bien las deficiencias o límites caracterológicos, anímicos o físicos, que pueden afectar a una persona; son pues, en cuanto tales, independientes de la voluntad, aunque la forma de comportarse puede llegar a agudizarlos (y en este sentido a hacer algún mal voluntario, en cuanto voluntariamente aceptados o cometidos) o a atenuarlos o incluso a hacerlos desaparecer. Con frecuencia, sin embargo, esta distinción no se aplica de manera neta y se habla conjuntamente de defectos y pecados.
En la enseñanza espiritual de san Josemaría, los defectos aparecen en dos contextos principales: en el de la lucha ascética personal, como una realidad con la que debemos contar y contra la que hay que pelear, con la ayuda de la gracia, para alcanzar la santidad; y en la relación con los demás, bajo la óptica de la caridad y el apostolado: amar a los demás con sus defectos, ayudándoles a corregirlos.
En el primer contexto, los defectos son, para san Josemaría, consecuencia de la limitación humana y también del pecado; algo, por tanto, con lo que siempre hay que contar, porque la perfección sólo se alcanza en el Cielo: "Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos" (ECP, 76)
Pero su visión es siempre positiva y optimista, enfocada desde un decidido afán de santidad y un convencimiento radical del poder de la gracia, y por tanto de a lucha ascética personal: podemos aspirar a superar cualquier defecto, aunque sea tarea de toda la vida: "La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad –insisto– está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios" (F, 312).
"La experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión. Ciertamente nuestros pecados pueden hacer difícil reconocer a Cristo. Por tanto, hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia mea (2Co 12, 9), te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado del aguijón que le humillaba. El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno. La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día" (ECP, 114).
El primer paso en esa lucha contra los propios defectos, es conocerlos y "reconocerlos", aceptarlos; por eso san Josemaría da particular importancia al examen de conciencia, como medio ascético práctico imprescindible en el camino de santidad: "Ten sinceridad "salvaje" en el examen de conciencia; es decir, valentía: la misma con la que te miras en el espejo, para saber dónde te has herido o dónde te has manchado, o dónde están tus defectos, que has de eliminar" (S, 148).
Un examen, por tanto, particularmente atento y profundo, "salvajemente sincero", porque los defectos más importantes pueden estar muy escondidos; y un examen que es siempre oración, diálogo con Dios, no mera introspección personal: la sinceridad con Dios y con uno mismo están íntimamente unidas (cfr. S, 739). Una vez identificados y aceptados los defectos, en esa oración sencilla y sincera que lleva al propio conocimiento, hay que luchar contra ellos: procurar corregirlos y eliminarlos. Una lucha en la que san Josemaría destaca el papel de la mortificación, insistiendo, una vez más, en un binomio clásico de la ascética cristiana: oración y mortificación: "Cada día un poco más –igual que al tallar una piedra o una madera–, hay que ir limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida personal, con espíritu de penitencia, con pequeñas mortificaciones, que son de dos tipos: las activas –ésas que buscamos, como florecías que recogemos a lo largo del día–, y las pasivas, que vienen de fuera y nos cuesta aceptarlas. Luego, Jesucristo va poniendo lo que falta. "¡Qué Crucifijo tan estupendo vas a ser, si respondes con generosidad, con alegría, del todo!" (F, 403)
En estas palabras se insinúa, además, el fundamento teológico último de esa lucha ascética contra los propios defectos: la Redención obrada por Jesucristo, que tiene su centro en la Cruz. Es decir, es el mismo Señor el que va puliendo nuestros defectos, con su gracia y con nuestra cooperación, haciéndonos cada vez más parecidos a Él: el Cordero sin mancha, sin defectos.
Por otra parte, coherentemente con sus enseñanzas sobre la vida ordinaria, el valor de la cosas pequeñas, etc., san Josemaría insiste en la perseverancia diaria en esa lucha; y con su profundo optimismo, sabe "darles la vuelta" incluso a los defectos más recalcitrantes: "Nuestra vida –la de los cristianos– ha de ser así de vulgar: procurar hacer bien, todos los días, las mismas cosas que tenemos obligación de vivir; realizar en el mundo nuestra misión divina, cumpliendo el pequeño deber de cada instante. –Mejor: esforzándonos por cumplirlo, porque a veces no lo conseguiremos y, al venir la noche, en el examen, tendremos que decir al Señor: no te ofrezco virtudes; hoy sólo puedo ofrecerte defectos, pero –con tu gracia– llegaré a llamarme vencedor" (F, 616).
Tampoco olvida san Josemaría una experiencia frecuente, respecto a los propios defectos, en las personas que van ya avanzando en su camino de santidad: "Procuremos fomentar en el fondo del corazón un deseo ardiente, un afán grande de alcanzar la santidad, aunque nos contemplemos llenos de miserias. No os asustéis; a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que sólo gusta de la limpieza de Dios. Díselo ahora, desde el fondo de tu corazón: Señor, de verdad quiero ser santo, de verdad quiero ser un digno discípulo tuyo y seguirte sin condiciones. Y enseguida has de proponerte la intención de renovar a diario los grandes ideales que te animan en estos momentos" (AD, 20). El amor a Dios conduce así a no pactar o dar poca importancia a los propios defectos y miserias, rechazando una engañosa comodidad que conduce a la tibieza espiritual y el aburguesamiento.
La continuación de la última cita nos introduce directamente en el segundo ámbito de utilización espiritual que san Josemaría hace de la expresión "defectos": "¡Jesús, si los que nos reunimos en tu Amor fuéramos perseverantes! ¡Si lográsemos traducir en obras esos anhelos que Tú mismo despiertas en nuestras almas! Preguntaos con mucha frecuencia: yo, ¿para qué estoy en la tierra? Y así procuraréis el perfecto acabamiento –lleno de caridad– de las tareas que emprendáis cada jornada y el cuidado de las cosas pequeñas. Nos fijaremos en el ejemplo de los santos: personas como nosotros, de carne y hueso, con flaquezas y debilidades, que supieron vencer y vencerse por amor de Dios; consideraremos su conducta y –como las abejas, que destilan de cada flor el néctar más precioso– aprovecharemos de sus luchas. Vosotros y yo aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean –nos dan lecciones de trabajo, de abnegación, de alegría...–, y no nos detendremos demasiado en sus defectos; sólo cuando resulte imprescindible, para ayudarles con la corrección fraterna" (AD, 20)
Desde esta perspectiva, el punto de partida vuelve a ser la constatación clara de la existencia de defectos en el ser humano: en este caso, en los demás. La dificultad para el camino personal de santidad surge entonces de nuestra inclinación (también consecuencia del pecado) a reaccionar a la contra, no de los defectos en sí mismos, sino de la persona que los posee, cerrando así el camino a una verdadera ayuda, al ejercicio de la caridad. Por eso, para san Josemaría, la clave está en ver, primero, comprender, después, y, sobre todo, amar, a la persona en cuanto tal, más allá de sus defectos; o mejor, "con sus defectos".
Se trata de una enseñanza de origen evangélico (cfr. Mt 6, 22-23 y 7, 3) que san Josemaría hace suya: "Los defectos que ves en los demás quizá son los tuyos. «Si oculus tuus fuerit simplex...» –Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado; más si tienes malicioso tu ojo, todo tu cuerpo estará oscurecido. Y más aún: "¿cómo te pones a mirar la mota en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que está dentro del tuyo?" –Examínate" (S, 328).
Las consecuencias de este comportamiento, basado en la verdadera caridad cristiana, son llevadas por san Josemaría hasta el final: "Has de querer a tus hermanos, los hombres, hasta el extremo de que incluso sus defectos –cuando no sean ofensa de Dios– no te parezcan defectos. Si no quieres más que las buenas cualidades que veas en los demás –si no sabes comprender, disculpar, perdonar–, eres un egoísta" (F, 954).
Una aplicación particular de estas ideas, frecuente en la predicación de san Josemaría, coherentemente con su gran valoración cristiana y social de la familia, es la que corresponde a la vida matrimonial, al trato entre los cónyuges: "Que se quieran. Y que sepan que a lo largo de la vida habrá riñas y dificultades que, resueltas con naturalidad, contribuirán incluso a hacer más hondo el cariño. Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio –su mal genio, a veces– y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño" (CONV, 108).
Otra aplicación, coherente ahora con su hondo sentido eclesial, se refiere a la Iglesia: "Gens sancta, pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos (...). Cuando el Señor permita que la flaqueza humana aparezca, nuestra reacción ha de ser la misma que si viéramos a nuestra madre enferma o tratada con desafecto: amarla más, darle más manifestaciones externas e interiores de cariño. Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos" (AIG, pp. 23, 24-25).
Finalmente, también encontramos en la enseñanza de san Josemaría una especie de confluencia entre estos dos aspectos del papel que desempeñan los "defectos" en la vida espiritual: el choque entre los defectos personales y los del prójimo nos debe llevar, a la vez, a comprender, a ayudar, y a corregirlos: "Chocas con el carácter de aquel o del otro... Necesariamente ha de ser así: no eres una moneda de cinco duros que a todos gusta. Además, sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes –imperfecciones, defectos– de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección? Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues, no te santificarías" (C, 20).
Como síntesis de todas estas ideas, puede servir el siguiente punto de Surco: "¡Que el otro está lleno de defectos! Bien... Pero, además de que sólo en el Cielo están los perfectos, tú también arrastras los tuyos y, sin embargo, te soportan y, más aún, te estiman: porque te quieren con el amor que Jesucristo daba a los suyos, ¡qué bien cargados de miserias andaban! "¡Aprende!" (S, 758)
Javier SESÉ
(Nac. Milán, Italia, 9–XII–1903; fall. Lourdes, Francia, 27–VIII–1972). Cardenal y Vicario General de Roma, amigo íntimo de san Josemaría. Hijo de Giovanni dell'Acqua y de Giuseppina Vasalli, estudió en los Seminarios de Monza y de Milán. Acabados sus estudios filosóficos y teológicos, se trasladó a Roma para hacer el doctorado en Derecho Canónico, que obtuvo en la Universidad Gregoriana. Recibió la ordenación sacerdotal de manos del cardenal Tosi el 9 de mayo de 1928, en la iglesia de San Bernardino, en Sesto Calende (Várese), y se incorporó el mismo año a la Congregación de los Oblatos de San Ambrosio y San Carlos.
En 1931 recibió el encargo de Secretario de la Delegación Apostólica en Grecia, y después en Turquía, donde trabajó junto a Mons. Roncalli, el futuro Juan XXIII. En 1935 fue nombrado rector del Seminario Pio–Romano y en 1954, Sustituto de la Secretaría de Estado. El 27 de diciembre de 1958 fue consagrado obispo por Juan XXIII, quien le conocía bien y le llamaba, afectuosamente, Angelino. Siguió en su encargo en Secretaría de Estado hasta 1967, momento en que Pablo VI le confirió la púrpura cardenalicia y le nombró Presidente de la Prefectura de los Asuntos Económicos, y en 1968, Vicario de la diócesis de Roma. En ese año fue nombrado Gran Canciller de la Pontificia Universidad Lateranense.
San Josemaría conoció a Mons. Dell'Acqua con ocasión del Centro ELIS, obra apostólica a favor de la juventud trabajadora que se creó con el dinero recolectado en todo el mundo con motivo del octogésimo cumpleaños de Pío XII, y que le fue encomendada al Opus Dei en el pontificado de Juan XXIII. En esa gestión intervino el cardenal Dell'Acqua; y también intervino en la organización de la visita de Pablo VI al ELIS el 21 de noviembre de 1965 para presidir su inauguración (era la primera vez que un papa acudía a un Centro de la Obra). En esa ocasión, se inauguró también la parroquia colindante de San Giovanni Battista in Collatino, confiada a sacerdotes del Opus Dei, donde el Papa celebró la Misa ese mismo día.
Al día siguiente escribió a san Josemaría, diciéndole que el Papa se había marchado contentísimo por la acogida recibida. Después Mons. Dell'Acqua volvió al Centro ELIS con san Josemaría el 6 de diciembre de 1967. En poco tiempo su amistad llegó a ser muy honda y sincera. Como resulta del abundante epistolario y de las conversaciones entre los dos, el cardenal comprendió bien el espíritu del Opus Dei, y siempre escuchó con atención el pensamiento del fundador sobre la crisis que afectaba a la Iglesia en aquellos años.
Así escribía san Josemaría al cardenal el 27 de abril de 1970: "Muchísimo me ha alegrado el ver, una vez más, que Dios le ha concedido la gracia de entender a fondo nuestro espíritu; y, como puntos esenciales de él, el amor y la lealtad constante hacia la Santa Iglesia y el Papa, y el ansia apostólica de llevar a Cristo todas las almas. Esa afectuosa comprensión suya nos ha sido y nos es de gran estímulo y consuelo para amar cada día más a nuestra Madre la Iglesia y al Vicario de Cristo en la tierra" (AVP, III, p. 596).
Dell'Acqua llegó a ser el conducto de comunicación entre el fundador y el Papa, en lo que se refería a la Obra y la Iglesia. San Josemaría y Dell'Acqua coincidían en su visión del momento histórico, por lo que el trato entre ambos fue muy estrecho, como reflejan también algunas declaraciones testimoniales. En cierta ocasión, el cardenal, hablando con don Javier Echevarría, actual Prelado del Opus Dei, se refirió a san Josemaría con estas palabras: Mi fa tanto bene parlare con lui! ("¡Me hace mucho bien hablar con él!"). "Es un verdadero servicio para mi alma, cada una de las conversaciones que tengo con monseñor Escrivá de Balaguer" (URBANO, 1995, p. 396). En otro momento, el domingo 12 de abril de 1970, siendo ya cardenal vicario, apareció un día en la parroquia de San Giovanni Battista in Collatino y dijo a los feligreses: Sono venuto per testimoniare in pubblico, in modo che lo sappiano tutti, il mió affetto e la mia ammirazione per il Padre e per l'Opus Dei ("He venido para testimoniar públicamente, de modo que lo sepan todos, mi afecto y mi admiración por el Padre y por el Opus Dei": DOLZ, 2008, pp. 207-208).
Dell'Acqua murió inesperadamente el 27 de agosto de 1972, de un infarto, mientras se encontraba en Lourdes acompañando a un grupo de peregrinos de la diócesis de Roma.
Para san Josemaría su pérdida fue un duro golpe. Dijo apenado: "Lo siento como si se me hubiera muerto un hermano. Para mí era un hermano... Pero aún me duele más, porque era un servidor leal del Papa y de la Iglesia. Y de esos, el Señor no tiene muchos... Sé bien cuánto ha sufrido este hombre, por causa de ciertas personas que no entendían ni su entrega, ni su abnegación, ni su fidelidad a la autoridad de la Iglesia... En el cielo se habrá encontrado el premio. Yo, desde ahora, acudo a él como intercesor" (URBANO, 1995, p. 429).
Cosimo DI FAZIO
El lenguaje ordinario entiende el término "desagravio" como la reparación o compensación de una ofensa o perjuicio. Desagravia "el que devuelve al ofendido algo que ame tanto o más de lo que aborrece la ofensa" (S.Th. III, q. 48, a. 2, c). En la espiritualidad cristiana hace referencia al acto de reparar a Dios por los pecados y faltas propias y ajenas. Esa reparación se entiende como participación del cristiano en la obra redentora de Cristo, tanto en su aspecto positivo de restauración de la obra de Dios como en el negativo de expiación del pecado.
Las ideas de desagravio y reparación pertenecen a la experiencia humana común. También a la cristiana; de ahí que puedan encontrarse referencias a estas en la literatura de los primeros siglos. Esa praxis adquirió un matiz especial en la espiritualidad reparadora, que se desarrolló con mayor intensidad en el pueblo cristiano a partir de la experiencia mística de santa Margarita María de Alacoque (+1690) y de su devoción al Corazón de Jesús, y alcanzó su cima en la llamada por algunos autores "era reparadora" de la Iglesia latina, delimitada entre la universalización de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús (1856) y la instauración de la solemnidad de Cristo Rey (1925). En ese período la Iglesia vivió un florecer de congregaciones religiosas, agrupaciones de sacerdotes y laicos, cofradías, etc., dedicadas al ideal de la reparación. El estatuto teológico de la reparación al Sagrado Corazón de Jesús fue recogido y expuesto por Pío XI en la Cart. Enc. Miserentissimus Redemptor (8–V–1928).
