Diccionario

TemplanzaTeologíaTibiezaTorreciudadTrabajoTrinidad

Templanza
1. Significado y contexto
2. Elementos de la templanza
Teología
1. Necesidad de la teología en la vida cristiana
2. Teología y fidelidad al Magisterio de la Iglesia
3. Teología y libertad de opinión e investigación
4. La aportación de san Josemaría a la teología
Tibieza
1. Significado
2. Síntomas
3. Causas
4. Remedios
Torreciudad
1. Enfermedad, curación y ofrecimiento a la Virgen
2. El nuevo impulso a la devoción a la Virgen de Torreciudad
3. La romería de abril de 1970
4. Dones del fundador al santuario
5. Torreciudad en su correspondencia y en sus tertulias
6. La romería de mayo de 1975
Trabajo, Santificación del
1. Trabajo y trabajo profesional
2. Dimensiones del trabajo
3. Santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo
4. Santificar el trabajo
5. Santificación del trabajo y transformación del mundo
Trinidad Santísima
1. Importancia de la Trinidad en la vida y en la predicación de san Josemaría
2. La homilía Hacia la santidad
3. Unidad y Trinidad
4. La "trinidad de la tierra" y la Trinidad del cielo
5. Las devociones trinitarias

 «    TEMPLANZA    » 

La virtud de la templanza está relacionada directamente con los apetitos del hombre, que miran a bienes relacionados con la conservación del individuo y de la especie. En sentido amplio se aplica a todas las aspiraciones humanas, también a las intelectuales, que deben ser buscadas de modo ordenado y sin excesos. Hace, en suma, referencia al señorío sobre los propios instintos y aspiraciones, e impulsa a vivir de modo conforme a lo que exigen la dignidad de la persona humana y la vocación cristiana; se trata, sobre todo, de vivir con la misma sobria dignidad con que vivió Cristo. San Josemaría lo expresa en el punto 2 de Camino, que trasciende la templanza, pero la engloba: "Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo".

1. Significado y contexto

San Josemaría da a sus enseñanzas sobre la templanza un acento propio, acorde con su consideración de la persona humana como totalidad unificada de cuerpo y espíritu, y con el reconocimiento de la dignidad de la materia y de todo lo creado, a la luz de la bondad originaria de la creación y de la re-creación obrada por Cristo en la nueva economía de la gracia.

San Josemaría considera la virtud de la templanza en un doble aspecto. Por una parte, fiel a la tradición teológico-moral, subraya su carácter de moderatio. "Procuremos hacer todo con medida, que en eso está la templanza" (Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, n. 65: AGP, serie A.3, 90-1-2). La templanza "modera", "atempera" la atracción de los placeres más fuertes en el hombre, que son el apetito de comer y de beber, y el apetito sexual, así como las ansias intelectuales o de poder. La templanza pone orden en el interior de la persona, encauza las fuerzas vitales para que se conviertan en fuente de energía para la realización personal.

Desde una perspectiva positiva, la templanza puede verse como "señorío", como la armonía que se instaura entre el apetito y la razón -y en el cristiano la razón iluminada por la fe-, por la cual logra el hombre dominarse a sí mismo y estar por encima del atractivo de las pasiones y de las ofertas seductoras del ambiente que impiden amar a Dios. "Templanza es señorío" (AD, 84). "Si no eres señor de ti mismo, aunque seas poderoso, me causa pena y risa tu señorío" (C, 295). El término castellano "señorío" alude a un hondo sentido de dignidad e integridad, que entronca con la noción clásica de esta virtud (la sophrosyne griega), y connota a la vez armonía interior y dominio de las pasiones. Un mismo sentido análogo de señorío se pone de manifiesto en el verbo que san Josemaría usa en otra frase: "la templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva" (AD, 84; la cursiva es nuestra). "Criar" evoca la "buena crianza", la educación esmerada de quien sabe actuar con potestad y con moderación inteligente sobre los bienes creados, otra alusión directa a la noción clásica de esta virtud.

La templanza no entraña desprecio por los bienes creados, sino conciencia de la dignidad de la persona y valoración de su cuerpo. El sentido positivo que san Josemaría concede a la templanza contrasta tanto con los materialismos y sensualismos como con los falsos espíritualismos. Tanto la postura materialista (el hombre como pura y simple materialidad) como la espiritualista desenfocada (el hombre como espíritu trascendente, unido a una degradante realidad material) acaban despreciando la corporalidad y reduciendo la templanza a una de sus partes, ya sea la sobriedad, la abstinencia o la continencia. Por eso, san Josemaría pone de manifiesto el valor de lo material, de lo corporal (incluida la sexualidad) y del mundo en general. Propone un materialismo cristiano (cfr. CONV, 113) y asume que los sentimientos, deseos y afectos -toda la corporalidad- son un don y una fuerza intrínseca de la persona, que hay que orientar y dirigir hacia la excelencia de la vida. Siendo la criatura humana fruto de la sabiduría y del amor creador, ¿cómo no amar las realidades materiales, que no sólo no son un estorbo, sino que son cauce y lugar de encuentro con Dios y el modo en que se materializan las realidades espirituales de la persona?

Entre otros dones, Dios le concedió al fundador del Opus Dei una honda intelección de la filiación divina en Cristo. San Josemaría experimentó vivamente en su existencia terrena la conciencia del hijo que se sabe querido por su Padre-Dios, como realidad fundante de la actividad de todas las potencias del alma y realidades espirituales. En su enseñanza, prácticamente todas las virtudes van acompañadas del adjetivo "filial"; de modo particular, lo hace al hablar de la templanza, que por encarnarse en la afectividad sensible modelándola desde dentro, imprime en el cristiano un vivo sentido filial que empapa toda la conducta. Sobre esta idea pivota un pasaje medular de Amigos de Dios: "No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas" (AD, 27). El cristiano, al saberse hijo, se sabe destinatario de una iniciativa divina, que no sólo le hace criatura predilecta, sino mucho más: eleva la condición humana dotándola de un nuevo ser en Cristo, que configura una "personalidad moral": un modo nuevo de sentir, de querer, una manera nueva de vivir de amor, porque la templanza sobrenatural asume las energías de la afectividad y las encauza para que el hombre ame a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente (cfr. Mc 12, 30; Mt 22, 37). De ese modo la conciencia de la filiación divina transforma la templanza, que adquiere así una dimensión teologal, porque nos hace participar de la vida misma de Cristo y de su caridad. "Que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás" (ECP, 158).

2. Elementos de la templanza

Antes de abordar la doctrina específica de san Josemaría sobre la templanza resulta oportuno considerar algunos datos antropológicos, ya apuntados, pero que vale la pena esbozar de manera más estructurada. En la persona se dan dos niveles de instancias apetitivas: sensible (apetito irascible o impulsos y apetito concupiscible o deseos) y racional o superior (voluntad y razón práctica). La templanza regula los deseos sensibles o concupiscibles. Ambas instancias (sensible y racional) no son fuerzas paralelas; ni tampoco antagónicas, como si cada una tendiese a bienes de por sí excluyentes: son más bien armónicas, una y otra se ordenan a la realización de la vida humana. La tendencia concupiscible tiene aptitud natural para ser integrada por la instancia apetitiva superior, a través de la templanza, aunque alcanzar esa integración suponga esfuerzo y dificultad, ante todo, porque después del pecado original la capacidad de la voluntad para lograr el bien total de la persona ha quedado disminuida (pero no destruida).

Pero citemos ya un texto de Amigos de Dios que presenta in nuce los principales elementos de la doctrina de san Josemaría. Se trata de un texto largo, pero que será útil reproducir por entero.

"Templanza es señorío. No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria.

"Algunos -continúa- no desean negar nada al estómago, a los ojos, a las manos; se niegan a escuchar a quien aconseje vivir una vida limpia (…). Yo quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre verdaderamente hombre, que no está atado a las cosas que brillan sin valor, como las baratijas que recoge la urraca. Ese hombre sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así -con sacrificio- se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios".

Y concluye: "La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata" (AD, 84).

En el texto citado, se describe la virtud humana de la templanza haciendo referencia a cuatro puntos fundamentales. En primer lugar, san Josemaría, conocedor de esa lucha interior que todo hombre libra consigo mismo a la hora de alcanzar el bien como persona, anima continuamente a no dejarse dominar por los deseos sensibles: "No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales (AD, 84)". Cuando el hombre no le niega nada a los instintos, a la larga sobreviene el aislamiento, el repliegue del yo sobre sí mismo, "al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria" (AD, 84). Es lógico que así sea, porque si por alcanzar un bien parcial y sensible, el hombre renuncia a su bien como persona, quizá inicialmente experimente placer, pero a la postre esa experiencia sólo produce privación, rendir tributo al propio egoísmo. "Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo" (AD, 84), que en lo que se requiere en la busca de un gran ideal. Si el ser humano elige ideales grandes, inicialmente quizá experimente oposición y resistencia, pero siempre obtendrá el fruto positivo de la victoria del bien mejor. "La templanza no supone limitación, sino grandeza" (AD, 84).

En segundo lugar, se apunta que la templanza capacita a la persona para responder a las exigencias de la caridad en el ejercicio de sus deberes, la pone en condiciones de "preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes" (AD, 84). Estamos ante otro rasgo esencial que conviene destacar. El cristiano necesita la templanza para poder vivir la caridad, requiere orden en los apetitos, equilibrio en sus instintos para poder amar con el amor de Cristo a los demás. Y, a su vez, la templanza necesita de la caridad para alcanzar su plenitud de sentido, es decir, para ser una virtud de quien se sabe hijo de Dios y llamado a corredimir con Cristo. No se podría cultivar la templanza independientemente de la caridad, porque sería ignorar la causa principal de su crecimiento. Si el amor faltase, aunque se diera la repetición material de actos en sí mismos moderados, no habría verdadero aumento en la virtud, porque sólo el amor es la causa de la continuada realización de actos virtuosos.

En tercer lugar, san Josemaría es consciente de que cada victoria de la templanza implica un incremento de libertad. La persona templada "sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así -con sacrificio- se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, "saborear todo el amor de Dios" (AD, 84). La templanza es un principio liberador, porque da pie a vivir ligera y espontáneamente, sin ataduras, por amor a Dios. En el texto citado la libertad guarda una relación esencial con el amor y éste con la templanza. Cuando el amor se confirma en decisiones que inclinan a obrar templadamente de una manera coherente y estable, se da un crecimiento de libertad, porque se puede amar mejor a Dios y saborear los dones divinos.

El cuarto aspecto que san Josemaría tiene en cuenta es que en el obrar templado refulge una belleza moral que atrae, por su armonía y equilibrio. La templanza "facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia" (AD, 84). Al efecto exterior que la virtud de la templanza produce en el cristiano, san Josemaría lo llama, empleando una frase paulina, pero patentándola con un sentido totalmente original: "bonus odor Christi" (2Co 2, 15). La templanza irradia una hermosura espiritual que refleja un total dominio sobre las potencias y sentidos. Ese porte sosegado y lleno de unción es fruto del orden interior que la templanza conserva y defiende, y representa una fuerte atracción hacia Dios. "Los hombres esperan de nosotros ese "bonus odor Christi" (2Co 2, 15) que, apoyado en nuestra templanza, les encienda y les arrastre" (Instrucción, mayo-1935/14- IX-1950, n. 65: AGP, serie A.3, 90-1-2).

