Está situada en la parte oriental de la provincia de Huesca, a unos 50 kilómetros de esta ciudad. Es la capital de la comarca De Somontano. Aún lejos del Pirineo, se encuentra a unos 340 metros de altitud y tiene clima mediterráneo continental: una media de temperatura anual de 13,8 grados y unos 500 milímetros anuales de precipitaciones. Se la conoce como la Ciudad de Vero, pues este río, afluente del Cinca, atraviesa su casco urbano.
El origen de la ciudad es muy remoto. Como primer dato está el hecho, que narran las crónicas, de que cuando los indígenas de la zona se sublevaron contra los romanos a la muerte de Julio César, la legión de Sexto Pompeyo los atacó y venció. Durante la dominación árabe la ciudad fue importante, una de las principales de la Marca (frontera musulmana), que aventajaba a las demás por sus fortificaciones y sus medios de defensa. A comienzos del siglo IX la villa se extendía en torno a un castillo, fortaleza señorial o zuda. En 1064 fue conquistada de manera efímera por las fuerzas cristianas. La conquista definitiva de la ciudad tuvo lugar el 18 de octubre de 1100 y la llevó a cabo el rey Pedro I. Después, la ciudad tuvo un papel importante en la historia del naciente reino de Aragón. En las cortes allí celebradas, Ramiro II el Monje abdicó la gobernación del Reino en su yerno Ramón Berenguer IV, casado en 1137 en Barbastro con la reina Petronila, aún niña; así se convirtió en la cuna de la unión de Aragón y Cataluña. Posteriormente sufrió los avatares de las guerras que asolaron España: asedio por el conde de Foix a la muerte de Juan I, invasión napoleónica, combates contra los "cien mil hijos de San Luis" en 1823, primera Guerra Carlista, y Guerra Civil de 1936.
Durante los años 1902 a 1915, en los que san Josemaría habitó allí, Barbastro era una ciudad de 7.000 habitantes. A pesar de la fuerte emigración de 1900 a 1920, debida a la crisis agrícola, siguió aumentando su población en un 4,7 por ciento anual. Su estructura económica se basaba en la agricultura, la industria y el comercio. Los principales productos agrícolas eran el cereal, el viñedo (aunque la plaga de la filoxera de 1890 lo destruyó), el olivar (las heladas de 1887-1888 redujeron a un 70 por ciento la riqueza olivarera de Aragón) y la huerta. La industria era escasa: fábricas pequeñas, y de tipo familiar, de géneros de punto, cerveza, yeso, pasta de sopa, harinas, chocolate, hilaturas de seda y lana, etc. Era el comercio lo que le daba vida a Barbastro, con muchas tiendas bien provistas, que no sólo cubrían la demanda de la ciudad sino el consumo de las próximas comarcas del Sobrarbe y la Ribagorza. Sin embargo, la crisis agrícola repercutió negativamente en el comercio por falta de capital, hasta el punto de que en 1914 un buen número de establecimientos cerraron sus puertas. No era entonces corriente acudir a los créditos bancarios. Es significativo, por ejemplo, que nunca aparecieran anuncios de entidades bancarias en la prensa local. En el semanario Juventud, de fecha 5 de junio de 1914, se señalaba que de los once establecimientos importantes dedicados al comercio de tejidos entre 1902 y 1907, sólo quedaban cinco en 1914.
Se puede decir que, en la primera década del siglo XX, en Barbastro no hubo apenas burguesía alta, como lo demuestran la ausencia de caciquismo y el hecho de que las familias más aristocráticas se enlazaran matrimonialmente con las de clase media sin que. se diferenciaran de ésta ni en gustos, ni en la educación que les daban a sus hijos. La sociedad barbastrense tenía un tono de vida cultural muy apreciable. Había múltiples lugares de esparcimiento, como círculos o casinos: La Unión, El Porvenir, El Universo, El Círculo de la Amistad, que mantenían una intensa vida social, etc. En todos estos locales se daban conciertos, entre los que se incluían cuartetos de música clásica, y se celebraban bailes y banquetes. También había representaciones de teatro, zarzuela y canto regional. Otro índice de la cultura de la ciudad era el elevado número de publicaciones periódicas: La Cruz del Sobrarbe, La Época, El Conservador, El País, La Defensa, El Eco del Vero, La Cámara del Alto Aragón, El Cruzado Aragonés y Juventud.
La vida social de los Escrivá se basaba principalmente en relaciones familiares con los numerosos miembros de la familia Albás, con amigos de don José –que era muy activo en la vida de los círculos y casinos ya citados– y, en general, como toda la clase media de Barbastro, en su participación en la vida cultural de la ciudad.
La diócesis de Barbastro tiene su origen en el siglo XII, cuando se trasladó la sede episcopal desde Roda de Isábena. En el Concordato de 1851 fue incluida entre las que debían ser extinguidas, pero los barbastrenses consiguieron, por suscripción popular, asegurar una renta de 10.000 pesetas anuales, condición puesta por el Gobierno para crear una Administración Apostólica. En 1896 fue nombrado el primer Obispo Administrador Apostólico de Barbastro, Casimiro Piñera. Su sucesor, Juan Antonio Ruano, hizo su entrada en la diócesis en 1899; fue quien confirmó a san Josemaría el 23 de abril de 1902. En 1905, Mons. Ruano fue trasladado a Lérida y le sucedió Isidro Badía (1907-1917).
El clero de Barbastro era muy estimado por su intenso trabajo pastoral y su sobriedad. En la capital de la diócesis, en 1902, había sólo dos parroquias: la de La Asunción, en la catedral, y la de San Francisco. El número de sacerdotes era suficiente para atender las necesidades de la pequeña diócesis. Su fidelidad se demostró en 1936 con el gran número de mártires: 124 de los 140 sacerdotes que componían la diócesis, con su obispo el beato Florentino Asensio a la cabeza, fueron asesinados por odio a la Iglesia.
También cabe destacar el apoyo de los fieles a un buen número de iniciativas propugnadas por sus obispos. En el primer decenio del siglo XX, se llevó a cabo la fundación de El Cruzado Aragonés y la del Centro Católico Barbastrense, que inmediatamente creó una Mutualidad Católica, junto a una Caja de Socorros Mutuos y una Caja de Ahorros y Monte de Piedad. Entre los fundadores del Centro Católico estaba don José Escrivá, padre de san Josemaría.
Don José Escrivá Corzán y doña Dolores Albás y Blanc contrajeron matrimonio el 19 de septiembre de 1898 en la capilla del Cristo de los Milagros de la catedral de Barbastro. Se instalaron en la calle Mayor, 26 (hoy Argensola), en una casa que hacía esquina con la plaza del Mercado. Constituían un hogar cristiano, basado en el cariño mutuo y en su fe, que se manifestaba de manera natural y sencilla. El ejemplo que sus padres dieron a san Josemaría y las enseñanzas que recibió en aquel hogar, forjaron su alma con un temple que permitiría, años después, su respuesta a la llamada de Dios. San Josemaría, en muchas ocasiones, dio públicamente las gracias a Dios por haber nacido en un hogar así: "Nuestro Señor fue preparando las cosas para que mi vida fuera normal y corriente, sin nada llamativo. Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que vivían y practicaban su fe" (GARRIDO, 1995, p. 36). En ese hogar aprendió a rezar oraciones que luego seguiría repitiendo toda su vida, como la oración al Ángel de la Guarda, el "Bendita sea tu pureza" o el ofrecimiento a la Virgen que comienza con "Oh Señora mía, oh Madre mía...". En su casa se rezaba diariamente el rosario y los sábados asistía con sus padres a la sabatina de la vecina iglesia de San Bartolomé. También los sábados se repartían limosnas a todos los pobres que se acercaban a pedir. Hay recuerdos entrañables que narró o anotó entre sus apuntes íntimos, como la costumbre de venerar la imagen de la "Virgen de la Cama" el día de la Asunción: "... en medio de una capilla lateral se alzaba el túmulo donde la imagen yacente de Nuestra Señora descansaba... Pasaba el pueblo, con respeto, besando los pies a la Virgen de la Cama..." (Apuntes íntimos, nn. 228 y 229: AVP, I, p. 36). Muchos años después, comentó en la Villa de Guadalupe de México, que allí –ante la Virgen de la Cama– tuvo conciencia por primera vez de estar rezando a la Virgen. "Tenía dos o tres años, cuando comenzó a invocar a la Virgen en la Catedral de Barbastro, delante de la imagen de la Dormición" (ECHEVARRÍA, 2000, p. 253).
La fe y el amor de sus padres a la Virgen hicieron posible su curación, cuando, a causa de una enfermedad infecciosa, estuvo desahuciado por los médicos. Su madre le prometió a la Virgen que iría con el niño curado a dar gracias a la ermita de la Virgen de Torreciudad. Si escogió ese lugar y no otro dedicado a la Virgen –como, por ejemplo, la Virgen del Pueyo, más cercano a Barbastro–, fue, posiblemente, por la gran devoción que se tenía a esta advocación en Fonz –donde había nacido su padre y donde pasaban el verano– y por la mayor dificultad que entrañaba la peregrinación.
