Diccionario

JaculatoriasJapónJennerJesucristoJ. J. VargasJorge ManriqueJuan Pablo IJuan Pablo IIJuan XXIIIJusticia

Jaculatorias
1. Las jaculatorias en la experiencia espiritual y pastoral de san Josemaría
2. Algunas jaculatorias más significativas en la piedad de san Josemaría
3. Jaculatorias según los distintos momentos de su vida
Japón
1. Comienzo de la labor apostólica
2. Desarrollos posteriores de la labor
Jenner, residencia universitaria
Jesucristo
1. Fuentes de la doctrina de san Josemaría
2. Cristo, centro. Cristocentrismo
3. Cristo, mediador
4. Cristo, salvador: camino, verdad y vida
Jiménez Vargas, Juan
Jorge Manrique, Centro de
Juan Pablo I
Juan Pablo II
Juan XXIII
Justicia
1. Definición y fundamento
2. Justicia y cumplimiento del propio deber
3. Justicia y recto ejercicio de las tareas profesionales
4. Justicia y bien social
5. Relación de la justicia con la caridad

 «    JACULATORIAS    » 

En la tradición espiritual de la Iglesia Católica, al menos desde san Agustín, al que se debe el vocablo, se entiende por jaculatoria una oración breve y vibrante; por ejemplo, “¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!”, “¡Ave María Purísima, sin pecado concebida!”. Se puede decir en cualquier lugar: en la iglesia, en la oficina, en el campo... “bastarán dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo (...) frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta”, y que nos ayudan a “convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. (...) cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor –y es un camino para todos, no una senda para privilegiados–, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios” (ECP, 119).

1. Las jaculatorias en la experiencia espiritual y pastoral de san Josemaría

En esta vida no podemos conocer a Dios como Él nos conoce, pero sí podemos comenzar a amarle como Él nos ama, porque el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones (cfr. Rm 5, 5): “a los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos” (AD, 247), y como los cristianos “somos almas de amor, mantenemos una conversación constante con María y José y, después, con ellos, pasamos a tratar a Jesús y, con los tres, al Padre y al Espíritu Santo” (citado en ECHEVARRÍA, 2000, p. 171),

Sabemos que “nadie puede decir; «¡Señor Jesús!» sino por el Espíritu Santo” (1Co 12, 3), y que “el santo no nace, se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana” (AD, 7), en esa lucha a lo largo de toda su jornada, “de la noche a la mañana y de la mañana a la noche” (ECP, 119). Y eso reclama empeño, perseverancia: “Acostumbraos a dirigiros constantemente al Señor, cada uno a su modo, con sus piropos, con sus jaculatorias” (citado en ECHEVARRÍA, 2000, p. 171). Con frecuencia, san Josemaría, al encontrar a algún hijo o hija suya, aunque fuera temprano por la mañana, le preguntaba, sin ánimo de obtener respuesta, pero sí de que se planteara cómo iba ese punto: ¿cuántos actos de amor has hecho hoy? (cfr. ECHEVARRÍA, 2000, p. 172).

A veces ponía las jaculatorias por escrito en papeles que le servían de “despertador” de la presencia de Dios, o las hacía grabar en el friso de un oratorio o en el dintel de una puerta, en un mantel de altar, o junto a una imagen de Nuestra Señora. El objetivo era facilitar la presencia de Dios y el tono sobrenatural en el trabajo o en el descanso, al ir por un pasillo o al entrar en una habitación... “Sed como niños, delante de Dios. Yo me paso el día diciéndole jaculatorias... de niño... ¡niñerías! Si las escucharais... ¡os harían reír! O, a lo mejor... ¡os harían llorar!” (URBANO, 1994, p. 77). En fin, propiciaba un mundo interior rico y variado, como son fecundos y originales los deseos de unión con el Amor y las realidades de la entrega.

2. Algunas jaculatorias más significativas en la piedad de san Josemaría

Las jaculatorias que san Josemaría compartía con sus hijos y con otras personas que trataba, pueden exponerse siguiendo distintos modos; se han escogido dos como luces indicadoras; a) considerando las referentes a virtudes o devociones básicas; y b) siguiendo los jalones sobrenaturales de SU vida, que corre a la par con la vida del Opus Dei. Las vemos ahora siguiendo la primera posibilidad. Para no hacer pesada la lectura las mencionaremos sin indicar la fuente que documenta su uso; en la bibliografía final pueden encontrarse fácilmente las referencias.

Su hondo sentido de la filiación divina le llevaba a hacer suyas unas palabras de Jesús a su Padre: “Abba, Pater” (Rm 8, 15). Destacaba también su rendido amor al Espíritu Santo "Ure igne Sancti Spiritus!” (¡Enciéndenos con el fuego del Espíritu Santo!) – y a la Eucaristía que, además de verter en comuniones espirituales, expresaba, por ejemplo, con un “Dominus meus et Deus meus!” (¡Señor mío y Dios mío!) (ECP, 119), o, durante la Misa, diciendo con el corazón en el momento de la Consagración: “Adauge nobis fidem, spem, caritatem!” (¡Auméntanos la fe, la esperanza y el amor!).

Agradecía todo lo bueno, incluso lo que no conocía o lo que parecía malo: “Gratias tibi ago, pro universis beneficiis tuis, etiam ignotis” (Te doy gracias por todos tus beneficios, también por los desconocidos). En momentos de necesidad repetía “¡Oh Jesús, descanso en ti”, “Dei perfecta sunt opera!” (¡Las obras de Dios son perfectas!), “Deus meus et omnia!” (¡Tú eres mi Dios y mi todo!); a veces pedía más fe: “Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam!” (¡Creo Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe!) (Mc 9, 24).

Su amor a Santa María fue especialmente fecundo en jaculatorias; baste repasar las advocaciones de la letanía del Rosario, devoción tan querida para él; o el título que daba a la Reina de cada nación en la que el Opus Dei iniciaba la labor apostólica: Regina Hispaniae, Regina Germaniae, Regina Kenyae, Regina Italiae, Regina Venetiolae... que solía rezar al llegar al país –o al sobrevolarlo, si cruzaba su espacio aéreo–; además de incontables desahogos como: “Mater Pulchrae Dilectionis, filios tuos adiuva!” (¡Madre del Amor Hermoso, ayuda a tus hijos!), “Sancta María, Spes nostra, Ancilla Domini!” (¡Santa María, Esperanza nuestra, Esclava del Señor!), “Adeamus cum fiducia ad Thronum Gloriae ut misericordiam consequamur” (¡Acudamos con confianza al Trono de la Gloria para que consigamos misericordia!) y “Beata Mater et intacta Virgo” (¡Madre Bienaventurada y Virgen sin mancilla!). Y un clamor magno, “¡Madre!, monstra te esse Matrem!” (¡Madre!, ¡manifiesta que eres Madre!).

Otro venero fue su recio trato con San José –"¡Mi Padre y Señor!"–. Y con los Ángeles Custodios: «Ángeles Santos, yo os invoco, como la Esposa del Cantar de los Cantares, 'ut nuntietis ei quia amore langueo'» –para que le digáis que muero de amor” (C, 568).

Pedía y expresaba virtudes como la humildad: “Ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum!” (¡Soy como un borrico junto a Ti, y estaré siempre contigo!) (Sal 73, 22–23); o la fortaleza: “Quia Tu es, Deus, fortitudo mea!” (¡Porque Tú eres, Señor, mi fortaleza!); y la contrición: “Domine, tu omnia nosti, Tu scis quia amo te!” (¡Señor!, ¡Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!) (Jn 21, 17).

Y la preocupación constante por las almas, porque “de eso se trata: de llevar a las almas a que se sitúen frente a Jesús y le pregunten “Domine, quid me vis facere?” ("Señor, ¿qué quieres que yo haga?") (Hch 9, 6: ECP, 149); de clamar para que el Señor mande obreros a su mies (cfr. Mt 9, 38): “¡Jesús, almas!... ¡Almas, almas de apóstol!: son para ti, para tu gloria” (C, 804). Y con confianza: “¡Sobre tu palabra echaré las redes!” (Lc 5, 5; cfr. CECH, p. 894), acudiendo a Nuestra Señora: “Regina Apostolorum” (ECP, 149).

3. Jaculatorias según los distintos momentos de su vida

Para exponer las jaculatorias que san Josemaría repitió, siguiendo la cronología empecemos por las que le habían enseñado desde niño como “¡Dulce Corazón de Jesús, sed mi Amor!”, “¡Dulce Corazón de María, sed mi salvación!” (ECHEVARRÍA, 2000, p. 177), “Para Ti nací: ¿qué quieres Jesús de mí?” (TORANZO, 2004, p. 24). Después, desde los quince o dieciséis años, mucho antes de fundar la Obra –y también después–, pedía a Dios le hiciera ver lo que quería de él: “Domine, ut videam! Domine, ut sit!” (¡Señor, que vea! ¡Señor, que sea!) (AVP, I, p. 175). Como siempre, también en esto contó con la Madre de Dios, como documenta la inscripción “Domina, ut videam!” que grabó en la base de una imagen de la Virgen del Pilar, fechada el “24-5-1924” (cfr. AVP, I, p. 181). Una vez vista esa Voluntad de Dios el 2 de octubre de 1928, intensificó su oración y se puso a trabajar para llevarla a cabo, repitiendo “Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! ("¡Todos con Pedro a Jesús por María!"). San Josemaría unía a esta jaculatoria otras dos muy expresivas: “Deo omnis gloria!” (¡Para Dios toda la gloria!) y “Regnare Christum volumus!” ("¡Queremos que Cristo reine!"). En sus apuntes y cartas a veces escribía sólo las iniciales de cada palabra de la jaculatoria: O.c.P.a.J.p.M., D.O.G., R.Ch.V. (cfr. CECH, pp. 226–227). Según comenta Pedro Rodríguez, estas tres jaculatorias resumen de algún modo el fundamento último de su espíritu (cfr. CECH, p. 929).

No le faltaron dificultades, pero habitualmente, ante los obstáculos objetivos y ante la incomprensión de algunas personas, traía a su corazón y a sus labios una síntesis de Rm 8, 28: “Omnia in bonum!” (¡Todo es para bien!) (S, 127), seguro de que siempre “¡a través de los montes las aguas pasarán!” (Sal 108; cfr. AVP, III, p. 592). “¿Estás sufriendo una gran tribulación? –¿Tienes contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril: «Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. –Amén. –Amén»“ (C, 691). Tanto alimentaba desde 1920 el amor a la Voluntad de Dios (cfr. CECH, pp. 810–811; AD, 167), que su querer fue siendo cada vez más firme: “Fiat!, Serviam!” (cfr. DEL PORTILLO, 1993, p. 55), “¡Hágase, cúmplase!”, “¿Lo quieres, Señor? , y ¡Yo también lo quiero!” (C, 782). Unía a su debilidad la urgencia de la ayuda divina; “¡Oh, Dios mío: cada día estoy menos seguro de mí y más seguro de Ti!” (C, 720).

La filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei (cfr. ECP, 64). Nació con la Obra, y en 1931 tomó forma, en momentos humanamente difíciles (cfr. Carta 9-I-1959, n. 60: AGP, serie A.3, 94–1–5), por lo que san Josemaría, basándose en su propia experiencia espiritual, aconsejaba invocar frecuentemente a Dios como Padre: “Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo” (AD, 150).

Seguro de que la Voluntad de Dios sería antes o después una realidad, se abandonaba en las manos de Dios. Nunca se retraía; al contrario, sabía que su trabajo debía apoyarse en la unión con Dios y clamaba con fuerza: “¡Aparta, Señor, de mí lo que me aparta de ti!”, y no sólo se refería a cosas de gran envergadura, sino a desamores, tentaciones, pensamientos inútiles, defectos y debilidades o aspectos que le parecían compensaciones. Era su deseo afinar en el amor a Dios (cfr. ECHEVARRÍA, 2000, p. 203).

En 1951, en momentos delicados para la consolidación del Opus Dei tal como Dios lo quería, clamaba: “Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum!” (¡Corazón Dulcísimo de María, prepara un camino seguro!). Le pedía lleno de fe que preparara un camino seguro para la Obra.

Avanzado el desarrollo del Opus Dei, no cejaba en su oración: “Cor Iesu Sacratissimum, dona nobis pacem!” (¡Corazón Sacratísimo de Jesús, danos la paz!), clamaba al Señor desde 1952; en 1971 completó esta jaculatoria “Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem!” (AVP, III, p. 611): fue una época en la que se sintió especialmente urgido a confiar en la misericordia de Dios. Pedía y se abandonaba, como un hijo pide a su padre: “Señor Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno!” (AVP, III, p. 611). Era consciente de que su fortaleza estaba precisamente en su debilidad y en la omnipotencia de Dios: “Domine, fac cum servo tuo secundan magna misericordia tuam!” (¡Señor, haz con tu siervo lo que te dicte tu gran misericordia!)

Después del Concilio Vaticano II sufrió mucho al ver maltratada la Iglesia cuando se interpretaban mal ciertos documentos (cfr. AVP, III, pp. 473 y 593 ss.). El 8 de mayo de 1970 oyó en su interior, y repitió después frecuentemente: “Si Deus nobiscum, quis contra nos? (Rm 8, 31; cfr. AVP, III, p. 608), reforzando una consideración que se había hecho ya anteriormente muchas veces: Si Dios está con nosotros ¿quién nos podrá derrotar? (cfr. AD, 219). Ésta y otras locuciones que Dios le hizo oír en su interior –“Clama, ne cesses!” (cfr. AVP, III, p. 608) por ejemplo–, las tradujo en jaculatorias que repetía con consuelo de su alma y de muchas otras personas. Este conjunto marca otro hito en su vida: la fe le decía que se podía herir el Cuerpo de Cristo, pero que al final las puertas del infierno no prevalecerían (cfr. Mt 16, 18): “Sancta Trinitas, ut inimicos Sanctae Ecclesiae humiliare digneris. Te rogamus audi nos!” (¡Trinidad Santísima, para que te dignes humillar a los enemigos de la Santa Iglesia, te rogamos escúchanos!).

Sabía y sentía que, en la empresa en que estamos los cristianos, podíamos contar siempre con la Santísima Virgen: “¡Señor, Santa María, que el tiempo de la prueba sea corto! Sancta María, Refugium nostrum et Virtus!” (¡Santa María, sé Tú nuestro refugio y nuestra fuerza!). Y no dejó de involucrar expresamente en sus ruegos a san José, desde septiembre de 1971, aunque su devoción por el Santo Patriarca venía desde antiguo: “¡San José, nuestro Padre y Señor, bendice a todos los hijos de la Iglesia de Dios!”.

Es significativo que algunas de las jaculatorias que repitió piadosamente al final de su vida, fueran semejantes a las de los primeros tiempos: “Domine, ut videam!, ut videamus!, ut videant!”, “¡Que yo vea, que veamos todos, que vean!”, “¡Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma!”.

En sus últimos meses repitió una jaculatoria recogida también en Via Crucis (VI Estación): “Vultum tuum, Domine, requiram” (¡Buscaré, Señor, tu rostro!) (Sal 26, 8–9; cfr. AVP, III, p. 726); “Sí, ¡tengo ganas de ver cómo es el Señor, pero no ya por la fe, sino cara a cara...!”, repitió en su catequesis de 1975 por América. Dios se lo concedió el 26 de junio de 1975 y la Iglesia al canonizarlo el 6 de octubre de 2002, reconoció solemnemente la plenitud de su Amor a Dios.

María Begoña LANDALUCE

 «    JAPÓN    » 

En 1957, Mons. Yoshigoro Paulus Taguchi, obispo de Osaka, solicitó a Mons. Escrivá de Balaguer que el Opus Dei fuera a su diócesis. El fundador pidió a José Luis Múzquiz –uno de los tres primeros sacerdotes de la Obra– que fuera a Japón y le diera su parecer, antes de enviar a sus hijos para que residieran de modo estable. Don José Luis viajó a Nagasaki y cumplió un deseo expreso de san Josemaría: besar la tierra de los mártires japoneses. El 1 de mayo de 1958, Múzquiz envió desde Tokio una carta a san Josemaría. Al recibirla, san Josemaría escribió en el sobre: “Primera carta del Japón. Sancta María Stella maris, filios tuos adiuva!”. Desde entonces la labor apostólica en Japón quedó bajo la protección de esta invocación a la Virgen.

