La palabra "obediencia" indica el acto de obedecer, es decir, de cumplir o realizar la voluntad de otro. La obediencia presupone la autoridad del que manda, esto es, del que posea el derecho de imperar o aconsejar una conducta y que actúe dentro del ámbito de su competencia. Y, por lo que se refiere al que obedece, que cumpla ese mandato consciente y libremente, ya que, en caso contrario –es decir, el de quien hace lo que otro desea como consecuencia de una violencia física o moral– no estaríamos ante un acto de obediencia, sino ante una voluntad forzada. La obediencia es, en suma, un acto eminentemente interpersonal, con el que quien obedece hace propia la voluntad del que manda.
Pero el vocablo "obediencia" se usa también para indicar no un simple acto, sino una virtud, es decir, la cualidad moral de quien tiene un ánimo pronto para obedecer. La comprensión de la obediencia como virtud implica esa referencia a la libertad, de la que acabamos de hablar, pero, además otros factores; concretamente, la bondad moral de lo mandado. Cuando la persona que manda impera una conducta inmoral, la respuesta no debe ser la obediencia, sino, al contrario, negarse a realizar esa acción y, dando un paso más, poner los medios para contribuir a que quien la imperaba cambie de modo de pensar, o al menos, deje de tratar de imponer esa conducta a otros.
San Josemaría nos transmite una doctrina teológica, espiritual y pastoral sobre esta virtud, vivida, meditada, predicada y difundida desde su experiencia cristiana y su llamada a santificarse en medio del mundo. De ahí su tono vital. Para exponerla, haremos referencia primero a los aspectos antropológicos de la obediencia, para pasar luego a los teologales y exponer finalmente algunos aspectos complementarios.
El hombre es un ser social por naturaleza: nace en el seno de una comunidad (la familia) y en ese contexto, y en el de la sociedad civil, crece y se desarrolla. El niño necesita de los padres no sólo para recibir el alimento corporal, sino también para ir conformando su personalidad y adquirir las luces y los valores que le permitirán afrontar las posteriores etapas de su vida. De ahí la responsabilidad de los padres, y también la de los hijos, que deben reconocer la autoridad de sus progenitores y dejarse guiar por ellos, en otras palabras, obedecer (cfr. ECP, 22-23, 27-29).
La obediencia está llamada a estar presente no sólo en la infancia y en la primera juventud, sino a lo largo de toda la existencia; no sólo en la familia, sino en otros muchos ámbitos. El ideal al que debe aspirar el ser humano es el de llegar a ser una persona madura, de carácter y de criterio (cfr. C, Prólogo y nn. 1 ss), pero no el de convertirse en un ser aislado de los demás, encerrado en su propio modo de pensar y de actuar. El hombre es un ser esencialmente social y relacional. Un adecuado vivir humano implica conciencia de las dimensiones sociales de la persona, de la importancia de la sociedad no sólo como fuente de bienes que permiten satisfacer las propias necesidades, sino, sobre todo, como ámbito en el que la persona se despliega y realiza en la relación con los demás, en la amistad, en la participación en tareas comunes, en la solidaridad.
Todo esto sin olvidar que la sociedad humana implica pluralidad de funciones y tareas, diversidad en quienes la componen; más aún estructura, orden, jerarquía, autoridad. Y por tanto obediencia: "Jerarquía. –Cada pieza en su lugar. –¿Qué quedaría de un cuadro de Velázquez si cada color se fuera por su sitio, cada hilo de la tela se soltase, cada trozo, de madera del bastidor se separase de los otros?" (C, 624). La obediencia –con sus múltiples manifestaciones en el seno de la familia, en el ejercicio de la vida profesional, en la vida de relación y en los demás ámbitos de la sociedad civil– presupone, por parte de quien obedece, conciencia de la propia responsabilidad; pero también –e incluso primaria y precedentemente– una actitud de servicio al bien común por parte de quien manda, así como la existencia de un orden justo en la sociedad. Si esa actitud y ese orden justo faltaran, la obligación de obedecer podría quedar en entredicho, y transformarse en una invitación a resistir y a modificar ese orden, a lo que no puede permanecer indiferente ninguna persona noble y menos aún un cristiano, ya que "un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo" (ECP, 167).
La obediencia, una obediencia verdadera y plena –ejercicio de virtud–, implica sentido de la justicia, espíritu de servicio y docilidad, es decir, disponibilidad para cumplir lo que justamente ha sido mandado. Y también humildad, reconocimiento de la limitación de la propia inteligencia –ningún ser humano posee la totalidad del saber, ni especulativo, ni práctico– y, en consecuencia, la apertura a escuchar a los demás y a admitir que existan otros a quienes corresponda dar orientaciones e incluso mandatos. De ahí que a la obediencia se oponga el egoísmo: "¡Parece mentira que se pueda ser tan feliz en este mundo donde muchos se empeñan en vivir tristes, porque corren tras su egoísmo, como si todo se acabara aquí abajo! –No me seas tú de ésos..., ¡rectifica en cada instante!" (S, 296). "Te encuentras solo..., te quejas..., todo te molesta. –Porque tu egoísmo te aísla de tus hermanos, y porque no te acercas a Dios" (S, 709). Y, junto al egoísmo, la soberbia: "Si la obediencia no te da paz, es que eres soberbio" (C, 620).
De ahí que requiera una serie de características o propiedades que a san Josemaría le gustaba enumerar: sincera; sin reticencias ni comentarios indebidos; atenta, lo que significa "escuchar"; inteligente, poniendo en ejercicio el propio saber y la propia capacidad de iniciativa en servicio de la ejecución de lo mandado; pronta, sin dilación o retrasos innecesarios; confiada; íntegra, etc. (cfr. ECP, 17 y 42, donde remite al ejemplo de san José; C, 616, 619, 623, 627; F, 231; S, 379, 380, 572, 578).
Los tratados de ética y de teología moral se han ocupado copiosamente de diversas cuestiones relacionadas con la obediencia, sea en referencia a esta virtud, sea al hablar de la justicia y del conjunto de las virtudes sociales, al analizar la naturaleza y fundamento de las leyes, al considerar los derechos y deberes de la persona en cuanto ser social, etc. Han desarrollado así una doctrina amplia, completada con una variada casuística (en qué casos es lícito no obedecer a un mandato, cuándo se puede –e incluso se debe– acudir a la objeción de conciencia...). Aunque en la predicación de san Josemaría no faltan referencias a esas cuestiones, no parece necesario entrar aquí en su consideración detenida; nos podemos, por eso, limitar a los principios generales ya esbozados.
"Fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente" (LG, 9). Fruto de esa voluntad divina es la Iglesia, signo y sacramento de una salvación destinada a la humanidad. Habiendo sido incorporado a la Iglesia por el Bautismo, el cristiano, varón o mujer, crece en el seno de la comunidad cristiana, en la que tiene acceso a la palabra de Dios y a esas fuentes de vida que son los sacramentos. La Iglesia es, como señala también el documento arriba citado (cfr. LG, 11), una comunidad organice structa, orgánicamente estructurada, con una configuración que, partiendo de la distinción entre sacerdocio común (sacramento del Bautismo) y sacerdocio ministerial (sacramento del Orden), comprende una diversidad de instituciones surgidas de la acción del Espíritu Santo y de desarrollos históricos. En la Iglesia hay, pues, una igualdad y fraternidad radicales, y al mismo tiempo una autoridad, una jerarquía. Y, por tanto, obediencia.
Aquí la enseñanza de san Josemaría está informada por un principio fundamental: el reconocimiento sincero de la asistencia que el Espíritu Santo presta a la Iglesia y, por tanto, la necesidad de actuar en todo momento con actitud de fe. De ahí que, más que de simple obediencia, habla de amor, de unidad, de fidelidad filial: "¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!" (C, 518). "Ese grito –«serviam!» – es voluntad de «servir» fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios" (C, 519).
Para concretar algo más lo que implica la obediencia en la Iglesia, podemos señalar dos campos fundamentales:
a) Ante todo, la obediencia de la fe (cfr. Rm 10, 16), la aceptación rendida de la fe que trasmite la Iglesia y, en ella, el magisterio ejercido por los obispos y particularmente por el Romano Pontífice. Se trata de verdadera obediencia, pues el contenido u objeto de la fe trasciende la razón humana, y por tanto reclama la adhesión profunda y confiada al magisterio eclesiástico (S, 275; F, 133, 581). Pero, de otra parte, trasciende el concepto de obediencia, pues no se trata de rendir la propia voluntad ante la de otro, sino de acoger un testimonio y, al hacerlo, abrirse a la verdad que ese testimonio trasmite, dejándose llenar de la "luz", del "esplendor", de la "seguridad", del "calor" que la fe implica (cfr. C, 575).
b) Pero la Iglesia ha recibido de Cristo no sólo la misión de transmitir la verdad revelada, sino también la de guiar al cristiano, orientando su conducta para que cumpla todo lo que Cristo ha mandado (cfr. Mt 28, 20). Hay, por eso, en la vida de la Iglesia, mandamientos y preceptos (la Misa dominical, por ejemplo), que el cristiano está llamado a cumplir, y a cumplir "fielmente" (cfr. C, 522), y hay también consejos (la práctica de determinadas devociones, también por ejemplo), que deben ser recibidos y considerados con la atención y docilidad que su origen reclama. La disciplina eclesiástica es, por lo demás, amplia y deja un dilatado espacio a la iniciativa individual en todo lo referente a esa busca de la santidad y a ese ejercicio del apostolado a los que todo cristiano, en razón de su bautismo, está llamado.
En el seno de la Iglesia, en ocasiones como efecto de una inspiración especial del Espíritu Santo, en otras como fruto de la iniciativa de personas o de instituciones concretas, hay múltiples instituciones con finalidades apostólicas, educativas, asistenciales, etc., que en uno u otro campo desarrollan la misión de la Iglesia o contribuyen a ella. Todas estas instituciones poseen, más determinada, en algunos casos, menos definida, en otros, una estructura de gobierno, lo que conlleva relaciones de decisión y de obediencia. En los capítulos de Camino y Surco que san Josemaría dedica a la obediencia, se contienen diversos puntos que hacen referencia a esta realidad. Citemos tres que nos parecen significativos: "En los trabajos de apostolado no hay desobediencia pequeña" (C, 616); "¡Qué lástima que quien hace cabeza no te dé ejemplo!... –Pero, ¿acaso le obedeces por sus condiciones personales?... ¿O el «obedite praepositis vestris» –«obedeced a vuestros superiores?», de San Pablo, lo traduces, para tu comodidad, con una interpolación tuya que venga a decir..., siempre que el superior tenga virtudes a mi gusto?" (C, 621, citando Hb 13, 17); "No amas la obediencia, si no amas de veras el mandato, si no amas de veras lo que te han mandado" (S, 375).
Cuanto antecede es, sin duda, importante, pero si nos quedáramos ahí, permaneceríamos en la superficie de lo que la fe cristiana manifiesta respecto de la obediencia. El dato fundamental, y podríamos decir específico, del mensaje cristiano sobre la virtud de la obediencia está relacionado con la revelación del amor de Dios hacia los hombres, con la proclamación de su paternidad, de su atención a la criatura humana, a la que acompaña con amor de Padre en todas las circunstancias de su vida. La conciencia de esa paternidad, y de la correspondiente filiación, lleva al cristiano a asumir la propia existencia sabiendo que puede afrontar todo momento, toda tarea, viviéndola con conciencia de la cercanía amorosa de Dios, y por tanto con actitud de amor, de adoración, de obediencia, de deseos de cumplir en todo instante la voluntad divina.
La virtud de la obediencia adquiere así los rasgos propios de una virtud general (S. Th., I-II, 9-104), de una virtud que hace referencia sobre todo a lo que determina la autoridad de la Iglesia, a quien tiene función de gobierno en los distintos ámbitos de la sociedad civil, a la totalidad de la existencia. Ya que, como escribe san Pablo, "no hay autoridad que no venga de Dios: las que existen han sido constituidas por Dios", de modo que "quien se rebela contra la autoridad, se rebela contra el ordenamiento divino" (Rm 13, 1-2); lo que reclama que se obedezca también interiormente, "no sólo por temor al castigo, sino también por motivos de conciencia" (Rm 13, 5). Siempre, claro está, que el mandato responda a la justicia y no se oponga al querer de Dios, ya que "hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5, 29). La obediencia es, en este sentido, una virtud general, puesto que impulsa a vivir de modo que "siempre y en todo" (C, 287) se busque agradar a Dios, cumplir su voluntad sea cual sea la vía a través de la que se nos manifieste. De ahí la exclamación que encontramos en Forja: "Ojalá pueda decirse que la característica que define tu vida es «amar la Voluntad de Dios»" (F, 48), porque en la identificación con la voluntad divina está la plena realización de la persona humana, y la fuente de la felicidad que, incoada en el vivir terreno, desemboca en la eternidad.
Esta comprensión teologal de la obediencia se completa, en san Josemaría, con dos consideraciones fundamentales. En primer lugar, la conciencia de la dignidad de la persona humana, no sólo criatura, sino hijo de Dios. De ahí un fuerte acento puesto en la relación entre obediencia y libertad: no hay verdadera obediencia sin libertad, y la libertad se realiza en relación al bien y, por tanto, incluye la obediencia cuando es a través del mandato como el bien se manifiesta. "Hemos de estimar especialmente la obediencia. Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural" (ECP, 17). "El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años –añade inmediatamente–, me ha hecho comprender y amar la libertad personal. Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia (...) es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad. Y para saber llevarlo a cabo, hemos de ser humildes, hemos de sentirnos hijos pequeños y amar la obediencia bendita con la que respondemos a la bendita paternidad de Dios" (ibidem; cfr. AD, 28-31). La obediencia, y la obediencia delicada, llevada hasta el detalle, no es señal de servilismo y de inmadurez, sino por el contrario, de "señorío", de un dominio de la propia libertad, ordenándola al servicio, al amor y a la entrega (cfr. ECP, 19, 173).
