La fórmula "identificarse con Cristo" y la derivada, "identificación con Cristo", son utilizadas de manera habitual por san Josemaría como expresión del genuino horizonte de la existencia cristiana. Consiste esa vida, en efecto –esa es su grandeza y su misterio–, en un progresivo crecimiento del bautizado, a través de la gracia y de la propia correspondencia, en la conformación, sobrenaturalmente incoada en el Bautismo (cfr. Rm 8, 29), con el Hijo de Dios hecho Hombre, Redentor de los hombres. La reiterada presencia de tales fórmulas en los escritos de san Josemaría es un signo indicativo del arraigo de la correspondiente noción en su pensamiento teológico–espiritual. La identificación con Cristo constituye indudablemente para nuestro Autor la meta y la sustancia del ser cristiano, y también, por tanto, la razón misma de la lucha por la santidad. Y todo ello (identificación, meta, sustancia, santidad, lucha) contemplado, bajo la luz peculiar del espíritu del Opus Dei, en el escenario de la vida cotidiana y del trabajo ordinario del "cristiano corriente".
Con la tradición espiritual de la Iglesia, san Josemaría enseña que la específica vía de desarrollo de la vida cristiana está constituida en unidad por el seguimiento y la imitación de Cristo. Los textos en que menciona dichas nociones, juntas o separadamente, son abundantes. Los contenidos de ambas tienden a unirse, o por así decir, a fusionarse, alcanzando al mismo tiempo plenitud de significado, en la noción de identificación con Cristo. Ésta –siempre informada por las luces de fondo del espíritu fundacional: santidad, trabajo y deberes ordinarios, misión apostólica– es la que ocupa el lugar de privilegio en su enseñanza sobre la vida cristiana.
En tal noción encuentran fundamento y acomodo teológico–espiritual otras fórmulas conceptuales, de las que san Josemaría hace uso muy frecuente para denominar y definir al fiel cristiano, como son las de alter Christus (otro Cristo) e ipse Christus (el mismo Cristo). De su experiencia espiritual brota esta consideración: "La vida de Jesucristo, si le somos fieles, se repite en la de cada uno de nosotros de algún modo, tanto en su proceso interno –en la santificación– como en la conducta externa" (F, 418). Y de ahí su afirmación de que: "En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!" (ECP, 104).
Si la primera de esas fórmulas, alter Christus –presente también en la tradición doctrinal y espiritual de la Iglesia–, alude a la configuración bautismal del cristiano con Cristo (pues cada bautizado es ontológicamente semejante a Cristo), la segunda, ipse Christus, que es propia de san Josemaría, indica más bien el fruto del crecimiento en dicha configuración como efecto de la conjunción entre gracia y correspondencia a la gracia, así como de la eficacia apostólica que conlleva. El alter Christus (es decir, el fiel cristiano en toda la extensión del término: laico o ministro, varón o mujer), que libremente coopera con la acción del Espíritu Santo en su alma y responde a la misión apostólica recibida, es ya no sólo ontológicamente otro Cristo, sino que lo es también operativamente y, sobre todo, eficazmente. La imagen de Cristo en él va siendo cada vez más semejante al Modelo, tanto en el ser como en el obrar, con la correspondiente eficacia en el orden de la salvación. Espiritualmente, por su progresiva identificación ontológica y operativa con el Hijo de Dios, es cada vez en mayor medida ipse Christus, el mismo Cristo: Cristo obra eficazmente a través del testimonio, de la palabra, de la acción apostólica de quien es imagen suya. Volveremos a estas ideas en los apartados sucesivos.
En los escritos de san Josemaría, la noción que estudiamos aparece bajo distintas formulaciones: identificación, identificarse, identificado..., con Cristo. Aunque citaremos en las páginas sucesivas distintos párrafos, a efectos históricos es particularmente interesante su presencia en el punto 947 de Camino, que dice así: "Te pasmaba que aprobara la falta de «uniformidad» en ese apostolado donde tú trabajas. Y te dije: Unidad y variedad. –Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. –Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo".
Ese texto, en el que san Josemaría establece la sinonimia entre «ser santo» y «haberse identificado con Cristo», procede a su vez –como se muestra en CECH, p. 1008– de un pasaje de sus Apuntes íntimos, fechado el 24 de diciembre de 1931. El dato es importante al menos por dos razones: a) por la profundidad teológica de tal sinonimia que, expresada con tales términos, no es nada habitual en la literatura espiritual del primer tercio del siglo XX; y b) porque permite comprender, precisamente por remontarse a época tan temprana, que san Josemaría, ya desde los comienzos de su misión fundacional, comprendía el significado teológico de la santidad cristiana en clave de "identificación con Cristo". Así lo seguirá formulando ya siempre en sus escritos (cfr., por ejemplo, CONV, 70, 72, 91; ECP, 106, 110 y tantos más).
¿Cómo había llegado san Josemaría a establecer y formular así una correlación entre santidad e identificación con Cristo, insólita en los años treinta? No podemos dar razones categóricas, pero cabe pensar que tras esta correlación, contando también con el auxilio de específicas luces carismáticas, se esconde una meditada lectura de la doctrina paulina –sobre todo en Romanos, Efesios y Gálatas– acerca de la elección de los cristianos en Cristo para ser santos y del don de la adopción filial. Así parecen darlo a entender, por ejemplo, unas palabras que pronunciaba san Josemaría en 1963, en las que se puede constatar que la santidad filial y heroica a la que era llamado es entendida por él como identificación amorosa con Cristo en la Cruz. Dicen así:
"Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! Ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios. (...) ¡La Cruz: allí está Cristo, y tú has de perderte en Él! No habrá más dolores, no habrá más fatigas. No has de decir: Señor, que no puedo más, que soy un desgraciado... ¡No!, ¡no es verdad! En la Cruz serás Cristo, y te sentirás hijo de Dios, y exclamarás: Abba, Pater!, ¡qué alegría encontrarte, Señor!" (citado en ARANDA, 2001, pp. 16 y 249).
Querer identificarse con Cristo significa desear la plena unión espiritual con Él: con su voluntad, con su entrega, con su Cruz. Es fruto y manifestación del amor. "El amor busca la unión, identificarse con la persona amada: y, al unirnos a Cristo, nos atraerá el ansia de secundar su vida de entrega, de amor inmensurable, de sacrificio hasta la muerte" (AD, 236). La identificación con Cristo de la que habla san Josemaría –imperfecta en esta vida, y abierta a un crecimiento que sólo alcanzará su plenitud en el cielo–, podría ser expresada como la progresiva realización del vivir del cristiano en Cristo así como Cristo vive en él (cfr. Ga 2, 20).
En ese sentido, si llamamos "personalidad" al conjunto de elementos en cuya unidad se refleja de algún modo lo más íntimo e incomunicable de cada persona, las dos frases de san Josemaría que a continuación reproducimos ayudan a entender la hondura en su pensamiento de la noción que estudiamos: "Debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo" (F, 468). "Señor (...) haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo" (ECP, 31).
La captación de las claves teológicas y espirituales de la identificación con Cristo en la enseñanza de san Josemaría, debe ser realizada profundizando en su doctrina sobre el cristiano como alter Christus, ipse Christus. Ése es su contexto propio, y en él deben ser halladas y meditadas. A continuación exponemos los aspectos fundamentales, a nuestro juicio, de esta cuestión.
El fiel cristiano, merced a los dones bautismales, está ontológicamente capacitado para ser otro Cristo, y llamado también a serlo voluntariamente, cooperando con la gracia. Ha recibido una configuración sobrenatural con el Hijo de Dios hecho hombre (es imagen suya), en la que ha de seguir creciendo a lo largo de la vida (creciendo en la semejanza), uniéndose cada vez más a Cristo, bajo la guía del Espíritu Santo, por el amor, y ejercitándose en el cumplimiento de la propia misión apostólica. Asimilado así al Redentor, participa también –por el dinamismo de la gracia– de su eficacia salvífica: Cristo, presente en su imagen por la gracia –presente en el alter Christus–, obra no sólo en él por medio del Espíritu Santo, sino también con él y a través de él. El alter Christus, en virtud de tal asimilación y participación, en la que ha de seguir creciendo por la gracia y por sus obras, puede ser denominado también ipse Christus, el mismo Cristo. Lo es en verdad, participadamente, en cuanto imagen suya, en la que el Hijo de Dios está presente y a través de la cual sigue de algún modo "pasando" entre los hombres con su eficacia salvífica. San Josemaría gusta de contemplar ese "pasar" salvífico de Cristo por medio de los cristianos, que, unidos a Él por el amor, hacen presente en el aquí y ahora de la historia, mediante su quehacer ordinario santificado y su sentido apostólico de misión, la eficacia de la salvación. "La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión divina" (ECP, 110).
La doctrina espiritual de san Josemaría, intensamente cristocéntrica, tiene un firme fundamento teológico en la inseparable unidad en Cristo entre persona y misión. Como se lee en una de sus obras: "No es posible separar en Cristo su ser de Dios–Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres" (ECP, 106). Una formulación semejante se encuentra en estas palabras: "No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios–Hombre y su función de Redentor" (ECP, 122). El importante principio cristológico aquí invocado, y las consecuencias espirituales que de él se derivan, brotan de las raíces más profundas del Nuevo Testamento, y están presente con una u otra formulación en toda la tradición teológica y espiritual. Estamos ante un importante principio cristológico, con numerosas consecuencias espirituales y apostólicas.
La inseparabilidad en Cristo entre ser y función, o entre persona y misión, constituye en el pensamiento de san Josemaría una honda convicción doctrinal y es, al mismo tiempo, un principio fundante –cabría incluso llamarlo estructural– de su contemplación del misterio de Cristo. El fundamento revelado es paulino y joánico: el Hijo de Dios se ha hecho hombre para redimir a los hombres (para liberarlos del pecado, elevarlos a la condición de hijos del Padre), y los ha redimido porque es el Hijo de Dios hecho hombre. Ser y función (persona y misión) forman en Cristo una unidad inseparable, y como tal ha de ser considerada en sí misma y, participadamente, en el cristiano, alter Christus, ipse Christus, llamado como el Maestro a entregarse al servicio de la redención de los hombres. Diciéndolo con otras palabras, la vida del cristiano en Cristo tiene siempre para san Josemaría un significado apostólico último: continuar la misión redentora del Verbo Encarnado. "Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención" (ECP, 183).
Desde esa perspectiva, la noción de identificación con Cristo encierra, no separadamente sino en indivisible unidad, dos claves teológicas de fondo, pues es, al mismo tiempo, semejanza participada en la filiación de Cristo (el cristiano es, por la gracia, hijo en el Hijo) y semejanza participada en la misión de Cristo y en su eficacia salvífica (el cristiano es por la gracia, y está llamado a ser por la propia correspondencia, "redentor en el Redentor"). Es importante destacar este segundo aspecto, a veces algo relegado en la reflexión teológica y también quizás en la formación de la conciencia cristiana. No así en la enseñanza de san Josemaría. Él lo expresa, por ejemplo, en no pocas ocasiones, por medio del término y la noción de "corredención", que tiene en gran aprecio. He aquí un ejemplo: "La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención. Nos urge la caridad de Cristo (cfr. 2Co 5, 14), para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas. Mirad: la Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1Co 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. (...) De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6)" (ECP, 120-121).
Antes de considerar más de cerca los contenidos característicos de la noción de identificación con Cristo en los escritos de san Josemaría, deben hacerse dos advertencias:
– Los contextos en que la noción es contemplada son de carácter espiritual o pastoral, es decir, de índole práctica: de vida cristiana vivida.
– El sujeto con el que habitualmente dialoga el Autor en esos contextos, exhortándole a identificarse con Cristo, es el "cristiano corriente", expresión que alude en sus textos al ciudadano cristiano, inserto como uno más en la normalidad de la vida ordinaria y del trabajo profesional, pero personalmente comprometido con las exigencias de la fe, como fiel discípulo del Maestro e hijo de la Iglesia.
Los contenidos que estudiamos pueden ser compendiados en estos cinco apartados. La identificación con Cristo: a) es meta y perfección del seguimiento–imitación propio del cristiano; b) es sinónimo de santidad y camino de santificación; c) requiere trato personal con Él: vida interior; d) es inseparable de la referencia a la Cruz; e) es condición para ser instrumento eficaz al servicio de la Redención.
La vida cristiana, entendida como el vivir en Cristo del cristiano corriente, es concebida en los textos de san Josemaría no como algo separado o diverso del ordinario vivir –pues "vivir en cristiano no es dejar de ser hombres" (AD, 75)–, sino como su realización en el plano de la fe: siendo uno más entre los otros pero con la cabeza y el corazón puestos en el ejemplo de Cristo, esforzándose en seguirlo de cerca, "con el empeño diario de imitarle a Él" (AD, 75).
En el lenguaje teológico–espiritual es común denominar con los términos seguimiento e imitación (de Cristo) la vía práctica de desarrollo de la auténtica existencia cristiana. Ambas nociones proceden directamente del Nuevo Testamento (cfr., por ejemplo, ARANDA, 2001, pp. 158-159). Seguir a Cristo significa ser discípulo suyo, creer en Él, participar de su destino, estar vinculado a su persona y a su mensaje, lo que se traduce en unas actitudes morales precisas. Imitar a Cristo significa imitar su amor, su entrega, su ejemplo, llegar a tener sus mismos sentimientos.
San Josemaría hace también amplio uso de esas nociones tradicionales, acentuándolas al mismo tiempo con matices propios. En sus textos, esencialmente dirigidos al cristiano corriente, tales nociones adquieren una tonalidad singular en cuanto matizadas por el estatuto teológico y existencial de dicho sujeto. Así, el seguimiento de Cristo (de sus huellas, de sus pasos, de sus pisadas, etc.), es considerado sobre todo en cuanto realizado en la vida ordinaria, en medio del mundo, en el propio ambiente profesional, etc. De modo semejante, la imitación de Cristo (de su conducta, de su caridad, desprendimiento, humildad, etc.), se ve matizada como imitación en particular de su vida cotidiana, de su trabajo diario, etc.
He aquí, como ejemplo, un texto característico: "Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo (...). Sueño –y el sueño se ha hecho realidad– con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que Él las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre" (ECP, 20).
El tema exigiría mayor atención (cfr. ARANDA, 2001, pp. 161-178). Pero lo que ahora interesa señalar, sobre todo, es que el seguimiento–imitación de Cristo por parte del cristiano corriente, que es alter Christus, ipse Christus, tiende por su propia naturaleza a la identificación con Cristo. En la enseñanza de san Josemaría, las dos primeras nociones desembocan directamente en la tercera. Sus frecuentes exhortaciones a seguir a Jesús (cfr., por ejemplo, S, 728); a obrar como Él obró (cfr., por ejemplo, ECP, 106), a revestirse de Él (cfr., por ejemplo, F, 155), etc., son en realidad exhortaciones –como puede comprobarse en los pasajes citados– a identificarse con Él, que es el objetivo a alcanzar ("¡Cuándo te propondrás de una vez identificarte con ese Cristo que es Vida!": F, 818).
Para ayudar a captar la hondura cristológica de la noción de identificación con Cristo, así como su centralidad en el pensamiento de san Josemaría, podrían aportarse numerosos textos, pero nos basta con fijar la atención en los dos que transcribimos a continuación, que, por su propia elocuencia, no tienen necesidad de comentario. Ambos hablan de seguimiento y de imitación, pero sobre todo hablan de identificación, y más aún –se refieren a la existencia del cristiano alter Christus, ipse Christus– de sus importantes consecuencias apostólicas:
– "Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro único modelo. Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas, adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres" (AD, 128).
– "Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo" (AD, 299).
Este último pasaje, tomado de Amigos de Dios, va seguido de otras palabras de san Josemaría en las que se ofrecen pistas para seguir ahondando en las dimensiones espirituales de la noción que estudiamos. Queda aquí simplemente recogido, aunque merecería un apartado propio: "En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos (cfr. Flp 3, 20)" (AD, 300).
En continuidad con el apartado anterior, traemos a colación algunos de los pasajes en los que san Josemaría equipara "santidad" e "identificación con Cristo". La equivalencia de ambas nociones en cuanto su significado último es evidente, pues son expresión de una misma realidad: la perfección de la vida cristiana, entendida ésta como el proceso de crecimiento del cristiano en la semejanza con Cristo a lo largo de su existencia. En ese sentido, cabe decir que "identificación con Cristo" es sinónimo de santidad en plenitud de significado, esto es, in facto esse, y es también sinónimo de santificación o santidad in fierí, es decir, en cuanto proceso de asimilación al Modelo del Hijo de Dios.
En unas palabras de Camino, antes citadas, que recogen un pensamiento escrito por san Josemaría en 1931, se lee: "–Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. –Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo" (C, 947, el subrayado es nuestro). En la idea contenida en esa frase se entrelazan dos dimensiones o momentos internos: los santos han alcanzado en el cielo la plenitud de la identificación con Cristo, después de haber luchado en la tierra por crecer en esa identificación. O dicho de otro modo, la plenitud de la identificación escatológica (santidad en el cielo) se alcanza a través del creciente proceso de identificación en la tierra (proceso de santificación o de lucha por la santidad).
La idea que conviene retener es que la santidad, contemplada bien en la perfección de su estadio final o bien todavía en su ir realizándose, es sencillamente descrita por san Josemaría como identificación con Cristo. En el primer caso, como punto de llegada definitivo e irreversible; en el segundo, como camino por recorrer, iluminado ya por la luz de la meta final. Este segundo es el terreno en el que se sitúan os tres pasajes que transcribimos (con subrayados nuestros) a continuación.
El primero, perteneciente a una homilía sobre la conversión y la lucha por la santidad, expone con gran claridad lo que acabamos de señalar: "No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: «no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana" (ECP, 58).
El segundo, incluido en un texto sobre el matrimonio como vocación a la santidad, subraya la misma idea: la vía de la santidad, también en el estado matrimonial, es la de la identificación con Cristo. "El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado –con la gracia de Dios– todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive" (CONV, 91).
El tercer pasaje, en fin, señala la misma doctrina general, destacando matices propios de la santificación según el espíritu del Opus Dei: "Quienes quieren vivir con perfección su fe y practicar el apostolado según el espíritu del Opus Dei, deben santificarse con la profesión, santificar la profesión y santificar a los demás con la profesión. Viviendo así, sin distinguirse por tanto de los otros ciudadanos, iguales a ellos, que con ellos trabajan, se esfuerzan por identificarse con Cristo, imitando sus treinta años de trabajo en el taller de Nazaret" (CONV, 70).
El enunciado de ese título está directamente inspirado en una sencilla y exacta descripción que hace san Josemaría de la vida interior: "La vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con Él" (ECP, 56). Es decir, para identificarse con Él es preciso tener trato habitual con Él: vida interior. Ahora bien, "la vida interior supone crecimiento en la unión con Cristo, por el Pan y la Palabra" (ECP, 122).
La correlación establecida por esos dos textos es muy clara: para identificarse con Cristo es preciso tratarle asiduamente, uniéndose a Él en la Eucaristía y en la oración. He aquí un nuevo pasaje que lo confirma: "La meta no es fácil: identificarnos con Cristo. Pero tampoco es difícil, si vivimos como el Señor nos ha enseñado: si acudimos diariamente a su Palabra, si empapamos nuestra vida con la realidad sacramental –la Eucaristía– que Él nos ha dado por alimento" (ECP, 32).
Como se aprecia, el camino de la identificación con Cristo es el de la vida interior o, con otras palabras, el camino del amor y el conocimiento. El amor personal, en efecto, impulsa a quienes se aman a conocerse bien, buscando la mutua identificación de intenciones, afectos y actitudes. Así, análogamente, la identificación del cristiano con Cristo por amor, requiere buscar la intimidad de su trato en la Eucaristía: querer ser, con expresión de san Josemaría, "almas de Eucaristía": "Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas" (ECP, 156). No es necesario detenerse ahora en este importante tema, que se estudia en otras voces del Diccionario.
Y junto al trato eucarístico, el trato de la oración, de la meditación personal que busca conocer más hondamente al Señor: "Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección" (ECP, 107). "Fijaos con calma en el ejemplo del Maestro, y comprenderéis enseguida que disponemos de tema abundante para meditar durante toda la vida, para concretar propósitos sinceros de más generosidad. Porque, y no me perdáis de vista esta meta que hemos de alcanzar, cada uno de nosotros debe identificarse con Jesucristo, que –ya lo habéis oído– se hizo pobre por ti, por mí, y padeció, dándonos ejemplo, para que sigamos sus pisadas (cfr. 1P 2, 21)" (AD, 111).
Recogíamos párrafos atrás unas palabras de san Josemaría de particular significado en el tema que estudiamos: "Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios" (citado en ARANDA, 2001, pp. 16). Es tal la fuerza y elocuencia de estas últimas palabras: "tener la Cruz es identificarse con Cristo", que todo el apartado queda compendiado en ellas. No haría falta decir más.
La identificación con Cristo en la Cruz (con sus sentimientos, su entrega, su amor) es para san Josemaría el camino real, la vía regia de la vida cristiana: "Si no luchas, no me digas que intentas identificarte más con Cristo, conocerle, amarle. Cuando emprendemos el camino real de seguir a Cristo, de portarnos como hijos de Dios, no se nos oculta lo que nos aguarda: la Santa Cruz, que hemos de contemplar como el punto central donde se apoya nuestra esperanza de unirnos al Señor" (AD, 212).
La identificación con Cristo en la Cruz es también, en consecuencia, el camino de la humildad y alegría cristianas, que trazan el del cielo. Basten, como ejemplo, estos dos textos: "Cuando sentimos el orgullo que barbota dentro de nosotros, la soberbia que nos hace pensar que somos superhombres, es el momento de decir que no, de decir que nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad. Así nos identificaremos con Cristo en la Cruz, no molestos o inquietos o con mala gracia, sino alegres: porque esa alegría, en el olvido de sí mismo, es la mejor prueba de amor" (ECP, 19). "Para acompañar a Cristo en su Gloria, en el triunfo final, es necesario que participemos antes en su holocausto, y que nos identifiquemos con Él, muerto en el Calvario" (F, 1022).
El cristiano, alter Christus, ipse Christus, a través de los dones recibidos y por su personal correspondencia es, como veíamos, sujeto de una semejanza participada en la filiación y misión de Cristo. Participa también, por tanto, en diversos modos, en la eficacia de la acción santificadora del Redentor. Quiere esto decir que la acción apostólica del ipse Christus –por estar realizada en Cristo y en el Espíritu Santo– es siempre de algún modo eficaz en el orden de la salvación. El cristiano, ipse Christus, en cuanto identificado con Cristo, es también, en Él, corredentor. Esa es justamente la idea expresada en el título del apartado.
En la enseñanza de san Josemaría tal idea se encuentra formulada de muchas maneras. En realidad, está siempre implícita o explícitamente presente cuando trata de la vocación cristiana, lo cual es muy frecuente en sus textos. Siendo la vocación cristiana una llamada a identificarse y a corredimir con Cristo ("La vocación cristiana, esta llamada personal del Señor, nos lleva a identificarnos con Él. Pero no hay que olvidar que Él ha venido a la tierra para redimir a todo el mundo": AD, 256), es lógico que al exhortar a lo primero (identificación) impulse también san Josemaría –y ruegue al Señor– a lo segundo (ser instrumento apostólico eficaz). "Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas" (S, 273). "Has de convencerte de que, para ser levadura, necesitas ser santo, luchar para identificarte con Él" (F, 397).
Identificarse con Cristo conlleva, pues, identificarse con sus ansias redentoras (cfr. ECP, 138), para realizar en la vida corriente y ordinaria –sin salir del lugar que cada uno tiene en el mundo– "esa misión sacerdotal que Él ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos empuja a ser sal y luz del mundo" (ECP, 96).
Para poner punto final a esta síntesis de la enseñanza de san Josemaría en el tema central de la identificación (ontológica y espiritual) del cristiano con Cristo, no puede faltar una referencia a su identificación con el ejemplo de Santa María, en quien se refleja a la perfección la imagen del Salvador. Como en todo lo anterior, podrían ser citados muchos pasajes de las obras de san Josemaría, pero nos limitamos a transcribir uno, que incluye todo: la exhortación a identificarnos con María, el camino a seguir para conseguirlo y, en fin, la eficacia apostólica que se alcanza por esa vía: "Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios" (AD, 281).
