En 1885 el arqueólogo Sterret descubrió unas viejas ruinas romanas junto al actual pueblecito turco de Katyn Serai. Estas se reducían a una piedra impulimentada de altar pagano con una inscripción dedicada a Augusto por los decuriones de la colonia romana. Esto es todo lo que se conserva del antiguo pueblecito de Listra, encuadrado en la provincia de Licaonia.
Capital de la provincia fue Iconio, hoy Conia. Desde aquí huían apresuradamente, en los primeros meses del año 48, Pablo y Bernabé, alegres por haber sido hallados dignos de padecer persecución por el nombre de Jesús.
En su fuga a campo traviesa recorrieron unos cuarenta kilómetros al sur, consiguiendo alcanzar las primeras casas de Listra. Quizá allí no hubiera sinagoga, pero ciertamente no faltaba una familia judía, donde pudieran alojarse los fugitivos.
De esta familia han llegado hasta nosotros los nombres de tres generaciones: Loide, su hija Eunice y el hijo de ésta, Timoteo.
De Eunice sabemos que estuvo casada con un pagano (Hch 16, 1). A pesar de su ascendencia paterna pagana, Timoteo podría ser considerado como judío. Y aunque no había sido circuncidado, según la costumbre judía, al octavo día de haber nacido, recibió desde pequeño una sólida y jugosa formación religiosa de labios de su madre y de su abuela.
El mismo Pablo se lo recordará más tarde: Quiero evocar el recuerdo de la limpia fe que hay en ti, fe que, primero, residió en el corazón de tu abuela Loide y de tu madre Eunice y que estoy seguro que también reside en ti... Ya sabes qué maestros has tenido y cómo desde tus más tiernos años conoces las Sagradas Escrituras (1Tm 1, 5).
Una buena temporada se pasaron los dos apóstoles en Listra, en el seno de aquella buena familia. Como es lógico, los primeros beneficiarios de la predicación evangélica fueron los que tan generosamente les habían ofrecido hospitalidad.
En el capítulo 14 del libro de los Hechos de los Apóstoles se nos narran los avatares de la actuación apostólica de Pablo y Bernabé en el pueblo natal de Timoteo.
Una tarde, quizá en los alrededores del templo de Júpiter, Pablo hablaba al aire libre a un grupo de gente; Bernabé, alto y corpulento, estaba firme y silencioso a su lado. Entre los oyentes se hallaba un pobre cojo; que escuchaba con gran atención. Viendo Pablo que el enfermo tenía fe para ser curado, le dijo con voz poderosa: ¡Levántate y tente sobre tus pies! Y, efectivamente, se alzó de golpe y comenzó a caminar.
A la vista de tan estupendo prodigio los asistentes empezaron a gritar en dialecto licaonio: ¡Los dioses en forma humana han bajado a nosotros! Y viendo la buena estatura de Bernabé lo tomaron por Júpiter, y a Pablo, que era el orador, lo tomaron fácilmente por Mercurio. Fue la casualidad de que los sacerdotes del vecino templo de Júpiter tenían preparados para el sacrificio dos toros adornados de guirnaldas,y naturalmente, les pareció magnífica la ocasión para ofrecérselos al propios dios en persona.
Hasta aquí Pablo y Bernabé no habían comprendido el significado de aquel barullo, ya que la turba hablaba en dialecto licaonio, desconocido para ellos, pero a la vista de los preparativos del sacrificio cayeron en la cuenta de la ingenuidad de aquel pueblo crédulo.
Como buenos israelitas, Pablo y Bernabé rasgaron sus vestiduras e hicieron desistir a la turba de semejante idolatría: ellos no eran dioses, sino hombres como el resto de los mortales.
La reacción de la turba, abocada al desengaño, cambió rápidamente de signo y en un gesto brutal de despecho se lanzó sobre los dos apóstoles, apaleándolos ferozmente hasta dejarlos aparentemente muertos. Arrojados así fuera de los muros de la ciudad, fueron a la noche recogidos por los hermanos, que, con gran contento, pudieron comprobar que aún vivían los dos misioneros. Con suma cautela fueron llevados de nuevo a casa de Timoteo, donde pernoctaron, para salir al día siguiente de madrugada, a bordó de un jumentillo, con destino a la vecina ciudad de Derbe.
Es de suponer que ya en aquella ocasión Pablo hubiera bautizado a Timoteo, a quien él mismo habría instruido directamente en la fe, ya que lo llama hijo suyo queridísimo (1Co 4, 17).