En Fonz vivía la abuela Constancia Corzán con sus hijos Josefa y mosén Teodoro. Los Escrivá–Albás descansaban allí todos los veranos. San Josemaría, pasados los años, solía referirse a aquellas jornadas estivales: "He gozado, en mis temporadas de verano, cuando era chico, viendo hacer el pan. Entonces no pretendía sacar consecuencias sobrenaturales: me interesaba porque las sirvientas me traían un gallo, hecho con aquella masa. Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia: era un verdadero rito preparar bien la levadura –una pella de pasta fermentada, proveniente de la hornada anterior– que se agregaba al agua y a la harina cernida. (...). Que se llene de alegría vuestro corazón pensando en ser eso: levadura que hace fermentar la masa" (Carta 24-III-1930, n. 5: AVP, I, p. 53). En Fonz disfrutaba con la naturaleza, iba al Palau, una finca de su familia, o a la ermita de San José.
De aquella época recordaba a los pastores con su borrico cargado de utensilios y los palos con el extremo rojo para que, cuando la nieve cubriera los caminos, señalaran la dirección al caminante. De todos esos recuerdos sacó consecuencias sobrenaturales. También dedicaba mucho tiempo a leer.
A los tres años Josemaría empezó a ir al parvulario de las Hijas de la Caridad. El local estuvo entre 1905 y 1908 en la calle Romero y sólo tenía un aula con graderío. Josemaría destacó en el parvulario porque sus padres le habían dado, en casa, clase de Catecismo y Aritmética, pero fue allí donde aprendió a escribir. Sus amigos de la infancia, que también fueron al parvulario, se acordaban muy bien de una religiosa, sor Rosario Ciércoles, que dirigía las clases de Catecismo. Sor Rosario murió fusilada en 1936; san Josemaría no lo supo hasta muchos años después, mientras leía un libro sobre la persecución religiosa en España, y tuvo un gran disgusto.
La gran opinión que tenían las religiosas de Josemaría, hizo que –en junio de 1908– lo propusieran para un premio en un concurso diocesano, con motivo de los cincuenta años de la ordenación sacerdotal de Pío X. El premio era para un niño de cada colegio que destacara por su aplicación y buen comportamiento.
Aparte del parvulario de las Hijas de la Caridad y sendas Escuelas Nacionales para niños o niñas, en Barbastro el único colegio era el de los Escolapios, por lo que estudiaban allí niños de todas las procedencias sociales. Pero no era frecuente que acabaran el Bachillerato y pasaran a la universidad. Por ejemplo, de los ciento treinta alumnos que comenzaron los estudios en los años 1909 y 1910, sólo catorce acabaron el Bachillerato (cfr. GARRIDO, 1995, p. 21). En septiembre de 1908 Josemaría comenzó allí la Enseñanza Primaria y fue también donde hizo su primera Confesión en el curso 1908-1909 y la primera Comunión el 23 de abril de 1912. La Misa diaria, la sabatina de los sábados, el rosario rezado los domingos antes de la Misa y de la clase de doctrina cristiana, la confesión mensual y otros actos de devoción, iban formando en Josemaría una profunda piedad.
Cuando terminó la Primaria tuvo que ir a Huesca para examinarse de Ingreso de Bachillerato (1912), aunque los años posteriores fue a Lérida a revalidar cada curso.
Su hermana Rosario murió en 1910 con apenas nueve meses de edad. Al regresar de Huesca de su examen, en 1912, se encontró a su hermana Lola enferma, que falleció el 10 de julio. Sentir el propio dolor por esas pérdidas y ver el de sus padres le iba madurando, haciéndole menos hablador y más reflexivo. Antes de la muerte de su hermana Asunción –familiarmente, Chon– estando en la leonera, el cuarto donde jugaban los niños, destruyó un castillo de cartas de una baraja, que estaba haciendo Carmen, su hermana mayor, con unas amigas. "Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira" (AVP, I, p. 56). Chon cayó gravemente enferma y murió el 6 de octubre de 1913. Josemaría logró escabullirse para despedirse de su hermana y rezar. Por primera vez veía un cadáver. En su imaginación, consideraba una fatídica serie estas muertes consecutivas y le dijo a su madre: "El año próximo me toca a mí" (AVP, I, p. 57), pero su madre le contestó: "No te preocupes, a ti no te puede pasar nada, porque estás pasado por la Virgen de Torreciudad" (GARRIDO, 1995, p. 55) y más tarde, en cierta ocasión: "Para algo grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo" (ibidem).
En abril de 1884 se constituyó la sociedad mercantil Sucesores de Cirilo Latorre con tres socios, Juan Juncosa, José Escrivá y Jerónimo Mur, dedicada al comercio de tejidos. Al año siguiente comenzaron también a fabricar chocolate a brazo. El comercio estaba situado en la calle Romero esquina a General Ricardos. En 1902 se disolvió la sociedad, cobrando Jerónimo Mur su parte en metálico y comprometiéndose a no ejercer el mismo comercio en Barbastro. Desde 1911 la empresa Juncosa y Escrivá estaba en pérdidas, en parte por la crisis económica y, en parte, por la competencia desleal del antiguo socio. En definitiva, a finales de 1913 se comprobó que el negocio no podía seguir adelante. Don José tomó una decisión heroica: hacer frente a la quiebra con sus propios bienes, aunque moralmente no estaba obligado a hacerlo más que con los bienes de la empresa. Para evitar perjudicar a los acreedores, quedó arruinado. San Josemaría comentaría años después: "Tengo un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y creo que tiene un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana" (AVP, I, p. 52). Don José consiguió un trabajo en Logroño y partió para allí, dejando a su familia en Fonz durante el verano. Volvieron en septiembre a Barbastro, para tomar la diligencia hacia Huesca y seguir después a Logroño.
El amor de san Josemaría a su ciudad natal se manifestó siempre, sobre todo través de la correspondencia con sus amigos y de su apoyo, ante la Santa Sede y el Gobierno español, a la continuidad de la diócesis. "La memoria de Barbastro y de su gente ha estado, y está, muy cerca de mí" (GARRIDO, 1995, p. 133), diría en el discurso de agradecimiento por la Medalla de Oro de la ciudad, que recibió el 25 de mayo de 1975.
Javier MORA–FIGUEROA
La dimensión sacramental de la existencia cristiana es uno de los ejes fundamentales de la doctrina contenida en los escritos de san Josemaría. Su predicación manifiesta la clara intención de estimular la toma de conciencia de lo que la gracia bautismal (y crismal) implica en la vida del cristiano. La relevancia de este enfoque radica en el distanciamiento de un cristianismo formal, con un planteamiento sólidamente edificado a partir de la novedad y de la riqueza que el Bautismo introduce en el alma (cfr. ILLANES, 1994, pp. 612-613).
San Josemaría hace suyo el marco trinitario propio en la teología bautismal. Y así, uniendo doctrina y vida, advierte que "en el bautismo, nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo" (ECP, 128). Desde esta perspectiva no vacila en denunciar sin rémoras algunas deficiencias que pueden encontrarse, en un momento o en otro, en la praxis pastoral, remitiendo a los aspectos doctrinales de fondo. Así, en tiempos en los cuales se difundían opiniones contrarias al bautismo de niños, san Josemaría desaprueba a quienes privan a los recién nacidos "de la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original" (ECP, 78). Y frente a algunas presentaciones más psicológicas o sociales que teológicas del sacramento de la Confirmación, recuerda la doctrina tradicional que ve en él "un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar –miles Christi, como soldado de Cristo– en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia" (ibidem).
La evolución de la teología contemporánea ha llevado a una recuperación, paulatina y progresiva, del concepto de carisma, no reducido exclusivamente a fenómenos extraordinarios, haciéndolo converger con la realidad de gracia presente en el alma. En este contexto, san Josemaría evoca frecuentemente la idea de "vocación bautismal", remontándose a aquella Tradición patrística que contemplaba a los cristianos como fieles "llamados mediante el agua" (TERTULIANO, De Baptismo, p. 16). "La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe" (CONV, 58). Por el Bautismo, pues, todos los cristianos son tales "por vocación", lo que significa que, sea cual sea el número de cristianos existentes, no lo son nunca de un modo masificado, sino como resultado de una elección singular por parte de Dios, que los invita a la comunión con Él, integrándolos en su designio de salvación. En esta vocación radica la inmensa y común dignidad de todos los bautizados, más valiosa que cualquier otro título que pueda recibir un hombre, y que afecta a todos por igual: "una y la misma es la condición de los fieles cristianos, en los sacerdotes y en los seglares" (AIG, p. 68). Todos los cristianos están situados ante la totalidad de las exigencias de la fe, con una radicalidad que san Josemaría gustaba de glosar evocando a los primeros cristianos. En efecto, esa primera generación de seguidores de Cristo "vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo" (CONV, 24).
