(Nac. Hornachuelos, Córdoba, España, 1896; fall. Madrid, España, 13-IX-1933). María Ignacia García Escobar es una de las primeras mujeres que se vincularon al Opus Dei. Ya gravemente enferma ofreció todos sus sufrimientos y lo que le quedara de vida por la labor apostólica que llevaba adelante san Josemaría.
Los padres de María Ignacia fueron el médico Manuel García y su esposa María Escobar. Tuvieron diez hijos, a los que la madre, que era muy piadosa, educó en la fe. María Ignacia fue la tercera. Desde niña, tuvo una intensa vida de piedad centrada en la oración, la penitencia y el abandono en la Voluntad de Dios.
En Hornachuelos colaboró en la Obra de las Tres Marías –fundada por el entonces obispo auxiliar de Málaga, Mons. Manuel González– cuya finalidad era acompañar a Jesús Sacramentado en el Sagrario, reparar por las ofensas y difundir el amor a la Eucaristía.
En 1916 su vida ordenada y apacible, dedicada a Dios y a los demás, se vio afectada por una serie de hechos negativos: la muerte del padre, la ruina económica de la familia y el desarrollo de la enfermedad incurable (tuberculosis) de su hermana Braulia que, poco después, contrajo ella misma. En todos estos hechos María Ignacia vio la acción de la providencia divina y un motivo para unirse más a Jesús. Aceptaba los reveses con paz y alegría, mientras se perfilaba progresivamente en su alma la idea de que aquellos sufrimientos tenían como finalidad desagraviar a Dios, e iba entrando por el camino de una honda experiencia espiritual.
En 1930, después de pasar por el Sanatorio de Valdelasierra, García Escobar ingresó en el Hospital del Rey de Madrid, especializado en tuberculosos. Allí fue atendida espiritualmente por el capellán, José María Somoano, y por Lino Vea-Murguía, dos de los sacerdotes que colaboraron con san Josemaría Escrivá de Balaguer en los inicios del Opus Dei. Durante esos años, san Josemaría pedía continuamente oraciones a las personas que conocía, también –y especialmente– a los enfermos de los hospitales que atendía con su trabajo sacerdotal o que visitaba acompañado de jóvenes y sacerdotes a los que quería acercar más a Dios.
Cuando José María Somoano conoció a María Ignacia le pidió también que ofreciera su enfermedad por una intención muy importante. María –como la llamó el fundador en la nota necrológica que escribió a su muerte–, ofreció desde entonces sus oraciones y sufrimientos por aquello que intuía era para servicio de las almas.
El 9 de abril de 1932, Lino Vea-Murguía, después de hablarlo con san Josemaría, explicó a García Escobar cuál era la intención por la que llevaba meses rezando y ofreciendo sus dolores: el Opus Dei. Luego, le preguntó si querría incorporarse; ella aceptó inmediatamente. Dado su grave estado de salud, san Josemaría la consideró una "vocación de expiación" (Apuntes íntimos, n. 685: AVP, I, p. 434), denominación que implicaba que la vida de María Ignacia se definía, en ese momento, por su valor de entrega, de expiación, ofrecida por la Iglesia y por el desarrollo del Opus Dei.
Aunque apenas podía participar en los medios de formación debido a su enfermedad, las demás mujeres del Opus Dei de esa época la visitaban con frecuencia y, como los sacerdotes que formaba San Josemaría, le fueron transmitiendo sus enseñanzas sobre el valor santificador del trabajo en la vida ordinaria, que en su caso era la enfermedad aceptada por amor. Nada que no estuviera haciendo hasta entonces, pero desde ahora vivido como un encargo personal de Dios, con una nueva conciencia del sentido de su vida.
Tras el fallecimiento de Somoano el 16 de julio de 1932, san Josemaría la atendió espiritualmente hasta su muerte el 13 de septiembre de 1933. Para san Josemaría, la enfermedad de García Escobar, llevada con espíritu de serena y alegre aceptación, fue uno de los cimientos en los que se apoyó el naciente Opus Dei.
Francisca COLOMER PELLICER
(Nac. Fitero, Navarra, España, 9-III-1903; fall. ¡Madrid, España, 14-VII-1989). José María García Lahiguera fue el segundo de cuatro hermanos. En 1913 entró en el seminario menor de Tudela. Según escribió en sus apuntes: "yo siempre he querido ser sacerdote. Nadie me dijo ni indicó ni aun indirectamente nada; fui yo (recuerdo perfectamente) el que dije a mi padre: «quiero ir al seminario para ser sacerdote». Tenía nueve años. A los diez, ingresé en el seminario" (HH. Oblatas, 2001, p. 33).
En el curso 1915-16 pasó al Seminario de Madrid, al trasladarse su familia a la capital. Era entonces obispo de Madrid, José María Salvador y Barrera, y rector del Seminario, Santiago Monreal y Oliver. En estos años, coincidió en el Seminario con Casimiro Morcillo y José María Bueno Monreal, futuros amigos de san Josemaría, que llegaron al episcopado. Tuvo especial amistad con José María Somoano, Lino Vea-Murguía y José María Vegas, que fueron algunos de los primeros sacerdotes que se agruparon en torno a san Josemaría en los inicios del Opus Dei.
El 29 de mayo de 1926 recibió la ordenación sacerdotal de manos de Mons. Leopoldo Eijo y Garay. Al día siguiente, en la capilla del Seminario, celebró su primera Misa y realizó el acto de consagración como víctima de holocausto al Amor Misericordioso (GARCÍA LAHIGUERA, 2004, p. 34). Nombrado capellán de las Angélicas, fue también profesor de Geografía e Historia y director de la Schola Cantorum del Seminario. Se graduó en Derecho Canónico en 1928, en la Universidad Pontificia de Toledo. Entre 1929 y 1932 fue secretario de estudios, prefecto de alumnos externos y director del Museo Catequístico, que había fundado el rector, Rafael García Tuñón.
Fue director espiritual del Seminario Menor en 1932 y en 1936, y recibió el nombramiento de director espiritual del Seminario Mayor pocas semanas antes de la Guerra Civil. Durante la contienda permaneció en Madrid, con atribuciones de Vicario General, atendiendo a los seminaristas y sacerdotes escondidos. Finalizada la contienda, volvió al Seminario como director espiritual. En 1948, fue nombrado Vicario de religiosas. Organizó la primera semana de oración y estudio para superioras religiosas de las órdenes, sociedades e institutos femeninos de Madrid. El 29 de octubre de 1950 fue consagrado obispo, y nombrado Auxiliar de Madrid. Obispo de Huelva en 1964, fue nombrado arzobispo de Valencia en 1969, donde residió hasta su renuncia, en 1978.
En su labor pastoral supo mostrar el gran amor que sentía por el sacerdocio. Una entrega que le había llevado a fundar las Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote que, en 1950, recibieron la aprobación diocesana. Iniciado el proceso de beatificación, el 27 de junio de 2011, Benedicto XVI aprobó el decreto de sus virtudes heroicas, lo que implica la condición de venerable.
Conoció a san Josemaría en febrero de 1932. En el relato que escribió en 1976, cuenta algunos detalles de este encuentro y recuerda que le explicó el Opus Dei y le pidió oraciones. El siguiente encuentro fue ya acabada la guerra. En 1941 san Josemaría le pidió que fuera su confesor, tarea que desempeñó hasta que se ordenaron los primeros sacerdotes del Opus Dei, en junio de 1944. A partir de entonces el trato continuó hasta el final de la vida de san Josemaría, con encuentros ya en Madrid, ya en Roma, y con una abundante relación epistolar. Conservaron siempre una entrañable amistad.
Don José María fue testigo del cariño que el entonces obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay, tenía por san Josemaría. Un afecto que quedó patente cuando el Patriarca dijo, en voz alta, en la capilla del Seminario, después de unas ordenaciones y en un momento en que la Obra conocía algunas contradicciones: "Señor Rector, el Opus Dei es una Obra aprobada y bendecida por la Jerarquía, y no tolero que se hable en contra del Opus Dei" (GARCÍA LAHIGUERA, 1992, p. 26).
García Lahiguera definió la vida de san Josemaría como la de "un hombre entregado, como los santos, a Dios y a las almas ...). Un sacerdote semper et ubique, sólo sacerdote, en todo sacerdote, siempre sacerdote" (GARCÍA LAHIGUERA, 1992, p. 51).
Andrés MARTÍNEZ ESTEBAN
La expresión "gloria de Dios" admite dos sentidos íntimamente relacionados. De una parte indica la imponente riqueza y majestad divinas. De otra, el reconocimiento de esas grandezas por parte del hombre, que en consecuencia alaba y "da gloria" a Dios. Examinaremos esa doctrina en san Josemaría, introduciendo el concepto con una breve consideración de la doctrina bíblica.
El Antiguo Testamento nos enseña que el mundo creado contiene y proclama la gloria de Dios (kabod Yahvé), su santidad, su trascendencia, su inefabilidad (cfr. Am 4, 2; Is 40, 25; Is 46, 5; Sal 112, 4, etc.; y comentario en KITTEL, II, 1935, pp. 235-258). El mundo está "lleno de su gloria" (Nm 14, 21). Por eso toda la creación proclama la gloria de Dios: "los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos" (Sal 19, 2; cfr. Ba 3, 34s). Son los hombres, caídos en el pecado, los que no dan a Dios toda la gloria, los que no le reconocen como su Creador y Señor. Por eso se lee en la Escritura: "Yo soy el Señor: éste es mi Nombre. No daré mi gloria a otro, ni mi alabanza a los ídolos" (Is 42, 8). Los creyentes tienen una especial obligación de proclamar la gloria de Dios ante todos los hombres. "Aclamad a Dios, toda la tierra. Entonad salmos en honor de su Nombre, rendidle el honor de su alabanza" (Sal 66, 1-2; cfr. Is 60, 1-3; Is 66, 18s; Sal 97, 6). En el Concilio Vaticano I, se enseña "que el mundo ha sido creado para gloria de Dios" (DS, 3025; cfr. AA, 3). Y Juan Pablo II señala que el universo entero es "una multiforme, potente e incesante llamada a proclamar la gloria del Creador" (JUAN PABLO II, 1986, p. 681).
Cristo, el Hijo Unigénito del Padre, es el reflejo perfecto de la gloria de Dios, "esplendor de su gloria e impronta de su sustancia" (Hb 1, 3). En la Última Cena se dirigía Jesús a su Padre diciendo: "Ahora, Padre, glorifícame Tú a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera" (Jn 17, 5). Esta gloria queda manifestada en la encarnación del Verbo de Dios: "Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14). Cristo manifestó su gloria a los hombres en el Tabor, en sus milagros (cfr. Jn 2, 11.23; Jn 7, 31; Jn 10, 41; Jn 11, 45; Hch 9, 42) y palabras (cfr. Jn 4, 38.41; Jn 8, 30; Hch 4, 4; Hch 13, 48).
A lo largo de su vida terrena la gloria de Jesús permanecía más bien escondida a los hombres, porque éstos necesitaban ser convertidos antes de percibir la gloria divina (cfr. Jn 5, 19 ss.; 36-40). Jesús no manifestó plena y públicamente su gloria hasta haber llevado a los hombres a reconocer que el Padre estaba en Él, y Él en el Padre (Jn 17, 20s), y esto presuponía, según los planes divinos, que llegara hasta la Cruz, donde su amor y su obediencia desvelarían la gloria divina. Y del mismo modo que Cristo entró en la gloria pasando por la ignominia de la Cruz –"¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?" (Lc 24, 26)–, el cristiano tiene que seguir a Cristo, en su vida y muerte, para entrar en la gloria de la resurrección. Para entrar en su gloria, Jesús tuvo que pasar por la Cruz. Es esa la doctrina de san Josemaría, vivida y comunicada a los hombres.
