Diccionario

Varón y mujerVenezuelaVeracidadVia CrucisViajesVida interiorordinariaVilla delle RoseTevereVirtudesVocaciónde San JosemaríaVoluntad de Dios

Varón y mujer
1. Dignidad humana y vocación divina del hombre y de la mujer
2. Igualdad y diferencia
3. Varón y mujer en la sociedad y en la Iglesia
Venezuela
1. El inicio de la labor apostólica
2. Primer viaje de san Josemaría
3. Segundo viaje
4. Continuidad de la labor
Veracidad
1. Naturaleza y fundamentos
2. Veracidad e intransigencia
3. Dificultades para vivir la veracidad
4. Actuaciones opuestas a la veracidad
Via Crucis (libro)
1. Historia del libro
2. Contenido
3. Dinámica interna
4. Estilo literario
5. Difusión
Viajes apostólicos
1. Viajes desde Burgos (1938-1939)
2. Viajes desde Madrid por España y Portugal (1939-1946)
3. Viajes desde Roma por Europa (1946- 1958)
Vida interior
1. Rasgo específico: la vida interior en medio del mundo
2. Crecimiento cristiano y vida interior
3. La vida interior, fruto de la gracia y de las virtudes teologales
4. Vida interior, recogimiento y existencia ordinaria
5. Vida interior y apostolado
Vida ordinaria, santificación de la
1. La “vida ordinaria”: punto de referencia del espíritu del Opus Dei
2. La vida ordinaria en la historia de la espiritualidad y de la cultura
3. La grandeza cristiana de la vida ordinaria: dimensiones subjetiva y objetiva
4. La transmisión del mensaje: algunas expresiones y metáforas utilizadas por san Josemaría
5. En la coyuntura actual contemporánea
Villa delle Rose
Villa Tevere
1. La necesidad de una sede central del Opus Dei en Roma
2. La historia anterior de la casa
3. El Pensionato
4. Los edificios y su evolución
5. La iglesia prelaticia de Santa María de la Paz
Virtudes: consideración general
1. El lugar de la consideración de la virtud en la enseñanza de san Josemaría
2. La definición de virtud y la distinción entre virtudes sobrenaturales y virtudes humanas
3. Las virtudes sobrenaturales o teologales
4. Las virtudes humanas o morales
5. Las virtudes y los dones del Espíritu Santo
Vocación
1. La vida cristiana como vocación
2. Dimensiones de la vocación: responder al amor de Dios y animar a los demás a amarle
3. Diversidad de vocaciones
4. La vocación al Opus Dei, concreción de la vocación bautismal
5. Fidelidad a la vocación
Vocación de San Josemaría
1. Los “barruntos”
2. La puesta en práctica de la decisión de hacerse sacerdote
3. Una oración intensa
Voluntad de Dios
1. Santidad y voluntad de Dios
2. La paternidad de Dios
3. Abandono y libertad
4. Voluntad de Dios y Cruz
5. Santidad en la vida ordinaria

 «    VARÓN Y MUJER    » 

A comienzos del siglo XX se desarrolló en el mundo occidental una amplia literatura sobre la distinción-relación entre varón y mujer, dando origen a planteamientos antropológicos muy diversos. San Josemaría conoció ese debate, pero su doctrina sobre la vocación del varón y de la mujer no bebe de esas fuentes ni se desarrolla en diálogo con ellas. Su doctrina se fundamenta en las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia, y en su experiencia como fundador de una institución, el Opus Dei, destinada a promover la llamada a la santidad y, por tanto, también al desarrollo de la personalidad humana entre personas, hombre o mujer, de los más variados países y condiciones.

1. Dignidad humana y vocación divina del hombre y de la mujer

San Josemaría, con toda la tradición judeo-cristiana, enseñó que existe una unidad fundamental entre varón y mujer. Uno y otra son iguales en dignidad como seres creados por Dios a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1, 22) y corresponsables, por mandato divino, de la doble tarea de transmitir la vida y dar origen a la historia y a la cultura (“Creced, multiplicaos, llenad la tierra y dominadla”: Gn 1, 28). Esas afirmaciones del Génesis, esa doctrina sobre la igualdad originaria del varón y la mujer, se completa en la antropología cristiana con el conocimiento de la filiación divina que Cristo nos ha ganado en la Cruz. “La mujer tiene en común con el varón su dignidad personal y su responsabilidad, y -en el orden sobrenatural- todos tenemos una idéntica filiación divina adoptiva (Ga 3, 26-28)” (Carta 29-VII-1965, n. 4: AGP, serie A.3, 94-4-1).

Todo bautizado ha de saberse miembro de la familia universal de los hijos de Dios, a la que están llamados todos los seres humanos. No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios, enseña (cfr. ECP, 13). Todas las personas -varones y mujeres, ancianos, sanos y enfermos-, iguales en dignidad, merecen respeto y amor. Todos, mujeres y hombres, de cualquier edad, condición, estado u oficio, en las circunstancias en que se encuentran, en el ejercicio de los diversos trabajos pueden, apoyados en la gracia de Dios que es nuestro Padre, alcanzar la plenitud de vida, la santidad. Para hacerlo posible, Cristo estableció la Iglesia, que conserva y transmite su doctrina y comunica la gracia que hace posible el vivir cristiano. Esa es la gran tarea de los hijos de Dios: santificarse y contribuir, dándose como Cristo lo hizo, hasta la Cruz, para la santificación de los demás. En este horizonte de la llamada universal a la santidad, enmarcó san José- maría la consideración de la dignidad y el valor de toda persona.

Enseñó que el varón y la mujer poseen condiciones para realizar -según sus aptitudes personales- todos los trabajos que contribuyen al bien común y dignifican a la persona que los realiza. Por eso, desde los comienzos de su labor pastoral abrió horizontes a las mujeres y a los varones para que acometieran con garbo y confianza en Dios el trabajo profesional que libremente eligiesen (intelectual, manual, de gestión, etc.). Y situó tanto a los varones como a las mujeres que se incorporaban al Opus Dei, ante un horizonte de vida espiritual y de formación doctrinal-teológica que les permitiera realizar con sentido cristiano la tarea profesional, familiar o social que cada uno debía llevar a cabo, y en ese contexto dar vida a un hondo apostolado del testimonio y de la doctrina.

Cumplir la Voluntad de Dios en el deber de cada instante, santificando la propia ocupación u oficio, exige el ejercicio de las virtudes cardinales y morales. San Josemaría lo vio hecho realidad en sus propios padres, en el hogar en que Dios le hizo nacer. Con convicción realista supera tópicos que adscriben algunas virtudes especialmente al varón o a la mujer: “Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor” (C, 982); “¿Quién te ha dicho que hacer novenas no es varonil? -Varoniles serán esas devociones, cuando las ejercite un varón...” (C, 574); “¿Quién calumnió a la mujer diciendo que la discreción no es virtud de mujeres?” (C, 652).

Las virtudes no son cualidades instintivas sino que hay que radicarías en el alma con empeño decidido, venciendo los obstáculos que oponen el “yo” o las circunstancias. Enseña san Josemaría que santificarse exige partir de la realidad de lo que somos, teniendo los pies en la tierra y la cabeza en el cielo. Y advierte: “Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y pasiones, con tristezas y con alegrías” (ECP, 103). Por esto enseña a amar a Dios implicando la capacidad afectiva que, en lo humano, todos tenemos: “con el mismo corazón con el que quiero a mis hijos, con el que he querido a mis padres”. A la vez, sale al paso de las posibles dificultades que cada uno puede encontrar en su camino: a los casados les expone con claridad los medios que han de poner para continuar fieles hasta el final, renovando el amor que los unió; a los que no han podido tener hijos les orienta a cuidar de los que les rodean, con la dedicación que puedan asumir; a los célibes les impulsa a amar a Dios con corazón indiviso; a los que ocupan posiciones relevantes en la sociedad les recuerda su responsabilidad; a los que realizan tareas sin relieve aparente les hace ver que nada está oculto a los ojos de Dios. A todos, hombres o mujeres, los convoca a alcanzar una honda personalidad humana y cristiana.

La igualdad fundamental del varón y la mujer, predicada por san Josemaría, se manifiesta en la igualdad espiritual, moral y jurídica que caracteriza al Opus Dei. Hay un mismo espíritu, una única vocación y son ¡guales los medios para realizarla: “El espíritu es único, el mismo para todos, el que Dios ha querido para esta Obra que es suya” (Carta 29-VII-1965, n. 2: AGP, serie A.3, 94-4-1). “Por esa identidad del espíritu y del modo de hacer el apostolado, es norma general establecida en nuestras leyes -precisaba san Josemaría- que todo cuanto escribo va dirigido, de ordinario, tanto a mis hijos como a mis hijas, siempre que de alguna manera no conste claramente otra cosa” (Carta 29-VII-1965, n. 2: AGP, serie A.3, 94-4-1).

2. Igualdad y diferencia

San Josemaría entiende la igualdad sin fisuras: “En un plano esencial -que ha de tener su reconocimiento jurídico, tanto en el derecho civil como en el eclesiástico- (...) la mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad de persona y de hija de Dios” (CONV, 87). Observa la igualdad en el plano de la naturaleza humana y en el plano del ser personal y cita expresamente a san Pablo: “ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer (cfr. Ga 3, 26-28)” (CONV, 14). Esta radical afirmación de la igualdad se refleja también en su lenguaje; es digna de notar la frecuencia con la que sus escritos recalcan expresamente -con el uso de fórmulas paritéticas- que la doctrina que transmite se dirige a todos: en tanto cristianos y en tanto cristianas (cfr. CONV, 112), “cada hombre, cada mujer” (CONV, 99), “hombre -o mujer- de una pieza” (S, 443), “de un hombre de Dios, de una mujer de Dios” (S, 60; F, 649), “un varón católico -una mujer católica” (F, 859), “caballero cristiano, mujer cristiana” (F, 450), “no olvides que cristiano (...) significa hombre -mujer- que tiene la fe de Jesucristo” (F, 642), “la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana” (AD, 205).

La igualdad del varón y la mujer no suprime las diferencias entre uno y otra. Con mirada realista que se eleva de lo más evidente ofrecido por los sentidos a una proyección de lo psíquico y espiritual afirma: “a partir de esa igualdad fundamental, cada uno debe alcanzar lo que le es propio” (CONV, 87). En ese sentido al tratar el tema del varón y de la mujer afirma básicamente la continuidad entre las dimensiones biológica, psicológica y espiritual que se reflejan en la feminidad y en la masculinidad.

En ocasiones alude a esas diferencias. De la mujer menciona que “está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad” (CONV, 87). Del varón, su dedicación al trabajo y su capacidad para asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan, que destacan, por ejemplo, en la figura de san José (cfr. AD, 40). Pero aunque hable de diferencia, se detiene con frecuencia para señalar que la doble aportación del varón y de la mujer contribuye a enriquecer el patrimonio común. San Josemaría recuerda a cada persona sexuada las virtudes del otro. Anima a varones y a mujeres a conquistar cualidades que, si bien suelen destacarse de un sexo, son objetivo de los dos: “Has de ser, como hijo de Dios y con su gracia, varón o mujer fuerte” (F, 792), propiedades que ayudan a vivir una “entrega -sacrificada y alegre- de tantos hombres y mujeres que han sabido ser fieles” (CONV, 71). Destaca que la mujer, “junto con aquello que tiene en común con el hombre, lleva a la familia, a la sociedad civil, a la vida de la Iglesia, algo peculiar, algo que le es propio y que sólo ella puede poner (...). Así, feminidad quiere decir la riqueza y la hermosura y la necesidad de su aportación propia e insustituible” (Carta 29-VII-1965, n. 2: AGP, serie A.3, 94-4-1).

San Josemaría proclama netamente la igualdad radical entre varón y mujer, pero a la vez rechaza la uniformidad: ni el varón debe imitar a la mujer, ni la mujer al varón: “sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta” (CONV, 87). La diferencia es querida por Dios (cfr. F, 866): “no en vano los creó Dios hombre y mujer. Esta diversidad ha de comprenderse no en un sentido patriarcal (...) tanto el hombre como la mujer han de sentirse protagonistas de la historia de la salvación, pero uno y otro de forma complementaria” (CONV, 14). En suma, como dice Juan Pablo II: “Los recursos personales de la feminidad no son ciertamente menores que los recursos de la masculinidad, son sólo diferentes” (MD, 10)

3. Varón y mujer en la sociedad y en la Iglesia

De la consideración precedente sobre igualdad y diferencia entre varón y mujer se deducen unas consecuencias prácticas en el campo de la actividad humana. Las enseñanzas contenidas en los escritos de san Josemaría conducen, a nuestro parecer, a las siguientes afirmaciones: varón y mujer tienen capacidad para cumplir las mismas tareas en la sociedad, si bien por sus diferencias específicas como mujer o varón tienen más facilidad para algunas actividades o capacidades diversas en el desempeño de variadas tareas; pero esta diferencia no impide que puedan realizar las mismas funciones, aunque las desempeñarán de modo diferente y complementario (cfr. CONV, 90). Nos está situando así ante un criterio que permite acoger eficazmente la riqueza de la diversidad personal como varón o como mujer. En concreto, san Josemaría habla de esta posible ganancia en los dos ámbitos principales que poseen los seres humanos: la familia y la sociedad civil.

“Lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una gran función humana y cristiana” (CONV, 87). En la mujer destaca el conjunto de cualidades ligadas a la maternidad, que pueden resumirse en la sensibilidad por el cuidado, de las personas, imprescindible en las familias y extensible a toda la sociedad.

En virtud de las dotes naturales que le son propias, la mujer puede estar presente también en la vida civil, con particular eficacia: “Esto salta a la vista, si nos fijamos en el vasto campo de la legislación familiar o social. Las cualidades femeninas asegurarán la mejor garantía de que habrán de ser respetados los auténticos valores humanos y cristianos, a la hora de tomar medidas que afecten de alguna manera a la vida de la familia, al ambiente educativo, al porvenir de los jóvenes” (CONV, 90).

San Josemaría supera la división entre esfera privada y esfera pública, entendidas como mundos separados y reservados cada uno a un tipo de persona. En cualquiera de los dos ámbitos, los varones y las mujeres desarrollan su personalidad y contribuyen al progreso. Enseña que la dedicación a las personas en el hogar es una de las tareas de mayor proyección social (cfr. CONV, 106); que la atención a los hijos es “más importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso” (ECP, 27); y aconseja, respecto a la educación de los hijos, que tanto los chicos como las chicas deben aprender a colaborar en las tareas de hogar (cfr. CONV, 89). Esposos y esposas, padres y madres han de vivir una entrega recíproca que conlleva una serie de esfuerzos y tareas por igual (cfr. ECP, 23, 25; CONV, 107), aunque se lleven a cabo desde la peculiaridad de cada sexo (cfr. CONV, 99).

Respecto a la participación en la vida social y pública, san Josemaría se detiene especialmente en el papel de la mujer, que es el que más ha cambiado. Como el varón, la mujer debe formarse para desempeñar cualquier trabajo -todos son de igual dignidad-, y en concreto defiende su presencia en la actividad política (cfr. CONV, 87, 90). Mencionemos también el aliento a las iniciativas apostólicas desarrolladas por el Opus Dei para la promoción social de la mujer (cfr. CONV, 27).

Su reflexión sobre el laicado le abre puertas para comentar que la igualdad esencial de varones y mujeres tiene repercusiones en la vida de la Iglesia (cfr. CONV, 14). Así lo manifiesta en un texto muy neto en el que, después de mencionar esa excepción que constituye el acceso al sacerdocio ministerial, que por derecho divino positivo está reservado al varón, añade que en todo los demás “pienso que a la mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia -en su legislación, en su vida interna y en su acción apostólica- los mismos derechos y deberes que a los hombres: derecho al apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc.” (CONV, 14). Por lo demás san Josemaría no sólo insiste en muchos momentos en la imprescindible colaboración de la mujer en el apostolado, haciéndose eco de las afirmaciones de san Pablo a ese respecto (cfr. C, 980), sino que recalca la plena participación de la mujer en la vocación y la misión de la Iglesia.

Al tratar de este tema, comenta que, a pesar de la clara fundamentación teológica de esta realidad, se trata de una afirmación que encuentra resistencia en algunas mentalidades. ¿A qué mentalidades hace referencia? A la falta de entendimiento sobre la misión de los laicos y a los prejuicios acerca de la capacidad de la mujer. Del tema se ocupa en un estudio sobre la Abadesa de Las Huelgas, cuando analiza históricamente -y critica- una serie de doctrinas de teólogos y canonistas que ponían en duda la capacidad de las mujeres para desempeñar tareas de gobierno, a la vez que alaba a los que intervinieron en el debate sosteniendo lo contrario (cfr. AH, pp. 82, 84, 85, 90, 93, 112). Respecto a la época contemporánea, basta con aludir en un texto ampliamente conocido- a su gran aportación a la teología del laicado, y concluir con una cita de la entrevista concedida a la revista española Telva en 1968: “He dedicado mi vida a defender la plenitud de la vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que viven en medio del mundo y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo (...) Cristianizar desde dentro el mundo entero, mostrando que Jesucristo ha redimido a toda la humanidad: ésa es la misión del cristiano. Y la mujer participará en ella de la manera que le es propia, tanto en el hogar, como en las otras ocupaciones que desarrolle, realizando las peculiares virtualidades que le corresponden” (CONV, 112).

Aurora BERNAL MARTÍNEZ DE SORIA

 «    VENEZUELA    » 

Venezuela tuvo un período colonial sin especial relieve. En el siglo XIX, la Guerra de Independencia e intermitentes guerras civiles desangraron al país durante varias décadas. En el siglo XX el país se modernizó, apoyándose en la explotación de sus grandes recursos minerales y de hidrocarburos. Aunque en el aspecto religioso, después de los iniciales esfuerzos misioneros de evangelización, la fe católica alcanzó a la mayoría de la población, en el último tercio del siglo XIX se difundió una orientación laicista en la enseñanza y se estableció el matrimonio civil obligatorio; los seminarios para la preparación de sacerdotes y las órdenes religiosas fueron proscritos y ocurrió una notable descristianización general. Posteriormente se suavizaron las tensiones y comenzó un proceso de recuperación.

Después de México y Estados Unidos en 1948, y de Chile y Argentina en 1950, la labor apostólica estable del Opus Dei en tierras americanas comenzó en el año 1951 en dos países: Colombia y Venezuela.

1. El inicio de la labor apostólica

Enviados por san Josemaría, Bartolomé Roig Amat y Rafael García-Planas llegaron a Caracas el 11 de octubre de 1951 para dar comienzo a la labor del Opus Dei en Venezuela. García-Planas iba además con el propósito de montar una extensión de la industria textil que poseía su familia en España. En junio siguiente se les sumó el abogado Roberto Salvat Romero (ordenado sacerdote unos años después), y en septiembre del mismo año el sacerdote Odón Moles Villaseñor.

El 1 de febrero de 1954 llegaron las primeras mujeres del Opus Dei: María de Jesús Arellano, Carmen Gómez del Moral, Begoña Elejalde y Ana María Gibert. Venían con el proyecto de poner en marcha una Escuela Hogar en Caracas, semejante a las que ya existían en España. Así, la Escuela Hogar Etame comenzó su andadura el 10 de octubre de 1954.

El 2 de mayo de 1957, el Padre escribía a Odón Moles: “continuad sirviendo con todas vuestras fuerzas a esa bendita tierra venezolana, que es vuestra nueva Patria, a la vez que servís a las almas” (AVP, III, p. 330). Con este impulso, se fueron haciendo venezolanos, expandiendo en el país el espíritu del Opus Dei a través de su trabajo profesional y sus amistades.

La labor apostólica con estudiantes y profesionales creció en los Centros del Opus Dei erigidos en Caracas, y se incorporaron al Opus Dei los primeros fieles venezolanos, hombres y mujeres. Desde el principio se hicieron viajes a diferentes ciudades como Maracaibo, Valencia y Barquisimeto, donde se erigieron Centros con la venia del obispo del lugar. Desde mediados de los años setenta se iniciaron viajes a Trinidad y Tobago, para atender a personas que vivían allí, hasta que se erigió un Centro de la Obra en 1982.

En 1958, comenzó sus actividades el Centro Universitario Monteávila, residencia universitaria promovida por la Asociación Venezolana de Fomento Cultural para estudiantes que cursasen sus carreras en las universidades de Caracas; en el año 1974 se trasladó a su actual sede, en la avenida boulevard El Cafetal. Algunos fieles del Opus Dei y cooperadores crearon el Colegio Los Arcos para niños en 1967 y en 1970 el Colegio Los Campitos para niñas, ambos en Caracas; y, en Maracaibo, uno masculino, el Colegio Los Robles en 1973, y otro femenino, el Colegio Altamira en 1974.

2. Primer viaje de san Josemaría

San Josemaría viajó a México en 1970, en romería a la Virgen de Guadalupe. En 1974 inició un viaje más amplio al continente americano. Después de haber estado en Brasil, Argentina, Chile y Perú, contrajo una enfermedad respiratoria que se acentuó en Ecuador, por lo que suspendió el viaje a Colombia, para evitar la altura de Bogotá. Se consideró que el Centro de Encuentros Altoclaro, en las proximidades de Caracas, podría ser apropiado para su restablecimiento.

En la Venezuela que visitó el fundador, muchas personas participaban de las actividades formativas del Opus Dei. Los fieles de la Obra, con la ayuda de cooperadores y amigos, habían impulsado la creación de residencias universitarias, escuelas-hogar, colegios de primera y segunda enseñanza, un centro de formación de campesinos, talleres de confección, etc.

Mons. Escrivá llegó a Caracas el 15 de agosto de 1974. Cuando subía del aeropuerto hacia Altoclaro, pudo ver en las laderas de las montañas muchos ranchitos (casas muy pobres). Comentó la necesidad de que el trabajo apostólico alcanzara a esas gentes; que había que facilitarles, junto a la formación cristiana, la posibilidad de obtener mejores condiciones de vida; y que las inmensas riquezas que Dios había concedido al país tenían que distribuirse mejor. Recordó que el apostolado del Opus Dei se extiende a gentes de todas las condiciones sociales y al margen de cualquier bandería. Permaneció en Altoclaro hasta el día 31 de agosto. Durante esos dieciséis días estuvo reponiéndose, sin llegar a recuperar totalmente la salud. En los breves encuentros que tuvo con pequeños grupos de fieles del Opus Dei, san Josemaría no dejó de repartir las “monedas de oro” de su palabra y su aliento.

Se le veía muy recogido en Dios, aceptando con sencillez las limitaciones que le imponía su mal estado de salud. Haciendo un esfuerzo sobrehumano -“lleno de Dios, su alma tiraba del cuerpo de un modo asombroso”, decía don Álvaro del Portillo-, en los días finales quiso tener tres encuentros con grupos más amplios.

Al final de este viaje, aún no recuperado de su mal estado físico, comentó bromeando: “Me voy como don Quijote de la Mancha: desmantelado el caballo” (AVP, III, p. 728). Poco antes había reiterado que procuraría regresar pronto a Venezuela, “¡Compromiso de aragonés!” (AVP, III, p. 732). Dejaba la impronta de un hombre enteramente en las manos de Dios: en este caso, como un “niño” enfermo cuyo consuelo es la sonrisa de su Padre celestial.

3. Segundo viaje

El 4 de febrero de 1975 regresó a Venezuela. Esta vez permaneció doce días, también en Altoclaro, y pudo reunirse en diferentes ocasiones con grupos numerosos de adultos y jóvenes. También tuvo una entrevista cordial con el cardenal José Humberto Quintero, y con el arzobispo de Caracas, José Alí Lebrún.

Uno de los presentes quiso hacerle una pregunta y comenzó presentándose como hebreo. San Josemaría no le dejó continuar, sino que pasó enseguida a manifestarle un gran cariño y a señalar que los “dos grandes amores de su vida” eran hebreos: Jesucristo y María Santísima. El encuentro se desarrolló como otros similares, es decir, sucediéndose preguntas a las que el fundador del Opus Dei contestaba, yendo siempre al núcleo de lo que se le planteaba. Seleccionamos cuatro.

En primer lugar, dos novios que le pidieron que les hablara del noviazgo y del matrimonio. “El amor humano -contestó san Josemaría- es una aventura estupenda”. Y dirigiéndose al novio, añadió: “Como quieres mucho a esa criatura, a la que has escogido para madre de tus hijos, que nunca te avergüences de este amor. Respétala. No la querrás menos: la querrás más. Y el Señor, de esta manera, bendecirá en un día próximo ese matrimonio, y lo hará luminoso, alegre, feliz, y será un amor que irrumpirá hasta el cielo” (Apuntes de una tertulia, 11-11-1975: AGP, P04, vol. III, p. 95). Un hombre le dijo que llevaba veintidós años casado y se refirió a ese “breve tiempo”. San Josemaría le comentó: “¡Cómo me gusta que digas que es breve ese tiempo de años de amor conyugal!” (ibidem, p. 89), y a glosar a continuación las riquezas que implica el amor.