1. Comienzo de la labor apostólica

El 8 de noviembre de 1958 se inició el trabajo apostólico estable con la llegada de José Ramón Madurga, sacerdote desde hacía ya algunos años, a Tokio. Después fue a Osaka, donde se hospedó brevemente en la residencia del obispo. Enseguida escribió a san Josemaría, que le animó en su respuesta: “¡José Ramón queridísimo! Que Jesús te me guarde. ¡Cuánta alegría con tu primera carta del Japón”. Madurga empezó a cumplir los encargos que le había dado san Josemaría: organizar las cosas para cuando vinieran otros y buscar una casa para las mujeres del Opus Dei. Lo más Inmediato –ganarse la vida– lo resolvió con el consejo de unos amigos: enseñar el propio idioma a los nativos. Poco después encontró alojamiento en la ciudad de Toyonaka, en una casa de amigos.

Estaba previsto que Fernando Acaso, otro sacerdote que residía en Estados Unidos, acudiera antes de la Navidad. Debido a un neumotórax, se retrasó hasta enero de 1959. Al enterarse de este contratiempo, san Josemaría, que no quería dejar a José Ramón solo en fechas tan señaladas, pidió a otros fieles del Opus Dei que le escribieran para acompañarle. Fueran tantas las cartas y felicitaciones navideñas recibidas, que causaron admiración y asombro. Por fin, el 18 de enero de 1959 llegó Fernando Acaso. Don José Ramón fue a esperarle al aeropuerto de Haneda, con la llave de un pequeño chalet alquilado en la ciudad de Toyonaka. Y, a finales de julio de 1959, llegó el sacerdote José Antonio Armisén, también procedente de Estados Unidos.

Don José Ramón, en los meses en que vivió solo, hizo un gran esfuerzo para adaptarse a su nuevo país. Tenía muy claro –y así lo fue inculcando a los demás– que el espíritu universal del Opus Dei no impide, todo lo contrario, que los extranjeros se adapten a la cultura y costumbres del país, de tal modo que lleguen a amarlo como cosa propia. Es lo que el fundador llamaba el trasplante, cuando se refería al traslado a un nuevo país, que en el caso del Japón –por ser el primer país oriental en el que el Opus Dei empezaba– podría haber sido más costoso de lo habitual.

Los japoneses son por naturaleza reservados y no suelen exteriorizar sus sentimientos con facilidad; pero son un pueblo educado y con abundantes virtudes humanas, lo que ayuda a llegar a un trato de amistad, aunque quizá cueste un poco más que en otras latitudes. La adaptación a la comida es también un elemento bastante esencial para conseguir con éxito ese trasplante, ya que, siendo la comida japonesa de gran calidad, es a la vez muy diversa de la europea. Pero más que el arraigo diríamos “material”, en lo que se puso mayor empeño fue en inculcar a todos desde el principio el espíritu universal, que era preciso mantener vivo y evitar que por descuido, desidia o ligereza se pudiera desvirtuar y convertir –por decirlo de alguna manera– en un Opus Dei “japonés”. El Opus Dei, por gracia de Dios, ha nacido universal –católico– y, asumiendo lo propio de cada país, está por encima de localismos,

Pronto advirtieron que la labor precisaba una casa mayor que la que ocupaban, de modo que pudiera servir como residencia de estudiantes y academia de idiomas. En el primer aniversario del Opus Dei que se celebró en Japón –2 de octubre de 1959– los Ángeles Custodios les hicieron, de forma inesperada, el “regalo” de encontrar en la ciudad de Ashiya el lugar idóneo que buscaban para residir. La nueva casa recibió el nombre de Seido Juku. En Ashiya, con el paso de los años, se instalaron varios Centros y se desarrollaron las labores apostólicas.

San Josemaría deseaba que pronto empezaran sus hijas a trabajar apostólicamente en el Japón. Esto se cumplió el 15 de julio de 1960, con la llegada de un grupo de mujeres, entre las que se hallaban María Teresa Valdés, Anne Marie Brun, Margaret Traves... María Teresa, española, se había trasladado a Irlanda para ayudar en las tareas del hogar de los Centros de esa tierra; en Japón se dedicó a la enseñanza del castellano y durante unos años participó en un curso de español en la cadena de televisión educacional NHK; luego, dió clases en varias universidades de Lenguas Extranjeras. Anne Marie, nacida en Paraguay, hablaba varios idiomas. Fue a París para iniciar la labor apostólica del Opus Dei en Francia, donde trabajó en la Embajada de la India; en Japón dió clases de francés. Margaret, estadounidense, antes de su marcha a Japón trabajó en un high school y en una universidad de Boston; en Japón enseñó inglés en el Seido Language Institute y también en alguna universidad.

El mismo día de su llegada ocuparon una casa en Shukugawa, barrio limítrofe con Ashiya, y se encontraron con la sorpresa de una carta enviada desde Londres, en la que san Josemaría las animaba, mandándoles “una cariñosa felicitación, por el comienzo de la labor en ese país, y la bendición para mis hijas japonesas”. Al partir hacia Japón, el fundador del Opus Dei les había dicho que rezaba para que antes de un año tuvieran la primera mujer japonesa en la Obra. Y así fue. Kikuko Yoshizu –que ya era católica cuando conoció el Opus Dei–, pidió la admisión como numeraria el 29 de mayo de 1961. En 1963 viajó a Roma para incorporarse al Colegio Romano de Santa María. A su regreso trabajó como profesora de Bachillerato y en la Universidad de Lenguas Extranjeras de Kansai.

San Josemaría había sugerido crear un instituto con nivel universitario. Esto les permitiría introducir el mensaje cristiano entre los estudiantes y hacer una labor de apostolado ad fidem. Aparte de esa sugerencia –y teniéndola siempre presente–, la academia de idiomas Seido Juku nació también como una necesidad vital. Los primeros miembros del Opus Dei que llegaron a Japón se dieron cuenta de que la manera más asequible de ganarse la vida para un extranjero era la enseñanza de su lengua nativa, especialmente en la modalidad hablada. Por aquel entonces Japón se encontraba en plena expansión comercial. El conocimiento de un idioma extranjero era también de gran importancia para un pueblo que no podía usar su propia lengua y escritura para comunicarse con otras naciones.

Con la experiencia que se había adquirido en la enseñanza de lenguas extranjeras a japoneses, y la falta cada vez más obvia de un método adecuado que tuviera en cuenta las dificultades del inglés hablado características del estudiante japonés, el staff de Seido, bajo la dirección de Desmond Consgrave –irlandés de origen, que se incorporó a Japón en 1960 y que había estudiado, junto al renombrado lingüista Robert Lado, los nuevos métodos de enseñanza de idiomas que por aquel entonces estaban en boga en los Estados Unidos–, decidió emprender la tarea de preparar su propio sistema. El objetivo fue conseguir un método completo, bien elaborado, fácil de enseñar y que se caracterizara por estar especialmente dirigido a japoneses. En este proyecto –largo y laborioso–, fue de gran ayuda la colaboración de David A. Sell, estadounidense, que llegó a Japón en enero de 1961 para comenzar sus estudios en la Kyoto University; allí consiguió un doctorado en Lingüística y ejerció también como profesor de Lengua inglesa durante varios años.

En 1962 el número de alumnos de Seido Juku había crecido lo suficiente como para hacer necesaria la construcción de un edificio de nueva planta. Aquella nueva sede llevó por primera vez el nombre de Seido Language Institute, en inglés, y Seido Gaikokugo Kenkyusho, en japonés. A los pocos años se necesitó un nuevo edificio mayor donde llegaron a estudiar más de mil alumnos.

La población católica en Japón es sólo el 0,35% del total de 127 millones; en una de las ciudades con más católicos como es Nagasaki, estos suponen un 7 por ciento de su población. El apostolado entre los no cristianos –el apostolado ad fidem– resulta por lo general una tarea lenta. Sólo unos pocos de los que empiezan a estudiar el Catecismo, llegan a bautizarse. Pero en el caso de Soichiro Nitta –el primer numerario de Japón–, el proceso fue mucho más rápido: se le conoció a finales de 1961, se bautizó el 8 de diciembre de 1962 y pidió la admisión en el Opus Dei el 28 de ese mismo mes. Al conocer la noticia, san Josemaría escribió: “Queridísimos: que Jesús me guarde a esos hijos del Japón. Muy contento con vuestras noticias. No dejo de encomendar a Nita: y especialmente le bendigo, pidiendo al Señor y a su Santísima Madre que le den la gracia de la perseverancia, semper in laetitia!”.

Se hacía necesaria una traducción japonesa de Camino. Michi (en japonés) vio la luz el 20 de marzo de 1961. Con la ayuda de Michi y con la publicación de otras obras de san Josemaría después, se pudieron explicar muchos aspectos propios del espíritu secular del Opus Dei.

2. Desarrollos posteriores de la labor

Convenía que algunas de las primeras personas que se habían acercado al Opus Dei se formaran junto a san Josemaría, para recibir directamente de su fundador el espíritu de la Obra y poder transmitirlo íntegro a las nuevas generaciones. Por eso, algunos de los primeros y primeras japoneses fueron al Colegio Romano de la Santa Cruz o de Santa María. Concretamente marcharon a Roma Soichiro Nitta y Koichi Yamamoto. A Koichi se le había conocido a mediados de 1959, cuando estaba en el segundo año de carrera, a través de un amigo católico que fue el primer residente de Seido Juku; se bautizó el 14 de abril de 1963 y pidió la admisión al Opus Dei el 20 de octubre de ese mismo año. Soichiro Nitta se ordenó sacerdote el 13 de agosto de 1972; pocos años después otros siguieron sus pasos.

En Kioto, el 8 de diciembre de 1963 se inauguró Yoshida Student Center. Y en la primavera de 1964, la primera residencia universitaria para mujeres: Shimogamo Academy. En 1967 se erigió una casa de retiros –Okuashiya Study Center– en los montes Rokko, en la misma ciudad de Ashiya. Y en 1971 se creó Seido Foundation, que ha promovido varias labores educativas.

En Nagasaki se han erigido colegios y una escuela de hostelería, así como residencias en otras ciudades. Las gestiones para abrir los colegios comenzaron a principios de 1975; y en la mañana del 26 de junio, justo un par de horas antes de su marcha al cielo, san Josemaría comentó este hecho en la tertulia que tuvo en Villa delle Rose. Dirigiéndose a una japonesa que estaba allí dijo: “Reza por tu tierra, porque es un pueblo muy grande, para que conozcan a Jesucristo, y le amen, y le sirvan. Ya sabéis que ahora están preparando un colegio en Nagasaki. Hay que rezar para que las dificultades desaparezcan, para que puedan comenzar cuanto antes a trabajar allí”.

No hace falta entrar aquí en detalles de lo que supuso la “aventura” de los colegios, pera sí conviene hacer una breve referencia a las dificultades que menciona san Josemaría en el párrafo anterior. En aquellos momentos, “dificultades” las había en abundancia. Consistían, entre otras, en constituir la persona jurídica Seido Gakuen, capaz de erigir colegios; en la búsqueda de terrenos adecuados por su situación y tamaño (hubo que “ganarse” la voluntad de más de quince propietarios de parcelas contiguas en zona montañosa); en resolver problemas de ingeniería, cortar montes y rellenar valles, para conseguir una superficie plana: la ciudad de Nagasaki está llena de colinas empinadas; en los apuros económicos, etc. Basta decir que todo esto supuso un trabajo que cabe calificar de hercúleo y que duró cerca de siete años hasta verse completado.

Desde que se recibió en Japón la noticia de la marcha al cielo de nuestro fundador –en este país era ya el 27 por la mañana–, y a pesar del inmenso dolor que embargó a todos, se empezó de forma natural a encomendarle los trabajos relacionados con los colegios, decididos a tomarle la palabra de que “desde el Cielo –como solía decir– iba a ayudarnos más”. Su intercesión fue clara y efectiva en varias ocasiones en que las cosas se habían complicado. Gracias a su ayuda, todo fue saliendo, aunque no ahorró ningún trabajo a sus hijos. Cuando varios años después, en un viaje que hizo a Roma, don José Ramón comentó estos sucesos, don Álvaro replicó enseguida que era lo natural: ya que nuestro fundador, que nos había inculcado el amor al trabajo bien hecho, no podía contradecirse ahorrándonos lo que constituye el quicio de nuestra santificación.

Por fin, el primer colegio, el de niñas, se inauguró en la primavera de 1978; y el de niños, en septiembre de 1981.

Antonio MÉLICH

 «    JENNER, RESIDENCIA UNIVERSITARIA    » 

La Residencia Jenner (1939-1943) constituye un hito importante en la historia del Opus Dei. Jenner sustituyó a Ferraz (cuya sede quedó completamente destruida durante la guerra) y se convirtió en el principal punto de apoyo del apostolado del Opus Dei en Madrid desde julio de 1939 hasta julio de 1943, año en que se tuvo que abandonar el inmueble, y la labor que allí se realizaba se trasladó a la Residencia de La Moncloa. En Jenner residió san Josemaría con su familia, hasta mediados de 1940, en una zona aparte de la residencia de estudiantes propiamente dicha, antes de su traslado a la residencia de Diego de León.

En la primavera de 1939, recién acabada la Guerra Civil, san Josemaría se había trasladado con su familia (su madre Dolores, su hermana Carmen y su hermano Santiago) a la casa rectoral del Patronato de Santa Isabel, de la cual había sido nombrado Rector unos años antes, pero le urgía dejarla para cedérsela a las monjas Agustinas de Santa Isabel. La Guerra Civil había interrumpido prácticamente la labor apostólica del Opus Dei. Como consecuencia, desde la vuelta a Madrid de san Josemaría a finales de marzo de 1939, una de sus primeras ocupaciones había sido encontrar un edificio adecuado para albergar una residencia universitaria, además de poder dar cobijo a su familia, que seguía dependiendo de él. Su idea había sido encontrar una casa análoga a la de la residencia de la calle Ferraz, que durante los años previos a la Guerra Civil se había mostrado un instrumento muy adecuado como sede de la labor apostólica con universitarios.

Como fruto de intensas gestiones, en las que participó sobre todo Isidoro Zorzano, el 3 de julio de 1939 se dio con unos locales en la calle Jenner, 6, que parecían ser adecuados. Inmediatamente, se contactó con el propietario y el 6 de julio de 1939 se firmó el alquiler de los dos apartamentos situados en el piso tercero. Se trataba de dos viviendas que se habían unido derribando el tabique que las separaba. Allí se instalaron el oratorio, la sala de estar, una salita de recibir, la biblioteca y las habitaciones de los residentes. Después de la limpieza de la casa, el día 19 se inició el traslado de muebles, libros y otros bultos desde la casa rectoral del Patronato de Santa Isabel, que san Josemaría había ocupado hasta entonces con su familia. El 22 de julio terminó la mudanza.

Unas semanas después, el 10 de agosto de 1939, san Josemaría bendijo la nueva Residencia, aunque los pintores y obreros todavía siguieron trabajando unas semanas. La decoración de la casa, según recuerdan los primeros residentes, era sencilla y modesta, pero cuidada y acogedora. Nada más entrar, en la pared de la izquierda del vestíbulo, se encontraba un mapamundi, copia de uno antiguo, que para los residentes tenía una clara significación apostólica: la de los países que estaban esperando la llegada del espíritu del Opus Dei. También estaba colgado un repostero con una muralla y la inscripción Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma ("el hermano que es ayudado por otro hermano es como una ciudad amurallada": Pr 18, 19), que era un recordatorio de la fraternidad cristiana, tan intensamente vivida en el Opus Dei y tema frecuente de la predicación de san Josemaría.