Antonio ARANDA
La comprensión de la Iglesia en san Josemaría se manifiesta en su predicación y escritos, pero también en su praxis pastoral y espiritual. Antes que una eclesiología sistemática, ofrece una experiencia de fe vivida, testificada y comunicada. Como toda predicación, la suya responde a circunstancias y objetivos determinados. Sus homilías actualizan la Palabra de Dios en orden a la conversión y al seguimiento del Señor. Algunas poseen un contenido eclesiológico directo, como El gran Desconocido (25-V-1969, ECP); El fin sobrenatural de la Iglesia (28-V-1972, AIG); Lealtad a la Iglesia (4-VI-1972, AIG); y Sacerdote para la eternidad (13-IV-1973, AIG); estas tres últimas homilías aparecen al inicio de la compleja década de los años setenta del siglo pasado, y recuerdan puntos principales de la enseñanza católica sobre la Iglesia y el ministerio sacerdotal. Importancia especial posee la homilía Amar al mundo apasionadamente (CONV, 113-123), que ofrece unas coordenadas para la existencia cristiana en el mundo. Con frecuencia aparecen formulaciones clarificadoras de la fe católica, como la misión de la Iglesia o su dimensión jerárquica; o la existencia y sentido del sacerdocio ministerial; junto con esos resúmenes catequéticos, se encuentran sembradas aquí y allá afirmaciones que implican presupuestos y consecuencias teológicas de gran alcance. Los textos de carácter pastoral–espiritual (C, S y F) contienen consejos surgidos de su experiencia de la Iglesia como habitat de la vida cristiana (cfr. RODRÍGUEZ, 2004, p. 200). Otros escritos ofrecen orientaciones para la recepción de la enseñanza eclesiológica del Concilio Vaticano II, como la entrevista "Espontaneidad y pluralismo en el Pueblo de Dios" (CONV, 1-23). En la diversidad de géneros y destinatarios san Josemaría transmite un vivo sensus Ecclesiae, amor a la Iglesia, y una intensa conciencia de la grandeza de la vocación en Cristo (cfr. AIG, pp. 25-26, 37, 56-57; DEGENHARDT, 2002, pp. 91-104; DEL PORTILLO, AIG, pp. 99-125; BURKE, 1981, pp. 691-701).
Para san Josemaría, la Iglesia es el misterio de vida del Dios Trino, que ha irrumpido en la historia para que los hombres tengan salvación y vida en abundancia. El Pueblo de Dios, que vive de la participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es accesible en su plena realidad sólo en la fe. "La Iglesia es un misterio grande, profundo. No puede ser nunca abarcado en esta tierra. Si la razón intentara explicarlo por sí sola, vería únicamente la reunión de gentes que cumplen ciertos preceptos, que piensan de forma parecida. Pero eso no sería la Santa Iglesia. En la Santa Iglesia los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio –Iglesia purgante–, o con los que gozan ya –Iglesia triunfante– de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, transciende la historia" (AIG, p. 41-42; cfr. ibidem, pp. 28 y 30).
Su carácter de misterio proviene de su vinculación con el Misterio Trinitario: "La Iglesia se enraíza en el misterio fundamental de nuestra fe católica: el de Dios uno en esencia y trino en personas. La Iglesia centrada en la Trinidad: así la han visto siempre los Padres" (AIG, p. 41). La predicación de san Josemaría conecta de manera connatural con la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la relación de la Iglesia con la Trinidad Santa, tanto en su origen histórico como en su ser permanente. La iglesia surge del designio del Padre y vive de la doble misión conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo. "La Iglesia es la obra de la Trinidad Santísima" (AIG, p. 21). De ahí que lo decisivo en la Iglesia sea la acción de la Trinidad y la presencia de Cristo en ella por el Espíritu: "Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia" (ECP, 131). Dios Padre "no cesa de santificar, por el Espíritu Santo, a la Iglesia fundada por su Hijo amadísimo" (AIG, p. 44). La Iglesia cumple la Voluntad del Padre, y es la Esposa del Hijo asistida por el Espíritu Santo. "Cuando venga el Espíritu de verdad –anunció Jesús–, me glorificará porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará" (Jn 16, 14). El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra. No puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo" (ECP, 130). "Cristo vive en su Iglesia. «Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida. Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad. De modo especial Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada Eucaristía. Por eso la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo" (ECP, 102). El amor trinitario derrama su gracia mediante la Iglesia a la entera humanidad especialmente en la celebración eucarística, fuente y culmen de la vida cristiana, en la que acontece la autodonación trinitaria que sostiene a la Iglesia en su ser.
Mediante la donación de su Espíritu, Cristo hace de la Iglesia su Cuerpo Místico (cfr. LG, 7). Es constante en san Josemaría la enseñanza paulina acerca del cuerpo que forman los cristianos con Cristo Cabeza. La comunidad cristiana, visible e histórica, es el Cuerpo de Cristo que vive bajo la acción del Espíritu Santo por amoroso designio del Padre. "La Sagrada Escritura utiliza muchos términos –sacados de la experiencia terrena– para aplicarlos al Reino de Dios y a su presencia entre nosotros, en la Iglesia. La compara al redil, al rebaño, a la casa, a la semilla, a la viña, al campo en el que Dios planta o edifica. Pero resalta una expresión que compendia todo: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. (...) ¡Qué luminosa es nuestra fe! Todos somos en Cristo, porque Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia (Col 1, 18). Es la fe que han confesado siempre los cristianos" (AIG, pp. 45-46). La vida de Cristo se extiende a sus miembros en solidaridad de gracia, y así todos comunican entre sí, en la tierra y en el cielo (cfr. C, 544; F, 462, 846). La comunión de los santos fundamenta la fraternidad espiritual y visible entre la Iglesia histórica y peregrinante con los santos del cielo, y entre los que vivimos en la tierra (cfr. C, 469): en la oración y en la misión con los hermanos, que se acompañan (cfr. C, 545), que se apoyan con su oración (cfr. C, 546, 547), con sus privaciones y penitencia (cfr. C, 548, 550). Así se actualiza "esa fraternidad que tan hondamente vivían los primeros cristianos" (CONV, 61, 24; ROMANO, 1992, pp. 144-147). Especialmente importante es la comunión con María, Madre de Dios y de la Iglesia (cfr. MIRALLES, 2004, pp. 186-188; sobre María y la Iglesia, cfr. AIG, p. 43; AD, 155, 288; ECP, 139, 140, 141, 145, 171).
Una de las grandes cuestiones que han acompañado a la eclesiología a lo largo de los últimos siglos ha sido la articulación de las dimensiones humana y divina de la Iglesia. La Const. Dogm. Lumen Gentium, en el número 8, habla de la "realidad compleja" que constituyen lo humano y lo divino en la Iglesia. En analogía con el misterio del Verbo Encarnado, los aspectos invisible y visible de la Iglesia no son separables, a modo de una Iglesia carismática frente a otra Iglesia institucional o jerárquica. Ella es "el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre. La Iglesia es, por tanto, inseparablemente humana y divina. (...). Vive y actúa en el mundo, pero su fin y su fuerza no están en la tierra, sino en el Cielo" (AIG, pp. 47). La Iglesia es comunidad dotada de una dimensión jurídica, con una estructura indisponible porque no es "obra de los hombres y simple efecto de contingencias históricas. Sólo hay una Iglesia. Cristo fundó una sola Iglesia: visible e invisible, con un cuerpo jerárquico y organizado, con una estructura fundamental de derecho divino, y una íntima vida sobrenatural que la anima, sostiene y vivifica" (ibidem, p. 48). De aquí su analogía con el misterio del Verbo encarnado. En cuanto humana, requiere aggiornamento, es decir, un retorno fiel a las fuentes, al "ideal del Evangelio" (CONV, 28), al "espíritu genuino del Evangelio" (CONV, 35), lo cual no implica un salto en la historia, desconociendo lo intermedio: "todo lo que se desarrolla en la historia" crece "de manera gradual y progresiva", "como crece un organismo vivo" (CONV, 26). Frente a una comprensión dialéctica del progreso doctrinal y vital del Pueblo de Dios (progresismo vs. conservadurismo) san Josemaría afirma: "yo, en cambio, prefiero creer –con toda mi alma– en la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y a quien quiere" (CONV, 23).
San Josemaría experimenta la Iglesia como Madre en la que se cree, a la que se ama, se sirve, se venera, que llena de alegría y agranda el corazón (cfr. C, 517-519, 522, 524-525, 576, 750; S, 49, 275, 354, 365, 409, 920; F, 471, 583, 630, 632, 638, 722, 769, 852, 932, 935, 1043; CONV, 117; AD, 33, 110). La Iglesia es la "Madre Santa, que nos ha traído a la vida de la gracia y nos alimenta día a día con solicitud inagotable" (AIG, pp. 25, 34, 38; ROMANO, 1992, pp. 125-129). Esta consideración se sitúa en continuidad con la gran tradición cristiana y evidencia la instrumentalidad salvífica eclesial. La maternidad de la Iglesia genera a la "fe de la Iglesia" mediante los sacramentos de la fe, especialmente la Eucaristía (cfr. RODRÍGUEZ, 2004, pp. 207-209). Frente a cualquier individualismo, el cristiano se sabe en comunión con la totalidad de pastores y fieles en el seno de la Iglesia, en el que nace a la vida en Cristo. Por eso, exhorta a "siempre y en todas las cosas sentir con la Iglesia de Cristo" (CONV, 29), no obstante las deficiencias de quienes la componen (cfr. AIG, pp. 24-26; ECP, 131).
"Et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam!... –Me explico esa pausa tuya, cuando rezas, saboreando: creo en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica..." (C, 517). "Esas son las propiedades esenciales de la Iglesia, que derivan de su naturaleza, tal como la quiso Cristo" (AIG, p. 17). Tales propiedades unen a la Iglesia "con el más inefable misterio de nuestra santa religión: la Trinidad Beatísima" (AIG, p. 42; cfr. ROMANO, 1992, pp. 129-132). La unidad y la santidad son reverberación de la santidad del Dios Santo, Uno y Trino, quien mediante la apostolicidad envía la Iglesia al entero mundo para ser "el sacramento universal de la salvación", misión que es el sentido de su catolicidad (cfr. AG, 1).
En una de sus homilías san Josemaría contempla la unidad a partir del evangelio de san Juan (cfr. AIG, pp. 18-21). Por eso, junto con la unidad interna de la Iglesia, subraya la dimensión de unicidad visible de la Iglesia. Jesús exhorta a la unidad de sus discípulos en un solo rebaño bajo un solo Pastor, y ruega al Padre por la unidad de los suyos, a semejanza de la unidad del Hijo con el Padre. Sin unidad no hay vida ni frutos. Unidad interior con Cristo, la vid, y unidad también exterior entre los miembros del Cuerpo. La unidad ha de ser para los cristianos una pasión, tal como la vieron los Padres de la Iglesia. Todo ello es glosado por san Josemaría: "¡Con qué acentos maravillosos ha hablado Nuestro Señor de esta doctrina! Multiplica las palabras y las imágenes, para que lo entendamos, para que quede grabada en nuestra alma esa pasión por la unidad" (AIG, p. 18). Para san Josemaría no hay duda de que la Iglesia es una y única. "¿La unión de los cristianos? Sí. Más aún: la unión de todos los que creen en Dios. (...) Pero Cristo fundó una sola Iglesia, tiene una sola Esposa" (AIG, p. 20). Las separaciones cristianas no la han hecho desaparecer, "no hay que reconstruirla con trozos dispersos por todo el mundo" (AIG, p. 20). Su convicción acerca de la Iglesia y de la plenitudo fidei católica era compatible con la amistad de san Josemaría con cristianos no católicos, marcada por un hondo respeto a la "libertad de las conciencias" (que distinguía de la "libertad de conciencia", en singular, "que equivale a valorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios" (AD, 32). "Una vez –recordaba el propio san Josemaría– comenté al Santo Padre Juan XXIII, movido por el encanto afable y paterno de su trato: «Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad». Él se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos" (CONV, 22; 29). San Josemaría enumeraba algunos aspectos de su espiritualidad en los que constataba puntos de encuentro con cristianos no católicos (cfr. CONV, 22). Su pasión por la unidad cristiana "para que el mundo crea" (Jn 17, 21) desembocaba en el deseo de la unidad humana: "Yo pido al Señor cada día que agrande mi corazón, para que siga convirtiendo en sobrenatural este amor que ha puesto en mi alma hacia todos los hombres, sin distinción de raza, de pueblo, de condiciones culturales o de fortuna" (AIG, p. 20).
La santidad de la Iglesia se realiza según una doble fase, a saber, "una perfección que llamaríamos original y otra final, escatológica" (AIG, p. 21). La Iglesia ha sido originalmente equipada de manera constitutiva con los bienes de salvación, la Palabra y los sacramentos, en orden a santificar la humanidad. "Nuestra Madre es Santa, porque ha nacido pura y continuará sin mácula por la eternidad. (...). Nuestra Madre es Santa, con la santidad de Cristo, a la que está unida en el cuerpo –que somos todos nosotros– y en el espíritu, que es el Espíritu Santo (...). Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía, porque te fundó el Hijo de Dios, Santo; eres Santa, porque así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma de los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en la Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna" (AIG, p. 26). San Josemaría pone en relación la santidad de la Iglesia con su maternidad salvífica, que genera al pueblo santificado de su seno: "Y siendo miembros de un pueblo santo, todos los fieles han recibido esa vocación a la santidad, y han de esforzarse por corresponder a la gracia y ser personalmente santos" (AIG, p. 22). Pero hasta que la Iglesia alcance su fase escatológica, una "aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos" (AIG, p. 23). En la historia se mezcla la paja con el trigo, los peces buenos y malos. "No todos responden con lealtad a su llamada. Y en la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan", y la belleza de la Madre "puede quedar oculta por las sombras de las bajezas humanas" (AIG, p. 25), por los pecados de sus hijos. La santidad de la Iglesia "puede quedar velada –pero nunca destruida, porque es indefectible– (...) puede quedar encubierta a los ojos humanos, decía, en ciertos momentos de oscuridad poco menos que colectiva" (AIG, p. 22). "Los defectos humanos que, en esta Madre Santa, resultan de la acción en Ella de los hombres hasta donde los hombres pueden, pero que no llegarán nunca a destruir –ni a tocar, siquiera– aquello que llamábamos la santidad original y constitutiva de la Iglesia" (AIG, p. 25).
La Iglesia es católica (cfr. AIG, pp. 26-31), universal en sentido extensivo: la Iglesia, sacramento único, existe en orden a la salvación de la humanidad. En Pentecostés ya "nace Católica del Corazón llagado de Jesús, como un fuego que el Espíritu Santo inflama" (AIG, p. 27). Es católica en sentido intensivo, pues transmite la fe íntegra y la recta celebración de los sacramentos; porque sana al hombre entero, cuerpo y alma; porque distribuye todo tipo de dones espirituales; la diversidad católica armoniza las diferencias en la unidad abierta a todas las razas y culturas, sin particularismos. Unida a la catolicidad san Josemaría habla con frecuencia de la romanidad: "Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico (...). Ser romano no entraña ninguna muestra de particularismo, sino de ecumenismo auténtico; supone el deseo de agrandar el corazón, de abrirlo a todos con las ansias redentoras de Cristo" (AIG, p. 30; CONV, 123). El afecto de san Josemaría por la sede de Pedro (cfr. C, 467, 520, 573) está en conexión, no tanto con la "latinidad", sino con la unidad y la universalidad de la Iglesia (cfr. RODRÍGUEZ, 2004, pp. 205-206).
La Iglesia es apostólica (cfr. AIG, pp. 31-36) porque toda ella ha sido enviada al mundo para extender la fe y la salvación de Cristo. La Iglesia es apostólica porque todos los bautizados participan de la misión de Cristo. "Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo. El que no tiene celo por la salvación de las almas, el que no procura con todas sus fuerzas que el nombre y la doctrina de Cristo sean conocidos y amados, no comprenderá la apostolicidad de la Iglesia" (AIG, p. 36). Esta "apostolicidad fundamental" dimana de la consagración bautismal, en cuyo seno se sitúa la apostolicidad propia de los pastores. Jesús la fundamentó sobre los Apóstoles y Simón Pedro recibió de Cristo una elección personal como principio de unidad del Colegio apostólico y de todos los fieles.
Mediante el Bautismo, Cristo consagra su Pueblo sacerdotal. "Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, «para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo» (1P 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios–Hombre" (ECP, 96). La entera existencia cristiana es el despliegue de la condición filial y sacerdotal otorgada por la incorporación al Cuerpo de Cristo Sacerdote. "Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que –siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial– capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los nombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación. Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a El para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre" (ECP, 120). En virtud de este sacerdocio común, la misión es "connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional" (ECP, 122). Por esta razón, "ser cristiano no es título de mera satisfacción personal: tiene nombre –sustancia– de misión" (ECP, 98; cfr. MIRALLES, 2004, pp. 192-195). "En la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor nos ha confiado a todos esa tarea, y ninguno puede sentirse eximido" (ECP, 158). Con su actividad, su ejemplo y su palabra, con la oración y la ofrenda de la vida a Dios, el cristiano lleva a cabo "la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único Pueblo de Dios" (ECP, 53).
En san Josemaría encontramos una fuerte afirmación de la igualdad de los fieles en Cristo. "En la Iglesia hay igualdad: una vez bautizados, todos somos iguales, porque somos hijos del mismo Dios, Nuestro Padre. En cuanto cristianos, no media diferencia alguna entre el Papa y el último que se incorpora a la Iglesia" (AIG, p. 58). "No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad" (ECP, 134). "La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. (...). Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias" (CONV, 58-59). Toda diferencia se da en el seno de esta fundamental igualdad: "Ni como hombre ni como fiel cristiano el sacerdote es más que el seglar. (...) Sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel" (AIG, pp. 72-73).
Además, "tenemos [en la Iglesia] una diversidad de funciones, que comporta también una capacitación diversa, un carácter indeleble conferido por el Sacramento del Orden para los ministros sagrados" (AIG, p. 58). "Por institución divina, la Iglesia está constituida por el Papa, con los obispos, los presbíteros, los diáconos y los laicos, los seglares. Eso lo ha querido Jesús. La Iglesia, por voluntad divina, es una institución jerárquica" (AIG, p. 57). "Sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo" (CONV, 59; cfr. ROMANO, 1992, pp. 132-134). De ahí la necesaria unidad con los obispos, como garantía de fecundidad espiritual y pastoral. San Josemaría no dejó de recabar la aprobación del Ordinario local, tanto en su actividad personal como en la del Opus Dei, siguiendo su máxima de "servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida" (CAPARROS, 2004, pp. 93-125). Recordaba la necesidad, con frase gráfica, de "tirar del carro" en la misma dirección que los obispos. Dispuso que las autoridades de la Prelatura del Opus Dei debían mantener un habitual diálogo con los obispos, en orden a recibir indicaciones para que los fieles de la Prelatura, conociendo las directrices magisteriales y pastorales, las llevaran a la práctica para el bien de cada una de las Iglesias locales (cfr. Statuta, nn. 173, 174, 176). Todo esto es manifestación de una convicción teológica, fundamentada en las palabras de Cristo: Ut omnes unum sint (Jn 17, 21). "Así es la oración que Jesús hace a Dios Padre, por nosotros; y ésta es también la oración que, unidos a Jesucristo, rezan diariamente desde el comienzo de la Obra todos los hijos del Señor en su Opus Dei: pro unitate apostolatus, por la unidad que sólo da el Papa para toda la Iglesia, y el Obispo, en comunión con la Santa Sede, para su diócesis" (Carta 31–V–1943, n. 31: OIG, p. 133). De ahí la veneración, el afecto y la oración por los obispos y los sacerdotes que inculcaba san Josemaría (cfr. F, 136; ROMANO, 1992, pp. 135-140).
La unidad y variedad de vocaciones y carismas en la Iglesia suscitaba la admiración de san Josemaría (cfr. RODRÍGUEZ, "El Opus Dei como realidad eclesiológica", en OIG, p. 41). Esta variedad dice relación, ante todo, a la misión del Señor que la Iglesia prolonga mediante la evangelización. Por eso, las grandes posiciones de los fieles en la Iglesia, también la vida religiosa, responden a su estructura operativa en orden a la misión: "A la Jerarquía corresponde señalar –como parte de su Magisterio– los principios doctrinales que han de presidir e iluminar la realización de esa tarea apostólica. A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc. En cuanto a los religiosos, que se apartan de esas realidades y actividades seculares abrazando un estado de vida peculiar, su misión es dar un testimonio escatológico público, que ayude a recordar a los demás fieles del Pueblo de Dios que no tienen en esta tierra domicilio permanente" (CONV, 11).
La vida religiosa mereció siempre a san Josemaría respeto y veneración (cfr. ROMANO, 1992, pp. 150-152). "El camino de la vocación religiosa me parece bendito y necesario en la Iglesia, y no tendría el espíritu de la Obra el que no lo estimara" (CONV, 62). Muchos de sus mejores amigos fueron miembros de órdenes y congregaciones religiosas. "Veneramos y amamos al estado religioso. Rezo cada día para que todos los venerables religiosos continúen ofreciendo a la Iglesia frutos de virtudes, de obras apostólicas y de santidad. (...) Nosotros no tenemos para todos los religiosos más que veneración y cariño, y pedimos al Señor que cada día haga más eficaz su servicio a la Iglesia y a la humanidad entera" (CONV, 43, 54). "Bien sabéis que es propio de nuestro espíritu ver con alegría que surjan muchas vocaciones para los seminarios y para las familias religiosas. Es más, damos gracias a Dios, porque no pocas de esas vocaciones brotan como fruto de la labor de formación espiritual y doctrinal que llevamos a cabo entre la juventud: al encender cristianamente el ambiente que nos rodea, al hacerlo más sobrenatural y más apostólico, se promueve lógicamente, para todas las instituciones de la Iglesia, un mayor número de almas" (Carta 11–III– 1940, n. 39: OIG, p. 31).
En virtud de su predicación de la llamada universal a la santidad y al apostolado, san Josemaría dedicó una atención especial a los fieles laicos. Primeramente, despertando su conciencia de bautizados y, por ende, responsables de la misión. "El apostolado no es misión exclusiva de la Jerarquía, ni de los sacerdotes o religiosos" (AIG, p. 36). "Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. (...) A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña" (ECP, 105). La vocación laical es el modo de vivir el Bautismo caracterizada por buscar el reino de Dios tratando las cosas temporales y ordenándolas según Dios (LG, 31); su existencia está configurada por la novedad radical del Bautismo, partícipe del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, y la índole secular es su modo de cooperar a la misión de la Iglesia.
Para san Josemaría los laicos realizan la misión de modo "eclesial" pero no (necesariamente) "eclesiástico". Es significativo el uso que hace de esos términos. Habla de apostolado "eclesiástico", obras "eclesiásticas", sociedad "eclesiástica", sociología "eclesiástica", personas "eclesiásticas" o "eclesiásticos" (cfr. CONV, 9, 20, 34, 60, 61, 112, 113, 119). El calificativo denota algún tipo de relación "oficial" con el ministerio jerárquico, o bien una tarea "oficialmente representativa" de la jerarquía. Mientras que el calificativo "eclesial" denota la realidad cristiana en general: la comunidad "eclesial"; el valor "eclesial" (de las tareas apostólicas "seculares", esto es, "no eclesiásticas", pero sí "eclesiales"); las responsabilidades "eclesiales" (del laicado), etc. En concreto, habla de una "comprensión de la peculiar tarea eclesial –no eclesiástica u oficial– propia del laico" (CONV, 20). San Josemaría es consciente de los riesgos de un institucionalismo confesional, como forma "eclesiástica" de configuración cristiana de la sociedad, que pudiera convertirse en un "mundo" oficialmente cualificado dentro del mundo humano. En cambio, es más necesaria "otra forma (...) de presencia cristiana (...): la libre iniciativa de los ciudadanos católicos" (CONV, 81, 12). Sin duda, san Josemaría reconoce legítimo, y necesario con frecuencia, que la Iglesia disponga de instituciones oficiales; sin embargo, "prefiero que las realidades se distingan por sus frutos, no por sus nombres" (CONV, 81). Aspira a que los cristianos promuevan "labores laicales y seculares, promovidas por ciudadanos corrientes en el ejercicio de sus normales derechos cívicos, de acuerdo con las leyes de cada país, y llevadas siempre adelante con criterio profesional. (...) No gozan de ninguna representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la Iglesia. Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo" (CONV, 71, 119). Este testimonio radica en la "espontaneidad apostólica de la persona" y en "su libre y responsable iniciativa guiada por la acción del Espíritu" (CONV, 19, 22, 116-117; cfr. ROMANO, 1992, pp. 157-165). Tal actividad cristianiza la vida humana desde dentro de ella misma; es actividad "eclesial", pues hace presente la Iglesia en el surgir mismo de la dinámica del mundo, donde los laicos no tienen necesidad de penetrar "por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí" (CONV, 65). De ese modo, el "mundo" de los cristianos no es "otro" diverso del que ya forman parte. Lo que debe hacer el laico es estar en el mundo íntegramente como cristiano. "Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres" (CONV, 58; cfr. sobre el tema: CONV, 20-22, 58-59, 60-62, 112; GARCÍA SUÁREZ, 1970, pp. 145-164).