Con ocasión de una pregunta en la que se hablaba de la existencia de problemas familiares y sociales, respondió: “es muy fácil decir: yo soy muy bueno, si no se ha pasado ninguna necesidad. (...) hemos de procurar que no le pase a nadie; hay que habilitar a la gente para que, con su trabajo, pueda asegurarse un bienestar mínimo, estar tranquilo en la vejez y en la enfermedad, cuidar de la educación de los hijos, y tantas otras cosas necesarias. Nada de los demás puede resultarnos indiferente y, desde nuestro sitio, hemos de procurar que se fomente la caridad y la justicia” (AVP, III, pp. 749-750, nt. 217). Ante comentarios sobre la riqueza petrolera y el tópico del trópico con su clima, como excusas para una vida cómoda, afirmó que hemos de trabajar con tozudez; y ante las desigualdades existentes en el país, dio a entender la importancia fundamental del trabajo para el mejoramiento socio-económico, como había venido diciendo desde muchos años antes: “el trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. (...) Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad” (ECP, 47)

Con motivo de una pregunta de carácter general, tuvo la oportunidad de expresar su gran cariño a Venezuela y su deseo de verla crecer próspera y unida: “Yo espero de esta nación tan grande (...) que sea cada vez más cristiana. Más cristiana en la cabeza de las gentes, en la fe, en las costumbres, en el modo de vivir, en el modo de obrar, en el modo de quererse unos a otros, en el modo de contribuir a la paz del mundo” (Apuntes de una tertulia, 7-11- 1975: AGP, P04, vol. III, p. 57).

El día 15 partió para Guatemala, de donde regresó el día 23. Pernoctó en Altoclaro y emprendió el regreso a Europa al día siguiente. Quedó en el ánimo de todos los que habían podido estar cerca de él la fuerza de haber participado de la grandeza del espíritu de un santo.

4. Continuidad de la labor

El impulso y la huella de san Josemaría continúan en la expansión de la labor apostólica del Opus Dei. Personas de todas las condiciones se han incorporado a la Prelatura en más de diez ciudades del país. El trabajo de formación humana y cristiana se ha visto ampliado mediante la promoción de nuevas iniciativas apostólicas y la continuidad de colegios y centros de irradiación cultural (Institutos Itat y Los Samanes, en Caracas; Pitahaya y Kasanay, en Maracaibo; Llano Ancho y Brisal, en Valencia; Arenales y Rosaleda, en Barquisimeto; Los Nevados y Montañera, en Mérida; Los Bucares y Pirineos, en San Cristóbal); centros de encuentros (Tres Vistas y Portones); la iniciativa asistencial Salud y Familia, etc.

Atendiendo la solicitud que en su momento hiciera el cardenal arzobispo de Caracas, se construyó la iglesia de la Sagrada Familia de Nazaret, atendida por sacerdotes el Opus Dei. Igual que en otros países, algunos profesores emprendieron la creación de la Universidad Monteávila, que inició su andadura en 1998.

En 2002, con ocasión del centenario del nacimiento de san Josemaría, se hizo en Caracas una edición especial conmemorativa de sus obras publicadas. Anteriormente, a partir de 1974, se habían editado en diversas ocasiones varios de sus libros.

Tulio ESPINOSA

 «    VERACIDAD    » 

La veracidad, parte fundamental de la virtud de la justicia, es “la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía” (CCE, 2468).

1. Naturaleza y fundamentos

La virtud de la veracidad se fundamenta, por una parte, en el amor natural de la persona al conocimiento de la verdad; y, por otra, en su inclinación natural a comunicarla como un bien a quien no la conoce. La manifestación de la verdad conocida, cuando y como es debido, es un bien moral, el objeto de la virtud de la veracidad. Con ese fin, empleamos la palabra, “que es uno de los dones más preciosos que el hombre ha recibido de Dios, regalo bellísimo para manifestar altos pensamientos de amor y de amistad con el Señor y con sus criaturas” (AD, 298).

Cuando la persona conoce la verdad sobre Dios y el bien, entiende que reclama ser vivida, que debe tratar de convertirla en criterio de actuación. Sólo así puede mostrarse veraz en los propios actos y palabras. La exigencia de adecuar la vida a la verdad conocida puede resultar difícil, sobre todo cuando implica una importante rectificación de la conducta. En tal caso, no es raro que la voluntad intente confundir a la razón para que vea lo verdadero como falso. A esta experiencia se refiere brevemente, y con cierta ironía, san Josemaría con las siguientes palabras: “¡Muchas veces la verdad es tan inverosímil!... sobre todo, porque siempre exige coherencia de vida” (S, 568).

La persona que vive de acuerdo con la verdad está en condiciones de responder al deber de difundirla. Se trata de uno de los mayores servicios que el hombre puede prestar a sus semejantes, pues ofrecer la verdad es ofrecer la alegría y la felicidad: “Cuando te lances al apostolado, convéncete de que se trata siempre de hacer feliz, muy feliz, a la gente: la Verdad es inseparable de la auténtica alegría” (S, 185).

El cristiano sabe además que, en último término, la Verdad es una Persona: Cristo (cfr. Jn 14, 6). Esta realidad está presente, explícita o implícitamente, en las enseñanzas de san Josemaría sobre la veracidad: amar, enseñar y ser fiel a la verdad es amar, dar a conocer y ser fiel a Cristo: “Hacías tu oración delante de un Crucifijo, y tomaste esta decisión: más vale sufrir por la verdad, que la verdad tenga que sufrir por mí” (S, 567). “El mundo vive de la mentira; y hace veinte siglos que vino la Verdad a los hombres. -¡Hay que decir la verdad!, y a eso hemos de ir los hijos de Dios. Cuando los hombres se acostumbren a proclamarla y a oírla, habrá más comprensión en esta tierra nuestra” (F, 130).

2. Veracidad e intransigencia

La verdad conocida exige fidelidad, que es condición imprescindible para el crecimiento moral y espiritual: si el hombre no mantiene las verdades que ha conocido y las hace vida propia es imposible que se perfeccione como persona. La fidelidad a la verdad conocida implica no “transigir con el error”. Quien traiciona la verdad en aras de otros intereses demuestra que, en el fondo, no tiene la verdad, no la vive, no la valora como camino de felicidad y salvación. “La transigencia es señal cierta de no tener la verdad. -Cuando un hombre transige en cosas de ideal, de honra o de Fe, ese hombre es un... hombre sin ideal, sin honra y sin Fe” (C, 394; cfr. C, 395).

San Josemaría llama “santa” a esta intransigencia (cfr. C, 398), para distinguirla de la “intemperancia” (C, 396), de la tozudez cerril (cfr. C, 397; S, 605). Es santa porque se vive por amor a la verdad, a los demás y a Dios, y se ejerce de tal manera que no falta a la caridad (cfr. C, 397). Se trata de la doctrina enseñada por san Pablo: “Veritatem facientes in caritate" (Ef 4, 15). “El amor a las almas, por Dios -afirma san Josemaría-, nos hace querer a todos, comprender, disculpar, perdonar... Debemos tener un amor que cubra la multitud de las deficiencias de las miserias humanas. Debemos tener una caridad maravillosa, «veritatem facientes in caritate», defendiendo la verdad, sin herir” (F, 559). “Los católicos -al defender y mantener la verdad, sin transigencias- hemos de esforzarnos en crear un clima de caridad, de convivencia, que ahogue todos los odios y rencores” (F, 564). “No se puede ceder en lo que es de fe: pero no olvides que, para decir la verdad, no hace falta maltratar a nadie” (F, 959).

Puede suceder que, aun habiendo puesto buena voluntad, la exposición de la verdad produzca heridas, y que la persona se sienta tentada a transigir; pero hacerlo sería caer precisamente en la intolerancia “más necia y perjudicial: la de impedir que la verdad sea proclamada” (S, 600). Ciertamente, en algunos casos, por candad, se debe guardar silencio, pero jamás “por desidia, por comodidad o por cobardía” (F, 129).

De otra parte es una experiencia universal que en muchos ámbitos de la realidad pueden presentarse nuevos datos. En tales casos, la misma fidelidad a la verdad lleva a rectificar. “Es virtud mantenerse coherente con las propias resoluciones. Pero, si con el tiempo cambian los datos, es también un deber de coherencia rectificar el planteamiento y la solución del problema” (S, 605).

3. Dificultades para vivir la veracidad

La fidelidad a la verdad puede encontrar obstáculos de diverso género: los intereses económicos, el deseo de éxito profesional y de poder, el temor a las consecuencias de pensar y actuar contra la mentalidad dominante, etc. En este sentido, la virtud de la fidelidad necesita ser apoyada por la fortaleza. En algunos casos excepcionales, hasta llegar a afrontar el martirio como testimonio culminante de la verdad: “No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte” (C, 34). Pero la mayor parte de las veces, se tratará de vivir coherentemente en las circunstancias normales de la vida, soportando posibles críticas, habladurías o pérdida de amistades. Es entonces el momento de ser fiel sin justificarse con el “expediente mezquino” de afirmar “que nadie vive y dice la verdad, que todos recurren a la simulación y a la mentira” (AD, 82).

Los errores en la conducta, comprensibles por la debilidad humana, no pueden llevar a traicionar la verdad para justificarlos. Es una tentación contra la que san Josemaría previene: “Hay quienes yerran por flaqueza -por la fragilidad del barro con que estamos hechos-, pero se mantienen íntegros en la doctrina. Son los mismos que, con la gracia de Dios, demuestran la valentía y la humildad heroicas de confesar su yerro, y de defender -con ahínco- la verdad” (S, 42). No se puede recortar la verdad por una mal entendida ecuanimidad -que consistiría en mezclarla con el error a fin de obtener un producto aceptable para todos-, ni por un falso respeto a los que están en el error. Precisamente la mejor manera de respetar la dignidad de los demás es decirles la verdad.

San Josemaría señala también una dificultad ante la que tienen que estar avisados quienes desean ser fieles a la verdad: la acusación de sectarismo o fanatismo. Es preciso no dejarse engañar por la fuerza de las palabras. No es sectario el que defiende la verdad, especialmente la enseñada por Cristo y por la Iglesia, sino el que se separa de la Verdad y no deja que se acerquen a ella los demás (cfr. S, 47). No es fanático el que quiere conocer, amar y defender la verdad, sino el que en nombre de una falsa libertad impide que otros den testimonio de su fe (cfr. S, 571).

4. Actuaciones opuestas a la veracidad

El don maravilloso de la palabra puede ser rebajado “hasta hacer que se entienda por qué Santiago dice de la lengua que es un mundo entero de malicia (St 3, 6). Tantos daños puede producir: mentiras, denigraciones, deshonras, supercherías, insultos, susurraciones tortuosas” (AD, 298). A la veracidad se oponen, sobre todo, la simulación, la hipocresía, la ironía, los atentados contra la fama del prójimo y la mentira.

San Josemaría previene especialmente contra dos manifestaciones, desgraciadamente bastante extendidas, de la mentira. La primera consiste en no dar importancia a las pequeñas mentiras, a las que a veces se califica incluso de “piadosas”: “No puedo creer en tu veracidad, si no sientes desazón, ¡y desazón molesta!, ante la mentira más pequeña e inocua, que nada tiene de pequeña ni de inocua, porque es ofensa a Dios” (S, 577). La segunda consiste en decir la verdad a medias, por cobardía o falta de sencillez: “De acuerdo, dices la verdad «casi» por entero... Luego no eres veraz” (S, 330). “Dices una verdad a medias, con tantas posibles interpretaciones, que puede calificarse de... mentira” (S, 602).

En muchos lugares de sus escritos, san Josemaría se refiere también a los atentados contra la fama del prójimo -la difamación y la calumnia-, y nos proporciona un criterio tan sencillo como eficaz para evitar esos pecados: “No hagas crítica negativa: cuando no puedas alabar, cállate” (C, 443; cfr. S, 902). Y recuerda que nada justifica el recurrir a la mentira encaminada a dañar al prójimo; obrar así es propio de personas falsas y “de cobardes” (cfr. S, 905).

Por último, cabe señalar una dimensión de la veracidad sobre la que san Josemaría ha insistido frecuentemente en sus enseñanzas: la sencillez. Es el acuerdo entre las íntimas intenciones de la persona y su expresión y realización. San Josemaría la considera como “la sal de la perfección” (C, 305), virtud indispensable para ser niño delante de Dios (cfr. C, 868), que hace al hombre capaz de recibir el mensaje de Cristo (cfr. AD, 90); una virtud que ha de ejercitarse de modo especial en la dirección espiritual para manifestar las propias miserias (cfr. C, 932).

Tomás TRIGO

 «    VIA CRUCIS (libro)    » 

Via Crucis, de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fue publicado en Madrid por la Editorial Rialp, en 1981, seis años después de la muerte de su autor, con prólogo de Álvaro del Portillo, su sucesor al frente del Opus Dei.

1. Historia del libro

En una primera versión algo distinta de la definitiva, Via Crucis había sido publicado entre 1960 y 1962 en Obras, una revista para miembros y cooperadores del Opus Dei que se confecciona en Roma y que llega a todo el mundo (cfr. ILLANES, 2009, pp. 272-273). Sobre aquel primer texto, que san Josemaría pronto descartó difundir por juzgarlo demasiado largo, trabajó con el objeto de pulirlo y acortarlo. Sin embargo, san Josemaría murió en 1975 sin haber llegado a un texto definitivo.

Pasados unos años, Álvaro del Portillo decidió publicar como libro esas consideraciones sobre el vía crucis, con las modificaciones introducidas por san Josemaría o derivadas de sus indicaciones. Además, a continuación de cada una de las catorce estaciones tradicionales del via crucis añadió cinco “puntos de meditación”: textos para la oración personal tomados de la predicación oral de san Josemaría o de otras consideraciones suyas recogidas por escrito.

2. Contenido

Via Crucis se presenta como un libro compuesto por los comentarios a las catorce estaciones del via crucis, tradicionales desde los siglos XVII y XVIII, que ocupan dos o tres páginas cada uno; los puntos de meditación, que vienen a continuación y que llenan otras dos o tres páginas; y, antes de cada estación, en página exenta, el nombre de la estación y una representación artística de la correspondiente escena.

Al comienzo del libro, como texto introductivo y en página aparte, se incluyen unas palabras de san Josemaría de encendida espiritualidad que ponen directamente al lector en oración: “Señor mío y Dios mío, bajo la mirada amorosa de nuestra Madre, nos disponemos a acompañarte por el camino de dolor, que fue precio de nuestro rescate. Queremos sufrir todo lo que Tú sufriste, ofrecerte nuestro pobre corazón, contrito, porque eres inocente y vas a morir por nosotros, que somos los únicos culpables. Madre mía, Virgen dolorosa, ayúdame a revivir aquellas horas amargas que tu Hijo quiso pasar en la tierra, para que nosotros, hechos de un puñado de lodo, viviésemos al fin in libertatem gloriae filiorum Dei, en la libertad y gloria de los hijos de Dios”.

El texto está precedido por el prólogo de Álvaro del Portillo, que da algunos datos sobre la historia del texto y, sobre todo, subraya su profundo sentido espiritual como guía a la meditación de la Pasión de Cristo.

Las ilustraciones de la primera edición española (1981) fueron las del via crucis de la iglesia de San Polo, de Venecia, realizado por Giandomenico Tiepolo en 1747. En ediciones posteriores del libro han sido reproducidas también representaciones del via crucis de otros artistas: antiguos unos, como Vicente López (1772-1850), Johann Friedrich Overbeck (1789-1869) o los flamencos Léon-Louis Hendrix y Frans Vinck, autores del sugestivo via crucis de la catedral de Amberes (1866); y otros actuales, como la germano-holandesa Gertrud Januszewski, el español Simón Berasaluce o el italiano Romano Cosci.

3. Dinámica interna

Analizando los comentarios de san Josemaría a las estaciones del via crucis, se reconoce un esquema unitario, aunque no inalterable, de progresiva interiorización: normalmente san Josemaría arranca con unas pinceladas de contexto que describen -desde fuera, por así decir- los hechos, lo que sucedió; a continuación presenta un primer plano del protagonista del drama, Jesucristo, y subraya sus sentimientos íntimos; por último, dirige la mirada a sí mismo y al lector del libro, “tú y yo”, dos amigos de Jesucristo moralmente obligados a identificarse con sus sentimientos. En el paso de Jesucristo a “tú y yo” se hace presente a veces la Virgen: sobre todo en las últimas escenas, tras la muerte de Jesús.

El comentario a la primera estación, por ejemplo, comienza así: “Han pasado ya las diez de la mañana. El proceso está llegando a su fin. No ha habido pruebas concluyentes. El juez sabe que sus enemigos se lo han entregado por envidia...”. La relación de los acontecimientos prosigue en ese mismo tono, linealmente, hasta el momento de la condena a muerte del acusado: “Y después de haber hecho azotar a Jesús, lo entrega para que lo crucifiquen. Se hace el silencio en aquellas gargantas embravecidas y posesas. Como si Dios estuviese ya vencido”.

A partir de este momento, el lector es introducido en los sentimientos de Cristo: “Jesús está solo. Quedan lejanos aquellos días en que la palabra del Hombre-Dios ponía luz y esperanza en los corazones, aquellas largas procesiones de enfermos que eran curados, los clamores triunfales de Jerusalén...”. El comentario termina apelando a los sentimientos del lector y del propio autor: “¡Si los hombres hubieran querido dar otro curso al amor de Dios! ¡Si tú y yo hubiésemos conocido el día del Señor!”.

Comparándolo con Santo Rosario (1934), otro libro de san Josemaría construido a partir de una concreta devoción cristiana y para ayudar a vivirla, se puede decir que en Via Crucis el paso desde lo exterior a lo interior es más gradual. En Santo Rosario, el lector y el autor (“tú y yo”) aparecen a menudo en las escenas ya desde el primer momento y son interpelados continuamente; en cambio en Via Crucis, como se ha dicho, son convocados sólo al final de cada estación.

Los puntos de meditación desarrollan algunas ideas ya aparecidas en el comentario a la estación o introducen en otros aspectos de la Pasión, siempre relacionados con la escena que se contempla.

4. Estilo literario

Tratándose de un libro escrito para rezar, más que para leer, no hay en Via Crucis, comenta Ibáñez Langlois, “ningún afán literario programático -nada, digamos, que se asemeje a Figuras de la Pasión del Señor de Gabriel Miró-, sino sólo un talento literario espontáneo y casi indeliberado que se asume y subordina del todo a su fin propio: expresar y facilitar la devoción por Cristo Crucificado” (IBÁÑEZ LANGLOIS, 2002, pp. 81-82).

Es ahí, en efecto, en ese “expresar y facilitar la devoción por Cristo crucificado”, donde se encuentra la clave no sólo del contenido del libro, sino también de su forma literaria. En Via Crucis, naturalmente, hay mucha experiencia del autor: mucha devoción personal expresada. Pero esa devoción personal es, a la vez, devoción participada, facilitada a los fieles, y es este aspecto el que el autor ha privilegiado en sus opciones formales. En este sentido, el rasgo estilístico seguramente más destacado de Via Crucis, su lenguaje conciso, a veces sincopado, sin apenas adjetivos -en un proceso gradual, hasta su práctica desaparición en los compases finales del drama-, demuestra una gran eficacia comunicativa.

5. Difusión

Desde su salida en 1981, de Via Crucis se han publicado medio millón de ejemplares en veintiséis idiomas. A poca distancia de la primera edición española vieron la luz las traducciones portuguesa, alemana, italiana, japonesa, francesa, inglesa y neerlandesa. Después de 1985, Via Crucis fue traducido al catalán y al croata, y en los años noventa al chino, al polaco, al ruso y a otros idiomas más minoritarios (checo, finés, eslovaco, lituano y sueco). En la primera década del nuevo siglo, el Via Crucis de san Josemaría ha seguido publicándose en nuevos idiomas: árabe, húngaro, esloveno, estonio, armenio, gallego, euskera y malayalam.

Alfredo MÉNDIZ

 «    VIAJES APOSTÓLICOS    » 

Entendemos por viajes apostólicos, en el contexto de la historia de san Josemaría y del Opus Dei, los desplazamientos realizados por Josemaría Escrivá de Balaguer con el fin de preparar el inicio del trabajo del Opus Dei en nuevos lugares, y también los viajes que hizo cuando ese trabajo era aún incipiente. Estos viajes se pueden agrupar en tres etapas: viajes realizados desde Burgos (1938-39), Madrid (1939-46) y Roma (1946-58). En otra voz del Diccionario se habla sobre las peregrinaciones a santuarios marianos, así como de los viajes de catequesis, especialmente en los años finales de su vida.

1. Viajes desde Burgos (1938-1939)

En 1937, durante la Guerra Civil española, san Josemaría abandonó Madrid y pasó por los Pirineos a la zona denominada nacional para recomenzar allí el apostolado del Opus Dei. Se estableció en Burgos -capital provisional y encrucijada de esa parte de España- para desde allí volver a tener contacto con la Jerarquía de la Iglesia y con los estudiantes y profesionales que había conocido durante los últimos años, fundamentalmente a través de la Academia y Residencia DYA. Con ese fin, además de iniciar una extensa correspondencia epistolar, realizó numerosos viajes entre enero de 1938 y marzo de 1939, que le permitieron explicar el Opus Dei a algunos obispos y restablecer el contacto con los antiguos conocidos.

Unos días antes de llegar a Burgos, en enero de 1938, san Josemaría puso por escrito en una carta a Ricardo Fernández Vallespín su deseo de viajar para estar con todos los que le necesitasen en aquellos momentos tan duros a causa de la guerra y de la soledad: “me han prometido un salvoconducto muy amplio, para que pueda ver con facilidad a toda mi familia: voy a viajar más que un camionista” (AVP, II, p. 254).

Poco tiempo tardó en ponerse en marcha: el 19 de enero de 1938 comenzó un viaje que le llevó por Palencia, Salamanca, Ávila, León, Astorga y Valladolid, en el curso del cual pudo saludar a varios obispos, como Manuel González (Palencia), Enrique Pía y Deniel (Salamanca), y Santos Moro (Ávila).

En el mes de febrero realizó viajes a Vitoria, Bilbao, Astorga, León, Zaragoza, Alhama de Aragón, Pamplona, Jaca y San Sebastián. Entre las personas a las que encontró se puede mencionar a Antonio Senso, obispo de Astorga; Eliodoro Gil, sacerdote de León a quien había tratado en Madrid, y a algunos estudiantes como Pedro Casciaro, Enrique Alonso-Martínez o José Ramón Herrero Fontana (cfr. AVP, II, p. 259). En Bilbao -además de acompañar en el tránsito de su muerte a Carlos Aresti, antiguo residente de DYA- buscó dinero para poder enviar al comienzo de la labor apostólica en París. Como puede verse, sus desplazamientos también tenían como objetivo preparar la expansión del Opus Dei a otros países (cfr. AVP, II, pp. 254-255; COVERDALE, 2002, p. 239). En abril realizó un viaje por Andalucía que le llevó a Córdoba y Sevilla; y en mayo fue a Teruel para estar con Juan Jiménez Vargas, movilizado en aquel frente, que le acompañó a Cascante (Navarra), donde celebró una Misa en sufragio de dos jóvenes que iban por la residencia de Ferraz y habían fallecido en la guerra. En junio y en agosto estuvo en Ávila. En 1939 continuaron los viajes, y así, por ejemplo, en febrero se dirigió a Valladolid para visitar a Álvaro del Portillo y a Vicente Rodríguez Casado. Estos viajes eran difíciles por las circunstancias de la contienda.

2. Viajes desde Madrid por España y Portugal (1939-1946)

Con el final de la Guerra Civil se pudieron reanudar los planes de expansión por las diversas provincias españolas, frenados con el inicio de la contienda. Éste fue el objetivo principal de los viajes de san Josemaría desde 1939, aunque el primero que realizó no fue de este tipo, sino de agradecimiento. Se trató de un viaje a Daimiel para agradecer a la familia Fisac su ayuda durante la Guerra Civil. También sirvió para conocer a Dolores Fisac, que se había incorporado al Opus Dei en ese tiempo.

En octubre de 1939 san Josemaría nombró a Álvaro del Portillo Secretario General del Opus Dei. Esta decisión liberó de trabajo (correspondencia, y algunas tareas de dirección y formación) al fundador, que pudo dedicar más tiempo a la expansión de la Obra por nuevas ciudades.

Los viajes realizados durante estos años tuvieron dos objetivos distintos: por una parte, el ya mencionado de impulsar el apostolado del Opus Dei por diversas ciudades, lo que comportaba visitar a los obispos para explicarles la labor que promovía, alentar personalmente los apostolados que estaban comenzando y conocer a las personas que se iban incorporando al Opus Dei; y por otra, el de predicar ejercicios espirituales, fundamentalmente al clero, aunque también a profesionales y estudiantes, a petición de los obispos (vid. un elenco cronológico completo de estos viajes en AVP, II, pp. 730-732).

San Josemaría no evitó esfuerzos personales para acompañar, impulsar y animar los inicios, siempre difíciles, del Opus Dei en una nueva ciudad. En sus desplazamientos apostólicos los destinos más frecuentes, durante este periodo, fueron Valladolid, Valencia, Zaragoza y Barcelona, ciudades en las que se instalaron los primeros Centros fuera de Madrid. En Valladolid estuvo treinta y tres veces en este periodo; allí se contaba, desde abril de 1940, con un piso, llamado El Rincón. A Valencia hizo dieciocho viajes, y en uno de ellos, el 2 de noviembre de 1940, celebró la primera Misa en el oratorio de la Residencia Samaniego, que había sustituido al primer Centro, El Cubil, inaugurado en agosto de 1939. Zaragoza también fue un destino frecuente, con catorce visitas entre 1939 y 1946. Era una ciudad universitaria que san Josemaría conocía bien y en la que tenía buenas amistades. El primer Centro, en la calle Baltasar Gracián, se abrió en 1942. Finalmente, la cuarta ciudad más visitada, doce veces, fue Barcelona, en la que a finales de junio de 1940 se alquiló un piso al que se dio el nombre de El Palau.

