LA ABADESA DE LAS HUELGAS es un estudio histórico y canónico publicado por san Josemaría en 1944 y reeditado en 1974 y 1988. En la segunda edición la novedad fundamental fue la de verter al castellano los numerosos textos latinos, novedad que facilitaba la lectura también para un público no especializado; la tercera edición permaneció prácticamente inalterada.
El argumento considerado en este libro -La jurisdicción civil y eclesiástica de la Abadesa- ya había suscitado el interés del autor en 1938 cuando residía en Burgos y le había dedicado su memoria doctoral, defendida el 18 de diciembre de 1939. En 1940 retomó la investigación hasta llegar a una obra, no sólo más amplia, sino diversa.
La monografía contiene un estudio histórico de rico contenido jurídico y teológico. El estudio histórico es, en sí mismo, instrumental, ya que -según declara el autor en el prólogo de la edición de 1974- "la Historia sólo sirve -y es servicio por demás valioso- para certificarnos, con el relato de un cúmulo de hechos fidedignos, que la Señora Abadesa ejerció, efectivamente y contra legem, jurisdicción episcopal vere nullius". A partir de esa base histórica y de los textos enunciados, se desarrollan las consideraciones jurídico-teológicas.
Destaca el exquisito estilo literario de san Josemaría, que se hace acompañar por el lector para afrontar, rigurosamente y con erudición, cuestiones jurídico-canónicas de gran calado. Al tiempo deja ver su corazón sacerdotal y su amor a la Iglesia y a la condición canónica de la vida religiosa, que se trasluce a lo largo de toda la obra y, de forma explícita, en el prólogo a la segunda edición: "Y ahora, lector amigo, al pensar en la querida comunidad cisterciense que hoy, desde Las Huelgas, eleva constantemente al Señor sus oraciones por la Iglesia y por todas las criaturas, yo te pido que -acudiendo como siempre a la intercesión de la Madre de Dios y Madre nuestra- reces conmigo por aquella santa Casa y por todas las almas que, en la clausura de los monasterios, han abrazado la vida religiosa, para que sean fieles a su vocación contemplativa, y así no pierda la Iglesia Santa uno de sus tesoros más preciados y de sus pilares más firmes".
El libro se divide en doce capítulos, tres apéndices y un índice de láminas. Comienza con un capítulo introductorio sobre la fundación del monasterio, que sitúa en el entramado de la sociedad medieval y en las mercedes concedidas por papas y reyes al Monasterio de Las Huelgas. Seguidamente, vienen los correspondientes capítulos que tratan sobre el señorío temporal de Las Huelgas y los monasterios filiales, además del Hospital del Rey. A continuación se dedican tres a todo lo relativo al ejercicio de la jurisdicción eclesiástica; uno a las relaciones con el Císter y otra a la protección otorgada por los monarcas de Castilla. Los capítulos de mayor enjundia jurídica son los tres últimos, dedicados a la jurisdicción espiritual de las mujeres, a algunas cuestiones de derecho comparado monástico y, finalmente, al título jurisdiccional de la Abadesa de Las Huelgas. En estos últimos capítulos el autor no se posiciona ya en un plano exclusivamente histórico, sino que, como bien señala: "creemos llegado el momento de llevar nuestro estudio a un terreno diferente para solicitar de los cultivadores de la ciencia del Derecho una explicación satisfactoria de ese fenómeno singular suficientemente comprobado" (AH, p. 255).
Las claves de lectura son dos: la jurisdicción cuasi episcopal nullius dioecesis de la Abadesa y la legitimación jurídica del ejercicio de tan extraña jurisdicción ejercida públicamente durante siglos.
Estas cuestiones, a su vez, plantean otras de incidencia teológica y canónica. En primer lugar, la capacidad de la mujer para el ejercicio de la jurisdicción en la Iglesia (aparte del sacramento del Orden, del que no es sujeto hábil). Y aquí el autor expone la doctrina de los canonistas, desde los glosadores hasta el siglo XIX, para avalar el ejercicio de esta facultad. Del estudio de la canonística se deduce que, aunque no faltan quienes niegan la capacidad a la mujer para ejercer jurisdicción eclesiástica, existe una corriente doctrinal que, arrancando de la glosa ordinaria de las Decretales, cuenta entre otros con la autoridad del Panormitano y de Azor y se concreta en esta afirmación de Barbosa: «la Abadesa tiene capacidad para ejercer una jurisdicción espiritual, incluso episcopal, y puede por tanto conferir beneficios, nombrar clérigos y destituirlos, nombrar Vicarios y Provisores para suspender, excomulgar y ejercer dicha jurisdicción...» (citado en p. 278)" (LOMBARDÍA, 1975, p. 345).
En segundo lugar, y en cuanto al origen de esa jurisdicción cuasi episcopal, fue precisamente el señorío civil -otorgado por los monarcas- el que lo justificó. De manera que "la calificación de los poderes abaciales como cuasi episcopales y nullius dioecesis era algo objeto de fama pública, pacífica y constantemente afirmado por las Abadesas, admitido por la doctrina canónica durante siglos y recogido, como un hecho, por documentos oficiales, incluso pontificios" (LOMBARDÍA, 1975, p. 345). Es decir, de facto, la Señora y Prelada gobernaba sobre su extenso señorío; los alcaldes y merinos administraban justicia en su nombre, ella recibía la solemne profesión religiosa de los frailes del Hospital del Rey, concedía licencias para celebrar la santa Misa, para predicar y confesar, instruía expedientes matrimoniales, expedía dimisorias para las órdenes sagradas y fulminaba censuras canónicas, por medio de sus jueces eclesiásticos.
Esto pone de manifiesto otra cuestión capital: la mutua relación entre Derecho y vida. Es decir, un fenómeno pastoral vivido -en determinadas circunstancias y con determinados requisitos- es capaz de actuar contra legem creando así un derecho nuevo: "es la genética de la costumbre -ex facto oritur ius- la única que explica esa metamorfosis, merced a la cual puede atribuirse a la Abadesa un título legitimador de su conducta, capaz no sólo de convertir en correctos los actos anteriores, tal vez abusivos, sino de elevar estos hechos desde el plano del ser al plano superior del deber ser, es decir, al plano del Derecho" (AH, "Prólogo").
La costumbre viene entendida como una plasmación jurídica de lo que, en épocas posteriores, se describe como "la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo" (LG, 32), siempre que sea racional, conforme con el Derecho natural y con el tiempo pertinente; es diferente, además, como bien señala san Josemaría y, como luego ha recogido la doctrina (cfr. FORNÉS, 1979, 347 ss.), de la prescripción y del privilegio.
Las coordenadas históricas en las que se desarrolla la jurisdicción señorial y eclesiástica de la Abadesa de Las Huelgas van desde el siglo XII (plena Edad Media) hasta 1874 (época de ecos liberales en España). San Josemaría -conocedor no sólo del Derecho canónico, sino del secular- capta y sitúa las mutuas implicaciones entre lo profano y lo sacro y, de esa manera, acoge las resonancias jurídicas que ayudan a entender el ejercicio de los derechos y deberes abaciales.
Si a ese conocimiento de ambos Derechos se une la penetración del jurista, se entiende que el autor intuya -y compruebe después- que, a diferencia de lo que muchos habían dicho sobre Las Huelgas, su Abadesa no había recibido expreso privilegio del papa para legitimar el ejercicio continuado de su potestad espiritual; aunque tampoco cabe duda alguna del consentimiento tácito de la Santa Sede.
En el libro se respaldan, pues, documentalmente los actos jurisdiccionales de esta Abadesa y al mismo tiempo se ofrece un fundamento seguro basado en la doctrina canónica clásica.
En definitiva, por el cauce de la costumbre contra ley -consuetudo legitime praescripta- adquieren verdadero y pleno privilegio quienes no lo tenían por concesión pontificia. Y así, una mujer -la Abadesa- puede ejercer jurisdicción eclesiástica con efecto canónico. Y de este modo, el caso de Las Huelgas se incorpora a la Historia de la Iglesia, como el más claro y elocuente ejemplo de la potestad espiritual ejercida por una mujer sin privilegio expreso (AH, p. 345).
María BLANCO
En el Diccionario Esencial de la Lengua Española, el término "laboriosidad" se encuentra descrito escuetamente: "cualidad de laborioso". A renglón seguido se lee una primera definición de laborioso, sa (adj); trabajador, muy aplicado al trabajo; mujer muy laboriosa, entendida como cualidad positiva. La segunda acepción, en cambio, señala su sentido negativo; "trabajoso, penoso" (aprendizaje muy laborioso).
En las enseñanzas de san Josemaría, la laboriosidad es siempre entendida positivamente, íntima e inseparablemente relacionada con el trabajo y la vocación a santificarlo. El oficio o las ocupaciones que cada uno ejerce habitualmente son el contexto adecuado en el que se vive, no como algo externo, sino como condición, o cualidad que lo hace humanamente eficaz, apto para el desarrollo personal y capaz de ser santificado, ofrecido a Dios.
Aunque está muy presente en las enseñanzas de san Josemaría, pocas veces menciona la "laboriosidad" por su nombre. En sus escritos publicados, el sustantivo aparece tres veces; el adjetivo "laborioso", dos veces. Las alusiones indirectas o implícitas, en cambio, son innumerables. Tal y como la entiende el fundador del Opus Dei, esta virtud debe caracterizar esencialmente el modo de trabajar de un hijo de Dios, de un cristiano. Así aparece en la homilía Virtudes humanas (AD, 73-93), equiparada a otra muy semejante: la diligencia. A ellas, en un epígrafe titulado "Laboriosidad, Diligencia", dedica tres párrafos, en los que las define y las propone a la luz del ejemplo de Cristo. Veamos esos párrafos uno a uno.
El primero habla de dos virtudes humanas -la laboriosidad y la diligencia-, que se confunden en una sola: en el empeño por sacar partido a los talentos que cada uno ha recibido de Dios. Son virtudes porque inducen a acabar las cosas bien. “Porque el trabajo -lo vengo predicando desde 1928- no es una maldición, ni un castigo del pecado. El Génesis habla de esa realidad, antes de que Adán se hubiera rebelado contra Dios (cfr. Gn 2, 15). En los planes del Señor, el hombre habría de trabajar siempre, cooperando así en la inmensa tarea de la creación" (AD, 81).
Con el recurso a un texto de la Sagrada Escritura (Gn 2, 15), la laboriosidad es vista en íntima conexión con el trabajo, en cuanto realidad positiva y perfectiva del trabajador y del trabajo mismo. Evidentemente -y así lo entiende san Josemaría-, no son términos idénticos: el trabajo es una actividad -o suma de actividades- que, cuando es trabajo profesional, adquiere la condición de habitual y permanente. La laboriosidad, en cambio, es la cualidad propia y específica de su adecuada realización.
El segundo párrafo señala que el que es laborioso aprovecha el tiempo, que no sólo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada. Por eso es diligente. El uso normal de esta palabra -diligente- nos evoca ya su origen latino. Diligente viene del verbo diligo, que es amar, apreciar, escoger como fruto de una atención esmerada y cuidadosa. No es diligente el que se precipita, sino el que trabaja con amor, primorosamente" (AD, 81). En ese mismo sentido el Diccionario de la Real Academia Española define el término "diligencia": Cuidado y actividad en ejecutar algo (...). Prontitud, agilidad, prisa. San Josemaría destaca la etimología de la que procede, dándole así fuerza al concepto al ponerla en relación con el amor.
El tercer párrafo nos sitúa ante una realidad clave para esta enseñanza, el ejemplo de la vida oculta de Jesús, quien pasó años intensos de trabajo, sin nada llamativo o extraordinario. Una vida sencilla que giraba en torno a un oficio manual: "Nuestro Señor, perfecto hombre, eligió una labor manual, que realizó delicada y entrañablemente durante la casi totalidad de los años que permaneció en la tierra. Ejercitó su ocupación de artesano entre los otros habitantes de su aldea, y aquel quehacer humano y divino nos ha demostrado claramente que la actividad ordinaria no es un detalle de poca importancia, sino el quicio de nuestra santificación, ocasión continua para encontrarnos con Dios y alabarle y glorificarle con la operación de nuestra inteligencia o la de nuestras manos" (AD, 81; cfr. S, 485). Por eso es materia y ámbito propio para practicar la laboriosidad.
Ideas muy semejantes se encuentran en una homilía publicada con el sugestivo título de Trabajo de Dios. Allí la virtud de la laboriosidad aparece reflejada de forma implícita a lo largo de todo el texto, tomando como punto de partida el ejemplo de la vida de Cristo: "Toda la vida del Señor me enamora. Tengo, además, una debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en Egipto y en Nazaret. (...). Fueron años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente -como la nuestra, si queremos-, divina y humana a la vez; en aquel sencillo e ignorado taller de artesano, como después ante la muchedumbre, todo lo cumplió a la perfección" (AD, 56; cfr. S, 485).
“En lo humano, la laboriosidad implica acabar las cosas bien, con perfección, de modo –comenta gráficamente san Josemaría– que no nos dé vergüenza si quien nos conoce y nos ama nos ve trabajar” (cfr. AD, 66-67). Reclama también empeño por sacar partido a los talentos que cada uno ha recibido de Dios (cfr. AD, 81). En lo divino, nos mueve a no perder el punto de mira sobrenatural mientras se trabaja, hasta colocar la última piedra (cfr. AD, 66-67). En definitiva, la laboriosidad supone amar el trabajo, las propias ocupaciones, para hacerlas con perfección humana, amor de Dios y deseo de servir al prójimo (cfr. AD, 58), y nos ayuda a santificar el trabajo, haciendo de esa actividad, una "labor humana con entrañas y perfiles divinos" (AD, 65). Si "nos diéramos cuenta de que toda nuestra labor, absolutamente toda -nada hay que escape a su mirada [la de Dios]-, se desarrolla en su presencia, ¡con qué cuidado terminaríamos las cosas o qué distintas serían nuestras reacciones!" (AD, 58; cfr. S, 489).
Como virtud, la laboriosidad se puede ejercitar en cualquier circunstancia, en las actividades, tareas y oficios más comunes y corrientes (cfr. AD, 62); mueve a perseverar en el esfuerzo del trabajo comenzado (cfr. S, 488); empuja a desempeñar el oficio, cualquiera que sea, como el mejor y mejor que el mejor, si es posible pensando no en sí mismo, sino con el deseo de "ofrecer a Nuestro Señor una labor primorosa, acabada como una filigrana, cabal" AD, 63), como "una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable" (AD, 55).
Una conducta con estas características podría parecer una carga excesiva, o una pretensión jactanciosa, pero está claro que se trata de un ideal de santidad que presupone el concurso y la ayuda de la gracia: "¿Y cómo conseguiré –parece que me preguntas– actuar siempre con ese espíritu, que me lleve a concluir con perfección mi labor profesional? La respuesta no es mía, viene de San Pablo: trabajad varonilmente y alentaos más y más: todas vuestras cosas háganse con caridad (1Co 16, 13-14). Hacedlo todo por Amor y libremente; no deis nunca paso al miedo o a la rutina: servid a Nuestro Padre Dios" (AD, 68).
Toda virtud está entrelazada con las demás. La laboriosidad obtiene de la caridad su verdadero sentido, lejano de un activismo vacío o una eficacia utilitarista. "Después de conocer tantas vidas heroicas, vividas por Dios sin salirse de su sitio, he llegado a esta conclusión: para un católico, trabajar no es cumplir, ¡es amar!: excederse gustosamente, y siempre, en el deber y en el sacrificio" (S, 527).
De una parte, la persona laboriosa no sólo ejercita la laboriosidad; "Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por Amor, con el sentido vivo e inmediato de la responsabilidad del fruto de nuestro trabajo y de su alcance apostólico" (AD; 72).
Y tiene una estrecha relación con la conciencia de la importancia de desempeñar responsablemente la propia actividad, sea cual sea: "No dejes tu trabajo para mañana" (C; 15). El sentido de responsabilidad no permite aplazar o dilatar sin motivo razonable la propia tarea, entre otros motivos, porque afecta al servicio que los demás esperan y al robustecimiento de la propia personalidad. "Practicad vosotros e inculcad en los jóvenes este convencimiento. En nuestro diccionario sobran dos palabras: mañana y después. ¡Hoy y ahora! No dejéis la labor para luego, y haced que no la dejen" (Instrucción, 9-I-1935, n. 46: CECH. p. 233). Y la razón de fondo de esa forma de pensar radica en una breve frase recogida en Surco: "Siempre he pensado que muchos llaman «mañana», «después», a la resistencia a la gracia" (S, 155). "Debemos tener muy presente que no le servimos [a Dios] con lealtad cuando abandonamos nuestra tarea; cuando no compartimos con los demás el empeño y la abnegación en el cumplimiento de los compromisos profesionales; cuando nos puedan señalar como vagos, informales, frívolos, desordenados, perezosos, inútiles... Porque quien descuida esas obligaciones, en apariencia menos importantes, difícilmente vencerá en las otras de la vida interior, que ciertamente son más costosas" (AD; 62).
La laboriosidad no sería tal sin otra gran virtud: el orden y aprovechamiento del tiempo. "¿Virtud sin orden? -¡Rara virtud!" (C, 79). La frase citada señala una condición sin la cual ninguna actividad o virtud podría considerarse virtuosa, pero tiene una especial aplicación de cara a la laboriosidad: la persona laboriosa es ordenada y, en consecuencia, aprovecha el tiempo, que no sólo es oro. Actuar así no solamente permite rendir más, con mayor eficacia, sino santificar esa labor: "Cuando tengas orden se multiplicará tu tiempo, y, por tanto, podrás dar más gloria a Dios, trabajando más en su servicio" (C, 80; cfr. C, 354). "Te consta que la labor es urgente, y que un minuto concedido a la comodidad supone un tiempo sustraído a la gloria de Dios. -¿A qué esperas, pues, para aprovechar a conciencia todos los instantes? Además, te aconsejo que consideres si esos minutos que te sobran, a lo largo de la jornada -¡bien sumados, resultan horas!-, no obedecen a tu desorden o a tu poltronería" (S, 509).
El desorden, por su parte, puede derivar hacia un activismo desgastante: "Desarrollas una incansable actividad. Pero no te conduces con orden y, por tanto, careces de eficacia. -Me recuerdas lo que oí, en una ocasión, de labios muy autorizados. Quise alabar a un súbdito delante de su superior, y comenté: ¡cuánto trabaja! -Me dieron esta respuesta: diga usted mejor ¡cuánto se mueve!... -Desarrollas una incansable actividad estéril... ¡Cuánto te mueves!" (S, 506). Desde esta perspectiva la laboriosidad implica vencer la tendencia al desorden y a la improvisación.
San Josemaría fustiga con delicadeza, pero con claridad, la actitud de quienes se conducen con apariencia de virtud, pero se engañan lamentablemente en la conducta, buscando falsas excusas para justificar la comodidad, el ocio o la pereza: "No me explico que te llames cristiano y tengas esa vida de vago inútil. -¿Olvidas la vida de trabajo de Cristo?" (C, 356). La pereza no siempre se manifiesta de la misma forma -vida de vago inútil-, sino con matices diferentes. Entre los defectos más graves, quizá, se encuentra el ocio entendido como "tiempo perdido" o "vacío", como vida vivida sin conciencia de su valor: "estar ocioso es algo que no se comprende en un varón con alma de apóstol" (C, 358); por lo demás el "tiempo vacío" es, sin duda, una puerta abierta a todo tipo de pecados. "¡El ocio mismo ya debe ser un pecado!" (C, 357).
Ya hemos hablado del riesgo del activismo. La rutina es también otro enemigo que hay que vencer: "Tampoco estos afanes tuyos pueden caer en la oscuridad anodina de una tarea rutinaria, impersonal, porque en ese mismo instante habría muerto el aliciente divino que anima tu quehacer cotidiano" (AD, 64). Una actividad mediocre, como por salir del paso, denota los estragos que la rutina produce. Tanto la mediocridad (cfr. AD, 55) como el conformismo se oponen igualmente a la virtud de la laboriosidad (cfr. AD, 55, 62), no agradan a Dios ni sirven para dar buen ejemplo. Dios no acepta las chapuzas. Trabajar con alegría no equivale a trabajar «alegremente», sin profundidad, como quitándose de encima un peso molesto... Procura que, por atolondramiento o por ligereza, no pierdan valor tus esfuerzos y, a fin de cuentas, te expongas a presentarte ante Dios con las manos vacías" (S, 519).
La enseñanza de san Josemaría sobre a laboriosidad queda gráficamente plasmada en la figura del borrico, ese animal tranquilo y trabajador, que tanta gracia le hacía. A diferencia del uso despectivo que se suele dar al término "burro", supo ilustrar el modo virtuoso de trabajar, a través de la analogía con las cualidades de este simpático animal: "¡Ojalá adquieras -las quieres alcanzar- las virtudes del borrico!: humilde, duro para el trabajo y perseverante, ¡tozudo!, fiel, segurísimo en su paso, fuerte y -si tiene buen amo- agradecido y obediente" (F, 380).
Catalina BERMÚDEZ MERIZALDE
Con el término "laico" nos referimos aquí a las personas que los documentos eclesiales denominan laici o también christifideles laici (literalmente, fieles de Cristo que son laicos); es decir, a aquellos cristianos o bautizados que tienen como propia vocación y misión la ordenación de las realidades temporales -el trabajo y la familia, la cultura y la política, el ocio, la salud o la enfermedad, etc.- hacia el Reino de Dios, siendo en ellas fermento de salvación para otros. El Concilio Vaticano II emplea la expresión "como desde dentro" del mundo, para indicar que la vocación cristiana de los fieles laicos no sólo no los saca de su condición originaria y de sus tareas habituales en el interior de la sociedad civil o secular (cfr. LG; 31; ChL; 15), sino que les dota de una misión: la de ordenarlas "según Dios", unidos a Cristo y con la gracia del Espíritu Santo.
San Josemaría, que concibió su vocación y misión sacerdotales como orientada especialmente a la promoción de la santidad y el apostolado en medio del mundo, habló con gran frecuencia de los cristianos a los que habitualmente denominaba "cristianos corrientes" en su predicación y en sus escritos (cfr. por ejemplo CONV; 59), es decir, los que podríamos llamar informalmente cristianos de la calle. Como buen conocedor de la doctrina canónica y teológica, san Josemaría distinguía entre el término general de "fieles" ("cristianos" o "bautizados") y el término más concreto de "laicos", condición cristiana diferente a los ministros sagrados y a los miembros de la vida religiosa.
Aunque en su labor pastoral san Josemaría se dirigiera mayoritariamente a los fieles laicos, llamados a alcanzar la santidad a través del trabajo profesional y de la vida ordinaria en medio del mundo, no olvidó nunca que la condición laical no es sino una de las condiciones cristianas; de ahí que sus enseñanzas y su predicación ¬-aun estando centradas en la vida laical- hayan aprovechado o puedan continuar aprovechando a todo tipo de cristianos.