La convicción de que a Dios hay que darle toda la gloria estaba presente ya en los primerísimos años de la vida del Opus Dei y marca su misma fundación. A san Josemaría le inundaba un gran deseo de servir al Señor –frecuentemente repetía la jaculatoria "Serviam!"–, con el afán de contrastar ese "colosal non serviam, en la vida personal, en la vida familiar, en los ambientes de trabajo y en la vida pública" (Carta 14-II-1974, n. 10: AVP, I, p. 306). En sus Apuntes íntimos pidió al Señor "una voluntad de hierro, que, unida a la gracia divina, nos lleve a terminar para toda la gloria de Dios, su Obra, a fin de que Cristo–Jesús efectivamente reine, porque todos con Pedro irán a Él, por el único camino, ¡María!" (Apuntes íntimos, n. 215: AVP, I, p. 306). En un texto de 1931, en esos mismos Apuntes, puso por escrito con aire definitivo y solemne lo que llamó los tres «fines» de la Obra: "Jesús es el Modelo: ¡imitémosle! Imitémosle, sirviendo a la Iglesia Santa y a todas las almas. «Christum regnare volumus» «Deo omnis gloria» «Omnes cum Petro ad lesum per Mariam». Con estas tres frases quedan suficientemente indicados los tres fines de la Obra: Reinado efectivo de Cristo, toda la gloria de Dios, almas" (ibidem, n. 171: AVP, I, p. 306).
San Josemaría situaba así la búsqueda de la gloria de Dios –que a Dios hay que dar toda la gloria– en el centro vital de la misión que Dios le había encomendado. En otro escrito antiguo, de 1934, glosa este texto poniendo de relieve la coherencia entre en los tres fines recién mencionados: "Hemos de dar a Dios toda la gloria. Él lo quiere: gloriam meam alteri non dabo, mi gloria no la daré a otro (Is 42, 8). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para Ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria (Canon de la Misa). Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María" (Instrucción, 19-III-1934, nn. 36 ss.: AGP, serie A.3, 90-1-1). Comentó frecuentemente la necesidad de la rectitud de intención y de dar toda la gloria a Dios: "«Deo omnis gloria». –Para Dios toda la gloria. –Es una confesión categórica de nuestra nada. Él, Jesús, lo es todo. Nosotros, sin Él, nada valemos: nada" (C, 780). E insistía en que el Deo omnis gloria se aplica no sólo a los fieles de la Obra uno por uno, sino al Opus Dei en su conjunto, corporativamente. En los Apuntes íntimos leemos: "Otros institutos tienen, como una bendita prueba de la predilección divina, el desprecio, la persecución, etc. La Obra de Dios tendrá esto: pasar oculta" (Apuntes íntimos, n. 581: AVP, I, p. 351). "Esa ha sido y será siempre la aspiración de la Obra: vivir sin gloria humana" (Carta 24-III-1930, n. 20: BURKHART – LÓPEZ, II, p. 40).
Corría el año 1941. Los apostolados del Opus Dei iban desarrollándose con fuerza, "sin pausa" (S, 97). San Josemaría acababa de perder a su madre. Caía sobre la Obra una tempestad de calumnias y malos tratos, lo que ya antes había llamado "la contradicción de los buenos" (cfr. C, 695).
Se visitaba a algunas familias de los fieles de la Obra, muchos de ellos jóvenes universitarios, para decirles que el Opus Dei era "una herejía muy peligrosa" (cfr. AVP, II, pp. 474-481). El fundador sufría el impacto de estos ataques en primera persona. Se resentía su salud. Alguna vez comentó a don Alvaro del Portillo: "Hijo mío, ¿desde dónde nos insultarán hoy?" (AVP, II, p. 478). Sentía en lo profundo de su ser la injusticia de todo aquello. Al mismo tiempo se daba cuenta de que el Señor le estaba probando, le estaba forjando, y pedía para sus hijos (y para sí mismo) que estuviesen "contentos, spe gaudentes!: que padezcáis, llenos de caridad, sin que de vuestra boca salga nunca ni una palabra molesta para nadie" (AVP, II, p. 479).
Una noche en que no podía dormir por las preocupaciones, sintiéndose profundamente herido en su honra de cristiano y de sacerdote, puesta en entredicho por toda esa campaña, san Josemaría se fue al oratorio del Centro de Diego de León, donde residía, y, postrándose ante el sagrario, le dijo al Señor: "Jesús, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?" (AVP, II, p. 480). A partir de este acto de entrega –cuenta– se quedó con una gran paz. Algunos años más tarde, en un texto claramente autobiográfico, comentaba: "Hijo, óyeme bien: tú, feliz cuando te maltraten y te deshonren; cuando mucha gente se alborote y se ponga de moda escupir sobre ti, porque eres «omnium peripsema» –como basura para todos... –Cuesta, cuesta mucho. Es duro, hasta que –por fin– un hombre se acerca al Sagrario, se ve considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y dice de verdad: «Señor, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo, para qué la quiero?» Hasta entonces, no sabe el hijo de Dios lo que es ser feliz: hasta llegar a esa desnudez, a esa entrega, que es entrega de amor, pero fundamentada en la mortificación, en el dolor" (F, 803).
En esos textos el fundador del Opus Dei emplea la palabra "honra" como equivalente a la de "gloria". Lo hace también en otras ocasiones dedicadas a hablar de la "gloria de Dios": "no vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios" (F, 851). En Amigos de Dios, en una referencia también autobiográfica, expresa esos mismos sentimientos: "hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos (...). Me refiero también –porque hasta ahí debe llegar tu decisión– a esas ilusiones limpias, con las que buscamos exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o aquello sólo si a Ti te agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa? Asestamos así un golpe mortal al egoísmo y a la vanidad, que serpean en todas las conciencias; de paso que alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más intensa" (AD, 114).
Cuando en su predicación san Josemaría insistía sobre la necesidad de "dar toda la gloria a Dios", como condición para la santidad y la eficacia apostólica, antes lo había vivido él mismo, íntimamente, en primera persona. Había hecho un descubrimiento vital, personalísimo, de la validez espiritual de este principio. Su descubrimiento quedó plasmado en el lema de toda su vida: "ocultarme y desaparecer es lo mío para que sólo Jesús se luzca". Y comentó: "He sentido en mi alma, desde que me determiné a escuchar la voz de Dios –al barruntar el amor de Jesús–, un afán de ocultarme y desaparecer; un vivir aquel illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30); conviene que crezca la gloria del Señor, y que a mí no se me vea" (Carta 29-XII- 1947/14-II-1966, n. 16: AVP, I, p. 317).
San Josemaría se refiere a la «gloria de Dios» de tres modos, casi siempre en estrecha dependencia de la Sagrada Escritura. De una parte, citando frecuentemente la Escritura para indicar la excelsitud de Dios. De otra, en relación al cielo, a la «vida eterna» (las referencias son numerosas, cfr. por ejemplo, C, 29, 819; AD, 54; ECP, 77). Y el tercer modo, en lo que se refiere a la actitud concreta, actual, del cristiano que debe vivir «para la gloria de Dios». Se entiende que esos tres usos se relacionan el uno con el otro, y más en concreto, que el tercero lleva fácilmente al segundo. "Nuestra vida, en medio de las limitaciones propias de la condición terrena, será un anticipo de la gloria del cielo, de esa comunidad con Dios y con los santos" (ECP, 49). También escribe: "El Cielo es la meta de nuestra senda terrena. Jesucristo nos ha precedido y allí, en compañía de la Virgen y de San José –a quien tanto venero–, de los Ángeles y de los Santos, aguarda nuestra llegada" (AD, 220). Quien vive para la gloria de Dios entrará en la gloria celestial; es más, de algún modo ya ha entrado. Al mismo tiempo, vivir para la gloria de Dios requiere seguir con Cristo el camino de la Cruz. "Este es el camino seguro: por la humillación, hasta la Cruz; desde la Cruz, con Cristo a la Gloria inmortal del Padre" (F, 1020).
Además del texto bíblico citado (Mt 6, 16), san Josemaría emplea varios pasajes del Nuevo Testamento para hablar de nuestro tema, especialmente Mt 5, 16 ("Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos") y 1Tm 1, 17 ("Al rey de los siglos, al inmortal, invisible y único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén") (S, 718). Comenta por ejemplo "que la gloria de la Obra de Dios es vivir sin gloria humana": "¡Que vean mis obras buenas! (...) –Pero, ¿no adviertes que parece que las llevas en un cesto de baratijas, para que contemplen tus cualidades? Además, no olvides la segunda parte del mandato de Jesús: «y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos»" (S, 718). Y en otra ocasión: "Para Él [Cristo] toda la gloria, todo el honor: soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum (1Tm 1, 17), sólo a Dios hemos de dar el honor y la gloria, por los siglos sin fin" (Carta 24-III-1930, n. 21: BURKHART – LÓPEZ, I, p. 394).
Yendo más a la raíz, san Josemaría encuentra el punto de apoyo para su enseñanza en la vida de Jesucristo. "Esa debe ser también la aspiración de cada uno de vosotros, hijos míos: pasar inadvertidos, imitar a Cristo, que permaneció oculto treinta años siendo sencillamente el hijo del artesano (Mt 13, 55)" (Carta 24-III-1930, n. 20: BURKHART – LÓPEZ, II, p. 390). Y lo mismo respecto a Juan el Bautista: "una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui, hace falta que Él crezca y que yo disminuya" (ECP, 58)
En repetidas ocasiones san Josemaría insiste en que la búsqueda de la gloria de Dios lleva consigo el afán eficaz, constante y humilde de ocultarse y desaparecer, de quemarse como incienso, sin hacer alarde; de no buscar aplauso humano, ni pregonar las propias obras ante los demás. El número de textos al respecto es muy elevado. En una de sus Cartas, el fundador escribía: "Seamos humildes, busquemos sólo la gloria de Dios: porque nuestra vida de entrega, callada y oculta, debe ser una constante manifestación de humildad (...). La soberbia y la vanidad pueden presentar como atrayente la vocación de farol de fiesta popular (...). Aspirad más bien a quemaros en un rincón, como esas lámparas que acompañan al Sagrario en la penumbra de un oratorio, eficaces a los ojos de Dios; y, sin hacer alarde, acompañad también a los hombres –vuestros amigos, vuestros colegas, vuestros parientes, ¡vuestros hermanos!– con vuestro ejemplo, con vuestra doctrina, con vuestro trabajo y con vuestra serenidad y con vuestra alegría" (Carta 24-III-1930, n. 20: AGP, serie A.3, 91-1-1). En Camino san Josemaría dedica un capítulo entero al tema de la gloria de Dios. Entre otras cosas se lee: "Si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible" (C, 783). "Da «toda» la gloria a Dios. –«Exprime» con tu voluntad, ayudado por la gracia, cada una de tus acciones, para que en ellas no quede nada que huela a humana soberbia, a complacencia de tu «yo»" (C, 784).
En otra carta, pedía a sus hijos no esperar el aplauso de las gentes: "que busquéis sólo agradar a Dios: con vuestra fidelidad al Magisterio de la Iglesia Santa, con el testimonio de vuestra conciencia al obrar rectamente; con ese servicio vuestro humilde, escondido, eficaz, a Dios, a la Iglesia, a las almas todas. No esperéis siquiera, a veces, que os comprendan otras personas e instituciones que también trabajan por Cristo. Buscad sólo la gloria de Dios, y, amando siempre a todos, no os preocupe que otros no entiendan (...). Así estaremos siempre firmes, tranquilos, alegres; y nunca dejaremos de ser sembradores de paz y de alegría" (Carta 31-V-1954, n. 25: AGP, serie A.3, 93-4-4). En la homilía Desprendimiento, publicada en Amigos de Dios, se lee: "Si de veras deseamos seguir de cerca al Señor y prestar un servicio auténtico a Dios y a la humanidad entera, hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los éxitos" (AD, 114).
Dar gloria a Dios equivale a vivir un continuo diálogo con Él. Vivir para la gloría de Dios se manifiesta en primer lugar en la oración, en el trato con el Señor en la Eucaristía, en la unión con el Espíritu Santo. "A rezar, hijas e hijos míos, a rezar mucho: que ha sido, es y será siempre la oración personal nuestra gran arma. Rezar, para dar gloria al Señor, y para trabajar siempre con rectitud de intención. Si estamos metidos en Dios, con una presencia suya y una tarea profesional que se funden en servicio al Señor, no perderemos jamás la buena dirección" (Carta 19-III-1967, n. 149: AGP, serie A.3, 95-1-1).
