Al mismo tiempo que san Josemaría redactaba la homilía Sacerdote para la eternidad, 51 fieles del Opus Dei se estaban preparando para recibir la ordenación sacerdotal, que tuvo lugar en la basílica de San Miguel, en Madrid, el 5 de agosto de 1973, conferida por el cardenal arzobispo de esa ciudad, monseñor Vicente Enrique y Tarancón. Prácticamente todos los años, desde 1944, se sucedían estas ordenaciones, que a partir de los años cincuenta de ordinario consistían en varias decenas. San Josemaría tenía por costumbre escribir cartas a los ordenandos un poco antes de la fecha de ordenación, en las que, con el tono familiar con el que habitualmente se dirigía a sus hijos, les comentaba tanto aspectos doctrinales como orientaciones pastorales y espirituales 1. Lo peculiar del año 1973 fue que, además de escribir a los ordenandos una carta familiar, decidió publicar una homilía 2.
El origen de esa homilía se encontraba no solo en su atención a la formación de los fieles del Opus Dei que se encaminaban al sacerdocio –al morir san Josemaría, dos años después de esta homilía, el número de sacerdotes de la Obra superaba los seiscientos–, sino también en su profunda dedicación personal al ejercicio del ministerio sacerdotal, juntamente con una vasta experiencia en el seguimiento espiritual de sacerdotes. El tiempo de su vida empleado en la predicación y en la confesión y dirección espiritual de sacerdotes es difícil de cuantificar, pero en todo caso fue muy amplio 3. Respecto a su preocupación por los sacerdotes diocesanos cabe recordar que entre el final de la guerra civil española (1939) y su traslado definitivo a Roma (1946/1947) dedicó numerosas semanas a la predicación de cursos de retiro para sacerdotes de diversas diócesis 4. Muestra de esta especial atención es el hecho de que en 1950 lograse obtener la aprobación de la Santa Sede para que los sacerdotes diocesanos pudiesen pertenecer, como miembros agregados o supernumerarios, a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, cuya finalidad es favorecer la formación espiritual de estos sacerdotes y de impulsar la santificación en el ejercicio del ministerio, cada uno en su propia diócesis y en plena comunión con su obispo y el resto del presbiterio diocesano 5.
Continuaremos, como ya lo hicimos respecto a las homilías sobre la Iglesia, exponiendo una visión general de la doctrina del fundador del Opus Dei sobre el tema (primera parte), luego una contextualización del momento histórico (parte segunda). Seguirá finalmente una guía para el lector, ofreciendo un esquema de su contenido (parte tercera).
«¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental» 6. Estas palabras de san Josemaría se alinean en el surco de la tradición eclesial sobre la sacramentalidad del orden. Como explicaba Albert Vanhoye, «esta es, justamente, la función del ministerio sacramental: manifestar la presencia de Cristo mediador y su acción en la vida de la Iglesia (…). El presbítero es sacramento de la presencia de Cristo mediador en la comunidad eclesial, es signo e instrumento de la mediación de Cristo; actúa, de hecho, in persona Christi. Los sacramentos son acciones del mismo Cristo, y no del sacerdote en cuanto hombre» 7.
Más precisamente, volviendo a san Josemaría, «por el sacramento del orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad. En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote» 8. Esta fuerte centralidad eucarística, patrimonio de la teología católica, está flanqueada, en el pensamiento del fundador del Opus Dei, por el ministerio sacramental de la penitencia. Con sus mismas palabras, «la administración de estos dos sacramentos es tan capital en la misión del sacerdote, que todo lo demás debe girar alrededor. Otras tareas sacerdotales –la predicación y la instrucción en la fe– carecerían de base, si no estuvieran dirigidas a enseñar a tratar a Cristo, a encontrarse con Él en el tribunal de la penitencia y en la renovación incruenta del sacrificio del Calvario, en la Santa Misa» 9.
En sentido estricto, no se puede hablar de una "doctrina de san Josemaría sobre el sacerdocio", a la manera en que se diría respecto a un profesor de esta materia: lo que se encuentra en él es la doctrina católica sobre el tema, como se habrá podido apreciar en los textos citados, transmitida a la luz del carisma fundacional recibido de Dios. Esto le llevó a una honda comprensión del sacerdocio común de todos los fieles y de la relación entre sacerdocio común y ministerial, en orden a la misión de santificar el mundo desde dentro de las actividades temporales. A esto se suma, además, una "cordial sintonía" con las enseñanzas del Vaticano II sobre este tema, de modo especial respecto al binomio consagración y misión, sobre el que el decreto Presbyterorum ordinis y la constitución Lumen gentium fundamentan la consideración del sacerdocio10.