En estos años también viajó a otras ciudades como Salamanca, Santiago de Compostela, Bilbao, San Sebastián, Sevilla, Córdoba, Jerez, Cádiz, Málaga, Jaén, Granada, Almería, Murcia, Alicante, Oviedo, etc., siempre con el objetivo de conocer de primera mano a las personas que se acercaban a los medios de formación del Opus Dei y de estimular la labor apostólica.

Como se ha dicho, la predicación de ejercicios espirituales proporcionó en aquellos años a san Josemaría la ocasión de recorrer algunas diócesis españolas. Apenas terminada la. Guerra Civil, varios obispos comenzaron a pedirle que predicase al clero de sus diócesis. Ya en junio de 1939 le encargaron dos tandas de ejercicios: una en Valencia y otra en Vergara. Estas peticiones no hicieron sino aumentar en 1940 y 1941 hasta llegar a once tandas durante el verano de 1941. Desde enero de 1940 a agosto de 1941 no hubo mes en el que no se desplazara a alguna ciudad. El cansancio, la enfermedad y, sobre todo, el hecho de no poder dedicar tiempo suficiente al Opus Dei, le llevaron en septiembre de 1941 a hablar de este tema con Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid, que le recomendó dejar de atender nuevas peticiones. Desde entonces, esos viajes disminuyeron y san Josemaría logró permanecer mucho más tiempo -meses enteros- en Madrid. De todos modos, aunque de manera más esporádica, continuó predicando ejercicios espirituales al clero diocesano o a religiosos, como los que se organizaron para la comunidad de Agustinos de El Escorial en octubre de 1944 (cfr. AVP, II, p. 729).

Entre los obispos a los que visitó para explicar el origen y la naturaleza del Opus Dei, se pueden señalar el de Salamanca, Enrique Pla y Deniel; el de Valladolid, Antonio García; el de Zaragoza, Rigoberto Domenech; el de Tortosa, Manuel Moll; y el de Cartagena, Miguel de los Santos Díaz Gomara. Otros encuentros con prelados tenían una naturaleza distinta: Santos Moro, de Ávila; Javier Lauzurica, de Vitoria; Marcelino Olaechea, de Pamplona, Manuel González, de Palencia, Carmelo Ballester, de León, etc., eran amigos a los que, en ocasiones, visitaba para intercambiar impresiones o, simplemente, para descansar. Estos prelados también le presentaron o recomendaron ante otros obispos a los que no conocía y a los que deseaba explicar la naturaleza de los apostolados del incipiente Opus Dei.

San Josemaría viajó también a Portugal, país al que fue por primera vez en septiembre de 1945, animado por sor Lúcia, vidente de Fátima, a la que había visitado en Tuy. A esta ciudad se había acercado san Josemaría para ver a su amigo fray José López Ortiz, que había sido nombrado obispo de la diócesis. Sor Lúcia le sugirió ir a Portugal y se encargó de conseguir la documentación necesaria. Fruto de aquel viaje fue la decisión de san Josemaría de que el Opus Dei comenzara a trabajar en ese país. Durante su estancia, además de peregrinar al santuario de Fátima, pudo conversar con el obispo de Leiria, José Alves Correia da Silva; con el obispo de Coimbra, Antonio Antunes; y con el arzobispo de Lisboa, cardenal Cerejeira (cfr. DE AZEVEDO, 2007, pp. 15-39).

3. Viajes desde Roma por Europa (1946- 1958)

El traslado de san Josemaría a Roma, iniciado en junio de 1946 y completado en 1947, tuvo como fin establecer la sede central del Opus Dei en la Ciudad Eterna y preparar el marco jurídico necesario para la expansión por todo el mundo. Para cimentar los comienzos, decidió viajar personalmente, primero por Italia y después por otros países de Europa, y de este modo preparar el inicio del Opus Dei en varios lugares.

Desde 1946 el fundador del Opus Dei recorrió por diversos motivos (no sólo ligados a la expansión) la geografía italiana. Algunos de estos viajes tuvieron como destino, por ejemplo, santuarios marianos, o bien lugares en los que se había planteado la posibilidad de instalar casas de retiros o de convivencias. Con fines apostólicos se desplazó a Calabria y Catania, del 18 al 23 de junio de 1948; a Palermo, del 7 al 11 de octubre de 1949; a Génova, Milán y Turín, camino de Austria, un mes más tarde; a Nápoles, en julio de 1953; y a Milán de nuevo, en octubre del mismo año.

Los viajes por el resto de Europa tuvieron como objetivo principal, por no decir exclusivo, conocer en primera persona los países donde se podía iniciar el trabajo apostólico del Opus Dei y entrevistarse con los obispos residenciales, para que conociesen mejor el espíritu y los apostolados de la Obra. Así lo manifiesta san Josemaría en una carta enviada en 1949 desde Milán a las personas de la Obra en México: “Estamos unos días aquí, preparando el arreglo de esta casa, y camino de Austria y Alemania, donde vamos a echar una ojeada con vistas a abrir un par de casas también, cuanto antes, con la ayuda de Dios” (AVP, III, p. 332).

El primer viaje empezó el 22 de noviembre de 1949: san Josemaría, tras recorrer el noroeste de Italia (Génova, Milán, Como, Turín), llegó a Innsbruck, donde cambió impresiones con algunos profesores y con el rector de la Universidad. El 30 de noviembre se desplazó a Múnich, y el 1 de diciembre visitó al cardenal Faulhaber, con quien conversó en latín sobre los problemas pastorales de la diócesis y sobre las posibilidades de comenzar el trabajo del Opus Dei en Baviera.

Años más tarde, en 1955, cuando la labor apostólica del Opus Dei ya se hallaba establecida en Alemania, pero aún no en Austria, san Josemaría inició un nuevo viaje exploratorio a este país. Antes recorrió Suiza. Visitó el santuario de Einsiedeln, Zúrich, Basilea, Lucerna, Berna, Friburgo y St. Gallen con el objetivo de conocer esos lugares antes de enviar a las primeras personas del Opus Dei a trabajar allí. Cuando estaba ya a punto de dirigirse a Austria, Álvaro del Portillo le sugirió visitar a las personas del Opus Dei que vivían en Alemania. El 1 de mayo estuvo con los miembros de la Obra en Bonn. Y el 7 de mayo fue por fin a Austria; llegó ese día a Viena, donde se entrevistó con el nuncio Giovanni Dellepiane y con el arzobispo coadjutor Franz Jachym, con el fin de preparar el terreno para abrir un Centro en Viena en cuanto abandonaran la ciudad las tropas soviéticas de ocupación.

Unos meses más tarde, el 16 de noviembre de 1955, comenzó un nuevo viaje por Europa. Salió de Roma y pasó por La Spezia, Milán y Como, camino de Suiza, donde visitó Lausana y Ginebra. De allí se dirigió a París, donde encontró a las personas del Opus Dei que vivían en el Centro instalado en el boulevard Saint Germain. Desde allí se desplazó a Chartres, Lisieux (donde rezó ante la tumba de santa Teresita), Rouen, Amiens y Lille, y a continuación a Bélgica. Estuvo en Lovaina y Amberes y continuó por Holanda, visitando Breda, Rotterdam, La Haya, Amsterdam y Utrecht. De allí se dirigió a Alemania, y pasó los primeros días de diciembre en Colonia y Múnich. Ya en Austria visitó Salzburgo y Linz, y el día 3 llegó a Viena. El 4, por la mañana, celebró Misa en la catedral de San Esteban, y rezando ante la imagen de Maria Pótsch, invocó por primera vez la jaculatoria Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva! En seguida animó a todos los miembros del Opus Dei a repetir esa oración muchas veces para pedir por el inicio del apostolado del Opus Dei en los países dominados por el comunismo. De hecho, consideraba que Viena serviría de puerta para llegar a dichos lugares. Ese mismo día 4 escribió: “sigo pensando que es Viena un magnífico enclave para el oriente”. El día 7 estuvo en Bonn y el 10 regresó a Roma (cfr. AVP, II, pp. 331-338).

Al año siguiente, en el mes de junio, fue a Francia (Lyon, Versalles y París) tras pasar por Suiza (Berna y Lausana), y a continuación se dirigió otra vez a Alemania, para regresar a Roma el 18 de julio. En 1957 viajó de nuevo a Francia en mayo; y en agosto, tras descansar en Einsiedeln, recorrió otra vez Alemania, Bélgica, Holanda y Suiza. También en julio de 1958, camino de Londres estuvo en Zúrich, descansó algunos días en Einsiedeln y visitó a las personas del Opus Dei, hombres y mujeres, establecidas en París. En septiembre, al volver de Londres, se detuvo en La Haya, Colonia y Zúrich.

En años sucesivos realizó otros viajes a ciudades italianas desde Roma, donde residía, así como a ciudades españolas y de diversos países europeos. Aquí, como decía al principio, nos hemos limitado a los años cuarenta, con alguna referencia a los cincuenta, ya que son los que más gráficamente nos sitúan ante la intensa acción de san Josemaría en la “prehistoria” del trabajo del Opus Dei en numerosas ciudades.

Fernando CROVETTO

 «    VIDA INTERIOR    » 

La expresión “vida interior” evoca una vida que brota o se desarrolla en el interior del espíritu y que lo enriquece. Se opone así a la superficialidad, a la mera exterioridad, a la dispersión. En la literatura espiritual cristiana, partiendo de raíces paulinas (“interior homo”, Rm 7, 22; Ef 3, 16) y agustinianas fue empleado en un sentido técnico por la escuela espiritual francesa del cardenal De Bérulle y de Jean-Jacques Olier, del siglo XVII, que toma como modelo “la vida interior del alma de Jesucristo, que de la Cabeza deriva a los miembros de su Cuerpo Místico”. Desde esta perspectiva tiene un sentido mucho más fuerte y concreto que el anterior, pues hace referencia al trato de Jesús con Dios, su Padre, en el que, en virtud de la acción del Espíritu Santo, está llamado a participar el cristiano. Es éste el sentido en el que la emplea el fundador del Opus Dei, con matices propios.

1. Rasgo específico: la vida interior en medio del mundo

Las luces recibidas por san Josemaría en los años anteriores a la iluminación definitiva del 2 de octubre de 1928, cuando barruntaba el querer de Dios, se encaminaban a hacerle percibir que debía ayudar a todos los hombres a vivir la plenitud de la vida cristiana.

Eran tiempos, en la España de los años veinte, en que muchos intentaban relegar a Dios a los templos o al ámbito privado de la conciencia, o en los que en estos ambientes se vivía un cristianismo superficial o pietista. El joven sacerdote que era entonces san Josemaría sufría viendo cómo la fe y la piedad de muchos cristianos seglares estaba como desligada de su vida familiar, profesional y social. Como él mismo rememoraba años más tarde, en aquella época “el apostolado se concebía como una acción diferente -distinguida- de las acciones normales de la vida corriente: métodos, organizaciones, propagandas, que se incrustaban en las obligaciones familiares y profesionales del cristiano -en ocasiones, impidiéndole cumplirlas con perfección- y que constituían un mundo aparte, sin fundirse ni entretejerse con el resto de su existencia” (Carta 6-V-1945, n. 41: AVP, I, pp. 287-288).

El Espíritu Santo hacía crecer en san Josemaría la vida nueva en Cristo, y le impulsaba a enseñarla a vivir en medio de las circunstancias ordinarias de la existencia. Por eso el término “vida” es tan frecuente en la predicación escrita y oral de san Josemaría. Por ejemplo, en el volumen Amigos de Dios, varias homilías o meditaciones tienen este concepto en el título: Vida de fe, Vida de oración, Vivir cara a Dios y cara a los hombres, La grandeza de la vida corriente. Es la vida de la “nueva criatura” (2Co 3, 17), la del hombre y de la mujer que han sido hecho partícipes de la vida de Cristo: “Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 19-20). Este vivir en Cristo se recibe en el Bautismo: “fuimos sepultados juntamente con Él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva” (Rm 6, 3-4). Y está llamado a crecer a lo largo de su existencia, en virtud de los sacramentos (en especial de la Eucaristía) y de la personal correspondencia a la gracia.

Ya desde el comienzo san Josemaría advierte claramente que para alcanzar la santidad el camino no puede ser otro que el de cultivar una profunda vida interior, hecha de contemplación, de oración, de procurar estar en todo momento en la presencia de Dios. No vaciló en proponer este ideal alto también a los fieles seglares, cuando no era habitual hacerlo. El propósito de uno de sus escritos -Santo Rosario- es precisamente el de ayudar, a sus primeros destinatarios del encargo divino de hacer el Opus Dei, a ser de verdad contemplativos. Así lo explica a su confesor al pedirle consejo para su publicación: “Le entrego estas cuartillas para que haga el favor de decirme si vería conveniente tirarlas al velógrafo, con el fin de empujar a nuestros amigos por el camino de la contemplación” (CECH, p. 171). Esos “amigos” eran jóvenes seglares universitarios que se dirigían con san Josemaría.

En el prólogo de Camino, el lector se siente estimulado por estas palabras: “[que] te metas por caminos de oración y de Amor” (C, “Prólogo”). Años más tarde lo expresará así: “Yo escribí una buena parte de Camino en los años comprendidos entre 1928 y 1933, y la publiqué en 1934: y, con esa publicación, traté de preparar un plano inclinado muy largo, para que fueran subiendo poco a poco las almas, hasta alcanzar a comprender la llamada divina, llegando a ser almas contemplativas en medio de la calle” (Carta 29-XII-1947/14-II-1966, n. 92: CECH, p. 174).

La formulación “contemplativos en medio del mundo” es característica del fundador del Opus Dei. San Josemaría se sirve también, con frecuencia, de términos más usuales en su tiempo: vida sobrenatural, vida interior o vida espiritual. Eran años en que estaban bastante difundidas dos obras célebres de espiritualidad, que incluyen en su título esta expresión: La vie intérieure, de Joseph Tissot (París, Beauchesne et Fils, 1894) y La vie intérieure, del cardenal Mercier (Paris, Beauchesne, 1919). Revistas muy conocidas de la escuela dominicana de esa época son: La Vida Sobrenatural, fundada por el P. Arintero en 1921, y La vie spirituelle, de los dominicos de París, fundada en 1919. Además, san Josemaría solía aconsejar para la lectura espiritual y para los retiros el libro El alma de todo apostolado, del cisterciense Jean-Baptiste Chautard, publicado en 1914 y traducido al castellano en 1927, que comienza precisamente explicando qué es la vida interior.

Como maestro de vida cristiana que se sabe llamado por Dios para recordar a todos la llamada universal a la santidad, san Josemaría asimila vitalmente la tradición espiritual en un contexto secular y la transmite a los demás con una tonalidad específica, de modo que le sea accesible llevarla a la práctica a todo tipo de personas en cualquier situación. No escribe un tratado, y, en gran parte, se limita a seguir aconsejando la lectura de los clásicos de la espiritualidad cristiana antiguos y recientes. Pero renueva desde dentro esa tradición y la propone -sin rebajar lo más mínimo la radicalidad evangélica- a quienes viven en las más variadas y normales circunstancias de la vida ordinaria. La lectura de Santo Rosario y de los capítulos “Vida sobrenatural” y “Vida interior”, de Camino, lo comentan con claridad.

2. Crecimiento cristiano y vida interior

Tener vida interior alude a cultivar el crecimiento vital del hombre interior, en lugar de limitarse al horizonte de las actividades externas, y en definitiva a identificarse progresivamente con Cristo, participando cada vez con más plenitud de su filiación divina y, en consecuencia, a “endiosarse”, por emplear un término al que san Josemaría le gustaba acudir. De ahí que, en sus escritos, sean fundamentales y constantes las invitaciones al trato con Jesucristo y a la identificación con Él, especialmente en el misterio pascual, secundando dócilmente la acción del Espíritu Santo.

Cristo sigue actuando entre nosotros, de modo especial en la entrega diaria de la Sagrada Eucaristía. Por eso san Josemaría presenta siempre el Santo Sacrificio del altar como centro y raíz de la vida interior: “la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo. Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso. Porque Cristo es el Camino, el Mediador: en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía” (ECP, 102). La celebración eucarística es el medio principal de crecimiento interior: “Es el fin de todos los sacramentos (cfr. S.Th. III, q. 65, a. 3). En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación” (ECP, 87).

Coherente con ese fundamento, aconseja la participación diaria, si es posible, en el Sacrificio Eucarístico, también porque es el momento cumbre para aprender a tratar a Dios: “quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros” (ECP, 88).

San Josemaría abre horizontes de santidad y de apostolado comenzando por esa raíz que es el misterio pascual, del que todo fluye con naturalidad y con vida divina: “Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba?” (ECP, 154).

Partiendo de la santa Misa, la intimidad con Jesús se desarrolla mediante el encuentro vivo con su Humanidad y con su entrega: “Métete en las llagas de Cristo Crucificado. -Allí aprenderás a guardar tus sentidos, tendrás vida interior, y ofrecerás al Padre de continuo los dolores del Señor y los de María, para pagar por tus deudas y por todas las deudas de los hombres” (C, 288). No tiene reparo alguno en proponer a todos esta vía hacia la unión con Jesús, de origen joánico (“mirarán al que traspasaron”: Jn 19, 37), que han practicado, entre otros, san Bernardo, san Juan de Ávila y el mismo san Josemaría: “¡Verdaderamente es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! -Te «metiste» en la Llaga santísima de la mano derecha de tu Señor, y me preguntaste: “Si una Herida de Cristo limpia, sana, aquieta, fortalece y enciende y enamora, ¿qué no harán las cinco, abiertas en el madero?” (C, 555).

No se trata de una nueva devoción o de una iniciativa humana, sino más bien de una correspondencia a la gracia: “No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte, y siente, con Él, los insultos, y los salivazos, y los bofetones..., y las espinas, y el peso de la cruz..., y los hierros rompiendo tu carne, y las ansias de una muerte en desamparo... Y métete en el costado abierto de Nuestro Señor Jesús hasta hallar cobijo seguro en su llagado Corazón” (C, 58). Y, para facilitar esta acción del Espíritu Santo, aconseja algo sencillo y práctico para cualquier persona: “Tu Crucifijo. -Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también” (C, 302). No falta la sugerencia atrayente de poner todo el corazón en el trato con el Señor: “Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre -Jesús- y a decirle que le quieres” (C, 303).

La centralidad de la Misa y la identificación del fiel con Cristo en ella continúan a lo largo del día en la oración y en el trabajo; hacen posible que surjan con naturalidad los varios encuentros con Cristo que jalonan la jornada: “Procura atenerte a un plan de vida, con constancia: unos minutos de oración mental; la asistencia a la Santa Misa -diaria, si te es posible- y la Comunión frecuente; acudir regularmente al Santo Sacramento del Perdón -aunque tu conciencia no te acuse de falta mortal-; la visita a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que tú conoces o puedes aprender” (AD, 149).

Un importante consejo recalca cómo se deben vivir esas manifestaciones de piedad: “No han de convertirse en normas rígidas, como compartimentos estancos; señalan un itinerario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios. Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa” (ibidem).

3. La vida interior, fruto de la gracia y de las virtudes teologales

El ideal de una intensa vida interior en medio de las ocupaciones habituales se apoya en la gracia divina y se desarrolla con las virtudes, especialmente con la fe, la esperanza y la caridad. San Josemaría animaba siempre a crecer en ellas apoyándose en la gracia divina. “El fundamento de la entrega que el Señor nos pide, no se concreta sólo en nuestros deseos ni en nuestras fuerzas, tantas veces cortos o impotentes: primeramente se apoya en las gracias que nos ha logrado el Amor del Corazón de Dios hecho Hombre. Por eso podemos y debemos perseverar en nuestra vida interior de hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, sin dar cabida al desánimo ni al desaliento” (ECP, 169). Se trata de un esfuerzo alegre, sereno: de un “ascetismo sonriente”, por usar una expresión suya.

Con ese fundamento, la vida de familia, el trabajo, la aportación a la sociedad, y el apostolado diario realizado en esos ámbitos surgen de la práctica de las virtudes, especialmente las teologales: “Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el auxilio divino; y que, en la práctica de esas virtudes teologales, encuentra la alegría, la fuerza y la serenidad” (ECP, 169).

A esa vida teologal constante contribuye el hecho de que las virtudes se actualizan de modo explícito: “Los actos de Fe, Esperanza y Amor son válvulas por donde se expansiona el fuego de las almas que viven vida de Dios” (C, 667). El término “vida interior” significa crecimiento de la vida cristiana, de la gracia, con las virtudes y los dones. Y así el cristiano, que acepta la llamada a seguir a Jesús de cerca, es designado justamente por san Josemaría “hombre de Dios” (cfr. C, 672).

4. Vida interior, recogimiento y existencia ordinaria

Consciente de que las realidades visibles pueden obstaculizar la mirada de su núcleo interior, san Josemaría aconseja cultivar el recogimiento y el silencio, como una condición necesaria para no perder la faceta más hermosa de la realidad misma: “Distraerte. -¡Necesitas distraerte!..., abriendo mucho tus ojos para que entren bien las imágenes de las cosas, o cerrándolos casi, por exigencias de tu miopía... ¡Ciérralos del todo!: ten vida interior, y verás, con color y relieve insospechados, las maravillas de un mundo mejor, de un mundo nuevo: y tratarás a Dios..., y conocerás tu miseria..., y te endiosarás... con un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres” (C, 283).

Las palabras de Camino recién citadas evidencian que, según lo entendió, lo vivió y lo predicó san Josemaría, el endiosamiento -esa realidad sublime tan comentada por los Padres de la Iglesia griegos- es posible para todos y no aleja de las realidades cotidianas: es un endiosamiento que acerca al Padre y por eso mismo “te hará más hermano de tus hermanos los hombres” (C, 283). San Josemaría insiste en el trato ininterrumpido con el Señor como “un camino para todos, no como una senda para privilegiados”. Entonces, “la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios” (ECP, 119).

El recogimiento ayuda a huir del “anonimato” en el que viven muchas personas en su relación con Dios: “No podemos escondernos en el anonimato; la vida interior, si no es un encuentro personal con Dios, no existirá. La superficialidad no es cristiana” (ECP, 174). Como san Pablo dice de Jesús: “dilexit me et tradidit semetipsum pro me” (Ga 2, 20), así todo cristiano es un discípulo amado del Señor y llamado a corresponder a ese amor.

5. Vida interior y apostolado

En Camino se lee: “Es preciso que seas «hombre de Dios», hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. -Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida «para adentro»” (C, 961). Estas palabras recuerdan la presentación de la vida activa y del apostolado como “desbordamiento de la vida interior” (CHAUTARD, 1927, p. 248).

Esta doctrina tradicional es aplicada a todos los fieles: “Nunca seáis hombres o mujeres de acción larga y oración corta” (C, 937). Al mismo tiempo san Josemaría especifica los elementos centrales de la vida interior en su orden prioritario: “Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en «tercer lugar», acción” (C, 82); y en su conexión interna: “La acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con el sacrificio” (C, 81).

Por otra parte, pensando en quienes tienen la responsabilidad de transformar el mundo desde dentro, el fundador del Opus Dei advierte frente a dos riesgos: “Se ha puesto de relieve, muchas veces, el peligro de las obras sin vida interior que las anime: pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior -si es que puede existir- sin obras” (F, 734). Por eso escribe, señalando el fundamento cristológico de su afirmación, que “el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas. No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa” (ECP, 122).

Lluís CLAVELL

 «    VIDA ORDINARIA, SANTIFICACIÓN DE LA    » 

La “vida cotidiana” constituye uno de los grandes descubrimientos de las ciencias sociales del siglo XX. En efecto, frente a la tentación de exaltar nuestra existencia desde la razón científica o en términos del super-hombre, algunas corrientes filosóficas se centraron precisamente en una revalorización de la existencia ordinaria, para descubrir lo específicamente “humano” en las tareas aparentemente irrelevantes. Aunque desde presupuestos muy diversos, el mensaje de san Josemaría emplaza al cristiano a descubrir un “algo divino” en su existencia cotidiana, ya que, como gustó recordar en muchas ocasiones, la misión del cristiano en el mundo consiste en “santificar la vida ordinaria, santificarse en la vida ordinaria y santificar a los demás con la vida ordinaria”.

1. La “vida ordinaria”: punto de referencia del espíritu del Opus Dei

San Josemaría hace uso explícito de la expresión “vida ordinaria” o de su equivalente “vida cotidiana” desde el principio del Opus Dei. Entre los abundantes textos en este sentido, aunque de fecha más tardía, está la homilía Amar al mundo apasionadamente, pronunciada en Pamplona el 8 de octubre de 1967 (cfr. CONV, 113-123), que constituye una referencia obligatoria para encuadrar este tema en el conjunto de sus enseñanzas. En los escritos de años anteriores (aunque no faltan enunciados parecidos como, por ejemplo, “vida heroicamente vulgar”: C, 205), la expresión “vida ordinaria” no aparece de modo explícito, o al menos no es frecuente, si bien la afirmación del valor de la “vida cotidiana” -es decir, el papel que representa como ámbito, eje y materia del proceso de santificación- se encuentra, y con amplitud, desde muy antiguo. No podía ser de otro modo, pues se trataba -y se trata- de hacer llegar a todos los hombres y mujeres, procedentes de las más variadas condiciones y ocupados en las más diversas tareas, el mensaje de que, ahí donde se encuentran, en el contexto de su existencia diaria, están llamados a unirse a Dios y, desde ahí, a realizar la misión redentora confiada por Cristo a la Iglesia.