José Ramón VILLAR
La incardinación o adscripción permanente a una diócesis comenzó para san Josemaría el 12 de noviembre de 1918, cuando ingresó en el Seminario de Logroño y obtuvo la excardinación de Barbastro, donde había nacido. Dos años después, al dejar Logroño, fue incardinado en Zaragoza para recibir las órdenes sagradas. Desde el punto de vista del derecho canónico, esa incardinación se produjo cuando recibió la tonsura y entró en el estado clerical, cosa que sucedió el 28 de septiembre de 1922.
En 1927, obtuvo licencia del arzobispo de Zaragoza para hacer el doctorado en Derecho en Madrid y se trasladó a esa ciudad a mediados del mes de abril. En aquella época era muy difícil que un sacerdote de otra diócesis se estableciese en Madrid, como era la intención de san Josemaría. Sólo podían permanecer con motivos bien justificados y por el tiempo imprescindible. Décadas antes, al crearse la diócesis de Madrid (1889), la Nunciatura, a través de una carta circular, comunicó a todos los obispos que la Santa Sede había determinado prohibir "que en lo sucesivo den dimisorias a los Sacerdotes de su jurisdicción para (...) Madrid y su Diócesis, a menos que haya razones especiales". Más tarde esa indicación fue asumida por el Sínodo diocesano (1909) y se indicó a los párrocos que no permitieran celebrar la Misa a los extradiocesanos fuera de los legítimamente transeúntes (cfr. GONZÁLEZ GULLÓN, 2011, pp. 59-65).
De momento, Josemaría Escrivá de Balaguer tenía justificada su presencia en Madrid para realizar unos estudios que no se podían hacer en otro lugar. Sin embargo, tenía que contar con medios para sostener a su familia y para ello no era suficiente con dar clases particulares como las que había impartido en Zaragoza. Era imprescindible contar con algún trabajo que le permitiera ejercer su ministerio sacerdotal.
Al llegar estuvo contratado como capellán en la basílica de San Miguel, bajo la jurisdicción de la Nunciatura y regida por los Padres Redentoristas, pero fue una situación interina. Muy pronto, ya en el mes de junio, le ofrecieron, y aceptó, la capellanía del Patronato de Enfermos, una obra benéfica de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón, con lo que pudo obtener ya licencias ministeriales del obispo de Madrid para confesar y celebrar la Misa, que se le irían renovando sucesivamente. En esta institución trabajó durante cuatro años, dentro de los cuales recibió la luz fundacional del Opus Dei, que Dios quiso que naciera mientras el fundador estaba Inmerso en el cuidado de pobres y enfermos.
En el verano de 1931 tuvo que dejar la actividad en el Patronato de Enfermos porque la intensa dedicación que requería era incompatible con el cumplimiento de la misión fundacional que Dios le pedía. Pasó entonces un tiempo de incertidumbre hasta encontrar una solución que, aunque muy precaria, resolvía de momento su situación. Le fue ofrecida y aceptó la capellanía del convento de religiosas Agustinas Recoletas del Patronato de Santa Isabel.
El Patronato de Santa Isabel había sido un patronato real hasta unos pocos meses antes, cuando la monarquía cayó y se instauró la Segunda República. Había sido fundado en 1489 y en 1931 estaba constituido por la iglesia de Santa Isabel, el convento de Agustinas Recoletas y un colegio de religiosas de La Asunción. La jurisdicción eclesiástica de esta institución todavía la ostentaba el Arzobispo Pro–Capellán Mayor de la Real Capilla, que ocupaba el lugar de los capellanes mayores originales: los arzobispos de Toledo y de Santiago.
Al advenir la Segunda República, la Santa Sede mantuvo esta jurisdicción, pero los nuevos gobernantes no contaron con ella, por lo que suprimieron los emolumentos de todas las capellanías que se consideraban innecesarias y cesaron unilateralmente a los rectores–administradores que consideraron no afines al nuevo gobierno. Por eso, las religiosas Agustinas se habían quedado sin atención sacerdotal y, de acuerdo con el Pro–Capellán Mayor de Palacio, decidieron contratar un capellán de forma privada. Así es como le llegó el nombramiento a san Josemaría (cfr. BADRINAS, 1999, p. 58).
Unos meses después, en enero de 1932, el gobierno republicano nombró rector del Patronato a José Huertas Lancho, un canónigo arcipreste de Astorga que, antes de tomar posesión, tuvo que obtener la autorización de la Santa Sede para dejar las obligaciones de su cargo. Al año siguiente, la Santa Sede consideró llegado el momento de extinguir la capellanía de la Real Capilla y nombró Obispo de Cádiz al que hasta entonces había sido el Pro–Capellán. A partir de aquel momento, los patronatos de la antigua Casa Real pasaron a depender de la jurisdicción eclesiástica territorial (cfr. COMELLA, 2004, pp. 174-184). Un año después (1934), José Huertas tuvo que dejar el rectorado porque se había acabado el tiempo de su permiso para ausentarse de su canonjía en Astorga, y la Santa Sede no consideró oportuno ampliárselo. Tenía, por tanto, que regresar a Astorga o renunciar a la canonjía, y decidió volver a su diócesis.
Al quedar vacante el rectorado, las Agustinas Recoletas consideraron llegado el momento de formalizar la situación canónica de su capellán y pidieron a las autoridades civiles su nombramiento como sucesor de José Huertas. En cuanto san Josemaría tuvo noticia de las gestiones de las religiosas, lo comunicó al vicario general de Madrid, con quien mantenía un asiduo trato. Le dijo que él permanecía pasivo: "yo no he presentado instancia, ni pienso presentarla", escribió (Carta a Juan Francisco Morán, 22–XI–1934: BADRINAS, 1999, p. 62). Las gestiones de las religiosas siguieron su curso y el 13 de diciembre salió publicado en la Gaceta de Madrid un decreto por el que, a propuesta del ministro de Trabajo, el presidente de la República, nombraba a san Josemaría Rector del Patronato de Santa Isabel.
Inmediatamente san Josemaría puso la aceptación del cargo a disposición del obispo, que, por medio del vicario general, le dio su autorización para que lo desempeñara. Pero también le comunicó que, de momento, no se veía conveniente formalizar la colación canónica o aprobación eclesiástica, aunque se concedió verbalmente porque le aseguró que el nombramiento estaba confirmado por el obispado (cfr. las relaciones de las visitas al vicario general de Madrid, en CASAS RABASA, 2009, pp. 371-411), trámite imprescindible para que el nombramiento tuviera carácter oficial en el ámbito eclesiástico. Años más tarde el obispo de Madrid, Mons. Leopoldo Eijo y Garay, preparó un largo memorándum donde puntualizaba aspectos de la relación de la Iglesia diocesana con el nuevo Estado y señalaba que por la difícil relación que había habido con el gobierno de la República, "no me creía en el caso de dar colación a los (sacerdotes) presentados por los Poderes Públicos, porque no les reconocía derecho de Patronato; pero tampoco me parecía oportuno agitar esa cuestión, suscitando un nuevo conflicto a la Iglesia" (citado en BADRINAS, 1999, p. 65).
San Josemaría, desde 1934, tras tomar posesión del Rectorado del Patronato de Santa Isabel, se sintió y se comportó como un sacerdote de la diócesis Madrid–Alcalá y partícipe de su pastoral, aunque, de momento, no se pudiera formalizar su vinculación definitiva. Fue a partir de 1939 cuando, al normalizarse la relación Iglesia–Estado, Mons. Eijo y Garay, obispo de Madrid, decidió formalizar la situación canónica del rector de Santa Isabel y presentó (17-I-42) una terna de sacerdotes candidatos, si bien ponía justamente el énfasis en el nombre de quien había ostentado el cargo desde 1934. Aunque ya en 1935 había obtenido el indispensable placet del arzobispo de Zaragoza, en febrero de 1942, san Josemaría volvió a solicitar formalmente su aprobación.
Por fin llegó el 11 de febrero de 1942 en que el obispo de Madrid, en presencia del vicario general, que era entonces don Casimiro Morcillo, en un entrañable acto, le concedió por escrito la colación canónica que suponía la formalización de su incardinación en la diócesis de Madrid (cfr. CIC 1917, c. 114), que ya era un hecho, aunque no formalizado por las excepcionales circunstancias del gobierno republicano, de la guerra y de la inmediata post–guerra.
Cuatro años más tarde, en 1946, san Josemaría renunció al Rectorado de Santa Isabel por traslado de su domicilio a Roma como Presidente general del Opus Dei, que había pasado a ser de derecho pontificio.
Benito BADRINAS
La noción de "infancia espiritual" está presente en la reflexión cristiana al menos desde la Edad Media, unida ya desde entonces, por ejemplo, a la devoción al Niño Jesús (cfr. POURRAT, 1956), pero su desarrollo, así como el uso habitual de la expresión, son más tardíos y han de situarse en el entorno del siglo XVII. Su divulgación en la literatura espiritual sólo tendrá lugar, sin embargo, en los primeros decenios del siglo XX, gracias, sobre todo, a la difusión de las enseñanzas de santa Teresa de Lisieux (1873-1897), quien describirá la infancia espiritual como "el camino de la confianza y del total abandono" en Dios (Santa Teresa DE LISIEUX, 1996, p. 826). San Josemaría entronca con esa tradición espiritual, aunque con acentos propios.
Los autores que han abordado el tema –no obstante la diversidad de sus perspectivas– suelen coincidir en que la infancia espiritual: a) hunde sus raíces en la revelación bíblica, especialmente en el Nuevo Testamento; b) halla su fundamento teológico en el don y en la noción de la filiación divina adoptiva; y c) expresa una característica de la relación del cristiano con Dios que nada tiene de infantilismo, sino que requiere y denota una profunda madurez espiritual (cfr. BERROUARD, 1960; cfr. SAINTE– MARIE – BERNARD, 1960).
En la vida y en la doctrina de san Josemaría están presentes esos aspectos con particular evidencia. Conforme a la enseñanza del Maestro, de que es preciso hacerse como un niño para poder entrar en el reino de los cielos (cfr. Mt 18, 2-4; Mc 9, 36 y Mc 10, 14-15; Lc 18, 16), la infancia espiritual es en san Josemaría sinónimo de profundo sentido filial y de completo abandono en las manos paternales de Dios, bajo la acción de la gracia. Así, por ejemplo, lo expresan estas palabras: "Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18, 3), ha dicho el Señor. Viejo camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni falta de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios" (ECP, 135).
En este sentido, la infancia espiritual presenta unas evidentes claves de fondo. Ante todo, tener una viva conciencia de haber sido elevados en Cristo, por el Bautismo, a la condición de hijos de Dios. Y también, inseparablemente, actuar con la plena confianza de que, a quien lucha por comportarse de acuerdo con esa condición filial sobrenatural, Dios le atrae hacia Él por el mismo camino, recio y a veces costoso, aunque también amable y seguro, que ha dejado abierto en la tierra el propio Hijo de Dios. Filiación divina e infancia espiritual no se identifican. La primera es común a todos los cristianos, que son hijos de Dios, y están llamados a crecer en la conciencia de esa filiación, como consecuencia de haber recibido la gracia del Bautismo. La segunda es en cambio un camino al que no todos están llamados, o al que están llamados de diversas maneras. Sin embargo, se relacionan íntimamente.
"La vida de oración y de penitencia, y la consideración de nuestra filiación divina, nos transforman en cristianos profundamente piadosos, como niños pequeños delante de Dios (...) y para que el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado. Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto" (ECP, 10).
Habiendo recorrido ampliamente ese camino durante toda su vida, san Josemaría aconsejaba también seguirlo a todos, si bien dejando la más plena libertad. "No es mi intención uniformar las almas", decía, y enseñaba que nadie debe ser forzado a seguir "la vida de infancia espiritual (...), ni ninguna otra vía espiritual determinada" (CECH, p. 916)– Los hijos de Dios, repetía, no necesitan un método específico para tratar a su Padre: hay muchas formas personales de vivir en un diálogo constante con el Señor (cfr. AD, 255). Su consejo, como se puede leer en el primer punto de Camino dedicado a la infancia espiritual, será: "Procura conocer la «vía de infancia espiritual», sin «forzarte» a seguir ese camino. –Deja obrar al Espíritu Santo" (C, 852).
Como en otros tantos aspectos de la enseñanza de san Josemaría y de sus eventuales fuentes, lo más prudente es afirmar que su propia experiencia espiritual es la fuente decisiva de cuanto enseña sobre la vida de infancia. Lógicamente, como persona nacida y educada en el seno del catolicismo, y como sacerdote de alta preparación humanística y teológica, su doctrina sobre los diversos elementos de la vida cristiana está completamente inmersa en la Tradición de la Iglesia, y como tal dice relación con lo que enseña el Magisterio y con lo que han expresado otros autores, o mejor aún, otros santos. Pero se trata de una relación de contornos amplios. Dentro del gran ámbito de la doctrina y de la espiritualidad católicas, donde se comparten nociones, esquemas de fondo e incluso terminologías, se establecen sinergias que se remontan al Evangelio y se respira una atmósfera intelectual común; la enseñanza y el lenguaje de san Josemaría guardan necesaria semejanza con los de otros maestros espirituales, pero se trata de una semejanza en bastantes ocasiones más externa que interna, más evidente en lo común que en lo propio o singular.
Concretamente, en lo que se refiere a la doctrina acerca de la "vida o vía de infancia", de la "infancia espiritual", etc., aunque pudiera pensarse en una relación directa con el "caminito de infancia" de santa Teresita del Niño Jesús, es fácil comprobar que ambos santos nos han dejado enseñanzas más análogas que idénticas, es decir, semejantes en algunos aspectos aunque diferentes en otros. En realidad, san Josemaría comenta que no fue en los libros donde conoció el camino de infancia, y que, sólo después de haberle Dios inspirado esa vía, se dio cuenta de su parecido con el caminito de Teresa de Lisieux (cfr. AVP, I, p. 415).
La matriz existencial de la vida de infancia espiritual en san Josemaría, del verse como un niño pequeño delante de Dios, parece tener un primer origen en su propia experiencia infantil en el seno de su vida familiar. Él mismo recordaba, en efecto, la completa seguridad que sentía en su niñez cuando estaba en los brazos de su padre. Así también fue creciendo, en su vida espiritual, con ayuda de la gracia, la confianza y seguridad en la protección y el cariño paterno de Dios. También le ayudó a hacerse espiritualmente niño delante de Dios su intenso trabajo sacerdotal, en años de juventud, entre niños de todas las edades, a los que enseñaba y confesaba. De ellos, de su candidez y sinceridad, aprendió a vivir facetas de su trato filial con Dios (cfr. ECHEVARRÍA, 2000, p. 206). Sobre esos fundamentos, y ante la amorosa exigencia de realizar la Voluntad divina, manifestada en las luces fundacionales del Opus Dei, fue intensificándose en su alma esa profunda vivencia espiritual. "Nacía en mi alma la necesidad, al ser hijo de Dios, de ser un hijo pequeño, un hijo menesteroso. De ahí salió en mi vida interior vivir mientras pude –mientras puedo– la vida de la infancia, que he recomendado siempre a los míos, dejándolos en libertad" (AVP, I, p. 404).
Entre octubre de 1931 y marzo de 1932 atravesó un período de especial intensidad en la vivencia de la infancia espiritual, un tiempo singular de gracia que fue precedido y acompañado de una gran profundización en la paternidad divina y la consiguiente filiación adoptiva. El "descubrimiento" de la vida de infancia de Cristo –"vinculado a la contemplación reiterada de una imagen del Niño Jesús" (CECH, p. 914)– informó intensamente su vida interior y echó raíces profundas en su alma (cfr. AVP, I, p. 407). Es de esta época el libro Santo Rosario, en el que invita al lector a acompañarle y a contemplar los misterios de la vida de Cristo como si ambos fuesen niños. San Josemaría redactó el libro de un tirón durante la novena de la Inmaculada de 1931. Había hecho una petición a Nuestra Señora: "Madre Inmaculada, Santa María: algo me darás, Señora, en esta novena a tu Concepción sin mancha (...) te expongo este deseo de llegar a la perfecta infancia espiritual" (AVP, I, p. 409). Le fue concedido lo que suplicó, y a través de este pequeño libro –en cuyo prólogo escribe: "si tienes deseos de ser grande, hazte pequeño"–, dejó una expresión perenne de su camino de infancia.
Siempre se vio ante Dios como un niño –y, como tal, un "instrumento inepto"– que tenía que llevar a cabo una misión superior a sus fuerzas. "Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me tas puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres" (AD, 143). Y también aconsejó siempre a los demás ejercitarse en esa misma disposición de sencilla confianza en Dios. En 1964, por ejemplo, escribía: "¡Que seáis muy niños! Y cuanto más, mejor. Os lo dice la experiencia de este sacerdote, que se ha tenido que levantar muchas veces a lo largo de estos treinta y seis años (...) que lleva tratando de cumplir una Voluntad precisa de Dios (...). Persuadíos de que es el único remedio para que nuestra manera de obrar sea buena, sea grande, sea divina" (AD, 147). Y, en el ocaso de su vida terrena, decía en confidencia: "A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea" (CECH, p. 917).
La continuidad en su trato confiado y filial con Dios se manifiesta también claramente en los textos de san Josemaría referidos a esta enseñanza, en los que, desde los primeros a los últimos, puede apreciarse una misma formulación de la doctrina, sin más variación que la debida a los diversos estilos literarios de sus obras. Su enseñanza está ya perfectamente expuesta en Camino, donde se dedican dos capítulos a la infancia espiritual (cfr. C, 852-874, 875-901). Los contenidos del primero de ellos sirven más bien para describir los rasgos definitorios de la noción, mientras que en el segundo se presta atención sobre todo a su puesta en práctica (cfr. CECH, p. 913).
Infancia espiritual significa para san Josemaría, ante todo, amor a Dios: un amor sin medida (cfr, C, 885, 894), que vemos dibujado en estas palabras: "A veces nos sentimos inclinados a hacer pequeñas niñadas. –Son pequeñas obras de maravilla delante de Dios, y, mientras no se introduzca la rutina, serán desde luego esas obras fecundas, como fecundo es siempre el Amor" (C, 859). Por fundarse en el amor, se traduce también, como ya hemos dicho, en abandono filial, un abandono alejado de cualquier aire de «puerilidad»; "Camino de infancia. –Abandono. –Niñez espiritual. –Todo esto no es una bobería, sino una fuerte y sólida vida cristiana" (C, 853), que consiste en un "camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios" (C, 855). Pide, pues, un compromiso de toda la persona, sumisión del entendimiento y de ejercicio de la voluntad: "Para sujetar el entendimiento se precisa, además de la gracia de Dios, un continuo ejercicio de la voluntad (...) dándose, por consecuencia, la paradoja de que quien sigue el "Caminito de infancia", para hacerse niño, necesita robustecer y virilizar su voluntad" (C, 856). La sumisión del entendimiento es una consecuencia de la "primacía total y absoluta que tiene la fe–confianza dentro del camino de infancia espiritual (...) se rinde la inteligencia, porque en su no entender «sabe», que Dios «sabe más»" (CECH, p. 919).
En la doctrina sobre la infancia espiritual que enseña san Josemaría, es decisivo el abandono en Dios, pero también la audacia espiritual y apostólica de quien sabe que todo lo puede en Dios: "Niño, cuando lo seas de verdad, serás omnipotente" (C, 863). Por esa razón, lleva a enfrentarse valerosamente a los obstáculos: "Ser pequeño: las grandes audacias son siempre de los .niños. –¿Quién pide... la luna? –¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo?¡ «Poned» en un niño «así», mucha gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de Dios), mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal como indudablemente Dios los quiere" (C, 857).
Pequeñez y grandeza, humildad y audacia, debilidad y reciedumbre, voluntad enérgica y docilidad (C, 871), sencillez y prudencia, alegría íntima en el sufrimiento (C, 873): esas aparentes paradojas –que reflejan el espíritu del Evangelio y de las bienaventuranzas (cfr. ARELUNO, 1988, p. 169)– van mostrando los perfiles de la infancia espiritual. Su raíz profunda es la filiación divina; su fundamento operativo necesario es la humildad de la criatura que se abre a la grandeza de Dios. Va siempre acompañada de una fe firme, de una esperanza inquebrantable y de un amor tierno y fuerte, que ponen en quienes se saben hijos pequeños de Dios una particular facilidad para olvidar las penas y descubrir en todo motivos de alegría, de optimismo y de perseverancia, sobre todo, en el pedir: "Perseverar. –Un niño que llama a una puerta, llama una y dos veces, y muchas veces..., y fuerte y largamente, ¡con desvergüenza! Y quien sale a abrir ofendido, se desarma ante la sencillez de la criaturita inoportuna... –Así tú con Dios" (C, 893).
La noción de infancia espiritual está caracterizada también en la doctrina de san Josemaría por una intensa acentuación mariana. El abandono en manos de Dios es, al mismo tiempo, por indiscutibles razones teológicas, abandono en las manos maternales de María: "forma suprema de la vida teologal" (ARELLANO, 1988, p. 167). San Josemaría ruega ese don filial a la Madre de Dios y de los hombres: "Infancia sobrenatural: vida de Fe, vida de Amor, vida de Abandono. Fiat. Madre Inmaculada, ¡Tú lo harás!" (CECH, p. 24). Y lo vivió acogiéndose a su maternal protección (cfr. C, 884, 898; AD, 290). Ella es Modelo de humilde confianza en Dios: "El canto humilde y gozoso de María, en el «Magníficat», nos recuerda la infinita generosidad del Señor con quienes se hacen como niños, con quienes se abajan y sinceramente se saben nada" (F, 608). Y es también Maestra en el arte de hacerse como niños ante Dios: "el misterio de María nos hace ver que, para acercarnos a Dios, hay que hacerse pequeños. En verdad os digo –exclamó el Señor dirigiéndose a sus discípulos–, que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18, 3). Hacernos niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños. Y todo eso lo aprendemos tratando a María" (ECP, 143). La hija predilecta de Dios es el prototipo de la vida de infancia.
María Helena GUERRA PRATAS
La inhabitación de Dios en el alma en gracia es, sobre todo, una verdad de origen bíblico: ciertamente una expresión tan llena de significado sobrenatural no puede provenir de la simple reflexión teológica. La gracia santificante comporta fundamentalmente una identificación con Cristo por la que llegamos a ser hijos en el Hijo. Esta nueva generación que nos constituye en hijos de Dios no es una acción transeúnte divina, como lo es la generación humana, sino algo que permanece en nosotros, acción continua de Dios en el alma. San Josemaría, especialmente consciente de esta condición filial, tiende a verla siempre como algo especialmente íntimo en la relación de cada cristiano con Dios Padre, que crea una comunión de vida en la que se da un contacto inmensamente más íntimo que el que existe entre un padre y un hijo en la tierra, debido al hecho de que la paternidad divina empapa, por así decirlo, toda la vida del cristiano: "Todos los hombres son hijos de Dios. Pero un hijo puede reaccionar, frente a su padre, de muchas maneras. Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!" (ECP, 64).
Una de las formas más profundas y significativas que la Sagrada Escritura usa para referirse a esta intimidad divina es precisamente el concepto de inhabitación, obviamente no en cuanto objeto de especulación teológica o de búsqueda de una teoría que pueda iluminar racionalmente el hecho, sino en relación a la existencia misma del fenómeno, a su finalidad y a sus consecuencias. Desde esa misma perspectiva habla san Josemaría: "El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones" (ECP, 84).
En el Antiguo Testamento se concede gran importancia a la idea de Santidad de Dios (qadosh), pero este concepto, que es el que manifiesta con más profundidad la trascendencia de Dios sobre la creación y su mismo Ser trascendente, siempre se acompaña de la manifestación de un operar histórico que hace presente la Santidad en el mundo como Gloria (kabod). Obviamente esta acción divina en la historia no comporta un abajamiento de Dios, sino una elevación de la criatura al ámbito de la Santidad. El término shekinah manifiesta especialmente bien esta real presencia de la criatura en Dios, subrayando la realidad de la presencia y a la vez integrando la trascendencia, de forma que la divinidad no se "encarcela" en la creación. Dios "habita" con su Pueblo, es su compañero en la Historia. La shekinah –que indica morar o residir– es, por tanto, una presencia de salvación que manifiesta la continua protección divina y el diálogo incesante con el Pueblo, a través de sus signos más importantes (el Arca de la Alianza, la Tienda, el Templo) constituye, de hecho, el fundamento de la oración de invocación y de la respuesta divina. Más tarde el profetismo dará a la shekinah una tensión escatológica por la que la presencia histórica de la gloria es llamada a una plena comunión en la restauración definitiva al fin de los tiempos (cfr. Ez 36, 26-28).
La afirmación de esta continua y dialógica presencia de Dios en la historia se hace más personal con la acción del espíritu (ruah), fuerza operante y salvífica divina que obra a través de su presencia interior en la persona humana (cfr. Jl 3, 1-5; Hch 2, 17); sobre el Mesías, de hecho, reposará la ruah y por esto será la manifestación plena del obrar de Dios en la historia (cfr. Is 11, 1-9; Is 42, 1). El habitar de Dios en la historia hace referencia no tanto a realidades locativas, como el Templo; es fundamentalmente un habitar dentro del hombre.