Respecto a la celebración eucarística, dice: "Cuando lo recibáis en la Eucaristía cada día, decidle: Señor, en tu nombre yo le pido al Padre (...). Y le pedís todo eso que conviene para que podamos mejor servir a la Iglesia de Dios, y mejor trabajar para la gloria del Señor: del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; de la Beatísima Trinidad, único Dios" (Meditación predicada el 24-XII-1969: AGP, Biblioteca, P06, 3, p. 403). Y en particular la jaculatoria "Deo omnis gloria!" conecta con el actuar del Paráclito divino: "El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos" (ibidem, n. 137).
Los textos de san Josemaría que hablan de la necesidad de dar a Dios toda la gloria son netos y frecuentes a lo largo de su vida. Pero, ¿qué sentido tienen? ¿Cuál es la finalidad de estos actos que expresan holocausto, negación, desaparición de sí? ¿Se traducen en una negación de lo humano? Se puede responder en dos pasos. Ante todo, indicando que, para san Josemaría, dar toda la gloria a Dios es precisamente lo que hace posible santificar, viviendo de manera plenamente cristiana, y por tanto también humana, los diversos aspectos centrales de la vida: el trabajo, el uso del tiempo, las relaciones personales con los familiares, amigos y colegas, etc.
Respecto al trabajo y al aprovechamiento del tiempo, decía: "Os lo repito ahora, hijas e hijos míos: trabajad cara a Dios, sin ambicionar gloria humana" (Carta 15-X-1948, n. 18: AGP, serie A.3, 92-7-1). "No trabajamos para encumbrarnos, sino para desaparecer y, con nuestro sacrificio, poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres" (Carta 9-I-1932, n. 81: AGP, serie A.3, 91-3-1). Con una frase contundente, que invitaba a trabajar con diligencia e intensidad, y a la vez considerando la ordenación de todo a Dios, decía en Camino que "el tiempo es ¡gloria!" (C, 355; cfr. S, 509). "Rectifica, rectifica. –¡Tendría tan poca gracia que ese vencimiento fuera estéril porque te has movido por miras humanas!" (C, 787); y "Pureza de intención. –Las sugestiones de la soberbia y los ímpetus de la carne los conoces pronto... y peleas y, con la gracia, vences. Pero los motivos que te llevan a obrar, aun en las acciones más santas, no te parecen claros... y sientes una voz allá dentro que te hace ver razones humanas..., con tal sutileza, que se Infiltra en tu alma la intranquilidad de pensar que no trabajas como debes hacerlo –por puro Amor, sola y exclusivamente por dar a Dios toda su gloria. Reacciona en seguida cada vez y di: «Señor, para mí nada quiero. –Todo para tu gloria y por Amor»" (C, 788).
Aspecto importante de la santificación de la propia vida y de la propia tarea es, por lo demás, el servicio a los hombres. Habla san Josemaría de la ambición de ser "el último en todo... y el primero en el Amor" (C, 430). Y, como consecuencia, nuestro trabajo "ha de estar informado por un rasgo que fue fundamental en el trabajo de San José y que debería ser fundamental en todo cristiano: el espíritu de servicio, el deseo de trabajar para contribuir al bien de los demás hombres" (ECP, 51), a la vez concreto, eficaz y desinteresado, con olvido del propio yo: "Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes. –¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!" (C, 440).
Esta doctrina lleva como de la mano al apostolado, hecho siempre cara a Dios. Es interesante notar que el primer síntoma del celo apostólico señalado por san Josemaría es el "hambre de tratar al Maestro" (C, 934). Y explica: "No hemos de abrigar otro deseo que el de estar pendientes de Dios, en constante alabanza y gloria de su nombre, ayudándole en su divina labor de Redención. Entonces, todo nuestro afán será enseñar a conocer a Jesucristo, y por Él, al Padre y al Espíritu Santo" (Homilía predicada el 25-XII-1972: AGP, Biblioteca, P06). En efecto, "apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que –siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial– capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación" (ECP, 120).
No faltan textos de san Josemaría que comentan cómo la Virgen vivía siempre cara a Dios, dándole a Él toda la gloria. En particular, citamos dos sacados de Camino: "¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! –No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni –fuera de las primicias de Canáa la hora de los grandes milagros. –Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, «juxta crucem Jesu» –junto a la cruz de Jesús, su Madre (C, 507); y "¡María, Maestra del sacrificio escondido y silencioso! –Vedla, casi siempre oculta, colaborar con el Hijo: sabe y calla" (C, 509).
Paul O'CALLAGHAN
(Nac. Caboalles de Abajo, León, España, 12-VII-1907; fall. Valencia, España, 2-V-1998). Narcisa González Guzmán, más conocida como Nisa, fue una de las primeras mujeres del Opus Dei. Conoció al fundador en León (España), en 1940, y pidió la admisión en el Opus Dei en 1941.
Fue la sexta hija de Dionisio González Miranda (Naredo, León) y de Narcisa Guzmán Vázquez (Valderas, León), de cuyo matrimonio (27-VI-1900) nacieron ocho varones y tres mujeres. La familia vivió en Naredo y Caboalles, donde el padre trabajaba en las minas de carbón, primero como minero y después como sobrestante (responsable de un equipo de mineros). De carácter emprendedor, González Miranda descubrió nuevas minas, las declaró, obtuvo su concesión y emprendió su explotación, convirtiéndose en un importante empresario de la zona. En 1917 la familia se trasladó a León, donde participó activamente en las actividades sociales, culturales y deportivas de la ciudad. La vida familiar se desarrolló en un ambiente cristiano: los hijos fueron bautizados pronto, frecuentaban los sacramentos y, de mayores, pertenecieron a diversas cofradías.
Durante los primeros años de su infancia Narcisa y sus hermanas se educaron en el domicilio familiar con profesores particulares. Después, de 1918 a 1921, estudiaron en el internado de la Compañía de María en Vergara (Guipúzcoa). Allí Nisa aprendió francés y a tocar el piano y el arpa. De regreso a León, hasta 1926, completó sus estudios de Bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media Padre Isla.
Narcisa era buena deportista. En 1930 se inscribió en el Club Peñalba, sección leonesa de la Real Sociedad de Alpinismo, creado en 1929. Practicaba la natación, el esquí (fue campeona de slalom en 1934) y el tenis. Se dedicaba con intensidad al estudio y enseñanza de idiomas, y conducía coches, algo poco frecuente entre las mujeres españolas de entonces.
Durante la Guerra Civil, Narcisa y su hermana Visitación trabajaron como enfermeras, probablemente en el Hospital Provincial de León. Al terminar la Guerra, en 1939, Narcisa se matriculó en la Escuela Normal de la ciudad y realizó los estudios de Magisterio. También participaba en las actividades de Acción Católica, de la que fue nombrada vicepresidenta del Consejo Diocesano de las Jóvenes en 1941.
Narcisa conoció al fundador del Opus Dei en 1940 a través de don Eliodoro Gil, sacerdote con el que se confesaba, vicepresidente de Acción Católica Juvenil y amigo de san Josemaría. Tuvo una entrevista con san Josemaría en el Palacio Episcopal de León, donde se alojaba por ser el predicador de unos ejercicios espirituales para sacerdotes. Le escuchó atentamente hablar de amor a Dios, santificación en la vida cotidiana, apostolado, desprendimiento, etc. "La conversación con el Padre –comentaba Nisa– me causó una profunda impresión, me parecía una entrega ambiciosa, pero que en ese momento no estaba dispuesta a vivir. Al salir del palacio episcopal pensé: esto es una maravilla, podría ser para mí, pero no me siento con fuerzas" (AVP, I, p. 557). Continuaba relatando Nisa: "Tengo la certeza de que el Padre me encomendaba y me trató como convenía a mi modo de ser: no volvió a decirme nada. Yo seguía leyendo Camino que llegué a aprender casi de memoria. Cada vez que leía uno de sus puntos era algo que me removía, que contribuyó a hacer madurar en mí el amor de Dios, del que me habló el Padre la primera vez, que me llevó a corresponder a la vocación" (AVP, I, p. 558).
En abril de 1941 Nisa fue a Madrid y pidió a san Josemaría –que la recibió en el Centro de la calle Diego de León– ser admitida en el Opus Dei. San Josemaría la animó a meditar despacio esa decisión y la invitó a las actividades de formación que impartiría durante una semana en agosto. En esos días de abril, Nisa conoció a Carmen Escrivá de Balaguer.
Después de pasar la semana de agosto en Madrid, oyendo de labios del fundador lo que significaba la entrega a Dios en el Opus Dei, Nisa siguió viviendo en León. Durante ese periodo mantuvo sus actividades en la Acción Católica, la enseñanza de idiomas y la práctica de deportes, mientras desarrollaba una intensa relación epistolar con sus amigas de Madrid y de Valencia que participaban del espíritu del Opus Dei. En el otoño de 1941, san Josemaría viajó a León y recibió a Nisa en casa de don Eliodoro Gil, que vivía con su madre.
En julio de 1942 Nisa se trasladó definitivamente a Madrid. Formó parte del grupo de mujeres que el 16 de julio de 1942 se fue a vivir al Centro femenino de la calle Jorge Manrique. Se dedicó entonces a trabajar en la gestión doméstica de la residencia universitaria masculina de la calle Jenner, que después se trasladó a la avenida de La Moncloa, en 1943. Allí, junto a Encarnación Ortega, además de desempeñar diversas labores domésticas, se encargó de organizar el trabajo de un grupo de empleadas del hogar que se ocupaban de limpiar, planchar y cocinar para los casi cien residentes de Moncloa. Contaba para eso con los experimentados consejos de Carmen Escrivá de Balaguer y con el impulso y orientación del fundador del Opus Dei, que las animaba con frecuencia, ya que las dificultades que debían superar eran numerosas y ellas no tenían experiencia. En 1945 Nisa se trasladó a Bilbao para comenzar las tareas de atención doméstica de una residencia similar, Abando.
Nisa González Guzmán había pedido la admisión en el Opus Dei con treinta y cuatro años. Tenía ya una personalidad madura en la que destacaban su sentido de responsabilidad, su alegría y su elegancia. Era emprendedora, de cabeza clara. Tenía un trato abierto y natural. A su formación cristiana y humana se había añadido una fe profunda en el carácter sobrenatural del Opus Dei. Destacó por su fidelidad al espíritu de la Obra, que había recibido directamente del fundador, algo que siempre consideró un privilegio. Su vida entera consistió en vivir este espíritu y transmitirlo tal como lo había recibido. San Josemaría pudo apoyarse pronto en ella confiándole encargos de formación y de gobierno.
Desde 1946 hasta 1950 viajó por distintas ciudades españolas, estableciéndose de manera más o menos permanente en ellas, para iniciar e impulsar el apostolado con mujeres. En 1950, marchó a Chicago (Estados Unidos) para dar a conocer el Opus Dei al otro lado del océano. Ese año había viajado a México Guadalupe Ortiz de Landázuri y, antes, en 1946, Encarnación Ortega a Italia. Más tarde, en 1959, Nisa viajó a Montreal con los mismos objetivos apostólicos y permaneció allí hasta octubre de 1961.
Ese año se celebró en Roma el Congreso General Ordinario de las mujeres del Opus Dei, en el que Nisa participó. No volvió a Canadá, ya que fue nombrada Delegada de Inglaterra, Irlanda y Francia. Por ese motivo viajó a esos países para sostener e impulsar las iniciativas apostólicas que promovían las mujeres del Opus Dei. Regresó a Roma en 1963 para trabajar, de enero a junio, en tareas de dirección del Colegio Romano de Santa María. Después volvió a Inglaterra, donde permaneció hasta 1968, en que regresó a España: vivió primero en Pamplona (1968-1971) y luego en Valencia, donde falleció el 2 de mayo de 1998.
Mercedes ALONSO DE DIEGO
(Nac. Cádiz, España, 20-VIII-1898; fall. Madrid, España, 5-XI-1932). Luis Gordon fue el primer fiel laico del Opus Dei en fallecer y uno de los primeros en solicitar a san Josemaría la admisión en la Obra. Este hecho ocurría el 22 de mayo de 1932, domingo en el que ese año se celebró la solemnidad de la Santísima Trinidad.