De otra parte, su uso del vocablo "laico" o del adjetivo "laical" se sitúa en las antípodas del significado que, en dependencia del pensamiento racionalista, algunos autores atribuyen al término "laico", concibiéndolo como excluyente de toda presencia de la religión en la vida pública (es decir, propugnando lo que suele conocerse como "laicismo"). De ahí que la enseñanza y la predicación de san Josemaría concuerden con lo que se entiende normalmente por "secularidad", es decir, una visión cristiana del mundo, y su pensamiento sea también acorde con la "laicidad", entendida como actitud que lleva a respetar la autonomía de las realidades terrenas y las características de la sociedad y del Estado, consciente a la vez de su naturaleza y de sus límites y, por tanto, respetuoso de las libertades humanas, entre ellas la libertad religiosa.
Entre las expresiones que manifiestan bien el pensamiento y la vida de san Josemaría en este punto, se encuentra el título que eligió para la publicación de la homilía pronunciada en el Campus de la Universidad de Navarra, el 8 de octubre de 1967: Amar al mundo apasionadamente. Lo mismo vale para las palabras que usó en otras ocasiones: vivir santamente la vida ordinaria, grandeza de la vida corriente, dar culto a Dios con toda la vida, hacer de la vida ordinaria una Misa, tener alma sacerdotal y mentalidad laical. Son todas ellas traducción concreta y operativa de lo que san Pablo llama logiké latreía (Rm 12, 1), y los Padres de la Iglesia, "culto espiritual" (SaC, 70 ss.); y de lo que el Concilio Vaticano II expresa al decir que el "sacerdocio común de los fieles" lleva a ofrecer la propia vida como culto a Dios. Con palabras del mismo san Josemaría: "Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo" (ECP, 96; cfr. 1P 2, 5).
Algunas de las expresiones recién mencionadas se aplican a todos los cristianos, si bien tienen aplicación especial a la condición laical, precisamente en la medida en que esa condición hace referencia a santificar el mundo desde dentro. Todo lo que se dice a continuación encuentra aquí su raíz, en cuanto que la vocación laical expresa de modo singular cómo la redención obrada por Cristo afecta a todas las realidades surgidas del acto creador de Dios.
Durante muchos siglos, a partir del fin de la época de los Padres de la Iglesia y a lo largo de la Edad Media, la conciencia de la llamada universal de los cristianos a la santidad se fue oscureciendo. Sin negarse explícitamente, no se encuentran apenas pronunciamientos de la Iglesia al respecto hasta la promulgación solemne de la Const. Dogm. Lumen Gentium del Concilio Vaticano II (ver su cap. IV). Con frecuencia en documentos medievales (por ejemplo el Decreto de Graciano, del siglo XII) o en textos posteriores, a los laicos se les consideraba receptores pasivos de la doctrina y de los sacramentos, pero no propiamente sujetos activos de la Iglesia y por tanto responsables directos de la misión eclesial.
El desarrollo de las ideas en torno a la Acción Católica -concretamente el paso desde una visión del apostolado de los laicos como participación en la misión de la Iglesia identificada en la práctica con la Jerarquía, a otra visión del apostolado de los laicos como colaboración con la misión de la Jerarquía en las condiciones propias de la vida secular- fue uno de los factores que condujeron, en el nivel magisterial, a que Pío XII pudiera afirmar que "los laicos son la Iglesia" (AAS; 38 [1946], p. 149). Esta afirmación constituía un paso de gran importancia.
El desarrollo de la reflexión teológica, con nombres como Yves Congar, Gustave Thils y Raimondo Spiazzi, ayudó a que la llamada universal a la santidad se comprendiera como dirigida también a los laicos. Junto a esto habría que citar otras realidades que contribuyeron a que se consolidara ese convencimiento: la evolución de las sociedades modernas, que implicaba la mayor responsabilidad de los ciudadanos en las decisiones sociopolíticas. Y sobre todo las realidades e instituciones cristianas -el Opus Dei en primer lugar- que, volviendo la mirada a los primeros cristianos, proclamaron como lo hiciera san Josemaría, un mensaje "viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo" (CONV; 24), es decir, “que la santidad no es para un grupo de privilegiados o de personas selectas, sino para todos, que a cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén" (AD, 294).
De otro lado, san Josemaría comprendía profundamente que la llamada a la santidad es también llamada al apostolado, y esto, desde su raíz cristológica: "No es posible separar en Cristo su ser de Dios- Hombre y su función de Redentor", afirmaba en una de sus homilías (ECP, 122). “Por tanto -deducía-, no cabe un cristiano que se proponga ser santo sin que al mismo tiempo se proponga ser apóstol”.
Esta doctrina, que fue sancionada y proclamada además por el Concilio Vaticano II, sigue siendo actual. En la homilía de la beatificación de san Josemaría Escrivá de Balaguer (17-V-1992), dijo Juan Pablo II: "Con sobrenatural intuición el Beato Josemaría predicó incansablemente la llamada a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación". "En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios, el nuevo Beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo", declaración que el Papa completa citando palabras textuales de san Josemaría, tomadas de su Carta 19-III-1954, n. 7 (AGP, serie A.3, 93-4-3): "Todas las cosas de la tierra, también las criaturas materiales, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios”.
La palabra "secularidad" indica una actitud espiritual que afirma, a la vez, tanto la consistencia y el valor de las realidades temporales -surgidas de la creación-, como la apertura del mundo a la transcendencia (cfr. ILLANES, 2006).
San Josemaría vinculaba su comprensión de la secularidad al dogma de la creación: “El mundo es bueno-, somos los hombres los que lo hemos estropeado a raíz del pecado original dejando el cosmos herido y necesitado de la redención”. Al afirmar la verdad de la creación veía también el valor esencial y positivo de todas las cosas que Dios ha creado -las realidades temporales- y el sentido que posee la tarea del hombre en el mundo -el trabajo- como colaboración con Dios creador. La teología, especialmente en relación con la doctrina de santo Tomás de Aquino, enseña que todas las cosas han salido de Dios y a Dios "retornan" (exitus-redditus) por medio de la economía de la salvación, que se lleva adelante por la misión de la Iglesia.
Con conciencia de todo esto, san Josemaría veía en la secularidad la característica distintiva de los fíeles laicos. Es cierto que, como dijo en 1972 Pablo VI, toda la Iglesia posee una "dimensión secular", es decir, una relación de salvación respecto al mundo. Pero ese contexto no quita importancia al hecho de que el Concilio Vaticano II, al referirse a la secularidad de los fieles laicos, hablara de "índole secular" (LG, 31). Al contrario, la reafirma. En 1988, la Exhort. Ap. Christifideles laici confirmó esa interpretación diciendo que "el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial" (ChL, 15). En los laicos la "secularidad" es no solo dimensión genérica, sino índole. Todos los cristianos tienen más o menos relación inmediata con la vida secular y tienen la responsabilidad por el mundo, en diversos modos, pero es a los laicos a quienes corresponde santificar el mundo desde dentro, viviendo esa vocación cristiana en y a través de la gestión de las actividades seculares.
Juan Pablo II, en la homilía que pronunció durante la canonización de san Josemaría (6-X-2002), señalaba que, de acuerdo con el mensaje del Vaticano II: "Los creyentes, actuando en las diversas realidades de este mundo, contribuyen a realizar este proyecto divino universal. El trabajo y cualquier otra actividad, llevada a cabo con la ayuda de la Gracia, se convierten en medios de santificación cotidiana". Esto -continuaba diciendo- “lleva a comprender más fácilmente lo que afirma el Concilio Vaticano II: que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo (...), sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber" (GS, 34).
Anotemos por último que, como señala san Josemaría en Conversaciones, “no deben contraponerse la misión propia o específica del laico (la ordenación de las realidades temporales al Reino de Dios desde dentro de ellas mismas) y las tareas que le competen en cuanto cristiano (la catequesis, la participación en la liturgia o en los servicios caritativos, etc.). "No son estas tareas -la específica que corresponde al laico como tal laico y la genérica o común que le corresponde como fiel- dos tareas opuestas, sino superpuestas, ni hay entre ellas contradicción, sino complementariedad. Fijarse sólo en la misión específica del laico, olvidando su simultánea condición de fiel, sería tan absurdo como imaginarse una rama, verde y florecida, que no pertenezca a ningún árbol. Olvidarse de lo que es específico, propio y peculiar del laico, o no comprender suficientemente las características de estas tareas apostólicas seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol de la Iglesia a la monstruosa condición de puro tronco" (CONV, 9).
San Josemaría trató ampliamente de los derechos y deberes de los laicos. Señaló, ante todo, sus derechos como fieles cristianos; por ejemplo, el derecho a la debida atención pastoral por parte de los sacerdotes, por medio de la predicación y los sacramentos; y también sus derechos como ciudadanos de la sociedad civil (derecho a la vida, la libertad religiosa, la educación, la formación de una familia, la libre expresión y participación activa en la vida socio-política, etc.).
Así mismo, no cejó en recordar, con constancia y fortaleza, los deberes de los laicos en la Iglesia y en el mundo. En primer lugar, sus deberes como cristianos: adquirir la adecuada formación y participar en la vida sacramental, cumplir con los mandamientos de la Ley de Dios y los demás preceptos de la Iglesia; aspirar a la santidad y esforzarse con denuedo para lograrla; participar en la misión apostólica de la Iglesia, colaborar en la catequesis o en otras tareas parroquiales, atender a los necesitados, etc. Y también los deberes que tienen propiamente como fieles laicos: dar testimonio y ejemplo de vida en la propia condición social; desempeñar las diversas profesiones y oficios, etc. De hecho, los fieles laicos tienen un conjunto de deberes respecto a la sociedad temporal que derivan de su condición de ciudadanos del país en que se encuentran, El hecho de ser cristianos no disminuye sino que refuerza esos deberes. "De la experiencia de vuestros fracasos y triunfos en el servicio de Dios -aconsejaba-, sacad siempre, con el crecimiento del amor, una ilusión más firme de proseguir en el cumplimiento de vuestros deberes y derechos de ciudadanos cristianos, cueste lo que cueste: sin cobardías, sin rehuir ni el honor ni la responsabilidad, sin asustarnos ante las reacciones que se alcen a nuestro alrededor -quizá provenientes de falsos hermanos-, cuando noble y lealmente tratamos de buscar la gloria de Dios y el bien de los demás" (AD, 164).
Gustaba a san Josemaría, a propósito de los derechos y deberes de los fieles laicos, evocar la figura de los primeros cristianos, tal como la perfila la Carta a Diogneto, cuando dice: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. (...) Toman parte en todo como ciudadanos. (...) Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. (...) Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. (...) Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo" (Carta a Diogneto, cap. 5-6; FUNK 1, 317-321). Y se fijaba especialmente en las palabras de Jesús según Jn 17, 15: "No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno".
Ramiro PELLITERO
La espiritualidad cristiana entiende por lectura la práctica regular de la lección de la Sagrada Escritura y otros libros adecuados para nutrir y avivar la vida espiritual. San Josemaría incluyó esta práctica entre las normas aconsejadas para conformar el plan de vida espiritual que solía proponer y la recomendaba como un medio importante para alcanzar el trato continuo con Dios en las circunstancias de la vida ordinaria y para tener criterio a fin de orientar adecuadamente las diversas tareas.
El origen de la lectura espiritual se encuentra en la Lectio divina. Con esta expresión se designa una lectura meditada de la Palabra de Dios, que requiere una actitud activa en el sujeto. Éste ha de orar, meditando el texto bíblico y haciéndolo propio, comprometiendo su ser y su existir. "Aplícate, te lo ruego, a meditar cada día las palabras de tu Creador. Aprenderás a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios" (SAN GREGORIO MAGNO, Ep; 4, 31). Los Padres de la Iglesia propusieron la lectura de la sacra pagina -o de la Biblia- a todos los cristianos. En la práctica la Lectio divina se concretó fundamentalmente en los monasterios, donde ocupó un lugar principal entre los medios ascéticos (cfr. ROUSSE, 1974, COI. 475).
Durante los siglos XIV y XV, la práctica de la lectura alcanzó mayor difusión entre el pueblo cristiano gracias a la devotio moderna, una corriente que promovía una "piedad práctica y metódica" a la que, acudiendo a una expresión antigua, llamaron devoción (cfr. SESÉ, 2005, p. 179). Su ascetismo, centrado en la imitación de Cristo, y en la interioridad, hizo de la Lectio "un ejercicio espiritual autónomo y específico" (BOLAND, 1974, col. 490).
Se puede afirmar que la lectura tiene como objetivos edificar, consolar y fortalecer el ánimo; es alimento que orienta hacia la oración, alumbra la caridad e incita a rezar (cfr. BOLAND, 1974, col. 497). Aúna, pues, dos dimensiones inseparables: fomenta el amor por Jesucristo (affectus), y mejora el conocimiento de la doctrina cristiana (intellectus).
Al incorporar la lectura espiritual a las prácticas de piedad (cfr. AVP, II, p. 453), san Josemaría extendió este medio ascético entre cristianos de todos los ambientes y categorías sociales. Recomendaba dedicar de modo constante, a ser posible diariamente, unos minutos a esta práctica. En esa recomendación incluía la lectura de la Biblia, especialmente el Nuevo Testamento, y también otros libros de espiritualidad cristiana. Consideraba esencial que se hiciera con verdadero recogimiento, y procurando sacar provecho del texto para el propio diálogo con Dios y para la mejora de la conducta.
Según recuerda Álvaro del Portillo, su colaborador más inmediato, san Josemaría diariamente "dedicaba un tiempo a la lectura meditada del Nuevo Testamento. Con frecuencia anotaba alguna frase, nada más leerla, y la utilizaba en la predicación, en sus escritos, o en la oración mental de la tarde" (DEL PORTILLO; 1993, p. 53). En la selección de textos, "hacía la lectura espiritual preferentemente con obras de los Padres y Doctores de la Iglesia. Era raro el día en que no se detuviese al terminar para anotar expresiones o ideas que le habían impresionado: signo no sólo de la atención con que hacía esa práctica de piedad, sino sobre todo de la importancia que le concedía" (ibídem; p. 148).
La relevancia de la lectura espiritual está en función de una realidad central en la vida cristiana: el encuentro personal con Cristo y la identificación con Él. A este fin, es indispensable la lectura del Nuevo Testamento, con los relatos evangélicos de la vida del Señor, los Hechos y las Cartas apostólicas. Su lectura meditada conduce a incorporar la vida de Cristo a la propia existencia y se refleja necesariamente en el comportamiento: "Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo" (C, 2; cfr. CECH, p. 218). Por eso tiene también una gran importancia para la actividad apostólica, como refleja un consejo que, según narra Mons. Álvaro del Portillo, san Josemaría dio a los primeros sacerdotes del Opus Dei y que tiene un valor universal: les inculcó vivamente que dedicaran tiempo "a leer y meditar atentamente la Escritura”; “nos recomendaba con insistencia que nos acercásemos a ella con mucha fe, porque sólo así, sólo llevando el alma al dulce encuentro con Cristo, podríamos contagiar a los demás el amor y el deseo de identificarse con Él” (DEL PORTILLO, 1993, p. 150).
La lectura de otras obras espirituales, aunque tiene diversas dimensiones, debe guardar siempre relación con el núcleo de la vida cristiana y, por tanto, con el Evangelio, con Cristo. "Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo. Por eso, aconsejo siempre la lectura de libros que narran la Pasión del Señor. Esos escritos, llenos de sincera piedad, nos traen a la mente al Hijo de Dios, Hombre como nosotros y Dios verdadero, que ama y que sufre en su carne por la Redención del mundo" (AD, 299). Uno de los primeros fieles del Opus Dei, Ricardo Fernández Vallespín, refirió que en su primera entrevista con san Josemaría "cogió un libro que estaba usado por él y en la primera página puso, a modo de dedicatoria, estas tres frases:” “+ Madrid - 29-V-1933. Que busques a Cristo. Que encuentres a Cristo. Que ames a Cristo”. –El libro era «La Historia de la Pasión» del Padre Luis de la Palma"– (CECH, p. 553; cfr. C, 382).
Con el mejor conocimiento de Cristo, la lectura constituye un alimento del diálogo con Dios y medio para alcanzar la presencia de Dios en la vida ordinaria, y para orientar debidamente esa vida. "En la lectura -me escribes- formo el depósito de combustible. -Parece un montón inerte, pero es de allí de donde muchas veces mi memoria saca espontáneamente material, que llena de vida mi oración y enciende mi hacimiento de gracias después de comulgar" (C, 117). Por eso, aconsejaba, también en circunstancias difíciles: "No dejes tu lección espiritual. -La lectura ha hecho muchos santos" (C, 116; cfr. CECH, p. 319).
San Josemaría recomendó la lectura como medio para la formación doctrinal-religiosa porque se dirige tanto al corazón como a la inteligencia. Subrayó que “la búsqueda de la santidad y el apostolado en el Opus Dei han de fundamentarse en la doctrina, en la fe de la Iglesia, y para adquirir esa doctrina, se precisa tiempo y estudio. A través de este medio, el cristiano madura conocimientos y actitudes que le convierten en una persona sólida en sus convicciones y en su amor por Cristo” (cfr. CECH, p. 535).
José Manuel MARTÍN
Al inicio de la Guerra Civil española, san Josemaría tuvo que buscar variados refugios en Madrid a causa de la persecución religiosa. Desde octubre de 1936 estuvo acogido en la Casa de Reposo y Salud, una clínica psiquiátrica que dirigía el doctor Ángel Suils, de Logroño, hijo del médico que había atendido a su familia en la capital de La Rioja. En esta casa pudo encontrar un refugio bastante seguro y una buena atención para los tiempos que corrían. Desde el principio estuvo acompañado por su hermano Santiago, y, a comienzos de 1937, por dos miembros de la Obra: Juan Jiménez Vargas y José María González Barredo. San Josemaría consiguió que pudieran pasar unos días escondidos en la clínica, hasta que el doctor Suils pensó que era imprudente su permanencia y le rogó que se marchasen. Juan Jiménez Vargas se incorporó al frente de guerra del sur de Madrid con la Brigada Espartaco, y José María González Barredo encontró asilo en la Legación de Honduras por medio de un amigo, profesor universitario, que conocía a José Luis Rodríguez Candela, también profesor universitario, que estaba casado con la hija del cónsul de Honduras. Barredo consiguió que fueran admitidos en la Legación san Josemaría, con su hermano Santiago, y Juan Jiménez Vargas, que pudo así dejar el frente bélico. Desde el 14 de marzo y hasta finales de agosto de 1937, san Josemaría estuvo en la Legación de Honduras.
La Legación ocupaba parte de un inmueble en el número 51 duplicado, después 53, del Paseo de la Castellana. Entonces el título de "Legación" era un estatus diplomático de segundo orden que ostentaban países pequeños o con poca actividad en el país. El cónsul, el diplomático Pedro Jaime de Matheu Salazar, no era hondureño, sino salvadoreño, y había obtenido el cargo de Cónsul Honorario por sus relaciones de amistad con políticos hondureños. El refugio en embajadas y consulados fue un recurso típico durante la Guerra Civil para huir de la persecución. No obstante, no siempre fue garantía para los asilados, como sucedió, por ejemplo, en el asalto que se produjo a la Embajada de Perú. Amén de las presiones a las que se veían sometidas esas naciones por parte del gobierno republicano, sobre todo con motivo de los refugiados políticos. El Consulado de Honduras se acogió a la protección de la diplomacia chilena desde el 8 de noviembre de 1936, cuando el gobierno hondureño reconoció al gobierno instalado en Burgos como legítimo.
Esto explica que san Josemaría albergara la esperanza de que la nueva situación les permitiera una rápida salida de Madrid a él o al menos a otros miembros de la Obra. De hecho, el 27 de marzo de 1937 el gobierno republicano dictó las normas para la evacuación de los asilados diplomáticos. Las Embajadas de México y Argentina habían evacuado ya a centenares de personas, pero el Consulado de Honduras ostentaba una representación con muy poca fuerza diplomática. Aunque san Josemaría, su hermano y Juan Jiménez Vargas se apuntaron en las "listas de espera" y pagaron el precio del viaje, nunca llegaron a salir por esa vía... ni ninguno de los refugiados en la Legación lo consiguió.
En 1937, vivían en el inmueble el cónsul con su familia y un elevado número de refugiados de las más variadas procedencias (casi un centenar, aunque oficialmente eran treinta y dos). En el piso principal, para dar cabida a los refugiados, colocaron todos los muebles en un par de habitaciones donde vivían los dos matrimonios -el del cónsul y el de su hija- y el resto de las habitaciones se repartía entre diversas familias o conocidos. El grupo de san Josemaría tuvo que acomodarse los primeros días en una amplia sala que daba al Paseo de la Castellana y que servía de comedor y de lugar de reunión de los refugiados. Así pasaban el día y extendían las colchonetas para dormir por la noche.
Al poco tiempo se añadieron al grupo de refugiados otros miembros de la Obra. Álvaro del Portillo y Eduardo Alastrué, y pudieron conseguir un pequeño cuarto donde se desarrollaba toda su vida. Por mobiliario tenían unas colchonetas que extendidas, ocupaban todo el suelo, y recogidas durante el día, se convertían en sillones. Las maletas servían de mesa cuando era necesario.
San Josemaría elaboró un horario para tener el tiempo ocupado y sacar provecho del encierro. En ese horario, se incluían las meditaciones que predicaba y la celebración de la santa Misa, las conferencias que los que le acompañaban daban por turno sobre sus estudios, conocimientos o especialidades, así como el estudio de idiomas, que podía ir desde el inglés o francés, hasta el ruso o japonés, pensando en la futura expansión de la Obra. El ambiente general entre los refugiados en la Legación era de gran tensión debido al hacinamiento, la falta de alimentos y de libertad de movimientos, la marcha de la guerra con las pocas noticias de fiar que podían tener y, sobre todo, la incertidumbre sobre su desenlace. Este ambiente contrastaba con el de la pequeña habitación donde estaba san Josemaría, que había sabido transmitir una gran paz en medio de las dificultades.
San Josemaría, para comunicarse con su familia o con los que estaban fuera de la Legación, se valía de Isidoro Zorzano que, por haber nacido en Buenos Aires, contaba con una cierta protección de la Embajada argentina, o también de los hermanos pequeños de Álvaro del Portillo, que no levantaban sospechas de los guardias de la puerta por su corta edad. Esa comunicación se establecía a través de mensajes y cartas (en que se usaba un lenguaje figurado para despistar a la censura) que eran de muy variado género: petición de alimentos a los que vivían en el campo, noticias sobre la vida en la Legación, cartas de dirección espiritual. Parte de estos escritos le sirvieron de base a san Josemaría para la elaboración de fichas y apuntes que más adelante configurarían puntos de su célebre libro Camino.