Cuando más tarde Pablo, en su segundo viaje misionero, vuelve a pasar por Listra, piensa en Timoteo como posible candidato al ministerio evangélico; pero, no queriendo dejarse llevar por el juicio apasionado del afecto, propuso la candidatura a los cristianos de Iconio y de Listra, los cuales dieron de él óptimos informes (Hch 16, 2).
Entonces el Apóstol lo toma definitivamente a su servicio y, para hacer más eficaz su apostolado entre los judíos, lo circuncida previamente, ya que por aquella comarca todos sabían que era hijo de padre griego.
Desde este momento Timoteo se convirtió en un compañero fiel y en un valioso auxiliar de San Pablo. Juntamente con él recorrió la Frigia y la Galacia y, después de haber evangelizado el Asia Menor, se trasladó a Europa y anduvo al lado de su maestro por Filipos, Berea y Atenas, y con él asimismo volvió a Jerusalén.
Durante el curso de este segundo viaje fue encargado de visitar y consolar a los fieles de Tesalónica (Fl 2, 22; Hch 16, 3-18,22).
También acompañó a San Pablo en la tercera expedición misionera, y estuvo con él cerca de tres años en Efeso, desde donde partió para Macedonia, enviado por el Apóstol para realizar una delicada misión (1Co 4, 17; 1Co 16, 10-12).
Allí en Macedonia esperó a su maestro y juntamente con él visitó Corinto y Tróade y, finalmente, ambos volvieron a Jerusalén.
No sabemos si Timoteo estuvo con San Pablo durante su prisión en Cesarea y el viaje a Roma para asistir al proceso imperial.
Lo que está fuera de duda es que estuvo junto a él durante la primera prisión romana, ya que encontramos su nombre en la inscripción de las cartas que en aquella ocasión escribió el Apóstol (Col 1, 1; Flm 1, 1).
Cuando Pablo recobró la libertad, después de la absolución dictada por el tribunal del César, volvió a llevar consigo a Timoteo en las correrías apostólicas, cuya identificación nos es hoy difícil de precisar.
Estamos en los primeros meses del año 65. Pablo vuelve a Efeso, donde pasa una temporada de duración desconocida, tras de la cual abandona la metrópoli asiática, dejando allí a Timoteo con amplios poderes de inspección.
Desde Macedonia, a donde se había trasladado inmediatamente, el Apóstol escribe su primera carta a Timoteo, en la que le recuerda los consejos que de viva voz le había dado al dejarle encomendada la floreciente cristiandad de la gran ciudad. A través de este maravilloso documento paulino podemos conocer la gran estima que el Apóstol tenía del que había sido su más fiel auxiliar en la predicación del Evangelio: Que nadie desprecie tu juventud. Al contrario, muéstrate un modelo para los creyentes, por la palabra, la conducta, la caridad, la fe, la pureza (1 Tim. 4.12).
E incluso, conociendo la austeridad de su discípulo, le ordena que afloje un poco en su penitencia, ya que su salud no se lo soportaba: Deja de beber sólo agua. Toma un poco de vino a causa de tu estómago y de tus frecuentes achaques (1Tm 5,2 3).
Hemos de suponer que Timoteo siguió en su cargo de epíscopo o inspector de las cristiandades de Asia, desde su residencia en Efeso hasta la segunda prisión romana de San Pablo.
En estas circunstancias supremas del Apóstol no podía faltarle la presencia de su querido hijo Timoteo, al que reclama con acentos emocionantes, desahogándose tiernamente con él: Apresúrate a venir a mi lado lo más pronto posible, pues Demas me ha abandonado por amor del mundo presente. Se ha ido a Tesalónica: Crescente, a Galacia; Tito, a Dalmacia. Sólo Lucas está conmigo. Toma a Marcos y tráetelo contigo, pues me es un elemento valioso en el ministerio. Cuando vengáis, traeos la capa que dejé en Tróade, en casa de Carpo, así como los libros, sobre todo los pergaminos. Alejandro, el herrero, me ha hecho mucho daño. El Señor le dará según sus obras. Tú también desconfía de él, pues ha sido un adversario encarnizado de nuestra predicación. La primera vez que tuve que presentar mi defensa, nadie me ha apoyado. ¡Todos me han abandonado! (2Tm 4, 9-16).
