Diccionario

RecogimientoResponsabilidadRetiroRoma (1946-1956)1956-19651965-1975Romano PontíficeRomerías

Recogimiento
Responsabilidad
1. Libertad y responsabilidad: consideración general
2. La responsabilidad ante la propia santidad y al apostolado
3. La responsabilidad en las cuestiones temporales y profesionales
Retiro espiritual
1. El retiro espiritual en la Tradición de la Iglesia
2. Los retiros espirituales en la vida y en la práctica de san Josemaría
Roma (1946-1956)
1. Primeros pasos en la Ciudad Eterna
2. El itinerario hacia la aprobación pontificia
3. Asentando la sede del Opus Dei en Roma
4. Los primeros años de la Región de Italia
5. Expansión por el mundo
6. La formación de los miembros del Opus Dei
7. Desarrollo institucional y general del Opus Dei
Roma (1956-1965)
1. Labor de gobierno pastoral
2. El estatuto jurídico del Opus Dei
3. La difusión internacional del Opus Dei
4. Los Centros del Opus Dei en Roma
5. La relación con los papas, obispos y la Curia romana
6. Viajes fuera de Roma
Roma (1965-1975)
1. Clausura del Concilio Vaticano II. La etapa postconciliar
2. Tareas de escritor y de gobernante
3. Años difíciles
4. Una nueva juventud
5. Viajes de catequesis
Romano Pontífice
1. El amor al Romano Pontífice en la vida de san Josemaría
2. El amor al Papa en la doctrina de san Josemaría
Romerías
1. Orígenes históricos
2. La romería de san Josemaría a Sonsoles
3. Expansión de una costumbre mariana

 «    RECOGIMIENTO    » 

San Josemaría entiende el recogimiento en continuidad con la gran tradición cristiana y, quizás más específicamente, con la espiritualidad clásica española del siglo XVI. Ésta considera que el recogimiento posee un doble aspecto: negativo, como medio ascético para luchar contra las distracciones y controlar los sentidos, exteriores e interiores; y positivo, como integración del hombre en sí mismo y en Dios (cfr. LÓPEZ SANTIDRIÁN, 1988, pp. 257-258). Una constante es que el primero de estos aspectos está ordenado al segundo: el recogimiento cristiano está orientado hacia una experiencia de encuentro personal con Dios, de la que es condición o incluso anticipación; es la experiencia de una auténtica vida del espíritu por encima de las realidades materiales y, en última instancia, la de una aproximación o encuentro de la divinidad (cfr. SIEBEN, 1988, p. 255).

En Camino, las dos dimensiones señaladas se entrelazan, apuntando a la más alta meta: “Distraerte. -¡Necesitas distraerte!..., abriendo mucho tus ojos para que entren bien las imágenes de las cosas, o cerrándolos casi, por exigencias de tu miopía... ¡Ciérralos del todo!: ten vida interior, y verás, con color y relieve insospechados, las maravillas de un mundo mejor, de un mundo nuevo: y tratarás a Dios..., y conocerás tu miseria..., y te endiosarás... con un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres” (C, 283). El recogimiento del que habla habitualmente el fundador del Opus Dei mantiene su característica de interioridad (cfr. C, 184, 319; F, 1023) de impronta agustiniana y teresiana (cfr. CECH, pp. 302-303). Es condición indispensable para tener vida interior y poder hablar con Dios en la oración. Necesita del silencio (cfr. C, 281), facilita la guarda de los sentidos (cfr. C, 368) y la lucha contra las distracciones y las tentaciones exteriores: “¿Para qué has de mirar, si «tu mundo» lo llevas dentro de ti?” (C, 184).

La tradición de la literatura espiritual clásica tiende a considerar el recogimiento como una actitud sólo “teóricamente” para todos (cfr. LÓPEZ SANTIDRIÁN, 1988, p. 262). Hay autores, como el de Imitatio Christi, que hablan casi siempre del recogimiento con una cierta nota de resignación, ya que consideran que un recogimiento constante sería imposible (cfr. SIEBEN, 1988, p. 254). San Josemaría, en el contexto de su proclamación de la llamada a la santidad en la vida ordinaria, se refiere a un recogimiento habitual, compatible con las actividades de un cristiano que vive en medio del mundo. “Nunca compartiré la opinión -aunque la respeto- de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles. Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura” (F, 738). Ve el recogimiento como una actitud básica, no reservada para determinados momentos o períodos de la existencia. Se puede estar recogido interiormente -metido en Dios- aun dentro de la actividad exterior más exigente, porque “la verdadera oración, la que absorbe a todo el individuo, no la favorece tanto la soledad del desierto, como el recogimiento interior” (S, 460). Es el recogimiento necesario para entregarse a Dios en el mundo (cfr. C, 946).

Evidentemente, llegar a ser contemplativos en medio del mundo supone la gracia de Dios, un deseo sincero de vivir cara a Dios, del que brotan jaculatorias, actos de amor y otras manifestaciones espirituales, con perseverancia, jornada tras jornada. San Josemaría quiere hacer la presencia constante de Dios accesible a todos, pero es consciente de que ha de haber un progreso espiritual en la vida de cada uno. De ahí la necesidad de sujetarse a un plan de vida que ayude a avanzar en el camino superando las dificultades: meditación, oración vocal, jaculatorias, etc. (cfr. C, 375). Mediante el cumplimiento amoroso de esas prácticas de piedad se irá desarrollando la capacidad de recogimiento interior: “procura lograr diariamente unos minutos de esa bendita soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior” (C, 304). Esa necesidad de unos mínimos de “soledad”, de quietud, recordada por la tradición clásica espiritual, es también imprescindible para los hombres y las mujeres que buscan la santificación, la unión con Dios a través de realidades temporales. “El Autor -escribe Rodríguez comentando Camino, 304- habla desde la propia experiencia y desde la citada tradición: hay una mutua implicación entre estos cuatro conceptos: soledad, silencio, recogimiento, oración. Y esto no es sólo cosa para monjes y almas retiradas, sino algo necesario para hombres y mujeres que buscan a Dios en medio del rumor del mundo” (CECH, p. 488). De este modo, la vida interior se va haciendo coextensiva con la vida ordinaria del cristiano. A través de la perseverancia en el plan de vida, el recogimiento llega a ser una situación estable: una señal de madurez cristiana (cfr. S, 553; F, 405; ECP, 101), que lleva a estar en sencilla y sincera presencia de Dios.

La necesidad del esfuerzo y de “materializar” la vida interior para adquirir ese recogimiento no ocultan la fuente más profunda de donde brota. Algunos autores sostienen que el eclipse de la doctrina del recogimiento que se advierte en amplios sectores de la espiritualidad contemporánea es debido al empobrecimiento y a la esclerosis de su práctica dentro de una ascesis voluntarista (cfr. SIEBEN, 1988, p. 247). Sea de ello lo que fuere, la realidad es que la enseñanza de san Josemaría se nutre de fuentes bíblicas profundas y vivas: de la contemplación de Cristo hombre, en “encendido recogimiento” (AD, 240), y de su madre Santa María, “recogida en oración” (SR, Primer Misterio Gozoso). En último término, es su propia experiencia de recogimiento, fruto de una oración hondamente vivida y notoria para todos los que lo conocían (cfr. AVP, I, pp. 313, 405; AVP II, pp. 197, 555, 616; AVP, III, pp. 465, 497), la que transmite hecha vida (cfr. CECH, p. 466). Consciente de la centralidad que tienen para todo cristiano el seguimiento y la amistad con el Verbo encarnado, es su deseo que todos puedan alcanzar ese recogimiento cristocéntrico: “Ruego al Señor que nos decidamos a alimentar en nuestras almas la única ambición noble, la única que merece la pena: ir junto a Jesucristo, como fueron su Madre Bendita y el Santo Patriarca, con ansia, con abnegación, sin descuidar nada. Participaremos en la dicha de la divina amistad -en un recogimiento interior, compatible con nuestros deberes profesionales y con los de ciudadano-, y le agradeceremos la delicadeza y la claridad con que Él nos enseña a cumplir la Voluntad del Padre Nuestro que habita en los cielos” (AD, 300).

Siguiendo a los protagonistas de la literatura espiritual acerca del recogimiento del siglo XVI, “el espíritu humano se halla mejor en lo que ama que allá donde actúa (...); el recogimiento para amar es una fuerza que transforma en aquello en lo que uno se recoge” (LÓPEZ SANTIDRIÁN, 1988, p. 257). San Josemaría continúa esta tradición del recogimiento transformante, pero confiriéndole la fisonomía característica de su doctrina sobre la santidad en lo ordinario: que el espíritu humano ame allá donde actúa, recogiéndose en Dios mediante la acción.

Javier SÁNCHEZ CAÑIZARES

 «    RESPONSABILIDAD    » 

El término “responsabilidad” deriva del latín responsabilitas, e indica la capacidad de responder (lat. respondere), en primera persona, a los deberes que nos competen o a la paternidad de nuestras acciones. Otra posible etimología implica la capacidad de cargar con el peso (lat. pondus, ponderis) de las cosas o de los acontecimientos; la respuesta es una decisión que compromete la personalidad, tanto de quien ha pedido consejo a un experto sobre cómo actuar, como de quien lo da, ejercitando la prudencia. Una tercera etimología hace referencia a la capacidad de “casarse con la realidad” (lat. sponsales, sponsus), pues el esposo es el que se hace cargo de la esposa. En esa línea, res sponsare (casarse con las cosas), significa hacerse cargo de las cosas. Esta etimología lleva a pensar en el amor, que es el motivo que une al esposo con la esposa.

En la vida cristiana, la responsabilidad implica, en última instancia, la comunicación definitiva con Dios, o en otras palabras, la bienaventuranza, a la que cada uno debe llegar atrayendo consigo a los demás. Por eso, junto a la responsabilidad de la llamada a la santidad personal, surge la responsabilidad de hacer apostolado.

1. Libertad y responsabilidad: consideración general

Para san Josemaría, “la libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. ¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los hijos de Dios!” (Rm 8, 21) (...). Me gustaría que meditaseis en un punto fundamental, que nos enfrenta con la responsabilidad de nuestra conciencia. Nadie puede elegir por nosotros: he aquí el grado supremo de dignidad en los hombres: que por sí mismos, y no por otros, se dirijan hacia el bien (Santo Tomás de Aquino, Super Epístolas S. Pauli lectura. Ad Romanos, cap. II, lect. III, 217)” (AD, 27).

De lo anterior se desprende que la responsabilidad hacia el respeto y la promoción de la dignidad de la persona humana -tanto la propia como la ajena-, hacia el bien común y la formación de la conciencia, puede ser evocada como cara de una misma moneda, cuya otra cara sería la libertad. Una libertad que, si termina en sí misma, se reduce al libertinaje, definido por san Josemaría como “una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad” (AD, 32). La libertad se realiza acabadamente al estar unida a la responsabilidad. De ahí que, en un orden de valores crecientes, podemos poner de manifiesto una responsabilidad hacia las cosas (para hacerlas durar, para usarlas conforme a su naturaleza); una responsabilidad hacia el ambiente (para no deteriorarlo); una responsabilidad relativa al comportamiento ético, a las actividades de servicio y al trabajo profesional (cfr. AD, 69-76); una responsabilidad hacia las personas; una responsabilidad con respecto a uno mismo, puesto que la vida propia constituye un don para hacerlo fructificar, de acuerdo con los talentos recibidos; y una responsabilidad para con Dios, que representa la fuente y el fin de todos los dones recibidos.

2. La responsabilidad ante la propia santidad y al apostolado

De la constatación de que, por el fomes peccati -secuela del pecado original-, el mal se encuentra no solo fuera de nosotros, sino también en nuestro interior, nace la necesidad de una lucha ascética propia de quien se sabe hijo de Dios; contando con la gracia, pero también con las virtudes humanas: “la decisión y la responsabilidad están en la libertad personal de cada uno, y por eso las virtudes son también radicalmente personales, de la persona” (AD, 76). Es así como el cristiano puede aspirar, en su vida y en la vida de la sociedad, a “ahogar el mal en abundancia de bien” (F, 848).

La consecución de la santidad a la que todos estamos llamados, no depende sólo de la gracia -por muy preeminente que sea su acción- como causa de la divinización humana, sino también de la responsabilidad nuestra: “el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana” (AD, 7). Nuestra responsabilidad de corresponder a la gracia es comparable a aquellos pocos panes y peces que -puestos a disposición del Señor, con rectitud de intención- obtienen un efecto multiplicador. A este respecto, san Josemaría consideraba fundamental el papel de la dirección espiritual, que ayuda a situar a cada uno frente a sus propias responsabilidades: de cara a Dios y de cara al prójimo.

La responsabilidad se aplica no solo a acciones singulares, sino a la formación intelectual: “«Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum» -venid detrás de mí, y os haré pescadores de hombres. -No sin misterio emplea el Señor estas palabras: a los hombres -como a los peces- hay que cogerlos por la cabeza. ¡Qué hondura evangélica tiene el «apostolado de la inteligencia»!” (C, 978). Por eso, san Josemaría afirmaba que, si bien “el Espíritu Santo distribuye la abundancia de sus dones entre los miembros del Pueblo de Dios, (...) esto no exime a nadie, sino todo lo contrario, del deber de adquirir esa adecuada formación doctrinal” (CONV, 2).

3. La responsabilidad en las cuestiones temporales y profesionales

Existe una responsabilidad social en los males que afligen el mundo: “Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (cfr. TERTULIANO, Apologeticum, 17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor” (ECP, 111). Por eso, “un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres” (ECP, 167).

De ahí que, dirigiéndose en particular a los que viven y buscan la santidad en medio del mundo, san Josemaría realice “una llamada a que ejerzáis -¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia- vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos -en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional-, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde” (CONV, 117).

Giorgio FARO

 «    RETIRO ESPIRITUAL    » 

El sustantivo “retiro” expresa el hecho de apartarse, con objeto de prestar más atención a una determinada realidad. El retiro, como recogimiento para reflexionar sobre temas concretos, es actividad inseparable de la naturaleza humana. Si, además, su motivo es religioso, para tratar con Dios de realidades espirituales y progresar en la santidad, hablamos de “retiro espiritual”. Este medio ocupó en la vida de san Josemaría un lugar importante, en conexión con su práctica en la tradición espiritual cristiana.

1. El retiro espiritual en la Tradición de la Iglesia

La Escritura muestra cómo el coloquio hondo del alma con Dios es necesario; y cómo la soledad del desierto, el aislamiento, es medio propicio para el encuentro con el Señor: Moisés habla allí con Dios, cuando le revela su Nombre (cfr. Ex 3, 14); Elias, al iniciar su misión, se oculta en el torrente Querit (cfr. 1R 17, 3); el Bautista se prepara también morando en soledad (cfr. Lc 1, 80); el mismo Jesús ora en el desierto antes de su vida pública (cfr. Lc 4, 1 ss.); Pablo se retirará a Arabia (cfr. Ga 1, 17).