La raíz bautismal de la llamada a la santidad constituye esa llamada en exigencia universal –afecta a todos los bautizados–, sin paliativos de ningún género. "Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos llamados a la santidad"; y con frase gráfica añadía que "no hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo bautismo" (ECP, 134). Estamos ante uno de los puntos fundamentales de la doctrina de san Josemaría, que encontró en el Concilio Vaticano II su expresión magisterial: "Todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG, 40).
La raíz bautismal lleva a subrayar que la santidad es una realidad mucho más rica que una mera "cuestión moral"; no se trata solamente de una conducta ajustada a la ley moral que conduce a una perfección ética, sino de llevar a su plenitud la vida que ya ha sido comunicada en el Bautismo. Esto se entiende mejor considerando que, desde este punto de vista, la santidad no es más que "la plenitud de la filiación divina" (Carta 2-II-1945, n. 8: OCÁRIZ, 1996, p. 38), y que ambas –santidad y filiación– coinciden a partir del Bautismo. Ser santos significa, en definitiva, ser buenos hijos de Dios; por el Bautismo ya somos hijos de Dios, pero a lo largo de su vida el cristiano está llamado a crecer en su condición de hijo, conformándose siempre más con el Hijo de Dios. Esto lleva también a concebir a búsqueda de la santidad como un proceso que no mira hacia adelante en modo voluntarista, sino que se renueva continuamente, alimentándose del don bautismal de gracia recibido al inicio: "desde que recibimos el Bautismo, apenas nacidos, comenzó en el alma la vida sobrenatural. Pero hemos de renovar a lo largo de nuestra existencia –y aun a lo largo de cada jornada– la determinación de amar a Dios sobre todas las cosas" (AD, 27).
La santidad no es una realización individualista, porque tiene lugar in Ecclesia. El ser in Christo es siempre un ser in Ecclesia, como dos aspectos de la única realidad cristiana.
El cristiano tiene una relación constitutiva con la Iglesia, enraizada en el mismo Bautismo, que es como la "puerta" por la que se entra en la comunidad cristiana (LG, 7; cfr. LG, 11). Siguiendo los pasos de a Tradición patrística que contempla a la Iglesia, desde una perspectiva bautismal, como el uterus maternus, dice el fundador del Opus Dei: "La Iglesia nos santifica, después de entrar en su seno por el Bautismo. Recién nacidos a la vida natural, ya podemos acogernos a la gracia santificadora. La fe de uno, más aún, la fe de toda la Iglesia, beneficia al niño por la acción del Espíritu Santo, que da unidad a la Iglesia y comunica los bienes de uno a otro (S.Th. III, q. 68, a. 9, ad. 2). Es una maravilla esa maternidad sobrenatural de la Iglesia, que el Espíritu Santo le confiere. La regeneración espiritual, que se opera por el Bautismo, de alguna manera es semejante al nacimiento corporal: así como los niños que se hallan en el seno de su madre no se alimentan por sí mismos, sino que se nutren del sustento de la madre; así también los pequeñuelos que no tienen uso de razón y están como niños en el seno de su Madre la Iglesia, por la acción de la Iglesia y no por sí mismos reciben la salvación" (AIG, pp. 34-35).
Esta simbiosis entre el cristiano y la Iglesia no se reduce al momento inicial de la existencia cristiana, sino que continúa y se desarrolla durante toda la vida, y culmina en el más allá. En san Josemaría, el sentir eclesial del cristiano toma tintes existenciales muy concretos a través de la fraternidad, punto en el que se remonta una vez más a los orígenes de la Iglesia. En su primer escrito, Camino, ya decía: "«Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Éfeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos». –¿Verdad que es conmovedor ese apelativo –¡santos!– que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí? –Aprende a tratar a tus hermanos" (C, 469). Y más adelante, en una de las entrevistas recogidas en Conversaciones, recuerda que "forma parte esencial del espíritu cristiano (...) también sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. Desde muy antiguo he pensado que uno de los mayores males de la Iglesia en estos tiempos, es el desconocimiento que muchos católicos tienen de lo que hacen y opinan los católicos de otros países o de otros ámbitos sociales. Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos" (CONV, 61). No se trata sin embargo de una fraternidad "nostálgica", sino de una realidad fraguada a partir de la filiación divina originada en el Bautismo, como queda ya dicho. "El hambre de justicia debe conducirnos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse hijos del Padre, hermanos" (ECP, 157).
En la predicación oral y escrita de san Josemaría, la condición eclesial proveniente del Bautismo y de la Confirmación se acompaña con la referencia a la participación de todos los bautizados en la misión de la Iglesia. El fundador del Opus Dei aspiró en todos los momentos a despertar la energía apostólica potencial contenida en la gracia bautismal y ulteriormente incrementada en la Confirmación. Hablaba así de una misión que compete originariamente a todo cristiano a partir del sacerdocio común conferido por estos dos sacramentos: "Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que (...) capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación" (ECP, 120). "En esta tarea [la santificación de los hombres] participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo" (AIG, pp. 35-36).
En esa línea, y siempre a propósito de "los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el bautismo confiere a las personas", no vacila en criticar planteamientos de tipo clerical o jerarcológico, denunciando "el perjuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene que ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia" (CONV, 21). Se entiende que se haya calificado la manera de concebir la Iglesia por parte de san Josemaría como "una comunidad espontáneamente vital" (ALONSO, 1981, p. 582).
La dimensión sacramental que enmarca la predicación del fundador del Opus Dei sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado, hace converger unitariamente ambos aspectos en el sacerdocio común de los fieles, en sintonía con cuanto se declara en el Vaticano II (LG, 10). Esta unidad se remonta a la cristología, pues "el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios–Hombre" (ECP, 96). Como, en un contexto análogo, "no es posible separar en Cristo su ser de Dios–Hombre y su función de redentor" (ECP, 106), tampoco en el cristiano es posible separar la llamada a la santidad y la invitación al apostolado. Esto le permite decir con solidez doctrinal que "la santificación forma una sola cosa con el apostolado" (ECP, 145), y que "ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación" (ECP, 131). Se toma así distancia tanto de una espiritualismo desencarnado y ajeno a las necesidades de los hombres como de un activismo apostólico desenfrenado y a la larga ineficaz.
Conviene añadir que este continuo enraizar la misión apostólica de todos los fieles en los sacramentos del Bautismo y Confirmación, sin necesidad de encargo oficial por parte de la Jerarquía eclesiástica, no busca suscitar "reivindicaciones ministeriales" entre los fieles laicos, ni se pone en conflicto con la autoridad de la Iglesia. Si no es en "delicada comunión con la Jerarquía", los fieles cristianos no tienen derecho a reclamar su legítimo ámbito de autonomía apostólica (cfr. CONV, 21). Más aún: se trata no sólo de estar en comunión con la Jerarquía, sino de ser conscientes de que el sacerdocio común de los fieles tiene necesidad absoluta del sacerdocio ministerial, también desde una perspectiva apostólica, pues, en el desarrollo de su misión, llega un momento en que el fiel se encuentra con el "muro sacramental. La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la palabra de Dios en nombre de la Iglesia" (CONV, 69). Se da una armonía entre ambas realidades, que se refleja en las últimas palabras que se conservan de la predicación de san Josemaría, en el mismo día de su muerte, cuando, dirigiéndose a un nutrido grupo de mujeres, fieles del Opus Dei, les dijo: "Vosotras, por ser cristianas, tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo por aquí. Vuestros hermanos seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis trabajar con esa alma sacerdotal; y con la gracia del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz" (DEL PORTILLO, 1976, p. 22).
Philip GOYRET
San Josemaría preparó personalmente la labor apostólica del Opus Dei en Bélgica, país que visitó varias veces, durante los recorridos que en los años cincuenta realizó por Europa. Pero ya mucho antes la historia y la cultura del país le habían inspirado algún punto de meditación. Entre las notas de los ejercicios espirituales que predicó en Vitoria en agosto de 1938 figura este apunte: "¡Él [Cristo], a la cabeza!... Guerra europea: rey de Bélgica. Ahora: ¡qué alegría los soldados, si los jefes van en vanguardia!" (CECH, p. 554). Se refería "al Rey de los Belgas, Alberto I (nacido en 1875; 1909-1934), que, efectivamente, cuando Bélgica fue invadida tomó el mando inmediato de sus tropas y estaba en los lugares de mayor peligro" (CECH, p. 555). También algunas referencias bibliográficas indican que pudo haber consultado publicaciones belgas (cfr. CECH, p. 672).
Se conocen las fechas de algunos de los viajes de san Josemaría a Bélgica (todos anteriores al inicio de la labor estable de la Obra en el país, en 1965). Uno de estos viajes tuvo lugar en los últimos días de noviembre de 1955: "pasó por Lovaina y Amberes, para hacer unas visitas", escribía uno de sus biógrafos (AVP, III, p. 335). El 28 de noviembre envió una tarjeta desde Bruselas a sus hijas de Roma. El 1 de julio de 1956 estaba en Bélgica otra vez. Volvió a enviar una tarjeta desde Bruselas el 29 de julio de 1957 y, una vez más, pasó por Bélgica en agosto del mismo año; entre otros lugares, estuvo en Lieja, Gante, Brujas, Namur, Saint–Hubert y Maredsous.