San Josemaría se forma teológica y espiritualmente durante ese período. Conoce, por tanto, la literatura sobre la reparación, y las devociones como la Comunión Reparadora, las súplicas y preces de la Hora Santa, los ejercicios del Primer Viernes, etc. Cabe suponer que leyó la Cart. Enc. Miserentissimus Redemptor de Pío XI, publicada en castellano por el Boletín Oficial del Obispado de Madrid–Alcalá el 1 de junio de 1928, y que se identificó con esa doctrina como demuestran sus escritos. Y es indudable que conoció y estuvo en contacto con la Obra del Amor Misericordioso, movimiento devocional basado en el ofrecimiento a Dios de la propia vida en identificación con Cristo víctima para satisfacer por tantas ofensas (cfr. REQUENA, 2009, pp. 139-174). Una vez dicho esto, debe añadirse que no se vinculó de forma plena con ninguna de esas realidades devocionales, sino que mantuvo una línea propia.
En sus obras usa indistintamente las palabras "desagravio/ar" y "reparación/ rar". Y algunas veces une los dos términos, dando a entender su equivalencia: "Ama a Dios por los que no le aman: debes hacer carne de tu carne este espíritu de desagravio y de reparación" (F, 444). Para san Josemaría los actos de desagravio brotan de lo íntimo del corazón, son demostración práctica de amor a Dios. El desagravio está relacionado con la redamatio o correspondencia al amor que Dios tiene a cada uno de los hombres. Es un amor que sufre –dolor de amor– cuando se ofende a la persona amada: "No pidas a Jesús perdón tan sólo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente... –Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán..., ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido (...)" (C, 402). Puesto que manifiestan el amor a Dios, los actos de desagravio se revelan como medio eficaz de progreso espiritual: atraen la gracia del Señor, ejercitan el alma en la presencia de Dios, y renuevan los deseos de entrega y de lucha ascética.
San Josemaría vivió con hondura el hecho de que la Pasión de Cristo es el gran acto de desagravio al amor divino herido, el único sacrificio de valor infinito capaz de reparar sobreabundantemente las ofensas de los hombres. Sólo unidas a la Cruz de Cristo, las acciones del cristiano pueden ser actos eficaces de desagravio: "Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda gama de dolor, todo tipo de tormentos" (ECP, 168). En este sentido, "el dolor es un don, una posibilidad de identificación con Cristo, y una tarea: responsabilidad de completar con Él, libremente y por amor, la obra de la redención" (BINETTI, 1995, p. 417).
En la vida y en la doctrina de san Josemaría hay un sólido nexo entre amor a Dios, Cruz, desagravio, expiación y propósitos de entrega: "Yo subiré con ellos [Nicodemo y José de Arimatea] al pie de la Cruz me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia (...). Cuando todo el mundo os abandone y desprecie..., serviam!, os serviré, Señor" (VC, XIV Estación).
Para san Josemaría, el desagravio no se limita al aspecto penitencial o de mortificación voluntaria en expiación de los pecados; abarca toda muestra de amor del vivir diario que desee consolar y dar alegrías al Señor para contrarrestar los desamores. En este sentido habría que vincular os actos de desagravio con dos dimensiones inseparables en la vida espiritual de san Josemaría: la filiación divina: "las ansias de reparación que pone tu Padre Dios en tu alma, se verán satisfechas, si unes tu pobre expiación personal a los méritos infinitos de Jesús" (F, 604); y la infancia espiritual: "a la vista de tantas ofensas para el Señor, si decimos a Jesús con voluntad eficaz, al ir en el tranvía, por ejemplo: «Dios mío, querría hacer tantos actos de amor y de desagravio como vueltas da cada rueda de este coche», en aquel mismo instante delante de Jesús realmente le hemos amado y desagraviado según era nuestro deseo. –Esta «bobería» no se sale de la infancia espiritual: es el diálogo eterno entre el niño inocente y el padre chiflado por su hijo" (C, 897).
La posibilidad de desagraviar no requiere momentos particulares, pues toda ocasión es buena para elevar el corazón a Dios en oración. La espiritualidad secular que vivió y transmitió san Josemaría tiende a lograr que los cristianos sean contemplativos en medio del mundo: "Esas prácticas [plan de vida] te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar un teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y concluirla; todo lo referirás a tu Padre Dios" (AD, 149).
Pero hay momentos más apropiados y convenientes para el desagravio, tal es el caso del examen de conciencia: "acaba siempre tu examen con un acto de Amor – dolor de Amor–: por ti, por todos los pecados de los hombres..." (C, 246); o también la advertencia concreta de actos o lugares donde consta que se quebranta la ley divina: "no seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de rezar a María Inmaculada una jaculatoria siquiera cuando pases junto a los lugares donde sabes que se ofende a Cristo" (C, 269).
Vicente BOSCH
San Josemaría valoró muy a fondo el trabajo humano; más aún, hizo del trabajo, de la santificación del trabajo, el quicio de una vida espiritual que llegara a abarcar la totalidad de la jornada. A la vez, dejó muy claro que el hombre no es un ser–para–el– trabajo, alguien que trabaja para trabajar. El hombre está hecho para el amor, y es el amor, con todo lo que implica, lo que da sentido al trabajo. "La dignidad del trabajo –afirma en una de sus homilías– está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio". El trabajo –continua– es por eso "oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas". E inseparablemente servicio y apostolado, "ocasión de entrega a los demás hombres" (ECP, 49).
Estas afirmaciones tienen, en el mensaje de san Josemaría, muchas implicaciones. Con ellas se relacionan la valoración de la amistad, la decidida afirmación de la importancia de la familia –y de la vida de familia– para el desarrollo de la persona y de la sociedad, el aprecio por el arte, por la cultura, etc. Y también su doctrina sobre el descanso, entendido no sólo como reposo físico, sino también, y sobre todo, como esa serenidad interior que hace posible que el hombre no quede encerrado ni en el proceso de trabajar ni en una obsesiva preocupación por sus obligaciones o necesidades.
La antropología cristiana se caracteriza, y el fundador del Opus Dei lo enseña con claridad, por la vital conexión entre lo divino y lo humano. "Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra" (AD, 75). Una de las aplicaciones de este principio, que tal vez no se encuentre entre las más elevadas, pero sí entre las más cotidianas, es el descanso. San Josemaría consideraba el deber del descanso como una necesidad física, pero lo veía también desde una perspectiva teologal, como una manifestación del amor de Dios por cada persona, realidad que glosó en algunas ocasiones acudiendo con la metáfora del borrico, en el que –pensando en la entrada de Jesús en Jerusalén– apreciaba la humildad y la docilidad de quien se sabe escogido por Dios para su servicio, y afirmaba: "Pensad que Dios ama apasionadamente a sus criaturas, y ¿cómo trabajará el burro si no se le da de comer, ni dispone de un tiempo para restaurar las fuerzas, o si se quebranta su vigor con excesivos palos? Tu cuerpo es como un borrico (...) hay que dominarlo para que no se aparte de las sendas de Dios, y animarle para que su trote sea todo lo alegre y brioso que cabe esperar de un jumento" (AD, 137). En sus enseñanzas, late la convicción de que, sin el debido reposo, no se puede servir bien a Dios: "Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados" (C, 706).
Esta predicación se apoya, por lo demás, en la Sagrada Escritura. Concretamente, en el Libro del Génesis (2, 1-3) se afirma que Dios descansó en el día séptimo, después de terminar su obra creadora. Juan Pablo II comenta en su Cart. Enc. Laborem exercens este pasaje: "El hombre tiene que imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del descanso" (LE, 25). El hombre, que da gloria a Dios cooperando con la obra creadora mediante el trabajo, se la da también participando en su complacencia con la creación, mediante el descanso y la contemplación de esa bondad de lo creado que lleva a alabar al Creador.
El Nuevo Testamento nos enseña que Cristo "no rechazaba el descanso que le ofrecían sus amistades" (AD, 121) y se preocupa de que los suyos "vayan con Él a un lugar solitario para descansar" (S, 470). El trabajo y el descanso alcanzan su más pleno sentido al ser insertados en la misión salvadora del Verbo Encarnado: el descanso, como anticipo de la Resurrección, ilumina la fatiga del trabajo como unión con la Cruz de Cristo.
La persona que quiere convertir todas las realidades de la vida ordinaria en camino de santidad debe tener en cuenta que el descanso no es una excepción respecto a la llamada a la santidad; descansar es un mandato divino y, por tanto, una actividad a través de la cual la persona puede y debe unirse más a Dios. "Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo" (AD, 10). Santificar el descanso es una consecuencia lógica de la unidad de vida, que lleva a buscar en todas las cosas –sin fisuras– la gloria de Dios y la propia santidad: "¿Por qué no pruebas a convertir en servicio a Dios tu vida entera: el trabajo y el descanso, el llanto y la sonrisa? –Puedes... ¡y debes! " (F, 679).
Las enseñanzas de san Josemaría sobre el descanso, entendiéndolo en el sentido más profundo del vocablo –descanso no sólo físico, sino también psicológico y espiritual–, entroncan con la realidad de la filiación divina, fundamento del espíritu del Opus Dei: "Descansad en la filiación divina" (AD, 150). Sus textos reflejan la convicción de que para el cristiano, el verdadero descanso se encuentra en Dios. Descansar supone creer y confiar en la Providencia Divina: saber que detrás de las fatigas, las dificultades y las preocupaciones propias de nuestra condición terrena, hay un Padre eterno y omnipotente que nos sostiene.
El camino es seguir las huellas del Hijo Unigénito; de ahí que el fundador del Opus Dei hable, siguiendo la Tradición cristiana, de encontrar reposo en el Verbo Encarnado: "¡Oh, Jesús! –Descanso en Ti" (C, 732); "[Jesús] nos ofrece su Corazón, para que encontremos allí nuestro descanso y nuestra fortaleza" (ECP, 170); "¡Que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón!" (F, 39).
La filiación divina hace que desaparezcan la inquietud y el nerviosismo o que, al menos, se mantengan en las capas más superficiales de nuestra psicología, de modo que, en el fondo del alma, reine una serenidad que contribuya al descanso del espíritu. Esa confianza en Dios debe acompañar también la lucha cristiana, el esfuerzo por crecer en la virtud e identificarse cada vez más con Cristo. En ese sentido san Josemaría utilizó la analogía del deporte, es decir, la actitud de quien se prepara, se entrena durante mucho tiempo, con confianza y serenidad, para alcanzar una meta. "Da muy buenos resultados emprender las cosas serias con espíritu deportivo... ¿He perdido varias jugadas? –Bien, pero –si persevero– al fin ganaré" (S, 169). Agradar a Dios con la lucha interior, de tal manera que la criatura consiga ser descanso para el Creador: "Dios te confirme en tu propósito, para que le seamos ayuda y descanso a Él" (S, 347).
El descanso no se identifica con el ocio, si por ocio se entiende la holgazanería, la pereza o el desperdicio de tiempo. "Todos los pecados –me has dicho– parece que están esperando el primer rato de ocio. ¡El ocio mismo ya debe ser un pecado! –El que se entrega a trabajar por Cristo no ha de tener un momento libre, porque el descanso no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo" (C, 357).
Descansar no quiere decir, por tanto, dejar el trabajo ordinario para quedar en el vacío, sino realizar otras tareas que distiendan y llenen el alma. San Josemaría insiste una y otra vez en este concepto: "Siempre he entendido el descanso como apartamiento de lo contingente diario, nunca como días de ocio. Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual" (S, 514).
Dentro de las ocupaciones que descansan caben muchos intereses humanos nobles: la dedicación a lecturas culturales, la audición de piezas musicales, los paseos, el deporte en sus variadas manifestaciones, el gusto por una buena obra de teatro o una buena película, las visitas a monumentos artísticos, tienen aquí, junto a otras posibilidades, su cabida: los días deben transcurrir sin "que no falte (...) el debido descanso, la tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado a una afición de arte, de literatura o de otra distracción noble" (CONV, 111). Palabras que podemos glosar con estas otras tomadas del Concilio Vaticano II: "El tiempo libre se debe emplear rectamente para descanso del espíritu y para cuidar la salud de la mente y del cuerpo, por medio de ocupaciones y estudios libres, por medio de viajes a otras regiones (...), por medio también de ejercicios y manifestaciones deportivas" (GS, 61).
Con la experiencia del descanso están también muy relacionadas las que solemos designar como diversión o fiesta, aunque ambas, sobre todo la segunda, trasciendan la idea de descanso. El Diccionario de la Academia define la diversión como "recreo, pasatiempo, solaz", acción que implica distraer la atención de las actividades que constituyen la tarea ordinaria, o de problemas y afanes que preocupan, que pesan sobre el espíritu y pueden llegar incluso, en algunos momentos, a engendrar inquietud y sosiego. Varias de las realidades mencionadas en los párrafos que preceden entran dentro del ámbito de la diversión. Pero parece oportuno recordar que la diversión puede tener, y tiene con frecuencia, dimensiones sociales: el hombre puede distraerse de forma individual, estando a solas, leyendo un libro o dando un paseo, por poner algunos ejemplos; pero otras muchas veces la diversión implica y presupone no sólo compañía, estar con otros, sino organizar reuniones y actividades en las que, estando unidos, participando de un mismo ambiente, de una misma satisfacción o alegría, se facilita el recreo y el solaz de todos.
Y, por otro lado, está la fiesta o, en plural, las fiestas, es decir, los días en que cesa colectivamente el trabajo, en los que se celebra o conmemora alguna solemnidad, y en los que se organizan actividades o regocijos que contribuyan a que las personas puedan reír y divertirse. Tanto la historia, como la experiencia ordinaria atestiguan la existencia de numerosas fiestas, celebradas por los más diversos motivos y con las más diversas características: una boda, un encuentro con antiguos amigos, aniversarios, ferias, procesiones, paradas militares, competiciones deportivas, juegos... Puede decirse que el sentido de la fiesta, de actividades que se organizan o desarrollan, no por su necesidad o su utilidad, sino como manifestación de la libertad y de la gratuidad y alegría de vivir, forma parte de la naturaleza humana.
San Josemaría tuvo un gran sentido de la fiesta. Ya desde niño aprendió, en el seno del hogar paterno, a celebrar aniversarios y acontecimientos familiares, y participó en la fiestas que tenían lugar en Barbastro (sobre los primeros años de san Josemaría pueden encontrarse datos, también sobre lo que apuntamos, en el primer capítulo de AVP, I). Quienes convivieron con él, ya fundado el Opus Dei, en Madrid o en Roma, recuerdan la importancia que concedía a las reuniones familiares o tertulias, su presencia –siempre que le fue posible– en la celebración de santos y cumpleaños, la atención con la que seguía –a veces incluso tamborileando sobre el brazo de la butaca en la que estaba sentado– las ocasiones en las que un coro o personas singulares cantaban en alguna reunión de familia una canción alusiva al cumpleaños o aniversario que se celebraba, o que contribuía a la alegría (cfr. algunos ejemplos en SORIA, 2001, passim y URBANO, 1995, pp. 373-433).
La diversión –o, si se prefiere, las diversiones– y las fiestas se presentan no sólo como una de las manifestaciones posibles del descanso, sino también como una realidad que invita al apostolado. Los cristianos –afirma el Concilio Vaticano II– están llamados a cooperar "para que las –manifestaciones y actividades culturales colectivas, propias de nuestro tiempo, se humanicen y se impregnen de espíritu cristiano" (GS, 61). Desde la Encarnación del Verbo, ninguna realidad humana noble es ajena a la santificación de los hijos de Dios, tampoco las variadas manifestaciones del descansar y del divertirse. "Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social" (S, 302).
Esa contribución reclamará, en más de un momento, tomar parte en la tarea de promover actividades –excursiones, búsqueda de sitios en los que transcurrir los periodos de vacación y de descanso, reuniones, bailes, obras de cine o de teatro...– en las que estén presentes esa alegría, ese sentido de la convivencia, esa valoración de la dignidad humana, que son propias del espíritu cristiano. Debe ser empeño de todos los cristianos –y de modo muy particular de aquellos que están llamados a santificarse en medio del mundo– impregnar, con el espíritu de Cristo, las actividades que los hombres realizan para distraerse o descansar: "Urge re cristianizar las fiestas y costumbres populares. –Urge evitar que los espectáculos públicos se vean en esta disyuntiva: o ñoños o paganos. Pide al Señor que haya quien trabaje en esa labor de urgencia, que podemos llamar apostolado de la diversión" (C, 975).