Llama la atención el gran optimismo que transmitía san Josemaría y la amplitud de miras con que contemplaba la situación y el futuro del Opus Dei. En su predicación se refería con frecuencia a la futura expansión apostólica citando nombres de capitales europeas y consideraba las circunstancias del momento como una ocasión de crecimiento interior. El punto 294 de Camino puede ser entendido como una referencia a aquellos tiempos: “No se veían las plantas cubiertas por la nieve. –Y comentó, gozoso, el labriego dueño del campo: "ahora crecen para adentro."–Pensé en ti: en tu forzosa inactividad... –Dime: ¿creces también para adentro?".
Sin embargo, san Josemaría no dejaba de tener internamente grandes sufrimientos, aun conservando la apariencia externa serena y alegre. Fue una experiencia espiritual de angustia, sufrimiento y purificación de su alma, que Dios permitió. Encontró algún consuelo en la atención espiritual que le prestaba el padre Recaredo Ventosa, también refugiado en la Legación. Escribió por ejemplo, el 9 de mayo: "He sufrido esta noche horriblemente. Menos mal, que pude desahogarme, a la una y media a las dos de la mañana con el religioso que hay en el refugio. He pedido, muchas veces, con muchas lágrimas, morir pronto en la gracia del Señor (...). Morir -oraba-, porque desde arriba podré ayudar, y aquí abajo soy obstáculo y temo por mi salvación. En fin: de otra parte, entiendo que Jesús quiere que viva, sufriendo, y trabaje, Igual da" (CECH, pp. 349-350).
A partir del mes de julio, san Josemaría retomó con entusiasmo la tarea de dirigir desde la Legación a los miembros de la Obra dispersos por la geografía española, a la vez que trató por todos los medios de salir de ese encierro. Finalmente, en los últimos días de agosto, san Josemaría logró que el cónsul le nombrara Intendente del Consulado. Con estas credenciales y con un brazalete con la bandera de Honduras, tras conseguir una documentación parecida para Juan Jiménez Vargas, se lanzó a recorrer Madrid dando vía libre a su afán apostólico con toda clase de personas. Incluso, organizó unos ejercicios espirituales. Vivieron en un piso de la calle Ayala.
La situación de persecución religiosa se había apaciguado por diferentes circunstancias, entre las cuales quizás influyó la Carta Colectiva del episcopado español de julio-agosto, que había aumentado la presión internacional sobre el Gobierno republicano, y pudo ser también significativa la llegada de Manuel de Irujo, católico, nacionalista vasco, al Ministerio de Justicia en el gobierno de Negrin.
En esa coyuntura, llegaron noticias de Barcelona. Un hermano de José María Albareda había logrado pasar a la otra zona de España a través de los Pirineos, guiado por contrabandistas que conocían bien las rutas seguras. Después de haber fracasado en tantos y diversos intentos desde la Legación, se les presentaba ahora el medio que habían considerado impensable. Pronto tomaron la decisión y se pusieron enseguida en camino hacia lo que fue una impresionante aventura que les llevó a Andorra algo más de dos meses después.
Santiago CASAS
San Josemaría defendió con su propia conducta y con sus enseñanzas el valor de la libertad personal, tanto como para poder escribir: "No diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal" (AD, 32; cfr. ECP, 17). Al hablar así expresaba una convicción profunda que hunde sus raíces en el núcleo mismo de la fe cristiana y por lo tanto presenta una validez que trasciende las épocas y las naciones.
El amor de san Josemaría por la libertad no era fruto de circunstancias históricas determinadas, ni tampoco la consecuencia de una ingenua confianza en una presunta y plena "bondad natural" del hombre. La experiencia personal de su propia fragilidad, contra la cual luchaba heroicamente, le llevaba a admirar, de una parte, lo que calificaba de "maravilloso canto a la libertad" de san Agustín: "Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti (Sermo 159, 13)" (AD, 23); y de otra, le conducía a tener presente y a recordar a los demás la posibilidad, "triste desventura" (AD, 23), de rebelarse contra Dios con las palabras y con la conducta. Su mirada iba más allá, hasta la bondad de Dios, para, desde ahí, entender la libertad humana.
En las obras de san Josemaría -y concretamente en una homilía centrada en este tema y titulada precisamente La libertad, don de Dios (cfr. AD, 23-38)-, encontramos expuesta, con claridad e incisividad, lo que constituye la esencia de la doctrina cristiana sobre la libertad humana, que podemos sintetizar con palabras tomadas del Catecismo de la Iglesia Católica: "La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. (...) Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar" (CCE, nn. 1731-1732).
En la homilía citada, y en otros escritos paralelos, aparece con especial evidencia una característica constante en las enseñanzas de Escrivá. No estamos ante consideraciones elaboradas, como fruto de una relación meramente teórica con un cuerpo doctrinal. Es su experiencia personal y pastoral, iluminada por una sólida preparación filosófica y teológica, la que le lleva a la reflexión, la predicación y la escritura; de tal manera que, cuanto afirma sobre la libertad, como sucede también en el caso de otros argumentos, está siempre inserto en la integridad de la existencia cristiana. Es significativo a este respecto que las preguntas sobre el sentido de la libertad, que afloran inevitablemente en el corazón de todo hombre, sean presentadas por san Josemaría no en relación con abstractas elucubraciones, sino haciendo referencia al inmenso amor de Cristo manifestado en su Pasión: "el tesoro preciosísimo de su generoso holocausto nos debe mover a pensar: ¿por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte?” Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores" (AD, 26).
Con mirada realista, reconocía "el claroscuro de la libertad humana" (AD, 24), acechada por la posibilidad de hacer el mal, pero no por esto cedía a la desconfianza o al temor, que consideraba una actitud de pusilánimes (cfr. AD, 32). No dudaba en proclamar con fuerza que "los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que salva al hombre es cristiana" (AD, 35). La afirmación de la libertad es una verdad que surca la totalidad de la historia de la salvación: "En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad" (AD, 25).
Que la idea adecuada de libertad, como la de persona, sea profundamente deudora del cristianismo, está ampliamente reconocida en la historia del pensamiento, pero san Josemaría se daba cuenta, sobre todo en los años sesenta, de que esta conciencia estaba perdiéndose en muchos cristianos que asistían con cierto complejo de inferioridad a la oleada de reivindicaciones y revueltas que culminó en 1968. Por esta razón comentaba que "los cristianos amilanados -cohibidos o envidiosos- en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe" (AD, 38). Con aguda intuición, animaba a cambiar el punto de vista y a comprender que de la religión cristiana se desprende una fuerte carga de inconformismo: "La religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma -que no se aquieta- si no trata y conoce al Creador" (CONV, 73, cfr. AD, 38).
La libertad es un don divino concedido por Dios en la creación y reafirmado por Cristo al vencer al pecado y al mal con su muerte en la Cruz. Debe ser, pues, apreciado y a la vez acogido. El concepto de don no lleva a pensar que la libertad es un bien para guardarlo en un lugar seguro, pero sin usarlo. Al contrario, la libertad es un patrimonio que hay que invertir con aprovechamiento durante toda la vida: "mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad" (AD, 36). La madurez humana y espiritual de la persona es requisito para el crecimiento en la libertad, que se desarrolla siempre en diálogo con Dios, que no se impone al hombre, sino que le invita y anima con amor de Padre (AD, 24).
Una conciencia viva de la realidad de la filiación divina del cristiano estructura y caracteriza el espíritu vivido y transmitido por San Josemaría. Su amor apasionado por la libertad de la persona humana se alimenta de esa misma fuente y le permite presentar una enseñanza que deja atrás el aparente contraste que ha alimentado disputas seculares, entre providencia divina y libertad humana o entre omnisciencia divina y elección libre de cada individuo.
"El Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres" (AD, 33). La perspectiva de la paternidad divina proyecta una luz intensa sobre la vida humana. No gastamos nuestra existencia sometidos a una ley impuesta desde fuera, obligados a doblegarnos a una voluntad ajena que nada tiene que ver con nosotros: esta sería una vida de esclavos. Vivimos por el contrario bajo la mirada de Dios nuestro Padre que nos ha creado libres “con la libertad de los hijos de Dios”. Rm 8, 21), y que sabe bien –mejor que nosotros mismos– cuáles son las profundas aspiraciones de nuestro corazón. Cuando se adquiere conciencia de esta verdad y se decide libremente corresponder al amor paterno de Dios, la actitud personal se transforma: "nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones" (AD, 35).
Las circunstancias en las que vivimos, también las dolorosas e incluso las injustas, no desaparecen de repente cuando crece en nosotros la conciencia de ser hijos de Dios, pero adquieren un significado diverso; vivimos entonces nuestra vida como los protagonistas de una aventura y no como vagabundos sin meta: "Me gusta hablar de aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente -como hijos, insisto, no como esclavos-, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios" (AD, 35; cfr. ECP, 17). Es esa la razón por la que, cuando se percibe con profundidad el sentido de la propia filiación divina, se está en condiciones de actuar verdaderamente como personas libres, rescatadas de las ataduras que sujetan al formalista, al perfeccionista o al reprimido: "No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas" (AD, 26).
“El conocimiento del proyecto del amor de Dios hacia nosotros hace surgir en nuestro interior el deseo de cumplir la voluntad divina como respuesta libre a su amor paternal; pero se hace a la vez patente que el rechazo consciente del querer divino, es decir, el pecado, no es un simple error de cálculo o una equivocación formal: implica responder que no a Dios, apagando o sofocando la atracción hacia el bien y hacia la verdadera felicidad que Él mismo ha puesto en nuestro corazón, y, en consecuencia, nos aleja de la condición de hijos para acercarnos a la de esclavos” (cfr. AD, 34). El Señor, sin embargo, no nos deja solos con nuestra debilidad frente a esta trágica eventualidad, sino que acude siempre en nuestra ayuda.
En san Josemaría la valoración de la libertad personal está intrínsecamente unida a la conciencia de que la persona humana no es autosuficiente: no lo es desde el punto de vista ontológico y existencial y menos desde el punto de vista teológico. "Persuadíos, para ganar el cielo hemos de empeñarnos libremente, con una plena, constante y voluntaria decisión. Pero la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía" (AD, 26). Y esa guía para nuestro libre obrar no se reduce a una señal extrínseca o a un estímulo que venga de lo alto, sino que opera en nuestro ánimo como gracia, ayuda gratuita e interior de Dios (cfr. CCE, 1996).
“La gracia es una ayuda que no reemplaza la libertad del individuo, ya que las consecuencias del pecado original y de los pecados personales no han destruido la capacidad innata de la persona de orientarse por sí misma hacia su propio fin. La fe cristiana confirma que el ser humano es dueño de su propio destino (cfr. AD, 33; ECP, 99; CCE, nn. 1730, 2002)). Esta auto posesión, la facultad de ser dueños de nuestro propio actuar y de realizar por nosotros mismos acciones libres, es posible en virtud de la luz de la inteligencia, que permite reconocer el bien y valorar lo que está mal. Es significativo que san Josemaría cite al respecto un conocido texto de santo Tomás de Aquino en el que se explica que, cuando peca, el hombre actúa "fuera de la razón" (Super Evangelium S. loannis lectura, c. 8, I. 4; cfr. AD, 34), porque se deja desviar de la verdadera felicidad a la que tiende por naturaleza, no ejercita de manera adecuada su racionalidad y no sigue la guía de la gracia divina que obra en su interior.
En toda esta doctrina subyace la visión antropológicamente positiva propia de lo auténticamente cristiano. De ahí que recuerde con energía la necesidad de luchar, sostenidos con la ayuda divina, contra los orígenes del pecado y contra las tentaciones, sin forjarnos la imagen ilusoria de una existencia cómoda y fácil. Y a la vez que recalque que éste es el camino gozoso de la correspondencia al querer paterno de Dios (cfr. ECP, 60). Partiendo de este núcleo se comprenden los rasgos propios del optimismo cristiano, que no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en a conciencia de la libertad y en la fe en la gracia (ECP, 114; cfr. F, 659).
En la predicación de san Josemaría es constante la referencia a la "colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del hombre" (cfr. CCE, 1993; C, 761, 762; S, 219, 284; ECP, 111), "colaboración" que se desarrolla en lo íntimo del corazón y que por lo tanto conserva un aspecto de misterio inaccesible a la mirada humana. Acogiendo la inspiración para abrirse a la gracia, la persona se dirige a su propio perfeccionamiento interior y adquiere la capacidad sobrenatural de vivir en unión con Dios y por amor a Dios; aprende así a ejercitar esa libertad que ha recibido como don (cfr. ECP, 17). Gracia y libertad no son dos polos opuestos, sino dos dones que se deben apreciar sobremanera: "Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros -para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje- integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad (2Co 3, 17)" (ECP, 184).
De esa profunda comprensión de la acción de la gracia divina, que no suprime sino que alimenta la libertad, se deriva una expresión de san Josemaría que Cornelio Fabro calificó como "una expresión entre las más valientes de la literatura cristiana de todos los tiempos" (FABRO, 1992, p. 76). Se trata de una afirmación a la que acude san Josemaría para poner de relieve la relación entre la libertad de la persona y el designio divino del mundo, y es la siguiente: "En esa tarea que va realizando en el mundo, Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad" (ECP, 113).
La fuerza de esta expresión consiste en subrayar que la libertad humana no es una mera sombra hecha desaparecer por la providencia divina. La respuesta libre de cada ser humano, considerada en cuanto tal, puede ser, de hecho, un desafío o una oposición real contra Dios, que cuenta con ese riesgo y lo asume integrándolo en su designio. Otro texto lo explica con claridad: "Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que supone de azar, de tanteo, y, en ocasiones, de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos" (Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, "Las riquezas de la fe", 1969).
San Josemaría, al hablar del "riesgo de nuestra libertad", aspira sobre todo a señalar que la relación entre la libertad de cada persona y el querer de Dios no se explica acudiendo a una fórmula hecha o manera automática; es necesario tener el valor de adentrarse en el misterio y de afrontar el escándalo del mal, que sacude la conciencia y obliga a interrogarse. En su reflexión encontramos además la valentía de quien no teme ni a un clericalismo que quisiera suprimir la libre iniciativa de los hombres en nombre de una uniformidad impuesta desde arriba, ni a un laicismo que pretendiera excluir a los cristianos de un libre compromiso social, profesional o político.
Los numerosos escritos biográficos sobre san Josemaría ilustran cómo enseñaba a poner en juego la propia libertad para dar cauce a la energía del amor. El amor de Dios es un don (cfr. Rm 5, 5); sin embargo, el corazón humano puede volverse impenetrable a causa no sólo del pecado, sino también de la excesiva rigidez o del formalismo. San Josemaría sabía bien que limitarse a actuar por un frío sentido del deber o acomodarse pasivamente a determinadas circunstancias significaba construir un edificio frágil e inestable; por eso solía recurrir a una expresión gráfica con la cual pretendía animar a la respuesta libre y responsable de cada uno a la gracia de Dios: "Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios" (AD, 35; cfr. ECP, 1); algunas veces añadía: "Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural" (ECP, 17; cfr. ECP, 184).
El sentido de esa afirmación se capta con hondura si se reflexiona sobre la relación indisoluble entre libertad y amor. Una antropología de signo personalista ayuda a entender que el obrar de la persona ha de ser visto de un modo unitario, sin introducir contrastes abstractos o subordinaciones entre la racionalidad y la voluntad libre. La persona está íntimamente orientada hacia el bien y hacia la felicidad, ya que el amor a Dios (y también el amor que conduce a la donación recíproca en el matrimonio y el amor que orienta otras relaciones humanas) no es la mera consecuencia de un razonamiento deductivo o de un cálculo de probabilidades, y en esa dirección nos orienta la expresión empleada por san Josemaría. Por otra parte, esa expresión hace resonar de nuevo, con una formulación moderna y vivaz, los textos clásicos de san Agustín sobre el amor como pondus “el peso que con un movimiento espontáneo arrastra todo hacia el lugar de la quietud: (Confesiones, XIII, 9, 10) y de san Bernardo sobre la falta de presupuestos del amor ("amo porque amo, amo para amar": (Sermones sobre el Cantar de los Cantares, LXXXIII, 4). No sorprende, pues, que san Josemaría vea en todo esto "la razón más sobrenatural", porque está haciendo alusión a la total gratuidad tanto de la vocación divina como de la respuesta de cada uno a esa vocación: ninguna de las dos deriva ni de razones de conveniencia humana, ni de méritos preexistentes.
La libertad hace posible el amor, pero a su vez el amor nos hace verdaderamente libres: "sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores" (AD, 38). En este contexto se comprende bien por qué san Josemaría sostiene “que la oración redime de la esclavitud y hace saborear la verdadera libertad: porque la oración enciende el amor de Dios y así la vida se convierte en un gozoso "epitalamio" (cfr. AD, 297).
La relación entre la libertad y el amor, reflejada en la expresión que venimos comentando "porque me da la gana", se manifiesta de manera evidente en los textos en que san Josemaría habla de la entrega personal a Dios: "No destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente Él nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón" (ECP, 100). A la luz de estas afirmaciones se ve por qué en su enseñanza y en su ministerio sacerdotal se opuso rotundamente a todo intento de obligar a alguien a seguir un determinado camino espiritual (cfr. CONV, 59; SRECH, p. 79, nt. 41; ibidem, pp. 98-100). Y al mismo tiempo, se comprende por qué la insistencia en la libertad del individuo no significa en modo alguno defender que sea legítimo subordinar la correspondencia ante la llamada divina a condiciones derivadas del egoísmo o de la soberbia. “Cuando se pretende regatear en el trato con el Señor y evitar el sacrificio, no hay lugar para el amor” (cfr. AD, 28; S, 9) y a fin de cuentas, la persona se hace esclava de su propia mezquindad (cfr. AD, 38; Mt 10, 39).
No es posible, en efecto, separar el amor del sacrificio, que se manifiesta en afrontar el dolor, el cansancio, el constante cumplimiento del deber. Sin donación y sacrificio, la libertad se vuelve ilusoria, se escurre entre los dedos como el agua y se convierte en una palabra vacía con la que se puede llenar sólo la boca. Quienes así actúan "son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino. ¿Es eso libertad? ¿Qué aprovechan de esa riqueza sin un compromiso serio, que oriente toda la existencia? Un comportamiento así se opone a la categoría propia, a la nobleza, de la persona humana. Falta la ruta, el camino claro que informe los pasos sobre la tierra: esas almas (...) se dejarán arrastrar luego por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad" (AD, 29).
El modelo que tiene siempre presente san Josemaría para explicar la relación entre libertad, donación y amor sacrificado, es el de Cristo, que se dio libremente a sí mismo por amor (cfr. Jn 10, 17-18; Hb 10, 7-10; ECP, 95-96; VC, XII Estación). Pero solía acudir también al ejemplo de un padre o de una madre que se sacrifica por sus hijos: "Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad" (AD, 30).
La inconstancia, la frivolidad, la irresolución son incompatibles con un auténtico amor y constituyen obstáculos para el ejercicio de la libertad. Por esto, la perseverancia en la decisión tomada, en el deber asumido y en la respuesta positiva a la propia vocación en el matrimonio, en el celibato apostólico, en la vida sacerdotal o en la consagración religiosa no significa en absoluto sofocar el propio actuar libre, sino que más bien implica crecer en la propia libertad en virtud de la íntima autodeterminación hacia el bien y la verdad: "Para perseverar en el seguimiento de los pasos de Jesús, se necesita una libertad continua, un querer continuo, un ejercicio continuo de la propia libertad" (F, 819). La fidelidad, por consiguiente, no es un signo de anquilosamiento interior, sino más bien de juventud espiritual que se renueva cotidianamente (cfr. CONV, 1, 102; C, 170; F, 493) y permite vivir con la libertad espontánea y alegre de quien tiene un ánimo joven.
La doctrina de san Josemaría sobre la libertad humana es el núcleo de una fecunda visión capaz de inspirar una auténtica teoría pedagógica (cfr. GARCÍA HOZ, 1997) y de impulsar numerosas iniciativas educativas. Por lo demás, él esbozó las directrices que deberían caracterizar las iniciativas formativas (colegios, universidades, clubs universitarios, y más), que aspiraban a seguir su espíritu, resumiéndolas con las siguientes palabras: "educación en la libertad personal y en la responsabilidad también personal" (CONV, 84).
En un cierto sentido, la expresión "educación en la libertad" puede aparecer como una tautología, ya que lo que distingue el proceso educativo de la acción con la que se amaestra o domestica un animal es la conciencia de que el destinatario de la educación es un individuo capaz, en acto o en potencia, de actuar libremente. Pero su afirmación iba más allá. En efecto, el clima formativo Instaurado y deseado por el fundador del Opus Dei presupone un delicado respeto a la intimidad de la persona. Es significativo que dirigiéndose a los padres les impulsara a educar a sus hijos sin pretender forzar en lo más mínimo su necesaria autonomía interior: "Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad (...). Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales: dejó Dios al hombre -nos dice la Escritura- en manos de su albedrío” (Si 15, 14)" (CONV, 104).
Para explicar qué significa "educación en la libertad", san Josemaría acudía de hecho no sólo al bagaje de su preparación doctrinal, sino a las luces de su relación personal con Dios, a su experiencia sacerdotal y a cuanto él mismo había puesto en práctica en su trabajo de formación y gobierno. Había aprendido que no sirve la imposición autoritaria, tampoco en el caso de un comportamiento equivocado, si se quiere que la persona crezca en madurez y en capacidad de decisión y pueda llevar a cabo elecciones ponderadas (cfr. ECP, 27; CONV, 104). Sin confundir los papeles, aconsejaba que los padres y educadores debían hacerse amigos de sus hijos, de modo que éstos se sintieran comprendidos y buscasen su consejo; así sería posible "ayudarles a encauzar rectamente sus afanes e ilusiones, enseñarles a considerar las cosas y a razonar; no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad" (ECP, 27).
Dos son los contenidos fundamentales encerrados en esta última recomendación pedagógica. En primer lugar, la necesidad de crear un clima de confianza que permita a la persona dar salida a la energía de la propia libertad sin caer en una conducta reprimida o hipócrita (cfr. S, 562; F, 566). Cuando la persona se siente merecedora de confianza y se sabe bajo una mirada paterna que es benévola y comprensiva, actúa saboreando esa "soltura de movimientos" a la que antes nos referimos al hablar de la conciencia de la filiación divina y su papel central en el espíritu de san Josemaría. Su mensaje sobre la eficacia de la confianza depositada en los demás está muy bien resumido en el siguiente texto: "La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre" (CONV, 100). Por lo demás, según san Josemaría esta praxis educativa es aplicable no sólo a la vida familiar, sino a colegios y a instituciones universitarias (cfr. CONV, 84), así como, por supuesto, a las instituciones de la Iglesia, comenzando por el propio Opus Dei.