Durante sus viajes tomó muchas notas sobre aspectos que le parecían importantes para la futura labor y que posteriormente transmitiría a los primeros que empezaron el apostolado de la Obra en Bélgica.
En Bruselas, en 1955, se alojó en el boulevard Adolphe Max, 118, en el Hotel Le Plaza, entonces muy empobrecido por los años de ocupación militar durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. Desde este céntrico hotel acudía a varias iglesias cercanas. En la iglesia de Santa Catalina, donde celebró Misa alguna vez, solía detenerse delante de la imagen de Santa Ana con la Virgen y el Niño. Rezó también en la iglesia de San Nicolás, a los pies de Nuestra Señora de la Paz; en la catedral; y en la iglesia de Notre–Dame du Finistére. Durante sus trayectos por Bélgica rezó en otras muchas iglesias y celebró la santa Misa en las catedrales de Amberes y Namur.
Los años romanos del Concilio Vaticano II tuvieron un especial relieve en la relación de san Josemaría con Bélgica. Entre los numerosos Padres y peritos conciliares con quienes estableció contactos se encontraban algunos eminentes eclesiásticos belgas con los cuales mantendría profunda amistad: entre otros, Gérard Philips, Guillaume Van Zuylen, Charles Moëller, Gustave Thils, y particularmente Willy Onclin, canonista, profesor y en su día decano de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad de Lovaina, y secretario adjunto de la Comisión Pontificia para la reforma del Código de Derecho Canónico. Mons. Onclin tendría un papel decisivo en el inicio de la labor en Bélgica. En el verano de 1964 invitó a don Julián Herranz, sacerdote de la Obra con quien había trabajado en Roma, a pasar diez días en su casa de Lovaina. Aprovechó esa estancia para proporcionarle abundantes contactos con personas interesadas en conocer la Obra, y le acompañó a visitar a algunos obispos belgas. San Josemaría se interesó mucho por esta visita. Las numerosas opiniones y sugerencias recibidas en esa ocasión contribuyeron a la posterior decisión de empezar el trabajo apostólico con la apertura de dos residencias de estudiantes, en la ciudad universitaria de Lovaina (Leuven), entonces bilingüe, francesa y flamenca (cfr. HERRANZ, 2007, pp. 116-122).
Poco después de la muerte de san Josemaría, escribiría Willy Onclin: "Una de las cosas que más me han emocionado al conversar con Monseñor Escrivá de Balaguer, aparte de su calor humano, de su entusiasmo y su espíritu sobrenatural, es su amor a la libertad, palabra que nunca pronunciaba sin añadir otra: responsabilidad" (La Libre Belgique, 2-VII-1975). Por la excelencia de su trabajo científico y docente, Mons. Onclin recibió de manos de san Josemaría el título de Doctor honoris causa por la Universidad de Navarra, en 1967. Fue también gran amigo de Álvaro del Portillo, especialmente por los encuentros que mantuvieron durante los años del Concilio Vaticano II.
El 8 de julio de 1965 llegaron a Lovaina los primeros miembros de la Obra, para desempeñar allí su trabajo profesional y contribuir al desarrollo de la labor del Opus Dei en el país. Pocas semanas después lo hicieron también las primeras mujeres del Opus Dei, el 6 de septiembre. El 24 de septiembre, fiesta de la Virgen de la Merced, se celebró por primera vez Misa en la residencia femenina de Lovaina; el celebrante, don José María Hernández Garnica, acudió después asiduamente durante los primeros años a Bélgica.
En el momento del fallecimiento de san Josemaría ya pertenecían al Opus Dei un buen número de hombres y mujeres belgas, y se realizaba una labor apostólica intensa con personas de todas las condiciones sociales en Lovaina y Bruselas, y por medio de viajes regulares a otras ciudades. El primer sacerdote belga, Jean Gottigny, fue ordenado el 13 de julio de 1975, dos semanas y media después de la muerte de san Josemaría. Un año más tarde, en Lovaina la Nueva, se abrió la primera residencia para estudiantes universitarios, y poco después otra residencia femenina. A esto siguieron nuevos Centros en Bruselas y Amberes, y la entrada en funcionamiento, en el Brabante valón, del Centre de Rencontres de Dongelberg y del centro de formación en hostelería anejo, Le Chêneau. El trabajo apostólico estable se fue extendiendo a otras ciudades, como Lieja y Gante, y se fueron multiplicando las actividades de formación en otros puntos de la geografía belga.
En 2005 se publicó en Bélgica un álbum ilustrado con la biografía de san Josemaría, A través de los montes, que ha sido editado en numerosos idiomas. Algunos fieles de la Prelatura del Opus Dei colaboraron con las editoriales De Boog (Holanda) y Le Laurier (Francia) en la edición de libros de san Josemaría.
María Ana VAN HUYLENBROECK–MARQUES
(Nac. Alcoy, Alicante, España, 27-IX-1917; fall. Barcelona, España, 26-IX-2000). Enrica creció en Valencia, en el seno de una familia cristiana. Era la segunda de tres hermanos. El mayor, Francisco, conoció a san Josemaría en Madrid y pertenecía al Opus Dei desde 1935. Enrica se incorporó a la Obra en 1941. La tercera, Fina, también pidió la admisión en la Obra unos años después que Enrica. Enrica realizó estudios de Perito Mercantil.
En 1939, Francisco presentó a su hermana Enrica a san Josemaría. Ella sabía que era el fundador del Opus Dei y autor de Camino, libro que conocía muy bien. En el primer encuentro, Escrivá les pidió a ella y a una prima que confeccionaran ornamentos litúrgicos, a la vez que las animaba a hacer ese trabajo con delicadeza y amor, porque esos lienzos iban a estar en contacto con Jesús Sacramentado. Poco tiempo después, por recomendación expresa de san Josemaría, Francisco habló detenidamente del Opus Dei a su hermana. En abril de 1941, Enrica se encontró de nuevo con san Josemaría, que estaba en Valencia para dirigir unos ejercicios espirituales. Le refirió la conversación que había tenido con su hermano y el fundador del Opus Dei le respondió: "Yo estoy pidiendo tu vocación, hija mía". Desde aquel instante, se consideró miembro de la Obra (cfr. COVERDALE, 2002, p. 307). San Josemaría le concretó un plan de vida de piedad y le insistió en que se mostrara cariñosa con sus padres (estaban delicados de salud y fallecieron poco tiempo después). A Enrica le impresionó el afecto de san Josemaría hacia su familia.
Al día siguiente se encontraron Enrica y Encarnación Ortega: eran las primeras mujeres del Opus Dei en Valencia (cfr. AVP, II, p. 473). En los sucesivos viajes que san Josemaría hizo a esa ciudad, les fue transmitiendo el espíritu del Opus Dei y les confió la administración doméstica del primer Centro en Valencia. Junto con el encargo, recibieron la enseñanza de cómo tenían que santificar el trabajo, transformando todas las acciones, fueran las que fueran, en un acto de amor a Dios.
Entre 1942 y 1945, Francisco Botella y su hermana Fina, por motivos profesionales y de salud, respectivamente, se trasladaron a Barcelona. Enrica se fue a vivir con ellos, para atender especialmente a Fina. Estos años de Enrica en Barcelona contribuyeron al crecimiento de la labor apostólica de las mujeres del Opus Dei en esa ciudad. En la distancia, mantenía una comunicación epistolar frecuente con las que estaban en Madrid. Las cartas recogen la influencia de las enseñanzas de san Josemaría y su conciencia de la importancia de estar junto al fundador para impregnarse del espíritu de la Obra.
Enrica comprendió y vivió el mensaje transmitido por san Josemaría: la secularidad de su vocación, la necesidad de ser muy apostólica y el afán por encontrar mujeres que pudiesen seguir al Señor en el Opus Dei. Realizó un intenso apostolado con personas de todos los ambientes y condiciones sociales. Tenía una profunda vida de piedad y manifestaba un gran amor a la Virgen y a la Iglesia.
Siempre trabajó en la administración doméstica de Centros del Opus Dei. Así lo hizo en Italia, donde estuvo desde 1949 hasta 1966, residiendo en Roma, Nápoles y Milán; y después en Barcelona, donde pudo retomar las amistades que había entablado durante los años cuarenta. Falleció en el año 2000 después de haber padecido una larga enfermedad.