Hijo de Juan Gordon y Doz y de Agustina Picardo Celis, Luis fue bautizado al día siguiente de su nacimiento, en la parroquia de San Antonio de Padua de Cádiz. Recibió la primera Comunión el 6 de enero de 1909 en la iglesia de María Reparadora de Jerez de la Frontera (Cádiz).
Durante el curso 1922-1923 había estudiado en la École de Brasserie de Nancy, donde realizó el denominado Curso Superior, de seis meses de duración, para adquirir la formación necesaria y convertirse en cervecero. El 16 de julio de 1925 constituyó, junto a su padre y un tío, la sociedad en comandita Gordon y Ca, que se estableció en Ciempozuelos (Madrid). Aunque el objeto social de la firma no renunciaba a ninguna de las operaciones industriales y comerciales propias de la fabricación y negocio de la malta, se dedicó fundamentalmente a la producción de malta destinada a la fabricación de cerveza. La dirección y gerencia de esta sociedad, en la que Luis también participó como socio, fue su trabajo profesional hasta el día de su fallecimiento.
Se desconoce cómo y cuándo conoció a san Josemaría. Lo más probable es que fuese en el Hospital General de Madrid, a donde san Josemaría acudió por primera vez el 8 de noviembre de 1931 para las visitas de atención de enfermos, que se realizaban en las tardes de domingo. Ayudaba así a una Congregación seglar de Filipenses que allí existía y a la que Luis pertenecía o con la que al menos colaboraba. En una de aquellas ocasiones tuvo lugar el episodio que san Josemaría inmortalizó brevemente en el punto 625 de Camino (cfr. CECH, pp. 739-740). Es también posible que san Josemaría y Luis se hubieran conocido antes, pues la familia de Luis era muy extensa y san Josemaría había dado clases particulares al hijo de un primo suyo.
En todo caso, pocos meses más tarde del momento en que se conocieron, Luis solicitó su admisión en el Opus Dei. Antes, el 25 de abril de 1932, san Josemaría ya había escrito la primera anotación referida a Luis. Fue, pues, menos de un mes después de esa anotación, cuando Luis pidió al fundador pertenecer al Opus Dei.
Luis era un hombre de profunda inquietud interior (había sido Terciario franciscano, Archicofrade de Nuestra Señora del Carmen, Hermano de la Congregación de San Felipe Neri y Adorador nocturno). También había conocido de cerca, por algunas de sus hermanas y por su hermano Ángel, las vocaciones al estado religioso y al sacerdocio; y, sin embargo, él había permanecido como a la espera, pues tampoco había contraído matrimonio.
Por eso, el encuentro con san Josemaría puede considerarse providencial, al ver la ilusión con la que se dedicaba a la actividad profesional que había iniciado. Lo que el fundador del Opus Dei predicaba por esas fechas tuvo que suponer una fuerte sacudida interior en Luis y también una luz nueva que podía dar un sentido más profundo –corredentor– al trabajo que venía desarrollando desde tiempo atrás.
Fue un fiel seguidor de san Josemaría hasta el momento de su prematuro fallecimiento como consecuencia de una neumonía. Junto con su padre y hermanos que vivían en la casa, estuvo san Josemaría, que le asistió en sus últimas horas. Al amanecer celebró allí mismo la santa Misa en sufragio por su alma. Fue enterrado en el cementerio de la Archicofradía Sacramental de San Lorenzo y San José en Madrid (cfr. ORTÚÑEZ, 2009, p. 136).
Como consta en el Registro de Últimas Voluntades, no hizo testamento. Por tradición y algún testimonio, se sabe que expresó a san Josemaría su intención de testar a favor del Opus Dei, pero éste no se lo permitió, para que se viera que la Obra salía adelante sin medios materiales. Otro de los primeros miembros del Opus Dei, Pedro Casciaro, recuerda que en una conversación mantenida a principios de 1936, san Josemaría comentaba: "Quizá el Señor quiso llevárselo para que la Obra naciera en pobreza real (...). Él había ya heredado una buena fortuna, que quiso dejar a la Obra, pero yo –siguiendo un impulso interior– le disuadí" (CASCIARO, 1999, p. 51).
Pedro Pablo ORTÚÑEZ GOICOLEA
Como es bien conocido, san Josemaría describía la actividad del Opus Dei diciendo que es "una gran catequesis". Pues bien, hoy en día podemos disponer de un valiosísimo conjunto de documentos audiovisuales que muestran momentos de las grabaciones o filmaciones de la gran catequesis que él llevó personalmente a cabo, de modo especial en 1972 y entre 1974 y 1975, en encuentros o "tertulias" con gentes de muchos países, en grandes y pequeños grupos.
Existen también grabaciones sonoras de su predicación anteriores a esa fecha, algunas de las cuales se remontan a los primeros años en que hubo equipos técnicos (grabadoras magnéticas de hilo y de cinta) capaces de hacerlo, es decir, a las décadas 1940-50. Algo semejante puede decirse de ocasionales grabaciones audiovisuales en videotape a finales de los años 1960 y principios de los 1970. Pero fue la aparición de equipos técnicos de filmación en 16 mm., con sonido sincrónico, y la de películas de alta sensibilidad, lo que sin duda permitió plantear las grabaciones de 1972 y 1974-75.
En cualquier caso, es de notar que san Josemaría es uno de los primeros santos de la Iglesia Católica de quienes queda un abundante material audiovisual como testimonio y documento de su actividad catequética. Sin hacer especiales cálculos, cabe decir que hay en torno a un centenar largo de horas de estos documentos audiovisuales, que recogen sus conversaciones en reuniones con personas de toda índole y condición.
En los párrafos que siguen se traen a colación diversos rasgos de la personalidad de san Josemaría a propósito y con ocasión de algunas circunstancias de las mencionadas grabaciones.
El antecedente del proyecto de estas grabaciones tuvo lugar cuando san Josemaría pronunció su conocida homilía Amar al mundo apasionadamente, en la Misa celebrada en el Campus de la Universidad de Navarra, en octubre de 1967, con asistencia de varios miles de personas.
En aquella ocasión, que coincidía con una Asamblea de Miembros de la Asociación de Amigos de la Universidad, se estaban filmando, en 35 milímetros, un documental sobre la Universidad y otro sobre el desarrollo de la Asamblea. Puesto que la Misa formaba parte de esta última, el equipo de rodaje solicitó el texto de la homilía, con objeto de elegir algunos párrafos para filmar. El complejo y voluminoso equipamiento técnico, así como el limitado presupuesto del documental, exigían saber con exactitud qué breve o breves párrafos filmar y en qué momento serían pronunciados, para utilizar los metros de película indispensables.
Logrado el texto de la homilía con antelación de muy pocos días, el guionista y el equipo de producción del documental consideraron que, si bien podían seleccionar uno o dos párrafos, especialmente significativos, a los efectos del documental, aquellas palabras merecían ser recogidas en película en su integridad. Y propusieron tal cosa a las autoridades académicas, planteando filmar completa la homilía en 16 milímetros y en blanco y negro, desde lejos, sin interferir con la ceremonia, pues había posibilidad de lograr los medios técnicos para poder hacerlo. La respuesta fue rápida, clara y negativa. La razón básica de la rotunda negativa de san Josemaría a la filmación, tuvo que ver –como se supo tiempo después– con el sentido de su profunda humildad personal, incompatible, desde su punto de vista, con ser considerado él mismo como centro de atención más o menos excepcional y espectacular, como en aquel momento podía considerarse la filmación completa de aquella homilía. De ahí que se conserve de esa homilía no una filmación completa sino algunas imágenes y una grabación de sus palabras.
Con este antecedente y con el comienzo en 1970 en México de lo que él mismo calificó como correrías apostólicas, en las que mantuvo numerosas reuniones de catequesis, se planteó a san Josemaría, a través de don Alvaro del Portillo y de don Javier Echevarría, la posibilidad y conveniencia de filmar aquellas reuniones. Los argumentos básicos para quebrar su rechazo giraron en torno a considerar el asunto en una perspectiva histórica: quienes vinieran o se acercaran a la Obra años después de su muerte podrían pensar que o bien los contemporáneos no habíamos sabido apreciar el alcance de su catequesis, o quizá no considerábamos ni queríamos como era debido a las personas de las generaciones venideras. Y entre veras y bromas fue quedando a la vista que hacer aquello no quedaba fuera de las posibilidades técnicas del momento, ni de las posibles habilidades de algunos miembros de la Obra, de modo que aquello no modificara o condicionara el tono familiar de esas reuniones. Quedaba implícitamente claro que se trataba de poder filmar algunas de ellas, de modo más o menos fragmentario y ocasional; también que, en principio, se trataba de documentos audiovisuales destinados a conservarse en régimen de archivo, para sólo ser mostrados después de su muerte.
En los meses de octubre y noviembre de 1972 tuvo lugar un "viaje de catequesis" de san Josemaría por España y Portugal. Quienes se hicieron cargo de prever las filmaciones propusieron realizar una película documental de unos 90 o 100 minutos de duración, con una selección más o menos temática de preguntas y respuestas de las tertulias que san Josemaría pudiera tener con grupos de gentes jóvenes y mayores, con sacerdotes, con estudiantes y profesionales, con mujeres y hombres, solteros o casados, o con una asistencia general de todo tipo de personas.
En la primera de esas tertulias, a comienzos de octubre, en el Colegio Mayor Aralar, en Pamplona, se filmaron los primeros veinte minutos. Al término del encuentro, don Alvaro del Portillo preguntó si había habido algún problema técnico para filmar el resto. Tras escuchar la explicación del plan previsto por el equipo de filmación, pasó a comentarles que, si fuera técnicamente realizable, se trataba de lograr filmar enteras, completas, cuantas reuniones se pudiera. Este planteamiento cambió por completo el proyecto inicial del equipo, ya que implicaba mayores esfuerzos técnicos y de gestión (lograr suficiente película virgen del tipo previsto, lograr varias cámaras sincrónicas entre sí y con el sonido a su vez mezcla de los micrófonos utilizados por san Josemaría y quienes le preguntaban, adecuar la iluminación y la sonorización de los lugares, etc.). Tras no pocos providenciales hallazgos de soluciones a los problemas técnicos de filmación, se logró finalmente el objetivo de recoger en su integridad y acabadamente todas las tertulias que tuvieron lugar a finales de noviembre, en Barcelona.
De este modo, y con la experiencia adquirida y algunos avances en los equipos técnicos disponibles, durante los viajes de catequesis de san Josemaría en 1974 y 1975 por países de América del Sur y América Central, se consiguió que los encuentros filmados recogieran íntegramente cada reunión.
Conviene tener en cuenta el contexto histórico de estos viajes, no sólo en lo que se refiere a los aspectos técnicos de las filmaciones (hoy, por ejemplo –con el creciente uso profesional de soportes video– gráficos en la industria del cine– el término se va sustituyendo en el lenguaje ordinario por grabaciones). Se trata de "viajes difíciles, fatigosos, afrontados con una salud ya vacilante, en países que –aquellos años– están atravesados por discordias y contestaciones políticas incluso feroces, que con frecuencia exponen a la Iglesia postconciliar a tensiones y tentaciones contrapuestas. Incluso el mismo depositum fidei parece en ocasiones objeto de ataques", recuerda Bettetini (2003, pp. 138-139). Por las previsibles dificultades de circulación y trabajo en estas circunstancias sociopolíticas en Sudamérica, san Josemaría se opuso inicialmente a que viajara con él, de país en país, el equipo de filmación, cosa que sin embargo pudo llevarse a cabo. Las circunstancias de salud de san Josemaría hicieron que el equipo tratara de filmar con el mínimo de iluminación posible las reuniones, muchas de ellas masivas.
Las imágenes filmadas de san Josemaría Escrivá de Balaguer se conservan en el fondo histórico de la Fundación Beta Films (www.fbetafilms.org). Se han utilizado para la confección de los documentales históricos, biográficos o temáticos, y hay a disposición del público resúmenes de varias reuniones celebradas y reportajes de conjunto de la catequesis que realizó en sus viajes, que se han traducido a veinte idiomas.