Se podrían citar, a modo de ejemplo, dos puntos de Camino, u otros análogos, porque se trata de una idea que atraviesa toda esta obra: “¿Quieres de verdad ser santo? -Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces” (C, 815). “Naturalidad. -Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas -vuestra sal y vuestra luz- fluya espontáneamente, sin rarezas, ni ñoñerías: llevad siempre con vosotros nuestro espíritu de sencillez” (C, 379). O el testimonio de san Josemaría en una de sus escasas entrevistas: “desde 1928 mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra” (CONV, 34). Porque la santidad no es nunca “cosa mediocre”. La vida santa del cristiano “es el heroísmo de la perseverancia en lo corriente, en lo de todos los días” (Carta 24-III-1930, n. 19: ILLANES, “La vida ordinaria entre la irrelevancia y el heroísmo”, en GVQ, IV, p. 36).

2. La vida ordinaria en la historia de la espiritualidad y de la cultura

Los Evangelios contienen diversas referencias a la vida sencilla y ordinaria de Jesús, María y José en el hogar y en el taller de Nazaret; no son muchas, pero resultan fundamentales, pues muestran que Jesús, el Hijo de Dios, al hacerse hombre hizo suyo el vivir ordinario de hombres y mujeres. También nos hablan de las tareas ordinarias de varios personajes evangélicos, como los apóstoles dedicados a faenas de pesca o las mujeres que acompañaban al Señor y le servían. En frase tan audaz como verdadera, san Pablo señala que “ya no hay diferencia entre judío ni griego; ni entre esclavo y libre; ni entre hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús” (Ga 3, 28).

Los textos referentes a las primeras generaciones cristianas documentan esta realidad sociológica. De modo particularmente gráfico lo hacen dos escritos que tanto san Josemaría como su primer sucesor Álvaro del Portillo gustaban de citar. El primero es la conocida Carta a Diogneto, en la que se declara que los cristianos “no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás” (cap. 5-6; Funk 1, pp. 317- 321: DEL PORTILLO, 1999, pp. 37-40, 45-48).

Y el segundo es otra carta, esta vez de san Jerónimo, que subraya el valor de lo pequeño: “También en lo diminuto se muestra la grandeza de alma. Al Creador no le admiramos sólo en el cielo y en la tierra, en el sol y en el océano, en los elefantes, camellos, bueyes, caballos, leopardos, osos y leones; sino también en los animales minúsculos, como la hormiga, mosquitos, moscas, gusanillos y demás animales de este jaez, que distinguimos mejor por sus cuerpos que por sus nombres: tanto en los grandes como en los pequeños admiramos la misma maestría. Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores” (Epistulae, 60, 12 [PL22, 595]: AD, 8).

Un testimonio de especial valor lo constituyen los numerosos sermones y homilías de la época patrística dirigidos al pueblo cristiano en general. Al proclamar el ideal evangélico a todos sin excepción, dan por supuesto que puede y debe vivirse en las condiciones propias de la vida ordinaria. Ciertamente no faltan autores en los que el elogio de la vida monástica o contemplativa desemboca en una visión algo peyorativa de la vida secular o activa, pero el dato básico antes señalado permanece.

En la Edad Media, por influjo de san Bernardo y, sobre todo, de san Francisco de Asís, la consideración de la vida de Cristo en Belén y en Nazaret conoció un gran auge. En ocasiones el acento se puso en la pobreza, pero encontramos también una referencia a la vida cotidiana y a su valor; punto que se mantendrá e incluso se acentuará en la poesía y la pintura del Barroco, con frecuentes alusiones, entre realistas y simbólicas, a la vida cotidiana de la Sagrada Familia. De otra parte, durante la Edad Media se instauró un orden social centrado en los oficios, al que siguió la aparición de corporaciones bajo la protección de un santo patrón. La importancia del hecho queda aún más patente si consideramos que los trabajos manuales ya no eran realizados por esclavos, sino por personas libres que manifiestan una unión entre el ámbito secular y la fe cristiana con repercusiones importantes en la cultura de la época.

Autores como Taulero advirtieron las implicaciones teológicas de esta realidad, pero sin desarrollarlas. Lutero, con su crítica a la vida monástica, dirigió de modo más explícito la atención hacia una afirmación del mundo y de las profesiones, como lugar donde el cristiano es redimido directamente por Dios, sin mediación de la Iglesia ni necesidad de sus ministros. En esta crítica a los votos monásticos, Charles Taylor ve un rechazo del ideal heroico griego, continuado a su juicio por el monaquismo (TAYLOR, 1996, p. 227); mientras que Martin Rhonheimer señala que esta inclinación protestante hacia el mundo y la vida ordinaria “no responde a una auténtica afirmación del mundo, ni en su forma luterana ni en su forma puritano-calvinista. El amor al mundo no existe porque no se afirma su bondad radical como creado por Dios” (RHONHEIMER, 2006, p. 67).

Como se dijo al inicio, en el siglo XX encontramos una gran tematización de la vida cotidiana (para una exposición bastante exhaustiva, cfr. DONATI, 2002, pp. 225-234), debida a diversos factores, entre ellos el proceso de secularización típico de la modernidad. Por un lado, gran parte de estos estudios se encuadran en una perspectiva muy diversa de la que aquí nos ocupa, ya que afrontan la vida cotidiana desde la historia, la sociología o la economía. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX, el quehacer teológico empieza a ocuparse de estas realidades terrenas, relacionadas con aspectos profundamente humanos como el trabajo y la familia, especialmente a partir del Concilio Vaticano II y de sus Constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes.

En el campo de la historia de la espiritualidad y limitándonos a autores modernos que conoció san Josemaría, cabe destacar tres: san Francisco de Sales, que en su Introducción a la vida devota proclama la llamada a la santidad en todos los estados de vida; y Alonso Rodríguez y santa Teresa de Lisieux, quienes, con acentos diversos, se refieren al valor de los pequeños detalles de la vida cotidiana.

San Josemaría no sólo conoció sino que frecuentó los textos de esos tres autores, hasta el punto de que se encuentran en algunas de sus obras ecos de Alonso Rodríguez y de santa Teresa de Lisieux. Pero hay una diferencia que no se puede desdeñar: mientras ellos tratan de las cosas pequeñas de un modo más bien general, san Josemaría las pone en relación con la existencia cristiana secular (cfr. ILLANES, 2003, pp. 25-30). Para él, hablar de cosas pequeñas o de vida ordinaria, implica a la vez e inseparablemente hablar de santificación en medio del mundo, porque son estas incidencias las que jalonan el existir de todo cristiano corriente y por tanto han de constituirse en materia y eje de la búsqueda de la santidad. El mensaje sobre la santificación de la vida ordinaria, tal y como lo formula san Josemaría, presupone, en suma, la dimensión positiva del mundo y, desde otra perspectiva, la conexión entre vocación humana y vocación divina.

3. La grandeza cristiana de la vida ordinaria: dimensiones subjetiva y objetiva

En el mensaje de san Josemaría, lo cotidiano no tiene en absoluto un carácter negativo, secundario o poco relevante. Supera además la dicotomía entre vida contemplativa y vida activa, y, en otro plano, rechaza la tentación contemporánea del super-hombre de Nietzsche que desprecia lo ordinario como “humano, demasiado humano”. La riqueza de su mensaje debe buscarse en una concepción más amplia y no por eso menos exigente de la llamada a la santidad: “Desde hace casi treinta años ha puesto Dios en mi corazón el ansia de hacer comprender a personas de cualquier estado, de cualquier condición u oficio, esta doctrina: que la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios, que el Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está también la perfección cristiana” (ECP, 148).

El fundamento de esta afirmación es de clara índole cristológica: los treinta años de vida oculta de Jesús. “Debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo” (ECP, 14). Del mismo modo que Jesús en el hogar y taller de Nazaret, o los Apóstoles en sus faenas de pesca, o los primeros cristianos cuando abrazaban la nueva fe y continuaban en sus tareas como vendedores de púrpura (cfr. Hch 16, 11-15) o fabricadores de tiendas (cfr. Hch 18, 2-3), hoy en día los cristianos deben tomar ocasión del mundo para encontrar a Dios.

En este aprecio por el mundo como camino de santidad, san Josemaría hubo de superar consideraciones teológicas que interpretaban el texto de 1Jn 2, 16 (“todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida”) como referido no al mundo marcado por el pecado, sino al mundo en cuanto tal, viéndolo como fuente de pecado y de tentación; y unían a esa exégesis una minusvaloración de la condición laical en comparación con la religiosa. San Josemaría rechazó esa exégesis evitando a la vez todo menosprecio del estado religioso: “Lo mismo que a otras almas, con vocación diversa, les facilita la contemplación el abandono del mundo -el contemptus mundi- y el silencio de la celda o del desierto, a nosotros, hijos míos, el Señor nos pide sólo el silencio interior -acallar las voces del egoísmo del hombre viejo-, no el silencio del mundo: porque el mundo no puede ni debe callar para nosotros” (Carta 11-III-1940, n. 15: ILLANES, 2001, p. 123).

Desde esta afirmación del mundo como lugar de encuentro con Dios del cristiano, se pueden distinguir dos dimensiones: santificación en sentido subjetivo (el cristiano y más concretamente el laico como sujeto que se santifica) y santificación en sentido objetivo (el mundo humano con todos los trabajos y circunstancias ordinarias). Obviamente, la distinción es sólo metodológica. Ha de quedar claro que, en la vida real del cristiano, se encuentran totalmente compenetradas.

a) Santificación del cristiano: dimensión subjetiva.

Este apartado se dirige a responder la siguiente pregunta: ¿quién está llamado a santificar lo cotidiano?

Quien busca la santidad en la vida ordinaria es, en primer lugar, un ser humano que no se define exclusivamente por su racionalidad. Es más, sería una falsa sublimación -un espiritualismo que expresaría una visión deformada del Cristianismo (cfr. CONV, 113)- prescindir de “algo tan material como mi cuerpo [que] ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada” (CONV, 121). San Josemaría gusta por eso recordar que los santos han sido seres normales “de carne, como la tuya” (C, 133), con debilidades y tentaciones (cfr. AD, 20, 210; ECP, 148); y, con expresión fuerte, se refiere al amor entre un hombre y una mujer, como algo no simplemente “tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu” (CONV, 121), sino como lugar privilegiado para que los llamados por Dios al matrimonio descubran también en el amor conyugal un “algo divino” (CONV, 121).

Además, ese hombre, esa mujer, de carne y hueso, por su capacidad libre y por su ser personal, entra en relación con otros hombres y mujeres, forma parte de la sociedad y, dentro de ella, cumple distintos roles, asume diversas responsabilidades, se ocupa de variadas tareas. Es miembro de una familia -padre, madre, hijo, etc.-, desempeña un trabajo profesional, procura ser ciudadano responsable, elige ser miembro de asociaciones de diversa índole, según sus aficiones o necesidades. Y de este modo, “metidos en el torrente circulatorio de la sociedad” (AD, 120), “en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo”, ese hombre o esa mujer es capaz de descubrir que “hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes” (CONV, 114).

Obviamente, ese descubrimiento no puede prescindir de una vida de fe; es más, la exige y toma así conciencia de la dignidad de la vocación cristiana: “La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. En cada cristiano se puede hacer realidad ese alter Christus, ipse Christus” (CONV, 21). Por tanto, quien está llamado a ser santo en medio de las actividades cotidianas, no debe separar su actuación en distintos compartimentos estancos, dejando a un lado la fe cuando se dedica a lo temporal. Esto, para san Josemaría, sería caer en el peligro de una doble vida que no duda en calificar de esquizofrenia (cfr. CONV, 114). Por el contrario, la función del laico dentro de la Iglesia o su misión, como también recordaría el Vaticano II, se concreta en elevar a Dios aquellas realidades temporales, mundanas y ordinarias, que no son ciertamente pocas y que además escapan de la misión de quienes se encuentran consagrados a Dios y apartados del mundo (cfr. LG, 32, 44).

San Josemaría convoca a los fieles del Opus Dei a asumir por vocación la llamada a santificar lo ordinario. En concreto, “el estar al día, el comprender el mundo moderno, es algo natural e instintivo, porque son ellos -junto con los demás ciudadanos, iguales a ellos- los que hacen nacer ese mundo y le dan su modernidad” (CONV, 26). Por eso, los cristianos deben buscar la solución a los problemas temporales frecuentes en su trabajo y en su vida cotidiana, interpelando a la propia conciencia bien formada, para que, “inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas” (CONV, 22), ofrezcan soluciones concretas de actuación, con plena responsabilidad y sin miedo a la pluralidad.

b) Santificación de la vida ordinaria: dimensión objetiva.

Este apartado responde a la pregunta: ¿en qué consiste lo cotidiano cuya santificación se busca?

En el mensaje de san Josemaría, la vida ordinaria se encuentra en estrecha relación con el trabajo profesional, pero también con la vida familiar y social, en la que se inserta la existencia de toda persona.

Un primer acercamiento nos revela que san Josemaría presenta la vida ordinaria en los siguientes términos definitorios: no sólo el templo como espacio sagrado, sino también la vida ordinaria es “verdadero lugar de la existencia secular cristiana” (CONV, 113). Y añade: “Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres” (CONV, 113).

Por tanto, el cristiano debe amar tan apasionadamente al mundo y adjudicarle un sentido positivo a la materia y a las tareas seculares (cfr. CONV, 114), que llegue a “hablar de un materialismo cristiano” (CONV, 115). En efecto, “si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe -aunque sea con un duro trabajo- desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas” (ECP, 10).

Este mundo cotidiano no sólo representa el lugar de la existencia secular cristiana según coordenadas espaciales, sino también según coordenadas temporales: aquí tiene acogida lo fortuito que, tal vez hoy más que nunca, ocupa gran parte de la vida humana. Circunstancias familiares, sociales, laborales e incluso económicas y políticas aparecen de modo imprevisible y se imponen con una realidad propia. Nos encontramos tan inmersos en lo temporal, que el riesgo es “imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está Dios, porque ¡es tan sencillo, tan ordinario!” (AD, 313). Por eso, san Josemaría añade: “cuando reconocemos las pequeñeces y la contingencia de las iniciativas terrenas, ese trabajo se abre a la auténtica esperanza, que eleva todo el humano quehacer y lo convierte en lugar de encuentro con Dios. Se ilumina así esa tarea con una luz perenne, que aleja las tinieblas de las desilusiones” (AD, 208).

Con estas coordenadas, san Josemaría desarrolla una ascética específica alrededor de un tema ya mencionado: las cosas pequeñas. Anima al cristiano a tenerlas siempre en mucho (cfr. C, 826), a no desdeñarlas (cfr. C, 819) ni despreciarlas (cfr. C, 816), a hacerlas por amor para que se conviertan en grandes (cfr. C, 813). Es decir, el cristiano que busca la santificación en lo ordinario, ha de emprender cualquier encargo o actividad, acabando bien y hasta el final su tarea, colocando “las últimas piedras” (cfr. AD, 55, 66) y ofreciendo a Dios este trabajo tal y como Abel presentaba a Dios los frutos sin tacha de su cosecha y los mejores ejemplares de su ganado (cfr. F, 43).

Los medios con los que cuenta el cristiano para hacer realidad esta santidad alrededor de lo cotidiano y más concretamente de las cosas pequeñas, serán, pues, el recurso a la oración y a la práctica de la mortificación, la lucha por adquirir virtudes humanas y sobrenaturales, la frecuencia de sacramentos, los medios de formación personal y colectiva, etc. Por esto, bien se puede afirmar que “alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada” (AD, 245), constituyen esa materia de la lucha por ser santos, por agradar a nuestro Padre Dios. Y así, ante el peligro de quedarnos en un desprecio de la rutina propia de la vida cotidiana (cfr. AD, 150), san Josemaría propone la perseverancia del borrico de noria que con su trabajo repetitivo lleva agua a la tierra, sin la cual no hay frutos (cfr. C, 998); o para enfrentar las mil pequeñas contrariedades de la jornada (cfr. AD, 138), nos recuerda el heroísmo de las madres que no regatean su esfuerzo en días llenos de imprevistos (cfr. AD, 134).

4. La transmisión del mensaje: algunas expresiones y metáforas utilizadas por san Josemaría

San Josemaría no ignora que toda esta doctrina se enfrenta con distintos peligros no sólo teoréticos, sino de índole más práctica y existencial, concretamente el posible desaliento ante un ideal que puede aparecer, según los casos, o demasiado banal o imposible de alcanzar. Por eso, destaca su esfuerzo por hacer llegar de modos distintos y también mediante lo que él llama “la psicología del anuncio” este mensaje del valor de lo ordinario. Su amplia labor sacerdotal junto con una riquísima cultura literaria y también histórica, contribuyeron a difundirlo “con don de lenguas” a sus interlocutores.

Aunque lógicamente la eficacia del mensaje se deba principalmente a razones de índole sobrenatural, sería injusto no prestar atención al empeño de san Josemaría para ejemplificarlo. Consciente de vivir entre personas que, en ocasiones, poseen una cultura que aprecia lo extraordinario o que, en otras, se quedan en la superficie de lo que acontece, se empeñó en acuñar expresiones y metáforas que ayudasen a resaltar que “lo extraordinario nuestro es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección” (Carta 24-III-1930, n. 12: ILLANES, “La vida ordinaria entre la irrelevancia y el heroísmo”, en GVQ, IV, p. 36). Gracias a esto nos dejó en herencia recursos literarios particularmente abundantes en variedad, con gran riqueza de lengua y muy pedagógicos en su intención.

Llaman especialmente la atención los copiosos epítetos que utiliza san Josemaría para calificar las circunstancias cotidianas. Se refiere, por ejemplo, a las “honestas realidades diarias”, “a las situaciones más comunes”, a la “vida familiar, profesional y social plena de pequeñas realidades terrenas", a las “cosas más visibles y materiales”, a las “situaciones que parecen más vulgares” (CONV, 114), o también a lo “prosaico” e “intrascendente” y a “los acontecimientos más menudos” (AD, 285) (los subrayados son de la autora).

Entre las metáforas y otros recursos literarios de especial plasticidad, además de algunas ya mencionadas, como el borrico de noria, hay otras muchas. Ofrecemos un elenco que no pretende ser exhaustivo:

- La santidad en lo ordinario representa un reto para aquellas personas con planteamientos poco realistas sobre sus capacidades (por defecto o por exceso). El peligro es claro: aspiraciones que san Josemaría no duda en calificar de “mística ojalatera”, con un juego de palabras que apunta tanto a las añoranzas infundadas (“ojalá”) como a las cosas de poco valor (de “hojalata”). Y teniendo en cuenta esto, escribe: “Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera -¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...-, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor” (CONV, 116).

- Como ejemplo literario de esta actitud -en realidad, como un símbolo-, san Josemaría recurre a un conocido protagonista de la literatura francesa, Tartarín de Tarascón, de Alphonse Daudet: “Pensando en aquellos de vosotros que, a la vuelta de los años, todavía se dedican a soñar -con sueños vanos y pueriles, como Tartarín de Tarascón- en la caza de leones por los pasillos de su casa, allí donde si acaso no hay más que ratas y poco más; pensando en ellos, insisto, os recuerdo la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento fiel de las obligaciones habituales de la jornada, con esas luchas que llenan de gozo al Señor, y que sólo Él y cada uno de nosotros conocemos” (AD, 8).

- Una metáfora especialmente sonora es la que describe la vocación cristiana y la relevancia de lo cotidiano como la tarea de “hacer endecasílabos de la prosa de cada día” (CONV, 116), es decir, escribir versos de arte mayor -también llamada en ocasiones “poesía heroica”, por la temática que desarrolla-, a partir de un género de índole narrativa y, en ese sentido, considerado de valor literario menor.

- Terminemos con otra que alude a la capacidad de convertir, con la vida de fe, lo más prosaico en algo de valor trascendente. En más de una de sus homilías, san Josemaría hace referencia a un conocido personaje de la mitología: “¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!” (AD, 221). En efecto, se trata de una ficción de alcance universal que refleja la capacidad de transformar el mundo en aquello que llena el corazón del hombre: en el caso del rey Midas, la avaricia de poseer oro; en el del cristiano, la ambición de santificar el mundo y lo cotidiano.

5. En la coyuntura actual contemporánea

Hoy en día resulta imposible ignorar la multitud de sucesos fortuitos e imprevisibles que conforman la vida de cualquier hombre y mujer en medio del mundo. Nuestro cosmos presenta un margen amplio de indeterminación. La cultura, entendida como fruto del libre obrar del ser humano, está ocupando este lugar y se presenta con una autonomía propia, fruto del proceso de secularización que define la modernidad. Por eso, en su percepción de lo social, el hombre y la mujer contemporáneos difieren cada vez más de la visión clásica que entendía la polis como una realidad natural, sujeta a procesos de generación y corrupción; y de la visión medieval, en la que el teocentrismo no lograba separar lo que era de Dios de lo que era del César.

En este marco conceptual, las enseñanzas de san Josemaría sobre la libertad en lo temporal y el pluralismo cobran especial relieve a la hora de configurar la cultura. Puede que estemos en un mundo en el que no hay soluciones uniformes; es más: estamos ya en el ámbito de lo práctico, en donde lo concreto y lo fortuito tienen su lugar propio y pueden ser determinantes a la hora de tomar decisiones. En ese contexto, san Josemaría recuerda que el cristiano no puede olvidar que “cada uno (...) obra con completa libertad personal y formándose autónomamente su propia conciencia (...). Naturalmente, al tomar cada uno autónomamente esas decisiones en su vida secular, en las realidades temporales en las que se mueva, se dan con frecuencia opciones, criterios y actuaciones diversas: se da, en una palabra (...), ese justo y necesario pluralismo, que es una característica esencial del buen espíritu del Opus Dei, y que a mí me ha parecido siempre la única manera recta y ordenada de concebir el apostolado de los laicos” (CONV, 19).

El protagonismo que san Josemaría concede a la libertad personal del cristiano se sitúa en continuidad con esa visión de las ciencias sociales que, como decíamos al inicio, descubren “ese algo humano” en la cotidianidad y realzan la autonomía de lo secular. Pero la aportación de san Josemaría corrige una desviación de este planteamiento, la que afirma la autonomía de lo temporal entendida como algo absoluto, y niega la condición creatural de las actividades humanas. Su mensaje invita a que los cristianos, al descubrir lo específicamente humano, descubran también que todo lo humano tiene su origen en Dios quien, al crear el mundo bueno y dejarlo en manos del hombre y de la mujer, les concede también la posibilidad de descubrir un “algo santo, divino”, que está en la misma realidad cotidiana y material: “Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones dianas, aquello rebosa de la trascendencia de Dios” (CONV, 116). No se trata de un añadido que se “pone” a lo ordinario, sino del descubrimiento, con la ayuda de la fe, de una condición previa de lo temporal: afirmar su autonomía relativa, es decir, reconocer a Dios Creador, y responsabilizarse de llevar a término lo temporal no sólo desde un punto de vista humano, desarrollándolo con perfección, sino también desde un punto de vista sobrenatural: santificándolo. Toca al cristiano corriente llamado por Dios la misión de “devolver a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo” (CONV, 114).

Por eso, como afirmaba el entonces cardenal Ratzinger, en 1992, en la homilía que pronunció en la misa de acción de gracias después de la beatificación de Escrivá de Balaguer: “Josemaría Escrivá sacudió de la gente esta apatía espiritual: no, la santidad no es algo insólito, sino una realidad habitual y normal para todos los bautizados. No consiste en gestas de un impreciso e inalcanzable heroísmo, sino que tiene mil formas y puede hacerse realidad en cualquier estado y condición. Es la normalidad. Consiste en esto: en vivir la vida cotidiana con la mirada puesta en Dios y moldearla con el espíritu de la fe” (CAPUCCI, 2009, p. 110). En efecto -y para acabar con otra bellísima imagen utilizada por san Josemaría en la homilía del Campus de la Universidad de Navarra y directamente relacionada con nuestro tema-, es “en la línea del horizonte, hijos míos, [donde] parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria” (CONV, 116). No sin razón, Juan Pablo II, en la santa Misa que celebró el 6 de octubre de 2002 y en la que canonizó al fundador del Opus Dei, pudo definirlo en frase tan breve cuanto rica en contenido, como el “santo de la vida ordinaria” (AAS, 1995, p. 745).

María Pía CHIRINOS MONTALBETTI

 «    VILLA DELLE ROSE    » 

Villa delle Rose designa un conjunto de dos casas sito en Castel Gandolfo, cerca de Roma, actualmente destinadas para actividades de formación de fieles de la Prelatura (cursos de retiro espiritual, jornadas de estudio, cursos de teología, etc.).

En los últimos meses de 1947 o en los primeros de 1948, los médicos prescribieron a san Josemaría que hiciera ejercicio. Entonces, algunos días, después de una jornada intensa de trabajo, don Álvaro del Portillo y el fundador del Opus Dei se dirigían a Castel Gandolfo, para pasear contemplando el lago Albano. En esos años, era posible llegar allí en pocos minutos con el coche. Caminando por la carretera que lleva de Castel Gandolfo a Marino se fijaron en la casa donde vivía la condesa Campello, de la que tenían referencias a través de Mons. Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid. Pensaron que vendría muy bien tener una casa así para las actividades de formación y descanso de los fieles de la Obra y comenzaron a rezar para que ésa pudiera utilizarse con este fin.