En el Nuevo Testamento la shekinah es total en la verdad de la Encarnación y en la plenitud de la presencia del Espíritu en Jesús, el Ungido, como afirman frecuentemente las fórmulas trinitarias neotestamentarias. En Pentecostés, desde Cristo el Espíritu se difunde a los discípulos, como había sido ya anunciado en los textos del envío del Paráclito. Por el Espíritu la shekinah se realiza plenamente en el cristiano, en el sentido propio del término: "El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él" (Jn 14, 23; cfr. 1Jn 2, 6.24.27.28). Este "habitar" en el discípulo tiene su origen en la comunión intratrinitaria en la que participa por el don del Espíritu: "Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste" (Jn 17, 21).
San Pablo subraya el papel del Paráclito: "Conserva lo que se te ha confiado, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros" (2Tm 1, 14), y evoca para esto, llevándola a plenitud, la imagen veterotestamentaria del Templo, lugar de la shekinah: "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?" (1Co 3, 16; cfr. 1Co 6, 19). Gran parte de los pasajes en los que Pablo manifiesta la especial unión entre Cristo y el cristiano se entienden mejor desde la perspectiva de la inhabitación y divinización del hombre, y así son interpretados por una ininterrumpida tradición eclesiástica que se materializa en las Cart. Enc. Divinum illud munus (1897), de León XIII; Mystici corporis (1943), de Pío XII, y Dominum et vivificantem (1984), de Juan Pablo II. En este sentido se afirma que el hombre vive revestido de Cristo (cfr. Ga 3, 27), muere y es sepultado en Cristo (cfr. Rm 6, 4), resucita a una nueva vida (cfr. Ga 2, 20) que es la vida de hijos de Dios (cfr. Rm 8, 14-15).
Con esa rica tradición entronca san Josemaría, en cuyos escritos son abundantes las referencias a los textos bíblicos que hablan directamente del "tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma" (ECP, 78), a los que nos hemos referido en el parágrafo anterior. Habla por lo demás, como otros santos y místicos, no de forma meramente expositiva, sino desde su propia experiencia: "Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23). El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!" (AD, 306).
Como ocurre de ordinario en su doctrina, los comentarios sobre la condición del ser del hombre elevado por la gracia tienen presente la integridad del ser personal, unidad sustancial de alma y cuerpo. Y así, comentando la virtud de la castidad, san Josemaría no vacila, remitiendo a san Pablo, en hablar de la corporeidad como sujeto propio de la inhabitación: "¿No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? (1Co 6, 19). ¡Cuántas veces, ante la imagen de la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios. La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada..., ya no me pertenezco..., mi cuerpo y mi alma mi ser entero son de Dios... Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: glorificad a Dios en vuestro cuerpo (1Co 6, 20)" (CONV, 121).
Desde el punto de vista teológico, la doctrina sobre la gracia remite a la real participación de cada cristiano en la vida de Cristo. La redención no acaba con los actos con los que el Verbo Encarnado causa nuestra salvación y envía el Espíritu, sino en la plena incorporación a Él a través de la fe y los sacramentos en la hora presente, y, de forma definitiva, en la gloria. Esta incorporación a Cristo es la realización acabada de la vocación original del hombre a la comunión eterna con la Trinidad, que se realiza concretamente a través de la vida teologal y los sacramentos: "Si sabemos contemplar el misterio de Cristo, –escribe san Josemaría– si nos esforzamos en verlo con los ojos limpios, nos daremos cuenta de que es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con Él en la oración. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él (Jn 6, 57). Quien conoce mis mandamientos y los cumple, ése es quien me ama. Y el que me ame será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él (Jn 14, 21)" (ECP, 118; en relación al Bautismo, cfr. ECP, 78; a la Penitencia, cfr. ECP, 64).
En esa misma línea, y siempre buscando el fundamento sacramental de la inhabitación, es especialmente significativo el texto de la homilía sobre la Eucaristía, del Jueves Santo de 1960, previamente citada, en el que el flujo de amor trinitario, manifestado protológicamente en la creación a imagen y semejanza, se pone en relación con la institución del sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo: "La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y –en lo que nos es posible entender– porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros. La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado –del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno– y desea vivamente morar en el alma nuestra: el que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23)" (ECP, 84).
No es posible encerrar en una fórmula teológica la realidad de la recíproca presencia del cristiano en Cristo y de Cristo en el cristiano, y no hace al caso referirnos ahora a las diversas teorías teológicas que han intentado conceptualizar en lo posible este misterio. Está claro, en cualquier caso –como los textos citados ponen de relieve–, que su fundamento no es otro que la misión visible de la Segunda Persona y, en concreto, la continuación en la historia de esta misión en la Iglesia a través de la economía sacramental: el Cristo glorioso a la diestra de Dios Padre está presente a la vez en la historia, y nos incorpora a Sí en comunión dialógica a través de los siete sacramentos. Recibiéndolos, la persona humana acoge una presencia dinámica de Cristo, que tiene su expresión máxima en el signo eficaz de la Eucaristía.
San Josemaría recuerda que la clave de la inhabitación está en el Amor, y por lo tanto en la conexión misteriosa y necesaria de la misión de la Segunda Persona con la de la Tercera; ambas, no confundidas y a la vez indisolublemente unidas, son la causa de la presencia dinámica de las Personas en el alma: "Se ha ido –escribe en la festividad de la Ascensión– y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8, 15) ¿Veis? Es la actuación trinitaria en nuestras almas. Todo cristiano tiene acceso a esa inhabitación de Dios en lo más íntimo de su ser, si corresponde a la gracia que nos lleva a unirnos con Cristo en el Pan y en la Palabra, en la Sagrada Hostia y en la oración" (ECP, 118). La presencia de Dios en el alma no es sólo intencional (como podría ser la mera presencia de lo conocido en quien conoce), sino de verdadera morada común; es el don del Espíritu lo que nos hace connaturales, poniendo realmente en comunión (como el amado en al amante), a la persona creada con las Personas divinas.
Santo Tomás de Aquino, al que hemos seguido en las afirmaciones que preceden (cfr. S.Th. I, q. 43, a. 3) recuerda también que una Persona divina puede estar presente ad extra de la Trinidad sólo en relación a su procesión eterna, única causa posible de distinción personal y del mismo ser Persona en la Trinidad. Por eso Cristo está presente en el cristiano en cuanto que lo está como enviado por el Padre, en comunión con el Espíritu Santo. Con un lenguaje diverso, san Josemaría nos orienta en la misma dirección. La Tercera Persona, "lazo de amor entre el Padre y el Hijo" (ECP, 169), es el don increado que recibe la persona humana elevada por la gracia, de modo que el Amor del Padre y del Hijo es nexo ad intra y ad extra; de esta forma la donación gratuita de Dios mismo al hombre tiene el carácter propio de la comunión personal. "Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros? (1Co 3, 16), y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno –una de las tres Personas del único Dios–, con quien se habla y de quien se vive" (ECP, 134; cfr. C, 57).
El Espíritu Santo se hace presente en la persona humana y el amor la hace participar de esa vida que posee en común con las otras dos Personas. Es así como el hombre llega a ser verdaderamente partícipe de la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4) o, con expresión que gustaba usar san Josemaría, se endiosa. "Endiosamiento" tiene normalmente un significado operativo, y no tanto entitativo: hace más referencia a la dimensión dinámica que estática de la gracia y manifiesta especialmente la perfecta correlación entre gracia y libertad, en una unidad difícil de conceptualizar para la teología, pero profundamente vital. El siguiente texto es un buen ejemplo: "La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos. ¿No habíais observado que, en las familias, los hijos, aun sin darse cuenta, imitan a sus padres: repiten sus gestos, sus costumbres, coinciden en tantos modos de comportarse? Pues lo mismo sucede en la conducta del buen hijo de Dios: se alcanza también –sin que se sepa cómo, ni por qué camino– ese endiosamiento maravilloso, que nos ayuda a enfocar los acontecimientos con el relieve sobrenatural de la fe; se ama a todos los hombres como nuestro Padre del Cielo los ama y –esto es lo que más cuenta– se obtiene un brío nuevo en nuestro esfuerzo cotidiano por acercarnos al Señor. No importan las miserias, insisto, porque ahí están los brazos amorosos de Nuestro Padre Dios para levantarnos" AD, 146; cfr. C, 283).
La presencia de la Trinidad en el alma no es solamente una expresión adecuada de la participación en el conocimiento y en el amor intratrinitarios, que se recibe por el don del Espíritu. Requiere, como condición de la misma presencia de la Tercera Persona, la conformidad de la voluntad humana con la Voluntad divina: de hecho, con el pecado, el hombre tiene el poder terrible de hacer imposible la presencia del Espíritu y, por tanto, de cancelar la inhabitación, lo que acontece en grado sumo en la soberbia. "Ese es el pecado capital que conduce al endiosamiento malo. La soberbia lleva a seguir, quizá en las cuestiones más menudas, la insinuación que Satanás presentó a nuestro primeros padres: se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal (Gn 3, 5)" (AD, 99; cfr. AD, 104; ECP 160). Desde esta perspectiva se entiende a fondo la necesidad de "vivir según el Espíritu" para poder recibir el Verbo y el Amor. La dimensión dinámica de este vivir se manifiesta en las virtudes teologales, a través de las cuales se realiza de hecho la identificación con las Personas divinas, conociendo como Dios conoce y amando como Dios ama. "Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida" (ECP, 134).
Virtudes teologales que, obviamente, iluminan desde Dios todas las realidades creadas. Por lo demás, la vida teologal producida por el Espíritu Santo como manifestación operativa de la inhabitación orienta (y no podría ser de otro modo, dada la naturaleza personal del Paráclito) hacia Cristo. Vivir según el Espíritu Santo es reproducir cada vez mejor la vida de Cristo en nosotros: "Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas. Por eso, si no se hace más grande, va camino de extinguirse" (ECP, 58). Más adelante, en el mismo punto, insiste de nuevo, subrayando las consecuencias prácticas de esta doctrina en la vida del cristiano: "¿Avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión? Cada uno, sin ruido de palabras, que conteste a esas preguntas, y verá cómo es necesaria una nueva transformación, para que Cristo viva en nosotros, para que su imagen se refleje limpiamente en nuestra conducta" (ECP, 58)
La afirmación hecha por san Pablo en la Carta a los Gálatas, "Cristo vive en mí" (Ga 2, 20), dimensión cristológica de la inhabitación, tiene implicaciones tanto místicas como morales, también en relación con la vida ordinaria. Así lo proclaman algunos de los textos ya citados, y lo confirma este otro, especialmente rico en referencias bíblicas: "¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!" (ECP, 183).
La idea es central en la espiritualidad de san Josemaría. Resulta significativo que el colocar a Cristo en la cumbre de todas las tareas de los hombres sea puesto en relación con el amor de Dios albergado en el corazón. Hay una clara referencia a una especial conciencia de la inhabitación, que se reafirma cuando, pocas líneas más adelante, se insiste de forma explícita en el hecho de que aceptar que Cristo habite en el corazón del cristiano comporta dar a todos los actos un valor de salvación: "El cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte– la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio" (ECP, 183).
Todo lo cual confirma que el concepto de "endiosamiento", que presupone un contexto teologal, es fundamentalmente dinámico: corresponde a la llamada que el ser en Cristo comporta y requiere una respuesta constante. "Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa. Cristo ha resucitado de entre los muertos y ha venido a ser como las primicias de los difuntos; porque así como por un hombre vino la muerte, por un hombre debe venir la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados (1Co 15, 20-22). La vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles el día de la Última Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23). El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí" (ECP, 103).
José María GALVÁN
La infancia de san Josemaría se desarrolló entre dos poblaciones: Barbastro (7.002 habitantes en 1900 y 7.104 en 1910) y Fonz (2.006 habitantes en 1900 y 2.338 en 1910). En ambas existía una sociedad mayoritariamente cristiana, en la que se daban manifestaciones públicas de la fe. Allí recibió san Josemaría los primeros sacramentos y se inició su vida de cristiano. La primera población era sede episcopal; Fonz, la segunda, perteneció al obispado de Lérida hasta el año 1955.
San Josemaría nació en Barbastro el 9 de enero de 1902, en el hogar de sus padres, en la calle Argensola, 26. Fue bautizado el 13 de enero en la parroquia de la Asunción, aneja a la catedral y hoy desaparecida. Fue ministro del Bautismo, don Ángel Malo; padrino, su tío Mariano Albás; y madrina, su tía Florencia Albás. Se le impusieron los nombres de José, María, Julián y Mariano; por devoción a la Sagrada Familia, firmó durante casi toda su vida con el nombre de Josemaría. Se conserva la pila bautismal en Roma: despedazada durante la Guerra Civil y arrojada posteriormente al cauce del río Vero, fue recuperada en 1957 y regalada por el Cabildo de la Catedral de Barbastro al fundador del Opus Dei (cfr. AVP, I, p. 15).
Josemaría fue confirmado el 23 de abril de 1902 por el obispo administrador apostólico de Barbastro, Juan Antonio Ruano Martín. Actuaron como padrinos Ignacio Camps Valdovinos, para los niños, y Juliana Erruz Otto, para las niñas. Era habitual en España y en otros países católicos que se recibiera la Confirmación en fecha próxima al Bautismo. En la diócesis de Barbastro –como en tantas otras– se recibía la Confirmación durante la visita pastoral del obispo.
Muchos niños fallecieron en la epidemia que azotó a Barbastro en el otoño de 1904. Josemaría también enfermó, pero se curó de forma Inesperada. Sus padres lo atribuyeron a la intercesión de la Virgen de Torreciudad. Unos meses después, quizá en la primavera de 1905, fue ofrecido a la Virgen en su ermita.
El 15 de agosto de 1905 nació su hermana María Asunción, bautizada dos días más tarde. En el mes de septiembre, Josemaría comenzó el parvulario en las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, en la calle Romero, 37. En ese colegio había estudiado su madre y también lo hicieron después sus hermanas Carmen, María Asunción y María Dolores. Tuvo como profesora a sor Rosario Ciércoles Gascón (1870-1936), Si bien su piedad se nutrió sobre todo de la que recibió en el hogar paterno.
En estos años podemos datar, en efecto, el aprendizaje de algunas oraciones que le enseñaron sus padres, como el ofrecimiento de obras: "¡Oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón..." (AD, 296); o la oración al Ángel de la guarda: "Ángel de mi guarda, dulce compañía, / no me desampares ni de noche ni de día. / Si me desamparas, ¿qué será de mí? / Ángel de mí Guarda, ruega a Dios por mí". Algunas eran cortas y candorosas: "Las doce han dado, / Jesús no viene. / ¿Quién será el dichoso / que lo detiene?". Su madre le cantaba el villancico "Madre en la puerta hay un Niño", cuyo estribillo decía: "Yo bajé a la tierra para padecer". También la abuela Constanza Corzán le enseñó oraciones sencillas, que recordó siempre: "Tuyo soy, para ti nací, ¿qué quieres Jesús de mí?" (cfr. ECHEVARRÍA, 2000, p. 44).
En su último año en el parvulario, Josemaría ganó un premio escolar a la virtud. Le fue entregado en la velada artístico–literaria celebrada el 4 de octubre de 1908, con la que se cerró el certamen diocesano con motivo del jubileo de las bodas de oro sacerdotales del papa Pío X. El 8 de octubre fue confirmada en la catedral su hermana María Dolores.
En octubre de 1908, san Josemaría comenzó la Escuela de pequeños en el colegio de San Lorenzo de los Escolapios de Barbastro. Empezaban a las siete y media con la santa Misa en la capilla del colegio. Después de cada clase, al tocar cada hora, se cantaba la oración dedicada a Nuestra Señora del Pilar: "Bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino en carne mortal a Zaragoza". Antes de marchar a sus casas, se rezaba un Avemaría y se cantaba una estrofa mariana: "Adiós Reina del Cielo, Madre del Salvador, dulce prenda adorada de mi sincero amor". Los sábados por la tarde se cantaban las letanías del Rosario y a continuación la Salve. Los domingos por la mañana los niños iban al colegio y tenían un oratorio: rezo del Rosario, santa Misa y el estudio del Catecismo, siguiendo el texto del Compendio de Doctrina Cristiana de un escolapio del siglo XVIII, Cayetano Ramo de San Juan Bautista (1713-1795).
De esta época, tenemos algunos recuerdos de san Josemaría que utilizó en sus escritos y en su predicación. Una imagen escolar autobiográfica, muy ilustrativa, es la de Camino, 882: "Ten compasión de tu niño: mira que quiero escribir cada día una gran plana en el libro de mi vida... Pero, ¡soy tan rudo!, que si el Maestro no me lleva de la mano, en lugar de palotes esbeltos salen de mi pluma cosas retorcidas y borrones que no pueden enseñarse a nadie. Desde ahora, Jesús, escribiremos siempre entre los dos".
A lo largo del año 1909 Dolores Albás preparó a su hijo Josemaría para hacer su primera Confesión. Josemaría se confesó con el P. Enrique Labrador de Santa Lucía, el confesor de su madre. Recordó siempre con alegría y agradecimiento esa confesión y la penitencia que le impuso. En una tertulia de 1972 comentó: "Mi madre me llevó la primera vez a que me confesara con el que era su confesor. Tenía seis o siete años. Todavía recuerdo la penitencia que me puso: que comiera una cosa que a él le debía gustar mucho... Y salí contentísimo, feliz. Desde entonces, siempre que me he confesado me vuelvo a poner contento" (AGP, Biblioteca, P01, 1972, pp. 669-670). El 2 de octubre de 1909 nació su hermana María del Rosario, que falleció nueve meses más tarde, el 11 de julio de 1910.
El 8 de agosto de 1910 se promulgó el Decr. Quam singulari, en el que se establecía que los niños debían recibir la primera Comunión al llegar a la edad de la discreción. La aplicación de este decreto costó mucho por la falta de costumbre. En el Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Barbastro se publicó el 1° de octubre de 1910 una aclaración que comenzaba así: "La edad de la discreción, tanto para la Confesión como para la Sagrada Comunión, es aquella en la cual el niño empieza a razonar, esto es, hacia los siete años, poco más o menos. Desde este tiempo comienza la obligación de satisfacer a los dos preceptos de la Confesión y de la Comunión". A partir de esa fecha la primera Comunión comenzó a adelantarse.
El 21 de noviembre de 1910, día de la Presentación de la Virgen, Carmen Escrivá hizo su primera Comunión en el colegio de las Hijas de la Caridad de Barbastro. En 1911 se celebró el XXII Congreso Eucarístico Internacional en Madrid. La celebración del Corpus Christi se solemnizó en toda España. Ese año, el 10 de julio, falleció su hermana María de los Dolores.
Josemaría hizo la primera Comunión el martes 23 de abril de 1912 en el colegio de los Escolapios de Barbastro. Le preparó el escolapio P. Manuel Laborda, rector del colegio, que sería su profesor de Religión y Moral durante los cursos 1912-13 y 1913-14. Él fue quien le enseñó la oración de la Comunión espiritual, que san Josemaría rezó toda su vida: "Yo quisiera, Señor, recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos". Esta oración aparece, con leves retoques, en el Catecismo del escolapio P. Ramo que, como ya hemos dicho, se utilizaba en Barbastro (SANCHO, 2010, p. 240).
El 11 de junio de 1912 se examinó y aprobó la Enseñanza Primaria, ingresando en el Bachillerato. Ese mismo año el P. Pedro Martínez Heras, del colegio de Barbastro, publicó un devocionario titulado Eucologio Calasancio, libro que utilizaron los alumnos de las Escuelas Pías. En 1913 la Iglesia de España defendió, frente a algunos movimientos laicistas, la enseñanza del Catecismo en la escuela. Se estableció que el día 1 de mayo, todos los niños ofrecieran su Comunión por este motivo y rezaran la súplica: "Dulcísimo Salvador Jesús (...) a vuestras divinas plantas se llega este grupo de niños españoles para suplicaros fervientemente no permitáis que de las escuelas oficiales de España desaparezca como obligatoria la enseñanza del Catecismo, doctrina única y verdadera y sostén de las naciones y de las sociedades" (BEOB, 10–IV–1913, pp. 81-82). No hay datos concretos de cómo se vivió esta indicación en Barbastro.
El 6 de octubre de 1913 falleció su hermana María Asunción. La muerte de tres de sus hermanas, seguidas, de menor a mayor, afectó mucho a Josemaría, que llegó a pensar que el próximo sería él. Su madre le tranquilizó diciéndole que la Virgen le había curado de pequeño y que, en agradecimiento, ella le había ofrecido en la ermita de Torreciudad. Uno y otro hecho fueron recordados varias veces por san Josemaría, que veía en ellos un estímulo para su devoción mariana (cfr. AVP, I, p. 57).
Comencemos por lo más básico y evidente: la Eucaristía. Ya hemos mencionado la primera Comunión. En el año 1931 apuntó san Josemaría en un cuaderno donde recogía sus experiencias más íntimas: "Mi madre, papá, mis hermanos y yo íbamos siempre juntos a oír Misa. Mi padre nos entregaba la limosna, que llevábamos gozosos, al hombre cojo, que estaba arrimado al palacio episcopal. Después me adelantaba a tomar agua bendita, para darla a los míos. La Santa Misa. Luego, todos los domingos, en la capilla del Santo Cristo de los Milagros, rezábamos un Credo. Y el día de la Asunción (...), era cosa obligada adorar (así decíamos) a la Virgen de la Catedral" (AVP, l, pp. 36-37).
En la familia de san Josemaría se tenía gran devoción a la Santísima Virgen. Se la veneraba en la advocación del Pilar, muy extendida en Aragón; en la de Torreciudad, sobre todo José Escrivá, natural de Fonz; en la de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, que presidía el dormitorio del matrimonio Escrivá; y en la de la Medalla Milagrosa, tan vinculada a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. En la Casa Albas existía una capilla dedicada a san José y otra a la Virgen de los Dolores, que se abría por las tardes cuando se rezaba el Rosario. En las Escuelas Pías se conserva un paso procesional de la Virgen de los Dolores que salía en una procesión de Semana Santa. La catedral de Barbastro –al igual que la parroquia de Fonz– estaba dedicada a la Asunción de Nuestra Señora, y en ella se encontraba una escultura yacente de la Asunción de la Virgen, conocida popularmente como "la Virgen de la Cama", a la que ya hemos hecho referencia. Y en la habitación de san Josemaría estaba una copia del cuadro de Cario Dolci, al que su madre llamaba "La Virgen del Niño peinadico".
Los sábados por la tarde, la familia Escrivá solía rezar el Rosario y la Salve en el oratorio de San Bartolomé, muy próximo a su casa. Es una devoción que san Josemaría incorporó en su infancia a su vida de piedad. En más de una ocasión contó a don Álvaro del Portillo y a don Javier Echevarría que "cuando me examiné de ingreso en el Bachillerato, en Lérida, pasé mi miedo. Y lo arreglábamos, en la parte humana, tomando helados con galletas, que nos costaban diez céntimos; y, en la parte de piedad, rezando. Yo recuerdo que llevaba un rosario en el bolsillo, que empleaba todos los días, como hacía cuando estaba con mis padres, y algunas noches, me quedé dormido rezando" (ECHEVARRÍA, 2000, p. 115). Se refería a junio de 1915, cuando tenía trece años; por aquel entonces los alumnos de Barbastro se examinaban en el Instituto de Lérida.
Tanto en la familia de los Escrivá como en la de los Albás, ambas de profunda raigambre cristiana, hubo muchos sacerdotes y religiosos. El tío Teodoro Escrivá fue beneficiado de Casa Moner, de Fonz; Vicente y Carlos Albás, hermanos de su madre, fueron sacerdotes diocesanos; María Cruz y Pascuala, también hermanas de su madre, fueron respectivamente Carmelita calzada e Hija de la Caridad. Un primo de su madre, Mariano Albás Blanc, padrino de Josemaría, se ordenó en 1902 y fue beneficiario en Barbastro, donde, entre 1914 y 1915, vivió con su familia en Argensola, 26.
La familia guardaba relación de parentesco con otros sacerdotes, como don Alfredo Sevil, y obispos –José Blanc Barón, de Ávila, y el beato Cruz Laplana Laguna, de Cuenca–. A pesar de todo ello, recordaba san Josemaría en 1964: "nunca pensé en hacerme sacerdote, nunca pensé en dedicarme a Dios" (BERNAL, 1976, p. 55). Por aquellos años de 1915 y 1916 deseaba ser arquitecto.
En 1964 el fundador del Opus Dei sintetizaba su infancia de esta forma: "Me hizo nacer [Dios] en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome en libertad muy grande desde chico, vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas, y desde los siete a uno de religiosos" (AVP, I, pp. 13 y 37).