Beatriz TORRES OLIVARES
(Nac. Alcoy, Alicante, España, 18-VI-1915; fall. Madrid, España, 29-IX-1987). Uno de los primeros miembros del Opus Dei. Formó parte del Consejo General y fue Consiliario durante varios años de la Región de España. Estudió en el colegio de San José de Valencia, de la Compañía de Jesús. Cuando cursaba Arquitectura y Ciencias Exactas en la Universidad de Madrid, su amigo y compañero de curso, Pedro Casciaro, le invitó y acompañó a conocer la Academia y Residencia DYA. El 13 de octubre de 1935 le presentó al fundador del Opus Dei, que le animó a asistir a unas clases de formación. Después de varias conversaciones con el fundador se incorporó al Opus Dei el 23 de noviembre de 1935. El 7 de enero de 1936 se trasladó a vivir a DYA.
Durante las vacaciones de Navidad de 1935, y por encargo de san Josemaría, visitó al obispo auxiliar de Valencia y rector del Seminario, Mons. Javier Lauzurica, al que explicó el Opus Dei y anunció el proyecto de abrir una residencia de estudiantes similar a DYA en Valencia. Al terminar el curso 1935-1936 marchó a Valencia para pasar el verano y, sobre todo, para ayudar a Rafael Calvo Serer en la búsqueda de un sitio donde abrir la residencia. El 16 de julio, Francisco Botella mandó un telegrama al fundador, anunciando que habían encontrado un local idóneo en la calle Calatrava, 3; al día siguiente, Ricardo Fernández Vallespín se desplazó desde Madrid a la capital levantina para verlo. Cuando estaban negociando el contrato de alquiler en el despacho del abogado Arturo Roig, corrió la noticia de que algunos oficiales del ejército español se habían sublevado en Marruecos, lo que llevó a suspender las gestiones.
Francisco Botella pasó buena parte de la Guerra Civil en la casa de sus padres en Valencia, trabajando en el Instituto Municipal de Higiene de Valencia y en servicios auxiliares del ejército republicano. Visitó a José María Hernández Garnica durante los meses de arresto que pasó en dos cárceles de Valencia, llevándole cartas y comida; y tras su liberación –en julio de 1937– le acogió unos días en la casa de sus padres. El 1 de noviembre de 1937, Francisco Botella se trasladó a Barcelona para cruzar los Pirineos con el fundador y otras personas. Finalizada la travesía, fue movilizado por el ejército nacional, y fue incorporado al Regimiento de Ingenieros Minadores–Zapadores de Pamplona. A finales de enero de 1938, fue destinado a Burgos, donde convivió con san Josemaría hasta marzo de 1939.
Durante algunos periodos del año 1938 fue la única persona del Opus Dei que se encontraba en Burgos al lado del fundador, con el que colaboró en las tareas de ultimar la publicación de Camino. Al terminar la Guerra Civil siguió movilizado en Burgos hasta el verano de 1939, aprovechando los permisos de fin de semana para pasar unos días junto a san Josemaría en Madrid. A principios de junio de 1939 fue a Valencia y se acercó al Colegio Mayor de Burjasot, donde estaba predicando el fundador un curso de retiro. De nuevo, san Josemaría le pidió su ayuda en la búsqueda de un local adecuado para comenzar la labor del Opus Dei en Valencia. En septiembre de 1939, Francisco Botella terminó la carrera de Matemáticas y obtuvo el Premio Extraordinario de Licenciatura; comenzó inmediatamente las asignaturas de los cursos de doctorado en Ciencias Exactas y dejó los estudios iniciados en la Escuela de Arquitectura. En el curso 1939-1940 fue profesor auxiliar de Geometría en la Facultad de Ciencias Exactas, y de Matemáticas en la Facultad de Ciencias Químicas, ambas en la Universidad de Madrid.
En la residencia de la calle Jenner se encargó con Vicente Rodríguez Casado de las actividades con universitarios. Pocas semanas después del inicio del curso, como la actividad del fundador iba in crescendo, san Josemaría encargó a varios del Opus Dei –entre ellos, Francisco Botella–, que impartieran los medios de formación cristiana a los universitarios que vivían o frecuentaban la Residencia de Jenner. A partir de marzo de 1940, Botella pasó a encargarse de la labor con jóvenes profesionales. Durante las primeras "semanas de trabajo" o convivencias de los recién incorporados al Opus Dei dio charlas sobre diversos aspectos del espíritu del Opus Dei. Durante el curso 1939-1940 realizó viajes de fin de semana a Valladolid, Salamanca y Zaragoza, donde se estaba comenzando la labor apostólica. En el verano de 1940 se trasladó a vivir a la calle Martínez Campos, a un nuevo Centro del Opus Dei en Madrid, desde donde continuó las clases en la Universidad y la tesis doctoral. El 25 de marzo de 1941 defendió su tesis, que obtuvo la calificación de Sobresaliente y el Premio Extraordinario de Doctorado.
En abril de 1942, obtuvo la cátedra de Métrica en la Universidad de Barcelona. Dio clases en el curso 1942-1943 y también trabajó en la sección de Matemáticas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en Barcelona. En marzo de 1943 realizó una estancia de investigación en el Istituto di Alta Matematica de Roma. El 21 de mayo de 1943 fue recibido en audiencia privada por el papa Pío XII, con el que pudo hablar extensamente sobre el Opus Dei y su fundador.
En junio de 1945 solicitó la excedencia de la docencia para el siguiente curso con el fin de dedicarse a terminar la preparación para recibir el sacerdocio, que había comenzado años antes. Se ordenó el 29 de septiembre de 1946. En enero de 1947 se reincorporó a las clases en la Universidad de Barcelona. Desde allí viajaba a Madrid los fines de semana para trabajar en la prefectura de estudios del Consejo General del Opus Dei, que entonces tenía su sede en Madrid, y del que formaba parte ya antes de ser ordenado. En 1948 ganó la cátedra de Geometría Analítica de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid. En diciembre de 1948 el fundador le nombró Consiliario del Opus Dei en España, cargo que ocupó hasta julio de 1952.
Participó en los primeros Congresos Generales del Opus Dei. Durante muchos años siguió dando clases en la Universidad de Madrid y ejerciendo su labor sacerdotal en la Basílica Pontificia de San Miguel. En los años sesenta fue presidente de la Real Sociedad Matemática Española. La última vez que estuvo con san Josemaría fue el 13 de mayo de 1974 durante una tertulia en el Centro de Diego de León, en la que el fundador del Opus Dei, dirigiéndose a él, recordó algunos sucesos de la época de Burgos durante la Guerra Civil española. Cuando se jubiló de la docencia universitaria, en 1985, se dedicó al ministerio pastoral, especialmente a la asistencia espiritual de enfermos, hasta el momento de su muerte en 1987.
Onésimo DÍAZ–HERNÁNDEZ
La labor apostólica del Opus Dei en Brasil, el país más extenso y poblado de América del Sur, se inició en 1957. Fue el primero de los países que visitó san Josemaría en el viaje de catequesis por tierras americanas que realizó en 1974.
En marzo de 1957 llegaron a Marília, una ciudad del interior del Estado de Sao Paulo, los varones que iban a comenzar la labor apostólica; entre ellos, el sacerdote Jaime Espinosa Anta. Pocos meses después, el 20 de septiembre, llegaron las que establecerían el primer Centro para la labor con mujeres: Amparo Bollaín Gómez y otras cuatro. La historia de los comienzos en esa ciudad está unida a la insistencia con que lo pedía Mons. Hugo Bressane de Araújo, arzobispo-obispo de Marília (cfr. AVP, III, p. 354, nt. 1). Marília era entonces una pequeña ciudad con poco más de cuarenta mil habitantes, a 440 kilómetros de Sao Paulo.
Los inicios en Marília fueron de gran utilidad porque permitieron calar el hondo sentido cristiano de la sociedad brasileña, conocer despacio el alma sencilla del Brasil profundo y a la vez vislumbrar la amplitud de horizontes para la expansión de la labor de la Obra en servicio de la Iglesia.
Pasado año y medio, se empezaron a hacer viajes a Sao Paulo, la capital del estado, y luego, en 1959, se instaló allí la Residencia Universitaria Pacaembu, dirigida a varones. Más adelante, en 1960, las mujeres darían inicio a la Residencia Universitaria Jacamar. San Josemaría manifestaba siempre su gran entusiasmo por las posibilidades apostólicas de Brasil del que, decía, por su gran extensión, que "es un continente". En 1961, llegaron a Sao Paulo otros hombres y mujeres, de modo que, desde esa gran ciudad, se pudo expandir la labor apostólica por todo el país. Ese año se trasladó a Brasil, procedente de Portugal, el sacerdote Francisco Javier de Ayala Delgado, que había pedido la admisión en 1940 después de conocer al fundador en Zaragoza. Fue el Consiliario del Opus Dei en Brasil desde 1961 hasta 1994, año de su muerte.