Para un cristiano –y san Josemaría lo era profundamente– el lenguaje y la actitud que son propios de la fiesta tienen un sentido y un alcance especiales referidos a las fiestas litúrgicas: el domingo y las grandes festividades en las que se celebra a la Trinidad, a Cristo y los acontecimientos centrales de su vida, a la Virgen María, a los ángeles y a los santos. Todas esas celebraciones son días privilegiados para "dedicarlos a la oración" (F 434), para unirse a Dios y en Dios y con Dios, en la conciencia del valor y del sentido de la existencia y, por tanto, en el amor a los demás y en la alegría. Así lo ha entendido la tradición vivida por la Iglesia desde los comienzos, que el Catecismo resume con estas palabras: "durante el domingo y las otras fiestas de precepto, los fieles se abstendrán de entregarse a trabajos o actividades que impidan el culto debido a Dios, la alegría propia del día del Señor, la práctica de las obras de misericordia, la distensión necesaria del espíritu y del cuerpo" (CCE, 2185).
El descanso dominical y festivo comportan, afirma Juan Pablo II, "enriquecimiento espiritual, mayor libertad, posibilidad de contemplación y de comunión fraterna". Desde esta perspectiva, añade, poseen "una dimensión «profética» afirmando no sólo la primacía absoluta de Dios, sino también la primacía y la dignidad de la persona en relación con las exigencias de la vida social, anticipando, en cierto modo, los «cielos nuevos» y la «tierra nueva»" (DD, 68, que cita, en su frase final, palabras de 2P 3, 13).
Todo el mensaje de san Josemaría sobre el descanso reposa sobre esa rica valoración del ser humano, y de la amplitud de su espíritu y su capacidad de amor, que son consubstanciales a la fe cristiana. Por eso en su predicación y en sus escritos ocupa un puesto la distinción, e incluso la contraposición, entre trabajo y descanso, en cuanto uno y otro implican momentos y actitudes diversas. Pero no entre descanso y oración, pues la oración da pleno sentido a los momentos en que se serena, se relaja o se regocija el espíritu; ni entre trabajo y oración, porque el trabajo debe realizarse con conciencia de la cercanía de Dios, de modo que el desarrollo de la vida espiritual lleve a hacer del trabajo oración y el cristiano llegue ser, también en el desempeño de sus ocupaciones y tareas, contemplativo en medio del mundo.
María de la Paz LÓPEZ–HERMIDA RUSSO
"Frente de Madrid. Una veintena de oficiales, en noble y alegre camaradería. Se oye una canción, y después otra y más. Aquel tenientillo del bigote moreno sólo oyó la primera: Corazones partidos yo no los quiero; y si le doy el mío, lo doy entero. «¡Qué resistencia a dar mi corazón entero!» –Y la oración brotó, en cauce manso y ancho" (C, 145).
Este punto de Camino puede constituir una buena introducción a la exposición de la virtud del desprendimiento en san Josemaría, ya que pone de relieve, de una parte, que el desprendimiento hace referencia al corazón, y por tanto, al amor; y, de otra, que tiene implicaciones en todas las dimensiones de la vida humana, desde las materiales hasta las espirituales.
En la Cart. Enc. Centesimus Annus, el papa Juan Pablo II se refiere al fenómeno del consumismo como un estilo de vida que "mantiene una persistente orientación hacia el «tener» en detrimento del «ser»". En su condena de esta nueva y sutil forma de materialismo, el Papa preveía ya de algún modo la seria crisis económica que el mundo entero sufriría en los años 2008 y siguientes. En gran parte, la causa principal de esa crisis económica global radica en la actitud consumista, extendida sobre todo en los países avanzados, en los que la acumulación ilimitada de riqueza se convierte en el fin último y en la razón de ser de la vida terrena. Esta actitud conduce a la confusión de "los criterios que permiten distinguir correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de las nuevas necesidades humanas, que son un obstáculo para la formación de una personalidad madura" (CA, 36). Como un antídoto al consumismo es necesario crear "estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones" (CA, 36).
No es coincidencia que un fuerte aliado de Juan Pablo II en su lucha contra los perniciosos efectos del consumismo en el mundo moderno fuera alguien que él mismo canonizó el 6 de octubre de 2002 y al que llamó "el santo de la vida ordinaria", san Josemaría Escrivá de Balaguer. En sus escritos y predicación oral, san Josemaría aconsejaba siempre a los cristianos que encontraran el equilibrio entre "amar apasionadamente el mundo" y estar desprendido de los bienes terrenos. Solía advertir a aquellos que viven en medio del mundo sobre el doble peligro de un desprecio de las realidades creadas, de una parte, y el apegamiento a ellas, de otra. En la homilía que pronunció en el Campus de la Universidad de Navarra el 8 de octubre de 1967, señalaba lo que es signo de una auténtica espiritualidad cristiana y laical, usar los bienes materiales con actitud de servicio y en conformidad con el designio de Dios: "Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yahvé lo miró y vio que era bueno (cfr. Gen 1, 7 ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios" (CONV, 114).
Es obvio que el antídoto a esa forma moderna de materialismo llamada "consumismo" no consiste en una versión modernizada del maniqueísmo, esa antigua filosofía que consideraba la materia intrínsecamente mala. Nada más lejos del espíritu cristiano y de san Josemaría, que acuñó la expresión "materialismo cristiano": "No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo. El auténtico sentido cristiano que profesa la resurrección de toda carne se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu" (CONV, 114-115).
Materialismo cristiano significa considerar los bienes materiales como medios y no como fines en sí mismos. Significa dar el valor adecuado a los bienes de la tierra como venidos de las manos de Dios para ser utilizados en beneficio del desarrollo humano integral, en el desarrollo de todos y cada uno de los hombres.
El antídoto al consumismo, al culto a los bienes materiales, no es la pobretería o el rechazo del legítimo disfrute de las comodidades que la tecnología moderna puede proporcionar a los hombres y las mujeres que están en medio del mundo. Lo que se opone al consumismo es el espíritu de desprendimiento. San Josemaría describe el desprendimiento con detalles gráficos: "El desprendimiento que predico, después de mirar a nuestro Modelo, es señorío; no clamorosa y llamativa pobretería, careta de la pereza y del abandono" (AD, 122).
El materialismo cristiano no lleva a despreciar el consumo de bienes, sino que mueve a cuidar de los que poseemos y a emplearlos en bien de los demás, sintiéndonos a la vez "señores del mundo" y "administradores fieles de Dios" (cfr. AD, 122).
Las enseñanzas de san Josemaría acerca del verdadero espíritu de pobreza impulsan a los cristianos a actuar con soltura, con libertad interior y sin actitudes esquizofrénicas, al disponer de los bienes materiales. En una entrevista que concedió a la revista española Telva (1–II–1968), explicaba: "Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque –hecha de cosas concretas–, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades" (CONV, 110).
San Josemaría criticó siempre la "mística ojalatera", la "mística del ojalá", de la añoranza de situaciones diversas de las que a cada uno le toca vivir o de asumir como modélicos modos de comportamiento adecuados para otros caminos pero no para el propio. Lo que, en el terreno del desprendimiento y de la pobreza, pudiera llevar a los laicos, llamados a vivir en medio del mundo y en las condiciones habituales entre sus iguales, a mirar como ideales estilos de vida propios de los religiosos, pero inaplicables a su situación. Esto, obviamente, podía crear sentimientos de inquietud y, en última instancia, de admiración ineficaces. San Josemaría predicó siempre que el desprendimiento y la pobreza debían ser, también entre los cristianos corrientes, reales y verdaderos, pero no como impuestos desde fuera, sino como algo que brota de dentro, informando afectiva y efectivamente el propio comportamiento: "A veces se reflexiona sobre la pobreza cristiana, teniendo como principal punto de referencia a los religiosos, de los que es propio dar siempre y en todo lugar un testimonio público, oficial: y se corre el riesgo de no advertir el carácter específico de un testimonio laical, dado desde dentro, con la sencillez de lo ordinario" (CONV, 110). Y con la eficacia de lo ordinario.
Citamos como ejemplo unas palabras dirigidas a las madres de familia en relación con el uso de los bienes materiales en el hogar: "Sacrificio: ahí está en gran parte la realidad de la pobreza. Es saber prescindir de lo superfluo, medido no tanto por reglas teóricas cuanto según esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la comodidad indebida. Confort, en su sentido positivo, no es lujo ni voluptuosidad, sino hacer la vida agradable a la propia familia, y a los demás, para que todos puedan servir mejor a Dios" (CONV, 111).
San Josemaría conocía lo que significaba trabajar con los miembros más pobres y miserables de la sociedad. Cuando era un joven sacerdote en Madrid a finales de la década de los años veinte y principio de los treinta, pasó horas Incontables sirviendo las necesidades de los pobres y enfermos en los suburbios de la capital. Solían acompañarle estudiantes universitarios porque esas visitas eran también un medio de hacer crecer en esos jóvenes la virtud de la caridad. Allí, como antes en el hogar de sus padres, vio muy claramente que el desprendimiento es sobre todo una actitud espiritual, por lo que no nace sólo de la ausencia de bienes materiales. Para ilustrar esta idea de que el desprendimiento es la esencia del espíritu de pobreza, solía contar la historia de un mendigo que estaba desordenadamente apegado a su cuchara de peltre: "Hace muchos años –más de veinticinco– iba yo por un comedor de caridad, para pordioseros que no tomaban al día más alimento que la comida que allí les daban. Se trataba de un local grande, que atendía un grupo de buenas señoras. Después de la primera distribución, para recoger las sobras acudían otros mendigos y, entre los de este grupo segundo, me llamó la atención uno: ¡era propietario de una cuchara de peltre! La sacaba cuidadosamente del bolsillo, con codicia, la miraba con fruición, y al terminar de saborear su ración, volvía a mirar la cuchara con unos ojos que gritaban: ¡es mía!, le daba dos lametones para limpiarla y la guardaba de nuevo satisfecho entre los pliegues de sus andrajos. Efectivamente, ¡era suya! Un pobrecito miserable, que entre aquella gente, compañera de desventura, se consideraba rico" (AD, 123).
Frente a ese hecho, evocaba el de una dama de buena fortuna que usaba sus bienes con generosidad y los entregaba sin gastar apenas nada en sí misma: "Conocía yo por entonces –prosigue la homilía– a una señora, con título nobiliario, Grande de España. Delante de Dios esto no cuenta nada: todos somos iguales, todos hijos de Adán y Eva, criaturas débiles, con virtudes y defectos, capaces –si el Señor nos abandona– de los peores crímenes. Desde que Cristo nos ha redimido, no hay diferencia de raza, ni de lengua, ni de color, ni de estirpe, ni de riquezas...: somos todos hijos de Dios. Esta persona de la que os hablo ahora, residía en una casa de abolengo, pero no gastaba para sí misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le faltaban muchos de esos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo. ¿Me habéis entendido? Nos basta además escuchar las palabras del Señor: bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (AD, 123).
El desprendimiento se manifiesta, en suma, en el personal espíritu de mortificación y en la conciencia de que somos administradores de los bienes materiales y espirituales que Dios nos concede en beneficio de los demás. San Josemaría animó a establecer incontables iniciativas por todo el mundo para aliviar los sufrimientos de los pobres y desfavorecidos: hospitales, clínicas médicas, cursos de formación para jóvenes sin escuela, centros de día, escuelas agrarias para los hijos de los pequeños agricultores y muchas otras obras de misericordia corporal y espiritual. A través de un constante y perseverante trabajo de difusión de la doctrina social de la Iglesia, fue capaz de movilizar a muchas personas para ejercer una honda opción preferencial por los pobres. Y así, ya antes de que frases como "responsabilidad social corporativa" o "proyecto social" se empezaran a poner de moda en el mundo de los negocios, la predicación de san Josemaría había llevado a empresarios y ejecutivos a tomar conciencia de que debían afrontar su trabajo de forma que constituyera una labor de progreso social. En esta línea –es sólo un ejemplo entre otros– el IESE, considerado una de las mejores business schools del mundo, tiene como uno de sus rasgos distintivos el constante recuerdo, a los empresarios que participan en sus programas de formación, de su responsabilidad de trabajar por el bien común de la sociedad y no exclusivamente por el máximo beneficio (cfr. VILLEGAS, 2008, pp. 360-370).
Para San Josemaría, la razón última del espíritu de desprendimiento consiste en facilitar que la persona ame cada vez más a Dios y, al acercarse a Dios, aprenda a amar. Un amor desordenado a las criaturas debilita el amor a Dios. La santidad personal, que no es otra cosa que amar a Dios con toda la mente, con todo el corazón, con todas las fuerzas, entraña un esfuerzo durante toda la vida por evitar un desordenado amor a los bienes creados y, en última instancia, a uno mismo: "Hemos de exigirnos en la vida cotidiana, con el fin de no inventarnos falsos problemas, necesidades artificiosas, que en último término proceden del engreimiento, del antojo, de un espíritu comodón y perezoso. Debemos ir a Dios con paso rápido, sin pesos muertos ni impedimentas que dificulten la marcha. Precisamente porque no consiste la pobreza de espíritu en no tener, sino en estar de veras despegados, debemos permanecer atentos para no engañarnos con imaginarios motivos de fuerza mayor. Buscad lo suficiente, buscad lo que basta. Y no queráis más. Lo que pasa de ahí, es agobio, no alivio; apesadumbra, en vez de levantar (San Agustín, Sermo 85, 6)" (AD, 125).
Es esa la razón por la que el espíritu de desprendimiento lleva a los cristianos a servir mejor a Dios y a los demás: "El verdadero desprendimiento lleva a ser muy generosos con Dios y con nuestros hermanos; a moverse, a buscar recursos, a gastarse para ayudar a quienes pasan necesidad. No puede un cristiano conformarse con un trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para sostener a los demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia, como escribía San Pablo a los de Roma: la Macedonia y la Acaya han tenido a bien hacer una colecta para socorrer a los pobres de entre los santos de Jerusalén. Así les ha parecido, y en verdad obligación les tienen. Porque si los gentiles han sido hechos partícipes de los bienes espirituales de los judíos, deben también aquellos hacer partícipes a estos de sus bienes temporales (Rm 15, 26-27)" (AD, 126).
Cuanto venimos diciendo pone de manifiesto que si bien la virtud del desprendimiento hace referencia a la actitud frente a los bienes materiales, no se reduce a este campo. Teniendo su raíz en la actitud del corazón, implica ante todo desprendimiento de uno mismo, superación del egoísmo, de la tendencia a vivir en torno a la propia persona y a valorar ante todo y sobre todo lo propio.
San Josemaría explicó ampliamente esta dimensión del desprendimiento, poniendo como ejemplo el desprendimiento del propio parecer, sabiendo rectificar y respetando las opiniones de los demás. Entre los testimonios recogidos por la Postulación en su proceso de canonización se encuentran varios que testifican la sencillez y sinceridad con que cambiaba su opinión cuando se daba cuenta de que había cometido un error. Una de las mujeres que formaron parte de la Asesoría Central fue testigo de cómo san Josemaría sabía rectificar. "Perdonad, me equivoqué; –no vacilaba en decir– me faltaba un dato y ahora, al tenerlo, pienso de otra manera". "Os aseguro que rectificar quita lo agrio del alma", comentó en otra ocasión (Artículos del Postulador, 1058).
El respeto al parecer de los demás y la apertura a opiniones opuestas en materias dejadas a la libre discusión es, por lo demás, clave en el espíritu de libertad que estaba tan metido en el corazón de san Josemaría. Al comentar este sentido de libertad, decía: "Como consecuencia del fin exclusivamente divino de la Obra, su espíritu es un espíritu de libertad, de amor a la libertad personal de todos los hombres. Y como ese amor a la libertad es sincero y no un mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo. En el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado" (CONV, 67).
La humildad de estar desprendido de las opiniones personales capacita al cristiano a estar verdaderamente unido a todos en la misma fe, a pesar de la diversidad en las convicciones políticas, económicas, culturales y sociales. Como san Josemaría explicaba: "Un verdadero cristiano no piensa jamás que la unidad en la fe, la fidelidad al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, y la preocupación por hacer llegar a los demás el anuncio salvador de Cristo, esté en contraste con la variedad de actitudes en las cosas que Dios ha dejado, como suele decirse, a la libre discusión de los hombres. Más aún, es plenamente consciente de que esa variedad forma parte del plan divino, es querida por Dios que reparte sus dones y sus luces como quiere. El cristiano debe amar a los demás, y por tanto respetar las opiniones contrarias a las suyas, y convivir con plena fraternidad con quienes piensan de otro modo" (ibidem).