Con el paso de los años, vio con enfoque sobrenatural algunos sucesos de su infancia que entonces no había acertado a comprender: "Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para darme a mí, que era el clavo –perdón, Señor–, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna. Yo sentí el zarpazo de mis pequeños colegas; porque los niños no tienen corazón o no tienen cabeza, o quizá carecen de cabeza y de corazón..." (AVP, | p. 59).
Un poco antes de su muerte hacía balance de su vida, con unas palabras que ponen de relieve la intervención de la Providencia divina: "El Señor me ha hecho ver cómo me ha llevado de la mano" (AVP, I, p. 13), también aplicables a su infancia.
Martín IBARRA BENLLOCH
El Instituto fue el Centro de estudios secundarios que san Josemaría frecuentó desde 1915 a 1918. En estas fechas la Enseñanza Secundaria en España era bastante minoritaria: había un Instituto en muchas capitales de provincia, pero no en todas. De los institutos dependían, además del Bachillerato, los estudios de Magisterio, escuelas profesionales y enseñanzas similares. El total de catedráticos del país entero rondaba las seiscientas personas.
Logroño contaba con Instituto desde 1842, si bien se había estrenado edificio en 1900. Disponía de diez catedráticos y once profesores auxiliares. También tenía un capellán. Las clases tenían lugar sólo por las mañanas, sábados incluidos, de 9 a 2. Los alumnos esperaban en la puerta del aula la llegada del catedrático; después del profesor entraban los chicos en silencio y ocupaban sus asientos, siempre en lugares fijos, se pasaba lista a diario. La enseñanza era muy formalista, con explicaciones de clase magistral. Los profesores eran respetados y también temidos. No entraba en sus funciones hacer que los alumnos estudiaran, sino la de juzgar los niveles que habían alcanzado y calificarles a fin de curso.
Por ese motivo, era costumbre en el Logroño de entonces –como en otras ciudades– que los estudiantes de Bachiller acudieran a clases complementarias en colegios donde se les enseñaba a estudiar y se vigilaban sus progresos. El colegio servía para que los chicos aprovecharan el tiempo, estuvieran controlados y recibieran educación humana y espiritual. El Instituto aprobaba la existencia de estos colegios y tenía buenas relaciones con ellos. En esa época, había tres colegios de este tipo; Josemaría acudió al colegio de San Antonio de Padua, regentado por un grupo de profesionales, que contaba con unos ciento veinte alumnos matriculados en el Instituto.
Dirigía el Instituto Joaquín Elizalde, catedrático de Historia Natural y Fisiología e Higiene, cuyo prestigio social en la ciudad era grande, no sólo por su cargo de Director del Instituto, sino también por otras funciones de carácter cultural y científico. Quizá el profesor que dejó más huella en Josemaría fue Calixto Terés Garrido, sacerdote, catedrático de Filosofía, antiguo profesor del Seminario y alma del periódico El Diario de La Rioja. Dio a Josemaría Sobresaliente con Premio en Ética y en Rudimentos de Derecho. Don Calixto apreció siempre mucho a Josemaría y, después de la Guerra Civil, siguieron tratándose. También le dieron clases: Benigno Marroyo, catedrático de Matemáticas; Rafael Escriche, catedrático de Física y Química; Luis Arnaiz, catedrático de Literatura; José Turrientes, catedrático de Agricultura; y otras más.
Entre los condiscípulos de Josemaría en el Instituto, mencionamos a Isidoro Zorzano, que fue años después uno de los primeros fieles del Opus Dei.
Jaime TOLDRÁ
El Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer (ISJE) fue erigido el 9 de enero de 2001 por decreto de Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei (cfr. Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 32 [2001], pp. 47-48). Tiene como finalidad la promoción de estudios históricos sobre la vida y obras de san Josemaría y sobre el Opus Dei, así como la elaboración de publicaciones científicas (de carácter teológico, canónico, pedagógico, etc.) sobre aspectos relacionados con el espíritu, las enseñanzas y los apostolados promovidos por san Josemaría.
Anterior al ISJE, y en parte precedente suyo, es el Centro de Documentación y Estudios San Josemaría Escrivá de Balaguer (CEDEJ), creado en 1995. La finalidad de este centro de investigación, integrado en la Universidad de Navarra, es la promoción de la investigación en torno a la persona e influencia del fundador del Opus Dei y la constitución de un fondo bibliográfico –que aspira a ser exhaustivo– sobre Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei en la Biblioteca de dicha Universidad. El CEDEJ pasó a depender del ISJE respecto de las tareas científicas y de investigación el 26 de junio de 2002.
El ISJE tiene su sede en Roma, en la Via dei Farnesi, 83, en el mismo edificio en que está situada parte de la Pontificia Universitá della Santa Croce, con la que tiene un acuerdo de colaboración. La personalidad jurídica civil del ISJE fue reconocida por el Gobierno italiano con fecha del 1 de febrero de 2010.
El ISJE, según sus estatutos, es un centro de estudios y de investigación de ámbito internacional, sin fines de lucro. Está compuesto por miembros ordinarios, correspondientes e investigadores. La Junta Directiva es nombrada por el Prelado del Opus Dei y está integrada por cinco miembros del Instituto (director, tres subdirectores y un secretario). Se sirve, además, de un consejo asesor compuesto por personas de reconocido nivel científico de diversos países. El Instituto puede establecer secciones o centros dependientes en otros países, como lo es actualmente el CEDEJ.
Una de las primeras tareas encomendadas al ISJE es la preparación –para su publicación– de las Obras Completas de san Josemaría, que incluirá la edición crítico–histórica de sus escritos, publicados e inéditos, y de las transcripciones de sus enseñanzas orales. El estudio del material existente ha llevado a concebir un proyecto de cinco series: obras publicadas en vida del autor o póstumas, obras inéditas, epistolario, autógrafos y predicación oral. A este efecto el Instituto cuenta con una comisión coordinadora que orienta el trabajo. En esta colección se han publicado, a fecha de 2013, las ediciones crítico–históricas de Camino, Santo Rosario, Conversaciones con Mons. Escrivá y Es Cristo que pasa. Otras están en avanzado estado de preparación.
El ISJE dirige también una revista especializada, Studia et Documenta –de periodicidad anual–, cuyo primer número apareció en 2007. Además de artículos científicos, la revista ofrece una sección de documentación que incluye fuentes inéditas, y una amplia sección bibliográfica. El ISJE dirige también una colección de monografías, de las que han aparecido ya varios volúmenes.
Para conseguir su finalidad, el ISJE organiza asimismo –en colaboración con otras entidades– congresos, seminarios, coloquios, etc. Presta asesoramiento sobre las materias de su ámbito a los investigadores que lo deseen y crea, organiza y mantiene las estructuras técnicas que faciliten la tarea de investigación (como por ejemplo, la preparación de una biblioteca virtual sobre san Josemaría Escrivá de Balaguer que corre a cargo del CEDEJ).
María Eugenia OSSANDÓN
Configuración canónica que forma parte del itinerario jurídico del Opus Dei en su busca de una figura jurídica plenamente acorde con su naturaleza y a la que accedió al ser erigido como Prelatura personal.
Los Institutos Seculares fueron creados por la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia, que tiene fecha del 2 de febrero de 1947. Esta ley constitutiva fue completada y desarrollada más tarde por el Motu Pr. Primo feliciter, de 2 de marzo de 1948, y por la Instr. Cum Sanctissimus, de 19 de marzo de 1948, esta última aprobada por la Congregación de Religiosos, que es la que había asumido las competencias sobre los nuevos Institutos,
A través de esta figura de los Institutos Seculares se Intentó dar respuesta a una serie de iniciativas apostólicas, asociaciones e instituciones que habían ido surgiendo en la Iglesia desde hacía tiempo y que no encontraban acomodo en los esquemas del Código de Derecho Canónico de 1917. Se trataba de grupos muy variados, algunos de los cuales habían nacido incluso antes del siglo XX. Era lo que en el lenguaje de la Curia romana y de la literatura científica de la época se llamaban "formas nuevas" o similares ("formas nuevas de vida cristiana", "formas nuevas de apostolado", "formas nuevas de asociaciones eclesiásticas", "formas nuevas de perfección", "formas nuevas de consagración", "formas nuevas de vida religiosa"... o más abreviadamente "formas nuevas", sin más). Como se puede deducir de esas denominaciones, se trataba de fenómenos muy variados y heterogéneos, algunos de los cuales eran laicales y seculares –con diversos matices también entre ellos a la hora de entender esa secularidad–, y algunos otros se asemejaban más a los religiosos consagrados. No era fácil, por tanto, encontrar una figura común para otorgarles un reconocimiento jurídico adecuado.
Para entenderlo mejor, habría que retrotraerse al momento de la promulgación del Código de Derecho Canónico de 1917. El Código había dado solución a las nuevas formas de vida religiosa que habían ido surgiendo en la Edad Moderna junto a las antiguas Órdenes religiosas, reconociéndolas como Congregaciones religiosas.
Establecía así una diferente forma de consagración religiosa, distinguiendo –dentro de los votos públicos que eran comunes a todas las formas de consagración religiosa– los votos solemnes, que eran los propios de las Órdenes, y los votos simples, que serían los propios de las congregaciones, Además, junto a los Institutos religiosos, el Código reguló también –en un título distinto, el XVII del Libro II– las llamadas "Sociedades de vida común sin votos", a las que faltaba ese elemento de los votos públicos para ser consideradas como "religiones", pero que hacían "vida común", y tenían un régimen organizativo que era equiparado a los religiosos. Sin embargo, el Código de 1917 no reguló aquellas otras formas de vida asociativa que no tenían las características de las religiones, ni de las sociedades de vida común sin votos, pero a las que tampoco les bastaba el régimen común previsto para las asociaciones de fieles, entre otras cosas porque estas últimas podían constituirse en las diócesis pero no podían gozar de un régimen universal y centralizado. Se trataba, por tanto, de una laguna del Código, de la que se tenía conciencia, pero que no se pudo o no se quiso rellenar en el momento de su promulgación, esperando que las cosas fuesen madurando hasta que se pudiese encontrar una solución adecuada.
Esta era la situación en el momento en que se promulgó el Código de 1917. A partir de aquí irían apareciendo otras nuevas iniciativas o fenómenos asociativos que se fueron añadiendo a los anteriores al Código, algunos de los cuales todavía subsistieron. Todos ellos constituirían las "nuevas formas" antes mencionadas.
La Const. Ap. Provida Mater Ecclesia trató de llenar esa laguna del Código proporcionando una ley fundamental a las nuevas formas de vida cristiana. Para ello procuró tener en cuenta las características de esos nuevos fenómenos que necesitaban una solución legal, pero como es natural estuvo también condicionada por el contexto teológico y canónico de la época. Fue así como surgió la figura jurídica de los Institutos Seculares.
¿De qué se trataba? El artículo primero de la citada ley fundamental los define como "sociedades clericales o laicales, cuyos miembros, para adquirir la perfección cristiana y ejercer plenamente el apostolado, profesan en el mundo los consejos evangélicos". Aquí están ya descritos sus rasgos fundamentales. En primer lugar, la condición secular de sus miembros, que pueden ser clérigos o laicos. En segundo lugar, la búsqueda de la santidad, que en los textos se vincula a la profesión de los consejos evangélicos. En tercer lugar, el ejercicio del apostolado en medio del mundo. Para definir lo que esto significa, la Instr. Cum sanctissimus (1948), por su parte, recordaba que "ha de aparecer claramente que en verdad se trata de asociaciones que se proponen una consagración plena de la vida a la perfección y al apostolado" (n. 6). Parecía pues tratarse de una "secularidad consagrada" por la profesión de los consejos evangélicos. De hecho, esta "secularidad consagrada", o esa doble condición de "secularidad" y de "consagración", se va a convertir, aunque no sin resistencia por parte de algunos, en lo que se considera característica esencial de los nuevos Institutos. Así se puede decir teniendo en cuenta también la evolución posterior de la doctrina y de la legislación a partir del Concilio Vaticano II que desemboca en el Código de Derecho Canónico de 1983.
Surge así la cuestión que se planteaba desde el principio y que sigue siendo actual: ¿qué significa esa "secularidad consagrada"?
Hasta el momento en que aparecen los Institutos Seculares, la consagración por la profesión de los consejos evangélicos había estado ligada a la vida religiosa. Los religiosos se consagraban a Dios por la profesión de los consejos evangélicos, cuyo significado escatológico llevaba también consigo el apartamiento de este siglo para dar testimonio de los auténticos valores del Reino de Dios. En cambio, los laicos permanecían en el mundo, in hoc saeculo, sin otra consagración que la propia de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Por tanto, la consagración por los consejos evangélicos llevaba consigo la incorporación a la vida religiosa, y también el apartamiento del mundo, para aquellos laicos –o, en su caso, clérigos– que la profesasen; lo cual comportaba también la pérdida de su condición secular. La nueva figura de los Institutos Seculares suponía un cambio en este planteamiento. Los miembros de estos Institutos continúan siendo laicos o clérigos seculares, pero se les exige a la vez una profesión de los consejos evangélicos en medio del mundo, de manera que sean como "almas escondidas con Cristo en Dios (Col 3, 3) que aspiran a la santidad y consagran alegremente a Dios toda la vida", como afirmaba el Motu Pr. Primo feliciter en su Proemio. Se produce así una unión entre secularidad y consagración; sin embargo, no todas las iniciativas apostólicas que motivaron la creación de la nueva figura querían para sí tal consagración.
Todo esto se explica porque la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia y las demás normas que regularon desde el principio los Institutos Seculares fueron el fruto de un compromiso en el que se trataba de aunar dos tendencias o dos modos distintos de entender la vocación y el apostolado en medio del mundo, y, por tanto, la condición e identidad de los miembros de estos Institutos. Por una parte, la de quienes los entendían como un último eslabón de la cadena de la evolución de la vida religiosa en su acercamiento al mundo. Por otra parte, la de quienes consideraban que la perfección cristiana y la santidad en medio del mundo propia de los laicos –y, en su caso, de los clérigos seculares– podía lograrse por un camino distinto al que es propio de la vida religiosa, y, por tanto, sin necesidad de una profesión formal de los consejos evangélicos mediante votos u otros vínculos sagrados –aunque fuesen votos privados– y sin necesidad de ninguna otra consagración que no fuese la propia de los sacramentos del Bautismo o de la Confirmación.
La toma de conciencia de estos dos planteamientos cuando se estaba preparando la Próvida Mater Ecclesia llevó a algunos a pensar que lo mejor sería hacer una doble regulación para dar cabida a ambas posiciones. Sin embargo, finalmente se descartó esa opción –quizá porque todavía no estaban suficientemente maduradas las cosas y urgía la aprobación del documento para dar alguna solución a la petición de un reconocimiento por parte de las ya citadas "nuevas formas"– y se optó, en cambio, por la creación de unas normas generales flexibles que permitieran remitirse a los estatutos propios de cada Instituto para tratar de dar cabida a sus peculiaridades. Mientras tanto, ya irían madurando las cosas sobre esos aspectos discutidos, como efectivamente ocurrió con el Concilio Vaticano II y la puesta en práctica de su doctrina y de sus disposiciones.
Las reflexiones anteriores sobre la figura de los Institutos Seculares han sido necesarias para entender por qué el Opus Dei fue reconocido como Instituto Secular en 1947 y también por qué esta figura no se adaptaba bien a la fisonomía propia de la Obra, tal como el Señor se la hizo ver a san Josemaría Escrivá de Balaguer.
Efectivamente, el 8 de diciembre de 1943 la Obra fundada por san Josemaría había sido erigida por el obispo de Madrid como Sociedad de derecho diocesano, con el nombre de Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. El fundador acudió a una figura jurídica que, aunque no era apropiada al carisma peculiar de la Obra, era la menos inadecuada de las que recogía el Código de Derecho Canónico vigente en ese momento –las llamadas "sociedades de vida común sin votos", antes mencionadas, que estaban reguladas en el Título XVII del Libro II del Código. Sin embargo, la rápida extensión de la Obra por España y por otras países, así como la naturaleza universal de la misión que debía llevar a cabo en la Iglesia, hacía necesario contar con un régimen interdiocesano y centralizado, y, por tanto, requería una aprobación de derecho pontificio. La petición formal del fundador en ese sentido llegó a la Santa Sede cuando se estaba preparando el proyecto legal que permitiese reconocer las "nuevas formas" de las que ya hemos hablado. De hecho, la petición del fundador del Opus Dei llevó a la Congregación encargada de elaborar esas normas –Congregación de Religiosos– a acelerar la tramitación del documento jurídico, pues se pensó que podría servir también para esa aprobación pontificia que el Opus Dei solicitaba. Así ocurrió de hecho y el 24 de febrero de 1947 –mediante el decretum laudis que lleva por título Primum Institutum– el Opus Dei se convirtió en el primer Instituto Secular aprobado conforme a las normas de la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia. Tres años más tarde, el 16 de junio de 1950, mediante el Decr. Primum inter le fue concedida la aprobación definitiva.
Con esa aprobación definitiva el fundador logró que en tales documentos quedara recogido el fenómeno espiritual y pastoral del Opus Dei de forma mucho más satisfactoria de lo que hubiera permitido la normativa codicial. Sin embargo, tuvo que aceptar también que quedase incluido dentro del marco de los estados de perfección –si bien se hicieron notar los matices peculiares y se subrayó la radical distinción con respecto al estado religioso–, y consiguientemente que dependiese de la Sagrada Congregación de Religiosos. De ahí el sentido de sus palabras valorando la situación: "Hemos aceptado con sacrificio un compromiso que no ha sido posible evitar y que no vela, sin embargo, la alegría de haber logrado por fin un cauce jurídico para nuestra vida. Y esperamos que, con la gracia de Dios, los puntos dudosos no lo sean dentro de poco" (Carta 7–X–1950, n. 20; IJC, p. 314).
Por tanto, esta aprobación definitiva del Opus Dei cerró ciertamente una etapa de su camino jurídico. A partir de aquí pudo tener un régimen universal y centralizado para realizar su expansión y desempeñar su misión universal dentro de la Iglesia. Pero la figura de los Institutos Seculares tenía una serie de inconvenientes que no casaban con la naturaleza de la Obra, especialmente con su naturaleza plenamente secular. Entre ellos estaban, como acabamos de ver, su dependencia de la Congregación de Religiosos y el hecho de que la figura de Instituto Secular estuviera situada en el ámbito del "estado de perfección" o "estado de vida consagrada". Por eso se cerraba una etapa, pero se hacía necesario superar una serie de problemas que exigirían comenzar otra nueva.
En primer lugar, estaba la necesidad de defender la secularidad como un rasgo esencial de la Obra tal como Dios se la hizo ver al fundador. A esto se añadió la necesidad de asegurar la unidad de la Obra como consecuencia de algo muy grave que ocurrió en esos años. Me refiero al intento, que tuvo lugar en 1951 y 1952, de alejar a san Josemaría Escrivá de Balaguer del Opus Dei y de dividirlo en dos Institutos diferentes, uno de hombres y otro de mujeres, rompiendo así la unidad de la Obra. Aunque ese intento fracasó por la intervención personal del Romano Pontífice, a la sazón Pío XII, puso de relieve que la figura de Instituto Secular se mostraba inadecuada para garantizar eficazmente, dentro del derecho común, otro rasgo esencial del fenómeno pastoral del Opus Dei: su unidad institucional.
Por otra parte, hacía falta que quedase clara la razón de ser de la presencia de los sacerdotes en la Obra y la necesidad de garantizar la unidad de régimen de su labor pastoral. La inadecuación de la figura del Instituto Secular no era debida sólo a una cuestión de secularidad y unidad, sino que se requería la asunción del fenómeno apostólico por parte de la Jerarquía, ya que era imposible que se pudiese satisfacer mediante una evolución del ente de tipo asociativo.
Este conjunto de factores fue llevando al fundador del Opus Del a poner en duda la solución que aportaba la figura de los Institutos Seculares y a tratar de buscar nuevos caminos en una línea distinta: "Este modo de comportarme es para mí no sólo un derecho, sino un deber gravísimo: porque nadie como yo ha vivido ese fenómeno pastoral del Opus Dei, nadie ha estudiando paso a paso –como yo– su entraña teológica y, en consecuencia, nadie tiene más obligación que yo de señalar la solución canónica, puesto que el Señor me ha hecho vivir desde el principio el problema ascético y apostólico de la Obra, y me ha hecho recorrer –desde entonces hasta ahora– todo su iter jurídico" (Carta 12–XII–1952, n. 1: IJC, p. 319).
La actitud antes mencionada del fundador de la Obra es también consecuencia de la evolución que fueron sufriendo los Institutos Seculares al poco tiempo de ser aprobadas las normas que los crearon. Esas normas, concebidas con gran amplitud, permitieron la aprobación de Institutos que eran muy heterogéneos entre sí: algunos muy cercanos a la vida religiosa y otros más netamente seculares. Esto hizo necesario un nuevo proceso de clarificación y, en consecuencia, de superación de los documentos bajo cuyo amparo se habían aprobado instituciones tan diversas. En líneas generales, en ese proceso de clarificación había tres posiciones: algunos Institutos, de clara inspiración religiosa, fueron evolucionando hacia verdaderas Congregaciones Religiosas; otros trataron de reelaborar la figura en torno a los conceptos de consagración y de secularidad, hasta que se llegó finalmente a la configuración de los Institutos Seculares tal como se recoge en el Código de Derecho Canónico actualmente vigente, finalmente, otros se consideraron ajenos a la figura de Instituto Secular y plantearon la necesidad de otras soluciones jurídicas más adecuadas a su carisma fundacional. Como ya hemos visto –a través de las palabras del fundador antes citadas–, esa fue la línea seguida por el Opus Dei.
El proceso que llevó a buscar una nueva solución jurídica para la cuestión institucional del Opus Dei acabaría algunos años después con la erección del Opus Dei en Prelatura personal. Las Prelaturas personales fueron creadas por el Concilio Vaticano II y reguladas por el Código de Derecho Canónico de 1983. La erección tuvo lugar por medio de la Const. Ap. Ut sit, de 28 de noviembre de 1982, que fue ejecutada el 19 de marzo de 1983. La creación de la Prelatura fue un acto del Romano Pontífice de organización eclesiástica El Opus Dei dejó así de ser de derecho un Instituto Secular y se convirtió en la primera Prelatura personal erigida en la Iglesia Católica, tras comprobarse que era la figura jurídica que convenía adecuadamente a su verdadera naturaleza y a su realidad pastoral.
Eduardo MOLANO
Con el nombre de Instrucciones se designan seis documentos de san Josemaría destinados a la formación de los fieles del Opus Dei, en los que se detallan muchos aspectos de su vida, espíritu y apostolado. El término "instrucción" tiene aquí el sentido castellano de "conjunto de reglas o advertencias para algún fin" (Diccionario de la Real Academia Española, 22a ed.), un género de larga tradición civil y religiosa que san Josemaría adaptó a su misión de fundador.
Su finalidad es enseñar de un modo práctico a buscar la santificación y ejercer el apostolado en medio del mundo, según el espíritu de la Obra. El tono es familiar, no académico, y la redacción evita un esquema expositivo rígido. Se cita profusamente –y casi exclusivamente– la Sagrada Escritura, especialmente el Nuevo Testamento.
Su composición abarca un arco de tiempo bastante amplio, pero la decisión de escribirlas, el núcleo original de casi todas ellas y la redacción material de las tres primeras, se remonta a mediados de los años treinta del siglo XX, cuando el crecimiento de las iniciativas apostólicas aconsejaba disponer de textos que conservaran y transmitieran las enseñanzas del fundador a las primeras personas que se adherían al Opus Dei. Con ese fin, san Josemaría había ido tomando notas y rezando sobre diversas ideas y posibles esquemas.
La redacción de las tres primeras tuvo lugar en los años 1934-35; la cuarta fue comenzada en 1935 y continuada en 1950; las dos últimas fueron completadas –partiendo de textos anteriores– a principios de los años sesenta, manteniendo la datación inicial. Estos escritos fueron revisados por el propio autor a mediados de los años sesenta, que indicó además a Álvaro del Portillo que los anotara. Fruto de ese trabajo es una última edición en dos tomos para la formación de los miembros del Opus Dei, hecha en 1967, que es la que manejamos aquí.
Como su título anuncia, la primera Instrucción aborda un tema fundamental: "Carísimos: En mis conversaciones con vosotros repetidas veces he puesto de manifiesto que la empresa, que estamos llevando a cabo, no es una empresa humana, sino una gran empresa sobrenatural, que comenzó cumpliéndose en ella a la letra cuanto se necesita para que se la pueda llamar sin jactancia la Obra de Dios" (n. 1). Así se introduce el gran tema de la Instrucción, que también se podría resumir en estas palabras: "La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre, para resolver la situación lamentable de la Iglesia en España desde 1931. Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho" (n. 6). La exposición es relativamente breve: 49 puntos.