En segundo lugar, además de la importancia concedida a la confianza, san Josemaría ponía el acento sobre la relación entre libertad y responsabilidad personal. Cuando la persona percibe que la libertad no es contemplada con temor o con sospecha, es fácil que comprenda que las propias acciones pueden traicionar la confianza que ha sido depositada en ella y entienda que hay elecciones que conducen a una condición de esclavitud en lugar de garantizar la propia libertad interior. La persona se siente por tanto llamada a responder de sus propias acciones. Por el contrario, poner el acento sólo en las obligaciones o en el castigo, con miedo a correr el riesgo de la libertad, es deformador, aunque se haga con la intención de defender la verdad de la fe. Lo que atenta contra la fe no es la libertad, sino "una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje" (AD, 32). Como se desprende de esta afirmación, y de lo dicho hasta ahora, hablar de responsabilidad de las propias elecciones significa recordar que la libertad, si está privada de las luces de la verdad, es engañosa y falsa: "Rechazad el engaño de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad, libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo (cfr. Ga 4, 31), ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida (cfr. Jn 14, 6)" (AD, 26). Precisamente por esto, una consecuencia del binomio educativo libertad-responsabilidad personal, referido a la verdad, es la conciencia del deber de corregir al que yerra, sin caer en la indiferencia o en el silencio cómplice”.
Este espíritu de libertad está llamado a tener manifestaciones en todos los ámbitos de la existencia: en la vida personal, en las relaciones familiares, en el trabajo profesional, en la vida social y política. San Josemaría se refirió a todos ellos, poniendo de relieve la libertad y la personal responsabilidad de los cristianos en todas las cuestiones temporales; también, como es lógico, la de los fieles del Opus Dei, cristianos corrientes, iguales a los demás ciudadanos (cfr., por ejemplo, CONV, 2, 28, 65)
El clima de confianza que facilita la responsabilidad ante la verdad y el bien tiene como premisa, y como efecto, el respeto al ámbito de la conciencia de cada uno, que es "el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla" (GS, 16). Acostumbrado a un diálogo ininterrumpido con su Padre Dios, san Josemaría era consciente de lo indispensable que era que cada cual pudiera disponerse a la escucha de tales luces íntimas e inspiraciones sin condicionamientos: "Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo" (AD, 36). Y, en consecuencia, proclamaba también la importancia decisiva que tiene el respeto, tanto por parte de las personas singulares como por parte de la sociedad en su conjunto, a la conciencia de cada persona, que está llamada a recorrer en libertad el camino de su propia vida.
El reconocimiento de la incomparable dignidad de los hijos de Dios (cfr. AD, 112, 172; CONV, 85) está también presente en la insistencia con la que san Josemaría reiteraba que la revelación cristiana es inconciliable con la violencia y reclama excluir "cualquier tipo de engañosas coacciones en la presentación de la fe" (AD, 36). A esto propósito, acude a una afirmación de san Agustín: "Sólo puede creer el que quiere" (SAN AGUSTÍN, In loannis Evangelium tractatus, 26, 2; PL 35, 1607), citándola para concluir “que es una exigencia de la fe cristiana garantizar a todos un clima de libertad” (cfr. AD, 36), en sintonía con lo proclamado por el Concilio Vaticano II: "que en materia religiosa, no se obligue a nadie a obrar contra su conciencia" (DH, 2; sobre su reacción ante la promulgación de este documento conciliar, ver CONV, 44).
Teniendo muy presente un contexto cultural profundamente influido por el subjetivismo y por el intento de imponer un relativismo absoluto, san Josemaría solía acudir -tomándola probablemente de Pío XI, que se expresa en esos términos en la Cart. Enc. Non abbiamo bisogno, del 29-VI-1931 (AAS, 23, [1931], p. 301)- a la distinción entre "libertad de conciencia" y "libertad de las conciencias". No estamos ante una simple sutileza lingüística, porque, aunque la expresión "libertad de conciencia" pueda tener varios sentidos, al acudir a ella en la época en que la empleó Pío XI se pretendía –y se puede pretender, más o menos conscientemente, incluso ahora– legitimar, también filosófica o especulativamente, el rechazo no sólo de la fe cristiana sino de toda religión. La distinción mencionada es, pues, conceptual y no meramente terminológica. En esa línea la aplicaba san Josemaría: "No es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios. (...) si alguno tomase esa postura deliberadamente, pecaría al transgredir el primero y fundamental entre los mandamientos: amarás a Yavé, con todo tu corazón (Dt 6, 5). “Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios" (AD, 32). En una de las entrevistas recogidas en Conversaciones –la publicada en Le Figaro el 15-V-1966–, se expresaba con palabras incluso aún más fuertes: "He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad" (CONV, 44).
La persona humana está por naturaleza orientada a la verdad y al bien, de modo que una libertad de conciencia entendida como reducción de la religión a mera creencia opcional o como consagración del agnosticismo y del indiferentismo respecto a la realidad de Dios, desconoce la verdadera dignidad del ser humano. Por el contrario, la "libertad de las conciencias", en el sentido en que lo explica san Josemaría, no es sino el eco del derecho natural de la persona humana, derivado de su innata dignidad, a la inmunidad respecto a cualquier coerción exterior, también, e incluso quizá especialmente, en materia religiosa (cfr. CCE, 2108; VS, 57-64). Sin olvidar que ese derecho no puede separarse del deber, inscrito en el corazón de cada uno, de buscar la verdad, especialmente en lo que se refiere a Dios, y de abrazarla y custodiarla, una vez conocida. Por eso, Mons. Escrivá insistía también en la necesidad de formar con seriedad la propia conciencia (cfr. S, 389).
En coherencia con ese pleno reconocimiento y respeto a la libertad de las conciencias san Josemaría -que en 1950 obtuvo la autorización de la Santa Sede para admitir en el Opus Dei como cooperadores a no católicos y no cristianos- quiso que las obras apostólicas promovidas por los fieles de la Prelatura estuvieran impregnadas por un clima de libertad y estuvieran abiertas a personas de las más diversas razas y religiones. Así lo reiteró en diversos momentos, como en la entrevista a Le Figaro antes citada y en su respuesta al director de una revista universitaria en 1967. El periodista le había preguntado sobre la oportunidad de la enseñanza de la religión cristiana en la universidad; san Josemaría respondió señalando que "el estudio de la religión es una necesidad fundamental. Un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado. Por eso la religión debe estar presente en la Universidad" (CONV, 73). Y enseguida añadió: "Nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno, que ha de poseer- por tanto- una cultura religiosa: doctrina, para poder vivir de ella y para poder ser testimonio de Cristo con el ejemplo y con la palabra" (ibidem).
En épocas posteriores al momento en que Pío XI habló de la distinción entre "libertad de conciencia" y "libertad de las conciencias" -y al momento en que san Josemaría la asumió- el lenguaje ha evolucionado. De ahí que, con frecuencia, la expresión "libertad de conciencia" se emplee en un sentido menos técnico. Y que, como consecuencia de una reflexión cada vez más detenida sobre la naturaleza y los límites del poder civil, haya alcanzado difusión universal la expresión "libertad religiosa", entendiéndola como uno de los derechos humanos fundamentales, que implica la exclusión de toda violencia o coacción y la posibilidad de actuar, dentro de los límites debidos, conforme a las propias convicciones religiosas, en privado o en público, sólo o asociado con otros (cfr. DH, 2). Permanecen, a la vez, como es lógico, las dos realidades fundamentales que subyacen a la distinción mencionada: es decir, tanto el valor y la inviolabilidad de la conciencia, como la llamada del hombre a buscar la verdad y, por tanto, a Dios, verdad suprema.
Francesco RUSSO
Aunque el tema de la libertad ya aparece tratado en otras voces del presente Diccionario, no se pueden dejar de mencionar, antes de ocuparse de la libertad en las cuestiones temporales, y aunque sea de modo breve e introductorio, tanto la singular insistencia de san Josemaría sobre este tema como el carácter polisémico del término.
Llama la atención, tanto en la lectura de los escritos de san Josemaría como en la de los que tratan sobre su vida y sus obras, la repetida proclamación de su amor a la libertad: "llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante" (ECP, 184). De ahí que afirmara que la libertad personal es un bien "que defiendo y defenderé con todas mis fuerzas" (AD, 26).
El don de la libertad es parte de la imago Dei de que habla el relato de la Creación contenido en el Génesis (Gn 1, 26-27). En la libertad se fundamenta la dignidad de la persona humana, como sujeto dueño de sus actos, capaz de dirigirse por sí mismo a un fin, Pero, aplicada a la criatura -y el hombre lo es-, que es relativa por definición, la libertad no es un absoluto. Se define por el bien al que se ordena. La libertad -escribe el fundador del Opus Dei- otorga al hombre la capacidad de amar con un amor que llega hasta lo infinito: "hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios" (CONV, 104), pero "no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía" (AD, 26): la luz de la inteligencia y -después del pecado- la de la Revelación, que le manifiesten el bien al que debe dirigirse para encontrar así la plenitud y la felicidad. De ahí que san Josemaría prosiga con palabras fuertes: "Rechazad el engaño de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad, libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo (cfr. Ga 4, 31), ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida (cfr. Jn 14, 6)" (AD, 26).
Pero la libertad puede analizarse desde otra perspectiva, es decir, considerándola ante todo como capacidad de elegir, de actuar o no actuar, y de optar, al actuar, por un bien u otro. Esta perspectiva es menos profunda que la anterior, que nos sitúa en el núcleo mismo de la razón de ser de la libertad, pero no debe ser dejada de lado o despreciada, ya que en parte es la condición de posibilidad del sentido de la libertad antes mencionado, y además porque la vida coloca al hombre no sólo ante Dios y su voluntad, a los que debe dirigirse so pena de ofender a la divinidad y fracasar como persona, sino también ante bienes entre los que cabe optar sin ofensa a Dios y sin errar en el camino hasta nuestra plenitud como seres humanos: realizar unos estudios u otros, descansar mediante el paseo o mediante la lectura, etc. Y en esa línea se sitúa, en parte, la libertad en las cuestiones temporales.
La expresión "cuestiones temporales" -o, la análoga, "asuntos humanos"- hace referencia a realidades muy diversas: las elecciones de estado (casado, célibe, sacerdote, religioso); de lugar de residencia; de gestión del patrimonio; de profesión; de promoción de unas u otras iniciativas; de optar por unas u otras posiciones sindicales, políticas y culturales, que remiten a su vez a distintas escuelas de pensamiento en materia de filosofía, de sociología, de economía, etc. En todos esos campos, y en otros que pudieran mencionarse, pueden darse momentos y situaciones en los que la conciencia advierta que se impone una solución concreta, hasta el punto de estar en juego la fidelidad a la fe cristiana. Pero otras muchas veces no será así.
San Josemaría lo explica con claridad en un escrito que tituló "Las riquezas de la fe": "Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos. Junto con las cosas que para el cristiano están totalmente claras y seguras, hay otras -muchísimas- en las que sólo cabe la opinión" ("Las riquezas de la fe", ABC, 2-XI-1969).
Lo anterior evidencia que, para que haya coherencia en la conducta, o, dicho con otras palabras, para obrar con la madurez de juicio que es propia del ser humano, se requiere esforzarse por adquirir "una seria formación" (S, 389), hecha de conocimientos tanto éticos o morales como técnicos, que permitan decidir con prudencia y con conocimiento de causa. En palabras de san Josemaría, "un hombre sabedor de que el mundo y no sólo el templo es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando con plena libertad sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida" (CONV, 116).
De lo que se trata es, en suma, "de formar con libertad las propias opiniones en todos estos asuntos temporales donde los cristianos son libres, y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación, siendo siempre consecuente con la fe que se profesa" (CONV, 90). Y algo análogo cabe decir de todo ser humano, porque la inteligencia -toda inteligencia- está ordenada a la verdad, y la conciencia -toda conciencia- debe aspirar a estar bien formada.
Como decíamos más arriba, la expresión "cuestiones temporales" abarca un campo muy amplio de realidades. Sería oportuno precisar ahora que cuando san Josemaría habla de "libertad en las cuestiones temporales", se refiere a las cuestiones profesionales, científicas, sociales y políticas, para indicar que en esos campos los católicos poseen -dentro del marco de la fe y la moral cristianas- una plena libertad. Se trata de un tema del que se ocupó muchas veces y con una nitidez que se resume muy bien en la expresión a la que acudió con frecuencia; "no hay dogmas en las cuestiones temporales", subrayando en consecuencia el peligro de querer "dogmatizar" indebidamente en el extenso ámbito de las cuestiones de libre elección y opinión; convertir la "doxa" en "dogma". Esto puede hacerse de dos maneras, bien extendiendo ilegítimamente la unicidad de la fe y de la moral cristianas a otros campos, bien elevando opciones políticas o sociales al rango de verdades absolutas.
En el primer caso, se trata de clericalismo, en que incurre el cristiano que pretende descender "del templo al mundo para representar a la Iglesia" afirmando "que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas" (CONV, 117). Respondiendo a la pregunta de un periodista sobre el particular campo de la política, le reiteraba: "No hago, ni quiero, ni puedo hacer política; pero mi mentalidad de jurista y de teólogo -mi fe cristiana también- me llevan a estar siempre al lado de la legítima libertad de todos los hombres. Nadie puede pretender en cuestiones temporales imponer dogmas, que no existen. Ante un problema concreto, sea cual sea, la solución es; estudiarlo bien y, después, actuar en conciencia, con libertad personal y con responsabilidad también personal" (CONV, 77).
Dos años más tarde, en el artículo de prensa antes mencionado, abordaba con la misma decisión la segunda de las hipótesis que hace un momento planteábamos, es decir, elevar las cuestiones opinables a verdades absolutas: "No hay dogmas en las cosas temporales. No va de acuerdo con la dignidad de los hombres el intentar fijar unas verdades absolutas, en cuestiones donde por fuerza cada uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses particulares, sus preferencias culturales y su propia experiencia peculiar. Pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las conciencias de los demás, a no respetar al prójimo" ("Las riquezas de la fe", ABC, 2 XI 1969). Actitudes dirigidas a convertir implícita o explícitamente tal o cual aspecto de la actividad humana -sobre todo la esfera política- en un discurso monopolizador de la verdad, si provinieran de un cristiano, significarían que esta persona "no ha llegado al fondo del mensaje cristiano" porque "un cristiano debe hacer compatible la pasión humana por el progreso cívico y social con la conciencia de la limitación de las propias opiniones, respetando, por consiguiente, las opiniones de los demás y amando el legítimo pluralismo" ("Las riquezas de la fe", ABC, 2-XI-1969).
El planteamiento de san Josemaría conduce, como consecuencia lógica, al respeto a los demás en la variedad legítima de sus opciones y, por tanto, al pluralismo que la libertad lleva consigo en la opinión y la acción (cfr. CONV, 58): "No me olvides que, en los asuntos humanos, también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno" (S, 275). En efecto, "no sólo es posible que yo me equivoque, sino que -teniendo yo razón- es posible que la tengan también los demás. Un objeto que a uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta" ("Las riquezas de la fe", 2-XI-1969, ABC). En última instancia, el respeto a la libertad de los demás forma parte del mandato nuevo dado por Jesucristo, es decir, la caridad mutua, expresión del amor de Dios: "la conciencia de la limitación de los juicios humanos nos lleva a reconocer la libertad como condición de la convivencia. Pero no es todo, e incluso no es lo más importante: la raíz del respeto a la libertad está en el amor. Si otras personas piensan de manera distinta a como pienso yo, ¿es eso una razón para considerarlas como enemigas?" ("Las riquezas de la fe", ABC, 2-XI-1969). Esta es la razón por la que san Josemaría, proclamando su amor creciente por la libertad, que decía amar más que cualquier otra cosa en la tierra, afirmaba públicamente este compromiso: "respetaré siempre cualquier opción temporal, tomada por un hombre que se esfuerza por obrar según su conciencia" (CONV, 48); y continuaba: "ese pluralismo no es, para la Obra, un problema. Por el contrario, es una manifestación de buen espíritu, que pone patente la legítima libertad de cada uno" (ibidem).
Consecuencia también de ese amor a la libertad es una declaración que formula en repetidas ocasiones: "detestamos la tiranía, que es contraria a la dignidad humana" (CONV, 53). La tiranía puede darse en contextos muy diversos -incluso espirituales-, aunque en el terreno de la vida política tenga sus manifestaciones más conocidas. San Josemaría entiende su rechazo a la tiranía, a la que califica como "mentalidad de partido único" (CONV, 50), que está acompañada casi siempre de una forma tiránica de tratar de ejercer el poder privando a los demás de libertad para expresarse y opinar. Es la mentalidad que califica sin rodeos de "autoritarismo dictatorial" (S, 397), de "mentalidad totalitaria" (cfr. CONV, 33) o también de "mentalidad cesarista": "Qué triste cosa es tener una mentalidad cesarista, y no comprender la libertad de los demás ciudadanos, en las cosas que Dios ha dejado al juicio de los hombres" (S, 313). Y en otro momento: "Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean" (ECP, 74). El cristiano, todo cristiano, debe de actuar de modo coherente con su fe, como consecuencia de la legítima diversidad de pareceres, evitando todo fanatismo y respetando siempre la libertad de los demás, sin pretender imponerles de modo tiránico ideas o comportamientos.
Una aparente paradoja: la obligación moral del ciudadano cristiano de ejercer su libertad participando en los asuntos temporales
El cristiano, como todo ciudadano, está llamado a participar en todas las actividades humanas honestas. El fundador del Opus Dei, de acuerdo con el carisma que había recibido y que le correspondía transmitir, promover la santidad y el apostolado en medio del mundo, se esforzó siempre por apartar a los creyentes de una actitud pasiva o muchas veces negativa: "El Señor me había hecho entender que (...) el mundo es bueno, porque las obras de Dios son siempre perfectas, y que somos los hombres los que hacemos malo al mundo por el pecado. (...) hemos de amar el mundo, porque en el mundo encontramos a Dios, porque en los sucesos y acontecimientos del mundo Dios se nos manifiesta y se nos revela" (CONV, 70). El "ciudadano cristiano" (S, 302) o, como dijo en algunas otras ocasiones, "ciudadano católico" (F, 572), puede y debe estar presente en todas las actividades de los hombres, codo con codo con sus conciudadanos, manifestando una mentalidad de servicio, promotora de los derechos fundamentales del ser humano y del progreso y bienestar sociales. "Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común" (F, 714).
De ahí una aparente paradoja: porque se unen libertad y obligación, ambas en referencia a los matices temporales, y porque el cristiano, que sabe que el destino último de esta vida está más allá de la historia, se siente impulsado a actuar en la historia y a hacerlo con plena responsabilidad, más aún, con ilusión y con esperanza. Sabe que esa paradoja es sólo aparente, pues su participación en la vida cívica y social, que será siempre libre, no es sólo coherente con la naturaleza humana -porque el cristiano no es un ciudadano de segunda fila-, sino también con la fe cristiana y la misión apostólica que de ahí deriva: extiende a todos el mensaje de Cristo, con la palabra, con el testimonio y con las obras. "Con libertad, y de acuerdo con tus aficiones o cualidades, toma parte activa y eficaz en las rectas asociaciones oficiales o privadas de tu país, con una participación llena de sentido cristiano: esas organizaciones nunca son indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres" (F, 717). Este mensaje pasa en primer lugar por el ejemplo: "Cristiano: estás obligado a ser ejemplar en todos los terrenos, también como ciudadano, en el cumplimiento de las leyes encaminadas al bien común" (F, 695). Se trata de la obligación apostólica que todo cristiano ha contraído con los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación: "Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar «sin miedo» en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad" (F, 715).
La presente voz podría darse por concluida con los párrafos que preceden, pero parece oportuno reafirmar que los miembros de la Prelatura del Opus Dei, tratándose de fieles como los demás en la Iglesia y en la sociedad, gozan de la misma libertad y de los mismos derechos. Hay que subrayarlo porque san Josemaría tuvo que hacerlo repetidas veces en su vida con firmeza, teniendo en cuenta la importancia del tema.
Este punto puede resumirse en dos proposiciones fundamentales:
a) Los fieles del Opus Dei poseen en las cuestiones temporales, profesionales, científicas, sociales, culturales, políticas, etc., la misma libertad que todos los fieles católicos. En todos esos campos actúan formando con plena libertad sus propias ideas y criterios, siempre, claro está, en conformidad con la fe y la moral cristianas.
b) El Opus Dei como institución, y en coherencia con la misión de difundir la llamada a la santidad entre personas que viven en medio del mundo y en las condiciones de la vida ordinaria, ofrece a sus fieles, y a cuantos se acercan a su apostolado, una ayuda espiritual y una formación doctrinal teológica que les facilita la santificación de su profesión y de su vida ordinaria. No interviene para nada -ni con mandatos, ni con indicaciones, ni con consignas en las decisiones y actuaciones que cada uno de ellos asuma en las cuestiones profesionales, sociales, etc.
Se trata, para una institución destinada a extenderse entre personas de muy diversas condiciones y países, de un punto de espíritu de importancia trascendental: si no se viviera con absoluta delicadeza, el Opus Dei se desintegraría. De ahí la nitidez y fuerza con que siempre se expresó a este respecto su fundador. Sus textos en este sentido son muchos. Citemos uno a modo de ejemplo; es algo extenso, pero vale la pena reproducirlo por entero: "El Opus Dei no interviene para nada en política; es absolutamente ajeno a cualquier tendencia, grupo o régimen político, económico, cultural o ideológico. Sus fines -repito- son exclusivamente espirituales y apostólicos. De sus socios exige sólo que vivan en cristiano, que se esfuercen por ajustar sus vidas al ideal del Evangelio. No se inmiscuye, pues, de ningún modo en las cuestiones temporales”.
"Si alguno no entiende esto se deberá quizá a que no entiende la libertad personal o a que no acierta a distinguir entre los fines exclusivamente espirituales para los que se asocian los miembros de la Obra y el amplísimo campo de las actividades humanas -la economía, la política, la cultura, el arte, la filosofía, etc.- en las que los socios del Opus Dei gozan de plena libertad y trabajan bajo su propia responsabilidad”. Desde el mismo momento en que se acercan a la Obra, todos los socios conocen bien la realidad de su libertad individual, de modo que si en algún caso alguno de ellos intentara presionar a los otros imponiendo sus propias opiniones en materia política o servirse de ellos para intereses humanos, los demás se rebelarían y lo expulsarían inmediatamente."El respeto de la libertad de sus socios es condición esencial de la vida misma del Opus Dei. Sin él, no vendría nadie a la Obra. Es más. Si se diera alguna vez -no ha sucedido, no sucede y, con la ayuda de Dios, no sucederá jamás- una intromisión del Opus Dei en la política, o en algún otro campo de las actividades humanas, el primer enemigo de la Obra sería yo" (CONV, 28).
Por eso, podía añadir, la diversidad de pareceres en cuestiones temporales, el pluralismo de opciones y actuaciones entre los miembros del Opus Dei "no es, para la Obra, un problema. Por el contrario, es una manifestación de buen espíritu, que pone patente la legítima libertad de cada uno" (CONV, 48).
Jean-Luc CHABOT
A través de la liturgia, Dios realiza la salvación mediante un lenguaje humano en el que se revela y hace sentir la fuerza de su amor. La Iglesia, al celebrar los divinos misterios, se une a su Esposo, recibe su Espíritu, es recreada, colmada de gracia y enviada a la misión. San Josemaría fue consciente de este potencial santificador del misterio del culto cristiano. Desde los comienzos, su actividad sacerdotal llevó la impronta de su amor a la liturgia como cierto movimiento espontáneo de su espíritu.
