Los títulos que san Josemaría puso a las dos homilías sobre la Iglesia son significativos. El de la primera, El fin sobrenatural de la Iglesia, invita a considerar a la Iglesia en toda su riqueza, evitando reducirla a dimensiones meramente intrahistóricas y menos aún organizativas, para verla proyectada hacia el misterio de Dios, más concretamente del amor divino que se comunica a los hombres llamándoles a participar de su vida. El de la segunda homilía, Lealtad a la Iglesia, presuponiendo ese gran horizonte, dirige la mirada hacia el cristiano, al que invita a ser consciente del gran don de la vida divina, dada a conocer y comunicada en la fe y en los sacramentos; y en consecuencia a ser leal, a vivir de acuerdo con ese don.
Para captar en profundidad las motivaciones que llevaron al autor a buscar esos fines es necesario contextualizar adecuadamente estas dos homilías, teniendo presente el marco teológico del autor (primera parte) y el marco histórico-eclesial (segunda parte). Finalmente, como tercera y cuarta parte de esta introducción, ofreceremos una breve glosa del contenido de las dos homilías, que pueda servir de guía al lector.
Sería vano el intento de individuar una "eclesiología de san Josemaría", en el sentido de una obra sistemática o un pensamiento desarrollado siguiendo una rigurosa metodología científica. El fundador del Opus Dei no fue profesor de eclesiología ni teólogo de profesión. Esto constituye a la vez un desafío y un valor agregado: nos exige el esfuerzo de presentar fielmente y ordenadamente un conjunto de ideas que originalmente no se presentan constituyendo un sistema unitario, y a la vez, capitaliza la fuerza proveniente de un pensamiento no nacido a partir de una teoría de laboratorio, sino de la experiencia espiritual y de la realidad pastoral, unificado por la luz sobrenatural que san Josemaría recibió el 2 de octubre de 1928. Más que "hacer eclesiología", el fundador "hizo Iglesia", al desarrollar su reflexión conjuntamente con su actividad fundadora. Como él mismo explica a propósito de su enseñanza acerca de los laicos, esta «trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión»15. En consecuencia, puede y debe hablarse de un modo suyo específico de contemplar la Iglesia, de una visión de la Iglesia, que glosaremos a continuación colocando en diálogo textos y afirmaciones de san Josemaría con los desarrollos de la eclesiología contemporánea.
Conviene tener presente que la formación eclesiológica recibida por san Josemaría, en el colegio y luego en el seminario, fue la que surgía de la "eclesiología societaria" dominante en aquella época. Ciertamente, los comienzos del siglo xx presentan los albores de la corriente de renovación eclesiológica, que encontrará su apogeo institucional en el Concilio Vaticano II, al ser en grandísima parte asumida por la constitución dogmática Lumen gentium. Pero es también un hecho que esa renovación no había aún impregnado la enseñanza sobre la Iglesia impartida en la catequesis de la iniciación cristiana, ni tampoco en el curso institucional de eclesiología de los seminarios españoles, que se ocupaban de la eclesiología en el contexto de la teología fundamental.
Según las investigaciones realizadas sobre la formación recibida en el seminario en Zaragoza16, san Josemaría estudió –con clases y bibliografía en riguroso latín– el tratado de Ecclesia Christi siguiendo el manual de Camillo Mazzella (jesuita, profesor de la Universidad Gregoriana, creado luego cardenal por León XIII), titulado De religione et Ecclesia17. En este texto la exposición procede según el enfoque societario y apologético de aquellos años18.
Sucede, sin embargo, que la luz fundacional recibida por san Josemaría el 2 de octubre de 1928, y sus sucesivas focalizaciones, se encontraban en gran sintonía con la maduración de la eclesiología entonces en desarrollo. La concepción de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, que llega a su esplendor al ser asumida por el magisterio de Pío XII en la encíclica Mystici Corporis de 1943, magnetiza de hecho la atención de san Josemaría y enriquece su visión eclesiológica más allá de lo que ofrecía la idea de Iglesia societas perfecta. Algo similar sucede luego con las ideas madres de la Lumen gentium: misterio, comunión y sacramento son conceptos que imprimen en la eclesiología un componente sobrenatural muy amado por el fundador del Opus Dei19, y la llamada universal a la santidad, sobre la cual gira el entero cuerpo doctrinal de la constitución, es justamente el núcleo del carisma que había recibido en octubre de 1928.
Estamos por tanto ante un pensamiento en el que lo aprendido se enriquece con lecturas posteriores y, muy especialmente, con el carisma fundacional y la sucesiva experiencia pastoral. Recordemos que el libro Amar a la Iglesia es una composición realizada después de su muerte recogiendo homilías ya publicadas y, por tanto, sin aspirar a ser unitario, y sin pretender ofrecer una visión doctrinal completa sobre el tema. Para intentar hacerlo habría que acceder a otros textos de gran contenido eclesiológico, de entre los que destaca, a mi juicio, la homilía El gran Desconocido, fechada el 25 de mayo de 1969, solemnidad de Pentecostés. En definitiva, para introducirse en su pensamiento sobre la Iglesia no basta la lectura de estas dos homilías, sino que hay que acudir a otros lugares20.
Intentaremos, no obstante, exponer de modo sintético algunos de los aspectos y elementos que caracterizan la visión de san Josemaría sobre la Iglesia, entrando, como antes decíamos, en diálogo con la renovación de la eclesiología propia de nuestro tiempo.