Existe, de modo similar a lo visto respecto a las homilías sobre la Iglesia, una percepción característica, que se traduce luego en específicas consecuencias pastorales y espirituales. Un factor determinante de esa percepción es el profundo sentido existencial dado a la filiación divina. Sentir de un modo especialmente intenso la filiación divina le lleva a entender el sacerdocio ministerial, y su misión, de un modo peculiar. No olvidemos la profunda conexión dogmática entre filiación de Cristo y sacerdocio: Jesucristo es esencialmente sacerdote porque es esencialmente mediador, como Hijo de Dios hecho hombre11. Se comprende así que una profundización en la filiación divina se revierta en luces intensas sobre el sacerdocio.
Otro elemento que contribuye a conformar esta "percepción característica" es la gran estima que tuvo del sacerdocio común de los fieles: un tema intrínsecamente conexo con la llamada universal a la santidad y al apostolado, de la cual él fue pregonero por carisma específico recibido de Dios. Para entender la conexión con nuestro tema, será útil dejar nuevamente constancia de la sintonía del fundador del Opus Dei con la doctrina del Vaticano II y del magisterio sucesivo, que subrayan muy intensamente la naturaleza de servicio propia del sacerdocio ministerial. Así, hablando sobre los obispos se dice, con palabras dirigidas a todos los ministros: «este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se llama con toda propiedad diaconía, o sea ministerio» (LG, n. 24, §1). Y san Juan Pablo II insiste, en la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, en la «actitud esencial de servicio al Pueblo de Dios» (n. 21) que debe caracterizar la vida de los presbíteros. Esta actitud no es una cuestión exclusivamente ascética perteneciente a la vida espiritual, sino que es elemento constitutivo de la misma naturaleza del sacerdocio, que por esto se llama ministerial. Existe para servir al sacerdocio común, a partir del cual crece la santidad de los fieles. Como escribía el entonces cardenal Wojtyla, «el sacerdote, mediante su ministerio, hace operantes todas las energías del sacerdocio común de los fieles»12.
Esto lleva a entender algo que es patente en san Josemaría: que una concepción alta del sacerdocio común conlleva una mayor exigencia del sacerdocio ministerial. La función por la que este «forma y dirige el pueblo sacerdotal» (LG, n. 10, §2) pide un compromiso pleno con la condición ministerial, pues no se trata de lograr simplemente que los fieles "no se pierdan", sino de capacitarlos con todo lo necesario para conseguir la propia santidad y participar activamente en la misión apostólica de la Iglesia. Al "potenciar" un sacerdocio, en definitiva, necesariamente se potencia el otro. Y, a la vez, la comprensión del sacerdocio ministerial entendido como servicio es reforzada a partir de un mayor subrayado de la "sustancialidad" del sacerdocio común. San Josemaría vivió intensamente su sacerdocio como servicio, y enseñó a vivirlo así.
En esta dirección converge otro aspecto de la doctrina tradicional de la Iglesia que, en la perspectiva particular de san Josemaría, adquiere una especial acentuación. Me refiero a la permanencia continua del carácter sacramental del orden, impreso en el ministro en su ordenación. Semel sacerdos, semper sacerdos, reza el antiguo adagio. En el fundador del Opus Dei, esto se traduce existencialmente en una dedicación plena, full-time, al ministerio; el orden sagrado se recibe «para ser, nada más y nada menos, sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por cien»13. Servicio y dedicación exclusiva van unidos, pues los fieles necesitan continua y abundantemente ese servicio, si lo que se pretende es auténtica santidad y corresponsabilidad apostólica. Con palabras del beato Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría y fidelísimo pregonero de su pensamiento, «a partir de su ordenación, toda recuperación de aquellas realidades o funciones a las que, elegido y movido por Dios, renunció para entregarse a su misión sería ya una pérdida: para la Iglesia, en donde el sacerdote es punto focal de irradiación salvífica, y para el mismo sacerdote que, hecho vaso de elección, configurado ontológica y definitivamente (in aeternum) por el carácter sacerdotal, se encuentra ante la alternativa de llenar su existencia de vida sacerdotal o tenerla vacía»14.
