Diccionario

Madrid 1927-19361936-19371939-1946MagnanimidadMaríadevoción aMatrimonioMedios comunicaciónMentalidad laicalMéxicoMísticaMolinoviejoMoncloaMoralMortificaciónMujeresMundoJ.L. Muzquiz

Madrid (1927-1936)
1. La Iglesia en Madrid
2. Contexto político y social
3. Consideración general de la vida de san Josemaría en Madrid durante este periodo
4. De su llegada a Madrid hasta 1930
5. De 1930 hasta 1933
6. De 1933 al inicio de la Guerra Civil
Madrid (1936-1937)
1. La persecución religiosa durante la Segunda República
2. La persecución durante la Guerra Civil
3. San Josemaría frente a la persecución
Madrid (1939-1946)
1. Contexto político, social y eclesiástico del Madrid de la postguerra
2. La actividad de san Josemaría: visión de conjunto
3. El crecimiento del Opus Dei en y desde Madrid
4. Servicio a la diócesis de Madrid y otras diócesis españolas
5. Incomprensiones y la primera aprobación canónica
6. La ordenación de los primeros sacerdotes
7. La marcha a Roma
Magnanimidad
1. La magnanimidad en la enseñanza de san Josemaría
2. Aspectos de la magnanimidad
María Santísima
1. Una vida enteramente mariana
2. Una enseñanza mariológica de raíz trinitaria
3. La maternidad divina, fundamento de la vida de María y de la devoción mariana
4. Madre de los hombres
5. Santa María, ejemplo de virtudes
María Santísima, Devoción a
1. Manifestaciones de la devoción mariana
2. Coordenadas teológicas de la devoción mariana
Matrimonio
1. Valor humano y cristiano del matrimonio
2. El matrimonio como sacramento y como estado de vida
3. El matrimonio como vocación
4. El matrimonio y la apertura a la vida
Medios de comunicación social
1. Los medios de comunicación en la vida de san Josemaría
2. Líneas generales de su enseñanza respecto a los medios de comunicación y a los agentes de la comunicación
3. Libertad y responsabilidad
4. Amor y servicio a la verdad
Mentalidad laical
1. Secularidad, alma sacerdotal, identidad personal
2. Actuar con mentalidad laical
3. Mentalidad laical y sacerdocio ministerial
México
1. Inicio de la labor apostólica en México
2. Los inicios de los apostolados del Opus Dei con mujeres
3. San Josemaría en México y la Novena a la Virgen de Guadalupe
4. Desarrollo de la labor
Mística
1. Mística y vida cristiana
2. La mística en la vida y enseñanza de san Josemaría
Molinoviejo, casa de retiros
Moncloa, colegio mayor universitario
Moral cristiana
1. Dinamismo y dimensiones fundamentales de la vida moral cristiana
2. La lógica de la Encarnación: virtudes sobrenaturales y virtudes humanas
3. Moral social y política. La doctrina social de la Iglesia
Mortificación y penitencia
1. El lugar de la mortificación en la vida espiritual
2. Necesidad y motivos para la mortificación
3. Mortificación, amor, oración
4. Formas y manifestaciones de la mortificación
5. Mortificación y redención
Mujeres en el Opus Dei. Inicio del apostolado
1. El 14 de febrero de 1930
2. Dedicación de san Josemaría a este apostolado, de 1930 a 1936
3. El segundo intento en 1939-1940
4. El Centro de la calle Jorge Manrique
5. Las primeras numerarias auxiliares
Mundo
1. Amor al mundo creado
2. Mundo, pecado y redención
3. Mundo, gracia, santificación y conciencia de sentido
Muzquiz de Miguel, José Luis

 «    MADRID (1927-1936)    » 

San Josemaría residió establemente en Madrid desde 1927 hasta 1946-47. Allí tuvo lugar el acontecimiento más crucial de su vida: la luz que, un 2 de octubre de 1928, le hizo conocer que Dios le llamaba a dar inicio al Opus Dei.

En los años veinte, vísperas de la proclamación de la Segunda República, Madrid rondaba el millón de habitantes, lo que representaba casi el 70 por ciento del total de la provincia. Dos hechos caracterizaban a su población: su juventud (una media de treinta años) y su procedencia (el 68 por ciento eran inmigrantes).

Madrid era el centro político y cultural de la nación. Allí residían los reyes, las Cortes y el Gobierno. Por lo tanto, cualquier decisión política tenía un efecto inmediato en la sociedad madrileña. Aún sin ser una ciudad de tipo industrial, a lo largo de la primera mitad del siglo XX se establecieron bastantes industrias y aumentó el número de obreros, junto con sus organizaciones políticas y sindicales.

1. La Iglesia en Madrid

Desde el año 1923, el obispo de Madrid-Alcalá era Mons. Leopoldo Eijo y Garay, que permaneció treinta y nueve años en el cargo. Además, en Madrid había otros dos obispos que tenían jurisdicción eclesiástica: el obispo palatino y el castrense (sus dos jurisdicciones fueron suprimidas en 1933). Allí residía también el nuncio apostólico.

La población clerical en Madrid (1930) era de 5.277 religiosos y religiosas y 1.333 sacerdotes seculares. El presbiterio diocesano estaba compuesto por los sacerdotes diocesanos (un 55 por ciento) y extradiocesanos residentes en Madrid que contaban con el permiso expreso de su Obispo para residir. Había un sacerdote por cada 600 habitantes. La edad media del clero era de cincuenta y un años, debido a que para muchos Madrid era un destino final en su "carrera eclesiástica".

En la capital estaban presentes 26 órdenes religiosas; de entre los religiosos unos 600 eran sacerdotes.

El número de parroquias de la capital era de treinta, cada una con párroco, coadjutores y capellanes. Además, algunas parroquias tenían anejos o filiales. Por otro lado, existían las iglesias rectorales que dependían de la jurisdicción ordinaria o de la palatina. Aparte quedaban un gran número de oratorios y capillas en centros de beneficencia, escuelas y cementerios.

Madrid era una ciudad donde convivía el anticlericalismo con un sentir católico mayoritario. El número de los bautizados y los casados por la Iglesia era abrumador. Sin embargo, las zonas menos tradicionales, de aluvión, no habían tenido tiempo de ser evangelizadas. Los diarios El Debate (católico) y ABC (monárquico), tenían una gran sintonía con el sentir religioso católico; otros, como El Sol y Crisol trataban con desapego, cuando no con desprecio, la religión.

2. Contexto político y social

En 1923 un conjunto de militares, presididos por Miguel Primo de Rivera, implantaron una dictadura. Pusieron fin a algunos problemas como la guerra en Marruecos y la situación de violencia social, y se produjo una mejora de la situación económica del país. No obstante, la Dictadura no dio respuesta a las demandas políticas de una parte de la sociedad española y Primo de Rivera dimitió en 1930. El intento de volver a la normalidad constitucional fracasó, y el 14 de abril de 1931, como consecuencia del resultado de las elecciones municipales celebradas dos días antes, se implantó la República. Alfonso XIII se exilió. La Jerarquía de la Iglesia manifestó que los católicos debían aceptar el poder constituido de hecho.

Antes de las Cortes constituyentes de julio, tuvieron lugar los hechos del 11 de mayo, día en el que un grupo de jóvenes anticlericales quemaron una docena de conventos en Madrid ante la pasividad del Gobierno provisional. Con la redacción de una nueva Constitución la cuestión religiosa pasó a un primer plano, especialmente con la discusión del artículo 26 sobre la separación Iglesia-Estado, que fue aprobado el 14 de octubre. La Constitución, aprobada en diciembre, desencadenó una legislación de tipo anticlerical que se plasmó en los dos años siguientes: enero de 1932, disolución de la Compañía de Jesús e incautación de sus bienes; febrero de 1932, Ley de Divorcio y desacralización de los cementerios; primer semestre de 1933, discusión y aprobación de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, con la prohibición de la enseñanza (aunque para entonces la titularidad de muchos colegios había pasado a las asociaciones de padres) y la reducción -hasta la extinción- del presupuesto para el clero y el culto. Se suprimieron los capellanes de prisiones, cementerios y establecimientos de beneficencia, así como la Jurisdicción Palatina, la Jurisdicción Castrense y el Tribunal de la Rota.

El bienio radical-cedista (1933-1935) supuso un período de una cierta calma que aprovechó la Iglesia para seguir con su labor sin el amparo del Estado. El Obispado animó el surgimiento de colegios promovidos por fieles laicos, así como el desarrollo de asociaciones educativas laicas de marcado carácter católico (Federación de Amigos de la Enseñanza, Cruzados de la Enseñanza...). Sin embargo, la labor de la Iglesia en el extrarradio era muy difícil debido a su carencia de infraestructura, a la pobre preparación del clero en el trato con el mundo obrero y a la manipulación ideológica de los ámbitos proletarios.

En febrero de 1936 se celebraron elecciones con una lucha cerrada entre el Frente Popular y las derechas. Gran parte de la campaña giró en torno a la revolución de octubre de 1934, cuyo epicentro asturiano dejó el saldo de treinta y cuatro clérigos asesinados. El ambiente de tensión política y social era evidente y se empleaban tonos apocalípticos en su descripción. La sensación general era de camino al precipicio entre dos contendientes irreconciliables. A las huelgas y acusaciones políticas se unió la violencia física teñida de anticlericalismo por parte de los sindicatos y partidos radicales de izquierdas y también, en distinto grado, por parte de otros grupos.

La victoria del Frente Popular supuso una vuelta a la política anticlerical. El clima social empeoró de manera alarmante y desde el mes de mayo los métodos violentos se adueñaron de las calles. El Nuncio elevó trece notas de protesta entre marzo y julio de 1936, periodo en que hubo incendios de iglesias, saqueos e incendios de muebles, conatos de incendio, asaltos y destrozos, y asaltos frustrados a posesiones eclesiásticas.

A partir del alzamiento militar del 18 de julio de 1936, ante la descomposición del Gobierno, se desencadenó la persecución abierta a todo lo religioso, capitaneada por facciones extremistas de izquierda.

3. Consideración general de la vida de san Josemaría en Madrid durante este periodo

Podemos destacar algunos hechos especialmente relevantes en la vida de san Josemaría en Madrid de 1927 a 1936, teniendo en cuenta que su principal preocupación fue cumplir la Voluntad de Dios, concretamente, desde el 2 de octubre de 1928, hacer el Opus Dei. Estos hechos son cuatro: sus estudios para obtener el doctorado en Derecho; la atención a su familia; la puesta en marcha del Opus Dei; y su incardinación en Madrid desde el punto de vista canónico.

El doctorado en Derecho fue el principal motivo que le condujo hasta Madrid. San Josemaría se presentó a algunos exámenes y proyectó una tesis doctoral, pero con la fundación del Opus Dei y las labores en que colaboraba, este hecho fue perdiendo fuerza en esta primera etapa matritense, si bien siempre mantuvo en el horizonte la esperanza de que llegara a buen puerto.

Desde el 2 de octubre, san Josemaría sintió fuertemente la misión de poner en marcha el Opus Dei. A este fin consagró lo mejor de sus fuerzas; desde esa óptica debe verse, a partir de este momento, todos sus movimientos en Madrid.

San Josemaría, una vez instalado en Madrid, llevó consigo a su madre y a sus hermanos, ya que como cabeza de familia le correspondía su sostenimiento. Su familia se fue trasladando a los diversos domicilios que encontró san Josemaría (algunos ligados a su trabajo pastoral) y, a partir de la irrupción del Opus Dei en su vida, se vieron implicados en la tarea que Dios le pedía, a la vez que prestaron su ayuda con generosidad.

La permanencia de san Josemaría en Madrid, como la de cualquier sacerdote diocesano, estaba regulada por el obispado. La diócesis de Madrid era meta de muchos sacerdotes que buscaban una mejor posición. Esta afluencia endurecía las condiciones para la permanencia. San Josemaría entendió, a su vez, especialmente desde la fundación del Opus Dei, que debía permanecer en Madrid y, por eso, buscaba sin cesar un trabajo pastoral que le asegurara esa situación. Esta búsqueda le llevó a entrar en relación con personajes destacados como san Pedro Poveda y don Francisco Morán, y con instituciones beneméritas (Patronato de Enfermos y Patronato de Santa Isabel). La situación en la diócesis de Madrid mejoró cuando recibió el nombramiento canónico como Rector de Santa Isabel.

Una vez trazada esta panorámica general, analicemos con algún detalle las diversas fases.

4. De su llegada a Madrid hasta 1930

San Josemaría llegó a la estación de Atocha (Madrid), procedente de Zaragoza, el 19 de abril de 1927 e inmediatamente se presentó en la basílica de San Miguel donde contaba con la posibilidad de decir unas misas remuneradas con estipendios que le permitían sustentarse. En estos primeros meses, su preocupación fue obtener algún ingreso estable para poder llevarse a su familia y conseguir un lugar donde vivir. Durante unos días, se alojó en una pensión de la calle Farmacia, antes de pasar a una residencia sacerdotal de la calle Larra (de mayo a finales de noviembre). De inmediato, hizo los trámites para examinarse de algunas asignaturas del doctorado en Derecho, motivo de su estancia en Madrid.

En la residencia de la calle Larra conoció a diversos sacerdotes en quienes dejó una huella de celo y piedad. Esta favorable impresión le llegó a doña Luz Rodríguez Casanova, fundadora de las Damas Apostólicas, que regía el Patronato de Enfermos de Santa Engracia. Doña Luz consiguió para san Josemaría la capellanía del Patronato de Enfermos y unas primeras licencias provisionales para ejercer su ministerio en Madrid. Así, a partir del mes de junio, san Josemaría se dedicó a las labores del Patronato: misas, catecismos y comuniones de enfermos, especialmente los domingos, cuando confluían en Santa Engracia los distintos alumnos de los colegios que las Damas Apostólicas tenían en Madrid.

En noviembre de 1927 llegaron desde Zaragoza su madre y hermanos y se instalaron en un piso de la calle Fernando el Católico. Para sostenerse y sustentar a su familia, san Josemaría comenzó a impartir clases particulares de Derecho Romano e Instituciones de Derecho Canónico en la Academia Cicuéndez, vecina a la Facultad de Derecho.

A lo largo de la primera mitad del año 1928, siguió desarrollando su labor docente en la Academia Cicuéndez y su labor pastoral en Santa Engracia, especialmente, atendiendo enfermos en los más diversos lugares de Madrid. A la vez, continuó impetrando la inspiración divina como hacía desde que, en Logroño, sintió los barruntos de la llamada de Dios, al ver las huellas de los pies de un carmelita descalzo sobre la nieve.

En octubre de ese año, hizo los ejercicios espirituales prescritos para el clero en el convento de los Padres Paúles de la calle García de Paredes. Allí, el día 2 de octubre, Dios le hizo ver el Opus Dei. San Josemaría estaba repasando algunas notas con las inspiraciones de Dios para su vida cuando, de repente, todo encajó por especial gracia divina.

A partir de ese momento, comenzó a dedicar toda su vida a cumplir la misión que había recibido de Dios con una "campaña de oración y mortificación" y con el trato apostólico con los estudiantes universitarios de Cicuéndez, sacerdotes amigos y desconocidos que paraba por la calle para que rezaran por una intención, así como con el recurso a la oración de tantos enfermos a los que visitaba. Por otro lado, como se resistía a fundar -no era partidario de nuevas fundaciones-, buscó si había en Europa algo parecido a lo que Dios le había inspirado. De esta manera, a través de publicaciones piadosas, tuvo conocimiento de algunas nuevas fundaciones a las que escribió para ver si se correspondían con lo que Dios le pedía.

En noviembre de 1929 los Escrivá se habían trasladado a un nuevo domicilio, situado en la calle José Marañón, dentro del Patronato de Enfermos. El catorce de febrero de 1930, mientras celebraba la Misa, san Josemaría recibió una luz fundacional por la que entendió que el Opus Dei era también para las mujeres. Esta nueva iluminación le hizo abandonar definitivamente cualquier búsqueda de algo parecido.

5. De 1930 hasta 1933

A principios de la década de 1930, san Josemaría empezó a hacer gestiones para concretar un tema de tesis doctoral, inclinándose por la cuestión de la ordenación de mestizos y cuarterones en la América española durante la época colonial. A la vez, siguió buscando gente a quien transmitir su mensaje, abarcando todo tipo de grupos sociales. En junio de 1930 decidió tener un director espiritual en la persona del padre jesuita Valentín Sánchez, a quien puso al día de su vida interior y de las luces divinas en cuanto afectaban a ésta.

El año 1931 fue de una especial importancia en la vida de san Josemaría. Conoció a san Pedro Poveda con motivo de una posibilidad de acceder a un cargo eclesiástico dependiente del Patronato Real. En junio dejó el Patronato de Enfermos para hacerse cargo de una capellanía en el Patronato de Santa Isabel, vecino a la estación de Atocha, donde atendería a las Agustinas del Monasterio de Santa Isabel. Este trabajo era menos absorbente que el anterior y le permitía una mayor dedicación al Opus Dei. No obstante, por sentido del deber y de la justicia, lo compaginó durante los primeros meses con el Patronato de Enfermos, hasta el momento en que le encontraron sustituto.

En este mismo año, san Josemaría experimentó de un modo especial el sufrimiento en su vida por motivos externos, como la quema de conventos o las dificultades económicas familiares; y también, junto a esto, un gran desarrollo de su vida interior merced a lo que llamará "locuciones divinas". Esas locuciones divinas eran intervenciones directas de Dios en su alma mediante la comprensión de algunas frases de la Escritura en clave de iluminaciones sobre algún aspecto espiritual del Opus Dei. Así, profundizó en la necesidad de poner la Cruz de Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas (7-VIII); en la centralidad de la filiación divina en los miembros del Opus Dei (16-X); en la recta comprensión del temor de Dios como amor filial, no como temor servil (30-X); y en la conciencia de que cualquier dificultad puede ser vencida si hay confianza en Dios (8-IX y 12-XII). En la novena a la Inmaculada redactó el libro Santo Rosario.

Su labor apostólica en relación con el Opus Dei se dirigió a personas muy variadas, pero con especial atención a jóvenes universitarios. En parte se desarrolló a través de visitas que realizó al Hospital General los fines de semana para atender enfermos dentro de una asociación que se llamaba la Congregación de Seglares San Felipe Neri, de la que formó parte junto con algunos jóvenes profesionales como Luis Gordon, Genaro Lázaro y Antonio Mendialdea, que se cuentan entre las primeras personas que se acercaron al Opus Dei.

Además, ya en 1932, conoció en el Hospital del Rey a don José María Somoano, que pidió la admisión en la Obra y muñó en julio de ese año. Igualmente, recibió en el Opus Dei a María Ignacia García Escobar, enferma de tuberculosis, que hasta su muerte (V-1933) ofreció todos sus dolores por la labor futura. Desde febrero de 1932, san Josemaría se reunía semanalmente con algunos sacerdotes diocesanos a los que intentaba formar en el espíritu del Opus Dei; no obstante, la mayoría de ellos no entendió a fondo la nueva fundación (la experiencia duró hasta 1935).

El año 1932 había empezado con la misma tónica que 1831, con dos locuciones que suponían una llamada de atención sobre la humildad ("Un borrico fue mi trono en Jerusalén", y "Obras son amores y no buenas razones"). En octubre de 1932 se trasladó unos días a Segovia para hacer unos ejercicios junto a la tumba de san Juan de la Cruz. Allí, Dios le hizo entender cómo debería organizar el trabajo apostólico del Opus Dei, poniendo cada una de sus labores bajo el patrocinio de uno de los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, y de uno de los apóstoles, Pedro, Pablo y Juan.

Al finalizar el año, toda la familia Escrivá se trasladó a un piso en la callo Martínez Campos, donde san Josemaría reunía frecuentemente a los chicos que trataba. En ese mismo mes de diciembre, estampó a velógrafo lo que llamaría Consideraciones Espirituales, 246 puntos de meditación que constituyeron el germen del futuro libro Camino.

6. De 1933 al inicio de la Guerra Civil

A comienzos de 1933 san Josemaría convocó, en los locales que le fueron facilitados en el Asilo de Porta Coeli (21-I), a varios estudiantes: acudieron sólo tres. Esta reunión fue el primer acto oficial de la labor del Opus Dei con la juventud. La reunión consistió en una clase y una bendición con el Santísimo. La escasa asistencia no desanimó a san Josemaría, que persistió en su empeño apostólico. Al día siguiente, los mismos chicos participaron en una catequesis en la barriada de Los Pinos. De hecho, en este año se dio la primera eclosión de la labor apostólica del Opus Dei entre los universitarios, atrayendo a un buen número de ellos: Juan Jiménez Vargas, José María González Barredo y Ricardo Fernández Vallespín se cuentan entre los primeros miembros del Opus Dei.

San Josemaría era cada vez más conocido en los ambientes católicos de Madrid. Por estas fechas Ángel Herrera Oria, fundador de El Debate y presidente de la Acción Católica, le propuso la dirección de la Casa del Consiliario, centro de formación de los futuros sacerdotes que estuvieran especialmente preparados para el apostolado con obreros, habitantes de los barrios del extrarradio de las ciudades, etc. San Josemaría agradeció la proposición, pero la rechazó por cuanto le apartaba de lo que Dios le pedía.

En el mes de junio, san Josemaría se retiró a hacer unos ejercicios en la iglesia del Perpetuo Socorro de los Redentoristas de la calle Manuel Silvela. Allí experimentó lo que llamaría la "prueba cruel". Dios le permitió dudar de la divinidad del Opus Dei, dejándole por unos instantes en un total vacío sobrenatural. Una vez superada la "prueba" mediante un acto de fe y de entrega, se lanzó a poner en marcha una academia para tener un lugar, distinto de su casa, donde desarrollar su labor apostólica con estudiantes. La academia recibió el nombre de DYA (Derecho y Arquitectura, que para san Josemaría era "Dios y Audacia") y se bendijo en el mes de diciembre. De toda esta actividad dio cumplida información al Vicario General de la diócesis de Madrid, don Francisco Morán.

En 1934, san Josemaría elaboró algunos importantes documentos de régimen interno, entre ellos el que denominó Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios, donde quedaron plasmadas las luces fundacionales básicas.

La Academia DYA funcionó bien y se reveló como un instrumento útil, pero san Josemaría quería vivir y tratar más directamente a la gente que iba por la Academia. Para eso, pensó en la adquisición de un inmueble y en que pasara a ser Academia- Residencia. Durante el verano realizó un viaje a Fonz, donde visitó a su familia, que estaba veraneando allí. En esa visita expuso a su madre y hermanos la labor apostólica que estaba realizando y su alcance, y les pidió su colaboración material. Su familia respondió con generosidad.

La Academia se trasladó a un piso de la calle Ferraz, cerca de la zona universitaria y de las escuelas superiores de ingeniería. Esta decisión, y la posterior crisis económica que sufrió esta iniciativa en el otoño e invierno de ese año, provocaron que algunos sacerdotes entre los que le ayudaban en su tarea, se opusieran a esos cambios. San Josemaría, después de aconsejarse con san Pedro Poveda y con su confesor, decidió prescindir de su ayuda en lo que afectaba directamente al trabajo del Opus Dei.

En diciembre de 1934 recibió el nombramiento de Rector de Santa Isabel y se trasladó con su familia a la vivienda del rector. La labor de DYA continuaba. El curso académico anterior al inicio de la Guerra Civil española fue el año de la consolidación de la Academia-Residencia. La labor de DYA dio más frutos apostólicos y san Josemaría tuvo un instrumento apostólico donde plasmar el espíritu del Opus Dei y formar a esas personas. En este año fueron frecuentes las visitas de eclesiásticos a la Residencia para conocerla, entre ellos varios obispos amigos de san Josemaría. Igualmente, el Vicario de Madrid recibía cumplido detalle de la labor que se realizaba allí: visitas a los pobres, días de retiro, círculos de estudios, clases de canto y de latín... aparte de la vida profesional de estudio en las diversas universidades.

Un hecho fundamental en la extensión de esta labor apostólica con universitarios fue la posibilidad, hecha realidad, de disponer de la reserva del Santísimo en la propia Residencia. Después de solicitar en el Obispado los permisos pertinentes, san Josemaría celebró la primera Misa el 31 de marzo de 1935. Otro hecho destacado de este año fue la llegada a la Obra de figuras como Álvaro del Portillo, Pedro Casciaro, Francisco Botella y José María Hernández Garnica. Esta extensión de la labor con los varones contrastó con el estancamiento de la labor con las mujeres, que san Josemaría había confiado a algunos de los sacerdotes amigos quienes, por incomprensión de la novedad espiritual del Opus Dei, no alcanzaron a formarlas bien.

Los meses que precedieron al comienzo de la Guerra Civil fueron de una gran tensión social que se manifestó en la marcha corriente de la vida y que sin duda afectó a todos los que formaban parte de la labor del Opus Dei. San Josemaría intentaba apaciguar los ánimos, mantenerse en una estricta neutralidad, y elevar el nivel espiritual; pero él mismo se encontraba en más de un momento muy cercano al agotamiento. La labor de la Residencia le suponía un gran desgaste físico, pues se multiplicaba para atender a todos. Además, no dejaban de crecer las preocupaciones económicas y no faltaban algunas críticas provenientes de medios eclesiásticos.

No obstante, san Josemaría siguió pensando con magnanimidad -humana y sobrenatural-, y animó a sus más próximos colaboradores a buscar un inmueble con mayor capacidad. Igualmente, consideró llegado el momento de expandir la Obra (tal como había visto en su fundación) a otros lugares, empezando por Valencia y París. La gestión de Valencia se realizó y en ella participó directamente san Josemaría. Respecto a París, no se pudo hacer nada por falta de tiempo. La Residencia de Ferraz se trasladó a un inmueble mayor de esa misma calle: se pasó de Ferraz, 50 a Ferraz, 16. Cuando se estaba realizando el traslado estalló la Guerra Civil.

Santiago CASAS

 «    MADRID (1936-1937)    » 

Desde el 18 de julio de 1936 al 8 de octubre de 1937, san Josemaría permaneció escondido en Madrid, debido a la persecución religiosa. Esta situación, aunque trajo consigo diversas dificultades, no supuso un parón, sino un cambio en su labor sacerdotal y en su vida de trato con Dios.

1. La persecución religiosa durante la Segunda República

Con objeto de tener una inteligencia de la cruel persecución religiosa que se desarrolló en la zona republicana de España a partir del 18 de julio de 1936, hay que recordar la solución que las Cortes Constituyentes de la Segunda República dieron al estatuto jurídico de la Iglesia católica. La voluntad de algunos partidos era someter a la iglesia católica a una ley especial, disolver a las órdenes y congregaciones religiosas, y nacionalizar sus bienes.

No todos los partidos de izquierda y de centro aceptaron esa propuesta. Finalmente, la Constitución recogió un artículo que incluía, como principales puntos, la inmediata disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas, la posibilidad de disolución de aquellas órdenes y congregaciones que el Gobierno entendiera que podían constituir un peligro para la República y la supresión de la ayuda económica del Estado a toda institución de la Iglesia. La violencia a los derechos de la persona y al derecho de libertad religiosa, que comportaran los artículos 26 y 27 de la Constitución, hizo que los diputados católicos declararan abierto un periodo de revisión constitucional desde octubre de 1931, fecha en que se aprobaron esos artículos.

Dos ideas se entrecruzaron en la mente de los diputados anticlericales o antirreligiosos. Unos entendían que la Iglesia católica enseñaba doctrinas contrarias al pensamiento moderno, especialmente por lo que dice relación a las consecuencias de la libertad de conciencia. Otros consideraban que el hombre moderno debía ser antirreligioso. Dios era para ellos la negación de cuanto hacía plenamente hombre al hombre.

La promulgación de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, en 1933, hizo más profunda la fractura entre el orden jurídico de la República y los católicos españoles. La actitud de los obispos y de los católicos, en general, había procurado evitar enfrentamientos violentos, por lo cual Pío XI pudo afirmar: "la gran mayoría del pueblo español (...) no obstante las provocaciones y vejámenes de los enemigos de la Iglesia, ha estado lejos de actos de violencia y represalia, manteniéndose en la tranquila sujeción al poder constituido, sin dar lugar a desórdenes, y mucho menos a guerras civiles" (cfr. DN). Pío XI era consciente de la existencia de una "persecución movida contra la Iglesia en España", en cuyo origen se encontraban aquéllos que tenían una mentalidad radicalmente laicista.

Muchos católicos participaban de esta conciencia de persecución, que se había manifestado en la quema de conventos e iglesias en Madrid y en otras ciudades de España, en mayo de 1931, y que se hizo patente durante la Revolución de Octubre de 1934, que produjo en Asturias el asesinato de 34 sacerdotes y religiosos, además de que resultaron dañadas o destruidas 58 iglesias y el palacio episcopal de Oviedo. La Cámara Santa de la catedral resultó gravemente afectada por una explosión.

Posteriormente, en toda España, entre el 16 de febrero y el 2 de abril de 1936, 142 iglesias o conventos fueron asaltados, incendiados o destruidos en medio de tumultos populares.

2. La persecución durante la Guerra Civil

La rebelión de parte del ejército contra el Gobierno de la República el 18 de julio de 1936 provocó la quiebra del Estado republicano, con el surgimiento, en el sector republicano, de dos revoluciones -una marxista-socialista y otra anarquista-, y desencadenó una fortísima persecución religiosa. A finales de agosto de 1936 habían sido asesinadas 2.077 personas entre sacerdotes, religiosos y religiosas, y diez obispos. El número de víctimas se elevaba a 3.400 el 14 de septiembre de 1936. Al finalizar la guerra, algo más de 6.900 eclesiásticos habían sido asesinados. No está de más anotar que los militares alzados no se habían sublevado tanto por un motivo religioso como por razones relacionadas con el deseo de mantener la unidad de España y el orden público; y que también hubo violencia por parte de otros sectores.

¿Cuál era la razón última de la persecución religiosa? Gonzalo Redondo ha escrito que los políticos que conformaron los gobiernos de la República en el bienio 1932-1933 y desde febrero de 1936 "habían intentado configurar una sociedad que aceptaba como uno de sus presupuestos básicos, y en toda su radicalidad, la libertad de conciencia", entendida como ordenación de la conciencia a sí misma y no a Dios; y a eso "(...) se unía el propósito de hacer un país secularizado y materialista, y en algunos sectores del socialismo marxista se aceptaba la idea de que la comprensión materialista del hombre excluye forzosamente toda referencia a Dios; más aún, obliga a luchar contra esa referencia allí donde aparezca" (REDONDO, 1984, p. 342). A esa opción había que añadir las consecuencias de la mentalidad de la mayoría de los anarquistas: en el fondo del anarquismo lo que se encontraba era el antiteísmo, que implicaba la eliminación de a idea de un ser trascendente y el deseo de constituir así una sociedad nueva.

Juan María Laboa ha afirmado: "la violencia mortal del anticlericalismo español se derivaba de su dimensión dual: el anticlericalismo cultural y político de los -republicanos de izquierda, pertenecientes a la clase media, y el anticlericalismo total de los movimientos revolucionarios de masas" (LABOA, 1987, p. 83). Tanto para anarquistas como para socialistas la violencia anticlerical "expresaba con claridad su rechazo a cuanto tuviera que ver con la Iglesia". Lo que sucedió a partir de julio de 1936 era la consecuencia lógica de decenas de años de proclamas antirreligiosas. Si la Iglesia era enemiga del progreso, el pueblo y la libertad, llegado el momento de la revolución, había que actuar en consecuencia y borrar cualquier signo de su presencia. Siempre quedará sin respuesta la pregunta: ¿qué habría pasado sin rebelión militar?

Manuel Irujo, miembro del Partido Nacionalista Vasco y ministro del Gobierno de Largo Caballero, leyó en una reunión del Consejo de Ministros, al comienzo de enero de 1937, una declaración a la que pertenecen las siguientes frases: "La situación de hecho de la Iglesia, a partir de julio pasado, en todo el territorio leal, excepto el vasco, es la siguiente: todos los altares, imágenes, y objetos de culto salvo muy contadas excepciones han sido destruidos, los más con vilipendio; b) todas las Iglesias se han cerrado al culto, el cual ha quedado total y absolutamente suspendido (...). Sacerdotes y religiosos han sido detenidos, sometidos a prisión o fusilados, sin formación de causa por miles...". Comentando los datos dados más arriba sobre los efectos de la persecución en la diócesis de Madrid-Alcalá, en la que estaba san Josemaría, el número de sacerdotes asesinados fue de 435, de un total de 1.118. Al terminar la Guerra Civil la situación de las 210 iglesias que había en Madrid-capital era la siguiente: destrucción total, 45; destrucción parcial, 56; daños leves, 84; sin daños, 14; intactas, 11. Las destruidas parcialmente, así como las que sufrieron daños leves o quedaron sin daños, habían sido todas ellas saqueadas.

3. San Josemaría frente a la persecución

Al igual que para la totalidad de los sacerdotes que vivían en la zona republicana, la vida de san Josemaría se vio fuertemente afectada por la situación creada en Madrid. Para un sacerdote, el único modo de sobrevivir era esconderse en alguna casa amiga o en una legación diplomática. A finales de junio de 1936 había escrito: "aquel ofrecimiento mío de agosto de 1929, va a aceptarlo mi Padre-Dios, en el próximo agosto" (AVP, I, p. 592) y añadía "¡Josemaría, en la Cruz!". Mucho tiempo antes, en enero de 1932, traslucía su actitud espiritual con estas palabras: "Jesús, que cada incendio sacrílego aumente mi incendio de Amor y Reparación" (AVP, I, p. 359). Amor a Dios y reparación: he aquí dos constantes que permanecieron en el alma de san Josemaría durante la Guerra Civil, como ya habían estado presentes en el período anterior.

San Josemaría se refugió al inicio de la guerra en casa de su madre. Del 8 de agosto al 7 de octubre estuvo escondido en casas distintas de familias conocidas. El 7 de octubre de 1936 se ocultó en el sanatorio del Dr. Suils (una familia conocida de Logroño). En estos primeros meses la máxima preocupación de san Josemaría fue mantener la vida espiritual y tener noticia de sus hijos. Algunos le acompañaban en sus traslados (Juan Jiménez Vargas, Álvaro del Portillo...), de otros que vivían en Madrid no sabía nada y lo mismo sucedía con los que estaban en Valencia (Ricardo Fernández Vallespín, Rafael Calvo Serer...) donde les sorprendió el levantamiento. A la vez, le iban llegando a san Josemaría noticias de asesinatos de algunos sacerdotes que había conocido personalmente (Lino Vea-Murguía, Pedro Poveda...). Todos los papeles referentes a la fundación de la Obra los había dejado a cargo de su madre, que los guardaba en su casa. En el sanatorio el clima fue enrareciéndose con algún registro exitoso por parte de los milicianos y con la llegada de algunos refugiados muy significados desde el punto de vista político. Finalmente, san Josemaría abandonó ese refugio, el 14 de marzo de 1937, día en que se trasladó a la casa del cónsul de Honduras, que hacía las veces de legación diplomática, y en la que había un alto número de refugiados. El 31 de agosto de 1937 pudo salir de esa legación diplomática con un simulacro de documentación que le permitía desplazarse por Madrid.

El 9 de abril de 1937, en la Legación de Honduras, en una meditación dirigida a los cuatro fieles del Opus Dei que estaban con él, dijo: "Pero ¿qué significa la destrucción de catedrales? Apena muy de veras que se pierdan, aunque -sin dejar de lamentar esa barbarie- debemos considerar que lo verdaderamente esencial es salvar almas. Y pensando en esta Obra que Tú has bendecido, ¿cuáles serán las consecuencias de todo esto? Parece que esperaste, Señor, a que el grano muriese en el surco; y cuando empezaba a echar raicillas y a apuntar en la superficie un esbozo de tallo, permitiste que se desencadenase este vendaval. Pero vendrá la paz, y la Obra se desarrollará perfectamente después de esta prueba; sus ramas serán abundantes y darán olorosas flores y frutos cuajados en sazón" (Crecer para adentro, pp. 37-38: AGP, Biblioteca, P12)

La persecución religiosa en la zona leal a la República se atenuó algo con la incorporación al Ministerio de Justicia, en mayo de 1937, de Manuel Irujo, miembro del Partido Nacionalista Vasco, que intentó -sin conseguirlo- que se autorizara el culto privado a los sacerdotes católicos. Sus deseos hicieron posible que se mantuviera en algunas ciudades -como Madrid y Barcelona- un culto clandestino, evitando la persecución habida hasta entonces a sacerdotes y religiosos. Irujo también intentó que el Gobierno de la República rectificara su política respecto a los sacerdotes católicos y religiosos, utilizando razones de naturaleza política, ya que esa persecución había dañado el carácter democrático de la República. La Carta colectiva del episcopado español al mundo entero con motivo de la guerra de España, dirigida a los obispos de todo el mundo en el mes de julio de 1937, hizo patente que la persecución religiosa desarrollada en España no podía dejar indiferente a ninguna persona con sensibilidad humana y fue un factor más para atenuar los asesinatos de sacerdotes. Otra de las razones que llevó al descenso del número de asesinatos fue que los sacerdotes encontraron el modo de vivir en la clandestinidad, en representaciones diplomáticas, con documentación falsa, de centrales sindicales, etc.

A partir del 18 de julio de 1936, san Josemaría tuvo que dejar de vestir con sotana. Esa realidad no fue obstáculo para que celebrara la santa Misa siempre que le fue posible, tuviera reservado el Santísimo en un lugar adecuado -durante los meses de la Legación de Honduras-, atendiera espiritualmente a muchas almas, confesara, dirigiera algunos días de retiro espiritual, estuviera siempre a disposición de quien necesitara su ayuda, poniendo de manifiesto su condición de sacerdote católico.

San Josemaría tuvo noticias a mediados de septiembre de ese mismo año, a través de José María Albareda, de que desde Cataluña se organizaban expediciones -dirigidas por contrabandistas- para pasar los Pirineos y salir de la zona republicana. El riesgo que corrían las personas que formaban esas expediciones era grande. San Josemaría, después de considerarlo en la oración, decidió intentar el paso a la zona nacional, en la que existía libertad para aquellos que deseaban vivir la fe católica. Era consciente de que en Madrid quedaban su madre, sus hermanos Carmen y Santiago, y algunos fieles de la Obra, tanto hombres como mujeres. Una vez vencidas las primeras dudas, se hicieron todas las gestiones (avales políticos, salvoconductos, billetes y dinero) para viajar a través de Valencia hasta Barcelona. Le costaba tomar esa decisión, pero al mismo tiempo veía que necesitaba libertad para rehacer la labor apostólica y dedicarse a impulsar el Opus Dei. Después de una larga y difícil travesía, el 2 diciembre de 1937 llegó al Principado de Andorra junto con cuatro miembros del Opus Dei y un amigo. Allí permanecieron durante varios días a causa de una fuerte nevada; y desde allí fueron a Lourdes, para agradecer a la Virgen el feliz desenlace del paso de los Pirineos. De Lourdes se dirigieron a la frontera de Hendaya-Irún y ese mismo día entraron en la España nacional.

Hay un texto de san Josemaría que resume su actitud ante la persecución religiosa. Se trata de unas palabras escritas en una carta de 1938, después de una conversación con un joven oficial del ejército nacionalista español, cuyos padres y hermanos habían sido asesinados. La actitud de san Josemaría queda reflejada en las siguientes palabras: "la Cruz de Cristo es callar, perdonar y rezar por unos y por otros, para que todos alcancen la paz" (Carta, Córdoba, 17-IV-1938). La disposición del espíritu de san Josemaría a lo largo de la Guerra Civil fue siempre perdonar y desagraviar, vencer el odio con amor, tal como muestra la antes citada anotación de enero de 1932, y dedicarse por entero a cuanto implicaba hacer el Opus Dei. Con ocasión de una meditación predicada el 9 de abril de 1937, había dicho: "Yo mismo lloraba y suplicaba al Señor, al conocer hace tiempo los horrores de la revolución de México: incendios de catedrales, crucifixión de sacerdotes -aunque a ellos los envidio, por la bicoca de su muerte gloriosa" (Crecer para adentro, p. 37: AGP, Biblioteca, P12).