La vida de la Iglesia, desde la época de los Padres, testimonia esta práctica. Los nombres y sistematización que ha recibido variaron con el tiempo: en el siglo XII, Guillermo de Saint-Thierry habla de spiritualia exercitia, expresión análoga -para robustecer el espíritu- a los exercitia corporalia, para fortalecer el cuerpo. Los santos le dieron realce, cada uno con su propia aportación. San Buenaventura, en su Soliloquium, invita a meditar sobre la vanidad del mundo, los novísimos, la gloria...; en otras obras recomienda contemplar la Pasión de Cristo y anima al cambio de vida, a huir del pecado, etc. Hasta finales del siglo XV diversos autores -G. Zutphen, P. de Ailly y J. Gerson, por citar algunos- ofrecen su propia visión. En el XVI, Ximénez de Cisneros, con su Ejercitatorio de la vida espiritual, y más tarde san Ignacio de Loyola, con sus Ejercicios espirituales, marcan un paso más en esta práctica cristiana. En el siglo XX la impulsaron los papas; Pío XII la recomienda a la vez que defiende la libertad en el modo o método de practicarlos: “en cuanto a las diversas formas con que tales ejercicios piadosos suelen practicarse, tengan todos presente que en la Iglesia terrena, no de otra suerte que en la celestial, hay muchas moradas (cfr. Jn 14, 2), y que la ascética no puede ser monopolio de nadie. Uno solo es el Espíritu, que, sin embargo, «sopla donde quiere» (Jn 3, 8), y por varios dones y varios caminos dirige a la santidad a las almas por él iluminadas” (MDe, 223).

Ese espíritu de libertad está también presente en san Josemaría, por lo que mira a la terminología para referirse a los días de retiro. Solía utilizar la expresión “curso de retiro”, porque el concepto “curso” entraña la idea de una materia -espiritual, en este caso- que exige una exposición orgánica, unitaria y bien desarrollada, de modo que suscite una respuesta viva al amor de Dios. Además, para mantener el impulso espiritual de un curso de retiro, san Josemaría acostumbraba a hacer personalmente -y así se lo inculcaba a todos- lo que solía llamar, por su periodicidad, “retiro mensual”. Consistía en dedicar unas horas, un día al mes, a meditar distintas realidades de la vida cristiana; de este modo, procuraba mantener encendido el afán de identificarse con Cristo. Daba mucha importancia a este retiro mensual y procuraba qué los temas de oración abarcasen, sucesivamente, los principales aspectos de la vida cristiana en el seguimiento de Cristo.

2. Los retiros espirituales en la vida y en la práctica de san Josemaría

A lo largo de toda su vida, san Josemaría se retiraba, espiritualmente, a veces un día, como acabamos de indicar; otras, varios días, cada año. Al principio, por la abundancia del trabajo pastoral, le era difícil encontrar un hueco y esto le hacía sufrir; baste su anotación de junio de 1932: “Necesito soledad. Suspiro por un retiro largo, para tratar con Dios, lejos de todo. Si Él lo quiere, ya me proporcionará ocasión. Allí se posarían tantas cosas como llevo dentro de mí en ebullición; y Jesús, de seguro, puntualizaría detalles importantes para su Obra” (Apuntes íntimos, n. 746: AVP, I, p. 464). De hecho se esforzaba siempre por encontrar tiempo y dedicar esas horas o esos días a una oración y un examen intensos. No fue casualidad que Dios le mostrara su Voluntad, llamándole a hacer el Opus Dei, precisamente en el silencio de la oración, en un curso de retiro. Lo recordará agradecido años después: “Y llegó el 2 de octubre de 1928. Yo hacía unos días de retiro (...), y fue entonces cuando vino al mundo el Opus Dei” (Meditación, 14111964: AVP, I, p. 296).

En los cursos de retiro que dirigió, muy numerosos, centraba su predicación en las verdades nucleares de la Revelación: ahondaba en ellas y ofrecía a sus oyentes la novedad siempre viva, gozosa y actual del Misterio de Cristo, para estimular a la conversión y renovar en sus almas el amor a Dios y una vibrante vida cristiana. Y esto, ya fueran sus oyentes miembros de comunidades religiosas -les dirigió muchos retiros-, sacerdotes o seglares que, en gran número, asistieron a sus cursos de retiro.

Las circunstancias de los oyentes -según fuesen religiosos, sacerdotes o seglares- eran un referente esencial que san Josemaría tenía muy en cuenta para poner a unos y otros -sin olvidar sus diferentes situaciones- ante los precisos requerimientos de la Palabra divina, a partir de la Sagrada Escritura. Este era su modo habitual de proceder: “Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándoles a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide” (ECP, 99). Así lo testimonian no sólo las personas que le escucharon, sino también los guiones de predicación que se conservan (cfr. CECH, pp. 133-137).

El núcleo del retiro era el Misterio de Cristo desde su Encarnación hasta su Resurrección y Ascensión gloriosas, y el consiguiente envío del Paráclito. A partir de ese núcleo consideraba la riqueza de virtudes que el cristiano debe incorporar a su vida, conforme a la vocación concreta recibida del Señor; y siempre desde la gozosa realidad sobrenatural de la filiación divina, fundamento del vivir cristiano y del espíritu del Opus Dei. No faltaban las meditaciones sobre los “novísimos”, la escatología, tan centrada, por lo demás, en Cristo y en el Espíritu. El enfoque cristológico y alentador de sus cursos de retiro, que animaba a un vivir optimista, de cara al seguimiento alegre y gozoso de Jesús -en el claustro o en medio del mundo-, hizo que algunos llegaran “a acusarle de predicar «ejercicios de vida» en lugar de los tradicionales «ejercicios de muerte»” (cfr. AVP, II, p. 675). Quienes así hablaban se referían al modo con que algunos predicadores hacían hincapié en la meditación de las postrimerías con el fin de suscitar “un sobresalto en el alma, para encaminarla luego dócilmente a la conversión, convencidos de que cuanto más se reavivara el terror a la muerte y al infierno, tanto más fácil sería conseguir la enmienda” (AVP, II, p. 677).

Su punto de apoyo fue siempre el Amor de Dios manifestado en Cristo, desde el que estimulaba la respuesta generosa de sus oyentes. A tal fin contribuían, además de su carácter vivo y espontáneo, su propia vida interior que, de algún modo, quedaba como al descubierto en su palabra vibrante y encendida en el amor divino; así lo ha comprobado personalmente el autor de esta voz, y también otros muchos, cuyos testimonios han quedado recogidos.

Ángel Suquía, más tarde cardenal arzobispo de Madrid, asistió a un retiro predicado por san Josemaría en Vitoria, en 1939. Manifestaba que el predicador era “un hombre sobrenatural en todo”, un “hombre de fe”, que había predicado unos ejercicios impregnados del “amor a Cristo que respiraban todas sus frases” (AVP, II, p. 677). Data también de 1939 un curso de retiro que dirigió en Alacuás (Valencia) a sacerdotes. Su impacto se refleja en la carta que el rector del Real Colegio del Corpus Christi envió al arzobispo de Valencia: “Me complazco en expresar el unánime y elevadísimo concepto que formamos del celo apostólico del referido señor y de la sólida formación y clara exposición de la doctrina que sometió a nuestra consideración, llenándonos de satisfacción el hecho de que un sacerdote secular reuniera cualidades tan excepcionales para dar ejercicios con el provecho y eficacia que, a juicio de todos, los dio el mencionado señor Escrivá” (AGP, serie L.1.1, leg. 1, carp. 2, exp. 4).

San Josemaría fundamentaba el fruto sobrenatural en copiosa oración y mortificación, que hacía personalmente, y que pedía a conocidos y amigos. En una carta del 7 de junio de 1939 a don Santos Moro, obispo de Ávila, escribe: “Ya comencé la primera tanda de ejercicios y, para ésta y las que me quedan, necesito que nuestro Jesús, especialísimamente me ayude..., y acudo a mi Señor Obispo, porque sé que se lo dirá. ¡Él se lo pague!” (AGP, serie A.3.4, 256-3, 390607-1). D. Santos, en su declaración para el proceso de beatificación, escribiría: “Quiero destacar también cómo D. Josemaría basaba siempre su labor en modos y medios sobrenaturales. (...) Me rogaba que encomendara al Señor (...), que ofreciera oraciones por los ejercicios espirituales que dirigía a sacerdotes o religiosos, a universitarios o profesionales” (AGP, serie A.5, leg. 228, carp. 1, exp. 17).

José Antonio GARCÍA-PRIETO SEGURA

 «    ROMA (1946-1956)    » 

El encuentro de san Josemaría Escrivá de Balaguer con Roma tuvo lugar en 1946. Amaba a su país de origen, pero como católico se sentía universal y, por lo tanto, romano, muy unido a la ciudad que es el centro del catolicismo, la sede de Pedro. Le llevaba a Roma la misión recibida el 2 de octubre de 1928: dar vida al Opus Dei, en servicio de la difusión de la llamada universal a la santidad y al apostolado. En la Urbe iba a residir veintinueve años, hasta su muerte acaecida en junio de 1975.

1. Primeros pasos en la Ciudad Eterna

San Josemaría consideró desde antiguo que debía trasladarse a Roma, pero lo hizo tal vez antes de lo que había previsto. Acudió cuando su más estrecho colaborador, el beato Álvaro del Portillo, que se había desplazado allí en 1946 para gestionar la aprobación pontificia del Opus Dei, escuchó de labios de una personalidad de la Curia la siguiente afirmación: “Llegan ustedes con un siglo de anticipación”. Debido a la novedad de su espíritu, la Obra no tenía un acomodo jurídico claro en el Código de Derecho Canónico entonces vigente y para abrir camino era necesario un empeño grande. El beato Álvaro escribió a España solicitando la presencia del fundador en Roma. Ese era, argumentó, el único modo de seguir adelante con el iter o camino jurídico, algo que se concluiría muchos años después, en 1982, con la erección del Opus Dei en prelatura personal.

A pesar de padecer una enfermedad grave, el fundador decidió hacer el viaje después de haberlo consultado con el Consejo General del Opus Dei. El viaje de san Josemaría resultó difícil debido a una fuerte tempestad marítima que se abatió sobre el barco en el que se desplazaba de Barcelona a Génova. Al día siguiente de su llegada, tras haberse detenido únicamente para celebrar la santa Misa, continuó viaje en automóvil hasta Roma, donde entró por la Via Aurelia la tarde del 23 de junio de 1946. Aunque llegó muy cansado, san Josemaría quiso pasar esa primera noche en oración, en la terraza de un piso alquilado en la plaza de la Cittá Leonina, junto a los muros vaticanos, contemplando los apartamentos pontificios y rezando por el papa Pío XII. El fundador del Opus Dei rezaba desde hacía muchos años la jaculatoria Omnes cum Petro ad lesum per Mariam! (¡Todos con Pedro, a Jesús, por María!). Y con una gran seguridad, que mantuvo también en momentos de incomprensión y dificultades, no vaciló en escribir: “Me siento romano. Roma, para mí, es Pedro. (...) de Roma, del Papa, no puede venirme más que la luz y el bien” (AVP, III, pp. 98-99).

La ciudad de Roma, tal y como la conoció san Josemaría en el verano de 1946, no carecía de problemas. En los años treinta había vivido importantes trabajos de edificación, sobre todo la construcción de la Via della Conciliazione, que hizo desaparecer un barrio medieval. Los barrios pobres habían sido desplazados hacia la periferia, cada vez más desvinculados del centro, de modo que no oscurecieran la grandeza de una ciudad pensada como capital de un imperio. Después de la Segunda Guerra Mundial, las normas urbanísticas que tendían a evitar que la población se concentrara en Roma fueron abolidas y muchas personas de Italia central y meridional buscaron trabajo y vivienda en esta ciudad. En parte por este motivo, Roma sufrió problemas de alimentación y alojamiento durante algún tiempo. Los grandes patrimonios de las familias de la nobleza histórica habían decrecido, como consecuencia de la inflación y de la disminución de los alquileres y de las rentas de las fincas rústicas. Y la ciudad no tenía vocación industrial; sus principales fuentes de trabajo provenían del sector turístico y de la Administración pública. La inestabilidad política, que duró hasta las elecciones de abril de 1948, creó en algunos momentos situaciones de inseguridad que hacía difícil establecer programas de reconstrucción social. No todo, sin embargo, era problemático, y la gran urbe romana acogió a san Josemaría con la majestuosidad de sus monumentos y la espontaneidad de sus habitantes.

2. El itinerario hacia la aprobación pontificia

La llegada a Roma de san Josemaría aceleró el estudio de la forma en la que podía ser reconocida jurídicamente la realidad espiritual y pastoral del Opus Dei. Mons. Montini y otras personalidades de la Curia acogieron amablemente a san Josemaría y reconocieron la autenticidad del carisma que había recibido, pero los problemas jurídicos que planteaba el Opus Dei eran considerables. Eran muchos los canonistas que, orgullosos de que en 1917 se hubiera llevado a término la codificación del Derecho Canónico, se resistían a aceptar lo que no entrara en ese marco. Y en la Curia no todos alcanzaban a comprender la urgencia que sentía el fundador del Opus Dei, que, consciente de que debía responder ante Dios de la misión que le había conferido al darle a conocer la Obra, aspiraba a cubrir etapas. La Curia de aquel tiempo tenía un ritmo lento. Uno de los términos utilizados con frecuencia era el dilata, es decir, dar tiempo para que las cosas se resolvieran por sí mismas.

A la primera noche de oración de san Josemaría en Roma le siguieron su visita a la Basílica de san Pedro y la recitación del Credo frente al altar de la Confesión como acto de fe en la presencia de Dios en su Iglesia. Enseguida comenzó a relacionarse y a trabajar, contando siempre con la ayuda de su principal colaborador, el beato Álvaro del Portillo, que tenía grandes capacidades diplomáticas. San Josemaría comentó alguna vez que “en Roma había perdido la inocencia”, es decir, la tendencia a pensar que el bien de las almas y la ayuda a la Iglesia iban a ser comprendidos inmediatamente y seguidos de un rápido reconocimiento eclesiástico. Pero los retrasos no le desanimaron.

El modo de trabajar de Escrivá de Balaguer fue riguroso, sistemático y prudente: se informaba de la praxis seguida en casos análogos, resolvía los problemas, explicaba lo que fuera necesario sin dilaciones, es decir, trabajaba con eficacia. Comentó entonces que “en Roma he aprendido a esperar, que no es poca ciencia” (AVP, III, p. 61). El fundador del Opus Dei encontró un buen interlocutor en el P. Arcadio Larraona, claretiano, que era consultor de la Congregación para los Religiosos. El 24 de febrero de 1947, unas semanas después de la promulgación de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, el Opus Dei recibió el Decretum laudis con el que era reconocido por la Santa Sede.

El 16 de junio de 1950, fiesta del Sagrado Corazón, el Opus Dei recibió la aprobación definitiva de la Santa Sede mediante un decreto que comenzaba con las palabras Primum Inter. Pasaba a ser un Instituto Secular, una nueva forma canónica creada entonces para las “sociedades clericales o laicales, cuyos miembros, para adquirir la perfección cristiana y ejercer plenamente el apostolado, profesan en el mundo los consejos evangélicos” (Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, 1). Esta figura jurídica no era adecuada al carisma que san Josemaría había recibido de Dios, pero por entonces no se podía obtener más. En todo momento se esforzó para hacer entender que el Opus Dei no era el último eslabón en la historia de las órdenes y congregaciones religiosas y, por tanto, asimilable a ellas; era una realidad nueva, formada por personas decididas, con la gracia de Dios, a santificar su trabajo, su familia y las demás actividades seculares; también el descanso, el deporte o el espectáculo. Su motor propio provenía del sacerdocio común de todos los fieles bautizados, idea que sería subrayada años después en el Concilio Vaticano II.

A pesar de la aprobación pontificia, en los años sucesivos el Opus Dei sufrió serias amenazas. Algunas familias de jóvenes italianos que se habían acercado a la Obra escribieron al Papa una carta en la que decían que el Opus Dei alejaba a los jóvenes de sus padres. San Josemaría consagró el Opus Dei a la Sagrada Familia de Nazaret el 14 de mayo de 1951; el problema se resolvió. Poco después surgió una segunda contrariedad: un proyecto para excluir al fundador de la dirección de la Obra y dividirla en dos instituciones independientes: una para los varones y otra para las mujeres. Se convertiría así en dos institutos independientes. El proyecto, del que san Josemaría tuvo noticia por la intervención del arzobispo de Milán, el beato Alfredo Ildefonso Schuster, no siguió adelante gracias a su oración y a la firmeza de su reacción. Esta “contradicción de los buenos” amainó una vez que san Josemaría escribió al papa Pío XII una carta en marzo de 1952. Con anterioridad, san Josemaría había consagrado el Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María el 15 de agosto de 1951; y después lo consagró al Sagrado Corazón de Jesús el 26 de octubre de 1952.