La consideración de la obediencia como fruto de la libertad que tiene conciencia de su ordenación al bien, con todo lo que esto implica, se completa con la referencia a la identificación con Cristo, que hace que la obediencia cristiana esté entrañada en el misterio de la redención. "Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención" (LG, 3). En efecto, Dios, en su infinita sabiduría y bondad, creó y decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina y, como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó al poder de la muerte sino que llevó a cabo su designio según una modalidad redentora que pasa por la amorosa y obediente entrega a la muerte de su propio Hijo, en oblación salvífica por todos los hombres (cfr. Rm 5, 19). Por eso, desde su entrada en el mundo (cfr. Hb 10, 5) hasta su muerte (cfr. Flp 2, 8), la vida de Cristo está marcada por una obediencia filial que nace de su amor al Padre (cfr. Jn 4, 34). En esta realidad radica el origen y el fundamento de la obediencia como virtud cristiana: en la libre, amorosa y confiada identificación con Cristo, y, en Cristo, con la voluntad redentora de Dios Padre.
Estas realidades constituyen el humus de las enseñanzas de san Josemaría sobre la obediencia. Comentémoslo glosando a continuación sus coordenadas.
Para san Josemaría, la obediencia no se basa en razones humanas, aunque éstas –como la eficacia, el orden, la disciplina o, incluso, la abnegación o el mismo amor– sean reconocidas y estimadas en todo su valor, sino en motivaciones teológicas, derivadas del marco trinitario e histórico-salvífico en el que la Escritura sitúa el significado y el alcance de la obediencia. Se trata de razones radicadas en la fe en Cristo: "El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento" (AD, 25) y, llegada su hora, "se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 8), para dar así cumplimiento al designio del Padre. Cristo redentor obedece filial y amorosamente con el deseo de restituir al Padre la gloria lesionada por la ofensa de los hombres, y para ofrecer esta salvación perdida. Cristo se convierte así en el puente, en el arcaduz por el que el Amor de Dios fluye en el interior de los corazones que, reanimados por la caridad y correspondiendo a la gracia del Espíritu Santo, aprenden a obedecer siguiendo las huellas del Verbo encarnado (cfr. ECP, 84). En esta respuesta humana, incoada en el fíat obediente de María (cfr. ECP, 173; AD, 25), se hace presente, de algún modo, el misterio de Jesús obediente, contribuyendo así con Él a la gloria de Dios y a la salvación de la humanidad. Desde las coordenadas del eterno proyecto creador y redentor de la Trinidad, y de su economía en la historia de la salvación por las misiones del Hijo y del Espíritu Santo, es como san Josemaría ilumina la lógica de esta virtud.
La predicación del fundador del Opus Dei toma constantemente inspiración del texto evangélico, llevando al interlocutor a imitar y a tratar personalmente a Cristo. Su discurso adopta siempre una perspectiva cristocéntrica, en la que la obediencia aparece connotada por dos rasgos inseparables: su perfil cristológico y su virtualidad cristiconformadora.
El primero se apoya en un dato bíblico central: Cristo obedeció. La obediencia cristiana tiene su modelo en el Hijo de Dios, que se hace hombre y secunda con su vida el cumplimiento del designio salvífico del Padre. Dos son los textos neotestamentarios más recurrentes en su predicación: Lc 2, 51 y Flp 2, 8. Para san Josemaría, la obediencia caracteriza de modo tan central la existencia de Cristo, que adquiere la categoría de síntesis biográfica: "Los Santos Evangelios nos han transmitido otra biografía de Jesús, resumida en tres palabras latinas, que nos da la respuesta: erat subditus illis (Lc 2, 51), obedecía" (ECP, 17). Todo el arco de la vida terrena del Hijo de Dios, desde que entra en el mundo por la Encarnación (Lc 1, 26), hasta que entrega su espíritu en la Cruz (Flp 2, 8), permanece bajo el signo de la obediencia filial, de una adhesión amorosa y rendida a la voluntad de Dios. Desde esta perspectiva, que tiene como trasfondo la escena del Calvario, los años de la infancia y juventud de Cristo, su obediencia oculta en Nazaret, resultan especialmente luminosos y elocuentes: "Miremos de nuevo el ejemplo de Cristo. Jesús obedece, y obedece a José y a María. Dios ha venido a la tierra para obedecer, y para obedecer a las criaturas" (ECP, 17). El sometimiento del Hijo a los planes de Dios durante todo el tiempo de su vivir "ordinario" aparece, en su sobria normalidad, cargado de un significado salvífico que se desvela plenamente en el Gólgota: "con el anonadamiento, con la sencillez, con la obediencia: con la divinización de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor" (ECP, 21).
El segundo rasgo –virtualidad cristiconformadora– indica que Cristo obediente, plenamente identificado por amor a la voluntad de su Padre, no es sólo un mero ejemplo, sino un modelo que el Maestro interior –el Espíritu Santo– reproduce en la vida del cristiano con la colaboración de su libertad. En ese camino de identificación con Cristo, de "cristificación" (cfr. CECH, p. 268), que es la senda de la santidad, la obediencia tiene una especial función "cristiconformadora": inclina a incorporar la propia voluntad a la adhesión amorosa y filial de Cristo respecto al querer de su Padre. La comprendemos así como la virtud por "la que respondemos a la bendita paternidad de Dios" (ECP, 17); y, por tanto, como una actitud de hijos, no de esclavos; como una actitud llena de señorío y de amor, no de servilismo.
Sin la obediencia no puede haber auténtico seguimiento ni plena identificación con Cristo, pues su ser Hijo se manifiesta precisamente como adhesión amorosa al Padre. La obediencia es, en consecuencia, virtud central, eminentemente positiva y fecunda, que reproduce misteriosamente en el cristiano el núcleo mismo del misterio de Cristo, su sí filial y completo a Dios Padre. "Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum (Flp 2, 8). Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo" (ECP, 21).
La constante invitación de san Josemaría a mirar y a identificarse con Cristo, Hijo obediente del Padre, va acompañada de esta otra: la llamada a vivir una "obediencia rendida a la voluntad de Dios" (ECP, 19). Se trata de una disposición estable, de una apertura sin defensas, de una radical y completa adhesión al querer divino que ha de brotar del corazón de los hijos de Dios. La vida de Cristo no tuvo "otro sentido que el de obedecer a la voluntad de Dios" (ECP, 21), y así ha de acontecer en la vida del cristiano.
Este movimiento filial que implica la virtud cristiana de la obediencia se opone, en san Josemaría, tanto a la pasividad como al esfuerzo voluntarista. Es siempre el fruto de su engarce con los ejes de toda vida cristiana: las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo (cfr. ECP, 43). Como señala el que fue su primer sucesor al frente del Opus Dei, san Josemaría "amaba la obediencia porque la contemplaba en conexión con las virtudes más importantes: desde la fe a la caridad, desde la humildad a la sencillez" (DEL PORTILLO, 1993, p. 197). La obediencia se apoya en las virtudes que acompañan la vida de la gracia y, en sinergia con ellas, caracteriza el obrar de los hijos de Dios. La virtud aparece así firmemente radicada en la vida teologal y lleva el sello y el dinamismo de su impronta sobrenatural.
Para san Josemaría, la vida cristiana se teje con los hilos de fibras humanas y divinas: la voluntad de un hijo que, como la de Cristo, enlaza con la de su Padre Dios. En esta comunión de voluntades, la inclinación propia de la obediencia juega un papel clave. Ciertamente la respuesta filial –obediente– del cristiano al querer de Dios Padre exige sacrificio, entrega y, en ocasiones, renuncia. Sin embargo, la fuente de la que esa respuesta se alimenta no está en el sacrificio o en la renuncia –aunque éstos se precisen– sino en el amor, y por tanto en las virtudes teologales y en la acción del Espíritu Santo, que suscita la sintonía –que es "docilidad" (ECP, 130)– con el querer divino. Dios mismo, en definitiva, hace posible la respuesta filial y libre –obediente– a sus planes.
La obediencia procede de una fe humilde y dócil, llena de una confianza en Dios, a la vez activa y rendida (cfr. ECP, 42), porque la voluntad divina "no se manifiesta con bombo y platillo" (ECP, 17), decía san Josemaría con expresión gráfica. De hecho, "a veces el Señor sugiere su querer como en voz baja, allá en el fondo de la conciencia: y es necesario escuchar atentos, para distinguir esa voz y serle fieles. En muchas ocasiones, nos habla a través de otros hombres, y puede ocurrir que la vista de los defectos de esas personas, o el pensamiento de si están bien informados, de si han entendido todos ios datos del problema, se nos presente como una invitación a no obedecer" (ibidem). La obediencia supera esas dificultades abriéndose al querer de Dios, que la mirada de fe –la "visión sobrenatural"– lleva a reconocer como Padre, de modo que el obedecer se configura según su forma propia, reproduciendo la fisonomía que la respuesta de amor adoptó en Cristo: el servicio a su Padre y a todos los hombres. "El Amor no pide derechos: quiere servir. Él ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? (...). Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas" (ECP, 19). La obediencia se edifica, además, sobre la esperanza, porque el cristiano sabe que su respuesta filial a Dios –aunque comporte sufrimiento– le permite pregustar, ya aquí en la tierra, el triunfo definitivo de Cristo: "si hemos imitado a Cristo en hacer el bien –en obedecer y en llevar la Cruz, a pesar de nuestras miserias–, resucitaremos como Cristo: surrexit Dominus vere! (Lc 24, 34), que resucitó de verdad" (ECP, 21). Y finalmente sobre el amor, ya que "el secreto para dar relieve a lo más humilde, y aun a lo más humillante, es amar" (C, 418); "¿Que cuál es el fundamento de nuestra fidelidad? –Te diría, a grandes rasgos, que se basa en el amor de Dios, que hace vencer todos los obstáculos: el egoísmo, la soberbia, el cansancio, la impaciencia..." (F, 532).
Para san Josemaría, la obediencia cristiana tiene su engarce en la vida teologal y se forja en su fragua, haciendo al cristiano capaz de vivir de un modo nuevo –divino– en la tierra: filial y confiadamente situado ante un Padre que lo busca personalmente y espera en todo momento la respuesta a su amoroso designio; con la alegre y serena certeza –apoyada en la promesa divina– de que, con su gracia, resucitará con Cristo si acoge hasta el fin la amable, aunque también exigente, voluntad divina. Por eso el cristiano mira siempre a Cristo. Y también a Santa María, porque la vida de la Madre de Dios, y la de su esposo san José, constituyen la realización más acabada de esa obediencia que tiene en Cristo la fuente y el modelo (cfr. ECP, 41-43, 173).
San Josemaría fue un fiel "hijo de la obediencia" (1P 1, 14). Su entera biografía estuvo marcada por la obediencia, de modo que su vida es inseparable de sus enseñanzas, y constituye un testimonio de primer orden y un criterio hermenéutico de lo que estas enseñanzas contienen. Desde el 2 de octubre de 1928, la obediencia de san Josemaría se forjó como paciente búsqueda, atenta y confiada escucha, amorosa acogida y correspondencia filial al carisma y a la misión que Dios le había desvelado y confiado. Desde entonces, se abocó enteramente al encargo divino (cfr. AVP, I, pp. 308 ss.).
Por eso, su obediencia se manifiesta de modo particular durante la acogida, el despliegue y la realización del carisma fundacional, así como en su traducción canónica. Como señalan los estudiosos del camino jurídico de la institución, la sumisión filial del fundador al plan divino significó, por una parte, "esfuerzo de coherencia con la inspiración originaria, como fidelidad a una luz inicial, que va poco a poco desplegando sus virtualidades", y, por otra, "implicó (...) mucho más: dejarse llenar del don recibido, encarnarlo en la propia existencia, transmitirlo a otros, defenderlo frente a posibles y reales incomprensiones. Y todo, sin cerrarse en sí mismo, sino, al contrario, abriéndose a la entera Iglesia, dejándose juzgar por Ella, ya que sólo en la Iglesia hay garantía de verdad, y sólo en y por la Iglesia toda concreta misión cristiana puede alcanzar su objetivo" (IJC, p. 15).
En su respuesta al plan de Dios, san Josemaría puso la única aspiración de su vida. Con imagen familiar, decía: "Señor, tu borrico quiere merecer que le llamen el que ama la Voluntad de Dios" (Apuntes íntimos, 711, 28-IV-1932: AVP, II, p. 531). Este anhelo constituyó hasta tal punto el hilo conductor de su entera existencia que, en él, vida y obediencia a la vocación-misión divina se entrelazan y fusionan. En esa inseparable unidad formó también a numerosos cristianos y a los fieles –sacerdotes y laicos– del Opus Dei (cfr. DEL PORTILLO, 1993, pp. 197-199).
En conformidad con el camino fundacional y la proclamación de la vocación universal a la santidad y al apostolado que el carisma fundacional implica, San Josemaría recordó que el ámbito en el que Dios llama al cristiano corriente al seguimiento de Cristo es el mundo, el existir, vivir y actuar ordinario. Ahí se encuentra el lugar teológico –y no meramente sociológico– en el que Dios espera de los hombres una respuesta libre y obediente a su plan salvífico (cfr. CONV, 114). El camino de la santidad –y, por tanto, de la obediencia– del cristiano corriente, a imitación de lo que fue la obediencia de Cristo en sus años de vida oculta, atraviesa las condiciones ordinarias de su existencia mundana (cfr. ECP, 20-21). "Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo; pero no tiene por qué reducirse principalmente a alejarse de las circunstancias de la vida de los hombres, iguales a nosotros por su estado, por su profesión, por su situación en la sociedad" (ECP, 20). En este horizonte, el ejercicio de la obediencia adquiere rasgos y concreción eminentemente seculares y laicales, aunque no por eso menos exigentes: "hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo" (ECP, 17).
Es un hecho, por lo demás, que los ámbitos de la existencia secular son muy variados: la familia, la vida profesional, la enseñanza, la política, la diversión. Y que cada uno de esos ámbitos tiene sus leyes propias, de modo que la obediencia presenta matices e implicaciones diversas en cada uno de ellos. En ese contexto, y teniendo presente cuanto enseñan la deontología y la teología moral, enseñó siempre que el cristiano debe no sólo respetar, sino cumplir, esas leyes, y proclamó que la actividad del Opus Dei se desarrolla en todo momento en plena coherencia con las leyes civiles de cada país (cfr. CONV, 30). Todos los fieles del Opus Dei –al igual que los demás cristianos– deben "vivir el espíritu evangélico en el ejercicio de su profesión", lo que "exige de ellos" que vivan "escrupulosamente la justicia y la honestidad", cumpliendo "todas las leyes del país" y evitando "cualquier clase de partidismos o favoritismos" (CONV, 52).