El planteamiento inicial brevemente descrito en el epígrafe anterior implicaba suponer que san Josemaría repetiría muchas veces las mismas ideas. El equipo de filmación pensó evitar recoger las "¡deas repetidas", pero al observar la realidad de lo sucedido a lo largo de dos meses en 1972 y de cuatro meses en 1974-75, queda de manifiesto que en la catequesis destaca el gran "don de lenguas" de san Josemaría, capaz de tratar de modos muy diversos –adecuándose a quien le pregunta, y a las circunstancias de los presentes– unos asuntos que indudablemente son los mismos.
Lo que aquí se denomina "don de lenguas" es desde luego mucho más que el buen uso del lenguaje. Lo supone, pero añade muchos ecos de naturaleza espiritual y no pocas consideraciones desde el punto de vista comunicativo, que aquí no cabe tratar (cfr. BETTETINI, 2003). Baste mencionar un rasgo destacado por quienes participaron en esos encuentros y también por quienes han visto las grabaciones audiovisuales: la relación de san Josemaría con quienes dialogan con él o participan presencialmente en su catequesis tiende a ser algo muy "personal", aunque haya mucha gente alrededor. "La persona del Padre parece exponerse de modo directo, simple, se podría decir que casi indefenso, como primer y esencial acto de su disponibilidad al encuentro y la comunicación" (BETTETINI, 2003, p. 140). Y tal cosa se aprecia en su gestualidad –corporal, de brazos y sobre todo manos y rostro–, además de en sus palabras. Y ante esta oferta de diálogo personal, sin asumir trazos de ningún personaje especial –siendo, como repetía, un simple instrumento, un juglar de Dios–, los asistentes se sienten personalmente acogidos e interpelados en todas sus circunstancias vitales, sin separar unas de otras.
Por eso es de agradecer hoy que san Josemaría insistiera a los integrantes del equipo de filmación en que era mejor que no estuvieran siempre enfocándole y atendieran más a las personas que preguntaban y estaban en cada reunión con él. Así hoy se puede apreciar en la imagen de esos rostros y en esas voces, que aquellos diálogos se dieron como si cada cual estuviera a solas con él, compartiendo circunstancias de sus respectivas vivencias del mundo ordinario, conscientes de hablar con quien fue experto maestro en los "contrastes en que se libra un combate clave: la tensión dual entre inmanencia y trascendencia" (URBANO, 2003, p. 233), confirmando que la vida personal de cada cual no es asunto de mera yuxtaposición, sino de plena integración sin confusión de lo divino y lo humano, de lo cristiano y lo secular. En las imágenes filmadas es fácil apreciar que aquellas fueron reuniones de personas muy atentas y urgidas por el ejemplo de san Josemaría a dar sentido personal unitario a todas las variadas facetas de sus vidas (profesionales, familiares, etc.).
Conviene destacar el carácter personal de estos encuentros, en la medida en que no afloran en ellos sólo los rasgos habitualmente asociados con el ego individual o el carácter racional y las relaciones jurídicas que constituyen a las personas en personajes sociales, sino que afloran sobre todo –dominando y dando sentido a estos rasgos– los trazos característicos propios que supone recibir el ser personal, por parte de cada uno, con una llamada desde una alteridad, manifestando así el carácter relacional de su ser. Los encuentros con san Josemaría propiciaron –y también el ver hoy sus imágenes– una fuerte llamada desde y hacia la alteridad de las demás personas humanas, y también una relación de exigente respuesta personal a la llamada de las tres Personas divinas.
Puesto que no es momento para considerar el carácter genuino y estrictamente personal, sin máscaras ni personajes, del presentarse de san Josemaría ante los demás, sí que es de justicia decir que éste queda recogido en estas filmaciones audiovisuales, y se trasparenta en su insistencia en la amistad verdadera ("¡quereos!") entre unos y otros, como consecuencia de la filiación divina; y también en el repetido asegurar que los esfuerzos de estos viajes y correrías de catequesis bien valen si alguien decide acudir al sacramento de la Penitencia, corolario de su insistencia en la maravilla de "un Dios que perdona"; y en tantas otras manifestaciones del carácter personal de la amistad con Dios que transparentan las imágenes de san Josemaría.
Un suceso histórico ayuda a destacar este carácter personal: como queda dicho, el planteamiento de las filmaciones incluía considerarlas como material de archivo que se publicaría sólo tras su muerte. El hecho de que esto no se cumpliera, y de que las películas de estas tertulias se comenzaran a proyectar en el verano de 1973, tiene que ver con lo siguiente: el Delegado de la Obra en los Estados Unidos de América tuvo ocasión de proyectar allí, en febrero de 1973, a unos pocos estadounidenses, una copia de laboratorio, recién terminada pero desechada por su color defectuoso. Aquellas personas, que habían leído y meditado durante años numerosos escritos de san Josemaría, tras ver las imágenes filmadas de una de aquellas reuniones, sin subtítulos en su idioma nativo, coincidieron en decir que esas imágenes les habían hecho comprender mucho mejor quién era san Josemaría y qué sentido real tenían algunos de sus escritos, y así se lo hicieron saber, escribiéndole de inmediato contando sus impresiones. Aquello hizo que las películas, en vez de ir a un archivo, comenzaran a circular, y que también algunos fragmentos de ellas llegaran a programas de televisión, etc.
De hecho, el mejor modo de ver estas filmaciones o grabaciones no es el de considerarlas sólo como una imagen, un documento de algo que pasó históricamente. Porque ofrecen al espectador la oportunidad de dejar que lo visto y oído alcance e incida en la intimidad de su persona. Quizá por esto no resultaba extraño ver cómo el sucesor de san Josemaría, don Alvaro del Portillo –el gran promotor de estas grabaciones–, cuando a veces presenciaba la proyección de una de estas películas y llegaba la bendición de san Josemaría al final de ellas, él mismo se santiguaba, sabiendo que no sólo hacía un gesto de espectador, sino el de una persona que recibe una bendición actual llegada del Cielo, por alusión de aquella imagen audiovisual a un evento histórico pasado.
Juan José GARCÍA-NOBLEJAS
La palabra "gracia" (y más aún la realidad a la que ese vocablo remite) aparece con frecuencia en la Escritura. A veces, indica la benevolencia y amor con que Dios mira a la criatura (cfr. Lc 2, 30). Otras, los dones que, como fruto de ese amor, Dios otorga y concede (cfr. Lc 2, 28). En otras, una ayuda divina en orden a una acción concreta (cfr. 2Co 12, 9), etc.
La teología ha precisado el concepto de gracia a través de un desarrollo doctrinal originado en la escolástica medieval que, con diversos añadidos, en sus aspectos básicos se mantiene en el ámbito de la antropología teológica académica. Se distingue así la gracia increada (Dios mismo en cuanto don a la criatura divinizada) y gracia creada (es decir, el efecto producido por Dios en la criatura que permite corresponder al amor divino). Y dentro de la gracia creada, la gracia habitual (don estable que diviniza el alma y del que brotan las virtudes teologales) y la gracia actual (ayuda respecto a una acción concreta).
En los escritos de San Josemaría el concepto de gracia se utiliza preferentemente en un sentido amplio, con particular referencia a la experiencia personal en el camino de la santidad y en el diálogo con Dios. En esta voz trataremos de hacer referencia al concepto teológico de gracia que subyace en su doctrina y, en concreto, a lo que, como hemos dicho más arriba, generalmente se llama gracia creada, aunque sin dejar de aludir a otros aspectos, algunos de los cuales se tratan más específicamente en las voces "inhabitación trinitaria" y "filiación divina". Conviene añadir que la idea de gracia creada está tan en la base de la llamada universal a la santidad predicada por San Josemaría, esencialmente gratuita, que es difícil encontrar una página que no haga referencia a ella. Lo que sigue en la presente voz debe tomarse, por lo tanto, como una introducción que, sin la mínima pretensión de exhaustividad, aspira a mostrar el papel central que la referencia a la gracia tiene en su mensaje.
La gracia es una manifestación del misterio del amor de Dios hacia el hombre y de la vida que ese amor otorga. Este diseño amoroso, expresión específica del hecho de que Dios en cristo "ha puesto su omnipotencia al servicio de nuestra salvación" (AD, 190), consiste fundamentalmente en el don, absolutamente gratuito, de la filiación divina: "esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo" (ECP, 133).
Se trata de una acción real de Dios en el hombre, que verdaderamente lo transforma: "el amor de Dios se palpa –aunque no es cosa de sentimientos–, como un zarpazo en el alma" (ECP, 8). El contenido de esta transformación se inicia con la justificación: "la gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte –de pecador y rebelde– en siervo bueno y fiel" (ECP, 162). Como santo Tomás de Aquino, también san Josemaría considera esta nueva condición, don divino a la persona, superior a toda otra realidad creada: "Nada hay mejor en el mundo que estar en gracia de Dios" (C, 286).
Como manifestación del amor de Dios, la gracia es acción trinitaria: "la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios es Verbum spirans amorem (S.Th. I, q. 43, a. 5, citando a SAN AGUSTÍN, De Trinitate, IX, 10), la Palabra de la que procede el Amor" (ECP, 162).
Siendo el contenido fundamental de la gracia la filiación divina, no se puede tratar de ella sin hacer especial referencia a la Trinidad: somos hijos del Padre en Jesucristo, por la acción del Espíritu Santo. Esta referencia trinitaria de la gracia se encuentra abundantemente en los escritos de san Josemaría. Quizás sea interesante subrayar cómo, en este punto, se tiende a dar prioridad al papel de la Tercera Persona, que en relación a su posición intratrinitaria, es el primer referente de nuestra participación sobrenatural en la vida divina. El Espíritu Santo, Don personal del Padre y del Hijo, es también el Don a la criatura humana (gracia increada) por el que podemos vivir en la comunión de conocimiento y amor de las Personas divinas. "Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. (...) El Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si Él fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios (SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34)" (ECP, 134).
La acción del Espíritu Santo incluye no solamente esta esencial dimensión de la gracia que es la relación a las Personas divinas; según la doctrina teológica y espiritual tradicional, es el Paráclito quien, a través de sus dones, predispone las potencias espirituales creadas, haciendo posible que el hombre pueda vivir en la dinámica del conocimiento y del amor divinos (dones y virtudes teologales). San Josemaría es especialmente consciente de este papel del Gran Desconocido: "La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima –dulce huésped del alma (Secuencia Vertí, Sánete Spiritus)– regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios. Se notan entonces el gozo y la paz, la paz gozosa, el júbilo interior con la virtud humana de la alegría. Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente. El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios" (AD, 92).
La acción del Paráclito nos identifica con la Segunda Persona. Con la gracia, "Cristo resucita en nosotros" de modo que "el poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza" (ECP, 114). La gracia proviene del corazón humano de la Segunda Persona encarnada, en la que llegamos a ser y nos comportamos como hijos de Dios: "El fundamento de la entrega que el Señor nos pide, no se concreta sólo en nuestros deseos ni en nuestras fuerzas, tantas veces cortos o impotentes: primeramente se apoya en las gracias que nos ha logrado el Amor del Corazón de Dios hecho Hombre. Por eso podemos y debemos perseverar en nuestra vida interior de hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, sin dar cabida al desánimo ni al desaliento" (ECP, 169).
Esta acción trinitaria se realiza en cada cristiano a través de los sacramentos, vehículos de la gracia en la historia. La gracia, en los sacramentos, se manifiesta como don de Cristo y de la Iglesia para cada miembro del Cuerpo Místico: "La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido. De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. ¡Cómo no recordar aquí, aunque sea de pasada, los sacramentos, a través de los cuales Dios obra en nosotros y nos hace partícipes de la fuerza redentora de Cristo? ¿Cómo no recordar con agradecimiento particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en nuestra Misa? Jesús que se nos entrega como alimento: porque Jesucristo viene a nosotros, todo ha cambiado, y en nuestro ser se manifiestan fuerzas –la ayuda del Espíritu Santo– que llenan el alma, que informan nuestras acciones, nuestro modo de pensar y de sentir" (ECP, 169).