3. Asentando la sede del Opus Dei en Roma

Uno de los primeros consejos recibidos por san Josemaría fue que adquiriera una casa en Roma para fijar allí la sede central del Opus Dei: esta circunstancia podría facilitar la obtención del reconocimiento canónico de una nueva institución. En un primer momento, y durante bastantes meses, el fundador del Opus Dei y quienes le acompañaban vivieron en un pequeño apartamento de la plaza de la Cittá Leonina, cerca de la Basílica de san Pedro, pero esa situación no podía mantenerse y había que buscar otra sede. Los inmuebles que se vendían en Roma, dada la situación política y económica, eran numerosos, pero hacía falta tener el dinero suficiente para comprarlos. Tampoco España, desde donde podía venirle ayuda económica, atravesaba un periodo de opulencia, en parte como consecuencia de las dificultades producidas por el aislamiento internacional, que era debido a su régimen político.

No obstante el fundador del Opus Dei se lanzó a la aventura. Un abaratamiento en el precio de las viviendas le permitió adquirir una villa en el barrio de Parioli, en la calle de Bruno Buozzi, esquina a la de Vila Sacchetti, que reunía condiciones, también de espacio y edificabilidad, para convertirse en la sede central del Opus Dei. Esa residencia había sido hasta entonces la Embajada de Hungría ante la Santa Sede. San Josemaría la llamó Villa Tevere. Durante algunos meses, algunos funcionarios de la Embajada permanecieron en ella de modo abusivo. San Josemaría y los miembros del Opus Dei tuvieron que vivir en el pequeño edificio de la portería del inmueble -al que se dio el nombre algo exagerado de Pensionato-, aprovechando el espacio para utilizar el local lo mejor posible. Fue un tiempo difícil, llevado con alegría.

A partir de 1948 la estabilidad política -las elecciones otorgaron la mayoría a la Democracia Cristiana- facilitó el desarrollo del país. La ciudad de Roma conoció la actividad de los palazzinari, empresas constructoras que procedían según el gusto del racionalismo arquitectónico, que tendía a agrupar las viviendas en grandes edificios, concediendo poco espacio a zonas verdes y a los servicios sociales. También san Josemaría se veía abocado a tareas de edificación, ya que, apenas le fue posible, afrontó la ampliación de Villa Tevere. Pero impulsó el trabajo con un gusto muy distinto al de las tendencias arquitectónicas del momento. Deseaba que se construyeran edificios que utilizaran materiales duraderos y de estilo clásico, de forma que después de algunos años, con la pátina que el tiempo deposita sobre las cosas, se integraran en el paisaje urbanístico de la Ciudad Eterna. En marzo de 1948, viajó a España y buscó dinero para los gastos que ocasionaba Villa Tevere. Estaba gravemente enfermo de diabetes y además había tenido una parálisis facial a frigore, de la que se recuperó.

La reestructuración de los edificios de Villa Tevere llevó consigo un fuerte desgaste de energías al beato Álvaro del Portillo. Cada sábado tenía que pagar a los trabajadores, por lo que cada lunes comenzaba a buscar los fondos necesarios. La mayor parte de las ayudas pudieron venir de España, donde había más fieles y benefactores del Opus Dei, aunque muy pronto también pudieron aportar los nuevos países en los que comenzaba a implantarse la Obra. En 1955, la empresa de construcción del ingeniero Leonardo Castelli firmó la remodelación de los edificios que componen Villa Tevere, ofreciendo la posibilidad de pagar el importe de los trabajos de modo fraccionado, lo que alivió la presión económica a la que estaban sometidos san Josemaría y el beato Álvaro del Portillo.

Villa Tevere no fue el único proyecto de construcción romano de san Josemaría. En Castel Gandolfo, junto a la residencia de los papas, Pío XII puso a su disposición una villa que se destinó primero a casa de retiros y luego a sede del Colegio Romano de Santa María; las mujeres de la Obra podían realizar sus estudios de filosofía, teología y de pedagogía, además de formarse en el espíritu católico del Opus Dei.

Con anterioridad a los hechos recién mencionados, ya desde el mismo momento de su llegada a la Urbe, san Josemaría sintonizó con Roma, y también con su arquitectura. Su descanso muchas veces consistía en caminar un poco, recorriendo la Urbe de arriba a abajo, lo que, además de contribuir a su salud, le permitió encontrar ideas para la construcción y ornamentación de Villa Tevere; y en visitar anticuarios y comprar diversos objetos -entonces vendidos a bajo precio- con los que decorar los edificios que se proyectaban. Pero sus principales salidas por la ciudad -o a lugares del entorno de Roma- fueron las visitas a muchas iglesias para rezar ante las imágenes de la Virgen, en particular la Salus Populi Romani en la Basílica de Santa María la Mayor, la del Divino Amore, o, ya más lejos de Roma, la de Pompei. San Josemaría tenía gran devoción a los primeros cristianos, a los que con frecuencia había puesto como ejemplo de santificación de los deberes ordinarios; la estancia en Roma y la visita a alguna de las catacumbas hicieron más viva esa devoción. Años más tarde, tuvo la alegría de que la Santa Sede confiara a la Obra la custodia de unas catacumbas, las de San Alejandro, en la Via Nomentana.

4. Los primeros años de la Región de Italia

Roma, y dentro de Roma Villa Tevere, fue no sólo la residencia de san Josemaría, sino también el escenario de los primeros pasos de la labor del Opus Dei en Italia. La labor apostólica se había iniciado años antes con la llegada de algunos miembros a Roma, a comienzos de los años cuarenta, por razones de estudios y con la intención de dar a conocer la Obra a los organismos de la Curia vaticana. Al mismo tiempo, habían comenzado a tratar a compañeros de universidad; de ahí vino una de las primeras personas provenientes de fuera de España que se incorporaron a la Obra: el croata Vladimir Vince.

Fue en 1948 cuando llegaron al Opus Dei los primeros italianos, como, entre otros, Francesco Angelicchio, Renato Mariani, Luigi Tirelli y Umberto Farri. En un primer momento acudían a Villa Tevere, al Pensionato, pero el reducido espacio hizo pronto urgente dar nuevos pasos. El fundador del Opus Dei les puso, en tono de broma, pero con ese optimismo y esa fuerza con que siempre impulsó la labor, un ultimátum: si no deseaban vivir debajo de un puente del río Tíber, tenían que encontrar una vivienda de acuerdo con sus necesidades. Pronto localizaron una casa en el barrio de Prati, en la calle Orsini.

Junto al trato con eclesiásticos romanos, san Josemaría inició muy pronto viajes a diversas ciudades italianas para visitar a los obispos diocesanos y darles a conocer la Obra, preparando así la aprobación del Opus Dei, que vino en 1950, y también la expansión de la labor apostólica. Por esos mismos años, algunos de los miembros italianos del Opus Dei, estudiantes universitarios, empezaron a trasladarse durante los fines de semana a las principales ciudades italianas para conocer a personas dispuestas a participar en el trabajo apostólico de la Obra. Como resultado de estos viajes, fue posible abrir algunos Centros en Palermo y Milán a finales de 1949. También, en ese mismo periodo, algunas mujeres se incorporaron al Opus Dei: Gabriella Filippone, Mirella Marcolongo, Anna Maria Notari en Roma; Linda Battaglia, Rosanna Re y Teresa Acerbis en Milán; Mara Pagano, Sofia Varvaro y Rita Di Pasquale en Palermo.

Mientras tanto, la sociedad italiana continuaba creciendo. El nivel de vida aumentaba y el desarrollo tecnológico exigía una competencia profesional que, en muchos casos, sólo las universidades estaban en condiciones de ofrecer. Durante todo el decenio de 1950 bastantes jóvenes se veían obligados a transferirse a sedes universitarias lejanas de la vivienda familiar. San Josemaría, que tenía ya una larga experiencia en residencias universitarias, sugirió la creación, también en Italia, de residencias que reflejaran el espíritu del Opus Dei, es decir, que no se limitaran a ofrecer alojamiento, sino que dieran vida a un ambiente de familia y promovieran la formación humana, cultural y espiritual. De hecho se iniciaron pronto, primero con proporciones modestas, pero con aspiraciones a crecer, como ocurrió no mucho después: en 1952 en Nápoles; en 1955 en Catania; y en 1956 en Bolonia.

5. Expansión por el mundo

Una de las características de la magnanimidad de san Josemaría fue la capacidad de concebir grandes proyectos que mantuviesen al mismo tiempo un sólido contacto con la realidad concreta, de modo que se pudieran llevar a cabo con perfección humana. Como el Opus Dei no era una invención suya, sino un deseo expreso de Dios, era necesario que se expandiera por todo el mundo. Ya en 1936 había previsto comenzar la Obra en París, ciudad que muchos consideraban por entonces la capital de la cultura. La Guerra Civil española, y la Guerra Mundial después, frenaron esos deseos. Terminada la Guerra Mundial, se relanzó la expansión internacional.

En 1945 había comenzado la labor en Portugal. En 1949, el propio san Josemaría hizo un largo viaje por Europa Central, realizando, mediante sus visitas y su oración, la “prehistoria” de la labor de la Obra en toda esa zona. En Europa, se inició la labor no sólo en Irlanda (1947), en la que existía un catolicismo vibrante, sino también, e incluso antes, en países donde, por diversos motivos, podía pensarse que el arraigo de los apostolados fuera más difícil: Inglaterra (1946), Francia (1947), Alemania (1952), Suiza (1956). En 1948 san Josemaría envió a uno de los primeros miembros del Opus Dei, Pedro Casciaro, que había sido ordenado sacerdote en 1946, a América, para visitar diversos países tanto del norte como del sur de ese continente y considerar las posibilidades de la implantación del Opus Dei. Muy poco después (1949), la Obra comenzó a estar presente en México y en los Estados Unidos, país que había asumido la guía del mundo libre. Casi enseguida siguieron otras naciones: Argentina y Chile (1950), Colombia y Venezuela (1951), Guatemala y Perú (1953), Ecuador (1954) y Uruguay (1956).

A la vuelta de pocos años, a más de la mitad de los países de Europa Occidental y de América habían llegado hombres y mujeres del Opus Dei que buscaron trabajo allí y se hicieron, al menos de espíritu, ciudadanos de sus nuevas naciones, con la ilusión de extender a todas ellas la llamada a la santificación en el trabajo profesional, en la investigación científica, en la vida del hogar, en el deporte y en tantos otros ambientes.

6. La formación de los miembros del Opus Dei

En el mes de junio de 1948, antes de que la expansión se produjera, san Josemaría decidió erigir el Colegio Romano de la Santa Cruz, pensando ya en que iba a acoger a jóvenes del Opus Dei provenientes de todo el mundo, que acudirían a Roma para completar sus estudios de filosofía, teología y derecho canónico en las diversas universidades pontificias; algunos de los cuales, después de acabar sus estudios, recibirían la ordenación sacerdotal y se trasladarían a los países en los que estaba implantada, o fuera a comenzar, la Obra. El 12 de diciembre de 1953 erigió el Colegio Romano de Santa María, destinado a la formación de las mujeres de la Obra para fortalecer su unión con Dios y para prepararlas para una fecunda acción apostólica.

Ese sueño pronto se hizo realidad. Ya desde fines de la década de 1940 y en la primera mitad de la de 1950 acudieron a Roma muchos de los primeros y primeras de esas diversas nacionalidades: Estados Unidos, México, Inglaterra, Perú, Chile, Argentina, Francia, Portugal, Suiza, Alemania, Venezuela. El desarrollo de las obras en Villa Tevere -se habían levantado dos pisos en el primitivo edificio y uno nuevo en la calle de Villa Sacchetti, destinado a las mujeres- permitió acogerlos, aunque, ciertamente, no sin estrecheces.

Esta situación motivó que san Josemaría buscara un sitio en el que pudieran descansar durante el verano quienes estudiaban en el Colegio Romano de la Santa Cruz. El sector agrícola estaba en pleno proceso de mecanización y bastantes propietarios de tierras, temiendo las oscilaciones económicas que podrían provocar los cambios de gobierno que se producían, eran propicios a venderlas. Sea por esos motivos, sea por otros, el hecho es que el beato Álvaro del Portillo tenía un amigo que vendía un millar de hectáreas cerca del pueblo de Terracina, en el litoral tirrénico. La propiedad, que se llamaba Salto di Fondi, se consiguió mediante un préstamo bancario y un reparto de las tierras, en condiciones ventajosas, a trescientas familias de campesinos que trabajaban esa tierra, ayudándolas de este modo a la gestión de su propiedad. La parte de tierra que quedaba fue adaptada como granja modelo, con proyectos agrícolas que se financiaron con los bienes producidos. La iniciativa fue elogiada por la Santa Sede, que vio en ella una aplicación concreta de la doctrina social de la Iglesia en el sector agrícola. Por lo demás, Salto di Fondi no sólo sirvió como lugar de descanso, sino que además permitió que quienes vivían allí tuvieran alimentos frescos del campo y a un coste accesible, en una época en la que aún no había llegado el boom económico y se notaba la carestía de algunos alimentos básicos.

La adquisición de Salto di Fondi provocó el traslado a Roma de la hermana de san Josemaría, Carmen, que había continuado viviendo en España. La finca de Salto di Fondi contaba, además de los terrenos agrícolas, con algunas edificaciones, especialmente una villa de buena factura, pero que era necesario acondicionar. Para la primera fase de acondicionamiento, y en espera de que pudieran hacerse cargo las mujeres del Opus Dei, san Josemaría pensó en su hermana Carmen, que aceptó trasladarse a Italia con ese fin. Una vez terminadas las obras de la villa de Salto di Fondi, Carmen decidió residir en Roma, cerca de su hermano, en via degli Scipioni. Allí permaneció hasta el día de su muerte, el 20 de junio de 1957.

Por lo demás, a lo largo de estos años, y en los sucesivos, san Josemaría continuó afrontando lo que llamaba la “batalla de la formación”, es decir, el empeño para dotar a los fieles del Opus Dei de un conocimiento de la fe y de la moral cristiana que les permitiera santificar sus tareas profesionales y sociales, y dio indicaciones para que la docencia que se impartía, tanto en los Colegios Romanos como en los Studia Generalia existentes en los diversos países, se desarrollara en una actitud de adhesión al Magisterio y a la Tradición, dejando claro a la vez que el Opus Dei no crea una escuela o un pensamiento teológico propio, sino que hace suya la doctrina de la Iglesia; orientación importante en momentos en los que -como ponía de manifiesto la publicación por Pío XII de la Cart. Enc. Humani generis (1950)- estaban presentes fermentos de crisis, que se harían más patentes en años posteriores.

7. Desarrollo institucional y general del Opus Dei

En 1952, y sobre todo a partir de las elecciones de 1953, el panorama político italiano se complicó. Alcide De Gasperi, que era el presidente del gobierno desde 1948, tuvo que dejar el cargo. Se iniciaba una etapa diversa, no exenta de oscilaciones. Pero ni esos cambios, ni otros parecidos que ocurrieron en otros países, afectaron al crecimiento del Opus Dei, que continuó desarrollándose en Italia y extendiéndose, como antes dijimos, a otros países. El 2 de octubre de 1953, san Josemaría celebró en Molinoviejo, casa de retiros situada en España, los primeros veinticinco años de vida del Opus Dei. Lo hizo sin manifestaciones externas, recogido en oración y acompañado de un pequeño grupo de hijos suyos. En esa fecha existían Centros del Opus Dei en España, Italia, Portugal, México, Inglaterra, Irlanda, Estados Unidos, Chile, Argentina, Colombia y Venezuela.