La Instrucción se escribe cuando se estaba llevando a cabo en España un proceso de unificación de todas las asociaciones religiosas y apostólicas. A esto se refiere el fundador cuando explica su negativa a quienes le propusieron la unión con otras organizaciones católicas: "no es posible desde el momento en que nosotros no hacemos una obra humana, por ser nuestra empresa divina, y como consecuencia no está en nuestras manos ceder, cortar o variar nada de lo que al espíritu y organización de la Obra de Dios se refiera" nn. 19-20). "No somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena –añade, más adelante–. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo" n. 27).
San Josemaría explica los rasgos del espíritu y de la vida de los miembros del Opus Dei. Algunas de esas ideas son muy sintéticas y las encontramos formuladas de modo parecido en Camino. Citemos varias, a modo de ejemplo: "la Santa Cruz nos hará perdurables, siempre con el mismo espíritu del Evangelio, que traerá el apostolado de acción como fruto sabroso de la oración y del sacrificio" (n. 28); "Cristo. María. El Papa. ¿No acabamos de indicar, en tres palabras, los amores que compendian toda la fe católica?" (n. 31); "Oración. Expiación. Acción. ¿Acaso ha tenido, ni puede tener jamás, otro modo de ser el verdadero apostolado cristiano?" (n. 32); "Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación – cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios–, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?" (n. 33).
La Instrucción termina con tres consideraciones que el fundador querría "grabar a fuego" en el alma de sus lectores: "1) La Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice. 2) Cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes. 3) Esa convicción sobrenatural de la divinidad de la empresa acabará por daros un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra, que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice" (nn. 47-49).
Este documento –desarrollado en 101 párrafos– comienza con una vibrante llamada del fundador: "Carísimos: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32)" (n. 1). Sin poder utilizar todavía una terminología jurídica precisa –que en esa época no existía–, el fundador quiere delinear con rotundidad el compromiso profundo y permanente, vital e íntimo, que genera la llamada al Opus Dei, diferente de la pertenencia a las asociaciones de fieles de la época: "Nuestra entrega a Dios no es un estado de ánimo, una situación de paso, sino que es –en la intimidad de la conciencia de cada uno– un estado definitivo para buscar la perfección en medio del mundo" (n. 20).
El término "vocación" –que en el ámbito católico se usaba prácticamente solo para la llamada al estado clerical o religioso– adquiere un nuevo significado cuando san Josemaría insiste en la secularidad de esa entrega: "No sacamos a nadie de su sitio. Cada uno de vosotros continúa en el lugar y en la posición social que en el mundo le corresponde. Y, desde allí, sin la locura de cambiar de ambiente, ¡a cuántos daréis luz y energía!..., sin perder vuestra energía y vuestra luz: por la fe y por la gracia de Jesucristo, in qua stamus et gloriamur in spe gloriae filiorum Dei, en la que nos sentimos firmes esperando la gloria de los hijos de Dios (Rm 5, 2)" (n. 23).
Hay un planteamiento de fondo, que sin ser explícito, recorre toda la Instrucción– el "proselitismo" del que habla san Josemaría es buscar a otros "apóstoles" ("ser apóstol de apóstoles", como resumirá en C, 801) que quieran seguir la llamada de Jesús, como Andrés trajo a Pedro y Felipe a Bartolomé... La palabra "proselitismo" no tenía entonces el sentido peyorativo que a veces se le da. Por lo demás, el documento no es un manual de estrategia apostólica, sino una reflexión sobre la naturaleza de la entrega a Dios en el Opus Dei y sobre el modo de explicársela a los que podrían seguir ese camino.
Esta tercera Instrucción es más extensa que las anteriores: consta de 306 párrafos numerados y dos apéndices. Está dirigida a quienes deben ocuparse de formar a los jóvenes que participan en la labor apostólica del Opus Dei o se encargan de la dirección de esas actividades. "De ahí el tono y contenido de la Instrucción –comenta Illanes–, en la que se unen exhortaciones a la fe, a la confianza en Dios y al ardor apostólico, con normas de prudencia e indicaciones prácticas, basadas, con gran frecuencia, en la experiencia alcanzada en la Academia–Residencia DYA" (ILLANES, 2009, p. 220).
En cierta manera se trata de una continuación de la Instrucción anterior, pues el apostolado con la juventud, constituye un "semillero" de nuevos "apóstoles", al mismo tiempo que una preparación a la vocación matrimonial y a una vida de trabajo profesional comprometida con la extensión del Reino de Cristo. Como sucede con las demás Instrucciones de 1934-35, bastantes ideas de esta Instrucción se encuentran también recogidas –casi textualmente– en Camino.
Es la única Instrucción que está dividida en apartados. En la Introducción, se incluyen doce advertencias previas (nn. 5-20) y unas santas precauciones o industrias humanas, también doce, para la formación de los nuevos miembros del Opus Dei. Son consejos llenos de visión sobrenatural y caridad, fruto de la prudencia pastoral de un experimentado director de almas (nn. 21-57). Un ejemplo: "Practicad vosotros e inculcad en los jóvenes este convencimiento: en nuestro diccionario sobran dos palabras: mañana y después. ¡Hoy y ahora!" (n. 46). Otra idea, que llama la atención si se conoce el contexto histórico español de entonces, fuertemente politizado: "No habléis de política, en el sentido corriente de la palabra, y evitad que en nuestras casas se hable de partidos y banderías. Hacedles ver que en la Obra caben todas las opiniones, que respeten los derechos de la Santa Iglesia" (n. 37).
El capítulo Fines y medios es el más amplio. En su artículo I se habla del papel de los sacerdotes en esta labor y de la sede de las actividades, mientras que el artículo II trata de los Fines de la obra de San Rafael. El artículo III describe los Medios de la obra de San Rafael, y en él se detallan las distintas actividades de formación espiritual y el modo de desarrollarlas. Una orientación es clave: "Oración. Mucho sobre este tema, porque, si no hacéis de los chicos hombres de oración, habéis perdido el tiempo" (n. 133).
En los Avisos finales, san Josemaría habla del matrimonio como vocación: "Hacedles ver el noble derrotero de un cristiano padre de familia; y cómo se precisan padres de familia virilmente piadosos; y cómo se necesita, sin duda, una especial vocación para ser padre de familia –muchos nunca habrán oído hablar así–; y cómo ellos parecen llevados por Dios por ese camino, si procuran luchar, y ennoblecer con esa lucha su conducta..." (n. 237). También insiste en el fomento de la piedad, de la educación litúrgica de los jóvenes y del espíritu de oración. Uno de sus párrafos es suficientemente elocuente de la vibración evangélica de este escrito: "Metamos a Cristo en nuestros corazones y en los corazones de los chicos. ¡Lástima!: frecuentan los sacramentos, llevan una conducta limpia, estudian, pero... la Fe muerta. Jesús –no lo dicen con la boca, lo dicen con la falta de vibración de su proceder–, Jesús vivió hace XX siglos... –¿Vivió? lesus Christus heri, et hodie: ipse et in saecula; Jesucristo el mismo que ayer es hoy; y lo será por los siglos (Hb 13, 8). Jesucristo vive, con carne como la mía, pero gloriosa; con corazón de carne como el mío" n. 248).
Es una de las dos Instrucciones que san Josemaría terminó de preparar a principios de los años sesenta, partiendo de textos e ideas antiguas. Las fechas remiten a fínales del curso académico de 1936, cuando estaba pensando en la primera expansión del Opus Dei, concretamente a Valencia y a París, y tenía que transmitir a otros la responsabilidad de dirigir el apostolado y de formar y atender espiritualmente a los demás.
En este documento –que consta de 103 párrafos– san Josemaría vertió su experiencia –ya dilatada–, en el gobierno de una empresa sobrenatural. Los consejos rebosan prudencia, sentido común y caridad. Particular importancia otorga al gobierno colegial, esencial en el Opus Dei, "porque ni vosotros ni yo nos podemos fiar exclusivamente de nuestro criterio personal. Y esto no está dispuesto sin una particular y especial gracia de Dios" (n. 28).
La función del Director "no es una labor burocrática" sino un empeño por buscar la santidad (cfr. n. 14) y "una oportunidad más de servir".(n. 11). La siguiente frase puede ser un buen resumen de toda la Instrucción: "No me cansaré de deciros que hay cinco puntos que son como la base de la ciencia de gobernar en el Opus Dei: tener siempre visión sobrenatural, sentido de responsabilidad, amor a la libertad de los demás –¡escucharles!– y a la propia, convicción de que el gobierno tiene que ser colegial, convencimiento de que los Directores se pueden equivocar y que, en ese caso, estén obligados a reparar" (n. 27).
Como escribe Illanes, esta Instrucción tuvo un proceso de composición análogo a la anterior: "partiendo de esbozos anteriores, san Josemaría completa la redacción a comienzos de los años sesenta. Lleva como fecha la de 8 de diciembre de 1941, momento en el que el Opus Dei ha conocido un fuerte crecimiento, especialmente por lo que se refiere a los varones" (ILLANES, 2009, p. 258) y la formación de los fieles de la Obra requiere una atención específica.
Es la segunda por extensión: se desarrolla en 132 epígrafes. El tema es la vida espiritual de los miembros del Opus Dei en sus múltiples facetas: desde la santificación del trabajo a la vida contemplativa, la lucha ascética y las virtudes o el apostolado. También se tratan otras cuestiones: la secularidad; la pobreza y el uso de los bienes materiales; el ejercicio de la propia libertad en la Obra; la respuesta a determinadas contradicciones y calumnias; el proselitismo, etc.
La Instrucción pasa constantemente de un tema a otro –dedicándoles de ordinario dos o tres párrafos–, y en distintos momentos vuelve sobre asuntos ya tratados previamente. Esta falta de sistematicidad –presente también en las demás Instrucciones– favorece la meditación y evita dar la impresión de querer agotar temas que de suyo requerirían exposiciones mucho más amplias y estructuradas, que san Josemaría no pretende realizar ahí. Son consideraciones variadas, chispazos de luz que el fundador proporciona sobre temas más o menos conocidos y enseñados ya, para confirmar, orientar y alentar en la correspondencia a la gracia.
A pesar de que la obra de San Miguel se ocupa de los miembros que viven el celibato en la Obra, la mayor parte de los puntos de esta Instrucción tienen valor general; cosa lógica si tenemos en cuenta que san Josemaría enseñó siempre que todos los fíeles del Opus Dei viven el mismo espíritu. Efectivamente, ya en los años treinta del siglo veinte, no pocos universitarios manifestaron su sincero deseo de incorporarse al Opus Dei, pero el fundador, con su claro discernimiento de las conciencias, les aconsejó que no lo hicieran y les dijo que llegaría el momento en el que, siguiendo su vocación matrimonial, podrían pertenecer a la Obra.
La Instrucción recalca la universalidad del apostolado de la Obra: "No os olvidéis de que, al Opus Dei, pueden venir lo mismo los doctos y los sabios que los ignorantes (...). Por eso, como una exigencia de nuestro amor a la Santa Iglesia y a la Obra, hemos de fomentar la vida interior con las características de nuestro espíritu, también en los niños y en los adolescentes; en los estudiantes y en los profesores, en los obreros y en los empleados y en los dirigentes de empresas, en los viejos y en los jóvenes, en los ricos y en los pobres: hombres y mujeres, porque de hecho todos caben. La solución jurídica ya vendrá" (n. 109).
Uno de los temas más subrayados es el carácter secular del Opus Dei y la importancia de la santificación del trabajo ordinario: se trata de "una llamada divina (...) para que busquemos en la calle –en el trabajo ordinario, corriente, profesional, laical, secular– la santidad, la perfección cristiana" (n. 5); "Nosotros venimos de la calle, y en la calle nos quedamos" (n. 36); "Nuestro modo de obrar es el modo de obrar de los primeros cristianos (...): se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales. (...) no nos hemos de diferenciar en nada de nuestros compañeros y de nuestros conciudadanos" (nn. 80-81).
7. Instrucción sobre la obra de San Gabriel (mayo 1935, septiembre 1950)
San Josemaría comenzó a redactar esta Instrucción en 1935. Después de la aprobación pontificia definitiva del 16 de junio de 1950, cuando la figura de los miembros supernumerarios del Opus Dei quedó plenamente sancionada, el fundador vio llegado el momento de terminarla. En recuerdo de esa historia, el documento lleva dos fechas: mayo 1935, septiembre 1950. Es la más larga de las Instrucciones: consta de 175 párrafos numerados.
"Queridísimos –se lee en las primeras líneas–: si el Opus Dei ha abierto todos los caminos divinos de la tierra a todos los hombres –porque ha hecho ver que todas las tareas nobles pueden ser ocasión de un encuentro con Dios, convirtiendo así los humanos quehaceres en trabajos divinos–, bien os puedo también asegurar que el Señor, por la labor de San Gabriel, llama con llamada vocacional a multitud de hombres y de mujeres, para que sirvan a la Iglesia y a las almas en todos los rincones del mundo. Alguno podría pensar que nuestra Familia sobrenatural –y especialmente la obra de San Gabriel– es como un novum brachium saeculare Ecclesiae, un nuevo brazo secular, fuerte y ágil, para servir a la Iglesia. Quien así pensara se equivocaría, porque somos mucho más: somos una parte de la misma Iglesia, del Pueblo de Dios, que, consciente de la divina vocación a la santidad con la que el Señor ha querido enriquecer a todos sus hijos, procura ser fiel a esa llamada, cada uno dentro de su propio estado y de sus circunstancias personales" (n. 1).
Junto a lo anterior, el fundador describe la potencialidad evangelizadora del apostolado de los supernumerarios y de los cooperadores: "Es la obra de San Gabriel, parte integrante del Opus Dei, un gran apostolado de penetración, que abraza toda la actividad humana –doctrina, vida interior, trabajo– e influye en la vida individual y en la colectiva, desde todos los aspectos: familiar, profesional, social, económico, político, etc. Yo veo esta gran selección actuante: hombres y mujeres de empresa y obreros; mentes claras de la universidad, inteligencias cumbres de la investigación, mineros y campesinos; aristocracia –de la sangre, del ejército, de la banca, de las letras– y pueblo, con su mentalidad más rudimentaria: todos, cada uno sabiéndose escogido por Dios para lograr su santidad personal en medio del mundo, precisamente en el lugar que en el mundo ocupa, con una piedad sólida e ilustrada, de cara al cumplimiento gustoso –aunque cueste– del deber de cada momento" (nn. 8 y 9). En los siguientes párrafos de la Instrucción se encuentran ejemplos de algunas de esas iniciativas y orientaciones para el apostolado y la santificación de la vida familiar de los supernumerarios. Como siempre señaló el fundador, esa tarea habría de desarrollarse con plena libertad y responsabilidad personales, con la misma autonomía de que gozan los demás fieles católicos en las cuestiones profesionales, políticas, culturales, económicas, etc., dentro de la ley moral.
Luis CANO
San Josemaría manifestó siempre un gran afecto a Irlanda. En su juventud, desde 1917, siguió las vicisitudes de la libertad religiosa en ese país. Rememoraba: "tenía unos quince años, y leía con avidez en los periódicos las incidencias de la Primera Guerra... Pero sobre todo rezaba mucho por Irlanda. No iba en contra de Inglaterra, sino a favor de la libertad religiosa" (AVP, I, p. 90). Ya iniciado el Opus Del, impulsó la labor en Irlanda, que visitó en 1959.
A petición de san Josemaría, un ingeniero español, José Ramón Madurga, viajó a Irlanda en octubre de 1947 para comenzar a difundir el mensaje del Opus Dei. San Josemaría pronto habló del "milagro Irlandés": antes de que llegara algún sacerdote de la Obra, varios hombres y mujeres irlandeses se habían decidido a tomar parte en esta nueva aventura apostólica en la Iglesia (cfr. AVP, III, p. 131). Por eso san Josemaría comentó: "si todas las vocaciones son divinas, las de mis hijas irlandesas son archidivinas" (citado en SASTRE, 1989, p. 382).
Cormac Burke fue la primera persona que se acercó a la Obra. En el verano de 1948, pasó un periodo de formación más intensa en la Casa de retiros de Molinoviejo, en España. Allí realizó la ceremonia de admisión en la Obra y, al acabarla, san Josemaría le dijo que el Señor le iba a pedir mucho, pero que le daría también gracias extraordinarias.
Los pasos iniciales del Opus Dei en Irlanda afrontaron retos inesperados, pues se encontró cierta oposición a la novedad que presentaba el espíritu del Opus Dei, sobre todo por su naturaleza secular. Fueron momentos en los que san Josemaría ayudó especialmente a sus hijos con su oración y con el cariño expresado en sus cartas (cfr. AVP, III, p. 134). En 1952, san Josemaría envió a don Álvaro del Portillo para que hablase con el arzobispo de Dublín, John Charles McQuaid, quien cambió desde entonces su actitud hacia el Opus Dei, tomándole gran estima y afecto (cfr. AVP, III, p. 135). A partir de entonces, fue posible abrir Centros de la Obra.
Una empresa, apostólica importante fue la apertura en 1953 de la Residencia Universitaria Nullamore, situada en Dartry, Dublín. Después la siguieron otras residencias para estudiantes: Northbrook (Ranelagh) en 1953; Gort Ard (Salthill, Galway) en 1957, y Ely (Hume Street, Dublin) en 1959. Más tarde, comenzaron otras residencias femeninas: Glenard (Clonskeagh, Dublín) en 1962 y Ros Geal (University Road, Galway) en 1972.
Entre 1959 y 1975, el sacerdote Richard (Dick) Mulcahy fue el Consiliario en Irlanda. Recibió frecuentes cartas y palabras de aliento del fundador. A partir de 1962, san Josemaría animó a sus hijos irlandeses a extender y a profundizar en el trabajo de formación con la gente joven, y a abrir alguna casa de retiros lo antes posible. Este impulso hizo que se consiguieran dos inmuebles en breve espacio de tiempo. Lismullin Conference Centre (Meath) abrió sus puertas en 1964 y Ballyglunin Conference Centre (Tuam) lo hizo en 1967. Varios clubs juveniles también comenzaron en ese momento, tras la puesta en marcha de Anchor (Dublín) en 1966. En una carta escrita desde Milán y fechada el 20 de agosto de 1973, san Josemaría decía: "Muy contento con las noticias de vuestra Región. Para mí, desde que tenía pocos años, me ha resultado siempre muy fácil pedir por ese queridísimo país. Y lo sigo haciendo, ahora con la seguridad de que pueden y deben venir muchísimas vocaciones".
En 1975, las actividades apostólicas habían llegado a otros sitios como Kildare y la labor había ido extendiéndose. Siguiendo la tradición irlandesa de difundir la fe por todas las naciones, durante la vida de san Josemaría muchos irlandeses del Opus Dei fueron a trabajar y a difundir el mensaje de santificación en medio del mundo a diversos sitios como Kenya, Holanda, Nigeria, Australia y Japón.
En 1959, san Josemaría hizo el que fue su único viaje a Irlanda. Llegó el sábado 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen, y se fue el 19 de agosto. Se alojó en Ely, el Centro de la Obra de Hume Street en Dublín. Cuando regresó a Roma, envió como regalo una aureola para la estatua de Nuestra Señora del oratorio de Ely, lugar en el que había celebrado la Misa.
En los encuentros que tuvo, alentó a los miembros del Opus Dei y a quienes recibían formación espiritual, e impulsó nuevas iniciativas apostólicas. Subrayó que el núcleo del mensaje del Opus Dei era la búsqueda de la santidad a través del trabajo diario y del cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano. Dijo a los que encontró que debían ser muy santos, y también muy alegres.
El domingo 16 de agosto acudió a la Residencia Nullamore, donde cuarenta estudiantes de varios países participaban en un curso de inglés. También estuvo con las mujeres de la Obra que residían en Crannton, la zona de la administración doméstica de la Residencia. Al día siguiente, san Josemaría se encontró con la familia de Dick Mulcahy, el segundo sacerdote irlandés del Opus Dei, y con la de Dan Cummings. También estuvo con los señores Burke, padres de Cormac y de dos hijas, Teddy y Máire, también de la Obra. Después, san Josemaría fue hasta Galway con el fin de tener un rato de conversación con un grupo de hombres casados que estaban en un curso de formación en Gort Ard. Les animó a querer mucho a sus esposas, lo mismo que las querían cuando eran sus novias, y a no tener miedo a las familias numerosas. Cuando escuchó que uno de los presentes, Jack McGarry, tenía ocho hijos, le dio un abrazo y le dijo: "Dios te ha bendecido ocho veces, también a tu mujer y a tus hijos" (St. Josemaría Escrivá in Ireland, 2009).
El 18 de agosto por la mañana, san Josemaría tuvo una tertulia en la residencia de estudiantes Northbrook. Animó a las presentes a trabajar al servicio de Dios y por el bien de su país. Les explicó el inmenso panorama que les esperaba para difundir las enseñanzas de Cristo por todo el mundo. "Irlanda tiene una misión en el mundo, especialmente en todo el mundo de habla inglesa... que es medio mundo. Hacen falta muchas irlandesas, por aquí... por allí... Irlanda, este país que es una maravilla, que es el consuelo de Dios, con esta gente tan buena que hay por aquí, tan espléndida (...). Yo vendré el año que viene por este tiempo, pero os habéis de multiplicar por diez (...). Alegres, hambrientas de ir por todo el mundo a servir a Nuestro Señor, enamoradas de Jesucristo" (citado en SASTRE, 1989, p. 385).
Aunque san Josemaría necesitaba que le tradujeran el inglés, era evidente que sus palabras superaban las barreras del idioma. "¿Me entendéis? Me entenderíais, hijas mías, incluso si os hablara en chino" (citado en MARLIN, 2002, p. 51). Después se reunió con un grupo numeroso de estudiantes que habían ido a Irlanda desde otros países para estudiar inglés en Northbrook. Las animó a crecer en vida de piedad y en las virtudes para ser instrumentos de Cristo en medio del mundo. Al acabar la mañana, tuvo un encuentro con el arzobispo de Dublín, John Charles McQuaid. Más tarde hizo un viaje a uno de los lugares más hermosos de Irlanda: la Rock of Cashel in Co. Tipperary. Una placa conmemorativa, inaugurada en Cahir en agosto de 2009, recuerda la visita de san Josemaría. El miércoles 19 de agosto, tuvo dos tertulias por la mañana, en Northbrook y en Ely. A las 19.45 dejó las tierras irlandesas.
"Cuando pasen los años, la gente del Opus Dei te preguntará: ¿Cómo fue la estancia del Padre por toda Irlanda? Y tú les contestarás que el Padre fue muy feliz, felicísimo, durante su visita a Irlanda. He viajado lleno de alegría y cantando casi todo el tiempo. Lo que os pido es sencillamente eso: ser felices y cantar. Si somos felices y no lo mostramos a otros, ¿les estamos haciendo un bien? Pues podéis decirles que el Padre fue muy feliz y que estuvo cantando mientras visitó Irlanda" (St. Josemaría Escrivá in Ireland, 2009). El afecto de san Josemaría por Irlanda fue correspondido por el cariño de sus hijos. En 1972, cuando llevó a cabo dos meses de catequesis en la Península Ibérica, un grupo de irlandeses –hombres y mujeres del Opus Dei y amigos– viajaron en vuelo charter a Barcelona para estar con él en una tertulia de cuarenta minutos. Pocas semanas después, san Josemaría regaló un cáliz para Irlanda en el que están inscritas las palabras de Jesús a san Pedro, en cuya barca se había subido: Duc in altum, "Guía mar adentro" (Lc 5, 4); a lo que respondieron los irlandeses con otro cáliz que lleva una inscripción con la respuesta de san Pedro: in nomine tuo laxabo rete, "basado en tu palabra echaré las redes" (Lc 5, 5).
Marie HERAUGHTY
San Josemaría llegó a Italia en junio de 1946 y residió en Roma de modo estable hasta su muerte acaecida en junio de 1975. No sólo siguió de manera directa y con particular atención y cariño el desarrollo de la labor del Opus Dei en esta tierra, sino que contribuyó a ella personalmente.
Desde un punto de vista cronológico, puede decirse que el apostolado del Opus Dei en Italia empezó, aunque todavía no de forma estable, el 1 de noviembre de 1942, cuando José Orlandis y Salvador Canals se trasladaron a Roma con dos becas: el primero, para acabar sus estudios en Derecho Canónico en la Universidad Pontificia Lateranense, haciendo además investigaciones en Historia del Derecho en la Biblioteca Vaticana; y el segundo, para completar su tesis doctoral en Derecho Mercantil en la Universidad de Roma (cfr. ORLANDIS, 1992). A pesar de encontrarse en medio de la Segunda Guerra Mundial, los dos se relacionaron con muchos estudiantes y profesores universitarios, así como con eclesiásticos, con la intención de contribuir, en la medida de sus posibilidades, a las gestiones ante la Santa Sede en vista a la consecución del Nihil obstat para la erección de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Este objetivo motivó que don Álvaro del Portillo viajara también a Roma, permaneciendo en la ciudad entre el 25 de mayo y el 21 de junio de 1943.