El desprendimiento, tal y como san Josemaría lo entendía, va más allá de dar un valor adecuado a los bienes materiales. También significa tener una alta estima por las opiniones de los otros y la humildad de estar despegado de la propia opinión. El desprendimiento era para él, en conclusión, un antídoto tanto para la concupiscencia de los ojos como para la soberbia de la vida.
Bernardo M. VILLEGAS
La reflexión teológica para describir la actitud del hombre ante Dios menciona sobre todo las tres virtudes teologales: la fe, por la que el hombre recibe la Palabra de la revelación, que le da a conocer la vida divina y la realidad infinita del amor de Dios; la esperanza, por la que confía plenamente en Dios y dirige hacia Él su deseo; la caridad, que le hace partícipe del mismo amor divino. Inmediatamente después de estas tres virtudes, se suele mencionar la religión, que es la virtud que lleva a referir la vida a Dios reconociendo su absoluta soberanía y rindiéndole culto. Entre los actos internos de la virtud de la religión, esa misma reflexión espiritual señala tres: la oración, que lleva a elevar la mente a Dios y a entrar en relación con Él; la adoración, por la que el hombre reconoce a "Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso" (CCE, 2096); y finalmente la devoción. Teniendo en cuenta que la virtud de la religión inclina a la persona a rendirse ante la soberanía y bondad divinas, lo específico de la devoción es la disposición que informa a la voluntad para suscitar en ella el deseo eficaz de unirse con Dios: es una apertura que se manifiesta en la prontitud para realizar actos internos de acatamiento y de amor, muchos de los cuales se plasmarán en prácticas externas, que son una afirmación de ese deseo inicial. La devoción es, pues, el reflejo de una voluntad activa, que se apoya en distintos recursos para que, manteniéndose vibrante, alcance su objetivo.
"Somos enamorados del Amor. Por eso, el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una cosa sin vida: ¡nos quiere impregnados de su cariño!" (F, 492). Estas palabras de san Josemaría encuadran el planteamiento para afrontar su vida cristiana y, en concreto, las prácticas de devoción. Siendo una disposición de la voluntad, la devoción, por su naturaleza, trasciende la sensibilidad. Sin embargo, la unidad del cuerpo y alma en el hombre otorga una originalidad propia a los actos de devoción. Así, cuando los actos de devoción son firmes y sinceros, pueden mover a la sensibilidad, y sobre todo a esa realidad, más profunda que la sensibilidad, que se suele designar como "corazón". En san Josemaría los actos de devoción son fruto de un corazón encendido que se propone positivamente amar a Dios, como puede verse, por ejemplo, en el trato con Santa María: "yo entiendo que cada Avemaría, cada saludo a la Virgen, es un nuevo latido de un corazón enamorado" (F, 615). Es claro que se trata de una actitud que no se basa en la emotividad y que implica un esfuerzo querido y consciente, meditado, de expresar a Dios el deseo de amarle sobre todas las cosas, que puede estar en ocasiones acompañado de afectos sensibles, o en otros momentos de sequedad: "No me importa contaros –confiaba san Josemaría– que el Señor, en ocasiones, me ha concedido muchas gracias; pero de ordinario, yo voy a contrapelo. Sigo mi plan no porque me guste, sino porque debo hacerlo, por Amor. Pero, Padre, ¿se puede interpretar una comedia con Dios?, ¿no es una hipocresía? Quédate tranquilo: para ti ha llegado el instante de participar en una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por amor a Dios, por agradarle, aunque te cueste" (AD, 152).
Conviene recordar también que el hombre necesita de realidades sensibles para los actos de culto y por eso recurre a imágenes, palabras, gestos, que guardan analogías con los sacramentos en cuantos signos sensibles de una realidad invisible, es decir, como medios que remiten a una realidad sobrenatural. Así se entiende este consejo: "pon en tu mesa de trabajo, en la habitación, en tu cartera..., una imagen de Nuestra Señora, y dirígele la mirada al comenzar tu tarea, mientras la realizas y al terminarla. Ella te alcanzará – ¡te lo aseguro!– la fuerza para hacer, de tu ocupación, un diálogo amoroso con Dios" (S, 531).
En el lenguaje cristiano se pasa relativamente pronto desde el término "devoción" en singular, que es el uso propio de la época antigua, al plural "devociones", para indicar las prácticas en las que se concreta la actitud de devoción, y que contribuyen a su desarrollo. La lectura del capítulo "Devociones" de Camino (551-574), junto con otros escritos, y la consideración de su biografía, permiten captar diversos aspectos de la doctrina de las devociones en san Josemaría. En primer lugar, el tono de sus escritos manifiesta su experiencia personal: cuanto afirma está apoyado en lo que se esfuerza por vivir, tratándose, en muchas ocasiones, de puntos autobiográficos. En cuanto al objeto de las devociones, sigue la tradición cristiana que ha consolidado la devoción y las devociones alrededor de los grandes misterios de la fe y de los demás aspectos capitales de la doctrina católica.
Se exponen a continuación las principales prácticas de piedad que vivió y recomendó san Josemaría sin pretensión de enumerar todos los aspectos de cada una. Es interesante destacar que, ya desde los primeros años, las distribuyó a lo largo de la semana, para así no dejar de tener presente las más importantes: "el domingo lo dedicaré a la Trinidad Beatísima. El lunes, a mis buenas amigas las Ánimas del Purgatorio. El martes, a mi Ángel Custodio y a todos los demás Ángeles Custodios, y a todos los ángeles del cielo sin distinción. El miércoles, a mi Padre y Señor San José. El jueves, a la Sagrada Eucaristía. El viernes, a la Pasión de Jesús. El sábado a la Virgen Santa María, mi Madre" (Apuntes íntimos, n. 568: AVP, I, p. 419, net. 215). Pero pasemos ya a enumerar esas devociones.
a) Santísima Trinidad
San Josemaría, haciendo suyo el uso de la liturgia, enseña a dirigirse a las tres Personas divinas, tratándolas singularmente, como aconseja: "aprende a alabar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una especial devoción a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo; espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo; amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Creo, espero y amo a la Trinidad Beatísima. –Hace falta esta devoción como un ejercicio sobrenatural del alma, que se traduce en actos del corazón, aunque no siempre se vierta en palabras" (F, 296). Se trata de una invocación que contribuye a alimentar el recuerdo constante de la Trinidad, cuyo punto de arranque se encuentra en el acto de culto por excelencia, la Eucaristía: "El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias (...). Es el sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los sacrificios de la Antigua Ley. En la Misa que ahora celebramos, interviene de modo especial la Trinidad Santísima. Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma: oímos a Dios, le hablamos, lo vemos, lo gustamos" (ECP, 86-87).
b) Jesucristo
La devoción al Verbo encarnado ocupa un lugar preponderante en las devociones del fundador del Opus Dei porque "todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas" (AD, 111). Para profundizar en el misterio de Cristo recomendaba meditar su vida mediante una lectura atenta del Evangelio, aunque sin dejar de destacar algún aspecto, como la Pasión, el trabajo de Cristo y la realidad de Jesús Niño, que le conmovía profundamente, como pone de relieve su libro de Santo Rosario, del que tomamos este pasaje: "¡Qué bueno es José! –Me trata como un padre a su hijo. ¡Hasta me perdona si cojo en mis brazos al Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y encendidas!... ¡Y le beso –bésale tú– y le bailo, y le canto, y le llamo Rey, Amor, mi Dios, mi Único, mi Todo!..." (SR, Tercer Misterio Gozoso). Por lo que se refiere a la Pasión recordemos el punto 382 de Camino: "Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: "Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo". –Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?". Así como su recomendación del Vía Crucis, tema de uno de sus libros y de la que afirma en Camino: "¡Esta sí que es devoción recia y jugosa! Ojalá te habitúes a repasar esos catorce puntos de la Pasión y Muerte del Señor, los viernes. –Yo te aseguro que sacarás fortaleza para toda la semana" (C, 556). En el contexto de la Pasión, la meditación sobre las llagas de Cristo ocupa también un lugar de relieve. Invita a introducirse en ellas para purificarse, empaparse de la Sangre de Cristo y encenderse en amor (cfr. F, 5).
Unido al sacrificio redentor, el fundador del Opus Dei venera el signo del cristiano y aconseja: "antes de empezar a trabajar, pon sobre tu mesa o junto a los útiles de tu labor, un crucifijo. De cuando en cuando, échale una mirada... Cuando llegue la fatiga, los ojos se te irán hacia Jesús, y hallarás nueva fuerza para proseguir en tu empeño. Porque ese crucifijo es más que el retrato de una persona querida –los padres, los hijos, la mujer, la novia...–; Él es todo: tu Padre, tu Hermano, tu Amigo, tu Dios, y el Amor de tus amores" (VC, XI Estación). En este contexto se sitúa la presencia de la cruz de palo que dispuso que se colocara en los oratorios de los centros del Opus Dei: un madero oscuro, sin la figura de Cristo, a modo de llamada al sacrificio escondido de cada día, "porque la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella" (C, 277).
Son muy abundantes sus detalles con Jesús sacramentado: no sólo aconseja la visita al Santísimo Sacramento (cfr. C, 554), sino también acompañarle, si no es posible físicamente, al menos haciendo que el corazón se escape desde el lugar de trabajo al sagrario (cfr. F, 746), esa "cárcel de amor", pues "desde hace veinte siglos, está Él ahí... ¡voluntariamente encerrado!, por mí, y por todos" (F, 827).
c) Espíritu Santo
El fundador del Opus Dei procuró mantener, desde muy joven, un trato íntimo con el Paráclito, como revelan anotaciones de 1932-34 (cfr. CECH, 266-269). Una muestra de su ardiente devoción se recoge en este punto de Forja, de sabor autobiográfico: "Siempre llevaba, como registro en los libros que le servían de lectura, una tira de papel con este lema, escrito en amplios y enérgicos caracteres: ure igne Sancti Spiritus! –Se diría que, en lugar de escribir, grababa: ¡quema con el fuego del Espíritu Santo! Esculpido en tu alma y encendido en tu boca y prendido en tus obras, cristiano, querría dejar yo ese fuego divino" (F, 923).
Partiendo de la fe en la cercanía al Paráclito, sugiere: "frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar. No olvides que eres templo de Dios. –El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones" (C, 57). De este modo, pone de relieve la tarea incesante de la Tercera Persona divina, y al mismo tiempo subraya cómo corresponder: "la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón" (ECP, 130).
d) Santa María Virgen
La piedad mariana impregna la vida de san Josemaría, que se sintió siempre un hijo que confía plenamente en la tierna mediación de su Madre, como afirma en Forja: "has de sentir la necesidad urgente de verte pequeño, desprovisto de todo, débil. Entonces te arrojarás en el regazo de nuestra Madre del Cielo, con jaculatorias, con miradas de afecto, con prácticas de piedad mariana..., que están en la entraña de tu espíritu filial. –Ella te protegerá" (F, 354). Rezaba habitualmente la oración de ofrecimiento a Santa María –¡Oh Señora mía, oh Madre mía!...– que le enseñaron sus padres (cfr. AD, 296). Su devoción a María Santísima tiene una honda entraña teológica y sacramental: le gustaba recordar, en conformidad con su tendencia a relacionar lo humano y lo divino, que "Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa" (ECP, 89).
En el rezo del santo Rosario, enfatiza que Nuestra Señora se encarga de conducir a quien lo reza por caminos de contemplación al meditar los gozos, dolores y la gloria de la Virgen. Aconseja también difundir esta práctica (cfr. F, 621). Y añade: "el Rosario es eficacísimo para los que emplean como arma la inteligencia y el estudio. Porque esa aparente monotonía de niños con su Madre, al implorar a Nuestra Señora, va destruyendo todo germen de vanagloria y orgullo" (S, 474). Tenía impuesto el escapulario del Carmen y lo valoraba de modo especial pues "pocas devociones –hay muchas y muy buenas devociones marianas– tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. –Además, ¡es tan maternal ese privilegio sabatino!" (C, 500).
e) San José
Consciente de los frutos que la devoción a san José trae al alma, declara: "desde hace muchos años, me gusta invocarle con un título entrañable: Nuestro Padre y Señor" (ECP, 39). Viendo en él un modelo de fidelidad a la misión que Dios le confió, subraya: "mira cuántos motivos para venerar a San José y para aprender de su vida: fue un varón fuerte en la fe...; sacó adelante ante a su familia –a Jesús y a María–, con su trabajo esforzado...; guardó la pureza de la Virgen, que era su Esposa...; y respetó –¡amó!– la libertad de Dios, que hizo la elección, no sólo de la Virgen como Madre, sino también de él como Esposo de Santa María" (F, 552). Lo imaginaba joven, lleno de virtudes, y haciendo compañía de alguna manera a Jesús sacramentado junto a María (cfr. AVP, III, p. 730). Durante los siete domingos anteriores al 19 de marzo, meditaba los Gozos y Dolores del santo Patriarca.
f) Los Santos Ángeles
El recurso a los Ángeles se constata desde los primeros años de su vida. Subraya la ayuda que prestan en la vida interior: "tus comuniones eran muy frías: prestabas poca atención al Señor: con cualquier bagatela te distraías... –Pero, desde que piensas –en ese íntimo coloquio tuyo con Dios– que están presentes los Ángeles, tu actitud ha cambiado...: «¡Que no me vean así!», te dices... –Y mira cómo, con la fuerza del «qué dirán» –esta vez, para bien–, has avanzado un poquito hacia el Amor" (S, 694). Fue constante su recurso a los Ángeles Custodios: "pido al Señor que, durante nuestra permanencia en este suelo de aquí, no nos apartemos nunca del caminante divino. Para esto, aumentemos también nuestra amistad con los Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Ángeles!" (AD 315). Sugiere acudir a ellos al hacer apostolado, a la hora de la prueba, y para las situaciones de la vida corriente: "te pasmas porque tu Ángel Custodio te ha hecho servicios patentes. –Y no debías pasmarte: para eso le colocó el Señor junto a ti" (C, 565). Puso las labores apostólicas de la Obra bajo el patrocinio de los Arcángeles san Miguel, san Gabriel y san Rafael.
g) Los santos
Desde sus escritos de juventud se aprecia confianza con los personajes del Nuevo Testamento, y particularmente con los Apóstoles. De hecho, nombró como patronos del Opus Dei, junto con los tres Arcángeles, a san Pedro, san Pablo y san Juan. Escogió como intercesores de algunos aspectos del apostolado de la Obra a santa Catalina de Siena, san Nicolás de Bari, santo Tomás Moro, san Pío X y al santo Cura de Ars. Y en sus escritos se percibe un trato de afecto y familiaridad con las grandes figuras de la Iglesia: "no pidas a Jesús perdón tan sólo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente (...), ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido. Sé audaz: dile que estás más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y Javier" (C, 402).
h) Las almas del Purgatorio
Además de la intercesión de los santos, san Josemaría contaba con la ayuda que presta la Iglesia purgante: "las ánimas benditas del purgatorio. –Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable –¡pueden tanto delante de Dios!– tenías muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración. Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: «Mis buenas amigas las almas del purgatorio»..." (C, 571). Ofrecía sufragios y rezaba por ellas al finalizar el rezo del rosario.
En su enseñanza sobre las devociones san Josemaría une tres aspectos fundamentales: una aguda conciencia de la verdad de Dios y de la realidad de su Encarnación; una valoración del corazón humano y por tanto de la afectividad; un sentido del equilibrio que le lleva a rechazar a la vez todo rigorismo frío y todo sentimentalismo vacío.
Sirva como ejemplo otro pasaje, unas palabras escritas en referencia a quienes, en los años 1960-1970, hablaban de una supuesta crisis a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús: "No hay tal crisis; la verdadera devoción ha sido y es actualmente una actitud viva, llena de sentido humano y de sentido sobrenatural. Sus frutos han sido y siguen siendo frutos sabrosos de conversión, de entrega, de cumplimiento de la voluntad de Dios, de penetración amorosa en los misterios de la Redención. Cosa bien diversa, en cambio, son las manifestaciones de ese sentimentalismo ineficaz, ayuno de doctrina, con empacho de pietismo. Tampoco a mí me gustan las imágenes relamidas, esas figuras del Sagrado Corazón que no pueden inspirar devoción ninguna, a personas con sentido común y con sentido sobrenatural de cristiano" (ECP, 163).