El 27 de abril de 1954, fiesta de la Virgen de Montserrat, le fue recetado a san Josemaría, enfermo de diabetes desde hacía varios años, un nuevo tipo de insulina de efectos retardados. Después de la inyección prescrita, pasó al comedor. De pronto se sintió muy mal, tanto que pareció que estaba en trance de muerte. Poco antes de que perdiera del todo el conocimiento, el beato Álvaro le administró, a petición suya, la absolución. Gracias a Dios, pronto recuperó el sentido, con la novedad de que, después de ese ataque, se curó de la diabetes, si bien permanecieron algunas secuelas.

En 1953 se había instalado en Roma la Asesoría Central, el órgano de gobierno de las mujeres del Opus Dei, que hasta ese momento había estado en Madrid. En 1956, san Josemaría convocó el Segundo Congreso Ordinario del Opus Dei con el fin de ver la marcha de los apostolados en todo el mundo y continuar con el estudio del estatuto jurídico de la Obra en la Iglesia. Los trabajos tuvieron lugar en Einsiedeln, Suiza, en un centro de reuniones situado junto al santuario mariano de esa localidad. Allí se decidió que el Consejo General de la Obra, que hasta entonces había estado dividido entre Madrid y Roma, pasase por entero a Roma.

Esta plena instalación del gobierno pastoral en su sede romana pudo llevarse a cabo gracias a la expansión de la Obra -tanto en el Consejo General como en la Asesoría Central estaban ya presentes personas de diversas nacionalidades-, pero también debido al mencionado crecimiento de los edificios de Villa Tevere, todavía no completado -no lo estaría hasta 1960-, pero suficientemente avanzado como para hacer posible la instalación de la totalidad de los componentes de esos organismos. Asimismo se comenzaron a organizar las oficinas auxiliares del Consejo y de la Asesoría, y el propio san Josemaría estuvo en condiciones de trabajar con una mayor disponibilidad de medios, de acuerdo con lo que requería la tarea que como fundador y presidente general del Opus Dei le correspondía.

Si hacemos un balance del trabajo realizado por san Josemaría en el curso de sus primeros diez años romanos (1946- 1956), se observa que impulsó una amplia gama de actividades. Consiguió en 1950 el pleno reconocimiento por parte de la Santa Sede para el Opus Dei y para su espíritu, aunque fuera con una figura jurídica no adecuada y destinada a cambiar. Impulsó la expansión del apostolado promoviendo la labor estable del Opus Dei en la casi totalidad de los países de Europa Occidental y de América. Puso en marcha la sede central, instrumento material absolutamente necesario para el desarrollo del Opus Dei y su gobierno pastoral. Creó dos centros formativos, los dos Colegios Romanos, que hicieron posible la estancia, durante amplios periodos de formación, de fieles del Opus Dei, varones y mujeres de las más variadas partes del mundo. Impulsó la promoción de un elevado número de obras e iniciativas apostólicas por todo el mundo, entre las que cabe destacar la Universidad de Navarra, con sede en Pamplona (1952). Todo esto con una dedicación intensa, pero sin estridencias, de acuerdo con el estilo o modo de trabajar, que predicó y procuró vivir: “el bien no hace ruido y el ruido no hace bien”.

Alberto TORRESANI

 «    ROMA (1956-1965)    » 

Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer se trasladó a vivir a Roma en 1946 y allí permaneció hasta su muerte, acontecida en 1975. Excepto en los primeros momentos, habitualmente residió en la calle Bruno Buozzi, situada en el barrio residencial de Parioli. Entre 1956 y 1965 pasó en Roma la mayor parte de su tiempo.

En aquellos años la ciudad experimentó un notable crecimiento demográfico: la población pasó de 1.576.376 habitantes en 1951 a 2.043.055 en 1961, para sobrepasar los 2.400.000 en 1965. Este incremento se debió al mayor número de nacimientos que muertes y al saldo positivo de la inmigración, que provenía de la región del Lacio en un veinticinco por ciento, así como de otras regiones italianas. La zona del centro histórico sufría una caída de población; en cambio, surgían nuevos barrios hacia el norte (en la Via Cassia) y, sobre todo, en áreas del este y del sur (Eur). Además, la XVII edición de las Olimpiadas, que tuvo lugar en Roma en 1960, hizo posible la construcción de grandes carreteras y edificios, y en 1962 se aprobó un nuevo plan urbanístico. Por otra parte, en 1955 fue inaugurado el metro y en 1961 el aeropuerto Leonardo da Vinci, en Fiumicino. Se percibían, además, profundos cambios, tanto en la vida política como en la eclesiástica: en la ciudad fueron firmados, en 1957, los Tratados de Roma, con los que se constituyeron la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica; pocos años después, en 1962, se produjo la apertura de la Democracia Cristiana a la colaboración con el Partido Socialista, dando lugar a la constitución del primer gobierno de centro-izquierda.

También la Iglesia atravesaba un periodo de importante dinamismo, con los pontificados de Juan XXIII (1958-1963) y de Pablo VI (1963-1978), el Concilio Vaticano II (1962-1965), y la ampliación de poderes de la Conferencia Episcopal italiana llevada a cabo por el papa Roncalli con la colaboración del presidente de la Conferencia, el cardenal Giuseppe Siri, que transformaron esta institución, de una estructura fuertemente condicionada por la Curia romana en un verdadero y propio centro de encuentro del catolicismo nacional. A la vez, la vida social estaba evolucionando rápidamente gracias a los efectos del “milagro económico italiano”, que garantizaban a la población un incremento paulatino del bienestar y escolarización, pero que también aceleraron de algún modo el proceso de secularización.

1. Labor de gobierno pastoral

Desde esta Roma a caballo entre los años cincuenta y sesenta, san Josemaría dirigió el apostolado universal del Opus Dei. Un acontecimiento de capital importancia para la institución fue el Segundo Congreso General del Opus Dei, que tuvo lugar en dos fases. Los varones del Opus Dei se reunieron en Einsiedeln, Suiza, del 22 al 25 de agosto de 1956, donde se decidió, entre otras cosas, el traslado de Madrid a Roma del Consejo General del Opus Dei, y la elección del castellano como idioma oficial de la Obra. En octubre de ese mismo año, tuvo lugar en Roma el congreso correspondiente a las mujeres del Opus Dei, cuya Asesoría Central estaba ya en la Ciudad Eterna desde 1953. Cinco años después, en septiembre y octubre de 1961 tuvo lugar, en Roma, el Tercer Congreso General. La decisión tomada en 1956 de trasladar por entero a la Urbe el gobierno del Opus Dei se hizo posible, entre otras cosas, por el desarrollo de las obras en Villa Tevere, donde estaba previsto que se instalara su sede.

Además, para coordinar el desarrollo de las actividades apostólicas en varios países centroeuropeos, san Josemaría hizo numerosos viajes: a Francia, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Alemania, Suiza y Austria. Estuvo varias veces en diversas ciudades de España (Madrid, Barcelona, Zaragoza, Bilbao, Pamplona, Santiago de Compostela, Burgos, Vitoria, Vigo) y de Italia (Milán, Bolonia, Florencia, Nápoles, Venecia).

Durante estos años, sus principales colaboradores en el gobierno del Opus Dei fueron, además de Álvaro del Portillo, los españoles Javier Echevarría Rodríguez (actual prelado del Opus Dei), José Luis Soria Saiz, Fernando Valenciano Polack, Severino Monzó Romualdo, Francisco Vives Unzué, Joaquín Alonso Pacheco, Julián Herránz Casado, José Luis Múzquiz de Miguel, Pedro Casciaro Ramírez, los estadounidenses Richard Rieman y George Rossman, el chileno Juan Cox Huneus, el portugués Nuno Giráo Ferreira, y los italianos Giuseppe Molteni y Giorgio De Filippi. Los principales miembros de la Asesoría Central fueron en este decenio las españolas Mercedes Morado García, Montserrat Amat Badrinas, María Luisa Moreno de Vega, Encarnación Ortega Pardo, Guadalupe Ortiz de Landázuri, María del Carmen Sánchez Merino, Icíar Zumalde Madina, la estadounidense Joan Sreboth, la mejicana Carmen Puente Rico, la portuguesa Maria Sofia Vieira do Carmo Pacheco, la francesa Catherine Bardinet, la alemana Marlies Kücking y la italiana Teresa Acerbis.

2. El estatuto jurídico del Opus Dei

En lo que hace referencia a la configuración jurídica del Opus Dei en el Derecho Canónico, los años que estamos considerando fueron ricos en iniciativas orientadas a la búsqueda de nuevas vías canónicas que ayudaran a superar la figura de Instituto secular, según la que había sido aprobada la Obra en 1950. La experiencia de la segunda mitad de los años cincuenta había hecho surgir serias dudas a Mons. Escrivá sobre la conveniencia de esa figura: de hecho, era patente una notable falta de homogeneidad entre las diversas instituciones que habían sido aprobadas bajo esa configuración, entre las cuales algunas tenían características propias de la vida religiosa, otras veían al instituto secular como un paso más en la línea del desarrollo de la vida consagrada, y otras -entre éstas el Opus Dei- se consideraban en una posición de total diferenciación respecto a la vida consagrada. Estando así las cosas, a san Josemaría le preocupaba que la secularidad de la institución que había fundado -un elemento central de su espiritualidad- no estuviera suficientemente tutelada. Por este motivo, san Josemaría dio pasos para una revisión del status jurídico del Opus Dei. El 14 de marzo de 1960 entregó una nota informativa al cardenal Domenico Tardini, secretario de estado y cardenal protector del Opus Dei desde 1959 (había sustituido en este cargo a Mons. Federico Tedeschini, ya fallecido), en la que declaraba su deseo de proceder a un nuevo estudio del estatuto jurídico. Algo después, el 9 de abril de 1960, envió al mismo cardenal una consulta oficiosa en la que proponía que el Opus Dei cesara de depender de la Congregación de Religiosos y pasara a la Congregación Consistorial (precedente de la Congregación para los Obispos); y que dejara de ser un instituto secular y se convirtiera en una prelatura nullius, de algún modo semejante a la Mission de France. El cardenal Tardini respondió negativamente, indicando que le parecía que los tiempos no estaban todavía maduros y que convenía esperar.

En el verano de 1961 murió Tardini y fue sustituido en la tarea de protector por el cardenal Pietro Ciriaci, quien sugirió a san Josemaría someter la cuestión al Papa. El 7 de enero de 1962, la petición de cambio del estatuto jurídico fue enviada al Vaticano para que llegara a manos de Juan XXIII; la respuesta de la Santa Sede, recibida el 22 de mayo del mismo año, fue análoga a la dada años antes por Tardini. Después de la elección de Pablo VI, san Josemaría continuó trabajando en la línea iniciada y procedió a una revisión de las Constituciones, que aprobó, en su nueva edición, el 24 de octubre de 1964. El 7 de diciembre de 1965 fue promulgado el decreto del Concilio Vaticano II Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y la vida sacerdotal, que en su número 10 creó la figura de las prelaturas personales, que hizo posible -años más tarde- la culminación del itinerario jurídico del Opus Dei.

3. La difusión internacional del Opus Dei

Mons. Escrivá dirigió desde Roma la difusión universal de la Obra. En el decenio que consideramos, el Opus Dei llegó a ser realmente universal desde un punto de vista geográfico; de hecho, hasta 1955 el desarrollo había tenido lugar en Europa y América; en el decenio sucesivo se asistió al inicio de la actividad apostólica en África, Asia y Oceanía: en 1958 fueron abiertos los primeros Centros en Kenia y Japón, en 1963 en Australia, en 1964 en Filipinas y al año siguiente en Nigeria. El esfuerzo producido por la expansión a esos continentes no frenó sin embargo el crecimiento en aquéllos donde ya estaba el Opus Dei desde fechas anteriores: se comenzaron los apostolados en Canadá y Brasil (1957), El Salvador (1958), Costa Rica (1959), y Paraguay (1962) en América; y Suiza (1956), Austria (1957), Países Bajos (1960) y Bélgica (1965) en Europa. Los miembros del Opus Dei llegaron en 1960 a la cifra de 30.353. San Josemaría dejó siempre gran libertad de iniciativa a quienes acudían a esos países, pero los acompañó constantemente con sus consejos y con sus ánimos a través del intercambio epistolar y -en el caso de los países europeos- con sus viajes.

En el decenio 1956-1965 se desarrollaron en Roma importantes obras apostólicas. En 1959, en el moderno barrio residencial del Eur, fue inaugurada la Residenza Universitaria Internazionale (RUI), con cerca de noventa plazas, nacida por iniciativa de algunos miembros del Opus Dei en colaboración con profesores universitarios y representantes del mundo político, diplomático e industrial, con el fin de crear un lugar de encuentro e intercambio cultural para estudiantes de otros lugares, tanto italianos como extranjeros. En otro barrio, en el Tiburtino, comenzó pocos años más tarde un gran centro social, el Centro ELIS. Sus orígenes remiten a 1956, cuando con motivo de su ochenta cumpleaños, se había entregado al papa Pío XII una importante cantidad de dinero proveniente de una colecta en todo el mundo católico. El papa Pacelli decidió dedicar ese dinero a una obra social, pero murió sin concretar esa idea. Juan XXIII lo destinó a una iniciativa social en el Tiburtino y encargó su realización al Opus Dei; constituían el proyecto la construcción del Centro Internazionale per la Gioventù Lavoratrice ELIS (dotado con cursos de formación profesional, escuela deportiva y otras estructuras), de la escuela de hostelería SAFI y de la parroquia de San Giovanni Battista al Collatino. El 21 de noviembre de 1965, Pablo VI acudió al lugar para celebrar la Misa en la iglesia parroquial y para visitar el Centro ELIS, y en esta ocasión estuvo con Mons. Escrivá, presente lógicamente en el acontecimiento.

En España, un suceso importante, seguido de cerca e impulsado por san Josemaría, fue la erección en universidad del Estudio General de Navarra, fundado en 1952. Desde el momento inicial, esta institución había crecido continuamente: en 1958 iniciaron sus actividades académicas el Instituto de Periodismo y el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE), y en 1959, la Facultad de Ciencias y el Instituto de Derecho Canónico. Estos centros venían a unirse a las Facultades de Derecho, de Medicina y de Filosofía y Letras, y a la Escuela de Enfermería, existentes desde años anteriores. Se podía pues transformar el Estudio General en universidad. Como la legislación española del momento sólo permitía la existencia de universidades del Estado o de la Iglesia, san Josemaría envió una instancia al cardenal Giuseppe Pizzardo, prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y de las Universidades de Estudios, para pedir la erección del Estudio General en universidad por parte de la Santa Sede. Gracias también al interés personal de Domenico Tardini -secretario de Estado y cardenal protector del Opus Dei- la Congregación erigió la Universidad de Navarra con el Decr. Erudiendae del 6 de agosto de 1960, y el 15 de octubre nombró a Mons. Escrivá de Balaguer Gran Canciller. El 24 de octubre san Josemaría acudía a Pamplona para la solemne ceremonia de inauguración de la Universidad, que contó con la presencia de numerosas autoridades civiles -entre otros, Antonio Iturmendi Bañales, ministro de Justicia del Estado español, y Miguel Gortari Errea, vicepresidente de la Diputación Foral de Navarra-, de Mons. Enrique Delgado Gómez, obispo de Pamplona y Tudela, y de Mons. Ildebrando Antoniutti, nuncio apostólico en España. El fundador del Opus Dei pronunció un discurso titulado “La Universidad al servicio del mundo”. Dos años más tarde, concluyeron los acuerdos entre la Santa Sede y el Estado español, con el reconocimiento de los títulos concedidos a la Universidad de Navarra.