En lo esencial, la Iglesia en la tierra no es más que el despliegue en el tiempo de la misión invisible del Hijo y del Espíritu Santo, según el designo originario de Dios Padre. Este modo de contemplarla, muy presente en la patrística, fue decididamente retomado en el Vaticano II (cfr. LG, 2-4; AG, 2-4). Como se lee en un conocido comentario, «todas las enseñanzas del Concilio sobre el misterio de la Iglesia llevan "el sello de la Trinidad". La naturaleza íntima de la Iglesia tiene en el misterio trinitario sus orígenes eternos, su forma ejemplar y su finalidad»21. Este planteamiento impregna profundamente también el modo de concebir la Iglesia de san Josemaría. Y así, al comenzar la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, fechada el 28 de mayo 1972, fiesta de la Santísima Trinidad, después de citar el texto de san Cipriano sobre la unidad trinitaria participada en la unidad eclesial, comenta: «No os extrañe, por eso, que en esta fiesta de la Santísima Trinidad la homilía pueda tratar de la Iglesia; porque la Iglesia se enraíza en el misterio fundamental de nuestra fe católica: el de Dios uno en esencia y trino en personas» (FSI, n. 1). Algo más adelante, en esta misma homilía, habla de «esa realidad mística –clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos– que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre» (FSI, n. 18).
Consecuencia derivada de la "eclesiología trinitaria" es la posición privilegiada de la comunión de los santos en su modo de contemplar la Iglesia. La participación en la vida trinitaria operada por la gracia sobrenatural consiste en la incorporación al tramado de relaciones de esa comunión de Personas en la que consiste el misterio de la Trinidad. En este sentido, la insistencia con la que san Josemaría se refiere a la Iglesia como comunión de los santos no hace más que secundar la dirección implícita en el símbolo de la fe, en cuya estructura trinitaria la Iglesia es mencionada inmediatamente después del Espíritu Santo y es seguida, como una especificación, por la comunión de los santos. Al entrar en comunión con la Trinidad se entra también en comunión con los demás que participan en ella.
Esta manera de entender la relación de los hombres con Dios, en la que consiste la Iglesia, queda a mi juicio más correctamente expresada con las palabras "comunión de los santos" que con el solo vocablo "comunión", pues este último se presta más fácilmente a una interpretación en clave exclusivamente horizontal. La santidad es la participación en la vida trinitaria, y es en ella donde entramos en comunión con los otros "santos", tanto los de la tierra como los del cielo. Podemos decir, parafraseando un documento del magisterio22, que la dimensión vertical de la comunión (con Dios) fundamenta su dimensión horizontal (con los hombres). Asimismo, como se lee más adelante en este mismo documento, «la común participación visible en los bienes de la salvación (las cosas santas), especialmente en la Eucaristía, es raíz de la comunión invisible entre los participantes (los santos)»23. Encuentra aquí toda su fuerza la lógica subyacente en el orden de un grupo de capítulos de Camino, la primera obra publicada por san Josemaría, come señala certeramente Pedro Rodríguez24. Me refiero a los titulados «La Iglesia» (nn. 517-527), «Santa Misa» (nn. 528-543), «Comunión de los santos» (nn. 544-550): porque es en la Iglesia-comunión donde participamos en la comunión eucarística que nos constituye en comunión de santos. Difícilmente puede evitarse aquí la referencia al célebre texto paulino de 1Co 10, 17: «Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan».
Evidentemente, quien ha recibido de Dios la misión de proclamar la llamada universal a la santidad en medio del mundo, como es el caso del fundador del Opus Dei, ha tenido una especial sensibilidad para percibir en profundidad lo que significa la Iglesia como comunión de santos. Lo expresó, además, moviéndose en dos direcciones: pertenecemos a la Iglesia santa para buscar la santidad, y buscamos la santidad sabiéndonos parte de la Iglesia, en comunión con los demás.
La Iglesia entendida como Cuerpo de Cristo es la imagen más frecuentemente usada por san Josemaría25. Frecuencia no quiere decir exclusividad, y así encontramos también con abundancia la presentación de Iglesia Pueblo de Dios que refleja incluso el aspecto más genuino de su aportación a la eclesiología, como veremos más adelante. Otras imágenes usadas abundantemente en su predicación son las de Iglesia Templo e Iglesia Madre. Recordemos que también la constitución dogmática Lumen gentium usa muchas imágenes, pues ninguna es capaz de expresar el entero misterio de la Iglesia y todas sus dimensiones, sino que cada una pone a la luz un aspecto particular.
El resalto de la imagen de la Iglesia entendida como Cuerpo de Cristo imprime una decidida acentuación cristológica, subrayando la idea de la presencia de Cristo en los cristianos y en la Iglesia. Para el fundador del Opus Dei, «la Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros, Dios que viene hacia la humanidad para salvarla»26. Es el mysterium lunae, como se parafrasea en Lumen gentium, 1 de la mano de los padres antiguos, porque no tiene luz propia, sino que refleja la luz del único sol, Cristo mismo. Por lo demás, la Iglesia Cuerpo de Cristo es, sin lugar a dudas, la imagen más explícitamente neotestamentaria, y típicamente (y exclusivamente) paulina. Así como no se entiende un cuerpo vivo sin su cabeza, es imposible concebir la Iglesia separadamente de Cristo. Los cristianos somos sus miembros porque recibimos de la Cabeza el influjo vital de la gracia, por la cual somos "hijos en el Hijo".