Había pasado por situaciones muy difíciles, había experimentado la posibilidad de ser mártir, había tenido noticias de sacerdotes amigos suyos que murieron mártires. Sin embargo, no perdió la conciencia de lo que reclamaba poner en marcha el Opus Dei. Ya desde el primer momento de su llegada a la "España nacional", vivió plenamente la máxima de ahogar el mal en abundancia de bien, perdonar y reparar, y trabajar. Y se dedicó de lleno a lo que Dios le pedía. Si tuviéramos que resumir en pocas palabras la forma en la que san Josemaría pasó la Guerra Civil, podríamos afirmar que consistió en vivir "en una Cruz sin espectáculo", conforme había rogado a Dios el 30 de junio de 1936 (Apuntes íntimos, n. 1372: AVP, I, p. 593).

Fernando DE MEER

 «    MADRID (1939-1946)    » 

San Josemaría se trasladó a Madrid para iniciar el doctorado en Derecho en abril de 1827 y allí continuó viviendo hasta 1946. Allí tuvo lugar, el 2 de octubre de 1928, la fundación del Opus Dei. En 1936, cuando comenzó la Guerra Civil española, se encontraba en Madrid. Ante la persecución religiosa en la zona republicana, para salvar su vida se refugió en distintos lugares de la capital hasta que, para poder ejercer libremente su sacerdocio, cruzó los Pirineos al fin del otoño de 1937. Burgos fue su lugar de residencia hasta marzo de 1939. Entonces pudo regresar a Madrid, con la guerra casi acabada. En esta ciudad vivió hasta que marchó a Roma siete años después. Hasta 1949, alternó Roma y Madrid como lugares de residencia. En esos años, de los que ahora nos ocuparemos, impulsó la expansión del Opus Dei en otras ciudades españolas y atendió las numerosas tandas de ejercicios espirituales que le encargaban algunos obispos del país. En esta etapa el Opus Dei dio además sus primeros pasos jurídicos.

1. Contexto político, social y eclesiástico del Madrid de la postguerra

La vinculación entre Patria y Fe católica había sido durante la Guerra Civil española una de las convicciones del bando vencedor. La contienda se vio como una cruzada religiosa contra adversarios a quienes se negaba ser verdaderos españoles y cristianos sinceros. En consecuencia, patriotismo y religiosidad perduraron mezclados entre la mayoría de los católicos españoles de la inmediata postguerra. Desde 1939, hubo incontables manifestaciones públicas de religiosidad a lo largo y ancho de España, en las que era muy normal la participación de los jóvenes universitarios católicos.

Ante un país por reconstruir material y moralmente, fueron valores comunes entre aquellos jóvenes católicos las ideas del servicio y sacrificio por la Patria y la Iglesia, la abnegación en los sufrimientos, la heroicidad hasta poner en peligro la propia vida en defensa de ideales nobles. En definitiva, este ambiente social facilitaba entre personas jóvenes la decisión de ir a un seminario o ingresar en una orden religiosa, adherirse a la renacida Acción Católica o a otras muchas asociaciones juveniles católicas. O, también, formar parte del Opus Dei, que a los ideales mencionados añadía un énfasis en el trabajo y el respeto a la libertad política y social de los demás ciudadanos.

Madrid, cuya Ciudad Universitaria exhibía las cicatrices de haber sido la línea del frente de guerra, pasó a ser la capital de un Estado fuertemente centralizado y nacionalista, a cuya cabeza Franco sostuvo los resortes del poder. Su legitimidad -indiscutida entre los vencedores- se fundaba en su victoria en la guerra y se apoyaba en la adhesión del Ejército, de la única entidad política permitida -el Movimiento Nacional-, de una parte no pequeña de españoles y de la Iglesia católica.

La jerarquía eclesiástica acogió el nuevo régimen a la vez que invitaba a la ponderación. Apenas finalizada la Guerra Civil, el recién elegido Pío XII envió un mensaje radiofónico a los españoles, recomendando a los gobernantes una actitud "de justicia con el crimen y de benévola generosidad para con los equivocados" (REDONDO, 1993, p. 610). Era complicado conseguir esta reconciliación a la que llamaba el Papa. Los sufrimientos físicos y morales del conflicto habían dejado su huella entre personas de toda ideología. Por desgracia, el odio fue moneda corriente durante los inmediatos años de postguerra. Escrivá pudo percibirlo al tomar un taxi en Madrid. El taxista, al oírle hablar de perdonar por los sufrimientos pasados y tras saber que el sacerdote había pasado parte de la guerra en la ciudad, le espetó un "¡lástima que no le hayan matado". San Josemaría reaccionó dándole una buena propina para que comprase unos dulces a su mujer e hijos (cfr. AVP, II, pp. 383-384).

Durante los años cuarenta, los madrileños padecieron, como todo el país, los rigores del racionamiento y la escasez de víveres. El obispo Leopoldo Eijo y Garay, que había pasado la guerra fuera de la capital, se embarcó en la reorganización de la diócesis. Pero algunas cuestiones no tenían solución rápida, como el relevo de los sacerdotes de la diócesis asesinados durante el conflicto, o la reconstrucción de los edificios eclesiásticos destruidos o dañados durante la persecución religiosa.

Junto con la destrucción material y los agravios morales, la Guerra Civil dejó a los españoles la pregunta sobre el sentido de aquellos duros acontecimientos y la herencia de una vida curtida ante el sufrimiento, a adversidad y la escasez material.

2. La actividad de san Josemaría: visión de conjunto

San Josemaría regresó a Madrid tan pronto como se alcanzó la paz, con los primeros camiones que, el 28 de marzo de 1939, entraron en la ciudad. Tras casi año y medio de separación, deseaba reencontrarse con las personas de la Obra que habían quedado en la ciudad y con su madre y hermanos. El contacto con los antiguos conocidos, la formación de quienes se incorporaban al Opus Dei, la instalación de nuevos Centros y la búsqueda de algún tipo de aprobación canónica para la Obra, fueron las actividades a las que se dedicó en cuerpo y alma desde que puso el pie de nuevo en Madrid. De todas hablaremos más ampliamente a continuación.

También ayudó generosamente en la formación de un buen número de sacerdotes y religiosos, por todo el país. Se trataba de predicar -acogiendo las peticiones que le hacían los obispos y diversas instituciones- tandas de ejercicios espirituales, de entre cinco y siete días de duración, a personas a las que la guerra había impedido una práctica religiosa normal, en muchos casos.

A todo lo dicho hay que añadir su actividad literaria y docente. Recién vuelto a Madrid, elaboró el índice de Camino, libro que había acabado de redactar en Burgos. Deseaba publicar además otros "libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva" (Apuntes íntimos, n. 218, 7-VIII- 1931: AVP, II, p. 379) pero, afanado en mil tareas, ésta quedó pendiente. En diciembre de 1939 defendió en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid su tesis sobre la Abadesa de Las Huelgas. En octubre de 1940 fue nombrado profesor de Ética Moral y Profesional, en el cursillo para especialización de periodistas puesto en marcha desde el Ministerio de Gobernación por un buen amigo suyo, Enrique Giménez-Arnau. Dio sus clases en enero y febrero de 1941, pero ya no el siguiente curso, pues esa asignatura desapareció del nuevo plan de estudios de la recién creada Escuela Oficial de Periodismo (cfr. PÉREZ LÓPEZ, 2009, pp. 338, 351, 363-365).

3. El crecimiento del Opus Dei en y desde Madrid

Al regresar a Madrid, san Josemaría visitó lo que quedaba de la Residencia DYA, en la calle Ferraz, 16, tan maltrecha que era inservible como vivienda e instrumento apostólico. Así pues, se instaló en la casa que le correspondía como rector del Patronato de Santa Isabel, con su familia y algunos de los primeros fieles del Opus Dei. En cuanto a éstos, Isidora Zorzano residía en Madrid desde poco antes de la guerra. Al iniciarse el nuevo curso 1939-1940, José María Albareda y José María González Barredo se trasladaron a trabajar a la capital. Pero otros como Francisco Botella, José María Hernández Garnica, Álvaro del Portillo, Ricardo Fernández Vallespín, Pedro Casciaro o Juan Jiménez Vargas siguieron movilizados por el Ejército unos meses más. Al finalizar sus obligaciones militares, buena parte de ellos regresaron a Madrid para ayudar a san Josemaría a sacar adelante el Opus Dei, concluir sus licenciaturas universitarias, o ponerse a trabajar.

Como la Residencia de Ferraz había producido abundantes frutos apostólicos antes de la guerra, reemprender una iniciativa similar le pareció al fundador el mejor modo de recomenzar su labor apostólica. El 22 de julio de 1939, san Josemaría dejó la rectoral del Patronato de Santa Isabel y, con su familia y algunos de los primeros del Opus Dei que vivían en Madrid, se mudó a dos pisos alquilados en la calle Jenner, 6. Jenner funcionó como residencia para universitarios desde octubre de 1939. La Academia DYA había demostrado que la atención doméstica era clave, atención que allí no se había podido tener de modo adecuado. Puesto que el Opus Dei era una familia, sus Centros debían ser hogares. En 1937, refugiado en la Legación de Honduras, san Josemaría decidió pedir la colaboración de su madre cuando la guerra acabase. Ella podría encargarse y enseñar al personal de servicio y a las mujeres del Opus Dei a lograr ese ambiente acogedor, grato y confortable -nunca lujoso- que san Josemaría deseaba para los Centros de la Obra. Doña Dolores Albás y su hija Carmen aceptaron ayudarle, creando en esos momentos de penuria de la postguerra española un estilo y ambiente hogareños. La labor realizada en Jenner fue fecunda y un buen número de universitarios pidió su admisión en el Opus Dei. El dueño de los pisos no prolongó el alquiler más allá de junio de 1943. Se hallaron dos hoteles que podrían servir como nueva residencia, en la avenida de La Moncloa. La calle los separaba de por medio, pero contaban con la ventaja de estar muy cerca de la Ciudad Universitaria. San Josemaría vio providenciales estas circunstancias para ampliar el número de plazas e iniciar -con más de medio centenar de jóvenes residentes- la que se llamaría Residencia de La Moncloa.

Desde su vuelta a Madrid, Escrivá había animado a los miembros de la Obra a viajar a las capitales de provincias españolas, especialmente a aquellas con universidad. Los primeros viajes en el otoño de 1939 los hizo el fundador junto con algunos hijos suyos (Álvaro del Portillo, Ricardo Fernández Vallespín, Francisco Botella, etc.) a Valladolid, Salamanca, Zaragoza. Barcelona y Valencia. Posteriormente les acompañaba con frecuencia, siempre que podía. Esos viajes de fin de semana tenían como finalidad difundir el mensaje del Opus Dei entre nuevas personas -en particular, entre universitarios-, a quienes les explicaban la vocación de entrega a Dios en medio del mundo. El resultado de esos viajes fue la llegada de más personas a la Obra. Este hecho espoleó al fundador a instalar los primeros Centros fuera de Madrid. Así, en septiembre de 1939 comenzó El Cubil en Valencia. Y en abril y junio de 1940, respectivamente, se instalaron El Rincón (en Valladolid) y El Palau (en Barcelona). Eran casas de reducidas dimensiones, donde vivían unos pocos universitarios que invitaban a sus amigos a estudiar y hacer un rato de oración en el pequeño oratorio de cada apartamento.

Una gran preocupación de san Josemaría era la formación de sus hijos, en particular de los recién llegados al Opus Dei. Con ese fin, convocó a todos a una "Semana de estudios" en Madrid. La primera de ellas tuvo lugar en Jenner, a mediados de marzo de 1940, aprovechando que los residentes habían marchado a sus casas por las vacaciones de Semana Santa. Se trató de un tiempo de especial formación, que el fundador aprovechó para dar meditaciones y charlas a todos y hablar personalmente con cada uno sobre la empresa sobrenatural que Dios les había confiado. Para el fundador, también formaba parte de la vocación divina de aquellos chicos que sintieran el ambiente de familia del Opus Dei, que pudieran conocerse unos a otros y que lo pasaran bien.

San Josemaría deseaba formar personalmente a los recién llegados a la Obra para que conociesen y viviesen en profundidad su llamada a Dios. Esto se facilitaría mucho si los chicos pudiesen vivir establemente en Madrid, junto a él. Por eso, había que conseguir una casa distinta de la de Jenner. Así fue, pues pudieron alquilar un chalet que hacía esquina a las calles Diego de León y Lagasca. En el otoño de 1940, a ese segundo Centro del Opus Dei en Madrid para la labor apostólica con varones se trasladaron san Josemaría, su madre y sus hermanos, Álvaro del Portillo y algunos más de la Obra. En ese amplio palacete de tres pisos y semisótano, las condiciones materiales resultaron bastante incómodas, pues llevaba tiempo deshabitado y la calefacción era deficiente o no se usaba por falta de presupuesto. El 2 de octubre de 1941 se trasladaron a vivir allí casi veinte universitarios. Comenzaba su andadura el primer Centro de Estudios. Tiempo después, esa casa sería también la sede del gobierno del Opus Dei en España.

Por esas mismas fechas, en septiembre de 1941, un nuevo Centro se había puesto en la calle Villanueva, 15. Entre otros, allí pasaron a vivir Álvaro del Portillo e Isidoro Zorzano. Dos años antes, el fundador les había nombrado, respectivamente, Secretario General y Administrador General del Opus Dei. Echaba a andar el gobierno colegial que san Josemaría deseaba para el Opus Dei, descargando en aquellos dos eficaces colaboradores parte del trabajo que recaía sobre él.

En enero de 1942 un nuevo Centro se abrió en la calle de Núñez de Balboa, 116. Residían allí quienes cursaban estudios de doctorado o ya trabajaban: esto es, personas cuya media de edad debía rondar los veinticinco o treinta años, que eran -al margen de san Josemaría y de Isidoro Zorzano- los mayores por edad y tiempo en el Opus Dei. Como se dijo, cerrada la Residencia de Jenner, la nueva Residencia de La Moncloa echó a andar en octubre de 1943, con algo menos de cincuenta residentes y con obreros en danza acabando la zona ocupada por la Administración doméstica que atendía la residencia. En enero de 1944, se puso otro Centro en la calle Españoleto. Para estos proyectos, san Josemaría se apoyó en la colaboración de los estudiantes universitarios o jóvenes profesionales que habían continuado junto a él tras el fin de la Guerra Civil española.

La labor apostólica con mujeres creció a una velocidad más pausada, pues la contienda había afectado fuertemente este apostolado, aunque trajo consigo la incorporación a la Obra de Lola Fisac. Para que la institución creciese armónicamente, el fundador estaba decidido a impulsar en persona el apostolado con mujeres, evitando así la pasada experiencia de dejar su formación espiritual en manos de sacerdotes que no habían entendido cabalmente el Opus Dei. En noviembre de 1939 anotaba en sus Apuntes íntimos que "mi preocupación son ellas". En mayo de 1940 insistía: "Mi gran preocupación es la parte femenina de la Obra". Y en el curso de retiro que hizo en noviembre de 1941 decidió dedicar sus afanes, sobre todo, a las mujeres (cfr. AVP, II, pp. 455-456, 578). Para entonces, ya habían llegado al Opus Dei Nisa González Guzmán, Encarnita Ortega y Enrica Botella, todas ellas en abril de 1941.

Justo entonces falleció doña Dolores Albás, en Diego de León. El fundador perdía un gran apoyo cuando más lo necesitaba: "Dios mío, ¿qué has hecho? Me vas quitando todo; todo me lo quitas. Yo pensaba que mi madre les hacía mucha falta a estas hijas mías, pero me dejas sin nada ¡sin nada!", exclamó después de haber rezado, llorado y recitado un Te Deum ante el cadáver de su madre en el oratorio de Diego de León (cfr. AVP, II, p, 462). Continuó contando en cambio con la contribución de su hermana Carmen.

En julio de 1942 se pudo por fin disponer de un Centro en Madrid donde viviesen las mujeres del Opus Dei. Era un chalet en la calle Jorge Manrique, 19, en la Colonia de El Viso. Allí, en noviembre de ese año, explicó a tres de ellas sus sueños sobre las iniciativas que emprenderían: residencias para estudiantes, granjas para campesinas, centros de capacitación profesional, bibliotecas circulantes, casas de maternidad, actividades en el mundo de la moda... (cfr. AVP, II, p. 561).

El crecimiento inmediato de la labor con mujeres en Madrid dio un fuerte estirón tras ordenarse en junio de 1944 los primeros sacerdotes del Opus Dei. Para entonces, existían Jorge Manrique, la Administración de La Moncloa -en una zona separada de la Residencia- y, desde el otoño de 1944, Los Rosales, una casa en el municipio de Villaviciosa de Odón, al suroeste de Madrid. Era un lugar apropiado "para que sus hijas puedan reunirse, tener cursos de retiro, de formación teológica, y realizar muy diversas tareas" (SASTRE, 1991, p. 310), como las que san Josemaría les sugirió: poner una granja para paliar el racionamiento en los Centros de Madrid, y un taller para la confección de ornamentos sagrados. Por otra parte, el apostolado con universitarias aumentó a partir de octubre de 1945, al trasladarse las que vivían en Jorge Manrique a un caserón de tres plantas en la calle Zurbarán, 26. San Josemaría celebró allí la primera Misa, el 8 de diciembre de 1945. Y, hasta su viaje a Roma en junio del siguiente año, se encargó de predicar las meditaciones, dar los círculos y dirigir un retiro espiritual a las chicas que acudían a ese Centro.

4. Servicio a la diócesis de Madrid y otras diócesis españolas

En estos primeros años de la postguerra respondieron al mensaje del Opus Dei mujeres y hombres jóvenes, principalmente estudiantes universitarios. Así ocurrió en Madrid y, poco a poco, también en otras ciudades de España. Igualmente, san Josemaría y aquellos primeros hacían apostolado entre personas casadas aunque, hasta 1948, no fue posible la adscripción jurídica de los supernumerarios a la Obra. Todo esto contribuyó a la mejora de la vida cristiana de la diócesis que el obispo Eijo y Garay gobernaba desde 1922.

Además, san Josemaría fue muy receptivo a las peticiones para predicar tandas de ejercicios espirituales, dirigidas a eclesiásticos, jóvenes -hombres o mujeres- de la Acción Católica y profesores o estudiantes universitarios.

En total, entre junio de 1939 y septiembre de 1946 predicó cincuenta y siete tandas de ejercicios espirituales -veintitrés de ellas a clérigos- por todo el centro y norte del país: en Madrid, Valencia, Vitoria. Ávila, Lérida, Salamanca, y Burlada (Navarra); el número se eleva a noventa y siete si tenemos en cuenta los retiros mensuales de un día y similares. Un año completo, si sumamos el tiempo total, invertido sólo en predicar y en llevar la dirección espiritual de los asistentes, como acostumbraba. Ese tiempo es una muestra elocuente de su generosa colaboración con la deseable normalización espiritual de las gentes, que incluía el recordatorio de restañar las heridas de la guerra y la disposición a comprender, perdonar y pedir perdón a los demás. Por encargo de Mons. Eijo y Garay predicó un curso de retiro a Franco y a su esposa del 7 al 12 de abril de 1946, poco antes de su primer viaje a Roma (cfr. AVP, II, p. 676).

Centrando la atención en los ejercicios, retiros mensuales de un día, etc. que tuvieron lugar en Madrid, cabe señalar que de las noventa y siete actividades de predicación contadas para este tiempo, cuarenta y tres fueron precisamente en Madrid o en otras partes de la diócesis. Y, de éstas, en torno a la mitad (dieciocho, cursos de retiro sobre todo) tuvieron lugar en Centros del Opus Dei (Jenner, Diego de León, Jorge Manrique y Moncloa) (cfr. AVP, II, pp. 723-732). Sin ser definitivas, estas cifras reflejan bien la amplitud de su labor sacerdotal y su colaboración con la Jerarquía eclesiástica. Con todo, san Josemaría era consciente de la primacía de su tarea como fundador. Por eso, en la primavera de 1940 pensó en renunciar o recortar la frecuencia de las tandas de ejercicios al clero. Pero Mons. Eijo, ante las incomprensiones que el Opus Dei sufría en esos momentos, le indicó que debía acceder a las peticiones de los prelados (cfr. AVP, II, p. 597). Algo similar le ocurrió con el Patronato de Santa Isabel. Desbordado de trabajo, san Josemaría renunció a su cargo de rector: dos veces dimitió y dos veces don Leopoldo rechazó la petición, que aceptó por fin en diciembre de 1945 (cfr. COMELLA, 2010, pp. 243-246).

5. Incomprensiones y la primera aprobación canónica

En 1939, todo el Opus Dei era un sacerdote joven con un puñado de seguidores -estudiantes en su mayoría-, una residencia de estudiantes en Madrid (Jenner) y un pequeño pisito en Valencia (El Cubil). Ni su tamaño ni su importancia explican las incomprensiones que entonces se desataron contra la Obra y san Josemaría. Es cierto que el fundador imprimía un gran dinamismo apostólico y que los primeros miembros de la Obra extendían rápidamente entre sus compañeros el mensaje de la santidad en medio del mundo, pero los ataques llegaron cuando el Opus Dei era apenas un embrión.

Las críticas aparecieron al poco de instalarse la Residencia de Jenner, en el otoño de 1939. Algunos estudiantes que frecuentaban la casa y que pertenecían a la Congregación Mariana de Madrid divulgaron rumores sobre unos supuestos signos cabalísticos y masónicos (en realidad eran símbolos y textos litúrgicos) y sobre una cruz sin crucificado que había en el oratorio de la Residencia. Más grave fue la acusación de que la labor que san Josemaría realizaba era herética y podía recibir la condenación pontificia, una calumnia que se echó a rodar el año siguiente, 1940.

Escrivá informó al obispo de Madrid y al vicario general de la diócesis, Casimiro Morcillo. Ambos le apoyaron y ayudaron. Él, por su parte, se entrevistó con el jesuita que dirigía la Congregación Mariana de Madrid, Ángel Carrillo de Albornoz, y también se vio y carteó con sus superiores a lo largo de 1940.

Por desgracia, las contradicciones no se calmaron el siguiente año. Se agravaron. La Obra fue acusada de ser "una sociedad secreta, herética y de cuño masónico" (AVP, II, p. 442) y su fundador de ser un "masón, hereje, perverso, loco, etc." (AVP, II, p. 509). Los testimonios sobre su actitud dejan ver su preocupación por aquellas contradicciones y su confianza en Dios. De un lado, no relativizó la gravedad de estas críticas que podían dañar al apostolado y que, además, saltaron de Madrid a otras ciudades de España donde el Opus Dei estaba presente, e incluso a alguna a la que no había llegado. De otra parte, no dudó de que la Providencia permitía aquella situación: por eso aconsejó a los suyos "callar, trabajar, perdonar, sonreír y rezar: y sufrir con alegría, porque el camino de Dios es sufrir, ponemos en las manos del Señor y no olvidarnos de que Él no pierde batallas" (Carta 29-XII-1947/14-II-1966, n. 77: AVP, II, p. 542).

No le faltó nunca el apoyo de los obispos, que le conocían bien. En especial, Leopoldo Eijo y Garay se empleó a fondo para aclarar qué era el Opus Dei a todo el que se lo preguntó, Más aún: suya fue la iniciativa de conceder alguna aprobación jurídica que protegiese a la Obra de los ataques. En la legislación canónica no había entonces ninguna solución apropiada. Como sus miembros eran fieles corrientes, el Opus Dei sólo podía aprobarse dentro de las asociaciones de seglares, aunque no como una cofradía o una hermandad de culto. Por exclusión, quedaba la única posibilidad de ser una Pía Unión. Y esa fue la aprobación que Mons. Eijo dio el 19 de marzo de 1941. Se obtenía así el reconocimiento público de la existencia de la Obra por el obispo de la diócesis, una prueba del aprecio y apoyo de la Jerarquía y la "proclamación de que, en su naturaleza, fines y normas de funcionamiento, no hay nada contrario a la doctrina de la Iglesia" (IJC, p. 100).

La aprobación no detuvo las incomprensiones. La vigorosa expansión nacional, los planes de desarrollo internacional de san Josemaría y la necesidad de contar con un clero propio reclamaban una aprobación canónica de más fuste jurídico.

6. La ordenación de los primeros sacerdotes

San Josemaría halló la fórmula que permitiría ordenar sacerdotes en el Opus Dei durante la Misa que celebró el 14 de febrero de 1943 en el Centro de Jorge Manrique. El Código de Derecho Canónico de 1917 exigía un título de ordenación para la licitud de ésta y de su posterior ejercicio. Los sacerdotes sólo podían incardinarse en una diócesis, o en una orden o congregación religiosa. Y esas dos posibilidades eran inviables, pues los sacerdotes del Opus Dei eran seculares y debían dedicarse a los apostolados de la Obra. La solución que vio en la Misa fue "transformar un pequeño núcleo de nuestra Obra, formado por los sacerdotes y por algunos laicos en preparación próxima para el sacerdocio, en una sociedad de vida común sin votos, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz" (Carta 14-II-1944, n. 12: AVP, II, p. 618).

Poco después, en mayo de 1943, san Josemaría envió a Álvaro del Portillo a Roma, a gestionar en la Santa Sede un nihil obstat a la petición del obispo de Madrid para la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. El nihil obstat se concedió el 11 de octubre y Mons. Eijo y Garay erigió canónicamente la Sociedad el 8 de diciembre de 1943.

Ya antes de esas fechas, en 1940, san Josemaría había preguntado a algunos miembros del Opus Dei si estarían dispuestos a ordenarse. Finalmente, tres de ellos -Álvaro del Portillo, José Luis Múzquiz y José María Hernández Garnica- recorrieron el camino hacia la ordenación. Aunque san Josemaría aún no sabía cómo podría tener lugar su incardinación (como hemos dicho, sólo la alcanzó en 1943), dio los pasos oportunos para que pudieran ya realizar los estudios eclesiásticos.

El obispo Eijo y Garay autorizó que esos estudios se hiciesen en el Centro de Diego de León. San Josemaría consiguió un selecto plantel de profesores. En la primavera de 1942 los estudiantes superaron brillantemente las asignaturas del bienio filosófico ante el tribunal nombrado por el obispo. Aprobadas también las de Teología, el 25 de junio de 1944 recibieron de manos de don Leopoldo la ordenación sacerdotal, en la capilla del palacio episcopal de Madrid. Al día siguiente, Escrivá fue al Centro de la calle Villanueva donde vivía Álvaro del Portillo, para confesarse con él: ante su emoción, san Josemaría tuvo que ayudarle a recitar la fórmula de la absolución (cfr. MEDINA BAYO, 2012, p. 252).

De estos tres sacerdotes, Álvaro del Portillo quedó junto al fundador, colaborando en el gobierno del Opus Dei; José Luis Múzquiz y José María Hernández Garnica se repartieron la atención de los Centros y gentes de la Obra por España: el primero el Sur y el Levante, y el segundo el resto, dedicando además especial atención a los apostolados de las mujeres (cfr. COVERDALE, 2011, pp. 46-52; MEDINA BAYO, 2012, pp. 259-265; MARTÍN DE LA HOZ, 2012, pp. 93-120).

7. La marcha a Roma

El Opus Dei nació en Madrid pero no era madrileño; no era de o para Madrid. San Josemaría vio desde el principio que su centro era otro. El 10 de agosto de 1931 escribió en sus Apuntes íntimos: "Sueño con la fundación en Roma -cuando la O. de D. esté bien en marcha- de una Casa que sea como el cerebro de la organización" (n. 220, 10-VIII-1931: AVP, III, p. 97).

La ordenación de los tres primeros sacerdotes, la formación de hombres y de mujeres, la apertura de nuevos Centros en otras ciudades de España... impulsaban a dejar España. Fue la búsqueda de una fórmula jurídica de carácter universal apropiada para el Opus Dei la razón que terminó de acelerar su viaje a Roma y su definitiva residencia en esa ciudad.

A comienzos de 1946, el 25 de enero, san Josemaría escribió a Pío XII. Pedía un decreto de aprobación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y de sus constituciones. Buscaba alcanzar un régimen pontificio que fuese adecuado a la expansión por otras naciones, algo posible tras el fin de la Guerra Mundial. Para esa expansión apostólica contaba con las personas, hombres y mujeres, llegados a la Obra en los años anteriores. El mismo fundador dio los primeros pasos: en 1945 viajó en tres ocasiones a Portugal, para preparar la llegada de sus hijos. De hecho, al escribir al Papa ya había algunos viviendo en Coimbra y otros que ampliaban sus estudios en diversas ciudades europeas. Escrivá ansiaba una aprobación pontificia porque la expansión internacional del Opus Dei ya estaba en marcha.

Álvaro del Portillo viajó a Roma en febrero de 1946 para recabar cartas comendaticias que avalasen el carácter internacional del Opus Dei, y apoyar así la solicitud a la Santa Sede del decreto de aprobación (decretum laudis). Pero como la aprobación pontificia exigía el visto bueno de dos comisiones, una de consultores y otra de cardenales, la solicitud se demoró. En junio seguía estudiándose. Don Álvaro hizo ver al fundador que su presencia en Roma era necesaria para agilizar los tiempos: él ya no podía hacer nada más. Y el 23 de junio de 1946 san Josemaría llegó a Roma, desoyendo las advertencias médicas sobre las complicaciones que su diabetes podía provocar. A su juicio el derecho tenía una importancia capital: "porque un equívoco, una concesión en algo substancial, podría originar efectos irreparables. Me jugaba el alma, porque no podía adulterar la voluntad de Dios" (Carta 25-I-1961, n. 6: AVP, III, p 48).

A partir de ese viaje la vida de san Josemaría se orientó hacia su residencia en Roma, aunque sólo en 1947 lo haría de una forma oficial. Durante un tiempo, y hasta 1949, sus viajes a Madrid fueron muy frecuentes. Desde ese año, fueron más esporádicos, aunque nunca cesaron.

Santiago MARTÍNEZ SÁNCHEZ

 «    MAGNANIMIDAD    » 

La magnanimidad es la virtud que inclina a la persona humana a cumplir obras grandes de todo género, obras que realmente son dignas de honor. No es magnánimo quien busca cosas grandes pero que implican orgullo o falta de virtudes, porque en verdad esas no merecerían honor. La magnanimidad empuja hacia la heroicidad en todo actuar virtuoso (cfr. S.Th. II-II, q. 129 y I-II, q. 66, a. 4 ad 3.)

1. La magnanimidad en la enseñanza de san Josemaría

Para san Josemaría la magnanimidad tiene una gran importancia en la búsqueda de la santidad en medio del mundo, ya que comprende la santidad como la heroicidad del amor y de las demás virtudes. De ahí que aconseje renovar continuamente una sincera magnanimidad, y que anime a vivir en una actitud de alegre y total fe en Dios en el quehacer de cada jornada.

En la homilía que dedica a las virtudes humanas, enumera la magnanimidad entre aquellas que considera "el fundamento de las sobrenaturales" (AD, 74). Subraya que "es preciso luchar por adquirirlas y practicarlas todas" (AD, 76) y que cada virtud se entrelaza con las demás; de modo que, "no sabría determinar cuál es la principal virtud humana" (AD, 76). Sin embargo, trata especialmente de la fortaleza, la serenidad, la paciencia y la magnanimidad, en este orden.

Describiendo de modo general la virtud de la magnanimidad, dice: "Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios" (AD, 80).

2. Aspectos de la magnanimidad

Siguiendo la pauta de esas consideraciones, se pueden agrupar las enseñanzas de san Josemaría sobre la magnanimidad en tres bloques temáticos. El primero estaría constituido por los textos que se refieren a su comprensión de la magnanimidad humana como respuesta del ser humano a la magnanimidad infinita de Dios, frente a la cual, aun soñando los sueños más audaces, siempre nos quedaremos cortos; el segundo serían las explicaciones sobre cómo se manifiesta esa respuesta en la búsqueda heroica de la santidad; el tercero abarcaría la dimensión de la caridad para con los demás, especialmente en el afán apostólico y en la ayuda fraterna.

Como ejemplo del primer tipo de textos, citamos los siguientes: "Pásmate ante la magnanimidad de Dios: se ha hecho Hombre para redimirnos, para que tú y yo -¡que no valemos nada, reconócelo!- le tratemos con confianza" (F, 30). "Pídele sin miedo, insiste. Acuérdate de la escena que nos relata el Evangelio sobre la multiplicación de los panes. -Mira con qué magnanimidad responde a los Apóstoles: ¿cuántos panes tenéis?, ¿cinco?... ¿Qué me pedís?... Y Él da seis, cien, miles... ¿Por qué? -Porque Cristo ve nuestras necesidades con una sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y llega más lejos que nuestros deseos. ¡El Señor ve más allá de nuestra pobre lógica y es infinitamente generoso!" (F, 341).

En estas palabras, queda fuertemente subrayada la iniciativa de Dios en todo el progreso virtuoso del hombre. Dios, en su misericordia infinita, elige la máxima manifestación del amor, es más, va hasta el extremo de la "locura de Amor de la Sagrada Eucaristía" (C, 432). Es en este sentido magnánimo y llama a la magnanimidad.

La respuesta humana se articula en correspondencia con la iniciativa de Dios. Hay un texto especialmente claro de san Josemaría, en el que se puede apreciar la concatenación de los elementos de la virtud de la magnanimidad con el núcleo de su mensaje, la llamada universal a la santidad: "Si no es para construir una obra muy grande, muy de Dios -la santidad-, no vale la pena entregarse. Por eso, la Iglesia -al canonizar a los santos- proclama la heroicidad de su vida" (S, 611). Las obras grandes, objeto propio de la magnanimidad, sólo valen la pena si son de Dios, si conducen a la santidad. Sin embargo, ésta no es posible sin heroicidad en las obras.

No sorprende que un tema que aparece repetidamente en conexión con la respuesta magnánima del hombre al derroche del amor divino sea la referencia a la Sagrada Eucaristía (cfr. C, 432, 436; ECP, 84). Ocupa un lugar preeminente en la consideración de san Josemaría la actuación de María que, en Betania, unge los pies de Jesús con un perfume precioso. Califica su actuación con calor y la toma como regla de conducta en el culto divino: "¡Qué prueba tan clara de magnanimidad el derroche de María!" (AD, 126; cfr. C, 527).

La consideración de la generosidad de María de Betania lleva al tercer grupo de textos, que subrayan la dimensión caritativa de la magnanimidad hacia los demás. Se trata de albergar ambiciones nobles en un corazón grande que, reconociendo a Cristo en los demás, empuja a ser apostólicos y a ayudar a, cuantos padecen necesidad. Ese dinamismo que parte de la generosidad de Dios para llegar a la nuestra, se refleja, entre otros, en el Siguiente texto: "No seáis mezquinos ni tacaños con quien tan generosamente se ha excedido con nosotros, hasta entregarse totalmente, sin tasa. Pensad: ¿cuánto os cuesta - también económicamente- ser cristianos? Pero, sobre todo, no olvidéis que Dios ama al que da con alegría" (AD, 126). Es una actitud que -como ya se ha dicho- requiere un corazón grande, universal, "católico" (cfr. C, 7) y un espíritu abierto que abrace a todos los pueblos y todas las razas como hermanos y hermanas (cfr. C, 525).

En san Josemaría, la magnanimidad posee una clara dimensión apostólica. No puede ser de otra manera, ya que su espíritu une estrechamente santidad -la heroicidad en el amor y en la entrega- y apostolado: "la santificación forma una sola cosa con el apostolado" (ECP, 145). En este sentido, la magnanimidad le lleva a decir: "Los problemas de nuestros prójimos han de ser nuestros problemas. La fraternidad cristiana debe encontrarse muy metida en lo hondo del alma, de manera que ninguna persona nos sea indiferente" (AD, 145). Lejos de hacernos pensar en nuestra propia excelencia, la magnanimidad es un estímulo; "agrandad el corazón hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean -parientes, amigos, colegas- y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la amistad con Nuestro Señor" (ECP, 175).

San Josemaría, que emprendió e impulsó obras de gran magnitud y alcance, subrayó la importancia que tienen las "cosas pequeñas" en relación con la magnanimidad. Las cosas pequeñas constituyen el modo para realizar todo lo que es grande y el camino hacia la santidad, porque "la santidad no consiste en grandes ocupaciones" (F, 61), sino en "luchar en la vida interior y en el cumplimiento heroico, acabado, del deber" (F, 60; cfr. C, 825).

Como en los demás aspectos de la vida cristiana, san Josemaría enseña que el ejemplo de Santa María en la virtud de la magnanimidad juega un papel hermenéutico de primera categoría: "eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. (...) Hemos de procurar ser como Ella, en las circunstancias concretas en las que Dios ha querido que vivamos" (ECP, 148).

Martin SCHLAG

 «    MARÍA SANTÍSIMA    » 

San Josemaría insistió siempre en que el único modelo para el cristiano es Jesucristo, y el modelador, el Espíritu Santo. Su lema era "ocultarme y desaparecer, que sólo Jesús se luzca". Sin embargo, a la vez que reiteraba ese criterio con frecuencia en sus conversaciones, con la misma sencillez, decía: "Si en algo quiero que me imitéis es en el amor que tengo a la Santísima Virgen". Ésta era una excepción en la que se ponía de ejemplo. Puede afirmarse que su existencia y su enseñanza fueron profundamente mañanas: el amor a Nuestra Señora empapaba sus acciones y toda su predicación. Su vida interior estaba focalizada en un entrañable trato continuo como hijo pequeño de tan amable Madre.

1. Una vida enteramente mariana

La devoción mariana arraigó en el alma de san Josemaría en el hogar paterno. Sus padres, don José Escrivá y doña Dolores Albás, eran fervientes católicos que profesaban un afectuoso amor a la Virgen María. Basta advertir que a la edad de dos años, con motivo de una grave enfermedad que parecía incurable, su madre, doña Dolores, comenzó una novena a Nuestra Señora del Sagrado Corazón por la curación de su hijo, con la promesa de una peregrinación a la Virgen de Torreciudad en el caso de su sanación. Promesa que los padres con el niño cumplieron poco después. Fueron, pues, ellos en primer lugar, quienes le inculcaron, a través de su ejemplo y de sus enseñanzas, el cariño filial a María; de ellos aprendió san Josemaría el "Bendita sea tu pureza" y una oración de ofrecimiento a la Virgen, "Oh Señora mía, oh Madre mía, yo me entrego enteramente a Vos...". En su niñez, acompañaba en ocasiones a sus padres en el rezo del santo Rosario.

Su paso por el parvulario de las Hijas de la Caridad, de 1905 a 1908, y por el colegio de los Padres Escolapios, de 1908 a 1915, contribuyeron también a que su piedad y devoción mañanas fueran creciendo de forma progresiva. El escolapio Manuel Laborda le preparó para la primera Comunión y le enseñó una fórmula de la comunión espiritual que reza así: "Yo quisiera Señor recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos", que desde entonces recitó con mucha frecuencia todos los días hasta el momento de su muerte. Como se aprecia con claridad, en esta oración se coloca a la Virgen como modelo y ejemplo a imitar en la recepción de la Eucaristía. Se sabe que, en alguna ocasión en sus años de Bachillerato, ante conversaciones poco apropiadas de sus compañeros, se retiraba prudentemente y rezaba el Rosario en reparación.

En las vacaciones de la Navidad del año 1917, ya en Logroño, el Señor se metió de una manera sorpresiva y profunda en la vida de san Josemaría, dando un vuelco a las aspiraciones de su vida. Entonces decidió hacerse sacerdote, para estar disponible al querer de Dios. En ese cambio del rumbo de su vida estuvo muy presente la Santísima Virgen. Así lo expuso en sus Apuntes íntimos: "Mi Madre del Carmen me empujó al sacerdocio. Yo, Señora, hasta cumplidos los dieciséis años, me hubiera reído de quien dijera que iba a vestir sotana... ¡Qué obligada estás, dulce Virgen de los Besos, a llevarme de la mano, como a un niñito tuyo!" (n. 163: AVP, I, p. 98, nt. 80).

Siendo ya seminarista, primero en Logroño (1918-1920) y después en Zaragoza, en el Seminario de San Francisco de Paula, su devoción mariana fue arraigando de una forma tierna, honda, recia y serena en su vida diaria. Además de las oraciones mañanas que se rezaban en el Seminario, san Josemaría continuaba con su acostumbrado rezo de las tres partes del santo Rosario y, aprovechando los momentos en los que la disciplina del Seminario se lo permitía, acudía a la Santa Capilla. Con frecuencia lo hacía para clamar ante la venerada imagen de Nuestra Señora con la jaculatoria "Domina, ut sit!", de modo qué se cumpliera aquello que Dios le había hecho presentir, pero que todavía desconocía. Por su profundo amor a la Virgen del Pilar celebró su primera Misa en la misma Santa Capilla el 30 de marzo de 1925.