En el curso 1920-1921 -su primer año de seminario en Zaragoza-, Josemaría Escrivá de Balaguer cursó la asignatura de Sagrada Liturgia, impartida por don José María Bregante (cfr. HERRANDO, 2002, p. 114), con el libro de texto Tesoro del sacerdote o Repertorio de las principales cosas que ha de saber y practicar el sacerdote. Se trataba de una obra escrita por José Mach en la segunda mitad el siglo XIX y publicada en Barcelona en forma de dos gruesos volúmenes, corregidos y aumentados más tarde por Juan Bautista Ferrares con decretos recientes de las Congregaciones romanas. Josemaría obtuvo la calificación de Meritissimus.
Sus estudios en el Seminario se realizaron durante una época en la que el desarrollo moderno de la referencia teológica de la liturgia todavía no se había producido. Los estudios en los seminarios ponían el acento en las rúbricas y en la piedad con que se celebraban, más que en la dimensión teológica. La documentación que se conserva sobre san Josemaría manifiesta, no obstante, que ya en los años treinta su sentido de la liturgia se revela portador de una particular riqueza proveniente tanto del carisma fundacional recibido y de su vida contemplativa como de las incidencias de su ministerio sacerdotal. Que la liturgia era uno de los grandes centros de interés vital, que su anhelo era sumergirse en la oración de la iglesia se aprecia en diversos textos como, por ejemplo, cuando san Josemaría se dirige a Dios, en el Adviento de 1931, rogándole que le enseñe a vivir la Liturgia sagrada (CECH, p. 671). Durante esos años, san Josemaría prepara la edición de Camino. Es un libro que no contiene una reflexión sistemática sobre la liturgia, pero sí una experiencia cristiana de clara matriz litúrgica Las consideraciones cristológicas de Camino tienen siempre como base la contemporaneidad de los acontecimientos redentores de Cristo resucitado presente en la Eucaristía.
En Camino encontramos, al menos, dos puntos significativos que son ocasión para esbozar aquí algunos rasgos de la experiencia litúrgica de su autor. El primero es el número 86, redactado en la segunda mitad del año 1938: "Tu oración debe ser litúrgica. -Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares". Esta expresión, en cierto modo programático, se encuadra en el marco de la neta afirmación de la dignidad de la oración litúrgica en cuanto superación de la controversia surgida en la segunda década del siglo pasado entre vida espiritual y liturgia (Maurice Festugiére - Lambert Beauduin). "El cristiano que se aísla en una piedad privada -escribe en otro momento san Josemaría-, no participa como conviene de la corriente santificadora de la Iglesia" (CECH, p. 677). Y en una nota de comienzo de los años treinta escribe: "Pocas devociones y constantes. Mejor, frecuencia de sacramentos" (CECH, p. 704). Este apunte revela un criterio de fondo: en la espiritualidad del autor de Camino, la primacía no reside en la "devoción", sino en el "sacramento". Dicho de otro modo, la vida de oración fluye de la piedad objetiva de la Iglesia; es ella la que fecunda las devociones.
Era frecuente que, durante el tiempo de recogimiento al que se entregaba después de celebrar la Sagrada Eucaristía, san Josemaría tomara unas rápidas notas en su agenda para interiorizar y asimilar más adelante aquellas luces que habían saltado, como chispas, durante la celebración. Palabras y expresiones del Misal y del Oficio Romano producían una vigorosa resonancia en su corazón. Buena parte de su vida espiritual y de su predicación manaban de esta fuente. La nota que sigue, datada el día 26 de noviembre de 1931, es un ejemplo palmario: "Después de la Sta. Misa, hoy, en la acción de gracias y más tarde en la iglesia de los Capuchinos de Medinaceli, el Señor me ha inundado de gracias. Se cumplió lo del Salmo «inebriabuntur ab ubertate domus tuae: et torrente voluptatis tuae potabis eos». Lleno de gozo con la Voluntad de Dios, siento que le he dicho con San Pedro: ecce reliqui omnia et secutus sum te. Y mi corazón se dio cuenta del «centuplum recipies»... Verdaderamente, he vivido el Evangelio del día" (Apuntes íntimos, n. 415: AVP, I, p. 343).
Precisamente con relación a los Salmos, que la Iglesia no ha dejado de cantar en su trayectoria dos veces milenaria, san Josemaría escribe el Domingo de Ramos del año 1932: "ya no anotaré ningún salmo, porque habría de anotarlos todos, ya que en todos no hay más que maravillas, que el alma ve cuando Dios es servido" (ibidem, n. 681: CECH, p. 297). Esta nota atestigua el talante de su oración, su ruminatio del Salterio hasta convertirlo en fuente de oración que se proyecta sobre la vida. Nada extraño, pues, que sus homilías y escritos recojan abundantes comentarios a la lex orandi, cuya vivacidad responde a la hondura bíblica y litúrgica de su experiencia celebrativa. En algunos pasajes, su estilo evoca la mistagogia de los Padres de la Iglesia.
Otra anotación, de 1938, indica su anhelo de radicarse en el misterio del culto. Durante los ejercicios espirituales que realiza en el palacio episcopal de Pamplona, Josemaría Escrivá conoce un libro que le facilita el obispo de esa archidiócesis, don Marcelino Olaechea. Se trata de una obra anónima, escrita por un sacerdote francés durante la Primera Guerra Mundial y publicada en París en 1935 con el título Ma Messe. Mon bréviaire. Mon oraison. Acerca de este libro san Josemaría anota: "quiero comprarlo más adelante. Es el libro que yo buscaba, hace años, para embeberme en la liturgia de la Santa Misa. Hago esta afirmación, que espero no rectificar, cuando sólo he leído los preliminares" (Apuntes íntimos, n. 681: CECH, p. 666). Y así, consciente de que la liturgia es fuente destinada a irrigar la vida en Cristo de los bautizados, san Josemaría preparaba otro libro dedicado a inculcar la piedad litúrgica en los fieles: Devocionario litúrgico. Aunque su publicación fue anunciada en 1939, el libro no llegó a ver la luz (cfr. CECH, p. 78, nt. 67).
Un número de Camino, el 543, escrito también en 1938, dice: "Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo -mesa y ara- sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta. -Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?". El texto refleja la sensibilidad mistagógica del autor: los signos del misterio de Cristo conducen a Él. Vivida con autenticidad, la celebración constituye la mediación y, a la vez, la catequesis más elocuente del misterio. El texto presenta, además, algunos acentos propios: la sobriedad en el culto, la sencillez del oratorio; en una palabra, la simplicidad primitiva de la liturgia.
A finales de los años treinta, es decir, antes de la publicación de las Cart. Enc. Mystici Corporis (1943) y Mediator Dei (1947), una praxis secularmente en uso había terminado por convertir la celebración litúrgica en una tarea casi exclusivamente clerical, donde los fieles quedaban reducidos al papel de mudos espectadores. Josemaría Escrivá de Balaguer promueve, siempre dentro de las normas entonces vigentes, la participación activa de los fieles laicos en las celebraciones, cuando aún no era común e incluso en algún ambiente llamaba poderosamente la atención. Los jóvenes universitarios de la Residencia DYA conservaron en su memoria la huella que dejaron las celebraciones eucarísticas en aquel primer Centro del Opus Dei erigido en 1935: la recitación de algunas partes del propio de la Misa, los diálogos litúrgicos, la preferencia de las casullas de estilo semigótico... En torno a san Josemaría los universitarios vivían en un clima de estudio, de vida sacramental y de compromiso en obras de caridad, como realidades mutuamente implicadas en la atmósfera de la Residencia. Todo un estilo de vida acorde con la profunda unidad de la experiencia cristiana. Los sábados, tras la meditación predicada por san Josemaría y la bendición con el Santísimo Sacramento, se hacía una colecta entre los estudiantes. Una parte del dinero recaudado se destinaba a comprar flores para adornar la imagen de la Virgen; otra parte se empleaba para visitar a personas pobres que malvivían en los suburbios de Madrid.
Terminado el Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia abordó la reinstauración de su liturgia conforme a los requerimientos expresados en la Const. Ap. Sacrosanctum Concilium, san Josemaría se esforzó en aprender los principios y normas contenidas en los nuevos libros litúrgicos. Con la obediencia propia de los buenos hijos de la Iglesia, aplicó todas las disposiciones sobre esta materia, y enseñó a hacerlo a los fieles del Opus Dei. La aplicación de la reforma litúrgica estuvo acompañada, como es tan sabido, por algunas desviaciones ajenas a lo auspiciado por el Concilio y a las posteriores decisiones pontificias. Tales abusos afligieron el corazón de san Josemaría, que sufrió grandemente al comprobar las tentativas de rebajar la trascendencia del sacrum y la santidad de los sacramentos. Su prudencia pastoral le llevó a tomar las medidas de su competencia para que la fiel aplicación de los nuevos libros litúrgicos en los Centros del Opus Dei no se viese afectada por desviaciones ni incertidumbres. Unas palabras, que datan de aquellos años, sintetizan su mente: "amaremos esta liturgia nueva, como hemos amado la vieja" (cfr. DEL PORTILLO, 1993, pp. 138-139).
El amor a la liturgia llevó a san Josemaría a cuidar el culto sacro, tanto por lo que se refiere a las vestiduras y objetos litúrgicos, como a las iglesias y oratorios, en los que vale la pena detenerse. La circunstancia de la construcción de la sede central del Opus Dei en Roma por los años cincuenta fue ocasión para que san Josemaría tuviera oportunidad de proyectar ex novo algunos oratorios. En realidad, ya lo había hecho antes al construir el oratorio del Centro de la Obra situado en la calle Diego de León, y también el de Molinoviejo, la primera casa de retiros que promovió, localizada en la provincia de Segovia. El primero se construyó en 1941 y está ligado a momentos decisivos en la historia del Opus Dei. Es un oratorio sobrio y noble, decorado con motivos simbólicos de la tradición litúrgica de la iglesia. Su planta elíptica permite que los fieles ocupen su lugar en torno al altar (circumstantes). El oratorio de Molinoviejo fue bendecido en el año 1948. Durante gran parte del verano de ese año, san Josemaría escogió los objetos litúrgicos y destinó para él la habitación más apropiada de la casa, consiguiendo un espacio que invita al recogimiento. A pesar de los pocos medios disponibles, procuró que tuviera la mayor dignidad posible. El retablo está formado por un fresco que representa la Anunciación y está inspirado en un cuadro de Boticelli. En las paredes del oratorio se suceden alegorías de la Virgen.
Estos detalles, tomados en su conjunto, y otros que pondría por obra más adelante con motivo de la construcción de oratorios en la sede central del Opus Dei en Roma, responden a un modo de concebir las formas del culto cristiano en el que prima la grave y noble elegancia, ajena a cuanto pueda parecer afectado o poco auténtico. Muy pronto, en 1934, ya dejó constancia de su aprecio por la sencillez que caracterizaba la liturgia de los inicios de la Iglesia: "(...) volvamos a la sencillez de los primeros cristianos: riqueza, cuanta podáis, pero jamás a costa de la liturgia. Arte serio, lleno de grave majestad. Nunca floripondios, ni luz eléctrica. El retablo, retro tabulam: a su sitio, detrás del altar, como algo accidental. La Santa Cruz y el ara -completamente aislada la mesa del altar- ocupen el lugar sobresaliente" (Instrucción, 9-I-1935, n. 254: AGP, serie A.3, 90-1-1).
San Josemaría se traslada a la Urbe en el año 1946 y en esta coyuntura romana vuelve a expresar su sensibilidad litúrgica en lo concerniente a los oratorios que albergaría aquella sede central, y que a nosotros nos permite identificar su impronta, al menos en algunos de sus perfiles. Aunque siguió de cerca el proyecto de todos los espacios celebrativos de la sede central de la Obra, sugiriendo ideas a los arquitectos, hay, sin embargo, cuatro oratorios que destacan, a mi juicio, por su volumen y representatividad: el oratorio de Santa María de la Paz, que es la actual iglesia prelaticia; el dedicado a los Santos Apóstoles; el oratorio de Pentecostés y el de la Santísima Trinidad.
Los trabajos de construcción del oratorio de Santa María de la Paz se concluyeron en el mes de diciembre de 1959 y fue dedicado por el cardenal Tardini, entonces Secretario de Estado, a comienzos del año siguiente. Quien penetra en esa aula litúrgica no tarda en percibir el clásico estilo basilical romano. De planta rectangular, con un altar provisto de baldaquino, la sede del prelado ocupa el fondo del ábside, que alberga también, a derecha e izquierda de la sede, los asientos para los presbíteros. La nave contiene una sillería para el pueblo y, a lo largo de su parte superior, está ornamentada con los azulejos de un Vía Crucis completados con algunas escenas de la vida de la Virgen María. La iglesia cuenta con una cripta en la que hay una capilla dedicada a la Dormición de la Virgen y otra de enterramientos; posteriormente, ya fallecido san Josemaría, se situó también allí una capilla para el Santísimo.
Si el oratorio de Santa María de la Paz responde al estilo basilical romano, el dedicado a los Santos Apóstoles, en el año 1958, es de estilo románico, el más abierto a la rica simbólica cristiana. En su diseño se incluyen motivos inspirados en la Cámara Santa de la catedral de Oviedo y en el Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela. En el presbiterio se encuentra el altar coram populo y, al fondo, y algo más elevado, un altar con el Sagrario. Esta posición materializaba de algún modo lo que ya en 1932 había escrito: "muy bien podría haber al fondo del presbiterio y bajo un arcosolio, p.e., un altar con Sagrario, a fin de tener allí al Señor reservado" (Apuntes íntimos, n. 814: CECH, p. 691).
Conforme al uso antiguo de la Tradición, bajo ese altar del oratorio de los Santos Apóstoles se halla actualmente una arqueta dorada que contiene reliquias de san Josemaría. En la parte alta de la zona dedicada al presbiterio, están situadas unas esculturas o altorrelieves de los Doce Apóstoles, acompañados por Nicodemo y José de Arimatea, así como por san Lucas y san Marcos, los dos evangelistas no apóstoles, ornamentación que visibiliza el aprecio de san Josemaría por aquellos que vivieron más de cerca las palabras y los gestos salvíficos de Cristo. El ámbito que acoge la reserva eucarística, marcadamente diferenciado del resto del presbiterio, está constituido por un ábside decorado de ángeles y de pequeñas lámparas votivas, donde se encuentra un altar sobre el que descansa el tabernáculo en cuya puerta se representa el Pantokrator. En el frontal de este altar, inspirado en algunos altares románicos catalanes, están esculpidas las figuras de los quince santos y santas que se mencionan en la segunda parte del Canon Romano. Se trata de santos por quienes la liturgia romana ha conservado una particular veneración.
El oratorio de Pentecostés, destinado al Consejo General de la Obra, data de 1957. De planta rectangular y estilo barroco, en su prestancia confluyen la sillería lateral -al modo de los coros tradicionales-, el mármol del pavimento y la luz que se filtra a través de unas vidrieras que cubren sus paredes laterales y el artesonado del techo. Las dos vidrieras laterales representan escenas de la vida de Cristo en cuanto Dios y las de enfrente en cuanto hombre. El altar destaca sobre el fondo de otra amplísima vidriera con la escena luminosa de la venida del Espíritu Santo. En este oratorio, y de manera especial en el sagrario, san Josemaría puso un esmero especialísimo. Sobre el dintel de la puerta de este tabernáculo hizo inscribir estas palabras: consummati in unum (Jn 17, 23). De este modo quiso expresamente llamar la atención sobre la importancia de la unidad! "que los corazones de todos nosotros, como antes y ahora y luego, hasta siempre, sean un mismo corazón, para que se hagan verdad las palabras de la Escritura: multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una" (AVP, III, p. 308).
La tradición litúrgica conoce las "columbas" como lugares destinados a la reserva del Cuerpo eucarístico del Señor. Si el término "tabernáculo" remite a la tienda del desierto donde residía la shekiná, el término "columba" evoca al Espíritu Santo. El Resucitado está realmente presente en la Iglesia en su condición pneumática (Pneuma) y señorial (Kyrios), como dice el Apóstol: "el Señor es Espíritu" (2Co 3, 17).
La estima creciente de la Iglesia por el don precioso de la Eucaristía produjo, con el paso del tiempo, obras de arte que, en el caso de la columbas eucarísticas, se plasmaron en realizaciones admirables por su riqueza y gusto exquisitos, homenajes de la fe al amor con que Cristo-Eucaristía quiere a su Iglesia. Consciente de este patrimonio espiritual, san Josemaría quiso que, sobre el altar del oratorio donde celebra el Prelado del Opus Dei, hubiera una columba eucarística. Tras su delicada orfebrería late la fe y el amor de san Josemaría por el Santísimo Sacramento.
El elenco de pormenores que se desprenden de las descripciones precedentes, sin ser exhaustivo, testimonia, en su conjunto, el aprecio de san Josemaría por la venerable tradición del Rito Romano y su deseo de situarse en continuidad con ella. Su gusto por lo sobrio, sencillo y noble en el culto divino presenta conexiones con determinadas dimensiones del Movimiento litúrgico. La Misa dialogada, la centralidad del sagrario, la comunión dentro de la Misa, la conciencia del significado profundo del altar cristiano, la verdad de los signos... son otros aspectos que muestran al sacerdote que siente hondamente la liturgia y mueve a una participación activa en ella.
Una vez expuestos algunos aspectos concretos de la vivencia litúrgica de san Josemaría, parece oportuno reflexionar sobre ella a la luz del trasfondo teológico-litúrgico que subyace en su predicación y en sus escritos. Para eso detendremos nuestra atención sobre algunos textos, conscientes de que la selección será necesariamente limitada.
Mencionamos ante todo una frase contenida en los guiones que redactó para la predicación de unos ejercicios espirituales dirigidos a sacerdotes a finales de los años treinta. En ella se lee: "La Misa, sacrificio del N.T.: Representación de todos los misterios de Xto., tan viva y perfecta, que se renuevan y vuelven a efectuar misteriosamente en ella" (Ejercicios Espirituales, Meditación «Nuestra Misa», Vergara 9-IX-1938: CECH, p. 676, nt. 5).
Esta nota resulta altamente significativa en cuanto que se halla en sintonía teológica con los desarrollos de la "doctrina de los misterios" (Mysterienlehre) que, acerca de la presencia actual del misterio de Cristo en la liturgia, había propuesto Odo Casel (|1948). Esta intuición, una de las más fructíferas ideas teológicas de nuestro siglo, fue el corazón de la doctrina litúrgica del Concilio Vaticano II (cfr. BOUYER, 1964, p. 242 y conferencia pronunciada por Joseph RATZINGER en 1965, cit. en ROSAS, 1996, p. 41).
a) La participación litúrgica. La participación activa de los fieles en las celebraciones litúrgicas de la Iglesia fue, como se sabe, el eje en torno al cual giró la entera reforma litúrgica del Concilio Vaticano II. Actualmente, el Catecismo de la Iglesia Católica responde a la pregunta acerca del sujeto de la celebración con estas palabras: "La Liturgia es «acción» del «Cristo total»" (CCE, 1136). San Josemaría buscó y procuró siempre una participación activa de todos los presentes en las celebraciones litúrgicas. Una anotación de gran fuerza expresiva, datada en 1938, revela su sensibilidad: "¡Catedral de Burgos! Mucho clero: el arzobispo, el cabildo de canónigos, los beneficiados, cantores, sirvientes y monagos... Magníficos ornamentos: sedas, oro, plata, piedras preciosas, encajes y terciopelos... Música, voces, arte... Y... ¡sin pueblo! Cultos espléndidos, sin pueblo. Catedral de Burgos" (Apuntes íntimos, n. 1590: CECH, p. 657). Otro texto, redactado también en 1938, discurre por la misma línea: "(Sevilla) visito la catedral (...). Es grandiosa. Lástima de coro en medio, y de presbiterio enjaulado, aunque la jaula de hierro dorado sea magnífica: no dejarán participar del culto más que a los privilegiados" (Carta 19-IV-1938: AGP, serie A.3.4, 255-2, 380419-2).
La convicción de que la participación en la liturgia no es privilegio, sino exigencia inherente al ser mismo del misterio del culto cristiano, le llevaba no sólo a proyectar espacios celebrativos idóneos para este fin, como ya hemos señalado, sino también a prescindir de cuanto distrajera a los fieles de su implicación en los textos y gestos de la celebración: "La Santa Misa... Asisten los Ángeles... ¿Y los hombres? fuera el libro de Misa, si no es un Misal litúrgico" (Ejercicios Espirituales, Meditación «La Sagrada Eucaristía», Madrid, enero 1935: CECH, pp. 657-658). "Libro de Misa" eran aquellos libros de espiritualidad, muy difundidos en la época, que eran meditados privadamente durante la celebración como alternativa piadosa a una participación activa. El "Misal litúrgico" alude, por el contrario, a los llamados "misales de fieles", que permitían a los fieles seguir los ritos y dialogar las oraciones con el sacerdote.
b) Palabra y sacramento. En el punto 86 de Camino se lee: "«No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios», dijo el Señor. -¡Pan y palabra!: Hostia y oración. (...)". Del paralelismo redaccional entre pan y palabra, de un lado, y hostia y oración, de otro, se desprende la relación fundamental palabra-oración. En efecto, para el autor de Camino la aproximación a la Palabra de Dios se realiza en el clima de la plegaria y, a su vez, la oración cristiana se nutre fundamentalmente de la Palabra de Dios. Esta afirmación dimana de su captación teologal del Evangelio, “el libro que nos conserva la voz de Jesús, y que es la fuente donde nuestra oración bebe mejor el agua de la gracia, donde nuestra ansia de verdad se sacia tan plenamente con la luz del cielo prendida en las palabras del Maestro" (Plática pronunciada en Madrid, 30-V-1937, en Crecer para adentro: AGP, Biblioteca, P12). Esta forma original de referirse al Evangelio, en la que se escuchan resonancias joánicas, revela la vivacidad con que concibe la Palabra de Dios, su realidad carismática, el carácter sacramental que oculta y, a la vez, la revelación del Resucitado, que en el "hoy" celebrativo es para su Iglesia el Logos vivificante del Padre.