No es esta la sede oportuna para desarrollar las virtualidades y significados de esta imagen, ni en sí misma, ni en san Josemaría. Lo que ahora interesa resaltar es que, en los escritos del fundador del Opus Dei, el acceso al misterio de la Iglesia se realiza preferentemente a través de esta puerta. Esto le permite contemplarla también como Pueblo de Dios, pero manteniendo fuerte la original componente cristológica, de tal manera que la Iglesia es, en realidad, el Pueblo de los hijos de Dios Padre. Profundizando en esta dirección, la consideración del Pueblo de Dios como "sujeto histórico" no le mueve tanto a medir las posibilidades de adecuación de las estructuras de la Iglesia a las circunstancias históricas concretas de la humanidad (una posibilidad legítima), cuanto más bien a impulsar el influjo de los hijos de Dios en la historia de los hombres y de la propia comunidad, de la misma manera que el Hijo de Dios, al encarnarse, ha redimido la historia desde dentro de ella misma. Pueblo de Dios y tensión misionera, apostólica, son conceptos muy unidos en la predicación de san Josemaría.
Confluye con esta perspectiva su consideración pneumatológica de la Iglesia, especialmente presente en la homilía El gran Desconocido, sobre el Espíritu Santo. La misión apostólica, a partir de Pentecostés y a lo largo de los siglos, es impulsada por el Espíritu que opera en el corazón de los hombres, tanto de los que anuncian el Evangelio como de los que lo escuchan y se convierten. Por este proceso crece el Cuerpo de Cristo, porque el Espíritu es siempre el «Espíritu de Cristo» (Rm 8, 9), y «todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo» (1Co 12, 13). Salta así a la vista el error que denuncia san Josemaría, de contraponer a la Iglesia institucional, de raigambre cristológica y sacramental, una "Iglesia carismática", que sería la verdadera, y en la que parecería que los dones del Espíritu excluyesen a la autoridad jerárquica27.
Ya se ha mencionado la convergencia entre la llamada universal a la santidad y la Iglesia comunión de los santos. A esto hay que añadir ahora, siempre en el contexto del mensaje de san Josemaría, el aspecto dinámico de esta comunión, de por sí difusiva, porque es comunión de amor. La comunión con Dios, que llamamos santidad, pide que sea participada a los hombres (el apostolado): un proceso que, descrito en clave eclesial, lleva a entender cómo el Cuerpo de Cristo (sus miembros recibiendo el influjo vital de la Cabeza) se dilata extendiendo entre los hombres la conciencia de este influjo, que comporta el sentido de la filiación divina, engendrando así nuevos hijos de Dios para el único Pueblo del Padre. Esta dinámica intrínseca entre Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, que en los escritos del fundador del Opus Dei se mueve mayormente desde el primero hacia el segundo, le lleva a hablar continuamente del nexo indisoluble entre santidad y apostolado, a entender el apostolado como un aspecto de la santidad, a reconducir este vínculo a la originaria unicidad entre amor a Dios y amor a los hombres.
El vínculo intrínseco entre santidad personal y apostolado encuentra su acabada comprensión eclesial en la referencia a la sacramentalidad: la Iglesia es contemporáneamente, en su fase peregrinante, misterio de comunión y sacramento de salvación, fructus salutis y medium salutis. Y lo que sucede en la Iglesia como Cuerpo, se traduce en la vida de cada uno de sus miembros; no se puede estar unido a Dios sin la preocupación de difundir esa unión entre los demás hombres. San Josemaría une el concepto de Iglesia como «sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo» con el hecho de que «ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación»28.
Este entramado relacional entre las imágenes señaladas se traduce en una gran insistencia en la corresponsabilidad de todos los cristianos en la única misión de la Iglesia, consecuencia de la llamada universal a la santidad, que es, a la vez, muy respetuosa de las funciones específicas de los distintos miembros de la Iglesia. Cuando la constitución Lumen gentium recuerda, en el n. 9, que «la condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo», está afirmando la igualdad radical y común dignidad de todos los cristianos por su filiación divina, que es el constitutivo ontológico de la santidad. Pertenecer al Pueblo de Dios es involucrarse en un proceso de santificación, al cual todo "ciudadano" está igualmente llamado. Con palabras del fundador del Opus Dei, «todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica solo una versión rebajada del Evangelio»29. De este común destino a la santidad brota también una común responsabilidad en la misión apostólica. El Vaticano II afirmó de modo rotundo que «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» (AA, n. 2). Con expresión gráfica decía san Josemaría: «El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual»30.
La filiación del cristiano es participación en la de Cristo, obtenida por incorporación a su Cuerpo en calidad de miembro, y por eso, tanto la santificación como el apostolado se desenvuelven de modo orgánico, en una comunión, donde cada uno tiene su función específica y necesita del otro. Coexisten armónicamente, en definitiva, la igualdad radical del entero Pueblo de Dios, proveniente de la común condición del bautismo, y la diversidad funcional de los miembros del Cuerpo. Este es el delicado equilibrio que se trasluce en la "visión de la Iglesia" de san Josemaría.