El camino de la obediencia en medio del mundo es, para san Josemaría, no sólo testimonio de hombría de bien y del sentido de la justicia, sino vía de auténtica santificación e, inseparablemente, de participación en la obra redentora que Cristo realizó mediante su filial sumisión al diseño del Padre. Con su obediencia en lo ordinario, los fieles laicos redimen con Cristo porque, al descubrir y acoger los requerimientos divinos que se esconden en la vida corriente, asimilan su voluntad al sí de Cristo al Padre y, como Él, dan su vida en amoroso servicio por sus iguales.
La llamada a reconducir en Cristo la creación a Dios desde la misma entraña del mundo, determina que el campo propio y específico –aunque no exclusivo– en el que los fieles laicos han de vivir la virtud de la obediencia sea el ámbito temporal. En ese orden han de actuar con libertad y responsabilidad personales, es decir, con pericia profesional y con una conciencia bien formada, mediante el debido conocimiento de los principios de orden moral que la Jerarquía interpreta y enseña, y asumiendo en nombre propio la responsabilidad de las decisiones que adopten y de las actuaciones a las que preceden. Esa libertad y responsabilidad en lo temporal comporta que, junto a la unidad en la fe, se dé un amplio y legítimo pluralismo entre los laicos respecto a sus libres actuaciones personales en materias de tipo profesional, social, político, etc., ya que la doctrina católica no crea dogmas en materias opinables.
Estamos ante una enseñanza constantemente pregonada en la vida y en el ministerio de san Josemaría: la obediencia del cristiano a Dios y a la autoridad de la Iglesia no está reñida con la libertad y la responsabilidad personal en el orden temporal; es más, la realización de los planes divinos en ese orden –a la que los laicos están convocados por llamada divina– pasa por una obediencia sobrenatural y, a la vez libre e inteligente, reflexiva, madura, responsable. La ilustraba así: "Un hombre sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando –con plena libertad– sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la Voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida. Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas" (CONV, 116-117). En toda su actuación temporal, el cristiano actúa con libertad personal y, por tanto, con responsabilidad también personal.
María Pilar RÍO
Orar es entrar en relación personal consciente con Dios y orientar toda la vida a Él y a su gloria, poniendo en acto las virtudes teologales. La oración se desarrolla en múltiples formas, distinguidas en oración vocal, mental y contemplativa, para llegar al fin a que toda la vida sea una oración (cfr. F, 441).
San Josemaría afirmaba: "Nunca me cansaré de hablar de oración" (AD, 244). De hecho la oración está presente en toda su predicación. Entre los textos donde trata del tema ex professo y con más extensión destacan el capítulo "Oración" de Camino (81-117) y las homilías Vida de oración y Hacia la santidad (cfr. AD, 238-255, 294-316): la oración, en la enseñanza del fundador del Opus Dei, se inscribe fuertemente en el horizonte de la llamada universal a la santidad.
La oración cristiana se fundamenta –y así se recalca en la enseñanza de san Josemaría– en la condición bautismal de hijo de Dios en Cristo, actualizada por la acción del Espíritu, que viene en ayuda con su gracia (cfr. AD, 244, que cita Rm 8, 26). De esa condición de hijo nace la necesidad de la oración, su constancia e incluso su naturaleza. Jesucristo mismo enseñó a entretenerse con Dios "como un hijo charla con su padre" (AD, 145; cfr. Lc 11, 1-2). Hay "infinitas maneras de orar", recuerda san Josemaría, a la vez que desea para todos "la auténtica oración de los hijos de Dios" (AD, 243), es decir, la que lleva a amar a Dios como padre y a poner en práctica su voluntad.
Con este rasgo esencial, destacan en el pensamiento de san Josemaría sobre la oración algunas características que, en última instancia, la relacionan con el amor, como veremos en primer lugar (apartado 1). Luego trataremos de la oración mental (2) para mostrar cómo, con las oraciones vocales, lleva a la vida de oración (3). Unas palabras de san Josemaría resumen este itinerario: "Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones –aun las más pequeñas– se llenarán de eficacia espiritual" (ECP, 119). Se podría decir, en suma, que san Josemaría concibe la oración como una continua presencia de amor.
La oración de los hijos se caracteriza por la parrhesía (cfr. Ef 3, 12). El término griego, que designa la libertad de palabra que, por oposición al esclavo, tenía el ciudadano libre en la asamblea del pueblo griego, señala en san Pablo la confianza filial con la cual el cristiano se acerca a Dios. Éste es el tono esencial de la oración de los hijos de Dios, libres por el Bautismo (cfr. CONV, 22), en san Josemaría. Una oración que es familiaridad, amistad llena de sinceridad y de sencillez, con "santa desvergüenza" (C, 389; cfr. C, 893). Como dice la liturgia romana, "audemus dicere", nos atrevemos a decir "Pater", saboreando esta palabra (cfr. ECP, 64, 102; Rm 8, 15), para llegar al cumplimiento de la voluntad divina. Esta oración es presencia amorosa y constante, trato íntimo y trinitario, siempre en la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia, para llegar a una cierta contemplación y divinización.
La presencia de Dios en el alma, por su gracia se hace viva con el desarrollo de las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad: especialmente por el amor. "A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios" (AD, 247). Esta realidad viene de Dios, que nos ha amado primero y que no sólo se da a conocer, sino que comunica su vida. Se puede "tratar personal y directamente a Dios" (ECP, 118) e identificar nuestra voluntad con la suya, de modo que se realiza lo que Cristo ha manifestado: "si cumplís mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo he cumplido los mandatos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15, 10).
El concepto de presencia de Dios es primordial en san Josemaría. Toda su predicación invita a vivir según el ejemplo constante de Jesús, según esa "disposición habitual de Cristo, que acude al Padre" en todo momento (AD, 239; cfr. AD, 240). "Nuestro Señor nos hace ver –con su ejemplo– que ése es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón (Mt 11, 29), no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque Él ha afirmado: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá (Lc 11, 9)" (AD, 247). La oración es el "único camino" para el cristiano (AD, 238): permanecer en el amor del Padre.
Esa presencia debe aspirar a ser continua, "como el latir del corazón" (AD, 247), porque, según el mensaje de san Josemaría, con la luz de la enseñanza de Cristo (cfr. Lc 18, 1; Lc 21, 36) y en conformidad con la doctrina paulina (cfr. Rm 12, 12; 1Ts 5, 17; Ef 6, 18; Col 4, 2) "toda la jornada puede ser tiempo de oración" (ECP, 119), "tota die, en cada instante" (AD, 248), "también el sueño debe ser oración" (ECP, 119). Encontramos afirmaciones similares en san Jerónimo y en san Agustín, aunque san Josemaría experimentó esta realidad sobre el sueño antes de conocerlas. "Dios no nos abandona nunca" (AD, 247), está siempre pendiente de nosotros y en consecuencia orar impulsa a permanecer "pendiente de Dios" (AD, 241). Por esto se puede hablar de "vida de oración" (cfr. AD, 38, 92, etc.), que "ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios" (ECP, 119), pero que no se limita a ellos, sino que se extiende a toda la jornada.
Y es una presencia de amor, pues Dios nos ama y le amamos: "imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino" (AD, 252). "Siempre he entendido la oración del cristiano como una conversación amorosa con Jesús, que no debe interrumpirse ni aun en los momentos en los que físicamente estamos alejados del Sagrario, porque toda nuestra vida está hecha de coplas de amor humano a lo divino..., y amar podemos siempre" (F, 435). La oración nace como una respuesta a la palabra de Dios que el Verbo encarnado nos ha traído y nos trae con su presencia en la Eucaristía, como manifiesta el paralelismo en la enumeración que encontramos en Camino: "¡Pan y Palabra!: Hostia y oración" (C, 87), texto que es la síntesis de otro –"tratar a Dios en la Palabra y en el Pan"–, que se remonta a 1937 (citado en CECH, p. 299, comentario del punto 87).
En los escritos de san Josemaría se encuentran diversas expresiones que presentan la oración como diálogo o trato con Dios. Citemos algunas:
–es un "coloquio con Dios" (AD, 249), "hablar con Dios" (AD, 251); "tratarse" (C, 91);
–es, siguiendo el ejemplo de María, "elevar siempre la mirada al amor divino" (AD, 241) y, como Ella, meditar "largamente las palabras de las mujeres y de los hombres santos del Antiguo Testamento, que esperaban al Salvador, y los sucesos de que han sido protagonistas" (AD, 241);
–consiste en una "conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con Él" (AD, 239); en suma, como puede verse, encontramos en la oración los fines de la Misa (alabanza, petición, acción de gracias, etc.);
–es un "auténtico diálogo de amor" (AD, 247) donde el cristiano, que ama a Dios, le habla de todo lo que le afecta: "[le] abriremos nuestra conciencia a una conversación humilde, para referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada" (AD, 245); "el tema de mi oración es el tema de mi vida" (ECP, 174; vid. el ejemplo de la oración de Jesús en la Transfiguración y en Getsemaní): "alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte" (C, 91);
–es, finalmente, "vivir cada instante con vibración de eternidad" (AD, 239).
Ciertamente, cuando dos personas se aman, el diálogo puede consistir en el estar juntos, sabiéndose mirado y mirando a su vez. "La oración –recuérdalo– no consiste en hacer discursos bonitos, frases grandilocuentes o que consuelen... Oración es a veces una mirada a una imagen del Señor o de su Madre; otras, una petición, con palabras; otras, el ofrecimiento de las buenas obras, de los resultados de la fidelidad... Como el soldado que está de guardia, así hemos de estar nosotros a la puerta de Dios Nuestro Señor: y eso es oración. O como se echa el perrillo, a los pies de su amo –No te importe decírselo: Señor, aquí me tienes como un perro fiel; o mejor, como un borriquillo, que no dará coces a quien le quiere" (F, 73).
San Josemaría pone de manifiesto que la intimidad con Dios está, gracias a la oración, destinada a crecer, de modo que llega un momento en que el alma necesita tratar a cada una de las Personas divinas (cfr. ECP, 86; AD, 306; F, 296): aprende particularmente a hacerlo en la Misa (cfr. ECP, 91), y en la oración, en la que el Espíritu Santo guía en la contemplación de la vida de Jesucristo y lleva al amor del Verbo encarnado, para alabar en Cristo a Dios como nuestro Padre, con la gracia del Espíritu de amor. Su invitación a acudir al Espíritu Santo desvela la alta experiencia personal de su propia oración, como se refleja en un punto autobiográfico de Forja: "No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres... Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla..., pero no habías «comprendido» esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. –Óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres! -Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte" (F, 430).
Así, desde el trato confiado con María Santísima y la conciencia de la filiación divina en Cristo, que presupone la acción del "Espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre!" (Rm 8, 15, citado en ECP, 118), se crece en unión con Dios hasta alcanzar una verdadera intimidad con el Espíritu Santo, pues es Él quien "alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor" (AD, 244). Se da, en cierto sentido, un movimiento circular ascendente, del Espíritu al Espíritu, "de paloma a paloma", como decía Gregorio de Nisa.
El Espíritu Santo mueve la inteligencia, la voluntad y los afectos. En el texto de Amigos de Dios recién citado, san Josemaría escribe que, antes de llegar a esa llama que "provoca incendios de amor", ha estado presente "toda esa asistencia amorosa –luz, fuego, viento impetuoso- del Espíritu Santo" (AD, 244). Su luz ilumina la inteligencia, su fuego inflama la voluntad y su viento impetuoso fortalece los afectos. Una oración compuesta por san Josemaría en 1934 invita a esta lectura: "-¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad... He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después.... mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...." (citado en DEL PORTILLO, 1995, p. 167; cfr. Sal 77 [Vg 76], 11).
La oración de agradecimiento a Dios, "agradecer su piedad paterna y concreta con nosotros" (ECP, 8), es la más elevada. La paternidad amorosa de Dios está también en la raíz de las invitaciones de san Josemaría a hablar en la oración de cualquier cosa que nos importe: "todo lo nuestro interesa a nuestro Padre celestial" (AD, 245). "El Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!" (ECP, 64). Así, una manifestación posible, aunque no necesaria, de la filiación divina es la oración de infancia, a la cual puede conducir el rezo del Rosario (cfr: SRECH, p. 91).
San Josemaría fija con frecuencia su atención en los primeros discípulos, en la Iglesia naciente; también por lo que se refiere a la oración (cfr. AD, 242; cfr. Hch 1, 14; Hch 2, 42; Hch 12, 5). El católico aprende la oración en "la Iglesia", en esta Iglesia "que permanece aquí y, al mismo tiempo, trasciende la historia", y que nos transmite un modo de rezar que implica "el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio –Iglesia purgante–, o con los que gozan ya –Iglesia triunfante– de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo" (Igl, pp. 42-43). La oración cristiana es la de los hijos de Dios en la Iglesia. Una Iglesia que es familia, pues Cristo "nos convierte en familia, en Iglesia" (CONV, 123), donde se vive "la identidad de unos con otros, y de todos con Cristo" (F, 630). Sabiendo que Dios está en todo lugar, incluyendo la existencia ordinaria y la vida en el hogar: "también en medio del hogar, porque, como ha dicho el Señor, donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20)" (CONV, 103).
El cristiano reza "por la Iglesia, por las almas" (S, 461): "Tener espíritu católico implica que ha de pesar sobre nuestros hombros la preocupación por toda la Iglesia, no sólo de esta parcela concreta o de aquella otra; y exige que nuestra oración se extienda de norte a sur, de este a oeste, con generosa petición" (F, 583). Reza para "que el Espíritu Santo asista a su Pueblo, y especialmente a la Jerarquía" (CONV, 21). La Comunión de los santos es esencialmente oración y penitencia unos por otros (cfr. C, 544-550). Se hace presente con ímpetu en la Misa: "Por Él, con Él, en Él, para Él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva" (citado en ECHEVARRÍA, 2001, p. 243). Juan Pablo II afirmó en su homilía para la canonización del 6 de octubre de 2002 que "san Josemaría fue un maestro en la práctica de la oración, que consideraba una extraordinaria «arma» para redimir el mundo. Aconsejaba siempre: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en 'tercer lugar', acción» (C, 82)".