Sobre este punto san Josemaría insiste constantemente: "Quisiera que considerásemos ahora ese manantial de gracia divina de los Sacramentos, maravillosa manifestación de la misericordia de Dios. Meditemos despacio la definición que recoge el Catecismo de San Pío V: ciertas señales sensibles que causan la gracia, y al mismo tiempo la declaran, como poniéndola delante de los ojos. Dios Nuestro Señor es infinito, su amor es inagotable, su clemencia y su piedad con nosotros no admiten límites. Y, aunque nos concede su gracia de muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente –sólo Él podía hacerlo– estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la Redención" (ECP, 78). De aquí su insistencia en subrayar el papel y la responsabilidad del sacerdocio ministerial para que la gracia llegue a cada cristiano: "Pienso repetidamente en la responsabilidad, que incumbe a los sacerdotes, de asegurar a todos los cristianos ese cauce divino de los Sacramentos. La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la dignidad humana y la dignidad de hijo de Dios, no acudiendo personalmente a cada uno con la humildad del que se sabe instrumento, para ser vehículo del amor de Cristo: porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo" (ECP, 80).
San Josemaría entiende la gracia divina casi siempre desde la óptica de la llamada, sea la vocación universal a la santidad, sea la vocación específica de cada cristiano. El amor personal de Dios por cada una de sus criaturas reclama, por la naturaleza misma del amor, ser correspondido. La respuesta es posible sólo en la medida en que Dios mismo, con las "gracias oportunas" (S, 314), nos da la capacidad de corresponder: "Sabes que no te faltará la gracia de Dios, porque te ha escogido desde la eternidad. Y, si te ha tratado así, te concederá todos los auxilios, para que le seas fiel, como hijo suyo" (F, 280; cfr. S, 80: "La gracia de Dios no te falta").
"Si Dios te da la carga, Dios te dará la fuerza" (F, 325). Realmente no se trata de una carga, sino de un diálogo de amor en el que Dios, que ama primero, pide nuestra respuesta y la sostiene sobrenaturalmente: "Considerad conmigo esta maravilla del amor de Dios: el Señor que sale al encuentro, que espera, que se coloca a la vera del camino, para que no tengamos más remedio que verle. Y nos llama personalmente, habiéndonos de nuestras cosas, que son también las suyas, moviendo nuestra conciencia a la compunción, abriéndola a la generosidad, imprimiendo en nuestras almas la ilusión de ser fieles, de podernos llamar sus discípulos. Basta percibir esas íntimas palabras de la gracia, que son como un reproche tantas veces afectuoso, para que nos demos cuenta de que no nos ha olvidado en todo el tiempo en el que, por nuestra culpa, no lo hemos visto. Cristo nos quiere con el cariño inagotable que cabe en su Corazón de Dios. Mirad cómo insiste: te oí en el tiempo oportuno, te ayudé en el día de la salvación (2Co 6, 2). Puesto que Él te promete la gloria, el amor suyo, y te la da oportunamente, y te llama, tú, ¿qué le vas a dar al Señor?, ¿cómo responderás, cómo responderé también yo, a ese amor de Jesús que pasa?" (ECP, 59).
El don de la gracia es gratuito, gratuito absolutamente porque, no encontrando en el hombre nada que lo exija, manifiesta la ilimitada benevolencia divina: "Él está siempre dispuesto a darnos su gracia" (ECP, 59). Y presupone en consecuencia la humildad de la criatura: "Ha de quedar claramente grabado en tu alma que Dios no te necesita. –Su llamada es una misericordia amorosísima de su Corazón" (F, 862). "No es falta de humildad que conozcas el adelanto de tu alma. –Así lo puedes agradecer a Dios. –Pero no olvides que eres un pobrecito, que viste un buen traje... prestado" (C, 608).
San Josemaría insiste en que la ayuda divina es necesaria para que el hombre pueda alcanzar la salvación y la santidad. Esta necesidad deriva de la radical incapacidad de la criatura para llegar hasta el Creador y penetrar en su intimidad: "¿De qué te envaneces? –Todo el impulso que te mueve es de Él. Obra en consecuencia" (F, 33). A la conciencia de la personal incapacidad debe seguir la conciencia acerca de la necesidad de su ayuda para cualquier obra buena, una conciencia que no empequeñece al sujeto sino que lo lleva a unirse al Creador: "Sin el Señor no podrás dar un paso seguro. –Esta certeza de que necesitas su ayuda, te llevará a unirte más a Él, con recia confianza, perseverante, ungida de alegría y de paz, aunque el camino se haga áspero y pendiente" (S, 770). En la misma línea encontramos otros textos en los que san Josemaría subraya la total necesidad de Cristo: "para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey" (ECP, 181; cfr. AD, 233; C, 434).
La constatación de las propias miserias no es un obstáculo a la santidad; al contrario, es un motivo más para afirmar la iniciativa divina que salva: "Deja que se vierta tu corazón en efusiones de Amor y de agradecimiento al considerar cómo la gracia de Dios te saca libre cada día de los lazos que te tiende el enemigo" (C, 434).
La gracia tiene como finalidad la santificación, es decir, la realización de la comunión personal del hombre con Dios. La santificación requiere, por lo tanto, respuesta a la acción de la gracia, adhesión activa y libre de la persona humana a la iniciativa divina: "Tienes todos los medios para coronar el edificio de tu santificación: la gracia de Dios y tu voluntad" (C, 324). En otro lugar san Josemaría afirma: "Exhortamur ne in vacuum gratiam Dei recipiatis" (2Co 6, 9), os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Porque la gracia divina podrá llenar nuestras almas (...), siempre que no cerremos las puertas del corazón. Hemos de tener estas buenas disposiciones, el deseo de transformarnos de verdad, de no jugar con la gracia del Señor" (ECP, 59). Se afirma, en suma, la total dependencia de Dios para alcanzar la santidad, y al mismo tiempo la necesidad de una cooperación en la que la persona no ponga limitaciones: "Es verdad que tú no pones nada de tu parte, que en tu alma todo lo hace Dios. –Pero que, desde el punto de vista de tu correspondencia, no sea así" (F, 276). Forzando al límite la capacidad humana de expresar el misterio de nuestra santificación, san Josemaría llegará a afirmar que Dios "condiciona" el fruto de su gracia a la correspondencia humana: "«Dominus dabit benignitatem suam et térra nostra dabit fructum suum» –el Señor dará su bendición, y nuestra tierra producirá su fruto. –Sí, esa bendición es el origen de todo buen fruto, el clima necesario para que en nuestro mundo podamos cultivar santos, hombres y mujeres de Dios. «Dominus dabit benignitatem» –el Señor dará su bendición. –Pero, fíjate bien, a continuación señala que Él espera nuestro fruto –el tuyo, el mío–, y no un fruto raquítico, desmedrado, porque no hayamos sabido entregarnos; lo espera abundante, porque nos colma de bendiciones" (F, 971).
La necesidad de cooperar con la gracia y, por tanto, la lucha ascética, no acabarán nunca, porque "Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia mea (2Co 12, 9), te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado del aguijón que le humillaba" (ECP, 114). En lógica coherencia con la orientación cristológica de su predicación, san Josemaría insistía especialmente en que la cooperación humana a la gracia consiste en recorrer el mismo camino del Verbo encarnado: "Cristo resucita en nosotros, si nos hacemos copartícipes de su Cruz y de su Muerte. Hemos de amar la Cruz, la entrega, la mortificación. El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la fe en la gracia; es un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder a la llamada de Dios" (ECP, 114).
"La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. –No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede" (S, 668). Más adelante, en el mismo punto, insiste: "la gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias". Nada en la naturaleza del hombre puede ser considerado como una exigencia de la gracia, pues es un don totalmente gratuito e inmerecido. Pero a la vez es cierto que habitualmente la acción de la gracia no se da en quien ha llegado al uso de razón sin una cooperación activa por parte de la persona humana que se mueve a dos niveles: por una parte "prepara el terreno"; por otra, "coopera" libremente con la iniciativa divina.
El primer nivel tiene mucho que ver con la enseñanza de san Josemaría sobre las virtudes humanas (consideradas desde esta perspectiva como fundamento de las sobrenaturales) y la lucha ascética. Sin el empeño positivo por mejorar la condición caída de la naturaleza humana, la gracia no encuentra tierra fecunda, como se puede ver en textos como el punto 155 de Surco ("Siempre he pensado que muchos llaman "mañana", "después", a la resistencia a la gracia"), o como el 67 ("Se repite la escena, como con los convidados de la parábola. Unos, miedo; otros, ocupaciones; bastantes..., cuentos, excusas tontas. Se resisten. Así les va: hastiados, hechos un lío, sin ganas de nada, aburridos, amargados. ¡Con lo fácil que es aceptar la divina invitación de cada momento, y vivir alegre y feliz!"). En la vertiente negativa, parte de esta "preparación del terreno" implica la remoción de los obstáculos: "Parece mentira que un hombre como tú –que te sabes nada, dices– se atreva a poner obstáculos a la gracia de Dios. Eso es lo que haces con tu falsa humildad, con tu «objetividad», con tu pesimismo" (F, 246). En la vertiente positiva, indica que la lucha por mejorar las virtudes humanas facilita la ejecución de las acciones divinas: "si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien" (AD, 75).
El segundo nivel, que presupone que el terreno está mínimamente preparado para recibir el auxilio divino, consiste en corresponder a la gracia, que respeta siempre la libertad humana, porque sin libertad no se puede amar a Dios: "Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad" (ECP, 113). San Josemaría considera este respeto divino de la libertad de la criatura –expresión máxima de su amor como Dios creador– uno de los motivos más fuertes para sentirse empujado a responder en primera persona a la vocación divina a la santidad, ya que "el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana" (AD, 7). De hecho, el vocablo "correspondencia" está muy presente en la obra de san Josemaría: "La gracia de Dios no te falta. Por lo tanto, si correspondes, debes estar seguro" (S, 80); "¡Qué alegría más honda, esa que siente tu alma, después de haber correspondido!" (C, 992); "Pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia" (C, 965). Correspondencia que tiene efectos no solo a nivel sobrenatural, sino que también arrastra –porque gracia y naturaleza se dan en unidad– la condición natural de la persona. La gracia, de hecho, sin ahorrar la lucha propia de la condición humana, dona a la naturaleza la posibilidad de participar plenamente en la victoria: "Nuestra voluntad, con la gracia, es omnipotente delante de Dios" (C, 897). En definitiva, "nada perfecciona tanto la personalidad como la correspondencia a la gracia" (S, 443). Esta visión armónica de la gracia y la libertad, difícilmente conceptualizable a nivel teológico, pero innata en la espiritualidad de san Josemaría, se manifiesta en la afirmación de que todas las acciones humanas, cuando se ordenan a Dios, manifiestan la unidad entre naturaleza y gracia, y se integran en el proceso de elevación de la persona al diálogo intratrinitario: "la correspondencia a la gracia también está en esas cosas menudas de la jornada, que parecen sin categoría y, sin embargo, tienen la trascendencia del Amor" (F, 686).
Se cierra así la circularidad entre la iniciativa divina y la correspondencia de la criatura, de modo que cualquier acción verdaderamente humana llega a ser, en virtud del dinamismo de la gracia, materia o contenido del desarrollo de la vida cristiana, es decir, de la santidad: "Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho (Lc 16, 10). Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad. Son éstas, y otras semejantes, las mociones que cada día sentiremos dentro de nosotros, como un aviso silencioso que nos lleva a entrenarnos en este deporte sobrenatural del propio vencimiento. Que la luz de Dios nos ilumine, para percibir sus advertencias; que nos ayude a pelear, que esté a nuestro lado en la victoria; que no nos abandone en la hora de la caída, porque así nos encontraremos siempre en condiciones de levantarnos y de seguir combatiendo" (ECP, 77).