En Madrid, su amor y devoción a Nuestra Señora continuaran manifestándose. A Ella se encomendaba de forma habitual, para que fuera fructífera SU labor de almas (cfr. AVP, I, p. 282). El 2 de octubre de 1928, día en que Dios le hizo ver el Opus Dei, relata san Josemaría que "conmovido me arrodillé -estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática- di gracias a Dios, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles" (AVP, I, p. 293). Estaba plenamente convencido de que la Virgen María había estado presente en ese momento y por eso, a lo largo de su vida, no dudó en afirmar repetidamente que el "Opus Dei ha nacido y se ha desarrollado bajo el manto de María Santísima".

Trataba a Santa María con íntima confianza, como un hijo pequeño, desvalido, que necesita a su Madre. Así lo demuestra, por ejemplo, un punto de sus Apuntes íntimos: "Esta mañana volví sobre mis pasos, hecho un chiquillo, para saludar a la Señora, en su imagen de la calle de Atocha, en lo alto de la casa que allí tiene la Congregación de S. Felipe. Me había olvidado de saludarla: ¿qué niño pierde la ocasión de decir a su madre que la quiere? Señora, que nunca sea yo un ex-niño" (n. 446: AVP, I, p. 341). O ese beso filial que todos los días daba, al salir o al entrar en su casa, a una pequeña talla que denominó "mi Virgen de los Besos"; o el libro sobre el santo Rosario que escribió un día de la novena de la Inmaculada del año 1931, de una sentada, junto al presbiterio, en el pasillo que conduce a la sacristía de la iglesia de Santa Isabel; o las oraciones que con frecuencia rezaba ante la imagen de Nuestra Señora de la Almudena situada en un rincón de la antigua muralla en plena calle, junto a la iglesia de ese nombre (hoy catedral).

A finales de noviembre de 1937, durante la Guerra Civil española, mientras abandonaba con grandes penalidades la zona republicana para poder seguir desarrollando con libertad el trabajo apostólico, san Josemaría sufrió una gran contradicción espiritual, pues dudaba si debía alejarse de Madrid. Acudió con fe a la protección poderosa de la Virgen Santísima, quien aquietó y sosegó su conciencia, llenándole de profunda paz y alegría (cfr. AVP, II, pp. 191-196).

En febrero del año 1946 san Josemaría envió a Roma a don Álvaro del Portillo para obtener en la Santa Sede el Decretum laudis sobre el Opus Dei; sin embargo, las gestiones se dilataron y llegaron a un punto muerto. Se precisaba su presencia en la Ciudad Eterna, A pesar de la gravedad de su diabetes, que desaconsejaba ese viaje, se encaminó hacia Roma. San Josemaría puso ese viaje y todas las gestiones que iba a realizar, bajo el amparo de la Virgen María. Visitó a la Virgen del Pilar y el monasterio de Monserrat. En Barcelona, en una oración suplicante y confiada, acudió también a la intercesión maternal de Nuestra Señora de la Merced.

La amorosa cercanía de nuestra Madre continuó siendo delicadamente sentida por san Josemaría en los años sucesivos y hasta el final de sus días en la tierra. Cuando, por ejemplo, en el año 1951 se cernía una fortísima contradicción sobre la Obra, que el fundador no conocía pero intuía, acudió, como siempre, a la protección de la Madre de Dios. Así lo explicaría después a sus hijos: "Como no encuentro en la tierra quien de verdad y decididamente nos ayude, me he dirigido a Nuestra Madre Santa María" (AVP, III, p. 199), e hizo la consagración del Opus Dei al Inmaculado Corazón de María en la santa Casa de Loreto el día 15 de agosto. En nombre propio y en el de todo el Opus Dei decía a la Señora: "Te consagramos nuestro ser y nuestra vida; todo lo nuestro: lo que amamos y somos. Para ti nuestros cuerpos, nuestros corazones y nuestras almas; tuyos somos nosotros y nuestros apostolados" (AVP, III, p. 201).

En la década de 1950 a 1960, san Josemaría visitó los santuarios marianos más conocidos de Europa como un romero penitente y enamorado, poniendo a los pies de la Señora todo su amor y sus ansias de santidad, suplicando su ayuda y protección maternal para toda la Iglesia y para el Opus Dei. Rogaba especialmente a Santa María la gracia de alcanzar la solución jurídica definitiva de la Obra (cfr. AVP, III, p. 566). Cuando en los años sesenta y setenta la Iglesia sufrió un doloroso periodo de crisis doctrinal y espiritual, san Josemaría reaccionó también acudiendo al Señor a través de la eficaz intercesión de Santa María, Omnipotencia Suplicante. El 23 de agosto de 1971 sintió que se imprimía en su alma a modo de locución divina, con nitidez y fuerza irresistibles, una jaculatoria que él mismo repitió luego muchas veces: "Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur!" ("¡Vayamos confiadamente al trono de la gloria para obtener misericordia!", cfr. Hb 4, 16: AVP, III, p. 609).

En ese contexto, intensificó sus romerías a distintos santuarios marianos de Europa, y en mayo de 1970 quiso postrarse a los pies de Nuestra Señora en el santuario de Guadalupe en México. Allí, en una tribuna situada a la altura del cuadro de la Virgen, hizo una humilde y suplicante novena, acompañado de algunos hijos suyos: "Madre venimos a Ti; Tú nos tienes que escuchar. Pedimos cosas que son para servir mejor a la Iglesia, para conservar mejor el espíritu de la Obra. ¡No puedes dejar de oírnos! Tú quieres que todo lo que desea tu Hijo se cumpla, y tu Hijo quiere que seamos santos, que hagamos el Opus Dei ¡Nos tienes que escuchar!" (AVP, III, pp. 586-587).

Su ardiente cariño por la Madre de Dios y Madre nuestra le llevó a promover, al final de su vida, lo que él mismo denominaba una de sus "últimas locuras": la construcción del santuario de Torreciudad, expresión al mismo tiempo de su devoción a Santa María y de su amor a las almas. El itinerario mariano de san Josemaría concluyó, como su propia vida terrena, el 26 de junio de 1975: poco antes había mirado con ternura un cuadro con la imagen de la Virgen de Guadalupe, que presidía su cuarto de trabajo.

2. Una enseñanza mariológica de raíz trinitaria

El pensamiento mariológico de san Josemaría está profundamente arraigado en la gran tradición doctrinal y espiritual de la Iglesia, si bien adquiere matices propios en consonancia con el mensaje de santidad en la vida ordinaria que acompaña su misión en la Iglesia. La perspectiva dominante es, ante todo, trinitaria (María es contemplada como la Mujer elegida desde la eternidad por el Padre para ser, por obra del Espíritu Santo, la Madre del Verbo encarnado). Pero el misterio de María es también contemplado por san Josemaría desde la perspectiva de una existencia humana santificada por la gracia divina y por la correspondencia heroica.

La raíz profunda, como decimos, es esencialmente trinitaria. En Camino, por ejemplo, se lee: "¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!... -Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole: Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!" (C, 496). En Amigos de Dios encontramos otras palabras semejantes: "María, Hija de Dios Padre, por la Encarnación del Señor en sus entrañas inmaculadas es Esposa de Dios Espíritu Santo y Madre de Dios Hijo" (AD, 274). San Josemaría apreciaba mucho la invocación a María como Hija, Madre y Esposa de Dios, cuyo origen se remonta a san Francisco de Asís, a partir del cual ha sido utilizada asiduamente en la literatura espiritual. Es probable que san Josemaría la aprendiera en el colegio de los Padres Escolapios, que frecuentó de niño en Barbastro, pues en el rezo diario del santo Rosario en aquel centro, al final de cada decena se añadía: "Dios te salve, María, Hija de Dios Padre; Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo; Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo. Dios te salve, María, Templo y Sagrario de la Santísima Trinidad; Dios te salve, María, concebida sin mancha de pecado original. Amen".

La huella de esta contemplación mariana de raíz trinitaria se manifiesta en muchos pasajes de las obras de san Josemaría. He aquí, como muestra, uno de los más característicos: "María sube a los cielos, hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo. Más que Ella, sólo Dios. Misterio de amor es éste. La razón humana no alcanza a comprender. Sólo la fe acierta a ilustrar como una criatura haya sido elevada a dignidad tan grande, hasta ser el «entre amoroso en el que convergen las complacencias de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero, tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más -si es posible hablar así- que en otras verdades de fe" (ECP, 171). Al resaltar la relación diferenciada de Santa María con cada una de las Personas divinas, el autor quiere mostrar la inefable dimensión trinitaria de la misión de la Señora en la economía de la salvación. "Ella vive y nos protege; está junto al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, en cuerpo y alma. Es la misma que nació en Palestina, que se entregó al Señor desde niña, que recibió el anuncio del Arcángel Gabriel, que dio a luz a Nuestro Salvador, que estuvo junto a Él al pie de la Cruz" (AD, 292).

Esta acentuación trinitaria de la devoción mariana tiene obvias consecuencias espirituales, pues la piedad mariana, al acercarnos por la vía del amor y del trato personal al misterio de María, nos ayuda a penetrar también más profundamente en su fuente, que es el misterio de Dios. De ahí estas palabras: "Los que consideran superadas las devociones a la Virgen Santísima, dan señales de que han perdido el hondo sentido cristiano que encierran, de que han olvidado la fuente de donde nacen: la fe en la voluntad salvadora de Dios Padre, el amor a Dios Hijo que se hizo realmente hombre y nació de una mujer, la confianza en Dios Espíritu Santo que nos santifica con su gracia. Es Dios quien nos ha dado a María, y no tenemos derecho a rechazarla, sino que hemos de acudir a Ella con amor y con alegría de hijos" (ECP, 142). "Dirígete a la Virgen -Madre, Hija, Esposa de Dios, Madre nuestra-, y pídele que te obtenga de la Trinidad Beatísima más gracias: la gracia de la fe, de la esperanza, del amor, de la contrición, para que, cuando en la vida parezca que sopla un viento fuerte, seco, capaz de agostar esas flores del alma, no agoste las tuyas..., ni las de tus hermanos" (F, 227).

El trato filial con la Virgen María ofrece, pues, conforme a la enseñanza de san Josemaría, una vía adecuada para tratar a las Personas divinas: "La Virgen. ¿Quién puede ser mejor Maestra de amor a Dios que esta Reina, que esta Señora, que esta Madre, que tiene la relación más íntima con la Trinidad: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo, y que es a la vez Madre nuestra? -Acude personalmente a su intercesión" (F, 555). El camino seguro "para llegar a la Trinidad Beatísima pasa por María" (F, 543). "De su mano bendita llegaremos a Jesús, y por Él, al Padre, en el Espíritu Santo" (AIG, p. 61). Caminar filialmente, en la vida espiritual, de la mano de nuestra Madre (tener la "experiencia particular del amor materno de María") conduce suavemente a la intimidad con Dios y a la madurez cristiana: "Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Ese, y no otro, es el temple de nuestra fe. Acudamos a Santa María, que Ella nos acompañará con un andar firme y constante" (AD, 293).

a) Hija de Dios Padre

El Concilio Vaticano II llama a María "Hija predilecta del Padre" (LG, 53). Aunque san Josemaría no emplea ese calificativo, es claro, sin embargo, que en su pensamiento la relación filial de María con Dios Padre tiene características únicas.

En efecto, repetidamente fija su atención en dos temas concatenados entre sí. En primer lugar, en su singular elección y en los altísimos dones recibidos: "Dios Omnipotente, Todopoderoso, Sapientísimo, tenía que escoger a su Madre. ¿Tú qué habrías hecho, si hubieras tenido que escogerla? Pienso que tú y yo habríamos escogido la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Dios. (...) Dios rodeó a su Madre de todos los privilegios, desde el primer instante. Y así es: ¡hermosa, y pura, y limpia en alma y cuerpo!" (F, 482). En segundo lugar, la mirada de san Josemaría se detiene en la perfecta y plena correspondencia de la Doncella de Nazaret a los designios divinos: "Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (ECP, 173). Hija predilecta del Padre, María es también, para quienes son por la gracia hijos de Dios, modelo en el que aprender a santificar, como hijo de Dios, la existencia ordinaria. "Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. (...) Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios" (ibidem).

b) Madre de Dios Hijo

La relación de María con el Hijo es singular, irrepetible y única: es la Madre del Verbo encarnado. San Josemaría nos ha dejado un vibrante testimonio del tono de su consideración sobre el momento de la Encarnación: "No olvides, amigo mío, que somos niños. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración. Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino... -Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena: El Arcángel dice su embajada... Quomodo fiet istud, quoniam virum non cognosco? -¿De qué modo se hará esto si no conozco varón? (Le 1, 34). La voz de nuestra Madre agolpa en mi memoria, por contraste, todas las impurezas de los hombres..., las mías también. Y ¡cómo odio entonces esas bajas miserias de la tierra!... ¡Qué propósitos! Fiat mihi secundum verbum tuum. -Hágase en mí según tu palabra ( Lc 1, 38). Al encanto de estas palabras virginales el Verbo se hizo carne. Va a terminar la primera decena... Aún tengo tiempo de decir a mi Dios, antes que mortal alguno: Jesús, te amo" (SR, Primer Misterio Gozoso).

La vida ordinaria y aparentemente vulgar de María, transida de un íntimo sentido de relación filial con Dios, se encuentra también marcada por la conciencia de su misión maternal. Cuida, educa y protege a Jesús Niño, pero de Él, que era también hijo de Dios, se esfuerza en aprender. "Me gusta volver con la imaginación a aquellos años en los que Jesús permaneció junto a su Madre, que abarcan casi toda la vida de Nuestro Señor en este mundo. Verle pequeño, cuando María lo cuida y lo besa y lo entretiene. Verle crecer, ante los ojos enamorados de su Madre y de José, su padre en la tierra. Con cuánta ternura y con cuánta delicadeza María y el Santo Patriarca se preocuparían de Jesús durante su infancia y, en silencio, aprenderían mucho y constantemente de Él. Sus almas se irían haciendo al alma de aquel Hijo, Hombre y Dios. Por eso la Madre -y, después de Ella, José- conoce cómo nadie los sentimientos del Corazón de Cristo, y los dos son el camino mejor, afirmaría que el único, para llegar al Salvador" (AD, 281).

c) Esposa de Dios Espíritu Santo

San Josemaría trata con una gran sobriedad la relación de María con el Paráclito y describe esa relación mediante la expresión "Esposa del Espíritu Santo". En esto sigue la tradición que, desde san Francisco de Asís, se prolonga en Conrado de Sajonia, Juan de Parma, san Bernardino de Busti, san Roberto Belarmino, san Lorenzo de Brindisi, san Luis María Grignon de Monfort, san Alfonso María de Ligorio, etc.

En el pensamiento del fundador del Opus Dei, deudor de la doctrina paulina, el Paráclito es el modelador de la nueva vida de los cristianos. Aunque lo denomina "El Gran Desconocido", porque "la acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida" (ECP, 130), al mismo tiempo afirma, con toda la Tradición de la Iglesia, que la aplicación de la redención objetiva a todos los hombres es la misión propia de la Tercera Persona, porque "es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre" (ECP, 135).

San Josemaría no lo trata de modo explícito, pero es obvio que aplica esta doctrina a María de una forma eminente, porque "es la obra maestra de Dios (...). En Ella adquieren realidad todos los ideales; pero no debemos concluir que su sublimidad y grandeza nos la presentan inaccesible y distante. Es la llena de gracia, la suma de todas las perfecciones: y es Madre" (AD, 292). La excelsa santidad de Nuestra Señora procede del Paráclito, que "es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra" (ECP, 130).

3. La maternidad divina, fundamento de la vida de María y de la devoción mariana

La doctrina mariana de san Josemaría puede inscribirse en la corriente tradicional de la mariología que se desarrolla a partir de la Edad Media y que alcanza su culmen en la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, denominada "mariología cristotípica", para diferenciarla de la otra corriente, nacida a principios del siglo XX y que recibió un gran impulso a mediados de ese siglo, denominada "mariología eclesiotípica". La sistematización mariológica cristotípica tiene como principio fundamental la maternidad divina de María. Esta verdad de fe es la que organiza, ordena y cimienta todas las demás prerrogativas de la Virgen. En esta línea teológica se ha situado el Magisterio anterior al Concilio Vaticano II, así como la mayor parte de los mariólogos y autores espirituales de ese periodo. Y actualmente sigue vigente para muchos estudiosos de la mariología.

También para el fundador del Opus Dei "la Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, sólo Dios. (...) No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima" (AD, 276). Como se aprecia en este texto, para san Josemaría todas las demás prerrogativas de María -la inmaculada concepción, la perpetua virginidad, la asunción, la realeza mariana, su mediación- dimanan directamente del privilegio de la maternidad y a él se orientan. "El fundamento de este culto es la Maternidad divina de Nuestra Señora, origen de la plenitud de dones de naturaleza y de gracia con que la Trinidad Beatísima la ha adornado" (AD, 291).

La centralidad de esta verdad de fe le llevó en una de sus homilías a glosar con palabras sentidas la definición del Concilio de Éfeso, como se aprecia, por ejemplo, en este pasaje de Amigos de Dios: "Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Éfeso proclamó que si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado, sea anatema (CONCILIO DE EFESO, C. 1: DENZINGER-SCHON, 252 [113]). La historia nos ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante estas decisiones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían: el pueblo entero de la ciudad de Éfeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido depuesto, todos a una voz comenzaron a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada (SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Epistolae, 24). Así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente" (AD, 275).

La condición de María como Madre de Cristo hace que todo en Ella nos conduzca a su Hijo. Es decir, tanto la reflexión mariológica como la piedad mariana tienden al crecimiento de la fe cristológica. San Josemaría lo dirá de forma sintética utilizando una expresión de san Luis María Grignon que hizo fortuna posteriormente: "Por María hacia Jesús". Porque, escribe san Josemaría, "si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en ese corazón de Dios que se anonada, que renuncia a manifestar su poder y su majestad, para presentarse en forma de esclavo" (ECP, 144). Más aún, afirmará, como quien lo tiene muy comprobado en su propia vida y en la de los demás, que "a Jesús siempre se va y se «vuelve» por María" (C, 495).

4. Madre de los hombres

Es muy frecuente en la predicación de san Josemaría la contemplación de Nuestra Señora en los misterios de la vida de su Hijo. Primeramente, en la vida oculta del Señor y, más tarde, en los misterios de su vida pública, para finalizar en el Calvario, donde el Hijo consuma la Redención muriendo en la Cruz. "Los textos de las Sagradas Escrituras que nos hablan de Nuestra Señora, hacen ver precisamente cómo la Madre de Jesús acompaña a su Hijo paso a paso, asociándose a su misión redentora, alegrándose y sufriendo con Él, amando a los que Jesús ama, ocupándose con solicitud maternal de todos aquellos que están a su lado" (ECP, 141). Es decir, María con su entrega y su profundo amor a la voluntad de Dios colabora, como nueva Eva, de forma activa en la misión de su Hijo.

La íntima asociación de Santa María a la obra redentora de su Hijo, afirmada continuamente por el Magisterio de la Iglesia, le lleva al fundador del Opus Dei a proclamar que "María está muy unida a esa manifestación máxima del amor de Dios: la Encarnación del Verbo, que se hizo hombre como nosotros y cargó con nuestras miserias y pecados. María, fiel a la misión divina para la que fue criada, se ha prodigado y se prodiga continuamente en servicio de los hombres, llamados todos a ser hermanos de su Hijo Jesús. Y la Madre de Dios es también realmente, ahora, la Madre de los hombres" (ECP, 140). Para el fundador, la maternidad divina es el fundamento de la maternidad espiritual, de tal manera que "la Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos. San Agustín lo decía con palabras claras: cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo (SAN AGUSTÍN, De sancta virginitate, 6)" (ECP, 141).

Como Madre de Jesús, María participó en todo momento en la obra redentora del Verbo encarnado, uniendo especialmente en el Calvario sus sufrimientos a los del Crucificado y ofreciéndolos al Padre. "Nuestra Señora escuchaba las palabras de su Hijo, uniéndose a su dolor: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ( Mt 27, 46) ¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso -como una espada afilada- que traspasaba su Corazón puro. De nuevo Jesús se siente confortado, con esa presencia discreta y amorosa de su Madre" (AD, 288). Fue entonces cuando Jesús, en el discípulo amado, confió a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos.

San Josemaría expresa con el término "corredención" la colaboración de María en la redención objetiva, siguiendo el uso de los autores espirituales de su tiempo. "Con razón los Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora: de tal modo, juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo (BENEDICTO XV, Cart. Ap. Inter sodalicia, 22-III-1918). Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem lesu mater eius ( Jn 19, 25), estaba junto a la cruz de Jesús su Madre" (AD, 287). De ahí la alegría de san Josemaría cuando Pablo VI la proclamó Madre de la Iglesia durante el Concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964.

María ejerce su misión materna prodigándose continuamente en un servicio amoroso con sus hijos. Es patente que "para comprender el papel de María en la vida cristiana, para sentirnos atraídos hacia Ella, para buscar su amable compañía con filial afecto, no hacen falta grandes disquisiciones, aunque el misterio de la Maternidad divina tiene una riqueza de contenido sobre el que nunca reflexionaremos bastante" (ECP, 142). San Josemaría aconseja que nos acerquemos a la Virgen Santísima con la conciencia de ser hijos desvalidos y pequeños. "Mirad: para nuestra madre Santa María jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños" (AD, 290). "¡La necesitamos!... En la oscuridad de la noche, cuando el niño pequeño tiene miedo, grita: ¡mamá! Así tengo yo que clamar muchas veces con el corazón: ¡Madre!, ¡mamá!, no me dejes" (VC, IV Estación).

Basándose en su propia experiencia nos sugiere de qué modo debe discurrir nuestro trato con Ella: "La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María" (ECP, 142). Ese era el modo de proceder de san Josemaría: su trato con Nuestra Señora era el de un hijo pequeño que, amando con locura a su Madre, necesitaba su auxilio y protección continua. "La Virgen Santísima es nuestra Madre, y no queremos ni podemos dejarla sola" (VC, XIII Estación).

5. Santa María, ejemplo de virtudes

La Virgen Santísima, que vive glorificada en alma y cuerpo en el Cielo, es, considerada en su existencia terrena, paradigma de todas las virtudes. En su vida, Dios nos muestra el modelo de la identificación con Cristo, esto es, la perfección de la caridad y la plenitud de la vida cristiana. Ella nos indica y nos acompaña en el camino por el que debe discurrir nuestra vida de hijos de Dios. Su trato es siempre amable y cercano, vivificante y operativo.

En primer lugar, es ejemplo en el ejercicio de las virtudes teologales. "Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído! ( Lc 1, 45), así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra ( Lc 1, 38). (...) Si nuestra fe es débil, acudamos a María" (AD, 284-285). "Maestra de esperanza. María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones ( Lc 1, 48). Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era Ella, para los hombres y mujeres de entonces? (...). El trono de María, como el de su Hijo, es la Cruz. Y durante el resto de su existencia, hasta que subió en cuerpo y alma a los Cielos, es su callada presencia lo que nos impresiona" (AD, 286). "Maestra de caridad. Recordad aquella escena de la presentación de Jesús en el templo. (...) La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos ( Jn 15, 13)" (AD, 287). Es también Santa María, de manera semejante, modelo en el que aprender a vivir todas las virtudes morales, como por ejemplo, la humildad (cfr. C, 507; AD, 96); la obediencia (cfr. ECP, 173); la fortaleza (cfr. C, 508); la sencillez (cfr. C, 510); la santa pureza (cfr. C, 511), etc.

Resumidamente, el camino de nuestra santidad debe mirar siempre a nuestra Madre como a su paradigma. "Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición -Monstra te esse Matrem-, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal" (ECP, 177). Nunca deja de acompañarnos: "No estamos solos. -Ni tú ni yo podemos encontrarnos solos. Y menos, si vamos a Jesús por María, pues es una Madre que nunca nos abandonará" (F, 249). Siempre está cercana a nosotros: "Ama a la Señora. Y Ella te obtendrá gracia abundante para vencer en esta lucha cotidiana" (C, 493). Con Ella todo es posible, incluso cuando parece inalcanzable: "Antes, solo, no podías... -Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!" (C, 513).

Juan Luis BASTERO

 «    MARÍA SANTISIMA, DEVOCION A    » 

Desde los inicios de la Iglesia, el reconocimiento de su maternidad divina y de su estrecha participación en la vida de Jesucristo y en la obra de la redención, desembocaron en un trato íntimo y confiado con la Virgen María. San Josemaría forma parte de los grandes santos que, a lo largo de siglos, se han unido a esa tradición que constituye parte del acervo de la fe cristiana. La devoción a la Santísima Virgen, que vivió -y que trasmitió a los fieles del Opus Dei y a cuantos se alimentan de su predicación-, es una devoción sincera, cálida, cordial, en estrecha relación con los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei, especialmente con la filiación divina, y que se manifestaba en las mil maneras en que se suele manifestar la devoción a la Virgen en la tradición cristiana.

Se trata de una devoción que san Josemaría recibió en su hogar y que fue haciéndose cada vez más profunda, en un continuo crescendo. Su devoción era a la vez sentida y doctrinal. Desechó siempre lo que podría calificarse como una piedad milagrera y también como una piedad sentimental. Insistía en la necesidad de que la devoción a la Virgen fuera recia y estuviese en estrecha dependencia de la fe: "La devoción a la Virgen no es algo blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor" (ECP, 143).

1. Manifestaciones de la devoción mariana

Una de las manifestaciones más características de la piedad mariana de san Josemaría está relacionada con lo que fue una constante en su vida: las jaculatorias, esas oraciones breves -"dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata" (ECP, 119)- que contribuyen a mantener un diálogo vivo con Dios a lo largo del día. Entre las jaculatorias a las que acudió -y a las que recomendó acudir- se encuentran muchas de tono mariano. En bastantes ocasiones, están tomadas de la tradición popular (como por ejemplo, la invocación "Dulce Corazón de María, sed la salvación mía!", que aprendió siendo niño); otras están basadas en la Escritura o compuestas por él: Sancta Maria sedes sapientiae, ancilla Domini, ora pro nobis! (¡Santa María, asiento de la sabiduría, esclava del Señor, reza por nosotros!); Cor Mariae Dulcissimum iter para tutum! (¡Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro!); Mater Pulchrae Dilectionis, filios tuos adiuva! (¡Madre del Amor hermoso, ayuda a tus hijos!), etc. Uno de los puntos de Forja resume bien el tono y la hondura con que las empleaba: "Has de sentir la necesidad urgente de verte pequeño, desprovisto de todo, débil. Entonces te arrojarás en el regazo de nuestra Madre del Cielo, con jaculatorias, con miradas de afecto, con prácticas de piedad mariana..., que están en la entraña de tu espíritu filial. -Ella te protegerá" (F, 354).

Junto a esas oraciones breves, empleaba otras muchas oraciones vocales más extensas y diversas costumbres recibidas también -como algunas de las jaculatorias- de la tradición de la piedad cristiana: la costumbre, que aprendió y practicó desde niño, de ofrecer el día a Nuestra Señora (cfr. AD, 296); el santo Rosario, al que dedicó uno de sus primeros libros (Santo Rosario, cuya primera versión data de 1932); las letanías lauretanas; el Angelus o el Regina Coeli, el Memorare; las tres avemarías antes de acostarse; el escapulario de la Virgen del Carmen; un saludo a las imágenes de María que encontraba en su caminar por las calles o al realizar algún viaje, o que adornaban las habitaciones de la casa en que vivía; la costumbre de llevar en la cartera una estampa de la Virgen; la celebración del sábado como día dedicado a Nuestra Señor; a la novena a la Inmaculada; la consideración del mes de mayo como mes dedicado a María Santísima. Mencionemos también sus múltiples peregrinaciones y visitas a santuarios o lugares marianos, entre las que podemos destacar las realizadas a Loreto, Einsiedeln, Fátima, Lourdes, Guadalupe o Torreciudad.

Y todo acompañado -o precedido- de ratos de oración, en los que la mente y el corazón se detenían a contemplar la vida de Jesús y la de María, desarrollando, a partir de esa contemplación, un diálogo vivo con Jesús y con su Madre, que es también Madre nuestra y nos acompaña con su amor desde los cielos. "Si buscas a María, encontrarás «necesariamente» a Jesús, y aprenderás -siempre con mayor profundidad- lo que hay en el Corazón de Dios" (F, 661). "¡Madre! -Llámala fuerte, fuerte. -Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha" (C, 516).

San Josemaría consideraba a la Virgen, sin mancha y santísima, como imagen viva y madre de la Iglesia. Y tanto a María como a la Iglesia las veía reflejadas en la Sagrada Familia, a la que siempre consideró, de acuerdo con la expresión difundida por León XIII, como la célula madre de la Iglesia. Le gustaba ir a Jesús acompañado de María y José, y se refirió más de una vez a la Sagrada Familia -siguiendo un uso introducido por Pierre d'Ailly, Jean Gerson y Bernardino de Siena- como trinidad de la tierra, desde la que el cristiano, contemplando a Cristo, Dios y hombre, se eleva a la Trinidad del cielo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Manifestación de su devoción a María Santísima y a san José es el hecho de que quiera unirlos en su nombre, pues -comentaba- "no quiero que los separen: siempre van juntos". Su nombre de pila era José María, como ocurría con tantos otros en España; pero él quería verlos -escribirlos- siempre unidos: Josemaría.

Desde el comienzo consideró a la Santísima Virgen como Reina del Opus Dei. En los años que precedieron al 2 de octubre de 1928 repitió con la frecuencia la jaculatoria Domina ut sit, Domina ut videam! (¡Señora que así sea, Señora que vea!). Conservaba entre sus recuerdos más íntimos el repique de las campanas de la Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, en Madrid, cerca de la casa de los Padres Paules, donde se encontraba haciendo su retiro espiritual cuando, el 2 de octubre de 1928, Dios le inspiró el Opus Dei.

Años después, en mayo de 1951, consagró las familias de todos los miembros de la Obra a la Sagrada Familia, y en agosto de ese mismo año consagró el Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María, poniendo en manos de la Virgen las dificultades que la Obra encontraba, o pudiera encontrar en el futuro, para el desarrollo de su apostolado. En más de una ocasión manifestó su reconocimiento a Santa María declarando que "nuestro Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra Señora". No es por eso extraño que recomendara a los miembros de la Prelatura y de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz muchas de las devociones y costumbres mañanas que se han mencionado, de tal modo que constituyen parte integrante del espíritu de la Obra.

2. Coordenadas teológicas de la devoción mariana

La devoción a María Santísima tiene una honda fundamentación teológica. Así lo han puesto de relieve no sólo muy diversos teólogos y autores espirituales, sino el magisterio de la Iglesia. Así lo hizo también san Josemaría. Uno de los textos más netos se encuentra en una de las homilías incluidas en Es Cristo que pasa, publicado en 1973, en momentos en que la Iglesia atravesaba un periodo de tensiones e incluso de crisis, con origen o repercusión doctrinales. "Los que consideran superadas las devociones a la Virgen Santísima -escribe-, dan señales de que han perdido el hondo sentido cristiano que encierran, de que han olvidado la fuente de donde nacen: la fe en la voluntad salvadora de Dios Padre, el amor a Dios Hijo que se hizo realmente hombre y nació de una mujer, la confianza en Dios Espíritu Santo que nos santifica con su gracia. Es Dios quien nos ha dado a María, y no tenemos derecho a rechazarla, sino que hemos de acudir a Ella con amor y con alegría de hijos" (ECP, 142).

Esbocemos, pues, aunque sea someramente, esos principios, motivos o coordenadas teológicas de la devoción mariana:

a) El principal motivo teológico de esta filial devoción a la Virgen radica en el llamado fundamento o principio fundamental de la mariología: la Maternidad divina de María. Todos los demás principios de la mariología se derivan, a mi entender, del hecho fundamental de que la Virgen es Madre del Verbo Divino. Y también los motivos que mueven a la devoción hacia Ella. Así lo entendía san Josemaría: "La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos" (AD, 276).

b) En la elección divina que sobre Ella había recaído se encuentra a su vez la razón del amor con que siempre correspondió al amor divino. Ambas realidades explican que la Iglesia -y con ella san Josemaría- ponga en boca de Santa María textos del libro de la Sabiduría y del Cantar de los Cantares, que expresan un amor inefable: "Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia, y de la santa esperanza. Un amor hermoso porque tiene como principio y como fin el mismo Dios tres veces santo, que es principio de la Hermosura, de la Bondad y de su Grandeza" (AD, 227). "Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. -Huerto cerrado, hermana mía, huerto cerrado, fuente sellada" (SR, Quinto Misterio Glorioso).

c) Este convencimiento le llevaba a recrearse en lo que la piedad cristiana dice de María en las tres avemarías que pueden recitarse antes de las letanías con las que suele concluirse el rezo del Rosario: "Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!" (C, 496). "Trata a las tres Personas, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo", escribe en Forja añadiendo a continuación: "Para llegar a la Trinidad Beatísima, pasa por María" (F, 543). La devoción a María tiene rasgos trinitarios.

d) Llegar, pues, de la mano de María hasta la Trinidad, pasando por Jesús. La devoción y el trato con la Virgen Santísima están íntimamente relacionados con el dogma de la unión hipostática, con el hecho de que el Hijo de Dios ha tomado carne en sus entrañas. Ignorar o minusvalorar el trato con María expone, por eso, "a desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo", a "ignorar que «el Verbo se hizo carne», hombre, «y habitó en medio de nosotros» ( Jn 1, 14)" (ECP, 98), ya que fue precisamente en María y por María como el Hijo eterno del Padre se hizo presente en la historia humana. "A Jesús siempre se va y se «vuelve» por María" (C, 495). María es así eslabón principalísimo en la escalada hacia Dios. "Si buscáis a María, encontraréis a Jesús" (ECP, 144), y en Él a la Trinidad entera.

e) La maternidad divina de María fundamenta su maternidad espiritual, el hecho de que Ella, por la Encarnación y por su fidelidad hasta el pie de la Cruz, es madre de la Iglesia, de todos los cristianos, de la humanidad entera. "Desde el primer momento de la vida de la Iglesia, todos los cristianos que han buscado el amor de Dios, ese amor que nos revela y se hace carne en Jesucristo, se han encontrado con la Virgen, y han experimentado de maneras muy diversas su maternal solicitud. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos. San Agustín lo decía con palabras claras: cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo" (ECP, 141). Y con el título de Madre la invocan constantemente los cristianos.

f) La contribución de la Virgen Santísima en la obra redentora de Cristo ha llevado a la Iglesia -y con ella a san Josemaría- a proclamar a María medianera de todas las gracias. "Antes, solo, no podías... -Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!" (C, 513). "Confía. -Vuelve. -Invoca a la Señora y serás fiel" (C, 514). Y en una de sus homilías: "María, fiel a la misión divina para la que fue criada, se ha prodigado y se prodiga continuamente en servicio de los hombres, llamados todos a ser hermanos de su Hijo Jesús. Y la Madre de Dios es también realmente, ahora, la Madre de los hombres" (ECP, 40). Más aun, "una madre que no se hace rogar, que incluso se adelanta a nuestras súplicas, porque conoce nuestras necesidades y viene prontamente en nuestra ayuda, demostrando con obras que se acuerda constantemente de sus hijos" (ibidem).

g) La consideración de la maternidad espiritual de María, su condición de madre que cuida de cada uno de sus hijos, unida a la contemplación de su vida sencilla, lleva a comprender con especial hondura lo que fue el núcleo del mensaje de san Josemaría: la proclamación de la llamada a encontrar a Dios, y a darlo a conocer a los demás, en la vida ordinaria, en medio del mundo en el que viven la mayoría de los cristianos, ejerciendo las tareas más diversas. "Desde hace casi treinta años (estas palabras datan de fines de los años cincuenta) ha puesto Dios en mi corazón el ansia de hace comprender a personas de cualquier estado, de cualquier condición u oficio, esta doctrina: que la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios, que el Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está también la perfección cristiana. Considerémoslo una vez más, contemplando la vida de María" (ECP, 148; cfr. también, ECP, 172-173).

Podemos terminar evocando la admiración de María ante la divina gracia que se manifiesta en el Magníficat. Y señalando que esa admiración, de la que hemos de tomar ejemplo, nos debe llevar a admirarnos ante todos los frutos del amor de Dios, y de modo muy particular ante esa maravilla de gracia que es la Virgen santísima. San Josemaría repitió con frecuencia la oración compuesta por un poeta del Siglo de Oro de la literatura castellana: "¡Bendita sea tu pureza! / Y eternamente lo sea, / pues todo un Dios se recrea / en tan grandiosa belleza...". Repasando su obra encontraremos otras muchas afirmaciones parecidas; limitémonos a una: "Dios Omnipotente, Todopoderoso, Sapientísimo, tenía que escoger a su Madre. ¿Tú, qué habrías hecho, si hubieras tenido que escogerla? Pienso que tú y yo habríamos escogido la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Dios. Por tanto, después de la Santísima Trinidad, está María. -Los teólogos establecen un razonamiento lógico de ese cúmulo de gracias, de ese no poder estar sujeta a satanás: convenía, Dios lo podía hacer, luego lo hizo. Es la gran prueba. La prueba más clara de que Dios rodeó a su Madre de todos los privilegios, desde el primer instante. Y así es: ¡hermosa, y pura, y limpia en alma y cuerpo!" (F, 482; cfr. también ECP, 171).

Así vivió san Josemaría la devoción mariana. Y así la quiso trasmitir: "si en algo quiero que me imitéis -comentó muchas veces-, es en el amor que tengo a María Santísima".

Germán ROVIRA

 «    MATRIMONIO    » 

Una perspectiva irrenunciable para acercarse a la vida y enseñanzas de san Josemaría es no olvidar nunca que, en su conciencia, estuvo siempre viva la convicción de que su paso por la tierra tenía, como única razón, hacer el Opus Dei, la misión que Dios le había confiado. De ahí que la llamada universal a la santidad -el núcleo del mensaje de la Obra- haya de ser marco de referencia necesario también a la hora exponer el sentido y alcance de sus enseñanzas sobre el sacramento del Matrimonio. Esa óptica ayudará, entre otras cosas, a penetrar en el alcance de la doctrina del matrimonio como vocación divina, y servirá también para advertir el valor humano y sobrenatural de las manifestaciones de amor entre el varón y la mujer en el matrimonio. La llamada universal a la plenitud de la vida cristiana estaría vacía de sentido si no pasara a través de las circunstancias ordinarias en las que se desarrolla el existir de los hombres, cuya inmensa mayoría lo hace en el estado de casados. La vocación humana, con todo el abanico de relaciones que la integran, está intrínsecamente entrelazada con la misma vocación sobrenatural. Ese es el motivo de que "el amor humano y los deberes conyugales [que] son parte de la vocación divina" (CONV, 91) deban ser siempre el principio y la fuerza del existir de los esposos y de la comunidad familiar.

Estos aspectos de la doctrina sobre el matrimonio, sobre los que san Josemaría vuelve una y otra vez, constituyen a la vez el eje en torno al que giran sus enseñanzas referidas a cuanto se relaciona con la vida matrimonial. No cesará de recordar que "el matrimonio es una vocación divina" (CONV, 45), "¡camino divino en la tierra!" (CONV, 91). Por eso los esposos "no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar" (ECP, 25).

El marco de la llamada universal a la santidad sirve, además, para poner de relieve la novedad que suponían las enseñanzas de san Josemaría sobre el matrimonio como vocación a la plenitud de la vida cristiana, en unos momentos en los que la doctrina de la vocación de todos los cristianos a la santidad todavía no estaba en la conciencia de muchos ni tenía su reflejo en la pastoral. Así lo indica, por ejemplo, la perplejidad que provocaban la doctrina y la espiritualidad promovidas por san Josemaría, a partir de 1928, según testimonian unas palabras de Camino escritas por esos años: "¿Te ríes porque te digo que tienes «vocación matrimonial»? -Pues la tienes: así, vocación. Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías" (C, 27).