San Josemaría cuidó especialmente la instalación del oratorio, para el que había escogido la pieza más digna de la casa, junto a la sala de estar. Se recubrieron las paredes con arpillera plegada para amortiguar los ruidos. Cerca de la entrada, adosada a la pared de la derecha, se colocó una cruz de palo grande, teñida de nogalina negra. En la pared de la izquierda, junto a un ventanal que daba a la calle, se fijó una ménsula con una imagen de la Virgen. Había sólo un banco, arrimado a la pared de atrás. El sagrario era una caja de madera en forma de arqueta, cubierta con un conopeo. Se forró la caja por dentro con una tela de oro.

En agosto de 1939 llegaron a la Residencia bastantes solicitudes de plaza para el curso que se iniciaba. Se alquiló otro piso en la planta primera, aunque para trasladarse de una zona a otra los residentes tuvieran que utilizar la escalera central del edificio. En este nuevo apartamento se instalaron una sala de recibir, la habitación que ocupaba san Josemaría, una segunda habitación que compartían su madre Dolores y su hermana Carmen y una tercera habitación para su hermano Santiago, que era entonces estudiante universitario. En ese mismo apartamento se ubicaron también el comedor, la cocina y la zona de servicios domésticos, facilitando de ese modo la necesaria independencia de la madre y hermana de san Josemaría y también de las personas que, junto a ellas, se dedicaban a las labores relacionadas con el cuidado de la casa y la organización de las comidas y limpiezas.

Al hacerse cargo de la atención doméstica de la Residencia, la madre y la hermana de san Josemaría renunciaron a la natural aspiración de tener una casa propia donde poder llevar un ritmo de vida sosegado, cultivar sus propias amistades y gozar de intimidad y autonomía. Sin ser propiamente miembros del Opus Dei, accedieron a dedicarse por completo a esas tareas, conscientes de que no se había desarrollado todavía la labor con las mujeres, que se había colapsado prácticamente a raíz de la Guerra Civil española. En buena medida, la labor de coordinación del servicio doméstico de la Residencia la llevaron el primer año la madre y la hermana de san Josemaría. Poco a poco se fueron incorporando otras personas al servicio doméstico, pero siempre dentro de la penuria de aquellos años, en los que se conseguía la comida a través de cartillas de racionamiento y escaseaban hasta los bienes más básicos. El agradecimiento de los miembros del Opus Dei a la madre y hermana de san Josemaría quedó plasmado en el trato respetuoso pero también espontáneo y familiar con que se dirigían a ellas. Como consecuencia, surgió de modo natural el apelativo de “la Abuela” y “tía Carmen” con el que eran conocidas por los miembros del Opus Dei que residían en Jenner, una costumbre que se conservaría ya para siempre. Su insustituible ayuda en el desarrollo del Opus Dei ha quedado reflejada en el reconocimiento histórico que se ha dado a la figura de estas dos mujeres en la historia de la institución.

Los primeros meses de la vida de la Residencia coincidieron con tiempos de auténtica penuria en Madrid, tan maltratada por la guerra, por lo que la instalación material de la casa, apta para unos cuarenta residentes, fue a costa de muchos sacrificios y de petición de unos créditos cuya devolución siempre se hacía precaria. A algunos residentes, a su llegada se les pidió el anticipo de pago de un trimestre, que fue destinado a la compra de la cama y el colchón que ellos mismos utilizarían los meses siguientes. Durante el curso 1939-40 los estudiantes eran unos veinte, algunos de ellos antiguos residentes de Ferraz. Al año siguiente, casi se dobló el número.

San Josemaría se ocupó desde el primer momento de velar para que en la Residencia se respirara un ambiente de familia, que la alejara tanto del excesivo “control” de los residentes como de su natural tendencia al individualismo e independencia. Tal como se había vivido en la precedente Residencia DYA en la calle Ferraz, se incentivaba el estudio de los residentes y se les ofrecían algunas prácticas de piedad, que iban incorporando de modo natural a su plan de vida espiritual. Todos los días se celebraba la santa Misa, se realizaba la visita al Santísimo, se rezaba el rosario y se hacía un breve comentario del Evangelio, previo al examen de conciencia, por la noche. Además, san Josemaría impulsaba personalmente los medios de formación espiritual que la Residencia ponía a disposición de los residentes y de otros universitarios de Madrid que la frecuentaban: una meditación semanal seguida de Exposición Eucarística, círculos de formación semanal, visitas a los pobres que en aquellos años difíciles se hacinaban en las barriadas periféricas de Madrid y un día de retiro mensual.

Los miembros del Opus Dei que ayudaron más a san Josemaría en la dirección de la Residencia durante esos primeros meses fueron, entre otros, Isidoro Zorzano (nombrado Administrador General del Opus Dei), Álvaro del Portillo (Secretario General del Opus Dei), Pedro Casciaro, Juan Jiménez Vargas y Francisco Botella. Durante el primer curso frecuentaron la Residencia algunos estudiantes que pronto se incorporarían al Opus Dei, como por ejemplo Fernando Valenciano, José Luis Múzquiz, Francisco Ponz, Fernando Delapuente, Juan Antonio Galarraga, Justo Martí, Jesús Larralde, Salvador Canals, Alberto Ullastres, Álvaro del Amo, José Antonio Sabater y Adolfo Rodríguez Vidal. Juan Jiménez Vargas fue el primer director de la Residencia (1939-40). Durante el siguiente curso (1940-1941) ejerció ese encargo Justo Martí, que fue sustituido sucesivamente por Teodoro Ruiz y Juan Antonio Galarraga, durante los cursos 1941-1943.

Un año después de su instalación, en la Residencia Jenner tuvieron lugar las primeras “Semanas de estudio” dedicadas a la formación de los miembros del Opus Dei. Durante el curso 1939-40 habían pedido la admisión en el Opus Dei bastantes jóvenes estudiantes. Para impulsar la formación y la madurez de esos estudiantes, se organizaron en Semana Santa y agosto de 1940 dos semanas de intensa formación. Hubo también una tercera Semana entre el 2 y el 10 de septiembre de aquel mismo año. En esos períodos en que los residentes pasaban las vacaciones en sus casas, los miembros del Opus Del podían vivir con una mayor intimidad familiar. San Josemaría les dirigía las meditaciones, los acompañaba en las tertulias del mediodía y de la noche y les infundía el necesario optimismo para encarar con ilusión su camino cristiano en el Opus Dei. Quienes llevaban más tiempo en la Obra (Álvaro del Portillo e Isidoro Zorzano) se encargaban de las charlas sobre diversos aspectos de la vida y las costumbres del Opus Dei, y les comentaban las Instrucciones que san Josemaría ya había redactado.

Los primeros años de la Residencia estuvieron marcados por la necesidad que tenían los universitarios de recuperar los cursos perdidos a causa de la Guerra Civil española. A tal efecto, se convocaron exámenes especiales a principios del curso 1939-40, lo que incentivó la presencia de numerosos estudiantes en la Residencia desde su instalación, así como la organización de cursos abreviados durante los veranos sucesivos. La sala de estudio se convirtió así en punto de reunión de un nutrido grupo de universitarios dispuestos a sacar el mayor partido de aquellas disposiciones legales, al tiempo que iba calando en ellos el mensaje fundacional del Opus Dei sobre la santificación del trabajo ordinario, que recibían de primera mano en la predicación y ejemplo de san Josemaría.

La Residencia de Jenner fue también testigo directo de la primera expansión apostólica del Opus Dei fuera de Madrid. Algunos de los que habían solicitado la admisión durante los primeros meses de funcionamiento de la Residencia, o los que ya pertenecían a la Obra antes de la Guerra Civil, empezaron a realizar viajes a diversas ciudades españolas (Valencia, Valladolid, Barcelona y Zaragoza), que tuvieron como consecuencia el inicio de la labor del Opus Dei en aquellos lugares. Esos viajes los solían realizar durante los fines de semana, desplazándose en tren la noche del sábado y volviendo la noche del domingo, para incorporarse a las clases en la universidad o a su trabajo profesional el lunes por la mañana.

Durante el verano de 1940, a consecuencia del crecimiento incesante de la labor apostólica en Madrid, se inició la búsqueda de dos locales que pudieran albergar dos nuevos Centros del Opus Dei. Se encontró entonces una casa que reunía las condiciones necesarias, en la confluencia de las calles Diego de León y Lagasca, así como un piso en la calle Martínez Campos. En octubre de ese mismo año, san Josemaría y los que le ayudaban más directamente en el gobierno del Opus Dei se trasladaron a la casa de Lagasca, donde el curso 1941-42 nacería el primer Centro de Estudios de numerarios. A la casa de Martínez Campos se trasladaron algunos de los que llevaban más tiempo en el Opus Dei.

La vida de la Residencia Jenner transcurrió con normalidad durante los dos siguientes cursos (1940–1942). A mediados del curso 1942-43, el propietario instó a san Josemaría a que desalojaran la Residencia, para vivienda del reciente matrimonio de su hijo. Después de una intensa reunión entre el propietario y san Josemaría, en la que también estuvo presente Amadeo de Fuenmayor, se consiguió diferir el desalojo hasta el verano siguiente. Se ganó así un tiempo precioso, el suficiente para encontrar un nuevo inmueble, que daría lugar a La Moncloa, residencia que iniciaría sus actividades a partir de julio de 1943. Se cerraba así el capítulo primero de la expansión de la labor apostólica del Opus Dei en la capital española una vez terminada la Guerra Civil. Quienes han dejado consignados recuerdos de aquellos años (Vicente Mortes, José María Casciaro, Pedro Casciaro, José Orlandis y Francisco Ponz) coinciden en señalar que la Residencia Jenner constituye un jalón importante en la historia del Opus Dei, porque allí se reunieron por primera vez un buen grupo de miembros, se pudo gozar de un Centro adecuado para dar estabilidad a la labor apostólica de Madrid y a la formación de los que se iban incorporando al Opus Dei, y se gozó de una plataforma para organizar la expansión por otras ciudades de España.

Jaume AURELL

 «    JESUCRISTO    » 

Una exposición sistemática sobre el significado que Jesucristo tenía para san Josemaría debe poner en claro desde el principio los presupuestos de los que se parte. Ante todo, es preciso señalar que para san Josemaría la figura de Jesucristo no es un “tema” de estudio, sino presencia amada y vivificante. “Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros”. E insiste de nuevo: “Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe” (ECP, 102). La conciencia de la cercanía de Cristo vivo invita a no conformarse con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que lleva a aspirar a “aprender de Él detalles y actitudes”, y a sentirnos “metidos en su vida”, en las escenas en que esa vida se desarrolló (cfr. ECP, 107), y finalmente a identificarse con Jesús mismo.

La conciencia de la cercanía de Cristo vivo proporciona luz para entender todo el mensaje del fundador del Opus Dei. De hecho, al hablar o escribir de cualquier cosa, san Josemaría no hace sino tratar a Cristo y tratar de Jesucristo, de forma que las referencias explícitas e implícitas al Señor están por doquier en sus escritos y en su predicación oral registrada en diversos soportes. Estas referencias a Jesucristo son de índole teológico-espiritual. Habla y escribe de la vida de Jesús, de su misterio, de la relación de Jesucristo con los hombres, de su acción en la Iglesia, del sentido que todas las cosas reciben de Cristo, de la respuesta humana a Cristo, de su vida en Él, etc. La razón de ese modo de proceder es que todo está relacionado con Jesucristo. Al tratar de cualquier asunto, san Josemaría se funda siempre –y con frecuencia lo afirma explícitamente– en su comprensión del misterio de Cristo, de forma que existe una dimensión cristológica omnipresente en sus obras. Para san Josemaría, toda la realidad, la vida de los hombres y de las mujeres, sólo se entienden desde Cristo.

En el presente artículo se renuncia a confeccionar un elenco de los abundantísimos textos y de las variadas formas en que san Josemaría se refiere a Jesucristo, y se tratará en cambio de ofrecer una visión sintética y unitaria de la comprensión que tenía del misterio de Jesucristo. Parece obligado avisar que –dada la abundancia de los textos relevantes para esta tarea, así como su imbricación con cualquier otro aspecto de la vida– lo que aquí se ofrece es por fuerza fragmentario e incompleto.

La exposición que sigue parte de un examen somero de las “fuentes” de las que san Josemaría bebió para formar su honda y existencial comprensión de Jesucristo. Posteriormente se articula en torno a tres categorías que nos parecen adecuadas para acoger de forma ordenada y jerárquica la complejidad –rica y densa, a la vez– de los múltiples elementos en los que queda expresada esa comprensión. Esas tres categorías dimanan de tres apelativos de Jesucristo: Cristo centro; Cristo mediador, Cristo salvador, camino, verdad y vida.

1. Fuentes de la doctrina de san Josemaría

Las fuentes principales del conocimiento de Cristo que tenía san Josemaría son, como no podía ser de otra manera, la fe de la Iglesia y su propia experiencia espiritual de fidelidad a la gracia. Es posible, sin embargo, referirse además a los “lugares” biográficos en los que san Josemaría aprendió algo de Jesucristo.

El primero, sin duda, fue la educación cristiana en su hogar, en el que la piedad hondamente vivida se nutría de la liturgia, que tiene como centro los misterios de la vida de Cristo, y de la práctica de devociones piadosas sólidas (cfr. AVP, I, pp. 31–32; 37–38). A esto se unió más tarde la catequesis previa a la primera Comunión, y la misma primera Comunión en la que el Señor –como afirmaba– “quiso venir a hacerse dueño de mi corazón” (AVP, I, p. 51). El conocimiento de la doctrina cristiana y la experiencia vivida de la presencia de Cristo en el alma eran realidades ricas y dinámicas de la vida interior de Josemaría.

Otro momento importante de progreso en el conocimiento de Cristo fue el de los estudios teológicos. No sabemos demasiado del estudio que el joven Josemaría hizo de la cristología en los años de su formación para el sacerdocio en el Seminario de San Francisco de Paula, en Zaragoza. En el año académico 1920–1921 cursó la asignatura De incarnato et gratia, que impartía el turolense Manuel Pérez Aznar, de quien sus alumnos recordaban que era muy tomista, y que sus explicaciones eran densas y buenas. Josemaría obtuvo la calificación de Meritissimus. Según la investigación de Ramón Herrando, el texto que se usaba en Zaragoza era el del canadiense L A. Paquet (Disputationes theologicæ seu commentaria in Summam Theologicam D. Thomae, IV. De Incarnatione Verbi, Romae, Pustet, 1906), que, como indica el título, era una acomodación académica de la Summa de Santo Tomás. Pero el Paquet escaseó algunos años, y entonces se utilizaba en su lugar el texto de Horatius Mazzella (Praelectiones Scholastico–dogmaticae breviori cursu accommodatae, Turín, Societá Editrice Internazionale, 1914). Según Herrando, no se ha podido precisar cuál de los dos utilizó san Josemaría (cfr. HERRANDO, 2002, pp. 146-149). Del examen de los manuales se concluye, sin embargo, que el título de la materia (De Incarnato et gratia) respondía más a la obra de Mazzella –que dedica a ambas cuestiones el volumen III– que a la de Paquet, que trata la cristología por sí misma y con más amplitud.

Finalmente, la lectura de autores espirituales fue dando a su conocimiento teológico y vivencial de Cristo una forma histórico–concreta y, especialmente, en conexión con su propia experiencia. Las referencias explícitas o implícitas a la Imitación de Cristo, a santa Teresa de Jesús, a san Ignacio de Loyola, a san Francisco de Sales, al P, Luis de la Palma y a otros autores permiten advertir fuentes espirituales en las que encontraba formulaciones felices y experiencias que le Iluminaban en el desarrollo de su conocimiento de Cristo.