Conviene aquí precisar que esta afirmación de la permanencia del carácter incide, pues, sobre la dedicación a tiempo pleno al ministerio, aunque no de manera automática o mecánica. El fundador del Opus Dei recomendaba a sus hijos espirituales que iban a ser ordenados sacerdotes que no debían perder la mentalidad laical después de la ordenación, subrayando así su inminente condición de sacerdotes seculares que aman el mundo, teniendo presente que esa mentalidad comportaría también una gran utilidad pastoral, al facilitar la comprensión y el trato con las personas a quienes se dirige el ministerio –en su mayoría seglares– y la interpretación de las problemáticas derivadas de las actividades temporales. Alguna vez, sobre todo en los años cincuenta, ha incluso hablado de la posibilidad de un cierto ejercicio de la profesión civil, en la medida que fuera compatible con el ministerio y sin descuidar los deberes pastorales15, como puede suceder cuando se está empezando la labor pastoral y apostólica en un nuevo lugar o cuando se trabaja en tierras de misión, o en tareas, como la enseñanza, que no chocan habitualmente con la condición sacerdotal. Nos reencontramos aquí, nuevamente, con la "cordial sintonía" respecto al Concilio: en Lumen gentium, n. 31, §2 se dirá, en efecto, que «los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al sagrado ministerio, por razón de su vocación particular».
Se trata de un delicado equilibrio, en los sacerdotes seculares, entre la condición secular y la ministerial. El beato Álvaro del Portillo, recogiendo fielmente el pensamiento del fundador del Opus Dei, habla de «una prevalencia (en los clérigos) de su función ministerial, de suerte que si radicalmente no quedan separados del orden secular, su función en el orden profano queda supeditada a su función sacra; solo podrán realizar aquellas funciones profanas que sean congruentes con su estado, y en tanto que su ejercicio sea compatible con su función en la Iglesia»16. Más adelante, los textos de san Josemaría sobre este tema se moverán en otra dirección –es el caso de nuestra homilía–, posiblemente porque la teoría y la praxis del movimiento de sacerdotes obreros se habían teñido de componentes marxistas o habían asumido la tesis de un sacerdocio ad tempus, incompatible con la doctrina católica sobre el orden sagrado. Su experiencia como enseñante de ética en la Escuela de Periodismo de Madrid y su intensa dedicación a la dirección espiritual le ayudaron siempre a saber discernir los límites dentro de los cuales la labor del sacerdote se realiza de modo genuinamente pastoral y aquellos fuera de los cuales resulta una intromisión en el campo propio de los fieles laicos.
El carisma específico del fundador del Opus Dei –la santificación en medio del mundo a través de las actividades ordinarias y del trabajo profesional– contribuye también a la profundización en las exigencias del ministerio sacerdotal. Como el mismo san Josemaría dijo alguna vez, «si cabe hablar así, para los sacerdotes su trabajo profesional, en el que se han de santificar y con el que han de santificar a los demás, es el sacerdocio ministerial del Pan y de la Palabra»17. Se entiende que el «si cabe hablar así» excluye la homologación del sacerdocio simplemente a "una profesión más", en clave funcionalista; esto no quita, sin embargo, que el espíritu de santificarse en el trabajo sea aplicable al sacerdocio, conduciendo a acentuar la conexión entre santidad y ejercicio del ministerio.
La santificación personal en el cumplimiento de las funciones ministeriales es, ciertamente, doctrina consagrada en el Vaticano II (de eso se ocupa detalladamente el capítulo III del decreto Presbyterorum ordinis). Lo que constituye un rasgo especial de la enseñanza de san Josemaría es la insistencia en la perfección humana con la que el ministerio debe ser realizado, en coherencia con la idea de ofrecer a Dios el trabajo "bien hecho" como condición indispensable para santificarlo. Este mensaje toma además fuerza especial a partir de la referencia al misterio cristológico, a la unión hipostática. En Jesucristo mediador, perfectus Deus, perfectus homo, su humanidad es instrumento de la divinidad; esta mediación es actuada sacramentalmente en el sacerdocio ministerial, cuya configuración fuertemente analógica a la del Verbo encarnado determina una gran incidencia del aspecto humano del ministro sobre el fruto sobrenatural de su ministerio. En el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1550) se dice que «no todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar, por consiguiente, a la fecundidad apostólica de la Iglesia». Esta afirmación, in recto referida al aspecto moral, rige también respecto a la performance humana general del ministro: una predicación mal preparada y mal desempeñada moverá poco a los fieles, aun cuando se realice en ámbito ministerial. De ahí la importancia de la formación humana de los sacerdotes, que el fundador del Opus Dei se preocupó de fomentar.