1. Valor humano y cristiano del matrimonio

El matrimonio está ordenado por su propia naturaleza a ser cauce de la realización personal de los esposos. A él está ligado además el bien de los hijos y de la sociedad. Y si los casados son bautizados, a esa forma de vida está unida también su santificación personal (en última instancia, su verdadera realización) y, en cuanto origen de la familia cristiana, la edificación de la Iglesia. Sobre el valor humano y sobrenatural del matrimonio son particularmente significativas, por lo que rechazan pero sobre todo por lo que afirman, las palabras pronunciadas en la homilía de la Misa celebrada en el Campus de la Universidad de Navarra, en 1967: "Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto particularmente entrañable de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor limpio entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez más que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos a que antes aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario desde hace cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que no lo comprendían. El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios" (CONV, 121). San Pablo hizo frente ante las consideraciones peyorativas sobre la sexualidad y el matrimonio en su época (cfr. 1Tm 4, 3-5) y ante las de quienes no valoraban adecuadamente el estado matrimonial (cfr. 1Co 7, 7. 13. 2-28. 38). San Josemaría se expresa en términos similares: "Ningún cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla" (ECP, 24).

Los pilares que sustentan esta doctrina son la bondad y, a la vez e inseparablemente, la santidad de la condición o estado matrimonial. Como realidad creada por Dios, el matrimonio es una realidad buena. Pero, como sacramento instituido por Cristo es, además, algo santo. "El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (cfr. Ef 5, 32), y, a la vez e inseparablemente, contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque -queramos o no- el matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra" (ECP, 23). San Josemaría recuerda así a los esposos cristianos -como hace san Pablo en el texto de Efesios citado- que el sacramento del Matrimonio es una invitación que han recibido de Cristo a transformar su recíproca relación y los compromisos que comporta, en una respuesta a la vocación a la santidad. Las manifestaciones del amor humano surgidas de su compromiso matrimonial, que, como humanas, ya eran buenas, por el sacramento han pasado a ser santas y fuente de santificación.

a) La bondad del matrimonio

El matrimonio es algo bueno porque tiene un origen divino. No es "una simple institución social" ni el resultado de una convención humana; tampoco es solo el fruto de la decisión de los que se casan. Y "mucho menos [es] un remedio para las debilidades humanas". En la constitución del matrimonio son necesarias la intervención de la sociedad y la libertad de los contrayentes. Pero por encima y con anterioridad a esa actuación de la sociedad y de los contrayentes (el "contrato", según la terminología jurídica; o la "alianza", según la terminología bíblica) hay un designio de Dios que determina el ser y el posterior existir del matrimonio. Y ahí radica su bondad originaria.

El matrimonio ha sido instituido por Dios como uno de los caminos para que la persona humana, varón o mujer, responda a la vocación al amor que, como imagen de Dios, ha recibido del Creador. Como salidas de las manos creadoras de Dios, todas las cosas son buenas (cfr. Gn 1, 10. 12.18. 21. 25); y de manera muy particular lo son el varón y la mujer (cfr. Gn 1, 31), creados a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26), cuya "unidad en la carne" ( Gn 2, 24) recibió ya desde "el principio" la bendición de Dios (cfr. Gn 1, 28). El pecado de "los orígenes" ha dañado esa bondad "originaria", pero no hasta el punto de destruirla. Además, como realidad humana, el matrimonio ha sido sanado por la vida y obra del Verbo encarnado. El Señor confirma claramente la bondad de "los orígenes" (cfr. Mt 19, 3-9) y así se concluye también, entre otras cosas, por la presencia de Cristo en las bodas de Caná, como lo interpretan los Padres y recuerda san Josemaría. "La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del matrimonio" (ECP, 24).

"Hablando con profundidad teológica -dice san Josemaría en otro contexto, pero que tiene aplicación plena al matrimonio- es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades -buenas, nobles, y aun indiferentes- que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte" (ECP, 112). Y es que, como afirmaban, entre otros, san Ireneo o Tertuliano, para defender la bondad de la sexualidad y del matrimonio frente a las tesis dualistas y espiritualizantes que la negaban, nada de lo que ha sido creado puede estar manchado en su raíz. La bondad de las cosas como consecuencia de la Creación y de la Redención, que es uno de los principios teológicos que están en la base de la doctrina sobre la llamada universal a la santidad, es también uno de los fundamentos de las enseñanzas de san Josemaría relacionadas con la sexualidad y el matrimonio.

b) La santidad del matrimonio

El matrimonio ha sido pensado por Dios como camino para el bien y para la realización de las personas y de la misma sociedad. Es un bien personal y social. Por su origen divino es algo bueno. Pero, además, por su elevación a sacramento es algo santo. Y es ahí donde radica el valor principal del matrimonio cristiano. El valor y bondad originarios, al ser sanados y restaurados (re-creados) por la obra de Cristo, son llevados hasta la plenitud de su perfección humana.

La realidad humana del matrimonio es transformada por su elevación a la dignidad de sacramento, de modo que, permaneciendo íntegra en su totalidad, pasa a ser, desde dentro y en sí misma, la imagen y representación real del misterio de amor entre Cristo y la Iglesia (cfr. Ef 5, 32). Esta significación, propia de todo matrimonio entre bautizados, está detrás de la afirmación paulina según la cual el matrimonio es un "sacramento grande en Cristo y en la Iglesia", prolongada en los textos con que san Josemaría se dirige a los casados recordándoles el valor divino y sobrenatural de su vida matrimonial (cfr. ECP, 23). Por eso mismo el matrimonio es también un bien eclesial, ya que la familia, "el fruto y la continuación de lo que con el matrimonio se inicia" (ECP, 27), está llamada a participar de manera particular y propia, como "iglesia doméstica", en la edificación de la Iglesia como ocurrió ya entre las primeras generaciones cristianas: "Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído" (ECP, 30).

Sobre el carácter santo del matrimonio cabe hablar desde puntos de vista distintos, aunque íntimamente relacionados: objetiva y subjetivamente. En el primer sentido, la mirada se dirige al matrimonio considerado en sí mismo, como una realidad instituida por Dios y restaurada por Cristo, con sus propiedades y características. Según esta perspectiva san Josemaría dice que el matrimonio es algo santo o que "el amor puro y limpio de los esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos manos" (ECP, 24; cfr. CONV, 121). Y lo es con independencia de que los casados se amen y relacionen entre sí y con los demás, en conformidad con la realidad santa de su matrimonio. En cambio, si se habla desde el punto de vista subjetivo, la consideración se hace desde los que se han unido en el matrimonio. Es decir, desde los compromisos que asumen los contrayentes al contraerlo y, cuando, una vez celebrado, se vive de acuerdo a las exigencias del sacramento recibido. En este sentido se aplican expresiones como que "los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión" (ECP, 23).

Desde una consideración objetiva se dice que el sacramento del Matrimonio es una "acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra" (ibidem). Encierra un misterio que consiste en hacer de la alianza matrimonial una actualización real y verdadera, no sólo figurativa, de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia. Y de esa manera, la humanidad del hombre y de la mujer, que por el matrimonio han llegado a ser "una sola carne" o una "unidad de dos" en cuanto sexualmente distintos y complementarios, es santificada y convertida real y objetivamente en "fuente de gracia" y de santificación.

"¿Qué son los sacramentos -huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos- sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales?" (CONV, 115). En el sacramento del Matrimonio esos "medios materiales" son los cuerpos de las personas que se entregan, como san Josemaría subrayará en otra ocasión y que repetirá de mil maneras: "El matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia" (ECP, 24). "Los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del Matrimonio, como el pan y el vino son la materia de la Eucaristía" (CONV, 92). A través del lenguaje de la corporalidad, santificada real y verdaderamente, es como los casados están llamados a expresar el signo sacramental, anuncio y causa de la gracia. El signo, que se constituye directamente en la celebración sacramental, permanece a lo largo de toda la vida.

2. El matrimonio como sacramento y como estado de vida

La celebración del matrimonio se realiza con el intercambio del consentimiento matrimonial. El consentimiento se da y se recibe, por parte de los contrayentes, en un momento concreto, pero es el origen de un estado o modo de vida que es permanente, y dura hasta que la muerte separe a los que están unidos por el matrimonio. En una palabra, el sacramento, siendo algo transitorio, tiene, sin embargo una significación permanente en su efecto, es decir, el vínculo conyugal. Y este vínculo o alianza conyugal por el que los contrayentes se convierten en esposos transciende el momento de la celebración y permanece. Eso es lo que se indica cuando, con terminología clásica, se habla del matrimonio como "casarse" (el matrimonio in fieri, la celebración del matrimonio) o como "estar casados" (el matrimonio in facto esse, el efecto del casarse). Por la alianza o consentimiento matrimonial se establece entre los contrayentes una unión de tal naturaleza que "hace de dos cuerpos una sola carne" ( Mt 19, 6; Gn 2, 24, citado en CONV, 24). A partir de entonces, el hombre y la mujer, permaneciendo cada uno de ellos como personas singulares, son "una unidad de dos" en lo conyugal.

La "unidad de dos" que se origina no es un vínculo visible, sino moral, social, jurídico; pero es de tal riqueza y densidad que comporta, por parte de los casados, la voluntad de compartir, como tales, lo que tienen y lo que son. "El Señor (...) ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos" (CONV, 24). La "unidad de dos" hace referencia a la totalidad de la feminidad y masculinidad en los diversos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la voluntad, el alma. De tal manera son una unidad que, como esposos, uno y otro no "se pertenecen", no son ya dueños de sí mismos, sino pertenencia o parte del otro. Con palabras que hacen referencia a san Pablo ( 1Co 7, 4), san Josemaría recuerda a las esposas "el deber de aparecer amables como cuando erais novias, porque pertenecéis a vuestro marido", y añadía, "él no ha de olvidar lo mismo, que es vuestro y que conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso como un novio" (CONV, 26).

La alianza matrimonial queda de tal manera insertada en la alianza de amor entre Dios y los hombres, entre Cristo y la Iglesia, que, como tal, es re-presentación real y no sólo símbolo de ese amor. La "acción de Jesús, que invade el alma" da lugar a un estado o modo de vivir que "necesariamente" ha de configurar la existencia de los casados, si quieren responder a la realidad en la que están insertados, y que, con expresión de san Josemaría, se puede describir como "un andar divino en la tierra".

Parte irrenunciable de la misión humana y cristiana del hombre y la mujer casados es hacer de su existencia un signo visible del amor entre Cristo y la Iglesia. Esa es la tarea más importante que les corresponde, y que sólo ellos pueden desempeñar para responder a lo que son. "Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, sí edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar" (ECP, 23). Ese es el camino que Dios ha previsto para que los esposos se santifiquen y ayuden a santificar a los demás: santificar con sus vidas la realidad que ya es en sí misma santa por la celebración del sacramento.

Para los matrimonios cristianos, santidad y vida -como para todos los cristianos- no son dimensiones paralelas; se implican y relacionan tan estrechamente que forman una única unidad. "No hay otro camino, hijos míos -decía san Josemaría en otro contexto, aunque vale ciertamente para el existir matrimonial-: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo" (CONV, 114). Detrás de estas palabras late, como razón de fondo, el hecho de la Encarnación del Verbo recapitulando en sí todas las cosas (cfr. Ef 1, 10), a cuyo cuerpo se han incorporado los cristianos por el Bautismo.

3. El matrimonio como vocación

El matrimonio, instituido por Dios desde "el principio" y elevado por Cristo a sacramento de la Nueva Ley, es una de las formas de seguimiento e imitación de Cristo en la Iglesia. Es uno de los dones o carismas del Espíritu para la edificación de la Iglesia (cfr. 1Co 7, 7; Ef 5, 32). "Es una auténtica vocación sobrenatural" (ECP, 23; cfr. C, 27; CONV, 45). De ahí que san Josemaría insista en la importancia de que esa convicción esté siempre viva tanto en la acción de los pastores como en el existir diario de los casados: "Es muy importante que el sentido vocacional del matrimonio no falte nunca tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y verdaderamente llamados a Incorporarse en los designios divinos para la salvación de todos los hombres" (ECP, 30).

a) El matrimonio, determinación sacramental de la vocación bautismal

La teología actual usa la expresión "determinación sacramental" para indicar la especificidad del matrimonio respecto del Bautismo en relación con el existir cristiano de los casados. Como tal no se encuentra en los escritos y predicación de san Josemaría, pero en esa predicación y en esos escritos se desarrolla con amplitud una exposición detenida de lo que con esas palabras se quiere indicar: el sacramento del Matrimonio señala a los casados el espacio y la manera de responder a la vocación a la santidad recibida en el Bautismo. Es también el cauce por el que les llegan las gracias propias para hacer que el discurrir de su existencia matrimonial y familiar sea un signo visible del amor de Dios.

Como bautizados, los esposos están ya llamados a la plenitud de la vida cristiana, que es la vocación de todo cristiano. "A todo cristiano, cualquiera que sea su condición -sacerdote o seglar, casado o célibe-, se le aplican plenamente las palabras del apóstol que se leen precisamente en la epístola de la festividad de la Sagrada Familia: Escogidos de Dios, santos y amados ( Col 3, 12). Eso somos todos, cada uno en su sitio y en su lugar en el mundo" (ECP, 30). Para los esposos cristianos, esa llamada pasa a través y por medio de los compromisos y exigencias que comporta la existencia matrimonial (cfr. ECP, 23). "El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive" (CONV, 91).

La vocación radical y fundante de la existencia cristiana iniciada en el Bautismo se determina con una modalidad concreta que señala un espacio en que los esposos han de responder a su vocación bautismal. Por eso, valorar en todo su alcance el sentido vocacional del matrimonio supone penetrar primero en la "novedad" que significa el Bautismo para el existir cristiano, es decir, en la irrupción de ese espíritu nuevo en la existencia humana. Lo específico del sacramento del Matrimonio se inserta en la dinámica de la conformación e identificación con Cristo en que se resume la novedad iniciada en el Bautismo, que implica una "vida nueva" que presupone la vida natural y la eleva.

En el orden práctico, eso lleva a concluir que, para comprender a fondo la vocación sobrenatural del matrimonio, es necesario valorar en toda su amplitud y riqueza la realidad matrimonial como institución natural que constituye la materia de la plenitud de la vida cristiana que se debe alcanzar en el matrimonio, con todos los detalles concretos que la vida matrimonial implica, como lo subraya san Josemaría: "Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid -insisto- ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano" (CONV, 121).

Por otra parte, en esa tarea -"santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia"- siempre cabe crecer más, ya que siempre es posible una mayor identificación de los esposos con la realidad en que han sido injertados. Para ello, los esposos, que cuentan siempre con la gracia de Dios, deberán poner el esfuerzo que suponen la práctica de las virtudes y el recurso a los medios humanos y sobrenaturales: "Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría..." (ECP, 23). En ese contexto, "la fe y la esperanza [, que] se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, (...) en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber", llevarán a descubrir que las contrariedades y dificultades contribuirán a hacer más recio y fuerte el amor: "Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte (cfr. Ct 8, 6)" (ECP, 24). No es otro el camino para revelar la autenticidad del amor.

Con una visión profundamente realista, fruto del convencimiento del sentido vocacional del matrimonio y de la "experiencia" del trato con tantos matrimonios empeñados en vivir su existencia matrimonial con fidelidad, san Josemaría aconsejaba, entre otras cosas, a los esposos cristianos: "Para que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que decir al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía también. (...) Todo lo que haga imposible esta tarea, es malo, no va. (...) Los matrimonios tienen gracia de estado -la gracia del sacramento- para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura -por un motivo humano y sobrenatural a la vez- las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta" (CONV, 107-108).

b) La peculiaridad de la vocación matrimonial

Por el Bautismo cada uno de los esposos cristianos está inserto y participa ya en el misterio del amor de Cristo por la Iglesia. Y esa inserción se hace específica en virtud del matrimonio, más concretamente por medio de la "unidad de dos" o vínculo conyugal: son los dos, como esposos, los que participan del misterio de amor de Cristo y de la Iglesia. El seguimiento e imitación de Cristo al que son llamados como cristianos encuentran en la relación mutua surgida de la "unidad en la carne", que por el sacramento se ha instaurado entre ellos, una expresión cualificada de la donación con la que Cristo ama y se une a su Iglesia. "Pienso siempre con esperanza y con cariño en los hogares cristianos, en todas las familias que han brotado del sacramento del matrimonio, que son testimonios luminosos de ese gran misterio divino -sacramentum magnum! ( Ef 5, 32), sacramento grande- de la unión y del amor entre Cristo y su Iglesia. Debemos trabajar para que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad, con la conciencia de que el sacramento inicial -el bautismo- ya confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino" (CONV, 91).

La peculiaridad de su participación en el misterio del amor de Cristo es la razón de que la manera de comportarse de los esposos sea -objetiva y realmente- materia y motivo de santidad; y también, de que la reciprocidad sea componente esencial de esas relaciones. Por el matrimonio, ha surgido entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer vive la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. De la misma manera que la Iglesia sólo es ella misma en virtud de su unión con Cristo. Esta significación es intrínseca a la realidad matrimonial y los esposos no pueden destruirla. Ahí radican, en última instancia, la indisoluble unidad del matrimonio ("porque -queramos o no- el matrimonio es indisoluble": ECP, 22), y el deber de la "mutua ayuda" como fin del matrimonio. Por eso san Josemaría, al referirse al modo de ser fieles y mantener vivo el amor del matrimonio, siempre insistía de una u otra forma en la misma recomendación: "Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal"; y, poco después, de manera positiva: "es siempre actual el deber de aparecer amables" (ECP, 26). Quererse es una exigencia de justicia exigida por la naturaleza del compromiso que, como esposos, han adquirido por el sacramento del Matrimonio: reflejar en sus mutuas relaciones el amor entre Cristo y la Iglesia.

El amor y las relaciones mutuas de los esposos son en sí santas y santificadoras; pero únicamente contribuirán a su santificación -desde el punto de vista objetivo- si expresan y reflejan el carácter y condición nupcial. El amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencial su santificación: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... para santificarla" (cfr. Ef 5, 25- 26). Y a esa dimensión alude san Josemaría cuando dice que los esposos "están llamados a santificar su matrimonio" (ECP, 23), o que la "autenticidad del amor requiere fidelidad y rectitud en todas las relaciones matrimoniales" (ECP, 25). De ahí que la santificación del otro cónyuge -el cuidado por su santificación-, desde la rectitud y fidelidad a la verdad del matrimonio, sea una exigencia interior del mismo amor matrimonial y que forme parte de la propia y personal santificación.

La fidelidad en ese empeño, manifestación clara de la autenticidad de su amor, exigirá, por parte de los esposos, poner los medios para mantener viva la decisión libre y consciente que los convirtió en marido y mujer. Por eso, la "necesidad" -se entiende desde la óptica existencial y ética- de renovar (hacer consciente y voluntariamente nuevo) con frecuencia el momento primero de la celebración matrimonial. Serán así conscientes también de que su matrimonio, si bien se inicia con su recíproco "sí", surge radicalmente del misterio de Dios. El don del Espíritu Santo, infundido en sus corazones con la celebración del sacramento, a la vez que mandamiento que les indica el camino para responder a la vocación cristiana, es, sobre todo, fuerza que les hace capaces y estímulo para hacer visible ante sí y ante los demás la nueva comunión de amor que es su matrimonio. Desde esa consideración san Josemaría afirma que "al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. (...) Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida" (ECP, 22).

En ese empeño -mantenido siempre con la oración y la vida sacramental- los esposos deberán estar vigilantes -es una característica del verdadero amor- para que no entre la "desilusión" en la comunión que han instaurado. "Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. (...) Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae -las muchas dificultades, físicas y morales- non potuerunt extinguere caritatem ( Ct 8, 7), no podrán apagar el cariño" (CONV, 91; cfr. ECP, 24).

Por eso, según Efesios, 5, la entera existencia de los esposos cristianos debe configurarse continuamente como una comunión de vida y amor, a imagen de la comunión Cristo-Iglesia. La transformación ontológica, la nueva criatura que los esposos cristianos han venido a ser por el Bautismo, a partir del sacramento del Matrimonio ha de vivirse como una "unidad de dos". Eso hará, según subraya san Josemaría hablando de la relación entre la vocación matrimonial y de la del celibato por el reino de los cielos, que unos y otros se empeñen en mantener vivo el espíritu cristiano allá donde Dios les llame. "Lo que interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es -siempre y sólo- hacer la voluntad de Dios" (CONV, 92).

4. El matrimonio y la apertura a la vida

Decir que el matrimonio tiene como finalidad la procreación es afirmar que por su propia naturaleza está abierto a la vida. Así ha sido instituido por Dios desde "los orígenes" y es así como ha sido comprendido por la tradición y la doctrina de la Iglesia. Esa es la enseñanza de la Revelación y también la conclusión a que lleva la consideración antropológica de la sexualidad. Aunque la terminología y la sistematización de la doctrina de los fines entraron tardíamente en el lenguaje del Magisterio de la Iglesia, el hecho es que la Iglesia ha considerado el matrimonio y la realidad de la sexualidad fundamentalmente desde la orientación a la fecundidad.

De ahí que, como señala la Cart. Enc. Humanae vitae, en referencia al amor conyugal, sea una afirmación constante de esa doctrina a lo largo de los siglos que "los esposos mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y educación de nuevas vidas" (HV, 8). Se ponen ahí de relieve dos cosas, cuya comprensión ha de presidir siempre la valoración adecuada de la vocación matrimonial a la plenitud de la vida cristiana: el amor conyugal es la "materia" de la santificación de los esposos; y la apertura a la vida es una exigencia irrenunciable de la autenticidad de su amor conyugal. Porque -proclama el Vaticano II hablando de la llamada universal a la santidad-, "todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día" (LG, 41). Se comprende entonces que una y otra cosa -la grandeza del matrimonio y la apertura a la vida del amor conyugal- formen parte del núcleo mismo de las enseñanzas de san Josemaría sobre el matrimonio; y estén tan unidas en esa enseñanza, que vengan a ser consideradas como aspectos o dimensiones de la misma realidad: el amor de los esposos no puede ser calificado como conyugal si se le desprovee de su apertura a la vida de forma artificial. Esta es una exigencia interior de su verdad. A la inseparabilidad de esas dimensiones se refiere el Magisterio de la Iglesia cuando habla de la "inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador" (HV, 12).

a) La apertura a la vida, exigencia de la verdad del amor conyugal

Muchos y variados son los lugares y las circunstancias en las que san Josemaría, dirigiéndose a los matrimonios, habla, de palabra o por escrito, de la apertura del matrimonio a la vida. En la consideración del amor conyugal, situado en el centro mismo de su predicación, sobre el matrimonio como vocación divina, aludía de ordinario a este aspecto. Y es que, como se acaba de decir, la verdad del amor conyugal es inseparable de la apertura a la fecundidad.

"No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega. (...) Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos" (ECP, 25). No respetar esa apertura desnaturaliza y hace que el lenguaje propio de la expresión del amor conyugal sea "mentiroso": "Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta" (ibidem). Cuando así se actúa "el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara" (ibidem). Se contradice frontalmente la sinceridad de la relación interpersonal, que ya no va de persona a persona, sino que uno y otro se reserva algo de sí mismo. Y se olvida la naturaleza de la sexualidad como don de Dios que "ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es como una participación de su poder creador" (ECP, 24).

b) La "generosidad" en la respuesta de los esposos a la decisión de trasmitir la vida

"El matrimonio -no me cansaré nunca de repetirlo (respondía san Josemaría en la entrevista citada a una pregunta «en relación con el tema del número de hijos» en el matrimonio)- es un camino divino, grande y maravilloso y, como todo lo divino en nosotros, tiene manifestaciones concretas de correspondencia a la gracia, de generosidad, de entrega, de servicio. El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone a ese amor de Dios que debe imperar en nuestra vida. Este es un punto fundamental, que hay que tener muy presente, a propósito del matrimonio y del número de hijos" (CONV, 93). Dos son, en efecto, los caminos que se abren a los esposos en la decisión de transmitir la vida humana: acomodar su conducta al plan de Dios, o dejarse llevar por planteamientos anticonceptivos, nacidos tal vez del miedo a la vida o de una mentalidad hedonista.

Para los esposos cristianos la decisión recta no puede ser otra que la generosidad en la respuesta a ese plan de Dios. Como consecuencia del sacramento recibido y del sentido vocacional de su matrimonio, esa decisión ha de fundamentarse en la confianza en Dios. "Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas" (ECP, 93). Una conducta o forma de proceder que no estuviera inspirada en el amor a Dios atentaría contra la esencia de la vida cristiana y, por tanto, del matrimonio como camino de santidad.

Sin embargo, familia numerosa no es, sin más, la que tiene muchos hijos, sino la que es consecuencia de la respuesta "consciente y generosa de los esposos en su misión de transmitir la vida, que entraña un valor de eternidad" (Vademecum para confesores, 2, 3). Decía san Josemaría: "cuando alabo la familia numerosa, no me refiero a la que es consecuencia de relaciones meramente fisiológicas; sino a la que es fruto de ejercitar las virtudes cristianas, a la que tiene un alto sentido de la dignidad de la persona, a la que sabe que dar hijos a Dios no consiste sólo en engendrarlos a la vida natural, sino que exige también toda una tarea de educación: darles la vida es lo primero, pero no es todo. Puede haber casos concretos en los que la voluntad de Dios -manifestada por los medios ordinarios- esté precisamente en que una familia sea pequeña. (...) No es el número por sí solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es suficiente para que una familia sea más o menos cristiana. Lo importante es la rectitud con que se viva la vida matrimonial" (CONV, 94).

El matrimonio y el amor conyugal están orientados naturalmente a la fecundidad. Por eso, "entre los cónyuges que cumplen así la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que (...) aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente" (GS, 50). Es lo que san Josemaría proclama también una y otra vez, en tertulias, reuniones y por escrito: "Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar adelante una familia numerosa, si Dios se la manda" (ECP, 94).

Si viven con esa misma generosidad y con disposición a responder con fidelidad al querer de Dios, los esposos a los que "el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos (...) no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza. Si los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge, empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso. Que miren a su alrededor, y descubrirán en seguida personas que necesitan ayuda, caridad y cariño" (CONV, 96).

Augusto SARMIENTO

 «    MEDIOS DE COMUNICACION SOCIAL    » 

El hombre es, por naturaleza, un ser social, abierto a la comunicación, a la transmisión a otros de sus pensamientos, sentimientos y deseos. La condición espiritual y corporal del ser humano trae consigo que el mundo interior se manifieste a través de realidades materiales: gestos, palabras, signos, escritura, pintura, música... Con el transcurrir de la historia, el crecimiento de los pueblos, el desarrollo de la tecnología, la extensión de la alfabetización y la cultura, por citar sólo algunas de las realidades que influyen en ese proceso, las sociedades se han ido haciendo más complejas, y en ellas la opinión pública, el parecer de la generalidad de la población, ha ido adquiriendo cada vez más importancia. En esa evolución ha estado implicada, a la vez como causa y como efecto, la aparición de nuevos modos y canales que cabe utilizar para comunicarse, hasta dar lugar, como ocurre en las sociedades modernas, a lo que suele designarse como mass media o medios de comunicación social, según la expresión que hizo suya el Concilio Vaticano II: la prensa, la radio, la televisión y, ya en nuestros días, internet y las redes sociales.

San Josemaría fue un gran comunicador. No es, sin embargo, de este aspecto general de su personalidad de lo que vamos ahora a ocuparnos. Se trata de una pretensión que reclamaría analizar su modo general de expresarse, su predicación, el conjunto de sus escritos y las grabaciones o filmaciones que se conservan de sus múltiples encuentros y reuniones, lo que excede el marco de la presente voz. Nuestro objetivo, en cambio, es dirigir la atención hacia su actitud y su doctrina respecto a los medios de comunicación social, dando a la expresión el significado técnico esbozado hace un momento. Con ese fin consideraremos primero algunos datos biográficos y luego pasaremos a ocuparnos de su doctrina.

1. Los medios de comunicación en la vida de san Josemaría

Desde joven san Josemaría se mostró interesado por el mundo que le rodeaba, no sólo por el inmediato, como ocurre en todo niño y en todo adolescente, sino también por el más alejado. Animado por el ejemplo de su padre, se acostumbró desde muy pronto a leer el periódico. Después de su ordenación sacerdotal en 1925 y de su llamada a ser fundador del Opus Dei en 1928, su interés por la lectura de los periódicos no disminuyó, sino que se acentuó, pues su condición de sacerdote secular le impulsaba a estar informado de la realidad de su tiempo. Y así, en una de las anotaciones de sus Apuntes íntimos, que data del comienzo de los años treinta, después de declarar que consideraba en su oración lo que Dios le pedía, añade: "Considero delante de Dios N. Señor el negocio y veo que, dado el apostolado en que Él me ha metido, necesito estar al tanto de las cosas que pasan en el mundo" (AVP, I, p. 363).

En 1940 Josemaría Escrivá de Balaguer estableció contacto directo con el mundo de los periodistas a través de una propuesta que le hizo un antiguo compañero suyo durante sus estudios en la Facultad de Derecho de Zaragoza, Enrique Giménez-Arnau. Éste había sido nombrado director general de prensa en octubre de 1939 y estaba organizando unos cursillos de especialización para periodistas. Le pidió a san Josemaría que impartiera las clases de Ética general y Moral profesional. Después de considerarlo y de pedir parecer al obispo de la diócesis, que fue favorable, aceptó por la posibilidad que esas clases le brindaban para contribuir a que futuros periodistas fueran conscientes de la trascendencia de su trabajo y del bien que estaban llamados a aportar a la sociedad. Los cursillos tuvieron lugar entre octubre de 1940 y junio de 1941. Un cambio en la dirección del centro, que pasó a tener una orientación fuertemente política, trajo consigo la desaparición de las clases de Ética y por tanto su colaboración en esa tarea.

No cesó, sin embargo, su atención por el periodismo y por los medios de comunicación en general. El hito más significativo lo constituye, sin duda, la creación del primer centro universitario de enseñanza del periodismo en España: el Instituto de Periodismo que comenzó en 1958 dentro del entonces Estudio General de Navarra, erigido dos años después como Universidad de Navarra. Josemaría Escrivá, fundador de esta universidad, fue el impulsor de la creación de ese centro cuando en España sólo se cursaban estudios de periodismo en la Escuela Oficial, que dependía del Ministerio de Información y Turismo y no poseía rango universitario. Fue una apuesta decidida por la elevación de la formación humanística e integral de los futuros profesionales del mundo de la comunicación (cfr. FONTÁN, 2002, pp. 203-204). De ese Instituto, que se transformó después en Facultad de Comunicación, han salido abundantes promociones de profesionales en el campo de la prensa, de la radio, de la televisión, de la publicidad, etc., no sólo españoles, sino también de otros muchos países.

Son también muy numerosas las personas a las que san Josemaría, tanto antes como después de la fundación de ese Instituto, animó de forma directa a dedicarse, si libremente lo deseaban, a tareas relacionadas con la comunicación, desde el trabajo personal como periodistas, guionistas, actores, etc., hasta la promoción de empresas de ese ramo. Su aprecio por los medios de comunicación y la conciencia de su importancia social y apostólica se manifiesta también, y quizás especialmente, en su reacción ante personas que le manifestaban las dificultades, también espirituales, que encontraban en ese ambiente; su respuesta fue siempre la misma: no abandones fácilmente esa tarea, acude a Dios y, con su ayuda, intenta cambiarla desde dentro. Así lo hizo -es sólo un ejemplo, pues situaciones parecidas se dieron en otras ocasiones- dirigiéndose a una mujer inglesa preocupada por el ambiente de la televisión en la que trabajaba: "Puedes llegar, hasta donde Dios llegue contigo. Hasta donde no pierdas el contacto y la intimidad con Él. Si vas siempre con Él, no es el ambiente quien influirá, sino tú en el ambiente" (citado en SASTRE, 1991, p. 539).

Durante unos días de retiro espiritual que pasó en Segovia en octubre de 1932, en el convento de los carmelitas donde se encuentra el sepulcro de san Juan de la Cruz, se planteó, entre otras cuestiones, si podría ser oportuno que, en orden precisamente a la promoción de la Obra que Dios le había encomendado, hiciera oposiciones a una cátedra de universidad o a otra ocupación de ese estilo. Su conclusión fue neta: lo que Dios le urgía no era eso, sino una disponibilidad total a la tarea que Dios le pedía: "ser sola y exclusivamente -y siempre- eso: sacerdote: padre director de almas, oculto, enterrado en vida, por Amor" (Apuntes íntimos, n. 1679: AVP, I, p. 473; sobre esa resolución, y sobre ese retiro en general, cfr. ibidem, pp. 464-476). Esa conclusión se extendía también a una posible actuación en medios de comunicación. Aunque era, como ya dijimos, un gran comunicador, y aunque tenía muy buena pluma, durante casi toda su vida quiso permanecer lejos de toda aparición en público, tanto personal como por escrito.

Llegó, no obstante, un momento en que advirtió que el servicio al Opus Dei y a la Iglesia le pedía romper ese silencio y lanzarse a la palestra. Fue en la década de 1960, en un periodo a la vez rico y difícil de la historia de la Iglesia y del proceso de configuración jurídico-canónica del Opus Dei. De ahí que en esos años, concretamente desde 1966 a 1968, concediera diversas entrevistas a periódicos tanto españoles como de otros países (desde Le Fígaro y The New York Times hasta L'Osservatore della Domenica): en total las seis, que, junto a una homilía pronunciada en Pamplona en 1967, integraron el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, publicado en 1968. En ese año descubrió otra forma de estar presente en el mundo de la información -seguía notando que Dios le pedía esa actividad-, que atrajo fuertemente su atención, hasta el extremo de que la mantuvo hasta el final de sus días: la revisión, con vista a la publicación en revistas o en colecciones de folletos, de textos provenientes de su predicación oral. De ahí nacieron otros dos libros: Es Cristo que pasa, aparecido en 1973, y Amigos de Dios, publicado póstumamente en 1977, pero preparado durante su vida.

2. Líneas generales de su enseñanza respecto a los medios de comunicación y a los agentes de la comunicación

Las enseñanzas de san Josemaría acerca de los medios de comunicación social no provienen de una especulación teórica, sino de su experiencia humana y pastoral, que le llevó a una valoración de esos medios y a una aguda percepción de su incidencia en el vivir social, con la responsabilidad que de ahí deriva. De hecho puede decirse que su enseñanza no versa tanto sobre los medios de comunicación en sí mismos considerados como sobre los agentes de la comunicación (periodistas, escritores, artistas, locutores, directores de cine, productores de televisión, etc.) y sobre las actitudes que reclama el recto ejercicio de esas funciones. El especial poder difusor del pensamiento y estructurador de las mentalidades que poseen los medios de comunicación social hace que tengan una intensa repercusión en la vida de las personas y de las sociedades, de modo que la presencia en esos ámbitos de personas honestas, cristianas o no, posee particular importancia, también en orden a contribuir a realizar ese ideal que tantas veces evocaba el fundador del Opus Dei a modo de resumen de su espíritu: "colocar a Cristo Señor Nuestro en la cumbre de todas las actividades humanas".

Entre los textos en que san Josemaría describe las aspiraciones que deben mover a los agentes de la comunicación social, podemos citar uno, referido directamente al periodismo, pero aplicable a otras tareas. Se trata de su respuesta a la pregunta "¿qué puede decirnos a los que trabajamos en la prensa universitaria?", que le hizo el director de la revista Gaceta Universitaria: "Es una gran cosa el periodismo, también el periodismo universitario. Podéis contribuir mucho a promover entre vuestros compañeros el amor a los ideales nobles, el afán de superación del egoísmo personal, la sensibilidad ante los quehaceres colectivos, la fraternidad. Y ahora, una vez más, no puedo dejar de invitaros a amar la verdad" (CONV, 86).

La promoción de esos ideales requiere, como base humana previa, ese saber hacer, esa competencia profesional que el fundador del Opus Dei reclamó siempre en referencia a todo tipo de actividades (cfr., entre otros muchos lugares, ECP, 50). A continuación una variada gama de virtudes: veracidad, justicia, respeto de la dignidad e intimidad de las personas, lealtad, sentido del pudor, disponibilidad para rectificar... Y, como fundamento de todo el edificio, honradez, rectitud de conciencia, sentido del deber y, en un cristiano, caridad, una apertura del corazón que se inspire en la del corazón de Cristo.

A san Josemaría no se le oculta que, aun poseyendo todas esas disposiciones, la tarea no será siempre fácil, y que en más de un momento podrán surgir dificultades. De ahí que, con frecuencia, mencione además otra virtud: la fe, la conciencia de que, a quienes actúen con sentido de responsabilidad y nobleza, no les faltará la gracia divina para poder santificar las propias tareas. Así recordaba en Sudamérica, en 1974, a una informadora que le pidió consejo sobre cómo mejorar en su profesión: "En la profesión tuya, el Gran Desconocido [expresión a la que acudía con frecuencia para referirse al Espíritu Santo] actúa como en todas las profesiones. Tú sientes, como siento yo, la vacilación, la duda: que puedo ir para la derecha, para la izquierda; que puedo hablar de esto o callarme. Yo lo noto perfectamente, en este mismo momento. Y tú también, cuando escribes o haces un reportaje, ¿verdad? Pues, déjate llevar del Espíritu Santo. Decídete por lo más arduo, siempre que sea bueno y noble. Y entonces seguirás el empujón del Espíritu Santo, y Él te ayudará, y serás una buena periodista, y harás mucho bien a las criaturas»" (citado en SORIA, 1993, pp. 154-155).

En el mensaje de san Josemaría sobre la misión y sobre la formación profesional y ética de los agentes de la comunicación destacan, presuponiendo el conjunto que acabamos de esbozar, dos aspectos que podemos comentar más despacio: el aprecio por la libertad y la responsabilidad personales, y el amor la verdad, unido al deseo de contribuir a una convivencia libre, pacífica y solidaria entre los ciudadanos. Para el fundador del Opus Dei, sin verdad y sin libertad no hay auténtica comunicación, sino apariencia de comunicación, y por tanto injusticia.

3. Libertad y responsabilidad

La promoción del amor a la libertad como elemento constitutivo de la convivencia entre los hombres fue uno de los rasgos más característicos del mensaje del fundador del Opus Dei. "Estamos obligados a defender la libertad personal de todos, sabiendo que Jesucristo es el que nos ha adquirido esa libertad ( Ga 4, 31); si no actuamos así, ¿con qué derecho reclamaremos la nuestra? (...) Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad, porque la conciencia -si es recta- descubrirá las huellas del Creador en todas las cosas" (AD, 171).

De hecho la afirmación y valoración de la libertad fue "uno de los temas más queridos y tratados" por san Josemaría, cuya "actitud permanente -tantas veces a contrapelo de las circunstancias históricas de su tiempo- fue «estar siempre al lado de la legítima libertad de todos los hombres», luchando por evitar la «aversión a la libertad personal, que es verdaderamente algo patológico»" (SORIA, 1993, p. 116). Afirmar la libertad tiene repercusiones inmediatas en el tema de la comunicación: no hay en efecto comunicación verdadera si las personas no pueden expresar noble, libre y sinceramente su propio pensamiento. De ahí que pueda decirse en referencia a la libertad de información, y de comunicación en general, lo que san Josemaría afirma en una de sus entrevistas tratando de la libertad de enseñanza: esa libertad "no es sino un aspecto de la libertad en general" (CONV, 79).

La defensa de la libertad de prensa, de radio, de televisión, etc. constituye uno de los temas recurrentes en la historia de los medios de comunicación. En conformidad con la enseñanza de san Josemaría esa defensa debe estar unida a la defensa de la libertad de los demás -si no actuamos así, acabamos de leer en texto recién citado, "¿con qué derecho reclamaremos la nuestra?"- y por tanto a la responsabilidad. La realidad es que, en su predicación y en sus escritos, fundió "dos palabras hasta hacerlas en su vida y en su pensamiento una aleación inseparable: libertad y responsabilidad. Una libertad personal unida siempre a una responsabilidad también personal" (SORIA, 2002, p. 72).