En el Reino Unido, donde pasó los veranos entre 1958 y 1962, san Josemaría animó a los miembros del Opus Dei a que ampliaran la residencia universitaria londinense que existía desde 1952, con el fin de acoger a muchos estudiantes de los nuevos países que estaban saliendo del proceso de descolonización durante aquellos años. Con la experiencia obtenida con la Residenza Universitaria Internazionale de Roma, que acogía un discreto número de universitarios provenientes de países extraeuropeos, se planeó el proyecto de una residencia parecida en Londres. En 1960, Juan Masiá (que había trabajado anteriormente en el proyecto de la residencia de Roma) y Cormac Burke iniciaron negociaciones con el Colonial Office y con John Drummond, conde de Perth, ministro de Estado para los asuntos coloniales; con el British Council; y con los sucesivos arzobispos de Westminster, cardenales William Godfrey y John Carmel Heenan, que desembocaron en la construcción y puesta en marcha de Netherhall House. Esta residencia se comenzó a edificar en 1964 y fue inaugurada en 1966.

El inicio de la actividad apostólica en Japón tuvo su origen en un viaje a Roma de Mons. Paul Yoshigoro Taguchi, obispo de Osaka, que estaba interesado en la creación de una institución de enseñanza superior en su diócesis; el cardenal Alfredo Ottaviani le sugirió dirigirse al fundador del Opus Dei. En noviembre de 1958, don José Ramón Madurga Lacalle se trasladó al archipiélago asiático, y en 1960 los miembros de la Obra dieron comienzo a Seido Language Institute, en Ashiya, ciudad cercana a Osaka.

También el inicio de los apostolados del Opus Dei en África fue seguido de cerca por Mons. Escrivá. Recibió una carta de Mons. Gastone Mojaiski Perrelli, delegado apostólico en África Oriental Británica, donde le pedía ayuda para fundar una institución educativa superior en Kenia. San Josemaría envió a Pedro Casciaro para hacer una visita al lugar, y después promovió la fundación de dos escuelas en Nairobi, una de contabilidad (Strathmore College) y otra de secretariado (Kianda College), que dieron sus primeros pasos en los años sesenta.

También en estos años comenzó a desarrollarse la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz que, dentro del fenómeno pastoral propio de la Obra, permitía admitir como socios a los sacerdotes incardinados en las diócesis. Ese desarrollo contribuyó a hacer posible una importante actividad pastoral que comenzó en 1957 en América Latina. En 1956, Mons. Antonio Samoré, Secretario de la Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, había comunicado a san Josemaría que Pío XII deseaba confiar al Opus Dei una de las prelaturas nullius que el Vaticano iba a erigir en Perú en zonas de misión. Al año siguiente fue erigida la prelatura de Yauyos, sufragánea de la archidiócesis de Lima, con una superficie en torno a los 15.000 kilómetros cuadrados y una población de 165.000 habitantes. San Josemaría propuso para esta misión a Mons. Ignacio María de Orbegozo y Goicoechea, quien fue nombrado prelado por la Santa Sede y en 1963, recibió la ordenación episcopal con el título de Ariasso. Algunos sacerdotes diocesanos de España, que pertenecían a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y contaban con el permiso de sus respectivos obispos, se trasladaron a Perú para colaborar con Mons. Orbegozo en esta actividad misionera.

4. Los Centros del Opus Dei en Roma

Para que el desarrollo apostólico universal se llevara a cabo sobre bases sólidas, san Josemaría se dedicó también a consolidar la estructura de los Centros de Estudios internacionales que había fundado en años anteriores en Roma. El Colegio Romano de la Santa Cruz, para los varones, tuvo su sede provisional en el edificio de la calle Bruno Buozzi. Allí estudiaban numerosos miembros del Opus Dei y se preparaban los candidatos al sacerdocio (en 1960 el Opus Dei contaba con 307 presbíteros). Como sede de verano para los estudiantes se utilizaba una finca en Salto di Fondi, en la provincia de Latina, cerca de Roma.

El Colegio Romano de Santa María, para las mujeres, se trasladó del edificio de la calle Villa Sacchetti a Castel Gandolfo a finales de 1962, a una casa que había sido cedida al Opus Dei en usufructo por Pío XII y que Juan XXIII cedió en propiedad en 1959. En 1963 terminaron los trabajos de restauración de la casa, a la que se había dado el nombre de Villa delle Rose; y, en ese mismo año, comenzó allí un Instituto de Pedagogía.

En estos dos Centros, jóvenes miembros del Opus Dei provenientes de varios países donde la institución se estaba asentando, pasaban unos años dedicándose a los estudios humanísticos, filosóficos, teológicos y canónicos, recibiendo una particular formación en los aspectos propios del espíritu del Opus Dei, en la que tomó parte muy activa el mismo fundador. Después, regresaban a sus países o acudían a trabajar a otros distintos. Los dos Colegios fueron un importante instrumento para dar unidad a la estructura de la Obra, en rápido desarrollo geográfico, permitiendo a muchos de los primeros miembros conocer directamente al fundador y pasar un periodo de su vida en un ambiente internacional, que les hiciese comprender mejor, y vivir personalmente la universalidad de la Iglesia y del Opus Dei.

Con anterioridad, en 1960, se habían concluido los trabajos de reestructuración y de construcción de los edificios de la sede central en la calle Bruno Buozzi, seguidos con gran atención por Mons. Escrivá: el conjunto de estos edificios recibió el nombre de Villa Tevere. Dentro de la casa se encuentra la iglesia de Santa María de la Paz, donde descansan hoy los restos mortales del fundador del Opus Dei; la consagración de su altar fue celebrada el 29 de junio de 1960 por el cardenal Tardini, Secretario de Estado, que después se quedó de tertulia con san Josemaría y con un grupo de miembros de la Obra. En la cripta de esta iglesia fue enterrada Carmen Escrivá de Balaguer, hermana de san Josemaría, que pasó sus últimos años en Roma a petición de su hermano, hasta su fallecimiento en 1957.

5. La relación con los papas, obispos y la Curia romana

Durante estos años, Mons. Escrivá de Balaguer tuvo la ocasión de entrar en contacto directo con los pontífices Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI. El papa Roncalli lo recibió con gran cordialidad pocos meses después de su elección, el 5 de marzo de 1960 y, por segunda vez, el 27 de junio de 1962, pocos meses antes de la apertura del Concilio Vaticano II. Días después de ese segundo encuentro, san Josemaría escribió una carta a todos los miembros del Opus Dei pidiéndoles que ofrecieran oraciones, además del trabajo de cada día, por el buen desarrollo del Concilio Ecuménico.

Con Pablo VI los encuentros personales fueron tres durante el periodo que nos ocupa. El primero fue una audiencia privada, muy cordial, que tuvo lugar el 24 de enero de 1964 (san Josemaría había conocido a Mons. Giovanni Battista Montini en 1946, poco después de haber llegado a Roma). El Papa se interesó por la situación jurídica de la Obra y pidió a Mons. Escrivá una copia del Codex Iuris Peculiaris Societatis Sacerdotalis Sanctae Crucis et Operis Dei, que el fundador mandó al Pontífice junto con otros documentos, el 14 de febrero siguiente. La afectuosa acogida por parte de Pablo VI movió a san Josemaría a escribir pocos meses después -el 14 de junio de 1964- una larga carta, y a pedir una nueva audiencia, que fue fijada para el 10 de octubre de 1964. En este nuevo encuentro hablaron del problema institucional del Opus Dei. El 18 de agosto de 1965, Pablo VI recibió en audiencia a un grupo de alumnas del Colegio Romano de Santa María. Y el 21 de noviembre de ese año, el Papa estuvo en el barrio del Tiburtino para inaugurar las instalaciones pastorales, sociales y educativas del Centro ELIS, y en esta ocasión encontró de nuevo a san Josemaría.

Mons. Escrivá tuvo numerosas relaciones en la Curia vaticana, con varios cardenales, obispos y monseñores, amigos suyos. De modo particular, conviene recordar sus cordiales relaciones con Federico Tedeschini, Domenico Tardini y Pietro Ciriaci (que fueron en estos años cardenales protectores del Opus Dei), y después con Angelo Dell’Acqua, Pietro Palazzini, lldebrando Antoniutti, Arcadio María Larraona Saralegui, Giuseppe Pizzardo, Pietro Párente, Paolo Marella, Alfredo Ottaviani, Luigi Traglia, Giacomo Violardo, Fernando Cento, Marcello Mimmi, Paul-Pierre Philippe y Antonio Samoré. Mons. Escrivá recibió algunos encargos en los dicasterios romanos: en 1957 fue nombrado Consultor de la Sagrada Congregación de Seminarios y de Universidades; y en 1960, Consultor de la Comisión Pontificia para la Interpretación Auténtica del Código de Derecho Canónico. Además, en diciembre 1956 fue nombrado Miembro honoris causa de la Pontificia Academia Teológica Romana; en mayo de ese año había recibido el título de Doctor en Teología por la Universidad del Laterano (había leído la tesis en diciembre de 1955).

Mons. Escrivá mantuvo contactos con obispos españoles amigos suyos que fueron con frecuencia invitados a almorzar o a cenar con ocasión de sus viajes a Roma, como José María Bueno Monreal, Marcelino Olaechea Loizaga, José López Ortiz, Pedro Cantero Cuadrado, Juan Hervás Benet, Casimiro Morcillo González, José María García Lahiguera.

En octubre de 1962 llegaron a Roma, provenientes de todo el mundo, cientos de obispos que participaron en el Concilio Vaticano II. San Josemaría Escrivá no tomó parte directamente en este acontecimiento, pero siguió el Concilio con un interés y una atención particulares. Se privó de gran parte del tiempo de su principal colaborador en el gobierno del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, que fue nombrado Secretario de la Commissio de Disciplina Cleri et Populi Christiani, y que trabajó en otras comisiones, tanto en la fase de preparación como en el Concilio. Siguió de cerca los sucesos, mantuvo numerosos encuentros con padres y peritos conciliares a través de los que pudo hacerse una idea clara de la situación y de los temas tratados, y también transmitir su dilatada experiencia pastoral en el ámbito del apostolado de los laicos. Entre los obispos que se encontraron con el fundador de la Obra están, por ejemplo: los estadounidenses John Joseph Wright y John Joseph Krol; los mexicanos Miguel Darío Miranda y Gómez, Octaviano Márquez Tóriz y Rafael Ayala y Ayala; el dominicano Octavio Antonio Beras Roja; los británicos George Andrew Beck y Thomas Holland; los franceses Françoise Marty, Marc-Armand Lallier, Henri Mazerat y Léon-Arthur-Auguste Elchinger; el belga Guillaume-Marie van Zuylen; los alemanes Julius Dópfner y Johannes Pohlschneider; el austríaco Franz Kónig; y los italianos Giuseppe Siri y Franco Costa.

6. Viajes fuera de Roma

Mons. Escrivá recibió también una serie de distinciones públicas en su patria. El 5 de abril de 1960 fue nombrado miembro numerario del Colegio de Aragón. El 18 de julio recibió la Gran Cruz de Carlos III. Pocos meses más tarde, el 5 de octubre, el Ayuntamiento de Pamplona le concedió el título de hijo adoptivo de la ciudad en consideración a los méritos adquiridos por la fundación de la Universidad de Navarra. Finalmente, unas semanas más tarde -el 21 de octubre- recibió el Doctorado honoris causa en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, en la que había cursado parte de sus estudios de Derecho. En la solemne ceremonia presidida por el rector, san Josemaría pronunció una conferencia titulada “Huellas de Aragón en la Iglesia universal”. Y en 1964, Barbastro -su ciudad natal- le dedicó una calle.

San Josemaría dejó la Ciudad Eterna durante los veranos de estos años, para poder trabajar y descansar en otros lugares. En los meses de junio y julio de 1956 hizo un viaje a Suiza, Francia, Bélgica y Alemania, y después pasó una semana en Montecatini. Regresó a Roma, y luego, en agosto, fue a la Lombardía y a Suiza para participar en el Congreso General del Opus Dei, en Einsiedeln. En agosto y septiembre de 1957 viajó a Suiza, Alemania, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo y Francia. Entre 1958 y 1962 transcurrió parte del verano en el Reino Unido; en 1959, durante su estancia inglesa, fue unos días a Irlanda. En estos veranos británicos san Josemaría animó y colaboró con los miembros de la Obra para abrir un Centro en Oxford y poner las bases de la residencia Netherhall House. Además, en 1959 concedió una entrevista al periodista Tom Burns, que fue publicada en The Times el 20 de agosto. Durante los dos años siguientes fue a España: a Oieregi (Navarra) en 1963, y a Elorrio (Vizcaya). En 1964, en Oieregi, san Josemaría estudió la posibilidad de que padres de familia, miembros, cooperadores y benefactores del Opus Dei promovieran a gran escala obras educativas de Enseñanza Primaria y Secundaria: la decisión allí tomada marca sin duda un momento importante en la historia de las iniciativas apostólicas que se derivaron, pues actualmente son numerosas en todo el mundo las escuelas que tienen su origen en aquella decisión de Mons. Escrivá. El año siguiente pasó el periodo veraniego en Toscana, en el Castelletto del Trebbio (a unos 20 kilómetros de Florencia), además de algunos días en Piancastagno, cerca de Orte.

Desde finales de los años cincuenta, y en particular de 1963 a 1966, Mons. Escrivá se dedicó a la redacción final, partiendo de textos más antiguos, de un gran número de documentos internos sobre la vida y el apostolado del Opus Dei, escritos en castellano. Se trata de un corpus de dos instrucciones (Instrucción para los Directores e Instrucción para la obra de San Miguel) y treinta y siete Cartas destinadas a los miembros de la Obra. De estas Cartas, veinticinco estaban dirigidas a glosar aspectos del espíritu y del apostolado de la institución; doce en cambio tenían como fin la explicación del sentido de las diversas fases del itinerario jurídico del Opus Dei.

En 1966 se abre una nueva etapa en la vida de san Josemaría en Roma, la de sus últimos años, caracterizados por el marco eclesial de la aplicación del Concilio y de la crisis postconciliar, por sus esfuerzos para buscar un camino que condujera a la solución de la cuestión jurídica del Opus Dei, por una mayor actividad escritora y por una serie de viajes pastorales a lo largo de la Península Ibérica y de América Latina.

Carlo PIOPPI

 «    ROMA (1965-1975)    » 

San Josemaría pasó la última década de su vida en Roma, donde residía desde 1946-1947. Esos últimos diez años estuvieron presididos por la dicha de ver que el Opus Dei, fundado cuarenta años antes, se extendía por más de treinta países y duplicaba el número de miembros, llegados a sesenta mil a la muerte del fundador. Este periodo estuvo también jalonado por sus esfuerzos para que la Santa Sede revisara el estatuto jurídico del Opus Dei y le otorgara una solución institucional acorde con el carisma recibido el 2 de octubre de 1928. Los años 1965-1975 fueron además testigos de los desvelos de san Josemaría para garantizar la fidelidad a la doctrina católica de los miembros del Opus Dei y de otras muchas personas, que se vieron expuestas a lo que se dio en llamar “crisis del postconcilio”.

1. Clausura del Concilio Vaticano II. La etapa postconciliar

San Josemaría vivió la crisis postconciliar con sufrimiento interior, espíritu de desagravio y esperanza. Lejos de caer en un estéril lamento, se prodigó en una amplia tarea de formación doctrinal. Esta labor fue llevada a cabo por escrito y también de forma oral, en buena parte a través de sus catequesis por varios países de Europa y América.