2. Cristo, centro. Cristocentrismo

Un término que puede ayudar para precisar el lugar que ocupa Cristo en la vida y en la doctrina de san Josemaría, es el de “centro”. Para el fundador del Opus Del, Jesucristo es el centro en el que todo lo demás converge, encuentra su fundamento y del que todo recibe sentido, finalidad, energía. Se puede hablar, por eso, de un verdadero “cristocentrismo” en san Josemaría. Ratzinger lo describía como “un cristocentrismo acentuado y singular, en el que la contemplación de la vida terrena de Jesús y la contemplación de su presencia viva en la Eucaristía conducen al descubrimiento de Dios y a la iluminación, a partir de Dios, de las circunstancias del vivir cotidiano” (RATZINGER, Mensaje inaugural: BELDA, 1996, p. 59).

El cristocentrismo en san Josemaría no es una categoría teológica, sino cristocentrismo teologal, realidad sapiencialmente conocida y vivida. De este modo, lo que en el término “cristocentrismo” tomado como categoría pueda haber de planteamiento dialéctico, queda superado en una realidad en la que se concentra la diversidad de lo real de manera jerárquica y ordenada: “Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura” (ECP, 105). La centralidad de Cristo no es tanto tema de análisis cuanto de experiencia viva del cristiano que busca existencialmente un centro de su vivir y lo encuentra en el mismo Cristo: “El remedio –costoso como todo lo que vale– [está hablando de la orientación de la vida] está en buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo: el trato con Dios, mediante una vida interior auténtica. Si, viviendo en Cristo, tenemos en Él nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida” (CONV, 88).

Cristo como centro es la base de la unidad fundamental que entrelaza el misterio y la acción de Dios con la respuesta del hombre a su llamada. Una idea madre de san Josemaría es precisamente la unidad en sus diversas manifestaciones, una unidad que no se opone a la diversidad, pero sí excluye todo dualismo. En la historia de las religiones y de la filosofía el dualismo se presentaba originalmente como la distinción y mutua exclusión entre el espíritu y la materia. Posteriormente, ese dualismo ha adquirido connotaciones teológicas y se plantea –sin la tajante oposición cosmológica anterior– como distinción no fácil de conciliar entre naturaleza y gracia, libertad y gracia, fe y razón, y otras. El fundamento de ese dualismo es variado, pero su remedio es uno: la unidad en Cristo de Dios y el hombre, de historia y misterio, de ser y misión, de ontología y acción salvífica. En el decreto pontificio sobre la heroicidad de las virtudes de san Josemaría se lee a este respecto: “Gracias a una viva contemplación del misterio del Verbo Encarnado, el Siervo de Dios comprendió con hondura que el entramado de las realidades humanas se compenetra íntimamente, en el corazón del hombre renacido en Cristo, con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose así en lugar y medio de santificación” (texto original en latín en Romana, 1990, p. 23).

“No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa” (ECP, 122), afirma san Josemaría, en perfecta sintonía, por lo demás, con la teología moderna que subraya la insoslayable unidad entre cristología y soteriología. “Hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades – buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres” (ECP, 112). De la perfecta unidad de Cristo, centro de todo, se nutre la unidad de vida del cristiano: “¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales”. (CONV, 114).

El cristocentrismo no se limita a Cristo como centro, es decir como punto de apoyo o de convergencia de un movimiento vital centrípeto. Ciertamente “todo se apoya en Él” (Col 1, 17), y todo se dirige a Él. Pero sería un error verlo como algo estático, porque, bien al contrario, es fuente inagotable de conocimiento y de vida. De hecho, conocimiento de Cristo y vida en Cristo no son momentos sucesivos sino aspectos mutuamente imbricados hasta el punto de ser indisociables. En este sentido, por la vía de la oración y de la propia experiencia espiritual, san Josemaría ha difundido sin problematismos un conocimiento de Cristo que es inseparable de la vida y de la caridad. Fe y caridad sólo existen unidas en su estado connatural. No es imposible una fe sin caridad, pero se trata de una situación anómala que no se puede mantener. Un conocimiento de Cristo meramente “objetivo” no es verdadero conocimiento, porque Cristo no es un objeto de estudio sino persona viva a quien buscar, encontrar y amar. Esa es la síntesis de la que san Josemaría dejó constancia en la dedicatoria que puso en 1933 al regalar el libro La pasión de Cristo, del P. De la Palma, a Ricardo Fernández Vallespín, a la que se alude posteriormente en Camino, 382: “Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: «Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo». –Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?” (cfr. CECH, pp. 552–554).

El conocimiento de Cristo es tema fundamental en la cristología viva de san Josemaría, pero la expresión remite a un conocimiento con todo lo que implica: las condiciones subjetivas para que ese conocimiento sea real, y el enriquecimiento que aporta a quien en él crece. Lo que connota, en primer lugar, la relación entre conocimiento y amor; “Cuando se ama mucho a una persona, se desea saber todo lo que a ella se refiere. –Medítalo; ¿tú tienes hombre de conocer a Cristo? Porque... con esa medida le amas” (F, 37). Aún se puede dar un paso más y concretar el amor en servicio. San Josemaría relaciona repetidas veces el servicio como condición para el conocimiento de Cristo: “sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo” (ECP, 182). Y antes en la misma obra afirma; “Conocer a Jesús, por tanto, es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los demás” (ECP, 145).

3. Cristo, mediador

La referencia explícita a la expresión de Cristo como “Mediador” no es abundante en los escritos de san Josemaría: apenas tres referencias en Es Cristo que pasa. “Porque Cristo es el Camino, el Mediador: en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía” (ECP, 102; la idea se repite casi literalmente un poco antes: ECP, 91). “Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres; y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre” (ECP, 120).

A pesar de la ausencia de un uso formal de la expresión “mediación de Cristo”, se puede afirmar que precisamente Cristo como mediador, es el “recipiente” más adecuado para acoger en una relación variada y armónica los rasgos con los que san Josemaría ha presentado su visión de Jesucristo. “La profunda percepción de la riqueza del misterio del Verbo encarnado fue el cimiento sólido de la espiritualidad del fundador” (DEL PORTILLO, 1993, p. 77). Y “misterio del Verbo encarnado” es precisamente el misterio del único Mediador, el hombre Cristo Jesús que dio su vida en rescate por todos (cfr 1Tm 2, 5).

La mediación de Cristo expresa la dinamización de su centralidad no sólo en cuanto vida de los hombres, sino también como punto de encuentro en el que converge, y también del que procede, el movimiento que parte de Dios y llega a los hombres, y de éstos retorna a Dios. Vamos a examinar en el interior de esta única mediación de Cristo cuatro aspectos esenciales en la comprensión cristológica de san Josemaría: Cristo como perfectus Deus, perfectus homo; el sentido de la Humanidad de Cristo; Cristo redentor, y finalmente Cristo sacerdote.

a) Perfectus Deus, perfectus Homo

San Josemaría recoge con frecuencia esta antigua expresión utilizada ya en el llamado Decreto de Unión (año 433), y solemnemente en el Concilio de Calcedonia (451). “Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza” (AD, 73). En el uso que hace de ella, pone el acento en lo que considera que ha pasado más inadvertido, la perfecta Humanidad: “«Iesus Christus, perfectus Deus, perfectus Homo» –Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. –Muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre...” (S, 652). “Perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios, y perfecto Hombre de carne y hueso, como tú, como yo” (AD, 50).

“Cada uno de estos gestos humanos [está hablando de las narraciones evangélicas] es gesto de Dios. (...) Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad. (...) Estamos descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos creó y que quiere conducirnos a su intimidad” (ECP, 109). Además de darnos a conocer a Dios, Jesucristo da a conocer el sentido divino de la vida humana, también de la vida ordinaria: “nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino” (ECP, 14); “toma en serio al hombre y quiere darle a conocer el sentido divino de su vida” (ECP, 109).

Al acentuar la perfecta y real Humanidad de Cristo, san Josemaría subraya, en efecto, que Jesucristo es mediador en cuanto hombre y que, por tanto, revela la presencia de lo divino en lo humano. Unitatem teneat divinitas, medietatem suscipiat humanitas, ("que la Divinidad conserve la unidad y la Humanidad reciba la condición mediadora"), había escrito san Agustín (Sermo 293, n. 7). La Humanidad de Cristo (la divina humanitas de que también habla el obispo de Hipona) muestra la forma humana de Dios, en tanto que la divinidad (la humana divinitas) manifiesta el modo divino de ser hombre. A través de su Humanidad, el Verbo de Dios ha descendido al nivel de los hombres, se ha hecho cercano a ellos. De ese modo, la encarnación ha afectado hondamente a los hombres a los que ha divinizado. La mediación de Cristo en cuanto hombre se especifica de manera especial en su humillación, en la forma servi del mediador, ya que esta “forma de siervo” nos la acerca radicalmente: “Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía. Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo (Flp 2, 7), para que yo no dudase nunca de que me entiende, de que me ama” (AD, 201).

b) Humanidad de Cristo, entrega y vida ordinaria

"Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo” (AD, 299). San Josemaría se acerca a la Humanidad de Cristo desde varias perspectivas (teológica, espiritual, mística). Biográficamente, la primera es la perspectiva espiritual. La teológica y mística vienen después. La perspectiva teológica –que es la que ahora nos interesa– es la apuntada en el texto recién citado: el verdadero conocimiento de Dios es el que se encuentra en Cristo. “Todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ;todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas” (AD, 111). San Josemaría se apoya en el misterio de la encarnación, en una perspectiva descendente que no deja ninguna duda de que Cristo hombre es el Hijo amado, la imagen perfecta del Padre. Al mismo tiempo, la Humanidad de Cristo se convierte en punto de partida para el verdadero acceso a Dios, de forma que el círculo se completa en el movimiento ascendente que va desde la Humanidad al misterio insondable y cercano de la Trinidad.

En los escritos de san Josemaría se encuentra, aunque difuminado y no explicitado, un punto del que la teología moderna se ha ocupado (conectando de hecho con la tradición agustiniana y tomista): cómo la Humanidad de Cristo fundamenta una verdadera sacramentalidad. San Agustín habla del “mediatoris sacramentum”, y Tomás de Aquino del “instrumentum coniunctum”, por el que llega la acción salvífica a los sacramentos (cfr. S.Th. III, q. 62, a. 5). Tras estas expresiones se halla la convicción de que la Humanidad de Cristo es el signo eficaz de la presencia y de la donación de Dios. Hay en la Humanidad de Cristo una trascendencia que remite y realiza la más perfecta donación de Dios a sus hijos.

La Humanidad de Cristo es, escribe san Josemaría, “esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre” (AD, 178). En coherencia con la kenosis de que habla san Pablo, san Josemaría entiende que la encarnación es fruto del abajamiento, de la humillación del Hijo, de una humillación que revela el valor de todos los momentos del vivir y del actuar humanos. Ese abajamiento se manifiesta con fuerza en la vida ordinaria, oculta, vivida por Jesús durante treinta años que san Josemaría contempla como luz que ilumina todo acontecer humano y en la que encuentra la fuente inspiradora del proceso en virtud del cual todo cristiano se sabe llamado a llegar a ser alter Christus, ipse Christus. Pero ese abajamiento que implica la encarnación adquiere su expresión máxima en la humillación de la pasión de Jesús: la “Humanidad doliente, reducida a un guiñapo” (AD, 132) “la Santísima Humanidad del Señor hecha una llaga” (VC, I Estación); las llagas de la Humanidad de Cristo (cfr. C, 555; AD, 302), son realidades que tocan profundamente el corazón y lo elevan hasta comprender, en la medida que le es dado al ser humano, la hondura del amor divino y llenarse en consecuencia de alegría. “Todos percibís en vuestras almas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas” (ECP, 179).

San Josemaría ve esa progresiva humillación de Cristo en su Humanidad como la expresión más perfecta del amor que invade el corazón de Cristo, de un amor que –como veremos– es esencialmente redentor. “Discurrir sobre este tema [la santa pureza] significa dialogar sobre el Amor. Acabo de señalaros que me ayuda, para esto, acudir a la Humanidad Santísima de Nuestro Señor, a esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre, y que no se siente degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus limitaciones y flaquezas, menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura!” (AD, 178).

c) Redentor

“No es posible separar en Cristo su ser de Dios–Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres” (ECP, 106; cfr. ECP, 122). Más adelante nos detendremos en la acción salvífica y redentora de Cristo. Ahora nos interesa solamente la identidad de Cristo como redentor, que dimana de su ser el único mediador entre Dios y los hombres. Así entendido, no es posible pensar que Cristo es redentor precisamente en cuanto actúa como tal, dependiendo por tanto de su actividad. Cristo es redentor en sí mismo, porque es el Mediador, y en consecuencia su actuar es redentor; no es redentor porque redime, sino al revés, redime porque es redentor. En esa convicción de la identidad redentora de Cristo se engarza la profunda percepción teológico–espiritual de san Josemaría que se aprecia en expresiones como el “andar redentor de Jesucristo” (ECP, 162), o que en la vida oculta “estaba realizando la redención del género humano” (ECP, 14).

Por ser Cristo redentor, toda su vida tiene valor soteriológico. Ciertamente, será en la pasión y en la muerte libremente aceptada en las que –a la luz de la teología veterotestamentaria del sacrificio– culmina la redención. San Josemaría se refiere a la Cruz, que es “emblema del Redentor” (VC, II Estación), a la “sangre redentora” (AD, 302; ECP, 8), al redentor del universo, inmolado (cfr. ECP, 10), etc., en cuanto momentos en los que la redención realizada por Cristo se hace completamente explícita y acabada. Pero al mismo tiempo percibe que no se puede reducir la redención a sólo esos momentos.

Si la redención tuviera lugar sólo en el Calvario, el resto de la vida de Jesús y especialmente los treinta años de vida oculta serían irrelevantes y sólo servirían para subrayar la humildad de Jesús y no su acción salvífica. San Josemaría entiende que la unidad de la vida del Señor impide establecer en ella momentos entitativamente distintos. Jesús es el redentor y por esa razón toda su vida es redentora. Y hablar aquí de redención no sólo supone referimos a la eficacia (causa eficiente), sino también a la iluminación (causa ejemplar) que esa vida trae a los hombres. La vida de los hombres no está presidida, a partir de Cristo, por un interrogante sobre el sentido que tiene el vivir, ya que en Cristo –ejemplar y modelo– halla la respuesta: “Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino” (ECP, 14). De este modo, se puede concluir aceptando sin ambages la distinción antigua entre sacramentum et exemplum como perfectamente adecuada a Cristo redentor.

d) Sacerdote

La función del mediador es una función sacerdotal, aunque no se agota en ella. Por ser mediador, Jesucristo es sacerdote, y su sacerdocio tiene su expresión máxima en el sacrificio. San Josemaría ha percibido existencialmente el significado del sacerdocio de Cristo; es decir, ha entendido a Cristo como sacerdote, acercándose a Él a partir de su propia condición sacerdotal, impulsado por el deseo de comprender mejor el modelo y el ejemplo en el que inspirar su vida de sacerdote.

San Josemaría se refiere a Cristo sacerdote utilizando tres referencias principales. La primera describe a Cristo como sacerdote eterno y al mismo tiempo como víctima: “Sacerdote eterno, Jesucristo, que al mismo tiempo es la Víctima” (ECP, 85; cfr. AIG, 45-47). La eternidad del sacerdocio de Cristo la ha comentado san Josemaría en su predicación a partir de Hb 7, 3 y sobre todo del versículo 24 en adelante. El sacerdote eterno es al mismo tiempo la víctima perfecta y única ("¡la única Víctima es Él!": F, 785). Esa víctima es Cristo Rey, y rey en la Cruz (cfr. ECP, 179), lo que nos introduce en el siguiente aspecto del sacerdocio de Cristo.