No concebía el ejercicio del periodismo sin responsabilidad: "considero que es un deber grave del periodista documentarse bien, y tener su información al día aunque a veces eso suponga cambiar los juicios hechos con anterioridad" (CONV, 30). Y lo mismo vale para los demás medios de comunicación social, aunque aquí el marco se amplía, porque no se trata sólo de informar con rigor, sino también de fomentar todo lo que promueva la dignidad de la persona, la formación de la conciencia moral, el sentido de la vida y, desde otra perspectiva, la convivencia.

4. Amor y servicio a la verdad

En san Josemaría el amor a la libertad corre parejo con su amor a la verdad. Evocando el dicho evangélico la "verdad os hará libres" (cfr. Jn 8, 32), insistía en la importancia que para cada hombre tiene descubrir la verdad, especialmente la que versa sobre el sentido de la existencia humana, y sobre la misión que incumbe al cristiano para difundir la verdad del Evangelio entre los demás hombres, de modo que todos puedan alcanzar a Cristo con la Inteligencia y la voluntad. "No basta -escribía su hermano Santiago, recordando palabras que le había oído pronunciar- aceptar personalmente, en el fuero de la propia conciencia, las exigencias de la verdad. Hay que saber proclamarla, llevarla a los demás. No nos ha dado Dios la inteligencia, y luego la luz sobrenatural de la fe, para nuestro exclusivo beneficio, sino para que hagamos llegar su fe hasta los últimos confines de la tierra" (S. ESCRIVÁ DE BALAGUER, 1992, pp. 62-63).

Los medios de comunicación social tienen una amplia gama de finalidades, que cabe, sin embargo, reducir a dos: la información y, junto a ella, especialmente en el caso de la radio y la televisión, la diversión y el descanso. La enumeración podría completarse con una tercera, que es a la vez una finalidad y un medio de subsistencia: la publicidad. En los tres casos, debe estar presente la verdad: la publicidad puede cantar las excelencias de un producto, pero debe evitar la mentira y el engaño moral, es decir, la publicidad perjudicial; la diversión ha de tener presente la verdad y la dignidad del ser humano; y la información tiene en el servicio su razón de ser.

La transmisión y comentario de noticias, la información periodística, encuentran su naturaleza y su constitutivo esencial en la verdad. Sólo la verdad hace posible que haya una información real, que es lo que todo lector o auditor espera. "Con la información, el hombre busca conocer a fondo la situación -el medio- en que tiene que vivir y trabajar, para evitar que circunstancias imprevistas o datos desconocidos le impidan dirigirse libremente hacia la consecución de los fines que se propone; con el conocimiento de las opiniones de las personas que le parecen autorizadas y veraces, pretende disponer de una guía para valorar la realidad en todos sus aspectos y dominarla mejor, superando las limitaciones impuestas por el ambiente pequeño en el que vive" (SORIA, "El Beato Josemaría y su lógica divina de la libertad", en GVQ, XII, pp. 24-25).

Este servicio a la verdad obliga al periodista a alejar de sí no sólo la falsedad y la calumnia, sino también la actitud irresponsable de "quien escribe sin informarse" (CONV, 64), la mentalidad deformada de quienes "imaginan, antes que nada, el mal" y propalan apreciaciones injustas (ECP, 67); así como la mentira que se camufla bajo la apariencia de la mera transmisión de un rumor, o bajo una verdad dicha a medias, omitiendo u ocultando facetas que influyen en la valoración de la realidad. "De acuerdo -se lee en Surco-, dices la verdad «casi» por entero... Luego no eres veraz" (S, 330); y algo después, en el mismo libro: "Dices una verdad a medias, con tantas posibles interpretaciones, que puede calificarse de... mentira" (S, 602).

La información verdadera es aquella "que no tiene miedo a la verdad y que no se deja llevar por motivos de medro, de falso prestigio, o de ventajas económicas" (CONV, 86). Los buenos periodistas son aquellos que no se contentan con aproximaciones o con rumores no comprobados, sino aquellos que informan "con hechos, con resultados, sin juzgar las intenciones, manteniendo la legítima diversidad de opiniones en un plano ecuánime, sin descender al ataque personal" (ibidem). Así como los que "no se creen infalibles, y tienen la nobleza de rectificar cuando comprueban la verdad" (CONV, 64).

En alguno de sus escritos san Josemaría califica a la ignorancia como uno de los mayores males que pueden aquejar al hombre, ya que lo esclaviza impidiéndole conocer la verdad (cfr. AD, 171; S, 359). De ahí su aprecio a la enseñanza y a la cultura, así como a los medios de comunicación social. Desde una perspectiva cristiana la obligación de difundir la verdad -el ser humano no es dueño de la verdad, sino su servidor- forma una sola cosa con el apostolado, con la misión, recibida en el Bautismo, de dar a conocer a Cristo, de difundir y defender su fe, con conciencia de la gran luz que proyecta sobre la existencia humana.

A este respecto san Josemaría, que excluyó de forma radical todo fanatismo, puso de relieve la íntima relación que debe reinar entre verdad y caridad: "Debemos tener una caridad maravillosa, «veritatem facientes in caritate», defendiendo la verdad, sin herir" (F, 559). Y añadía: "No se puede ceder en lo que es de fe: pero no olvides que, para decir la verdad, no hace falta maltratar a nadie" (F, 959). La verdad, repitámoslo, no esclaviza, sino que libera y debe por tanto ser transmitida en un ambiente de pleno respeto a la libertad. Su acción sacerdotal y apostólica estuvo acompañada de la convicción de que todos los bautizados están llamados a colaborar en la misión de dar a conocer a Cristo también a través de la convivencia, compartiendo las vicisitudes del vivir de cada día, con mutuo respeto los unos de los otros, en un ambiente de concordia y fraternidad.

El amor cristiano, leemos en una de sus homilías, "no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar -insisto- la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo". Por eso, continúa el texto, "universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado; traducción en obras y de verdad, por nuestra parte, del gran empeño de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (AD, 230). De esa forma, el cumplimiento del deber, el testimonio de una vida ordinaria vivida de acuerdo con la fe, será "vehículo para que otros descubran la honradez cristiana, fruto del amor divino, y encuentren a Dios" (S, 322).

María Francisca GREENE GONZÁLEZ

 «    MENTALIDAD LAICAL    » 

Con esta expresión, san Josemaría se refería a una actitud o disposición espiritual que configura y caracteriza la existencia del cristiano corriente por el hecho de vivir en medio del mundo, es decir, metido en los asuntos temporales y ocupándose de actividades seculares. El cristiano, al desenvolverse en las circunstancias comunes de la vida y de la sociedad, tiende de modo natural a respetar y apreciar esas mismas realidades seculares, en las que ve una manifestación del amor creador de Dios. Su inserción en el mundo le da un modo de considerar la realidad, una mentalidad que, aunque puede darse en todo cristiano, se pone especialmente en ejercicio en el caso del laico, es decir, del cristiano llamado a vivir y a santificarse en los trabajos del mundo. De ahí el adjetivo "laical", que es empleado aquí, no con un sentido excluyente, sino paradigmático o eminente.

1. Secularidad, alma sacerdotal, identidad personal

La adhesión a Jesucristo por la fe y os sacramentos introduce en el hombre un principio de vida sobrenatural, que transforma interiormente su existencia, pero que no altera las condiciones propias de su inserción en el mundo: su estado civil, social, profesional, etc. Todas estas circunstancias, iluminadas desde la fe, siguen constituyendo el entramado de su vida personal y de su relación con los demás hombres, con las ocupaciones y afanes que conlleva. Esta vida del cristiano en medio de los trabajos y compromisos del mundo se expresa con el término "secularidad". La fe no disuelve la condición humana del cristiano, sino que le permite santificarla, es decir, vivirla de tal modo que a través de ella Dios sea glorificado. Todo eso cobra acentos especiales en la vida del laico, porque la secularidad, la vida en medio del mundo y la participación en todo lo que ese mundo comporta, asignan al fiel laico su lugar propio en la economía de la salvación. El carácter secular, afirmó el Concilio Vaticano II, es "propio y particular de los laicos" (LG, 31). A ellos atañe, recuerda san Josemaría, "informar de espíritu cristiano todas las realidades terrenas" (Carta 2-II-1945, n. 7: AVP, II, p. 671).

La mentalidad laical corresponde a la condición secular cristiana. Vendría a ser como su dimensión psicológica y subjetiva, pues es consecuencia de percibir que dicha condición reclama un modo determinado de desenvolverse en medio de un mundo que se aprecia y ama. Una mentalidad es un modo continuo de ver las cosas y afrontar los problemas. Al considerar una y otra vez los temas desde una misma perspectiva o desde perspectivas análogas, se acaba por conformar una mentalidad. En su predicación, san Josemaría hizo notar, en más de una ocasión, que las circunstancias profesionales originan poco a poco un modo específico de ver la realidad. Así, el zapatero tenderá a fijarse en la calidad o en el estado de los zapatos de los transeúntes, el médico notará fácilmente en el color de la piel los síntomas de una enfermedad. Más en general, puede decirse que la dedicación intensa a una tarea profesional suele plasmarse en hábitos intelectuales y prácticos que la facilitan. Esta "mentalidad profesional" nos proporciona una idea, aunque limitada, de lo que san Josemaría entendía por "mentalidad laical". Esta última tiene, en efecto, un contenido más amplio y general, puesto que abraza, desde la perspectiva cristiana, la totalidad de las circunstancias de la vida corriente (cfr. Conferencia, 17-XII-1948: IJC, p. 219).

En el vocabulario de san Josemaría, la "mentalidad laical" es, por lo demás, sólo la mitad de una unidad superior. De hecho, casi siempre acompañaba esta expresión con otra: el "alma sacerdotal". No le interesaba la secularidad a secas, desde un punto de vista puramente sociológico, sino la secularidad "cristiana", es decir, la secularidad vivida desde la fe. No deseaba una sociedad secularizada, que termina por organizar el mundo al margen de Dios (laicismo), sino una sociedad pluralista, respetuosa de los derechos de todos, pero abierta al influjo de la fe (laicidad). Veía con claridad que el modo de pensar y de vivir de un cristiano no podía ser sólo el fruto de la experiencia humana, sino también la obra de la gracia redentora. Por eso, unía la experiencia de vivir en un mundo surgido de la bondad de Dios (la mentalidad laical) a una disposición sobrenatural profunda, a un modo de ver la realidad desde la obra salvadora de Cristo, que llamaba "alma sacerdotal". Con el binomio -"alma sacerdotal", "mentalidad laical"- san Josemaría quería expresar de modo sintético el punto de vista característico del cristiano corriente, inmerso en una realidad secular que debe dirigir a Dios.

Este doble aspecto de la secularidad tiene hondas raíces teológicas. La Carta a los Hebreos -4, 15; 5, 1 ss - presenta a Jesús como Pontífice santo y misericordioso, capaz de compadecerse de nuestra fragilidad porque, siendo Hijo de Dios, ha sido hecho semejante a nosotros en todo excepto en el pecado. Desde esta perspectiva, la acción sacerdotal de Cristo para restituir el mundo al Padre está intrínsecamente unida al contacto íntimo que, a través de la Encarnación, adquiere con todos los hombres, al compartir con ellos la frágil condición humana. De modo que Él es a la vez hombre entre los hombres y el Salvador de todos. Conduce una existencia humana, pero con espíritu sacerdotal y filial. Y esto, en cierto modo, se aplica también al cristiano: por el Bautismo participa del ser y de la misión de Cristo, de su sacerdocio. Puesto que vive en medio del mundo y se ocupa de los asuntos temporales, él es también uno entre los demás, ve y siente las realidades humanas como ellos (tiene mentalidad laical), pero al participar del sacerdocio de Cristo puede conducir a Dios esas mismas realidades temporales (por su alma sacerdotal). Los dos aspectos van unidos y son inherentes a la misión del cristiano corriente.

Concretamente, la mentalidad laical impide que la misión santificadora y apostólica del cristiano resulte postiza o yuxtapuesta a su tarea humana en el mundo (cfr. CONV, 113). La fe debe permear con naturalidad las realidades humanas, pero sin forzarlas; ordenarlas según el plan de Dios, pero en el respeto de la entidad propia de cada una. Y esto requiere un conocimiento directo e inmediato de esas realidades, que el cristiano posee precisamente porque está insertado en ellas como cualquier otro hombre, en identidad de condición. Se encierra aquí uno de los sentidos de la parábola evangélica de la levadura y de la masa (cfr. Mt 13, 33), que tanto gustaba a san Josemaría. Los cristianos laicos deben ser como levadura presente en la masa de la sociedad humana, mezclándose con ella hasta que fermente por entero. Forman parte de esa "masa" que han de transformar con la fe y la caridad, porque están en la entraña de la sociedad, "con naturalidad", "sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas" (CONV, 119). De modo que la mentalidad laical da un cauce a la acción evangelizadora del cristiano en el mundo (cfr. ECP, 155).

2. Actuar con mentalidad laical

A la hora de detallar las consecuencias y manifestaciones de la mentalidad laical, san Josemaría se refería principalmente a tres ámbitos: la libertad, la justicia y la actuación profesional. En primer lugar la libertad, porque Dios ha querido contar con la libre acción del hombre para conducir el mundo a su fin; ha dejado amplio margen de decisión a la autonomía personal. De ahí que el sentido de la libertad, propia y de los demás, deba impregnar la actuación secular del cristiano y forme parte de su peculiar modo de valorar la realidad (cfr. ECP, 98). En el contexto de la mentalidad laical, san Josemaría destacaba en una ocasión la importancia de la libertad con estas palabras: "que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos -en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional-, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde" (CONV, 117).

En definitiva, el amor a la libertad pertenece a la verdadera mentalidad laical, es una de sus notas, y, en consecuencia, también es característico de ésta el respeto a las libres decisiones de los demás, y la convicción de que hay mucho de opinable en las cuestiones temporales. Es decir, la plena aceptación de la legitimidad de que otros sostengan opiniones diferentes de las propias, el sano pluralismo, el rechazo de la intolerancia. De ahí que san Josemaría escribiera: "esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo -lo diré de un modo positivo-, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social" (ibidem).

Aquí, la afirmación de la "mentalidad laical", como valor cristiano positivo e imprescindible, enlaza con la crítica a la "mentalidad clerical". Por "mentalidad clerical", no "sacerdotal" -que es algo muy distinto-, entiende san Josemaría la actitud propia del "clericalismo", es decir, la disposición de ánimo que lleva a la intromisión indebida del clero en lo que corresponde al fiel cristiano o, en términos más amplios, la pretensión de imponer en nombre de la fe posiciones que son fruto, no de la fe, sino de planteamientos humanos y temporales. Se lesiona así la libertad legítima del cristiano. Otra forma de "clericalismo" -que lesiona en este caso la libertad de la Iglesia- se da en referencia al laico, cuando éste aspira a erigir en solución oficial de la Iglesia su posición personal ante un determinado problema, y termina por involucrar a la Iglesia con su actuación individual. San Josemaría detestaba el clericalismo en cualquiera de sus manifestaciones (cfr. CONV, 12, 117) y animaba a vivir tres consecuencias de la verdadera mentalidad laical: "ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal"; "ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen en materias opinables, soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene"; y "ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas" (CONV, 117).

Pero, como dijimos anteriormente, la mentalidad laical incide también en otros terrenos, concretamente en el de la justicia y en la actividad profesional. Conduce a respetar los derechos propios y ajenos, a cumplir las leyes justas y a observar todos los deberes profesionales, familiares y sociales. Y esto en un doble sentido. Al cristiano no le es lícito alegar motivos religiosos para desentenderse o ser exonerado de sus justas obligaciones, pero tampoco puede aceptar ser discriminado en sus derechos cívicos por razón de sus creencias, ya que "vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre" (ECP, 183). La mentalidad laical lleva, en suma, a cultivar el conjunto de virtudes que hacen de la profesión y de la actuación en la sociedad un servicio concreto a quienes nos rodean y al bien común: "para comportarse así, para santificar la profesión, hace falta ante todo trabajar bien, con seriedad humana y sobrenatural" (ECP, 50).

3. Mentalidad laical y sacerdocio ministerial

Por último, la mentalidad laical caracteriza también la vocación del sacerdote. Por una parte, porque ningún cristiano -y, por tanto, tampoco el sacerdote- debe eximirse del aprecio a las realidades humanas nobles ni del respeto de su íntima naturaleza. El ministerio sacerdotal se desempeña en el mundo, al que el sacerdote es enviado; de modo que si no apreciara las realidades seculares, difícilmente podría comprender los problemas de su grey, ni ayudarla a santificarse en sus ocupaciones. Además el sacerdote no puede ignorar la realidad y el valor de la vocación y misión de los laicos, que deberá no sólo reconocer, sino respetar y potenciar. En una entrevista concedida en 1968 a L'Osservatore della Domenica, san Josemaría se alegraba del proceso de desarrollo y madurez del laicado, que había tenido lugar en esos años, y señalaba la necesidad de una nueva pastoral que respondiera a este fenómeno. Para darle curso, los pastores debían destacar por algunas cualidades como "el don sobrenatural del discernimiento de espíritus, la sensibilidad para las cosas de Dios, la humildad de no imponer las propias preferencias y de servir a lo que Dios promueve en las almas. En una palabra: el amor a la legítima libertad de los hijos de Dios, que encuentran a Cristo y son hechos portadores de Cristo, recorriendo caminos entre sí muy diversos, pero todos igualmente divinos" (CONV, 59).

A su vez, el crecimiento espiritual del laicado implica también una valoración cada vez mayor del sacerdocio ministerial, y de su función insustituible en la comunidad cristiana. No hay que ver en ello una paradoja, pues todo progreso en la comprensión de un elemento esencial redunda en una mejor inteligencia del conjunto, de la misión y estructura de la Iglesia. Es necesaria la diversidad de miembros y cada miembro debe estar en su sitio: el laico en sus labores seculares y el sacerdote en su ministerio propio. Este último está llamado a una específica configuración con Cristo Sacerdote y Cabeza de la Iglesia, y no debe buscar acercarse a sus fieles imitando los modos de vida propios de los laicos. Sería como asumir un disfraz que poco tiene que ver con la mentalidad laical. El ministerio sacerdotal posee de por sí una singular dignidad, de modo que "rectamente ejercido -sin timideces ni complejos que son ordinariamente prueba de inmadurez humana, y sin prepotencias clericales que denotarían poco sentido sobrenatural-, (...) asegura suficientemente por sí mismo una legítima, sencilla y auténtica presencia del hombre-sacerdote entre los demás miembros de la comunidad humana a los que se dirige" (CONV, 4).

La enseñanza de san Josemaría sobre la inserción del ministerio sacerdotal en la sociedad secular se puede sintetizar en las consideraciones que él mismo hacía en cierta ocasión. Hablando de un grupo de miembros de la Obra que iban a recibir el sacerdocio tras años de actividad profesional, decía: "Se ordenarán para servir. No para mandar, no para brillar, sino para entregarse, en un silencio incesante y divino, al servicio de todas las almas. Cuando sean sacerdotes, no se dejarán arrastrar por la tentación de imitar las ocupaciones y el trabajo de los seglares, aunque se trata de tareas que conocen bien, porque las han realizado hasta ahora y eso les ha confirmado en una mentalidad laical que no perderán nunca" (AIG, p. 66). Entendía que esa mentalidad laical, bien asentada, conducía al deseo de servir a la Iglesia siendo "en todo" y "sólo" sacerdotes: "sacerdotes cien por cien".

Antonio DUCAY REAL

 «    MEXICO    » 

El año 1946, o tal vez antes, san Josemaría comentó a Pedro Casciaro que había que comenzar la labor apostólica del Opus Dei en América. A fines de 1948 le pidió que viajara por algunos países americanos. El encargo era que conociera in situ las diversas circunstancias de cada país para poder iniciar la labor estable. El 13 de abril de 1948, Pedro Casciaro, que por entonces había recibido la ordenación sacerdotal, hizo un recorrido por varios países, acompañado por otros dos miembros del Opus Dei. Con la información recabada, san Josemaría decidió iniciar la labor apostólica en Estados Unidos y México en cuanto fuera posible.

1. Inicio de la labor apostólica en México

El 17 de diciembre de 1948, san Josemaría les dio la bendición a Pedro Casciaro, Ignacio de la Concha y José Grinda, y les entregó una imagen de la Virgen del Rocío, que les acompañó en su viaje hacia México, y que se encuentra ahora en la casa de retiros de Montefalco, en el Estado de Morelos. Embarcaron el 18 de diciembre de 1948 en el puerto de Bilbao y llegaron al de Veracruz el martes 18 de enero de 1949. El 21 de enero, a instancias de un amigo, se instalaron en un apartamento en la calle de Londres, 33, en la Colonia Juárez de la Ciudad de México. Allí permanecieron solamente unos meses, hasta el 30 de mayo de 1949.

El 9 de marzo, Mons. Luis María Martínez, arzobispo de México, celebró la primera Misa en el oratorio del piso de Londres, 33. A partir de entonces se intensificaron el trato con universitarios y los medios de formación espiritual. También en marzo de 1949, aunque la labor estaba aún en sus comienzos, se empezaron a hacer planes para extender el Opus Dei a otros lugares de la República. A partir del mes de abril se hicieron diferentes viajes. Por motivos de trabajo, Gonzalo Ortiz de Zárate, que se había trasladado a México, comenzó a ir a la ciudad de Culiacán (Estado de Sinaloa), donde, en enero de 1951, se instaló un Centro.

San Josemaría les escribía desde Roma para alentar sus trabajos apostólicos; a pesar de la lejanía, los primeros sentían la constante compañía del Padre a través de sus frecuentes cartas, breves pero animosos escritos, con sus trazos fuertes; en una de ellas, del 6 de julio de 1949, les adelantaba la llegada de otro sacerdote y les comunicaba su deseo de que fueran pronto las mujeres.

El 30 de mayo de 1949, el primer Centro de la Ciudad de México se trasladó a una nueva casa en la calle de Nápoles, 70. Ese mismo día san Josemaría les ponía unas líneas desde Roma: "Queridísimos: con mucha alegría leemos vuestras cartas. Aún me detendré aquí un poco de tiempo. Encomendad las cosas que ahora me preocupan. Yo me acuerdo siempre de vosotros. Decidle a la Ssma. Virgen de Guadalupe que me aumente el amor a su Hijo y que bendiga y haga realidad mis peticiones" (citado en CANO, 2007, p. 62). En esa casa se inició una residencia para estudiantes. A partir de 1961 se trasladaron a la calle de Hortensias en la Colonia Florida, donde se inició la Residencia Universitaria Panamericana.

En agosto de 1949 san Josemaría decía: "¡Cuántas ganas de abrazaros en ese bendito México! Un abrazo muy fuerte y la bendición de vuestro Padre" (citado en CASCIARO, 2001, p. 205). Indicaba con fuerza que, allí donde estuvieran realizando la labor apostólica, había que evitar la apariencia de ser como un añadido en la sociedad del país. En México se siguió este criterio, por lo que el Opus Dei arraigó de manera plena desde el principio.

2. Los inicios de los apostolados del Opus Dei con mujeres

Para el comienzo de la labor de mujeres, san Josemaría escogió a tres, encabezadas por Guadalupe Ortiz de Landázuri. Al llegar a México el 6 de marzo de 1950, tuvieron la alegría de recibir un telegrama de san Josemaría: "Todo cariño recuerdo mis hijas" (MURILLO, 2001, p. 62). En los primeros meses recibieron también varias cartas, donde les transmitía la confianza que tenía en ellas para sacar adelante la labor que tenían encomendada. Las invitaba a escribirle para que le contaran los detalles del viaje y las llenaba de esperanza.

El 20 de junio, les decía "No olvidéis que vuestra misión es capital; cumplidme las Normas de piedad, (...) trabajar con alegría y muy unidas. Veréis cómo arraiga y se multiplica la siembra" (citado en MURILLO, 2001, p. 62). Con este impulso iniciaron la labor de universitarias.

El 1 de abril comenzó una residencia de universitarias en la calle de Copenhague, 32. En poco tiempo se buscó una casa fuera de la ciudad para extender el apostolado con campesinas, que sirviera también como lugar para cursos de retiro y otras actividades de formación espiritual. Con esa finalidad, en 1952 se aceptó la donación del casco, abandonado, de la hacienda de Santa Clara, de Montefalco. Montefalco era una vieja hacienda azucarera virreinal en el Valle de Amilpas, en el actual Estado de Morelos. Durante la Revolución Mexicana fue saqueada y quemada varias veces por el general Emiliano Zapata. San Josemaría, a través de una carta, alentó a sus hijos e hijas para que continuaran con el trabajo de restauración del lugar, pues pensaba que la labor con campesinas daría mucha gloria a Dios y sería un gran servicio para México. La bendición de san Josemaría fue un impulso para trabajar en Montefalco y superar las dificultades.

A través de la residencia, las mujeres se ocuparon de la alfabetización y preparación de jóvenes provenientes del campo para las tareas del hogar. En esta labor ayudó José Abraham Martínez Betancourt, obispo de la diócesis de Tacámbaro (Estado de Michoacán), al suroeste de México, que conoció en Roma a san Josemaría antes del año de 1948. En la conversación que mantuvieron entonces, le quedó grabado su interés por los campesinos. Por esta razón, cuando las mujeres instalaron la primera escuela para campesinas, en 1951, Mons. Martínez dio a conocer esta iniciativa a los párrocos y a las familias de Tacámbaro y de otros pueblos; entre esas muchachas, algunas encontraron su llamada al Opus Dei. San Josemaría siguió con especial cariño la labor que se hacía con campesinas.

En 1954, la labor apostólica se fue extendiendo a otros lugares diversos de la Ciudad de México: ya estaba hecha la primera fase de la reconstrucción de Montefalco; y se trabajaba en Culiacán, al noroeste del país y en Monterrey, al noreste.

3. San Josemaría en México y la Novena a la Virgen de Guadalupe

En una carta de enero de 1950, san Josemaría había manifestado a don Pedro Casciaro su deseo de ir a México para pasar una temporada larga. Le daba gran alegría pensar que podría celebrar la santa Misa ante la Virgen de Guadalupe. Llevaba a México en el corazón al menos desde la persecución religiosa que sufrió la Iglesia en el país en 1926, y comentó que había rezado mucho por México encomendándolo a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe, para que no se destruyera la fe del pueblo mexicano.

El 15 de mayo de 1970 pudo realizar su sueño de pisar tierras mexicanas. El motivo principal de su visita era rezar ante la Virgen de Guadalupe, siguiendo su plan de visitar varios santuarios marianos y, en segundo término, ver a sus hijos mexicanos. Su afán por estar con la Virgen era grande. Tan pronto llegó a la Ciudad de México, pidió que lo llevaran a la Basílica: eran las tres de la madrugada y estaba cerrada. Ese día celebró su primera Misa en América en el oratorio de la Comisión Regional de México, ante una imagen de la Virgen de Guadalupe. Al día siguiente de su llegada acudió a la basílica de Guadalupe, después de visitar al primado de México, el cardenal Miguel Darío Miranda.

En esta primera visita san Josemaría quedó arrodillado en el presbiterio, absorto, sin moverse, durante más de hora y media. Rogaba por la Iglesia, por el Papa, por todas las almas. Poco a poco fueron llegando sus hijos, cooperadores y amigos que querían rezar junto a él y pedir por sus intenciones. Al marcharse pidió que se arreglaran las cosas para poder seguir con la novena en un lugar más apartado.

A partir del día 17 pudo continuar la novena a la Virgen rezando a través de una tribuna situada sobre el presbiterio. Esta tribuna se encuentra actualmente en la casa de retiros de Toshi, cercana a la ciudad de Toluca, en el Estado de México. Desde lo alto de la tribuna, la imagen de la Virgen quedaba muy cerca de san Josemaría y de los que estaban con él; desde ahí dirigía el Rosario poniendo en la Virgen su oración confiada y hacía su oración en voz alta. En algunas ocasiones pedía a los que lo acompañaban que dijesen ellos algo, pero el que dirigía la conversación con la Virgen era san Josemaría. Rezaban las tres partes del Rosario.

En su oración del día 20 le decía a la Virgen: "Ahora sí que te digo con el corazón encendido: monstra te esse Matrem! (¡muéstranos que eres Madre!) (...). Escúchanos; ¡yo sé que lo harás!". San Josemaría pedía por el Opus Dei, para que se conservaran íntegros el espíritu, la naturaleza y los modos apostólicos propios de la Obra, incluida la futura solución jurídica adecuada. Esta petición se cumplió el 28 de noviembre de 1982 con la erección del Opus Dei en Prelatura personal por el papa Juan Pablo II.

Durante su novena en la basílica de Guadalupe, san Josemaría pidió también constantemente por la Iglesia. Le dijo a la Virgen que pondría un mosaico de su imagen en la futura Capilla de los confesonarios de Torreciudad. El 28 de junio de 1977, don Álvaro del Portillo y quienes le habían acompañado durante la novena cumplieron la promesa. San Josemaría ya había fallecido, pero todos tuvieron la convicción de que presidía la sencilla ceremonia de dedicación del mosaico.

El último día de la novena a la Virgen de Guadalupe, el 24 de mayo de 1970, san Josemaría, en su conversación con la Virgen, volvió a ponerse a sus pies con la confianza de un hijo que se siente orgulloso de serlo. Su oración se extendió en actos de amor, de abandono en la voluntad de Dios, en acciones de gracias y de desagravio. Pidió por la fidelidad a la fe de la Iglesia de todos sus hijos e hijas. Al ofrecer cada misterio glorioso, hizo peticiones por cada uno de los continentes, con el deseo de que la Obra se extendiese a todos los lugares de la tierra.

Con este día, la novena llegaba a su fin y, antes de retirarse, san Josemaría agradeció a la Santísima Virgen la alegría de haber podido estar con ella y le manifestó lo que le costaba arrancarse de ese lugar, donde la tenía tan cerca. Concluyó diciendo que estaba seguro de que la Virgen lo había escuchado, confiando en que Ella arreglaría todo.

La estancia de san Josemaría en México se prolongó un mes más, hasta el 22 de junio. Fueron unos días de verdadera catequesis. Se organizaron muchas tertulias a las que acudieron todo tipo de personas de distintas partes, no sólo de México, sino también de Estados Unidos y de Latinoamérica. A pesar de la variedad de personas de toda condición intelectual y social, nacionalidad y raza, san Josemaría se hacía entender con un gran don de lenguas, procurando acomodarse a la suavidad del modo de hablar mexicano. Con la gracia humana que le caracterizaba, hablaba con gran espontaneidad y libertad. Supo convertir esos encuentros de miles de personas en momentos entrañables. Movió a sus hijos e hijas a sentir su responsabilidad apostólica aludiendo a que México tenía una gran tarea que hacer en el mundo, en toda la América de lengua castellana, que tiene hambre de Dios.

Además de los encuentros en la Ciudad de México, san Josemaría visitó Montefalco (Morelos) y Jaltepec, cerca de la laguna de Chapala (Jalisco). En Montefalco, se alegró mucho al ver los edificios de la casa de retiros. Pasó allí tres días. Cuando contempló el conjunto dijo: "Montefalco es una locura de amor de Dios (...). En esta casa, Don Pedro y mis hijas e hijos mexicanos, no han obrado más que con sentido sobrenatural. Recibir con alegría un montón de ruinas, más grandes que el palacio de Versalles, humanamente es absurdo. Pero habéis pensado en las almas, y habéis hecho realidad una maravilla de amor. Dios os bendiga" (cfr. CASCIARO, 2001, p. 232).

En Jaltepec, en la casa de retiros a orillas del lago de Chapala, estuvo san Josemaría del 9 al 17 de junio. Igual que en Ciudad de México, tuvo tertulias con personas de variadas condiciones sociales e intelectuales, hombres y mujeres, sacerdotes y matrimonios. Dio una gran catequesis sobre los sacramentos, la santificación de la vida ordinaria, y el amor de Dios. Se reunió también con un grupo numeroso de sacerdotes diocesanos a quienes animó a vivir con mentalidad laical ocupándose sólo de las almas. Estuvo con ellos largo rato, pero el calor era agobiante y acabó extenuado. Se retiró un rato a descansar. En su habitación había un cuadro de la Virgen de Guadalupe, que representaba el momento en que Ella le ofrece a Juan Diego una flor. San Josemaría dijo: "Así quisiera morir: Mirando a la Santísima Virgen, y que ella me dé una flor" (citado en CASCIARO, 2001, p. 239). El 26 de junio de 1975, cerca de las doce del mediodía, después de mirar una imagen de la Virgen de Guadalupe, fallecía san Josemaría en Roma.

El último día de la estancia de san Josemaría en la Ciudad de México, el 22 de junio, propuso ir a cantar a la Virgen a la Villa. Todos los miembros de la Obra de entonces, se apiñaron junto a él. En el presbiterio san Josemaría entonó primero la Salve, y después siguieron las canciones. San Josemaría miraba fijamente a la Virgen de Guadalupe. Al día siguiente partió para Roma.

4. Desarrollo de la labor

En el momento del fallecimiento de san Josemaría, en México se hacía labor en el Distrito Federal, en Culiacán (Sinaloa), en Monterrey (Nuevo León), en Guadalajara (Jalisco) y en San Luis Potosí. Había varias residencias de estudiantes y cuatro casas de retiros: Montefalco, Toshi, Jaltepec y Los Pinos. Se hacían viajes a Querétaro, Puebla, Chihuahua, Torreón, Los Mochis y Mazatlán. En años posteriores, la labor apostólica ha seguido creciendo.

En 1967 algunos fieles del Opus Dei, junto con otras personas, crearon una escuela de negocios, el Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresas, y en 1968 comenzó el Instituto Panamericano de Humanidades, que alcanzó el rango de Universidad en 1978. En la actualidad, la Universidad Panamericana cuenta con tres campus situados en Ciudad de México, Guadalajara y Aguascalientes.

Concepción BARREIRO GÜEMES

 «    MISTICA    » 

La palabra mística tiene la misma raíz que misterio, y se ha utilizado desde muy antiguo, en la tradición espiritual y teológica, para designar los misterios de Dios, pero en cuanto "vividos" o "experimentados" por el alma cristiana, en la que la misma Santísima Trinidad inhabita. La palabra mística designa, por tanto, una realidad vital llena de riqueza, grandeza y profundidad, pero al mismo tiempo oscura, secreta y escondida; algo profundamente íntimo y sobrenatural, que participa de las maravillas de Dios, pero que resulta inabarcable, incomprensible e inefable.

Con las expresiones mística, vida mística, experiencia mística, se intenta designar, en consecuencia, los aspectos y elementos de la vida espiritual cristiana que hacen más directa referencia a la participación en la vida divina, a la inhabitación de Dios en el alma, a la transformación en Cristo; en suma, a los rasgos y experiencias más íntimos, más profundos, más elevados de la relación de amor entre el cristiano y Dios que constituye la esencia de la vida espiritual (cfr. SESÉ, 2006, pp. 671-677). De acuerdo con esta concepción, está claro que toda vida santa incluye una fuerte componente mística, y que, en particular, se puede calificar a san Josemaría Escrivá de Balaguer como un hombre profundamente místico.

1. Mística y vida cristiana

No siempre, a lo largo de la historia de la Iglesia, ha estado claro el lugar que puede atribuirse a la mística en el conjunto de la vida cristiana. Y esto en parte por la particular dificultad de comprensión de la mística, y en parte por los influjos más o menos intensos de determinadas concepciones de la vida espiritual en cada época, o por la diversa sensibilidad según las circunstancias históricas del pueblo cristiano, de los pastores y de los teólogos, ante las cuestiones místicas.

No es el lugar para presentar, ni siquiera someramente, una historia de la mística cristiana, pero sí de recordar, en concreto, que durante los primeros decenios del siglo XX -es decir, durante los años de formación de san Josemaría, del inicio de su ministerio sacerdotal, y de la fundación y primer desarrollo del Opus Dei-, tuvo lugar una intensa polémica teológico-espiritual, conocida como la "cuestión mística". En ella, un buen número de teólogos y maestros de la vida espiritual, de gran prestigio personal e intelectual, debatieron sobre si la mística es una realidad abierta a todos los cristianos o un don concedido por Dios tan sólo a algunos privilegiados, profundizando para ello en el estudio del concepto de mística como tal (y otros afines, como contemplación), en su historia, y en la enseñanza de los grandes maestros clásicos (cfr. BELDA - SESÉ, 1998). San Josemaría no participó en esa polémica, pero es razonable pensar que tuvo un buen conocimiento de ella, y algunas de sus afirmaciones y enseñanzas, a las que luego se hará referencia, hay que leerlas teniendo presente ese conocimiento.

De hecho, la "cuestión mística" ayudó mucho al desarrollo de la teología espiritual en general, y a aclarar, en particular, la hondura que puede alcanzar la vida cristiana de una persona santa. Con el desarrollo de la doctrina sobre la llamada universal a la santidad, culminada en el Concilio Vaticano II, y de la que san Josemaría es pionero, las principales conclusiones de esa polémica teológica encuentran hoy su marco apropiado y una importante clarificación, aunque el tema siga sujeto a ulteriores profundizaciones teológicas.

El número 2014 del Catecismo de la Iglesia Católica resulta particularmente luminoso y sintético a la hora de explicar las ideas actualmente adquiridas sobre la dimensión mística de la experiencia cristiana: "El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama «mística», porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos -«los santos misterios»- y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos".

En la misma línea, pero perfilando más algunos aspectos, la Cart. Orationis formas, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en su número 25, indica: "A propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu Santo y los carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los primeros son algo que todo cristiano puede reavivar en sí mismo a través de una vida solícita de fe, de esperanza y de caridad y, de esa manera, llegar a una cierta experiencia de Dios y de los contenidos de la fe, por medio de una seria ascesis. En cuanto a los carismas, S. Pablo dice que existen sobre todo en favor de la Iglesia, de los otros miembros del Cuerpo místico de Cristo (cfr. 1Co 12, 7). Al respecto hay que recordar, por una parte, que los carismas no se pueden identificar con los dones extraordinarios -«místicos»- (cfr. Rm 12, 3-21), por otra, que la distinción entre «dones del Espíritu Santo» y «carismas» no es tan estricta. Un carisma fecundo para la Iglesia no puede ejercitarse, en el ámbito neotestamentario, sin un determinado grado de perfección personal; por otra parte, todo cristiano «vivo» posee una tarea peculiar -y en este sentido un «carisma»- «para la edificación del Cuerpo de Cristo» (cfr. Ef 4, 15-16), en comunión con la Jerarquía, a la cual «compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (LG, 12)".

Parece pues que se pueden distinguir tres tipos de dones místicos: la mística "ordinaria", alcanzable por todos, como fruto de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, y que entra en el orden de la santificación personal; la mística "especial" o "peculiar", fruto de carismas concretos concedidos por Dios a determinados cristianos, de acuerdo con su vocación particular en la Iglesia, y que se conceden precisamente en servicio de la misma Iglesia y de las almas, no en beneficio propio, aunque se apoyen en la santidad personal; y la mística "extraordinaria", con dones que suelen romper las leyes de la naturaleza, y que Dios concede a personas muy concretas como signo claro y llamativo de la grandeza de la santidad cristiana a la que todos estamos llamados, o de alguno de sus aspectos más importantes.

2. La mística en la vida y enseñanza de san Josemaría

Es un dato ampliamente demostrado que san Josemaría Escrivá recibió personalmente algunos dones místicos extraordinarios: particularmente un buen número de locuciones divinas, "sin ruido de palabras" (según él mismo solía decir), pero con un claro origen sobrenatural, y de gran intensidad, con luces nuevas para su mente, y fuertes impulsos para su corazón y su labor apostólica. Sobre esos dones, resulta significativo destacar que además de ser muy íntimos y personales, y muy relacionados con la evolución espiritual de su alma, tuvieron siempre un fuerte significado teológico-espiritual en relación con el espíritu y la realidad viva del Opus Dei y con el mensaje que san Josemaría estaba llamado a transmitir.