Desde esta perspectiva la templanza está muy relacionada con el modo de comportarse, con lo que suele llamarse una buena educación. Así la templanza es también fuente de virtudes propiamente humanas y necesarias para la convivencia y para alcanzar la santidad en medio del mundo: la delicadeza en el trato, el dominio propio, la elegancia, el pudor, la modestia, el desprendimiento, la sobriedad, la afabilidad, el gusto, el ingenio. Un capítulo interesante en la doctrina de san Josemaría es el del descanso. El núcleo de su predicación es que el descanso no implica no hacer nada, sino distraerse en actividades que exigen menos esfuerzo. San Josemaría incluso va más allá dándole un alcance apostólico al hablar de un "apostolado de la diversión", de la conveniencia de llenar de contenido apostólico las reuniones familiares, los paseos, los espectáculos, etc. "Urge recristianizar las fiestas y costumbres populares. -Urge evitar que los espectáculos públicos se vean en esta disyuntiva: o ñoños o paganos. Pide al Señor que haya quien trabaje en esa labor de urgencia, que podemos llamar «apostolado de la diversión»" (C, 975).

Como todas las virtudes, la templanza tiene un término medio que, en parte, depende de la propia sensibilidad. La razón es la que indica el modo de satisfacer la inclinación de comer y beber, pero el modo de satisfacerlo debe estar de acuerdo con el bien de la persona. Aunque no lo menciona expresamente, el sujeto de la templanza, para san Josemaría, no se halla en la voluntad, sino en la sensibilidad. Así lo refleja en la invocación al Espíritu Santo que compone en 1934: "Ven, ¡Oh, Santo Espíritu!, ilumina mi entendimiento para conocer tus mandatos; fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo; inflama mi voluntad" (Oración manuscrita, abril 1934: AGP, P01, 1983, p. 21). Lo que pide es fuerza en el apetito sensible, al que llama "corazón", porque lo que se desvía es el deseo sensible y no la voluntad que es una potencia naturalmente recta (voluntas ut natura). En este contexto se entiende muy bien aquel punto de Camino que dice: "Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual que recubre mi corazón, para que sienta y siga con facilidad los toques del Paráclito en mi alma" (C, 130). Lo que realmente pide es un corazón capaz de estar en la Cruz, identificado con Cristo, atento a un bien superior.

La templanza, en definitiva, constituye una viga sólida en la vida del cristiano, que se sabe corredentor con Cristo, porque refleja el rostro de Cristo ante los demás. No en vano san Josemaría se refiere a ella como "virtud cardinal, de cardo, quicio, gozne: firme punto de apoyo" (Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, n. 65: AGP, serie A.3, 90-1-2).

Cecilia ECHEVERRÍA FALLA

 «    TEOLOGÍA    » 

La teología es la ciencia de la fe: el conocimiento que la inteligencia humana iluminada por la fe adquiere sobre el objeto mismo de esa fe. Es la fides quaerens intellectum, la fe que busca entender mejor aquello que cree, y exponerlo ordenada y sistemáticamente.

Se sintetizan aquí las enseñanzas que san Josemaría, como fundador del Opus Dei, ofreció sobre la importancia de la teología y sobre su estudio, docencia e investigación. Pero hay otro aspecto que debe mencionarse: el impulso que su mensaje espiritual comporta para la profundización en las verdades de la fe y, en consecuencia, para la teología.

1. Necesidad de la teología en la vida cristiana

San Josemaría no concibió la teología como una simple materia de estudio para determinadas personas, sino como una dimensión de la vida cristiana, como necesaria profundización en la fe. Así, dirigiéndose a todos los fieles cristianos, afirmaba: "cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología" (ECP, 10).

De ahí también, por ejemplo, su concepción de la necesidad de la presencia de la teología en las universidades civiles: "un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado. Por eso la religión debe estar presente en la Universidad; y ha de enseñarse a nivel superior, científico, de buena teología. Una Universidad de la que la religión está ausente, es una Universidad incompleta: porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye -sino que exige- las demás dimensiones" (CONV, 73).

La teología es, en efecto, una dimensión de la vida cristiana, precisamente porque la fe tiene un valor totalizante de la existencia y, por su propio dinamismo intrínseco, tiende necesariamente a ser una fides quaerens intellectum. De hecho, en la biografía de san Josemaría se manifiesta una habitual dedicación al estudio teológico, como parte integrante de su propia vida espiritual y apostólica.

El estudio meditado de textos teológicos, para el fundador del Opus Dei, le llevaba a situarse ante la verdad revelada con un intenso sentido del misterio: la teología se hacía vida y la vida se hacía cada vez más teológica, más teologal, sin renunciar al ejercicio de la razón. "Es buena cosa llevar a la meditación personal los conocimientos teológicos, dejando que -como consecuencia de esa luz oscura, o de esa oscuridad luminosa que hay en tantas cosas de nuestra fe- se vengan al corazón y a la boca afectos, actos de esperanza, la confesión de que creemos y de que queremos hacer creer (…). La teología se estudia bien cuando la materia de estudio se hace materia de oración" (Palabras pronunciadas el 21-II-1971: OCÁRIZ, 1994, p. 980).

2. Teología y fidelidad al Magisterio de la Iglesia

"En el Opus Dei -escribía el fundador en 1967-, os lo he repetido incansablemente, procuramos siempre y en todo sentire cum Ecclesia, sentir con la Iglesia de Cristo, Madre nuestra: corporativamente no tenemos otra doctrina que la que enseña el Magisterio, con la asistencia del Espíritu Santo. Aceptamos todo lo que este Magisterio acepta, y rechazamos lo que rechaza. Creemos firmemente todo cuanto propone como verdad de fe, hacemos nuestro todo lo que enseña como doctrina católica" (Carta 19-III-1967, n. 5: OCÁRIZ, 1994, p. 983).

Esta fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, que san Josemaría vivió y enseñó, pertenece al estatuto epistemológico de la teología. Por otra parte, la teología no es simple glosa ni, menos aún, mera repetición de las enseñanzas magisteriales. Y, así, junto a la plena fidelidad a la fe y a la doctrina católica, el fundador del Opus Dei impulsó constantemente una actitud de apertura ante el progreso teológico. "En el mar profundo de las perfecciones de Dios pueden los hombres bucear por los siglos, sin fin, para enriquecer continuamente la teología. Lo aplaudo con toda mi alma, siempre que eso no lleve a apartarse de la fe: porque en cuanto aparece la primera discordancia, hay que tener la humildad de decir: me he equivocado; y volver a empezar" (Carta 19-III-1967, n. 140: OCÁRIZ, 1994, p. 983). En la actitud de san Josemaría ante el Magisterio de la Iglesia, se manifiesta claramente que la fidelidad a ese Magisterio no es cuestión solamente disciplinar, sino que nace de la fe en el "carisma cierto de la verdad" (DV, 8) propio de los sucesores de los Apóstoles, y del profundo amor a la verdad que caracterizó siempre, también en la dimensión humana de su personalidad, al fundador del Opus Dei (cfr. C, 34).

Aquel sentire cum Ecclesia también se extendía, en san Josemaría, a una plena obediencia a las disposiciones disciplinares de la Santa Sede y relativas a la enseñanza de las ciencias sagradas. Es en este preciso contexto donde ha de encuadrarse la orientación tomista que indicó para los estudios filosóficos y teológicos en el Opus Dei. "Estudiamos con particular amor la doctrina de los Santos Padres y de los Doctores, que la Iglesia ha recomendado con insistencia. Por eso, de acuerdo con el Magisterio de la Iglesia, está dispuesto que se enseñe a mis hijos la filosofía y la teología secundum Angelici Doctoris rationem, doctrinam et principia ["según el espíritu, la doctrina y los principios del Doctor Angélico"]. No quiero detenerme aquí en una explicación completa de estas palabras: pero basta recordar que de ellas no se puede concluir que debamos limitarnos a asimilar y a repetir todas y solamente las enseñanzas de Santo Tomás. Se trata de algo muy distinto: debemos ciertamente cultivar la doctrina del Doctor Angélico, pero del mismo modo que él la cultivaría hoy si viviese. Por eso, algunas veces habrá que llevar a término lo que él mismo sólo pudo comenzar; y por eso también, hacemos nuestro todo. "En el Opus Dei -escribía el fundador en 1967-, os lo he repetido incansablemente, procuramos siempre y en todo sentire cum Ecclesia, sentir con la Iglesia de Cristo, Madre nuestra: corporativamente no tenemos otra doctrina que la que enseña el Magisterio, con la asistencia del Espíritu Santo. Aceptamos todo lo que este Magisterio acepta, y rechazamos lo que rechaza. Creemos firmemente todo cuanto propone como verdad de fe, hacemos nuestro todo lo que enseña como doctrina católica" (Carta 19-III-1967, n. 5: OCÁRIZ, 1994, p. 983).

Esta fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, que san Josemaría vivió y enseñó, pertenece al estatuto epistemológico de la teología. Por otra parte, la teología no es simple glosa ni, menos aún, mera repetición de las enseñanzas magisteriales. Y, así, junto a la plena fidelidad a la fe y a la doctrina católica, el fundador del Opus Dei impulsó constantemente una actitud de apertura ante el progreso teológico. "En el mar profundo de las perfecciones de Dios pueden los hombres bucear por los siglos, sin fin, para enriquecer continuamente la teología. Lo aplaudo con toda mi alma, siempre que eso no lleve a apartarse de la fe: porque en cuanto aparece la primera discordancia, hay que tener la humildad de decir: me he equivocado; y volver a empezar" (Carta 19-III-1967, n. 140: OCÁRIZ, 1994, p. 983). En la actitud de san Josemaría ante el Magisterio de la Iglesia, se manifiesta claramente que la fidelidad a ese Magisterio no es cuestión solamente disciplinar, sino que nace de la fe en el "carisma cierto de la verdad" (DV, 8) propio de los sucesores de los Apóstoles, y del profundo amor a la verdad que caracterizó siempre, también en la dimensión humana de su personalidad, al fundador del Opus Dei (cfr. C, 34).

Aquel sentire cum Ecclesia también se extendía, en san Josemaría, a una plena obediencia a las disposiciones disciplinares de la Santa Sede y relativas a la enseñanza de las ciencias sagradas. Es en este preciso contexto donde ha de encuadrarse la orientación tomista que indicó para los estudios filosóficos y teológicos en el Opus Dei. "Estudiamos con particular amor la doctrina de los Santos Padres y de los Doctores, que la Iglesia ha recomendado con insistencia. Por eso, de acuerdo con el Magisterio de la Iglesia, está dispuesto que se enseñe a mis hijos la filosofía y la teología secundum Angelici Doctoris rationem, doctrinam et principia ["según el espíritu, la doctrina y los principios del Doctor Angélico"]. No quiero detenerme aquí en una explicación completa de estas palabras: pero basta recordar que de ellas no se puede concluir que debamos limitarnos a asimilar y a repetir todas y solamente las enseñanzas de Santo Tomás. Se trata de algo muy distinto: debemos ciertamente cultivar la doctrina del Doctor Angélico, pero del mismo modo que él la cultivaría hoy si viviese. Por eso, algunas veces habrá que llevar a término lo que él mismo sólo pudo comenzar; y por los hallazgos de otros autores, que respondan a la verdad" (Carta 9-I-1951, n. 22: OCÁRIZ, 1994, p. 984).

3. Teología y libertad de opinión e investigación

Dentro de la fidelidad a la doctrina católica y de la apertura ante el progreso teológico, se encuadra el amor y defensa de la libertad en todo aquello que no ha sido determinado por el Magisterio de la Iglesia. Así se expresa san Josemaría, por ejemplo, en la carta citada: "Debéis, por tanto, sentiros libres en todo lo que es opinable. De esa libertad nacerá un sano sentido de responsabilidad personal, que haciéndoos serenos, rectos y amigos de la verdad, os apartará a la vez de todos los errores: porque respetaréis sinceramente las legítimas opiniones de los demás, y sabréis no sólo renunciar a vuestra opinión, cuando veáis que no respondía bien a la verdad, sino también aceptar otro criterio, sin sentiros humillados por haber cambiado de parecer" (Carta 9-I-1951, n. 25: OCÁRIZ, 1994, p. 985).

Fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia y amor a la libertad, también en teología, no eran vividos y enseñados por san Josemaría como dos realidades independientes ni, menos aún, como dos fuerzas opuestas que se equilibrasen. Por el contrario, profundamente consciente del origen divino y del charisma veritatis del Magisterio y de la conexión entre verdad y libertad, vivió y enseñó la adhesión a la doctrina de la Iglesia como creadora de ámbitos de libertad, precisamente porque entendió la sumisión a Dios como fundamento existencial de la libertad (cfr. AD, 26; cfr. FABRO, 1995, pp. 341-356)

En coherencia con esta defensa de la libertad, hay que notar la prohibición de que en el Opus Dei se constituya o se adopte una particular escuela filosófica o teológica. Esta realidad se encuentra expresamente recogida en el número 109 de los Estatutos de la Prelatura. Por otra parte, este hecho responde a un preciso dato eclesiológico: que las personas incorporadas al Opus Dei son fieles cristianos corrientes o, en su caso, comunes sacerdotes seculares y, por tanto, con idénticos ámbitos de libertad de opinión que los demás católicos sus iguales.

4. La aportación de san Josemaría a la teología

La predicación de san Josemaría constituye un notable impulso teológico que tiene su origen en el carisma fundacional recibido el 2 de octubre de 1928. La experiencia de los santos se reconoce cada vez más como lugar teológico. Como explicaba Juan Pablo II, refiriéndose al entonces beato Josemaría, "la investigación teológica, que realiza una mediación imprescindible en las relaciones entre la fe y la cultura, progresa y se enriquece a partir de la fuente del Evangelio, bajo el impulso de la experiencia de los grandes testigos del cristianismo. Y el Beato Josemaría se cuenta sin duda entre éstos" (Juan Pablo II, Discurso, 14-X-1993).

El valor inspirador de san Josemaría alcanza a muchos sectores de la teología, como se manifiesta en numerosas voces de este Diccionario. Muchos son, en efecto, los temas en los que se encuentran enseñanzas suyas de gran profundidad y fuerza inspiradora; por ejemplo, cabe señalar la universalidad de la vocación a la santidad y al apostolado; la identidad y la misión de los laicos en la Iglesia; la centralidad de la filiación divina del cristiano y su identificación con Jesucristo; la santa Misa como centro y raíz de la vida cristiana; la santificación del trabajo; la relación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial; la unidad de vida; el carácter vocacional del matrimonio; la bondad original del mundo y la historia como proceso para reconstruir, después del pecado, la ordenación a Dios de todas las cosas.

Fernando OCÁRIZ

 «    TIBIEZA    » 

Como de otros asuntos que atañen a la experiencia cristiana, San Josemaría se ocupó frecuentemente de la tibieza en sus escritos y su predicación. El modo de enfocar esta enfermedad de la vida espiritual no es filosófico ni teológico-dogmático, sino espiritual y pastoral. Por eso, cuando dedica un capítulo entero de Camino a este tema (cfr. C, 325-331), el autor no se detiene a ofrecer una definición de tibieza, sino que sólo expone con penetración psicológica y corazón de Pastor un conjunto de actitudes interiores del alma que se encuentra en ese estado. La aportación de San Josemaría debe, pues, buscarse en la sabiduría para descubrir las manifestaciones y las causas de la tibieza, y los remedios que permiten superarla.

1. Significado

¿Qué se entiende por tibieza? "La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino" (CCE, 2094).

San Josemaría, que no gustaba de la distinción rígida entre ascética y mística, habla de la tibieza en relación a la santidad que, con independencia del diferente estado de vida, es la misma para todos los cristianos. De ahí que, en vez de referirse a este o aquel grupo de personas que atraviesan una determinada etapa de la vida interior, prefiera dirigirse a cada uno de sus lectores u oyentes para que éste o ésta no se deje deslizar por la pendiente suavemente inclinada que conduce a la pérdida de amor. La tibieza es, en efecto, según san Josemaría, uno de los principales obstáculos para la santidad, pues se opone de forma más o menos solapada al amor divino. A tal conclusión llega a través de la meditación de dos textos de la Sagrada Escritura, tomados respectivamente del Cantar de los Cantares (Ct 2, 15) y del Apocalipsis (Ap 3, 16). Al comentar el primer texto, san Josemaría escribe: "Los pecados veniales hacen mucho daño al alma. -Por eso, «capite nobis vulpes parvulas, quas demoliuntur vineas», dice el Señor en el «Cantar de los Cantares»: cazad las pequeñas raposas que destruyen la viña" (C, 329); al comentar el segundo, pone en guardia contra esta enfermedad del espíritu, que tanto desagrada a Dios: "Lucha contra esa flojedad que te hace perezoso y abandonado en tu vida espiritual. -Mira que puede ser el principio de la tibieza…, y, en frase de la Escritura, a los tibios los vomitará Dios" (C, 325).

Por ser la tibieza una enfermedad del alma, san Josemaría indica los síntomas que la revelan. De este modo, es posible detectarla antes de que comience a echar raíces.

2. Síntomas

Aunque los textos de san Josemaría no presentan divisiones rígidas, sus textos dan a entender que puede darse un crecimiento en la tibieza, con síntomas cada vez más graves. Entre esos síntomas que indican un empezar a caer en la tibieza están, por ejemplo, la frivolidad en el comportamiento, es decir, valorar en poco la vocación cristiana (cfr. C, 17), la flojera en la lucha interior (cfr. C, 325) y una dedicación oficial y seca, sin vibración, a los propios deberes (cfr. F, 930). De todos modos, el síntoma que, según san Josemaría, es el más peligroso, consiste en descuidar lo pequeño, pues el alma tibia desciende lentamente -casi sin percibirlo- en el nivel de su entrega a Dios: "Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho. Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad" (ECP, 77).

Si no se reacciona con fortaleza esos síntomas pueden cristalizar y hacer que el alma pierda el deseo de ser santa (cfr. C, 326), experimentando una escasa resistencia ante las tentaciones, la desgana en la lucha (cfr. C, 327), la indiferencia y la falta de dolor ante los pecados veniales, que ahora con mucha frecuencia se cometen (cfr. C, 330).

San Josemaría desenmascara las disculpas que la persona que ha entrado en el camino de la tibieza puede poner para justificar la falta de lucha. A veces, los remordimientos se camuflan de escrúpulos (cfr. S, 132); otras veces, la rabia y desazón en la lucha se interpretan como la confirmación de que la victoria es imposible (cfr. S, 146); otras, se unen la pereza y la presunción, pues se pretende llegar a ser santo sin esforzarse lo más mínimo: "Con un alma tímida, encogida, perezosa -escribe-, la criatura se llena de sutiles egoísmos y se conforma con que los días, los años, transcurran sine spe nec metu, sin aspiraciones que exijan esfuerzos, sin las zozobras de la pelea: lo que importa es evitar el riesgo del desaire y de las lágrimas. ¡Qué lejos se está de obtener algo, si se ha malogrado el deseo de poseerlo, por temor a las exigencias que su conquista comporta!" (AD, 207). No hay que confundir, sin embargo, la aridez interior con la desazón que nace de la tibieza. San Josemaría, buen conocedor de las almas, distinguía entre ambos estados a partir de sus frutos, pues en la sequedad no se abandona la lucha sino que se intensifica, mientras que en la tibieza uno se deja llevar por la pereza y desesperanza.

Esta situación de desgana, apatía y desabrimiento interior es manifestación clara de un corazón que, perdida la caridad inicial, se está volviendo incapaz de amar. El que atraviesa por ese estado puede tal vez pensar que sigue queriendo ser santo, pero en realidad no es así, pues su querer es un querer sin querer: "No quieres ni lo uno -el mal- ni lo otro -el bien-… Y así, cojeando con entrambos pies, además de equivocar el camino, tu vida queda llena de vacío" (S, 540). De ahí la gravedad de la tibieza, pues el desabrimiento interior puede impulsar al alma al abandono de Dios. San Josemaría había sido testigo de algunas defecciones dolorosas debido a esta enfermedad espiritual: "Hay corazones duros, pero nobles, que -al acercarse al calor del Corazón de Jesucristo- se derriten como el bronce en lágrimas de amor, de desagravio. ¡Se encienden! En cambio, los tibios tienen el corazón de barro, de carne miserable… y se resquebrajan. Son polvo. Dan pena. Di conmigo: ¡Jesús nuestro, lejos de nosotros la tibieza! ¡Tibios, no!" (F, 490). Si no hay una conversión profunda, la tibieza puede conducir a la muerte del alma; a veces, a menos que haya una decisiva acción de la gracia, de forma definitiva.

3. Causas

Frente a lo que ocurre en la naturaleza, en donde la causa se diferencia perfectamente de su efecto, en el alma humana no es fácil distinguir entre manifestaciones y causas. En efecto, la pasividad frente a la gracia (cfr. C, 18) y el descuido de la vida de piedad (cfr. F, 936) pueden juzgarse indistintamente como manifestación o como causa de la tibieza. De todas formas, teniendo en cuenta que la tibieza nace del enfriamiento en el amor a Dios, la rutina parece ser una de sus principales causas. "Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina -verdadero sepulcro de la piedad-, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación cotidiana" (AD, 150).

La razón de que la rutina sea una de las principales causas de la tibieza se debe al hecho de que no es posible perseverar en los propósitos siendo mediocres en el amor, por lo menos de modo permanente. Por ser Dios Caridad infinita que se entrega completamente, exige una respuesta total. Cuando la persona se acostumbra a una vida interior gris y anodina en la que sólo en raros momentos tiende a la santidad, termina por cumplir los deberes espirituales, familiares, profesionales y sociales con falta de rectitud de intención, más por miedo o interés propio que por el bien de las almas. "Es una equivocación pensar -escribe san Josemaría- que las expresiones término medio o justo medio, como algo característico de las virtudes morales, significan mediocridad: algo así como la mitad de lo que es posible realizar. Ese medio entre el exceso y el defecto es una cumbre, un punto álgido: lo mejor que la prudencia indica. Por otra parte, para las virtudes teologales no se admiten equilibrios: no se puede creer, esperar o amar demasiado.

Y ese amor sin límites a Dios revierte sobre quienes nos rodean, en abundancia de generosidad, de comprensión, de caridad" (AD, 83).

Por ese motivo, san Josemaría sentía un gran dolor cuando veía que un alma no se esforzaba por vencer el acostumbramiento. Para impedirlo repetía con fuerza una exclamación con la que espoleaba a las almas, sobre todo cuando éstas se conformaban con ir tirando o creían estar haciendo mucho por Dios: "¡más, más!", repetía, invitando así a no pensar nunca que ya ha crecido bastante el amor a Dios. Comparaba la rutina con el mal sueño de algunos personajes del Evangelio y con cómo Jesús deseaba despertar a los que estaban amodorrados: "A veces, cara a esas almas dormidas, entran unas ansias locas de gritarles, de sacudirlas, de hacerlas reaccionar, para que salgan de ese sopor terrible en que se hallan sumidas. ¡Es tan triste ver cómo andan, dando palos de ciego, sin acertar con el camino! -Cómo comprendo ese llanto de Jesús por Jerusalén, como fruto de su caridad perfecta…" (S, 210).