Hablando a cristianos, hombres y mujeres de las más variadas condiciones, Josemaría Escrivá de Balaguer les recordaba la vocación al apostolado: dar a conocer a Cristo es una llamada bautismal y se realiza como superabundancia de la vida de oración (cfr. C, 961), para que los demás también sean "almas de oración" (ECP, 8). La oración es "el fundamento de toda labor sobrenatural" (AD, 238). Aconsejaba el libro de Jean Chautard, L'áme de tout apostolat (1910), cuyo primer título, La príére, base de l'apostolat (Sept Fons, 1909), es elocuente. Y, dirigiéndose a sacerdotes, les indicaba que, cuando predican, deben, al mismo tiempo que hablan, hacer su oración, de manera que su predicación sea sincera; su meditación –añadía– se debe nutrir especialmente de la Liturgia de las Horas, oración oficial de la Iglesia y, por eso, parte importante de la misión que les ha sido encomendada.
Los ratos de oración incluirán espacios de meditación, es decir, de consideración devota y detenida de la vida del Señor, de pasajes de la Escritura, así como de verdades de la fe cristiana y de textos de autores espirituales. En esa meditación podrá predominar la acción de la inteligencia que examina y pondera, aunque estará siempre presente el corazón con un diálogo amoroso y afectivo con Dios Padre, con Cristo, con Santa María: "Dios mío, te amo, pero... ¡enséñame a amar!" (C, 423); "Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre –Jesús– y a decirle que le quieres" (C, 303); "¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya –«fiat»– nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. –¡Bendita seas!" (C, 512). De ese amor nacerán peticiones de perdón o de ayuda, actos de desagravio, acciones de gracias, propósitos. Y, cuando Dios quiera y como Él quiera, podrá ocurrir que el alma advierta que "se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán" (AD, 296); es la oración contemplativa, de la que mana "un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres" (C, 283).
Al describir las formas o manifestaciones de la oración es frecuente hacer un esquema que podría calificarse de creciente o genérico, comenzando con las oraciones vocales, para pasar luego a la meditación y llegar finalmente a la contemplación. Así lo hace el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 2700-2719), y también, en algún momento, san Josemaría (cfr. AD, 296). Preferimos centrar aquí la mirada en la oración mental, entendiendo por tal los ratos que se dedican, cada día, a estar a solas con Dios. San Josemaría lo recomendó desde el principio: "Me has escrito, y te entiendo: "Hago todos los días mi «ratito» de oración: ¡si no fuera por eso!"" (C, 106). "Que no falten en nuestra jornada unos momentos dedicados especialmente a frecuentar a Dios, elevando hacia Él nuestro pensamiento, sin que las palabras tengan necesidad de asomarse a los labios, porque cantan en el corazón. Dediquemos a esta norma de piedad un tiempo suficiente; a hora fija, si es posible. Al lado del Sagrario, acompañando al que se quedó por Amor. Y si no hubiese más remedio, en cualquier parte, porque nuestro Dios está de modo inefable en nuestra alma en gracia. Te aconsejo, sin embargo, que vayas al oratorio siempre que puedas: y pongo empeño en no llamarlo capilla, para que resalte de modo más claro que no es un sitio para estar, con empaque de oficial ceremonia, sino para levantar la mente en recogimiento e intimidad al cielo, con el convencimiento de que Jesucristo nos ve, nos oye, nos espera y nos preside desde el Tabernáculo, donde está realmente presente escondido en las especies sacramentales" (AD, 249).
Se podrían destacar cuatro disposiciones que condicionan toda oración: la autenticidad, la confianza en Dios, la humildad y el espíritu de sacrificio.
– El "afán de cumplir la Voluntad del Padre" (AD, 243) hace auténtica la oración, por oposición a la actitud de los hipócritas (cfr. Mt 7, 21). La oración debe ir unida a la vida y por eso al "deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma" (AD, 243). Esto supone una "disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado" (AD, 243): la oración lleva a la conversión.
– Al disponerse a la oración mental es necesario actualizar la conciencia de la presencia de Dios (cfr. C, 90; AD, 244), "seguros de que Él nos escucha y nos responde" (AD, 245). San Josemaría invita a rezar con confianza: "Dios, que es amoroso espectador de nuestro día entero, preside nuestra íntima plegaria: (...) hemos de confiarnos con Él como se confía en un hermano, en un amigo, en un padre" (AD, 246; cfr. CONV, 102).
– La humildad es también esencial, pues "«la oración» es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo" (S, 259). Lleva a manifestar sencillamente al Señor todo, incluso que no se sabe rezar: "en cuanto comiences a decir: «Señor, ¡que no sé hacer oración!...», está seguro de que has empezado a hacerla" (C, 90; cfr. AD, 244). San Josemaría relaciona este consejo con el pasaje del Evangelio en el que los discípulos le dicen a Jesús: "¡Señor, enséñanos a orar!" (Lc 11, 1), palabras en cuyo trasfondo percibe como un punto de queja: "¡Señor, que no sé dirigirme a Ti!" (AD, 244; cfr. C, 84).
– La mortificación es condición para ser "alma de oración" (C, 172; cfr. S, 446, 467), y a la vez "la oración se avalora en el sacrificio" (C, 81): oración y mortificación –"oración de los sentidos" (ECP, 9) – se reclaman en la predicación de san Josemaría, como "culto cotidiano a Dios" (S, 994).
Al referirse a los ratos de oración, junto a la recomendación de que no falten en ninguna jornada, el fundador del Opus Dei aconseja la puntualidad, para vencer "la poltronería, el falso criterio de que la oración puede esperar. No retrasemos jamás esta fuente de gracias para mañana" (AD, 246): es bueno rezar "a hora fija, si es posible" (AD, 249). Invita además a elegir bien el lugar donde se va a rezar: cuando sea posible, delante del tabernáculo, donde Jesús está sustancialmente presente, con su Santísima Humanidad (cfr. ECP, 120), y que llama "Betania", en recuerdo de esa intimidad, de ese trato sencillo con Jesús que tuvieron Marta, María y Lázaro (cfr. ECP, 154c). Pero indica también que es importante no desaprovechar las llamadas del Espíritu Santo, ya que "sopla donde quiere" (Jn 3, 8), también "cuando menos era de esperar, en la calle, entre los afanes de cada día, en medio del barullo y alboroto de la ciudad" (C, 110), "leyendo un periódico" (Apuntes íntimos, n. 673, 26-III-1932: CECH, p. 314): "cualquier lugar es apto para ese encuentro con Dios" (S, 461). Hubo, en la vida de san Josemaría, varios episodios donde experimentó esa acción, a veces impetuosa, del Espíritu Santo, por ejemplo bajo forma de locutio divina.
Dios tiene la iniciativa en la oración. Por eso, como acabamos de decir, hay que dejarse llevar del Espíritu Santo, que, en ocasiones, concederá, cuando quiera y como quiera, momentos intensos de oración. Pero es cierto a la vez que la gracia divina cuenta con la cooperación humana, y en ese sentido la oración implica empeño, comenzar y recomenzar (cfr. ECHEVARRÍA, 2006, p. 214; C, 292 ss.), poner medios o recursos en los que pueda apoyarse el trato con Dios.
San Josemaría aconseja acudir, ante todo, a la palabra de Dios que se nos transmite en la liturgia y en la Sagrada Escritura. Y así invita a meditar el Evangelio y "a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares" (C, 86). Comentó diversos salmos, entre ellos el Salmo 2, que animaba a meditar considerando la propia filiación divina. Una lectura cristocéntrica de este salmo da pie a que uno se sienta interpelado como hijo en el Hijo, participando de su Cruz, y llamado a recibir el mundo entero como herencia: a llevar a Dios todas las cosas y a todas las personas. El salmo proclama la filiación divina del Señor Jesús, a la vez que la confianza en Dios, siempre vencedor. Los Hechos atestiguan que los Apóstoles y toda la comunidad cristiana lo rezaron después de la liberación de Pedro y Juan (cfr. Hch 4, 25), mencionando al Espíritu Santo, lo que permite señalar asimismo la oportunidad de una lectura pneumatológica de ese salmo, y de todos los demás, ya que el Espíritu es el que "enseña a la Iglesia y le recuerda lo que Jesús dijo", y "será también quien la instruya en la vida de oración" (CCE, 2623).
Recomendaba también algunos libros expresamente redactados para facilitar la oración (como de hecho lo son Camino, Surco y Forja). Asimismo, las oraciones vocales, además del valor que tienen en cuanto tales, alimentan la "hoguera" de la meditación (cfr. C, 92). San Josemaría lo había experimentado, como lo testimonia, entre otros, una mujer joven que recuerda el consejo que el fundador del Opus Dei le diera en 1934: "Otro día para ayudarme a hacer oración me decía: «Tú te pones a mirar al Sagrario y luego dices despacio el Padrenuestro. Con eso tienes bastante materia. Dices: Padre nuestro, que estás en los Cielos... Piénsalo despacio, machaca y verás cómo Dios te ayuda»" (CECH, p. 296; cfr. C, 84). Como santa Teresa (cfr. Camino de Perfección), san Josemaría no hacía más que aconsejar lo que él mismo vivía y siguió viviendo: "Tenía por costumbre, no pocas veces, cuando era joven, no emplear ningún libro para la meditación. Recitaba, paladeando, una a una, las palabras del Pater Noster, y me detenía –saboreando– cuando consideraba que Dios era Pater, mi Padre, que me debía sentir hermano de Jesucristo y hermano de todos los hombres" (Carta 8-XII-1949, n. 41: SRECH, p. 95). ¿Y los momentos de oscuridad? Han de considerarse como una llamada a perseverar, aunque se tenga la impresión de que se está haciendo una comedia, pues el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo "contemplan esa comedia" (AD, 152): no es hipocresía, sino amor.
San Josemaría invita, también con el testimonio de su experiencia, a meditar el Evangelio para llegar a la oración afectiva y a la contemplación: "Después de considerar el Evangelio anotado anteriormente, me dio el Señor tal ímpetu, que anduve por la calle alabándole y en hacimiento de gracias por esos Santos Evangelios" (Apuntes íntimos, año 1932: CECH, p. 297).
¿Cómo meditar el Evangelio? "Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones" (AD, 253). La imaginación, a partir de la lectura, nutre la inteligencia y lleva al diálogo.
Se llega así a una auténtica participación en la vida de Jesús, posible gracias a la contemporaneidad de Cristo resucitado con nosotros: "Camino de infancia. Abandono. Niñez espiritual. Todo esto que Dios me pide y que yo trato de tener no es una bobería, sino una fuerte y sólida vida cristiana. Por ahí voy, cuando, al rezar el rosario o hacer –como ahora en adviento– otras devociones, contemplo los misterios de la vida, pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, tomando parte activa en las acciones y sucesos, como testigo y criado y acompañante de Jesús, María y José" (Apuntes íntimos, año 1931: CECH, p. 948, comentando C, 853).
Meditar el Evangelio –especialmente, la humanidad y la pasión de Jesús (cfr. AD, 299)– lleva, además, a confrontar la propia vida con la del Señor y por tanto a imitarle: "lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia" (F, 754).
¿Qué descubre san Josemaría en la vida del Señor? Digámoslo con unas palabras que pronunció durante una meditación en una fecha significativa, el 2 de octubre de 1971, aniversario de la fundación del Opus Dei, y que ofrecen un panorama sugestivo del Evangelio y de su mensaje: "Belén es el abandono; Nazaret, el trabajo; el apostolado, la vida pública. Hambre y sed. Comprensión, cuando trata a los pecadores. Y en la Cruz, con gesto sacerdotal, extiende sus manos para que quepamos todos en el madero. No es posible amar a la humanidad entera –nosotros queremos a todas las almas, y no rechazamos a nadie– si no es desde la Cruz" (citado en DERVILLE, 2002, p. 52). La meditación del Evangelio invita a seguir a Cristo con un hondo sentido de la filiación divina, que lleva a abandonarse en las manos de Dios; a estar junto a Jesús en el trabajo y, por extensión, en la vida ordinaria; y al apostolado, que nace de la intimidad con Jesús y del deseo de darlo a conocer. Y todo eso, "desde la cruz", y por lo tanto desde esa actualización sacramental del sacrificio de la Cruz y de ese acercarse a nosotros de Cristo ofreciendo su amor que constituyen el misterio, la realidad, de la Eucaristía.
Este modo de hacer oración desde el Evangelio deja un gran espacio a la libertad. Cada palabra del Señor es susceptible de resonar de un modo u otro, con el soplo del Espíritu Santo, de modo que al revivir el Evangelio "como un personaje más" se profundiza en el amor que Dios nos ha manifestado y se experimenta el impulso a la entrega a los demás, así como a la lucha ascética y a los propósitos; en suma, a unir oración y vida.
San Josemaría practicó y aconsejó la oración de petición. En esto, no hacía más que seguir la enseñanza de Cristo, que tenía bien metida en el alma; de hecho, meditaba con frecuencia textos sobre la oración de petición, que llevaba copiados en su agenda (Mt 21, 22; Mt 18, 19; Mc 11, 24; Lc 11, 10; Jn 12, 23; Jn 15, 7; Jn 16, 24...). Su biografía ofrece numerosos testimonios de su confianza en la petición sencilla y rendida a Dios; limitémonos a una de sus declaraciones: "cuando, sin sensiblerías, pero con verdadera fe he pedido al Señor o a Nuestra Señora alguna cosa espiritual (y aun alguna material) para mí o para otros, me la ha concedido" (Apuntes íntimos, n. 160, 10-II-1931: AVP, I, p. 368).