Proclamada en la celebración del misterio de Cristo, la Palabra de Dios alcanza su destino originario y culminante. Ahí, escribe san Josemaría, oímos "la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla" (ECP, 89). Este "cumplirse de la acción" apunta a la dimensión performativa de la Palabra celebrada: la liturgia realiza la actualización perfecta de los textos bíblicos, y lo que la Palabra anuncia lo realiza el sacramento.
c) La proyección existencial de la liturgia. La liturgia, en cuanto estadio actual del misterio, comporta la exigencia de trascender el momento ritual para hacerse vida. Para el bautizado, existe una celebración sacramental del misterio de Cristo, y existe un culto espiritual, al que alude san Pablo en términos de logiké latreia (Rm 12, 1). El sacrificio de nosotros mismos, juntamente con Cristo, en el altar litúrgico, y los sacrificios espirituales que ofrecemos durante la jornada en el altar de nuestro corazón son oblaciones recíprocamente implicadas -la celebración eucarística remite a la vida diaria y ésta prolonga la celebración ya acontecida y prepara la siguiente-, constituyen la sístole y la diástole de la sequela Christi. La circularidad entre los dos momentos característicos de la liturgia cristiana -celebrativo y existencial- señala la autenticidad de la vida en el Espíritu (cfr. SaC, 70-71). Josemaría Escrivá, que tiene una honda captación de esta realidad, la sintetiza en pocas palabras en una homilía de Viernes Santo: "todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia" (ECP, 96).
Aquí, el sustantivo "existencia" se toma en su acepción semántica más global. Abarca desde la actividad del cristiano en el ámbito íntimo de su familia, hasta sus quehaceres profesionales y civiles, incluso los más sencillos y ordinarios. A este respecto resulta sugestiva la estrofa de un himno tomado del Oficio divino de san Josemaría Escrivá: "haznos sal que preserve de la corrupción, luz que ilumine los corazones de los hombres, fermento vivo que lleva el Pan vivo a todos los quehaceres" (himno lpse magister del oficio de lectura, cuarta estrofa sáfica: ... Sal, quod praeservet a corruptione, lumen, humana pectora collustrans, vivum fermentum, ferens Panem Vivum omni laborí). Las últimas palabras presentan un marcado acento teológico: cada uno de los bautizados es constituido "fermento vivo que lleva el Pan vivo a todos los quehaceres". Y todo el himno procede glosando, con lenguaje lírico que canta la entraña sacerdotal de la vocación cristiana. Remite, en definitiva, al modo eucarístico, y, por tanto, litúrgico de realizar la misión que san Josemaría predicó incansablemente; "poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres" (F, 685),
Félix María AROCENA
"Tu oración debe ser litúrgica. -Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares" (C, 86). Este texto, de carácter programático, responde a la personal experiencia de san Josemaría Escrivá de Balaguer, nacida de la meditación asidua de las fórmulas del Misal y de las oraciones de la Liturgia de las horas. No es de extrañar por eso que en los años treinta escribiera: "ya no anotaré ningún salmo, porque habría de anotarlos todos, ya que en todos no hay más que maravillas, que el alma ve cuando Dios es servido" (Apuntes íntimos, n. 681, 3-IV-1932, Domingo de Ramos).
Este modo de rezar originado en la oración de la Iglesia se desarrollaba tanto en la quietud de una iglesia u oratorio como en el desempeño de sus tareas ordinarias "en medio de la calle". Así, en una carta escrita en 1934, comentando un viaje en tren, y dirigida a los miembros de la Obra, afirmaba: "esta mañana he rezado el Breviario con más solemnidad que en el coro de una Catedral: invité a cantar, conmigo, las alabanzas del Señor a todos los custodios que venían en mi departamento" (AGP, serie A.3.4, 253-2, 340917-2). Este deseo de san Josemaría estaba muy vivo en su alma, como demuestran sus palabras, sin duda autobiográficas, del punto 747 de Forja: "Así deseaba dedicarse a la oración un sacerdote, mientras recitaba el Oficio divino: «seguiré la norma de decir, al comenzar: «quiero rezar como rezan los santos», y luego invitaré a mi Ángel Custodio a cantar, conmigo, las alabanzas al Señor». Prueba este camino para tu oración vocal, y para fomentar la presencia de Dios en tu trabajo" (F, 747). Su oración del Oficio divino, además de ser rezada con amor de Dios y acompañada de otras voces, se extendía a los diversos momentos del día: era alimento para su vida contemplativa, en medio de los quehaceres cotidianos.
Estos textos, y otros paralelos, ponen de manifiesto una característica muy eclesial de la vida interior de san Josemaría: la liturgia como alimento primero y fundamental de la piedad de su alma, según cuanto había expresado a comienzos del siglo XX san Pío X. Un recuerdo de Mons. Álvaro del Portillo nos deja un retrato muy vivo de la centralidad de la Liturgia de las horas en la jornada de san Josemaría: "a este propósito me acuerdo de lo que sucedió hacia 1942 o 1943. Nuestro Fundador estaba enfermo y, aunque tenía una fiebre muy alta, quería recitar el oficio divino. Le dije que en aquellas condiciones no tenía obligación de hacerlo, pero me replicó: «Mira, tú no puedes decir esto porque todavía no eres sacerdote, y yo no quiero obrar sin un consejo autorizado. Por lo tanto, hazme el favor de llamar por teléfono a don José María Lahiguera, que es mi confesor; exponle la situación, y haré lo que él mande» (...). Años después, a causa de la diabetes, perdió mucha vista, tanto que no podía casi ni leer: la diplopía le hacía ver las letras dobles y desdibujadas. Entonces nos pidió a don Javier Echevarría y a mí que rezáramos en voz alta el Oficio divino, para poder unirse a nuestra oración" (cfr. DEL PORTILLO, 1993, pp. 156-157).
Consciente del inmenso valor que la Liturgia de las horas posee para la vida de piedad de los fieles, a finales de los años treinta pensó escribir un "devocionario litúrgico" que, entre otros apartados, contara con una selección de salmos y un esquema de las horas de Laudes y Vísperas. Este libro, en sus primeras notas, se denominaba Adición al Misal, y después Devociones Litúrgicas o Devocionario Litúrgico (cfr. CECH § 5. 2). A comienzos del año 1939, san Josemaría se preparó para pasar una semana en Vitoria, trabajando con las excelentes fuentes litúrgicas de la Biblioteca del Seminario de dicha ciudad. Por el testimonio de algunas cartas sabemos que su intención era que el libro fuese publicado por las mismas fechas que Camino: "ayer me dijo [san Josemaría] que va a encargar la copia de las secciones que interesen para el segundo libro, Devocionario Litúrgico, y previo comentario suyo saldrá al mismo tiempo que el primero" (Carta de Francisco Botella a Pedro Casciaro, Burgos, 24-1-1939: CECH, p. 64).
El proyecto de devocionario estaba prácticamente concluido cuando a finales de 1940, fue dejado ante necesidades más imperiosas del momento. No obstante, en torno al 1943, retomó dichos materiales, como sabemos por algunos testigos: "en abril de 1944 [san Josemaría] nos habló de otra posible publicación, que podría titularse Devociones Litúrgicas, un libro breve que recogería salmos del Breviario, para ayudar a hacer oración sobre textos litúrgicos; apuntaba la posibilidad de que pudiera estar listo para el año siguiente" (PONZ PlEDRAFITA, 2000, p. 108).
Al final, dicho libra nunca se publicaría, aunque en el Archivo General de la Prelatura, en Roma, se conserva un dossier con los materiales recogidos, en los que se advierte que la tarea fue interrumpida en un estado muy avanzado. Dicho dossier contiene una introducción manuscrita del Autor, bastante extensa y prácticamente finalizada, y materiales que muestran cómo se pretendía ofrecer, bilingües, el ordinario de la Misa, una selección de oraciones del Misal, el esquema de Laudes y Vísperas, y un conjunto de salmos y de devociones e himnos eucaristicos. En su edición crítica de Camino, Pedro Rodríguez apunta, como una posible causa de su no publicación, el interés de san Josemaría por dejar bien claro que el Opus Dei no tiene liturgia propia, sino sencillamente la de la Iglesia (cfr. CECH § 5. 2).
José Luis GUTIÉRREZ
La relación entre liturgia y vida espiritual en el fundador del Opus Dei puede afrontarse desde su vida o desde sus enseñanzas; es decir, desde cómo vivió personalmente la liturgia y qué enseñó sobre ella. Estas dos perspectivas son distintas pero están íntimamente relacionadas, pues la enseñanza de san Josemaría está siempre unida a su propia experiencia interior. Aquí sigue la segunda opción, centrándose en tres puntos: la Eucaristía, el año litúrgico y el entorno celebrativo. No trataremos aquí la Liturgia de las Horas, porque tiene ya una voz específica en este Diccionario.
La enseñanza de san Josemaría sobre la Misa se mueve entre estas tres coordenadas. Primera: el misterio eucarístico es el "centro" y la "raiz" de la vida cristiana, de modo que vivifica y da consistencia a todo su dinamismo interior y exterior. Segunda: esta centralidad se alcanza en mayor grado si su celebración está transida de dignidad y devoción, tanto por parte del ministro celebrante como de los fieles que participan en ella. Tercera: el río redentor que en ella se origina no se detiene en la misma celebración, sino que se derrama en todas las dimensiones de la existencia cristiana: temporal, espacial y operativa.
Digamos ante todo que la fuerza y el vigor de la celebración de la Misa no dependen, de la estructura estética o ritual con que pueda realizarse, sino de la centralidad que el misterio que en ella se celebra ocupa en la vida de Cristo, más aún, en toda la historia de la salvación. Esta historia está focalizada y finalizada por el sacrificio redentor del Calvario, que se actualiza sacramentalmente en la celebración eucarística. Si se desgaja o rebaja la acción redentora de Cristo, la Misa queda esencialmente devaluada y convertida en una acción humana coloreada, en el mejor de los supuestos, por un falso pietismo esteticista y jurídico, pero incapaz de trasformar la vida de las comunidades cristianas.
San Josemaría se movió en este horizonte desde los comienzos de su ministerio sacerdotal, aunque fue profundizando en él a medida que maduraba su vida interior y mística. Baste recordar el "«nuestra» Misa, Jesús" de Camino (C, 533; CECH, p. 683) de los años treinta, junto a "[la Misa] es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención" (ECP, 86), de principios de los sesenta, y este otro pasaje de origen autobiográfico, que recoge un punto de meditación de Via Crucis: "Después de tantos años, aquel sacerdote hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero trabajo: operatio Dei, trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina. A Cristo también le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz" (VC, XI Estación, 5).
a) La santa Misa, acción trinitaria y eclesial
"La Misa (...) es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo. (...) Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor Infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los sacrificios de la Antigua Ley. (...) La Santa Misa nos sitúa de este modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia" (ECP, 86-87). Este es el punto nuclear para comprender la espiritualidad de la Misa que enseñó san Josemaría. De hecho, él mismo hace derivar de los pasajes citados la siguiente conclusión: "Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los demás sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo" (ECP, 87). Se entiende pues que al que le pedía "un programa de vida cristiana", le podía responder: "La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa (...), porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros" (ECP, 88).
El carácter sacrificial de la Misa es, también a estos efectos, decisivo. Porque así como el sacrificio que Jesucristo realizó de una vez por todas fue perfectísimo y definitivo y reconcilió a todos con Dios, la Misa, que lo hace presente y actualiza, tiene el mismo alcance, independientemente de las circunstancias numéricas, temporales y espaciales que lo acompañan. Siempre es universal y siempre alcanza a todos los miembros de la Iglesia, a todos los hombres y a la misma creación. "Aunque seáis pocos los que os encontréis reunidos, aunque sólo se halle materialmente presente nada más que un cristiano, y aunque estuviese sólo el celebrante" siempre es un sacrificio "de toda la Iglesia", el holocausto universal, rescate de todas las tribus y lenguas y pueblos y naciones" (ECP, 89).
Esto no quiere decir que san Josemaría tuviera en menos la presencia y participación del pueblo, que obviamente, no puede limitarse a una presencia que cabría llamar "física", sino que debe ser amorosamente participativa, de modo que propicie un encuentro personal "de cada uno con el sacrificio redentor de Cristo; y así, mientas tomamos parte en la Misa, "adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos" (ECP, 88).
Toda esta extensa y profunda realidad de afectos espirituales no debe discurrir de modo autónomo e independiente de los textos y ritos que jalonan la celebración. Al contrario, ha de arrancar de ahí, de modo que exista una sintonía perfecta entre la objetividad de los textos y ritos y la subjetividad de los participantes. "El cristiano que se aísla -decía san Josemaría por los años treinta- en una piedad privada, no participa como conviene de la corriente santificadora de la Iglesia (vid y sarmientos). El sacrificio es ofrecido a Dios juntamente por el sacerdote y los fieles (...). Los fieles son oferentes y ofrendas al mismo tiempo: ofrecen a Dios el sacrificio de Cristo, y se ofrecen con Cristo, de modo que es el sacrificio de Cristo y de todos" (CECH, p. 677).
Detrás de estas palabras se esconde una realidad muy frecuente en aquella época: personas piadosas se pasaban la Misa rezando oraciones de un devocionario, o el santo Rosario, o en una actitud que la Constitución de liturgia del Vaticano ll calificaría (tomando la expresión de Pío XI en la Const. Ap. Divini cultus sanctitatem, XI y de Pío XII en la Cart. Enc. Mediator Dei, 236) como propia de "extraños y mudos espectadores" (SC, 48).
San Josemaría puso remedio a esta situación en sus apostolados, mediante una explicación mistagógica de los ritos y oraciones de la Misa, asumiendo así las mejores indicaciones pastorales del Movimiento Litúrgico.
Por lo demás, san Josemaría no limitaba la Misa a su celebración y participación. Éstas son, ciertamente, el punto de partida, pero no una realidad aislada. La Misa, y la liturgia en general -y con ellas el trato de Jesús en el Sagrario, al que luego nos referiremos-, deben alimentar la oración, y redundar en la vida: la meta ha de ser convertir cada día en una Misa ininterrumpida. "Hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba?" (ECP, 154). Ese "trabajar y amar como Él" comporta "que nuestros pensamientos sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios, Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas; que tengan ese bonus odor Chrísti (2Co 2, 15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir" (ECP, 156).
b) Comunión
Parte esencial de la Misa es la Comunión. San Josemaría la recomendó frecuentemente en su predicación. En Camino dejó escrito: "Comulga. -No es falta de respeto. -Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo. -¿Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos?" (C, 536). No se trata de una enseñanza puntual y excepcional. Era la norma que seguía en la formación que impartía a tantos universitarios a los que trató en los comienzos de su labor apostólica en Madrid, Valencia, Valladolid, Zaragoza, etc. Como ellos atestiguan, la comunión eucaristía formaba parte del plan de vida diario que san Josemaría les inculcaba desde los primeros momentos en que entraban en contacto con él. No le importaba que a veces algunos le hicieran notar el contraste entre la realidad de su vida y los frutos que cabe esperar de la comunión sacramental frecuente: "¡Cuántos años comulgando a diario!- Otro sería santo -me has dicho-, y yo ¡siempre igual!"; él respondía: "Hijo, (...) sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué sería yo, si no hubiera comulgado?" (C, 534).Y apostillaba: "-No es reverencia dejar de comulgar, si estás dispuesto. -irreverencia es sólo recibirlo indignamente" (C, 539).
En este texto la expresión "recibir indignamente" parece referirse -en esa dirección apunta la frase anterior- a la situación de pecado, de la que es necesario salir por la confesión antes de acercarse a la Eucaristía. Pero san Josemaría insistió también con frecuencia en la necesidad de prepararse adecuadamente para recibir la Comunión, así como la conveniencia de dedicar, después de haber recibido a Cristo, algunos minutos a la acción de gracias. Citemos unas palabras muy gráficas de una homilía en la que va comentando los textos de la Misa, hasta llegar a la Comunión: "Vamos a recibir al Señor. Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si sólo se pudiera comulgar una vez en la vida? Cuando yo era niño, no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente. Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor" (ECP, 91). Las costumbres y los gestos podían variar, pero las "delicadezas de enamorados" no deberían faltar.
Hoy son obvias algunas realidades eucaristías: la comunión frecuente y diaria, la comunión dentro de la misma celebración y la comunión con hostias consagradas en ella. En la primera mitad del siglo XX constituían en cambio una verdadera novedad. Comulgaban pocas personas mayores, sobre todo pocos hombres; la comunión se distribuía inmediatamente antes o después de la Misa; y, desde luego, era casi impensable hacerlo con las hostias consagradas en la Misa en que se comulgaba. Siglos de pietismo jansenista y alejamiento fáctico de la comunión sacramental habían hecho mella en el pueblo cristiano, que, en gran parte, se limitaba a comulgar para el cumplimiento pascual.
San Josemaría impulsó a la comunión frecuente, e incluso diaria, como ponen de relieve los textos recién citados, así como la comunión dentro de la Misa y en el momento en que lo indica el Misal, no antes ni después. En 1931, al señalar la praxis que deberían seguir los que se incorporasen al Opus Dei, escribió: "Los socios y las asociadas ordinariamente recibirán la Sagrada Comunión dentro de la Misa, porque ése es el sentir de la Liturgia" (CECH, p. 687). De la misma época son también estas palabras: "La comunión dentro de la Misa es la regla, no la excepción. “intra Missam”, con hostias ofrecidas y consagradas en la Misa. «Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre». Sacrificio unido al Sacramento. ¿Por qué separarlo sin causa razonable?" (ibidem).
c) Presencia de Jesús en el Sagrario
La referencia a la permanencia de la presencia real de Jesucristo en las hostias reservadas en el tabernáculo, y la adoración y piedad que ella reclama son una constante en los escritos de san Josemaría. Desde sus primeros años sacerdotales enseñó, a quienes se acercaban a su ministerio, que el Sagrario es el lugar más idóneo para la oración personal y donde hay que acudir siempre que sea posible, ya que la presencia sacramental real y verdadera de Jesús facilita el trato personal y directo con Él. "Cuando contemplamos la Sagrada Hostia expuesta en la custodia o la adoramos escondida en el Sagrario, debemos reavivar nuestra fe" y "conmovernos ante el cariño y la ternura de Dios" (ECP, 153). Y así el diálogo puede fluir de forma espontánea y sincera: "Os diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania: el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia: es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado" (ECP, 154).
Los escritos de san Josemaría que se relacionan con el año litúrgico son textos de predicación. Más en concreto, homilías o meditaciones dirigidas, sobre todo, a universitarios que pertenecían al Opus Dei o frecuentaban sus apostolados. Su tono no es académico, sino el da un pastor de almas que ha penetrado en la profundidad del misterio del Verbo Encarnado y trata de ayudar a otros a recorrer ese mismo camino. Sus enseñanzas están ancladas en la teología del año litúrgico, es decir, en la celebración del misterio de Cristo que la Iglesia realiza a lo largo del ciclo del año. Pero no se quedan en una exposición racional y fría sino que desembocan en una contemplación amorosa, dejándose interpelar por el amor de Dios que a lo largo del año litúrgico se va manifestando.
El punto de partida es el misterio trinitario visto en su dimensión económica. Es la fuente en la que nace el río de todas sus enseñanzas. En las celebraciones litúrgicas está escondido lo que san Pablo llamaba el mysterion, es decir, el proyecto salvífico eterno concebido por las tres divinas Personas desde toda la eternidad y manifestado en el tiempo, primero en sombras y, luego, en plenitud, cuando el Verbo asume nuestra condición humana y se convierte en Redentor y Salvador del hombre caído, por su vida entera y especialmente por el Misterio Pascual de su Muerte y Resurrección.
Toda la historia narrada en la Sagrada Escritura y revivida en la liturgia es una historia de salvación, sucesión de etapas de un tiempo salvífico: "Podemos imaginar –para acercarnos de algún modo a este misterio insondable– que la Trinidad Beatísima se reúne en consejo, en su continua relación íntima de amor inmenso y, como resultado de esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de Dios Padre asume nuestra condición humana, carga sobre sí nuestras miserias y nuestros dolores, para acabar cosido con clavos a un madero" (ECP, 95). Por eso la Navidad es "tiempo de salvación" (ECP, 7), de redención, y "ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma" (ECP, 12), respondiendo a la llamada que nos hace "para consumar, con Él, la Redención" (ECP, 31). También el Adviento es tiempo de salvación y nos prepara a ella; y, muy particularmente, lo es la Semana Santa, que es "la semana decisiva para nuestra salvación" (ECP, 76), en la "que se consuma la vida de Jesús" (ECP, 95), y nos encamina "hacia la Resurrección, que es fundamento de nuestra fe" (ibidem), porque "Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia" (ECP, 102), haciendo que Él no sea "una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos" (ibidem), “sino alguien que está vivo y presente en su Iglesia, en sus sacramentos, en la Eucaristía, en los cristianos, y pide a sus fieles que le lleven "a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas; a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña" (ECP, 105). De ahí la importancia del domingo que –como señala Juan Pablo II– "recuerda, en la sucesión semanal del tiempo, el día de la resurrección de Cristo" (DD, 1).
En este contexto se advierte con claridad por qué el domingo no debe ser considerado como un mero día de descanso, como una disposición eclesiástica que prescribe ir a la iglesia "una vez a la semana", sino como un recordatorio de la presencia viva de Dios, como un día de encuentro con Cristo que impulsa a tratar a Dios en todo momento de la vida ordinaria (cfr. CONV, 103). Y se entiende también que la celebración del año litúrgico no puede reducirse a las acciones sagradas que se realizan en un día determinado y en un lugar sagrado. Pensar así sería considerar al cristianismo como "un conjunto de prácticas o actos de piedad" aisladas de la vida: "quien tiene esa mentalidad, no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte" (ECP, 98; ver también CONV, 114). La celebración del misterio de Cristo a lo largo del año litúrgico, lejos de llevar a "refugiarse en el templo, encogiéndose de hombros ante el desarrollo de la sociedad, ante los aciertos o aberraciones de los hombres", "lleva a ver el mundo como creación del Señor", "a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana" (ECP, 99).
Esta proyección de los misterios celebrados a la historia personal y social de los hombres es uno de los aspectos significativos de la predicación de san Josemaría referida al año litúrgico:
- En el tiempo de Navidad, por ejemplo, al contemplar la verdad del nacimiento del Verbo Encarnado y de su vida en Belén y Nazareth pasa enseguida a subrayar la posibilidad de santificar la vida ordinaria (cfr. ECP, 14) o la realidad de la fraternidad universal: Jesucristo ha venido a traer la salvación "a todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios (...). No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos" (ECP, 13).
- La celebración de la Pasión del Señor el Viernes Santo, le conduce a "situarnos con absoluta sinceridad ante nuestro quehacer ordinario, a tomar en serio la fe que profesamos"; una fe que lleva a no pensar "en las pequeñas metas del prestigio o de la ambición", sino a "discurrir hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros".
- "La procesión del Corpus Christi -comenta- hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia (...) no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra. (...) hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas" (ECP, 156).
- La solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, con la que se cierra el ciclo del año litúrgico, le lleva a recordar que Jesucristo es Rey "desde la altura de la Cruz", en la que "redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres", y a poner en labios de Cristo el siguiente programa para nosotros: "si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad" (ECP, 183). Abundando en la misma idea, concluye: "A esto hemos sido llamados los cristianos, esa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacificador del amor" (ibidem).