La sólida base dogmática de su doctrina estaba acompañada además de una profunda vida litúrgica, de la que derivan las devociones eucarísticas. Por otro lado, es característico de su enseñanza, firme en el patrimonio espiritual de la Iglesia, imprimir a las diversas devociones un sentido vivo que, lejos de innovarlas o alterarlas, las hace nuevas por el cariño con que invita a realizarlas: "Para evitar la rutina en las oraciones vocales, procura recitarlas con el mismo amor con que habla por primera vez el enamorado..., y como si fuera la última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor" (F, 432). Ve, pues, claramente que esas devociones parten de un todo unitario: se viven como respuesta al amor de Dios, obsequiándole con alegría, generosidad y ternura.
Hay que destacar finalmente que el mensaje de san Josemaría se dirige principalmente a cristianos que se mueven en el ámbito de una vida familiar, profesional y social que ocupa toda su jornada. Por este motivo, los consejos prácticos que da son incisivos y puntuales con la intención de hacer accesibles, a todo tipo de personas y sin disminuir su esencia, las prácticas que son patrimonio tradicional de la Iglesia. En esa línea se sitúa una advertencia clave: "Ten pocas devociones particulares, pero constantes" (C, 552), sugiriendo así la sobriedad necesaria para quien está ocupado en actividades variadas; y la regularidad, que facilita la hondura en la vida interior.
Silvia MAS
La figura de san Josemaría es conocida y venerada en los cinco continentes. Desde el momento de su tránsito al Cielo, ha crecido ininterrumpidamente su fama de santidad, constituyendo un presupuesto de su posterior beatificación y canonización. La Congregación para las Causas de los Santos afirmó, en el decreto que declaraba la heroicidad de las virtudes del fundador del Opus Dei, que la devoción de que es objeto constituye "un verdadero fenómeno de piedad popular" (Decreto sobre la heroicidad de las virtudes del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 9–IV–1990). La beatificación (1992) y la canonización (2002) dieron nuevo impulso a esta devoción. Juan Pablo II, que decretó la canonización, recordaba con íntima satisfacción en sus memorias que había tenido "la alegría de inscribir en el Registro de los Santos a Josemaría Escrivá de Balaguer", al que consideraba un apóstol "para los tiempos modernos" (JUAN PABLO II, 2004, p. 109).
De hecho, muchísimas personas en todo el mundo atribuyen la obtención de gracias extraordinarias, espirituales y materiales, a la intercesión de san Josemaría: curaciones médicamente inexplicables, conversiones o decisiones de renovación en la vida cristiana, incontables favores materiales. Para dar una idea aproximada, baste señalar que en el momento de su beatificación (1992) se contaban unos 80.000 favores procedentes de 78 países; y poco antes de la canonización (2002) esa cifra era de 120.000.
Tras la muerte de san Josemaría se imprimió una estampa, muy sencilla, para facilitar la petición de gracias a Dios a través de su intercesión. En la actualidad, se editan casi dos millones de ejemplares al año, en más de ochenta lenguas. También se publica una Hoja informativa sobre el fundador del Opus Dei, de la que se han impreso 7.413.796 de ejemplares, en doce lenguas (alemán, árabe, castellano, checo, estonés, finlandés, francés, italiano, inglés, letón, neerlandés y portugués), y en 2011 contaba con 607.233 suscriptores en todo el mundo.
Otra muestra de la devoción universal a san Josemaría es la inserción de su fiesta en los calendarios litúrgicos. Varias Conferencias Episcopales (Perú, El Salvador, Ecuador, Alemania, Suiza, Taiwán, etc.) y numerosas diócesis de todo el mundo (Roma, Luxemburgo, Brasilia, Duala, Fátima, Barbastro–Monzón, Madrid, Pamplona, Zaragoza, etc.) han obtenido de la Congregación para el Culto Divino que el 26 de junio se celebre como Memoria de san Josemaría.
También es muy alto el número de iglesias dedicadas al fundador del Opus Dei en los cinco continentes. Al menos existen en los siguientes países: Argentina (Tucumán), Australia (Melbourne), Brasil (Petrópolis), Chile (Arica, Los Ángeles, San Bernardo), Colombia (Bogotá, Medellín, Santa Marta, Zipaquirá), Ecuador (Guayaquil, Loja), El Salvador (San Salvador), España (Barbastro, Madrid, Valencia), Filipinas (Palo, Tarlac), Guatemala (Guatemala), Italia (Roma), Kenia (Gachie), México (Chihuahua, Ciudad del Carmen, Ciudad de México, Cuautitlán, Culiacán, Guadalajara, Tlajomulco), Perú (Chuquibamba, Lima, Pampamarca), Polonia (Szczecin), República del Congo (Nkama–Bangala), Tailandia (en la zona habitada por la etnia karerí) y Venezuela (Calabozo, Caracas).
Por lo que se refiere al número de imágenes (esculturas, cuadros, vidrieras) de san Josemaría dedicadas al culto, resulta casi imposible precisar el número exacto. Entre todas, destaca la estatua colocada en el exterior de la Basílica de San Pedro (Roma).
También en el ámbito civil abundan las manifestaciones de afecto a san Josemaría en todo el mundo: emisiones especiales de sellos conmemorativos (en doce países distintos); dedicaciones de plazas, calles, barrios, bibliotecas, hospitales, escuelas, etc., a su nombre: para hacerse una idea –sin descender a más detalles– mencionamos que sólo en Italia, hasta 2008, el número de localidades en las que se ha dedicado a san Josemaría una calle, un parque, una capilla, una escuela, etc., supera el centenar; se ha llegado incluso a poner su nombre a un acueducto (Colombia), a una cima de Los Andes (Bolivia), a una mina en San Juan (Argentina), y a un cráter y a un sendero en el volcán Etna (Italia).
Javier MEDINA
El Centro de Diego de León en Madrid –Lagasca, como se denominaba familiarmente en los años cuarenta y cincuenta– fue, tras la residencia de Jenner, el segundo Centro del Opus Dei abierto después de la Guerra Civil española. La casa pertenecía al marqués de Donadío y está en el barrio de Salamanca, en la esquina entre las calles Diego de León, 14, y Lagasca, 116. Se había utilizado como hospital de sangre durante la guerra, y había quedado luego desocupada. El marqués estaba dispuesto a alquilar aquel palacete de tres pisos y semisótano, pero las gestiones llevaron un tiempo, y no concluyeron hasta el verano de 1940. Sólo al acabar unas obras de acondicionamiento, a comienzos de noviembre de 1940, pudieron trasladarse al caserón san Josemaría, Alvaro del Portillo, Isidoro Zorzano y algunos otros. La madre y hermanos de san Josemaría ocupaban una zona independiente.
Hasta su muerte en abril de 1941, doña Dolores se ocupó, junto con su hija Carmen, de la atención doméstica de Lagasca. A partir de entonces, lo hizo Carmen. Ambas formaron a las empleadas del hogar y contribuyeron a hacer de aquella casa (y de los restantes Centros de la Obra) un hogar acogedor y agradable, propio de una familia. En agradecimiento, san Josemaría quiso que los restos mortales de sus padres descansaran en Diego de León, en la cripta construida tras nuevas obras de ampliación y de reforma en los años sesenta (cfr. AVP, II, p. 574).
Lagasca iba a tener varios usos. Uno de ellos era representativo: amigos y conocidos de san Josemaría, o personalidades del mundo civil y eclesiástico, pasaban por allí, invitados a comer por Escrivá con la intención de explicarles la Obra, y de brindarles un rato de descanso junto a los universitarios que vivían en la casa. La segunda misión, la principal, era ser Centro de Estudios de la Obra, el primero que hubo. Es decir, un lugar donde las nuevas personas que pedían la admisión en el Opus Dei acudían para una temporada de formación doctrinal, espiritual, apostólica y humana más intensa, en su caso junto a san Josemaría. Aquel Centro surgió ante el veloz crecimiento de la Obra a lo largo de España. Algo más tarde, la casa desempeñó una tercera función: hasta su traslado a Roma en 1956, el Consejo General del Opus Dei estuvo en Lagasca; y, desde ese año, es la sede de la Comisión Regional de España.
El 1 de octubre de 1941 llegaron a Lagasca algunos de los que se habían incorporado al Opus Dei, después de la Guerra Civil, en diversas ciudades españolas: Zaragoza, Valencia, Barcelona, Valladolid, San Sebastián... Entre otros, en esa primera promoción estaban Jesús Arellano, José María Casciaro, Juan Antonio Galarraga, Ignacio Echevarría, José Ramón Madurga o Adolfo Rodríguez Vidal. Con los años, san Josemaría acudió a algunos de ellos para empezar la labor del Opus Dei en Inglaterra, Argentina, Japón o Chile.
En ese curso académico de 1941, el director de Lagasca fue Pedro Casciaro, quien en 1942 fue sustituido por José María Hernández Garnica. En los planes de expansión de Josemaría Escrivá de Balaguer, Lagasca permitió la formación de personas que pudieran ejercer su trabajo profesional primero en otras ciudades de España y después en el mundo, tras haber conocido bien la historia de la Obra y haberse empapado del espíritu del Opus Dei de labios de su fundador. Un botón de muestra extraído del Diario de Diego de León, el día de Año Nuevo de 1943: "Lo mejor de todo el día fue el rato largo de charla después de cenar. Estábamos solos los de esta casa. Desde poco antes de las 10, hasta las 11 y 1/2 bien pasadas, nos estuvo hablando el Padre de muchísimas cosas, ya de planes próximos a ser realidad, ya de infinidad de detalles de los primeros tiempos y todo ello rezumando Amor y volviéndonos locos de alegría, de amor al Señor, de agradecimiento".
Esos encuentros o ratos de tertulia fueron frecuentes hasta 1946. Desde entonces hasta 1949, Lagasca fue la vivienda que san Josemaría alternó con la de Roma. Después de esa fecha, sus estancias en Diego de León se hicieron más esporádicas y breves, de unos pocos días o semanas como máximo. En cualquier caso, en muchas de sus visitas a España vivía en Diego de León, donde evocaba en las tertulias recuerdos y proyectos de expansión apostólica.
En cuanto a la historia vinculada a Lagasca, cabría recordar que en el oratorio de ese Centro dio el fundador la noticia, en marzo de 1941, de la primera aprobación canónica de la Obra como Pía Unión. Allí veló a su madre en abril de 1941. También predicó en la casa varios ejercicios espirituales, en 1941 y 1943 (cfr. AVP, II, pp. 558, 614 y 679). Los tres primeros sacerdotes del Opus Dei recibieron el subdiaconado en dicho oratorio, el 28 de mayo de 1944 (cfr. AVP, II, p. 633). Y las siguientes promociones de sacerdotes, en 1946 y 1948, recibieron también allí el diaconado o el presbiterado (cfr. AVP, II, p. 641).
Lagasca pasó a denominarse Diego de León después de las importantes obras que se hicieron entre 1963 y 1967, y que supusieron la construcción de un nuevo edificio con más pisos.
El tramo final de la vida de san Josemaría también se relacionó en Diego de León con la expansión apostólica del Opus Dei. En 1970 contempló allí la talla restaurada de la Virgen de Torreciudad, que habría de presidir el nuevo santuario inaugurado en julio de 1975. En su viaje de catequesis por la Península Ibérica en el otoño de 1972, san Josemaría residió en diversos momentos en Diego de León. Igualmente, se alojó entre sus paredes, al pasar por España camino de o a la vuelta de sus viajes de catequesis iberoamericana en 1974 y 1975. En esta segunda ocasión con la salud ya maltrecha, animó a sus hijos a que realizasen una acción apostólica más audaz y amplia.
Santiago MARTÍNEZ SÁNCHEZ
En san Josemaría, la percepción de la paternidad divina está inseparablemente unida, tanto en el terreno espiritual como en el teológico, a su experiencia espiritual de la filiación divina. "La vida mía –escribe en AD, 143– me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía". Dios–Padre es una de las claves imprescindibles a la hora de analizar el pensamiento de san Josemaría; su constante presencia en circunstancias tan distintas está calificada con una nota común: la alegría de meterse "en el corazón del Padre". El lenguaje que utiliza san Josemaría para hablar de la paternidad de Dios es el usual en la tradición teológica: unas veces el término Padre es aplicado a Dios en sentido esencial, es decir a toda la Trinidad; otras, en sentido nocional, es decir, está referida exclusivamente a la Persona del Padre.
No es frecuente, ni en los teólogos ni en los autores espirituales, encontrar una presencia de la paternidad de Dios y de Dios Padre tan constante y tan operativo como la que encontramos en los escritos de san Josemaría. Toda su obra está empapada de la presencia paternal de Dios, de su amor a este mundo, al hombre y a su libertad. De ahí surge, además, la claridad y la universalidad con que venera la dignidad humana por encima de razas, nacionalidades o ideologías. Él gustaba repetir "machaconamente" que "no hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios" (ECP, 13).
La fuerza con que la paternidad de Dios es percibida por san Josemaría lleva consigo, además, que en su predicación y en sus escritos esté también presente la fe en la providencia divina, y que los atributos de Dios que más destaca sean la misericordia y la bondad divinas en todas sus facetas y en todas las circunstancias de la vida. si bien, en la mayor parte de los casos, el título "creador" es aplicado a Dios como tal (es decir, al Dios trino), en otros casos parece referido específicamente a la Primera Persona trinitaria, tal como confesamos en el credo (cfr., por ejemplo, ECP, 65). De esta percepción de la paternidad de Dios brotan no sólo el gran optimismo que se respira en sus escritos, sino también las líneas fundamentales de su enseñanza espiritual y teológica.
La paternidad de Dios, incluso con esta centralidad de la que venimos hablando, aparece ya en sus primeros escritos, entre ellos, Camino, que refleja con una gran cercanía la vida espiritual de San Josemaría en los años inmediatamente precedentes a su publicación. Esta vida espiritual está configurada por la experiencia sobrenatural de la filiación divina. Para comprobar esto resultan de gran utilidad las anotaciones y los comentarios de Pedro Rodríguez, en su edición crítico–histórica de Camino, a los números en los que se habla de la paternidad de Dios y en los abundantes párrafos que cita de los Apuntes Íntimos.
Desde estos primeros escritos, la paternidad de Dios es considerada con una entrañable ternura familiar. Así se ve especialmente cuando habla de la paternidad de Dios en los capítulos dedicados a la "infancia espiritual" y a la "vida de infancia", aunque, como es obvio, "filiación divina" e "infancia espiritual" son dos conceptos que no se identifican. En esos números, sin embargo, se puede entrever que la experiencia de filiación que tuvo san Josemaría en su infancia estuvo siempre llena de gozo. La comparación del modo en que Dios se comporta con nosotros –como un padre lleno de delicadeza y de comprensión, sabiendo abajarse hasta nuestras capacidades como los padres saben ponerse a la altura de sus hijos pequeños– se repite con frecuencia en Camino, y permanece hasta sus últimos escritos con expresiones e imágenes similares.
Mons. Echevarría testifica en su Declaración procesal: "Por los detalles que he oído contar a nuestro fundador en relación a sus padres, y concretamente con don José, no tengo la menor duda en concluir que muchas de las reflexiones que luego escribió en Camino, o que utilizó en su predicación, en su conversación y en su modo de llevar a las almas a Dios, proceden del trato con su padre cuando era un niño pequeño" (CECH, p. 897, nt. 37). José Luis Illanes (cfr. ILLANES, 2008, p. 465) llama la atención sobre la frecuencia con que en Camino se habla de la paternidad de Dios, reforzando la expresión Padre mediante el recurso a expresiones como "tu Padre– Dios" o "nuestro Padre–Dios", uniendo con un guion ambos sustantivos hasta hacer de ellos uno solo.
San Josemaría habla de la paternidad divina subrayando fuertemente la misericordia y la bondad de Dios. Ya en sus primeros escritos encontramos afirmaciones que tienen una gran significatividad y que además forman parte de sus convicciones más íntimas: "No temas a la Justicia de Dios. –Tan admirable y tan amable es en Dios la Justicia como la Misericordia: las dos son pruebas del Amor" (C, 431). Este pensamiento se encuentra ya plasmado por escrito en 1932. La fecha y la claridad con que lo expresa son de gran importancia, pues ambas cosas significan que nunca la Justicia divina estuvo rodeada en san Josemaría de ese halo tremendista que estaba al uso en muchos sermones de la época. Desde su juventud consideró la Justicia divina desde la definición joánica de Dios: Dios es Amor (1Jn 4, 16); en Dios todas las perfecciones están inefablemente unidas, anudadas por el Amor. No es que no exista justicia en Dios; es que esa justicia es en sí misma fruto del Amor divino; ella misma tiene "entrañas de misericordia", pues brota del Amor y lleva al Amor (cfr. C, 309). En Dios, Sabiduría, Justicia y Amor están estrechísimamente unidos.