Giustina Guala, viuda de Campello, había recibido en uso perpetuo unos terrenos de la Santa Sede, muy cercanos al palacio pontificio, para que construyera ahí una casa que sirviera de sede a la obra catequística que había fundado en 1922. De acuerdo con los fines de esa fundación, don Álvaro del Portillo y otros sacerdotes del Opus Dei predicaron allí varias tandas de ejercicios espirituales. En 1949, la anciana condesa quiso ceder sus derechos sobre esos terrenos al Opus Dei, lo que Pío XII concedió el 29 de julio de 1949. Diez años más tarde, Juan XXIII otorgó esos terrenos en propiedad (19-VI-1959). La casa se usó, en ese periodo, para diversas actividades de formación, principalmente cursos de retiro y cursos de formación en el verano.

En 1959, el fundador del Opus Dei decidió que la sede del Colegio Romano de Santa María -que había comenzado en 1953 y que ocupaba hasta entonces parte de los edificios de via di Villa Sacchetti, en Villa Tevere, sede central del Opus Dei- fuera Villa delle Rose. Se estudió cómo acondicionar la casa. Debido al deterioro de los dos edificios se procedió a su demolición y se rehicieron de nueva planta, conservando el estilo que tenían. Las obras comenzaron en abril de 1960 y duraron tres años. San Josemaría siguió de cerca el proyecto y su realización, así como la decoración. Impulsó también la consecución de fondos para poder financiar la construcción, que se llevó a cabo con esfuerzo de personas de todo el mundo. Entre los objetos de la casa, está un cuadro de la Virgen, copia de un óleo de Carlo Dolci, que pertenecía a la madre de san Josemaría y que ella llamaba la “Virgen del Niño peinadico”; y otros muebles que usaba Carmen Escrivá de Balaguer y que dejó su hermano Santiago cuando se trasladó desde Roma a España. Muchos otros motivos de decoración proceden de los cinco continentes, siguiendo las sugerencias del fundador del Opus Dei, para que la casa resultara acogedora a quienes vinieran de cualquier parte del globo.

Desde 1963 a 1992 la sede del Colegio Romano de Santa María fue Villa delle Rose. Actualmente los edificios de Castel Gandolfo han vuelto a su destino original, es decir, casa de retiros y de convivencias.

El 26 de junio de 1975, a primera hora de la mañana, tuvo lugar allí el último encuentro de san Josemaría con las alumnas del Colegio Romano; en ese momento había personas de la Obra de los cinco continentes. Fue entonces cuando advirtió los primeros síntomas del ataque cardiaco que le causó la muerte, ya de vuelta a Roma, al final de la mañana. Una pequeña lápida, sobre el umbral de la puerta de esa habitación, recuerda el momento.

Elisa LUQUE

 «    VILLA TEVERE    » 

Villa Tevere, sede de la curia prelaticia del Opus Dei, es un inmueble situado en el barrio Pinciano, en Roma, con entrada por viale Bruno Buozzi, 73. El nombre fue escogido por san Josemaría en noviembre de 1946, cuando la casa todavía se estaba buscando, con la clara intención de subrayar su romanidad: el Tevere (Tíber, en español) es el río que atraviesa Roma (cfr. AVP, III, p. 100).

1. La necesidad de una sede central del Opus Dei en Roma

Villa Tevere fue adquirida en abril de casi un año después de la llegada de Escrivá de Balaguer a la capital de Italia. Durante aquel primer año san Josemaría había vivido, con otros cinco miembros del Opus Dei, en un piso alquilado, de escasas dimensiones, en piazza della Cittá Leonina, a pocos metros de la plaza de San Pedro.

San Josemaría, que había acudido a Roma para gestionar ante la Santa Sede la obtención de una aprobación jurídica para el Opus Dei, pensaba ya desde antiguo en situar en Roma la sede central (cfr. AVP, II, p. 346). En consecuencia, los miembros de la Obra que le habían precedido en la Ciudad Eterna habían realizado alguna búsqueda. En 1946, en la Secretaría de Estado del Vaticano le aconsejaron en ese mismo sentido: la vocación de universalidad del Opus Dei -así se expresaron el sustituto de la Secretaría de Estado, Giovanni Battista Montini (futuro Pablo VI), y el secretario de la Sección de Asuntos Extraordinarios, Domenico Tardini-, pedía que su sede central estuviera en Roma, cerca del Papa. San Josemaría, alentado por estos consejos, empezó ya en 1946 a poner en ejecución esa idea, para lo que dispuso que se intensificaran las gestiones para buscar un edificio apropiado.

El objetivo era una casa amplia, sólida y representativa. Interesaba que pudiera perdurar en el tiempo y albergar a un número elevado de personas, en previsión del futuro desarrollo del Opus Dei. Se deseaba también que fuera acogedora, que contribuyera a manifestar tangiblemente el aire de familia que caracteriza el espíritu del Opus Dei.

Pronto los miembros de la Obra se pusieron en contacto con el conde Mario Gori Mazzoleni, interesado en vender su residencia de los montes Parioli, una casa señorial con jardín edificable que hasta el final de la guerra había albergado, en régimen de alquiler, a la Embajada de Hungría ante la Santa Sede. La villa, como se denomina en Italia a este tipo de casas, le gustó a san Josemaría, que encargó a Álvaro del Portillo, su colaborador más directo, que intentara adquirirla (cfr. AVP, III, p. 103).

2. La historia anterior de la casa

La casa del conde Gori Mazzoleni había sido construida unos veinte años antes sobre terrenos que previamente, desde 1850, habían pertenecido a la familia Sacchetti. La llamada Vigna Sacchetti, que había llegado a ocupar una extensión de unas cincuenta hectáreas, fue parcelada y vendida en torno a 1920, bajo la presión urbanizadora de la autoridad municipal y de las compañías inmobiliarias. Un terreno de media hectárea (en el interior del triángulo que forman las actuales calles de Bruno Buozzi, Villa Sacchetti y Domenico Cirillo) acabó en manos de Mazzoleni.

Su casa, una construcción de tres pisos, se encontraba en el centro del triángulo, en un punto ligeramente elevado. En las actuales esquinas de Bruno Buozzi con Domenico Cirillo y de Domenico Cirillo con Villa Sacchetti quedaron dos solares, lindantes con la propiedad del conde, en los que se levantaron sendos edificios de pisos. En la tercera esquina (Villa Sacchetti con Bruno Buozzi) el conde Mazzoleni dispuso un gran portón para la entrada de vehículos, y adosado a él, por el lado de Bruno Buozzi, un edificio de dos plantas.

Como se ha dicho, la casa fue cedida como sede de la Legación de Hungría ante la Santa Sede. Tuvo ese uso desde 1936 hasta 1944, cuando el regente de Hungría, Miklós Horthy, fue depuesto y el país quedó temporalmente sometido a ocupación (primero alemana y luego soviética). En noviembre de 1936, el cardenal Eugenio Pacelli, Secretario de Estado del Vaticano, que dos años después se convertiría en Papa con el nombre de Pío XII, estuvo en Villa Mazzoleni: fue invitado por Horthy, que se encontraba en Roma de viaje oficial.

3. El Pensionato

Las gestiones de Álvaro del Portillo con Gori Mazzoleni dieron buen resultado, y a pesar de las dificultades la casa se compró. El conde aceptó la entrega de una cantidad inicial simbólica y el compromiso de que se comenzaría a pagar el resto con el dinero de la hipoteca (cfr. URBANO, 1995, p. 41).

El edificio principal, sin embargo, seguía entonces ocupado, abusivamente, por funcionarios húngaros, a pesar de que la antigua legación ya no existía, por haberse interrumpido las relaciones diplomáticas entre Hungría y la Santa Sede (no volvería a haberlas hasta 1990). Eso significaba que sólo la vivienda contigua al portón estaba disponible. Y en esa vivienda de dos pisos, a la que se dio el nombre de Pensionato, se alojó inicialmente, desde julio de 1947, san Josemaría. Él y quienes vivían con él en Cittá Leonina ocuparon la primera planta, y las mujeres encargadas de la administración doméstica, con Encarnación Ortega al frente, la segunda, aunque para éstas pronto estaría disponible un edificio propio en la parte de la finca que da a via di Villa Sacchetti.

Se puede decir que fue en el Pensionato donde empezó la labor del Opus Dei en Italia. En efecto, de algunos de los jóvenes que en aquel periodo entraron en contacto con el pequeño grupo de san Josemaría salieron los primeros fieles de la Obra italianos: Francesco Angelicchio, Luigi Tirelli, Renato Mariani, Mario Lantini, Umberto Farri y otros. En 1950 abrirían un Centro del Opus Dei en via Orsini, al otro lado del Tíber, y se trasladarían allí.

Fue también en el Pensionato donde nació el Colegio Romano de la Santa Cruz, un centro de formación teológica y espiritual para miembros del Opus Dei provenientes de todo el mundo (cfr. AVP, III, p. 133). El Colegio Romano comenzó en 1948. En 1949 tenía catorce alumnos; en 1950, veinte; en 1952, cuarenta (cfr. HERRANZ, 2011, p. 57). El hoy cardenal Julián Herranz llegó al Colegio Romano, desde España, en 1953: era entonces un joven médico de veintitrés años. Sus recuerdos de la primera noche en el Pensionato, tras un largo viaje en tren, son un testimonio elocuente de la estrechez con que allí se vivía: “En la planta baja, tras el vestíbulo, hay una sala de visitas y un pasillo con varias puertas: el cuarto de dirección, la sala de estudio, el oratorio y la sala de estar. Del pasillo arranca una breve escalera que lleva al primer piso. Subo. Aquí están el comedor y los cinco dormitorios. Me indican el mío, voy para allá y descubro cinco literas de tres camas (...). Tengo demasiado sueño -llevo casi cuarenta horas de viaje- y no estoy para demasiadas cavilaciones. Doy gracias a Dios por haber llegado, trepo hasta mi cama y, ¡al fin!, me duermo” (HERRANZ, 2011, pp. 44-45).

Aquel año 1953 el Colegio Romano acogió a más de cien alumnos; y cambió de sede: se trasladó del Pensionato a una zona nueva de Villa Tevere, la llamada Casa del Vicolo, todavía no terminada pero ya parcialmente disponible (cfr. HERRANZ, 2011, p. 25). Al mismo tiempo, se pensaba en una sede definitiva, en un edificio propio, proyecto que tardó bastantes años en concretarse (cfr. AVP, III, p. 276).

4. Los edificios y su evolución

Los funcionarios húngaros desalojaron la villa en febrero de 1949, y cuatro meses después, una vez obtenidos los permisos necesarios, se dio comienzo a las obras de adaptación del edificio (cfr. AVP, III, p. 117), al que había intención de añadir dos pisos. Aquel edificio, en el que viven actualmente el Prelado y los miembros del Consejo General del Opus Dei, será conocido, en adelante, como la Villa Vecchia: el nombre de Villa Tevere se reservó para el conjunto de la finca, en la que con el tiempo fueron surgiendo, asomados a viale Bruno Buozzi o a via di Villa Sacchetti, nuevos edificios.

Una de las primeras construcciones fue la Casa del Vicolo, ya mencionada. Fue levantada en viale Bruno Buozzi, entre el

Pensionato y el edificio de viviendas que hacía esquina con via Domenico Cirillo, y acogió, como se ha dicho, a los alumnos del Colegio Romano. El nombre de la casa obedece a un estrecho callejón interno o vicolo que recorre el linde con el edificio contiguo, el de la esquina con Domenico Cirillo: la construcción de la nueva casa había conllevado el sacrificio de una parte del antiguo jardín, y se había visto oportuno dejar un pequeño espacio descubierto también por aquel lado.

Uffici, otro de los edificios de Villa Tevere, alberga algunas de las oficinas (uffici, en italiano) de la curia prelaticia del Opus Dei. Fue construido sobre el solar del antiguo Pensionato, tras la demolición de éste en 1955: se encuentra, por tanto, en viale Bruno Buozzi, concretamente en el número 75.

La fachada de la Casa del Vicolo (Bruno Buozzi, 73) es de travertino, un tipo de piedra muy común en Roma, de tono claro; la de Uffici es de ladrillo. Respetando el canon predominante en Bruno Buozzi, una calle que en aquellos años cincuenta estaba completando su perfil de edificios, el exterior de Uffici y Casa del Vicolo presenta cinco pisos, además de la planta baja: un mezzanino o entresuelo, tres plantas regulares y un ático.

En via di Villa Sacchetti, una calle de arquitectura menos uniforme, los edificios que se construyeron tienen alturas y configuraciones diversas. Las casas de este lado de la finca son, de sur a norte, el Ridotto, la Montagnola, la Casetta, la Manica Lunga (llamada también, por antonomasia, Villa Sacchetti) y el Fabbricato Piccolo (cfr. URBANO, 1995, p. 54), y constituyen la parte femenina de Villa Tevere, conocida genéricamente como Villa Sacchetti. Allí tiene su sede la Asesoría Central, órgano de gobierno de las mujeres del Opus Dei.

Con la experiencia del Colegio Romano de la Santa Cruz, san Josemaría había erigido en 1953 su correlato femenino, el Colegio Romano de Santa María, que durante sus primeros años tuvo su sede en Villa Sacchetti. Ya antes de esa fecha, la labor apostólica que se había ido realizando en aquella casa había propiciado que comenzaran a llegar al Opus Dei las primeras mujeres italianas, como Gabriella Filippone, Carla Bernasconi y Gioconda Lantini (cfr. SASTRE, 1989, p. 406).

En 1963, el Colegio Romano de Santa María se trasladó a Castel Gandolfo, fuera de Roma. En los años setenta, también el Colegio Romano de la Santa Cruz dejó la Casa del Vicolo y Uffici para encontrar nuevo acomodo en la via di Grottarossa, en una zona suburbana. Desde entonces, la función de Villa Tevere se reduce casi exclusivamente a la de sede de las oficinas del gobierno central del Opus Dei, con los equipos de apoyo necesarios.

Casi todas las construcciones de Villa Tevere son de los años cincuenta (al margen, naturalmente, de las inevitables ampliaciones y adaptaciones, en muchos casos posteriores a la muerte del fundador). En la ejecución de las obras jugó un papel decisivo, desde 1955, la empresa constructora Castelli, que para la escuálida economía de san Josemaría y sus colaboradores supuso una garantía de continuidad: hasta entonces, las dificultades para pagar cada semana a los obreros, así como para ir devolviendo los créditos en sus fechas de vencimiento, habían hecho temer más de una vez una interrupción indefinida de las obras (cfr. AVP, III, p. 236). El principal arquitecto de Villa Tevere fue Jesús Álvarez Gazapo (1929-2006), que posteriormente se ordenaría sacerdote.

5. La iglesia prelaticia de Santa María de la Paz

En la zona de Villa Tevere en que viale Bruno Buozzi y via di Villa Sacchetti hacen esquina, san Josemaría hizo construir un amplio oratorio, que dedicó a Santa María de la Paz. Se inspira en las formas de las antiguas basílicas romanas. Fue inaugurado por san Josemaría, con una Misa solemne, en la noche del 31 de diciembre de 1959.

En 1982, simultáneamente a la creación de la Prelatura personal del Opus Dei, Juan Pablo II estableció que aquel oratorio fuera la iglesia prelaticia de la nueva prelatura. Allí tiene el Prelado su sede, como en la catedral de una diócesis tiene su cátedra (o sede) el obispo diocesano.

Desde 1992, cuando fue beatificado por Juan Pablo II, los restos de san Josemaría -que en 1975 habían sido depositados en una cripta situada bajo la iglesia- reposan en una urna colocada dentro del altar de Santa María de la Paz. En la cripta se encuentran sepultados -por orden cronológico- Carmen Escrivá de Balaguer (1899-1957), hermana del fundador, que colaboró generosamente con el Opus Dei y falleció en Roma; Álvaro del Portillo (1914-1994), cuyos restos reposan en la misma sepultura que en su momento acogió los de san Josemaría; y Dora del Hoyo (1914-2004), numeraria auxiliar, una de las primeras mujeres que se trasladó a Roma (en diciembre de 1946) y trabajó en la administración doméstica de Villa Tevere.

El 23 de marzo de 1994, pocas horas después del fallecimiento de Mons. Del Portillo, Juan Pablo II estuvo rezando en su capilla ardiente, instalada en Santa María de la Paz.

Alfredo MÉNDIZ

 «    VIRTUDES: CONSIDERACIÓN GENERAL    » 

La noción de virtud es de importancia fundamental tanto en la tradición filosófica como en la teología cristiana y en las enseñanzas acerca de la vida ascética. Los Evangelios nos ofrecen múltiples ejemplos de virtudes. En los escritos de san Pablo se encuentra explícitamente una enseñanza sobre las virtudes teologales de la fe, la esperanza, y la caridad, con una evidente preeminencia dada a la caridad (cfr. 1Co 13), así como referencias a otras virtudes -por ejemplo, la templanza, la paciencia, la obediencia y la castidad-, como elementos esenciales de la práctica de la vida cristiana. Este carácter primario del concepto de virtud se refleja claramente en las enseñanzas de san Josemaría. El tema de las virtudes en general y de las virtudes concretas que el cristiano está llamado a vivir aparece con frecuencia en sus homilías y en sus escritos; hay incluso homilías o capítulos enteros dedicados a las virtudes.

1. El lugar de la consideración de la virtud en la enseñanza de san Josemaría

En san Josemaría la vida cristiana se entiende como una lucha continua por adquirir y ejercitar las virtudes cristianas. La más importante de todas las virtudes es la caridad, que habilita a quien la posee con la capacidad para amar a Dios sobre todas las cosas y en todas las cosas, cumpliendo así el mandamiento supremo de la Nueva Ley. La caridad presupone la fe y la esperanza, y reclama todas las virtudes morales que capacitan al cristiano para llevar a cabo lo que demanda la caridad, especialmente en aquello que se refiere al amor al prójimo. San Josemaría enseñó que el cristiano corriente -llamado a santificarse santificando la vida ordinaria- necesita cultivar todas las virtudes, y no sólo por el hecho de ser cristiano sino también porque está llamado a santificar toda la variedad de situaciones que integran la normalidad de la vida ordinaria. Este fue el espíritu que enseñó a los fieles del Opus Dei: “No cambian de estado -siguen siendo solteros, casados, viudos o sacerdotes- sino que procuran servir a Dios y a los demás hombres dentro de su propio estado. Al Opus Dei no le interesan ni votos ni promesas, lo que pide de sus socios es que, en medio de las deficiencias y errores propios de toda vida humana, se esfuercen por practicar las virtudes humanas y cristianas, sabiéndose hijos de Dios” (CONV, 24).

El interés de san Josemaría por el tema de las virtudes tiene una motivación predominantemente ascética y pastoral. El propósito que le lleva a tratar de este tema no es otro que el de ayudar a quienes le trataban, leían y escuchaban a poner por obra las virtudes. No está presente, ni en sus escritos ni en sus homilías, el intento por presentar un tratamiento sistemático de las virtudes. No se encuentra una discusión abstracta de la definición de virtud, ni de sus causas, ni de las clasificaciones, ni hay tampoco un intento de reproducir una lista exhaustiva o catálogo de las virtudes. Por otra parte, está claro que el contenido teológico de su predicación, en esta materia como en todas las demás, coincide con el de la enseñanza tradicional católica, tal como se encuentra reunida, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica y en diversos tratados, como los de santo Tomás de Aquino, a quien cita. Pero a la vez, añade acentos personales. La división de las virtudes entre tres teologales y cuatro cardinales o morales simplemente se asume, así como también el hecho de que las virtudes teologales sean infusas y las morales adquiridas por repetición de actos. La novedad de su enseñanza radica más bien en la aplicación de las virtudes a la santificación de la vida ordinaria, lo que implica que se han de ejercitar en toda actividad, incluso las que parezcan ser moralmente indiferentes, porque el ejercicio de las virtudes no se restringe a un rango reducido de actividades especiales. Esto lleva a dar un énfasis mayor que el que se encuentra en otros tratados de teología y de ascética, a las virtudes relacionadas con la vida ordinaria, como luego reiteraremos.

Las enseñanzas de san Josemaría sobre las virtudes no se encuentran concentradas en un solo lugar: están dispersas por todos sus escritos. De hecho, para el estudio de algún aspecto concreto de sus enseñanzas o de alguna virtud en particular, el investigador tiene que utilizar los índices de las obras o algún sistema de búsqueda electrónico. Tres obras que presentan en todo caso un enfoque más dirigido hacia las virtudes son Camino, especialmente los capítulos centrales (C, 575-684); Surco, que trata del crecimiento de la vida espiritual apostólica del cristiano en conexión con el desarrollo de las virtudes y de la personalidad humanas, y Amigos de Dios. En esta última obra, además de las homilías dedicadas a la fe, a la esperanza y a la caridad, se incluye una homilía dedicada a las virtudes humanas en general, así como también otras homilías que tratan sobre la humildad, el desprendimiento, la prudencia, la justicia y la castidad.

2. La definición de virtud y la distinción entre virtudes sobrenaturales y virtudes humanas

a) Definición de virtud

Como se dijo arriba, san Josemaría no proporciona una definición de virtud de modo explícito. Sin embargo, está claro que asume la noción clásica: “La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien” (CCE, 1803). En la visión cristiana tradicional (que incorpora elementos inicialmente elaborados por filósofos griegos), la virtud se define como un hábito bueno que confiere a la persona que lo posee una inclinación firme hacia la realización de cierta clase de acciones moralmente buenas. La virtud no elimina el componente de libre arbitrio presente en las acciones del hombre, sino que permite a la persona virtuosa realizar esas acciones con prontitud, con mayor facilidad, de modo estable y, de ordinario, incluso con agrado. Las virtudes son importantes para la vida moral porque permiten actuar bien moralmente no sólo de vez en cuando, sino de modo seguro y constante en las variadas circunstancias de la vida. Cada una de las virtudes en particular proporciona una inclinación firme para la realización de una clase específica de acciones. La fortaleza, por ejemplo, proporciona una inclinación estable para la práctica de acciones buenas aunque sean difíciles, mientras que la justicia inclina a honrar los derechos de los demás e impulsa a hacer accesibles a todos los bienes necesarios para el desarrollo de la persona.

b) Distinción entre virtudes sobrenaturales y virtudes humanas

Con referencia a la clasificación de las virtudes, san Josemaría utiliza con frecuencia la distinción entre virtudes humanas y virtudes sobrenaturales. En sus escritos, las humanas corresponden a las que tradicionalmente se llaman virtudes morales, es decir, aquellas virtudes que tienen como objeto inmediato algún bien creado, ya sea algo interno al agente (como en el caso de la fortaleza que controla la pasión del miedo), o algo externo (como en el caso de la justicia que se relaciona con los derechos ajenos). De la persona que posee estas virtudes morales se dice que es una persona buena. Estas virtudes son cualidades que existen en el nivel de la naturaleza (no derivan necesariamente de la gracia) y se pueden adquirir con el ejercicio de las facultades naturales a través de repetición de actos. San Josemaría se refiere a estas virtudes diciendo: “esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo” (AD, 75), es decir, que un hombre bueno puede llegar a poseer independientemente de que tenga o no fe en la Buena Nueva, o de que haya recibido el don de la gracia santificante.

A la cabeza de las virtudes morales se encuentran las virtudes cardinales de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Tradicionalmente estas cuatro virtudes se identifican como categorías más amplias dentro de las cuales se agrupan todas las demás virtudes morales. Esta división le es familiar a san Josemaría y con frecuencia hace referencia a ella. Por ejemplo, su más extenso escrito sobre las virtudes, la homilía “Virtudes humanas” en Amigos de Dios, se estructura de acuerdo con esta secuencia, dirigiendo la atención hacia aquellas virtudes que son de especial importancia para su mensaje sobre la santificación de la vida ordinaria como son la laboriosidad, el orden, la fortaleza, la lealtad y la alegría.

Las virtudes sobrenaturales son aquellas que, junto con la gracia santificante, se infunden en el alma a través del sacramento del Bautismo. El término virtud sobrenatural se refiere ante todo a las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. A diferencia de las virtudes morales, las virtudes teologales no pueden ser adquiridas por esfuerzo humano, las infunde Dios directamente en el alma. Más aún, las virtudes teologales tienen como objeto inmediato al mismo Dios: una persona cree en Dios, espera en Dios y ama a Dios. Las virtudes sobrenaturales son superiores a las virtudes humanas o morales porque perfeccionan las acciones de la persona con respecto al fin supremo que es Dios. San Josemaría afirma con claridad que estas virtudes sobrenaturales no reemplazan las virtudes humanas ni las convierten en cualidades superfluas. La realidad es muy distinta: las virtudes sobrenaturales, y especialmente la caridad, informan las virtudes morales y las redirigen hacia un fin más alto que es el amor a Dios. Por ejemplo, la virtud de la paciencia informada por la caridad llevará a una persona no sólo a soportar las dificultades, sino a soportarlas por un motivo superior, por amor a Dios. En virtud de esta elevación a un fin más alto, se puede decir que las virtudes humanas participan del carácter sobrenatural de las virtudes teologales infusas.