La petición dirigida a Dios puede versar sobre las más variadas necesidades humanas, también materiales, aunque deberán ocupar un lugar especial las espirituales: el bien del prójimo y de la Iglesia, la evangelización, la propia santificación, siempre en un ambiente de plena confianza en Dios. "La fe no es para predicarla sólo, sino especialmente para practicarla. Quizá con frecuencia nos falten las fuerzas. Entonces –y acudimos de nuevo al Santo Evangelio–, comportaos como aquel padre del muchacho lunático. Se interesaba por la salvación de su hijo, esperaba que Cristo lo curaría, pero no acaba de creer en tanta felicidad. Y Jesús, que pide siempre fe, conociendo las perplejidades de aquella alma, le anticipa: si tú puedes creer, todo es posible para el que cree (Mc 9, 22). Todo es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe" (AD, 204).
A san Josemaría no le gustaba "hablar de métodos ni de fórmulas" (AD, 249) en referencia a la oración. No quería encerrar en moldes fijos lo que debe ser un trato sencillo, espontáneo y confiado. Lo que no quita que diera consejos para la oración. Y que, para iniciar y concluir su oración personal, a la que solía dedicar treinta minutos por la mañana y otros tantos por la tarde, hubiera concretado unas oraciones breves, partiendo de textos tradicionales que modificó ligeramente.
Para iniciar la oración comenzaba con la señal de la cruz. "Per signum crucis de inimicis nostris libera nos, Deus noster. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen", evocando la entrega de Cristo y la realidad de la vida trinitaria, de modo que esas realidades básicas de la vida cristiana dieran, desde el principio, el tono de la oración. Después venían unas palabras que fomentan la fe, la confianza, la autenticidad y la humildad, para acabar con una petición de gracia y acudir a la mediación de María, a la intercesión de san José y a la del ángel custodio: "Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados, y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, San José, mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí".
Eran, en su vida, el pórtico de entrada a un diálogo íntimo, de corazón a corazón. No antecedían la oración: eran ya oración, y oración mental, porque eran pronunciadas no sólo con la boca, sino con la cabeza y el corazón. Mons. Javier Echevarría, eminente testigo de la oración de san Josemaría durante veinticinco años, recuerda cómo, al recitar esas palabras, "entraba ya en diálogo intensísimo con el Señor" (ECHEVARRÍA, 2000, p. 196); un diálogo que nacía de la seguridad de que Dios está pendiente del hombre, le mira y le escucha. Con esa seguridad "actualizaba cada una de las palabras de esa oración preparatoria" (ibidem).
Terminaba la oración con otra breve fórmula, que expresa la seguridad de haber sido escuchado y mueve a la fidelidad: "Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación. Te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía Inmaculada, San José, mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí". Es el Señor quien suscita, en la oración, propósitos, afectos e inspiraciones, respectivamente en la voluntad, en los sentimientos y en la inteligencia. La memoria y la imaginación han ayudado a rezar. La oración, unida siempre al deseo de cumplir la voluntad de Dios, debería hacer desaparecer las contrariedades (cfr. AD, 249), ayudar a "rectificar", a "cambiar la ruta" (AD, 249), con una alegría (cfr. C, 663; cfr. St 5, 13) que es fruto de la acción del Espíritu Santo: "El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios. Y los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? (...). La alegría se mete en la vida de oración" (AD, 92). Con todo, en nuestra opinión la oración en san Josemaría privilegia los afectos respecto a la voluntad y a la inteligencia, aunque sea siempre una oración del corazón en el sentido bíblico, es decir, de toda la persona (cfr. ECP, 164).
Se ha pedido gracia para "este rato de oración", se agradece por "esta meditación". Se manifiesta una convergencia con la tendencia a identificar la meditación con la oración mental (cfr. ECP, 119): con meditación, se indica también, por ejemplo, la oración afectiva (cfr. CCE, 2699, distinguiendo sólo oración, meditación y contemplación). Hemos descrito y comentado brevemente las dos oraciones, preparatoria y conclusiva, para los ratos dedicados al trato con Dios, en referencia a la praxis vivida de san Josemaría. Añadamos que no solamente vivió, sino que trasmitió y enseñó a vivir esta praxis. De hecho constituye uno de los legados que dejó al Opus Dei.
Con la expresión "oración vocal" se designa ordinariamente en la literatura espiritual aquella oración que consiste en la recitación, tanto en voz alta como sólo interiormente, de formas oracionales ya compuestas y que el que reza hace propias. Esta tradición viene de la espiritualidad judía, que se expresaba mediante la recitación de salmos, y fue continuada después, desde el primer momento, por la comunidad cristiana, que unió a los salmos oraciones venidas de Cristo o compuestas por las sucesivas generaciones cristianas.
Entre la oración mental y las oraciones vocales hay una relación estrecha. De una parte, por razones genéticas, ya que la oración mental –y concretamente la costumbre de dedicar unos tiempos determinados al trato con Dios– nace y se desarrolla a partir de los momentos de silencio que solían guardarse al recitar los salmos y otras oraciones. De otra, porque en los ratos de oración puede haber, como ya se señalaba en el apartado anterior, momentos, en los que el diálogo con Dios consista precisamente en repetir oraciones vocales (que también son mentales). Además, la unión con el Señor alcanzada en los tiempos dedicados a la oración mental tenderá a expresarse a lo largo de la jornada mediante oraciones breves o jaculatorias, y otros actos de amor y de desagravio, y acciones de gracias, que se entremezclen con el desgranarse de la vida ordinaria.
San Josemaría valoró hondamente las oraciones vocales. Y así leemos en Camino: "«Domine, doce nos orare» –¡Señor, enséñanos a orar! –Y el Señor respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: «Pater noster, qui es in coelis...» –Padre nuestro, que estás en los cielos... ¡Cómo no hemos de tener en mucho la oración vocal!" (C, 84). Alegaba también su experiencia personal: "Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra. (...) Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio" (AD, 296).
Recalcaba a la vez que la oración vocal implica participación personal, atención a lo que se dice y a quién va dirigido (cfr. C, 85); en diálogo "de tú a Tú, con Nuestro Padre Dios", ya que "la auténtica oración vocal jamás supone anonimato" (AD, 145). Más aún, enseñaba que puede llevar a la oración contemplativa; así lo hacía en un texto referido al Rosario, pero que tiene validez universal: "la oración vocal ha de enraizarse en el corazón, de modo que, durante el rezo del Rosario, la mente pueda adentrarse en la contemplación de cada uno de los misterios" (S, 477; cfr. SRECH, p. 78).
Rezó y recomendó, junto a los salmos y a los textos provenientes de la liturgia, a los que ya nos hemos referido, las oraciones vocales más arraigadas en la tradición de la fe de la Iglesia. Las describe como "fórmulas divinas", mencionando a continuación las que tienen su origen en el Evangelio –Padre Nuestro..., Dios te salve, María..., Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo-, y "esa corona de alabanzas a Dios y a Nuestra Madre que es el Santo Rosario, y tantas, tantas otras aclamaciones llenas de piedad que nuestros hermanos cristianos han recitado desde el principio" (AD, 248). Santo Rosario y Via Crucis están, de hecho, escritos para ayudar a recogerse en oración (cfr. SRECH, p. 125; DEL PORTILLO, VC, Prólogo).
Entre tantas oraciones que recomienda, incluye también la comunión espiritual –repitió durante toda su vida la fórmula que había aprendido con motivo de su primera Comunión–, los actos de contrición –"¡cuantos más, mejor!", solía decir (S, 480; cfr. ECP, 131; AD, 17; F, 384) –, el Credo, y todas aquellas "que han nacido de la pasión de un corazón enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum praasidium..., Memorare..., Salve Regina..." (ECP, 119). Animaba a los padres a rezar algunas oraciones en familia, ya que esa práctica contribuye a "dar una formación cristiana auténtica a los hijos" (CONV, 103).
Las oraciones jaculatorias ocuparon un lugar importante en la vida espiritual de san Josemaría. Superan el centenar las que rezó a lo largo de su vida, según las circunstancias, sacadas de la Biblia, de la liturgia, de las oraciones que había aprendido de niño, compuestas por él como fruto de su meditación... Mencionemos, entre sus preferidas, la confesión de Pedro, "Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te" (Jn 21, 17 [Vg]), utilizada "no sólo como acto de amor, sino también de contrición" (DEL PORTILLO, 1995, p. 164); las dirigidas a la Virgen María, "Monstra te esse matrem", sacada del himno Ave maris Stella, y "Mater pulchrae dilectionis, filios tuos adiuva"; y las exclamaciones "Domine, ut sit!", "Domina, ut sit!", forjadas por el mismo san Josemaría en los años que precedieron al 2 de octubre de 1928, como expresión del deseo de que llegara la realización del designio que el Señor le hacía presagiar. A esas oraciones se añadían muchas improvisadas, que brotaban espontáneamente de su alma, como por ejemplo: "Jesús, te amo", "Madre mía" u otras invocaciones que no son fórmulas establecidas. "Yo sé de una jaculatoria que le decía un alma, un hombre recio y fuerte: parece una grosería, pero no lo es. Pues le decía durante un día entero: ¡Señor, estoy hasta las narices! Y ése es un modo colosal de hablar con Dios" (Apuntes tomados en una tertulia, 31-X-1972: AGP, P04 1972, I, p. 244).
Oración mental, oraciones vocales, jaculatorias han de llevar a todo cristiano, plenamente metido en la sociedad, en el trabajo, en los diversos quehaceres de la vida ordinaria, a "estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios" (ECP, 65): "alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca" (AD, 247). El ejemplo de Cristo es claro: "el espíritu de oración que anima la vida entera de Jesucristo entre los hombres, nos enseña que todas las obras –grandes y pequeñas– han de ir precedidas, acompañadas y seguidas de oración" (F, 441). Mirando al Señor, el cristiano sabe que cada jornada se puede convertir "en una sola íntima y confiada conversación": "oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana" (AD, 247), en todas las circunstancias, felices o no, pues conviene "no perder jamás el punto de mira sobrenatural" (AD, 247). Viviendo de fe, esperanza y caridad, y bajo el impulso de la acción del Espíritu Santo, de ordinario no llamativa pero eficaz, "brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla; todo lo referirás a tu Padre Dios" (AD, 149). De este modo, la oración lleva a estar en el mundo con "la libertad de los hijos de Dios" (AD, 297; cfr. Rm 8, 21): "Dejamos de ser esclavos, con la oración. Nos sentimos y somos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en una canción de amor, hacia ¡la unión con Dios! Un nuevo modo de existir en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso" (Apuntes tomados de una meditación, 26- XI-1967: BURKHART - LÓPEZ, II, 2011, p. 241).
Toda la vida del cristiano debe llegar a ser oración, sin apartarse del mundo, sino amándolo en Dios, siendo "contemplativos en medio del mundo", con el deseo de cumplir su voluntad y de manifestar con las obras un amor y un espíritu de servicio llamados a transformar el mundo. "Ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual –son infinitas–, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta"; con "una oración y una conducta que no nos apartan de nuestras actividades ordinarias, que en medio de ese afán noblemente terreno nos conducen al Señor. Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo" (AD, 308). Pues, como comentaba el cardenal Ratzinger en un artículo publicado con ocasión de la canonización de san Josemaría (L'Osservatore Romano, 6-X-2002), al hablar con Dios "como un amigo habla con un amigo" (Ex 33, 11), el hombre "abre las puertas del mundo para que Dios pueda hacerse presente, y obrar y transformarlo todo".
Guillaume DERVILLE
San Josemaría fue ordenado sacerdote el 28 de marzo de 1925. Ese año había sido declarado Año Santo en la Iglesia y fueron canonizados san Juan María Vianney y santa Teresa del Niño Jesús. Según las estadísticas, la diócesis de Zaragoza contaba entonces con 14 arciprestazgos, 368 parroquias, 171 coadjutorías, 480.426 habitantes, 812 sacerdotes, 19 comunidades de religiosos y 81 de religiosas. Estaba todavía gobernada por el vicario capitular José Pellicer, pues don Rigoberto Doménech Valls, que había sido preconizado arzobispo en el consistorio de 16 de diciembre de 1924, no hizo su entrada solemne hasta el 17 de mayo. El obispo auxiliar Miguel de los Santos Díaz de Gómara, preconizado para Osma, aún no había tomado posesión de su nueva sede.
La ordenación sacerdotal fue el final de su etapa en el Seminario de San Francisco de Paula, uno de los dos existentes en la diócesis de Zaragoza. Había ingresado allí en 1920, procedente de Logroño, la ciudad en la que residía con su familia y en la que descubrió su vocación, por medio de una circunstancia aparentemente fútil: las huellas en la nieve de los pies de un carmelita descalzo, que vio entre las vísperas del Año Nuevo de 1918 y de su cumpleaños, el 9 de enero. San Josemaría buscó la dirección espiritual de dicho fraile, José Miguel de la Virgen del Carmen. Éste, pasados unos tres meses, le propuso el ingreso en su Orden, pero san Josemaría no se veía llamado a la vida religiosa y decidió hacerse sacerdote diocesano. En septiembre de dicho año ingresó en el Seminario de Logroño, donde permaneció dos cursos.
En Zaragoza completó su formación en el ya mencionado Seminario de San Francisco de Paula, y los estudios de Teología en el Seminario de San Valero y San Braulio, que tenía entonces rango de Universidad Pontificia. Recibió la Tonsura el 28 de septiembre de 1922 en la capilla del Palacio Arzobispal, el mismo día en que fue nombrado para el cargo de inspector; ésta es la razón de que la recibiera él solo, pues era inconcebible que alguien que no fuese clérigo ocupase cargos en el Seminario. Las Órdenes Menores las recibió el 17 y el 21 de diciembre de dicho año (ostiario-lector y exorcista-acólito).
El 4 de junio de 1923 fue asesinado el arzobispo, el cardenal Soldevila, iniciándose un largo periodo de casi dos años de sede vacante. El subdiaconado se lo confirió el citado obispo auxiliar de la diócesis, Miguel de los Santos Díaz de Gómara, el 14 de junio de 1924, en la iglesia del Real Seminario de San Carlos. Algo más de seis meses después, el 20 de diciembre, en el mismo templo y de manos del mismo prelado, recibió el diaconado en una ceremonia a la que no pudieron asistir su madre y sus hermanos (su padre, José Escrivá, había fallecido el 27 del mes anterior, en Logroño).