Otro aspecto que conviene destacar es su insistencia en la relación entre sacerdocio y santidad. San Josemaría fue pregonero de la llamada universal a la santidad, que dimana del sacerdocio común del que participan todos los fieles a partir del bautismo. Esto le lleva a decir que «no hay santidad de segunda categoría (…). A todos invita el Señor, para que cada uno se santifique en el propio estado (…). La santidad no depende del estado –soltero, casado, viudo, sacerdote–, sino de la personal correspondencia a la gracia»18. Esta invitación se une, en el sacerdote, a la incidencia de su ministerio en la santificación de los fieles, y al impacto, también social, de su figura: de tal manera que se afirman, a la vez, la común obligación de fieles y sacerdotes en la búsqueda de la santidad, y la existencia de una peculiar responsabilidad en el caso de los sacerdotes, pues la eficacia de su ministerio también depende de ella. El sacerdote santo "arrastra" más. Alguna vez, con terminología gráfica, san Josemaría comentaba, a propósito de la responsabilidad respecto a la propia santidad, que «un sacerdote no se salva ni se condena solo»19.
Cabría hablar de otros rasgos que encuentran amplio espacio en la predicación de san Josemaría sobre el sacerdocio, como la unión con el obispo, el amor a la propia diócesis, la fraternidad sacerdotal, las asociaciones sacerdotales y los medios específicos de la vida espiritual. Pero puede bastar con lo dicho.
Ha sido ya mencionado el fuerte vínculo teológico existente entre Iglesia y sacerdocio. No puede extrañar, por tanto, que si los años en torno a nuestras homilías fueron difíciles para la Iglesia, lo hayan sido también para el sacerdocio. Ante un ambiente agresivo, tanto en la doctrina como en la práctica, respecto a la comprensión católica del sacerdocio, san Josemaría se vio en el deber de reafirmar públicamente la doctrina de la Iglesia sobre esta realidad central de su fe y del vivir cristiano. Conviene, por eso, evocar, aunque sea de modo sintético y sin pretensiones de exhaustividad, cuál era la situación en aquellos años respecto al sacerdocio ministerial.
Aunque las estadísticas no sean, para el tema que nos ocupa, un dato definitivo, sirven para aproximarnos a una idea general. En este sentido, no es indiferente señalar que en el período comprendido por los dos lustros anteriores a nuestra homilía (1973), el número de defecciones del ministerio sacerdotal superó las 20.00020; y en cada uno de los tres años anteriores las sumas de los decesos y defecciones superaron las ordenaciones21.
No es fácil emitir un diagnóstico certero de las causas de esa dolorosa situación, pero puede pensarse, al menos como aproximación general, que en ello incidió la extensa difusión entre el clero católico del interrogante sobre su función en un mundo que evolucionaba a gran velocidad y que no parecía escucharle, produciendo una sensación de extrañeza respecto a la sociedad contemporánea. La "revolución" del 68 tuvo una fuerte componente cultural que desafiaba frontalmente el mensaje que los sacerdotes estaban llamados a difundir. En este clima cobró cuerpo la "crisis de identidad" del sacerdocio y sus corolarios: la desafección al celibato, la confusión con el sacerdocio común, la búsqueda de plenitud humana por la vía del ejercicio de actividades seculares, la acción política como dimensión integradora del sacerdocio, el desafío a la autoridad, el horizontalismo en la vida espiritual, etc. Dada la complejidad de este panorama, puede ayudarnos a comprender mejor esa situación la referencia a algunos eventos eclesiales que jalonaron aquellos años y que resultan bastante emblemáticos.
Las objeciones contra el celibato sacerdotal, argumentadas a partir de la escasez de vocaciones, de la hipotética ausencia de fundamento bíblico, etc., habían sido atentamente consideradas y confutadas en 1967, en la encíclica Sacerdotalis coelibatus de Pablo VI. Este documento no logró frenar, sin embargo, la fuerte corriente contraria al celibato. El tema volvió a plantearse agudamente, a nivel episcopal, en el sínodo de obispos de 1971, dedicado al sacerdocio ministerial y a la justicia en el mundo. Aunque el mensaje del sínodo al Pueblo de Dios Ultimis temporibus del 30 de noviembre de 1971 reafirmó claramente la ley del celibato, no consiguió acabar con su puesta en duda.