La falta de una lucha decidida por amar a Dios puede transformar paulatinamente los grandes ideales de donación y de servicio a las almas, en un estado de aburguesamiento, es decir, en un modo de vivir egoísta, cómodo y superficial, que pone en el centro el propio yo y huye de todo lo que signifique sacrificio. El aburguesamiento se opone radicalmente a la vida del cristiano, pues -como escribe san Josemaría- "Jesús se entregó a Sí mismo, hecho holocausto por amor. Y tú, discípulo de Cristo; tú, hijo predilecto de Dios; tú, que has sido comprado a precio de Cruz; tú también debes estar dispuesto a negarte a ti mismo. Por lo tanto, sean cuales fueren las circunstancias concretas por las que atravesemos, ni tú ni yo podemos llevar una conducta egoísta, aburguesada, cómoda, disipada…, -perdóname mi sinceridad- ¡necia!" (AD, 129). En el fondo, ante el tibio, el rostro de Jesús se va desdibujando hasta terminar por ser una figura de rasgos poco definidos que, lejos de enamorar, deja indiferente (cfr. FERNÁNDEZ- CARVAJAL, 2006, p. 38).

4. Remedios

Para salir de la tibieza, san Josemaría aconseja diversos remedios. En primer lugar, la humildad para reconocer la pobreza y la miseria del propio estado interior. Son importantes para eso los exámenes de conciencia, que permiten desvelar las faltas, dolerse profundamente de los fallos y recomenzar con renovado amor. El hecho es -como afirma san Josemaría- que "nos acecha un potente enemigo, que se opone a nuestro deseo de encarnar acabadamente la doctrina de Cristo: la soberbia, que crece cuando no intentamos descubrir, después de los fracasos y de las derrotas, la mano bienhechora y misericordiosa del Señor" (ECP, 77). Por eso, es mediante la gracia de una confesión contrita como el alma se purifica de todas aquellas faltas cometidas por tibieza, encendiéndose en deseos de amar a Dios y al prójimo. El sacramento de la Penitencia es también el mejor remedio para evitar abusar de las gracias y ser dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo.

En segundo lugar, el temor filial de ofender a Dios. "-Di conmigo: ¡no quiero tibieza!: «confige timore tuo carnes meas!» -¡dame, Dios mío, un temor filial, que me haga reaccionar" (C, 326). El ejemplo de Jesucristo, que no se conformó con un asentimiento titubeante al querer del Padre sino que entregó su vida en perfecto holocausto, espolea el alma a caminar decididamente, sin tomarse vacaciones o permitirse ciertas concesiones que dificultan la andadura impidiendo seguirlo de cerca. Cuando la pérdida del sentido sobrenatural amenaza con borrar de la mente y del corazón la figura de Dios Padre, san Josemaría sugiere hacer lo siguiente: "ponte con sinceridad delante del Señor: piensa si no te habrás hastiado de luchar siempre en lo mismo, porque no buscabas a Dios; mira si ha decaído -por falta de generosidad, de espíritu de sacrificio- la perseverancia fiel en el trabajo. Entonces, tus normas de piedad, las pequeñas mortificaciones, la actividad apostólica que no recoge un fruto inmediato, aparecen como tremendamente estériles" (AD, 150). Hay, pues, que reaccionar de forma que la decisión de crecer en la vida espiritual lleve a vivir con seriedad los deberes y tareas de la vida ordinaria, llegando hasta ese cuidado de las cosas pequeñas por amor (cfr. C, 813 ss.), que tanto recordó san Josemaría.

En tercer lugar, y acompañando desde el primer momento a los dos remedios anteriores, la vida de oración y la diligencia para tratar con esmero todo lo que se refiere a Dios, ya que la esencia de la tibieza hay que ponerla en relación con la falta de devoción, mientras, que "por el contrario, la santidad del cristiano está en el amor y en la devotio, es decir, en la fe amorosa, en el amor creyente" (RODRÍGUEZ, 1974, p. 141).

Por último, el remedio de los remedios, es decir, la petición a la Santísima Virgen, a quien san Josemaría tenía una tierna devoción filial. La experiencia personal, propia y ajena, le había enseñado que "a Jesús siempre se va y se «vuelve» por María" (C, 495). De ahí que también en el caso de la tibieza recomendara acudir a Ella: "el amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza" (C, 492).

Antonio MALO PÉ

 «    TORRECIUDAD    » 

Nuestra Señora de Torreciudad era venerada en su ermita -en el término municipal de Bolturina, provincia de Huesca- al menos desde el año 1084. Su devoción se mantenía en muchos pueblos de Sobrarbe y Ribagorza, y algunos del Somontano de Barbastro y Cinca Medio. Era uno de los tres santuarios supracomarcales de la diócesis de Barbastro, junto con los de Guáyente -Sahún- y El Pueyo -Barbastro-. Algunos pueblos, como Fonz, acudían anualmente en romería hasta la ermita, que contaba con una pequeña hospedería. Otras muchas personas acudían en acción de gracias por diferentes curaciones -"abogada del mal del corazón y alferecía"- o en petición de favores. El año jubilar de 1900 contribuyó al mantenimiento y fortalecimiento de esta devoción.

1. Enfermedad, curación y ofrecimiento a la Virgen

En 1904 hubo una epidemia en la ciudad de Barbastro. Algunos testimonios de la época hablan genéricamente de meningitis, aunque las autoridades municipales se refieren a un brote de sarampión. Tuvo su momento álgido en los meses de noviembre y diciembre. Fallecieron unos cincuenta niños. También el pequeño Josemaría Escrivá cayó gravemente enfermo y fue desahuciado por los médicos Ignacio Camps Valdovinos, médico de cabecera, y Santiago Gómez Lafarga, médico homeópata. Los padres de Josemaría rezaron a la Virgen pidiendo su curación, que se obtuvo de forma inesperada. Su madre doña Dolores Albás le recordó este suceso en diversas ocasiones: "Hijo mío, para algo grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo". Los padres cumplieron la promesa y peregrinaron en acción de gracias a Torreciudad (cfr. ÁNCHEL, 2002, p. 631; IBARRA, 2004, p. 40). En un principio, se situó esta romería de acción de gracias en el año 1904. Estudios posteriores han llevado a pensar que tuvo lugar en la primavera de 1905 (cfr. IBARRA, 2004, p. 41; ÁNCHEL, 2002, p. 632) o en otoño del mismo año, y que la salida se realizó desde Fonz y no desde Barbastro (cfr. ÁNCHEL, 2005, pp. 503-504).

2. El nuevo impulso a la devoción a la Virgen de Torreciudad

El 3 de abril de 1956, en una carta que san Josemaría escribió al deán de Barbastro, don Francisco Izquierdo Trol, le pidió: "Agradeceré que me diga si existe, dentro de esa diócesis, un santuario o ermita de Nuestra Señora de Torreciudad o Torre Ciudad. En caso afirmativo, no deje de enviarme cuantos datos pueda". Poco después, el alcalde de Barbastro, José María Nerín, le envió el librito de Benito Torrellas titulado La Santísima Virgen en la provincia de Huesca. El fundador escribió en la hoja correspondiente a la Virgen de Torreciudad: "A esta ermita me llevó mi madre, después de mi curación, cuando yo tenía un par de años; porque -repetía siempre- desahuciado por los médicos, me curó la Santísima Virgen".

El 20 de octubre de 1956 el sacerdote José María Hernández Garnica viajó de Madrid a Zaragoza para conocer dónde estaba situado el santuario. Al día siguiente salió en dirección a la ermita junto con Juan Domingo Celaya, José Orlandis y José Manuel Casas Torres (cfr. ORLANDIS, 2003, pp. 56-60). Un mes más tarde, en un nuevo viaje a Barbastro, José María Hernández Garnica y José Orlandis hablaron con el obispo Jaime Flores para una posible cesión de la ermita. El acuerdo llegó unos años más tarde, el 24 de septiembre de 1962, con una cesión enfitéutica, para incrementar el culto a la imagen y para conservar el templo y la imagen (cfr. AVP, III, p. 670).

San Josemaría, movido por su deseo de dar gracias a Santa María por todos los bienes que le había concedido, pensó que se podría construir un nuevo santuario junto a la vieja ermita con algún centro anejo de formación social. Así, se honraría a la Virgen, en la advocación de Torreciudad, con la seguridad de que el nuevo santuario -así lo escribió después- "ha de ser un medio maravilloso para que nuestra Señora acerque muchas almas al amor de su Hijo" (GARRIDO, 1995, p. 77). En 1963 se encargó el primer proyecto al arquitecto Heliodoro Dols. El 29 de noviembre de 1964 se constituyó el Patronato de Torreciudad con personas pertenecientes a los territorios de la antigua Corona de Aragón. Ese mismo año se realizó una primera restauración de la imagen de la Virgen, que regresó a su ermita el 3 de mayo de 1964, acompañada por numerosos fieles y por el obispo Flores.

En junio de 1967, Heliodoro Dols viajó a Roma para enseñar los planos realizados a san Josemaría, quien le sugirió que ampliase toda la construcción. También anotó Heliodoro las indicaciones que le hizo sobre el retablo del altar mayor: "el retablo será una lección de catecismo; será una obra de la escultura de hoy, de buena factura y bien acabada, con la particularidad de que deberá mover a devoción, tanto a personas de gran cultura artística como a las que no posean conocimientos técnicos, y también a los niños" (GONZÁLEZ-SIMANCAS, 2003, p. 165).

El 17 de junio, san Josemaría escribió a don Florencio Sánchez Bella, Consiliario del Opus Dei en España, y le expuso lo que pretendía de Torreciudad: "Un derroche de gracias espirituales espero, que el Señor querrá hacer a quienes acudan a Su Madre Bendita ante esa pequeña imagen, tan venerada desde hace siglos. Por eso me interesa que haya muchos confesonarios, para que las gentes se purifiquen en el santo sacramento de la penitencia y -renovadas las almas- confirmen o renueven su vida cristiana, aprendan a santificar y a amar el trabajo llevando a sus hogares la paz y la alegría de Jesucristo: la paz os doy, la paz os dejo". En esa misma carta indicó: "me gusta beber con devoción de hijo de Santa María el agua, que mana abundante en Lourdes, en Einsiedeln, en Fátima. Pero en Torreciudad, donde quiera que pongamos agua para saciar la sed de los fieles, irá un cartel que diga clara y terminantemente: «agua natural potable»". Dos años más tarde, en una entrevista concedida en Roma a José María Ferrer, el 3 de mayo de 1969, para el semanario El Cruzado Aragonés, de Barbastro, dijo: "Éstos son los milagros que yo deseo: la conversión y la paz para muchas almas".

3. La romería de abril de 1970

En el año 1967 se había comenzado a restaurar la antigua ermita, así como a mejorar los caminos de acceso, reforestar la zona y preparar la explanada. Desde abril de 1969 se editaba una Hoja Informativa en la Oficina de información de Torreciudad, con sede en Barcelona. En el año 1971 se puso una sede de la Oficina en la ciudad de Barbastro, en la avenida del Ejército Español, y entró en funcionamiento el edificio de Dirección en la misma Torreciudad.

En abril de 1970 el fundador inició un viaje penitente por España y Portugal. Al llegar a Madrid, el día 6 de abril, pudo ver la imagen de la Virgen de Torreciudad que habían restaurado de nuevo en un taller madrileño. Al día siguiente se dirigió a Torreciudad; no había vuelto desde su curación, cuando tenía dos años. Realizó una romería penitente, descalzo, desde el crucero hasta la ermita. En el libro de firmas escribió: "Madre mía y Señora mía de Torreciudad, Reina de los Ángeles, "monstra te esse Matrem" y haznos buenos hijos, hijos fieles. Torreciudad, 7 de abril de 1970".