Se trata de una convicción profunda en la que se manifiesta que la vida espiritual y el panorama teológico de san Josemaría están enraizados en la verdad de la filiación divina. De ahí que ya en Camino se plantee la cuestión de cómo es el "temor de Dios" alabado por la Sagrada Escritura, y que escriba: "Timor Domini sanctus". –Santo es el temor de Dios. –Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre–Dios no es un tirano" (C, 435). El don de temor de Dios (cfr. Is 11, 3) está envuelto en la luz del Amor, conduciendo así hacia la veneración filial y la adoración; nunca al temor servil.
Esta consideración teológica de la paternidad divina y de su providencia abarca todos los acontecimientos de la vida incluida la muerte, como puede verse en Camino: "No tengas miedo a la muerte. –Acéptala desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. –No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre–Dios. –¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!" (C, 739).
La muerte tampoco escapa a la providencia amorosa de Dios. Lo mismo hay que decir del dolor tanto físico como moral del que san Josemaría tuvo sobrada experiencia: viene siempre de la mano de Dios, permitido por Él para nuestro bien. "Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum", escribió san Pablo (Rm 8, 28). San Josemaría solía resumir este texto en la siguiente expresión, que le servía de jaculatoria: "Omnia in bonum!", todo es para bien. Los puntos que encontramos ya en Camino sobre el dolor son de una gran confianza en la Providencia, que no teme provocar "el escándalo de la Cruz" y, desde luego, son una reafirmación de su fe en la bondad y en la ternura de nuestro Padre Dios. Al hablar de la misericordia divina, san Josemaría recopila su meditación de los textos de la Sagrada Escritura a los que vuelve una vez y otra (cfr. ECP, 7). Nuestro Señor "resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina" (ibidem). Él es sin duda el fruto de valor infinito de una misericordia infinita.
En la enseñanza espiritual de san Josemaría es de suma importancia el concepto de "unidad de vida"; pues bien, el nervio de esa "unidad de vida" es vivir en la presencia de Dios: "Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria" (ECP, 11).
Vivir en la presencia de Dios se convierte así en el gozo más íntimo del cristiano. El ambiente bíblico es evidente: el gozo del buen israelita era vivir en la presencia de Dios en la tierra prometida. Se trata de hacer consciente por la fe y por la lucha ascética esta presencia gozosa, que es compañía y amor, pues Dios está a nuestro lado "como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos–, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando" (C, 267). Por esta razón la vida del cristiano puede describirse como vivir en la presencia del Padre, con gozo y optimismo, con fortaleza y serena esperanza, con amor.
La paternidad de Dios exige que el trato del cristiano con Dios no sea nunca un obsequio servil, ni una reverencia formal de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. La parábola del hijo pródigo es el horizonte de este pasaje: "Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia" (ECP, 64). Efectivamente, nadie podría volver al Padre, si el Dios de la Alianza no tomase la iniciativa de salir a su encuentro y llamarle con lo que la teología clásica califica como "gracia preveniente". La conversión cristiana nunca se hace en solitario –Dios sale a nuestro encuentro–, ni es humillante para el hombre: tiene el alegre sabor de la vuelta "hacia la casa del Padre" (cfr. ECP, 64).
La bondad del Padre para con los hombres se manifiesta, sobre todo, en el hecho de haber enviado a su Hijo para que el hombre no perezca, sino que tenga vida eterna (cfr. Jn 3, 16). San Josemaría se atiene en esto a los datos elementales de la Sagrada Escritura, que le conmueven profundamente. Jesucristo es la gran misericordia de Dios para con los hombres. La Navidad es "el momento escogido por Dios para manifestar por entero su amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo" (ECP, 22).
Aquí, como es lógico, cuanto san Josemaría dice sobre la paternidad de Dios se concentra en la Persona del Padre, de quien procede toda otra paternidad en el cielo y en la tierra (cfr. Ef 3, 15). La perspectiva para hablar de la paternidad del Padre es esencialmente cristológica. San Josemaría considera la Persona del Padre desde la perspectiva de Nuestro Señor Jesucristo: desde su Abbá, desde su sumisión y obediencia, desde su confianza filial.
Encontramos en san Josemaría frases sencillas, pero de una gran trascendencia, sobre la unión entre el Padre y Jesús durante su vida terrena, sobre todo, si se tienen presentes las diversas variantes de la teología de la cruz (cfr. MATEO–SECO, 1992, pp. 419-438). La paternidad del Padre abraza amorosamente a Jesús en todos los momentos de su vida, especialmente en el momento de su muerte. El cariño de Dios Padre ha rodeado la misión de Jesús "de una solicitud llena de ternura: Filius meus es tu, ego hodie genui te. Postula a me et dabo tibí gentes hereditatem tuam (Sal 2, 7-8): Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pide, y te daré las gentes como heredad" (ECP, 62). La aplicación a la realidad vital de cristiano es inmediata: "El cristiano que –siguiendo a Cristo– vive en esa actitud de completa adoración al Padre, recibe también del Señor palabras de amorosa solicitud: Porque espera en mí, lo libraré; lo protegeré, porque conoce mi nombre (Sal 90 [Vg 89], 14)" (ibidem).
San Josemaría enseña a contemplar al Padre desde el Corazón de Cristo. Tiene en primer plano que es Cristo quien nos ha revelado cómo es el Padre, quien con su oración filial nos ha enseñado a llamar a Dios Padre nuestro, quien con su obediencia rendida nos ha enseñado a cumplir la Voluntad del Padre: "Jesús es el Camino, el Mediador; en Él, todo; fuera de Él, nada. En Cristo, enseñados por Él, nos atrevemos a llamar Padre Nuestro al Todopoderoso" ECP, 91). Jesús "es el Camino –no hay otro– para acercarse al Padre" (AD, 25).
En su oración, Nuestro Señor nos ha dejado entrever su intimidad con el Padre, y esta oración es una enseñanza definitiva sobre cómo hemos de orar y cómo hemos de tratar a Dios (cfr. F, 71). El tema aparece con frecuencia en las Homilías. "Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración" (ECP, 13).
El seguimiento de Cristo implica participar de su espíritu filial. San Josemaría, siguiendo a san Pablo en pasajes que cita con frecuencia (Rm 8, 15 y Ga 4, 6), anima a todos a sumarse al Abbá de Jesús (cfr. ECP, 64,118,135,136,183). Como las plegarias en las celebraciones litúrgicas, toda nuestra vida ha de estar dirigida al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Nuestra percepción de la paternidad de Dios es obra del Espíritu Santo: "Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8, 15)" (ECP, 118).
La unión de Cristo con el Padre –y su obediencia rendida– aparece ya en el número 213 de Camino: "Jesús sufre por cumplir la Voluntad del Padre". A lo largo de toda su obra se irá explicitando cada vez más que este sufrimiento salvador, como comenta Pedro Rodríguez a este número: "sólo se comprende desde el Amor del Padre, porque el Padre no es un tirano que hace sufrir a su Hijo, sino que entrega al Hijo de su Amor lleno de la misericordia que tiene al hombre" (CECH, p. 435). En este sentido, san Josemaría recoge los dos aspectos fundamentales de la teología de la cruz: el tremendo dolor, lo que la Carta a los Hebreos 12, 2 llama la "ignominia de la cruz", y la consideración de la cruz gloriosa en la que Cristo extiende majestuosamente sus brazos "con gesto de sacerdote eterno" (cfr. SR, Quinto Misterio Doloroso). Llama la atención la frecuencia e intensidad con que san Josemaría, mirando a Cristo e impulsando a imitarle, alude a la identificación de Cristo con la Voluntad del Padre (por ejemplo, VC, I Estación, 1; II Estación; IV Estación; IX Estación).
La consideración de que Jesús revela el amor del Padre al hombre es muy frecuente en san Josemaría: "el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo (...) el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús" (ECP, 169).
San Josemaría se refiere con frecuencia a la acción trinitaria en la economía de la salvación, a la que presenta en una síntesis que recuerda las conocidas formulaciones que tanto amaba san Ireneo: todo es iniciativa del Padre de las misericordias; todo procede de Él a través del Hijo en el Espíritu Santo, y todo vuelve a Él por la Redención del Hijo y la santificación del Espíritu Santo (cfr. Epideixis, 7). He aquí un párrafo típico: "Él Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres (...). Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones" (ECP, 84).
La iniciativa del Padre es presentada aquí en su actuación en el momento presente: el Padre nos está atrayendo ahora hacia Sí mediante la acción del Espíritu Santo que habita en el alma; esta inhabitación es consecuencia de la misión que el Espíritu Santo recibe del Padre y del Hijo. La historia de la salvación se remite a la iniciativa del Padre como a su fuente, en todo momento, también ahora, cuando la acción del Espíritu Santo nos conduce hacia el Padre.
Algunas veces, san Josemaría se refiere a este hecho con la expresión "corriente trinitaria de amor por los hombres. En este tiempo de peregrinaje, la Eucaristía "perpetúa de manera sublime" esa corriente de amor hacia los hombres (cfr. ECP, 85). San Josemaría, que en su predicación gusta detenerse en las razones de amor que movieron a Cristo a instituir la Eucaristía, subraya también que la presencia eucarística de Cristo es fruto del amor trinitario y, en última instancia, iniciativa del Padre. Buen ejemplo de esto es el final de la oración litúrgica que ha permanecido inalterada desde los primeros años de la vida de la Iglesia: la oración se dirige al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo (cfr. ECP, 85). Lo mismo sucede al hablar de la santa Misa: "En la Misa, la plegaria al Padre se hace constante". Y un poco más adelante: "Toda la Trinidad está presente en el sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora" (ECP, 86).
Como una consecuencia de todo esto, también el apostolado consiste en llevar a los hombres a Dios Padre por medio de Jesucristo con la fuerza del Espíritu Santo: "El trabajo profesional es también apostolado, ocasión de entrega a los demás hombres, para revelarles a Cristo y llevarles hacia Dios Padre, consecuencia de la caridad que el Espíritu Santo derrama en las almas" (ECP, 49).
Lucas Francisco MATEO–SECO
Por dirección espiritual cabe entender el conjunto de ayudas que los fieles reciben en su camino hacia la santidad cristiana. Entre sus muchas modalidades, una se puede llamar colectiva, cuando la ejercen el Papa y los demás obispos mediante cartas pastorales, exhortaciones, homilías, etc., y los sacerdotes cuando predican la Palabra de Dios. La acepción más corriente es, sin embargo, la de dirección espiritual personal, que es aquella que se imparte de modo individual, de persona a persona, con orientaciones y consejos. San Josemaría la ejerció durante años y con todo tipo de gente. Dedica al tema el segundo capítulo de Camino, y vuelve sobre él al hablar de la sinceridad y de otras virtudes (cfr. AD, 15-17, 50-88). En bastantes ocasiones, al tratar del tema, se refiere a la misión del Opus Dei, que ofrece "fundamentalmente, una dirección espiritual a sus fieles y a las demás personas que la pidan" (ECHEVARRÍA, Carta pastoral, 2–X–2011, n. 15). A la vez, desarrolla ideas sugerentes para la comprensión de la dirección espiritual en toda la Iglesia.
San Josemaría ve en quien ejerce una dirección espiritual personal un "instrumento" de Dios, que es quien da el crecimiento (cfr. 1 Co 3,7-9). Es el Espíritu Santo, quien "ha de santificar" (C, 57): "el modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia" (Carta 8–VIII–1956, n. 37: AGP, serie A.3, 94-1–2). La terminología "acompañamiento espiritual", que se difundió en el siglo XX, refleja esa primacía de la gracia, aunque san Josemaría siguió usando el término tradicional. Hay que dejar "a la gracia de Dios y al Director que hagan su obra" para que aparezca "la imagen de Jesús, en que se convierte el hombre santo" (C, 56). Esa gracia es una participación en la vida de Jesucristo, que en la Eucaristía "nos hace cor unum et anima una (Hch 4, 32), un sólo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia" (CONV, 123).
San Josemaría entiende la dirección espiritual en el marco de la Iglesia como familia de los hijos de Dios, desde la perspectiva de la llamada universal a la santidad. Entre sus características esenciales está la de fomentar la libertad y la responsabilidad personales, en vista al crecimiento auténtico de la personalidad.
La consideración de la Iglesia como familia es una de las claves de interpretación de la doctrina de san Josemaría sobre la dirección espiritual personal de las almas y entraña algunas consecuencias nacidas de su experiencia. Siendo joven sacerdote, desarrollaba una actividad pastoral centrada en la atención de los primeros fieles del Opus Dei y de la juventud en general: eran charlas y conversaciones de dirección espiritual, fuera de la confesión. Designaba estas charlas como "confidencia" y comentaba que habían nacido espontáneamente, sin esfuerzo, "con la naturalidad con que mana una fuente". En este ambiente de fraternidad cristiana, de familia, queriendo a las personas con el proverbial corazón de padre y de madre que le caracterizaba, ayudaba a cada uno a buscar, encontrar y amar a Cristo (cfr. C, 382). Comentaba san Josemaría que esto se había desarrollado en el Opus Dei no sin una particular asistencia del Espíritu Santo, a modo de fenómeno, a la vez existencial y carismático, coherente con la realidad de la Obra como "familia de hijos de Dios en su Iglesia" (CONV, 113), donde se transmite un espíritu de santificación del trabajo profesional y de las actividades de la vida cotidiana. Como es lógico, su doctrina sobre la dirección espiritual entronca con la que había aprendido y vivido en el seminario y, en sentido más amplio, con la tradición de la Iglesia, aunque reviviéndola según su experiencia personal, tanto cuando habla de ella en referencia a los fieles del Opus Dei como a todo tipo de cristianos.
La palabra "dirección" connota en sus escritos una función de orientación y consejo, pues no pertenece al régimen de gobierno, sino a otro orden: el de la fraternidad. De hecho, se puede enlazar con la dirección espiritual todo lo que implica "ayudar a otra alma para sostenerla en sus luchas, acostumbrarla a las prácticas de la oración y de la penitencia y al cumplimiento de los deberes de su estado: como lo hace un padre bueno y una madre cristiana con sus hijos; un amigo noble, con sus compañeros o una joven cristiana con sus amigas" (AH, p. 153). La autoridad de quien ejerce la dirección espiritual no implica una actuación de carácter jerárquico, ni una potestad, sino un ejercicio de fraternidad y paternidad cristianas.
Es propio del cristiano frecuentar los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía; y la vida de la Iglesia muestra que la Confesión se prolonga en la dirección espiritual. Ciertamente, dentro de la Penitencia, o unida a ese sacramento, del que es ministro, el sacerdote, además de la absolución sacramental, puede –y en ocasiones incluso debe– impartir una dirección espiritual (cfr. RP, 32). Y también lo hace en otros muchos momentos: la historia de la Iglesia está repleta de sacerdotes que han sido grandes directores de almas. De hecho, en Camino los puntos 61 y 66-75 del capítulo "Dirección" se refieren al sacerdote.
Pero no sólo los sacerdotes pueden ejercer la dirección espiritual. Los religiosos que no son sacerdotes y las religiosas la han ejercido siempre en el interior de sus comunidades y con otras personas. En su estudio jurídico–histórico sobre la Abadesa de Las Huelgas (Burgos), san Josemaría señala cómo en diversas ocasiones personas que no tenían el sacerdocio ministerial han ejercido una dirección espiritual, y en otros momentos alude a san Ignacio de Loyola y a san Felipe Neri, también antes de su ordenación. "La historia de la espiritualidad cristiana muestra también que esta función de "director espiritual" no es atributo exclusivo de los sacerdotes. Corresponde también a todos los que toman parte de alguna manera en la educación cristiana de los bautizados", escribe Thils (1965, p. 537), quien pone como ejemplo a los padres y a los educadores en general, que pueden y deben ser consejeros morales de los hijos o de quienes han sido confiados a su cuidado.