Un documento muy sintomático del momento fue el emanado por la asamblea de los Sacerdotes solidarios reunidos en Coira (Suiza) en 1969, que sugería una modificación del status clerical proponiendo la supresión de la obligatoriedad del celibato sacerdotal, la compaginación del ministerio con la asunción de trabajos de tipo civil, y la libertad para comprometerse en actividades culturales, políticas o sindicales22. La segunda de esas propuestas, históricamente vinculada al movimiento de sacerdotes obreros, era ahora planteada de modo más amplio; invocaba a su favor el decreto Presbyterorum ordinis (n. 8), pero ponía seriamente en duda el aspecto permanente del carácter sacramental, reclamando en cambio un sacerdocio ad tempus. La tercera propuesta se presentaba como un intento de superar la barrera que se veía entre las aspiraciones y desafíos de la sociedad de entonces y la modalidad tradicional de ejercicio del ministerio.
Muy emblemáticas de esos años fueron las seis sesiones del Consejo Pastoral General de la Provincia Eclesiástica de los Países Bajos (el "Consejo Pastoral Holandés"), celebradas en la ciudad de Noordwijkerhout entre 1968 y 1970, con la presencia de 108 miembros votantes elegidos en su mayoría a partir de los consejos pastorales diocesanos, los consejos presbiterales, y entre los que se contaban los obispos holandeses, una representación del clero, otra de la vida consagrada y un resto preponderante de laicos, hombres y mujeres: de esta manera se presentaba como reflejo fiel de la Iglesia holandesa23. En principio, el objetivo general de estas sesiones era la aplicación de la doctrina conciliar a la realidad de esas iglesias locales, en vistas de desenvolver mejor su misión, pero lo cierto fue que en las discusiones de las asambleas plenarias y en las declaraciones y documentos resultantes la teología del Vaticano II estuvo muy poco presente. Aunque estos documentos y comunicados finales no tenían fuerza vinculante, tuvieron de hecho gran influencia tanto en ese país, como en otros países del continente europeo y del área anglosajona.
La quinta sesión, en enero de 1970, tuvo como temas "La vida de los religiosos" y "Consideraciones sobre el fructífero y renovado funcionamiento del ministerio eclesial". Este último constituía el informe-documento con el que se iniciaba la sesión, en el que lo que más llama la atención es la ausencia de referencias a la ordenación sacramental y a la sucesión apostólica como ejes conceptuales del ministerio. Con esta premisa no sorprende que el tono general fuera de corte funcionalista, y que las medidas propuestas emulasen en gran parte las tendencias de la sociedad civil. La admisión de las mujeres al ministerio, la abolición de la obligatoriedad del celibato sacerdotal, la apertura hacia la celebración eucarística sin previa ordenación sacerdotal, y una concepción de la autoridad en la Iglesia poco consonante con la tradición católica, se reivindicaban dentro de un contexto de ruptura con posiciones del pasado, que se consideraban superadas24. Aunque existieron pretensiones de constituir a este organismo como realidad permanente, esta posibilidad no se llegó a concretar.
Otro evento significativo fue la reunión en España de la Asamblea conjunta Obispos – Sacerdotes, que tuvo lugar en Madrid en septiembre de 197125, y tuvo resonancias también fuera de España, especialmente en área latinoamericana. Aunque sus conclusiones, como dice la misma asamblea, no tuvieran fuerza jurídica, su peso, en cuanto expresión del clima del momento, es claro. Particularmente las consideraciones sobre el "Ministerio sacerdotal y formas de vivirlo" (segunda ponencia) manifiestan una mentalidad que no podía dejar de despertar perplejidad. Los estudios históricos han dedicado suficiente espacio a los eventos preparatorios y sucesivos a la asamblea; en esta sede lo que interesa poner de relieve es que en esa circunstancia salió a la luz la situación real de muchos sacerdotes españoles. En un apéndice documental a las conclusiones de la Asamblea, la edición oficial recoge un resumen de la encuesta-consulta al clero, realizada en la etapa preparatoria, que resulta muy reveladora: ofrece, en efecto, una "radiografía" que evidencia síntomas de confusión, crisis, y dudas sobre la personal vocación, así como una fuerte división intraeclesial.