San Josemaría insistió mucho en lo ordinario de la vida de los miembros del Opus Dei y, en general, de todos los cristianos corrientes, a los que se dirigía en primer lugar. Por eso, apenas hablaba de esos fenómenos extraordinarios, y la mayoría no han sido conocidos hasta después de su muerte; pero contemplados y analizados en este momento, aparecen claramente como signos "extraordinarios" de realidades espirituales "ordinarias", signos concedidos al fundador del Opus Dei para que se grabaran hondamente en su alma y pudiera así transmitir con fuerza y con plena claridad aspectos de la experiencia cristiana que pueden ser ofrecidos y enseñados al común de los cristianos. Baste recordar dos ejemplos significativos: la locución "Abba!, Pater!", y su relación con la centralidad de la filiación divina en la espiritualidad del Opus Dei y en la vida cristiana en general (cfr. AVP, I, pp. 388-392); y la locución "et ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum" (cuando sea exaltado sobre la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí), para indicar que los cristianos han de llevar a Cristo, con sus vidas, a todas las actividades humanas (cfr. ibidem, pp. 380-382).

No obstante, es un hecho que san Josemaría recibió también algunos dones místicos personales, particularmente intensos, profundos y abarcantes. Algunos estuvieron relacionados con la decisión y la firmeza necesarios para superar las dificultades con que debía enfrentarse para su misión como fundador del Opus Dei. Otros se refieren a su labor como maestro de vida cristiana que debía contribuir a que se proclamara con nitidez la llamada universal a la santidad, el valor divino del trabajo, etc. Correspondió al Señor colocando a su servicio los dones naturales y sobrenaturales recibidos, procurando servir a la Iglesia y a las almas.

Hay que señalar finalmente que, san Josemaría fue un "gran místico de la mística ordinaria", valga la expresión un tanto forzada, pero necesaria, nos parece, para intentar sintetizar su principal aportación doctrinal en este terreno. En efecto, lo que la citada "cuestión mística" trataba desde un punto de vista preferentemente teórico, san Josemaría Escrivá de Balaguer, por los mismos años, lo estaba viviendo personalmente y enseñándolo a multitud de fieles, desde un punto de vista práctico, aunque no exento de gran hondura teológica: la mística abierta a todos, sin dejar de ser verdadera mística.

Limitémonos a recordar dos textos clave. El primero pertenece a la homilía Hacia la santidad, que tiene carácter autobiográfico y presenta, por lo demás, paralelismos con otras descripciones "progresivas", clásicas del desarrollo de la vida espiritual; por ejemplo, con las Moradas de Santa Teresa de Jesús. Después de ir mostrando el itinerario hacia la santidad como una "senda de oración", san Josemaría se detiene particularmente en la oración contemplativa propia de un cristiano que vive en medio del mundo, y afirma en un pasaje amplio, pero que compensa citar casi por entero: "El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!" (AD, 306).

La descripción que ofrece san Josemaría se sitúa, a nuestro juicio, en la línea de la "mística ordinaria", de que antes se hablaba, como confirman los párrafos que siguen: "Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 41 [Vg 40], 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas. No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces, metidos en la senda estrecha que conduce a la vida! ( Mt 7, 14)" (AD, 307). Y añade: "¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios. Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe: hechos, porque el Señor -lo has comprobado desde el principio, y te lo subrayé a su tiempo- es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual -son infinitas-, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta. Una oración y una conducta que no nos apartan de nuestras actividades ordinarias, que en medio de ese afán noblemente terreno nos conducen al Señor. Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo" (AD, 308).

En el último párrafo recién citado el autor evita, claramente, entrar en polémicas teológicas o acudir a nomenclaturas técnicas. El momento álgido de esas polémicas ha pasado. En todo caso, podemos comentar que san Josemaría, aunque evita incidir en precisiones que podrían suscitar debate, está hablando de mística en sentido propio. Expresiones como "es merced de Dios", es "contemplación y unión", "sobran las palabras", "el entendimiento se aquieta", "no se discurre, ¡se mira!", son muy significativas. Más aún, está expresando de forma viva la estrecha relación que existe entre ascética y mística, inseparables en toda auténtica vida espiritual cristiana: "si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia".

Esa relación está también expresada, a mi juicio, en el segundo texto que deseo citar, el punto 39 de Forja, también lleno de profundas resonancias de la mística clásica (el águila, el vuelo, el sol, etc.): "Me veo como un pobre pajarillo que, acostumbrado a volar solamente de árbol a árbol o, a lo más, hasta el balcón de un tercer piso..., un día, en su vida, tuvo bríos para llegar hasta el tejado de cierta casa modesta, que no era precisamente un rascacielos... Mas he aquí que a nuestro pájaro lo arrebata un águila -lo tomó equivocadamente por una cría de su raza- y, entre sus garras poderosas, el pajarillo sube, sube muy alto, por encima de las montañas de la tierra y de los picos de nieve, por encima de las nubes blancas y azules y rosas, más arriba aun, hasta mirar de frente al sol... Y entonces el águila, soltando al pajarillo, le dice: anda, ¡vuela!... -¡Señor, que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol -Cristo- en la Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón!".

La referencia concreta a la Eucaristía, el Sacramento -Misterio- por excelencia, es clave en esta descripción de una auténtica vida mística. Junto a ello, las claras alusiones a la necesidad del esfuerzo personal, ordinario pero heroico a la vez (ascética), a la inesperada y radical intervención divina, a la "altura" de esa experiencia mística, a la libertad de que sigue disfrutando el alma ("anda, ¡vuela!"), junto a la total docilidad a la acción divina, etc.: todo ello, aspectos de la mística descritos por los santos y maestros de todos los tiempos.

En definitiva, san Josemaría, coherentemente con su mensaje de apertura de la santidad a todos los cristianos sin excepción, abre también los caminos de la mística: una mística entendida en su sentido más "ordinario", más común, pero no por eso menos "místico", menos elevado, profundo y radical. Con su vida y su enseñanza, consigue purificar el concepto de "mística", de los peligros de un excesivo acento en lo extraordinario o de minuciosas cuestiones de "escuela", sin quitarle un ápice de su grandeza: la grandeza, nada menos, de una vida de amor, comunión e intimidad con Dios Uno y Trino.

Javier SESÉ

 «    MOLINOVIEJO, CASA DE RETIROS    » 

Molinoviejo es una casa para convivencias y días de retiro espiritual, situada muy cerca de Ortigosa del Monte, un pueblo de la provincia de Segovia (España). San Josemaría tenía un cariño especial por este lugar que le evocaba hechos referentes a su vida interior, y al gobierno e historia del Opus Dei. Molinoviejo fue la primera de un numeroso conjunto de casas para retiros extendidas por todo el mundo. Un rasgo común de todas estas casas es el tono de hogares de familia que las caracteriza.

Al inicio de los años cuarenta san Josemaría vio la necesidad de que sus hijos, que trabajaban intensamente, pudieran pasar unos días de descanso, a la vez que cuidaban su formación. De modo análogo, sus hijos mayores sentían la responsabilidad de que el Padre descansara. El verano de 1944 se utilizó una casa (Piedralaves, Ávila) que no reunía condiciones.

Un día de la primavera de 1945 José María Hernández Garnica, ya sacerdote, e Ignacio Orbegozo, en un viaje hacia Riaza, pasaron cerca de un pinar muy agradable que rodeaba una casa, situada en la parte inferior de la ladera de una montaña. Era propiedad de unas tías de José María Hernández Garnica. Pararon para saludarlas. La finca estaba cruzada por un arroyo que descendía de la montaña, tenía garantizada el agua y su extensión era suficiente para convertirse en un grato lugar de descanso. San Josemaría fue a visitarla el 7 de abril y le gustó. La casa no era muy grande; podría utilizarse por grupos reducidos. Las propietarias no tuvieron inconveniente en alquilarla y el mismo verano de 1945 comenzaron las primeras actividades. Aquella casa se llamaría Molinoviejo. La atención de todas las tareas domésticas estuvo inicialmente a cargo de Carmen, la hermana de san Josemaría.

El lugar resultaba agradable, aunque tenía muchas deficiencias: carecía de luz eléctrica, los servicios para la higiene eran rudimentarios y abundaban los insectos. Carmen tenía que salir a Ortigosa o a Segovia para hacer las compras. Durante aquellos primeros meses estuvo acompañada de algunas de las mujeres de la Obra, que se hicieron cargo definitivamente de la administración doméstica en la primavera de 1948. Desde el principio habían trabajado intensamente para que todo estuviera lo mejor posible en julio de ese año. Para las personas que vivieron en Molinoviejo de 1945 a 1948, cualquier pequeño inconveniente quedaba superado por los ratos de conversación y por las tertulias con el Padre.

El verano de 1945 pasaron por Molinoviejo más de setenta personas. También san Josemaría y don Álvaro del Portillo estuvieron allí unos días de descanso y de trabajo. La finca se adquirió en 1946. El terreno incluía una ermita, bastante deteriorada, con una imagen de la Virgen. Tanto esta imagen como la misma ermita necesitaron una restauración importante, tarea en la que se pensó desde el primer momento.

San Josemaría pasó el mes de septiembre de 1946 en Molinoviejo, después de su regreso de Roma. El 24 de ese mes, fiesta de la Merced, reunió en ese lugar a algunos de sus hijos que llevaban más tiempo en la Obra para pedirles que, ante Dios y por su responsabilidad de cristianos, se comprometieran a cuidar especialmente la unidad de la Obra y a vivir el desprendimiento y la disponibilidad.

A principios de junio de 1948, san Josemaría fue de nuevo a Molinoviejo, donde permaneció desde esa fecha hasta Navidad. Desde allí realizó algunos viajes intermedios. Durante esa temporada impulsó la finalización de las obras que se hacían en la casa: el oratorio, la sala de estar, diversas habitaciones... De la decoración de la casa se ocupaban pintores y estudiantes de Arquitectura, para gastar el dinero imprescindible. San Josemaría dedicó un cuidado especial al oratorio: el fresco del retablo - una Anunciación-, el arco del presbiterio con los apóstoles Pedro y Pablo, los ángeles que están junto a la Cruz de palo y las alegorías a la Virgen en la sillería. Consagró el altar el 22 de agosto. También quiso que en la sala de estar, en una gran viga, se colocara un texto que fuera adecuado al destino de esa casa. Eligió uno de Virgilio que, ligeramente modificado, quedaba así: "Deus nobis haec otia fecit; erit ille nobis semper Deus". Su traducción castellana es la siguiente: "Dios nos ha dado este lugar de descanso; para nosotros Él será siempre Dios"; al leerla traduciéndola, añadía a veces: "es decir, nuestro Padre Dios" (cfr. Crónica, 1961, pp. 351-352: AGP, Biblioteca, P01). En estos mismos meses se arregló y decoró la ermita. También estuvo muy pendiente san Josemaría de impulsar el trabajo de sus hijas que se encargaban de la administración y de la terminación de esa parte de la casa.

Para los primeros supernumerarios del Opus Dei, Molinoviejo supuso siempre un lugar de entrañable recuerdo. Desde el sábado 25 de septiembre al 1 de octubre de 1948 tuvo lugar un retiro espiritual, continuado como convivencia a partir del 27, en el que san Josemaría se entregó plenamente a la formación de los que se consideraban ya supernumerarios del Opus Dei y de los que lo serían a partir de esos días. El fundador les habló de oración, cuidado de las cosas pequeñas, dirección espiritual, apostolado, las obligaciones propias de un supernumerario del Opus Dei... Los asistentes recordaron aquellos días como de apertura de horizontes, días plenos de paz y alegría, que constituyen en más de un aspecto el impulso definitivo al desarrollo de la labor del Opus Dei a personas unidas en matrimonio.

Molinoviejo fue el lugar elegido para celebrar el primer Congreso General del Opus Dei, en 1951. La reciente aprobación de la Santa Sede había confirmado su organización y su forma de gobierno. Una de las normas aprobadas establecía la organización, por separado, de los Congresos de los varones y de las mujeres del Opus Dei. Los Congresos eran ocasión para estudiar los apostolados en las diferentes regiones del mundo, formular iniciativas y designar al nuevo Consejo General o, en su caso, la Asesoría Central. En estos congresos san Josemaría puso el acento en la expansión del Opus Dei.

El 2 de octubre de 1953, la Obra celebró sus bodas de plata. San Josemaría se reunió de nuevo en Molinoviejo con los miembros del Consejo General, de la Comisión Regional de España, los Consiliarios de casi todas las Regiones y algunos de los mayores del Opus Dei. En esos días renovó la Consagración del Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María que había realizado por primera vez en Loreto en 1951. Fueron unas jornadas de familia, de trabajo, de oración, de paz y alegría.

A partir de 1949 Molinoviejo se ha venido utilizando para días de retiro espiritual, convivencias, etc. Desde entonces han sido muy numerosas las personas que han encontrado en Molinoviejo la paz que dan la conversión a Jesucristo y la dulzura del trato con la Madre de Dios, y han tomado decisiones de entrega a Dios, o rectificado aspectos de su vida cristiana, etc.

La primera casa de Molinoviejo ha experimentado diversas modificaciones: la mejora de la zona de la Administración, la construcción de un Pabellón para estudiantes de Bachillerato y universitarios; el nuevo oratorio de la casa, diverso del antiguo, que se mantiene; una sala de estar más amplia y más habitaciones. No obstante los cambios, todo evoca a san Josemaría.

Fernando DE MEER

 «    MONCLOA, COLEGIO MAYOR UNIVERSITARIO    » 

Entre los medios apostólicos especialmente adecuados para impulsar la labor del Opus Dei con estudiantes, san Josemaría incluyó muy pronto la promoción de residencias para estudiantes universitarios. Esto facilitaría a quienes comenzaban a acercarse al Opus Dei que comprobaran de cerca el atractivo de la vocación cristiana, porque a estas residencias podrían acudir muchos profesores y alumnos interesados en una vida cultural que diera toda su profundidad a la vocación universitaria.

Por esto, ya en los años treinta, san Josemaría impulsó la apertura de la Residencia DYA, aunque sus recursos económicos fueran muy inferiores a sus deseos apostólicos. Destruida esa primera residencia en la Guerra Civil española, en cuanto pudo reanudar su trabajo en Madrid, comenzó ya en 1939 otra residencia en unos pisos en la calle de Jenner. En el curso 1942-1943, se casó el hijo del propietario de aquella casa, quien, de acuerdo con la legislación vigente, exigió el inmediato desahucio, para darla al nuevo matrimonio. Tras una intervención personal de san Josemaría, se dilató hasta el fin del curso académico la entrega de los apartamentos, mientras se buscaba un nuevo lugar que estuviera más cerca de la Ciudad Universitaria y donde pudieran vivir más residentes (cfr. AVP, II, pp. 583-584).

Finalmente, se encontraron dos chalets muy cercanos a la Universidad que estaban en los números 3 y 4 de la avenida de la Moncloa, aunque separados por esta misma avenida y en una situación bastante deteriorada por los efectos de la cercana guerra. Comenzó de inmediato el acondicionamiento de los hotelitos, de modo que en octubre de 1943 se abrió la Residencia de La Moncloa, con cerca de noventa residentes (cfr. AVP, II, p. 585). Esas nuevas dimensiones, y la experiencia adquirida en los años anteriores, movieron a realizar una pequeña propaganda de la Residencia, como la que se publicó en el Boletín Oficial Eclesiástico de la Diócesis de Ávila (29 de enero de 1944, pp. 54 ss.), donde se señalaba que la Residencia era un sitio en el que se ofrecía una vida de familia cristiana, ambiente de trabajo, buena alimentación y habitación cómoda, cuya dirección espiritual estaba encomendada a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Para subrayar las primeras características citadas, san Josemaría mandó pintar un fresco con una ciudad amurallada, que tenía la leyenda "Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma" (El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad firme), y encargó confeccionar un repostero en el que, para mover a un trabajo sin dilaciones, se leía "Hodie, nunc" (Hoy, ahora), que un residente tradujo libremente como "Hoy o nunca", traducción que divirtió al fundador de la Obra por su acierto en expresar el fondo de lo que se quería transmitir (cfr. CECH, p. 234). Además, como expresión de amor a la Santa Cruz, y recuerdo de las calumnias recibidas, quiso poner la Cruz de palo en el oratorio, al otro lado del sagrario, enmarcada por un arco donde se leía: "ludaeis quidem scandalum, gentibus autem stultitiam (I Co 1, 23)" (Escándalo para los judíos y locura para los gentiles). Igualmente, un joven estudiante de Ingeniería Naval construyó un barco que se colocó en la sala de estar y que recibió el nombre de "Ut eatis" ("Para que vayáis"), expresando el celo apostólico que habrían de tener los miembros de la Obra y que les llevaría a promover la santidad en medio del mundo a los más lejanos rincones de la tierra.

San Josemaría celebró la primera Misa en el oratorio de la Residencia el 8 de diciembre de 1943. Los tiempos iniciales de la Residencia fueron complejos, pues se comenzó a vivir con la casa llena de obreros, con todas las incomodidades que comportaba. Asimismo, era la primera vez que las mujeres de la Obra se hacían cargo de modo independiente de la administración de un centro de varones, atendiendo la limpieza, la cocina, el lavado de ropa, etc. Para tal tarea, san Josemaría pidió la colaboración de tres numerarias, que se encargarían de buscar las personas que ayudaran a trabajar (cfr. AVP, II, p. 587).

La fuerza sobrenatural del ambiente de la Residencia contrastaba con una vieja imagen de la literatura española que describía a las residencias universitarias como lugares de un cierto descontrol. Esta realidad, que reclamó la intervención de san Josemaría para cambiar el modo de pensar de algunos de los residentes recién llegados, constituyó el fundamento de la ulterior vida de la Residencia, y de otras que la siguieron.

Acudieron muchos estudiantes, tanto por el atractivo de las meditaciones y de otras actividades espirituales que dirigía allí en los primeros años san Josemaría (cfr. AVP, II, p. 675) como por el alto nivel cultural de las iniciativas que en ella se desarrollaban. Al cumplirse los primeros veinticinco años de su creación, san Josemaría mandó una carta al Colegio Mayor en la que decía: "Este aniversario es un motivo más de acción de gracias a Dios Nuestro Señor, que ha bendecido tan abundantemente nuestro esfuerzo y nuestro trabajo y ha hecho posible que esa queridísima Residencia sea un instrumento maravilloso para el bien de tantas almas, de la Universidad y de la sociedad entera" (Obras, X-1968, p. 1: AGP, Biblioteca, P01). El cariño del fundador de la Obra a La Moncloa le llevó a visitarla y a tener allí un encuentro con gente joven en el viaje que, en octubre de 1972, realizó a Madrid.

Con el paso del tiempo se modificaron las características físicas y jurídicas de la Residencia, que hoy está en un solo bloque nuevo, en el antiguo número 3, y su nombre ha pasado a ser Colegio Mayor Moncloa, adscrito a la Universidad de Madrid, pues fue reconocida como tal por una Orden Ministerial del 14 de julio de 1951 (B.O.E. del día 24) que aprobó igualmente sus estatutos, que han ido adaptándose a las sucesivas legislaciones universitarias. En cambio, no ha variado el espíritu de la primitiva Residencia de La Moncloa; incluso sigue manteniéndose una actividad singular, y única en Madrid, que introdujeron los primeros residentes valencianos que allí llegaron, que consiste en construir una falla que se quema la noche anterior a san José, como se hace en Valencia, ante el alborozo de residentes y amigos.

José Antonio IBÁÑEZ-MARTÍN

 «    MORAL CRISTIANA    » 

En los escritos de san Josemaría se encuentran abundantes referencias a los conceptos utilizados generalmente por la reflexión moral acerca de la vida cristiana (libertad, ley moral, virtud, conciencia, etc.). Estas referencias no son, sin embargo, lo más característico de sus enseñanzas, que se concentran más bien en subrayar la llamada a la santidad que, por estar radicada en el Bautismo, urge igualmente a todos los cristianos, cualquiera que sea su condición y estado. "Tienes obligación de santificarte. -Tú también. -¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto»" (C, 291). La vida moral del cristiano se concibe como una totalidad dinámica unificada por la finalidad que determina la dirección de su movimiento, y que puede quedar resumida en tres breves lemas: Deo omnis gloria!, Regnare Christum volumus! y Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! San Josemaría entiende que la existencia moral de los bautizados -sacerdotes, religiosos y laicos- mira igualmente, aunque bajo modalidades concretas en parte diferentes, a la identificación con Cristo para la gloria del Padre y cooperando con el Espíritu Santo en la edificación y crecimiento de la Iglesia. Las dimensiones teocéntrica, cristológica y eclesial, y de modo subordinado también mariológica, caracterizan fundamentalmente la moral cristiana.

1. Dinamismo y dimensiones fundamentales de la vida moral cristiana

En la visión de fondo que brevísimamente se acaba de esbozar se encuadran las enseñanzas de san Josemaría sobre aspectos particulares de la vida moral. Su interés no se dirige directamente a la puesta a punto de soluciones para problemas concretos de ética normativa, ni se siente cautivado por los dilemas de la casuística. Su intención se dirige a favorecer en sus lectores la conciencia de que la libertad, mucho antes que capacidad de resolver conflictos, es poder de "escoger la vida" (AD, 24), de "rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde (...) ¿Quieres tú pensar -yo también hago mi examen- si mantienes inmutable y firme tu elección de Vida? ¿Si al oír la voz de Dios, amabilísima, que te estimula a la santidad, respondes libremente que sí?" (AD, 24). Utilizando la terminología científica de la teología moral actual, de la que san Josemaría no se sirvió por razón del contexto en el que se movía, cabe decir que estamos ante una reflexión moral elaborada desde el punto de vista de la primera persona, es decir, de una enseñanza que quiere ayudar a resolver, a la luz de la Revelación cristiana, la pregunta fundamental acerca del tipo de persona que un bautizado debe ser y del tipo de vida que debe vivir.

La profundización teológica y espiritual en la llamada universal a la santidad ofrece elementos de notable interés para todos los bautizados. Pero conviene tener en cuenta que la actividad pastoral de san Josemaría se dirigía principalmente, aunque no exclusivamente, a los fieles laicos y a los sacerdotes seculares, que están llamados a "buscar la santidad en medio del mundo, en mitad de la calle" (CONV, 62). Es verdad que, en virtud de su participación en la misión redentora de Cristo, todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular (cfr. ChL, 15), en cuanto todos ellos se sienten responsables del mundo, pero esa dimensión adquiere en los fieles laicos una modalidad peculiar y propia sólo de ellos, porque el mundo es el medio y el ámbito en el cual y a través del cual son llamados a dar gloria a Dios Padre (cfr. ibidem). La "índole secular", lejos de ser una connotación meramente sociológica, adquiere un contenido teológico positivo, que "modaliza" profundamente las enseñanzas morales de san Josemaría, tanto desde el punto de vista de los temas tratados como en el aspecto pedagógico. En realidad, lo sociológico y lo teológico están profundamente entrelazados. La secularidad se vería negativamente afectada, sea por todo lo que connote distanciamiento respecto de las realidades seculares (familiares, profesionales, sociales, culturales, políticas, etc.), sea "por cuanto implique incoherencia entre la fe y la conducta, renuncia a manifestar con sencillez y naturalidad -y, eventualmente, con valentía- las convicciones de fondo, aunque ciertamente llevará a manifestar esas convicciones no desde fuera del ambiente, de la realidad secular en la que se vive, sino desde dentro de ella misma, evidenciando con obras que la gracia no destruye lo humano, sino que lo eleva" (ILLANES, 2002, p. 568).

Desde el punto de vista temático, la referencia a la llamada a la santidad o identificación con Cristo para gloria del Padre, dinamismo que vertebra la vida moral cristiana, se proyecta de modo inmediato sobre las exigencias específicas de la santificación de la vida familiar y de la actividad profesional, social, cultural y política, desglosando los principios de la recta regulación de tales actividades. En este horizonte adquiere una tonalidad específica la comprensión de las virtudes teologales y morales, que vienen a constituir la regla fundamental para la santificación de las actividades seculares, y que han de interiorizarse mediante una formación moral específica (cfr. por ejemplo, S, 318, 319; F, 450, 709, 712, 840, 841, 892). Se puede decir que la actividad principal de san Josemaría, y del Opus Dei, "consiste en dar a sus miembros, y a las personas que lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo. Les hace conocer la doctrina de Cristo, las enseñanzas de la Iglesia; les proporciona un espíritu que mueve a trabajar bien por amor de Dios y en servicio de todos los hombres" (CONV, 27).

La búsqueda de la santidad en y a través de las ocupaciones ordinarias comporta también una particular pedagogía moral. De la finalidad última que se persigue se desprende un modo concreto de ordenar las diversas actividades y de armonizarlas entre sí. El concepto de "unidad de vida", muy característico de las enseñanzas de san Josemaría, expresa muy bien esa realidad. Teóricamente, a partir de la finalidad última y del contenido de las virtudes teologales y morales, se puede pasar a la comprensión de sus consecuencias operativas concretas: modo de armonizar entre sí la vida de piedad, las exigencias de la vida familiar y las del trabajo profesional; rectitud con que se han de desarrollar las actividades culturales y sociales, etc. La experiencia práctica demuestra, sin embargo, que, a la vez, se ha de proceder por un camino que va desde abajo hacia arriba, es decir, que sólo a través del aprendizaje y de la práctica de los modos concretos de realizar rectamente y de compatibilizar las diversas actividades se llega a hacer realidad en la propia existencia -e incluso a comprender plenamente- la santificación en el mundo. Con otras palabras, no es difícil entender teóricamente que la ordenación de toda la existencia a la gloria del Padre en Cristo comporta un concreto estilo de vida, pero en la práctica sólo en la medida en que se incorporan al propio modo de vivir las numerosas manifestaciones concretas de ese estilo de vida se consigue ordenar todo a la gloria de Dios.

En efecto, quien asume para sí este propósito "sabe y vive que debe alcanzar la santidad en su propio estado, en el ejercicio de su trabajo, manual o intelectual. He dicho sabe y vive, porque no se trata de aceptar un simple postulado teórico, sino de realizarlo día a día, en la vida ordinaria" (CONV, 62). Conceptos muy frecuentes en los escritos de san Josemaría -como "plan de vida", "presencia de Dios", "mortificación", "cosas pequeñas", "contemplativos en medio del mundo", etc.- responden a esta pedagogía moral y espiritual, que constituye un itinerario formativo y moral que no sólo es compatible con las normales ocupaciones de los fieles laicos, sino que se construye sobre ellas y de ellas se alimenta. "Allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres. (...) Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. (...) Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que -en ese movimiento- se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios ( 1Co 10, 31)" (CONV, 113-115).

2. La lógica de la Encarnación: virtudes sobrenaturales y virtudes humanas

El modo en que san Josemaría entiende el dinamismo fundamental de la vida moral del cristiano comporta una intensa concentración cristológica: se advierte en sus escritos la presencia constante y unificante de "una comprensión singularmente rica y coherente del misterio de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre", que permite encontrar en la "Encarnación del Verbo el fundamento perennemente actual y operativo de la transformación cristiana del hombre y, a través del trabajo humano, de todas las realidades creadas" (FABRO, 1992, p. 115). La coexistencia armónica de la plenitud divina y humana en Cristo se convierte en paradigma de la armonía de lo sobrenatural y de lo humano en la existencia y actividades del cristiano. "Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades -buenas, nobles, y aun indiferentes- que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte" (ECP, 112).

Lejos de toda contraposición, san Josemaría rechaza la mentalidad de quienes se empeñan "en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno" (AD, 74), olvidando que "las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales" (ibidem); la de quienes "ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias" (ECP, 98) y, también, la de quienes "tienden a imaginar que, para poder ser humanos, hay que poner en sordina algunos aspectos centrales del dogma cristiano, y actúan como si la vida de oración, el trato continuo con Dios, constituyeran una huida ante las propias responsabilidades y un abandono del mundo. Olvidan que, precisamente Jesús, nos ha dado a conocer hasta qué extremo deben llevarse el amor y el servicio" (ibidem). En realidad, ni las exigencias del Evangelio sofocan las cualidades y valores humanos, ni la vida en estrecho contacto con las más variadas actividades humanas pone en peligro la pureza de la fe (cfr. AD, 74).

Se propone una visión de la vida moral cristiana en la que la fe y la caridad se asumen como criterios supremos del comportamiento personal, profesional y social con claridad y sin miedo a traicionar las obligaciones profesionales y civiles (cfr. S, 301), porque esas virtudes teologales se traducen también en un empeño sincero por cultivar las virtudes humanas: "el cristiano percibe que las virtudes teologales - la fe, la esperanza, la caridad-, y todas las otras que trae consigo la gracia de Dios, le impulsan a no descuidar nunca esas cualidades buenas que comparte con tantos hombres" (AD, 91; cfr. AD, 73-93). En el cristiano coherente lo divino y lo humano se ayudan recíprocamente: "Las virtudes humanas -insisto- son el fundamento de las sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien. (...) Si el cristiano lucha por adquirir estas virtudes [humanas], su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma" (AD, 91-92). Por esta razón san Josemaría concedió mucha atención a las virtudes humanas y a su relación con las sobrenaturales (vid. las voces dedicadas a cada una de las virtudes).

La convicción de que Cristo representa también la plenitud de lo humano tiene muchas otras consecuencias en las enseñanzas de san Josemaría: la visión armónica de las relaciones entre razón y fe, entre fe y ciencia, la conciencia del alto valor poseído por las realidades creadas, y más concretamente, por la libertad personal, principal don natural concedido por Dios al hombre (cfr. AD, 23-38), y el reconocimiento gustoso de la autonomía y consistencia propia de las realidades terrenas, que comporta el imperativo de conocer y respetar su dinámica intrínseca, reflejo de la sabiduría del Creador, y por consiguiente la exigencia de competencia técnica y profesional, presupuesto necesario de cualquier proyecto apostólico para la santificación del mundo desde dentro: "El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras" (ECP, 184).

La visión de la vida moral del cristiano ofrecida por san Josemaría se caracteriza también por la importancia atribuida a la creatividad y a la espontaneidad personales. En sus enseñanzas no faltan referencias a los mandamientos de la ley de Dios y a los preceptos negativos en ellos contenidos, que presenta sin admitir una visión conflictiva de la relación entre la ley moral y la libertad. Pero su visión de la vida moral está muy lejos de reducirse a lo que no se debe hacer. La tarea fundamental del cristiano la concibe más bien como la necesidad de que cada uno proyecte un estilo concreto de vida que le lleve a buscar con eficacia la unión con Cristo mediante el cumplimiento de sus deberes familiares, profesionales y sociales, haciendo fructificar los talentos recibidos y las posibilidades que le ofrece el contexto en que vive. Y este enfoque preside la acción formativa que desarrolla el Opus Dei. Escribe san Josemaría: "Damos una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu: y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas y planes impuestos desde el vértice" (CONV, 19). Y en casos mucho más precisos, se proporciona a cada uno "la asistencia espiritual necesaria para su vida de piedad, y una adecuada formación espiritual, doctrinal-religiosa y humana. Después, ¡patos al agua! Es decir: cristianos a santificar todos los caminos de los hombres, que todos tienen el aroma del paso de Dios. (...) Cada uno, con espontaneidad apostólica, obra con completa libertad personal y formándose autónomamente su propia conciencia de frente a las decisiones concretas que haya de tomar, procura buscar la perfección cristiana y dar testimonio cristiano en su propio ambiente, santificando su propio trabajo profesional, intelectual o manual" (ibidem).

Este planteamiento presupone un delicado respeto a la conciencia moral y a las decisiones que cada uno llega a madurar en su intimidad, a la vez que hace hincapié en la obligación de formarse, tanto en las cuestiones éticas de orden general, cuanto en las que se refieren más directamente a la propia profesión y situación social. Formación que ha de ser continua, porque no basta con unas pocas reglas aprendidas de una vez para siempre. Es muy grande el ámbito de los problemas que hay que afrontar, y casi todos ellos están sujetos a rápidas transformaciones, porque la libertad y la historia que con ella se forja son reales. "Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre" (Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, "Las riquezas de la fe", en ABC, 2-XI-1969, p. 118). La incertidumbre ligada a la contingencia que suele caracterizar las cosas humanas es un desafío para la responsabilidad moral, que ha de ser afrontado mediante el estudio sereno, la escucha atenta, el diálogo cordial y la rectitud de quien está dispuesto a cambiar de opinión cuando la verdad y la justicia lo exigen.

3. Moral social y política. La doctrina social de la Iglesia

Su profunda comprensión del principio de la Encarnación, al que ya se ha aludido, generaba en san Josemaría la convicción de que "la tarea apostólica que Cristo ha encomendado a todos sus discípulos produce (...) resultados concretos en el ámbito social. No es admisible pensar que, para ser cristianos, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana. (...) El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro" (ECP, 125). Por esta razón se encuentran en sus escritos abundantes reflexiones encaminadas a la formación de la conciencia en lo referente a la ética social y política.

Pero a la vez afirmó y escribió rotundamente, más de una vez: "Yo no hablo nunca de política" (CONV, 48). De ese modo quería poner de manifiesto su máxima de no proponer ni sugerir "la solución concreta a un determinado problema, al lado de otras soluciones posibles y legítimas, en concurrencia con los que sostienen lo contrario" (CONV, 76). Se negaba a intervenir en el juego de las opiniones que suelen determinar la adscripción de los ciudadanos a los diversos partidos políticos, sindicatos, movimientos culturales, etc., con el propósito de concurrir noblemente a la configuración política de la sociedad. Nunca permitió que sus palabras o su actividad fuesen interpretadas en sentido político. Varias e importantes son las razones de esta línea de conducta: el carácter exclusivamente sacerdotal y espiritual que quería dar a toda su actividad (cfr. CONV, 48; ECP, 79); su vivísima conciencia de la misión sobrenatural de la Iglesia, que le impedía concebir el cristianismo como una "corriente político-religiosa -sería una locura-, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres" (ECP, 183); su respeto a la legítima libertad de los fieles para elegir, entre las opciones políticas compatibles con el dogma y la moral de la Iglesia, la que en conciencia consideren mejor para el propio país y, no en último lugar, la seguridad de que la fe cristiana trasciende todas las síntesis político-culturales concretas, y por eso la imposibilidad de identificar la fe con una cultura política humana sin que se derive de ello un daño grave para las almas y para la Iglesia,

Lo que, obviamente, no quita que san Josemaría defendiera el derecho y el deber de la jerarquía de la Iglesia de pronunciar juicios morales sobre asuntos temporales, cuando lo exijan la fe o la moral cristianas (cfr. CONV, 11). Es más, enseñó constantemente que los fieles tienen la obligación moral de aceptar esos juicios doctrinales (cfr. CONV, 29), e incorporó a sus enseñanzas orales y escritas los contenidos fundamentales del Magisterio pontificio y episcopal en materia social. Parte del empeño por formar la conciencia de los fieles que caracteriza al Opus Dei consiste en hacer llegar a todos sus fieles o a quienes se acercan a su apostolado la doctrina social de la Iglesia.

Por otra parte, san Josemaría poseía una clara conciencia de que las actividades sociales y políticas no son simples enunciaciones de principios perennes, sino concretas realizaciones de bienes humanos en un contexto histórico, geográfico y cultural determinado, marcadas por una contingencia al menos parcialmente insuperable. Por eso, afirmaba que "nadie puede pretender en cuestiones temporales imponer dogmas, que no existen. Ante un problema concreto, sea cual sea, la solución es: estudiarlo bien y, después, actuar en conciencia, con libertad personal y con responsabilidad también personal" (CONV, 77). No significa esto que todo es contingente, ya que no dudó en proclamar con fuerza los principios dogmáticos y morales universalmente válidos. Los dos aspectos del problema, necesidad y contingencia, se deben sostener simultáneamente: "No me olvides que, en asuntos humanos, también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno. Sólo en la fe y en la moral hay un criterio indiscutible: el de nuestra Madre la Iglesia" (S, 275).

La conciencia de la limitación de los proyectos humanos influyó en su modo de entender el principio de libertad, que ha de unirse a los principios de responsabilidad, de participación y de solidaridad. Para san Josemaría amar la libertad implica necesariamente amar "el pluralismo que la libertad lleva consigo" (CONV, 98). Pluralismo no es sinónimo de conflicto o de tensión: "El hecho de que alguno piense de distinta manera que yo -especialmente cuando se trata de cosas que son objeto de la libertad de opinión- no justifica de ninguna manera una actitud de enemistad personal, ni siquiera de frialdad o de indiferencia. Mi fe cristiana me dice que la caridad hay que vivirla con todos, también con los que no tienen la gracia de creer en Jesucristo" (ibidem).

Al principio de libertad se debe unir el de responsabilidad, que lleva al ciudadano cristiano a tratar seria y comprometidamente los problemas que surjan, y a sentir la preocupación de adquirir una sólida formación, de manera que su actividad constituya efectivamente una positiva contribución al recto orden de la vida social. En este sentido subrayaba la necesidad de proporcionar a todos esa formación. "Os diré, a este propósito, cuál es mi gran deseo: querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo o de otro en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común. Es éste un gran deseo mío, porque veo que así los católicos aprenderían estas verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando fueran adultos" (Carta 9-I-1932, n. 45: RODRÍGUEZ LUÑO, 1997, p. 173). Ese deseo hoy se ha hecho realidad, pues el Catecismo de la Iglesia Católica y otros catecismos nacionales conceden la debida atención a los temas sociales y políticos. El problema es de capital importancia, porque de la adecuada formación de los laicos depende que su presencia en la vida pública dé como resultado la ordenación cristiana del mundo, y no la "mundanización" de los cristianos. Cuando se habla aquí de formación, no se entiende propiamente la comunicación de soluciones concretas prefabricadas e irreformables, cerradas al diálogo constructivo. Formar es más bien promover una sensibilidad hacia las exigencias del bien común, así como estimular un pensamiento que, a la luz de la fe, permita progresar en la comprensión de la realidad y del cambio social. El fundador del Opus Dei veía en esta formación una fuente y un motivo de solidaridad, es decir, de participación solidaria en la empresa colectiva de búsqueda de la verdad.

La conexión entre el principio de libertad y el de participación es sin duda una de las ideas más presentes en las reflexiones de san Josemaría sobre materias sociales y políticas. "Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común" (F, 714). El trabajo en favor del bien común requiere empeño y sacrificio, por lo que la pasividad, la pereza, el "dejar hacer", son tentaciones siempre al acecho ante las que no se debe ceder. "Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar «sin miedo» en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad" (F, 715; cfr. F, 717-718). Parte muy importante de la participación en la vida social y política es el trabajo de promoción social, la lucha contra la injusticia, la corrupción, la violencia y la falta de equidad en la distribución de los bienes económicos y culturales. "Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo en los ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística" (ECP, 111).

Al hablar de participación, san Josemaría no se refería sólo a quienes, siempre pocos, se dedican profesionalmente a la política, ni tampoco quería decir que convenía dedicarse a ella, lo que no sería bueno para los que carecen de las aptitudes necesarias; pensaba en el ciudadano que cumple sus deberes cívicos y ejercita sus derechos, y tanto en un caso como en el otro es coherente con su concepción del mundo, del hombre y del bien común político, asociándose libremente con quienes -cristianos o no- comparten esas ideas y están dispuestos a realizarlas. Parte de la recta concepción del bien común es la sensibilidad hacia el valor representado por el Estado. A ese propósito recordaba la obligación de ser ejemplares en el cumplimiento de las leyes civiles justas. Quería evitar que el hecho de dedicarse generosamente a actividades sin fines de lucro, de voluntariado, etc., pudiera llevar a alguno a sentirse eximido de respetar el marco legal con el que el Estado regula esas actividades. Consideraba deseable, en cambio, procurar que ese marco legal fuese cada vez más justo, al menos en el sentido de que reconociera el interés social y público -en la acepción jurídicamente más rigurosa del término- de las iniciativas de promoción que surgen en el seno de la sociedad.

Desde este punto de vista destacaba la importancia de la libertad de enseñanza. "La libertad de enseñanza no es sino un aspecto de la libertad en general. Considero la libertad personal necesaria para todos y en todo lo moralmente lícito. Libertad de enseñanza, por tanto, en todos los niveles y para todas las personas. Es decir, que toda persona o asociación capacitada, tenga la posibilidad de fundar centros de enseñanza en igualdad de condiciones y sin trabas innecesarias. La función del Estado depende de la situación social: es distinta en Alemania o en Inglaterra, en Japón o en Estados Unidos, por citar países con estructuras educacionales muy diversas. El Estado tiene evidentes funciones de promoción, de control, de vigilancia. Y eso exige igualdad de oportunidades entre la iniciativa privada y la del Estado: vigilar no es poner obstáculos, ni impedir o coartar la libertad" (CONV, 79). Y descendiendo a detalles más concretos, relativos a la enseñanza universitaria, añadía: "Algunas manifestaciones, para la efectiva realización de esta autonomía, pueden ser: libertad de elección del profesorado y de los administradores; libertad para establecer los planes de estudio; posibilidad de formar su patrimonio y de administrarlo. En una palabra, todas las condiciones necesarias para que la Universidad goce de vida propia. Teniendo esta vida propia, sabrá darla, en bien de la sociedad entera" (ibidem). El Estado no debe suprimir la existencia ni la libre actividad de auténticos "sujetos sociales", como son la familia y los diversos tipos de asociaciones. Es una exigencia ligada inseparablemente a una recta concepción del bien común político, y que incide inmediata y notablemente en la cualidad ética de la convivencia.