En segundo lugar, san Josemaría fija, en efecto, la mirada en el gesto del sacerdote eterno que extiende los brazos en la Cruz: “Cristo, que subió a la Cruz con los brazos abiertos de par en par, con gesto de Sacerdote Eterno...” (F, 4). Entre Cristo sacerdote y la Cruz, la relación es inseparable: “El Señor, Sacerdote Eterno, bendice siempre con la Cruz” (S, 257). Pero la Cruz no es sólo el lugar del ofrecimiento de la víctima, sino también trono desde el que Cristo sacerdote reina. La idea estaba ya en Santo Rosario: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos, tiene dispuesto el trono triunfador. Tú y yo no lo vemos retorcerse, al ser enclavado: sufriendo cuanto se pueda sufrir, extiende sus brazos con gesto de Sacerdote Eterno” (SR, Quinto Misterio Doloroso).

La tercera referencia a Cristo sacerdote dimana de las anteriores: Cristo es sacerdote y víctima que se entrega y al mismo tiempo reina en la Cruz, y desde allí, con los brazos abiertos –este es el nuevo paso– atrae todo hacia él. “Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre” (ECP, 94). La atracción de Cristo desde la Cruz es un punto esencial de la comprensión de Cristo que tiene san Josemaría, especialmente a partir del suceso del 7 de agosto de 1931 (cfr. RODRÍGUEZ, 1991, pp. 331–352). El mismo san Josemaría lo exponía en Conversaciones, 59: “Desde hace muchísimos años, desde la misma fecha fundacional del Opus Dei, he meditado y he hecho meditar unas palabras de Cristo que nos relata San Juan: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la Creación entera”. Y conviene subrayar que esa atracción es de Cristo–sacerdote que desde la Cruz “atrae a Sí todas las cosas” (VC, XI Estación), y las presenta unidas a la víctima, que es Él mismo, al Padre.

Una última anotación: de Cristo sacerdote brota el sacerdocio real de los cristianos, llamados a ser alter Christus, y el sacerdocio ministerial, que por el sacramento del orden configura a los sacerdotes con Cristo cabeza. Pera una consideración de estos puntos trasciende el objeto de estas páginas.

4. Cristo, salvador: camino, verdad y vida

El título “Salvador” es, sin duda, uno de los más adecuados para referirnos a Jesucristo; “La fe nos lleva a reconocer a Cristo como Dios, a verle como nuestro Salvador, a identificarnos con Él, obrando como Él obró” (ECP, 106). Designar a Cristo como Salvador es más amplio que llamarle Redentor, ya que la redención es un aspecto fundamental pero no el único de la salvación. A la salvación pertenecen también la revelación, la divinización (Cristo, verdad y vida), etc. “El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres. (...) Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres” (ECP, 106).

En los apartados anteriores, el interés se ha centrado en la persona de Jesucristo en sentido, por así decir, descendente: Cristo es el don de Dios que baja del cielo, en el que encontramos nuestro centro, el mediador en el que Dios se acerca a nosotros, Ahora se trata de reflexionar sobre Cristo Salvador en sentido ascendente, es decir, en cuanto camino abierto para que el cristiano lo recorra y así el misterio de Cristo alcance su plena eficacia salvífica: “Jesús es el Camino, el Mediador; en Él, todo; fuera de Él, nada” (ECP, 91). Jesús se hace camino al encarnarse, y de esa forma la verdad y la vida llegan a los hombres, como había escrito san Agustín: “Permaneciendo junto al Padre, es verdad y vida; haciéndose hombre, se hizo camino” (Trat. Evang S. Juan, 34, 9). Al hacerse camino de ascenso a Dios, Cristo realiza su función de mediador porque hace posible al hombre ir hacia Él. Al ofrecerse como sacrificio y expiación, Cristo realiza la reconciliación y pone ante el Padre la respuesta humana al don de la salvación, respuesta a la que pueden asociarse, identificándose con Él, todos los hombres.

Cristo es camino por la encarnación. Por eso, san Josemaría habla del “camino justo” para acercarnos a Dios, que es “la Humanidad Santísima de Cristo” (AD, 299): al contemplar a Cristo “que gasta su vida en servicio de los otros, hacemos mucho más que describir un posible modo de comportarse. Estamos descubriendo a Dios” (ECP, 109). La idea es completada al poner en relación la Humanidad con la Cruz: “Para llegar a Dios, Cristo es el camino; pero Cristo está en la Cruz” (VC, X Estación).

Queda todavía por considerar, sin embargo, una cuestión capital: para llegar al camino que es Cristo, ¿basta el recuerdo de su vida, de la que se toma inspiración y ejemplo? Y si el pasado no es suficiente, ¿dónde encontramos a Cristo? Son preguntas que nacen en quien escucha por primera vez la predicación cristiana, y también en quienes siendo cristianos se ven ante la urgencia de mostrar a Cristo vivo a los demás.

San Josemaría afirma categóricamente en un texto de enorme fuerza que pertenece a una homilía de Pascua: “Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos (...). Cristo vive. (...) Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe” (ECP, 102). A Cristo vivo lo encontramos –afirma– en la Iglesia, en la Eucaristía, en el cristiano. Así como, aunque en otro sentido, en su “pasar” ("Cristo que pasa") por el mundo, a través de los acontecimientos ordinarios de la vida del cristiano.

En la Iglesia: “Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad” (ibidem). En la Eucaristía: “La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo” (ibidem). En el cristiano: “Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa” (ECP, 103).

Por otra parte, Cristo es aquel que pasa a nuestro lado. “¡Siempre Cristo, que pasa!” (ECP, 71). Cristo que pasa significa la clemencia divina (cfr. ECP, 67); se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres (cfr. ECP, 145); espera de nosotros –hoy, ahora– una gran mudanza (cfr. ECP, 59). Cristo sigue pasando por las calles y por las plazas del mundo, a través de sus discípulos, los cristianos (cfr. ECP, 71; F, 665). “Es Jesús que pasa, y Jesús que se queda. Permanece en ti, en cada uno de vosotros y en mí” (F, 673). El paso de Jesús transforma la realidad haciéndola portadora de un “algo divino” (CONV 116, 121; AD, 305), de la posibilidad de que la vida ordinaria sea ocasión de un encuentro con Dios. El paso de Jesús de que habla san Josemaría evoca los versos de san Juan de la Cruz en el Cántico espiritual. Al ruego que se hace a la creación: “decid si por vosotros ha pasado”, responde así: “Mil gracias redamando/ pasó por estos sotos con presura/ y yéndolos mirando/ con sola su figura/ vestidos los dejó con su hermosura”. Si la creación, según el místico castellano, queda vestida de hermosura al pasar por ella Jesucristo, san Josemaría hace ver que cabe decir algo semejante respecto de la vida y de la actividad ordinarias de los seguidores de Jesús, atravesadas por ese “algo divino” que deja en ellas el haber tenido como protagonista al Hijo de Dios hecho hombre.

Para encontrar a Cristo hay que abrirse a Él por la fe. “En este campo –afirma san Josemaría– la cumbre del progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin (cfr. Ap 21, 6). En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!” (ECP, 104).

Al subrayar que Cristo vive (“no es una figura que pasó, [...] Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros": ECP, 102) san Josemaría muestra que la relación del hombre con Cristo debe fundarse en un conocimiento vivo, existencial, que sea la entrada al trato, al seguimiento y a la identificación que constituyen hitos en el itinerario de la relación con Jesucristo. “Tratar a Jesús en la Palabra y en el Pan” (ECP, 152) aparece como tarea insustituible para que Cristo viva en el cristiano. La oración bíblica y litúrgica son requisitos necesarios. “Hay que tratar a Cristo, en la Palabra y en el Pan, en la Eucaristía y en la Oración. Y tratarlo como se trata a un amigo, a un ser real y vivo como Cristo lo es, porque ha resucitado” (ECP, 116). Este trato en el Pan y en la Palabra implica la meditación de la vida de Jesús, especialmente de la vida oculta y de la pasión; de ambas recibe el cristiano luces para conocer a fondo a Cristo, para grabar en la mente y en el corazón una imagen viva de Jesús que inspire su vida y su acción. Como fruto del trato con Jesucristo “para poder amarle siempre más” (F, 545), del “tratarle como a un hermano” (cfr. CONV, 67), brotan la imitación y el seguimiento a los que sigue finalmente la identificación con Él.

Este proceso de imitación y de seguimiento se entiende mejor a la luz de ios misterios de la vida de Cristo. De hecho, la forma narrativa con la que san Josemaría se ha referido ordinariamente a Jesucristo ha dado lugar a que en sus escritos haya una verdadera teología de los misterios de la vida de Cristo. En la línea de santos como Teresa de Jesús y Juan Eudes, san Josemaría ha aportado su propia experiencia y su comprensión de la vida como plasmación de la vida misma de Jesús. Si, siguiendo al Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 512-570), distinguimos entre los misterios de la vida oculta y los de la vida pública de Jesús, habría que decir que san Josemaría ha subrayado especialmente los primeros, los misterios de la vida oculta, aunque abriéndose, desde ellos, a toda la realidad de la existencia terrena de Jesús. En una homilía sobre la Ascensión –“el último de los misterios de la vida de Jesucristo entre los hombres”– se lee: “Desde el Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna, adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban” (ECP, 117).

En la vida oculta de Jesús san Josemaría ha señalado un terreno de imitación que afecta a la vida ordinaria de la mayor parte de los hombres. La imitación de Cristo en su “vida de trabajo corriente en medio de los hombres”, santificada como ofrenda gratísima al Padre, es camino que se ofrece a toda la Humanidad. Quien comprende el valor santo y santificador de la vida oculta de Cristo, advierte que la imitación de esa vida es camino de santidad para todos (cfr. ARANDA, 2000, p. 167).

A su vez, a través de la consideración de los misterios de la vida pública la imitación adquiere matices de seguimiento. “Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos” (AD, 299). Por ese camino tiene lugar “la identificación con Cristo, la santidad” (ECP, 58), y por tanto la plena realización de la dignidad a la que el hombre por la gracia de Dios está llamado. Terminemos por eso con una cita de una homilía en la festividad de la Epifanía: “A los pies de Jesús Niño, en el día de la Epifanía, ante un Rey sin señales exteriores de realeza, podéis decirle: Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (ECP, 31).

César IZQUIERDO

 «    JIMÉNEZ VARGAS, JUAN    » 

(Nac. Madrid, España, 24–IV–1913; fall. Pamplona, España, 29–IV–1997). Juan Jiménez Vargas fue uno de los primeros fieles del Opus Dei. Nacido en Madrid, cursó la Enseñanza Secundaria en el Instituto de San Isidro de dicha ciudad (1923-1929), y luego la superior en la Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid (1929-1935). Un compañero de estudios le presentó a san Josemaría en 1932. Se vieron de nuevo en diciembre y Juan comenzó a tener dirección espiritual con él. El fundador le explicó el Opus Dei. Juan comprendió de inmediato que el Señor le llamaba a seguir en celibato apostólico el camino de santidad y entrega a Dios en el trabajo profesional y en las circunstancias ordinarias de la vida que se ofrecía a sus ojos. El 4 de enero de 1933 pidió la admisión en la Obra. Fue uno de los tres estudiantes que asistieron el veintiuno de ese mes a la clase con la que el fundador iniciaba el primero de los cursos de formación espiritual con la juventud, actividad que luego se extendería por todo el mundo. San Josemaría contó con su apoyo para la labor apostólica con jóvenes universitarios, primero en reuniones que celebró en casa de su madre (Martínez Campos, 4), y después en la Academia DYA (Luchana, 33), y en la Residencia DYA de estudiantes (Ferraz, 50). Eran años de duros enfrentamientos políticos, revueltas estudiantiles a veces sangrientas, e insultos y agresiones a sacerdotes y religiosos. Juan, aunque participó en la defensa de iglesias amenazadas de asalto, procuró no significarse demasiado en la lucha política, porque tenía claro que su vocación era ayudar a san Josemaría a hacer el Opus Dei.

Con el inicio de la Guerra Civil (1936-1939) se desató en Madrid una durísima persecución religiosa. Grupos incontrolados detenían por calles y casas a sacerdotes y religiosos, y a personas civiles que consideraban declarados católicos. La vida de san Josemaría corría gravísimo peligro y algo parecido sucedía con las de Juan y otros de la Obra. Con grave riesgo personal, Juan se desvivió por la seguridad del fundador, le acompañó en diversos refugios y se encargó de hacer llegar su aliento y su cariño a otros fieles del Opus Dei. Sufrió registros en casa de sus padres y un grupo anarquista le llevó preso a la cárcel. Una noche le sacaron para fusilarle; salió un camión lleno de presos y él quedó en los puestos de cabeza para una segunda expedición, que, en contra de lo habitual, no tuvo lugar. Juan lo atribuyó a una clara ayuda de Dios.

Destinado como médico a un batallón anarquista, tuvo alguna ocasión para cruzar el frente, pero algo Interior le impedía separarse de san Josemaría. Desertó y pasó unos meses refugiado, junto al fundador y otros de la Obra, en una dependencia del Consulado de Honduras. Después participó en unos días de retiro espiritual que san Josemaría dirigió en septiembre para unos pocos en diversos lugares de Madrid y formó parte del grupo que acompañó al fundador a salir de la zona republicana cruzando los Pirineos por Andorra, para reemprender con libertad en la zona nacional la labor apostólica que Dios le había encomendado. San Josemaría contó con Juan como principal apoyo en esa expedición. El fundador, en diversos momentos, no vio claro si debía continuar la marcha o volver con los que habían quedado en Madrid, sufriendo por eso lo indecible. En esas ocasiones, Juan actuó con gran fortaleza sobrenatural y humana para reafirmarle en que debía seguir.

Ya en la zona nacional, Juan fue incorporado al Ejército como Oficial Médico y después de unos pocos días en Burgos, donde ayudó a san Josemaría a recuperar algunas relaciones apostólicas, fue destinado en un muy crudo invierno al frente de guerra de Teruel. El fundador hizo cuanto pudo para que le trasladaran a su lado, pero no lo consiguió. Entre ellos se mantuvo frecuente correspondencia. San Josemaría le abría en ella su alma con particular sencillez y confianza. En mayo visitó a Juan en el frente de Albarracín Pero la situación militar no permitió el cambio de destino ni permisos para ir a Burgos.

Terminada la Guerra Civil, Juan se hizo cargo de la Dirección de la Residencia de Jenner (1939-40), que sucedía a la destruida de Ferraz Obtuvo el doctorado (1940) y ganó por oposición libre la cátedra de Fisiología de la Facultad de Medicina de Barcelona (1942), que desempeñó durante trece años. Formó un buen grupo de discípulos, fundó y dirigió la Revista Española de Fisiología (1945), realizó una excelente tarea científica y sembró en alumnos y colaboradores el aprecio a los valores humanos y cristianos. Cuando san Josemaría promovió la puesta en marcha de la Facultad de Medicina en la Universidad de Navarra, fundada por él en 1952, pensó en Juan, por su experiencia académica, temple decidido y bien probada fidelidad, para encomendarle esa tarea, que en lo humano parecía una locura. Se lo propuso en julio de 1954 y Juan aceptó sin vacilar. Dejó la escuela que había formado en Barcelona y fue a Pamplona como primer decano de una facultad en la que todo estaba por hacer. En el inmediato octubre comenzó el primer curso. Durante su etapa de Decano (1954-1962), con su fe, energía, empuje y espíritu de servicio alentó y contagió su entusiasmo al profesorado inicial, se construyeron los primeros edificios, y se establecieron las bases para el ulterior desarrollo de la Facultad de Medicina, tal como la quería el fundador: con cuidada preparación profesional de los alumnos, alto nivel académico e intensa dedicación a la investigación científica, todo penetrado de hondo sentido cristiano. Fundó en 1957 y dirigió hasta 1962 la Revista de Medicina de la Universidad de Navarra. A su iniciativa y visión de futuro se debe también que comenzara la Clínica Universidad de Navarra

La labor académica del profesor Jiménez Vargas hasta su jubilación en 1985 fue muy fecunda en enseñanza e investigación, Ensenó Fisiología a más de cuarenta promociones de médicos, dirigió medio centenar de tesis doctorales, publicó más de ciento cincuenta artículos de investigación experimental, presentó numerosas comunicaciones a congresos científicos y fue autor de una docena de libros. Experto en Neurofisiología y Psicofisiología, hacía ver que el hombre, junto a tantas funciones comunes con los animales, presenta cualidades superiores que reclaman la presencia del espíritu.