Hasta ahora nos hemos movido "de arriba hacia abajo", de la comprensión de la Iglesia como Ecclesia de Trinitate a la afirmación de la vocación del cristiano. Conviene tener presente que en la exposición de su mensaje el fundador del Opus Dei procedió existencialmente, "de abajo hacia arriba". Queremos con esto decir que la luz fundacional recibida de Dios en 1928 no consistió en una percepción genérica de la Iglesia a partir de la Trinidad, sino, como es bien sabido, en la advertencia viva de la llamada universal a la santidad en la vida cotidiana y más particularmente en el trabajo. A partir de este dato primario, cuyo contenido, traducido eclesiológicamente, se sitúa en el centro de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia, el fundador del Opus Dei redescubre con singular hondura el valor del sacerdocio común de los fieles, proveniente de la condición bautismal de todos los cristianos, y la secularidad, como componente proprio y peculiar de la condición de los laicos.
Estas perspectivas reclaman concebir la santidad y el apostolado unidos en contexto eclesial, como acabamos de ver en la anterior sección. A su vez, piden entender la Iglesia, contemporáneamente, como Pueblo de Dios y como Cuerpo de Cristo, con las importantes consecuencias ya mencionadas. A su vez, «la conciencia de la llamada universal a la santidad ayuda a contemplar con mayor profundidad a la Iglesia como convocación de los santos»31 y comunión de los santos. La santidad, vivida en la Iglesia, es la propia de hijos de Dios Padre –hijos en el Hijo–, alcanzada por la infusión del Espíritu en nuestras almas, lo que nos conduce a la Ecclesia de Trinitate.
De esta manera, aunque por exigencias de la "arquitectura eclesiológica" abordemos en último lugar la vocación laical, no olvidemos que se trata del tema princeps de la visión de la Iglesia que nos transmite san Josemaría. Ha valido la pena proceder así, para exponer fielmente su pensamiento, pues algo muy característico suyo es no desvincular lo "laical" de lo "cristiano"; más aún, la condición laical es concebida como una modalidad de la "sustancia" cristiana. Habiendo jugado un papel decisivo en la comprensión del «carácter secular» como «propio y peculiar de los laicos», como dirá luego la Lumen gentium (n. 31, §2), en su predicación el acento cae más fuertemente en la condición bautismal de los laicos. En Conversaciones, publicado poco después de concluido el Vaticano II, leemos: «He pensado siempre que la característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe» (n. 58).
Siendo la condición bautismal un rasgo común tanto de los fieles como de los pastores, una de las consecuencias de este planteamiento es reforzar la unidad de la Iglesia. Como ya hemos comentado desde otra perspectiva, en san Josemaría el impulso imprimido a los laicos para asumir responsablemente su condición y su misión en la Iglesia no tiene nunca sabor de reivindicación frente a los pastores, en actitud polémica o de confrontación de poderes. La misión de los laicos no es necesariamente, ni habitualmente, una misión "eclesiástica", pero es siempre misión eclesial. En el texto apenas citado se continúa diciendo: «Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del magisterio: sin unión con el cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo» (n. 59).
Aclarado este aspecto, es necesario ahora poner de relieve la importancia dada por el fundador a la condición secular para entender la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia. Destacar en primer lugar su amor al mundo es paso obligado. Una de sus homilías más difundidas, la pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra en 1967, fue certeramente titulada Amar al mundo apasionadamente. En ella leemos, a este propósito, que «el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades» (Conv, 114). De este amor se sigue la positiva valoración de las realidades terrenas, como la sociedad, el trabajo, la familia, el arte, la cultura y el deporte, y de aquellas de corte más directamente antropológico, como la amistad, la creatividad, el servicio, juntamente con todas las virtudes humanas32.
De entre todas estas actividades seculares, en la predicación de san Josemaría se destaca en un lugar central el trabajo y su "función teológica". Volviendo a Conversaciones, leemos: «Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas» (n. 59). En otro momento añade: «todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres), porque hecho así, el trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo» (n. 10). Resumiendo, afirma finalmente: «el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano» (n. 59).
En el ámbito eclesiológico en el que se mueven estas líneas, interesa subrayar que este modo de entender la vocacióÿ y ??sión eclesial de los laicos entra en sintonía con la catolicidad de la Iglesia. Esta propiedad, en efecto, no implica solo la proyección universal del Evangelio sobre todos los hombres sin discriminación alguna, sino que consiste también en la misión de reconducir la entera creación al creador: tanto en su aspecto más directamente cósmico (la "naturaleza"), cuanto en lo que en ella existe de entramado de valores a través de los cuales los seres humanos se relacionan con el mundo material. Recordemos que los escritos paulinos dicen que «la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21), y en el Apocalipsis se habla no solo de las almas de los santos que triunfan en el cielo –«un inmenso gentío» (Ap 19, 1)–, sino también de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1). De todo esto se hace eco el Vaticano II en diversos documentos, como, entre otros, el decreto Apostolicam actuositatem, donde advierte que «la obra de la redención de Cristo, que de suyo tiende a salvar a los hombres, comprende también la restauración incluso de todo el orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es solo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico». Este aspecto de la misión de la Iglesia es el que corresponde a los laicos, como concluye este texto magisterial: «Por consiguiente, los laicos, siguiendo esta misión, ejercitan su apostolado tanto en el mundo como en la Iglesia, lo mismo en el orden espiritual que en el temporal» (AA, n. 5, §1). A la «restauración de todo el orden temporal», por decirlo con palabras del documento conciliar recién citado (en ese mismo párrafo), apunta la santificación del trabajo predicada por san Josemaría, que queda así firmemente engarzada en la catolicidad de la misión de la Iglesia33.El contexto eclesial de los años 1972-1973 estuvo profundamente marcado por el ambiente a la vez de renovación y de crisis que caracterizó el período posconciliar. Al inicio de la década Pablo VI se lamentaba públicamente de cómo «la verdad cristiana padece hoy temibles sacudidas y crisis. […] Algunos buscan una fe fácil vaciando la fe íntegra y verdadera de aquellas verdades que no parecen aceptables a la mentalidad moderna, escogiendo en cambio, según la propia opinión, las que tienen por admisibles; otros buscan una nueva fe, especialmente sobre la Iglesia, intentando conformarla con las ideas de la sociología moderna y de la historia profana»34. Y, dirigiéndose al colegio cardenalicio y a la Curia romana, denunciaba «el movimiento de crítica corrosiva a la Iglesia institucional y tradicional, que difunde […] una psicología disolvente de las certezas de la fe y disgregante del aspecto orgánico de la Iglesia»35.