En los escritos de san Josemaría aparece también la expresión “virtudes cristianas”. En general, con esta expresión san Josemaría se refiere a las virtudes humanas en cuanto que están presentes en una persona en estado de gracia y por consiguiente en quien posee también las virtudes teologales. En sus escritos se mencionan como virtudes cristianas, realidades muy diversas: la pureza (cfr. ECP, 5), la castidad (cfr. AD, 189), la justicia (cfr. AD 189), la obediencia (cfr. ECP, 17), el patriotismo (cfr. S, 315). Pero hay que decir que las virtudes teologales también se incluyen como virtudes cristianas: “Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría...” (ECP, 23). Se ve, por tanto, que la expresión “virtudes cristianas” se extiende a cualquier virtud que se encuentre en un cristiano que vive según su fe, es decir, a todas las virtudes que permiten a esa persona dirigirse mediata o inmediatamente hacia el fin último que es Dios.

c) Las virtudes humanas como fundamento de las virtudes sobrenaturales

Repetidas veces san Josemaría describe las virtudes humanas como el fundamento de las sobrenaturales. Esta enseñanza tiene un doble significado. En primer lugar hace referencia al hecho de que en una persona que no tenga vida de fe todavía, las virtudes humanas promueven una apertura básica al bien y a la verdad y, por tanto, a Jesucristo y a su mensaje, de tal manera que la persona virtuosa que se encuentre con ese mensaje, tendrá facilidad para abrazarlo. Las virtudes humanas (por ejemplo, fraternidad, lealtad, laboriosidad) conllevan ya una cierta generosidad: la superación del egoísmo, una apertura hacia los demás y hacia sus necesidades, etc. Así pues, la semilla del mensaje del Evangelio, que es una llamada a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, toma más fácilmente raíces en el suelo fértil de las virtudes naturales. “En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales. (...) Si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien” (AD, 74-75).

En segundo lugar, las virtudes humanas pueden ser vistas como el fundamento de las sobrenaturales, porque dan a las personas las disposiciones firmes que necesitan para realizar los actos propios de las virtudes sobrenaturales, en especial los actos referentes a la virtud de la caridad. Esto se puede ver claramente cuando se consideran por ejemplo los requerimientos del amor al prójimo. Si no posee las virtudes de la templanza y de la fortaleza, una persona no será capaz de atender de modo estable a las necesidades de quienes le rodean; sin paciencia no será capaz de soportar las dificultades que puede conllevar la convivencia con los demás, etc. En general puede decirse que la virtud sobrenatural de la caridad generará actos de caridad de un modo constante, estable y eficaz sólo si se apoya en los buenos hábitos de las virtudes humanas (cfr. AD, 91 y S, 652). En suma: “La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad...” (CONV, 62; cfr. CONV, 5). Más aún, la caridad llama al cristiano a vivir estas virtudes de modo heroico: “La invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión” (AD, 3).

Una vez precisado el encuadre general, según san Josemaría, de la distinción entre virtud sobrenatural y virtud humana, podemos pasar a considerarlas más en detalle.

3. Las virtudes sobrenaturales o teologales

En línea con la tradición, san Josemaría entiende que las virtudes sobrenaturales o teologales de la fe, la esperanza y la caridad son las más importantes de la vida cristiana: “Las tres virtudes teologales (...) componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana” (AD, 205). Estas virtudes capacitan al cristiano para que crea en Dios, espere en Dios y ame a Dios de un modo que supera las capacidades naturales, pues a través de ellas una persona se hace a sí misma más conforme a Jesucristo que con ninguna otra de las virtudes. Las virtudes teologales las infunde en el alma el Espíritu Santo: “Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad” (ECP, 134). San Josemaría, que recoge en su tratamiento de estas virtudes toda la doctrina clásica, pone un énfasis característico en su relación con la filiación divina y con el mensaje acerca de la llamada a la búsqueda de la santidad en medio de la vida ordinaria.

Por la virtud de la fe creemos en todo lo que Dios ha revelado porque Él mismo lo ha revelado, de manera semejante al modo en el que un niño cree lo que le dice su padre. San Josemaría considera que el contenido de la fe del cristiano viene mediado por el Magisterio de la Iglesia católica; por eso, creer en Dios y asentir a las enseñanzas de la Iglesia van unidos. A la vez señala que, aunque se crea como creen los niños, vivir plenamente la virtud de la fe requiere esforzarse. Por un lado, para aprender todo lo que cada uno sea capaz de aprender de lo que Dios ha revelado y de lo que la Iglesia enseña; de ahí que le gustara repetir: necesitamos tener “piedad de niños” y “doctrina segura de teólogos” (ECP, 10). Por otro, la fe tiene un aspecto práctico y operativo que san Josemaría predicó infatigablemente. Enseñaba que la fe cristiana ha de llevar a una persona a tener una “visión sobrenatural” que le permita verse a sí mismo y a todas las realidades del mundo creado desde el punto de vista de la verdad revelada, y luego a actuar conforme a esa verdad (cfr. C, 664; AD, 196, 200; S, 166, 447, 774). Poseyendo una fe así, la persona confía absolutamente en la providencia de Dios y experimenta que, para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan al bien (cfr. Rm 8, 28). San Josemaría expresaba esta idea en la frase sintetizada del texto paulino “omnia in bonum” y sugería que se utilizaran esas palabras como jaculatoria, porque dan cuerpo a la confianza que se ha de tener en Dios Padre, particularmente en circunstancias que parezcan ser más difíciles.

La fe lleva a la esperanza: “la seguridad de sentirme -de saberme- hijo de Dios me llena de verdadera esperanza” (AD, 208). Por la virtud de la esperanza el cristiano espera sobre todo alcanzar la felicidad eterna. “Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin” (AD, 209). Esta esperanza tiene el efecto de relativizar todas las expectativas y sufrimientos terrenos, y es, por tanto, el fundamento de la alegría y del optimismo que, como san Josemaría enseña, deben caracterizar al cristiano en toda circunstancia. Esto explica por qué, a pesar de los fallos que se puedan experimentar, se ha de mantener el optimismo en la lucha ascética. Para san Josemaría, la vida del cristiano es una lucha constante por ser santo y, por tanto, para amar a Dios y servir a los demás. La virtud de la esperanza hace que la persona confíe en que Dios le perdona y le da energía y optimismo para comenzar la lucha una y otra vez, aun después de haber caído, muchas veces por debilidad (cfr. AD, 212-19).

La virtud infusa de la caridad, centro de las virtudes teologales, lleva en primer lugar a amar a Dios sobre todas las cosas y con todas las fuerzas. Este amor toma en las enseñanzas y en la vida de san Josemaría la forma del amor de un hijo pequeño a su Padre Dios, ya que el amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo nos lleva a clamar “Abba, Pater" (cfr. Rm 8, 14-17). Este amor filial es contemplativo; gracias a él la persona descubre la mano amorosa de su Padre Dios en todas las realidades, incluso en las más ordinarias, y se hace capaz de mantener una conversación viva con Dios en todo momento (presencia de Dios). Junto con este espíritu contemplativo, la caridad genera una rectitud de intención en la voluntad, por la cual una persona hace todo lo que hace, incluso lo que es ordinario, por amor a Dios, su Padre, y con el deseo de agradarle, sintiéndose otro Cristo.

La caridad demanda también el amor a los demás, al prójimo: “Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios” (ECP, 36). El amor a los demás se extiende a todos los hombres, también a los enemigos, sin descuidar en primer lugar -así lo reclama el orden de la caridad- el empeño por buscar el bien de aquellos que se encuentran más cercanos a nosotros (cfr. AD, 230). La caridad busca el bien integral -tanto corporal como espiritual- del otro, con conciencia de que el más importante de todos los bienes es el de la salvación eterna a través de Jesucristo. Por esto, manifestación especialísima de la caridad es el apostolado, el esfuerzo por acercar a aquellos que nos rodean a Dios: “el alma contemplativa se desborda en afán apostólico” (ECP, 120).

4. Las virtudes humanas o morales

a) La necesidad de las virtudes humanas

En sintonía con la tradición cristiana, san Josemaría enseña que la perfección cristiana reside en la propia conformidad con Jesucristo. Estamos llamados a ser “otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus" (VC, VI Estación). Esto implica, entre otras cosas, que cada cristiano ha de adquirir las disposiciones de Jesucristo y hacerlas suyas. Como hemos dicho, es propio de la virtud otorgar al que la posee los hábitos o inclinaciones necesarias para realizar acciones buenas. Se puede decir, por tanto, que es a través de la posesión de las virtudes como la persona alcanza esta conformidad con Cristo que es la perfección cristiana. Esto se aplica de modo particular a la relación teologal entre el cristiano y su Padre Dios, pero también a la vida moral. Precisamente hablando sobre las virtudes humanas san Josemaría puntualiza: “El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo” (AD, 75). En la imitación de Cristo como “perfecto hombre” es donde las virtudes humanas juegan un papel fundamental, pues son necesarias para el perfeccionamiento de nuestra naturaleza.

Teniendo en cuenta la necesidad de ese perfeccionamiento de la naturaleza humana, san Josemaría presenta a veces su posición criticando algunas concepciones deformadas de la vida cristiana en relación con este punto. Tal es el caso de la posición laicista que postula que la vida cristiana asfixia las cualidades humanas e impide que la persona llegue a la plenitud de su humanidad. Pero también la posición, a la que califica de pietista, que enfatiza hasta tal punto las consecuencias de la caída original, que concibe toda afirmación de la naturaleza humana como una amenaza contra la fe y por tanto como algo que no ha de ser perfeccionado, sino reprimido. “El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros” (AD, 74). San Josemaría entiende que el misterio de la Encarnación implica la redención de la naturaleza humana en su entereza. El cristiano está llamado a la perfección, a vivir la perfección en todo lo que es auténticamente humano, evitando sólo lo que es corrupción causada por el pecado. Por esto la gracia y las virtudes infusas no se oponen a las perfecciones naturales del ser humano ni las convierten en algo superfluo. La caridad es la más importante de todas las virtudes y, entre ellas, la que más nos conforma a Jesucristo; sin embargo, por sí sola no genera el “perfectus homo". No se puede ser “muy divino”, sin ser también “muy humano”, y para ser perfecto en todos los aspectos de la naturaleza humana, se requieren las virtudes humanas.

Es a través de virtudes como la templanza, la fortaleza y la justicia, como una persona adquiere la perfección de la naturaleza humana. Cada una de esas virtudes perfecciona un aspecto del ser humano. Su totalidad constituye la perfección humana y la ausencia de virtudes humanas implica una deficiencia. Jesucristo, que es perfecto hombre, poseyó todas las virtudes humanas en el más alto grado, de tal manera que realizó todas sus acciones humanas de modo perfecto. Ningún cristiano alcanza la perfección absoluta de Jesucristo, pero cada cristiano está llamado a imitarle y a luchar por adquirir y practicar las virtudes humanas en el grado más alto posible. El ignorar, tanto estas virtudes como la necesaria lucha por adquirirlas, es considerado por san Josemaría como equivalente a ignorar una parte esencial de la vocación cristiana (cfr. AD, 75).

b) La naturalidad en la vida ordinaria

Las enseñanzas de san Josemaría van dirigidas principalmente a cristianos corrientes, los que se encuentran inmersos en el trabajo profesional y en las actividades ordinarias de la vida. Es allí donde han de adquirir y ejercitar las virtudes humanas; es ahí, en estas actividades, donde han de luchar para vivir las virtudes (cfr. CONV, 24). Santificar las actividades ordinarias quiere decir hacerlas para Dios y, por esta razón, hacerlas bien. Se advierte claramente que son precisamente las virtudes humanas las que, movidas por las sobrenaturales, dan al cristiano la capacidad interior para realizar bien esas actividades ordinarias, firme y constantemente.

Teniendo en cuenta que los cristianos corrientes están llamados a santificar no solamente un tipo especial de actividades, sino todas las actividades, es obvio que necesitan ejercitar todas las virtudes. Citemos, como ejemplo, unas palabras dirigidas a los esposos y a la vida en familia: “Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría” (ECP, 23; cfr. AD, 76; CONV, 110, 5). Todas las virtudes tienen en común la característica de disponer a la persona para que sea menos egoísta y esté más interesada en buscar el bien de los que le rodean.

Poseer y ejercitar las virtudes no separa a la persona de sus actividades y circunstancias ordinarias, ni la convierte en persona extraña o intratable; al contrario. En este sentido a san Josemaría le gustaba hablar de la “naturalidad”, entendiendo por tal la cualidad de ser y vivir de acuerdo con la propia condición, como los demás, y veía en esta cualidad una actitud que surge como consecuencia de vivir las virtudes. Le gustaba, a este respecto, dirigir la atención hacia el ejemplo de Jesucristo, quien ejercitó todas las virtudes en las circunstancias ordinarias de su vida oculta, sin resultar raro o extraño a quienes con él convivían y trabajaban (cfr. AD, 89-90). Las virtudes no son ostentosas ni llamativas: “Que tu virtud no sea una virtud sonora” (C, 410). Las virtudes hacen que una persona sea agradable, facilitan la convivencia, hacen que la persona sea más atractiva, y esto también porque conllevan el efecto de hacer que la persona que las posee sea feliz y alegre. “La verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre” (C, 657; cfr. S, 58).

c) Las virtudes morales y la libertad

La referencia a la posesión y el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y humanas está estrechamente ligada en san Josemaría al énfasis que pone en el papel decisivo de la libertad, tanto en las acciones que inciden directamente sobre la propia persona como en las acciones que se refieren a los demás. Con respecto a las acciones propias, las virtudes generan lo que podría calificarse como libertad interior. Una persona es libre interiormente cuando se rige por la razón y no por las pasiones. Citando a santo Tomás de Aquino, san Josemaría señala que cuando una persona se mueve por las pasiones, especialmente cuando peca, es como si lo que le identifica más como persona, su razón, fuese esclava de algo exterior a ella, es decir, de las pasiones (cfr. AD, 34). Las virtudes morales proporcionan a quien las posee la capacidad de poder gobernar y controlar sus pasiones. Consecuentemente, una persona que posee estas virtudes se encuentra habilitada para ser señor de sí mismo y por tanto para actuar con un grado de libertad interior mayor; esa persona hace aquello que con mayor intensidad interior desea hacer. Con las virtudes teologales y morales, el cristiano cumple la voluntad de Dios, no como algo que se le impone desde fuera, sino como algo que ella misma desea interiormente. Así lo expresa san Josemaría hablando de la virtud de la obediencia: “Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural” (ECP, 17).

San Josemaría vio en el respeto a la libertad de los demás materia de virtud, y, en particular, materia de la virtud de la justicia. Por la virtud de la justicia una persona respeta los derechos de los demás y no trata de imponer su voluntad en asuntos en los que los otros tienen derecho a escoger por sí mismos lo que desean hacer. “Estamos obligados a defender la libertad personal de todos, sabiendo que Jesucristo es el que nos ha adquirido esa libertad; si no actuamos así, ¿con qué derecho reclamaremos la nuestra? (...) Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos” (AD, 171).

d) Algunas virtudes humanas típicas

Aunque san Josemaría enseña que el cristiano ha de cultivar todas las virtudes, en sus exhortaciones nunca pretende ofrecer una lista completa. Tampoco intenta indicar cuál sea la más importante de las virtudes morales, sino que simplemente comenta que son todas necesarias y que el esfuerzo que una persona realiza por adquirir cada una redunda en la adquisición de otras virtudes relacionadas (cfr. AD, 76). Acepta, sin embargo, la prioridad fundamental que poseen las cuatro virtudes cardinales y en la homilía sobre las virtudes humanas asume la posición tradicional que lleva a ordenar las diversas virtudes de las cuatro virtudes cardinales.

En sus escritos se observa que san Josemaría menciona con frecuencia las virtudes que de alguna manera u otra están conectadas con las cardinales, así como otras que, como ya dijimos, adquieren importancia capital en relación con la santificación del trabajo y de las actividades propias de la vida ordinaria. Un breve elenco de estas virtudes será útil aquí para ilustrar de algún modo cómo entendió san Josemaría el papel de las virtudes en general en la práctica del mensaje que predicó.

- Alegría: actitud que permite a la persona mantener una visión positiva y optimista ante los acontecimientos de la vida; es un reflejo de la virtud de la caridad y juega un papel sustancial en todas las relaciones interpersonales.

- Sinceridad: virtud por la que el ser humano manifiesta lo que piensa, sin intentar ocultar la verdad, especialmente la verdad acerca de uno mismo. Esta virtud desempeña un papel decisivo en el cultivo de la amistad y es esencial para la constancia en el crecimiento espiritual.

- Humildad: virtud que enseña a que la persona se vea como realmente es, especialmente ante Dios; es la base de las demás virtudes y previene las dificultades que pueden surgir en el trato con los demás.

- Sencillez: virtud que impulsa al ser humano a dejar que los demás le vean tal como es, sin fingimientos y sin actitudes aparatosas, y que le lleva a comportarse con naturalidad, según lo exige la propia condición.

- Laboriosidad: virtud que desarrolla la capacidad para trabajar con intensidad, para dar acabado cumplimiento a las propias tareas profesionales; lleva también a aprovechar el tiempo.

- Magnanimidad: virtud por la que la persona se muestra dispuesta a acoger proyectos de gran envergadura y no se contenta con logros mínimos, porque se sabe capaz de mucho más; en lo sobrenatural presupone la confianza en Dios.

- Fidelidad/Lealtad: lleva a cumplir los propios compromisos y a permanecer sincero y firme con los amigos, incluso cuando se presentan situaciones difíciles, y a mantener la palabra dada.

- Desprendimiento: virtud por la que la persona se siente contenta con los bienes materiales que posee, aunque sean limitados; se encuentra feliz llevando una vida austera y sobria, y mantiene su corazón libre respecto a las cosas que tiene a su disposición.

- Audacia: virtud necesaria para no amedrentarse ante la magnitud de las tareas a las que se está llamado; es fundamental para la realización de actividades y empresas apostólicas en las cuales se advierte que habrá que asumir riesgos, y para no preocuparse demasiado por lo que otros piensen de uno.

- Solidaridad: es la virtud por la cual una persona se preocupa y se siente responsable de la sociedad en la que vive y de las personas con las que comparte la vida y el trabajo, hasta el punto de estar dispuesto a ayudarlas, e incluso a sacrificarse por ellas.

- Castidad: virtud que se ha de vivir en todo camino de vida; aunque no es la más importante, sin ella las demás virtudes quedan disminuidas; es especialmente necesaria para crecer en el trato con Dios y para luchar contra el egoísmo en las relaciones con los demás.

5. Las virtudes y los dones del Espíritu Santo

Los siete dones del Espíritu Santo se han considerado tradicionalmente como distintos de las virtudes. Santo Tomás de Aquino enseña que las virtudes son en sí mismas disposiciones que permiten a la persona -movida por la razón- la realización de acciones buenas. Los dones, a su vez, son disposiciones que permiten a la persona ser movida por Dios para la realización de acciones buenas en el orden de la gracia (S.Th., I-II, q. 68, a. 1). El Catecismo de la Iglesia Católica describe los dones del siguiente modo: “(...) son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo” (CCE, 1830). Los dones se infunden en el alma en el momento del Bautismo junto con la gracia santificante y las virtudes teologales.

San Josemaría recoge esta doctrina y enseña que las virtudes humanas disponen al alma a recibir no sólo las virtudes sobrenaturales, sino también los dones. Se expresa señalando que los dones refuerzan las virtudes: “Si el cristiano lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma. La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima -dulce huésped del alma- regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios” (AD, 92).

En sus enseñanzas sobre los siete dones del Espíritu Santo se percibe que sobresale el don de piedad. Este don confiere a la persona una disponibilidad para ser movida por el Espíritu Santo a tener un cariño filial a Dios del modo que describe san Pablo en Rm 8, 15: “Habéis recibido el espíritu de adopción de hijos por el cual clamamos «Abba, Padre»”. El hecho de que el mensaje de san Josemaría esté marcado por un énfasis profundo en la filiación divina como fundamento de toda la relación del cristiano con Dios, explica muy bien que le dé un lugar prominente al don de piedad. Y que afirme que este don lleva a la alegría, ya que una persona que sea consciente de ser hijo de Dios se siente segura de todo, en el más profundo nivel. “El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios. Y los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias” (AD, 92).

David GALLAGHER

 «    VOCACIÓN    » 

La palabra vocación, del latín vocatio, que deriva a su vez del verbo vocare, llamar, era conocida en el lenguaje precristiano, pero pasó a ser de uso frecuente -a partir de los textos bíblicos (san Pablo emplea con frecuencias los vocablos griegos equivalentes, klesis y kaleo)- en la literatura cristiana, para indicar que Dios se dirige al hombre y lo llama. A partir de esa significación primitiva, en las lenguas modernas es utilizada también en otros contextos, pero su uso predominante sigue siendo el originario. Con ese sentido está presente en la predicación y en los escritos de san Josemaría, que subrayó con fuerza los acentos personales que la vocación implica. Valga como ejemplo un pasaje de una homilía pronunciada en el tiempo de Cuaresma: “La llamada del buen Pastor llega hasta nosotros: ego vocavi te nomine tuo (Is 43, 1), te he llamado a ti, por tu nombre. Hay que contestar -amor con amor que paga- diciendo: ecce ego quia vocasti me (1R 3, 9), me has llamado y aquí estoy” (ECP, 59).

1. La vida cristiana como vocación

Dios no es un Dios distante, situado en lo alto de los Cielos, ajeno a las incidencias de la vida terrena, al que se debe servir y adorar, pero siempre desde la lejanía. Es un Dios creador y providente, que ha hecho surgir el mundo por amor, y lo mantiene en el ser y lo cuida con amor. Más aún, es un Dios que se hace presente en nuestra historia. El Antiguo Testamento está jalonado de escenas que testimonian ese amor y esa cercanía de Yahveh: la elección de Abraham, a quien promete que en él serán benditos todos los linajes de la tierra (Gn 12, 1 ss.); la vocación de Moisés (Ex 3, 1 ss.), a quien Yahveh elige para gobernar y guiar a Israel y de quien se nos dice que hablaba con el Señor “cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33, 11); la llamada a los patriarcas y a los profetas, a los que confía la misión de recordar a Israel las promesas divinas, incitándolo a la fidelidad.

Con la Encarnación, Dios va más allá. No sólo interviene ofreciendo su protección, otorgando dones y dando a conocer su voluntad, sino que Él mismo entra en el mundo, se hace hombre, comparte nuestra existencia, nos revela que estamos llamados a participar del amor trinitario. Jesús se dirige a los apóstoles con palabras a la vez imperativas y llenas de cariño: “ven y sígueme” (cfr. Jn 1, 43; Mt 1, 19 y 9, 9, etc.), que constituyen una llamada a compartir su vida y su misión. Concluye el Sermón de la montaña proclamando que todos están llamados a la plenitud del amor divino: “sed perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5, 48). Y, antes de subir a los cielos, da a los apóstoles la misión de propagar por el mundo entero la llamada a entrar en la comunión con Dios: “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado” (Mt 28, 19-20).

También el apóstol Pablo tuvo plena experiencia de la llamada personal de Jesús: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9, 4; 26, 14-16). Y su pregunta, propia de una criatura frágil pero generosa: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 22, 10), recibe una contestación divina que le marca con claridad el camino: “entra en la ciudad y se te dirá lo que tienes que hacer” (Hch 9, 6). Una y otra vez, los apóstoles recordaron a los primeros cristianos que, por el hecho haber recibido el Bautismo, están llamados por Cristo, y llamados a identificarse con Él, a participar de la vida divina, a ser santos como Dios es santo, a dar a conocer a Cristo y a difundir, con la palabra y con las obras, su mensaje (cfr. Rm 1, 7; 1Co 1, 2; 1P 1, 15, 1Jn 3, 3, Ga 2, 20, etc.).

La historia de la reflexión pastoral y teológica sobre la vida cristiana como vocación, es decir, como vida fundamentada en la llamada de Dios, y por tanto sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado, es larga, rica y compleja (cfr. ILLANES, 2007, pp. 138-150). No hace falta, sin embargo, detenerse ahora en ella. Baste señalar que a principios del siglo XX, cuando inicia su predicación san Josemaría, la mentalidad predominante estaba muy marcada por la convicción de que la vida religiosa o consagrada era el paradigma de la perfección cristiana, de donde derivaba la tendencia a referir la palabra “vocación” sólo a la consagración religiosa o al sacerdocio ministerial. El Concilio Vaticano II, al proclamar la llamada de todos los cristianos a la santidad y al apostolado (cfr. LG, 39-42), consolidó la superación de ese planteamiento.

En el proceso que lleva hasta esa meta, san Josemaría con su vida y enseñanza había jugado un papel decisivo. En el núcleo mismo del Opus Dei, y por tanto de la vida de su fundador, está la conciencia clara de que Dios llama a todos los hombres y espera de todos ellos amor y correspondencia. “Es necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo de privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo”, afirma en una de sus homilías (ECP, 110). Y en una entrevista que concedió en los años sesenta, después de señalar que una de las características fundamentales del proceso de desarrollo de la Iglesia en la época contemporánea es “la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana”, añade: “la llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres” (CONV, 58).

2. Dimensiones de la vocación: responder al amor de Dios y animar a los demás a amarle

La vida cristiana es, por sí misma, una vocación, y el Bautismo implica, por su propia naturaleza, una llamada. Pero es necesario que el cristiano, cada cristiano, perciba esa realidad e inspire en ella su existencia. Entre las homilías incluidas en Es Cristo que pasa hay una, propia del tiempo de Adviento, que lleva por título precisamente Vocación cristiana; se inicia con las siguientes palabras: “Comienza el año litúrgico, y el introito de la Misa nos propone una consideración íntimamente relacionada con el principio de nuestra vida cristiana: la vocación que hemos recibido. Vias tuas, Domine, demonstra mihi, et semitas tuas edoce me (Sal 24 [Vg 23], 4); Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas. Pedimos al Señor que nos guíe, que nos muestre sus pisadas, para que podamos dirigirnos a la plenitud de sus mandamientos, que es la caridad” (ECP, 1).