Bajo el aliento de san Josemaría fueron multiplicándose las actividades de formación para personas de todas las condiciones: estudiantes, profesionales, madres de familia, obreros, catedráticos de universidad, empleadas domésticas, etc. En 1962 ya habían pedido la admisión en la Obra el primer supernumerario, el magistrado José Geraldo Rodrigues de Alckmin, que fue después ministro del Supremo Tribunal Federal, y el primer numerario brasileño que, pasado el tiempo, en 1971, fue ordenado sacerdote, Pedro Barreto Celestino. También en la década de los sesenta, surgieron entre las mujeres las primeras vocaciones: Maria Cecília Ferraz Luz, Aparecida Borba, Anna Theresa Mendonça y otras.
Entre las personas que acudían a los medios de formación del Opus Dei, tanto hombres como mujeres, había nisseis, es decir, hijos e hijas de japoneses radicados en el país. Desde Roma, el fundador veía con ilusión la llegada de estas personas a la Obra porque, en el futuro, algunas podrían marchar al Japón y desarrollar allí un intenso apostolado (cfr. AVP, III, pp. 358–359). Además, en años sucesivos, se pudo contar también con descendientes de países europeos, como Hungría, Suecia, etc., que ayudaron a extender la labor apostólica del Opus Dei en esos países.
En 1974, san Josemaría emprendió un viaje apostólico por América del Sur, empezando por Brasil. Estuvo en São Paulo del 22 de mayo al 7 de junio. Quería confirmar a las almas en la fe, en el amor a la Iglesia y al Papa, y en la fidelidad al Magisterio. En ese período se sucedieron las visitas a los Centros de varones y mujeres de la Obra, numerosas entrevistas con familias, conversaciones en pequeños grupos y tertulias –reuniones de estilo familiar– con muchedumbres. San Josemaría se sintió impresionado por la variedad de razas en convivencia armoniosa, sin distinciones, con igualdad, con hermandad. Desde el primer día, san Josemaría quiso referirse a la tarea apostólica que aguardaba a los brasileños, y lo hizo hablando de muchos aspectos de Brasil: de sus dimensiones, de su fecundidad, de la variedad de su población: "¡El Brasil! Lo primero que he visto es una madre grande, hermosa, fecunda, tierna, que abre los brazos a todos sin distinción de lenguas, de razas, de naciones, y a todos los llama hijos. ¡Gran cosa el Brasil! Después he visto que os tratáis de una manera fraterna, y me he emocionado (...). Querría que eso se convirtiera en un movimiento sobrenatural, en un empeño grande de dar a conocer a Dios a todas las almas, de uniros, de hacer el bien no sólo en este gran país, sino de este gran país a todo el mundo" (Catequesis en América, I, 1974, p. 204: AGP, Biblioteca, P05). Así animaba a todos los que le escuchaban a que se multiplicaran "por diez, por cien, por mil".
El día 29 de mayo, al final de una reunión de familia, al dar la bendición sorprendió a los presentes por la fórmula que empleó: "Que os multipliquéis: como las arenas de vuestras playas, como los árboles de vuestras montañas, como las flores de vuestros campos, como los granos aromáticos de vuestro café. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo". Fue una auténtica "bendición patriarcal", como la llamó don Álvaro del Portillo ante algunos de los presentes al final de esa reunión. Después, en otras ocasiones, para transmitir a todos su vibración sobrenatural, san Josemaría repitió esas palabras con variantes muy sugestivas.
El 28 de mayo, hizo una peregrinación a la Basílica Nacional de Nuestra Señora Aparecida, a dos horas de São Paulo. Allí le acompañaron centenares de personas, con quienes recitó el santo Rosario. Ya de vuelta a São Paulo, relató su inmensa alegría por haber rezado a los pies de la Patrona de Brasil: "¡Con que alegría fui a Aparecida! ¡Con qué fe rezabais todos! Yo le decía a la Madre de Dios, que es Madre vuestra y mía: Madre mía, Madre nuestra, yo rezo con toda la fe de mis hijos. Te queremos mucho, mucho... Y me parecía escuchar, en el fondo del corazón: ¡con obras!" (Catequesis en América, I, 1974, p. 152: AGP, Biblioteca, P05). En recuerdo de esa romería, el arzobispo de Aparecida, Mons. Raymundo Damasceno Assis, el 8 de noviembre de 2008, presidió la ceremonia de bendición de una imagen de san Josemaría, que está colocada en una capilla lateral de la Basílica Nacional de Aparecida.
En los días anteriores san Josemaría había estado en los Centros de Casa do Moinho y Aroeira, donde hizo la dedicación de los altares. En algunos casos, los Centros de la Obra como Sumaré, Casa do Moinho, Casa Nova, Rio Claro, Pacaembu, Aroeira y el Centro Social Morro Velho, acondicionaron sus locales para las tertulias con el Padre. En otros, fue preciso utilizar grandes espacios, como el Auditorio del Centro de Convenciones Anhembí y el Auditorio del Palacio Mauá. Esos lugares abrieron sus puertas a una multitud que deseaba conocerle y oír su palabra, que trataba sólo de Dios, del encuentro con Cristo a través del trabajo de cada día y a través de los sacramentos, especialmente de la Penitencia y de la Eucaristía.
En el Auditorio del Centro de Convenciones Anhembí, ante una asistencia de tres mil personas, respondió a un padre de familia, ingeniero de profesión, que le preguntó sobre la posibilidad de que hubiera también santos en Brasil: "No te quepa duda de que este momento de locura es momento de santidad. Y que, en esta gran ciudad que lleva el nombre del Apóstol de las Gentes, hay muchas almas maravillosas, ocultas y quién sabe si no querrá el Señor, a la vuelta del tiempo y de no mucho, ponerlas en los altares para ejemplo" (Catequesis en América, I, 1974, p. 229: AGP, Biblioteca, P05).
Desde el primer momento de su llegada al Brasil, san Josemaría repitió, como le gustaba decir en italiano, un ritornello: "en el Brasil y desde el Brasil". Se refería a la responsabilidad de sus hijos e hijas brasileños de extender la labor de la Obra a toda la nación brasileña y también a otros países: "...Quiero empujaros a que no dejéis ningún rincón de este país maravilloso sin el calor de un hogar nuestro. Para que desde aquí, después... ¡al mundo entero!" (Catequesis en América, I, 1974, p. 205: AGP, Biblioteca, P05). Impulsó la expansión del apostolado al Oriente y a África, lo que, en los años siguientes, se concretaría, por ejemplo, con la marcha de algunos jóvenes nisseis a Japón para estudiar y trabajar en aquella tierra. Con el transcurso de los años esa consigna se sigue realizando también en relación a otros muchos países de los cinco continentes, como la República Checa, Hungría, Polonia, India, Kazakstán, Sudáfrica, Kenia, Camerún, Congo, Canadá, Holanda, Costa Rica, Puerto Rico, etc., donde hay brasileños, sacerdotes y laicos, hombres y mujeres, miembros del Opus Dei, trabajando al servicio de Dios y de todos los hombres. A partir de 1975 se iniciaron Centros de la Obra en otras ciudades del país: en algunas capitales, como Rio de Janeiro (1975), Curitiba (1976), Brasilia (1981), Belo Horizonte (1987) y Porto Alegre (1997); y en ciudades muy populosas, como Campinas (1977), São José dos Campos (1979), Londrina (1991), Niterói (1988) y Ribeirão Preto (2005). Actualmente, se hacen viajes periódicos a otras ciudades, preparando el futuro comienzo estable de la labor, como Piracicaba y Sorocaba (Estado de São Paulo) y a algunas capitales de estados, como Goiânia, Florianópolis, Recife y Fortaleza.
Con el aliento de san Josemaría, se pusieron en marcha muchas iniciativas culturales y de inserción social, de entre las cuales se pueden destacar el Centro Social Morro Velho, que desde 1969 organiza cursos diversos para la mejora social profesional de mujeres de barrios periféricos; las escuelas de Hostelería Casa do Moinho, en São Paulo, y Pinhais, en Curitiba, que ofrecen certificados oficiales en el sector de hostelería; el Centro de Capacitación Profesional Veleiros, una escuela técnica de enfermería para chicas de los suburbios de São Paulo; y el Centro Cultural y Asistencial de Pedreira, que empezó sus actividades en 1984: se trata de una escuela de formación profesional para jóvenes, situada en un barrio de clases menos favorecidas en la periferia de la ciudad de São Paulo. Cuando se cumplieron veinticinco años del inicio de esta escuela, ya pasaban de cinco mil los estudiantes que habían concluido una carrera que les permitiera asumir trabajos profesionales de buen nivel.
San Josemaría también animó a los promotores del entonces Centro de Extensión Universitaria, fundado en 1972. Actualmente denominado Instituto Internacional de Ciencias Sociales, promueve cursos de extensión y posgrado con un perfil dirigido a la formación integral de los profesionales del área de Derecho, Ciencias de la Salud, Comunicación, Humanidades y Educación. En 2002, año del centenario del nacimiento de san Josemaría, la Empresa Brasileña de Correos y Telégrafos lanzó un sello conmemorativo: el perfil del busto de san Josemaría, cuyo fondo era la Basílica de Nuestra Señora Aparecida, y la siguiente leyenda, resumen de palabras de san Josemaría antes transcritas: "¡El Brasil! Una madre grande, que abre los brazos a todos y a todos llama hijos".