El domingo y las diversas festividades y tiempos del año litúrgico no son realidades meramente rituales, sino acontecimientos de gracia que aspiran a prolongarse en la vida entera del cristiano. Y esto reclama que se celebren con fe, con conciencia de la grandeza de lo que en ellos se evoca y actualiza, y con una alegría interior, que, por su misma naturaleza, tiende a tener también manifestaciones exteriores. Las fiestas litúrgicas son para el cristiano días que invitan a una participación en la Eucaristía que sea especialmente viva y que impulse a santificar la totalidad de ese día de fiesta, y después el resto de la vida. Juan Pablo II lo enseña con palabras muy claras y concretas en un texto escrito, pensado directamente para el domingo, pero aplicable a cualquier otra festividad: "Si la participación en la Eucaristía es el centro del domingo, sin embargo sería reductivo limitar sólo a ella el deber de «santificarlo». En efecto, el día del Señor es bien vivido si todo él está marcado por el recuerdo agradecido y eficaz de las obras salvíficas de Dios" (DD, 52); de modo que ese recuerdo lleve "a dar también a los momentos de la jornada vividos fuera del contexto litúrgico –vida en familia, relaciones sociales, momentos de diversión– un estilo que ayude a manifestar la paz y la alegría del Resucitado en el ámbito de la vida ordinaria" (ibidem).
El espacio, los lugares, las vestiduras y vasos sagrados no son elementos esenciales a la liturgia. De hecho, las primeras comunidades cristianas vivieron la liturgia con gran hondura en situación de extrema precariedad, como ha sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia en momentos de persecución física y violenta, Sin embargo, a medida que fue posible, la Iglesia creó espacios para el culto y los dotó de imágenes, retablos, vestiduras y demás objetos -tantas veces magníficos- para alabar y glorificar a Dios en la liturgia.
Tres rasgos pueden destacarse en la enseñanza de san Josemaría sobre este punto: la nobleza, la belleza y el cuidado esmerado. En Camino dejó escrito, a propósito de las imágenes destinadas al culto litúrgico: "No me pongáis al culto imágenes «de serie»; prefiero un Santo Cristo de hierro tosco a esos Crucifijos de pasta repintada que parecen hechos de azúcar" (C, 542).
La sobriedad y belleza en la materialidad de los objetos destinados al culto, deben estar acompañados de la calidad. El fundador del Opus Dei optó siempre por este criterio: "Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. -Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco. –Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús; «opus enim bonum operata est in me»– una buena obra ha hecho conmigo" (C, 527). El santo Cura de Ars, que era capaz de las mayores privaciones en la comida y en las cosas materiales que usaba, cuando se trataba del culto siempre seguía este criterio: para Dios lo mejor. Y lo mismo pensaba san Josemaría: "Durante toda su vida procuró dedicar al servicio del Señor lo mejor que tenía" (DEL PORTILLO, 1993, p. 143). Siguiendo esta idea, expresaba en Forja: "Los objetos empleados en el culto deberán ser artísticos, teniendo en cuenta que no es el culto para el arte, sino el arte para el culto" (F, 836). La atención a la dignidad y la belleza de los objetos destinados al culto se prolonga lógicamente en el cuidado sea de esos objetos, sea de cuanto se refiere a la celebración litúrgica. Señalemos algunos detalles tal y como los destacaba, en una entrevista, Mons. Álvaro del Portillo: "[san Josemaría] hacía que todas las semanas se renovasen las formas consagradas reservadas en el sagrario, y estableció esta norma para todos los Centros de la Obra" (DEL PORTILLO, 1993, p. 142); exhortaba a que todos tratasen "con cariño los sagrarios" (ibidem, p. 143); y "desde el principio estableció que los amitos, purificadores y manutergios se lavasen y planchasen “cada vez que se usaban" (ibidem). Manifestaciones concretas de un espíritu que san Josemaría describía con estas palabras: "A las personas que ponen amor en todo lo que se refiere al culto, que hacen que las iglesias estén digna y decorosamente conservadas y limpias, los altares resplandecientes, los ornamentos sagrados pulcros y cuidados, Dios las mirará con especial cariño, y les pasará más fácilmente por alto sus flaquezas, porque demuestran en esos detalles que creen y aman" (instrucción, 9-I-1935, n. 253, nt. 167: AGP, serie A.3, 90-I-1).
José-Antonio ABAD IBÁÑEZ
San Josemaría vivió en Logroño, con su familia, desde 1915 hasta 1920, año en que se incorporó al Seminario de Zaragoza. Sin embargo, continuó teniendo su domicilio en aquella ciudad hasta que, a comienzos de 1925, se mudaron todos a Zaragoza. La familia Escrivá Albás se vio forzada a trasladarse a Logroño tras la quiebra de la empresa Juncosa y Escrivá, de la que don José Escrivá era socio, en Barbastro (Huesca), su ciudad de origen. En marzo de 1915, don José empezó a trabajar en el comercio de tejidos que Antonio Garrigosa tenía en Logroño. En septiembre, se trasladaron su mujer y sus dos hijos, Carmen y Josemaría.
Su estancia en Logroño estuvo presidida por las dificultades: cambio de ambiente, de amistades, de costumbres, dificultades económicas, lejanía de los seres queridos, etc. Sin embargo, esa ciudad fue el marco escogido por la Providencia para que Josemaría tuviera allí los primeros "barruntos" (así los llamaba él) de la llamada de Dios.
Logroño está situado en la margen derecha del curso medio del río Ebro, junto a un vado del río que existía ya antes de la era cristiana. Es la capital de la región de La Rioja (entonces "provincia de Logroño"). En las cercanías de la ciudad se hallan restos de un primitivo poblado ibero y, en su extrarradio, restos de la antigua ciudad romana (Vareia, ciudad de Varo).
A comienzos del siglo XX la región era fundamentalmente agrícola y ganadera. Contaba con un activo comercio y una industria de derivados del campo. Se cultivaban cereales, hortalizas, frutales, legumbres, y se elaboraban vinos. Abundaban el ganado lanar y el ganado vacuno, y la comarca de Cameros era cabecera de cañadas de ganado trashumante. La producción de vino, superada la fuerte recesión causada por la epidemia de filoxera, empezó por entonces su despegue en cantidad y, sobre todo, en calidad. En 1923 inició su andadura el Consejo Regulador de la Denominación de Origen Rioja.
En la capital y en otras ciudades proliferaban pequeñas y medianas industrias; además de las bodegas de vino, había serrerías, fábricas de muebles, fábricas de conservas y embutidos, harineras, pequeñas industrias del cuero, maquinaria agrícola, etc. En la Exposición Regional de Productos de 1925, inaugurada por el rey Alfonso XIII, participaron, entre otras, sesenta y ocho industrias de la zona.
El censo municipal de 1915 asignaba a Logroño unos 24.000 habitantes, que aumentaron paulatinamente para llegar a 33.000 en 1925. El comercio era floreciente, no sólo en un ámbito regional y nacional, sino también internacional. En 1917 tenían consulado en la ciudad: Argentina, Chile, Francia y Uruguay. Destacaban algunos comercios de tejidos, entre los que se encontraba la firma Almacenes Garrigosa, que contaba con cuarenta y ocho empleados, uno de ellos José Escrivá.
La Enseñanza Secundaria se atendía en el Instituto General y Técnico de Logroño (Bachillerato), una Escuela de Artes e Industrias, dos Escuelas Normales (maestros y maestras), tres colegios, el Seminario Conciliar y varias academias. El total de alumnos escolarizados en Secundaria, en 1917, era de 1.062. Para la Enseñanza Primaria había diez escuelas nacionales y varias más, regidas por instituciones benéficas.
La ciudad disponía de Audiencia Provincial de Justicia con los correspondientes Juzgados, dos cuarteles militares y un cuartel de la Guardia Civil. La medicina y la salud contaban con el Hospital Provincial de reciente construcción, una Casa de Socorro, un Manicomio, una Sección de la Cruz Roja y Hospital Militar.
Para la atención religiosa había tres parroquias: la colegiata de Santa María de La Redonda, Santiago el Real y Santa María de Palacio, a las que se añadían hasta nueve iglesias más, vinculadas a órdenes religiosas masculinas y femeninas. La vida religiosa era tranquila. Las iglesias se cerraban a media mañana, después de la misa matutina y abrían unas horas por la tarde para atender a la feligresía, el rezo del Rosario, algún acto eucarístico o alguna novena. Se celebraban con solemnidad las fiestas litúrgicas y las fiestas patronales, algunas de ellas con vistosas y nutridas procesiones populares.
El Logroño de esa época contaba con un amplio espectro de partidos políticos: el Liberal Dinástico, el Liberal Democrático, el Conservador, el Reformista, el Socialista, etc, Siempre predominaron y gobernaron los partidos liberales, respetuosos con la religión pero fríos y distantes. Riojanos fueron, entre otros, Práxedes Mateo Sagasta, repetidas veces ministro y presidente del Consejo de Ministros, y su sobrino Amos Salvador, también titular de varias carteras ministeriales.
España se mantuvo neutral durante la Gran Guerra (1914-1918). Esa situación favoreció el comercio y la industria de la nación, aunque la ventaja fue puramente coyuntural y sólo benefició a unos pocos, ya de por sí adinerados. El pueblo llano vio cómo los precios se encarecían de modo alarmante.
En 1917 las dificultades del régimen político y la inestabilidad social alcanzaron cotas preocupantes. Durante los días 13 al 16 agosto tuvo lugar en toda España una fuerte huelga general revolucionaria; en Logroño intervino la fuerza pública y hasta el ejército. Se llegó a prohibir la comunicación telefónica y telegráfica con el exterior de la capital. El invierno de 1917-18 fue duro para Logroño por la situación social y también por la climatológica. Hubo una grave escasez de alimentos y subsistencias que puso a la ciudad al borde del hambre.
El administrador apostólico de la diócesis durante estos años (1911-1921) fue don Juan Plaza García, natural de Guadalajara y antiguo maestrescuela de la catedral de Calahorra. En 1921 fue sustituido por don Fidel García Martínez, que permaneció en la diócesis hasta 1953.
Don José Escrivá y doña Dolores Albás, con sus hijos, Carmen (dieciséis años) y Josemaría (trece), vivieron a partir de 1915 en Logroño en tres domicilios diferentes, en la parte céntrica de la ciudad, próximos a la tienda La Gran Ciudad de Londres, donde don José trabajaba como dependiente.
Formaban una familia cristiana sencilla y piadosa. Las dificultades los habían unido mucho entre sí y con Dios. Los padres se querían de verdad y los hijos nunca los vieron discutir. Les transmitieron sólidas y profundas convicciones cristianas; les enseñaron a rezar y a trabajar con sentido de responsabilidad, a comportarse con hombría de bien. En palabras de Santiago Escrivá: "El ambiente de piedad en mi casa era normal. A mí me llevaban a Misa ya antes de hacer la primera comunión (...). Las devociones más señaladas que practicaba mi madre eran los 7 domingos de San José y, por supuesto, los primeros viernes. Tenía mucha devoción a la Virgen, en la advocación del Pilar" (TOLDRÁ, 2007, p. 66).
Don José era cordial y alegre, con buen humor. Supo aceptar las adversidades con un ánimo fuerte. Daba la impresión de ser un hombre sereno y feliz, y seguramente lo era desde un profundo sentido cristiano. Su valía humana era superior al trabajo que realizaba; le gustaba estar bien informado en política; era cuidadoso en el vestir. Iba con frecuencia a Misa en la cercana parroquia de Santiago y tenía devoción muy arraigada a la Virgen de la Medalla Milagrosa. San Josemaría decía de él: "No le recuerdo jamás con un gesto severo; le recuerdo siempre sereno. Con el rostro alegre, y murió agotado: con sólo 57 años, pero estuvo siempre sonriente" (TOLDRÁ, 2007, p. 69).
Doña Dolores era mujer de mucho temperamento, de carácter recio y dulce al mismo tiempo, muy elegante y de buena educación. Se esmeraba en el gobierno de su casa a pesar de las estrecheces materiales y procuraba mantener un estilo cuidado, detallista y elegante. Su hijo la recordaba siempre atareada en alguna cosa, sin estar nunca ociosa.
La hermana mayor, Carmen, preparó su ingreso en Magisterio, carrera que terminó en Logroño en 1921, aunque no solicitó el título hasta 1933, que fue cuando abonó los derechos de expedición. Siempre tuvo mucha confianza y cariño a su hermano Josemaría.
Josemaría, por aquel entonces, era un muchacho de buena apariencia, algo corpulento, pelo oscuro, bastante corto, que a menudo cubría con una pequeña boina, como era costumbre, siempre bien vestido. Todos afirmaban que era muy alegre, con risa poco ruidosa pero franca y contagiosa. Con sentido del humor, aunque muchas veces pasaba por callado y pacífico. Se hacía querer por ser recto y ecuánime, nada violento, con gran capacidad de escuchar al interlocutor.
Hacia 1916 debe situarse el inicio de su interés por las luchas de independencia que en aquellos años atravesaba Irlanda, país católico, por cuyas gentes rezó y ofreció sacrificios para que encontrara la paz.
En febrero de 1919 nació el último hermano, Santiago, cuya llegada san Josemaría siempre consideró como una respuesta a su oración, sencilla e ingenua, cuando decidió ser sacerdote y pidió al Señor que un hermano varón viniera a ocupar el lugar que él dejaría vacío en el hogar de sus padres.
Josemaría había terminado en Barbastro los tres primeros cursos de Bachillerato y en el Instituto de Logroño cursó los tres últimos, de 1915 a 1918. En esos años consideró la posibilidad de estudiar Arquitectura, porque dibujaba con soltura y entendía planos con cierta facilidad. También consideró la posibilidad de estudiar Derecho.
Surgió en él la afición a la literatura, animado por su padre desde su infancia y, entonces, también por sus profesores. Inició en esta época la lectura de los Clásicos españoles, especialmente los autores del Siglo de Oro.
En el Instituto trabó amistad con Isidoro Zorzano, pues fueron condiscípulos en la misma aula durante tres años. Más tarde, Isidoro estudió Ingeniería Industrial y se colocó en la Compañía de Ferrocarriles Andaluces. Él fue uno de los primeros en pedir la admisión en el Opus Dei.
San Josemaría afirmó muchas veces que tenía quince o dieciséis años cuando empezó a barruntar el Amor. Con esa expresión se refería a las primeras insinuaciones de su vocación, Siempre hizo referencia a un hecho concreto ocurrido en fecha que no ha sido posible fijar con exactitud, pero que se sitúa entre finales de diciembre de 1917 y los primeros días de enero de 1918. Este hecho, probablemente, fue seguido por otros más a lo largo de una temporada, que le hicieron reflexionar y tomar decisiones importantes para su vida.
En cualquier caso, tuvo lugar un suceso que permaneció fuertemente grabado en su alma y le sirvió como punto de referencia donde situar el inicio de su vocación. Su testimonio escrito más antiguo que poseemos data de octubre de 1932, cuando apuntó: "Mi Madre del Carmen me empujó al sacerdocio. Yo, Señora, hasta cumplidos los dieciséis años, me hubiera reído de quien dijera que iba a vestir sotana. Fue de repente, a la vista de unos religiosos Carmelitas, descalzos sobre la nieve" (AVP, I, p. 98). Su sucesor en el Opus Dei, don Álvaro del Portillo, lo narraba así: "Era por la mañana. Había nevado durante la noche, y el suelo estaba recubierto por una capa de nieve, en la que no se veían más que las huellas de los píes descalzos de un fraile carmelita, De este detalle tan minúsculo se valió el Señor para suscitar una profunda inquietud en el alma de nuestro Padre. Comenzó a meditar: si otros hacen tantos sacrificios por Dios, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada? Así, y con la gracia que el Señor le concedió en abundancia, empezó a notar que Dios quería algo de su vida: barruntó el Amor con mayúscula" (TOLDRÁ, 2007, p. 120).
Después de esa experiencia, localizó al carmelita y le abrió su alma: era el padre José Miguel de la Virgen del Carmen. Le visito con asiduidad en la iglesia de su convento y, en consecuencia, empezó a acudir a la Misa diaria, a la confesión frecuente y a la práctica de la penitencia, e inició una vida de más oración. Al poco tiempo, el padre José Miguel le insinuó la posibilidad de hacerse carmelita: ese planteamiento, en el que nunca había pensado, le hizo reflexionar sobre la llamada. Después de madura ponderación concluyó que el estado religioso no era lo suyo, pero comprendió que Dios le pedía algo y que su respuesta había de ser generosa. De su oración y, sobre todo, de la gracia de Dios, surgió la decisión de hacerse sacerdote para estar abierto a lo que Dios pudiera pedirle.
Habló con franqueza con su padre -primavera de 1918-, con quien tenía mucha confianza. Don José comprobó la seriedad de su deseo y concluyó: "Yo no me opondré". Y le llevó a hablar con el abad de la Colegiata de La Redonda, don Antolín Oñate, al que conocía.
Don Antolín encontró muy buenas disposiciones en Josemaría y quedó convencido de su llamada al sacerdocio. Tras consultar con otras personas, maduraron un plan de actuación: terminar el Bachillerato en junio, preparar durante el verano las asignaturas necesarias para poder ingresar en el primer curso de Teología y pedir la admisión en el Seminario. Esto fue lo que se hizo.
La decisión de ser sacerdote sorprendió a todos, padres, amigos y conocidos pues, aunque tenía buena formación cristiana, siempre había manifestado deseos de estudiar alguna carrera civil. Mientras tanto pasó a dirigirse con don Ciriaco Garrido, que confesaba en La Redonda, y fortaleció su vida de piedad al tiempo que estudiaba con ahínco. En esta temporada empezó a repetir con frecuencia: "Domine, ut videam!" ("¡Señor que vea!"), Lc 18, 41, "Domine, ut sit!" ("¡Señor que sea!"), que posteriormente alternaría con "¡Señora, que sea!", "¡Señora que vea!". Esta época de los "barruntos" terminó con la claridad de la luz recibida el 2 de octubre de 1928.
San Josemaría continuó en Logroño hasta 1920, año en que se trasladó a Zaragoza para incorporarse al Seminario de esa diócesis. En Logroño murió José Escrivá el 27 de noviembre de 1924, mientras san Josemaría se encontraba ya en Zaragoza preparando su ordenación sacerdotal, que tuvo lugar cuatro meses más tarde. Su madre y sus hermanos quedaron en difíciles circunstancias económicas en la capital riojana hasta que pudieron reunirse con san Josemaría en Zaragoza a principios de 1925.
Jaime TOLDRÁ
Centro de formación para mujeres del Opus Dei, iniciado por impulso de san Josemaría en 1944; situado en Villaviciosa de Odón (Madrid). A partir de 1969 se convirtió en casa de retiros que se usa tanto para mujeres como para varones.
Ya desde los inicios de la labor del Opus Dei, su fundador puso los medios para proporcionar a sus hijos e hijas una sólida formación doctrinal-religiosa, teológica, y un conocimiento vivo del espíritu de la Obra.
A estos efectos, desde principios de los años 1940, buscó un lugar, cercano a Madrid, en el que sus hijas pudieran realizar esos estudios y, a la vez, descansar del trabajo profesional. A finales del verano de 1944, al pasar por Villaviciosa, se fijó en una casa situada en el centro del pueblo que podría ser apropiada. El 15 de septiembre volvió, acompañado de don Álvaro del Portillo, para verla y empezar las gestiones de su alquiler.
En octubre de 1944, san Josemaría anunció en el Centro de Jorge Manrique que, posiblemente antes de fin de mes, Los Rosales –nombre que eligió para la casa, por las rosas de su jardín– estaría disponible. Sería, después de Jorge Manrique y de la Administración de la Residencia de La Moncloa, el tercer Centro del Opus Dei para el apostolado con mujeres. Tras salvar varias dificultades, el 15 de noviembre les entregaron las llaves. Ese día Carmen Escrivá de Balaguer visitó la casa. El 16 volvió con Encarnita Ortega y Nisa González Guzmán; san Josemaría acudió desde Madrid y vio con ellas la distribución de las habitaciones.
San Josemaría supervisó la instalación. Dispuso que se trasladaran a Los Rosales una vitrina, un arca y una vajilla que habían sido de su madre: contribuyeron a darle un toque de distinción y de ambiente de familia. El 23 de noviembre de 1944 se instalaron en Los Rosales, Nisa González Guzmán, Mª Teresa Echevarría, Enrica Botella y dos empleadas; una de ellas, Concha Andrés, se incorporó posteriormente al Opus Dei. A principios de diciembre llegaron el retablo y el sagrario. Antes, Carmen Escrivá de Balaguer había llevado los lienzos y ornamentos, además de colaborar en la instalación de la casa. El día 8 de diciembre, san Josemaría celebró la primera Misa y dejó reservado el Santísimo Sacramento en el sagrario.
El 1 de septiembre de 1946, san Josemaría entregó, para que se colocaran en el oratorio, unas reliquias de santa Mercuriana, que fue mártir romana con diez años. El 23 de noviembre de 1950 envió desde Roma una imagen de san José, un plato de cobre y unos caramelos, y pidió a todas que rezasen para que vinieran quinientas mujeres al Opus Dei. Se conservan en la casa otros regalos suyos: cucharillas de café, de plata, de Florencia: una caja de música y un yugo que trajo de Portugal. En la habitación de la directora estuvo la imagen de Santa María que encargó el Padre para sus hijas en 1934 y que desde 1951 preside la sala de sesiones de la Asesoría Central, en Roma. La formación de las mujeres del Opus Dei era prioritaria en las intenciones del fundador, hasta el punto de que alguna vez comentó que le gustaría ser enterrado en esta casa.
El 21 de octubre de 1972, en su viaje de catequesis por España y Portugal, san Josemaría volvió a Los Rosales: consagró el altar de la Cripta, en el que depositó las reliquias de los santos Félix y Fortunata; se reunió en tertulias con las mujeres del Opus Del que atendían su administración y con amigas, y saludó y bendijo a las empleadas que trabajaban en el taller de ornamentos.
San Josemaría predicó homilías y meditaciones a sus hijas en Los Rosales –la primera el 8 de diciembre de 1944–; impartió sesiones sobre el espíritu de la Obra; comentó documentos con experiencias apostólicas y de gobierno de los Centros; les inculco el esmero en la atención de todo lo relacionado con el culto divino; las animó a que aprendieran canto gregoriano, etc. Promovió que estudiaran con profesionalidad los trabajos del hogar, para crear un clima acogedor, de familia, en los Centros del Opus Dei.
El 30 de junio de 1945, empezó allí el primer Centro de Estudios de mujeres: llegaron de Madrid, León, Valencia, Zaragoza y Salamanca. El 5 de julio de 1945 hicieron por primera vez la Vela al Santísimo Sacramento, devoción eucarística que se vive en los Centros del Opus Dei la vigilia de los primeros viernes.
En 1946, san Josemaría impulsó el primer curso de formación para numerarias auxiliares. Les dirigió una meditación sobre la virtud de la fortaleza. Estaban las tres primeras: Dora del Hoyo, Concha Andrés y Antonia Peñuela; supieron después que tenía mucha fiebre mientras predicaba.