El boletín Torreciudad. Santuario y Centro Social Educativo (V-1972) describió esta romería con las siguientes palabras: "Pasó Monseñor sin detenerse, por Barbastro, y antes de llegar a Torreciudad descendió del coche e hizo casi una hora de camino, descalzo, hasta la ermita, rezando las tres partes del rosario, las letanías y otras oraciones. En la ermita se cantó la salve y encendió unas velas a la Virgen ante la imagen pequeña, la que llevaban los santeros por los pueblos, pues la talla original se está restaurando en Madrid".

4. Dones del fundador al santuario

Aunque son numerosos los dones que el fundador realizó al santuario, mencionaremos sólo cuatro de ellos. El primero, el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que mandó pintar en Sevilla, el 5 de mayo de 1967, al artista Federico Laorga. El segundo, el Cristo crucificado de bronce dorado al fuego de la capilla del Santísimo, obra del escultor italiano Pasquaie Sciancalepore. Se hicieron dos ejemplares iguales, uno para el Colegio Romano de la Santa Cruz (Roma) y otro para Torreciudad. El tercero, una de las campanas del templo madrileño de Nuestra Señora de los Ángeles que sonaron en el momento de la fundación de la Obra el 2 de octubre de 1928. En octubre de 1972 se la regalaron al fundador, y éste dispuso que se colocara en el altar de la explanada de Torreciudad para que su repique de júbilo acompañe al Señor siempre que en ese lugar se celebre el Santo Sacrificio de la Misa. Por último, al consagrar el altar mayor en mayo de 1975, se colocó en dicho altar una reliquia de san Sinfero. Éste y otros restos auténticos de mártires se obtuvieron en el año 1946 del obispo de Forli, Italia (cfr. AVP, III, p. 55).

5. Torreciudad en su correspondencia y en sus tertulias

Es numerosa la correspondencia que san Josemaría mantuvo con los barbastrenses con motivo del santuario de Torreciudad. Manuel Garrido la ha agrupado en cinco temas: reconstrucción de la ermita, lugar de oración y limosna, labor apostólica, generosidad en el culto y promoción social (cfr. GARRIDO, 2004, pp. 178-185). Respecto a los destinatarios, entre los eclesiásticos figuran el deán Francisco Izquierdo Trol, el vicario general Santos Lalueza y el director de El Cruzado Aragonés, Benjamín Plaza. Entre las autoridades civiles, el alcalde de Barbastro, Manuel Gómez Padrós y el concejal José María Pueyo; algunos amigos de la infancia, como Martín Sambeat, Modesto Pascau y Adriana Corrales; y su primo, Pascual Albás.

En su viaje a México en 1970 san Josemaría hizo referencia al Cristo Crucificado representado aún vivo, sin lanzada, que había encargado hacer para colocarlo en Torreciudad (en la capilla del Santísimo, como ya hemos señalado). Durante el viaje que realizó a España y Portugal en 1972 se refirió a Torreciudad varias veces. Lo hizo en Islabe, Bilbao (12-X): "allí haremos con la ayuda de todos, un santuario a la Santísima Virgen con una colección de obras educativas y formativas, todas de carácter espiritual"; en Tajamar, Madrid (22-X); en Guadaira, Sevilla (8-XI) y en Brafa, Barcelona (26-XI): "Yo no le pido a la Virgen de Torreciudad más que gracias espirituales: por eso, ¡cuarenta confesonarios! No vi más que un agujero. Llovía. Yo levanté las manos al cielo, las junté y… bendije aquellos cuarenta confesonarios que no estaban, pero ahora están ya próximos".

6. La romería de mayo de 1975

En agosto de 1971 se inauguró en Barbastro una calle dedicada a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Años más tarde el Ayuntamiento de Barbastro le concedió la Medalla de Oro de la ciudad, en sesión de 17 de septiembre de 1974. No pudo rehusarla, pero aplazó el viaje hasta el mes de mayo del año siguiente; de esta forma podría acercarse a ver el santuario de Torreciudad, que estaría casi acabado. El día 23 de mayo de 1975, nada más llegar, rezó el Regina Coeli y se dirigió a la ermita. Por la tarde visitó el nuevo santuario. Contemplando el retablo dijo: "Lo habéis hecho muy bien. Habéis puesto tanto amor aquí…, pero hay que terminar, hay que llegar al final. Sin prisa, cuidad de la colocación de la imagen de la Virgen".

El sábado 24 consagró el altar mayor, acompañado entre otros por el rector del santuario, José Luis Saura. El arquitecto de Torreciudad, Heliodoro Dols, le ayudó a poner el cemento para cerrar la tapa del sepulcro del altar. Cuando terminó la ceremonia, dijo entre otras cosas: "Nosotros también somos altares dedicados a Dios. El Señor tiene que venir a aposentarse -lo ha dicho Jesús, no yo: regnum meum intra vos est, mi reino está dentro de vosotros-, a habitar dentro de nuestra alma: en nuestro trabajo, en nuestros afectos, en nuestras alegrías, en nuestras penas, que no son tan grandes, son pequeñas". Fue el primer acto litúrgico que se celebró en el santuario. Por la tarde, san Josemaría hizo una romería desde el crucero a la ermita.

El domingo 25 por la mañana se celebró en el Ayuntamiento de Barbastro el acto de entrega de la Medalla de Oro de la ciudad. Por la tarde, san Josemaría rezó el Rosario delante de los misterios gozosos y dolorosos, y en la capilla de la Virgen de Guadalupe. Al finalizar, se confesó en la capilla de la Virgen del Pilar con don Álvaro del Portillo. Como recordaba César Ortiz Echagüe, la víspera había preguntado si había ya acondicionado algún confesonario, pues le tocaba confesarse (cfr. AVP, III, p. 763).

Al día siguiente, después de rezar el Rosario, emprendió su regreso a Roma. Un mes más tarde, el 26 de junio, falleció santamente cuando entraba en su habitación. El santuario de Torreciudad tenía prevista su inauguración para el día 7 de julio. El primer acto de culto del santuario fue, pues, una misa funeral por san Josemaría.

Después de su beatificación el 17 de mayo de 1992, se encargó al escultor del retablo, Joan Mayné, que realizara una imagen de san Josemaría arrodillado, en actitud orante, mirando hacia el retablo. Fue bendecida por el actual Prelado del Opus Dei, Javier Echevarría, el 5 de julio de 1995.

Martín IBARRA BENLLOCH

 «    TRABAJO, SANTIFICACIÓN DEL    » 

"Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo". Estas palabras, muchas veces repetidas por san Josemaría (cfr. por ejemplo, ECP, 45 ss.), han sido, también muchas veces, ampliamente glosadas y comentadas. No es extraño, porque el ideal de la santificación del trabajo está íntimamente relacionado con la promoción de la llamada a la santidad y al apostolado en medio del mundo, a la que san Josemaría se supo destinado desde el 2 de octubre de 1928.

La vida ordinaria en medio del mundo implica una amplia gama de realidades: vínculos familiares, relaciones de amistad, actividades culturales y deportivas, situaciones de dolor y de enfermedad… San Josemaría no lo ignoraba: de hecho se ocupó de todas ellas. Y, con frase estrictamente paralela a la más arriba citada, afirmó con frecuencia que el cristiano debe "santificar la vida ordinaria, santificarse en la vida ordinaria y santificar a los demás con la vida ordinaria". ¿Cuál fue la razón que llevó a san Josemaría a destacar, entre las diversas realidades que integran la vida ordinaria, precisamente el trabajo? Contestaremos a esta pregunta comenzando por exponer su modo de entender el trabajo.

1. Trabajo y trabajo profesional

El trabajo ha sido descrito por numerosos autores como obra de la inteligencia y de las manos, como tarea de una inteligencia que es capaz de proyectar acciones que transformen la naturaleza, e, inseparablemente, de unas manos que estén en condiciones de poner en práctica lo proyectado. En otras ocasiones, se define como actividad que implica esfuerzo, lo que permite incluir dentro del ámbito del trabajo no sólo las tareas manuales, sino también las intelectuales; concretamente, el estudio.

Sin excluir los rasgos subrayados por esas definiciones, el fundador del Opus Dei tiene muy presente otro aspecto: el social. En su predicación, el trabajo es siempre visto como tarea que se realiza en sociedad y que presupone lo que solemos designar como división del trabajo. Es decir, el hecho de que los seres humanos se especialicen en unas o en otras tareas, lo que permite que, al alcanzar cada uno en la labor que le corresponde niveles superiores de perfección y de eficacia, se potencie la aportación al bien común y al desarrollo.

La mirada de san Josemaría se dirige, en suma, al trabajo no como mera obra de las manos, sino como ocupación, oficio o tarea a la que la persona se dedica de manera estable, de modo que esa ocupación la cualifica ante la sociedad. De ahí que, en su obra, aparezcan con gran frecuencia la palabra "profesión" y la expresión "trabajo profesional", y que, en los casos en que usa sencillamente el término "trabajo", esté siempre connotando todo el trasfondo social y vital -deberes de estado, obligaciones, relaciones sociales, etc - que la profesión supone y trae consigo.

Es esa la razón por la que establece una conexión profunda entre trabajo y vida ordinaria, y por la que pasa fácilmente de una expresión a la otra. El trabajo profesional, con todo lo que le acompaña, connota la vida ordinaria. Y la vida ordinaria tiene en el trabajo -en la dedicación competente y continuada a una tarea social y públicamente reconocida- uno de sus elementos definitorios, e incluso el más claro y universalmente definitorio.

2. Dimensiones del trabajo

"El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad. Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Gn 1, 28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora" (ECP, 47).

Las palabras recién citadas constituyen uno de los textos más densos entre los muchos dedicados por san Josemaría a hablar del trabajo. En dicho texto la realidad humana del trabajo es descrita haciendo referencia a algunas dimensiones básicas, que resulta oportuno destacar:

- la dimensión cósmica, expresión de la capacidad del hombre para dominar la naturaleza orientándola hacia los fines que concibe con su inteligencia;

- la dimensión antropológica, ya que la realización seria, continuada y responsable de la propia tarea contribuye poderosamente a que el hombre adquiera madurez y conciencia de sí;

- la dimensión socio-familiar, puesto que el trabajo, al aportar bienes, permite la constitución y el posterior mantenimiento de la familia;

- la dimensión social e histórica, ya que el trabajo es uno de los factores que más fundamentalmente contribuyen a la estructuración y al progreso de las sociedades;

- su dimensión teológico-creacional, ya que Dios no ha querido dar vida a un universo plenamente hecho y cerrado, sino contar, en orden a la plenitud final, con la acción y la historia humanas;

- su dimensión soteriológica, puesto que, unido a la entrega de Cristo, el trabajo contribuye a la obra salvadora, tanto en los momentos de satisfacción personal, que pueden ser vividos en comunión con Dios, como en los de esfuerzo, fracaso o cansancio que, unidos a la Cruz de Cristo, adquieren valor de salvación.

Esos diversos aspectos son enumerados por San Josemaría siguiendo un orden que podríamos calificar de ascendente, en el que, partiendo de las dimensiones humanas y sociales, se llega a las cristianas y sobrenaturales, que asumen las naturales, dotándolas de plenitud de sentido.

3. Santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo

Al final del texto que acabamos de comentar, el trabajo es calificado como "realidad redimida y redentora", e inmediatamente después como "realidad santificable y santificadora". Y, en otros muchos momentos, San Josemaría habla de "santificación del trabajo", acudiendo a una expresión que evoca la acción o proceso en virtud de la cual una realidad es perfeccionada, infundiendo en ella cualidades nuevas.