De mente aguda y lúcida, muy trabajador y exigente consigo mismo, amaba la veracidad y la sencillez y vivía con suma sobriedad y desprendimiento. A pesar de su apariencia adusta y seca, tenía gran corazón y era muy generoso en su ayuda a los demás. Con su acusada personalidad y la gracia de Dios, había conseguido esa unidad de vida del cristiano coherente con su fe que enseñaba san Josemaría.

Después del tránsito al Cielo del fundador, contribuyó con detallados testimonios a documentar aspectos de su vida, en particular del periodo 1932-1939. Desde finales de 1987, Juan padeció varias hemorragias cerebrales que le condujeron a una progresiva dependencia, que llevó con gran entereza y sentido sobrenatural hasta su fallecimiento en 1997.

Francisco PONZ PIEDRAFITA

 «    JORGE MANRIQUE, CENTRO DE    » 

El primer Centro para las mujeres del Opus Dei se situó en la calle Jorge Manrique, 19; era un chalet de dos plantas con un pequeño jardín. La casa fue adquirida en mayo de 1942 tras largos meses de oraciones y gestiones. En 1941, san Josemaría contaba con un grupo de mujeres que se habían incorporado al Opus Dei y estaban decididas a vivir con hondura el espíritu transmitido por su fundador. Era necesario contar con una casa que permitiera la continuidad en su formación y el crecimiento estable de la labor apostólica.

Su instalación fue dirigida por san Josemaría, que contó con el asesoramiento arquitectónico y artístico de Pedro Casciaro. En abril de 1942, Narcisa (Nisa) González Guzmán se trasladó desde León a Madrid para trabajar en la preparación del nuevo Centro. En una carta escrita entonces, hacía una de las primeras descripciones de la casa: “en el primer piso irá el oratorio, todas las paredes en tono celeste, que no os explico porque lo hago muy mal, pero es un verdadero acierto y lleno de buen gusto”.

Encarnación Ortega y Dolores Fisac llegaron en julio con la esperanza de vivir ya en Jorge Manrique para la fiesta de la Virgen del Carmen. El 16 de julio de 1942 se trasladaron a la casa y se inició así la vida del nuevo Centro. El fundador de la Obra acudió a verlas, impulsando con su presencia la iniciativa. Esa tarde san Josemaría puso las bases de lo que sería la vida de un Centro y el gobierno de la labor apostólica. Nombró directora a Nisa; también nombró a la Subdirectora y a la Secretaria precisando sus competencias. Insistió en la importancia de que estuvieran unidas y les señaló un horario que, vivido con flexibilidad, les permitiría trabajar con orden y cuidar el ambiente de familia propio de un Centro. Les urgió a instalar cuanto antes el oratorio y la parte de la casa destinada a as actividades de formación cristiana.

Las visitas de san Josemaría en esas semanas fueron casi diarias, para seguir de cerca los trabajos de instalación y decoración de la casa, sobre todo del oratorio. El 17 de julio bendijo la casa y, poco más tarde, el 1 de agosto, tuvo lugar la ceremonia de bendición del oratorio oficiada por un sacerdote amigo de san Josemaría. Estaban presentes el fundador de la Obra, su hermana Carmen y las que vivían en Jorge Manrique.

La tarea de formación emprendida por san Josemaría en sus visitas a Jorge Manrique cubría todos los campos, transmitiendo así la unidad de vida del espíritu del Opus Dei. Con ejemplos gráficos les hacía ver que tan importante era a los ojos de Dios el cuidado de las cosas materiales de a casa como la abnegación y el espíritu de sacrificio en la labor apostólica. A través de sus hechos y palabras comprendieron a trascendencia tanto de la oración como de actuar en presencia de Dios al cerrar bien una puerta, apartar los muebles para no rozar las paredes y cuidar la casa para que fuera un lugar agradable. Hizo hincapié en los detalles de delicadeza en el trato con Jesús Sacramentado.

El Padre alentó las tareas apostólicas y enseñó a valorar también esos tiempos en que los frutos tardaban en llegar. Insistía en la necesidad de que la labor apostólica se apoyara en sus verdaderos fundamentos: oración, sacrificio, visitas a pobres y enfermos. El ambiente que debía presidir la vida del Centro era el propio de una familia cristiana, caracterizado por el cariño, la confianza, la sinceridad en la amistad y la piedad. Las jóvenes que acudieran a Jorge Manrique debían aprender también a ser almas de oración y a preocuparse por los demás.

El 24 de agosto de 1942, san Josemaría les abrió un panorama de apostolado que manifestaba su fe profunda en la acción divina, su convencimiento de que la Obra era algo querido por Dios y la audacia de sus planteamientos. Encarnación Ortega lo narra con estas palabras: “Sobre la mesa extendió un cuadro que exponía las distintas labores que la Sección femenina del Opus Dei iba a realizar en el mundo. Sólo el hecho de seguir al Padre, que nos las explicaba con viveza, casi producía sensación de vértigo: granjas para campesinas; distintas casas de capacitación profesional para la mujer, residencias de universitarias; actividades de la moda; casas de maternidad en distintas ciudades del mundo, bibliotecas circulantes que harían llegar lectura sana y formativa hasta los pueblos más remotos; librerías...” Al final, prosigue Encarnación Ortega, “doblando despacio aquel cuadro, dijo: –Ante esto se pueden tener dos reacciones: una la de pensar que es algo muy bonito, pero quimérico, irrealizable; y otra, de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudaré a sacarlo adelante. Espero que tengáis la segunda” (AVP, II, pp. 561–562).

De hecho en Jorge Manrique se desarrolló un intenso apostolado. Ya durante los primeros días de agosto de 1942 había tenido lugar un curso de retiro. Participaron Encarnación Ortega, Nisa González, Dolores Fisac y Enrica Botella, además de algunas jóvenes que frecuentaban la casa. A este curso de retiro seguirían otros más. A partir del curso 1943-44 san Josemaría atendió directamente la labor que las mujeres desarrollaban en Jorge Manrique: acudía todos los miércoles a confesar, orientaba a todas para que tuvieran iniciativa y trataran a más personas. El 30 de enero de 1944 san Josemaría convocó una reunión para explicar a las que iban por Jorge Manrique la finalidad de las visitas a los pobres y para repartir encargos entre las asistentes, Fue éste el punto de partida del primer círculo, o clase de formación; empezaba con un comentario del evangelio de la Misa del día y un breve examen de conciencia. San Josemaría impartía el círculo habitualmente, pero, si no podía acudir, se lo encargaba a alguna de las que vivían en el Centro, diciéndole el tema que debía tratar.

De esos círculos, cursos de retiros y visitas de pobres salieron las mujeres que serían luego puntales en la expansión de la Obra por el mundo: Guadalupe Ortiz de Landázuri, que comenzó el Opus Dei en México; Marichu Arellano, en Venezuela; Emilia Riesgo, en los Estados Unidos, etc.

En Jorge Manrique, san Josemaría vivió la fundación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. El 14 de febrero de 1943, decimotercer aniversario del comienzo de la labor del Opus Dei con mujeres, había acudido al Centro para dirigir la meditación y celebrar la santa Misa en esa fiesta. Fue entonces, cuando Dios le hizo ver la solución para la incardinación de los sacerdotes en el Opus Dei, que tanto tiempo llevaba buscando. “Yo empecé la Misa buscando la solución jurídica para poder incardinar en la Obra a los sacerdotes. Llevaba ya mucho tiempo tratando de encontrarla, sin resultado. Y aquel día, intra missam, después de la Comunión, el Señor quiso dármela: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Me dió incluso el sello: la esfera del mundo con la cruz inscrita” (COVERDALE, 2002, p. 329). Tras la Misa se dirigió a una pequeña salita, después de haber pedido papel y lápiz a Encarnación y Nisa, San Josemaría les explicó en breves palabras lo que había ocurrido y les enseñó, antes de irse, el dibujo del sello de la Obra: “El Sello, que no el escudo. (...) Significa el mundo y, metida en la entraña del mundo, la Cruz” (AVP, II, p. 610).

En Jorge Manrique se preparó la edición de Santo Rosario, que se publicó, con el texto que se mantiene hasta nuestros días, en 1945.

La casa se cerró en 1945 y las que vivían allí se trasladaron a un Centro situado en la calle Zurbarán, que empezó a funcionar ese mismo año; en 1947 se convirtió en la Residencia Universitaria Zurbarán. En 1978, Mons. Álvaro del Portillo sugirió que se hicieran las gestiones necesarias para recuperar la casa de Jorge Manrique. Por fin, en 1986 se pudo comprar y se puso en funcionamiento al año siguiente, después de algunas obras de adaptación y ampliación –había sido utilizada todos esos años como clínica de traumatología–. En el actual Centro de Jorge Manrique se conserva el retablo del oratorio primitivo y algunos muebles de la época.

Inmaculada ALVA

 «    JUAN PABLO I    » 

(Nac. Forno di Canale, hoy Canale d'Agordo, Belluno, Italia, 17–X–1912; fall. Roma, Italia, 29–IX–1978). Albino Luciani fue el primero de los cuatro hijos de Giovanni Luciani y Bortola Tancon, una familia de escasos recursos. Sintió pronto la llamada de Dios y a los once años ingresó en el Seminario Menor de Feltre. A los diecisiete, se trasladó al Seminario Mayor de Belluno, donde fue ordenado sacerdote el 7 de julio de 1935. Tras su primer encargo pastoral en la parroquia de Agordo, volvió a Belluno, donde fue nombrado Vicerrector del Seminario, y después Procanciller Episcopal y Vicario General de la Diócesis. El 27 de febrero de 1947 se doctoró en Teología por la Universidad Gregoriana de Roma con una tesis sobre El origen del alma humana en Antonio Rosmini.

Nombrado obispo de Vittorio Veneto por Juan XXIII, fue consagrado en la basílica de San Pedro el 27 de diciembre de 1958. Intervino activamente en el Concilio Vaticano II. El 15 de diciembre de 1969 Pablo VI lo nombró Patriarca de Venecia y el 5 de marzo de 1973, cardenal. Se dedicó a una intensa labor pastoral en su diócesis, participó en los Sínodos de Obispos y viajó también al extranjero por motivos pastorales.

En 1976 publicó un libro de mucho éxito, lllustrissimi. Se trata de un conjunto de “cartas abiertas” imaginarias que el Patriarca de Venecia escribe a personales históricos y mitológicos, a escritores famosos y a santos de la Iglesia. El estilo es culto, a la vez que sencillo y directo, y contiene sabias consideraciones sobre la sociedad contemporánea, en ocasiones, con cierta ironía y buen humor.

El 26 de agosto de 1978, en el Cónclave que siguió a la muerte de Pablo VI, Albino Luciani fue elegido Papa. Tomó el nombre de Juan Pablo I para asumir idealmente el legado de los dos papas anteriores. La mañana del 29 de septiembre de 1978 apareció muerto en su cama. Tiempo después, se abrió su causa de beatificación y canonización. En los treinta y tres días de pontificado había mostrado al mundo una atractiva espiritualidad fundada en la sencillez del Evangelio y una vibrante acción pastoral de marcada orientación catequética. Se recuerdan especialmente su radio– mensaje Urbi et Orbi del 27 de agosto y las audiencias generales de los miércoles, con sus catequesis de tono muy familiar, que calaban hondo en los asistentes.

Albino Luciani no conoció directamente a san Josemaría; pero sí conocía bien el apostolado del Opus Dei. Acudió a Villa Tevere a rezar ante su tumba en octubre de 1977, y el 18 de agosto de 1978, pocos días antes del Cónclave en que fue elegido Papa. Desde años atrás conocía y trataba personalmente al sucesor de san Josemaría, el venerable Álvaro del Portillo.

La comprensión y aprecio por san Josemaría y su mensaje quedó patente en el artículo: “Un perfil del fundador del Opus Dei”, publicado en el diarlo Gazzettino de Venecia el 25–VII–1978, un mes antes de ser elegido Sumo Pontífice. En ese artículo, el Patriarca de Venecia expresaba con profundidad el mensaje de la santificación de la vida ordinaria: “En mitad de la calle, en la oficina, en la fábrica, nos hacemos santos, pero con la condición de cumplir el propio deber con competencia, por amor de Dios y alegremente, de modo que el trabajo diario no sea la «tragedia diaria», sino la «sonrisa diaria»“, Después de subrayar la diferencia entre la “espiritualidad de los laicos” de san Francisco de Sales, y la novedosa “espiritualidad laical” de Escrivá, el Card. Luciani tocaba otros temas propios del mensaje del fundador del Opus Dei, como la santificación del trabajo y la unidad de vida: “Para el fundador del Opus Dei, sería un monstrum la vida de los cristianos que pretendiesen tener dos tipos de actos: unos, hechos de oraciones, para Dios; otros, hechos de trabajo, diversiones y vida familiar. No –dice Escrivá–, la vida es única y hay que santificarla en su conjunto”.

Aldo CAPUCCI

 «    JUAN PABLO II    » 

(Nac, Wadowice, Polonia, 18–V–1920; fall. Roma, Italia, 2–IV–2005; beatificación: Roma, 1–V–2011). El Santo Padre Juan Pablo II fue contemporáneo de san Josemaría. No tuvo ocasión de conocerlo personalmente, aunque sí leyó sus escritos, trató con asiduidad a sus sucesores en el Opus Dei –Álvaro del Portillo y Javier Echevarría–, decidió la configuración definitiva del Opus Dei como Prelatura personal, y beatificó y canonizó a san Josemaría.

Karol Wojtyla nació en Wadowice (Polonia) el 18 de mayo de 1920. Perdió a su madre en 1929, a la edad de nueve años. Antes había muerto una hermana suya, de pocos meses. Y después, en 1938, murió su único hermano, médico. Entonces se trasladó con su padre a Cracovia, para estudiar en la universidad. Fue un actor de teatro aficionado. En 1940, durante la ocupación nazi, comenzó a trabajar –hasta 1944– como obrero en la minas de la empresa Solvay. En 1941 murió su padre y Karol se quedó solo. En 1942 entró en el Seminario clandestino de Cracovia. El 1 de noviembre de 1946 fue ordenado sacerdote y después enviado a Roma, para estudiar Teología en el Angelicum, donde, en 1948 obtuvo el doctorado. En 1953 comenzó a enseñar Filosofía en la Universidad Católica de Lublín. En 1958 fue nombrado obispo auxiliar de Cracovia. Participó en el Concilio Vaticano II. En 1964, el papa Pablo VI lo nombró arzobispo de Cracovia y en 1967, cardenal, a los cuarenta y siete años. El 16 de octubre de 1978 fue elegido Papa y asumió el nombre de Juan Pablo II.

El cardenal Wojtyla conoció a Mons. Álvaro del Portillo –sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei– durante el Concilio Vaticano II en la basílica de San Pedro. Fueron presentados por Mons. Andrea Deskur, que tenía una profunda amistad con el cardenal Wojtyla desde los años del seminario y gran aprecio por Mons. Del Portillo. Ya no se volverían a ver hasta años después.

En 1971. el cardenal Wojtyla visitó un Centro del Opus Dei en Roma, la Residenza Universitaria Internazionale (RUI), al que acudió a escuchar una conferencia del cardenal Höffner, arzobispo de Colonia. La conferencia, a la que asistieron muchos padres participantes en el Sínodo que se celebraba en esos días, estaba organizada por el CRIS (Centro Romano di Incontri Sacerdotali), una iniciativa –que promovían por impulso de san Josemaría varios fieles del Opus Dei–, dirigida especialmente a los sacerdotes y seminaristas de muy diversos países, que estudiaban en las facultades eclesiásticas de Roma.