Maria Theresinha DEGANI
San Josemaría residió en Burgos desde enero de 1938 a marzo de 1939. Fueron unos meses intensos en los que el fundador del Opus Dei dio nuevo impulso al apostolado, y a la preparación y publicación del más conocido de sus escritos, Camino.
Llegado en diciembre de 1937 a la zona de España en la que disponía de libertad para reorganizar el apostolado, san Josemaría debió decidir en qué ciudad instalarse para retomar la labor apostólica que la Guerra Civil española había interrumpido casi por completo. Lo hizo primero en Pamplona de forma provisional, pero pronto cambió en razón de las circunstancias del momento. El único de los fieles del Opus Dei que le acompañaban, ajeno a obligaciones militares, José María Albareda, fue destinado a Burgos como catedrático de Instituto. Otros dos tenían allí su destino militar, y era de suponer que la ciudad castellana, capital de la zona nacional y situada en el centro–norte peninsular, pudiera servir como lugar estratégico de encuentro. En un retiro espiritual realizado en Pamplona en diciembre de 1937, el fundador concretó un plan de trabajo que puso bajo el lema "trabajar sin ruido": "1) Ver a los nuestros. 2) Estar dispuesto a acudir a ellos, donde sea, inmediatamente que me llamen. 3) Discreta relación epistolar. 4) Apeadero: lugar de refugio, para todos. 5) Reducidas tandas de ejercicios. 6) Proselitismo con estudiantes soldados. 7) Catedráticos que colaboren. 8) Tesis de Derecho. 9) Libros: biblioteca. 10) Encargar trabajo a nuestros soldados". Al final se pregunta: "¿Los nos 4 y 5, en Burgos?" (CECH, pp. 62-63). El 24 de diciembre de 1937 la decisión estaba tomada: irían a Burgos y allí establecerían la sede provisional de un Centro de la Obra.
José María Albareda llegó a la ciudad el 2 de enero y se instaló en una pensión en la calle Santa Clara, 51. La cuestión de la vivienda presentaba serias dificultades: la ciudad había duplicado su población a causa de la guerra y era muy difícil conseguir un alojamiento adecuado que permitiera cierta independencia. San Josemaría llegó el día 8 a la ciudad y se hospedó en la misma pensión. Allí permanecieron –junto con Francisco Botella, destinado a finales de enero a la misma ciudad– hasta el 29 de marzo en que se trasladaron al Hotel Sabadell, un lugar también con grandes limitaciones, pero que les permitía un poco más de independencia y ofrecía algo más de espacio, ya que ese mes fue también destinado a Burgos Pedro Casciaro. En octubre se les unieron, aunque residiendo en su destino militar, Álvaro del Portillo y Vicente Rodríguez Casado. El 13 de diciembre cambiaron el hotel por una pensión, en el tercer piso de la calle Concepción, 9. La razón fue que en esa fecha ya sólo pernoctaban dos en el hotel y el propietario, sin preguntarles, alquilaba las otras dos camas de la habitación a otros clientes. San Josemaría abandonó Burgos el 28 de marzo de 1939 para dirigirse a Madrid, recién liberada, donde entró con los primeros transportes ese mismo día.
En Burgos transcurrieron, pues, los quince meses de la guerra en los que san Josemaría disfrutó de libertad para ejercer su tarea pastoral. Las circunstancias eran muy difíciles, tanto las generales –un país en guerra civil, con una fuerte persecución religiosa en uno de los bandos– como las particulares del Opus Dei: todos los medios materiales perdidos, los que participaban en la labor apostólica dispersos –en paradero desconocido muchos de ellos, algunos muertos– y los planes de expansión cancelados.
El primer objetivo de san Josemaría en Burgos fue mantener o reanudar el contacto con los que participaban en la labor apostólica del Opus Dei antes de la guerra. La tarea requirió grandes dosis de paciencia y espíritu de sacrificio, y la realizó a base de un intenso intercambio epistolar y numerosos viajes. Los desplazamientos fueron especialmente frecuentes hasta el otoño de 1938, en que puede considerarse que había conseguido su objetivo.
Al mismo tiempo tenía por prioridad mantener vías de comunicación abiertas con los que permanecían en Madrid, su madre y hermanos entre ellos, y en otros lugares de la zona bajo persecución religiosa. Lo consiguió mediante cartas que se remitían a Francia, desde donde eran reenviadas a Madrid. Intentó también enviarles ayuda material, comida, etc., para aliviar su penuria. En definitiva, el primer quehacer fue mantener unidos a quienes participaban de la labor que venía desarrollando. La forzosa dispersión hizo que les insistiera en que no estaban solos, sino que podían vivir entre ellos "cada día, con especial interés, una particular Comunión de los Santos", como escribió en la primera "Carta circular", redactada en Burgos con fecha 9 de enero de 1938. Él siempre fue por delante en la tarea, rezando por cada uno y actuando con una disponibilidad absoluta, cumpliendo así a la letra el segundo punto de su plan de trabajo. La abundante actividad epistolar, el punto tercero, da testimonio de la intensidad de este empeño.
San Josemaría no se conformó con recuperar o mantener lo que hasta entonces se había logrado. Con arraigada fe siguió trabajando por la expansión de la labor del Opus Dei, con independencia de las difíciles circunstancias que vivían. Ese fortalecimiento pasaba por hacer más intensa y profunda la vida de trato con Dios de los que se habían incorporado al Opus Dei, por alimentar en ellos sueños de expansión y también por animarles a mejorar su preparación humana, aprovechando el tiempo para estudiar –casi todos eran estudiantes– y para prestar servicios a los demás, especialmente de índole espiritual.
Entre las iniciativas para apoyarles estuvo una circular traducida a diversas lenguas –francés, inglés, alemán, polaco, italiano...– en la que pedía libros a personas e instituciones extranjeras. San Josemaría procuraba hacer llegar pequeños diccionarios a los que estaban en el frente, para ayudarles a aprovechar el tiempo estudiando idiomas. En definitiva, para retomar la actividad apostólica, en tiempos de grave crisis que parecían llamar a la supervivencia en los frentes o al activismo organizativo en retaguardia, pensó en cómo ayudar a todos a estudiar, aunque las universidades estuvieran cerradas. Parece muy significativa esta actuación, que confirma hasta qué punto consideraba el fundador que el trabajo y la formación sólida eran elementos fundamentales de la tarea del Opus Dei. El trato con profesores universitarios que colaboraran con su labor de apostolado recibió también un importante impulso en Burgos, donde frecuentó a algunos conocidos de Madrid y a otros que éstos le presentaron.
Una de las primeras cosas que hizo desde Burgos fue escribir a Mons. Eijo y Garay, obispo de Madrid–Alcalá, que residía entonces en Vigo, y a su vicario general, Francisco Morán. Otra importante tarea que realizó fue dar a conocer la Obra a los obispos de las diócesis por las que pasó, a los que acudía a solicitar licencias ministeriales. En este aspecto estaba poniendo también las bases para una futura expansión del Opus Dei cuando se recuperara la paz: la tarea entre los miembros de la jerarquía era importante y no siempre fácil, ya que el Opus Dei constituía entonces una novedad para bastantes obispos. Fueron muchas sin embargo las muestras de cariño recibidas. Del obispo de Ávila, Mons. Santos Moro, por ejemplo, escribe: "lo entiende todo" (AVP, II, p. 257), y del de León, anota con motivo del envío de un presente por su consagración episcopal: "El regalo es modesto, pero simpático. Además él se lo merece, ...aunque no nos comprenda ¡por ahora!" (AVP, II, p. 298). Además, mantuvo un asiduo trato de amistad con otros sacerdotes que visitó o le visitaron cuando pasaban por Burgos, algunos de ellos promovidos al episcopado años más tarde. Entre los que encontró en Burgos estaba el religioso cuyas huellas en la nieve le habían conmovido en Logroño, y que fuera allí confesor suyo: el carmelita descalzo P. José Miguel de la Virgen del Carmen, entonces Prior de la Comunidad de Burgos.
Su intensa dedicación al Opus Dei no le impidió, al contrario, prestar servicios importantes a otras instituciones. Visitó a las Teresianas de san Pedro Poveda, amigo suyo fusilado en Madrid al comienzo de la guerra y, de acuerdo con su directora general, Josefa Segovia, ayudó a preparar un plan para su atención espiritual. Predicó en actos organizados por diversas entidades religiosas, y dos tandas de ejercicios espirituales en Vitoria por encargo del obispo, Mons. Lauzurica: una para las religiosas que atendían el palacio episcopal, y otra para los seminaristas.