San Josemaría tuvo siempre una conciencia muy clara del fundamento teologal de la existencia cristiana. El ser humano no alcanza la santidad, la comunión íntima y vital con Dios, el único Santo, como efecto del simple despliegue de su naturaleza, sino como fruto de un don divino, al que su libertad tiene que abrirse. La santificación del trabajo presupone, por tanto, la acción santificadora de la gracia divina. Y manifiesta a la vez que esa acción de la gracia no hace referencia a un mundo empíreo, ajeno o meramente tangencial al ordinario existir humano, sino que incide derechamente en el núcleo de ese existir.

La ordinaria vida humana, y con ella el trabajo, está llamada a integrarse en el proceso de identificación del cristiano con Cristo. Y esto hasta el extremo de que, en ese proceso, el trabajo tiene la condición de "eje" o "quicio", más aún, de "materia" de la santificación (cfr. ECP, 45, 47; AD, 61, 62, 82). Analicemos con detalle este proceso considerando las tres tablas del tríptico ya citado: "santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo".

a) Santificarse en el trabajo

Santificarse, crecer en santidad, progresar en la vida cristiana, son expresiones equivalentes en la substancia. Todas ellas hacen referencia, en efecto, a lo que, presuponiendo la acción del Espíritu Santo y la comunicación de vida que tiene lugar en los sacramentos, podemos calificar de aspectos subjetivos del proceso de identificación de cada persona con Cristo. Ese proceso implica crecimiento en las virtudes teologales, en la fe, en la esperanza y en la caridad. Y, como consecuencia, una conciencia cada vez más viva del amor que Dios nos tiene, y de la necesidad de una respuesta adecuada a ese amor. Es decir, el impulso a una aceptación rendida de la Voluntad divina y a un trato íntimo y confiado con Él.

Todo esto, en el cristiano llamado a santificarse en medio del mundo, hace referencia de forma decisiva al trabajo. El desempeño de una labor profesional es imposible, en efecto, sin poner en ejercicio la laboriosidad, el aprovechamiento del tiempo, la justicia, la veracidad, la afabilidad, la prudencia, la fortaleza, la paciencia, la magnanimidad… En suma, todo un variado conjunto de virtudes humanas, a las que san Josemaría concedió siempre especial importancia, y en las que será difícil -e incluso imposible- perseverar sin un efectivo reconocimiento del valor del trabajo. Es decir, sin una disposición de ánimo y un modo de entender la vida que lleven a ver en el trabajo no sólo una necesidad o un mero instrumento de dominio, sino una realidad dotada de intrínseca dignidad.

Ahí inciden la luz y la fuerza que brotan de la fe, que da a conocer el amor de Dios, y su designio de salvación; de la esperanza, que reafirma el sentido de la vida y, por tanto, el empeño y la ilusión en el vivir; de la caridad, que lleva a reconocer en el amor la clave del existir humano y a manifestarlo en todo acontecimiento y situación. Todo lo cual tiene repercusiones sobre el trabajo. En el trabajo, si se desempeña cara a Dios, "ponemos en ejercicio -escribe san Josemaría en una de sus Cartas- las virtudes teologales en las que está la cumbre del vivir cristiano. Actualizamos la fe, con nuestra vida contemplativa, en ese diálogo constante con la Trinidad presente en el centro de nuestra alma. Ejercitamos la esperanza, al perseverar en nuestro trabajo, semper scientes quod labor vester non est inanis in Domino (1Co 15, 58), sabiendo que vuestro esfuerzo no es inútil ante Dios. Vivimos la caridad, procurando informar todas nuestras acciones con el amor de Dios, dándonos en un servicio generoso a nuestros hermanos los hombres, a las almas todas" (Carta 15-X-1948, n. 24: AGP, serie A.3, 92-7-1).

La fe, la esperanza y la caridad se radican cada vez más en el alma a través del trato vivo y personal con Dios. El trato con Dios reclama, como punto de apoyo imprescindible, la existencia de ratos de oración, es decir, de momentos específicamente dedicados a la confrontación entre la propia vida y la realidad de Dios. En esos ratos de oración, de diálogo entre el alma y Dios, se hará presente el trabajo, ya que es uno de los componentes básicos de nuestro existir. Y a su vez la oración, al desembocar en una intimidad cada vez mayor con Dios, tenderá a hacerse presente con espontaneidad e intensidad progresivas en el conjunto del vivir, también en el trabajo. Todo trabajo es, en efecto, realidad que puede ser vivida en comunión con Dios, porque Dios, que ama con amor de Padre, contempla el trabajar humano y espera que, en y a través de ese trabajar, se le manifieste amor. De ahí que todo trabajo pueda y deba ser no sólo punto de partida, sino materia para un verdadero diálogo, aunque sin ruido de palabras, con la Trinidad.

"Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración" (C, 335), afirma san Josemaría en Camino. Años después, en una homilía de 1963, expresa con especial énfasis la misma idea: "Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por El, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1Co 10, 31)" (ECP, 48).

Los ratos de oración, las prácticas de piedad -precisa en otro momento-, "te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla; todo lo referirás a tu Padre Dios" (AD, 149).

En y a través del trabajo el cristiano está llamado a llegar a esa cumbre del caminar hacía la santidad que es la vida contemplativa, es decir, una vida vivida con plena conciencia de la cercanía amorosa de Dios y en comunión constante con Él. Acción y contemplación, trabajo y oración, dedicación y empeño a la propia tarea y diálogo con Dios tienden así a fundirse en unidad de vida. El cristiano, todo cristiano, puede, con el crecer de su oración, llegar a ser "contemplativo en medio del mundo", también obviamente en su humano trabajar. "Nuestra vida es trabajar y rezar, y, al revés, rezar y trabajar. Porque llega un momento en el que no se saben distinguir estos dos conceptos, esas dos palabras, contemplación y acción, que terminan por significar lo mismo en la mente y en la conciencia" (Carta 9-I-1932, n. 14: AGP, serie A.3, 91-3-2; ver también la homilía Hacia la santidad, de claro sabor autobiográfico, en Amigos de Dios).

b) Santificar con el trabajo

Si la expresión "santificarse en el trabajo" nos sitúa ante la vocación cristiana como llamada a la comunión y unión con Dios, las palabras "santificar con el trabajo" remiten a otro aspecto esencial de la vocación cristiana: su carácter de llamada a participar en la misión salvífica confiada por Cristo a los Apóstoles y a la Iglesia, es decir, en la tarea de atraer a la humanidad entera hacia Dios. Y, más concretamente, al hecho de que el cristiano que vive en medio del mundo puede y debe contribuir a esa tarea precisamente gracias al desempeño del propio trabajo profesional.

Al hablar de apostolado, san Josemaría presupone siempre una consideración de fondo: el punto de partida de la acción apostólica radica en la personal conciencia acerca de las riquezas implicadas en la condición cristiana. El apostolado debe ser por eso -comenta en una de sus homilías-, "ansia que come las entrañas del cristiano corriente", y que, en consecuencia, informa el existir ordinario de modo que, "al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo" (AD, 264). Y esto con espontaneidad, sin que la advertencia de las dimensiones apostólicas de la vocación cristiana perjudique -y menos aún, adultere- los rasgos propios de la condición secular y profesional. "¿Qué cambia entonces?", se pregunta. Y enseguida responde: "Cambia que en el alma (…) se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio, y un deseo irreprimible de anunciar a todas las criaturas las magnalia Dei (Hch 2, 11), las cosas maravillosas que hace el Señor, si le dejamos hacer" (AD, 265).

El anuncio de Cristo, la referencia al sentido cristiano del vivir, debe, en el existir del cristiano, entrelazarse con el trabajo y las incidencias que lo jalonan. Naciendo de la vida corriente se expresará, de ordinario, en palabras sencillas, que van de amigo a amigo, de compañero a compañero, abriendo, con naturalidad, perspectivas cada vez más hondamente humanas y cristianas. Será, en consecuencia, un apostolado que tiene lugar al "recorrer juntos el camino de la vida profesional y civil" y que el fundador del Opus Dei gustó de llamar "apostolado de amistad y confidencia". "Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo… Todo eso es «apostolado de la confidencia»" (C, 973).

En una de sus homilías, después de haber recordado que todo cristiano ha recibido la misión de dar a conocer a Cristo, glosa ampliamente esa misma idea: "Quizás alguno se pregunte cómo, de qué manera puede dar este conocimiento a las gentes. Y os respondo: con naturalidad, con sencillez, viviendo como vivís en medio del mundo, entregados a vuestro trabajo profesional y al cuidado de vuestra familia, participando en los afanes nobles de los hombres. (…) Actuando así daremos a quienes nos rodean el testimonio de una vida sencilla y normal, con las limitaciones y con los defectos propios de nuestra condición humana, pero coherente. Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás? Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones" (ECP, 148; el texto contiene, como es fácil advertir, una referencia implícita al comentario de los discípulos de Emaús, narrado en Lc 24, 13-33).

El apostolado del cristiano corriente presupone una realidad de vida. Es decir, un sincero empeño por vivir según el ideal cristiano. Con el testimonio de una vida cristiana ordinaria, pero coherente, y con palabras espontáneas y naturales, partiendo de su trabajo y en medio de él, el cristiano -todo cristiano- podrá y deberá ser levadura que hace fermentar la masa (cfr. AD, 257-258); brasa encendida que caldea los caminos de la tierra con el fuego divino que lleva en el corazón (cfr. C, 1); piedra caída en el lago, que da origen a un círculo, y este a otro y a otro, llevando así hasta los confines de la tierra el nombre de Cristo (cfr. C, 831).

Y todo esto -repitámoslo- como consecuencia del desarrollo de una fe, una esperanza y una caridad que aspiran a informar el existir diario. De ahí que para el cristiano que vive en medio del mundo, el apostolado "no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad, a su ocupación profesional", sino algo "connatural" (ECP, 122). Es esta la razón por la que el fundador del Opus Dei de ordinario hablaba no tanto de hacer apostolado, cuanto de ser apóstoles. El apostolado no es para el cristiano una ocupación sectorial a la que se le dedica una parte de la jornada, sino, mucho más profundamente, una orientación permanente del alma, de la que brotarán, ciertamente, palabras y acciones concretas, que la expresarán, pero sin agotarla, puesto que son -deben ser- fruto de una disposición del espíritu que tiende, por su propia naturaleza, a impregnar toda la vida.

4. Santificar el trabajo

"Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo", son, en la predicación de san Josemaría, expresiones vinculadas entre sí por nexos profundos, ya que constituyen tres dimensiones de un fenómeno unitario: el vivir secular cristiano, en el que la relación con Dios y el servicio a los demás, la santidad y el apostolado, presuponen la cumplida realización del trabajo y revierten sobre él. El ideal al que convoca el fundador del Opus Dei no es a santificarse y santificar a los demás mientras se trabaja, sino, más precisa y comprometidamente, a santificarse y santificar santificando el trabajo.

Ahora bien, ¿qué significa santificar el trabajo? Respondamos con palabras de F. Ocáriz: "santificar el trabajo no es «hacer algo santo» mientras se trabaja, sino precisamente «hacer santo el trabajo mismo»" (OCÁRIZ, 2000, p. 263). Es decir, impregnar el acto de trabajar con la luz, la fuerza y las exigencias que derivan de la fe cristiana. Un punto de Camino -"Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo" (C, 359)-, puede ayudar a explicar más plenamente lo que acabamos de decir, con una condición: que tengamos presente la intensidad que debe atribuirse a la palabra "motivo" y a su equivalente, el vocablo "intención". El término motivo o intención indica aquí, en efecto, no un simple deseo, o una aspiración sobreañadida a una acción previamente constituida, sino una decisión profunda de la voluntad, que cualifica la acción determinando su fisonomía. De ahí que, como escribe Álvaro del Portillo, en referencia al punto de Camino arriba citado, "la finalidad sobrenatural no es como un sello que se adhiere exteriormente al trabajo del hombre y que lleva la mercancía -sana o averiada- a su destino sin rozarla siquiera", sino un impulso que conforma interiormente la acción y, en su caso, la corrige (DEL PORTILLO, 1992, p. 104).