Recordemos que solo poco tiempo antes el Pontífice había ya sentido la necesidad de realizar una solemne profesión pública de fe. En la homilía de la concelebración eucarística de conclusión del Año de la Fe, en correspondencia con el centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, el 30 de junio de 1968, Pablo VI pronunció el Credo del Pueblo de Dios, y lo hizo, como él mismo dice en esa homilía, de una manera «lo bastante completa y explícita para satisfacer, de modo apto, a la necesidad de luz que oprime a tantos fieles y a todos aquellos que en el mundo –sea cual fuere el grupo espiritual a que pertenezcan– buscan la Verdad»36. Desarrollando el artículo eclesiológico, el Papa debió reafirmar: la naturaleza de la Iglesia entendida simultáneamente como Cuerpo Místico y Pueblo de Dios, como sociedad jerárquica visible y comunidad espiritual; la centralidad de los sacramentos; la santidad de la Iglesia, aun abarcando en su seno a los pecadores; la sucesión apostólica y petrina en el episcopado y primado; la validez del magisterio, sea solemne, sea ordinario y universal, y la posibilidad de ejercerlo de modo infalible; el carácter indefectible de la unidad de la Iglesia, conjuntamente con la necesidad de conseguir la plena comunión entre todos los cristianos; y la vigencia de la necesidad de la Iglesia para la salvación. Esta serie de temas eclesiológicos, explícitamente mencionados, nos da una primera pauta para entender el ambiente de esos años respecto a la doctrina sobre la Iglesia.
Se capta mejor, en este contexto, la motivación inmediata de las homilías del fundador del Opus Dei que estamos comentando, que fue, como ya ha sido dicho, la necesidad de reafirmar diversos aspectos de la realidad de la Iglesia, amenazados por la confusión general del momento. Un poco antes de que Pablo VI pronunciase el Credo del Pueblo de Dios, también san Josemaría había sentido la necesidad de reafirmar vigorosamente la fe –tanto respecto a la Iglesia como a otros temas–, y lo hizo escribiendo una larga carta a sus hijos espirituales, conocida por el incipit latino Fortes in fide, fechada el 19 de marzo de 1967, en la cual, en vista del Año de la Fe que comenzaría el 29 de junio sucesivo, exhortaba a mantenerse firmes en la fe en adherencia a las fuentes de la revelación y a las verdades fundamentales del dogma católico37. Este contexto, decíamos, es un dato clave para captar el mensaje de estas homilías, percibiendo sus peculiaridades históricamente condicionadas –no aspiran a exponer toda la doctrina de la Iglesia, sino a reafirmar los conceptos fundamentales que era entonces necesario poner en relieve–, y a la vez su valor perenne, porque las verdades subrayadas conservan hoy todo su peso e importancia, aun situadas en un período histórico distinto y en circunstancias diversas.
Sería un gran error atribuir al Concilio la crisis del posconcilio, según una relación causa-efecto; sucedió, sin embargo, que con el "golpe de timón" significado por la asamblea conciliar se creó un terreno en el cual germinaron reacciones que determinaron profundamente las dificultades sucesivas. En la historiografía eclesiástica es corriente afirmar que el Vaticano II estuvo seguido primero por la "fase del entusiasmo", en la que prevalecía un optimismo ingenuo, luego por la "fase de la desilusión", en la que la comunidad cristiana se veía zarandeada por movimientos "integristas" relativamente minoritarios, y fuerzas "progresistas", más numerosas; y finalmente el período del pontificado de Juan Pablo II y sucesivos, en el que se busca realizar una síntesis superadora de las fases precedentes38. El período en el que se sitúan las homilías que nos ocupan corresponde a lo que hemos catalogado como "segunda fase".
Quizá el aspecto más visible de ese estado de cosas fue la reforma litúrgica y sus diversas modalidades de aplicación, no exentas de abusos en una y otra dirección. Conviene sin embargo evocar también otros eventos eclesiales de esos años, para dar así una idea más completa de la atmósfera por la que se atravesaba, y explicar, al menos en parte, la necesidad de salir con decisión en defensa de la verdad revelada, sentida fuertemente por el fundador del Opus Dei. Sin pretender ser exhaustivos, y limitándonos al arco de tiempo correspondiente a la publicación de las homilías, podemos mencionar y dedicar un breve espacio a algunos de estos hechos: la publicación y difusión del Catecismo holandés, las reacciones sucesivas a la publicación de la encíclica Humanae vitae, la eclesiología mitteleuropea, y los inicios de la teología de la liberación. Otros hitos análogos serán mencionados más adelante, a propósito del sacerdocio.