Entre los amigos de Orlandis y Canals había dos croatas, Vladimir Vince y Antón Wurster, que trabajaban en la Embajada de su país en Roma y estudiaban en la Universidad Pontificia Lateranense. Después de la llegada de las tropas aliadas a Italia, como provenían de una nación considerada enemiga, se encontraron en una situación difícil, y Orlandis y Canals les ayudaron a encontrar un refugio mientras se aclaraba su posición ante las autoridades italianas. Vladimir Vince fue la primera persona que pidió la admisión a la Obra en Italia el 26 de abril de 1946. Antón Wurster pidió la admisión años más tarde en España, país al que los dos croatas se trasladaron por sugerencia de san Josemaría.
En febrero de 1946 don Álvaro del Portillo viajó de nuevo a Roma. San Josemaría le había encargado que hablara con los cardenales recién nombrados por Pío XII, para obtener cartas comendaticias a favor del Opus Dei. El 27 de febrero, don Álvaro celebró Misa en Pisa, en una capilla dedicada a san Francisco. Era la primera Misa de un sacerdote de la Obra en Italia. Don Álvaro, José Orlandis y Salvador Canals vivieron durante aquellos meses en el centro de Roma, en un piso alquilado por unos diplomáticos españoles y situado en el Corso Rinascimento. Aquí tuvieron un oratorio desde el 9 de marzo. El 13 de junio se trasladaron al último piso de la Piazza della Cittá Leonina, 9. San Josemaría llegó a Italia, concretamente a Génova, la noche del 22; celebró su primera Misa en la península italiana la mañana del 23 en la iglesia de San Sixto, Enseguida continuó viaje a Roma. Vivió en Cittá Leonina desde el 23 de junio hasta el 31 de agosto; volvió a residir allí de noviembre de 1946 hasta julio de 1947. Posteriormente residió en lo que sería la sede definitiva de la Curia general del Opus Dei, una villa situada en la calle Bruno Buozzi; primero en lo que había sido la casa de los porteros –a la que se dio el nombre de Pensionato– y luego, acabadas las obras de adaptación, en la Villa Central.
Las personas de la Obra que a partir de 1946 fueron llegando a Roma para establecerse allí, eran bastante jóvenes y recién graduados, como Ignacio Sallent, Armando Serrano, Alberto Martínez, Alberto Taboada, y los sacerdotes Juan Udaondo y Juan Bautista Torelló. Vivían con san Josemaría y con don Álvaro en la Cittá Leonina y después en el Pensionato de la calle Bruno Buozzi. Unos y otros hicieron amistad con estudiantes y jóvenes profesionales romanos. El primer italiano que pidió la admisión fue un joven abogado, Francesco Angelicchio, el 9 de noviembre de 1947. Al año siguiente lo hicieron Renato Mariani, Luigi Tirelli y Mario Lantini. Todos procedían de ámbitos relacionados con la Acción Católica italiana y con la Federación Universitaria Católica Italiana (FUCI), y eran amigos entre sí.
Con la llegada, el 27 de diciembre de 1946, de Encarnita Ortega, Dorita Calvo, Dora del Hoyo, Julia Bustillo y Rosalía López, comenzó el apostolado del Opus Dei con mujeres en Italia.
La expansión a otras ciudades italianas fue impulsada por el mismo san Josemaría. En enero de 1949 estudió un plan de viajes junto a don Álvaro –que en aquellos días fue nombrado Consiliario de Italia– y los primeros miembros de la Obra. En un pequeño mapa de Italia pueden verse todavía los trazos rojos y azules autógrafos del fundador que indican las líneas de lo que podía ser el desarrollo de la Obra en la Península. Se conserva también una nota con algunas instrucciones al respecto. Las ciudades elegidas fueron: Milán, Turín, Padua, Bolonia, Génova, Pisa, Nápoles, Bari, Catania y Palermo. Muchas veces viajaban en parejas del sábado al domingo. En alguna ocasión los acompañaba un sacerdote. Por ejemplo, don Álvaro del Portillo viajó a Milán, Turín, Palermo y Catania. Llevaban direcciones de universitarios que habían conocido en Roma o de los que tenían referencias. Los viajes se hicieron desde el 13 de febrero hasta el 19 de noviembre y facilitaron muchos contactos. En un viaje a Milán, el 12 de mayo, pidió la admisión el primer miembro del Opus Del del norte de Italia, Giovanni Maria Poles.
El mismo san Josemaría hizo personalmente otros viajes a diversas ciudades italianas. Viajaba especialmente para hablar con obispos y para rezar en santuarios marianos pidiendo a la Virgen por el Opus Dei y por la Iglesia. El 4 de enero de 1948 fue a Loreto, lugar al que regresó otras seis veces. Entre el 11 y el 16 del mismo mes, fue a Milán, donde conoció al beato cardenal Ildefonso Schuster; y, de regreso a Roma, a la altura de Piacenza, después de haberlo meditado largamente, entendió el modo en el que podían Incorporarse a la Obra las personas casadas. El 18 de junio marchó para Calabria y Sicilia, quedándose en Catania y regresando el 23. Y el 7 de octubre de 1949 volvió a Sicilia. En Palermo se entrevistó con el cardenal Ernesto Ruffini. Al final de 1949, también a petición de los dos arzobispos, se decidió a empezar la labor estable en Palermo (noviembre) y en Milán (diciembre).
En 1948 san Josemaría erigió el Colegio Romano de la Santa Cruz para que acudieran a él fieles del Opus Dei provenientes de diversos países con el fin de completar su formación en la Ciudad Eterna. Con motivo del crecimiento del número de nuevos alumnos del Colegio Romano y de las obras de acondicionamiento de Villa Tevere, san Josemaría pensó, en 1950, que era conveniente que los romanos de la Obra dejasen el Pensionato y buscasen una casa para un nuevo Centro, En otoño encontraron un chalet que reunía las debidas condiciones en la calle Orsini. El precio era relativamente barato, pero imposible para aquellos primeros, que eran casi todos jóvenes profesionales o estudiantes. Las visitas a parientes y amigos para pedir ayudas no consiguieron alcanzar la suma que necesitaban en el plazo fijado. Don Álvaro animó a todos a quedarse tranquilos y rezar. Al día siguiente, llegó un cheque con el Importe exacto que debían pagar. Solo al cabo de muchos años conocieron el nombre del bienhechor, un industrial milanés al que se había llegado a través de un amigo de Luigi Tirelli.
En el Centro de la calle Orsini se desarrollaron las actividades de la Obra en Roma: apostolado y formación de estudiantes y profesionales. Fue también sede de la Comisión Regional italiana hasta 1958. En 1951 fue nombrado Consiliario Salvador Moret, y en 1958, Juan Bautista Torelló. Desde el 12 de mayo hasta al 3 de junio de 1951 san Josemaría vivió en ese Centro, con motivo de las obras en Villa Tevere, y celebró ahí Misa en aquellos días. Después estuvo muchas veces. La última fue el 7 de febrero de 1967.
A medida que la labor iba creciendo, se precisaban otros Centros en Roma. En enero de 1952 se abrió un Centro de mujeres en la calle Prestinari, sede de la Asesoría regional italiana hasta que se trasladó a Milán. En esta casa pidieron la admisión la primera numeraria, Gabriella Filippone, y la primera supernumeraria, Gioconda Lantini. La primera residencia universitaria femenina fue Villa delle Palme, abierta en Roma en 1958.
Los primeros varones que pidieron la admisión como agregados llegaron en 1953. En el mismo año se abrió un Centro en la calle Avezzano, y otro en la calle Ticino. A finales de los años cincuenta y primeros de los sesenta comenzaron en Roma dos obras de apostolado corporativo: en 1959, la RUI (Resídenza Universitaria Internazionale), donde han estudiado universitarios de muchos países; y en 1964, el Centro ELIS (Educazione, Lavoro, Istruzione, Sport), en el barrio popular del Tiburtino, para jóvenes trabajadores. Este Centro fue inaugurado por Pablo VI el 21 de noviembre de 1965. San Josemaría siguió con atención el inicio y el desarrollo de estos Centros, que visitó varias veces. Al final de su vida repetía que desearía pasar horas en un confesonario de la iglesia de San Giovanni Battista in Collatino (anexa al ELIS), para atender a la gente del Tiburtino.
Entre los años cincuenta y setenta el Opus Dei creció también en otras ciudades. En 1952 empezó la labor apostólica en Nápoles, adonde el fundador viajó varias veces entre 1953 y 1968; en 1955, en Catania; en 1956, en Bolonia; y en 1961, en Verana. En esta ciudad, la labor apostólica empezó por iniciativa de don Fernando Ranean, un sacerdote diocesano, que fue el primer socio de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz en Italia. Desde Verana la labor apostólica se extendió por el noreste, hasta Trieste. En 1964 se empezó en Bari y en 1971 en Génova. En todas estas ciudades el primer Centro del Opus Dei que se abrió fue una residencia universitaria.
La labor apostólica en Milán creció de modo significativo. En 1953 comenzó un Centro en la calle Alberto da Giussano, lugar al que se trasladó la Comisión Regional italiana a partir de 1958, ya que san Josemaría deseaba que los directores de la Obra en Italia pudiesen trabajar con la debida independencia de los directores centrales. La labor con mujeres empezó en 1954 en la sede de la calle Telesio, donde en 1956 pidió la admisión la primera numeraria auxiliar, Marietta Pedretti, y, después, la primera agregada, María Gatti. Acogiendo una idea de san Josemaría, que había sugerido buscar una casa de retiros cerca del lago de Como, se encontró en 1955 Castello di Urio, en la ribera de ese lago. En 1960 se abrió la Residencia Universitaria Torrescalla, que en 1972 se ubicó en su sede definitiva cerca del Politécnico, en unos tiempos de duras revueltas estudiantiles. El fundador rezó e hizo rezar por la nueva residencia, resaltando la necesidad de fomentar un ambiente de trabajo y de comprensión en un tiempo y un lugar de continuas violencias.
A partir de 1968 la labor de la Obra en el centro y sur de Italia fue coordinada por la Delegación de Roma. En 1971 se creó la Delegación de Palermo, para Sicilia.
Durante los últimos años de san Josemaría y después de su fallecimiento la labor continuó creciendo, llegando a otras ciudades y dando lugar a numerosas actividades apostólicas (casas para retiros y convivencias, residencias universitarias, escuelas hosteleras y del hogar, clubs juveniles, etc. Especial relieve tienen dos de ellas impulsadas ambas por el primer sucesor de san Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo: la actual Pontificia Universidad de la Santa Cruz, en 1986; y el Campus Bio–Medico (universidad y policlínico), en 1993.
Italia es el país donde, después de España, san Josemaría pasó más tiempo de su vida. Todas las regiones italianas, exceptuadas Cerdeña y Friuli, guardan recuerdos de sus viajes, aunque el fundador no pudo, como deseaba, realizar encuentros de catequesis como hizo en los años setenta en España, Portugal y Latinoamérica. Pero estuvo muchas veces con sus hijos italianos y con muchas otras personas de variada procedencia y condición social.
La lista de los lugares italianos a los que viajó san Josemaría es muy grande. Además de los Centros de la Obra donde celebró Misa, acudió a santuarios como el Divino Amore, Pompei, Loreto, la Basílica de San Francisco en Asís, Montenero en Livorno y la Madonna del Tufo en Rocca di Papa. Celebró Misa en muchas ciudades como Savona, Génova, Santa Margherita Ligure, La Spezia, Serravalle Scrivia (Collegiata), Turín (Visitazione), Milán (Duomo), Bolzano (Duomo), Venecia (San Marco), Bolonia (sobre el altar de Santo Domingo), Piacenza, Rimini, Loreto (Santa Casa), Pisa, Livorno, Montecatini, Florencia (Santa María Maggiore), Nápoles (Santa Maria di Fuorigrotta), Salerno, Bari (sobre el altar de San Nicolás), Paola (San Francisco di Paula), Palmi, Reggio Calabria (catedral), Catania (Mercede) y Palermo (Badia del Monte).
San Josemaría pasó algunos veranos en Italia para descansar y también trabajar, especialmente en temas relacionados con la solución jurídica del Opus Dei. Antes de los años sesenta ya había acompañado a don Álvaro a Montecatini para que recibiera tratamientos termales. Ahí se quedaron en septiembre de 1955, julio de 1956, septiembre de 1957 y mayo de 1959, A mitad de los años sesenta san Josemaría pasó algunas semanas de verano en casas alquiladas: en 1965 y 1966 (julio y agosto) en el Castelletto di Trebbio, cerca de Florencia; entre agosto y septiembre de 1965 en Villa Pinzuto, en Piancastagnaio, sobre el Monte Amiata; en agosto de 1967, en el Castello di Gagliano Aterno, cerca de L'Aquila, desde donde viajaron a Tor D'Aveia, sede de verano del Colegio Romano; en julio y agosto de 1968 en Villa Toeplitz, en Sant'Ambrogio Olona, cerca de Várese; en julio y agosto de 1969 y 1970, en Villa Gallavresi, Premeno, cerca del Lago Maggiore. En este último lugar, el 6 de agosto de 1970 tuvo una locución que atribuyó al Señor: Clama, ne cesses! ("Clama, no ceses": Is 58, 1). Entre julio y agosto de 1971 estuvo en Caglio, cerca del lago de Como. Aquí recibió otra locución divina: Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur ("Vayamos confiadamente al trono de la gloria para obtener misericordia", una variante de Hb 4, 16). Por fin, en 1972 y en 1973 estuvo en Civenna, siempre cerca de Como, Durante estas temporadas en el norte de Italia, iba a menudo a Urio para quedarse de tertulia, hablando en italiano con las personas que se encontraban en actividades formativas.
Unos meses antes de su muerte, el 18 de enero de 1975, estando en una tertulia, dijo así: "¡Italia mía! Dejadme que yo diga de alguna manera el amor que tengo a Italia...". A continuación añadió: "Yo me he encontrado por todo el mundo donde he ido, con italianos recios, trabajadores, fieles, entusiastas, que no se apartan del sacrificio (...). Va a ser un instrumento, esta Región italiana del Opus Dei, colosal en el mundo, para hacer felices a la gente".
Cosimo DI FAZIO
El 28 de noviembre de 1982, Juan Pablo II erigía el Opus Del en Prelatura personal; y el 19 de marzo de 1983 se daba solemne ejecución a cuanto estaba prescrito en la Const. Ap. Ut sit relativa a dicha erección. Concluía así la historia de su largo camino jurídico, comenzado el 2 de octubre de 1928, día en el que san Josemaría, "movido por inspiración divina" (Const. Ap. Ut sit, pars narrativa), fundó el Opus Dei. Este itinerario jurídico no es simplemente el camino recorrido por una realidad eclesial hacia su definitiva configuración canónica, sino la historia de la "intención especial" de san Josemaría, es decir, la historia de los esfuerzos –sobrenaturales y humanos– para obtener un encuadramiento institucional para el Opus Dei, adecuado a su naturaleza: esta realidad constituye la cuestión central de todo el itinerario jurídico del Opus Dei hasta su erección en Prelatura de carácter personal y ámbito internacional, con estatutos propios.
El carisma de fundación resultaba límpido y sencillo: todo cristiano, también el que vive en el mundo, el cristiano sic et simpliciter, puede y debe ser santo, alcanzando la santidad a través de sus ordinarias actividades diarias, en cualquier condición, estado civil, profesión, trabajo, etc., como tantos años después proclamaría el Concilio Vaticano II. Esta doctrina no encontraba acogida universal en el ambiente sociológico, e incluso teológico, de los años treinta del siglo pasado: las ocupaciones seculares se concebían más bien como obstáculos para una plenitud de vida cristiana; plenitud de vida cristiana y compromiso vocacional que venían de hecho a identificarse con el apartarse del mundo e incorporarse al estado religioso o, al menos, con seguir el camino del sacerdocio ministerial. La mayoría de los fieles laicos eran sujetos pasivos de la atención pastoral, y si bien podían adherirse a instituciones o asociaciones varias, se trataba siempre de realidades con fines muy determinados, que implicaban un compromiso o empeño sólo parcial y limitado; podían, ciertamente, llegar a la santidad –y de hecho los había que aspiraban a ser santos, aunque, casi siempre, de modo más espontáneo que reflexivo–, pero la idea de una llamada universal a la santidad y, consiguientemente, la posibilidad de un compromiso vocacional pleno en orden a la santificación y al apostolado en la vida ordinaria no estaban presentes en el ambiente de la época. Se le planteaban, pues, a san Josemaría, en los años iniciales del Opus Dei, problemas ascéticos, teológicos y jurídicos de difícil solución, ya que no encontraba punto alguno de referencia que le permitiera configurar una realidad como la que el Opus Dei implicaba.
En una antigua nota autógrafa, san Josemaría se refería a cuanto había acaecido unos años antes, el 2 de octubre de 1928, y al trabajo que realizó en los meses sucesivos: "Ese día el Señor fundó su Obra: desde entonces comencé a tratar almas de seglares, estudiantes o no, pero jóvenes. Y a formar grupos. Y a rezar y a hacer rezar. Y a sufrir" (Apuntes íntimos, n. 306: IJC, p. 26). No era una declaración retórica, antes bien el reflejo de la realidad, confirmado por numerosos testimonios escritos de aquellos jóvenes y de otras muchas personas que lo conocieron en aquella época. San Josemaría transmitía a los que se le acercaban, llegasen o no a ser fieles del Opus Dei, el deseo de profundizar en el sentido de su propia condición de cristianos, de asumir los compromisos bautismales en el propio trabajo, en el propio estado y en el lugar propio de hombres y mujeres; en tal contexto nacía, poco a poco, la referencia a la Obra como institución querida por Dios para difundir ese mensaje, con la posibilidad de vincularse a ella. Así fue cristalizando un fenómeno pastoral de santidad y de apostolado en medio del mundo que, en la medida en que adquiría cierta envergadura, planteaba los problemas jurídicos de modo más inmediato, al necesitar improrrogablemente una aprobación de la autoridad de la Iglesia, que le aplicara una adecuada configuración jurídica.
Las leyes de la Iglesia, vigentes en aquellos años, no contemplaban ninguna figura jurídica adecuada a las luces que de Dios había recibido san Josemaría: un organismo apostólico, unitario y universal, compuesto por sacerdotes seculares y por laicos, tanto hombres como mujeres, célibes o casados, que, por llamamiento de Dios, se comprometiesen a vivir establemente la plenitud de la vida cristiana en medio de la calle, en su trabajo profesional y en las demás circunstancias de la vida ordinaria y que, a través y por medio de éstas, desde dentro del mundo mismo, difundiesen, con la palabra y el ejemplo, entre los demás hombres y mujeres, sus iguales, sea cual fuera su condición u oficio, esa llamada universal a la santidad y al apostolado; en suma, una realidad institucional, a la vez que vocacional, de plena entrega, y de carácter secular. Obviamente no era adecuada la figura jurídica de los Institutos Religiosos o de las Sociedades de algún modo a ellos asimiladas, en las que sus miembros vivían una plenitud de entrega, pero en un contexto teológico de pública consagración y, en mayor o menor grado, de separación del mundo y de las tareas seculares. Tampoco lo eran las Asociaciones de fieles con finalidades específicas y determinadas, que implicaban un compromiso parcial y limitado; sin relación estructural entre el sacerdocio ministerial y el común; y, en la mayoría de los casos, carentes de una organización unitaria y universal. San Josemaría sabía que era necesaria una reforma de las leyes de la Iglesia que, en aquellos primeros años de aplicación del Código de Derecho Canónico (CIC) de 1917, se presentaba ciertamente difícil y requería, en todo caso, el paso del tiempo: esto exigía de él una fuerte dosis de paciencia y de prudencia en su tarea fundacional.
Desde el inicio, san Josemaría contaba para su trabajo apostólico con la venia y la bendición del obispo de Madrid, Mons. Eijo y Garay, a quien tenía regularmente informado a través de su vicario general, don Francisco Morán, con quien hablaba y a quien escribía con frecuencia. Consideraba que esto era suficiente en el período inicial y que comportarse diversamente habría sido al menos imprudente. El 25 de enero de 1936 san Josemaría escribía: "Indudablemente, todas las apariencias son de que, si pido al Sr. Obispo la primera aprobación eclesiástica de la Obra, me la dará (...). Pero (es asunto de tanta importancia), hay que madurarlo mucho. La Obra de Dios ha de presentar una forma nueva, y se podría estropear el camino fácilmente" (Apuntes íntimos, n. 1309; IJC, p. 87). Esta "forma nueva", este nuevo estatuto jurídico, debería encuadrar inequívocamente el carisma fundacional, protegerlo y promover su desarrollo a lo largo de la historia. Desde los comienzos, san Josemaría rezó por la configuración jurídica de la Obra, aun sin saber exactamente cuál habría de ser el camino a seguir: aunque con la luz del 2 de octubre de 1928 viese las líneas maestras de la fundación, la actualización jurídica concreta estaba todavía lejos de poder tomar cuerpo. Sin embargo, ya en los años treinta, había comenzado a perfilarse en su mente, aunque lógicamente todavía sin contornos precisos, una configuración jurídica como aquella a la que acabaría llegándose en 1982-1983. De ahí que orientara siempre sus pasos actuando con gran prudencia y dejando el camino abierto para llegar a una solución plenamente adecuada al espíritu recibido.
Al respecto, Pedro Casciaro, uno de los primeros fieles del Opus Dei, refirió un episodio que se sitúa en la primavera de 1936, en la iglesia del Real Patronato de Santa Isabel, de Madrid, de la que en esa época san Josemaría era Rector. Mientras esperaba, observaba dos lápidas funerarias situadas en el suelo junto al presbiterio. San Josemaría se le acercó y señalando con el dedo índice los epitafios de las tumbas le dijo: "Ahí está la futura solución jurídica de la Obra". Las dos lápidas pertenecen a dos Prelados españoles, ambos Capellanes Mayores del Rey y Vicarios Generales de sus ejércitos, que, en cuanto tales, habían gozado de una peculiar y extensa jurisdicción eclesiástica de carácter personal, no territorial: hoy se diría que se trataba de dos Ordinarios militares (GÓMEZ–IGLESIAS, 2008, pp. 302-303).
San Josemaría era consciente de que la historia no se detiene y de que el crecimiento de la labor apostólica y la progresiva consistencia del fenómeno pastoral que estaba promoviendo harían imprescindible afrontar el problema de la configuración jurídica, aun antes de que se abriese camino la necesaria reforma de la ley canónica. En espera de esta solución jurídica que providencialmente tendría que llegar, el Opus Dei tenía necesidad de un estatuto provisional que le permitiese vivir y desarrollarse en la Iglesia y que, al mismo tiempo, no sofocase o deformase el mensaje que Dios le había confiado. A ese estatuto jurídico provisional, o mejor, a esos diversos estatutos provisionales y a la actitud de espíritu y los criterios ponderados con que los afrontó, se refirió san Josemaría en septiembre de 1970 con las siguientes palabras: "el Señor nos ha ayudado siempre a ir, en las diversas circunstancias de la vida de la Iglesia y de la Obra, por aquel concreto camino jurídico que reunía en cada momento histórico –en 1941, en 1943, en 1947– tres características fundamentales: ser un camino posible, responder a las necesidades de crecimiento de la Obra, y ser –entre las varias posibilidades jurídicas– la solución más adecuada, es decir, la menos inadecuada a la realidad de nuestra vida" (IJC, p. 590).
Al término de la Guerra Civil española (1936-1939), cuando el Opus Dei empezó su expansión por diversas ciudades de la Península Ibérica, se desencadenó contra san Josemaría y contra el Opus Dei una campaña organizada y sistemática de incomprensiones y calumnias de tal entidad, que el obispo de Madrid decidió intervenir con toda su autoridad, aprobando in scriptis el Opus Dei como Pía Unión el 19 de marzo de 1941. Con la expansión, se hizo cada vez más urgente contar con sacerdotes provenientes de los fieles laicos del Opus Del y a su servicio. San Josemaría buscó con ahínco la solución jurídica. El 14 de febrero de 1943, mientras celebraba la santa Misa, el Señor le hizo ver cuál debía ser el camino: constituir la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a la que quedarían adscritos los fieles del Opus Dei que recibieran el sacramento del Orden. Con la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, el 8 de diciembre de 1943, previo nihil obstat de la Santa Sede de 11–X–1943, la Obra podía así disponer de sacerdotes propios y dedicados a su servicio. El rápido crecimiento del Opus Dei puso de manifiesto con los hechos aquella universalidad apostólica integrante del carisma fundacional: consiguientemente, se hacía necesaria una configuración jurídica que asegurase un régimen o gobierno universal, superando así el régimen diocesano sancionado en 1943. Con las aprobaciones como Instituto secular de derecho pontificio de 24–II–1947 y 16–VI–1950, se obtuvo para el Opus Dei ese régimen interdiocesano.