Cristo murió por todos; vino para que todos tuviesen vida -su Vida- y la tuviesen en abundancia (cfr. Jn 10, 10). En esa afirmación básica de la fe cristiana, y en la convicción de que el corazón humano “está hecho para amar” (F, 204), fundamentaba san Josemaría no sólo su enseñanza acerca de la universalidad de la llamada divina, sino lo que podríamos calificar como “su optimismo vocacional”, su afán por dirigirse a todo hombre y a toda mujer para avivar ese hambre, esa sed de Dios, que late siempre en lo más hondo de! espíritu humano, aunque en ocasiones puede parecer muerta o aletargada. “A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén” (AD, 294). Convencido de que el contacto con Cristo transforma, su empeño constante fue despertar la “curiosidad” por conocerle, de modo que, una vez superada la indiferencia o la reticencia, ante el alma se abriera un camino de atrayente grandeza: “Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo” (C, 382).

La advertencia del carácter vocacional de la condición cristiana puede producirse de muchas maneras y con ocasión de acontecimientos muy diversos: la lectura de un pasaje del Evangelio, unas palabras escuchadas a un sacerdote, la conversación fraterna con un amigo que descubre horizontes hasta ese momento insospechados, un suceso alegre -o dramático- que lleva profundizar en la existencia, el encuentro con una institución o una iniciativa apostólica que suscita el interés y lleva a pensar en la necesidad de comprometerse... La historia de las relaciones entre Dios y las almas transcurre en cada caso por caminos que le son propios. En todo caso, la vocación, la toma de conciencia de la llamada divina, implica siempre, con rasgos o matices diversos, algunas dimensiones fundamentales:

- Ante todo saca del anonimato, sitúa personal e inmediatamente ante Dios, invita a tratarle de modo directo, íntimo y sencillo, a abrirle el corazón, a manifestarle amor, y, cuando el caso lo requiere, a solicitar con confianza su perdón. “Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.

Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. (...) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos” (C, 267).

- Ofrece, presuponiendo la fe, y prolongándola, una luz definitiva sobre la propia vida. A lo largo de los años podrán sucederse acontecimientos muy diversos, surgir dificultades imprevistas, presentarse cuestiones y problemas nuevos, pero el conocimiento de que Dios nos ama, de que confía en nosotros, de que espera de nosotros una respuesta, y una respuesta en la línea que esa profundización en la vocación cristiana nos ha dado a conocer, deberá ser siempre un punto de referencia, una roca firme sobre la que apoyarse para continuar, o reemprender, el camino. “La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adonde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía” (ECP, 45).

- Da a la vida un sentido de misión, porque Dios, a la vez que introduce en su intimidad, llama a participar en su designio de salvación. La luz que la conciencia de la vocación enciende en el alma, es una luz que debe ser comunicada. El amor al que da origen es un amor que ha de ser propagado. “Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado” (AD, 5). Y en otra de sus homilías, y evocando las escenas de la vocación de los apóstoles, a las que el fundador del Opus Dei hacía frecuente referencia, decía: “Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés: Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum (Mt 4, 19), seguidme y yo os haré pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo ocupemos” (ECP, 45).

Resumamos esta consideración de las dimensiones que tiene la vocación cristiana, y por tanto de la resonancia que posee su percepción existencial, acudiendo a unas palabras escritas por san Josemaría a fin de describir la experiencia de la vocación en referencia explícita a los fieles del Opus Dei, pero que tienen una validez universal: “Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio”. Es -prosigue- como una “fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador”, que lleva “a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada” (citado en OCÁRIZ, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en OIG, pp. 148-149).

Todo ello, por lo demás, en un contexto de humildad, de conciencia clara de la gratuidad del don de la fe y de la llamada, de la liberalidad del amor divino, de reconocimiento de la propia pequeñez y de la propia debilidad. Los apóstoles -escribe san Josemaría en la ya citada homilía sobre la vocación cristiana- eran “hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres, corredentores, administradores de la gracia de Dios” (ECP, 2). “Algo semejante ha sucedido con nosotros” (ECP, 3), añade, para continuar enseguida: “Yo, al pensar en estos puntos, me avergüenzo. Pero me doy cuenta también de que nuestra lógica humana no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya” (ibidem). Por eso, concluye, “en la base de la vocación están el conocimiento de nuestra miseria, la conciencia de que las luces que iluminan el alma -la fe-, el amor con el que amamos -la caridad- y el deseo por el que nos sostenemos -la esperanza-, son dones gratuitos de Dios” (ibidem).

3. Diversidad de vocaciones

Hay en la Iglesia, junto a una radical identidad en la fe y en la responsabilidad ante la misión recibida de Cristo, una amplia diversidad de situaciones, funciones y tareas. Esta realidad tiene implicaciones respecto a la vocación, de forma que, en el seno de la común vocación cristiana, se da una diversidad de concreciones o modalizaciones que llevan a distinguir entre vocación laical y vocación sacerdotal, entre vocación religiosa o a la vida consagrada y vocación secular, entre vocación al matrimonio y vocación al celibato, etc.

El fundador del Opus Dei manifestó a lo largo de toda su vida un hondo aprecio a la vocación religiosa, de cuya importancia para la vida de la Iglesia dejó constancia en muchas ocasiones. A la vez, en coherencia con la misión que había recibido -fomentar la busca de la santidad y la acción apostólica en medio del mundo y tomando ocasión del mundo-, su atención se dirigió preferentemente hacia otras vocaciones -la laical, la matrimonial, la sacerdotal-, sobre las que su predicación y sus escritos ofrecen una enseñanza rica y detallada. En otras voces del Diccionario se hace amplia referencia a todas ellas; por eso nos limitamos aquí a unas pinceladas.

- Un programa ambicioso y optimista

El panorama de vocación que traza san Josemaría es amplio y ambicioso. “Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible” (CONV, 106). Llama a santificar todas las realidades terrenas, todo el conjunto de las tareas, estructuras y ocupaciones que implica la vida de la sociedad, en el celibato o en el matrimonio, en posiciones de relieve o en situaciones que pasan inadvertidas, porque “hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna” (F, 13).

Ese panorama es, como decíamos, amplio y ambicioso. Y a la vez optimista. Proclamar que todo hombre y toda mujer, sea cual sea su condición, es objeto de una llamada divina y que, con ella, recibe la misión de contribuir, desde el lugar que ocupa en el mundo, a que reinen sobre la tierra la paz, la justicia y la fraternidad de que habla el Evangelio, puede parecer un ensueño, un ideal lleno de belleza, pero imposible de llevar a la práctica, con la consiguiente tentación de contentarse con admirarlo sin comprometerse en su realización. El fundador del Opus Dei no lo ignoraba; por eso apeló siempre, con convicción profunda, a la fe, al poder y a la fuerza de redención y de gracia que vienen de Cristo. “Esto [ese ideal al que acabamos de hacer referencia] es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! (...) Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención” (ECP, 183).

- En la vida ordinaria

La conciencia de la llamada divina lleva al cristiano que vive en el mundo, ocupado en las diversas tareas temporales, a reconocer el valor de su existencia diaria, no sólo por lo que pueda aportar a la vida de la sociedad, sino también porque, en ella y a través de ella, puede encontrar a Dios, relacionarse con Él, ofrecerle el trabajo de su inteligencia y de sus manos, para que Dios, con su gracia, lo eleve a lo divino y lo dote de eficacia redentora. “El cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará -bien fuerte- la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio” (ECP, 183).

Un programa de servicio, porque el reconocimiento de la cercanía de Dios, de la llamada que dirige a todos los hombres para que entren en comunión con Él, conduce de forma connatural a amar a los demás de modo concreto y operativo, no sólo con palabras sino con obras de servicio. “Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar la masa entera (cfr. 1Co 5, 6)” (ECP, 120). El cristiano corriente debe, en suma, no sólo santificarse en la vida ordinaria, sino santificar la vida ordinaria con todo lo que conlleva -trabajo, vida de relación, afanes y tareas-, y santificar con la vida ordinaria.

- El matrimonio camino divino

“¿Te ríes porque te digo que tienes «vocación matrimonial»? -Pues la tienes: así, vocación” (C, 27). Estas palabras de Camino, escritas en los años treinta, expresan bien el eje de lo que fue la predicación de san Josemaría en relación con el matrimonio desde los inicios mismos del Opus Dei. El matrimonio no es sólo institución social que hunde sus raíces en la naturaleza humana, sino un camino de santidad. Dios bendice el matrimonio y otorga su gracia no sólo en el momento de las nupcias, sino a lo largo de toda la vida matrimonial. “Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar” (ECP, 23). Los esposos han de saberse llamados a vivir con hondura humana y cristiana su amor conyugal, de modo que, queriéndose más y más entre sí, crezcan en amor a Dios; reciban con generosidad los hijos; transformen los sinsabores y las dificultades, que no faltarán, en ocasiones de actualizar la fe y de vivir la entrega, convirtiendo así el ámbito familiar en un “hogar luminoso y alegre”, y la familia en levadura que contribuye al desarrollo y a la renovación de toda la sociedad.

- La vocación sacerdotal

Sacerdote hondamente enamorado de su sacerdocio, el fundador del Opus Dei tuvo una fuerte conciencia de la dignidad del sacerdocio ministerial, de la santidad a la que el sacerdote está llamado y del hecho de que debe alcanzarla a través del ejercicio del ministerio, fuente de santidad para la Iglesia y para el sacerdote mismo que lo desempeña. “¿Cuál es la identidad del sacerdote?”, se pregunta en una de sus homilías, para responder enseguida: “la de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental” (AIG, p. 70). Poco después recalca la misma idea: “esta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado” (AIG, p. 72). Afirmación que vale para toda la vida del sacerdote, pero que tiene una aplicación especial en referencia al acto central del ministerio: la celebración de la Eucaristía. Unas palabras de esa misma homilía, en las que san Josemaría habla en primera persona, lo expresan con singular fuerza: “Soy, por un lado, un fiel como los demás; pero soy, sobre todo, ¡Cristo en el altar! Renuevo incruentamente el divino Sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi, representando realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que Él purifique” (AIG, p. 76). De ahí la eficacia pastoral y la capacidad santificadora de la celebración eucarística y de toda la actividad ministerial, siempre, claro está, que el sacerdote viva en conformidad con lo que realiza: “Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor” (AIG, p. 71).

4. La vocación al Opus Dei, concreción de la vocación bautismal

En gran parte de los pasajes que san Josemaría dedica a hablar de la vocación en términos generales está latente la referencia a la vocación al Opus Dei. Son también muy numerosos, como es natural, los que dedica a tratar específicamente de la llamada a incorporarse al Opus Dei. Su enseñanza a este respecto es clara: la vocación al Opus Dei es una concreción de la vocación bautismal, y una concreción que no aparta en lo más mínimo de la condición de cristiano corriente, antes bien la refuerza.

Reflexionando sobre este punto, Fernando Ocáriz, basándose en algunas expresiones de san Josemaría, ha acuñado una expresión que puede parecer paradójica, pero que va al fondo de la realidad: la vocación al Opus Dei es una vocación peculiar de cristianos corrientes (OCÁRIZ, p. 173 ss.). Peculiar, porque se dirige a personas determinadas, moviéndolas a incorporarse al Opus Dei y, por tanto, a participar en la misión que Dios confió a san Josemaría el 2 de octubre de 1928 y a vivir según su espíritu. De cristianos corrientes, porque esa llamada no aparta a nadie de su sitio, de su condición de seglar o de sacerdote secular, sino que lleva a vivir esa condición de acuerdo con el espíritu del Opus Dei, que es precisamente un espíritu que pone el acento en la vivencia cristiana de la existencia ordinaria, es decir, cada uno en el lugar, tarea y profesión en el mundo que le son propios. No añade nada, por tanto, a la llamada bautismal, que nos habilita como cristianos al culto de Dios uno y trino; se trata, más bien, de una profundización en el sentido de la misión apostólica que Dios da a cada cristiano bautizado.

A lo que san Josemaría se supo llamado en 1928 fue a promover entre personas de todas las condiciones sociales y de todas las profesiones la busca efectiva de la comunión con Dios en medio del mundo. Y a hacerlo no ya proclamando en términos genéricos la llamada universal a la santidad, sino suscitando en quienes se encontraban a su alrededor (estudiantes, obreros, profesionales de las más variadas condiciones sacerdotales) la conciencia de que Dios los llamaba allá donde estaban, para que precisamente allí vivieran con hondura y radicalidad la fe cristiana, y animaran a los demás a vivirla. Y, de ese modo, a la manera como se extiende la ola suscitada por una piedra caída en un lago, ir difundiendo por toda la sociedad la luz de Cristo. “Eres, entre los tuyos -alma de apóstol-, la piedra caída en el lago. -Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?” (C, 831).

La vocación al Opus Dei es vocación a santificar el propio estado -soltero, casado, viudo, sacerdote-, la propia tarea, la propia familia, la propia vida ordinaria, haciendo de ello ocasión -mejor, materia- de santidad y de apostolado. “Quiere el Señor servirse de nosotros -leemos en una de las Cartas dirigidas por el fundador a los fieles del Opus Dei- para que todos los cristianos descubran (...) el valor santificador y santificante de la vida ordinaria -del trabajo profesional- y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia” (Carta 9-I-1932, n. 91: AGP, serie A.3, 91 -3-2). Y en otra: “nos ha llamado [Dios] a santificarnos en la vida corriente, diaria; y a que enseñemos a los demás -providentes, non coacte, sed spontanee secundum Deum (1P 5, 2), prudentemente, sin coacción; espontáneamente, según la voluntad de Dios- el camino para santificarse cada uno en su estado, en medio del mundo” (Carta 24-111-1930, n. 1: AGP, serie A.3, 91-1-3).

Rasgos específicos de la vocación al Opus Dei son, por eso: el sentido de la filiación divina, que lleva a saberse siempre, en cualquier situación, también en las más menudas y pequeñas, en la presencia de Dios; la valoración de todas las nobles realidades terrenas, conscientes de que el mundo, creado por Dios, puede y debe llevar a Dios; la secularidad y la naturalidad; el amor al trabajo bien hecho y realizado con presencia de Dios y con espíritu de servicio; el sentido de la libertad, en general y muy particularmente en las cuestiones temporales, asumiendo con responsabilidad y hombría de bien las implicaciones de la propia tarea; una honda y sincera estima de la amistad y del amor humano; la solidaridad; el deseo -el afán- por extender en todos los ambientes del mundo, a través del testimonio de una vida normal y ordinaria, el amor a Cristo, y, en Cristo y por el Espíritu Santo, a Dios Padre, a la Trinidad entera.

5. Fidelidad a la vocación

En la vida de relación entre el hombre y Dios, la iniciativa es divina: Dios “nos amó primero” (1Jn 4, 19); realidad que se aplica obviamente, e incluso especialmente, en referencia a la vocación: la llamada tiene por sujeto a Dios. Lo propio del ser humano situado ante la llamada es responder. Y responde con la fe, o sea, acogiendo la invitación que Dios le dirige, abriéndose a ella, y, en consecuencia, fundamentando sobre ella la propia existencia. Dicho con otras palabras: con la fe y con la fidelidad.

La vocación como acontecimiento remite a un momento determinado de la vida: aquél en el que el cristiano, hombre o mujer, percibió la hondura de la condición cristiana y advirtió lo que el Señor le pedía a él en concreto. Pero remite a ese acontecimiento no como a una realidad confinada en un tiempo ya pasado, sino como al instante, o al periodo, en el que tuvo lugar un especial encuentro con Dios. Reenvía sobre todo a Dios y, por tanto, no sólo al pasado, sino a la vez e inseparablemente al presente y al futuro: al presente, porque el Dios que llamó un día continúa llamando hoy y ahora; y al futuro, porque ese Dios que llamó espera un amor que se prolongue a lo largo de toda la vida orientándola en coherencia con la vocación recibida y en actitud de plena disponibilidad ante cuanto Dios pueda continuar ofreciendo y reclamando.

La infinitud del amor divino, que es el presupuesto y fundamento de la vocación, reclama -escribe san Josemaría- “una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero” (AD, 5). “Quizá alguno de vosotros piense -añade a continuación- que me estoy refiriendo exclusivamente a un sector de personas selectas. No os engañéis tan fácilmente, movidos por la cobardía o por la comodidad. Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo” (AD, 6).

Hablar de fidelidad es hablar de perseverancia, de firmeza, de empeño, sabiendo decir que sí a lo que es coherente con la llamada, y que no a lo que apartaría del camino. Una fidelidad plena a la vocación, y a la misión que conlleva, puede reclamar, en algunos momentos, decisiones fuertes e incluso dolorosas. San Josemaría no lo ignora, pero pone especial énfasis en lo ordinario, en lo de cada día, hondamente convencido de que la fidelidad a la vocación crece y se reafirma en y a través de lo cotidiano: quien fortalece su decisión a través de la fidelidad en lo pequeño, será también fiel en lo grande.

En este contexto -y para subrayar tanto el valor de la perseverancia en lo cotidiano como la diferencia de nivel entre lo que aportamos los hombres y lo que, contando con nuestra respuesta, pero superándola, realiza Dios- el fundador del Opus Dei acudió a menudo a una imagen: la del borrico de noria. “¡Bendita perseverancia la del borrico de noria! -Siempre al mismo paso. Siempre las mismas vueltas. -Un día y otro: todos iguales. Sin eso, no habría madurez en los frutos, ni lozanía en el huerto, ni tendría aromas el jardín. Lleva este pensamiento a tu vida interior” (C, 998). La noria sitúa al borrico en un lugar concreto, determinado, y para realizar una función que, mirada superficialmente, podría ser calificada como rutinaria, tanto en un sentido espacial, porque el borrico gira en torno a un mismo punto -el pozo al que la noria está unida-, como temporal, porque después de una vuelta viene otra. Pero, para quien se sabe objeto de una llamada divina, esa limitación -y toda existencia humana, aun la más grande, es limitada- abre a un horizonte inmenso: la lozanía del huerto, la obra grandiosa de la redención. Los frutos vienen. Y lo hacen contando con Dios en el trabajo llevado a cabo, día a día, con fidelidad, por el borrico, ya que el agua -la gracia divina- supera la desproporción entre lo pequeño y lo grande. Esa es la paradoja de la condescendencia de Dios con la pequeñez humana.

La fidelidad, que está unida a la fe, está también -el apólogo de la noria lo pone de manifiesto- en íntima relación con la esperanza. Y especialísimamente con el amor, como subraya el punto de Camino que viene inmediatamente después del que acabamos de citar: “¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. -Enamórate, y no «le» dejarás” (C, 999). La fidelidad a la vocación no es la fidelidad a un ideal o a un proyecto de vida, sino a un Dios que, al llamarnos, manifiesta que nos ama y que espera amor. De ahí que implique el deseo eficaz de hacer en todo momento la voluntad divina, y se alimente del trato con Dios, de la meditación de la vida de Cristo, de la participación viva en el sacrificio de la Misa, de las visitas al Sagrario, del recurso filial a Santa María...

Y que deba estar acompañada de una decidida confianza en Dios, que llama a cada persona humana, conociendo sus limitaciones y defectos -pasados, presentes y futuros- y ofrece en todo momento su gracia para perseverar en el camino, o, eventualmente, para reemprenderlo. La fidelidad es fruto del dejarse llevar por Dios, de la docilidad -“Si no le dejas, Él no te dejará” (C, 730)-, y une a Dios. Por eso trae consigo, también en los momentos de dificultad o de prueba -a san Josema- ría le gustaba recordarlo-, felicidad, pues “cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos” (ECP, 75), porque es una alegría que viene de Dios, de un Dios que -como recuerda san Pablo (cfr. Rm 8, 35)- en Cristo ha dado a conocer que nos ama con un amor infinito.

Cormac BURKE

 «    VOCACIÓN DE SAN JOSEMARÍA    » 

En la presente voz aspiramos a narrar los inicios de la vocación de san Josemaría, tal y como comenzó a percibirla en plena juventud.

1. Los “barruntos”

“Barruntar”, según el Diccionario de la Real Academia Española, significa “prever, conjeturar o presentir por alguna señal o indicio”. Y “barrunto”, la “acción de barruntar”. Con este nombre explicará san Josemaría el descubrimiento de la llamada de Dios recibida en Logroño a finales de diciembre de 1917 o primeros de enero de 1918. La “señal o indicio” de ese barrunto -muy próxima al día en que cumplió los dieciséis años- fue “una cosa aparentemente fútil: la huella de los pies descalzos de un carmelita sobre la nieve” (AVP, 1, p. 96, nt. 75). En una meditación, años después, contaba refiriéndose a esa señal: “El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con una herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión... y a la penitencia” (Meditación, 14-II-1964: AVP, I, p. 92).

El hecho es que el joven Josemaría, al ver aquellas huellas, “se paró a examinar con curiosidad la blanca impronta marcada por la pisada desnuda de un fraile y conmovido en la raíz del alma, se preguntó: Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?” (AVP, I, p. 96). Mons. Javier Echevarría afirma: “Desde entonces comenzó a poner todos los medios para conseguir un trato mucho más intenso e íntimo con Dios, y se dedicó a la oración y a la vida de piedad y de penitencia” (AVP, I, p. 97, nt. 76).

Se trataba de las pisadas dejadas por el carmelita descalzo José Miguel de la Virgen del Carmen, en el siglo, Mariano Domínguez Alonso (cfr. TOLDRÁ, 2007, p. 126). San Josemaría localizó al carmelita que había dejado las huellas en la nieve y le pidió que fuera su director espiritual. Comenzó a visitarle con asiduidad en su convento (cfr. TOLDRÁ, 2007, p. 127). Empezó a ahondar en la vida cristiana. El propio san Josemaría lo rememoraba en una meditación del 19 de marzo de 1975: “comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor (...). Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección. Ya vendría lo que fuera... De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada...” (Meditación, 19-III-1975: AVP, I, p. 97).

Tres meses después del primer encuentro, el padre José Miguel le sugirió que ingresara en la Orden del Carmen. Josemaría pidió luces al Señor, para dar forma a la llamada que resonaba en su corazón. Había descubierto en las pisadas de ese carmelita las huellas de Cristo y una invitación a seguirle (cfr. AVP, I, p. 98), y por tanto tomó en serio el consejo. Pero vio muy pronto, después de meditarlo en la presencia de Dios, que ser religioso no era su camino, y decidió hacerse sacerdote. Era ya la primavera de 1918. Descubrió el sacerdocio como la situación apropiada para identificarse con Cristo, en espera de una respuesta que barruntaba, pero que aún no veía. “¿Por qué me hice sacerdote?, se preguntaría años más tarde-. Porque creí que así sería más fácil cumplir una voluntad de Dios, que no conocía. Desde unos ocho años antes de mi ordenación barruntaba, pero no sabía qué era, y no lo supe hasta el año 1928. Por eso me hice sacerdote” (BERNAL, 1980, p. 64).

Siendo sacerdote, pensó, estaría en condiciones de realizar lo que Dios deseara. Así lo declaraba en un texto que resume bien su estado de ánimo: “Durante años -escribía en 1931-, a partir del primero de mi vocación en Logroño, tuve, por jaculatoria, siempre en mis labios: Domine, ut videam! Sin saber para qué, yo estaba persuadido de que Dios me quería para algo. Así estoy seguro de haberlo manifestado alguna o algunas veces a tía Cruz (Sor Ma de Jesús Crucificado) en cartas que le envié a su convento de Huesca. La primera vez que medité el pasaje de San Marcos del ciego a quien dio vista Jesús, cuando aquel contestó, al qué quieres que te haga de Cristo, Rabboni, ut videam, se me quedó esta frase muy grabada. Y, a pesar de que muchos (como al ciego) me decían que callara (...), decía y escribía, sin saber por qué: ut videam!, Domine, ut videam! Y otras veces: ut sit! Que vea Señor, que vea. Que sea” (Apuntes íntimos, n. 289: AVP, I, p. 100).

2. La puesta en práctica de la decisión de hacerse sacerdote

Decidido a abrazar el sacerdocio como camino por el que el Señor le llamaba para aceptar lo que quería de él, fue a comunicárselo a su padre. El mismo san Josemaría cuenta la reacción de don José: “Y mi padre me respondió; -Pero, hijo mío, ¿te das cuenta de que no vas a tener un cariño en la tierra, un cariño humano? Mi padre se equivocaba. Se dio cuenta después. -... No vas a tener una casa -¡se equivocaba!-; pero yo no me opondré. Y se le saltaron dos lágrimas; es la única vez que he visto llorar a mi padre. -No me opondré; además, te voy a presentar a una persona que te pueda orientar" (AVP, I, pp. 100-101). Despejada la cuestión de hacer la carrera de Arquitectura, que era la profesión en la que había pensado antes de intuir que el Señor le pedía algo, su padre le aconsejó que hiciera la carrera de Derecho, compatible con los estudios eclesiásticos. De todas maneras, lo primero sería entrar en el Seminario (AVP, I, p. 103).

Está claro que “el día en que Josemaría vio las huellas en la nieve se echó, sin vacilar, en los brazos de Dios. Desde ese momento no fue otro su deseo que el de cumplir la Voluntad divina. Luego comprendió, definitivamente, que el desasimiento y la generosidad son propios del amor. Entendió a dónde conducía aquella lógica divina por la que el Señor despoja de bienes, de personas queridas y de comodidades a quienes ama. De forma que Josemaría, voluntaria y gozosamente, se convirtió él mismo en desprendimiento. Se entregó por completo, con todo su ser, con todas sus ilusiones, al deseo de identificarse con Cristo, y decidió ordenarse sacerdote” (AVP, I, p. 245).