A todo esto añadió san Josemaría su trabajo personal en dos proyectos que requerían concentración y empeño. El primero era la redacción de su tesis doctoral en Derecho. La guerra había destruido el trabajo que había desarrollado en años anteriores para su primer proyecto de tesis. El sacerdote decidió cambiar de tema y se ocupó de estudiar la jurisdicción de la Abadesa de Las Huelgas Reales, monasterio situado a las afueras de Burgos. Allí se aplicó, en el Contador bajo, con los documentos que le proporcionaban las religiosas. Cuando san Josemaría conoció en junio que don Eloy Montero, catedrático de Derecho Canónico en la Universidad de Madrid, había llegado a la zona nacional, se puso en contacto con él. Montero aprobó su nuevo tema de tesis y revisó una primera memoria en el verano de 1938. Corregido y completado con una nueva investigación, fue la base del trabajo que defendió como tesis doctoral en diciembre de 1939 en Madrid: Estudio histórico canónico de la jurisdicción eclesiástica "Nullius dioecesis" de la Abadesa del Monasterio de Las Huelgas, Burgos (cfr. RODRÍGUEZ, 2008, p. 77).
El segundo proyecto fue la preparación de dos libros: una nueva versión corregida y ampliada de Consideraciones espirituales y un devocionario litúrgico. El segundo no llegó a terminarlo; el primero, en cambio, le ocupó buena parte de su tiempo en los meses finales de 1938 y lo terminó en enero de 1939. Apareció meses más tarde bajo el nuevo título de Camino. El estudio histórico–crítico de Pedro Rodríguez acerca de esta redacción ofrece numerosos y valiosos detalles sobre el proceso de dicha redacción y sobre la vida de san Josemaría en Burgos en esos meses. Baste aquí destacar que la frecuente correspondencia de entonces sirvió de fuente para algunos puntos añadidos al libro en ese año.
Durante estos meses san Josemaría vivió algunas circunstancias difíciles de salud que inquietaron a quienes le acompañaban: una afección de garganta le provocó afonías, fiebre y hemoptisis a veces frecuentes e intensas que hicieron temer que se tratara de una tuberculosis. Personalmente aquello no le preocupaba, es más, lo vivía como una purificación, pero le inquietaba el hecho de que –si hubiera sido un mal infeccioso– le habría impedido continuar con su labor apostólica. Las consultas médicas terminaron en un diagnóstico de faringitis crónica que siguió siendo causa de molestias. Sobre esto escribía a Juan Jiménez Vargas, hijo suyo y médico: "Estos chicos –se refería a los que le acompañaban en Burgos– me dan la lata en grande, con la salud y la enfermedad. (...) no me preocupa el tema: son las almas, lo que me preocupa: la mía también" (AVP, II, p. 274). Veía muy clara la tarea que tenía por delante, como anota en sus Apuntes íntimos el 17 de enero de 1938: "Celebro por mí, sacerdote pecador, el Santo Sacrificio. Lo noto: ¡cuántos actos de Amor y de Fe! Y, en la acción de gracias, breve y distraída sin embargo, he visto cómo de mi Fe y de mi Amor: de mi penitencia, de mi oración y de mi actividad, depende en buena parte la perseverancia de los míos y, ahora, aun su vida terrena. ¡Bendita Cruz de la Obra, que llevamos mi Señor Jesús –¡Él!– y yo!" (Apuntes íntimos, n. 1493: AVP, II, p. 247).
Vivió una vida de intensa mortificación, penitencia y pobreza. Había hecho propósito de dormir cinco horas diarias –frecuentemente en el suelo– menos la noche del jueves al viernes, que no dormiría; se alimentaba muy frugalmente y a veces –cuando sus hijos no estaban– no comía, utilizaba una dura mortificación corporal y apenas gastaba nada en sí mismo. Esto fue en ocasiones motivo de protestas cariñosas de sus hijos más jóvenes, descritas muy vivamente por Pedro Casciaro en sus recuerdos. San Josemaría pedía que le dejasen en paz, convencido de que su alma necesitaba todo eso.
Más dolorosas para él fueron otras circunstancias espirituales por las que atravesó en aquellas fechas, que le hicieron sentir unos hondos deseos de santidad experimentar una profunda sequedad espiritual. Con motivo de su primer viaje desde Burgos, en enero de 1938, anotó: "(...) determino emprender un viaje algo pesado, pero necesario. Por mi gusto, me encerraría en un convento –¡solo! ¡solo!– hasta que acabara la guerra. Mucha hambre de soledad. Pero, no mi voluntad, sino la del Señor: y debo trabajar y fastidiarme, bien lejos del aislamiento. –Tengo también deseos grandes de marcharme de Burgos (...)" (Apuntes íntimos, n. 1494, 17-I-1938: AVP, II, pp. 255-256).
Y el 10 de marzo de 1938: "No puedo hacer oración vocal. Me hace daño, casi físico, oír rezar en voz alta. Mi oración mental y toda mi vida interior es puro desorden. De esto hablé con el Obispo de Vitoria, y me tranquilizó" (ibidem, nn. 1566-1567: AVP, II, p. 260). Todo parece apuntar a que vivió una etapa de intensa purificación interior: "Me veo como un pobrecito, a quien su amo ha quitado la librea" (ibidem, n. 1567: p. 262).
En septiembre de 1938 marchó al Monasterio de Silos para hacer unos días de retiro espiritual. Allí escribió: "Llevo tres días de retiro... sin hacer nada. Terriblemente tentado. Me veo, no sólo incapaz de sacar la Obra adelante, sino incapaz de salvarme –¡pobre alma mía!– sin un milagro de la gracia. Estoy frío y –peor– como indiferente: igual que si fuera un espectador de «mi caso», a quien nada importara lo que contempla. No hago oración. ¿Serán estériles estos días? Y, sin embargo, mi Madre es mi Madre, y Jesús es –¿me atrevo?– ¡mi Jesús! Y hay bastantes almas santas, ahora mismo, pidiendo por este pecador. ¡No lo entiendo! ¿Vendrá la enfermedad que me purifique?" (ibidem, n. 1588: AVP, II, p. 323).
Entre los frutos de ese "llevar la cruz de la Obra con Él" estuvo su profunda fe en el porvenir de la empresa apostólica que Dios le había confiado, manifiesta en el balance que hizo en su segunda circular desde Burgos, de 9 de enero de 1939, que recogía el mejor resumen de aquellos meses:
"Se ha cumplido un año de nuestra llegada a Burgos, y es justo que tenga deseos –que pongo en práctica– de hablar con vosotros, para que, juntos hagamos un balance de nuestra actuación y señalemos el camino de la próxima labor. Pero, antes quiero anticiparos en una palabra el resumen de mi pensamiento después de bien considerar las cosas en la presencia del Señor. Y esta palabra, que debe ser característica de vuestro ánimo para la recuperación de nuestras actividades ordinarias de apostolado, es optimismo.
Es verdad que la revolución comunista destruyó nuestro hogar y aventó los medios materiales, que habíamos logrado al cabo de tantos esfuerzos.
Verdad es también que, en apariencia, ha sufrido nuestra empresa sobrenatural la paralización de estos años de guerra. Y que la guerra ha sido la ocasión de la pérdida de algunos de vuestros hermanos... A todo esto, os digo: que –si no nos apartamos del camino– los medios materiales nunca serán un problema que no podamos resolver fácilmente, con nuestro propio esfuerzo: que esta Obra de Dios se mueve, vive, tiene actividades fecundas, como el trigo que se sembró germina bajo la tierra helada: y que, los que flaquearon, quizá estaban perdidos antes de estos sucesos nacionales. (...)
¿Qué ha hecho el Señor, qué hemos hecho con su ayuda, durante el año que ha transcurrido? Se ha mejorado la disciplina de todos vosotros, innegablemente. Se está en contacto con toda la gente de San Rafael, que responde de ordinario mejor de lo que podíamos esperar. Se han hecho amistades que han de servir, sin prisa, a su hora, para la formación de centros de S. Gabriel. Los Prelados acogen con cariño la labor nuestra que pueden conocer. Y mil cosas pequeñas: petición de libros, hojas mensuales, ornamentos y objetos para el Oratorio y más: mayores posibilidades de proselitismo; conocimiento del ambiente de ciertas poblaciones, que facilitará la labor de S. Gabriel; amistad –con algunos honda– con bastantes catedráticos, a quienes antes no se trataba" (AVP, II, pp. 337-338).
En medio de la prueba de la guerra y de otras más hondas, difíciles o imposibles de relatar, san Josemaría había continuado con su fiel respuesta a Dios para hacer el Opus Dei: en lo que parecía objetivamente el mayor obstáculo para una expansión, él supo encontrar el momento para fundamentarla. Así lo resumía Mons. Javier Echevarría en unas palabras con ocasión de una visita a Burgos: "En esta antigua ciudad, durante varios meses, San Josemaría celebró a diario la Santa Misa, tiempo de su jornada en que se unía más intensamente al Sacrificio de la Cruz, abrazado en aquellos años a duras privaciones y entregándose con generosidad a la oración y a la penitencia", que fueron siempre el fundamento de su vida apostólica y de la expansión universal con la que soñaba (Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 40 [2005], pp. 101-102).
Pablo PÉREZ LÓPEZ