Ese encuentro dio lugar a la petición, por parte de los promotores del CRIS, de que el cardenal Wojtyla concediera una entrevista sobre el sacerdocio, con el fin de publicarla en varias lenguas. La entrevista –traducida del polaco– se difundió por muchos países. Al año siguiente, en 1972, el cardenal volvió a asistir a otra conferencia organizada por el CRIS. El conferenciante era el obispo de Essen, Mons. Hengsbach.

En 1974, el CRIS invitó esta vez al propio cardenal Wojtyla a dar una conferencia. El tema era “La Evangelización y el hombre espiritual”. Los organizadores sugirieron al cardenal Wojtyla que citara algunas palabras del fundador del Opus Dei. En su conferencia, casi al final, incluyó estas palabras: “¿De qué manera, plasmando la paz de la tierra, el hombre plasmará su rostro espiritual? Podremos responder con la expresión tan feliz, y a personas de todo el mundo tan familiar, que Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, ha difundido desde hace tantos años: santificando cada uno el propio trabajo, santificándose en el trabajo y santificando con el trabajo” (La fede della Chiesa. Interventi del Card. Karol Wojtyla, Milano, Ares, 1978, p. 76).

En 1977 el cardenal Wojtyla y Mons. Del Portillo volvieron a encontrarse. El 27 de noviembre de ese año Mons. Del Portillo le invitó a almorzar en la sede central del Opus Dei. Antes quiso bajar a la cripta de la iglesia de Santa María de la Paz, donde estaba sepultado san Josemaría. Mons. Del Portillo le enseñó también el oratorio que habitualmente utilizaba el fundador y el reclinatorio –regalo a san Josemaría de unos sobrinos segundos de san Pío X– que había sido usado por el papa Pío VII cuando fue elegido en Venecia, y por san Pío X. Después de que Mons. Del Portillo le contara la procedencia del reclinatorio, el cardenal Wojtyla se levantó y lo besó. Junio con Mons. Deskur, volvió a comer con Mons. Del Portillo, en la sede central del Opus Dei, el 17 de agosto de 1978. En estas comidas Mons. Del Portillo comentaba al cardenal aspectos del espíritu de la Obra y de las iniciativas promovidas por sus fie– es en todo el mundo.

Al día siguiente de haber sido elegido papa el cardenal Wojtyla, Mons. Del Portillo tuvo la imprevista ocasión de encontrar y abrazar al nuevo Santo Padre en el Hospital Gemelli, donde estaba internado Mons. Deskur, que había sufrido una embolia cerebral el día precedente. Juan Pablo II quiso visitar a su amigo Deskur y allí coincidió con Mons. Del Portillo, que se había acercado también a ver a Mons. Deskur.

A los pocos días de la elección del nuevo Papa, Mons. Del Portillo quiso ir a rezar a La Mentorella, un pequeño santuario mariano en el Lazio, adonde el cardenal Wojtyla solía ir cuando estaba en Roma. Desde allí Mons. Del Portillo envió una tarjeta postal al secretario personal del Papa, don Stanislaw Dziwisz, para que le transmitiera al Santo Padre la unión filial de los sacerdotes y fieles laicos del Opus Dei manifestada en los millares de Misas y comuniones que estaban ofreciendo por el Papa. Juan Pablo II poco después llamó personalmente por teléfono para agradecerlo. Don Álvaro pidió a don Stanislaw poder ver al Papa, y fue recibido al día siguiente, el 28 de octubre de 1978.

El 5 de diciembre de 1978, víspera de San Nicolás, Mons. Del Portillo, que conocía la costumbre polaca de regalar naranjas en esa fecha, hizo saber al Santo Padre que tenía preparadas unas naranjas por si las deseaba. Juan Pablo II se sorprendió de que conociera esa costumbre, y aceptó que se acercara a la mañana siguiente a las estancias pontificias. Don Álvaro, junto con las naranjas, le llevó varios libros de san Josemaría al Papa; le interesaron mucho, y después indicó que se colocaran en el despacho donde trabajaban los colaboradores del Santo Padre en la preparación de los discursos, homilías, etc.

Esos detalles familiares propiciaron que entre el Papa y Mons. Del Portillo hubiera verdadero afecto. No le pasaron tampoco inadvertidas al Santo Padre la altura intelectual y la lealtad de Mons. Del Portillo a la Iglesia y al Romano Pontífice. Contribuyó a esas relaciones la diligencia con que Mons. Del Portillo siguió algunas cuestiones en las que el Papa le rogó su ayuda, como el apoyo a la asistencia de estudiantes a las Misas para universitarios en la Cuaresma. Don Álvaro tuvo numerosas manifestaciones de afecto, como el envío al Papa de información sobre cómo y dónde se podría poner un buen mosaico de la Mater Ecclesiae, de modo que fuese visible desde la plaza de San Pedro, pues hasta ese momento no había ninguna imagen de la Virgen visible desde la plaza. El Papa lo hizo colocar donde sugirió Mons. Del Portillo, y lo bendijo el 8 de diciembre de 1981. Dos días después lo invitó a celebrar Misa en su capilla y a desayunar con él.

El Santo Padre Juan Pablo II beatificó al fundador del Opus Dei el 17 de mayo de 1992. Estaba alegre con la gran cantidad de personas que asistieron, que llenaban la plaza de San Pedro y las calles cercanas. Lo mismo sucedió al día siguiente, cuando Álvaro del Portillo celebró allí la Misa; a continuación el Santo Padre bajó para recibir ahí mismo en audiencia a los millares de personas que estaban presentes.

El Santo Padre había comprendido en profundidad el espíritu de san Josemaría y su servicio a la Iglesia. Por esto, se explica la diligencia de Juan Pablo II para erigir el Opus Del en Prelatura Personal (28 de noviembre de 1982), intención especial del fundador desde hacía muchísimos años. Y también el agrado con el que aprobó la creación de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en Roma, y recibió varias veces a la comunidad académica de esta institución. Sugirió a Mons. Del Portillo la conveniencia de establecer un seminario internacional (el entonces futuro Colegio Eclesiástico Internacional Sedes Sapientiae), que contribuyera a la preparación de formadores, también, después de la caída del muro de Berlín, para los seminaristas de los países del Este de Europa.

Enterado de la muerte de Mons. Álvaro del Portillo, en la madrugada del día 23 de marzo de 1994, el Santo Padre quiso ir, por la tarde, a la Iglesia Prelaticia de Santa María de la Paz, donde se estaba velando su cuerpo, para rezar por él y encomendarlo al entonces beato Josemaría, cuyo sepulcro está en esa misma iglesia. Cuando Mons. Echevarría, que sería poco después Prelado del Opus Dei, le manifestó al Papa su agradecimiento, el Santo Padre contestó: “era un deber, era un deber”, confirmando así su amistad y aprecio hacia el recién fallecido, cuyo proceso de canonización inició en 2004, bajo su pontificado.

Juan Pablo II canonizó a san Josemaría el 6 de octubre del 2002. Tuvo el detalle de pedir al Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, que subiera al automóvil en el que iba a recorrer la plaza de San Pedro y la via della Conciliazione, para saludar a la multitud de fieles que asistieron a la canonización. Al día siguiente, el Prelado del Opus Dei celebró la Misa de acción de gracias por la canonización de san Josemaría en la plaza de San Pedro y el Papa, como en la beatificación, bajó a la plaza para reunirse con los asistentes. En esa ocasión, quiso que estuviera con él el Patriarca ortodoxo de Rumania, Teoctist, para que contemplara de cerca el ambiente cristiano de alegría. Y en su discurso dijo: “san Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario”.

En el tenor de estas palabras, como en el de otras que se podrían citar en el amplio y dilatado Magisterio del beato Juan Pablo II, puede observarse una cierta afinidad con el mensaje de san Josemaría. Para ambos, la recuperación de la doctrina evangélica de la llamada universal de todos los fieles al más alto grado de la vida cristiana implica una fuerte sensibilización en relación a la vocación de los laicos. En efecto, la implicación primordial de los cristianos en las tareas seculares que les son propias y que les ocupan buena parte de su tiempo, lejos de apartarles de Cristo o de la vida eclesial, constituye el núcleo de la misión que están llamados a realizar en la Iglesia. He aquí la teología del trabajo, tan estimada por ambos, según la cual el cristiano que se esfuerza por santificar sus tareas no sólo colabora con el designio del Creador de perfeccionar la creación, sino que además, con el esfuerzo continuado de su trabajo, coopera en la obra de la redención, levantando la Cruz de Cristo como luz que ilumina todas las actividades humanas en el mundo.

Joaquín ALONSO

 «    JUAN XXIII    » 

(Nac. Sotto il Monte, Bérgamo, Italia, 25–XI–1881; fall. Roma, Italia, 3–VI–1963; beatificación: Roma, 3–IX–2002). Angelo Giuseppe Roncalli fue elegido Papa el 28 de octubre de 1958. Fue beatificado por Juan Pablo II el 3 de febrero del año 2000. Su acto de gobierno más conocido fue la convocatoria del Concilio Vaticano II.

Hijo de Giovanni Battista Roncalli y de Marianna Mazzola, era el cuarto de trece hermanos de una familia campesina. Estudió en los Seminarios de Bérgamo y de Roma, y fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904. Pasó a trabajar como secretario del obispo de Bérgamo y como profesor de su Seminario. En 1915 fue reclamado en el Servicio de Sanidad Militar, donde alcanzó el grado de teniente capellán. En 1921 fue nombrado presidente del Consejo Nacional Italiano de la Obra de a Propagación de la Fe. Pío XI le nombró Obispo en 1925 y lo destinó como Visitador Apostólico a Bulgaria. Su lema episcopal era Oboedientia et pax. En 1935 fue nombrado Delegado Apostólico en Turquía y Grecia. Pío XII le nombró Nuncio en París al finalizar la II Guerra Mundial. En 1953 recibió el cardenalato y el nombramiento como Patriarca de Venecia.

No se sabe en qué preciso momento llegó a tener conocimiento de la existencia del Opus Dei. En todo caso, en 1954 (16 al 28 de julio) realizó un viaje por España en compañía de dos sacerdotes españoles, José Sebastián Laboa y José Ignacio Tellechea. Se alojó unos días en el Colegio Mayor La Estila (Santiago de Compostela), donde coincidió con el Card. Feltin, arzobispo de París. En su diario anota: “Cenai a sera col Card. Feltin all'Opus Dei, instituzione nuova per me, interessante ed edificante” ("Cené por la noche con el Card. Feltin en el Opus Dei, una institución nueva para mí, interesante y edificante"). En ese mismo viaje pasó una noche en el Colegio Mayor Miraflores (Zaragoza).

En 1959, y como detalle de aprecio hacia el Opus Dei, el papa Juan XXIII cedió la propiedad del terreno situado en Castel Gandolfo donde estaba edificada una casa que la Condesa de Campello había ofrecido años antes al Opus Dei: se trataba de la llamada Villa delle Rose, sede entonces del Colegio Romano de Santa María. La casa era propiedad de esta condesa, pera estaba edificada sobre un terreno perteneciente a la Santa Sede. Años antes, Pío XII había cedido el usufructo del terreno (cfr. AVP, III, p. 283). Fue también Juan XXIII quien decidió destinar los fondos recogidos con motivo del ochenta cumpleaños de Pío XII a una labor social, y encomendar la realización y gestión al Opus Dei: de ahí surgió el Centro ELIS, una obra de carácter educativo para la juventud obrera, situada en el barrio Tiburtino de Roma. Fue inaugurado en diciembre de 1965 por Pablo VI (cfr. AVP, III, p. 495).

El 5 de marzo de 1960, Juan XXIII recibió en audiencia, por primera vez, al fundador del Opus Dei. Con referencia a este encuentro y a los siguientes, relató san Josemaría en un libro de entrevistas, “Tengo también muy grabado el encanto afable y paterno de Juan XXIII, todas las veces que tuve ocasión de visitarle” (CONV, 46). Dejó constancia del tono familiar de esas entrevistas, de la gran afabilidad del Romano Pontífice y de cómo se había alegrado al narrarle san Josemaría que desde años atrás en el Opus Dei, con autorización de la Santa Sede, se admitieron como cooperadores a no católicos y a no cristianos. “No he aprendido el ecumenismo de Su Santidad” (ibidem), añadió san Josemaría en tono de broma, a lo que Juan XIII correspondió con su risa.

En enero de 1962, san Josemaría presentó a Juan XXIII una petición formal de revisión del estatuto jurídico de la Obra, en el que solicitaba la erección del Opus Dei como Prelatura nullius. La respuesta, enviada en mayo, fue un dilata en espera de que concluyera el Concilio Vaticano II (cfr. IJC, pp. 332-338). En este contexto, Juan XXIII recibió de nuevo en audiencia a san Josemaría el 27 de junio de 1962, y anotó en su diario: “udienza esauriente e soddisfacente” ("audiencia exhaustiva y satisfactoria"). Desde esta audiencia, san Josemaría entró en relación con Loris Capovilla, secretarlo personal del Romano Pontífice, a través del cual haría llegar a Juan XXIII noticias de las labores apostólicas del Opus Dei y la oración por su persona e intenciones.

En una carta a Capovilla le manifestaba sus sentimientos en torno al Concilio: “Le ruego, una vez más, que tenga a bien manifestar al Santo Padre mi mucha alegría y optimismo por el Concilio Ecuménico, y lo mucho que se reza y los muchos sacrificios que ofrecen en todo el mundo los miembros del Opus Dei por esta gran Asamblea de la Iglesia, querida por el Papa Juan” (AVP, III, p. 478).

Juan XXIII falleció el 3 de junio de 1963. Un mes antes, el 28 de abril, san Josemaría había manifestado el deseo de verle de nuevo.

Santiago CASAS

 «    JUSTICIA    » 

La reflexión cristiana sobre la justicia une dos tradiciones: la clásica, tal y como se expresa en la filosofía griega y el derecho romano, que considera la justicia en referencia directa a las relaciones en el seno de la sociedad; y la bíblica, que la considera en relación con Dios. San Josemaría entronca con esos precedentes, dando a sus consideraciones un acento propio, en coherencia con su profundo sentido del valor de la persona, de cada persona.

1. Definición y fundamento

Sus estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza le otorgaron una fina mentalidad jurídica, que se desarrolló y perfeccionó al tener que profundizar en el derecho canónico, tarea con la que tuvo que enfrentarse a lo largo del itinerario que atravesó el Opus Dei hasta acercarse a una configuración canónica acomodada a su naturaleza. Sus escritos ponen de manifiesto que conocía bien el doble sentido en que puede hablarse de justicia: objetivo, es decir, el respeto del derecho y, más profundamente, la efectiva consecución de una adecuada organización de la sociedad y de una equitativa distribución de los bienes; y subjetivo, es decir, la disposición del ánimo que impulsa a realizar concreta y eficazmente la justicia.

Su forma de entender la justicia parte de la acepción clásica, “dar a cada uno lo suyo” (AD, 83), que, en su brevedad, expresa bien las características particulares de esta realidad: la existencia de unos derechos, de unos bienes que le son debidos a cada persona; y las exigencias que de ahí derivan en orden a la efectiva realización del derecho. Alteridad y exigibilidad configuran la acción justa desde su dimensión subjetiva, conformando la autodeterminación del sujeto hacia el cumplimiento del bien entero del otro. Por eso, al describir la justicia, san Josemaría destaca –en concordancia con su condición de virtud– su enraizamiento en la interioridad de la persona. Hay un ser justos que antecede y causa las obras de justicia: “si somos justos, nos atendremos a nuestros compromisos profesionales, familiares, sociales..., sin aspavientos ni pregones, trabajando con empeño y ejercitando nuestros derechos, que son también deberes” (AD, 169).