Ya se ha dicho que san Josemaría consideraba que la pluralidad de opciones sociales y políticas, es decir, el hecho de que otros ciudadanos propusiesen -para un determinado problema- una solución diversa de la propia, no debe ser considerado negativamente: el pluralismo es una realidad, inevitable por lo demás, que debe ser amada como la libertad humana en la que tiene su origen. El pluralismo puede darse también en el orden de las creencias religiosas: en un mismo Estado, en una misma ciudad, en el seno de una misma familia, frecuentemente conviven y colaboran personas que tienen creencias religiosas o morales diversas de las que en conciencia consideramos verdaderas y objetivamente vinculantes. Esta convivencia puede crear y crea de hecho tensiones y problemas de varia naturaleza. La doctrina de la Iglesia Católica sobre el derecho a la libertad religiosa, sobre la cooperación al mal o sobre el comportamiento ante las leyes injustas, por ejemplo, constituye un criterio de acción para algunas de las situaciones que pueden plantearse.

Los problemas históricamente ligados a las diferencias religiosas y morales, junto con factores de tipo ideológico, han originado la mentalidad, muy extendida en algunos ambientes, de que las convicciones, y más concretamente la afirmación de que la posibilidad de alcanzar la verdad sobre la persona y las comunidades humanas, acaba traduciéndose en injustas relaciones de dominio o de violencia. De esa idea pueden surgir diversas actitudes. En el extremo, algunos niegan de forma absoluta la posibilidad de alcanzar la verdad y se asientan en el nihilismo. Otros, sin llegar a ese punto, consideran que una cierta dosis de agnosticismo o de relativismo es un bien, o al menos un mal menor, necesario para la convivencia democrática, por lo que piensan que de las verdades últimas es mejor no hablar en el ámbito público, llegando a veces a exigir, como condición para cualquier forma de diálogo, la disponibilidad del interlocutor a renunciar o, al menos, a poner entre paréntesis las convicciones constitutivas de la propia identidad; si alguien no estuviera dispuesto a hacerlo, sería acusado de ser un mal ciudadano, un enemigo de la convivencia. En este contexto hay quienes se cierran al diálogo, porque no quieren dar ciertas explicaciones, por miedo o porque se sienten sometidos a un chantaje moral, y se encierran en sus propios juicios de forma fundamentalista. Tampoco faltan quienes consideran que el diálogo es un bien y concluyen que, puestas así las cosas, vale la pena ceder, es decir, renunciar, al menos externa y tácticamente, a la propia identidad; actitud que implica una cierta doblez, poco leal tanto hacia las propias convicciones como hacia los mismos interlocutores.

Es éste un problema hacia el que san Josemaría demostró, desde los inicios de su actividad, una sensibilidad muy delicada. Dos enseñanzas neotestamentarias están en la base de sus reflexiones: la advertencia del Señor de que no existe un verdadero dilema entre lo que se debe a Dios y lo que se debe al César (cfr. AD, 165) y la enseñanza de san Pablo de que la verdad ha de ser expuesta con caridad, sin herir (cfr. F, 559). Muchas veces expresó su convicción de que no existe "una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste" (AD, 165). Esta convicción descansa en el hecho de que siempre es posible armonizar el derecho a mantener la propia identidad intelectual y espiritual, de una parte, y de otra, el deber de hablar noblemente o incluso de colaborar con quien tiene ideas diversas. Pensaba que la colaboración con personas de diversas creencias podía ser, en bastantes casos, una oportunidad de difundir la verdad y de disipar prejuicios y malentendidos, o una ocasión para profundizar en la fe. Siempre manteniendo una línea de conducta evangélica, que excluye cualquier forma de intolerancia y de violencia. Distinguió con extrema claridad la relación íntima de la conciencia personal con la verdad y la relación entre personas. La primera de esas relaciones ha de estar presidida por el poder normativo de la verdad, porque nunca es honrado no ser coherente con lo que en conciencia se juzga verdadero; la segunda, por la justicia y por las exigencias inalienables de la dignidad de la persona. Por eso hablaba, pensando en la primera de esas dos relaciones, de la santa intransigencia, término con el que hacía referencia a la coherencia y a la sinceridad, a la que se opone la villanía, es decir, la actitud de quien estando convencido de que dos más dos son cuatro dice que son tres y medio por debilidad o por comodidad. Pero siempre añadía, pensando en la segunda relación, que la intransigencia referida a un aserto doctrinal no es santa si no va unida a la transigencia amable con la persona que sostiene una posición diversa de la nuestra (cfr. C, 397). Por eso pudo declarar que, "cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan" (Carta 31-V-1954, n. 19: RODRÍGUEZ LUÑO, 1997, p. 180).

En suma, san Josemaría fomentaba el diálogo abierto, leal y sincero. Confiaba en él como medio de cohesión social y como ocasión de entendimiento y de apostolado. Advertía que el bien común de la sociedad, y sobre todo de una sociedad compleja como la actual, exige relacionar adecuadamente un conjunto de instancias y puntos de vista diferentes, que no deben cerrarse en sí mismos ni obrar de modo puramente autorreferencial. Veía sobre todo que la condescendencia demostrada por Dios al querer que su Verbo eterno se hiciese también palabra humana, hacía del diálogo humano un criterio de conducta vinculante para la conciencia cristiana.

Ángel RODRÍGUEZ LUÑO

 «    MORTIFICACION Y PENITENCIA    » 

Toda la vida del cristiano se dirige y se desarrolla en un contexto de unión con Dios en Cristo Jesús Nuestro Señor, de manera que pueda llegar a decir con san Pablo: "con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" ( Ga 2, 20). Dentro de esta perspectiva, la mortificación es una práctica ascética que mueve al cristiano a abandonar, corregir, renunciar a cuanto en su modo de ser, en su actuación, pueda ser obstáculo para esa unión con Dios, para crecer en el amor a Dios y al prójimo. La mortificación facilita la acción de la gracia en el cristiano, haciendo posible una verdadera unión espiritual con Cristo, en el cuerpo y en el alma.

La unión con Cristo -la santidad- consiste en unirse a su Cruz, y vivir con Él su Resurrección. Y en orden a ese fin es necesaria la mortificación. "El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cfr. 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas" (CCE, 2015). De ahí que san Josemaría llegue a afirmar con palabras netas: "Sin mortificación, no hay felicidad en la tierra", y "Un día sin mortificación es un día perdido" (S, 983, 988).

Para comprender adecuadamente el sentido de la mortificación en los escritos y en las enseñanzas de san Josemaría, hemos de tener presentes tres rasgos determinantes de su mensaje: a) la llamada universal a la santidad; o sea, que a la plena unión con Cristo están llamados todos los hombres; b) que esa unión puede crecer y desarrollarse en cualquier situación de vida en la que los hombres se encuentren, también en las condiciones propias de la vida ordinaria; c) que esa unión es un desarrollo -contando con la propia correspondencia del cristiano- de la gracia recibida en el Bautismo: la gracia de ser hijos de Dios en Cristo Jesús. En relación con la mortificación se pueden resumir estas características diciendo que todos los cristianos han de vivir la mortificación en las condiciones normales y cotidianas de su existencia; y hacerlo con espíritu de hijos de Dios Padre y con conciencia de estar colaborando con el Hijo de Dios hecho hombre, en la redención del mundo.

1. El lugar de la mortificación en la vida espiritual

Para proceder ordenadamente a la exposición de la presente voz puede ser útil comenzar por una clarificación terminológica, relacionando entre sí tres vocablos: mortificación, penitencia y expiación.

Con la palabra mortificación se hace referencia -como decíamos hace un momento- a la acción de vencernos en algo, de privarnos de algo, de renunciar a algo. O como dice el Diccionario de la Real Academia Española, es la acción encaminada a dominar las pasiones y deseos. Desde esta perspectiva, la mortificación hace referencia al hecho de que el hombre crece y se desarrolla adecuadamente gobernando según la razón sus instintos y su vida afectiva, de manera que la vida se oriente hacia un ideal que merezca la pena ser vivido. Y la realidad es, como recuerda san Josemaría, que "ningún ideal se hace realidad sin sacrificio" (C, 175). Estamos, en suma, ante una experiencia humana básica, aunque en el lenguaje cristiano tiene connotaciones propias en la medida en que esa experiencia es vivida en relación con la muerte de Cristo.

La voz penitencia es de origen bíblico. Forma parte del anuncio con que Cristo comenzó su predicación: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio" ( Mc 1, 15). La penitencia (metanoia) presupone un reconocimiento del pecado que da lugar a un cambio en el corazón, y en consecuencia en la vida, y por tanto en obras de penitencia, en un vivir y un actuar con actitud de humilde y sentido agradecimiento ante el perdón divino.

El término expiación nos sitúa ante el núcleo mismo del mensaje cristiano: ante la realidad del Hijo eterno de Dios Padre, que se hace hombre para asumir sobre sí el dolor y la muerte, y de esa forma expiar los pecados de la humanidad entera y abrir a los hombres las puertas del cielo; y, en dependencia de la expiación y la reconciliación realizadas por Cristo, ante la invitación dirigida al cristiano para unirse a Cristo y participar de su Cruz redentora.

Los tres vocablos están presentes en los escritos de san Josemaría, en los que aparecen con frecuencia, incluso pasando fácilmente del uno al otro. "Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en «tercer lugar», acción" (C, 82). La vida del cristiano, llamado a realizar en las obras el mensaje del Evangelio, ha de estar fundamentada en Cristo, en la unión con Él por la oración y la participación en su vida: sólo así habrá, en su vivir y en su actuar, verdadera eficacia. De ahí que la oración -encuentro personal y vivo con Dios- ocupe el primer lugar, para ser seguida por la expiación, que se manifiesta en mortificación y en penitencia.

Mortificación y penitencia son, en san Josemaría, dos caras de la misma moneda que no se pueden separar, porque tienen pleno sentido cristiano cuando están unidas en el corazón y en la voluntad de quien las vive. Mortificación es toda acción realizada activamente o sufrida pasivamente, mediante la que el hombre, por amor a Cristo, ofrece, por la redención del mundo, el dolor o la contrariedad. En la mortificación vivida con sentido penitencial, el cristiano pasa del deseo de unirse a la Cruz de Cristo, a la realidad de la unión. No se trata solamente de padecer y de sufrir, sino de unirse a los afanes redentores de Cristo, haciendo de la propia vida, con todos los acontecimientos que la componen, un acto de entrega. La mortificación -de ordinario sencilla, sin nada llamativo- es como el signo de que se está viviendo de cara a Dios. Por eso -concluye san Josemaría- "la mortificación ha de ser continua, como el latir del corazón: así tendremos señorío sobre nosotros mismos, y viviremos con los demás la caridad de Jesucristo" (F, 518).

2. Necesidad y motivos para la mortificación

Podemos desarrollar esa enseñanza glosando, aunque sea brevemente, los motivos que hacen necesaria la mortificación. Hagámoslo con palabras tomadas de san Pablo:

a) Para regirse por el Espíritu y vivir según el Espíritu: "Hermanos, no somos deudores a la carne, para vivir según la carne; porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis; porque los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios" ( Rm 8, 12-14).

b) Para vivir con Cristo y en Cristo: "Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal" ( 2Co 4, 10-11).

c) Para arrancar las raíces de las tendencias desordenadas que el pecado ha hecho crecer en el espíritu: "Haced morir los miembros del hombre terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, las pasiones deshonestas, la concupiscencia desordenada y la avaricia, que viene a ser una idolatría" ( Col 3, 5).

d) Para contribuir con la propia vida a la realización en la historia de la misión de Cristo: "Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" ( Col 1, 24).

"Cristo -escribe san Josemaría- resucita en nosotros, si nos hacemos copartícipes de su Cruz y de su Muerte. Hemos de amar la Cruz, la entrega, la mortificación. (...) De esa manera, no ya a pesar de nuestra miseria, sino en cierto modo a través de nuestra miseria, de nuestra vida de hombres hechos de carne y de barro, se manifiesta Cristo: en el esfuerzo por ser mejores, por realizar un amor que aspira a ser puro, por dominar el egoísmo, por entregarnos plenamente a los demás, haciendo de nuestra existencia un constante servicio" (ECP, 114).

"Fijaos -comenta en otra de sus homilías- a cuántos sacrificios se someten de buena o de mala gana, ellos y ellas, por cuidar el cuerpo, por defender la salud, por conseguir la estimación ajena... ¿No seremos nosotros capaces de removernos ante ese inmenso amor de Dios tan mal correspondido por la humanidad, mortificando lo que haya de ser mortificado, para que nuestra mente y nuestro corazón vivan más pendientes del Señor?" (AD, 135). "Luego, ¿un cristiano ha de ser siempre mortificado? Sí, pero por amor. (...) Quizá no nos habíamos percatado de que podemos unir a su sacrificio reparador nuestras pequeñas renuncias: por nuestros pecados, por los pecados de los hombres de todas las épocas, por esa labor malvada de Lucifer que continúa oponiendo a Dios su non serviam! (...) La penitencia -verdadero desagravio- nos lanza por el camino de la entrega, de la caridad. Entrega para reparar, y caridad para ayudar a los demás, como Cristo nos ha ayudado a nosotros" (AD, 139-140).

3. Mortificación, amor, oración

En los escritos y en la predicación de san Josemaría encontramos numerosos textos en los que se hace referencia a la mortificación, poniendo de manifiesto los frutos que de ella derivan: el fortalecimiento del carácter, el desarrollo de la afabilidad y del espíritu de servicio, la capacidad de dominar las reacciones instintivas y, por tanto, la disponibilidad para la escucha y el diálogo, etc. En todo momento subraya un punto central: su conexión con el amor. "El espíritu de mortificación, más que como una manifestación de Amor, brota como una de sus consecuencias" (S, 981). Es el amor a Dios el que mueve al cristiano a ser mortificado, a manifestar con obras -grandes en ocasiones, pequeñas de ordinario- que vive pendiente no de sí mismo, de su propia satisfacción, sino de Dios y, por Dios y en Dios, de cuantos le rodean.

"El amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse" (F, 28). Para amar y saberse amado hay, paradójicamente, que salir de uno mismo, que olvidarse de uno mismo y abrirse al otro. Ese olvido de uno mismo puede, en ocasiones, costar, reclamar esfuerzo, pero se trata de un esfuerzo -de un sacrificio, si queremos hablar así- que no entristece, sino que al contrario eleva y llena de gozo el ánimo, ya que "el auténtico amor trae consigo la alegría: una alegría que tiene sus raíces en forma de Cruz" (F, 28), de esa Cruz que forma una sola cosa con la entrega y por tanto con la alegría de un amor compartido. Olvidar esa realidad, actuar o pensar de otra manera, separarla del amor para unirla a otras actitudes u otros planteamiento, sería señal de haber perdido -o de no haber entendido- el sentido cristiano de la mortificación, y, en consecuencia, desfigurarla y desnaturalizarla: "Si pierdes el sentido sobrenatural de tu vida, tu caridad será filantropía; tu pureza, decencia; tu mortificación, simpleza; tu disciplina, látigo, y todas tus obras, estériles" (C, 280).

La íntima vinculación entre la mortificación y el amor se prolonga en la enseñanza de san Josemaría en la afirmación de una vinculación igualmente estrecha entre la mortificación y la oración. Pedro Rodríguez lo subraya en sus comentarios a Camino: "De ahí que Josemaría Escrivá, de la manera más radical, considere el binomio «oración-mortificación» y sus mutuas implicaciones como una realidad unitaria insoslayable, que hay que abordar, además, desde los comienzos del camino" (CECH, p. 370).

A decir verdad, esa realidad unitaria se mueve en dos direcciones. De una parte -y es lo más obvio-, porque sin mortificación, sin el empeño por dominar la variedad de movimientos que puede experimentar el espíritu humano, la oración es imposible. "Si no eres mortificado nunca serás alma de oración" (C, 172). Ser alma de oración es el camino para que el cristiano desarrolle la riqueza depositada en su alma por la fe, y para alcanzar ese desarrollo es imprescindible la serenidad del alma y por tanto la mortificación.

Pero hay más. San Josemaría lo manifiesta con una frase que constituye una verdadera cima de expresividad: la mortificación "es la oración de los sentidos" (ECP, 9). La oración y la mortificación han de ir siempre unidas. No sólo porque la mortificación hace posible la oración, sino porque ella misma es oración, realidad ofrecida a Dios con actitud de amor. En la vivencia de la mortificación el hombre rechaza cuanto hay en él de desorden y pecado, se une a la entrega de Cristo y abre su corazón al amor de su Padre Dios. El alma no sólo se descubre así más libre para dirigirse a su Señor, sino que ya, hoy y ahora, en la misma mortificación, se dirige a Él.

Todo ello, sin perder de vista que el hecho de que la mortificación sea "la oración de los sentidos" no significa, en modo alguno, que diga sólo referencia a la carne y a los sentidos corporales. Como tendremos ocasión de reafirmar al hablar de mortificación interior y exterior, abarca todas las facultades del hombre. Es más, la mortificación comienza y se origina en el núcleo central de la personalidad: en el yo más recóndito, donde tiene lugar la verdadera unión e identificación con los deseos salvadores del Señor.

4. Formas y manifestaciones de la mortificación

Si la mortificación es "la oración de los sentidos", y oración es "elevar el corazón a Dios", podemos concluir que mortificación será todo aquello que permita que el cristiano pueda dirigir todo su ser a Dios, en cuerpo y en alma. La mortificación se presenta así como una dimensión que acompaña todo el itinerario espiritual y que, de un modo u otro, debe estar presente en todo momento de la vida.

Es corriente en la literatura ascética distinguir entre mortificación interior y exterior, o con otra terminología, espiritual y corporal; y mortificación activa y pasiva. La mortificación exterior se refiere a los sentidos externos; la mortificación interior, a los sentidos internos y a las facultades superiores del hombre. A su vez, la mortificación activa es la que se procura directamente; y la pasiva, la que se sufre y acepta sin haberla buscado antes.

Para sanar -con la gracia de Dios- la honda herida que ha dejado en nosotros el pecado original, herida que han hecho más honda todavía los pecados personales, se requiere, en efecto, una auténtica mortificación, tanto interior como exterior, y espiritual como corporal, de modo que haya orden y armonía en todas las facultades y en todos los sentidos internos y externos, y el alma busque sólo y siempre agradar al Señor. La mortificación interior y la exterior pueden ir unidas; más aún, e incluso para que se dé una verdadera vida mortificada, una debe ir acompañada de la otra. Aquí se expresa la unidad del cuerpo y del alma en la hondura del "yo" de la persona. "No creo en tu mortificación interior si veo que desprecias, que no practicas, la mortificación de los sentidos" (C, 181).

En los escritos de san Josemaría no sólo se hace referencia a los diversos tipos de mortificación, sino que hay también sugerencias concretas, realizadas de ordinario desde la perspectiva que les es propia: la santificación de la vida ordinaria.

Comencemos con una cita de Camino, referida precisamente a la mortificación interior, y más concretamente a la mortificación interior que contribuye a hacer agradable la vida a los demás: "Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior" (C, 173). Y en una de sus homilías: "La mortificación es la sal de nuestra vida. Y la mejor mortificación es la que combate -en pequeños detalles, durante todo el día- la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente sólo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos ( 1Co 9, 22)" (ECP, 9).

Dentro de las mortificaciones interiores el fundador del Opus Dei concedió una importancia grande a la purificación de la memoria, liberándola de cualquier recuerdo que no lleve al hombre a Dios: "Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido -por injustas, inciviles y toscas que hayan sido-, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios. No podemos olvidar el ejemplo de Cristo" (AD, 309). De esta forma, nuestra memoria tendrá presentes casi de continuo los dones recibidos y los bienes eternos. "Recordad las maravillas que Dios ha obrado, sus prodigios y las sentencias de su boca" (Sal 105 [Vg 104], 5).

Un buen ejemplo de mortificaciones pasivas, unido a su fundamentación teologal, nos lo ofrece san Josemaría en este texto: "Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios" (AD, 301).

En relación a la distinción entre las mortificaciones ordinarias y extraordinarias destaca san Josemaría la necesidad de encontrar la mortificación en las situaciones más normales y corrientes de la vida, superando la tendencia, propia de parte de la literatura ascética, a poner el acento en los espectáculos llamativos: "Se ha trastocado de tal forma el sentido cristiano en muchas conciencias, que al hablar de mortificación y de penitencia, se piensa sólo en esos grandes ayunos y cilicios que se mencionan en los admirables relatos de algunas biografías de santos" (AD, 135). Frente a esa deformación, sin excluir los "ayunos", que la Iglesia sigue recomendando a todos los cristianos especialmente en los tiempos litúrgicos de mayor carácter penitencial -Adviento y Cuaresma-, ni tampoco los "cilicios y disciplinas" -prácticas de antigua tradición con las que el cristiano anhela unirse al sufrimiento corporal de Cristo en su Pasión-, recalca el valor decisivo de una mortificación y un espíritu de penitencia vividos en la más ordinaria normalidad: "No es espíritu de penitencia hacer unos días grandes mortificaciones, y abandonarlas otros. -Espíritu de penitencia significa saberse vencer todos los días, ofreciendo cosas -grandes y pequeñas- por amor y sin espectáculo" (F, 784). "¡Qué poco vale la penitencia sin la continua mortificación!" (C, 223).

Y en otro lugar: "Pon, entre los ingredientes de la comida, «el riquísimo» de la mortificación" (F, 783); o también, retomando el horizonte de amor y de servicio: "Estos son los frutos sabrosos del alma mortificada: comprensión y transigencia para las miserias ajenas; intransigencia para las propias" (C, 198). "Pídele al Señor que te ayude a fastidiarte por amor suyo; a poner en todo, con naturalidad, el aroma purificador de la mortificación; a gastarte en su servicio sin espectáculo, silenciosamente, como se consume la lamparilla que parpadea junto al Tabernáculo. (...) Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te habías fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa" (AD, 138).

De lo expuesto se desprende la necesidad de que la mortificación sea continua, aplicando congrua congruis referendo, lo que se dice de la oración. Y por muchas razones: porque el amor se realiza en la entrega; porque las raíces del pecado y la tendencia al egoísmo están siempre presentes; porque las ocasiones de olvidarnos de nosotros mismos y de servir a los demás ofrecen siempre la posibilidad de un nuevo vencimiento en el camino del amor a Cristo y por Cristo. Si somos conscientes de que toda mortificación abre el espíritu para dejar actuar a la gracia, que promueve nuestra santificación, se comprende que ha de ser continua, como continuo ha de ser el anhelo del hombre de buscar a Cristo, de conocer a Cristo, de amar a Cristo, y por Cristo y con Cristo, a los demás. "Ordinariamente, los sacrificios que nos pide el Señor, los más arduos, son minúsculos, pero tan continuos y valiosos como el latir del corazón" (AD, 134). Y -podemos añadir- de un corazón que ha aprendido a amar en la escuela de Cristo.

5. Mortificación y redención

La mortificación introduce al cristiano en la corriente redentora de la vida de Cristo. Agranda el corazón, y nos prepara para amar. "Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor. Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos transmitirla a los demás; sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda" (ECP, 158).

Desde esta perspectiva la mortificación trasciende, como ya hemos señalado, la ascética, y nos sitúa ante el horizonte de la obra redentora, ante la llamada a una identificación cada vez más honda con Cristo hasta descubrir la Cruz y la Redención en las situaciones más normales y corrientes. De esa forma prepara el alma para vivir, también en la existencia ordinaria, la alegría que deriva de la Resurrección.

Ernesto JULIÁ

 «    MUJERES EN EL OPUS DEI. INICIO DEL APOSTOLADO    » 

Los años 1930 a 1936, así como los que siguen a 1939 marcan de algún modo el periodo de inicio de la labor apostólica del Opus Dei con las mujeres. La primera de esas fechas, 1930, es la del año en el que san Josemaría entendió, mientras celebraba la Misa, que en el Opus Dei debían tener también cabida las mujeres. La segunda fecha, 1939, señala el momento en que el fundador pudo reiniciar esta labor.

1. El 14 de febrero de 1930

El 2 de octubre de 1928, san Josemaría recibió una "idea clara general" de su misión (Apuntes íntimos, n. 179, nt. 193: ARANDA, 2000, p. 197). Enseguida se puso a "tratar almas de seglares, estudiantes o no, pero jóvenes" (ibidem, n. 306: CECH, p. 8). Sin embargo, en ningún momento pensó en buscar mujeres. De hecho, entre las instituciones sobre las que indagó, por si encontraba algo parecido a lo que Dios le pedía, estaba la Compañía de San Pablo, del cardenal Ferrari, pero descartó la idea porque, entre otras diferencias de más entidad, admitían mujeres (cfr. ibidem, n. 1870: AVP, I, p. 322).

En los meses que siguieron al 2 de octubre de 1928, san Josemaría no tuvo más inspiraciones acerca de la Obra. Por fin, en noviembre de 1929, anotó: "Empieza otra vez la ayuda especial, muy concreta, del Señor" (ibidem, n. 179, nt. 193: AVP, I, p. 298). Y en ese clima interior llegó el mes de febrero de 1930.

Por esa época, Escrivá de Balaguer acudía algunas veces a celebrar Misa a la capilla de la marquesa de Onteiro, Leónides García San Miguel y Zaldúa, viuda de Rodríguez Casanova. Le había hecho esa petición su hija, Luz Rodríguez Casanova, fundadora de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón, quien conoció a san Josemaría cuando éste vivía en la residencia sacerdotal de la calle Larra, 3, llevada también por las Damas Apostólicas. Rodríguez Casanova, viendo en él un sacerdote "joven, piadoso y abnegado" le había pedido, en 1927, que aceptara el cargo de capellán del Patronato de Enfermos (cfr. SASTRE, 1989, p. 82), y después, cuando su madre se vio necesitada, solicitó que celebrara la Misa en su oratorio y la atendiera espiritualmente.

Escrivá de Balaguer celebraba la Eucaristía en Alcalá Galiano, 1 -domicilio de la citada marquesa-, cuando Dios intervino en su alma. "Dentro de la Misa, inmediatamente después de la Comunión, ¡toda la Obra femenina! No puedo decir que vi, pero sí que intelectualmente, con detalle (después yo añadí otras cosas, al desarrollar la visión intelectual), cogí lo que había de ser la Sección femenina del Opus Dei" (Catequesis en América, II, 1974, p. 343: AGP, Biblioteca, P05). El contenido de esa nueva moción fue, sustancialmente, no sólo que también las mujeres eran destinatarias del mensaje de santificación en la vida ordinaria, sino que podían formar parte del Opus Dei. Se trataba, pues, no de una luz diversa de aquella primera, no de una institución diferente, sino de completar lo que había comenzado el 2 de octubre de 1928: el 14 de febrero de 1930 el Señor "se dignó abrir a las mujeres este camino divino en la tierra" (AGP, P02, 1992, p. 600). La luz que recibió Escrivá de Balaguer inicialmente fue, como él mismo dijo, "sobre toda la Obra", pero no "sobre detalles de composición y estructura", que tendría que ir desarrollando en el tiempo. Pudo, por eso, pensar que las mujeres no cabían. Al mismo tiempo, la nueva iluminación de 1930 ponía de manifiesto que también esta orientación era algo querido directamente por Dios, que le hizo advertir un nuevo aspecto del panorama abierto en 1928.

Ser la misma institución significa, por lo tanto, que en la visión general del 2 de octubre estaba implícito que es una misma llamada la que reciben mujeres y hombres para santificarse según el mismo espíritu, que tienen idéntica misión, que cuentan con los mismos medios ascéticos y modos apostólicos, que forman una misma familia, que unidos en la cabeza -a san Josemaría y sus sucesores- hay una separación de apostolados, motivo que explica que las mujeres constituyan una nueva rama de un único Opus Dei. "Para expresar esta realidad de unidad y distinción, [san Josemaría hablaba] en ocasiones, en los escritos primeros (...), de «dos Obras»; y también, y más frecuentemente, de «dos ramas de la Obra»; o de «dos Secciones de la Obra»" (IJC, p. 43) o, sencillamente, de un mismo fenómeno ascético y espiritual, con una distinción de apostolados entre los varones y las mujeres del Opus Dei. En resumen: uno y otro hechos fundacionales -2 de octubre de 1928, 14 de febrero de 1930- forman parte de un único carisma.

En todo momento, a partir del año 1930, el fundador vio la presencia de las mujeres en la Obra como un factor necesario para la integridad del Opus Dei. "La Obra, verdaderamente, sin esa voluntad expresa del Señor (...) hubiera quedado manca" (AGP, P01, 11-1955, p. 6). La existencia de mujeres en el Opus Dei es pieza fundamental para que la Obra se desarrolle en toda su plenitud y riqueza de matices.

2. Dedicación de san Josemaría a este apostolado, de 1930 a 1936

A partir del 14 de febrero de 1930, una vez recibido este nuevo encargo divino, san Josemaría empezó a moverse. Ante todo, recurrió a los medios sobrenaturales: oración y mortificación. Siguiendo su costumbre, solicitó también las oraciones de pobres y enfermos, de sacerdotes que encontraba por la calle..., confiando en que esas plegarias arrancarían de Dios gracias abundantes para su tarea.

Contemporáneamente, comenzó a buscar mujeres que pudieran entender el mensaje, y lo hizo sobre todo a través del confesonario de la iglesia de Santa Isabel de Madrid. Allí empezaron a acudir algunas jóvenes y, en la medida en que lo veía oportuno, les hablaba del Opus Dei. La comprensión por parte de estas personas fue escasa, pues el fenómeno de la llamada a la santidad en medio de los quehaceres ordinarios resultaba, en general, desconocido; y, más aún, entre mujeres que se movían en ambientes de espiritualidad religiosa. Aunque también confesaba en otros lugares -la Institución Teresiana de la calle Alameda, la Academia Veritas, y el Colegio de la Asunción-, allí no hablaba de la Obra, porque tenían su propia espiritualidad. La falta de tiempo derivada de su amplia labor sacerdotal le impidió llegar a otros ambientes donde pudiera encontrar personas con mentalidades más acordes a lo que se necesitaba. A todo esto se sumaba la circunstancia de que, por su condición de sacerdote, un presbítero joven, se conducía con especial prudencia, hablando siempre con ellas en el confesonario. Todo esto supuso un inevitable retraso en el desarrollo de la rama femenina en relación con la de los varones.

Habían pasado casi dos años cuando, el domingo 8 de noviembre de 1931, san Josemaría pudo anotar: "El viernes último creo que me deparó el Señor un alma, para comenzar, a su tiempo, la rama femenina de la O. de D." (Apuntes íntimos, n. 381: AVP, I, p. 457). En efecto, esta persona -Carmen Cuervo-, ya profesional, después de unas semanas de trato y de meditación, pidió ser admitida en el Opus Dei. "Precisamente ayer catorce de febrero de 1932, día de la primera vocación femenina, hacía justamente los dos años que el Señor había pedido la obra de mujeres. ¡Qué bueno es Jesús!" (ibidem, n. 602: AVP, I, pp. 457- 458). No habían pasado dos meses de ese acontecimiento cuando María Ignacia García Escobar -una enferma de tuberculosis que había conocido el Opus Dei a través del sacerdote José María Somoano- pedía también la admisión. Era el 9 de abril de 1932. Tres días después se incorporaba Antonia Sierra, otra enferma, conocida de García Escobar.

El fundador sugirió a las mujeres que iban por Santa Isabel que acudieran a visitar a las dos enfermas; asimismo, fue dándoles otros encargos, como enseñar el Catecismo en barrios periféricos de Madrid. Para poder exigirles más libremente en la dirección espiritual, les indicó que se confesaran con alguno de los sacerdotes que colaboraban con él.

Poco a poco fueron sumándose otras personas: una mujer que trabajaba en una empresa, una profesora, una enfermera...; llegaron a pasar de la docena. Sin embargo, la formación era muy lenta porque prácticamente se reducía a la que podía transmitirles cuando iban al confesonario y a través de alguna charla. Hay que tener en cuenta que, en la sociedad de aquella época, las jóvenes tenían poca libertad de movimientos y que san Josemaría no disponía de locales adecuados para atenderlas.

El 28 de abril de 1934 logró reunirías por primera vez en Santa Isabel; para entonces, el grupo había decrecido: no llegaban a seis. García Escobar había empeorado progresivamente, falleciendo el 13 de septiembre de 1933; Cuervo, por distintas circunstancias -un traslado de ciudad y no haber entendido a fondo el espíritu que san Josemaría procuró transmitirle- se alejó definitivamente; Sierra estaba gravemente enferma... Contaba con Hermógenes García Ruiz, Modesta Cabeza, Natividad González Fortún, Felisa Alcolea y Ramona Sánchez-Elvira, pues otras que participaban en algunas actividades, no llegaron a vincularse al Opus Dei.

Mientras tanto, la labor apostólica iba en aumento y las actividades de formación requerían mucha dedicación del fundador. De otro lado, entre las mujeres no había ninguna que hubiera captado a fondo el mensaje de la Obra como para poder apoyarse en ella. Así, en Navidad de 1933 hizo un triduo al Espíritu Santo pidiendo vocaciones, especialmente "una de mujer para hacer cabeza de ellas (corazón, mejor)" (AVP, I, p. 562). Su oración tenía visos de urgencia: "¡A ver cuándo me envías, Dios mío, la mujer que pueda ponerse al frente de ellas al principio, dejándose formar!'' (Apuntes íntimos, n. 1136: AVP, I, p. 459).

En un momento dado de 1934, viendo la imposibilidad de dedicar el tiempo necesario a esas jóvenes, porque ni siquiera llegaba a atender a los chicos -"no llego, no puedo abarcar más" (ibidem, n. 1732: AVP, I, p. 507)-, encargó a los sacerdotes Norberto Rodríguez y Lino Vea-Murguía que las atendiesen y fueran dándoles el espíritu del Opus Dei. Medidas necesarias, pero no sin inconvenientes, ya que estos sacerdotes, aunque unidos a san Josemaría, tenían arraigados algunos modos que no eran propios del espíritu de la Obra y esto influía en lo que iban transmitiendo.

Una última y decisiva circunstancia adversa para que ese primer grupo adquiriera la solidez adecuada a su llamada fue el estallido de la Guerra Civil, el 18 de julio de 1936. San Josemaría hizo lo que pudo por mantener el contacto con aquellas mujeres; supo el paradero de algunas -como fue el caso de Hermógenes García Ruiz-; se ocupó de que los miembros de la Obra localizaran a Antonia Sierra, que había sido trasladada a un hospital de otra ciudad... Por su parte, algunas continuaron reuniéndose en casa de una o de otra. Otras se dispersaron y ya no volvieron a ponerse en contacto con Escrivá de Balaguer.

En abril de 1939, después de su regreso a Madrid, san Josemaría comprobó que las pocas mujeres con quienes contaba seguían un estilo de vida y una espiritualidad que tenía poco que ver con lo que requería la llamada al Opus Dei. Pensando en el bien de estas personas y en el futuro de la Obra, unos meses después, les aconsejó marchar por otros caminos, y ayudó a las que lo quisieron a entrar en congregaciones religiosas.

Mientras tanto, el 7 de julio de 1937 había solicitado formar parte del Opus Dei otra mujer: Dolores Fisac. Era ésta hermana de Miguel Fisac, un joven que había pedido la admisión en el Opus Dei y que durante la guerra permaneció escondido en casa de sus padres, situada en Daimiel (Ciudad Real). Para no despertar sospechas, san Josemaría se carteaba con él a través de su hermana. Esta correspondencia permitió a san Josemaría descubrir y confirmar la llamada al Opus Dei de Dolores Fisac.

3. El segundo intento en 1939-1940

Mientras san Josemaría permaneció en Burgos, esperando regresar a Madrid cuando terminara la guerra, desarrolló allí su actividad apostólica. Dirigió espiritualmente a varias chicas, entre las que se encontraban Carmen Munárriz y Amparo Rodríguez Casado. También impartía un círculo de estudios, al que acudían siete jóvenes, a las que, además de darles formación espiritual y ascética, les encargó que confeccionasen ornamentos y lienzos litúrgicos, con vistas a los futuros Centros.

Poco después de regresar a Madrid, Escrivá de Balaguer se trasladó a Daimiel, donde el 20 de abril de 1939 mantuvo con Dolores Fisac una detenida conversación. Al terminar, le dio varios consejos: seguir el plan de vida espiritual; vivir la Comunión de los Santos; escribirle a Madrid cada ocho o diez días. Durante ese año, Dolores Fisac viajó en varias ocasiones a Madrid, y tuvo oportunidad de tratar a la madre y a la hermana de san Josemaría, apreciando el ambiente acogedor que creaban estas dos mujeres y su modo de llevar a cabo las faenas del hogar. En uno de los viajes conoció a Amparo Rodríguez Casado, que entretanto había llegado a Madrid y había pedido la admisión; san Josemaría les presentó el panorama apostólico que les esperaba. "Nos pareció sobrecogedor y precioso. Me asustó un poco" (Testimonio de Dolores Fisac: AGP, serie A-5, leg. 211, carp. 2, exp. 1). A partir de entonces, Fisac, que seguía viviendo en Daimiel, viajó a Madrid siempre que pudo.

Nuevas jóvenes empezaron a frecuentar los medios de formación, y algunas se incorporaron a la Obra. "La rama femenina -laus Deo!- va marchando" (Apuntes íntimos, n. 1612: AVP, II, p. 456). En septiembre de 1940, estas mujeres -seis por entonces- comenzaron a llevar un diario. San Josemaría pensó en instalar un piso, de modo que se reforzara la unidad entre ellas y les resultara más fácil profundizar en el conocimiento del Opus Dei. Se encontró un local apropiado en la calle Castelló, y lo ocuparon en los últimos días de octubre. Escrivá de Balaguer bendijo la casa el 13 de noviembre.

Sin embargo, empezó a haber habladurías entre el vecindario, al ver que un sacerdote joven -san Josemaría contaba entonces treinta y ocho años- frecuentaba un piso en el que había sólo mujeres, también jóvenes. Considerando que, dada esa situación, no podría atenderlas convenientemente, y sabiendo además que algunas de ellas aún estaban poco imbuidas del espíritu que Dios le había inspirado, el 6 de diciembre comunicó a esas mujeres su decisión de quitar el piso. Como alternativa, sugirió que se reunieran en una zona independiente -con entrada por la calle Lagasca- de una residencia de varones que estaba a punto de abrir sus puertas, sita en Diego de León, 14, y a la que se habían trasladado poco antes él mismo, con su madre y sus hermanos. Así se hizo y, durante los meses siguientes, les dirigió meditaciones y dedicó otros momentos a explicarles detalles sobre el espíritu de la Obra; las animó a santificar sus estudios o su actividad profesional, y procuró afianzar sus deseos de entrega a Dios, preparándolas para que formalizaran su incorporación al Opus Dei. Con frecuencia estaban con ellas la madre y la hermana de san Josemaría, lo que resultaba beneficioso para su formación en el espíritu de hogar que debería impregnar las personas y los Centros de la Obra.

A pesar de los medios que puso san Josemaría, cinco de esas seis mujeres dejaron el Opus Dei, por motivos de salud, por no cuajar en ellas el espíritu específico del Opus Dei, o por otras razones. Continuó, en cambio, hasta el final de su vida, Dolores Fisac.