José María GALVÁN
A partir de 1945, comenzó la expansión del Opus Dei a otros países; es decir, una vez que había terminado la Segunda Guerra Mundial y que la Obra obtuvo un estatuto jurídico que hacía factible una expansión universal. Antes, fieles del Opus Dei habían ido desde España a universidades extranjeras a ampliar estudios, y a poner –de algún modo–, a través de su trabajo y las relaciones de amistad, las bases para el inicio del trabajo apostólico, Inglaterra fue uno de los primeros países en los que pensó san Josemaría. En aquel momento, Londres era el eje alrededor del que giraba gran parte del mundo de habla inglesa: el Imperio Británico, con sus dominios y colonias; a lo que se unía la importancia decisiva adquirida por la lengua inglesa. San Josemaría fue constante en recordar a sus hijos de Inglaterra el papel que les correspondía en el desarrollo del apostolado de la Obra, porque su país era una gran encrucijada del mundo (cfr. AVP, III, pp. 342-343).
Inglaterra no sólo era un país protestante, sino un país en el que en los siglos anteriores se había propagado una fuerte hostilidad al catolicismo. Durante el siglo XIX, las pocas familias católicas que habían sobrevivido a largos tiempos de marginación legal habían sido reforzadas por los conversos, tanto por los Intelectuales del Movimiento de Oxford como por la considerable inmigración, especialmente la irlandesa. La población católica, que alcanzaba sólo el diez por ciento, era muy diversa: las familias católicas tradicionales constituían un grupo cerrado en sí mismo, en el que era difícil penetrar y, por otra parte, los intelectuales apoyaban los valores continentales, mientras que la población inmigrante solía identificar su fe con su herencia irlandesa. La Inglaterra protestante, en definitiva, encontraba dificultades para ver a un católico como un verdadero inglés. En aquel momento Dublín era el centro del catolicismo anglosajón.
Los primeros años de apostolado estable del Opus Dei en Londres y en Dublín se desarrollaron al unísono, con idas y venidas entre una ciudad y otra. El primer miembro de la Obra que acudió a Inglaterra fue Juan Antonio Galarraga. En diciembre de 1946 comenzó un programa de investigación en la University of London. Junto con Rafael Calvo Serer, que estuvo en Londres por motivos de estudios, adquirió en junio de 1947 un apartamento en Rutland Court, Knightsbridge. Con anterioridad, el sacerdote Pedro Casciaro había visitado al cardenal arzobispo de Westminster, Bernard Griffin, quien autorizó erigir el primer Centro de la Obra en Londres. En octubre de 1951, san Josemaría envió a José López Navarro para que ejerciera su ministerio sacerdotal.
Michael Richards en Londres y Richard Stork en Madrid fueron los primeros ingleses que se incorporaron a la Obra, en 1950. Siguiendo una sugerencia de san Josemaría, y con su promesa de tener sacerdotes y una atención adecuada, en abril de 1952 los varones del Opus Dei se trasladaron a un lugar más amplio en Hampstead, en el norte de Londres: Netherhall House. San Josemaría también sugirió a sus hijas de Irlanda que pasaran el periodo de vacaciones en Londres. En el mes de junio, envió a un grupo de mujeres desde España, encabezadas por Carmen Gutiérrez Ríos, para establecer su propio Centro y encargarse de la administración doméstica de Netherhall House. (Carmen también fue algunas veces, de modo ocasional, a Dublín). El empuje y cariño con el que san Josemaría sugirió, siguió y animó el desarrollo de los apostolados fueron de suma importancia para el progreso del Opus Dei en Inglaterra.
En la primavera de 1953, Netherhall adquirió una propiedad contigua y se llenó de estudiantes. Algunos se acercaron al Opus Dei a partir del curso siguiente. San Josemaría conocía bien las dificultades, y por eso animaba a Juan Antonio Galarraga en abril de 1954: "Muy contento, porque se ha roto el hielo y comienzan las vocaciones. No olvidéis, sin embargo, que ese ambiente es más difícil que otros de tradición católica. Tened paciencia, si las cosas no van deprisa; a mí me parece que se va a buen paso, gracias a Dios" (AVP III, pp. 341-342).
San Josemaría deseaba que las mujeres también pudiesen expandir sus campos de apostolado. En 1956, y con la ayuda de don Juan Antonio, que ya había sido ordenado sacerdote, abrieron una pequeña residencia universitaria, Rosecroft House. Una de las primeras mujeres irlandesas, Anna Barrett, fue a Londres para trabajar como Secretaria Regional y ser la directora del nuevo Centro.
San Josemaría pasó cinco veranos en Londres, entre 1958 y 1962, que son un tesoro para la historia del Opus Dei en Inglaterra.
En la primera semana que pasó en Inglaterra en 1958 tuvo vivencias inolvidables. Visitó Windsor y Oxford, vio Westminster, Whitehall y la City de Londres, llena de personas de todas partes del mundo. Londres salía de la posguerra, pero se mantenía como cabeza de un poderoso imperio. En la City, verdadero centro financiero internacional, le explicaron la larga historia y solidez de esas grandes instituciones comerciales. Era, además, su primer contacto personal con un mundo no católico. La vivienda que alquilaron durante el verano pertenecía a un judío. San Josemaría, que mandó instalar un oratorio provisional durante los días que estuvo allí, comentó que Jesucristo debía sentirse en su propia casa, porque estaban en una casa hebrea.
La gran mayoría de las iglesias y de los centros de enseñanza eran protestantes –los centros católicos eran muy pocos y ninguno de enseñanza superior–; la gente de la calle, de todos los lugares del planeta; y, en muchos sitios, se percibía una total indiferencia hacia Dios. En una meditación que predicó semanas más tarde, habló de la experiencia que tuvo la mañana del primer domingo de su estancia, cuando cruzó las calles desiertas de la City. Dios le había dado una misión y él se sentía impotente. Entonces sintió que Dios le decía: "¡tú, no!; ¡Yo, sí!" (cfr. AVP, III, p. 343). Esta alocución inspiró los encuentros que mantuvo con sus hijos ingleses también durante los años siguientes.
Su plan inicial había sido aprovechar el clima fresco propio de los veranos ingleses y el anonimato londinense para trabajar y descansar, y después encontrarse con los fieles de la Obra al final de su estancia. Pero desde el primer día pasó mucho tiempo con ellos. A las pocas horas de llegar, estuvo con unos y otros, haciéndoles sentir su cercanía. Durante los veranos entre 1958 y 1962 estuvo disponible para encontrarse con los directores del Opus Dei en Inglaterra, animándoles a desarrollar los apostolados pero, al mismo tiempo, respetando su autonomía. Los directores de Dublín le visitaron; por su parte, san Josemaría pasó unos días del verano de 1959 en Irlanda. Las personas de la Obra, de Irlanda, tuvieron oportunidad de encontrarle en tertulias en Londres; los hombres en Netherhall y las mujeres en Rosecroft o en otros Centros abiertos durante esos años. En las tertulias explicó a los asistentes –en su mayoría jóvenes entre los veinte y treinta años– la importancia de desarrollar los apostolados en y desde Londres. Amelia Díaz-Guardamino, que vivía en Londres en ese periodo, escribió: "la visión que el Padre nos iba transmitiendo en los momentos que pasábamos con él, del país y especialmente de Londres, una ciudad con características tan peculiares, allanaba las enormes dificultades que veíamos para realizar la labor apostólica que teníamos encomendada. Al hilo de sus comentarios, Londres se convertía en un campo apostólico inmenso, tan vasto como la tierra misma. De la variedad de razas y de colores de sus habitantes, de la complejidad de sus creencias y lenguas, de la riqueza de sus intereses culturales, artísticos y comerciales, de su misma extensión y popularidad, que no dejaban de sobrecogernos, iban surgiendo posibilidades inmensas de llevar el espíritu de la Obra, el amor de Dios, por todo el mundo".
Dedicó mucho trabajo a un gran proyecto para Oxford. Una propiedad, Grandpont House, estaba disponible y parecía posible establecer allí un College para alumnos de otras procedencias. Por desgracia, y contra el deseo de la Jerarquía católica, después de largas negociaciones el plan encontró dificultades, y Grandpont quedó como una pequeña residencia para graduados y como un Centro para el apostolado de la gente que vivía en el área de Oxford. El apostolado con estudiantes internacionales se desarrolló con más fuerza en Londres, en Netherhall House.
San Josemaría recordó constantemente a los angloparlantes la necesidad de extender la Obra no sólo por Gran Bretaña sino por todo el mundo. De hecho, durante los cinco veranos londinenses, los fieles de la Obra fueron a Canadá, Kenya y Japón. Y un poco más tarde, a Australia y Nigeria.
Siguió también de cerca los inicios del Opus Dei en Manchester donde, no sin dificultades, fueron abiertas dos residencias universitarias en 1960: Greygarth para los apostolados con varones y Rydalwood para mujeres. En su último verano en Inglaterra, encontró a algunos hijos suyos en Manchester. Ese verano de 1962 vio el comienzo de Ashwell House, una residencia universitaria femenina, y Orme Court, otra de varones, las dos situadas en el centro de Londres.
Para mostrar los efectos a largo plazo de sus palabras, en los años siguientes la gente del Opus Dei no sólo fue desde Inglaterra a países de la Commonwealth, sino que se trasladaron a Suecia, Hungría o Jerusalén. A través del apostolado desarrollado en las residencias universitarias, mucha gente joven de otros países conoció el Opus Dei y lo llevó a sus lugares de procedencia: Hong Kong, Malasia, India, Nigeria, Tailandia y Singapur. Algunas personas fueron desde Kenia, Taiwan y Filipinas a Centros de la Obra en Londres para mejorar su educación profesional y doctrinal.
San Josemaría vio con claridad estas posibilidades apostólicas. En diciembre de 1958, escribió desde Roma a Londres: "Rezar por la Obra en Gran Bretaña es rezar por la Obra en todo el mundo porque desde aquí alcanzaremos muchos lugares" (AGP, serie A.3.4, 295-4, 700119-04). En una de sus últimas cartas a Inglaterra escribía: "que seáis muy conscientes de la bonita responsabilidad que tenéis: la futura expansión de la Obra, que ha de ir todavía a tantos países de habla inglesa en África, y en Asia, depende de vosotros" (AGP, serie A.3.4, 295-4, 700119-4).
Sin embargo, san Josemaría conocía bien la ayuda que necesitaban sus hijos ingleses para el apostolado. Una y otra vez, les animaba para buscar más personas y a superar las dificultades. Y les repetía en casi todas las tertulias que "Jesucristo no me ha pedido permiso para meterse en mi vida. Quien no se mete en la vida de los demás, no sabe corredimir con Cristo" (Noticias, IX-1961, p. 21: AGP, Biblioteca, P02).
En la Edad Media, Inglaterra fue conocida como la "dote de María". Cuando san Josemaría visitaba muchos edificios de Oxford y Cambridge, e iglesias ahora protestantes y construidas en el periodo anterior a la Reforma, solía encontrar lugares que recordaban la devoción mariana de Inglaterra. Le dolió encontrar imágenes mutiladas o ignoradas. Rezó muchos rosarios en iglesias protestantes, incluida la Abadía de Westminster. El primer verano en Londres, en la fiesta de la Asunción de la Virgen, renovó la consagración de la Obra al Corazón Dulcísimo de María en el santuario de Nuestra Señora de Willesden, en el norte de la ciudad. Cuando tenía oportunidad, le gustaba escribir algo en algún diario de sus hijos, habitualmente una jaculatoria a Nuestra Señora. El primer día que pasó en Inglaterra en 1958, se presentó inesperadamente en Netherhall, y más tarde el director de la casa vio que estaba escrito en el diario: "Sancta María Sedes Sapientiae, fiiios tuos adiuva! Oxford, Cambridge, 5-VIII-1958". Estas palabras demuestran no sólo su devoción a Nuestra Señora, sino cómo valoraba el apostolado que se haría desde las prestigiosas universidades de esas ciudades.
Todos los veranos visitó Canterbury. Estuvo en la capilla de Nuestra Señora Undercroft de la catedral anglicana. Fue a rezar a la Roper Chapel de la iglesia de San Dunstan, donde está enterrada la cabeza de santo Tomás Moro. San Josemaría lo había nombrado intercesor de la Obra, especialmente para todo lo concerniente con las relaciones con las autoridades civiles. En esos años, le preocupaba sobre todo la relación con las autoridades en lo que hacía referencia al apostolado del Opus Dei en Oxford y en Navarra. Pensaba que santo Tomás Moro, ejemplar abogado y padre de familia, habría entendido muy bien la Obra.