ElNuevo Catecismo. Anuncio de la fe a los adultos, más conocido como Catecismo holandés, fue redactado en el Instituto Superior de Catequesis de la Universidad de Nimega por encargo de los obispos holandeses, y fue por ellos aprobado y publicado en 1966. La dirección general estuvo a cargo del jesuita Willem Bless, pero las mentes más influyentes en el proceso de redacción fueron los teólogos Piet Schoonenberg y Edward Schillebeeckx, ambos con posiciones doctrinales controvertidas y posteriormente censurados por la Congregación para la Doctrina de la Fe. El Catecismo resultó inmediatamente un bestseller, con millones de ejemplares vendidos en diferentes lenguas. Junto a un loable lenguaje bíblico y pastoral, el texto era bastante ambiguo en temas fundamentales tanto en el terreno de la dogmática como en el de la moral. Esto llevó a constituir una especial comisión cardenalicia, que se ocupó del tema y llegó a un elenco de cuestiones que se debían revisar. El Instituto Catequético de Nimega se negó a retocar el texto, y finalmente se adoptó una solución de compromiso: seguir publicando el Catecismo como estaba, pero añadiendo un apéndice o separata en la que se incluían las observaciones críticas de la comisión cardenalicia. Esto produjo, como efecto secundario, una mayor difusión39. El clima de confusión doctrinal que el Catecismo presuponía, y que incrementó, motivó la publicación de la declaración Mysterium Filii Dei, en defensa de los misterios de la Encarnación y de la Trinidad40.
La carta encíclica Humanae vitae sobre la regulación de la natalidad, de Pablo VI, fechada el 25 de julio de 1968, fue una afirmación clara y decidida de la doctrina sobre el amor humano y sus corolarios respecto a la natalidad, en oposición a la mentalidad anticonceptiva, ya entonces intensamente difundida. No faltaron las reacciones negativas o ambiguas, incluyendo las de algunos episcopados41. En esa coyuntura tomó cuerpo el fenómeno del disenso teológico42 y la puesta en duda de la competencia del magisterio en materia moral43. Todo lo cual generó un fuerte relativismo y gran desorientación entre los fieles.
De hecho, a partir de entonces, la doctrina sobre la infalibilidad del magisterio y de la Iglesia fue atacada no solo respecto a la moral en general, sino también respecto al ámbito dogmático. Contemporáneamente, la contraposición entre el aspecto carismático y el aspecto jerárquico de la Iglesia, llamado a veces, con terminología de la Mystici Corporis, "aspecto jurídico", y algunas interpretaciones disolventes de la distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, llevaron en Centroeuropa a unos planteamientos teológicos agresivos respecto al dogma de la infalibilidad, como consecuencia sea de actitudes racionalistas, sea de un modo de entender el origen de la Iglesia desde perspectivas prevalentemente histórico-sociológicas, con escasa apertura hacia las realidades trascendentes44. Estas posiciones fueron denunciadas en la declaración Mysterium Ecclesiae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1973.
Por otra parte, una visión puramente histórica e intramundana de la Iglesia penetró en profundidad en las áreas más radicalizadas de la teología de la liberación emergente en Latinoamérica hacia fines de los años sesenta45. Las palabras "teología de la liberación" remiten a una realidad polifacética imposible de describir en estas pocas líneas; en esta sede basta hacer referencia a aquellas versiones de esa teología que, partiendo de una legítima opción preferencial por los pobres, usaban el análisis marxista para describir los fenómenos sociales y colocaban la función primordial de la Iglesia en la promoción de la justicia y en la liberación de los oprimidos46. Más que una teología –aunque, sobre todo en algunos autores, tenía esa pretensión– se trataba de una praxis que, si bien era desarrollada en un contexto de legítima preocupación por los pobres y los abandonados, llevaba a reducir el horizonte sobrenatural de la misión de la Iglesia disolviéndola en lo social y en la lucha de clases.
Característico de aquellos años fue también un modo equivocado de plantear el ecumenismo, que degeneró en lo que sería luego llamado «ecumenismo salvaje»47. Los principios establecidos en el decreto Unitatis redintegratio, del Vaticano II, fueron frecuentemente olvidados, resbalando hacia la convicción de que las diferencias de fe entre las confesiones cristianas eran irrelevantes y se podrían (y se deberían) sobrevolar. "Ceder para unir" fue, para más de uno, un lema representativo de cómo enfocar el ecumenismo. Convergía aquí la idea según la cual la unidad de la Iglesia era realidad perdida: la primera propiedad proclamada en el Credo sería solo un objetivo a conseguir, recomponiendo los pedazos que ahora se encuentran dispersos aquí y allá. Sobre este tema intervino la autoridad eclesiástica con la declaración Mysterium Ecclesiae de 1973, recordando que es erróneo «afirmar que la Iglesia de Cristo hoy no subsiste ya verdaderamente en ninguna parte, de tal manera que se la debe considerar como una meta a la cual han de tender todas las Iglesias y comunidades» (n. 1).