¿Qué consecuencias tiene ese impulso que conduce a la acción y la conforma? En términos generales, podríamos expresarlo diciendo que implica una realización humana y cristianamente acabada del trabajo, es decir, un desempeño de la acción de trabajar que asuma por entero lo que ese concreto trabajar reclama y que, en consecuencia, desemboque en un producto o fruto dotado de plena riqueza y valor. Glosemos esta afirmación en dos pasos consecutivos.

a) Trabajar bien, con competencia profesional

En coherencia con todo lo dicho, san Josemaría, al comentar lo que implica el ideal de la santificación del trabajo, comienza de ordinario enunciando una exigencia en apariencia sencilla, aunque preñada de implicaciones: santificar el trabajo reclama trabajar bien, con seriedad y competencia profesionales. "El trabajo no puede ser nunca para vosotros un juego, que no se toma en serio; ni tampoco cosa de dilettanti o de aficionados. Qué me importa a mí, que me digan de uno de mis hijos que es, por ejemplo, un mal maestro, y un buen hijo mío: si no es un buen maestro ¿de qué me sirve? Porque, en realidad, no es un buen hijo mío, si no ha puesto los medios para mejorar en su profesión. Hemos de trabajar como el mejor de los colegas. Y si puede ser, mejor que el mejor. Un hombre sin ilusión profesional no me sirve" (Carta 15-X-1948, n. 15: AGP, serie A.3, 92-7-2).

La necesidad de trabajar bien, desempeñando el propio oficio con competencia profesional y perfección humana, ha sido comentada por san Josemaría acudiendo a una amplia gama de argumentaciones. Con frecuencia, como acontece en los textos recién citados, hace referencia a la necesidad de respetar la naturaleza de las cosas, a la responsabilidad respecto a la colectividad que incumbe a todo ciudadano… En otros momentos, recuerda que el trabajo, como la totalidad de la existencia humana, es objeto de contemplación por parte de Dios y debe, por tanto, ser vivida de modo digno de Dios. "No podemos ofrecer al Señor -se lee en una de sus homilías- algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él (Lv 22, 20). Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable" (AD, 55).

b) Trabajar con conciencia del deber y espíritu de servicio

"Trabajar bien" implica no sólo competencia profesional y una realización técnicamente acabada de la propia tarea, sino también -y con singular fuerza- el fiel desempeño de las obligaciones asumidas, la lealtad a los compromisos adquiridos, el cabal cumplimiento de los contratos, etc.; en suma, todo cuanto hace referencia a esa virtud humana fundamental que es la justicia.

San Josemaría se refirió en múltiples ocasiones a la justicia destacando su importancia para el vivir social. A la vez gustaba de recordar que la justicia, en cuanto virtud, va más allá del estricto sentido del deber y ha de ser completada con la caridad. La dignidad del trabajo -leemos en una homilía fechada precisamente un 19 de marzo, en la festividad de ese trabajador que fue san José- "está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio"; por eso -continúa- "el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos" (ECP, 48), sino actuar de manera que esa construcción de objetos contribuya a crecer en el amor a Dios y a expresar ese amor en obras de servicio. Vivir el trabajo cara a Dios, santificarlo, reclama ser conscientes de la dimensión social que el trabajo tiene de por sí y en consecuencia no sólo afrontar con sentido de responsabilidad las obligaciones y deberes que comporta, sino actuar con un hondo sentido de la solidaridad y de los vínculos que unen entre sí a los hombres.

Esos principios generales se prolongan y concretan, en la predicación del fundador del Opus Dei, mediante consideraciones que hacen referencia a dos círculos, uno más reducido y otro más amplio, que cabe trazar teniendo por centro al ser humano que trabaja. En primer lugar, el formado por el conjunto de personas, desde colegas y compañeros hasta clientes y proveedores, con los que el trabajo pone en relación. Santificar el trabajo implica santificar ese conjunto de relaciones, ante todo cumpliendo fiel y esmeradamente las propias obligaciones, pero también tratando a los demás con el aprecio que merecen como personas, creando y manteniendo un ambiente de comprensión, de amistad, de solidaridad. En suma, contribuyendo con el propio modo de actuar a que el contexto laboral en el que cada uno está inserto sea, superando las dificultades y tensiones que puedan presentarse, un ámbito cada vez más humano y, en consecuencia, más cordial. El cristiano debe esforzarse siempre por manifestar la caridad de Cristo con "sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz" (ECP, 166), y ser así sembrador de esa paz y esa alegría que son connaturales al Evangelio (la expresión "sembradores de paz y alegría" es frecuente en los escritos de san Josemaría; ver por ejemplo ECP, 168 y AD, 105).

Pero este primer círculo se sitúa en el interior de otro más amplio: el constituido por la sociedad en la que cada persona vive, y, en última instancia, por el conjunto de la humanidad. De ahí que el cristiano deba trabajar teniendo como horizonte no sólo su propia persona, su propia familia y sus compañeros y colegas, sino también la sociedad que le rodea y el conjunto de la familia humana. "El trabajo ordinario, en medio del mundo -son palabras de san Josemaría en una de sus Cartas-, os pone en contacto con todos los problemas y preocupaciones de los hombres, puesto que son vuestras mismas preocupaciones y vuestros mismos problemas: sois cristianos corrientes, ciudadanos como los demás. Vuestra fe os tiene que guiar, al juzgar sobre los hechos y las situaciones contingentes de la tierra. Con plena libertad obraréis, porque la doctrina católica no Impone soluciones concretas, técnicas, a los problemas temporales; pero sí os pide que tengáis sensibilidad ante esos problemas humanos, y sentido de responsabilidad para hacerles frente y para darles un desenlace cristiano" (Carta 15-X-1948, n. 28: AGP, serie A.3, 92-7-2).

5. Santificación del trabajo y transformación del mundo

La reflexión teológica sobre el trabajo ha procedido en la época contemporánea siguiendo dos líneas diversas, aunque, en más de un aspecto, complementarias. La primera, que se desarrolla sobre todo en los años 1945 y siguientes, centra la atención en el fruto o producto que proviene del trabajo y, desde una perspectiva formalmente teológica, en la eventual conexión de los procesos históricos con la escatología. La segunda coloca el acento en el acto o acción de trabajar y por tanto en el hombre en cuanto sujeto del trabajo.

San Josemaría siguió siempre con interés las cuestiones que agitaron la Iglesia de su tiempo, especialmente las relacionadas con la llamada universal a la santidad y la vocación y misión de los laicos. Pero, consciente de lo que reclamaba la tarea de fundador, procuró mantenerse ajeno a los debates teológicos. Así aconteció también respecto al debate al que acabamos de aludir, sobre el que no encontramos referencias, a no ser breves y de ordinario indirectas, en sus escritos. Sería por lo demás inadecuado intentar adscribirlo a alguna línea concreta de pensamiento, ya que su enseñanza se sitúa a otro nivel.

Cabe sostener sin embargo que, al menos en parte, se acerca -al igual que lo hiciera Juan Pablo II en la Cart. Ene. Laborem exercens- a la segunda de las líneas mencionadas, como lo pone de manifiesto el punto 301 de Camino: "Dios quiere un puñado de hombres «suyos» en cada actividad humana. -Después… «pax Christi in regno Christi» -la paz de Cristo en el reino de Cristo". La perspectiva de una irradiación del Evangelio en la realidad histórico- social estuvo presente, desde el inicio, en la mente y en la predicación de san Josemaría. Y lo estuvo en virtud de un itinerario cuyo inicio radica en una profundización en la condición teologal del existir cristiano, de la que brota un empeño decidido por plasmar en obras lo que la fe reclama, sea en general, sea en referencia al actuar en el mundo. La conciencia viva de la cercanía de Dios no debe llevar en modo alguno a dejar en segundo plano la realidad y el valor de lo creado, sino todo lo contrario. Debe en efecto conducir, especialmente en el fiel cristiano llamado a vivir en medio del mundo, a percibir el lugar que las realidades temporales ocupan en el designio divino sobre la creación y, en consecuencia, a asumirlas con dedicación y hondura. En otras palabras, a trabajar bien, con competencia técnica y espíritu de servicio, de modo que el trabajo despliegue toda su fecundidad humanizadora.

Conocimiento cada vez más detallado de la realidad (ciencia), incremento de la capacidad de dominio de la naturaleza (técnica), advertencia clara de la responsabilidad que incumbe al hombre en cuanto protagonista de la historia (ética), conciencia de la dignidad trascendente del ser humano y de su llamada a la comunión con Dios (espiritualidad), son, en suma, los pilares sobre los que se fundamenta la humanización del mundo a la que el trabajo puede conducir. Y que san Josemaría connotó en todo momento como fruto de la verdadera santificación de la acción de trabajar.

José Luis ILLANES

 «    TRINIDAD SANTÍSIMA    » 

En su predicación san Josemaría fue siempre a lo esencial, a los misterios centrales de nuestra fe y, como consecuencia, sus consideraciones, de un modo u otro, siempre tienen como horizonte el misterio de la Trinidad: el amor de Dios Padre que entrega a su Hijo, el amor del Hijo que le lleva a ofrecer su vida en sacrificio, y la acción santificadora del Espíritu. Toda su doctrina espiritual fue hondamente trinitaria y cristológica.

1. Importancia de la Trinidad en la vida y en la predicación de san Josemaría

Como lo atestiguan sus escritos espirituales, san Josemaría tuvo desde muy pronto un cálido trato con cada una de las tres divinas Personas, subrayando la distinción existente entre ellas según las características que manifiestan en la historia de la salvación: el Padre es la fuente y origen de todo; el Hijo, la Palabra del Padre que se hace hombre para que los hombres se conviertan en hijos de Dios, y el Espíritu Santo es el Santificador, el que une a los hombres con Dios haciéndolos uno con Cristo.

Uno de los rasgos que san Josemaría recalcaba en su itinerario espiritual, con gran conmoción interior, es la filiación divina y, en consecuencia, la paternidad de Dios. En una homilía datada en abril de 1964, hacía la siguiente confidencia: "la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre" (AD, 143). Se estaba refiriendo a la intuición sobrenatural con que percibió la gozosa realidad de la filiación divina y, en consecuencia, de la paternidad de Dios. Esta paternidad aparece ya en sus Apuntes íntimos, en Santo Rosario y en Camino, como la verdad que sirve de fundamento a su vida espiritual.

El Verbo está presente en san Josemaría, sobre todo, en cuanto Verbo encarnado, con un nombre entrañablemente humano: Jesús. Él es la Sabiduría y la Palabra del Padre, una Palabra llena de amor, pues es "la Palabra de la que procede el amor" (ECP, 162). Con su "Corazón de carne, con un Corazón como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y testimonio constante del misterio inenarrable de la caridad divina" (ibidem). El único camino hacia el Dios-Trinidad es precisamente la Humanidad del Señor (cfr. AD, 300-303).