Durante las temporadas que pasó en Londres, san Josemaría había ayudado a trazar las líneas maestras que harían posible el crecimiento de la Obra en Inglaterra. Estudió el proyecto de Netherhall para desarrollar una residencia grande, que contara además con una escuela hostelera llevada por sus hijas, Lakefield. Fomentó la puesta en marcha de una sede para la Comisión y otra para la Asesoría del Opus Dei en Reino Unido; y tuvo encuentros con los primeros supernumerarios. Además se establecieron otros Centros en tres ciudades: Londres, Manchester y Oxford.
Vio la necesidad de adquirir una casa de retiros a las afueras de Londres, y animó a sus hijos a no echarse atrás por las dificultades económicas que pudieran encontrar: "Para andar hay que tener un pie en el aire, para servir a Dios hay que tener fe. Es muy hermoso trabajar la tierra con las uñas, pero si se tienen instrumentos, el trabajo es más rápido y más eficaz. Cuanto antes hay que tener un buen arado. Que se va pagando con el producto del campo" (Noticias, IX-1961, p. 18: AGP, Biblioteca,
P02). La búsqueda de una propiedad adecuada comenzó y dos años después de su última estancia se pudo disponer de Wickenden Manor, en Sussex.
Por esos años empezaron los clubs para jóvenes escolares: Kelston para chicos, en el sur de Londres y Tamezin para chicas, en Chelsea. En Manchester, se pusieron en marcha clubs semejantes en las residencias. San Josemaría lo siguió muy de cerca y con especial cariño, como lo manifiesta la oración con la que siguió el proceso de conversión al catolicismo de una vecina, ya mayor, que ayudó a los de Kelston, y a la que los chicos llamaban "tía Carolina"; años más tarde, la encontró en Barcelona, durante un viaje de catequesis por España y Portugal.
Como los Centros se multiplicaban, vio la necesidad de reforzarlos, y envió a gente con experiencia para ayudar en la tarea de gobierno, entre ellos a uno de los tres primeros sacerdotes de la Obra, José María Hernández Garnica, y a una de las primeras mujeres del Opus Dei, Narcisa González Guzmán, con años de experiencia en América del Norte. Seguía muy de cerca la evolución de quienes enfermaban, sobre todo si se trataba de una enfermedad seria.
Las líneas de desarrollo del Opus Dei habían sido marcadas por san Josemaría durante sus veranos londinenses. Muchas personas se acercaron a la Obra. En el año de su muerte, llegaron a la Obra las primeras numerarias auxiliares y se multiplicó la labor de formación de los supernumerarios.
El Opus Dei, al tiempo en el que se escriben estas líneas, tiene varios Centros en Londres, entre los que se incluyen dos residencias universitarias, Netherhall House para varones y Ashwell House para mujeres, y dos clubs juveniles. Algunos miembros del Opus Dei trabajan junto con otros profesionales en la puesta en marcha y desarrollo de cuatro colegios y centros para jóvenes desfavorecidos. Hay también Centros de la Obra en Manchester, Oxford y Glasgow. En Gran Bretaña existen también tres casas de retiros y convivencias: Wickenden Manor (Londres), Thornycroft Hall (Manchester) y Hazelwood House (Glasgow).
Maureen MULLINS
Guatemala, país de América Central que recibió los beneficios de la evangelización que realizaron los españoles en el siglo XVI, pasó en el siglo XX por circunstancias difíciles entre las que, no obstante, se pudo comenzar y desarrollar la labor del Opus Dei. El 22 de julio de 1953, cuando llegaron los primeros sacerdotes del Opus Dei a la ciudad de Guatemala, enviados por Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer –Antonio Rodríguez Pedrazuela y José María Báscones–, el país atravesaba una época tensa y estaba a punto de instalarse un régimen comunista. De hecho, el trabajo apostólico de los dos sacerdotes se pudo desarrollar con facilidad. En febrero de 1954, se les unió José Revilla, un joven ingeniero que vivió en Perú y que había ejercido su profesión en México. En el primer Centro del Opus Dei en la ciudad, situado en la 8a avenida y la 13 calle "A" de la Zona 1, llamado La Octava, se atendía a jóvenes estudiantes y a profesionales, entre los que se encontraba el Dr. Ernesto Cofiño, el primer supernumerario del Opus Dei guatemalteco, que pidió la admisión en 1956.
"El 22 de febrero de 1955 envió el Padre una carta a la Asesoría Regional de México, escrita con trazos rotundos y seguros que nos llenó de alegría: además de anunciarnos la próxima visita de don José María Hernández Garnica, nos hablaba de algo cada vez más necesario: la llegada de las mujeres del Opus Dei a Guatemala" (RODRÍGUEZ PEDRAZUELA, 1999, p. 131). Esa intención de san Josemaría se cumplió cuando llegaron, procedentes de México, las primeras mujeres del Opus Dei, el 24 de octubre de ese año: Manolita Ortiz Alonso, Aurora Luisa Peiro, Margarita Sánchez Woodworth, Ceferina Miranda, Josefina Saucedo y Amalia Arriola. Comenzó así la Residencia Verapaz, en la 9 Calle 2-21 de la Zona 1, lugar para alojamiento de estudiantes en un ambiente de familia. Se inició también una Escuela Hogar y se empezó a atender la Administración doméstica del Centro de los varones. San Josemaría seguía de cerca los pasos de la labor con mujeres y las alentaba a abrirse en abanico para llegar a todos los ambientes del país.
Se llevaban a cabo actividades de formación para señoras –la mayoría amas de casa–, para estudiantes del colegio y de la universidad, y para campesinas. Así llegaron las primeras alumnas de la Escuela de Hotelería y Hogar, entre ellas Marta Cojolón, procedente de Alotenango, que fue, en septiembre de 1956, la primera que decidió seguir su vida cristiana en la Obra, y a la que san Josemaría le dijo en 1975: "Hija mía, cuando tengas la Cruz de Palo, la miras con cariño, le das un beso y la guardas con cuidado" (RODRÍGUEZ PEDRAZUELA, 1999, p. 206); se refería a una cruz pequeña que se destina a las primeras de cada país que piden la admisión. Marta se capacitó en el trabajo del hogar y, con otras personas de la Obra, empezó la labor en Costa Rica en diciembre de 1960. Posteriormente regresó a Guatemala. También en mayo de 1956, Blanca Rivera de Herrarte respondió a la llamada de Dios, siendo la primera supernumeraria de Centroamérica.
Los sacerdotes de la Obra y los profesionales que llegaron a Guatemala, algunos procedentes de México, como Víctor del Valle y Enrique Fernández del Castillo, y de otros países, como José Revilla, trabajaron con estudiantes de diversas carreras y pronto suscitaron entre sus amigos los deseos de seguir este camino de santificación en el mundo: el primero que pidió la admisión fue Jorge Palarea, estudiante de Ingeniería, que llegó en noviembre de 1957. Las noticias de estas decisiones llenaban de alegría al fundador del Opus Dei. Poco después, a finales de 1957, establecieron una residencia para estudiantes, Ciudad Vieja, en la Zona 10. Para atender los servicios de cocina, limpieza, ropa, etc., se pudo ampliar la pequeña Escuela de Hotelería y Hogar en un inmueble anexo, que tenía capacidad para más alumnas, y también varias mujeres decidieron seguir su vocación cristiana como numerarias auxiliares.
Poco a poco se fue extendiendo la labor, y desde Guatemala se prepararon los viajes para empezar en otros países de América Central: Costa Rica en 1958 y El Salvador en 1958. El fundador seguía muy de cerca esta expansión y preguntaba a algunos si deseaban trasladarse a esos países.
María Elena Palarea, en cambio, pidió la admisión cuando vivía en Estados Unidos; después regresó a Guatemala y trabajó en la Escuela de Hogar y Arte Verapaz, que fue el Inicio del IFES (Instituto Femenino de Estudios Superiores), que la Universidad estatal reconoció como Centro de estudios superiores. San Josemaría bendijo el terreno en el que se construiría la sede definitiva en la Zona 13.
La labor en Guatemala iba creciendo. La Residencia Verapaz se trasladó en 1960 a la Zona 10, a un inmueble más amplio. Era también necesario contar con una casa para retiros y convivencias. Con la ayuda de uno de los primeros supernumerarios, Walter Widmann, se consiguió una casita en el cerro Alux, distante 20 kilómetros de la capital. Se le puso el nombre de Altavista y ahí se organizaron actividades de formación humana y cristiana a partir de 1959. Con el tiempo se llevaron a cabo construcciones que permitieron atender a grupos numerosos de personas, y contar con una Escuela para Instructoras en Hostelería y Hogar, Alux. Para la formación de mujeres de pocos recursos que viven a la orilla del basurero municipal, se inició Junkabal en la Zona 3 de la ciudad, en 1963; zona en cuya casa parroquial se habían alojado los primeros sacerdotes que llegaron a Guatemala: uno en una pequeña oficina y el otro en la cocina. Una labor semejante, dirigida a obreros, iniciaron los varones, que al crecer y contar con una sede adecuada se convirtió en Kinal, situado en un barrio marginal de la Zona 7.
La Residencia de universitarios se construyó de nueva planta en la Zona 11 de la ciudad. En 1962 don Antonio Rodríguez realizó un viaje a Roma y le comentó a san Josemaría: "–Padre: quieren ampliar Ciudad Vieja. Están pensando en cuarenta residentes... // –¿Cuarenta? –se sorprendió el Padre–. –¿Sólo cuarenta? // (...) –¿Ochenta? // –¡Más grande! // –¿...Cien? –titubeé // –¡Más grande todavía! –dijo el Padre riéndose". Llegaron a ciento veinte. "Soñad y os quedaréis cortos", solía decir el Padre, nos alentaba a responder con generosidad y espíritu magnánimo a las necesidades de nuestros países" (RODRÍGUEZ PEDRAZUELA, 1999, p. 172). En 1968 empezó a funcionar la nueva sede, y adjunta, la Escuela de Hotelería y Hogar Zunil, a la que desde entonces acude un buen número de chicas jóvenes del área rural para especializarse en Hostelería y Hogar.
Cuando san Josemaría estuvo en México, en 1970, se pensó en que pasara por
Guatemala, pero finalmente no fue posible. Después, en 1974, cuando estuvo en América del Sur, lo intentó, pero el plan tampoco salió adelante por su salud. Por eso cuando llegó a la tertulia que se tuvo con un grupo de hijas suyas en un patio de la Escuela Zunil, comentó con sentido del humor "...por fin estoy aquí". Era el lunes 17 de febrero de 1975. El sábado 15 de febrero había llegado a Guatemala, procedente de Venezuela. El cardenal Mario Casariego lo recibió en el aeropuerto, donde quiso acompañar al Consiliario y a los demás que lo esperaban, y le dijo: "¡Padre! (...) ¡Al fin cumple su promesa! (...). La Iglesia en Guatemala –le dijo el cardenal– se siente muy contenta de tenerlo aquí" (RODRÍGUEZ PEDRAZUELA, 1999, p. 203.).
En el Centro de la Comisión Regional, llamado La Catorce, por su localización en esa calle de la Zona 10, se alojó el Padre. En el Centro Universitario Ciudad Vieja hubo una tertulia el día 19, y antes, el día 18, para sacerdotes diocesanos. Los demás encuentros se tuvieron que suspender porque san Josemaría no se encontraba bien de salud. Más de tres mil personas lo esperaban en las diversas tertulias, y algunas pudieron despedirlo en el aeropuerto el domingo 23. Se le veía muy conmovido.
La noticia de su fallecimiento llegó a Guatemala el mismo día 26 de junio de 1975. Brotó con espontaneidad acogerse a su intercesión y agradecer a Dios el impulso que en todo momento había brindado san Josemaría para extender la semilla que ya había sido sembrada en tantos ambientes.
María Antonieta GÓMEZ GORDILLO Y MORALES