Los laicos son, en efecto, "partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo" (AA, 2). El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda esta realidad a propósito precisamente de la dirección espiritual: "El Espíritu Santo da a ciertos fieles dones de sabiduría, de fe y de discernimiento" (n. 2690; cfr. nn. 1435, 2695). Llevar la dirección espiritual de otras personas es uno de los modos en que los laicos pueden ejercer su sacerdocio común, que capacita "para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación" (ECP, 120).
La dirección espiritual es por lo tanto una realidad con fundamento bautismal, como desarrollo del hecho de haber recibido el Bautismo, y un concreto apostolado. Se puede, en efecto, leer en clave de dirección espiritual (introduciendo los matices y las acomodaciones oportunas) lo que san Josemaría escribe en relación con el apostolado de amistad y confidencia; un apostolado que en la existencia laical presupone el testimonio de la vida cristiana dado con naturalidad a través de las situaciones ordinarias del vivir: "Y, al vernos ¡guales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás? Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones" (ECP, 148).
Todo ello supone, ciertamente, que quien asume la tarea de dirigir espiritualmente a una persona reúna las condiciones debidas de madurez espiritual, de prudencia, de discreción, de afabilidad, etc., y de formación, ya que en la dirección espiritual no se trata de aconsejar desde las propias experiencias y opiniones, sino desde la fe de la Iglesia. Así lo advertía san Josemaría con texto fuerte y aludiendo a un caso extremo: "Por encima de los consejos privados, está la ley de Dios, contenida en la Sagrada Escritura, y que el magisterio de la Iglesia –asistida por el Espíritu Santo– custodia y propone. Cuando los consejos particulares contradicen a la Palabra de Dios tal como el Magisterio nos la enseña, hay que apartarse con decisión de aquellos pareceres erróneos" (CONV, 93).
"Para ir hacia el Señor necesitamos siempre un guía, un diálogo. No podemos hacerlo solamente con nuestras reflexiones. Y este es también el sentido de la eclesialidad de nuestra fe, de encontrar este guía" (BENEDICTO XVI, Discurso, Audiencia general, 16–IX–2009; cfr. también PDV, 40). El Romano Pontífice recoge aquí una larga experiencia de la Iglesia, ratificada por el mensaje de muchos santos, como por ejemplo, san Jerónimo, san Agustín, san Basilio, san Juan de la Cruz y santa Teresa. También san Josemaría afirma la importancia de la dirección espiritual en el camino hacia la santidad. Compara su función a la de un arquitecto que dirige la tarea de alzar edificios (cfr. C, 60). "Os insisto en que os dejéis ayudar, guiar, por un director de almas, al que confiéis todas vuestras ilusiones santas y los problemas cotidianos que afecten a la vida interior, los descalabros que sufráis y las victorias" (AD, 15). En efecto, "el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior" (C, 59). La prudencia y la humildad, comenta glosando a santo Tomás de Aquino, llevan a "pedir consejo, juzgar rectamente y decidir" (AD, 86).
El papel del "maestro" espiritual (C, 59) consiste en secundar la labor del Espíritu Santo en el alma y dar paz, en vista del don de sí y de la fecundidad apostólica (cfr. C, 62). Para eso es preciso enseñar a introducirse en el Evangelio, en el que "todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia" (F, 754). La dirección espiritual ayuda a descubrir lo que el Evangelio dice a cada alma y a reaccionar con una respuesta de entrega. "Sigue siendo válida para todos – afirma Benedicto XVI– (...) la invitación a recurrir a los consejos de un buen padre espiritual, capaz de acompañar a cada uno en el conocimiento profundo de sí mismo, y conducirlo a la unión con el Señor, para que su existencia se conforme cada vez más al Evangelio" (BENEDICTO XVI, Discurso, Audiencia general, 16–IX–2009). La dirección espiritual bien recibida lleva a confrontar la propia vida con Cristo y con su mensaje de amor (cfr. Jn 13, 34), y a ver, a la luz de la Escritura y contando con la acción del Espíritu Santo, la mano de Dios en la propia existencia. Las perspectivas cristológicas y pneumatológicas de la dirección espiritual presuponen que se trata de "una labor mistagógica, es decir, no meramente ascética o ético–moral, sino teologal, de acercamiento al misterio de Dios y a la respuesta amorosa a su llamada" (ILLANES, 1997, p. 71).
"La función del director espiritual –enseña san Josemaría– es abrir horizontes, ayudar a la formación del criterio, señalar los obstáculos, indicar los medios adecuados para vencerlos, corregir las deformaciones o desviaciones de la marcha, animar siempre: sin perder jamás el punto de mira sobrenatural, que es una afirmación optimista, porque cada cristiano puede decir que lo puede todo con la ayuda divina (cfr. Flp 4,13)" (Carta 8–VIII–1956, n. 37: AGP, serie A.3, 94-1–2). Con el crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad, se ayuda a tratar a Dios personal y continuamente, siguiendo un plan de vida, que san Josemaría consideró siempre un elemento importante en la vida espiritual (cfr. C, 76-78). De esa forma, la oración (vocal y mental), la confesión frecuente, la participación en la Eucaristía –verdadero centro de la vida cristiana–, la familiaridad con la Sagrada Escritura, llevan a profundizar en el sentido de la existencia y en el valor del sacrificio, y a mejorar en la capacidad de examen y en el apostolado.
San Josemaría aconseja tratar siempre, en la dirección espiritual, de tres puntos necesarios para un verdadero progreso espiritual: la fe, la pureza y la vocación (cfr. S, 84; AD, 187). Además de reflejar su experiencia de almas, quizá esta trilogía pueda relacionarse con lo que nos dicen los Hechos de los Apóstoles, describiendo la vida y la perseverancia de los primeros cristianos "en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2, 42). La fe remite a la doctrina apostólica (cfr. CONV, 73). La pureza se vincula al Pan eucarístico: la Comunión frecuente protege el tesoro de la castidad (cfr. Statuta, 84). La oración, respuesta a la Palabra de Dios que llama, es esencial para ser fiel a la propia vocación (cfr. F, 297, 789).
"La fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra existencia, y no sólo a una parte" (ECP, 46); dice por tanto relación a la vida familiar, al trabajo, al descanso, a la vida social, a la política, etc. Aunque la dirección espiritual no tiene como materia inmediata esos ámbitos en los que el cristiano goza de personal autonomía, debe no obstante –evitando toda injerencia en lo que no le es propio– ofrecer luces y consejos para que cada uno, con libertad y responsabilidad, seguro en la fe y en la moral católicas, tome las decisiones que considere oportunas con conocimiento de causa y dejando que la luz de Dios ilumine toda su vida. Desde esta perspectiva la dirección espiritual tiene como meta promover la "unidad de vida" (cfr. ECP; 10; GS, 43) que lleva a buscar y a amar a Dios en todo, y a vivir toda la existencia con conciencia de la misión que la vocación cristiana implica. La dirección espiritual debe aspirar, en suma, a acompañar el proceso de crecimiento de cada cristiano en su condición de hijo o de hija de Dios Padre en Cristo por el Espíritu; ayudando a descubrir con alegría la figura y el amor de Cristo y lo que reclama su seguimiento.
Con otras palabras, la dirección espiritual invita a hacer fructificar los talentos (cfr. Mt 25, 14 ss.). Y en consecuencia debe consistir "más que en quitar defectos, en adquirir virtudes" (Carta 8–VIII– 1956, n. 49: BURKHART – LÓPEZ, II, 2011, p. 155). De este modo se contribuye a que la persona logre una plena armonía en los diversos aspectos del comportamiento, y se desarrolle libremente su personalidad humana y cristiana.
San Josemaría reiteró siempre que "en la dirección espiritual se debe evitar todo personalismo" (Carta 8–VIII–1956, n. 39: AGP, serie A.3, 94-1 –2). Y con palabras todavía más fuertes, poco antes había dicho: "Nadie es director espiritual propietario. El alma sólo es de Dios" (ibidem, n. 38).
La dirección espiritual, que presupone la libre manifestación por parte de quien la recibe del estado de su alma y de las disposiciones interiores con relación al progreso espiritual, reclama –y san Josemaría lo subraya– un exquisito respeto tanto de la intimidad de la persona como de su libertad. "La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera –a que le dé la gana– cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad" (ibidem, n. 38). El director ha de dar no solo un parecer "desinteresado y recto" (AD, 86), sino que ha de darlo de modo que respete la personalidad de aquel al que aconseje, sin suplantar su libertad y por tanto su responsabilidad. Como escribe santo Tomás de Aquino, "los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo libremente, por amor; no servilmente, por temor" (Summa contra gentiles, IV, 22). Un concepto que san Josemaría condensa así: "Sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena" (AD, 38). La persona humana es un misterio: "En cada alma hay un fondo delicado, en el que sólo Dios puede penetrar" (Carta 8–VIII–1956, n. 37: AGP, serie A.3, 94-1–2). Y a cada persona e toca secundar las inspiraciones que reciba del Espíritu Santo, pastor de nuestras almas (cfr. ECP, 174). Todo esto ha de ser tenido presente por quien asume la tarea de dirigir almas, sin imponer criterios o gustos personales pero, a la vez, sin dejar de recordar, cuando el caso lo requiera, a doctrina de la Iglesia, o de ofrecer luces que ayuden a la persona a discernir con objetividad lo que Dios le pide.
Por esto, san Josemaría concibe la labor "de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar" (ECP, 99).
Nota también que "para conseguir la perfección cristiana en la profesión o en el oficio que cada uno tenga", los cristianos "necesitan estar formados de modo que sepan administrar la propia libertad: con presencia de Dios, con piedad sincera, con doctrina" (CONV, 53). Por eso, al ¡luminar la inteligencia, la dirección espiritual robustece la libertad, que depende de la verdad y pide fortaleza!. "La verdadera finura y la verdadera caridad exigen llegar a la médula, aunque cueste" (AVP, II, p. 320): siempre con delicadeza y respetando los ritmos que sean propios de cada persona. San Josemaría llevaba a las almas como por un plano inclinado, y era por eso comprensivo y, a la vez, exigente: "Torpeza insigne es que el Director se conforme con que un alma dé cuatro, cuando puede dar doce" (AVP, I, p. 566; cfr. AVP, III, p. 441). Por otra parte, solía enseñar que quien abre su alma, también fuera del sacramento de la Penitencia, ha de ser correspondido por la reserva que guarda toda persona noble respecto a quienes han acudido y confiado en ella.
Situándonos ahora en la posición del que aspira a progresar en su vida interior, resulta necesario recordar que "la humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética" (S, 259). Y que una de las manifestaciones más importantes de la humildad es la sinceridad que, en ocasiones, ha de ser "sinceridad salvaje" (F, 127), es decir, manifestación de lo que hay en el alma, sin adornos ni dulzuras (cfr. C, 64-65; S, 323-336; AD, 15-17). La dirección espiritual debe tener los rasgos de una confidencia (cfr. C, 64), que está basada en la confianza. Por eso, así como la dirección debe proceder sin "encorsetar a nadie (...), respetando a cada alma tal como es, con sus propias características" (AD, 249), el que la recibe debe dejar "a la gracia de Dios y al Director que hagan su obra", ya que, si no se fundamenta así, "jamás aparecerá la escultura, imagen de Jesús, en que se convierte el hombre santo" (C, 56). Esto requiere una cierta regularidad en las conversaciones, que san Josemaría relaciona con la humildad (cfr. S, 270).
La dirección espiritual pide docilidad a la palabra oída que, delante de Dios, se reconoce como una luz del Espíritu Santo. Se puede, pues, hablar de obediencia a la dirección espiritual, pero teniendo presente que la obediencia no es un concepto unívoco (cfr. S.Th. II-II, q. 104). En la dirección espiritual, uno no hace caso al consejo de otra persona porque esté obligado ni tampoco porque reconozca su mayor experiencia o saber, sino porque advierte que a través de sus palabras, Dios le ilumina y aconseja. Le corresponde después a él ponderar lo escuchado y decidir con una resolución que, ciertamente, ha sido iluminada por el consejo, pero que dimana de sus deliberaciones y de su voluntad.
La libertad asumida como elección del bien es inseparable de la correlativa responsabilidad personal. "El consejo de otro cristiano y especialmente –en cuestiones morales o de fe– el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide en una circunstancia determinada; pero el consejo no elimina la responsabilidad personal: somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin, y habremos de dar personalmente cuenta a Dios de nuestras decisiones" (CONV, 93). De este modo la dirección espiritual forja personas auténticamente humanas.
No fabrica "criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad" (ibidem).
"Cada uno es como es, y hay que tratar a cada uno según lo ha hecho Dios y según lo lleva Dios. Omnibus omnia factus sum, ut omnes facerem salvos (1Co 9, 22), hay que hacerse todo para todos. No existen panaceas. Es preciso educar, dedicar a cada alma el tiempo que necesite, con la paciencia de un monje del medioevo para miniar –hoja a hoja– un códice; hacer a la gente mayor de edad, formar la conciencia, que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad" (Carta 8–VIII–1956, n. 38: AGP, serie A.3, 94-1 –2). De este modo, la dirección espiritual, en un contexto de amistad y trato con Dios, orienta, da optimismo, abre a la esperanza, amplía horizontes y contribuye a que el alma sea capaz de cosas grandes.
Guillaume DERVILLE
"Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del espíritu santo" (ECP, 137). No se llega a comprender bien lo que significa para San Josemaría la experiencia del dolor, si no se reflexiona largamente sobre este pasaje de la homilía dedicada al Espíritu Santo, al que designa como el Gran Desconocido porque permanece oculto para muchos.
El dolor no es propiamente hablando un gran desconocido, porque se advierte y percibe, pero es algo que no se desea conocer y de lo que se pretende huir, porque se nos escapa el sentido que está llamado a tener en la vida humana. Es un huésped no deseado, y sin embargo antes o después llega en la vida de todos; hace morada en nuestro cuerpo, en nuestra alma, confiere a nuestras emociones una tonalidad a veces rabiosa, otras veces triste, otra incluso resignada o francamente angustiada.
Es algo que todos nos quitaríamos de encima a gusto, porque difícilmente alcanzamos a encontrarle un significado que lo vuelva digno de ser vivido. Sólo se llega a esa meta si se descubre que el dolor es "la piedra de toque del amor" (C, 439), porque, en cierto modo, nuestra capacidad de amar se mide por nuestra capacidad de sufrir por amor. Amor y dolor, sufrimiento y felicidad representan cuatro coordenadas sobre las que San Josemaría fundamenta lo que con todo derecho podemos llamar la pedagogía de la felicidad: "te quiero feliz en la tierra. –No lo serás si no pierdes ese miedo al dolor. Porque, mientras "caminamos", en el dolor está precisamente la felicidad" (C, 217).
Perder el miedo a sufrir no es fácil; existe en cada uno de nosotros una repugnancia natural hacia el dolor que sólo el amor puede llevarnos a superar: "La entrega es el primer paso de una carrera de sacrificio, de alegría, de amor, de unión con Dios. –Y así, toda la vida se llena de una bendita locura, que hace encontrar felicidad donde la lógica humana no ve más que negación, padecimiento, dolor" (S, 2). Separar el dolor del amor, encerrarse en una lógica egocéntrica, significa perder de vista la perspectiva de la felicidad, la única que permite dar sentido al sufrimiento sea del tipo que sea. Para muchos santos y para el mismo san Josemaría, el dolor es la actualización del vía crucis en su vida, el camino que conduce al hombre al encuentro con Dios y que le permite una plena y madura identificación con Cristo.
San Josemaría desde pequeño tuvo la experiencia de la enfermedad, la suya propia y la de sus hermanas, culminada en la muerte de tres de ellas; percibió cómo en su vida estaba presente la gramática del dolor que alcanzó a las personas que le eran queridas. La necesidad de dejar la casa familiar de Barbastro, la pérdida de un discreto bienestar económico, la búsqueda fatigosa de un nuevo trabajo –cosa que impuso a su padre pesados sacrificios por amor a la familia–, el cambio de escuela y el esfuerzo por hacerse nuevos amigos, etc., son algunas de las realidades que marcaron su infancia y su adolescencia.