Del ejercicio de su diaconado le quedaron impresas emociones indelebles. Era tal el ansia con que había esperado esos momentos, que al tocar la Sagrada Forma le temblaban las manos y hasta el cuerpo entero. La primera vez que le ocurrió esto fue en una Exposición solemne, al tener que colocar el viril en la custodia. Entonces pidió interiormente al Señor que nunca se acostumbrara a tratarle. Hasta el final de su vida perduró el impacto de aquel encuentro, como recordaba años más tarde: "En esta casa de San Carlos he recibido yo la formación sacerdotal. Aquí, en este altar, yo me acerqué tembloroso para coger la forma sagrada y dar por primera vez la Comunión a mi madre. No imagináis... Voy de emoción en emoción" (AVP, I, p. 192).
Entonces solía haber ordenaciones cuatro veces al año, en las llamadas Témporas de Cuaresma (febrero-marzo), Santísima Trinidad (abril-mayo), San Mateo (septiembre) y Santo Tomás Apóstol (diciembre).
El sábado 28 de marzo de 1925, en la quinta semana de Cuaresma, recibió san Josemaría el presbiterado en la iglesia de San Carlos, de nuevo de manos del citado obispo Díaz de Gómara. Había tenido que pedir dispensa pontificia por defecto de edad canónica, porque solo tenía veintitrés años. La dispensa llegó poco más de un mes antes de la ordenación, el 20 de febrero. Unas semanas más tarde, el 4 de marzo, solicitó ser ordenado sacerdote y se procedió a continuación con los trámites habituales que incluían un examen de suficiencia y las amonestaciones públicas en Logroño.
"El ordenado siguió con los cinco sentidos las ceremonias litúrgicas: la unción de las manos, la traditio instrumentorum, las palabras de la consagración... Emocionado y confuso ante la bondad del Señor, tuvo en nada las dificultades pasadas desde el día de su llamamiento, dando gracias como un tierno enamorado" (AVP, I, p. 194).
Junto a san Josemaría fueron ordenados otros 10 presbíteros, 4 diáconos, 14 subdiáconos y 3 tonsurados y minoristas. Damos a continuación los nombres y algunos datos de los presbíteros, comenzando por los que fueron sus compañeros en el Seminario de San Francisco de Paula, siguiendo por los alumnos del Seminario Conciliar de Zaragoza, y terminando con los que fueron alumnos externos o provenían de otras diócesis.
– Clemente Cubero Berné (Moyuela, 22-XI-1901; Cartuja de Aula Dei, 23- VII-1989). Este sacerdote, que junto con los dos siguientes procedía del Seminario de San Francisco de Paula, después de desempeñar su ministerio en parroquias rurales, ingresó en Aula Dei en 1932 y cambió su nombre por el de Hugo.
– Gerásimo Fillat Bistuer (Barbastro, 5-III-1902; Barcelona, 18-1-1962). Durante su estancia en Letux (noviembre de 1931-febrero de 1933) se convirtió en el jefe de las derechas locales, en un ambiente enrarecido que originó el asesinato del alcalde izquierdista. En 1936 marchó a América, donde ejerció su ministerio en Santiago de Chile y Buenos Aires. Volvió a España enfermo (Boletín Eclesiástico Oficial de la Archidiócesis de Zaragoza –BEOAZ– 1962, p. 59).
– Manuel Yagües Flor (Burbáguena, 24- I-1901; Zaragoza, 14-VII-1972). Coadjutor y capellán colativo de Santiago el Mayor, de Zaragoza (BEOAZ, 1972, p. 368).
– Julián Lou Miñana (Riela, 28-XII-1900; Belchite, 1937). Procedía del Seminario Concillar. Fue capellán en su pueblo natal, entre otros cargos. Al estallar la Guerra Civil, marchó al frente como capellán de requetés, formando parte del tercio de Almogávares. Hecho prisionero al caer Belchite, fue torturado y fusilado.
– Francisco Muñoz Secanella (Samper de Calanda, 24-VII-1900; 25-1-1991). También era seminarista del Conciliar. Ejerció su ministerio en numerosas parroquias rurales, hasta 1958 en que paso a ser párroco de San Felipe y Santiago el Menor, de Zaragoza (BEOAZ, 1991, pp. 74-75).
– Pascual Pellejero Gutiérrez (Romanos, 11-VI-1900; Pamplona, 22-XI-1960). Durante muchos años fue coadjutor de Cortes de Navarra. En 1940 marchó a Pamplona, donde organizó una distribuidora de material catequético. También había sido alumno del Seminario Conciliar (BEOAZ, 1960, p. 591).
– Carmelo Coramina Urbez (Zaragoza, 21-IX-1902; 14-III-1970). Era seminarista externo. Fue Beneficiado sochantre de San Miguel de los Navarros, de Zaragoza, desde 1928.
– Trifino Martínez Gil, de Osma (Pedrosa de Duero, 5-VII-1900; Burgos, 29-I-1991).
– Casiano Ocáriz de la Virgen del Perpetuo Socorro, Sch.P. (Aramendía del Valle de Allín, 1-XII-1901; Pamplona, 25-XII-1975). Estuvo muchos años en América.
El mismo día de su ordenación se le concedieron a san Josemaría licencias ministeriales por seis meses. Al día siguiente abandonó el Seminario de San Francisco de Paula. Celebró su primera Misa dos días después, el Lunes de Pasión, en la Santa Capilla del Pilar, a las diez y media de la mañana. La aplicó en sufragio del alma de su padre. No le había sido fácil conseguir que le cediesen la Santa Capilla; pero su deseo era celebrar allí, en el lugar que visitaba a diario para rezar ante la Señora. Por lo demás, la Misa fue más dolorosa de lo que san Josemaría podía prever, aunque escondiera la memoria y circunstancias del acto en una frase muy simple: "en la Santa Capilla ante un puñado de personas, celebré sin ruido mi Primera Misa".
Fue una Misa rezada, a la que asistieron su madre, sus hermanos Carmen y Santiago, su prima Sixta Cermeño y su esposo, dos vecinas de Barbastro amigas de su hermana, la familia del profesor Juan Moneva y dos sacerdotes que hicieron de padrinos de altar. La emoción de su madre, que se había levantado enferma esa mañana, se avivaba al considerar los muchos sacrificios que había pasado, junto con su marido, para asistir a esta ceremonia. El nuevo presbítero tenía la ilusión filial de que su madre fuese la primera persona que recibiera de sus manos una de las Formas por él consagradas. Se vio privado de esa alegría. Una señora se adelantó a doña Dolores para arrodillarse en el reclinatorio cuando iba a repartir la Comunión, por lo que el sacerdote se vio obligado a darle de comulgar primero, para evitar un desaire. Acabada la Misa hubo un besamanos, los parabienes de costumbre en la sacristía, y la despedida del pequeño grupo de asistentes. De aquella primera Misa guardó san Josemaría un sabor de sacrificio. La recordaba como "una estampa del dolor, con su madre vestida de luto" (AVP, I, p. 196).
Ese 28 de marzo fue nombrado regente auxiliar de la parroquia de Perdiguera para sustituir al párroco, ausente por enfermedad. Para allí partió el día 31 en un carruaje tirado por mulas. Era una parroquia de entrada del arciprestazgo de Zaragoza, con 871 habitantes, con casa parroquial pero sin huerto, con 1.750 ptas. de dotación para el párroco y 600 para culto y fábrica. Cesó en su cargo el 18 de mayo. El párroco, don Jesús Martínez Girón, falleció poco después, el 23 de junio.
5. Las bodas de oro sacerdotales
El 28 de marzo de 1975 celebró san Josemaría sus bodas de oro sacerdotales. Ese año fue Viernes Santo. Con motivo de este jubileo, en el mes de enero dirigió una carta a los fieles del Opus Dei pidiéndoles que en ese día le acompañaran con su oración y con su acción de gracias a Dios y con el deseo de estar muy unidos a Cristo "rezando y trabajando en su presencia consummati in unum!, formando un solo corazón con siempre mayores afanes de servir a la Santa Iglesia y a las almas" (AVP, III, pp. 745-747).
Juan Ramón ROYO GARCÍA
Exponemos en esta voz la organización y el gobierno siguiendo los Estatutos otorgados a la Prelatura del Opus Dei en el momento de su erección el 28 de noviembre de 1982. Concluiremos con unas breves consideraciones sobre las características de ese gobierno.
El gobierno de toda la Prelatura corresponde al Prelado, que es su Ordinario propio, con potestad ordinaria de jurisdicción. Representa, por tanto, a todo el Opus Dei y a cada circunscripción. Entre los fieles de la Obra al Prelado se le llama sencillamente Padre, como expresión de una característica de la espiritualidad del Opus Dei que es la sencillez en la vida en familia (cfr. Statuta, n. 130 § 1: IJC, p. 647).
El gobierno general del Opus Dei lo ejerció san Josemaría hasta el momento de su fallecimiento, ocurrido en 1975. Le sucedió su principal colaborador, Mons. Alvaro del Portillo, quien, al ser erigido el Opus Dei en Prelatura, fue nombrado Prelado. A su muerte, en 1994, le sucedió Mons. Javier Echevarría.
La función jurisdiccional del Prelado se refiere a la labor pastoral peculiar de la Prelatura. Ese gobierno se extiende sin delimitación territorial a los fieles vinculados con el Opus Dei, es decir, a los clérigos incardinados en la Prelatura y a los laicos incorporados a ella, principalmente en lo que se refiere a la formación, la atención espiritual y el apostolado de esos fieles.
Como resume el número 125 § 2 de los Estatutos, "la potestad de régimen de que goza el Prelado es plena, tanto en el fuero externo como en el interno, sobre los sacerdotes incardinados en la Prelatura; y sobre los laicos incorporados a la Prelatura esta potestad se extiende sólo a cuanto se refiere al fin peculiar de la misma".
La dependencia inmediata y directa del Opus Dei respecto a la Santa Sede se realiza a través de la Congregación para los Obispos (cfr. Const. Ap. Pastor Bonus, 80; Const. Ap. Ut sit, IV y VI; Statuta, n. 171: IJC, p. 654).
La Prelatura desarrolla sus actividades en diversos países, de modo que, además de su organización central, consta de circunscripciones establecidas en distintas naciones. Las circunscripciones de la Prelatura, llamadas Regiones, son ámbitos territoriales que normalmente coinciden con países determinados. Cada una de esas circunscripciones está gobernada por un Vicario Regional, que cuenta con la colaboración de dos consejos: la Comisión Regional y la Asesoría Regional. Otras circunscripciones son las Quasi-Regiones y las Delegaciones dependientes directamente del Prelado (cfr. Statuta, nn. 150 y 152: IJC, p. 652). Finalmente, la organización local se estructura a través de Centros erigidos (cfr. Statuta, n. 161: IJC, p. 653).
Tanto en el ámbito universal como regional participan en la potestad del Prelado algunos oficios vicarios, que son, según el Derecho Canónico, Ordinarios de la Prelatura (cfr. Statuta, n. 125 § 4: IJC, p. 647). Estos vicarios son: para el ámbito central, el Vicario Auxiliar –si lo hay–, y el Vicario General y, para la labor de la Prelatura con las mujeres, el Vicario Secretario Central; para el ámbito regional, los Vicarios Regionales y los Vicarios de las Delegaciones. Son todos ellos vicarios del Prelado.
El Prelado es ayudado en su labor de gobierno de la Prelatura por dos Consejos que desempeñan sus funciones para toda la Prelatura, según se trate de los varones o de las mujeres.
Forman parte del Consejo General: el Vicario Auxiliar –si lo hay–, el Vicario General o Secretario General; el Vicario para la Sección de mujeres o Vicario Secretario Central; los Vicesecretarios de San Miguel, de San Gabriel y de San Rafael, que se ocupan de tres distintos sectores de la labor formativa y apostólica de la Prelatura; los Delegados de las diversas Regiones; el Prefecto de Estudios y el Administrador General (cfr. Statuta, n. 138: IJC, pp. 649-650).
A su vez, forman parte de la Asesoría Central el Vicario Auxiliar –si lo hay–; el Vicario General; el Vicario para la Sección de mujeres o Vicario Secretario Central; la Secretaria Central; la Secretaria de la Asesoría; las Vicesecretarias de San Miguel, de San Gabriel y de San Rafael; las Delegadas Regionales; la Prefecta de Estudios; la Prefecta de Numerarias Auxiliares y la Procuradora Central (cfr. Statuta, n. 146: IJC, p. 651).
Existe también un Director espiritual que, sin pertenecer al Consejo General, participa en las reuniones con voz pero sin voto. Su misión es ayudar al Prelado en la dirección espiritual colectiva y en cuestiones de doctrina y liturgia. Finalmente, el Agente de preces o Procurador, que tampoco es miembro del Consejo, y se ocupa de las relaciones de la Prelatura con la Sede Apostólica (cfr. Statuta, n. 148: IJC, p. 651).
Las circunscripciones territoriales, llamadas Regiones, correspondientes a un determinado territorio, están gobernadas por el Vicario Regional. Por su condición de Vicario ejercita los deberes de su cargo "nomine et vice Patris et ad eius mentem", haciendo las veces del Padre y según su mente (cfr. Statuta, nn. 150, 151 y 157: IJC, p. 652).
El Vicario Regional es ayudado por la Comisión Regional. Para el gobierno de la labor de la Prelatura con mujeres ayudan al Vicario Regional el Vicario Secretario Regional y un organismo colegiado llamado Asesoría Regional. La configuración de la Comisión Regional y de la Asesoría Regional es análoga a la del Consejo General y a la de la Asesoría Central.
En las Regiones más desarrolladas puede haber otras circunscripciones menores, llamadas Delegaciones, dependientes del Vicario Regional, al frente de las cuales hay un Vicario, asistido por organismos similares a los de nivel regional (cfr. Statuta, n. 153: IJC, p. 652).