San Josemaría pensó que sus padres, que desde hacía diez años no tenían hijos, necesitarían contar con un varón que les ayudara. Y aunque ya no eran jóvenes (cincuenta y un años su padre, cuarenta y uno su madre), pidió al Señor que les concediera un hijo varón. Cosa que ocurrió, como un don de Dios, diez meses más tarde, con el nacimiento de su hermano Santiago (el 28 de febrero de 1919).

San Josemaría se confesaba entonces con don Ciriaco Garrido, sacerdote de Santa María La Redonda, donde él iba a oír Misa y a rezar. “Don Ciriaquito, como se le llamaba cariñosamente por su corta estatura, fue uno de los primeros que dieron calor a mi incipiente vocación, escribirá Josemaría” (AVP, I, p. 103).

Además, don José le pidió a don Antolín Oñate, abad de la Colegiata de Logroño, que orientara a su hijo acerca de esta llamada al sacerdocio. Don Antolín escuchó a Josemaría y después confirmó a don José la vocación de su hijo. Lo mismo hizo don Albino Pajares, sacerdote castrense, a quien don José encargó también que hablara con Josemaría acerca de su vocación.

Don Albino Pajares informó a don José de todo lo que había que hacer para el ingreso en el seminario: solicitar al obispo la convalidación de las asignaturas de Bachillerato; prepararse bien en Latín y Filosofía, porque antes de comenzar la Teología, los alumnos tenían que hacer exámenes de Latín, Lógica, Metafísica y Ética (cfr. AVP, I, p. 104). También, por proceder de la diócesis de Barbastro, necesitaba contar con el permiso del obispo de su diócesis de origen. Josemaría lo solicitó y el obispo de Barbastro envió al de Calahorra (Logroño) el Exeat para esa diócesis.

“En junio de 1918, mientras la ciudad (Logroño) sufría los embates de una fuerte epidemia de gripe que, al decir de la prensa, afectó a las tres cuartas partes de la población, Josemaría Escrivá terminaba el bachillerato con buenas notas” (TOLDRÁ, 2007, p. 134). A lo largo del verano, Josemaría llevó a cabo la preparación para ingresar en el Seminario. Don Albino y don Antolín le ayudaron, como profesores, a completar los cursos de Filosofía y a profundizar en el latín (cfr. BERNAL, 1980, p. 65). También le ayudó a perfeccionar el latín, por encargo del rector del Seminario, Manuel San Martín, un condiscípulo, mayor que Josemaría (cfr. TOLDRÁ, 2007, p. 167). La citada epidemia impidió que el Seminario empezara el curso 1918-1919 en agosto. No comenzó hasta el 29 de noviembre (cfr. AVP, I, p. 105). El 6 de noviembre, Josemaría había ya dirigido una instancia al obispo en la que decía: “(...) Que sintiéndose con vocación eclesiástica, después de haber cursado y aprobado los años de Bachillerato, ruego a V.S. se digne concederme el examen de Latín, Lógica, Metafísica y Ética, para después cursar el primer año de Sagrada Teología” (AVP, I, p. 105).

Efectivamente, en el mes de noviembre realizó el examen “ante un Tribunal formado por Don Tomás Monzoncillo, Don Francisco Santamaría y un tercer profesor cuyo nombre no hemos logrado obtener. De esta prueba resultó admitido en Teología” (TOLDRÁ, 2007, p. 168). Cursó dos años de Teología en el Seminario de Logroño. Participó además en la catequesis que se llevaba desde el Seminario: todos los domingos iba a la iglesia del Seminario, donde tenía lugar la catequesis, y se ponía a disposición «para lo que le mandasen»” (cfr. BERNAL, 1980, p. 66).

Posteriormente, y en parte para poder seguir el consejo recibido de su padre de hacer la carrera de Derecho, después de terminar los dos primeros cursos de Sagrada Teología en el Seminario de Logroño, en junio de 1920, hizo las gestiones necesarias para continuar sus estudios eclesiásticos en Zaragoza, en cuya Universidad Civil podría matricularse. Pasó, pues, a depender del cardenal arzobispo de Zaragoza, “según consta en el Libro de Decretos Arzobispales, donde, con fecha de 19-VII-1920, se registra la siguiente entrada: -«Dn. José María Escrivá Albás. -Letras de incardinación en este Arzobispado, a su favor»” (AVP, I, pp. 119-120).

3. Una oración intensa

En sus años de seminarista en Zaragoza, san Josemaría seguirá rezando al Señor, Domine, ut videam!, y a la Virgen del Pilar, Domina, ut sit!, para poder descubrir la realidad de esos barruntos. Prácticamente todos los días iba al Pilar a rezar a la Santísima Virgen. En un artículo suyo que se publicó póstumo en el Libro de Aragón, en 1976, sobre “La Virgen del Pilar”, se lee: “A una sencilla imagen de la Virgen del Pilar confiaba yo por aquellos años mi oración, para que el Señor me concediera entender lo que ya barruntaba mi alma. Domina! -le decía con términos latinos, no precisamente clásicos, pero sí embellecidos por el cariño-, ut sit!, que sea de mí lo que Dios quiere que sea” (AVP, I, p. 181).

Así continuará san Josemaría, ya ordenado sacerdote (28 de marzo 1925), tanto en Zaragoza como en Madrid, a donde llegó el 19 de abril de 1927, después de recibir el permiso eclesiástico para acudir a esa ciudad, con el fin de hacer los estudios del doctorado en Derecho (cfr. BERNAL, 1980, p. 80).

Había recibido ya muchas gracias de Dios y dones del Espíritu Santo en su labor sacerdotal. Y seguía buscando ver la Voluntad de Dios. En una meditación del 2 de octubre de 1962, decía san Josemaría: “Cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur?; he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: ecce ego quia vocasti me!, aquí estoy, porque me has llamado” (AVP, I, p. 286).

El joven sacerdote ardía en amor a Dios y a las almas. En Madrid atendía a pobres de los barrios más necesitados, a enfermos graves en diversos hospitales, daba clases a estudiantes y trabajaba en una academia para universitarios. Al poco de llegar a la capital de España, obtuvo las licencias para celebrar Misa y confesar, por un año, que luego le fueron prorrogando en años sucesivos. La gestión fue hecha por la fundadora de las Damas Apostólicas, Luz Rodríguez Casanova, hija de la marquesa de Onteiro, que deseaba que fuera capellán del Patronato de Enfermos, para ocuparse de los actos de culto de la casa. Sin embargo, como declara una de las primeras damas apostólicas, Asunción Muñoz González, san Josemaría “(...) aprovechó la circunstancia de su nombramiento como Capellán, para darse generosamente, sacrificada y desinteresadamente a un ingente número de pobres y enfermos que se ponían al alcance de su corazón sacerdotal” (AVP, I, p. 262).

A final de 1927 llegaron a Madrid, para vivir con san Josemaría, su madre y sus hermanos Carmen y Santiago. Él, además de su trabajo pastoral en el Patronato, daba algunas clases particulares en casa de su madre, y -como hizo en Zaragoza en la Academia Amado- también dio clases de Derecho Romano en la Academia Cicuéndez, con sede muy cerca de la Facultad de Derecho de la Universidad Central.

En su corazón entraba, con grandes luces de Dios, un ardiente deseo de santidad y de llevar el fuego del Amor de Dios a muchos corazones, para que se sintieran llamados a vivir con generosidad la vocación cristiana. Con este ardor vivió su sacerdocio y presentía que se cumpliría el Domine, ut sit! que tanto repetía. De cuando en cuando, dentro o fuera de la oración, Josemaría se veía obligado a tomar por escrito un pensamiento, una sugerencia apostólica, una indicación venida del Cielo. Eran notas íntimas, muchas, sin duda, verdaderas inspiraciones divinas (cfr. AVP, I, p. 247). “Las muchas inspiraciones divinas eran como chispas luminosas que ponían el alma de don Josemaría en estado de alerta para la acción. Tras ellas venía el impulso de más gracias; eficaces, abundantes, plenas. El sacerdote sentía palpablemente que su energía para la acción resultaba inagotable... A ese flujo de gracias, que reforzaban sus facultades de manera tan notoria y tangible, dio en llamarlas operativas. Y es que se adueñaban tan enteramente de su voluntad que, frente a lo ordinario -nos dice don Josemaría-, casi no tenía que hacer esfuerzo” (AVP, I, p. 249).

San Josemaría continuaba anotando en sus cuadernos luces del Señor, ideas que le venían en sus ratos de oración o en el trabajo. Como escribe Andrés Vázquez de Prada, san Josemaría, “pasmado por las luces que recibía su alma y los panoramas apostólicos que se extendían ante su mirada, respondía prontamente al Señor: - aquí estoy, porque me has llamado. Ya lo venía haciendo desde 1918, pero ahora ese ecce ego quia vocasti me! tenía especial resonancia. Era una forma nueva de decir al Señor que se hallaba a su entera disposición” (AVP, I, p. 288). Entreveía un designio divino en el que debería participar, pero sin saber en qué consistiría ni cuál debería ser su participación. De ahí, la intensidad de su oración.

Llegó el 2 de octubre de 1928 y san Josemaría descubrió la gran llamada de Dios -la fundación del Opus Dei-, cuyos barruntos habían comenzado con la mirada a aquellas huellas de unos pies descalzos sobre la nieve, en Logroño, a finales de 1917 o principios de 1918.

Joaquín ALONSO

 «    VOLUNTAD DE DIOS    » 

La voluntad de Dios puede ser considerada desde muy diversas perspectivas: filosóficas, dogmáticas, espirituales. Esta última nos sitúa ante el ser humano en cuanto que interpelado por Dios, que lo distingue como persona, le hace objeto de su amor y le llama a corresponder a ese amor, a hacer suyo el amor divino amando lo que Dios ama y como Dios lo ama. En otras palabras, a tener como meta de su vida el cumplimiento de la voluntad de Dios hasta acabar siendo una sola cosa con Él.

La voluntad de Dios hace referencia a su designio universal de salvación, encaminado a atraer a todos los hombres a la comunión con Él. Como afirma san Pablo en un texto muy citado por san Josemaría, “ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1Ts 4, 3). La meta de la existencia cristiana y el fin de la vocación cristiana es la participación en la santidad divina, en la vida de la Trinidad. Y esta unión presupone que la voluntad de la persona creada se una a la voluntad de Dios por el Amor, y quiera todo lo que Dios quiere. Unido a la tradición espiritual, san Josemaría conecta el tema del cumplimiento de la voluntad de Dios con la búsqueda de la santidad y de la perfección, a través de la obediencia, por amor, y del abandono confiado en las manos de nuestro Padre Dios.

1. Santidad y voluntad de Dios

Las palabras de Cristo, -“mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4, 34)-, señalan el mandato que el cristiano debe seguir en su vida. A ese mandato procuró ajustarse san Josemaría. Como afirma Mons. Álvaro del Portillo, “para comprender el carácter de nuestro Fundador es preciso tener presente una cualidad fundamental, que penetra todas las demás: la entrega a Dios y a las almas por Él; la disponibilidad para corresponder generosamente a la Voluntad del Señor. Éste fue el norte de toda su vida” (DEL PORTILLO, 1993, p. 46). También se fija en esto el entonces cardenal Ratzinger, en la Misa de acción de gracias por la beatificación del fundador del Opus Dei (19-V-1992): “El hombre empieza a ver verdaderamente, cuando aprende a ver a Dios. Y comienza a ver a Dios, cuando ve su voluntad y está dispuesto a hacerla suya. El deseo de ver la voluntad de Dios y de identificar la propia voluntad con la suya fue siempre el verdadero móvil de la vida de Escrivá”.

Así lo marcan distintos acontecimientos biográficos desde los barruntos del querer de Dios en 1918, cuando decide hacerse sacerdote para estar mejor dispuesto a realizar esa voluntad de Dios que no conocía del todo (cfr. el estudio teológico sobre esa decisión en ARANDA, 2000, pp. 111-152), y que se manifestó en 1928, en la luz fundacional del Opus Dei, para la que se disponía con esta oración: "Domine, ut videam!, Domine, ut sit!” (¡Señor, que vea lo que quieres! y ¡que sea, que se cumpla, eso que Tú quieres!). Después, cuando la Obra empezó a desarrollarse, dirigió toda su vida y todo su empeño para cumplir lo que entendía que era la voluntad divina, como expresa en un párrafo de la Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra, en el que formula tres consideraciones dirigidas a los fieles del Opus Dei, que son también trasunto de su propia actitud: “1) La Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice. 2) Cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes. 3) Esa convicción sobrenatural de la divinidad de la empresa acabará por daros un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra, que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice" (AVP, I, p. 576).

De hecho, afirmaba en diversos pasajes de sus Apuntes íntimos, que luego trasladó a escritos publicados, que le gustaría definirse como “el que ama la voluntad de Dios”. Así lo recoge en Forja, 422: “Habrás pensado alguna vez, con santa envidia, en el Apóstol adolescente, Juan, quem diligebat Iesus -al que amaba Jesús. -¿No te gustaría merecer que te llamaran el que ama la Voluntad de Dios? Pon los medios, día a día”.

2. La paternidad de Dios

¿Cómo definir y estructurar la propia vida en función de la voluntad de otra persona, aunque sea Dios? Todo amor supone una donación a otra persona, y ese darse personal tiene mucho que ver con el querer lo que quiere la otra persona. Para algunos el amor consiste precisamente en querer y en no querer lo mismo que la persona amada (idem velle, idem nolle). Y esto se aplica, y más, en referencia a Dios, porque la voluntad divina coincide siempre con la verdad, el bien y la belleza, no sólo de nosotros mismos sino de todo el universo. Mientras que los seres humanos podemos querer algo malo o no adecuado, por un interés personal -frente al bien común-, por nuestra limitación o por influencia del pecado, en Dios esto no sucede.

Dios es el Creador que conoce y quiere todas las cosas, también a las personas, según su propia verdad y bien. Además es Todopoderoso y Señor de la Historia. Nada hay que se escape a su voluntad y su poder, a su providencia. También es Redentor, es decir, nos ha salvado del pecado para conducirnos a la felicidad de vivir su vida íntima de Amor. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2, 4).

Todas estas verdades teológicas se unen además a la convicción más profunda de san Josemaría: Dios es Padre, Dios es “mi Padre-Dios”. Nada de cuanto acontece en nuestra vida escapa a la vista de Dios. Dios quiere o permite los sucesos para hacernos crecer en la madurez de hijos suyos, en la madurez de la fe, esperanza y caridad cristianas. Y en esas realidades de fe podemos apoyarnos, como declara en Forja, 40: “Así concluía su oración aquel amigo nuestro: amo la Voluntad de mi Dios: por eso, en completo abandono, que Él me lleve como y por donde quiera”. Si esto es así, debemos tener el convencimiento -sobrenatural- ante todo lo que suceda, de que “todo es para bien”, en latín omnia in bonum. Es el resumen que hace del texto de san Pablo: “todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28).

Dice en Camino, 268: “Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. -Porque te da esto y lo otro. -Porque te han despreciado. -Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. -Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. -Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso... Dale gracias por todo, porque todo es bueno”. En el texto de sus Apuntes íntimos que dio origen a ese punto de Camino, la anotación empieza diciendo: “Niño: acostúmbrate...” (CECH, p. 450). El contexto vital en el que san Josemaría lo escribe es pues de vida de infancia, de fe, de amor. El autor está lleno de admiración y de agradecimiento ante la bondad de Dios, que se manifiesta en el plan de la creación y redención y también, aunque a veces de forma paradójica, en la historia personal del hombre. En la secuencia de ideas y de experiencias del autor, es el sentido de la filiación divina el que provoca esa continua acción de gracias, ese “dar gracias por todo”, sabiendo que, en cuanto que viene acompañado por el amor de Dios, todo es bueno. Y precisamente “el todo es bueno” implica la total aceptación del concreto querer divino, sea cual sea la situación personal. La expresión es, por lo demás, como un eco de la palabra pronunciada por Dios mirando a la creación (Gn 1, 31) y del “omnia cooperantur in bonum” de Rm 8, 28, al que san Josemaría recurre con frecuencia. Así lo hacía ya en los años cuarenta en la predicación de unos ejercicios espirituales en Vitoria: “Los sucesos que nos acaecen son mensajeros de Dios. ¿Azar? ¡Providencia! Dios-Padre. Todo es bueno. Scimus autem quoniam diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum (Rm 8, 28)” (CECH, p. 442).

Como puede advertirse, san Josemaría pasa con naturalidad de la bondad ontológica de la creación -fruto del acto creador de Dios: todo es bueno-, a la misteriosa bondad de la Historia -fruto de la acción redentora de Cristo: todo es para bien-, y todo le lleva a la aceptación de la voluntad divina y a la acción de gracias. Porque la presencia paterna de Dios envuelve enteramente nuestra vida: “Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades. Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos. Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!” (VC, IX Estación).

3. Abandono y libertad

La consecuencia lógica de esta convicción es la actitud cristiana de un abandono total en las manos de Dios, que llena de una seguridad y de una paz que son fruto de la confianza plena en Dios: “El abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra. -Di, pues: «meus cibus est, ut faciam voluntatem ejus» -mi alimento es hacer su Voluntad” (C, 766).

Conviene subrayar que esta actitud de abandono supone un ejercicio maduro y responsable de la libertad personal. Sólo es posible si la persona decide libremente, a partir del convencimiento de su inteligencia y de la fortaleza de su voluntad. Por eso, afirma san Josemaría: “Hombre libre, sujétate a voluntaria servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que cuentan que dijo por otros a la Madre Teresa: «Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido»” (C, 761). Ahí se plantea de manera insoslayable la cuestión de la libertad del hombre a la hora de la entrega a Dios. El hombre tiene que querer libremente, como aparece con toda su fuerza en el punto siguiente: “Acto de identificación con la Voluntad de Dios: ¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!” (C, 762).

Prueba de esta necesidad de la libertad y de la madurez humana es el itinerario de crecimiento que san Josemaría ve en el abandono. Existen como cuatro escalones en la lucha por hacer la voluntad de Dios: resignarse, aceptar, querer y amar (cfr. C, 757; SR, Cuarto Misterio Doloroso).

Podemos observar el juego de palabras, especialmente entre querer y amar, que lleva a la progresiva identificación con la voluntad de Dios. En la tradición espiritual sobre el cumplimiento de la voluntad de Dios es conocida la distinción entre una conformidad con la voluntad de Dios, meramente externa, y por tanto imperfecta; interna, que nace del interior del corazón; y esencial, cuando la persona forma una sola cosa con el querer divino. San Josemaría plantea el ideal de esa adhesión total de la persona a Dios que consiste en el “amar” la voluntad de Dios. Por ejemplo, en Camino, 773: “Jesús, lo que tú «quieras»... yo lo amo”. Y más netamente en Camino, 774: “Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios” (sobre el contexto histórico de ese punto, cfr. CECH, pp. 878-879).

La lucha por conseguir el abandono, el camino creciente de resignación-conformidad-querer-amar, sólo es posible en una personalidad libre y madura, con una voluntad firme. Tal y como marca el seguimiento de Cristo, que da su vida por los hombres. “La vida de infancia espiritual no es memez espiritual, ni «blandenguería»: es camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios” (C, 855). “La infancia espiritual exige la sumisión del entendimiento, más difícil que la sumisión de la voluntad. -Para sujetar el entendimiento se precisa, además de la gracia de Dios, un continuo ejercicio de la voluntad, que niega, como niega a la carne, una y otra vez y siempre, dándose, por consecuencia, la paradoja de que quien sigue el «Caminito de infancia», para hacerse niño, necesita robustecer y virilizar su voluntad” (C, 856).

4. Voluntad de Dios y Cruz

El abandono implica siempre aceptar la Cruz. La afirmación es neta. Dice san Josemaría en Camino, 758: “La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. -Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada”. Esta “felicidad en la Cruz”, que pertenece al acervo común de la Iglesia (“muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la Cruz en la paradójica confluencia de felicidad y dolor”: NMI, 27), está muy presente en san Josemaría (cfr. Mateo-Seco, 1992, pp. 419-438).

En Camino, 775 la formulación es extremadamente explícita: “Señor, si es tu Voluntad, haz de mi pobre carne un Crucifijo” (CECH, p. 879). El tema reaparece en las notas de sus ejercicios espirituales en Segovia de ese año: “Nuestro Señor Jesús lo quiere: es preciso seguirle de cerca. No hay otro camino. Esa es toda la obra del Espíritu Santo en cada alma -en la mía-: seré dócil, para no poner obstáculos a mi Dios, hasta que haga de mi pobre carne un Crucifijo” (ibidem). Nótese que el tomar la Cruz está unido al seguimiento de Cristo, a la “cristificación”, y se lleva a efecto por la obra del Espíritu Santo en el alma.

Aquí nos encontramos con otra paradoja: la relación entre felicidad y cruz. El abandono que llena de alegría y de paz se manifiesta en plenitud cuando se acepta la voluntad de Dios, también cuando permite el dolor. San Josemaría reflexiona y medita sobre la relación entre la providencia paternal de Dios y la cruz. Dios no quiere el pecado ni tampoco el mal o los sufrimientos de los seres creados, sus hijos: quiere su bien y atraerlos a su amor. Dios, que permite el dolor, se implica Él mismo en el dolor humano en Jesucristo, que se entrega en la Cruz, que es para el cristiano signo claro del amor de Dios y de la redención. La cruz, el dolor y. sufrimiento humanos, son asumidos por la Cruz de Cristo (que san Josemaría gustaba de escribir con mayúscula) y tienen así valor de redención. “Al que no cometió pecado, le hizo pecado por nosotros” (2Co 5, 21); en el Crucificado se aúnan los sufrimientos, los dolores y las enfermedades de todos los hombres. Y en esa Cruz se hace presente la Trinidad entera: Cristo, Verbo de Dios encarnado que asume la condición sufriente del ser humano; el Padre, que tanto amó al mundo que entregó a su Hijo a la muerte redentora, y el Espíritu Santo, que es fruto de la Cruz. Dios conoce el sufrimiento y el dolor de la vida de cada persona humana y la hace suya en la Cruz para acompañarnos, mostrándonos su divinidad con su amor infinito y haciendo así que nuestro dolor, si lo vivimos unidos a Cristo, se transforme también en Cruz redentora.

La lucha por identificarse con la voluntad de Dios necesita de una rectificación constante de la voluntad y de una oración continua. En este sentido, nos encontramos en muchos escritos de san Josemaría con una fórmula de aceptación de la voluntad de Dios que recitaba con frecuencia. Aparece recogida en Camino, 691: “¿Estás sufriendo una gran tribulación? -¿Tienes contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril: «Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. -Amén. -Amén.» Yo te aseguro que alcanzarás la paz” (C, 691).

El sufrimiento, y en ocasiones la queja ante situaciones dolorosas, los afrontó siempre desde la consideración de Jesús -especialmente en su oración en Getsemaní- y de la presencia de Dios Padre (cfr. C, 213, 718; VC, I Estación). Y, al mismo tiempo, advirtió cómo la particular relación entre la felicidad y la cruz deriva precisamente del hecho de que es Jesús quien lleva la cruz siempre (y su yugo es suave y su carga ligera), y Dios-Padre está a su lado (cfr. F, 770; VC, II Estación; F, 240).

5. Santidad en la vida ordinaria

San Josemaría entiende que Dios tiene un plan específico para cada persona. Dios no se olvida de nadie y hay una voluntad de Dios para cada hombre que cada uno debe esforzarse por conocer y amar. La conciencia de san Josemaría de ser llamado por Dios para realizar una misión, la fundación del Opus Dei, y el mensaje que esta institución está llamada a desempeñar en la Iglesia, le orientaron a proclamar la vocación personal de cada cristiano, que escucha de Dios el “Tú eres mío” (Is 43, 1) y que debe responder como Cristo -“He aquí que vengo para hacer tu voluntad” (Hb 10, 9)-, sabiendo además que amar la voluntad de Dios es servir a la Iglesia, como la Iglesia quiere ser servida, cada uno desde su sitio. Así lo dice en Forja, 823: “El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la Cruz..., a sentir sobre nuestros hombros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios -claros y amorosos a la vez- de la Voluntad del Padre”.

Pero, ¿cómo conocer la voluntad de Dios en concreto para mí y día a día? Para descubrir la voluntad de Dios se precisa de la oración personal (cfr. S, 481). Y también de la dirección espiritual, de la formación, siempre con la decisión de ser dóciles a la múltiple acción del Espíritu Santo.

La decisión de amar la voluntad de Dios en todo lleva a la resolución de vivir, en la práctica, en actitud de búsqueda y escucha constante de los requerimientos divinos. Así se desprende de Camino, 772: “Pregúntate muchas veces al día: ¿hago en este momento lo que debo hacer?” (cfr. C, 776, 778; F, 82).

Para san Josemaría todas las circunstancias de la vida cotidiana, también los sufrimientos, se convierten en ocasiones de las que Dios se sirve para tallar nuestra personalidad. El sufrimiento es inevitable, pero el cristiano se realiza también en medio del dolor (cfr. C, 756). Otro punto de Camino puede servirnos como colofón porque resume el tono y el espíritu de la enseñanza de san Josemaría sobre la entrega confiada a la voluntad divina: “Un razonamiento que lleva a la paz y que el Espíritu Santo da hecho a los que quieren la Voluntad de Dios: «Dominus regit me, et nihil mihi deerit» -el Señor me gobierna, nada me faltará. ¿Qué puede inquietar a un alma que repita de verdad esas palabras?” (C, 760)

Pablo MARTI DEL MORAL