Cuando no se reconoce la unidad como un don que Dios concede inderogablemente a su Iglesia, fácilmente se llega a concebir su santidad en términos semejantes, es decir, como un ideal históricamente inexistente. Evidentemente, no se puede ignorar el pecado como realidad presente también entre los hijos de la Iglesia, ni se puede pensar en sus aspectos humanos y mutables como si fuesen dotados de una perfección innata. Pero, por la fe, los católicos «creemos que [la Iglesia] es indefectiblemente santa»48. Esta afirmación, hecha por el Vaticano II en términos netos, corta de raíz toda tendencia a absolutizar las limitaciones que de hecho se dan y desautoriza el uso del "meaculpismo" como instrumento de captación de benevolencia, mientras que impulsa, en cambio, a la constante purificación, a través de la renovación y la penitencia49.
El cuadro general determinado por estos y otros hechos y tendencias no presentaba, en la primera mitad de la década de los setentas, un panorama halagüeño, y fácilmente hubiese podido derrapar hacia actitudes pesimistas, meramente reactivas o poco evangélicas. No ocurrió así en san Josemaría, como pone de relieve su biografía y también el texto de las homilías objeto de este comentario. En ellas el fundador del Opus Dei sale en defensa de la fe usando un lenguaje fuerte y carente de eufemismos, pero a la vez inspirado por un profundo sentido de la providencia amorosa de Dios Padre, de la revelación que se nos ha manifestado en Cristo, y del impulso vivificante del Espíritu Santo sobre la Iglesia.
El contexto eclesial apenas descrito explica una característica común a estas dos homilías y a la siguiente sobre el sacerdocio. Me refiero a la tendencia de san Josemaría a citar tanto el magisterio del último Concilio como el magisterio precedente. Frente a posiciones que presentaban el Vaticano II en ruptura profunda con la tradición teológica y eclesial anterior, era necesario acentuar la continuidad y la armonía, dentro de un legítimo progreso en la comprensión y exposición de la doctrina revelada. Esta tendencia se nota muy claramente en el tratamiento de tres temas capitales: la naturaleza de la Iglesia (denunciando toda exagerada contraposición con la eclesiología anterior al Vaticano II, de corte belarminiano), la autoridad (excluyendo toda inclinación igualitarista y antijerárquica) y la verdad (marcando distancias frente al relativismo eclesiológico y religioso, para el que la doctrina católica sería simplemente una opción más). Esta voluntad de resaltar la continuidad magisterial se pone en sintonía con el mismo Vaticano II, el cual cita abundantemente, en la misma constitución Lumen gentium, textos de los concilios Tridentino y Vaticano I, de Pío IX, de León XIII, de san Pío X y de Pío XII, entre muchos otros.
Conviene finalmente señalar que la redacción de estas homilías tuvo lugar en el período de transición entre la liturgia anterior y la implementación de la reforma impulsada por el concilio, con las normas aplicativas derivadas de la constitución Sacrosanctum Concilium. Necesariamente hay que hablar aquí de "transición", porque la liturgia no cambió toda ella de un solo golpe, sino paulatinamente. El nuevo ordinario de la liturgia eucarística entró en vigor en el Adviento de 196950, pero la editio typica del entero misal (con los propios de cada Misa) es de un año después51, en coincidencia con el cuarto centenario de la publicación del Misal de San Pío V, y solo a partir de entonces se trabajó en las traducciones a lenguas vernáculas. Así, para el caso italiano, el nuevo misal y los nuevos leccionarios fueron publicados el 19 de marzo de 1973 y declarados obligatorios a partir del 10 de junio de ese año, o sea, en fecha posterior a la última de las homilías que comentamos. En lengua castellana hubo una primera edición provisional del misal editado en dos volúmenes, en 1971 y 1972, pero el texto definitivamente aprobado es del 1° de enero de 1978. Esto explica que los textos litúrgicos comentados por san Josemaría no siempre correspondan con lo que se encuentra en el misal actual52.
Siguiendo las huellas de la tradición patrística, se enmarca el misterio de la Iglesia en el misterio de la Trinidad, como se hace también en el Vaticano II. Queda así claro ya desde el comienzo que estamos ante un misterio de fe, que se encuentra en la base del carácter sobrenatural de la Iglesia. Mientras antiguamente la Iglesia fue perseguida desde afuera, el mayor peligro reside ahora en quienes desde dentro de ella oscurecen esa dimensión sobrenatural, difundiendo confusión y desconcierto entre los fieles. Sin embargo, es esta misma fe la que nos lleva al optimismo, aun en una situación difícil.
Se pasa después a hablar de la unidad de la Iglesia, fundada y modelada en la unidad del mismo Cristo. Como en Él, también en la Iglesia hay elementos divinos y elementos humanos, y no podemos quedarnos solo con estos últimos. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, cuya Cabeza está en el cielo pero sigue unida a su Cuerpo. Lo visible y lo invisible se conforman en unidad indisoluble: no podemos separar una Iglesia carismática, que sería la única Iglesia verdadera fundada por Cristo, de otra jurídica, inventada por los hombres. La única Iglesia querida por Cristo es simultáneamente visible e invisible.