El Concilio Vaticano II, que había iniciado su cuarta y última sesión en septiembre de 1965, culminó sus trabajos el 8 de diciembre de ese mismo año. Unos días antes, el 21 de noviembre, el papa Pablo VI había querido presidir la inauguración del Centro ELIS, dando así la posibilidad a los padres conciliares, presentes en Roma, de conocer personalmente esa iniciativa apostólica confiada al Opus Dei por su predecesor.

Tras la conclusión del evento conciliar, Pablo VI se dedicó a su aplicación y abordó una serie de importantes reformas. El Papa instituyó el Sínodo de los Obispos como instrumento visible de la participación de los pastores locales en el gobierno central de la Iglesia, e impulsó la organización de las Conferencias Episcopales en cada país. Alentó la reestructuración de la Curia Romana (Regimini Ecclesiae universae) que, entre otras cosas, reformaba el Santo Oficio, desde entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, y suprimía el índice de libros prohibidos. Al mismo tiempo, la Secretaría de Estado ganaba en importancia, y se convertía en la pieza clave de toda la Curia. Se crearon los Secretariados para la unión de los cristianos, para los no cristianos y los no creyentes; el Consejo para los laicos y la Comisión Iustitia et Pax. Igualmente, se establecieron nuevas medidas para la regulación del cónclave y la elección del romano pontífice. Entre las innovaciones de mayor trascendencia se encontraba la reforma litúrgica, que ya se había iniciado durante el Concilio, teniendo como fundamento la Const. Dogm. Sacrosanctum Concilium. En el contexto de esa reforma, el Papa promulgó, en agosto de 1965, la Cart. Enc. Mysterium fidei, sobre la doctrina y el culto a la Eucaristía, en la que reafirmaba la doctrina sobre el carácter sacrificial de la Misa y sobre la Transustanciación.

A comienzos de 1966, san Josemaría convocó en Roma a los consiliarios del Opus Dei de todo el mundo, para estudiar con ellos el modo de aplicar las directrices del recién concluido Concilio. El Vaticano II había abordado algunos puntos que venían siendo tema central de las enseñanzas del fundador desde los inicios del Opus Dei: la llamada universal a la santidad, la participación de todo cristiano en la misión de la Iglesia, el valor de las realidades terrenas, el pluralismo y la libertad de los cristianos en las cuestiones temporales, el carácter vocacional de toda condición cristiana. Además, con la figura de las prelaturas personales -contempladas en el Decr. Conc. Presbyterorum Ordinis- el Concilio había abierto la puerta a la configuración jurídica definitiva para el Opus Dei.

En otro orden de cosas, la conclusión del Concilio supuso para san Josemaría la recuperación de su principal colaborador, Álvaro del Portillo, que en los años precedentes se había dedicado intensamente al gran evento eclesial, lo que les había dificultado, entre otras cosas, salir de Roma por largos periodos de tiempo.

Aprovechando la nueva situación, en la primera quincena de marzo de 1966, san Josemaría hizo un viaje a Grecia, acompañado por Álvaro del Portillo, para evaluar las posibilidades de comenzar allí el trabajo apostólico del Opus Dei. Durante el año anterior, había impulsado el inicio de la labor del Opus Dei en Bélgica y en Nigeria. Después del viaje por Grecia, en abril de 1966, se celebró el Cuarto Congreso General del Opus Dei, que reflexionó sobre el modo de abordar la tarea apostólica en el contexto postconciliar.

Junto a los importantes frutos que el Concilio ofrecía a la Iglesia, san Josemaría venía percibiendo un clima de creciente confusión en el ámbito teológico que, velozmente, manifestaba sus consecuencias negativas en el campo litúrgico y pastoral. El fundador del Opus Dei veía con preocupación cómo se generalizaban numerosos abusos en la administración de los sacramentos y en la enseñanza del Catecismo, sin que, en muchas ocasiones, las autoridades eclesiásticas ofrecieran una orientación clara. Ciertamente, la crisis de esos años no era un fenómeno exclusivamente católico (estaba en marcha una profunda mutación de la sociedad occidental, que se manifestaba en un notable cambio de costumbres), pero tenía raíces eclesiales propias.

En este contexto de luces y sombras, san Josemaría decidió cambiar su línea de conducta, caracterizada por escasas intervenciones en la vida pública, y comenzó a pronunciarse en público, por escrito y de palabra, cada vez con más frecuencia.

2. Tareas de escritor y de gobernante

El notable crecimiento que estaba experimentando el Opus Dei en esos años había atraído la atención de los medios de comunicación y san Josemaría aprovechó esta circunstancia para conceder entrevistas a periodistas de Francia, Estados Unidos, España e Italia. Entre los años 1966 y 1968, algunas de estas entrevistas se publicaron en diarios de gran difusión y, en 1968, todas ellas se editaron en un volumen titulado Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, que pronto se tradujo a las principales lenguas y conoció numerosas ediciones.

En esas entrevistas, a la vez que se ocupaba de temas de especial actualidad doctrinal en la Iglesia del momento, san Josemaría afrontaba cuestiones relacionadas directamente con la naturaleza y actuación del Opus Dei y de sus fieles. Le movían en esa dirección dos intenciones. De una parte, poner de manifiesto a través de las redes de comunicación los puntos centrales del mensaje espiritual del Opus Dei (la llamada universal a la santidad, la dignidad y el valor santificador del trabajo, la consideración del matrimonio como vocación...), y de otra, salir al paso de algunas afirmaciones erróneas que se estaban difundiendo. El fundador explicó, con insistencia, el carácter exclusivamente espiritual de la misión del Opus Dei y la libertad de sus miembros en todos los ámbitos profesionales, sin excluir la política, la economía y las finanzas, saliendo así al paso de algunos medios de comunicación, de España y de otros países, que presentaban al Opus Dei como un grupo de poder.

Tras muchos años de silencio, san Josemaría decidió que, también ante los ataques injustos que recibía el Opus Dei, era necesario hablar y no seguir tolerando acusaciones gratuitas. Una excepción a esta línea de acción fue el silencio que, por tratarse de un tema estrictamente personal, mantuvo, e hizo mantener, ante el revuelo que se levantó, a raíz de la rehabilitación del título de marqués de Peralta en 1968. San Josemaría quiso solicitar este título nobiliario -al que, según reconocidos expertos, tenía derecho- para entregárselo a su hermano y a sus descendientes como reconocimiento por los sacrificios que su familia había afrontado para ayudarle a llevar adelante la fundación del Opus Dei.

San Josemaría también impulsó la siembra de buena doctrina alentando la puesta en marcha de iniciativas editoriales que facilitaran su difusión y articulando instrumentos que suministraran orientaciones claras sobre lecturas y espectáculos. Igualmente estimuló a los profesionales de los medios de comunicación para que, sin complejos, difundieran la verdad con caridad. También animó a muchos padres de familia para que organizaran colegios que se adecuaran a los principios cristianos.

La universidad fue para san Josemaría un areópago privilegiado desde el que difundir la luz de la verdad. Lo hizo como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, otorgando -en cuatro actos de investidura, celebrados entre 1967 y 1974-, el grado de Doctor honorís causa a trece intelectuales, europeos y americanos, que armonizaban un alto nivel académico con una sólida defensa de valores humanos fundamentales.

La concesión de estos doctorados ofreció a san Josemaría, además, la posibilidad de reunirse con grupos numerosos de personas. Por ejemplo, en octubre de 1967, celebró la Misa y predicó, en el Campus de la Universidad, ante unas treinta mil personas que habían acudido de toda España. El año anterior había comenzado a impulsar la creación de una Facultad de Teología en la Universidad de Navarra, contando con el apoyo de la Conferencia Episcopal Española. También en estos años, concretamente en 1969, san Josemaría promovió el nacimiento de la Universidad de Piura, en Perú.

Como se ha visto, durante la segunda mitad de los años sesenta, san Josemaría había aumentado su presencia pública. No obstante, su principal actividad como fundador del Opus Dei continuó siendo la tarea de gobierno y formación de sus miembros, que desarrolló desde su sede central en Roma, en jornadas de trabajo intenso.

Los actos de piedad y las horas de trabajo no dejaban a san Josemaría más tiempo libre que el que dedicaba a las tertulias con sus hijos, especialmente con los que se encontraba en el Colegio Romano de la Santa Cruz y, con sus hijas, en el Colegio Romano de Santa María. También dedicaba diariamente un tiempo a atender visitas. Habitualmente, antes del almuerzo, recibía, durante más de una hora, a personas que acudían de todas partes del mundo en busca de consuelo o de consejo espiritual.

Dentro de esa lógica de atención prioritaria a sus hijos espirituales, se explica que los mayores esfuerzos literarios de san Josemaría no tuvieran como objetivo primario la edición de publicaciones, sino la formación de los miembros del Opus Dei y la preparación de escritos que glosaran su espíritu. Con ese objetivo, durante el verano de 1965, concluyó la tarea, iniciada tres años antes, de ultimar, partiendo de textos de fechas muy anteriores, un conjunto de documentos a los que designó como Cartas. Se trata de treinta y siete escritos destinados a exponer el espíritu y los modos apostólicos del Opus Dei, así como el alcance y el sentido de las diversas fases de su itinerario jurídico. Igualmente, en ese verano, procedió a completar las Instrucciones, que recogen, junto a criterios de fondo, experiencias y orientaciones prácticas referentes a aspectos concretos de la labor formativa y apostólica.

San Josemaría llevó a cabo la terminación de este trabajo en Roma y en el periodo de verano que pasó en una finca de labranza situada en Castelletto del Trebbio, a unos veinte kilómetros de Florencia. Allí también transcurrió el periodo estival del año 1966. Al final de ese verano los médicos le diagnosticaron insuficiencia renal e hipertensión no severa, que se fue agudizando en los años posteriores. Se imponía atender más al descanso, tarea no fácilmente armonizable con el ritmo de trabajo que se asignaba el fundador.

En marzo de 1967, san Josemaría dirigió a los miembros del Opus Dei la carta Fortes in fide. El título de esa carta está tomado de la versión latina de la primera de las epístolas de san Pedro (1P 5, 9). Es un documento muy extenso (ciento noventa páginas) que constituye en su totalidad una invitación a la firmeza en la fe, con el deseo de adherirse al Año de la Fe, que había sido convocado por Pablo VI un mes antes, el 22 de febrero de 1967, y que terminó con la proclamación por el Papa del llamado Credo del Pueblo de Dios. Ese verano, san Josemaría lo pasó en Roma, salvo tres semanas de agosto en las que se trasladó a Gagliano Aterno, localidad de los Abruzzos.

3. Años difíciles

En junio de 1967, Angelo dell’Acqua -gran amigo de san Josemaría- había dejado el cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado en manos de Giovanni Benelli. Cuatro meses después, Mons. Dell’Acqua (creado cardenal) se convertiría en el Vicario de Pablo VI para la diócesis de Roma, cargo que ejerció hasta su fallecimiento en agosto de 1972. El cambio producido en la Secretaría de Estado iba a tener importantes consecuencias para el fundador del Opus Dei.

Las relaciones de san Josemaría con el papa Pablo VI habían sido fluidas desde el inicio del pontificado. La primera audiencia había tenido lugar el 24 de enero de 1964 y se habían encontrado, nuevamente, en octubre de ese mismo año. En esas ocasiones abordaron, entre otros asuntos, la cuestión institucional del Opus Dei. San Josemaría buscaba, desde años atrás, un encuadre jurídico más adecuado que el que ofrecía la figura del instituto secular. Esta cuestión se presentaba para el fundador como un grave deber de conciencia.

En esas audiencias, el Papa le había comunicado que, terminado el Concilio, sería el momento de plantear el tema. Efectivamente, Pablo VI en el Motu Pr. Ecclesiae Sanctae, del 6 de agosto de 1966, desarrolló la previsión del Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre la figura jurídica de las prelaturas personales. El camino para la solución jurídica del Opus Dei estaba abierto y sólo quedaba esperar el momento oportuno para plantear el cambio de configuración canónica.

San Josemaría, desde la mitad de los años sesenta, sintió la necesidad de contribuir a hacer frente a la difícil situación que ya percibía en la Iglesia. Desde esas primeras audiencias con Pablo VI, el fundador del Opus Dei había ofrecido al Papa informaciones que consideraba de interés. La fluidez en las relaciones se mantuvo hasta el verano de 1967. Como ya se mencionó, en noviembre de 1965, el Papa había inaugurado el Centro ELIS; y nuevas audiencias se celebraron en enero de 1966 y en julio de 1967. Sin embargo, tras el cambio producido en la Secretaría de Estado durante el verano de 1967, san Josemaría no volvió a ser recibido por el Papa hasta junio de 1973; es decir, hasta seis años después. El Papa desconocía que san Josemaría había pedido audiencia en diversas ocasiones, pero que esas peticiones habían sido interceptadas, impidiendo que siguieran su curso normal. Como se verá más adelante, cuando las audiencias reemprendieron su ritmo, el Papa comentó a san Josemaría su extrañeza porque no le hubiera ido a ver durante esos años.

El año 1968 dejó una profunda huella en la sociedad occidental, simbolizada por el mayo francés. Dos meses después, se promulgó la Cart. Enc. Humanae Vitae, que dio paso a un nuevo clima en el Pontificado de Pablo VI. Un cambio que ha sido calificado como el paso de la confianza y el optimismo, al temor y a la defensa. Se desató la contestación dentro de la Iglesia, al socaire de un generalizado movimiento anti-institucionalista, que cuestionaba toda autoridad; y se verificó una atracción por el marxismo revolucionario, que llevó rápidamente a la secularización de personas e instituciones.

San Josemaría transcurrió el periodo estival de 1968 en Várese, al norte de Italia, donde trabajó en la revisión de sus Apuntes íntimos. Por aquellas fechas, su salud continuaba siendo motivo de preocupación para los médicos, que le recomendaron que no durmiera menos de siete horas y media al día. Esos problemas de salud no pueden desligarse completamente del sufrimiento interior con que el fundador vivió esos momentos.

Durante la primavera de 1969, san Josemaría llegó a conocimiento de que, en la Curia Romana, se había constituido una comisión para revisar los Estatutos del Opus Dei, a sus espaldas. El modo de proceder y las personas que integraban la comisión evidenciaban hostilidad respecto al fundador. San Josemaría, acogiéndose a las disposiciones conciliares, y con las autorizaciones oportunas, abrió un periodo congresual en el Opus Dei.

Transcurrió el verano de 1969 en Premeno -junto al lago Mayor, al norte de Italia-, donde continuó trabajando en la preparación de ese Congreso General Especial. En septiembre de 1969, envió al Papa una carta en la que, de modo claro y determinado, hacía ver la injusticia que se pretendía llevar a cabo contra el Opus Dei. En octubre de 1969, la comisión para revisar los Estatutos del Opus Dei se disolvió, sin haber llegado a actuar. El Congreso General Especial convocado por el fundador continuó estudiando la modificación de la configuración jurídico-canónica del Opus Dei, preparando así el terreno para la que sería, años después, la erección como prelatura personal.

Las manifestaciones de desconfianza que llegaban desde la Secretaría de Estado no cesaron hasta mediados de 1973. La falta de entendimiento entre san Josemaría y los altos jerarcas de la Secretaría de Estado, Villot y Benelli, pudo estar motivada por el distinto modo de entender cuál debía ser la actuación del Opus Dei y de sus miembros ante la situación político-religiosa que se vivió en España durante los últimos años del franquismo. Algunos habían pretendido que san Josemaría diese consignas políticas a los fieles del Opus Dei, cosa que no había hecho nunca, por considerarlo contrario a la libertad de que gozan las personas del Opus Dei en cuestiones opinables, línea de conducta que mantuvo. Esa fue, en todo caso, una actitud de sospecha particularmente dura para san Josemaría, por el hiriente contraste que ofrecía con el talante de diálogo que caracterizó el pontificado de Pablo VI.