La tercera de las configuraciones jurídicas mencionadas, la de Instituto secular, si bien era menos inadecuada que las precedentes de 1941 y 1943, sin embargo no resultaba adecuada a la realidad del Opus Dei, entre otras razones porque exigía, como condición indispensable para poder disfrutar de un régimen jurídico de carácter universal, la profesión de los consejos evangélicos a través de la emisión de los tradicionales tres votos por parte de los miembros del Opus Dei; y, como consecuencia, la dependencia del Instituto de la Congregación de Religiosos. San Josemaría veía los límites de esa situación y temía que la posible introducción de una praxis canónica oscilante pudiera llevar a un planteamiento discordante con el espíritu y la letra de la normativa prevista en 1947 para estos nuevos Institutos, y llegar a introducir, por vía de hecho, confusión en el nuevo encuadramiento jurídico. Concretamente, intuía el peligro de que se identificara en la práctica a los miembros de los institutos seculares –y por tanto a los del Opus Dei, sacerdotes y laicos– con los religiosos, o se les equiparase de algún modo, en evidente contradicción con el carisma originario; un peligro que se presentó ya en 1950 –y todavía más en los años siguientes– y que hizo sufrir tremendamente a san Josemaría; y esto no por falta de aprecio a los religiosos, a los que amaba y veneraba con todas sus fuerzas, sino porque el apostolado del Opus Dei es un apostolado de ciudadanos iguales a los demás, cristianos sic et simpliciter.
Entre las dos aprobaciones pontificias de 1947 y 1950, san Josemaría tuvo ocasión de exponer en una conferencia dada en Madrid (17–XII–1948) las notas características del Opus Dei como institución de derecho pontificio. El texto fue publicado y constituye un testimonio de notable valor, Después de haber afirmado que "el Opus Dei agrupa en su seno a cristianos de todas clases, hombres y mujeres, célibes y casados", que son "seglares corrientes", declara: "Quien no sepa superar los moldes clásicos de la vida de perfección, no entenderá la estructura de la Obra. Los socios del Opus Dei no son unos religiosos –para poner un ejemplo– que, llenos de santo celo, ejercen de abogados, médicos, ingenieros, etc., sino que son sencillamente abogados, médicos, ingenieros, etc., con toda su ilusión profesional y sus mentalidades características, para quienes su misma profesión, y naturalmente su vida toda, adquiere un pleno sentido y una más plena significación cuando se la dirige totalmente a Dios y a la salvación de las almas. Esta característica condiciona y explica su manera de actuar; a saber: la más plena y absoluta naturalidad, porque natural es su género de vida y naturales sus profesiones" (IJC, p. 219). Después, a lo largo de los años, san Josemaría repetiría con mucha frecuencia –acudiendo a una incisiva contraposición que formulará como resumen eficaz de esta doctrina– que a los miembros del Opus Dei no les interesa "el estado de perfección" sino que buscan "la perfección en el propio estado".
Refiriéndose a ese estatuto jurídico provisional del Opus Dei y a sus límites, san Josemaría declarará en noviembre de 1970: "La urgencia de solucionar graves problemas vitales de la Obra (la incardinación de sacerdotes, el hecho de tener una organización de régimen universal y centralizado y la necesidad de obtener una sanción pontificia que frenase la incomprensión y persecución de que la Obra era objeto) nos obligaron en 1943 y en 1947 a aceptar unas formas jurídicas inadecuadas a nuestro espíritu. No cedimos: concedimos, con ánimo de recuperar. No había posibilidad de obrar de otra manera. Hubimos de acogernos a las soluciones menos inadecuadas –las únicas– que el derecho común eclesiástico ofrecía: y –¡bien lo sabéis, hijos míos!– hemos rezado, estamos rezando y rezaremos mucho, en espera confiada de poder ir por el camino jurídico que conviene al espíritu de la Obra" (IJC, p. 590). Para este modo de comportarse de "conceder, sin ceder, con ánimo de recuperar", san Josemaría acudió a un instrumento fundamental, "el derecho peculiar": "me sentía urgido a precisar nuestro derecho peculiar –explicaba en 1961–, para que lo que en sede de derecho general pudiera un día interpretarse de un modo ajeno a las características de nuestra vocación, en sede de derecho particular quedara claramente sancionado y de acuerdo con los rasgos esenciales de nuestro camino" (Carta 25–I–1961, n. 22: IJC, p. 97).
A pesar de las ambigüedades, la normativa de encuadramiento permitió que el Opus Dei, guiado con gran prudencia por san Josemaría, gozara de una base jurídica suficientemente sólida, lo que facilitó el desarrollo de su actividad en todo el mundo. En ese contexto, poco a poco, especialmente a partir de 1952, san Josemaría orientó su acción no tanto a pensar en actuaciones y rectificaciones particulares que contribuyeran a mejorar el estatuto jurídico de 1947-1950, sino más bien a subrayar la necesidad de buscar una configuración jurídica nueva, adecuada al carisma fundacional y que no pareciese fruto de un privilegio. La experiencia vivida –y una honda reflexión sobre ella– le había puesto claramente de manifiesto que inspiraciones espirituales diversas exigían reglamentaciones también diversas: "no somos como religiosos secularizados, sino auténticos seculares que no buscan la vida de perfección evangélica propia de los religiosos, sino la perfección cristiana en el mundo, cada uno en su propio estado" (Carta 19–III–1954, n. 36: IJC, p. 321). De ahí una conclusión que formuló con frase clara y gráfica: "el Opus Dei es, de derecho, un Instituto Secular, pero, de hecho, no lo es". Otra reflexión importante fue la referida a la formalización del vínculo: "No despreciamos los votos: sentimos por ellos la gran estima que la teología nos enseña a tener. Pero desde el momento que a un acto de devoción privada hay quienes le quieren dar la fuerza jurídica de un acto público, nos estorban: nos quedamos con las virtudes. Están estudiadas las cosas para que sin prisa, cuando convenga, se prohíba la posibilidad de hacer esos votos privados: y nuestro vínculo con la Obra continuará igualmente fuerte, mutuo, pleno –de acuerdo con el estado personal de cada uno– y sobrenaturalmente eficaz para todos" (Carta 31–V–1954, n. 9: IJC, p. 321). En este período san Josemaría debió compaginar, a través de un proceso de oración y de esfuerzo intelectual, diversas exigencias de fidelidad aparentemente encontradas: la defensa, llena de fortaleza, de la integridad del carisma originario y de las características del fenómeno pastoral del Opus Dei; y la lealtad hacia aquellos que en la Iglesia habían hecho posible las aprobaciones de 1947 y 1950, lo que le llevó a defender su personal interpretación de la figura de Instituto secular, evitando cualquier actitud polémica en dicha defensa.
Con ocasión del trigésimo aniversario de la fundación, san Josemaría resumió en una Carta (fechada el 2–X–1958) –que años después envió también a Pablo VI junto con otros documentos– sus reflexiones de los años cincuenta. Subrayando la inadecuación de la configuración jurídica de entonces respecto al don y al mensaje fundacionales, indicaba un programa de acción: "De hecho no somos un Instituto Secular, ni en lo sucesivo se nos puede aplicar ese nombre: el significado actual del término difiere mucho del sentido genuino, que se le atribuía cuando la Santa Sede usó estas palabras por primera vez, al concedernos el Decretum laudis en el año 1947. Tampoco puede confundirse el Opus Dei con los llamados movimientos de apostolado. Lo impiden sus características peculiares". Y añadía: "pidiendo la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre nuestra –Cor Mariae Duicissimum, iter para tutum!–, Informaré a la Santa Sede, en el momento oportuno, de esa situación, de esa preocupación. Y a la vez manifestaré que deseamos ardientemente que se provea a dar una solución conveniente, que ni constituya para nosotros un privilegio –cosa que repugna a nuestro espíritu y a nuestra mentalidad–, ni introduzca modificaciones en cuanto a las actuales relaciones con los Ordinarios del lugar" (IJC, pp. 564-565). ¿Cuál era esa solución conveniente a la que se refiere san Josemaría?: La configuración jurídica que entreveía, incluso desde 1928, –escribirá a la Santa Sede el 8–III–1962–, era algo semejante a los Ordinariatos o Vicariatos castrenses, compuestos por sacerdotes seculares, con una misión específica; y de laicos, que tienen necesidad, por sus peculiares circunstancias, de un tratamiento jurídico eclesiástico y de una asistencia espiritual adecuados" (IJC, p. 335). El recuerdo de Pedro Casciaro de 1936, relatado supra, testimonia esta afirmación de san Josemaría de un cuarto de siglo más tarde.
En los comienzos del pontificado de Juan XXIII, san Josemaría consideró llegado el momento oportuno de dirigirse a la Santa Sede. Desde 1960 en adelante comenzó a actuar de modo decidido, en orden a una solución que partiera de las categorías y estructuras del ámbito de la jurisdicción eclesiástica ordinaria. Así, en la primavera de 1960, decidió informar, de forma muy prudente, al Card. Tardini, Secretario de Estado, acerca del problema institucional y de su deseo de revisar el estatuto jurídico del Opus Dei, dentro de los estrechos márgenes del Código de Derecho Canónico de 1917, en la línea de la fórmula de la Prelatura nullius. El consejo del Card. Tardini fue dejar las cosas por el momento como estaban y esperar.
Dos años después, aun dándose cuenta de que las circunstancias todavía no eran propicias, ante la insistencia del Card. Ciriaci, prefecto de la Sagrada Congregación del Concilio, san Josemaría, el 7 de enero de 1962, presentó al Romano Pontífice una solicitud formal de revisión del estatuto jurídico. Esta solicitud contemplaba sustancialmente transformar el Opus Dei en una Prelatura con estatutos propios, de acuerdo con el canon 319, parágrafo 2, del CIC entonces vigente. San Josemaría era consciente del hecho de que dicha norma contemplaba solamente las Prelaturas de carácter territorial y no se habría podido aplicar al Opus Dei salvo con una interpretación extensiva. En la documentación presentada, lo explicaba de modo claro y preciso: "La solución propuesta no sería algo extraordinario, sino una simple combinación entre los dos tipos de instituciones interdiocesanas que ahora dependen de esta Sagrada Congregación [la Consistorial], es decir, los Ordinariatos castrenses y la Mission de France [o Prelatura de Pontigny]": "los primeros, para la asistencia espiritual de grupos de personas, que se encuentran en condiciones peculiares; la segunda, para el desarrollo de un apostolado específico. Consideramos humildemente que, en nuestro caso, existen razones de igual peso (la asistencia espiritual de unos laicos, que desempeñan, con una formación específica, un apostolado de vanguardia) que aconsejan adoptar una solución similar a las que acabamos de mencionar" (IJC, pp. 334-335). En esta combinación entre las dos figuras, invocada por san Josemaría, es fácil intuir la figura de la "peculiar diócesis o prelatura personal" para "la realización de peculiares tareas pastorales" del Concilio Vaticano II (PO, 10). Cuando, casi veinte años más tarde, la Santa Sede en la Nota informativa a los Obispos acerca de la erección del Opus Dei en Prelatura personal (14–XI–1981) subraye "la finalidad reduplicativamente pastoral de la Prelatura" –ad intra, la asistencia espiritual peculiar de los fieles de la Prelatura y ad extra, la realización de un apostolado específico por parte de los sacerdotes y de los laicos del Opus Dei–, es fácil acordarse de esa combinación entre las dos figuras, mencionada por san Josemaría (cfr. GÓMEZ–IGLESIAS, 2008, pp. 311-312). La Santa Sede respondió que la petición no podía ser acogida, porque presentaba entonces dificultades jurídicas poco menos que insuperables.
El 14 de febrero de 1964, san Josemaría hizo llegar al nuevo Papa, Pablo VI, una carta, a la que acompañaba una amplia nota, titulada Appunto riservato al I'Augusta Persona del Santo Padre, en la que a modo de cuenta de conciencia, exponía algunas cuestiones y preocupaciones, entre las que incluía algunas referencias al problema institucional, a la necesidad de "una solución definitiva, que haga imposible nuestra equiparación a los religiosos, que impida jurídica y prácticamente la inclusión del Opus Dei entre los estados de perfección"; y aludiendo a la petición a Juan XXIII de una Prelatura con estatutos propios, añadía: "Tal solución debería buscarse, desde luego, en el ámbito del derecho común: ya he presentado unos documentos que, a su tiempo, podrían quizá servir de base para resolver de modo claro y justo nuestro problema espiritual y apostólico" (IJC, p. 351). Meses más tarde, el 7 de agosto de 1964, ante la noticia del inicio de un estudio de esta cuestión, hizo saber al Card. Antoniutti, prefecto de la Congregación de la que dependía el Opus Dei, que era mejor esperar a la terminación del Concilio para afrontar la cuestión institucional, señalando a la vez que en el reciente esquema conciliar De sacerdotibus de marzo–abril de 1964, entre las diez proposiciones de que consta, había una proposición –la VIa (dioeceses vel praelaturae personales)– que podría solucionar el importante problema del Opus Dei; se trataba de un texto que es precedente del pasaje sobre las Prelaturas personales del posterior Decreto conciliar; un texto en el que aparecen por primera vez con ese nombre (Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oec. Vaticani II, III–IV, p. 848). Poco después, el 10 de octubre de 1964, san Josemaría fue recibido de nuevo por Pablo VI: se habló del problema institucional y de que era más oportuno esperar al término del Concilio Vaticano II para encontrar una solución jurídica definitiva, en el ámbito del derecho común y adecuada al carisma del Opus Dei (cfr. GÓMEZ–IGLESIAS, 2008, pp. 314-316).
Un año más tarde, el 8 de diciembre de 1965, se clausuraba el Concilio Vaticano II. Los documentos conciliares proclamaban la llamada universal a la santidad y la misión de los laicos en la Iglesia, algunos de los temas por los cuales san Josemaría es reconocido como precursor de la doctrina conciliar. Entre esos documentos conciliares se cuenta el Decr. Presbyterorum ordinis (7–XII–1965) que, en su número 10, recomienda la constitución de "peculiares dioeceses vel praelaturae personales" para la realización de peculiares tareas pastorales. Con esta nueva figura, delineada por el Concilio Vaticano II y por las normas de aplicación, promulgadas por Pablo VI el 6 de agosto de 1966 (Motu Pr. Ecclesiae Sanctae, I, n. 4) y el 15 de agosto de 1967 (Const. Ap. Regimini Ecclesiae universae, 49) se abría finalmente el camino para dotar al Opus Dei de una configuración jurídica adecuada a su carisma originario y en el ámbito del derecho común, que asegurase la unidad de espíritu, de fin, de gobierno y de formación espiritual y que, al mismo tiempo salvaguardase, obedeciendo a las exigencias de la comunión eclesial, los legítimos derechos de los Ordinarios del lugar. Como deja constancia Juan Pablo II en la Const. Ap. Ut sit, "se vio con claridad que tal figura se adaptaba perfectamente al Opus Dei".
En esos momentos, en el ánimo de san Josemaría se entrecruzaban dos sentimientos: de una parte, la alegría ante la apertura del cauce jurídico que correspondía a las necesidades y características del Opus Dei y que coincidía sustancialmente con lo que había solicitado a la Santa Sede en 1962 y, de otra, la conveniencia, confirmada por la experiencia obtenida al presentar esa petición, de ponderar muy atentamente los tiempos y los modos, antes de dar un nuevo paso: en suma, estamos una vez más ante la prudentia iuris de san Josemaría en su tarea fundacional.
El 25 de junio de 1969, san Josemaría convocó un Congreso General Especial del Opus Dei (1969-1970). El Congreso se entendió no como una reunión de técnicos llamados a estudiar una determinada forma jurídica, sino "como una profunda reflexión de todo el Opus Dei, en unión con el Fundador, acerca de su propia naturaleza y características, a la luz de los 41 años que entonces contaba de vida, y de su extensión en tantos países de los cinco continentes. Se trataba, pues, (...) de diseñar con trazo seguro los rasgos propios del Opus Dei, que necesitaban encontrar en la futura configuración jurídica un cauce apropiado que los acogiera" (IJC, p. 374). En las conclusiones del Congreso aprobadas el 14 de septiembre de 1970, los congresistas expresaron "la unánime convicción de que en la revisión del derecho particular del Opus Dei es absolutamente necesario que venga reafirmada la importancia constitucional de la perfecta unidad de la Obra: que, Incluyendo socios sacerdotes y laicos, que no forman clases distintas, permite realizar un servicio a la Iglesia universal sólidamente apoyado en esta inseparable unidad de vocación, de espiritualidad y de régimen" (IJC, p. 404). Unidad orgánica constitucional que requerirá solicitar de nuevo, en el momento oportuno, una configuración jurídica adecuada "en base a las nuevas perspectivas jurídicas que han abierto las disposiciones y las normas de aplicación de los Decretos conciliares" (IJC, p. 584). San Josemaría, en una carta dirigida al Card. Antoniutti (22–X–1969), escribía que el Congreso había tomado nota "con hondo sentimiento de gratitud y de esperanza, de que después del Concilio Ecuménico Vaticano II pueden existir, dentro del ordenamiento de la Iglesia, otras formas canónicas con régimen de carácter universal, que no requieren la profesión de los consejos evangélicos por parte de quienes integran esas personas morales (cfr. n. 10 del Dec. "Presbyterorum Ordinis" y n. 4 del M. Pr. "Ecclesiae Sanctae")" (IJC, p. 583).
Concluidas el 14 de septiembre de 1970 las sesiones plenarias del Congreso, los trabajos continuaron en sede de Comisión Técnica de especialistas. El 25 de junio de 1973, san Josemaría fue recibido en audiencia por Pablo VI, al que informó de los trabajos de esa Comisión con vistas a una propuesta de revisión del derecho particular del Opus Dei: el Romano Pontífice le animó a seguir adelante en la tarea emprendida. Efectivamente, bajo la dirección de san Josemaría, con la ayuda de don Álvaro del Portillo, se procedió a esa revisión; en otoño de 1974 san Josemaría pudo dar los últimos retoques y aprobar el proyecto de nuevo Codex luris Particularis del Opus Dei.
En este sentido se puede decir con propiedad que en octubre de 1974 se había terminado todo el trabajo de revisión del estatuto jurídico del Opus Dei: sólo quedaba decidir el momento más oportuno para presentar a la Santa Sede la petición formal de erección en Prelatura personal. San Josemaría, que había preparado todo lo necesario, no pudo dar personalmente este último paso; pocos meses después de la aprobación del Codex de 1974, y antes de que se hubiese presentado esa ocasión oportuna, Dios lo llamó a sí el 26 de junio de 1975. El 15 de septiembre de 1975, el Congreso General eligió por unanimidad a don Álvaro del Portillo como sucesor de san Josemaría. El Congreso reiteró su conformidad a lo realizado hasta el momento con vistas a la nueva configuración jurídica: concretamente, hizo suya y ratificó unánimemente la aprobación por san Josemaría del Codex luris Particularis; y expresó a don Álvaro el deseo de que se dieran, en cuanto fuera posible y oportuno, los pasos necesarios para obtener la nueva configuración jurídica de acuerdo en todo con la voluntad de san Josemaría.
Entramos así en el último tramo del itinerario jurídico del Opus Dei. Por carta fechada el 2 de febrero de 1979, don Álvaro del Portillo solicitó formalmente a Juan Pablo II la erección del Opus Dei en Prelatura personal. Si comparamos el contenido de las cartas y demás documentos presentados al efecto en los primeros meses de 1979 en la Curia romana, con la petición que san Josemaría dirigió a la Santa Sede en 1962 y con las conclusiones del Congreso General especial (1969-1970), advertimos una continuidad plena, tanto en el objetivo o planteamiento general como en los detalles, aunque con un mayor desarrollo técnico jurídico, fruto de los avances legislativos y de los estudios realizados desde entonces: el gran paso adelante dado por el Vaticano II en torno al concepto de Prelatura personal hace posible en 1979 acogerse a esta figura, en virtud de la cual sacerdotes y seglares, en unidad orgánica, contribuyen a la realización de una peculiar y concreta obra pastoral y apostólica, bajo el régimen de su Prelado.
El 3 de marzo de 1979, Juan Pablo II encargó a la Congregación para los Obispos –competente para las Prelaturas personales– el estudio de la petición, teniendo en cuenta "todos los datos de derecho y de hecho". Fueron necesarios más de tres años y medio de trabajo asiduo y exhaustivo, cuyos pasos fueron los siguientes: examen general de la cuestión por la Asamblea ordinaria de la mencionada Congregación del 28 de junio de 1979; examen de todos los aspectos de la cuestión por una Comisión técnica paritaria –de la Congregación y del Opus Dei– durante veinticinco sesiones de trabajo (II–1980 a II–1981), que aprobaron por unanimidad premisas y conclusiones favorables a la erección de la Prelatura; examen personal por Juan Pablo II de los resultados del estudio de dicha Comisión en la primavera de 1981; deliberación de una especial Comisión Pontificia compuesta por ocho cardenales de la Curia romana que manifestaron su parecer positivo el 26 de septiembre de 1981; comunicación, el 7 de noviembre de 1981, de Juan Pablo II al prefecto de Obispos, de su decisión, teniendo en cuenta esos estudios y pareceres, de proceder a la erección del Opus Dei en Prelatura personal y a la sanción de sus Estatutos; envío el 14 de noviembre de 1981 a los 2.084 obispos de las 34 naciones en las que había Centros erigidos del Opus Dei de una Nota informativa sobre la decisión del Santo Padre y las características de la futura Prelatura, con la facultad de hacer los comentarios y observaciones que considerasen oportunos; respuestas de más de 500 obispos, de los cuales sólo 32 manifestaban algunas dificultades de comprensión o solicitaban aclaraciones; deseo de Juan Pablo II –que estudió todo el expediente–, expresado el 3 de abril de 1982, de que se respondiese a esos 32 obispos con las oportunas explicaciones o aclaraciones y que después se procediese a la erección de la Prelatura.
Se llegó así al 5 de agosto de 1982, en que Juan Pablo II aprobó y mandó publicar una Declaración de la Congregación para los Obispos sobre dicha erección. El 23 de agosto de 1982 se hace pública la decisión del Papa y, finalmente, el 28 de noviembre de 1982 Juan Pablo II erige el Opus Dei en Prelatura personal –"Prelatura de a Santa Cruz y Opus Dei", o, abreviadamente, "Prelatura del Opus Dei"–, nombra a don Álvaro del Portillo su primer Prelado sanciona los "Estatutos" por los que ha de regirse la Prelatura. Esos Estatutos son los que, con vistas a la nueva configuraron jurídica, san Josemaría dejó preparados en 1974: la Santa Sede hace suyos esos Estatutos, reconociendo a la vez su valor como expresión del carisma fundacional y se promulgan –bajo el título de Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operís Dei– como ley pontificia por la que deberá regirse la nueva Prelatura. Al mismo tiempo se erige a Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como Asociación de clérigos intrínsecamente unida a la Prelatura. El 19 de marzo de 1983 el Nuncio en Italia dio pública ejecución a la Const. Ap. Ut sit (28–XI–1982) y declaró solemnemente que quedaba constituida la nueva Prelatura, llegando así al acabado cumplimiento el deseo de san Josemaría, su "intención especial". "Nuestro iter iuridicum –escribía san Josemaría– parece tortuoso a los ojos de los hombres. Pero, cuando pase el tiempo, se verá que es un avanzar constante, de cara a Dios (...). Con una providencia ordinaria, poco a poco, se hace el camino, hasta llegar al que vaya a ser definitivo: para conservar el espíritu, para fortalecer la eficacia apostólica" (Carta 29–XII–1947/14–II–1966, n. 163: IJC, p. 14). Porque –y éste es el punto fundamental–, se trata de un proceso que presupone la unidad antecedente de un sujeto ya constituido en sus líneas esenciales; no de un mero yuxtaponerse de momentos inconexos entre sí, sino de un verdadero itinerario: una realidad que ya existe, con una naturaleza determinada, va abriéndose camino bajo el impulso y la guía de la luz de Dios, que había visto san Josemaría el 2 de octubre de 1928, explicitando sus virtualidades hasta alcanzar la configuración jurídica que le resultara plenamente adecuada, a través de su asunción por parte de la Jerarquía de la Iglesia. El itinerario jurídico del Opus Del es, en sí mismo, la historia y defensa del carisma fundacional, del mensaje recibido, de la institución surgida en servicio de ese mensaje, del fenómeno pastoral a que han dado lugar. El gran protagonista de ese itinerario fue san Josemaría que en su recorrido dio la talla de su elevada cualidad de jurista, de sacerdote santo y de hombre de gobierno, en la Iglesia, al servicio de la Iglesia, en filial e indiscutida unión al Romano Pontífice y a los demás obispos en comunión con él.
Valentín GÓMEZ–IGLESIAS C.