4. El Centro de la calle Jorge Manrique

Al mismo tiempo que el Opus Dei se desarrollaba en la capital madrileña, san Josemaría aprovechó sus desplazamientos a diversas ciudades para buscar otras mujeres. Así, como fruto de los viajes a Valencia durante el curso 1940-41, Encarnación Ortega y Enrica Botella participaron en unos días de retiro espiritual que él predicó en Valencia entre el 30 de marzo y el 5 de abril de 1941, y al final de esos días pidieron la admisión en la Obra. Para el fundador supuso una gran alegría, aunque pocos días después de un duro golpe: el 22 de abril fallecía inesperadamente su madre, en quien el fundador se apoyaba de manera especial para la formación de las mujeres. "Dios mío, Dios mío ¿qué has hecho? Me vas quitando todo (...). Yo pensaba que mi madre les hacía mucha falta a estas hijas mías, pero me dejas sin nada ¡sin nada!" (Testimonio de Dolores Fisac: AGP, serie A-5, leg. 211, carp. 2, exp. 1).

En julio de ese mismo año se incorporó al Opus Dei Narcisa (Nisa) González Guzmán. También ella conoció al fundador a raíz de un viaje de Escrivá de Balaguer, esta vez a la capital leonesa, en agosto de 1940. "Ya había oído hablar del Opus Dei, porque don Eliodoro Gil Rivera (...) en alguna ocasión me comentó la intensa labor apostólica que realizaba" (Testimonio de Narcisa González Guzmán: AGP, serie A-5, leg. 216, carp. 3. exp. 1). Después de una entrevista con san Josemaría, "noté que la llamada del Señor había sonado, aunque tardé un tiempo en responder" (ibidem). Pidió la admisión el 30 de abril de 1941.

Desde el primer momento, el fundador procuró que las de fuera de Madrid se escribieran con frecuencia, de manera que la correspondencia entre unas y otras mantuviera la vibración apostólica de todas, hasta que llegara el momento de poner en marcha un Centro. Del 3 al 10 de agosto de 1941 reunió a las que se habían incorporado al Opus Dei -excepción hecha de Enrica Botella, que no pudo acudir-, junto con otras que frecuentaban las actividades apostólicas y deseaban conocer más el espíritu de la Obra. Eran doce en total. Fueron días de formación intensiva, en los que san Josemaría "fue desentrañando el espíritu de la Obra: vida contemplativa en medio del mundo; santificación del trabajo; cosas pequeñas; espíritu de lucha; vida de familia; y las virtudes más importantes que exige nuestra vocación con sus características peculiares: pobreza; humildad colectiva y personal; obediencia, sinceridad y sencillez; pureza. El tono fue de una exigencia total, aunque planteaba la santidad como algo apasionante, que podíamos conseguir. Se nos pedía abandono pleno en Dios, que es nuestro Padre; paciencia y urgencia para hacer lo que nos pedía; una alegría desbordante como consecuencia de la fidelidad" (Testimonio de Encarnación Ortega: AGP, serie A-5, leg. 232, carp. 1, exp. 2).

En otoño de 1941, Escrivá de Balaguer vio llegado el momento de buscar una casa para las mujeres; de ese modo se fortalecerían en su camino y, a través de las iniciativas apostólicas que pondrían en marcha, se multiplicarían las vocaciones. Pidió a todas que rezaran por el futuro Centro; desde ese momento, en la correspondencia que mantenían entre sí menudearon las noticias sobre los enseres que iban consiguiendo, con vistas al traslado. Finalmente, en los últimos días de mayo de 1942 se dio con un hotelito en la calle Jorge Manrique, 19, de dos plantas, sótano y un pequeño jardín. Carmen Escrivá avisó a Dolores Fisac, y pronto las demás conocieron la noticia. Las necesarias obras de adaptación se prolongaron algunas semanas, y por fin, el 16 de julio de 1942 se trasladaron allí Narcisa González Guzmán y Encarnación Ortega, para estar al tanto de todo. Después llegarían las demás. San Josemaría acudió al Centro a primera hora de la tarde. Después de interesarse por sus padres y decirles que les escribieran enseguida, las impulsó a soñar con las innumerables mujeres que se incorporarían al Opus Dei con el pasar de los años. Recorrió la casa, y comentó que lo que más urgía era instalar el oratorio, para el que habían reservado la mejor habitación de la casa.

Aquella misma tarde, el fundador señaló que la directora de Jorge Manrique sería Nisa González Guzmán; explicó brevemente las funciones de cada miembro del Consejo Local -directora, subdirectora y secretaria-, y mencionó la unidad como fundamento del buen gobierno. Hizo después algunas consideraciones generales, como la importancia de vivir fielmente el plan de vida espiritual o sugerir un posible horario. Finalmente, las impulsó a rezar en el futuro oratorio, para urgir al Señor a que pronto las presidiera desde el sagrario.

Durante los meses que siguieron, el trabajo prioritario fue dejar la casa a punto para que en octubre de ese mismo año pudieran ponerse en marcha las actividades de formación. Lo primero que se terminó fue el oratorio: el 2 de agosto, san Josemaría celebró la Misa por primera vez ahí.

5. Las primeras numerarias auxiliares

El fundador del Opus Dei "consideró siempre providencial que su apostolado en Madrid, en los tiempos inmediatos a la fundación, se hubiera desarrollado de forma espontánea contando como punto de apoyo con el hogar de su propia familia, la casa que él mismo compartía con su madre y sus dos hermanos. Esto dio un tono familiar, sencillo, ordinario, a toda la labor de aquellos tiempos, y a partir de ahí al conjunto de la posterior labor del Opus Dei" (ILLANES, "Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei", en OIG, p. 298). En efecto, desde el principio consideró el aire de familia como una característica basilar en la Obra. Y este ideal se fue progresivamente concretando.

Tiempo atrás -en octubre de 1934- y con el impulso del fundador, se había puesto en marcha una residencia para universitarios en la calle Ferraz, 50: la Academia-Residencia DYA. Para el desempeño de las tareas domésticas se contrataron dos mozos de servicio y un cocinero profesional. Después del primer curso académico, el personal pasó a estar constituido por una cocinera y un empleado que se ocuparía de servir la mesa y de hacer otro tipo de recados. La experiencia no fue buena: el orden y la limpieza dejaban que desear, hasta el punto de que, cuando los residentes salían, el fundador y el director del Centro se dedicaban a fregar, a barrer, a preparar la mesa y a poner orden en la casa. En ocasiones, cuando se presentaba algún problema doméstico san Josemaría acudía a su madre y a su hermana.

Cuando se restableció la paz en el país, Escrivá de Balaguer recomenzó las actividades apostólicas en Madrid, de modo que en julio de 1939 empezó a funcionar una nueva residencia en la calle Jenner, 6. Siendo todavía muy escasa la presencia de mujeres en el Opus Dei -y después de confrontar el proyecto con Álvaro del Portillo, su colaborador más cercano desde 1935- decidió solicitar temporalmente la colaboración de su madre y de su hermana. Concretamente, Carmen se ocupó -con algunas empleadas- de la marcha general de la casa, de la comida y de la limpieza; la madre se hacía cargo de la costura. El fundador quedó siempre agradecido a aquel servicio. "Veo como Providencia de Dios que mi madre y mi hermana Carmen nos ayudaran tanto a tener en la Obra este ambiente de familia: el Señor quiso que fuera así" (Crónica, 1969, p. 402: AGP, Biblioteca, P01).

Algunas jóvenes del Opus Dei, o que frecuentaban las actividades de formación, echaron una mano en las tareas domésticas de los tres Centros de varones que ya había en la capital. San Josemaría les pidió que se ocuparan también de la formación humana de las empleadas, y les dieran clases de doctrina cristiana. No resultaba fácil, porque esas mujeres trabajaban sólo algunas horas al día y sus carencias eran notables. En la España de entonces, las empleadas del hogar solían ser chicas buenas pero con poca formación escolar -a duras penas habían terminado los estudios básicos- y sin preparación profesional, ya que no era costumbre llevar a cabo ningún tipo de aprendizaje para adquirir y mejorar esos conocimientos, ni por entonces existían escuelas profesionales que los proporcionaran.

El curso académico 1943-44 se abrió la Residencia Universitaria Moncloa. De nuevo san Josemaría pidió a las mujeres del Opus Dei que se ocuparan de atender esa Administración. Narcisa González Guzmán, Encarnación Ortega y Amparo Rodríguez Casado se trasladaron allí. Contaban con varias empleadas domésticas que, sin embargo, no duraron mucho tiempo porque no se adaptaron. El fundador acudió entonces a las Hermanas del Servicio Doméstico. Era ésta una congregación fundada en 1876 por santa Vicenta María López y Vicuña, que surgió con el fin de prestar apoyo a las empleadas domésticas. Escrivá de Balaguer conocía a estas religiosas; habló con una de ellas, sor Carmen Barrasa, quien se aprestó a enviarles varias empleadas.

En Moncloa no se contaba con medios adecuados, y las que trabajaban allí no poseían experiencia de la organización del trabajo en un colectivo de dimensiones considerables; además, durante la primera época la casa estaba llena de obreros, que terminaban los trabajos de adaptación que había sido necesario hacer. Las mujeres del Opus Dei se empeñaron durante largos meses en un trabajo agotador, al tiempo que se dedicaron a mejorar la formación humana de las empleadas, a las que Encarnación Ortega daba semanalmente una clase de doctrina cristiana.

Contaban con el estímulo de san Josemaría, que acudía a verlas con frecuencia y las orientaba y serenaba. También las impulsaba a rezar para que prendiera entre las empleadas la llamada a la santificación en el trabajo profesional. Poder contar con mujeres del Opus Dei que se dedicaran profesionalmente a llevar adelante la administración doméstica de los Centros era algo muy importante, hasta el punto de que el fundador lo denominó el apostolado de los apostolados, espina dorsal de todo el Opus Dei: "Sin ese apostolado vuestro no se podrían poner en marcha los demás según nuestro espíritu" (Carta 29-VII-1965, n. 11: AGP, serie A.3, 94-4-1).

Al pensar en este apostolado san Josemaría, como fruto de su oración, consideró que, junto a las numerarias, podría haber otras mujeres de la Obra que hicieran de las tareas domésticas su profesión, se santificaran en ella y contribuyeran al ambiente de familia de todos los Centros. No se trataba de "una llamada distinta, sino de un trabajo más, incluido en la universal vocación a la santidad [Quienes recibieran esta llamada específica se formarían] con iguales medios, en una amable convivencia familiar (...) capacitándose para desempeñar dignamente su trabajo profesional" (SASTRE, 1989, p. 306). Estas mujeres se denominarían más adelante numerarias auxiliares; teniendo las mismas características y "con idéntica disponibilidad que las demás Numerarias, se dedican principalmente a las labores del hogar en la sede de los Centros, asumiendo esas tareas como su propio trabajo profesional" (Statuta, n. 9).

San Josemaría iba al Centro de la Administración de Moncloa una vez por semana, y no dejaba de estar unos momentos con las empleadas; les impartía algunas clases; les explicaba la trascendencia de su trabajo, que requería conocimientos específicos en diversos campos, arte y sensibilidad. Las llevaba a sentirse orgullosas de ser empleadas del hogar. Y para conseguir todo eso, les hacía ver la necesidad de ser piadosas y, concretamente, profesar una gran devoción a la Madre de Dios. También las impulsaba a considerar la casa en la que trabajaban como la suya propia, cosa que supondría una gran ayuda para todos los que allí vivieran.

Aquellas enseñanzas, unidas a la convivencia con las mujeres del Opus Dei, fueron dando frutos; algunas empezaron a dar muestras de entender el espíritu que animaba la iniciativa apostólica en la que trabajaban. San Josemaría, viendo que también la marcha del trabajo en la Residencia se había regularizado, comunicó a Narcisa González Guzmán y a Encarnación Ortega que había llegado el momento de preparar a algunas empleadas para que, si esos eran los planes de Dios, pudieran recibir la llamada al Opus Dei como numerarias auxiliares, y les pidió que acompañaran esa tarea con oración y sacrificio, con horas de trabajo ofrecido a Dios por esa intención.

Concepción Andrés había empezado a trabajar por horas en Moncloa en septiembre de 1943. Tenía veintidós años. Pronto se sintió a gusto en la casa, por "el ambiente de trabajo, de cordialidad de familia que se respiraba. Me sentí atraída por algo que no sabía explicar qué era" (Testimonio de Concepción Andrés: AGP, serie A-5, leg. 193, carp. 1, exp. 4). Poco después que ella habían llegado Vicenta San Antonio y Salvadora (Dora) del Hoyo. Ésta última, ya con cierta madurez -contaba treinta años-, poseía una excelente preparación profesional, debida a sus trabajos anteriores; además, era serena y educada. Una tercera que asimiló lo que iba escuchando -esta vez en otro Centro, Molinoviejo, situado en Ortigosa del Monte (Segovia)- se llamaba Manuela Barragán y contaba unos treinta años.

Más adelante, se hizo necesario atender otras Administraciones: en septiembre de 1945 empezó la Residencia Abando, en Bilbao. Allí se trasladaron algunas numerarias y varias empleadas de Moncloa, quienes transmitieron sus experiencias del trabajo en una residencia a las empleadas que se sumaron; entre ellas se encontraban Julia Bustillo, que había trabajado en otro Centro de varones del Opus Dei, y una joven burgalesa, Rosalía López. En los primeros meses de 1946 llegarían María Teresa Alonso y Gloria Gandiaga.

Dora del Hoyo y Concepción Andrés se contaban entre las que se habían trasladado a Bilbao. Durante los meses que siguieron, fueron madurando su decisión de formar parte del Opus Dei, y pidieron la admisión como numerarias auxiliares el 14 y el 15 de marzo de 1946 respectivamente. San Josemaría recibió la noticia con gran gozo, dejando traslucir al mismo tiempo que no era una sorpresa para él: no dudaba de que llegarían en abundancia, porque siempre habría personas, de cualquier extracción social, nacionalidad o raza, que se sentirían llamadas a santificarse en y a través de las tareas del hogar.

Pocas semanas después -el 25 de marzo de 1946- se incorporaba al Opus Dei Antonia Peñuela, que trabajaba en Los Rosales. Dentro del mismo año pidieron la admisión Julia Bustillo y Rosalía López; y, con continuidad, se les fueron sumando otras empleadas. En 1947, con el comienzo del Centro de Estudios para la formación de numerarias auxiliares, el Opus Dei podía continuar con mayor agilidad y eficacia su misión: trabajaren todos los ambientes, siendo fermento de vida cristiana en la masa de la sociedad.

María Isabel MONTERO CASADO DE AMEZÚA

 «    MUNDO    » 

En la homilía Amar al mundo apasionadamente -pronunciada el 8 de octubre de 1967 en Pamplona, en el Campus de la Universidad de Navarra- san Josemaría, remitiendo al mensaje que venía difundiendo a partir del 2 de octubre de 1928, afirmó con fuerza: "Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios" (CONV, 114).

Este pasaje hunde sus raíces en la Escritura, reenviando a la narración del Génesis donde se dice que Dios, después de haber creado al mundo, "vio todo lo que había hecho y que era muy bueno" (2 Gn 1, 31). De forma esquemática la enseñanza en él contenida se puede estructurar así: 1) que el mundo es bueno; 2) que es bueno, porque ha sido creado; 3) que no puede salir nada malo de las manos de Dios; 4) que todo lo que es malo y deforme procede de los pecados y de las infidelidades de los hombres; 5) que esta deformación y este mal no pueden justificar la evasión fuera de este mundo; 6) que, además, no todo es malo, ya que hay múltiples realidades y actividades cotidianas buenas y honestas.

1. Amor al mundo creado

La relación del hombre con el mundo se ha mantenido teológicamente oscura en las culturas extrañas a la Revelación judeo- cristiana. El mundo, sometido a la ley de la ananké, a un destino ciego, estaba abandonado a sí mismo por unos dioses incapaces de vencer la fuerza del destino. La religión, al dar culto a una divinidad lejana y anónima, quedaba relegada al ritualismo, gracias al cual la sociedad podía vivir en un orden que le aportaba una paz relativa. No le quedaba al hombre más que llorar su suerte trágica y "divertirse" en sentido pascaliano, es decir, huir de la dureza de su condición dedicándose a la caza, haciendo la guerra o realizando obras de arte con las cuales, al cantarlo, exorcizaba su malestar.

Por su parte, el pueblo de la Biblia alababa a un Dios que se dirigía personalmente a él a través de los profetas, y finalmente, con la Encarnación del Verbo, haciéndose Él mismo presente y llevando a plenitud la revelación divina. Dios se revelaba no sólo benévolo y atento al hombre, sino que llegaba hasta dar a su Hijo unigénito por amor: el "Verbo se ha hecho carne" ( Jn 1, 14) y ha asumido por entero nuestra condición, llegando hasta la muerte. Tal es la realidad inaudita y revolucionaria narrada por el Evangelio. El mundo, que los paganos creían dominado por fuerzas impersonales o abandonado por dioses que habitaban en el empíreo, ¡es visitado por su Creador! Nada de lo que es humano, fuera del pecado, es extraño a Dios hecho hombre en Cristo. El mundo se ha convertido en lugar de encuentro entre el hombre y Dios.

El contexto material de la homilía de 1967 contribuye a subrayar ese sentido teológico de la relación del hombre con el mundo a la luz de la creación divina. Cuando la pronunció, san Josemaría estaba celebrando la Misa en un templo singular, teniendo "un campus universitario por nave y la biblioteca de la universidad por retablo". En esa Misa, como en todas, se celebraba "el acto más sagrado y el más trascendente" que los hombres pueden llevar a cabo en esta vida: la unión con Dios mediante la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y eso aconteció al aire libre, en el mundo, en medio de edificios y lugares en que el hombre trabaja.

Después de haber dicho -siempre en esa homilía- que "comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado (cfr. Ap 21, 4)" (CONV, 113), san Josemaría prosigue afirmando: "esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual -espiritualista, quiero decir-, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí" (ibidem).

Estas líneas nos trasmiten un mensaje de raigambre teológica, preciso y denso. Evocan un doble escollo que hay que evitar: 1) pensar que la vida espiritual sólo se puede desarrollar fuera del mundo, que es rechazado como malo o, al menos, como dañino o poco propio para el desarrollo de la espiritualidad; 2) decidirse a vivir en el mundo renunciando a toda vida espiritual, contentándose con lo inmediato. Tanto en un caso como en otro, se afirma una separación radical sin unión posible entre el mundo, el hombre y Dios. Estas dos actitudes opuestas son superadas a partir de la consideración del mundo como creado y, en consecuencia, bueno y amado por su Creador.

Se evita así un doble malentendido: a) considerar al hombre como un ser arrojado a un mundo cerrado sobre sí mismo y, en consecuencia, carente de sentido; b) comprender el mundo exclusivamente a partir de la caída, del pecado, sin considerar que ha sido creado por Dios, que es infinitamente bueno y ha dotado a la creación de una bondad que se puede dañar, pero no destruir. Y en consecuencia el cristiano desea "informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum ( Jn 12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura" (ECP, 105).

2. Mundo, pecado y redención

Ciertamente, el pecado es una realidad y las palabras de san Juan permanecen irrevocables: "No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama el mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia de los bienes terrenos- no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo es pasajero, y también sus concupiscencias; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre" ( 1Jn 2, 15-17). Ese mundo es -comenta san Agustín- el mundo del que no conoce a Cristo ni al cristiano; más radicalmente, el mundo del que "no nos conoce porque no conoce a Dios. El Señor Jesucristo, también él, ha estado en el mundo, él era Dios encarnado, oculto bajo la debilidad. ¿Y de dónde viene que no le haya conocido? De que él colocaba a los hombres cara a todos sus pecados" (Comentario a la 1a Carta de San Juan, IV, 4).

Es un error grave intentar comprender al mundo partiendo del pecado; pero también lo es intentar comprenderlo sin tener en cuenta la realidad del pecado y sus implicaciones; o sin dirigir la mirada hacia Cristo y su obra redentora. En suma, desde una perspectiva cristiana el mundo debe ser comprendido teniendo presentes a la vez la creación, el pecado y la gracia, ya que esas tres realidades constituyen el entramado de la historia que se desarrolla, bajo la providencia amorosa de Dios, desde el comienzo mismo de la creación.

Reproduzcamos al respecto un texto de san Josemaría, paralelo en algunos aspectos al pasaje de la homilía de 1967 citado al principio: "Cristo, Nuestro Señor, sigue empeñado en esta siembra de salvación de los hombres y de la creación entera, de este mundo nuestro, que es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonía divina de lo creado. Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que -por obra del Espíritu Santo- tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus ( Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20). A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo (...). Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado" (ECP, 183).

En la Sagrada Escritura la palabra "mundo" y otras análogas son usadas en diversos sentidos. En ocasiones indican el universo, la totalidad de lo existente; más concretamente, la totalidad de lo creado por Dios, ya que Dios trasciende el mundo. En otros momento designan al entorno en el que el hombre vive, o directamente la sociedad humana. Otras veces, a partir de los inicios de la literatura apocalíptica, hablan del mundo desde la perspectiva de la dialéctica entre pecado y redención. Y así hablan de "este mundo" o del "mundo presente" para referirse a la sociedad y a la historia humanas en cuanto marcadas por el pecado y por tanto destinadas a desaparecer cuando venga el Mesías y se instaure el "mundo futuro". Con Cristo, las cosas y el modo de hablar cambian, porque con Él, Verbo de Dios hecho hombre, el mundo futuro y definitivo ha comenzado. Se distingue, por tanto, no entre dos etapas que vienen una detrás de la otra, sino -los escritos de san Pablo o de san Juan son muy claros en este sentido- entre dos realidades coexistentes o entre dos niveles o dimensiones de la realidad, ya que el mundo del pecado, aunque derrotado en la Cruz, no ha desaparecido y sigue hostigando al cristiano, y el mundo futuro, aunque presente, aún no se manifiesta con toda su plenitud. La situación del cristiano -y del hombre en general- es, por tanto, una situación de tensión y de lucha, ya que, partícipe de algún modo del mundo futuro o definitivo, debe enfrentarse con los ataques y las dificultades que provienen de la pervivencia del mal y del pecado. De ahí la petición que Cristo dirige a Dios Padre en referencia a sus discípulos: "no pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal" ( Jn 17, 15).

La tradición teológica ha reflexionado ampliamente sobre esa doctrina neotestamentaria. En ocasiones lo ha hecho desde una perspectiva eclesiológica y de teología de la historia, considerando la distinción y las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Las formulaciones a las que se ha ido llegando, han sido numerosas y variadas, pero podemos limitarnos a dos ejemplos de especial relieve: en la época antigua, san Agustín en su De civitate Dei, y, en la época contemporánea y a nivel de Magisterio, la Const. Past. Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II.

En el terreno de la teología espiritual también se ha mantenido el modo de hablar bíblico, aunque por lo que se refiere al uso del término "mundo" se utilice en sentido negativo, dejando en un segundo plano la tensión escatológica y acudiendo a la palabra "mundo" para designar directa y formalmente a la sociedad humana en cuanto que en ella está presente el pecado; más aún, en cuanto que, en uno u otro grado, esa sociedad está, en sus instituciones y en sus modos de pensar, impregnada por el pecado e incita a él. El mundo, así entendido, será considerado como uno de los "tres enemigos del alma", es decir, como una de las fuentes principales -junto a la carne y al demonio- de tentaciones y de incitación al pecado.

San Josemaría se hizo eco expreso de esa terminología en algunos momentos, como en el siguiente punto de Camino: "El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer -que nada vale-, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad" (C, 708). Y la presupone en otros lugares en los que acude a la palabra "mundo" para referirse a ambientes en los que imperan actitudes y comportamientos inmorales o, al menos, superficiales y frívolos (cfr., por ejemplo, C, 185, 482, 633).

No es ése, sin embargo el uso de la palabra "mundo" que predomina en los textos de san Josemaría. Sobre todo importa subrayar que el trasfondo espiritual en que se sitúan sus referencias a la temática a la que ese uso remite, sea en sus escritos sea en su predicación, no está constituido por sentimientos de retraimiento o de pusilanimidad, sino, al contrario, de responsabilidad y de apostolado; dicho con otras palabras, por el deseo de santidad, por la decisión de poner empeño, apoyándose en la victoria sobre el pecado obtenida por Cristo, en santificarse, y no de cualquier modo sino, precisamente, santificando el mundo. Es decir, se trata de permanecer en el mundo, en la vida ordinaria de las hombres, enfrentándose con la tentación o el peligro de la frivolidad ("sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos": C, 939), y dando testimonio con la propia vida de que, también en medio del mundo -en medio de la calle, como le gustaba decir a san Josemaría-, se puede, aunque no falten defectos y caídas, buscar y alcanzar, con la gracia de Dios, la santidad. "«¡Influye tanto el ambiente!», me has dicho. -Y hube de contestar: sin duda. Por eso es menester que sea tal vuestra formación, que llevéis, con naturalidad, vuestro propio ambiente, para dar «vuestro tono» a la sociedad con la que conviváis. -Y, entonces, si has cogido este espíritu, estoy seguro de que me dirás con el pasmo de los primeros discípulos al contemplar las primicias de los milagros que se obraban por sus manos en nombre de Cristo: «¡Influimos tanto en el ambiente!»" (C, 376).

3. Mundo, gracia, santificación y conciencia de sentido

La creación es buena. Las infidelidades y pecados de los hombres la deforman, pero jamás podrán convertir en absolutamente perverso lo que, al haber sido creado por Dios, es por naturaleza bueno. La Encarnación del Verbo -la gracia de Cristo que es una nueva creación- puede devolver toda su bondad a aquello que estaba dañado, incluso profundamente, por la maldad. La gracia es intrínsecamente buena; se puede perder, pero no se corrompe y puede vencer a la corrupción.

San Josemaría se refirió a la Eucaristía como a "la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida" (CONV, 113). Y en todo momento recalcó la trascendencia infinita de Dios: "Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. -Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! -¡tuyo!- tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía" (C, 432). Palabras que, pasando del plano espiritual al metafísico, pueden llevarnos a evocar un conocido dicho de santo Tomás de Aquino: "el bien de gracia incluso de un solo sujeto es más grande que el bien natural de toda la creación" (S.Th. I-II, q. 113, a. 9, ad 2).

Con la gracia, que se nos comunica con los sacramentos, y de modo particular con la Eucaristía, se introduce en el hombre una "novedad divina", con ella se nos da "un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor" (ECP, 155). El fundamento de la existencia cristiana se encuentra en la Encarnación del Verbo, en el hecho de que Dios se ha hecho presente en el mundo asumiendo una naturaleza humana. Jesucristo, así nos lo narra san Juan, dijo a los judíos: "vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo" ( Jn 8, 23). Afirma no ser de este mundo, y lo afirma estando en este mundo. Está en el mundo sin ser del mundo, no sólo porque en Él no hay nada que tenga que ver con el pecado, sino porque es Dios: al encarnarse Dios no se metamorfosea, sino que sigue siendo Dios, perfecto Dios, siendo a la vez perfecto hombre, perfectus Deus, perfectus homo, según la expresión del símbolo Quicumque citada con frecuencia por san Josemaría (cfr., por ejemplo, ECP, 13).

Esto quiere decir que Dios no se confunde con el mundo, pero a la vez, que podemos encontrar a Dios en el mundo. Que Dios, que se hizo presente en el mundo, no se ha alejado del mundo. Cristo ha vencido al pecado y a la muerte, y, resucitado y sentado a la derecha del Padre, sale a nuestro encuentro actuando en la Iglesia y en el alma. Nos envía el Espíritu Santo y nos comunica la gracia, llamándonos a la comunicación con Él en todo momento, hoy, ahora, mientras estamos en el mundo y somos del mundo, que no es ya un telón oscuro y opaco que impide llegar a Dios, sino contexto y materia de nuestro encuentro con Él.

La teología católica enseña que la naturaleza conserva, aunque oscurecida, su bondad nativa y que el don de la gracia, totalmente gratuito, pero realmente comunicado, nos introduce en la vida de Dios. Y lo hace tanto frente a quienes afirman que la naturaleza está completamente corrompida por el pecado de modo que la gracia no puede sanarla, como a quienes sostienen que la naturaleza es hasta tal punto perfecta, pura y completa, que no necesita recibir de Dios su perfeccionamiento; tanto frente a quienes postulan el absoluto predominio de la pecaminosidad y de la caída, como a quienes viven en la superficialidad y en la dispersión o a quienes conocen la angustia del hombre sin Dios, o a quienes viven el drama de la separación de su causa creadora, de la soledad causada por el espesor de un mundo en el cual está apresado.

En plena continuidad con la tradición católica, y profundizando en ella en virtud de las luces que Dios le comunicó a partir del 2 de octubre de 1928, el fundador del Opus Dei predica que, sin menoscabo de la referencia a Dios, es posible un amor apasionado al mundo, ya que, en Cristo y con Cristo, el mundo ha dejado de ser causa de separación y puede convertirse en ámbito y materia del encuentro con Dios. "Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir" (CONV, 114). Ese algo divino es Dios mismo, que espera en cada momento -en cada instante, en cada actividad- una respuesta que la gracia hace posible descubrir y realizar.

¿Cuál es el lugar de la existencia cristiana?, se pregunta el fundador del Opus Dei en la misma homilía. Enseguida responde: "Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres" (CONV, 113). Y algo más adelante: "No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo" (CONV, 114).

Esa superación de los planteamientos que, postulando una absoluta heterogeneidad entre Dios y el mundo, decretan imposible la unión de la criatura con su Creador y Redentor, se manifiesta en san Josemaría de muchas maneras. Por ejemplo, en su afirmación de que Marta y María, la acción y la contemplación, pueden armonizarse en virtud del lazo que une al hombre con Dios en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre para que los hombres llegáramos a ser hijos de Dios. La realidad de la filiación divina del cristiano concilia a la activa Marta con la contemplativa María, la tierra con el cielo. Y lo hace en virtud de una espiritualidad encarnada en lo cotidiano. Ni estar-encerrado-en-el-mundo, confinado en la subjetividad, ni estar-fuera-del-mundo, separado del acontecer, sino estar en el mundo estando a la vez en Dios, actuar en el mundo y saberse amado por Dios y referido a Él. "Hemos de tener presente -escribe san Josemaría- la importancia santificante y santificadora del trabajo y sentir la necesidad de comprender a todos para servir a todos, sabiéndonos hijos del Padre Nuestro que está en los cielos", hasta unir "de un modo que acaba por ser connatural, la vida contemplativa con la activa" (Carta 24-III-1930, n. 10: AGP, serie A.3, 91-1I-3; cfr. también AD, 67, 149, 238, 296, 308-309, 316).

Divinizado por la gracia, abriendo por entero su libertad al amor que viene de Dios, el hombre santifica el mundo, de modo que en su corazón se unan el cielo y la tierra, y la vida, toda la vida, acabe estando bajo el signo de una unidad que deriva de Dios. De ahí que san Josemaría proclame: "Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser en -el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales" (CONV, 114).

Parte del pensamiento moderno ha considerado el mundo, bien como repliegue sobre sí mismo y encerramiento en un todo a imagen de un espacio cerrado, bien como una apertura infinita en la línea de un tiempo sin fin. Tanto en un caso como en el otro, el hombre, sometido al "destino", o libre de "proyectar" una existencia que se cierra sobre sí misma, se encuentra solo, abandonado a sus fuerzas. Existir en el mundo se reduce entonces a actuar, a trabajar y a satisfacer las necesidades que implica el existir. La vida tiene como límite el mundo que nos rodea con todo lo que contiene: desde las realidades más comunes, utensilios, alimentos, etc., hasta los grandes espacios y las simas abismales, todo queda incluido en el sinsentido. Se vive para vivir, se come para continuar viviendo, sin finalidad, sin interioridad, sin un porqué. Todo remite al mero hecho de existir, o a un afán de existir que, en última instancia, se identifica con la necesidad.

Es grande el contraste entre el planteamiento según el cual el hombre ha sido "arrojado" a un mundo carente de sentido, y la concepción cristiana del mundo como realidad creada por un Dios a la vez omnipotente y amante, Creador y Padre. Para el cristiano el mundo no es el horizonte insuperable de una existencia humana cerrada a la trascendencia, sino camino que, en virtud de la gracia de Cristo, puede conducir a la unión con Dios.

A la luz de la fe cristiana, de la verdad exaltante y consoladora de la filiación divina, el hombre se comprende como criatura llamada a santificarse en el mundo, santificando el mundo. El martillo reenvía, de una parte, al clavo, de otra, al mango y éste a la mano, que a su vez reenvía a la inteligencia y a la voluntad. Y a Dios, siempre que, al procurar la perfección de la propia tarea, se busquen la gloria divina, el amor y el servicio. "Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria..." (CONV, 116).

Hervé PASQUA

 «    MUZQUIZ DE MIGUEL, JOSE LUIS    » 

(Nac. Badajoz, España, 14-XII-1912; fall. Plymouth, Estados Unidos, 21-VI- 1983). Uno de los primeros miembros del Opus Dei. Formó parte del Consejo General y jugó un importante papel en la expansión de la Obra en Estados Unidos y en otros países.

José Luis fue el primer hijo de Miguel Múzquiz Fernández de la Puente y de María de Miguel y Martínez de Tejada. Tuvo una hermana, Sagrario, que nació en 1926. Fue el primer alumno de su clase tanto en Primaria como en Secundaria. En 1930 fue admitido en la Escuela Especial de Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos, una de las más prestigiosas instituciones universitarias de España. Durante los años universitarios desarrolló una intensa vida social con sus amigos, y participó en las actividades de la Acción Católica.

Algunos amigos le hablaron de un joven sacerdote, llamado Josemaría Escrivá, al que rodeaba un grupo de estudiantes. Varios de éstos se habían entregado completamente a Dios en el celibato mientras continuaban su vida en medio del mundo. A José Luis le pareció "algo raro y extraño que no podía tener ningún éxito" (COVERDALE, 2009, pp. 6-7). A finales de 1934 o principios de 1935 se encontró por primera vez con san Josemaría. Le impresionó la figura de "un sacerdote joven y alegre que hablaba de Dios y que ganó enseguida mi confianza" (ibidem, p. 6). Escrivá le habló con gran convicción de que "no hay más amor que el Amor; los otros amores son amores pequeños". Sus palabras, recordaba, "le salían del alma, de un alma enamorada de Dios" (ibidem, pp. 6-7). Pero, como José Luis le dijo a san Josemaría que él no consideraba que el Opus Dei fuera su camino, el sacerdote se limitó a decirle: "te lo cuento especialmente para que nos encomiendes" (ibidem, p. 9).

El inicio de la Guerra Civil española le sorprendió en Alemania. Regresó rápidamente a España y se alistó en el bando nacional. Pensaba que san Josemaría habría sido uno de los miles de sacerdotes asesinados, y que el Opus Dei habría muerto con él. Cuando escuchó que Escrivá había escapado a la zona nacional, se convenció de que la Obra "era sobrenatural y que la quería Dios, cuando así había protegido al Padre y a todos" (ibidem, p. 12). Durante el resto de la guerra, visitó cuando pudo a san Josemaría, que residía en Burgos.

El 21 de enero de 1940, pidió la admisión en el Opus Dei. Dos años más tarde, san Josemaría le preguntó si estaría dispuesto a ordenarse sacerdote. José Luis respondió afirmativamente y comenzó los estudios necesarios junto con los otros dos candidatos, Álvaro del Portillo y José María Hernández Garnica. San Josemaría se encargó personalmente de su formación pastoral y apostólica. Les dijo: "sed, en primer lugar, sacerdotes. Después, sacerdotes. Y siempre y en todo, sólo sacerdotes. -Hablad sólo de Dios. -Cuando seáis llamados por un penitente, dejadlo todo para atenderle" (AVP, II, p. 648). Junto con los otros dos, José Luis fue ordenado presbítero por el obispo de Madrid, Mons. Eijo y Garay, el 25 de junio de 1944.

Poco después de su ordenación, san Josemaría le pidió que prestase atención sacerdotal a las incipientes actividades del Opus Dei en el sur de España. Desde entonces, viajó regularmente a Sevilla, Córdoba, Granada y a otros puntos del sur. En 1946, cuando el Opus Dei comenzó sus actividades apostólicas en Portugal, Múzquiz fue allí alguna vez para predicar y ayudar con el ejercicio de su ministerio.

En septiembre de 1948, san Josemaría preguntó a José Luis si le gustaría ir a Estados Unidos. Le animó a estar por encima de los posibles errores: "Más vale echar atrás en una cosa que dejar de hacer noventa y ocho por miedo a equivocarse" (ibidem, 2009, p. 45). El 17 de febrero de 1949, José Luis y Salvador Martínez Ferigle aterrizaron en Nueva York. Les esperaba otro fiel del Opus Dei, José María González Barredo, que realizaba una investigación postdoctoral en la Universidad de Chicago. Unos días más tarde, fueron en tren a Chicago. Allí se enfrentaron con numerosos obstáculos: no tenían dinero, conocían a poca gente, su inglés era pobre y desconocían los modos de vida de Estados Unidos. Como les había enseñado san Josemaría, comenzaron por cimentar todo con la oración. José Luis le escribió a san Josemaría a finales de marzo: "Cada vez veo más claro lo que tantas veces nos ha dicho: la necesidad de la santidad personal. Me siento pequeño e indigno, pero veo que el Señor me quiere mucho y quiero querer mucho al Señor" (ibidem, 2009, p. 48).

En agosto de 1949, se trasladaron a una casa cercana a la Universidad de Chicago. La llamaron Woodlawn Residence. Movidos por el ejemplo de piedad eucarística de san Josemaría, se apresuraron a instalar el oratorio, y el 15 de septiembre dejaron reservado por primera vez el Santísimo Sacramento. Al año siguiente, en el mes de mayo, llegó a Estados Unidos la primera mujer, Nisa González Guzmán. Aunque costó tiempo y dinero, Múzquiz pudo comprar para las mujeres una buena casa, cerca de Woodlawn, que llamaron Kenwood Residence.

Mientras José Luis continuaba dirigiendo el crecimiento del Opus Dei en Estados Unidos, san Josemaría le pidió que fuese Delegado Regional para Canadá a partir de 1957, año del comienzo de la labor apostólica en ese país. Ese mismo año, le rogó que hiciese un viaje a Japón para estudiar las posibilidades de que la Obra fuese allí. Le sugirió que rezara a la Virgen bajo la advocación de Stella Maris (Estrella del Mar), y le pidió que besara en su nombre el suelo donde los mártires japoneses habían derramado su sangre.

En 1961, san Josemaría llamó a José Luis a Roma para que trabajara como sacerdote Secretario Central del Opus Dei. Múzquiz dejaba en Estados Unidos varios centenares de personas de la Obra, y media docena de jóvenes profesionales que habían sido ordenados sacerdotes. En el tiempo que pasó en Roma, José Luis estuvo durante un periodo enfermo de hepatitis. Como san Josemaría sabía que Múzquiz era incapaz de estar tumbado en la cama sin hacer nada, le consiguió una colección de revistas históricas que trataban sobre la Iglesia en Asia.

Un año más tarde, en 1962, san Josemaría envió a José Luis Múzquiz a Suiza para dirigir la labor apostólica en ese país. En 1966, Múzquiz tenía cincuenta y cuatro años, pero atravesaba un periodo de cansancio. San Josemaría decidió que regresara a España. José Luis fue nombrado capellán de la casa de retiros de Pozoalbero, cercana a Sevilla.

En 1972, durante su viaje de catequesis por la Península Ibérica, san Josemaría pasó una semana en Pozoalbero. José Luis se alegró enormemente porque vio al Padre junto a miles de miembros de la Obra y amigos, entre los que encontró un antiguo socio de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, de ochenta años, que él había conocido mucho tiempo atrás.

En 1976, Mons. Álvaro del Portillo pidió a José Luis que regresara a Estados Unidos para dirigir allí las actividades del Opus Dei. Múzquiz fue Consiliario en Estados Unidos entre 1976 y 1980. Después pasó sus últimos años de vida en Boston como capellán de un Centro de la Obra. Allí estuvo, sobre todo, "ayudando -como un hermano mayor- a transmitir este maravilloso espíritu de familia que recibimos de nuestro Padre" (ibidem, p. 140).

El 21 de junio de 1983, murió por un repentino ataque al corazón en un hospital cercano a la casa de retiros de Arnold Hall, no muy lejos de Boston. En su mano tenía un reloj de pulsera, no porque quisiera saber la hora, sino porque le recordaba a san Josemaría, que le había regalado el reloj muchos años antes.

John F. COVERDALE