He aquí la verdadera grandeza de Timoteo: él fue constituido en albacea y heredero del gran Apóstol. Su último escrito fue esta segunda carta a Timoteo, que bien pudiéramos llamar su testamento y última voluntad: He aquí que yo he sido ya derramado en libación y el momento de mi partida ha llegado. Yo he luchado hasta el final. La buena lucha, he consumado mi carrera, he guardado la fe. Y ahora he aquí que está preparada para mí la corona de justicia, que en recompensa el Señor me dará en aquel día, Él, que es justo juez; y no solamente a mí, sino a todos los que habrán esperado con amor su aparición (2Tm 4, 6-8).
De la vida posterior de Timoteo tenemos sólo breves noticias. Según Eusebio (Hist. eccies. 3,4), continuó en su cargo de obispo de Efeso y cuasi metropolitano de toda el Asia Menor.
Finalmente, según sus propias Actas martiriales, que Focio pudo todavía leer, en tiempos ya de Domiciano fue martirizado en la misma ciudad de Efeso por haber intentado apartar al pueblo de una fiesta licenciosa.
Pero quizá, por encima de su propia aureola de mártir de la fe, brilla más alta y esplendente su calidad de discípulo predilecto, de auxiliar fidelísimo y de inmediato heredero de aquel que con justa razón podemos denominar el segundo fundador del cristianismo.
JOSÉ Mª. GONZÁLEZ RUIZ
Las principales y más firmes fuentes para conocer sus vidas son los escritos neotestamentarios; de modo particular, los Hechos de los Apóstoles y las tres cartas canónicas, llamadas «pastorales» de las que uno y otro son destinatarios.
Ambos son discípulos del Apóstol de las Gentes, tomados por él para incorporarlos a su acción evangelizadora. Sus figuras son importantes; ayudan a conocer la evolución del episcopado a partir de los Apóstoles. Son como el eslabón de la cadena que une al obispo itinerante con del obispo sedentario que ya aparece con san Ignacio de Antioquía. Predican al Señor, celebran los misterios, atienden a las comunidades dispersas por un amplio territorio, ordenan presbíteros para atender a las distintas iglesias que comienzan a organizarse y se encargan de velar por la fe y las costumbres de los que se han bautizado para vivir según el espíritu que dejó el Señor.
De los dos, Timoteo es el discípulo predilecto. Una tradición venerable y antigua afirma que murió mártir en la persecución de Domiciano; pero el principal eco que resuena es el de discípulo fiel, compañero, colaborador y quasihijo de Pablo.
Nació en Asia Menor, en la provincia de Licaonia cuya capital era Iconio. En el año 48, Pablo y Bernabé tuvieron que salir huyendo de allí, a pesar de que Pablo curara milagrosamente a un paralítico y se les llegara a confundir con los dioses Zeus y Apolo por los sacerdotes del templo pagano, que estuvieron a punto de ofrecerles un sacrificio; los judíos promovieron un tumulto, Pablo y Bernabé escaparon malheridos –contentos de haber sufrido persecución por Jesús– y llegaron a Listra donde conocieron a las piadosas judías Loida y a su hija Eunice, que estaba casada con un griego pagano y era la madre de Timoteo. Posiblemente Pablo los bautizó en aquella ocasión, cuando hacía su primer viaje apostólico.
Durante el segundo viaje, Pablo pensó en Timoteo como un posible colaborador. Para hacer más eficaz el apostolado entre judíos, lo circuncidó, y, desde entonces, aparece ya como compañero leal e inseparable en las correrías por Frigia y Galacia; lo llevó también con él cuando pasó a Europa para predicar en Filipos, Berea y Atenas. Le encomendó varias misiones para atender a las iglesias ya fundadas, algunas de ellas, delicada, como la de Macedonia. Timoteo acompañó a Pablo en la primera prisión en Roma y le acompaña después de su puesta en libertad hasta que se le encargó de la atención de Éfeso y sus alrededores con amplios poderes de supervisión.
Desde Macedonia escribirá Pablo la primera carta al joven obispo pidiéndole que cuide su salud algo delicada y dándole excelentes consejos prácticos. La segunda carta se la escribirá desde Roma durante su segunda y definitiva prisión antes de su muerte, dejando desahogar su corazón de padre y haciéndole ver la soledad y abandono en que ha quedado.
De la vida posterior de Timoteo no sabemos gran cosa, salvo las afirmaciones de Eusebio; parece que continuó como de obispo en Éfeso con la autoridad propia de un metropolita actual sobre Asia Menor.