Los acontecimientos de 1969-70 marcaron una divisoria en el último decenio de vida de san Josemaría. Fue grande el sufrimiento que le causó esa situación, sobre todo por la dificultad para comunicarse directamente con el Santo Padre y, en consecuencia, para aclarar posibles malentendidos. Ciertamente, esas circunstancias no eran las más adecuadas para abordar la cuestión institucional del Opus Dei, así que el fundador se concentró en rezar y hacer rezar por esa intención. Y, sobre todo, en poner todo lo que estuviera en su mano para contribuir a mejorar la situación de la Iglesia, que le hacía padecer grandemente. En aquellos momentos, Pablo VI empezaba a describir con tintes apocalípticos la grave crisis que se manifestaba, visiblemente, en una sangría de efectivos eclesiásticos, en el desmoronamiento del asociacionismo católico y en un fuerte movimiento de contestación interna. Durante los primeros años setenta, el Papa llegó a emplear expresiones como “descomposición de la Iglesia”, “intentos de reinventar la Iglesia”, y otras similares.

Durante el mes de mayo de 1970, san Josemaría hizo una peregrinación al santuario de la Virgen de Guadalupe en México. El contenido de la oración de esas jornadas -intensa petición por la Iglesia, por la Obra y por el apostolado cristiano en general- expresa muy bien el clima interior de esos momentos de crisis. Las visitas a santuarios marianos, presentes a lo largo de toda su biografía, se intensificaron en esta etapa. En esas peregrinaciones san Josemaría pedía con insistencia el final de lo que llamó “el tiempo de la prueba” para la Iglesia.

4. Una nueva juventud

Ciertamente, no todo fue motivo de sufrimiento para san Josemaría durante estos años. La etapa que se abrió en 1970 se caracterizó por algunas inspiraciones sobrenaturales -locuciones divinas, en palabras del fundador-, que le reportaban a la mente textos de la Sagrada Escritura dotados de un preciso significado: “Si Deus nobiscum, quis contra nos?" (8-V-1970); “Clama ne cesses!" (6-VIII-1970); y “Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur” (23-VIII-1971). Se podría hablar de una intensificación de su unión con Dios, concretamente de un crecimiento de la acción del Espíritu Santo, que le llevó a una nueva juventud interior. En mayo de 1971, san Josemaría consagró el Opus Dei al Espíritu Santo. Empezaron a ser frecuentes en estos meses las referencias explícitas de san Josemaría a su “juventud interior”, que se hicieron más intensas desde que alcanzó los setenta años.

Ese rejuvenecimiento interior se produjo, precisamente, mientras sus condiciones de salud se agravaban velozmente. La insuficiencia renal crónica empeoró, provocándole la hinchazón de las articulaciones de brazos y rodillas, con derrames sinoviales y fuertes molestias. Se prolongaron las noches insomnes y el extremo cansancio. Y se le formaron cataratas en los ojos, que le llevarían a una notable pérdida de visión durante los seis meses anteriores a su fallecimiento. El ofrecimiento de su vida por la Iglesia y por el Papa comenzó a ser habitual en la oración del fundador del Opus Dei.

En este contexto, san Josemaría impulsó dos grandes tareas, a las que le gustaba calificar como sus últimas “locuras”: el santuario de Torreciudad, cerca de Barbastro, cuya construcción se inició en 1970; y la sede definitiva del Colegio Romano de la Santa Cruz, en Roma, que se comenzó a edificar un año después.

Las tareas de gobierno del Opus Dei continuaron ocupando buena parte de las energías de san Josemaría. Durante estos últimos cinco años, el fundador se centró en consolidar el trabajo apostólico en los países en los que el Opus Dei estaba presente; el último en que se había iniciado la labor era Puerto Rico, en 1969. Durante los veranos de esos años mantuvo su costumbre de pasar algunas semanas en distintas localidades italianas: Premeno, 1970; Caglio (Como), 1971; Civenna (Como), 1972 y 1973. En estos lugares, siguió dedicando mucho tiempo a la escritura y a la revisión de textos para la publicación.

Desde 1968, san Josemaría había abandonado el género de las entrevistas para difundir su palabra mediante la publicación de homilías. El fundador del Opus Dei pensaba que el género entrevista había dado ya todo lo que podía aportar, al tiempo que había descubierto una posibilidad de contacto con los medios de comunicación social diversa y especialmente acorde con su condición sacerdotal.

El material escrito de su propia predicación del que san Josemaría disponía era muy abundante. Desde los años treinta, las personas que estaban junto a él tomaban notas de sus meditaciones y pláticas. Desde los años sesenta, además, se había procedido a registrarlas en cinta magnetofónica y posteriormente a transcribirlas. Tomando como base ese material, publicó cinco homilías entre noviembre de 1968 y mayo de 1969, cuatro entre marzo de 1970 y marzo de 1971, y nueve entre febrero y diciembre de 1972. Al año siguiente, reunió en un libro, titulado Es Cristo que pasa, esas dieciocho homilías.

La preparación de las homilías para su publicación corrió paralela a la redacción de otras cuatro Cartas, dirigidas a los miembros del Opus Dei. Desde años atrás, san Josemaría tenía la costumbre de escribir una carta a las promociones de fieles del Opus Dei que iban a recibir la ordenación sacerdotal. Se trataba, de ordinario, de cartas breves: un folio, o incluso algo menos. En 1971 decidió enviarles un texto más largo. Determinó, a la vez, que se imprimiera y se hiciera llegar también a los demás miembros del Opus Dei. Para situar esta carta en su contexto, conviene recordar que, en octubre y noviembre de ese mismo año, había tenido lugar la Segunda Asamblea General del Sínodo de los Obispos, cuyo primer tema de estudio sería De sacerdotio ministeriali. En aquellos momentos, existía un áspero debate en torno a la “identidad del sacerdote”, que se podría simbolizar en la contestación que las enseñanzas propuestas por Pablo VI en la Cart. Enc. Sacerdotalis coelibatus (1967) habían recibido en el Sínodo pastoral de la Iglesia en Holanda (1966-1970).

La Carta a los sacerdotes de 1971 anticipó, de algún modo, tres Cartas más que, entre marzo de 1973 y febrero de 1974, san Josemaría dirigió a todos los fieles del Opus Dei. Aludiendo a la antigua costumbre de convocar al pueblo para la santa Misa mediante tres toques sucesivos de campana, las calificó como “las tres campanadas”. La primera de estas Cartas está fechada el 28 de marzo de 1973; la segunda, el 17 de junio de ese mismo año; la tercera, el 14 de febrero de 1974. En ellas, san Josemaría, como fundador, ofrecía luces para discernir la compleja situación que vivían la Iglesia y el mundo en esos años.

En 1973, san Josemaría decidió publicar -sin incluirlas en Es Cristo que pasa, probablemente para no romper la unidad temática de esta obra- tres meditaciones de contenido eclesiológico, íntimamente relacionadas con la situación de la Iglesia de esos años. Los títulos con los que las dio a la imprenta son significativos: El fin sobrenatural de la Iglesia, Lealtad a la Iglesia, y Sacerdote para la eternidad. Contemporáneamente, inició la preparación de otra serie de homilías, de las que seis fueron publicadas en vida y otras diez, que dejó muy avanzadas, formaron el libro Amigos de Dios, que vio la luz póstumamente.

5. Viajes de catequesis

No obstante, desde el final de los años sesenta, san Josemaría consideró que la labor literaria no era respuesta suficiente ante la grave situación que atravesaban muchos católicos. Según sus propias palabras, le “dolía la Iglesia”, le dolían las almas. De este modo, sus crecientes limitaciones físicas y su edad no fueron obstáculo para que emprendiera una tarea de catequesis que le llevó a encontrarse y a hacer llegar su voz a muchas personas. Entre 1970 y 1974 san Josemaría tuvo ocasión de hablar directamente a decenas de miles de personas, que en centenares de “tertulias”, encontró por Europa y América.

Ya en abril de 1968, en Roma, el fundador del Opus Dei había tenido encuentros con jóvenes universitarios de diversos países del mundo, que se repetirían en los años sucesivos. También, durante el viaje a México de 1970, tuvo ocasión de reunirse con muchas personas. Pero fue en 1972, cuando inició sus “viajes de catequesis” propiamente dichos. El primero se llevó a cabo en la Península Ibérica, durante los meses de octubre y noviembre de 1972. Se celebraron encuentros en Pamplona, Bilbao, Madrid, Oporto, Fátima, Lisboa, Sevilla, Valencia y Barcelona, durante los que san Josemaría se reunió con más de 150.000 personas. Muchos de estos encuentros fueron filmados. El siguiente viaje de catequesis tuvo lugar en 1974. Para entonces ya se habían producido algunos cambios en la actitud de la Curia romana respecto a san Josemaría, que hacían presagiar el final del forzado aislamiento.

En junio de 1973, san Josemaría tuvo ocasión de encontrar nuevamente a Pablo VI. El Papa le recibió en una audiencia larga y de gran cordialidad en la que manifestó su sorpresa por el mucho tiempo transcurrido desde su último encuentro. Durante la audiencia, Pablo VI animó a san Josemaría a presentar la documentación necesaria para proceder a la revisión de la cuestión jurídica del Opus Dei. En los meses siguientes, san Josemaría impulsó esa tarea de manera que, en octubre de 1974, pudo aprobar el proyecto de Código de Derecho Particular del Opus Dei y ultimar la documentación que, llegado el momento, habría que presentar ante la Santa Sede.

Mientras tanto, había tenido lugar el primer viaje de catequesis por América, que llevó a san Josemaría a recorrer gran parte de Latinoamérica (Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela), entre finales de mayo y finales de agosto de 1974. Esta primera catequesis americana fue continuada, en febrero de 1975, con un viaje a Venezuela y Guatemala. En ambos viajes, su grave estado de salud le impidió desarrollar todo el programa previsto, pero aun así fueron muchos los encuentros que tuvo con miles de personas. San Josemaría, movido por una sorprendente fuerza interior, derrochaba -como atestiguan las numerosas filmaciones-, energía y buen humor, y sembraba sana doctrina y esperanza, aun encontrándose muy limitado físicamente por problemas respiratorios, fiebre, creciente insuficiencia cardiaca y fuertes limitaciones en la visión.

Pablo VI decidió que el año de 1975 fuera declarado “año santo”. A diez años del Vaticano II, el Papa concibió esta convocatoria como una oportunidad para el discernimiento y como una ocasión para restañar las profundas divisiones y fuertes tensiones que surcaban la Iglesia. Millones de personas acudieron a Roma para ganar el jubileo. Al final de ese año, el Papa entregó su último gran documento, la Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, con el que pretendía relanzar a la Iglesia en su empeño evangelizador, como inicio de una nueva etapa.

En todo este período, san Josemaría renovaba cada vez con más frecuencia el ofrecimiento de su vida por la Iglesia y por el Papa. En marzo de 1975, al regreso de su segundo periplo americano, el fundador del Opus Dei celebró, en la intimidad, sus bodas de oro sacerdotales. En mayo de 1975, tuvo ocasión de hacer un último viaje a Barbastro donde recibió la Medalla de Oro de la ciudad y aprovechó para visitar una de sus últimas “locuras”, el santuario de Torreciudad, recién terminado. A su regreso visitó varias veces Cavabianca, la segunda de sus locuras, que también consiguió ver terminada. Sólo faltaba la que en alguna ocasión había calificado como la tercera y última de esas locuras, que, según sus propias palabras, consistiría en “morirse a tiempo”.

El 26 de junio de 1975, san Josemaría falleció de un ataque cardiaco cuando llegaba a su habitación de trabajo, después de un encuentro con las alumnas del Colegio Romano de Santa María, en Castel Gandolfo. Antes de salir hacía Castel Gandolfo, había hecho llegar a Pablo VI, por última vez, el mensaje de que ofrecía su vida por su persona y por la Iglesia.

Federico M. REQUENA

 «    ROMANO PONTÍFICE    » 

San Josemaría vivió y predicó con fuerza la unidad con el Romano Pontífice como rasgo esencial de la vida cristiana. Daremos, por eso, primero, algunas pinceladas sobre su amor al Papa, y luego expondremos las líneas básicas de su doctrina.

1. El amor al Romano Pontífice en la vida de san Josemaría

En uno de los primeros textos, en 1930, escribía: “obedecer al Papa, hasta en lo mínimo, es amarle. Y amar al Padre Santo es amar a Cristo y a su Madre, a nuestra Madre Santísima, María. Y nosotros sólo aspiramos a eso: porque les amamos, queremos que omnes cum Petro ad Iesum per Maríam” (Apuntes íntimos, n. 110: AVP, III, p. 97, nt. 1). La comunión con el sucesor de Pedro se encuentra en una línea de continuidad que nos lleva a Jesucristo y a la Trinidad, por medio de la Iglesia. “Jesús es el Modelo: ¡imitémosle! Imitémosle, sirviendo a la Iglesia Santa y a todas las almas. «Christum regnare volumus» «Deo omnis gloria» «Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam». Con estas tres frases quedan suficientemente indicados los tres fines de la Obra: Reinado efectivo de Cristo, toda la gloria de Dios, almas” (ibidem, n. 171: AVP, I, p. 306). Y en la Instrucción de 19-III-1934: “Cristo. María. El Papa. ¿No acabamos de indicar, en tres palabras, los amores que compendian toda la fe católica?” (comentada en CECH, p. 722).

Esta conciencia cristocéntrica, mariana y petrina aparece con fuerza también en Camino: “Si tú quieres..., llevarás la Palabra de Dios, bendita mil y mil veces, que no puede faltar. Si eres generoso..., si correspondes, con tu santificación personal, obtendrás la de los demás: el reinado de Cristo: que «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam»” (C, 833; cfr. CECH, p. 928; ECP, 139). El anuncio de la Palabra y del Reino lleva a esa comunión con Cristo, que conduce a que todos también le encuentren. La romanidad, la apostolicidad y la catolicidad contribuirán de modo decidido a esta tarea. “Católico, Apostólico, ¡Romano! -Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu «romería», «videre Petrum», para ver a Pedro” (C, 520; cfr. AVP, III, pp. 97-99). Este amor al Papa se constituirá así en una verdadera pasión. En alguna ocasión recordaba cómo, al rezar el rosario siendo un joven sacerdote, “me ponía con la imaginación junto al Santo Padre, cuando el Papa celebraba la Misa” (AVP, III, p. 39). Y, otra vez, en mayo de 1943, escribía a algunos fieles de la Obra que se encontraban en Roma: “No imagináis la envidia que os tengo: hay en mi corazón hambres de hacer mi romería, para ver a Pedro. Cada vez que me detengo a pensarlo, me siento, por gracia de Dios, con más amor al Papa, si cabe. Sedme muy romanos. No olvidéis que, en la fisonomía de nuestra familia, el rasgo principal, el aire de familia es el cariño y adhesión -¡servicio!- a la Santa Iglesia, al Santo Padre y a los Obispos -Jerarquía Ordinaria- en comunión con la Santa Sede” (AVP, II, p. 620).

“Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón” (C, 573). Su biografía ofrece algunas pistas en este sentido: la noche en vela al llegar a Roma en 1946, vivida con un afecto que, a lo largo de los años, se fue haciendo más teológico, como le gustaba decir (cfr. AVP, III, pp. 38-42), y la cercanía a todos los papas “sea quien sea”, “venga el que venga”. Estuvo siempre profundamente unido a todos los romanos pontífices con los que coincidió en su vida: Pío X, a quien agradeció siempre que le hubiera hecho posible recibir la primera Comunión a una edad temprana; Benedicto XV y Pío XI, durante cuyos pontificados cursó los estudios sacerdotales hasta recibir, en 1925, la ordenación presbiteral; Pío XII, al que se deben las sucesivas aprobaciones pontificias del Opus Dei; Juan XXIII, del que apreció la sencillez y la simpatía de su trato; y Pablo VI, al que conoció cuando era Sustituto de la Secretaría de Estado (“la primera mano amiga que yo encontré aquí, en Roma” (AVP, III, p. 43; cfr. AVP, II, p. 378).

Hasta sus últimos días en la tierra, vivió una honda unidad con el Papa, ofreciendo su vida por la Iglesia y el Romano Pontífice. Y fomentó esa unidad en cuantos le rodeaban. “Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus. Queremos estar con Pedro -decía en 1965-, porque con él está la Iglesia, con él está Dios; y sin él no está Dios. Por eso he querido romanizar la Obra” (citado en URBANO, 1995, p. 438). La constitución en Roma de dos Centros de formación destinados a acoger respectivamente a varones y a mujeres de todos los países del mundo (el Colegio Romano de la Santa Cruz y el de Santa María) da clara muestra de ello. Fomentó además numerosas “romerías” videre Petrum, entre las que destacan los UNIV, encuentros universitarios que se celebran desde 1968, en Roma, durante la Semana Santa.

2. El amor al Papa en la doctrina de san Josemaría

El amor a la Iglesia fundada por Jesucristo y la existencia en ella, por Voluntad de Cristo, de un Colegio Apostólico cuya cabeza es el Papa, es la premisa en la que se apoya san Josemaría para explicar el amor al Romano Pontífice. Los obispos “forman el Colegio Episcopal, que tiene como cabeza al Papa, y gobiernan con él toda la Iglesia” (CONV, 92). La particularidad que implica la difusión por diversos lugares se conjuga con la dimensión universal representada por Roma. Así, en sus escritos aparecen con frecuencia los binomios Papa-Obispos e Iglesia universal-Iglesias locales. Por ejemplo, en una entrevista: “¿Los frutos de toda esta labor [apostólica con sacerdotes diocesanos]? Son para las Iglesias locales, a las que estos sacerdotes sirven. Y de esto se goza mi alma de sacerdote diocesano, que ha tenido además, repetidas veces, el consuelo de ver con qué cariño el Papa y los Obispos bendicen, desean y favorecen este trabajo” (CONV, 16). Esta comunión con la Jerarquía constituye una garantía y una premisa para vivir la fraternidad cristiana. “Forma parte esencial del espíritu cristiano no sólo vivir en unión con la Jerarquía ordinaria -Romano Pontífice y Episcopado-, sino también sentir la unidad con los demás hermanos en la fe” (CONV, 61).

Hay en la Iglesia una unidad radical (todo bautizado está incorporado a Cristo) y una diversidad de funciones y ministerios. “En la Iglesia hay igualdad: una vez bautizados, todos somos iguales, porque somos hijos del mismo Dios, Nuestro Padre. En cuanto cristianos, no media diferencia alguna entre el Papa y el último que se incorpora a la Iglesia. Pero esa igualdad radical no entraña la posibilidad de cambiar la constitución de la Iglesia, en aquello que ha sido establecido por Cristo. Por expresa voluntad divina tenemos una diversidad de funciones, que comporta también una capacitación diversa, un carácter indeleble conferido por el Sacramento del Orden para los ministros sagrados. En el vértice de esa ordenación está el sucesor de Pedro y, con él y bajo él, todos los obispos: con su triple misión de santificar, de gobernar y de enseñar” (AIG, p. 58).

La igualdad fundamental de todos los fieles a partir del Bautismo, y la unidad que de ahí se deriva, se realizan en una comunión viva y concreta con el Papa y los obispos, es decir, con los sucesores de Pedro y los demás Apóstoles. No suponen sin más una efusión sentimental, sino que se trata de una unidad afectiva y efectiva con los sucesores del Colegio Apostólico, cuya cabeza está constituida por el sucesor de Pedro. En sus homilías este amor al Romano Pontífice aparece con frecuencia incluso en tonos apasionados: “Esta Iglesia Católica es romana. Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, il dolce Cristo in terra como gustaba repetir Santa Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima” (AIG, p. 30). La catolicidad y la apostolicidad, y con ellas la romanidad, se encuentran íntimamente unidas desde sus orígenes, al constituir las notas de la Iglesia fundada por Cristo. La sucesión apostólica constituye criterio para discernir la verdadera Iglesia.

La figura del Papa y su autoridad ordinaria, universal y suprema sobre toda la Iglesia corresponden a la misma voluntad de Cristo. Es Cristo-Cabeza quien concede esa función de representación a los Apóstoles y, en su centro, a Pedro. “Nadie en la Iglesia goza por sí mismo de potestad absoluta, en cuanto hombre; en la Iglesia no hay más jefe que Cristo; y Cristo ha querido constituir a un Vicario suyo -el Romano Pontífice- para su Esposa peregrina en esta tierra” (AIG, p. 32).

De esa realidad profunda -parte viva del misterio de la Iglesia- brotan consecuencias prácticas muy concretas. “Contribuimos a hacer más evidente esa apostolicidad, a los ojos de todos, manifestando con exquisita fidelidad la unión con el Papa, que es unión con Pedro. El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo” (AIG, p. 34). En Pedro se unen lo universal y lo local, lo católico y lo particular. “Ser romano no entraña ninguna muestra de particularismo, sino de ecumenismo auténtico; supone el deseo de agrandar el corazón, de abrirlo a todos con las ansias redentoras de Cristo, que a todos busca y a todos acoge, porque a todos ha amado primero” (AIG, pp. 30-31). Para san Josemaría, romanidad y catolicidad son dos aspectos inseparables y complementarios de la unidad y la universalidad de la Iglesia.

“Cada día has de crecer en lealtad a la Iglesia, al Papa, a la Santa Sede... Con un amor siempre más ¡teológico!” (S, 353), es decir, no menos sentido, pero sí tal vez, menos sentimental y, en todo caso, más profundo y efectivo. El amor se convierte así en obediencia: “Acoge la palabra del Papa, con una adhesión religiosa, humilde, interna y eficaz: ¡hazle eco!” (F, 133). “No cabe otra disposición en un católico: defender «siempre» la autoridad del Papa; y estar «siempre» dócilmente decidido a rectificar la opinión, ante el Magisterio de la Iglesia” (F, 581). “La fidelidad al Romano Pontífice implica una obligación clara y determinada: la de conocer el pensamiento del Papa, manifestado en Encíclicas o en otros documentos, haciendo cuanto esté de nuestra parte para que todos los católicos atiendan al magisterio del Padre Santo, y acomoden a esas enseñanzas su actuación en la vida” (F, 633). La creciente comunión con el Papa debe constituir un auténtico incentivo para el desarrollo de la propia vida cristiana: “Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración” (F, 136). Y con actos concretos de la vida cristiana: “Ama, venera, reza, mortifícate -cada día con más cariño- por el Romano Pontífice, piedra basilar de la Iglesia, que prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella labor de santificación y gobierno que Jesús confió a Pedro” (F, 134). “Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa. Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre” (F, 135).

De ahí una idea que san Josemaría glosó en diversas ocasiones: la realidad del Papa como centro de unidad que no sólo es compatible con la universalidad sino que la hace posible. “Nuestra Santa Madre la Iglesia, en magnífica extensión de amor, va esparciendo la semilla del Evangelio por todo el mundo. Desde Roma a la periferia. -Al colaborar tú en esa expansión, por el orbe entero, lleva la periferia al Papa, para que la tierra toda sea un solo rebaño y un solo Pastor: ¡un solo apostolado!” (F, 638).

En suma, el amor al Papa no es un sentimiento efímero o superficial, sino que forma parte del encendido amor a Cristo que debe caracterizar al cristiano. El “cum Petro per Mariam" lleva de modo necesario al “ad Iesum”. Son mediaciones queridas expresamente por Dios, que manifiestan la necesidad de la Iglesia, representada de modo visible por el Papa y los obispos. El amor a la Iglesia, universal y local a la vez, presenta una profunda entraña romana. La romanidad es refrendo del verdadero y sacramental amor a Jesucristo y a su Iglesia, fuente a su vez de un actuar concreto, operativo y comunional. “Ofrece la oración, la expiación y la acción por esta finalidad: «ut sint unum!» -para que todos los cristianos tengamos una misma voluntad, un mismo corazón, un mismo espíritu: para que «omnes cum Petro ad lesum per Mariam!» -que todos, bien unidos al Papa, vayamos a Jesús, por María” (F, 647).

Pablo BLANCO

 «    ROMERÍAS    » 

Romería proviene de la palabra “romero”, el peregrino que se dirige a Roma. Hacer una romería consiste en viajar en peregrinación a Roma o a un santuario dedicado a la Santísima Trinidad, a Cristo, a la Virgen o a un santo. Muchas veces las romerías están unidas a una fiesta en honor de la Virgen o del santo hacia los que se peregrina; y, en ocasiones, reúnen un número elevado de personas. San Josemaría comentó que, respetando las reuniones multitudinarias, personalmente prefería “ofrecer a María el mismo cariño y el mismo entusiasmo, con visitas personales, o en pequeños grupos, con sabor de intimidad” (ECP, 139). Hizo romerías a los lugares marianos de todas las naciones por las que pasó. Cuando permanecía algunas jornadas en una ciudad o país, buscaba siempre algún lugar cercano a donde vivía, donde se encontrara una imagen de Nuestra Señora, para ir a rezarle.

1. Orígenes históricos

Según los datos históricos de que se dispone, parece que las romerías cristianas comenzaron en el siglo III con el fin de visitar los sepulcros de los mártires. Más tarde vinieron las peregrinaciones a Tierra Santa, a lugares donde se guardaban las reliquias de santos, y especialmente a lugares en los que Jesucristo o la Virgen habían vivido, se habían aparecido, o donde se conservaban imágenes queridas por el pueblo. Las peregrinaciones prosiguieron durante la Edad Media, como muestran abundantes testimonios, extendiéndose por todos los países según se iban cristianizando.

Las romerías marianas suelen ser festivas, al tiempo que poseen también un carácter de sacrificio, como modo de rezar a Dios. Lógicamente varían los cantos y otros actos de devoción. Es habitual que se rece el santo Rosario. La Exhort. Ap. Marialis cultus (1974), de Pablo VI, recomienda que se conserven todas las costumbres marianas tradicionales del pueblo católico: “la Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce, en la devoción a la Virgen, una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la «Mujer nueva», está junto a Cristo, el «Hombre nuevo», en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, como prenda y garantía de que en una simple criatura -es decir, en ella- se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre” (n. 57).

2. La romería de san Josemaría a Sonsoles

La ermita de Sonsoles se encuentra a poca distancia de las murallas de Ávila, un lugar que en la invasión musulmana había quedado en tierra de nadie. La imagen de la Virgen fue escondida para evitar su profanación, pero se perdió la memoria de dónde se había puesto. La ciudad fue reconquistada por Alfonso V el Noble (999-1028). De esa época data el descubrimiento de la imagen de Nuestra Señora de Sonsoles, recordado por unas piadosas leyendas que difieren en algunos detalles pero que tienen en común un mismo sentimiento de cariño y confianza filial hacia Nuestra Señora. Se cuenta que el sitio donde estaba oculta la imagen de la Virgen le fue revelado a un monje con el encargo de comunicárselo al rey para que viniese a reconquistar la ciudad, entonces en poder de los musulmanes. Lograda la victoria y realizadas las excavaciones, apareció la imagen con el Niño en brazos y entre dos soles. San Josemaría conoció otro relato: fue encontrada por unos pastores que, al ver la mirada dulce de Nuestra Señora y del Niño, comentaron: “¡Qué ojos tan hermosos! ¡Son soles!”. En todo caso, la devoción se extendió rápidamente.

En mayo de 1935, san Josemaría hizo una romería que fue -podríamos decir- el prototipo de las que el fundador del Opus Dei impulsó, considerándola incorporada a las costumbres propias de los fieles de la Obra. La descripción que él mismo hizo de este suceso es un documento sencillo, pero importante, porque narra la naturalidad humana y sobrenatural de un acto suyo como fundador. Lo resumimos.

En el curso académico 1934-35 Ricardo Fernández Vallespín había sufrido un ataque de reumatismo tan agudo que, si se prolongaba, no podría presentarse a examen en la Escuela de Arquitectura. En vista de lo cual, llevado de su amor a la Virgen, hizo una promesa pidiendo su pronto restablecimiento. Pasó el examen. Cuando se lo contó a don Josemaría, éste, atendiendo a las circunstancias del momento, le dispensó de su cumplimiento, ya que la promesa requería desplazarse de Ávila al santuario andando.

Un mes después el propio san Josemaría retomó la idea y el 2 de mayo de 1935 hizo una romería a Sonsoles, junto con Ricardo y José María González Barredo. Así lo cuenta san Josemaría: “Decidida la marcha a Sonsoles, quise celebrar la Santa Misa en DYA antes de emprender el camino de Ávila. En la Misa, al hacer el memento, con empeño muy particular -más que mío- pedí a nuestro Jesús que aumentara en nosotros -en la Obra- el Amor a María, y que este Amor se tradujese en hechos. Ya en el tren, sin querer, anduve pensando en lo mismo: la Señora está contenta, sin duda, del cariño nuestro, cristalizado en costumbres virilmente marianas: su imagen, siempre con los nuestros; el saludo filial, al entrar y salir del cuarto; los pobres de la Virgen; la colecta de los sábados; omnes... ad Iesum per Mariam; Cristo, María, el Papa... Pero, en el mes de mayo, hacía falta algo más. Entonces, entreví la «Romería de Mayo», como costumbre que se ha de implantar -que se ha implantado- en la Obra” (AVP, I, p. 547).

Ya desde el primer momento quedó fijada la estructura general de esas romerías: rezo de las tres partes del Rosario (una de ellas en el Santuario que se visitaba), con sentido apostólico y de penitencia, ofreciendo alguna pequeña mortificación.

3. Expansión de una costumbre mariana

La costumbre vivida en 1935 por san Josemaría se extendió, de modo que a lo largo de los años transcurridos desde aquella fecha se han celebrado millares de romerías a lugares marianos o imágenes de la Virgen situadas en iglesias o en calles o plazas de los más diversos países de Europa, América, Asia, África u Oceanía.

Además de la romería del mes de mayo, san Josemaría hizo muchas visitas a diversos santuarios de Europa y América para pedir por las intenciones que llevaba en el alma (Lourdes, Fátima, Einsiedeln, El Pilar, La Aparecida, Luján, etc.). Especialmente intensas fueron las que realizó en sus últimos años de vida, cuando pedía a Dios por la Iglesia, por la solución jurídica definitiva para el Opus Dei, y por las necesidades de sus hijos y de la humanidad entera.

Hubo dos romerías con especial incidencia en la vida de san Josemaría y en la historia del Opus Dei. La primera tuvo lugar el 15 de agosto de 1951. San Josemaría peregrinó al santuario de Loreto y allí consagró por primera vez el Opus Dei al Corazón Inmaculado de María (cfr. AVP, III, pp. 199-202). La segunda fue en el mes de mayo de 1970, cuando acudió a la Villa de Guadalupe, en México, para poner a los pies de la Virgen la situación de la Iglesia y la solución jurídica del Opus Dei (cfr. AVP, III, pp. 585-588).

Federico DELCLAUX