En las distintas Regiones y Delegaciones se erigen Centros dirigidos por Consejos Locales (cfr. Statuta, n. 161 § 1: IJC, p. 653; n. 177: IJC, p. 655). Cada Consejo Local está formado por el Director, el Subdirector o Subdirectores y el Secretario.
La autoridad del Consejo Local no entraña potestad de jurisdicción sobre los fieles de la Prelatura, potestad que es ejercida personalmente por el Prelado y sus Vicarios. Su autoridad es la necesaria para la organización del Centro y el impulso de las actividades apostólicas; tiene además encomendada la función de atender espiritualmente a los fieles adscritos al Centro (cfr. Statuta, n. 161 § 2: IJC, p. 653).
En la Prelatura del Opus Dei hay dos clases de Asambleas: los Congresos Generales y las Asambleas Regionales, también llamadas Semanas de Trabajo.
Los Congresos Generales pueden ser ordinarios y extraordinarios (que siempre son presididos por el Prelado), y electivos. Tienen el derecho y el deber de asistir a los Congresos Generales aquellos fieles del Opus Dei que hayan sido nombrados por el Prelado. El nombramiento de Congresista o Elector es vitalicio. El Prelado nombra a los Congresistas entre los Delegados de los países donde está establecida la Prelatura, con al menos nueve años de incorporación al Opus Dei y con probada fidelidad a su espíritu.
Los Congresos Generales Ordinarios tienen como finalidad examinar los trabajos realizados desde el anterior Congreso y proponer al Prelado orientaciones sobre la acción evangelizadora de los fieles de la Prelatura, siempre buscando un mejor y más fructuoso servicio a la Iglesia universal y a las Iglesias particulares. El Prelado, con el voto deliberativo de los Congresistas, procede a la renovación de los Consejos del Prelado –el Consejo General para los varones o la Asesoría Central para las mujeres– y a analizar la marcha de la labor apostólica desde la Asamblea anterior (cfr. Statuta, n. 133 §1: IJC, p. 648; n. 140 § 2: IJC, p. 650).
El I Congreso General Ordinario se celebró el año 1951. Los varones se reunieron en el mes de mayo en Molinoviejo, casa de retiros, situada a pocos kilómetros de Segovia (España). Las mujeres lo hicieron en el mes de octubre en Los Rosales, casa de retiros en Villaviciosa de Odón, lugar cercano a Madrid.
A los cinco años, en 1956, tuvo lugar el II Congreso General Ordinario, en Einsiedeln (Suiza), del 22 al 25 de agosto. En este II Congreso se aprobó el traslado a Roma del Consejo General, que hasta esa fecha había tenido su domicilio oficial en Madrid, aunque –con el conocimiento de la Santa Sede– sus miembros estaban repartidos entre Roma y Madrid. A partir de esta decisión todo el Consejo pudo trabajar junto al fundador. La Asesoría Central estaba ya, desde años antes, por entero en Roma.
Desde esa fecha los Congresos Generales Ordinarios se vinieron celebrando cada cinco años o, después de 1982, cada ocho. Hasta ahora se han celebrado ocho Congresos Generales Ordinarios; desde el tercero, todos ellos en Roma.
Además de los Congresos Generales Ordinarios, está prevista por el Derecho particular de la Prelatura la convocatoria de Congresos Generales Extraordinarios cuando así lo aconsejen las circunstancias, a juicio del Prelado con el voto deliberativo de su Consejo (cfr. Statuta, n. 133 § 2: IJC, p. 648).
El fundador del Opus Dei, que desde años atrás veía la necesidad de dar los pasos oportunos para modificar la configuración jurídica alcanzada en 1950 por el Opus Dei para recibir otra adecuada a su espíritu, convocó en 1969 un Congreso General Especial que se desarrolló en dos partes: la primera, en septiembre de 1969 y la segunda, en septiembre de 1970; aunque en esa fecha no se clausuró el Congreso, sino que se continuó trabajando mediante comisiones.
La finalidad de este Congreso era promover "una profunda reflexión de todo el Opus Dei –hombres y mujeres de todas las naciones donde trabajaba establemente el Opus Dei– en unión con el Fundador, sobre su naturaleza y sus características propias" (ECHEVARRÍA, 2009, p. 28).
Por este motivo, en el Congreso no sólo fueron convocados numerosos fieles del Opus Del –192 personas: 87 varones y 105 mujeres–, sino que todos los que lo desearon pudieron enviar propuestas y sugerencias. Para esto, entre una y otra convocatoria del Congreso, en todas las Regiones se celebraron Asambleas Regionales a lo largo de los últimos meses de 1969 y primeros de 1970. En las sesiones del Congreso que tuvieron lugar en Roma en agosto y septiembre de 1970 (cfr. AVP, III, p. 576), se procedió al examen de las comunicaciones que las Asambleas Regionales habían enviado a Roma. Como la revisión del Derecho particular de la Obra requería la colaboración de especialistas, se aprobó crear una Comisión Técnica. La clausura de las sesiones plenarias del Congreso tuvo lugar el 14 de septiembre; el Congreso General Especial continuó abierto a través del trabajo ejecutivo de la Comisión Técnica (cfr. AVP, III, p. 589).
Los Congresos Generales Electivos se celebran cuando fallece el Prelado para elegir al sucesor (cfr. Statuta, n. 149: IJC, p. 651). Al quedar vacante el oficio de Prelado, asume interinamente el régimen el Vicario Auxiliar, si lo hay, o el Vicario General, quien debe convocar antes de que transcurra un mes el Congreso General Electivo, de manera que su celebración tenga lugar en el plazo máximo de tres meses desde que se produjo la vacante (cfr. Statuta, n. 149 §1 y §2: IJC, p. 651)
Participan en la elección todos los Congresistas varones (Electores) y todas las Directoras que forman parte de la Asesoría Central.
El procedimiento de elección se inicia con una reunión del pleno de la Asesoría Central, es decir incluidas las Delegadas de las diversas circunscripciones regionales. En esta reunión, cada una de las presentes formula una propuesta con el nombre o los nombres de aquellos sacerdotes que valora como más dignos para el cargo de Prelado; esas propuestas son transmitidas al Congreso General, que las recibe y considera. Finalmente, el Congreso procede a la elección (cfr. Statuta, n. 130 §1: IJC, p. 647; n. 146: IJC, p. 651)
Realizada la elección y aceptada por el designado, éste, por sí mismo o por medio de otro, ha de solicitar la confirmación del Romano Pontífice (cfr. CIC, cc. 178-179; Const. Ap. Ut sit, IV; Statuta, n. 130 § 1 y § 4: IJC, p. 647).
El I Congreso General Electivo se convocó al fallecer el fundador, el 26 de junio de 1975. Se celebró de acuerdo con lo señalado anteriormente, en Roma, el día 15 de septiembre de 1975. Fue elegido por unanimidad Mons. Alvaro del Portillo.
El II Congreso Electivo se celebró después del fallecimiento de Mons. Alvaro del Portillo, el 23 de marzo de 1994. La elección recayó sobre Mons. Javier Echevarría, que había convivido estrechamente con el fundador durante más de veinte años, el 20 de abril de 1994; fue confirmado y nombrado Prelado por Juan Pablo II en la misma fecha y ordenado obispo el 6 de enero de 1995.
Las Asambleas Regionales o Semanas de Trabajo se celebran en las circunscripciones regionales, de ordinario cada diez años, para estudiar los modos de mejorar la formación de los fieles del Opus Dei y el desarrollo de las labores apostólicas en el ámbito de la circunscripción (cfr. Statuta, nn.160-170: IJC, pp. 653-654).
Ya descritos la organización y el régimen del Opus Dei, parece oportuno señalar algunos criterios que se refieren al ejercicio del gobierno; criterios que transmitió y enseñó a vivir san Josemaría como orientación de la tarea de los Directores y Directoras de la Obra, y de la de todos aquellos que directa o indirectamente colaboran en esas tareas. Recogemos a continuación las principales:
Desde los comienzos, el fundador señaló la colegialidad como característica esencial del modo de gobernar, tal como él mismo la vivió y enseñó a vivir: un modo de dirigir que busca expresamente la corresponsabilidad de todos y de cada uno de los Directores competentes en las decisiones que se adopten.
Muy pronto pensó en redactar un documento dirigido a quienes ocupaban puestos de dirección. En ese documento, cuya redacción final es de algunos años después, aunque recoge ideas anteriores, puede leerse: "Está dispuesto que en todas nuestras casas y Centros, en todas nuestras actividades, haya un gobierno colegial, porque ni vosotros ni yo nos podemos fiar exclusivamente de nuestro criterio personal. Y esto no está dispuesto sin una particular y especial gracia de Dios: por eso sería un grave error no respetar ese mandato" (Instrucción, 31-V-1941, n. 28: AGP, serie A.3, 90-1-1).
En 1956, en una reunión con Directores afirmaba: "Es necesario contar con la ayuda de otros porque así es más fácil servir a Dios aunando las fuerzas de tantos; porque es una manera de formar a otras personas en el gobierno, dándoles criterio; porque se fomenta la unidad y la responsabilidad al tratar con las personas que están llamadas a desempeñar esas funciones; y finalmente porque el gobierno colegial se basa en la humildad y en la caridad, al escuchar y aceptar las sugerencias de otros" (ECHEVARRÍA, 2000, p. 331).
San Josemaría dejó expresada esta enseñanza de forma sintética en frases gráficas; en una entrevista con un periodista de The New York Times, de 7-X-1966, insistía: "la labor de dirección en el Opus Dei es siempre colegial, no personal. Detestamos la tiranía, que es contraria a la dignidad humana. En cada país la dirección de nuestra labor está encomendada a una comisión compuesta en su mayor parte por laicos de distintas profesiones y presidida por el Consiliario [actualmente Vicario Regional] del Opus Dei en el país (...). Los mismos principios que acabo de exponer se aplican al gobierno central de la Obra. Yo no gobierno solo" (CONV, 53).
Es característica del gobierno del Opus Dei la participación conjunta de sacerdotes y laicos. El cargo de Prelado y los oficios vicarios están reservados a sacerdotes, porque sólo los ministros ordenados pueden ser portadores de la potestad de régimen en la Iglesia; pero en el gobierno colaboran laicos, tanto mujeres como varones, como prevé el Derecho Canónico (cfr. CIC, 129). Esta presencia de laicos en los órganos de gobierno es una realidad fundacional del Opus Dei, que san Josemaría subrayó siempre con fuerza.
Unida a la colegialidad y como consecuencia suya, otra característica del gobierno en el Opus Dei es la responsabilidad personal que san Josemaría expresaba con una frase castiza: "que cada palo aguante su vela". Responsabilidad que supone estudiar bien los asuntos hasta formarse una opinión. Todos los Directores tienen en conciencia el deber de formarse criterio propio sobre los diversos asuntos, madurando las posibles soluciones, exponiendo después por escrito lo que piensan, al tiempo que, sin aferrarse al propio criterio, están dispuestos a cambiar de opinión al recibir nuevos elementos de juicio. San Josemaría, cuando se encontraba en una de estas situaciones, decía, como la autora de esta voz ha tenido ocasión de escucharle: "cambio de opinión porque tengo nuevos datos y porque no soy un río que no pueda volverse atrás".
Otra norma de conducta en el gobierno es la objetividad. San Josemaría aconsejaba siempre a los Directores: "No me cansaré de insistiros en que, quien tiene obligación de juzgar, ha de oír las dos partes, las dos campanas" (Carta 29-IX-1957, n. 47: AGP, serie A.3, 94-1-3). Y en otro de sus escritos: "Nunca olvidéis, hijos, que no se puede ser justos si no se conocen bien los hechos, si no se oyen tanto las campanas de un lado como las del otro, si no se sabe –en cada caso– quién es el campanero" (Carta 16-VII-1933, n. 9: AGP, serie A.3, 91-4-1).
La responsabilidad personal debe llevar además a los Directores a no tomar, ni permitir que se tomen iniciativas que puedan separar en lo más mínimo del espíritu del fundador porque, como él mismo decía: "no es mío, es de Dios".
La confianza es uno de los rasgos característicos que determinan el modo de vivir en el Opus Dei: confianza en Dios, confianza en quienes gobiernan, confianza en los demás. "Para mí, vale más la palabra de un cristiano, de un hombre leal –me fío enteramente de cada uno–, que la firma auténtica de cien notarios unánimes" (AD, 159); actitud que aplicaba con especial fuerza en referencia a quienes participan de las tareas de gobierno en el Opus Dei, como la autora de esta voz puede testimoniar, citando incluso palabras que pudo escuchar: "Debéis tener mucha confianza unos con otros: confianza mutua. Dejadme que insista, porque toda nuestra vida en la Obra es a base de confianza... Yo creo a ojos cerrados lo que me dicen mis hijos. Así, creo: cum fide".
Confianza y también libertad. Confianza por parte del que manda y libertad responsable del que obedece. De ahí la frase muchas veces repetida: "se da primacía al espíritu sobre la organización", de la que sacaba entre otras, la siguiente conclusión: la vida de los miembros de la Obra "no se encorseta en consignas, planes y reuniones. Cada uno está suelto, unido a los demás por un común espíritu y un común deseo de santidad y de apostolado, y procura santificar su propia vida ordinaria" (CONV, 63).
De este modo, san Josemaría podía asegurar que "la Obra es una organización desorganizada" (ibidem). Son abundantes los textos y entrevistas en que lo explicaba así: "Damos una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas y planes impuestos desde el vértice, en sede de gobierno" (CONV, 19).
En el Opus Dei, quien tiene encomendadas tareas de dirección procura llevarlas a cabo con sentido sobrenatural, poniendo en ejercicio, junto a las virtudes teologales, la prudencia y todo el conjunto de las virtudes humanas. Debe verlas, en coherencia con el espíritu del Opus Dei, como un trabajo que, para ser santificado, reclama estar humanamente bien hecho.
La labor de gobierno requiere, en suma, una preparación específica. Ante todo, y como base fundamental, un conocimiento profundo y estudio detenido de los Estatutos de la Prelatura y de otros documentos del fundador, de modo que se esté en condiciones de aplicarlos al asunto concreto de que se trate y a las circunstancias que lo rodean. También exige, como es lógico –y como ocurre con toda tarea que implique responsabilidad–, los conocimientos técnicos del caso y una dedicación de tiempo que permita, junto con el orden, la diligencia y la intensidad, realizar eficazmente la labor que cada uno tiene encomendada.