No faltaron dificultades en la vida de san Josemaría ya desde pequeño, pero esto no le impidió reaccionar de un modo profundamente sobrenatural ante las huellas dejadas por un fraile carmelita descalzo en la nieve de un gélido invierno de Logroño. No era fácil comprender qué movía a aquel hombre a ofrecer a Dios la mortificación de caminar por una calle nevada, que casi congelaba sus pies. Así comienza la historia de la vocación de san Josemaría: contemplando aquellas huellas sobre la nieve y permitiendo que en su corazón resonase la llamada del Amor de Dios que le pide abandonarlo todo para seguirle. En aquel momento, ante la absoluta gratuidad de aquel sacrificio y su aparente sinsentido, decide aventurarse en un misterioso y místico vía crucis que dura toda su vida.
El dolor experimentado en esta primera fase de su existencia es sólo un anticipo de cuanto le sucederá en los años sucesivos. Pero la fe y la esperanza en el Señor le permiten afrontarlo con buen humor y con una caridad llena de misericordia hacia quienes, más o menos conscientemente, pudieran haber sido la causa. Su capacidad de comprender y de cargar sobre sí el sufrimiento de los demás, comenzando por el de sus padres, se reafirmó desde el momento, en 1918, en que intuyó que su vocación, al alejarlo de casa, crearía para ellos nuevos motivos de sufrimiento. Con una plegaria intensa y confiada pide al Señor un hermano, alguien que pueda cuidar de sus padres y evitar que se queden solos. La pérdida de las hermanas, experimentada de pequeño, le hacía comprender a fondo que el don de una nueva paternidad y de una nueva maternidad podría ser el mejor antídoto a la separación, al vacío, que él mismo estaba a punto de provocar. Dios acoge su oración, aunque después los acontecimientos tomen otro camino y, llega un momento en el que, a la vez que experimenta el dolor por la pérdida del padre, surge el problema del cuidado de la madre, de la hermana y del hermano pequeño. Un dolor interior nada fácil de aceptar, pero al mismo tiempo una nueva fuerza para volver a tomar en la mano el hilo de la propia vida en plena y absoluta sintonía con la Voluntad de Dios, a la que se entrega y en la cual confía.
Junto a los acontecimientos dramáticos en la vida de san Josemaría, se da otro tipo de sufrimiento que apuntala su formación. Un sufrimiento más pequeño y sólo en apariencia menos relevante. Son las molestias ocasionadas por las contrariedades de la vida diaria y por las incomprensiones de sus compañeros, también en los años del seminario y en los inicios de su labor sacerdotal. La ironía pueril con la que algunos hacen burla de sus ideales, de sus arranques de intimidad con Dios. Pequeñas cosas, que exigen una gran paciencia y magnanimidad para evitar la reacción agresiva o el conformismo resignado: "¿Te lamentas?... y me explicas como si tuvieras la razón: ¡un pinchazo!... ¡Otro!... ¿Pero no te haces cargo de que es tonto sorprenderse de que haya espinas entre las rosas?" (S, 237). Es el crisol en el que se forma la personalidad de los jóvenes y aflora el perfil de la madurez. "No te quejes, si sufres. Se pule la piedra que se estima, la que vale. ¿Te duele? –Déjate tallar, con agradecimiento, porque Dios te ha tomado en sus manos como un diamante... No se trabaja así un guijarro vulgar" (S, 235). Son las relaciones personales las que a veces pueden convertirse en causa de un sufrimiento que parece insoportable por la reiteración de las provocaciones y por la dificultad del perdón. No es fácil no reaccionar a ciertos alfilerazos: "¡Cómo duelen los desprecios, aunque la voluntad esté en quererlos! –No te extrañes: ofréceselos a Dios" (F, 793).
San Josemaría se esfuerza por ofrecer a Dios todas estas cosas, que sólo en apariencia parecen pequeñas. Lo hace en las largas horas de adoración nocturna ante el Santísimo, allí donde de hecho aprende a sufrir por Amor, buscando una identificación con Cristo generosa y audaz: "Pediste al Señor que te dejara sufrir un poco por Él. Pero luego, cuando llega el padecimiento en forma tan humana, tan normal –dificultades y problemas familiares..., o esas mil pequeñeces de la vida ordinaria–, te cuesta trabajo ver a Cristo detrás de eso. –Abre con docilidad tus manos a esos clavos..., y tu dolor se convertirá en gozo" (S, 234). El dolor se convierte para él en una especie de experiencia mística en la cual su ascetismo sonriente se transforma gradualmente en una unión real con Jesús: "Déjame que, como hasta ahora, te siga hablando en confidencia: me basta tener delante de mí un Crucifijo, para no atreverme a hablar de mis sufrimientos... Y no me importa añadir que he sufrido mucho, siempre con alegría" (S, 238).
También ante la enfermedad física san Josemaría consigue siempre y en todo lugar poner buena cara: "Un morbo incurable, que limitaba su acción. Y, sin embargo, me aseguraba gozoso: la enfermedad se porta bien conmigo y cada vez la amo más; si me dieran a escoger, ¡volvería a nacer así cien veces!" (S, 254). Pero da lo mejor de sí mismo ante el sufrimiento psicológico y espiritual: "Hijo, óyeme bien: tú, feliz cuando te maltraten y te deshonren; cuando mucha gente se alborote y se ponga de moda escupir sobre ti, porque eres "omnium peripsema –como basura para todos... –Cuesta, cuesta mucho. Es duro, hasta que –por fin– un hombre se acerca al Sagrario, se ve considerado como toda la porquería de! mundo, como un pobre gusano, y dice de verdad: "Señor, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo, para qué la quiero?" Hasta entonces, no sabe el hijo de Dios lo que es ser feliz: hasta llegar a esa desnudez, a esa entrega, que es entrega de amor, pero fundamentada en la mortificación, en el dolor" (F, 803).
San Josemaría sufre las críticas malévolas y gratuitas que le hacen tocar hasta qué punto su honor ha sido herido y humillado. Pero es precisamente su honor, eso que un hombre tiene de más íntimo y precioso, lo que deja a los pies del Tabernáculo. Y ahí encuentra su consuelo, una felicidad inesperada, fruto de una donación fundada sobre el amor y sobre el dolor. No hay en él ni amargura, ni rencor; ni siquiera la sombra de ese deseo de revancha tan frecuente entre los hombres, sólo el coraje de una donación total que contrapesa la experiencia de un dolor global de un modo no muy distinto de cuanto nos cuenta el Libro de Job.
Aunque, en el caso del fundador de la Obra, a la historia de Job, a su lamentarse exasperado, se une la dimensión sobrenatural de un dolor de quien conoce la Cruz de Cristo: "¡Sacrificio, sacrificio! –Es verdad que seguir a Jesucristo –lo ha dicho Él– es llevar la Cruz. Pero no me gusta oír a las almas que aman al Señor hablar tanto de cruces y de renuncias: porque, cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso –aunque cueste– y la cruz es la Santa Cruz. –El alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría y de paz. Entonces, ¿por qué insistir en "sacrificio", como buscando consuelo, si la Cruz de Cristo –que es tu vida– te hace feliz?" (S, 249). En su experiencia personal, el camino de la Cruz, marcado por un dolor siempre viejo y siempre nuevo, ha tenido siempre el punto de llegada en la felicidad humana y sobrenatural de la intimidad con el Señor.
La predicación y la incesante actividad de formación del fundador del Opus Dei contienen numerosos textos de los que es fácil deducir su modo de afrontar una problemática tan compleja como la del dolor y el sufrimiento. Siempre atento a las circunstancias concretas, dotado de una empatía sorprendente, sabe acoger las necesidades y los estados de ánimo de las personas que tiene al lado y se deja guiar de su experiencia para enseñar a los jóvenes a afrontar el dolor y el sufrimiento. "Te acogota el dolor porque lo recibes con cobardía. –Recíbelo, valiente, con espíritu cristiano: y lo estimarás como un tesoro" (C, 169). No hay falsa piedad en el incipit de este punto de Camino: san Josemaría no se propone consolar superficialmente al muchacho que tiene delante, probablemente apesadumbrado por las habituales escaramuzas de la vida. Le anima a reaccionar y lo hace con esa sinceridad salvaje con la que también él ha afrontado las dificultades de la vida. Se vuelve hacia él sacudiéndolo: "no seas bellaco, echa mano de tus reservas de coraje..."; recurre a sus virtudes, pero al mismo tiempo hace una llamada inmediata el espíritu cristiano y a aquellos valores que sabe evidentemente que están muy presentes en el corazón del muchacho. Intenta sacar lo mejor que hay en él: en realidad tiene confianza en él y se la confirma justo con ese tono aparentemente duro; así le ayuda a encontrar el sentido de una experiencia que amenaza con aplastarlo.
Este punto de Camino es como un tratado de pedagogía del dolor expresado en pocas líneas. San Josemaría quiere que el muchacho salga del estado de abatimiento al cual lo ha empujado una experiencia dolorosa, pero quiere que lo haga poniendo en juego todos sus resortes. No importa que el dolor de que habla sea físico o espiritual. Emotividad y afectividad humana, cuando son heridas, tienen siempre una incidencia en el nivel de la corporeidad, y el dolor físico por su parte tiene inmediatas repercusiones sobre el plano afectivo y emotivo. De ahí la llamada a no dejarse abatir, mientras centra la atención sobre el coraje como valor profundamente humano, pone en juego también el corazón y la capacidad de amar: "(...) ¿qué importa padecer, si se padece por consolar, por dar gusto a Dios nuestro Señor, con espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz, en una palabra: si se padece por Amor?..." (C, 182).
Virtudes humanas y sentido sobrenatural constituyen el binomio indispensable sobre el que, según san Josemaría, debe fluir la experiencia humana de quien desea sinceramente abrirse a la verdadera felicidad, de manera realista, pero no egoísta. Más aún, para él, el egoísmo representa una barrera insuperable para la felicidad, mientras que el dolor y el sufrimiento abren el camino a la experiencia de la paz y la alegría. "El amor gustoso, que hace feliz al alma, está basado en el dolor: no cabe amor sin renuncia" (F, 760). Y más adelante: "El camino del Amor se llama Sacrificio" (F, 768). Objetivo de la formación es siempre el amor, el amor humano y el amor sobrenatural, mientras que el sacrificio y su presencia inmediata representada por el dolor son siempre y solamente un medio. Un medio noble, pero jamás un fin. Nadie elige el dolor como fin, aunque es verdad que nadie alcanza su fin sin pasar por el camino del dolor y el sacrificio.
San Josemaría tiene bien presente cuánta gente se somete a grandes sacrificios por objetivos exclusivamente humanos y lo aprovecha para hacerlo notar de modo elegantemente irónico: "¡Qué miedo le tiene la gente a la expiación! Si lo que hacen por bien parecer al mundo lo hicieran rectificando la intención, por Dios... ¡qué santos serían algunos y algunas!" (C, 215). También es verdad lo contrario: hay gente que rehúye el sacrificio, imaginando poder alcanzar metas brillantes comprometiéndose sólo en la propia imaginación y en la propia fantasía: "Me dices: cuando se presente la ocasión de hacer algo grande... ¡entonces! –¿Entonces? ¿Pretendes hacerme creer, y creer tú seriamente, que podrás vencer en la Olimpiada sobrenatural, sin la diaria preparación, sin entrenamiento?" (C, 822). El fundador del Opus Dei pone en guardia ante las dos manifestaciones de dos defectos muy conocidos: por una parte, ante una ambición que es fin de sí misma y, por otra, la falta de ambición; por una parte, una voluntad tenazmente anclada en el programa de una exclusiva realización personal, y, por otra, una pereza indolente y abúlica. En ambos casos les falta esa visión sobrenatural que permite afrontar con energía y determinación todos los sacrificios y sufrimientos necesarios para alcanzar una meta alta, marcada por el amor de Dios y de los demás.
La experiencia del dolor –la suya propia y la de tantas personas a las que trató en su amplia labor sacerdotal–, pero sobre todo la profunda intimidad con la Pasión del Señor, llevaron a san Josemaría a hacer de la relación con los enfermos, con los pobres y con todos aquellos que sufriesen algún tipo de necesidad, uno de los elementos más humanos y más hondos de su horizonte vital. "–Niño. –Enfermo. –Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él" (C, 419). Por esta razón dedicó una parte importante de su vida personal al servicio de los enfermos, haciendo del apostolado en los hospitales el lugar privilegiado de su encuentro personal con Jesús en la Cruz. "¡Cómo amaba la Voluntad de Dios aquella enferma a la que atendí espiritualmente!: veía en la enfermedad, larga, penosa y múltiple (no tenía nada sano), la bendición y las predilecciones de Jesús (...)" (F, 1034).
Nunca indiferente o distraído ante el dolor que experimentaban las personas que estaban a su lado, fuese cual fuese la razón, conseguía transmitir a todos el calor de su afecto, que era, al mismo tiempo, paterno y materno. Junto a cada pobre y a cada enfermo, intentaba materializar el Amor de Dios, pero al mismo tiempo era bien consciente de que sacaba de cada uno de esos encuentros nuevas energías para sus tareas de fundador de la Obra. Intuía, antes de que se lo contasen, lo que acontecía en el alma de las personas, sabía anticiparse a la necesidad de compartir lo que hay en cada hombre, cortando de raíz el tormento de la soledad. "No pases indiferente ante el dolor ajeno. Esa persona –un pariente, un amigo, un colega..., ése que no conoces– es tu hermano. –Acuérdate de lo que relata el Evangelio y que tantas veces has leído con pena: ni siquiera los parientes de Jesús se fiaban de Él. –Procura que la escena no se repita" (S, 251).
El dolor de la soledad, del abandono y de la indiferencia representaba para él una manifestación de esa falta de fraternidad que lleva a descubrir la quiebra de la vocación cristiana, también en la propia vida. "Te duelen las faltas de caridad del prójimo para ti. ¿Cuánto dolerán a Dios tus faltas de caridad –de Amor– para Él?" (C, 441). Amor y dolor constituyen en el corazón de cada hombre un binomio inseparable, porque sólo el amor da sentido al dolor, y sólo la experiencia del dolor y del amor envuelve al hombre en su globalidad. El hombre reacciona de modo unitario a todo lo que le afecta en profundidad, y el dolor le golpea en su intimidad, precisamente en aquel punto al mismo tiempo material e inmaterial en el cual racionalidad y afectividad, corporeidad y espiritualidad, se tocan y se entrecruzan. Es allí donde se recompone la fragmentariedad de la experiencia humana, la multiplicidad encuentra su unidad, y el hombre percibe que algo está penetrando en su intimidad más profunda. Algo que hiere, que transforma, que hace más frágil, pero que al mismo tiempo descubre nuevos horizontes de comprensión sobre el sentido de la vida y sobre el valor de las relaciones humanas.
Para san Josemaría, el hombre estará inevitablemente desorientado si pierde el hilo conductor que liga alegría y dolor, amor y donación. Sin esta perspectiva de conjunto, todo pierde su sentido, comenzando por el dolor, que se muestra en su crudeza dura y exigente. A pesar de los enormes progresos de la ciencia y de la técnica, el dolor sigue presente. Y en el fondo del corazón del hombre puede surgir un sentido de culpa que lleva a pensar que el dolor es consecuencia de algún pecado, o fruto de un castigo. En esa coyuntura el hombre está expuesto a experimentar una sensación de extravío y de abandono que puede llevarle a replegarse sobre sí mismo, a sentirse traicionado ante un mal, que parece injusto e inútilmente persecutorio. El fundador de la Obra, ante este sufrimiento, ofrece un consejo, una sugerencia que susurra paternalmente, con delicada insistencia: "Dolor de Amor. –Porque Él es bueno. –Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. –Porque todo lo bueno que tienes es suyo. –Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡ÉI!... ¡¡a ti! –Llora, hijo mío, de dolor de Amor" (C, 436).
A san Josemaría no se le escapa ninguno de los motivos por los que el hombre puede sufrir a lo largo de su vida –la enfermedad, la carencia de afecto y de comprensión, los reveses de fortuna, la percepción de las propias limitaciones, etc.. Ni tampoco la experiencia de ruptura que provoca la toma de conciencia de los errores cometidos y el sufrimiento provocado a otras personas; o el dolor que alcanza a quienes se ama. En cualquier caso conviene repetir: "Bendito sea el dolor. –Amado sea el dolor. –Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor!" (C, 208). San Josemaría consideró siempre que esta oración tiene una gran eficacia porque con ella se expresa con hondura la conformidad de la voluntad del hombre con la Voluntad de Dios, y ahí radica en definitiva, sea cual sea el motivo por el que se esté sufriendo, el secreto de la felicidad. "La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. –Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada" (C, 758).
Paola BINETTI