Las posiciones doctrinales que se difundieron en esos años, en conflicto con la doctrina tradicional sobre el sacerdocio tal y como había sido recogida en el Vaticano II, son difíciles de resumir en pocas líneas, pero vale la pena al menos mencionar aquellas que tuvieron mayor influencia. La visión funcionalista del ministerio, contraria a reconocer en él cualquier tipo de realidad ontológica e incluso despreciando el mismo vocablo "sacerdocio", fue proclamada como bandera de los tiempos modernos, sosteniendo que la "sacralización estática y cosificadora" debería quedar relegada al pasado26. Converge con esta óptica la negación del carácter sacramental impreso con la recepción del orden sagrado27, lo que abría la puerta al sacerdocio ad tempus. Cabe mencionar también la tendencia a homologar sacerdocio común y sacerdocio ministerial, ya fuera quitando valor normativo-institucional al segundo, ya fuera proponiendo la posibilidad de acceso al ministerio por "vía carismática", sin ordenación, confiando a fieles no ordenados funciones ministeriales, o presentando las funciones sacerdotales en clave más sociológica que teológica28. Los documentos de la Comisión Teológica Internacional de 1970 (El sacerdocio católico) y de 1973 (La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostólica), no bastaron para normalizar la situación.
La descripción del momento, y sobre todo su análisis, requerirían mucho más espacio29. No obstante, lo dicho puede bastar para asomarse al contexto eclesial en que san Josemaría redactó la homilía de 1973 y, por tanto, para comprender mejor el sentido y el tono de su mensaje.
Con ocasión de la ya referida ordenación de medio centenar de hijos suyos de diversas profesiones civiles, el fundador del Opus Dei aprovecha para resaltar que, después de recibir el sacramento del orden, esas personas dejarán el ejercicio de la respectiva profesión para dedicarse totalmente al ministerio sacerdotal, poniéndose al servicio de los fieles.
Esto, que parecería una gran renuncia, es en realidad otro modo de vivir la única, idéntica y universal llamada a la santidad, a la que todos los fieles, sacerdotes y seglares, estamos destinados, a partir de la común condición bautismal, ya que «no hay santidad de segunda categoría». Aclarado este punto esencial, san Josemaría da un paso adelante en la reflexión añadiendo que, aun así, «la vocación de sacerdote aparece revestida de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra supera». Si bien todos los cristianos están llamados a ser «no ya alter Christus, sino ipse Christus», en los sacerdotes esto ocurre de modo inmediato, sacramental. Por el orden, en efecto, el ministro obra in persona Christi, «para prestar a nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser». De ahí que la celebración de la Eucaristía, realizada con la debida intención, sea válida también en el caso de un ministro indigno.
La identidad del sacerdote, subraya nuevamente san Josemaría, es la de ser «instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado». Él no es ni más hombre ni más cristiano que el seglar, y lo que tiene como sacerdote lo ha recibido gratuitamente: debe ser por ello especialmente humilde. Pero lo recibido es grandioso: la Misa, los sacramentos, la predicación, la dirección de los fieles hacia el Reino de Dios. Y porque el sacerdocio ministerial se añade al sacerdocio común, puede decirse que el fiel ordenado es más sacerdote que los demás.
Este cuadro debería llevar a entender sin dificultad la conveniencia de que el sacerdote ejercite su ministerio manifestando abiertamente su identidad sacramental, rechazando todo mimetismo con los seglares. Lo que se pide de él es que celebre piadosamente el culto, se siente en el confesionario, predique fielmente la Palabra de Dios, consuele a los afligidos, adoctrine con la catequesis, etc., sin estorbar la presencia de Cristo en él. Muy particularmente el fundador del Opus Dei destaca el hecho de que el sacerdote es tal para la Santa Misa, para renovar incruentamente el Sacrificio del Calvario. En ella adoramos al Señor cumpliendo el primer deber de la criatura para su Creador; expiamos por nuestros pecados y por los de todos los hombres; impetramos, pedimos, por nosotros y por todos, reconociendo nuestra poquedad y su grandiosidad; y agradecemos, finalmente, todo lo que Dios nos concede.
Ante la inmensidad de este panorama, causa extrañeza que algunos prefieran reducir su dedicación al ministerio para ocuparse de tareas propias de los seglares. Conviene de todas maneras tener presente que la gran mayoría de los sacerdotes cumplen fielmente con su ministerio sin espectáculo, y serán por ello adecuadamente premiados. La oración de todos los fieles a Santa María hará de la vida de los sacerdotes un servicio continuo a Cristo, Sacerdote Eterno.