Con esto se conecta el fin de la Iglesia, que es la salvación, respecto a la cual todo lo demás es secundario. El mandato apostólico sigue en vigor: la obligación de predicar las verdades de la fe y la urgencia de la vida sacramental. La conciencia de esta finalidad se robustece a la luz del adagio patrístico extra Ecclesiam nulla salus, que no puede reducirse a una mera fórmula genérica. Ciertamente, la salvación es también posible cuando falta el bautismo sacramental pero no su deseo, al menos implícito, y la generosidad de Dios es infinita. Esto no quita, sin embargo, que la conciencia pueda endurecerse por el pecado y resistir a la acción salvadora de Dios. De ahí la ardiente exhortación a que los pastores se empleen a fondo en su ministerio y en que todos los fieles colaboren en difundir el Evangelio.
La prueba por la que pasa la Iglesia es especialmente dura, prosigue el autor, justamente porque, al intentar cambiar sus fines sobrenaturales por otros fines intrahistóricos, los medios de salvación quedan al margen o se reducen a meros símbolos de comunión entre los hombres. La homilía llega aquí a su punto culmen, advirtiendo que no ama realmente a Dios quien no ama a su Iglesia. Y no ama a su Iglesia quien la concibe de modo diverso a como Dios la ha querido. El aspecto jerárquico es elemento esencial, y no puede diluirse para, hipotéticamente, adecuarse al desarrollo histórico. La igualdad radical entre todos los bautizados no elimina la diversidad de funciones, derivadas de una distinta capacitación proveniente del carácter sacramental del orden sagrado.
Se concluye poniendo de relieve las consecuencias de la enseñanza recordada: se trata de un panorama que reclama una batalla decidida contra la ignorancia y el error, particularmente en lo que se refiere a la Iglesia, juntamente con ansias de reparación por los pecados de los hombres. Nos acercamos así a la cruz, donde nos encontraremos a María Santísima.
La homilía se abre con la motivación que la genera: ante un clima de confusión sobre el concepto mismo de Iglesia, conviene volver a considerar con atención, dice el autor, lo que sobre ella se confiesa en el símbolo constantinopolitano de la fe, y que ha sido repetido por el Vaticano II: Una sola Iglesia, Santa, Católica y Apostólica. Queda así también claro lo que constituirá el nervio de la reflexión: las cuatro propiedades de la Iglesia.
La unidad de la Iglesia es aquella por la cual nuestro Señor suplicó al Padre, y de la cual nos habló a través de imágenes, como la del rebaño y la de la vid. Quien se separa de la Iglesia se seca, como la rama desgajada del tronco. Corresponde a todos defender la unidad de la Iglesia, muy especialmente siendo fieles a su magisterio. La unidad de los cristianos debe ser promovida dentro de la fe perenne y reconociéndola como don de Dios: no la construimos los hombres a partir de trozos dispersos, ni reducimos el espesor de lo perenne de la Iglesia con una presunta purificación en vista de presentarla más limpia.
De ahí que unidad y santidad se impliquen recíprocamente, ambas centradas en el misterio trinitario, pues santidad no es más que unión con Dios. La perfección original de la Iglesia, aquella santidad con la que Dios la adornó amándola y sacrificándose por ella (cfr. Ef 5, 25), puede a veces quedar velada por los pecados de los hombres, pero en sí misma es indefectible. No solo institucionalmente, pues los cristianos también son, personalmente, gens sancta, pueblo santo, aunque no todos respondan con lealtad a la llamada a la santidad. Los defectos y miserias de los cristianos no pueden hacer vacilar nuestra fe sobre la Iglesia y sobre su santidad. El verdadero meaculpismo es el que cada uno debe hacer por sus propios pecados.
Santidad es salvación, y la salvación es para todos, porque «Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4). Con el pasar de los siglos, la Iglesia se ha difundido en los cinco continentes, pero era ya católica en Pentecostés: pues aunque la extensión geográfica sea signo de catolicidad, esta no depende de aquella, sino que, sustancialmente, abarca la universalidad de la verdad, la de los medios de salvación y la de la destinación del mensaje. La catolicidad no depende de su aceptación –también la Iglesia perseguida es católica– ni se deja encerrar en ideologías políticas, económicas y ni siquiera filantrópicas. Reluce en cambio en la fiel dispensación de los sacramentos y en la romanidad, poniendo en el sucesor de Pedro el centro de irradiación del Evangelio.
A su vez, este Evangelio que se debe difundir en todo el orbe no surgió en Palestina por libre iniciativa de los hombres, sino a partir de un explícito mandamiento del Señor, confiado a los apóstoles. Esta misión es trasmitida a sus sucesores, los obispos, llamados a realizarla con fidelidad hasta el fin de los siglos. En este marco, la elección especial de la que fue objeto Pedro continúa en el primado de la sede romana, desde la cual el Papa gobierna la Iglesia y ejercita su magisterio, que alcanza la infalibilidad cuando habla ex cathedra.
Aunque la mediación salvadora entre Dios y los hombres se perpetúa en la Iglesia por medio del sacramento del orden, en la tarea de la santificación de los hombres participan de modo diverso todos los cristianos, que deben sentir esta responsabilidad. El apostolado no es misión exclusiva de la jerarquía ni de los religiosos; y no es concebible que haya personas que no hayan sido invitadas a seguir a Cristo. Nada de lo que se refiere a la Iglesia o a la salvación de los hombres puede resultarnos extraño.
Pase lo que pase, Cristo no abandonará a su Iglesia. Nos conforta también la unión con los cristianos que nos precedieron y gozan ya de Dios en la Iglesia triunfante.