En la vida espiritual de san Josemaría, este gran "descubrimiento" interior se sitúa entre el 22 de septiembre y el 17 de octubre de 1931. En el otoño del año 1932 tuvo lugar otro "descubrimiento", también de hondas y perdurables consecuencias en su vida interior y en su pensamiento teológico: la importancia de la obra del Espíritu Santo en el alma. Pedro Rodríguez ofrece un texto, tomado de Apuntes íntimos, de gran elevación mística. En él, san Josemaría describe cómo percibe la importancia de la presencia del Espíritu Santo en el alma: "Hasta ahora, sabía que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla… pero no cogí esa verdad de su presencia (…) siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente…, facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender (…) -Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sáncte Spiritus!…" (CECH, p. 270; cfr. F, 514).

Cuando san Josemaría habla de Dios, piensa sobre todo en el Dios-Trinidad. Así se ve, por ejemplo, en su lectura de los primeros capítulos del Génesis: "La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza (Gn 1, 26); lo ha redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma nuestra: el que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23)" (ECP, 84).

Libertad humana que brota de la libertad que existe en la Trinidad. He aquí un texto muy expresivo tomado de una homilía titulada precisamente La libertad, don de Dios: "En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh, Dios!, tu voluntad (Hb 10, 7)" (AD, 25).

Cuando san Josemaría describe el amor de Dios hacia el hombre, recuerda con frecuencia que ese amor es trinitario. Encontramos un pasaje sobre la Trinidad especialmente elocuente en una homilía pronunciada el Jueves Santo de 1960, en la que dedica amplio espacio a hablar de su relación con la Eucaristía: la "corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía" (ECP, 85). Aquí, en el centro del misterio cristiano, llega también a su punto más álgido la manifestación del amor de Dios a los hombres: "Toda la Trinidad está presente en el sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora" (ECP, 86).

San Josemaría está enunciando en estos párrafos verdades que le son muy queridas, tanto en lo que se refiere a la celebración de la santa Misa y a la naturaleza del sacerdocio ministerial -la liturgia, especialmente la santa Misa, es opus Trinitatis, obra de la Trinidad- como en lo que se refiere al misterio del Amor de Dios: "La Misa -insisto- es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo" (ibidem). Al celebrar, el sacerdote penetra, por así decirlo, en la corriente de amor trinitario precisamente porque, actuando en la persona y en el nombre de Cristo, ofrece el holocausto al Padre con la santificación del Espíritu Santo (cfr. ECP, 86).

El camino más directo para tratar a la Trinidad Beatísima se encuentra en la santa Misa: "Asistiendo a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas: al Padre, que engendra al Hijo; al Hijo, que es engendrado por el Padre; al Espíritu Santo que de los dos procede. Tratando a cualquiera de las tres Personas, tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad, tratamos igualmente a un solo Dios único y verdadero" (ECP, 91).

2. La homilía Hacia la santidad

Resulta muy ilustrativo cuanto se dice en la homilía Hacia la santidad sobre la importancia que tiene en el pensamiento de san Josemaría la contemplación de la Trinidad Beatísima. En esta homilía se describen las líneas generales del itinerario del hombre hacia Dios. Tras hablar de la llamada universal a la santidad, de oración, de presencia de Dios y de trato con Nuestro Señor Jesucristo, añade: "Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo" (AD, 299). El camino hacia la Trinidad ha de recorrerse en estrecha unión con Cristo por medio del Pan y la Palabra.

La unión con Cristo significa muchas veces el encuentro con la Cruz y entrar en tiempos de "purgación pasiva" (AD, 302). Estos tiempos se recorrerán en medio de la paz y de la alegría, pues si de verdad amamos a Cristo, "si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él" (AD, 306). Estamos ante la verdad de la inhabitación de la Trinidad en el alma y sus consecuencias ascéticas.

Como si el alma pudiese tener experiencia de esta morada de Dios en ella, prosigue: "El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!" (AD, 306).

San Josemaría se refiere claramente a la contemplación de la Trinidad Beatísima en medio del ajetreo diario. Las expresiones que utiliza para describir esta contemplación son similares a las que utilizan los autores espirituales para hablar de la contemplación como fruto de los dones del Espíritu Santo. He aquí algunas expresiones muy gráficas de cómo concibe esta contemplación: "Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas" (AD, 307).

Estas palabras de san Josemaría nos hacen recordar los maravillosos párrafos en los que san Juan de la Cruz describe la unión del alma con la Trinidad Santa y la inhabitación de Dios en el alma, o mejor dicho, la inhabitación del alma en Dios. Desde luego, queda claro que san Josemaría está hablando de contemplación y trato con la Trinidad en la vida ordinaria. "No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces, metidos en la senda estrecha que conduce a la vida! (Mt 7, 14)" (AD, 307).

San Josemaría es bien consciente de que está mencionando una verdadera meta de la experiencia espiritual, y esto en la vida ordinaria. Se trata de "fenómenos ordinarios" que, al mismo tiempo, son una auténtica "locura de amor". Surgen aquí, por una lógica asociación de ideas, unas preguntas que nos llevan a entender la importancia de la unión con la Trinidad Beatísima -con cada una de las divinas Personas- en la vida ordinaria: "¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios. Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia (…). Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual -son infinitas-, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta" (AD, 308).

San Josemaría utiliza las palabras con precisión. Está hablando de contemplación y de unión con la Trinidad, con cada una de las Personas; son términos bien conocidos en la teología espiritual. Habla también de vida ordinaria y de muchos cristianos "yendo adelante por su propia vía espiritual". Nos encontramos, pues, ante una gran paradoja, pero esa paradoja desaparece, si se tiene presente la honda convicción con que san Josemaría se apoya en la llamada universal a la santidad. Esta contemplación de la Trinidad será siempre "merced" de Dios, una merced que corresponde al don de la universal llamada a la santidad, al hecho de que somos hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo y a la realidad de la inhabitación de la Trinidad en el alma.

3. Unidad y Trinidad

San Josemaría hace hincapié en la distinción de Personas, considerando la Trinidad como una comunión de vida y de amor en su perfecta unidad, y aconseja tratar a cada una de las Personas en su distinción: "Trata a las tres Personas, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Y para llegar a la Trinidad Beatísima, pasa por María" (F, 543).

La gloria que el cristiano debe dar a Dios tiene también estructura trinitaria. Así aparece ya en Camino: "Que ningún afecto te ate a la tierra, fuera del deseo divinísimo de dar gloria a Cristo y, por Él, con Él y en Él, al Padre y al Espíritu Santo" (C, 786). La devoción a la Trinidad tiene una evidente dimensión cristológica: "Nuestro Maestro es Cristo: el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino" (AD, 252).

En todos estos consejos, san Josemaría se atiene sobriamente a las formulaciones del Símbolo y a las doxologías de la Liturgia, con una gran fe y con un gran sentido eclesial. Y es que, dice citando a san Cipriano, "somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (ECP, 89). Refleja también como realidad largamente vivida su propio itinerario espiritual en el trato con la Trinidad Beatísima y con cada una de las Personas divinas. En este sentido, conviene anotar que los dos planos de la consideración del misterio trinitario -la Trinidad ad intra y la Trinidad ad extra, es decir, la Trinidad inmanente y la Trinidad económica- están muy presentes y netamente distinguidos en su enseñanza.

De la primera Persona, san Josemaría considera sobre todo su paternidad y su fontalidad: todo procede del Padre, Él es el origen de la corriente trinitaria de amor, Él es quien toma la iniciativa de ofrecer al hombre la Alianza. En esta cuestión, como ya se ha advertido en la voz Dios Padre, son de sumo interés las anotaciones y los comentarios de Pedro Rodríguez, en su edición crítico-histórica de Camino, especialmente en los números 267 y 435. San Josemaría contempla la paternidad del Padre con los ojos de Nuestro Señor, uniendo su Abba al Abba de Jesús. Así lo formulaba en una meditación predicada el 28 de abril de 1963: "Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!, Abba!, Abba! (…) Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios" (cfr. también ILLANES, 2008, pp. 471-472). Illanes comenta, con razón, que este texto y el conjunto de la meditación testimonian la madurez tanto espiritual como teológica alcanzada por san Josemaría, que pone aquí "de manifiesto el sentido profundo de donde dimana el sentido de la filiación y, más concretamente su desarrollo".

En lo que se refiere al Hijo, san Josemaría se detiene sobre todo, como es lógico, en su Humanidad y en los misterios de su vida, en los gesta et passa Christi. Basta recordar cómo es esta contemplación en los libros Santo Rosario y Vía Crucis. En la homilía dedicada al Corazón de Jesús, encontramos toda una teología trinitaria y cristológica: "Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos diiectionis thesauros (Oración de la misa del Sagrado Corazón), tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño (…). El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios, es Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor" (ECP, 162), dice san Josemaría siguiendo a san Agustín y santo Tomás (cfr. S.Th. I, q. 43, a. 5; De Trinitate, IX, 10).

También la devoción al Espíritu Santo está presente con fuerza decisiva en la vida y en la predicación de san Josemaría. Del Espíritu Santo, destaca su poder de santificar y de unir con Dios: es Él quien nos identifica con Cristo y a través de Él nos introduce en la vida de amor trinitario: "Para concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos impulse a tratar al Espíritu Santo -y, con Él, al Padre y al Hijo- y a tener familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad -repito-, vida de oración, unión con la Cruz" (ECP, 135).

Quizás el modo más ajustado a la hora de señalar cómo se encuentra presente en los escritos de san Josemaría el misterio de la Trinidad sea decir que se encuentra presente como amor, según la frase joánica Dios es Amor (1Jn 4, 16) o, utilizando una conocida expresión teológica, como communio personarum: "el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un Corazón humano (…) el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús" (ECP, 169).

4. La "trinidad de la tierra" y la Trinidad del cielo

San Josemaría se refiere a la Sagrada Familia como la "trinidad de la tierra", considerando que en ella se manifiesta de forma especial el misterio Trinitario, comunidad de vida y amor, y subraya con fuerza la relación de santa María y la Trinidad.

Ya antes de la redacción de Camino, san Josemaría gusta dirigirse a Santa María recordando su relación con cada una de las tres Personas de la Santísima Trinidad: "¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!… Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole: Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo… ¡Más que tú, sólo Dios!" (C, 496). En la edición crítico-histórica de Camino (CECH, pp. 649-651, nts. 15-17), Pedro Rodríguez recuerda la historia de esta oración de honda raigambre popular y ofrece un testimonio de 1939, que documenta que, ya en esa fecha, san Josemaría aconsejaba considerar el misterio de María en su relación a la Santísima Trinidad.

Es lo mismo que encontramos mucho tiempo después en Amigos de Dios, 274: "Esta celebración nos lleva a considerar algunos de los misterios centrales de nuestra fe: a meditar en la Encarnación del Verbo, obra de las tres Personas de la Trinidad Santísima. María, Hija de Dios Padre, por la Encarnación del Señor en sus entrañas inmaculadas es Esposa de Dios Espíritu Santo y Madre de Dios Hijo". San Josemaría se refiere a la Sagrada Familia como la "trinidad de la tierra", considerando que en ella se manifiesta de forma especial el misterio Trinitario, comunidad de vida y amor, y subraya con fuerza la relación de santa María y la Trinidad.

5. Las devociones trinitarias

San Josemaría, que era partidario de "pocas devociones particulares, pero constantes" (C, 552), en 1959 comunicó a los miembros del Opus Dei que era conveniente comenzar la costumbre de rezar o cantar el Trisagio Angélico en el triduo anterior a la fiesta de la Trinidad, y de rezar y contemplar con frecuencia el Símbolo Quicumque. Con ambas costumbres se pretende manifestar la devoción a la Trinidad con actos de adoración y de fe explícita en las verdades reveladas sobre el misterio central de nuestra fe.

Lucas Francisco MATEO-SECO