En los veranos de 1947 y 1948, el Padre, que se encontraba en Molinoviejo dirigiendo la formación de sus hijos, fue muchas veces a Los Rosales para transmitir a sus hijas el espíritu de la Obra. De nuevo acudió en la Navidad de 1950 y tuvo varias tertulias, en las que impulsaba a todas a amar a Dios y a darse a las almas.
Los Rosales fue sede de la Primera Semana de Trabajo, en octubre de 1948 (cfr. AVP, III, p. 151) y del Primer Congreso General Ordinario de las Mujeres del Opus Del, en octubre de 1951 (cfr. EGUÍBAR, 2001, p. 133). Los presidió san Josemaría, que llegó acompañado por don Álvaro del Portillo y don José María Hernández Garnica; se proyectaron varios objetivos para la labor apostólica: impulsar la formación de las mujeres del Opus Dei, el crecimiento apostólico y la expansión a otros países.
El fundador regaló a Los Rosales la máquina de coser de su madre -de marca Singer-, donde las primeras mujeres de la Obra fueron aprendiendo, junto con otros instrumentos técnicos, a preparar los lienzos y ornamentos litúrgicos. San Josemaría les encareció que cuidasen la dignidad de los lienzos sagrados, dándoles indicaciones concretas que se recogieron en fichas a modo de praxis. Les recomendaba la lectura de los pasajes del Antiguo Testamento que describen los objetos de culto, los tabernáculos y las vestiduras sacerdotales. A veces el Padre, mientras cosían, les hablaba de los proyectos de expansión de la labor. En esos primeros tiempos, Paula Gómez, Mª Teresa Echevarría y Consi Pérez trabajaron en ese taller que, en 1958, pasó a ser denominado Taller Artesano de Los Rosales, integrado en la empresa Talleres de Arte Granda.
Adelaida SAGARRA GAMAZO
San Josemaría tuvo una honda conciencia de la primacía de la gracia en el proceso de santificación y, a la vez, de la necesidad de la libre cooperación humana (cfr. AD, 23). Recuerda que "nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo" (ECP, 176). "La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo (...), y con una lucha ascética constante" (F, 429). Sólo recibe la gracia del Paráclito quien libremente se abre a su acción, y esto comporta esfuerzo, porque el corazón humano se ha retraído de Dios por el pecado. En consecuencia, san Josemaría "subraya con fuerza este carácter de lucha de la existencia cristiana, que precisa de la conversión continua y de una correspondencia siempre renovada a la vocación" (SCHEFFCZYK, 2002, p. 72).
El asunto no es objeto sólo de la homilía La Lucha Interior (ECP, 73-82) o de los capítulos que le dedica en otras obras, como "Lucha interior" (C, 707-733); "Luchas" (S, 125-180); y "Lucha" (F, 58-157). "Casi toda la predicación, oral y escrita, de Josemaría Escrivá de Balaguer habla de lucha: lucha esforzada y constante, lucha individuada y concreta" (URBANO, 1995, p. 74). El tema cobra una vibración particular a partir de la década de 1960 cuando comienza a desvanecerse en la literatura teológica y en la pastoral, bajo el influjo de la cultura del bienestar y de las confusiones del postconcilio.
La predicación de san Josemaría sobre la lucha cristiana hace eco a la Sagrada Escritura que, desde el primero hasta el último de sus libros, habla de un combate contra el mal (cfr. Gn 3, 15; Ap 12, 17). Las referencias bíblicas son constantes. Por ejemplo, cita varias voces el libro de Job: "Militia est vita hominis super terram" (Jb 7, 1; cfr. C, 306; AD, 117); recuerda la advertencia de Jesús: "¡Cuán angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida!" (Mt 7, 14; cfr. AD, 129), comenta las enseñanzas paulinas: "Tomemos el escudo de la fe, el casco de salvación y la espada del espíritu que es la Palabra de Dios (cfr. Ef 6, 11 ss.)" (CONV, 123).
Su predicación refleja también la Tradición (cfr., por ejemplo, AD, t29). En general, recomienda la lectura de los maestras de vida cristiana, desde las Collationes de Casiano hasta la Imitación de Cristo y los autores del Siglo de Oro español, o el Combattimento spirituale de Lorenzo Scupoli. Gran parte do esa tradición se encuentra bajo el influjo de las espiritualidades religiosas, mientras que san Josemaría predica un espíritu laical y secular. En este sentido hay, a la vez, continuidad y novedad en su enseñanza. Acoge el inmenso patrimonio de la Tradición, pero no para adaptar las espiritualidades religiosas a la santificación en medio del mundo, sino para evidenciar que muchos elementos del espíritu cristiano de lucha que, con el paso de tiempo, se habían materializado y conservado fundamentalmente en la vida monástica y después en la vida religiosa, son propios de cualquier cristiano corriente. Al mismo tiempo, prescinde de actitudes estrechamente ligadas a la vida religiosa y así, por ejemplo, excluye la práctica de mortificaciones que dificultarían el cumplimiento de los deberes profesionales, familiares y sociales. Con esto no predica un ascetismo mitigado, sino una lucha heroica en los quehaceres cotidianos de un cristiano corriente.
Rasgo prominente de su predicación en este tema, inseparable del anterior, es el espíritu de filiación divina. Presenta el combate cristiano como una lucha de amor filial: un continuo actualizarse del amor de un hijo de Dios que, sabiéndose "otro Cristo, el mismo Cristo" (ECP, 96), quiere realizar la Voluntad de su Padre Dios aunque le cueste, confiando humildemente en el poder de su gracia, con la que se sabe capaz de vencer todas las batallas (cfr, AD, 213). Tiene en cuenta, con realismo, los obstáculos que se presentan en el camino de la santidad en medio del mundo y la necesidad de luchar duramente para superarlos, pero el sentido de la filiación divina infunde a toda su predicación un sereno optimismo.
Además de "lucha cristiana" y de "lucha de hijos de Dios" emplea las expresiones tradicionales de "lucha interior" y "lucha ascética", matizadas por los rasgos propios de su predicación.
Cuando habla de lucha interior (cfr. C, 433, 545; F, 223, 445, 735; ECP, 65, 75; AD, 36, 211, 232, 245) quiere señalar que el campo de batalla es el interior de la persona. No es una lucha contra los demás sino una "guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres" (ECP, 74). Pero que sea interior no significa que carezca de manifestaciones externas. "La lucha interior no nos aleja de nuestras ocupaciones temporales: ¡nos conduce a terminarlas mejor!" (F, 735). Interior no equivale tampoco a individual, porque la salud o la enfermedad de un miembro del Cuerpo místico de Cristo repercute siempre en los demás: "si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que es la Iglesia" (ECP, 74).
También habla de "lucha ascética" (cfr. S, 259; F, 169, 429; CONV, 67, 99; ECP, 73; VC, III Estación), como de un ejercicio, un "deporte sobrenatural" (ECP, 77), pero sin entrar en la distinción entre "ascética" y "mística" (cfr. AD, 308), porque entiende que la lucha cristiana es un acto de amor que une cada vez más a Dios.
a) Lucha de hijos de Dios por la santidad. El fin de la lucha cristiana es la santidad (cfr. S, 158; F, 925). Puesto que la santidad es la "plenitud de la filiación divina" (Carta 2-II-1945, n. 8: AGP, serie A.3, 92-3-1), el cristiano ha de luchar por ser buen hijo de Dios (cfr. ECP, 66), por vivir la vida de Jesucristo (cfr. F, 397). Su lucha se dirige a "la identificación con Cristo" (ECP, 58), lo que implica "luchar por Cristo" (ECP, 106), "para que el Señor actúe en nosotros y por nosotros" (AD, 210): "corredimir con Él" (AD, 49). De ahí la aspiración: "Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias... Entonces, sólo entonces, (...) mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus" (VC, VI Estación). El "sentido de la filiación divina" (F, 987), que aconseja cultivar san Josemaría, ayuda a comprender que esta lucha de un hijo de Dios "no va unida a tristes renuncias, a oscuras resignaciones, a privaciones de alegría: es la reacción del enamorado, que mientras trabaja y mientras descansa, mientras goza y mientras padece, pone su pensamiento en la persona amada, y por ella se enfrenta gustosamente con los diferentes problemas" (AD, 219).
b) Lucha por amor. Característica principal de la lucha cristiana en la enseñanza de san Josemaría es su relación con el amor a Dios. Habla siempre de lucha por amor. "Este es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias!" (Apuntes de la predicación, 1-I-1972: AVP, III, p. 639). Luchar por amor es más que añadir a la lucha un motivo de amor. Para san Josemaría, luchar es amar: "lucha es sinónimo de Amor" (S, 158). La santidad, en sentido moral, no viene después de la lucha sino que "está en la lucha" (F, 312), porque la santidad es "la plenitud de la caridad" (S, 739). En sentido estricto, lucha y amor no se identifican, pero en este mundo no se puede amar a Dios sin luchar. La lucha cristiana es una cualidad de la caridad en la vida presente, porque cualquier acto de amor a Dios reclama vencer la resistencia del amor propio desordenado. De ahí que la vida cristiana no sólo requiere lucha, sino que es lucha.
c) Lucha positiva contra el mal. La lucha cristiana es un combate contra el mal moral -el pecado- y contra lo que inclina al pecado. También contra el mal físico –desde el dolor, a las injusticias, consecuencias del pecado–, pero de otro modo, porque éste se puede acoger por amor y convertir en medio de santificación, mientras que el pecado no; pero no se santificaría quien no sintiera "la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias" (ECP, 98).
Que la lucha sea "contra el mal", no comporta una actitud negativa. "La lucha ascética no es algo negativo ni, por tanto, odioso, sino afirmación alegre. Es un deporte" (F, 169). El mal es carencia de bien; y el combate contra el mal, afirmación positiva del bien. La lucha cristiana consiste "más que en quitar defectos, en adquirir virtudes" (Carta 8-VIII-1956, n. 40: AGP, serie A.3, 94-1-2). En relación con los demás y con el mal en el mundo, consiste en "ahogar el mal en abundancia de bien" (S, 864; cfr. Rm 12, 21).
Jesucristo ha vencido el mal con la entrega amorosa de su vida en la Cruz; la lucha del cristiano contra el mal no es otra cosa que abrazar la Cruz de Cristo por amor. La misma lucha tiene así valor corredentor.
d) Lucha constante. "Necesitamos luchar con continuidad" (AD, 13) porque "siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo" (ECP, 75) y también porque "el enemigo de Dios y del hombre, Satanás, no se da por vencido, no descansa" (AD, 303). Es necesario vigilar "Tened presente que, cum dormirent homines, mientras dormían los hombres, vino el sembrador de la cizaña" (ECP, 147; cfr. Mt 13, 25). Hay que combatir las peleas diarias considerando que "cualquier batalla puede ser la última de vuestra vida, y de nada serviría haber ganado las anteriores si perdiéramos la postrera. La suerte de la guerra se decide siempre en la última batalla" (Apuntes de la predicación, Crónica, IV-1972, p. 58 s.: AGP, Biblioteca, P01).
e) Esencia de la lucha. La lucha cristiana es un espíritu de mortificación y de penitencia que debe informar la vida de un hijo de Dios y traducirse en obras. La mortificación es combate contra la inclinación al mal; la penitencia, arrepentimiento del pecado y conversión a Dios como último fin. San Josemaría distingue los dos términos: "¡Qué poco vale la penitencia sin la continua mortificación!" (C, 223). Sin embargo, cada uno contiene una referencia al otro, de modo que sólo se pueden entender juntos. La lucha cristiana es un morir a lo que aparta de Dios para vivir la misma vida de Cristo. Por eso los menciona a veces unidos, como en el siguiente texto representativo de su enseñanza: "Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él" (VC, XIV Estación). En otras ocasiones menciona sólo uno de los términos para referirse a los dos (cfr. F, 518, 784; AD, 134). De acuerdo con su espíritu de hijos de Dios que buscan la santificación en la vida ordinaria, aconseja la práctica de pequeñas mortificaciones y penitencias (cfr. AD, 135-136), especialmente en el cumplimiento de los deberes cotidianos (cfr. AD, 138).
a) Lucha contra las tentaciones. San Josemaría habla de las tentaciones como ocasiones para vencer el mal, con la gracia de Dios, y crecer en la virtud, sobre todo en la humildad: "¡Gracias Señor, porque -al permitir la tentación- nos das también la hermosura y la fortaleza de tu gracia, para que seamos vencedores! ¡Gracias, Señor, por las tentaciones, que permites para que seamos humildes!" (F, 313). "Las tentaciones nos dan la dimensión de nuestra propia debilidad" (ECP, 160). "Recordad que Jesucristo es nuestro modelo. Y que Jesús, siendo Dios, permitió que le tentaran: para que así nos llenemos de ánimo y estemos seguros de la victoria. Porque Él no pierde batallas y, encontrándonos unidos a Él, nunca seremos vencidos, sino que podremos llamarnos y ser en verdad vencedores: buenos hijos de Dios" (ECP, 66).
Aunque las tentaciones sean ocasión de crecimiento en la virtud, sería temerario exponerse a ellas sin necesidad. "Si fomentáis en vuestras almas la humildad, es seguro que evitaréis las ocasiones, reaccionaréis con la valentía de huir; y acudiréis diariamente al auxilio del Cielo" (AD, 180). Siguiendo la enseñanza paulina (cfr. 1Co 6, 18), san Josemaría exhorta: "No tengas la cobardía de ser «valiente»: ¡huye!" (C, 132). Huir no es retroceder sino hacer vanos los ataques del enemigo. "Una cosa es pensar o sentir, y otra consentir”. La tentación se puede rechazar fácilmente: «aun el mínimo grado de gracia es suficiente, para resistir a cualquier concupiscencia y merecer la vida eterna» (S.Th. III, q. 62, a. 6 ad 3). Lo que no conviene hacer de ninguna manera es dialogar con las pasiones que quieren desbordarse" (Carta 24-III-1931, n. 21: AGP, Serie A.3, 91-2-1).
La doctrina clásica que indica un triple origen de las tentaciones en "el mundo, el demonio y la carne" (C, 708), adquiere perfiles peculiares en san Josemaría:
- pone las tentaciones de "demonio", "padre de la mentira" (Jn 8, 44), en relación con la doctrina de la fe (cfr. C, 576), porque "es típica obra del diablo tratar de confundir la conciencia cristiana, discurriendo dolosamente con los mismos términos empleados por la eterna Sabiduría, intentando hacer -de la luz- tinieblas" (ECP, 63); procura "cegar nuestras inteligencias con la soberbia" (Carta 14-II-1974, n. 22: AGP, serie A.3, 95-2-4). Para combatir estas tentaciones recomienda la sinceridad en la dirección espiritual. El diablo "sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones" (ibidem). De ahí el consejo: "seamos siempre salvajemente sinceros, pero con prudente educación" (AD, 188);
- en cuanto a las tentaciones del "mundo" –en la acepción negativa del término: el mundo manchado o deformado por el pecado– san Josemaría exhorta a "cortar valientemente cualquier síntoma de aburguesamiento" (S, 158). Advierte de este peligro a quienes están llamados a la santidad en medio del mundo y experimentan los reclamos de una vida mundana (cfr. S, 343). "El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado-de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica" (ECP, 125);
- por último, las tentaciones de la "carne", es decir, de la triple concupiscencia (cfr. 1Jn 2, 16) que describe en Es Cristo que pasa, 5-6, solicitan el amor propio desordenado y ofrecen así ocasión para afirmar, mediante la lucha, el amor a Dios sobre todas las cosas.
b) Lucha contra el pecado. "Soy un pecador que ama a Jesucristo" (Carta 24-III-1931, n. 15: BURKHART - LÓPEZ, III, c. 8, 4.1). Estas palabras, que con sencillez refería a sí mismo, confirman que la lucha contra el pecado es un acto de amor. San Josemaría procura inculcar un verdadero "horror al pecado grave" (AD, 243), porque "el pecado no se reduce a una pequeña «falta de ortografía»: es crucificar, desgarrar a martillazos las manos y los pies del Hijo de Dios, y hacerle saltar el corazón" (S, 993; cfr. Hb 6, 6). Con respecto al pecado venial, enseña que "ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega" (AD, 243).
La repulsa del pecado no se funda en el temor servil al castigo, como en quien se reprime de pecar por miedo a las consecuencias. No es forzosa renuncia a un bien sino liberación de un mal: repudiar el pecado en cuanto contrario al amor a Dios. Gracias al sentido de la filiación divina, el rechazo del pecado va unido a un vivísimo sentido de la misericordia del Padre, fuente de alegría y de equilibrio interior. "En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día" (ECP, 75). El tono es siempre alentador. "No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez. Si en el libro de los Proverbios se comenta que el justo cae siete veces al día (cfr. Pr 24, 16), tú y yo -pobres criaturas- no debemos extrañarnos ni desalentarnos ante las propias miserias personales" (AD, 131).
El pecado no es la última palabra. La contrición abre de nuevo el alma a la vida sobrenatural. "Hay una sola enfermedad mortal, un solo error funesto, conformarse con la derrota, no saber luchar con espíritu de hijos de Dios" (F, 168). En este sentido comenta repetidamente la parábola del hijo pródigo (cfr., por ejemplo, ECP, 164), y anima: "Si has cometido un error, pequeño o grande, ¡vuelve corriendo a Dios! -Saborea las palabras del salmo: «cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies» -el Señor jamás despreciará ni se desentenderá de un corazón contrito y humillado" (F, 172). De ahí una expresión típica de su predicación: la vida espiritual es "un continuo comenzar y recomenzar" (F, 384), sin desanimarse nunca, con confianza en Dios: "un continuo recomenzar en el camino espiritual que ha de estar acompañado sin interrupción por la gracia actual" (SCHEFFCZYK, 1988, p. 67; cfr. F, 384). Junto con la contrición, la lucha contra el pecado incluye también la "reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos" (S, 258).
El camino de vuelta a Dios después del pecado pasa siempre por la Confesión sacramental, al menos en el deseo. "La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición (...). Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios" (ECP, 64). Benedicto XVI ha señalado a san Josemaría entre los santos que más han promovido la recepción frecuente de este sacramento (cfr. BENEDICTO XVI, Discurso, 25-III-2011 §2).
Los pecados personales pueden dejar en el cristiano un apego desordenado a las criaturas –en último término, a sí mismo–, más o menos radicado en el alma según el tipo de pecados, la voluntariedad y la frecuencia. De ahí que la lucha cristiana reclame también la purificación de estas consecuencias. "Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando -¡ay!- tanto poso... -Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor" (F, 41). Se dirige especialmente al Paráclito para pedir esta purificación (cfr. C, 58) y ve el dolor y las dificultades de la vida presente como medios para actuarla (cfr. AD, 141, 301-303).
c) Lucha contra los defectos. Distintos de los vicios y de otras consecuencias de los pecados personales, son los defectos morales que tienen su origen en el temperamento o en la educación recibida y que carecen de culpa, aunque entrañan falta de virtud. Es preciso luchar contra ellos. De lo contrario, "tus defectos, no combatidos, darán un lógico fruto constante de malas obras" (S, 776). Pero cuando se combaten por amor a Dios son ocasión de crecimiento en santidad. "Llénate de alegría, con la certeza de que el Señor a todos ha concedido la capacidad de hacerse santos, precisamente en la lucha contra los propios defectos" (S, 399). "La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos (...) pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios" (F, 312).
En la predicación de san Josemaría, el término tibieza conserva el sentido tradicional de "negligencia en responder al amor divino" (CCE, 2094), pero se abre a las manifestaciones más propias que presenta en el ámbito de la santificación en medio del mundo. Esto se percibe incluso en los sinónimos que emplea, sobre todo el de "aburguesamiento" (cfr. S, 158; F, 89; AD, 129).
La tibieza aparece vinculada a la falta de lucha cristiana. Más que un acto, es un estado del alma, un enfriamiento del amor a Dios al que se llega a través de un proceso. San Josemaría alude a su inicio de diversos modos; por ejemplo: "Lucha contra esa flojedad que te hace perezoso y abandonado en tu vida espiritual. -Mira que puede ser el principio de la tibieza..., y, en frase de la Escritura, a los tibios los vomitará Dios" (C, 325). En todo caso, lo que caracteriza su desarrollo y el mismo estado de tibieza es la reincidencia despreocupada en pecados leves: "Ya sé que evitas los pecados mortales. -¡Quieres salvarte! -Pero no te preocupa ese continuo caer deliberadamente en pecados veniales, aunque sientes la llamada de Dios, para vencerte en cada caso. -Tu tibieza hace que tengas esa mala voluntad" (C, 327).
El remedio no puede ser otro que volver a luchar por amor, con la gracia de Dios (cfr. S, 146). Concretamente recomienda comenzar por el cuidado del examen de conciencia (cfr. F, 109, 481).
Además de querer luchar es preciso saber luchar. San Josemaría es maestro en este sentido. En sus obras hay una verdadera "pedagogía de la lucha ascética nacida de la experiencia de quien dedicó su vida a señalar el camino del cristiano como respuesta a la llamada universal a la santidad" (GARCÍA-HOZ, 1988, p. 182). Entre los elementos centrales de esa pedagogía cabe señalar:
a) la lucha por poner los medios sobrenaturales y humanos en el camino de la santidad. "¡No sé vencerme!, me escribes con desaliento. -Y te contesto: Pero, ¿acaso has intentado poner los medios?" (C, 716);
b) la lucha en cosas pequeñas. Al predicar la santidad en "la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas" (CONV, 114), está convencido de que "eso es lo que nos pide el Señor: la voluntad de querer amarle con obras, en las cosas pequeñas de cada día" (VC, III Estación); en este consejo hay un motivo de táctica militar, la ventaja de presentar la batalla "en posiciones, que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza" (C, 307);
c) la lucha en el examen particular y en otros propósitos concretados en la oración y en la dirección espiritual (cfr. C, 240-241);
d) la lucha "a través de un plano inclinado" (ECP, 75), insistiendo en "el esfuerzo de subir un poco, día a día" (ECP, 75), con metas asequibles, con el fin de no descorazonarse, y contando con el tiempo y con la acción de la gracia (cfr. C, 887).
El tono de la lucha en su enseñanza es el de un "deporte sobrenatural" en el que quien combate por amor a Dios tiene asegurada la victoria final. "El buen deportista no lucha para alcanzar una sola victoria, y al primer intento. Se prepara, se entrena durante mucho tiempo, con confianza y serenidad: prueba una y otra vez y, aunque al principio no triunfe, insiste tenazmente, hasta superar el obstáculo" (F, 169).
El vínculo entre paz interior y lucha cristiana está muy acentuado en la enseñanza de san Josemaría. "La paz es consecuencia de la guerra, de la lucha, de esa lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios" (ECP, 73). De esta relación depende la que hay entre la lucha personal y la paz con los demás y en el mundo (cfr. F, 102). Por eso concibe el apostolado cristiano como "una siembra de paz y de alegría" (AD, 105).
Javier LÓPEZ DÍAZ