La expresión “dar a cada uno lo suyo” es una nota distintiva de la comprensión usual de la justicia: la existencia de una igualdad entre lo que es debido y lo que se da. San Josemaría conoce bien esa implicación, pero puntualiza su significado cuando anota que “igualdad no significa medir a todos con el mismo rasero” (S, 601), porque “la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas” (AD, 168). El enunciado “dar a cada uno lo suyo” no expresa todo lo que está implicado en la justicia ni explícita la totalidad de lo que es necesario al hombre para ser justo: “justicia es dar a cada uno lo suyo; pero yo añadiría que eso no basta” (AD, 83).

Y “no basta” porque no tiene en cuenta su condición de persona, y todo lo que la fe cristiana da a conocer sobre la dignidad del hombre en cuanto persona. La perspectiva personal, entendida a la luz del Evangelio, lleva en efecto a concluir que “por mucho que cada uno merezca, hay que darle más, porque cada alma es una obra maestra de Dios” (AD, 83). Con esa afirmación, san Josemaría indica la raíz de la virtud –el deber de dar a cada uno lo suyo tiene su fundamento en su condición de persona– y a la vez muestra que este fundamento está cimentado en la relación esencial del ser humano con Dios, la cual, en cuanto constitutiva, establece una dignidad fundamental común a todas las personas, que es la base última, teórica y práctica, de la justicia (AD, 165).

San Josemaría, presuponiendo lo que en cada momento pueda exigir la justicia en sus diversas dimensiones –relaciones interpersonales, contribución al bien social, equitativa distribución de los bienes y de las cargas–, desentraña en sus escritos y en su predicación muchas de las implicaciones concretas que derivan de ese valor de la persona que, a modo de fundamento, pone de manifiesto lo que es necesario para que la sociedad constituya un ámbito adecuado a la dignidad del hombre, de todo hombre. De ahí que presente la virtud de la justicia como una fuerza que, al ir al más allá de lo debido, entendido en un sentido restringido y minimalista, “empuja a mostrarnos agradecidos, afables, generosos; a comportarnos como amigos leales y honrados, tanto en los tiempos buenos como en la adversidad; a ser cumplidores de las leyes y respetuosos con las autoridades legítimas; a rectificar con alegría, cuando advertimos que nos hemos equivocado al afrontar una cuestión” (AD, 169),

Y eso atendiendo a las condiciones de cada persona. Desde esta perspectiva, san Josemaría pone el comportamiento de las madres como ejemplo claro de la adecuación a lo concreto que debe tener la práctica de la justicia: las madres “aman con idéntico cariño a todos sus hijos, y precisamente ese amor les impulsa a tratarlos de modo distinto –con una justicia desigual–, ya que cada uno es diverso de los otros. Pues, también con nuestros semejantes, la caridad perfecciona y completa la justicia, porque nos mueve a conducirnos de manera desigual con los desiguales, adaptándonos a sus circunstancias concretas, con el fin de comunicar alegría al que está triste, ciencia al que carece de formación, afecto al que se siente solo (...)” (AD, 173).

Estas perspectivas están, por lo demás, en perfecta continuidad con la marcada carga religiosa que los términos “justicia” y “justo” tienen en la Biblia: “justo” es el “hombre bueno” porque cumple la ley divina (Pr 10, 28; Sb 3, 10; etc.); el “justo” por excelencia será el Mesías (Is 45, 8; Is 53; Sb 2, 18); “el que es justo practica la justicia y el derecho” (Ez 18, 5); hay sinonimia entre justicia y santidad (cfr. Mt 3, 15; Mt 5, 6–10; Mt 6, 1–33; Mt 15, 20; Mt 21, 32); “justo” es el hombre bueno, fiel a Dios (cfr. Mt 23, 34; Lc 1, 6; Hch 10, 22; 2P 2, 8); el “justo” por excelencia es Jesucristo (cfr. Mt 27, 19; Lc 23, 47; Hch 3, 14). Desde la reflexión bíblica, san Josemaría alcanzó una profunda comprensión de que la justicia humana es inseparable de la recta relación con el Trascendente: “en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina; otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo. En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres” (ECP, 40).

La percepción de la inseparabilidad entre lo que se debe a Dios (adorarle, obedecerle y amarle; entregarle todo lo que somos y podemos, porque todo es suyo) y lo que debe ser la justicia con respecto a los hombres (no sólo dar a cada uno su derecho, sino valorarlo y apreciarlo como persona), constituye un elemento esencial de la doctrina de san Josemaría: “El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres. Y no sólo por el buen motivo de que no sea injuriado el nombre de Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano. Parafraseando un conocido texto del apóstol San Juan, se puede decir que quien afirma que es justo con Dios pero no es justo con los demás hombres, miente: y la verdad no habita en él” (ECP, 52).

2. Justicia y cumplimiento del propio deber

Hay muchos modos de contribuir a realizar la justicia, porque son múltiples las formas de contribuir personalmente a la conformación de las relaciones interpersonales y de las sociedades, a lo que es justo. Precisamente por eso el deseo de ser personas justas, personas que practican la justicia, representa un variadísimo potencial creativo, de gran valor e imprescindible para resolver las innumerables cuestiones que plantea la convivencia humana.

Como consecuencia lógica de esta premisa, san Josemaría enseña que la práctica de la justicia implica, en primer lugar, cumplir los propios deberes. De una parte los derivados de los contratos y convenciones que se acuerden, punto en el que fue personalmente cuidadoso hasta el extremo, como lo testimonian –es un ejemplo entre otros– las personas que participaron en la construcción de los edificios de la sede central del Opus Dei en Roma: eran –estamos entre el final de los años 1940 y la década de los 1950– momentos de penuria económica, pero no consintió jamás en retrasar el pago de los salarios de los obreros, aunque eso supusiera quedarse él mismo sin comer. Y junto a esos deberes todos los demás: los relacionados con la atención a la familia, con el trabajo y las implicaciones que comporta, con la comunidad de vecinos, con los amigos, con las iniciativas en orden a la promoción del bien común, con el uso de bienes, etc.

Las virtudes manifiestan su hondura no sólo en situaciones extraordinarias, sino también en las ocasiones normales de la vida (cfr. AD, 124). Así lo reclaman la dignidad del ser humano y, en un cristiano, la vocación universal a la santidad –a amar como Dios ama (cfr. Mt 5, 48)– y la invitación a poner a Cristo en la cumbre de las realidades humanas (cfr. Jn 12, 32). La inmensa mayoría de los hombres está llamada por Dios a desarrollar en este mundo una labor que no tiene especial brillo, a actuar como sal o como levadura, que no se ve, pero que da sabor al ambiente. Y esto implica responder a las invitaciones que Dios “dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo” (ECP, 17). Desde el realismo de un horizonte que lleva a valorar la existencia ordinaria, san Josemaría comprendió que la primera exigencia de la justicia es santificar los deberes cotidianos, lo que permitirá a su vez que tenga continuidad ese testimonio de vida que marcó el cristianismo ya desde sus inicios, y del que brotaba la admiración de los paganos al contemplar la fraternidad cristiana, al observar, hecha vida en la conducta de los creyentes, la justicia y la caridad intrínsecas al mensaje evangélico (cfr. TERTULIANO, Apologeticum, 39).

La exigencia de ser justos siempre y en todo pone de relieve, además, que al hablar de practicar la justicia se está haciendo referencia no sólo a ese nivel elemental que consiste en el no robar y el no causar daño en los bienes materiales del prójimo, sino que se va mucho más allá: no sólo a la promoción de una adecuada distribución de la riqueza, sino a la difusión de los bienes espirituales. Exclama san Josemaría: “¡Qué pobre idea tienen de la justicia quienes la reducen a una simple distribución de bienes materiales!” (AD, 169). La justicia comprende además –como exigencias básicas– todos los derechos de la persona humana: el derecho a la vida, el derecho al acceso a la cultura, el derecho a vivir de acuerdo con su recta conciencia (cfr. AD, 67, 171; CONV, 29), el respeto a la fama (cfr. C, 443; ECP, 69), a la verdad (cfr. AD, 83), a la intimidad, etc.

3. Justicia y recto ejercicio de las tareas profesionales

San Josemaría ha considerado siempre la laboriosidad en el ejercicio del trabajo profesional como un campo privilegiado para el ejercicio de la justicia (cfr. CONV, 10). Por eso, dice: “no creo en la justicia de los holgazanes, porque con su dolce far niente –como dicen en mi querida Italia– faltan, y a veces de modo grave, al más fundamental de los principios de la equidad: el del trabajo” (AD, 169).

El ejercicio de cualquier tarea digna y noble en lo humano es el cauce ordinario por el que toda persona puede colaborar en la construcción de un mundo más justo (cfr. CONV, 55). “El hombre que tiene fe y ejerce una profesión intelectual, técnica o manual, es y se siente unido a los demás, igual a los demás, con los mismos derechos y obligaciones, con el mismo deseo de mejorar, con el mismo afán de enfrentarse con los problemas comunes y de encontrarles solución” (ECP, 53). Incluso los años de preparación para la vida profesional implican una obligación grave de justicia en servicio de Dios y de los demás ciudadanos, de la familia y de la sociedad (cfr. C, 334, 336, 347; S, 482).

San Josemaría considera el trabajo no desde una perspectiva meramente ascética (remedio contra el ocio y otros vicios y limitaciones) ni simplemente moral (deber de estado) (cfr. ILLANES, 2001, pp. 45–46). Teniendo como trasfondo la obra de la creación y entroncando el trabajo con la redención operada por Cristo, lo presenta como realidad santificable y santificadora –transformadora–, fuente de justicia social (cfr. ECP, 47). “No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio” (AD, 173).

El trabajo santificado se realiza de acuerdo con las exigencias de la moral cristiana y pone en práctica la solidaridad, virtud por la que se mantiene un esfuerzo constante de contribuir al bien común, sin pensar ni única ni exclusivamente en el propio beneficio. “No hemos de olvidar que Dios creó al hombre ut operaretur (Gn 2, 15), para que trabajara, y los demás –nuestra familia y nación, la humanidad entera– dependen también de la eficacia de nuestra labor” (AD, 169). “Para santificar la profesión, hace falta ante todo trabajar bien, con seriedad humana y sobrenatural. (...) Por eso, como lema para vuestro trabajo, os puedo indicar éste: para servir, servir” (ECP, 50).

4. Justicia y bien social

San Josemaría concibe la justicia como una exigencia de la convivencia humana, como un principio que regula el entramado de las instituciones en las que los individuos se desenvuelven, y por tanto una virtud que hace referencia no sólo a las relaciones interpersonales, sino a la sociedad en cuanto tal. Su formación jurídica, su personal sentido de la justicia y el reconocimiento de la intrínseca unión que hay entre la justicia con respecto a Dios y la justicia en relación con los demás hombres, le condujeron a percibir con fuerza que “la exigencia del propio derecho no ha de ser fruto de un egoísmo individualista”, sino del amor, y que, por consiguiente, “no se ama la justicia, si no se ama verla cumplida con relación a los demás” (ECP, 52). Por eso “cuando hay amor de Dios, el cristiano tampoco se siente indiferente ante la suerte de los otros hombres, y sabe también tratar a todos con respeto; y que, cuando ese amor decae, existe el peligro de una invasión, fanática y despiadada, en la conciencia de los demás” (ECP, 67).

En las relaciones con las demás personas, la responsabilidad social se traducirá en “portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios” (ECP, 36), que eso son todos los hombres. Y así san Josemaría subraya el deber de conciencia “de no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la justicia y la paz” (ECP, 72). Destaca que la fraternidad atiende al hermano necesitado: “los problemas de nuestros prójimos han de ser nuestros problemas. La fraternidad cristiana debe encontrase muy metida en el alma, de manera que ninguna persona nos sea indiferente” (ECP, 145). “No sé si es irremediable que haya clases sociales (...). Pensad lo que prefiráis en todo lo que la Providencia ha dejado a la libre y legítima discusión de los hombres. Pero mi condición de sacerdote de Cristo me impone la necesidad de remontarme más alto, y de recordaros que, en todo caso, no podemos jamás dejar de ejercitar la justicia, con heroísmo si es preciso” (AD, 170). Por eso, “hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad, porque la conciencia –si es recta– descubre las huellas del Creador en todas las cosas” (AD, 171).

Mirando con realismo a su alrededor, san Josemaría describe con trazos a veces duros la existencia de problemas e injusticias: “tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística” (ECP, 111). En el texto recién citado, y en otros análogos, emplea palabras fuertes, que no fueron nunca meramente descriptivas, sino que invitaban siempre a la acción, a una acción social que no se quedara sólo en palabras e intenciones, sino que aspirara a modelar el estilo efectivo de la existencia humana en el mundo, a informar según justicia la organización y el desarrollo de la sociedad (cfr. ECP, 145).

“Quizá penséis –afirmaba en una de sus homilías– en tantas injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en situaciones de discriminación que se trasmiten de una generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde la raíz”. E inmediatamente después proseguía: como sacerdote no me corresponde “proponeros la forma concreta de resolver esos problemas”, pero sí recordaros que “un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo– han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres” (ECP, 167).

5. Relación de la justicia con la caridad

La justicia no puede separarse de la caridad, ya que Dios es amor (cfr. 1Jn 4, 8), y en la caridad se resume toda la Ley (cfr. Mt 7, 12; Lc 6, 17–38; Mc 12, 28–34). La justicia se relaciona con la caridad, no sólo porque la caridad es la forma de todas las virtudes (cfr. S.Th. II–II, q. 23, a. 8), sino de un modo particular y específico. “Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué el Señor decidió resumir toda la Ley en ese doble mandamiento, que es en realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor al prójimo, con todo nuestro corazón” (ECP, 167).

En las enseñanzas de san Josemaría, la justicia y la caridad hacia el prójimo se despliegan de modo armónico en la existencia concreta del cristiano. Lo ilustra, por ejemplo, en una homilía sobre san José, haciendo considerar que en su trabajo, y como hombre justo, “normalmente José cobraría lo que fuera razonable, ni más ni menos. Sabría exigir lo que, en justicia, le era debido, ya que la fidelidad a Dios no puede suponer la renuncia a derechos que en realidad son deberes: san José tenía que exigir lo justo, porque con la recompensa de ese trabajo debía sostener a la Familia que Dios le había encomendado”. Pero, añade, “a veces, cuando se tratara de personas más pobres que él, José trabajaría aceptando algo de poco valor, que dejara a la otra persona con la satisfacción de pensar que había pagado” (ECP, 52).

SI, en ocasiones, como pone de manifiesto el ejemplo recién citado, la caridad puede llevar a no exigir todo lo que podría reclamarse en justicia, desde otra perspectiva –la de quien está llamado a cumplir con el deber– está claro que la apelación a la caridad no exime del cumplimiento de la justicia. Por eso san Josemaría recordó en más de un momento que los derechos pueden ser también deberes (cfr. G, 603; AD, 169), y puso de relieve que la conciencia de su condición de hijo de Dios empuja al cristiano “a dirigir todo al Señor y, al mismo tiempo, a dar también al prójimo todo lo que en justicia le corresponde” (AD, 165). “La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...” (AD, 173), de modo que así, sólo así, respetando plenamente la justicia, se accede verdaderamente al amor. Y lo mismo vale para otra virtud, muy relacionada con la caridad: la misericordia. Ya que la misericordia, cuando es auténtica, cuando implica un verdadero reconocimiento de la necesidad que sufre el otro, “no se queda en una escueta actitud de compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia” (AD, 232).

Estas reflexiones destacan la complementariedad entre la justicia y la caridad, que en la vida práctica se presuponen mutuamente (cfr. AD, 173). La caridad exige el cumplimiento de la justicia en cuanto reconocimiento de la dignidad y de los derechos del prójimo; la justicia es, en ese sentido, una condición permanente de la autenticidad de la caridad. Y a su vez la caridad –virtud que lleva a mirar al otro como “alter ego”, como un otro yo que ha de ser amado en cuanto imagen de Dios y hermano de Cristo– ayuda a practicar la justicia, y le permite alcanzar la plenitud a la que, como virtud que regula el respeto al derecho y a la dignidad de persona humana, está llamada a tender.

María Aparecida FERRARI