San Josemaría recalcó siempre que para cualquier cristiano que se mueva con sentido sobrenatural, toda labor de gobierno debe entenderse como prestación de un servicio. Gobernar –decía– es "una gustosa, voluntaria y actual servidumbre" (instrucción, 31-V-1936, n. 7: AGP, serie A.3, 90-1-1). En la Obra, los cargos son servicios. Además, subrayando el carácter sobrenatural de la misión del Opus Dei, insistía en que había que trascender la materialidad de los papeles sobre los que se trabajaba para ver siempre, y ante todo, a las personas a las que esos papeles se refieren y a las que se aspira a ayudar.
Mercedes MORADO GARCÍA
(Nac. Puentecaldelas, Pontevedra, 5-V-1920; fall. Valladolid, 1-XII-1995). De padre aragonés (José María Ortega) y madre gallega (Manuela Pardo), Encarnación vivió los primeros años de su vida entre Galicia y Aragón. En 1926, su familia se trasladó a Teruel, donde les sorprendió el inicio, en 1936, de la Guerra Civil española. Fue encarcelada y trasladada a una cárcel de Valencia. Con sólo diecisiete años conoció el rigor de la prisión. El dolor acrisoló su recio carácter, acompañado siempre de un gran corazón. Al acabar la guerra continuó en Valencia.
En 1941 leyó Camino, que le impresionó vivamente. Poco después, asistió a unos ejercicios espirituales que Josemaría Escrivá de Balaguer dirigió a mujeres jóvenes en Alacuás (Valencia). La fe de san Josemaría, reflejada en su predicación, fue un aldabonazo que cambió su curiosidad inicial por conocer al autor de Camino, y por una disposición de escucha de la Palabra de Dios. Descubrió inquietudes fuertes y pidió hablar con san Josemaría. El fundador captó en su alma la llamada de Dios y le explicó qué era el Opus Dei. Esto sólo se haría realidad, le dijo, si un grupo de mujeres valientes se decidían a entregarse plenamente a Dios. Encarnita, tras madurarlo en la oración, pronunció un sí decidido. Se le abría un panorama inmenso: hacer la Obra en todo el mundo.
Recibió la primera formación directamente del fundador: el trato con Dios a través de un plan de vida espiritual, el valor santificador del trabajo, la fraternidad, la secularidad, la sinceridad, la alegría, etc. El afán apostólico que transmitía san Josemaría hizo que pronto Valencia se le quedase pequeña.
El 16 de junio de 1942 se incorporó al Centro de Jorge Manrique (Madrid), el primero del Opus Dei para la labor apostólica con mujeres. San Josemaría siguió la instalación y decoración de la casa, subrayando el tono humano y sobrenatural que debían tener los Centros del Opus Dei, y el cuidado con que habían de tratar todo lo relacionado con el oratorio. En diversos momentos les habló de los proyectos que sus hijas pondrían en marcha en todo el mundo. La enorme fe del fundador y sus palabras "soñad y os quedaréis cortas" se hicieron vida en ellas. El contenido de esa sentencia produjo en Encarnación una "sensación de vértigo" cuando, en una de esas charlas, san Josemaría trazó, ante ese pequeño grupo inicial, un amplio panorama de posibles actividades apostólicas: granjas para campesinas; casas de capacitación profesional para la mujer; residencias de universitarias; actividades relacionadas con la moda; casas de maternidad; librerías y bibliotecas circulantes; etc.
El 14 de febrero de 1943, Encarnación asistió a la Misa que san Josemaría celebró en el Centro de la calle Jorge Manrique, y en la que el fundador entendió por especial gracia de Dios cuál era la solución canónica para que se pudieran ordenar sacerdotes fieles de la Obra. Ese día nació la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Al mismo tiempo san Josemaría vio también el sello del Opus Dei. Antes de salir de la casa, se lo comentó a las presentes y les enseñó el dibujo del sello que había trazado en un papel.
De san Josemaría aprendió que los Centros del Opus Dei debían ser hogares de familia, también materialmente. De sus indicaciones y de su ejemplo –y gracias también a la ayuda de Carmen Escrivá de Balaguer– fue conociendo el modo práctico de realizarlo. La administración doméstica de los Centros de la Obra sería uno de los cometidos de algunas mujeres del Opus Dei, pero sólo uno, ya que –san Josemaría les subrayaba con claridad– también habría catedráticos, arquitectos, periodistas, médicos, etc.
Encarnación inició los viajes de expansión apostólica desde Madrid. En primavera de 1944 viajó a Valencia; luego a Salamanca, Valladolid y Zaragoza.
El 27 de diciembre de 1946 se trasladó a Roma con otras cuatro mujeres de la Obra, para atender la administración doméstica de Cittá Leonina, la primera casa en la que se alojó san Josemaría. A pesar de la estrechez del piso y de la penuria de medios se esforzaron, con gran abnegación, para lograr un buen tono humano en el pequeño Centro y facilitar la amable acogida de los invitados del Padre.
Las dificultades económicas y materiales se prolongaron con el traslado a Bruno Buozzi, el 21 de julio de 1947, sede central definitiva del Opus Dei (Villa Tevere). Allí estuvo también durante aquellos años la sede del Colegio Romano de la Santa Cruz, erigido en 1948 por san Josemaría para la formación de varones miembros del Opus Dei que acudían a Roma para conocer a fondo el espíritu de la Obra y realizar estudios de Filosofía, Teología y Derecho Canónico. En 1953 san Josemaría erigió el Colegio Romano de Santa María, para mujeres del Opus Dei, que tuvo su sede en un edificio de la calle de Villa Sacchetti, y que formaba parte del mismo complejo urbanístico. Todo esto demandaba obras, dinero, mucho trabajo y atención a las personas que allí vivían y a las que llevaban la administración. Acabadas las obras de Villa Tevere, en 1959 san Josemaría destinó Villa delle Rose (Castel Gandolfo) como sede del Colegio Romano de Santa María. Requería un acondicionamiento en profundidad. Encarnita secundó todos los planes del fundador, trabajando por conseguir los medios, seguir los trabajos con eficacia e impulsar la formación de las personas de la Obra.
En 1953 fue nombrada Secretaria Central de la Asesoría Central. En esos años la Obra se expandió por Europa, recién salida de la Segunda Guerra Mundial, y por América –Estados Unidos, Canadá, Iberoamérica–, y luego por África y Asia. Encarnita acompañó la expansión por medio de una asidua correspondencia a las que iban a esos países, fomentando la unidad con el fundador, haciéndoles llegar su cariño en los años arduos de los inicios. Por indicación de san Josemaría viajó a España, Portugal, Inglaterra e Irlanda; y también a Francia y Alemania, antes de que hubiera Centros.
Desde que Carmen Escrivá de Balaguer se trasladó a Roma, mantuvo un contacto frecuente con ella. En 1957 cuidó diariamente de la salud de Carmen, enferma de cáncer, por encargo de san Josemaría.
En octubre de 1961 san Josemaría le pidió que regresara a España y le propuso el lema de su nueva etapa: "Tu misión, la misión de quien lleva muchos años en la Obra, no es la de mandar ni la de imponer tu opinión, sino la de gritar callando... con el ejemplo". Dejó de tener cargos de gobierno con la naturalidad que esperaba san Josemaría para todos, esto es, la propia de quien no desea retener cargos y los vive como una carga, como una tarea, no como un honor.
En Barcelona, Oviedo y Valladolid, fue testimonio vivo del espíritu del Opus Dei y puente de unión con san Josemaría y su sucesor. En 1980 le diagnosticaron un cáncer. Sufrió tres intervenciones quirúrgicas, tratamientos de cobaltoterapia y quimioterapia. Su enfermedad no le impidió trabajar y realizar un incesante apostolado, también con gente joven, y colaborar, en la medida de sus posibilidades, en el campo de la moda. Murió el 1 de diciembre de 1995.
María MERINO
(Nac. Madrid, 12-XII-1916; fall. Pamplona, 16-VII-1975). Hija de Manuel y de Eulogia, Guadalupe fue la única niña y la menor de los hijos que tuvo el matrimonio. Cuando tenía diez años, su padre, militar, fue destinado a Tetuán. Allí permaneció con su familia durante un lustro. En 1933, Guadalupe comenzó la carrera de Ciencias Químicas en la Universidad Central de Madrid. La terminó en 1940, después de la Guerra Civil española.
Conoció al fundador del Opus Dei el 25 de enero de 1944, en el primer Centro de mujeres de la Obra situado en la calle Jorge Manrique, 19: "Tuve la sensación clara –escribió– de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote, sentí una fe grande... fuerte reflejo de la suya y me puse interiormente en sus manos para toda mi vida" (citado en EGUÍBAR, 2001, pp. 45-46).
El 15 de septiembre de 1947, por indicación de san Josemaría, aceptó ser la directora de la Residencia de estudiantes Zurbarán, en Madrid, aunque pensaba que no estaba preparada. Escribió en su agenda que "la casa se me representa como una cruz, quiero llevarla a plomo y con mucha alegría" (citado en EGUÍBAR, 2001, p. 81). El fundador le enseñó las tareas de dirección, con la delicadeza que vivió siempre con las mujeres de la Obra.
En 1950 san Josemaría le preguntó si aceptaría iniciar el apostolado de las mujeres en México; respondió afirmativamente. Salió de Madrid junto con dos más, para México, el día 5 de marzo. Al llegar, tuvieron una grata sorpresa: una carta del fundador donde les decía que las recordaba con mucho cariño y las encomendaba. De inmediato fueron a rezar a la Virgen de Guadalupe en su basílica, para poner a sus pies, como habían aprendido de san Josemaría, la labor apostólica que iban a realizar. El desarrollo en México fue considerable y rápido. Se extendió a todas las clases sociales, se abrieron diversos Centros del Opus Dei, y comenzó la expansión a otros estados como Guadalajara, Culiacán, Morelos, etc.
En 1952, recibieron una carta del fundador en la que les decía: "pienso que la labor con campesinas será de mucha gloria para Dios y un gran servicio para esa gran Nación, ¡cuántas almas sensatas vais a encontrar!" (Noticias, 1970, p. 410: AGP, Biblioteca, P02). La mayoría de esas muchachas campesinas, una vez terminada su formación básica, regresaron a sus pueblos y formaron familias cristianas; otras encontraron su camino cristiano como fieles del Opus Dei.
En 1953, san Josemaría consideró que sería bueno que las primeras mujeres mexicanas que habían pedido la admisión de la Obra en esos dos años, fueran a Roma para enriquecer su formación; algunas pudieron hacerlo realidad. Otra decisión de san Josemaría fue que también ellas, si así lo disponían libremente, podrían contribuir a la expansión apostólica de la Obra en otros países. Poco después, el fundador les escribió una larga carta desde Roma, en la que les comunicaba entre otras cosas: "Estoy muy contento con la venida de estas Mexicanas, que Dios os bendiga" (Noticias, 1970, p. 411: AGP, Biblioteca, P02).
En 1956 Guadalupe enfermó del corazón y se trasladó un tiempo a Roma. Su marcha de México fue definitiva. En Roma recibió la visita de san Josemaría varias veces. Un día llegó especialmente alegre, con un telegrama del Santo Padre Pío XII donde le decía que la había encomendado especialmente en el Santo Sacrificio de la Misa y que había pedido por su restablecimiento. Se había enterado de su enfermedad por el príncipe Pacelli, un sobrino suyo que, a su vez, era amigo de don Alvaro del Portillo. En los primeros días de mayo de ese año tuvo que dejar Roma, ya que el clima húmedo no era propicio para su enfermedad y se trasladó a Madrid.
El 15 de mayo de 1974, de paso hacia Río de Janeiro, el fundador recibió en Madrid a un grupo de hijas suyas. En la reunión, en un cierto momento san Josemaría se volvió hacia Guadalupe y le dijo: "tú fuiste a México únicamente con tu alma joven, la bendición del Padre y con deseos de pegar la divina locura de nuestra vocación... Aquello ahora es espléndido... Así están en otras partes del mundo: esperando, esperando". Ella anotó el encuentro con estas palabras: "Sentí una vez más que el Señor estaba allí entre el Padre y yo. Su fe fuerte arrastraba la mía como tantas veces..." (AGP, serie S.2.GOL, T-Obdulia Rodríguez).
El 1 de julio de 1975 fue operada de corazón. Cinco días antes, había fallecido el fundador de la Obra. Don Alvaro del Portillo, entonces Secretario General del Opus Dei, pidió a las mujeres de la Obra que rezasen a san Josemaría, durante la santa Misa, para que Guadalupe saliera bien de la grave operación, aceptando siempre la Voluntad de Dios. De hecho Guadalupe murió el 16 de julio de 1975, día de Nuestra Señora del Carmen, en la Clínica Universidad de Navarra, de Pamplona, procurando vivir las palabras que sobre la muerte escribió san Josemaría: "Para mí, la muerte es Vida, la muerte es el Amor. ¡Si no nos morimos!: cambiamos de casa y nada más... Dios se lleva a las almas cuando están maduras" (Noticias, 1975, pp. 766-767: AGP, Biblioteca, P02).
El 4 de enero de 1980, Mons. Abraham Martínez, obispo de Tacámbaro (México), escribió en el Diario de Yucatán: "Aún recuerdo a la Dra. Guadalupe Ortiz de Landázuri, que murió santamente hace cuatro años: una mujer de gran distinción y elegancia, y amplia cultura, y cosa poco frecuente en aquellos tiempos, química de profesión, recorriendo poblados, muchas veces por caminos de brecha a caballo, hablando con aquellas queridas gentes de mi tierra! Qué bien entendían y asimilaban lo que les transmitía".
El 6 de enero de 2001, el obispo prelado del Opus Dei determinó solicitar la apertura de la causa de canonización y el 18 de noviembre, la archidiócesis de Madrid inició el proceso.
Mercedes EGUÍBAR GALARZA