3 de mayo

SANTOS FELIPE Y SANTIAGO, APÓSTOLES (s. I)

Entre aquellos bienaventurados galileos que tuvieron la dicha inefable de ser llamados por Jesucristo a formar su Colegio apostólico los evangelistas enumeran a Felipe, hijo de Alfeo, y a Santiago el Menor. Ambos respondieron con prontitud y generosidad al llamamiento que el Señor les hizo y le acompañaron desde el principio de su ministerio por aquellos caminos polvorientos de Palestina. Escucharon de sus mismos labios la predicación del mensaje de salvación que vino a traer a la tierra y fueron testigos de su milagro, de su gloriosa resurrección y ascensión a los cielos.

Felipe era natural de Betsaida de Galilea, la ciudad de Pedro y Andrés, a quienes tal vez le unían lazos de amistad. Al volver Jesucristo a Galilea con los tres primeros discípulos, Andrés, Pedro y Juan, después del breve ministerio que siguió a su bautismo en la región del Jordán, se encuentra con Felipe y le dice: Ven y sígueme (Jn 1, 43); era la invitación que los rabinos dirigían a quienes querían constituir sus discípulos. Felipe responde con generosidad digna de admiración y, no contento con su respuesta personal, proporciona al maestro un nuevo discípulo. Encontrándose con Natanael le dice: Hemos hallado a Aquel de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús, hijo de José, de Nazaret”. A las palabras de extrañeza o admiración de Natanael, ¿Puede de Nazaret salir cosa buena?, responde sin vacilar: Ven y verás.

No era éste el llamamiento definitivo, sólo tenía como finalidad primaria poner a aquellos hombres en contacto con Jesús. Aquél tuvo lugar más tarde a orillas del lago de Genesaret. Los tres evangelistas nos refieren que, después de haber pasado el Señor una noche en oración, reunió a la mañana siguiente a sus discípulos y escogió a los doce que habían de formar el Colegio Apostólico. Después de las dos parejas de hermanos, Pedro y Andrés, Santiago y Juan, las listas presentan a Felipe, que había sido uno de los primeros llamados por Jesús (Mt 9, 35-10, 4; Mc 3, 7-19; Lc 6, 12-16).

En otras tres ocasiones aparece nuestro apóstol en escena. En la multiplicación de los panes Jesucristo debió entrever en Felipe un deje de compasión hacia la multitud que había seguido al Maestro al desierto y le pregunta: ¿Felipe, cómo vamos a dar de comer a tanta gente?. El, echando una mirada sobre las turbas, exclama: Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno reciba un pedazo. Seguramente no sospechaba lo que iba a hacer el Señor (Jn 6, 5-7). Aparece, en otra ocasión, como mediador de aquellos prosélitos que se encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua. Habían éstos presenciado la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén y querían verle de cerca. Tal vez Felipe, como podría insinuar su nombre, tenía algunos conocimientos de la lengua griega y por ello se dirigieron a él. Felipe, a su vez, lo dice a Andrés y ambos lo comunicaron al Señor (Jn 12, 20).

La última intervención de Felipe que recogen los evangelistas tuvo lugar durante la última cena. Tomás había preguntado el lugar adonde iba a ir Jesús y el camino que llevaba a él; el Señor había contestado: Nadie viene al Padre sino por mí. Anhelando entonces Felipe un conocimiento más profundo del Padre que le hiciese comprender mejor aquel discurso largo y misterioso a veces de Jesús, interviene diciendo: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Él le contesta que esa aparición visible del Padre la tenían en Él: Quien me ve a mí ve al Padre (Jn 13, 8-11).

Por lo que se refiere a los años del apóstol que siguieron a la ascensión del Señor, carecemos de noticias que ofrezcan garantías de seguridad y hasta es posible que algunas de las que a él se atribuyen pertenezcan a Felipe el diácono. Como los demás apóstoles, permanecería durante unos años en Palestina y después marcharía a predicar el Evangelio fuera de sus fronteras. La tradición afirma que predicó en Frigia. Se dice que convirtió muchas almas, que hizo muchos milagros, que destruyó una monstruosa víbora que adoraban los habitantes de la región. Se refiere, finalmente, que los magistrados, viendo los progresos que hacía el cristianismo, le prendieron, azotaron y amarraron a una cruz muriendo el día 1 de mayo del año 54 según Baronio. Parte de sus reliquias fueron llevadas a Constantinopla y otra parte se venera en la iglesia de los Santos Apóstoles, de Roma.

Santiago nació en Caná de Galilea, situada cerca de Nazaret. Su padre se llamaba Alfeo. Su madre, María, estaba emparentada (probablemente prima hermana) con la Santísima Virgen, de modo que Santiago era primo del Señor. Los evangelistas no nos refieren intervención alguna particular de este apóstol; únicamente lo enumeran en las listas de los Doce (Mt 10, 2-4; Mc 3, 13-19; Lc 6, 14-16). San Pablo refiere que Jesucristo resucitado, le distinguió con una aparición personal (1Co 15, 7).

Los Hechos de los Apóstoles y la Carta a los gálatas ponen de relieve que Santiago ocupaba un puesto preeminente en la iglesia de Jerusalén. La primera vez que San Pablo subió a Jerusalén después de su conversión dice que fue para visitar a San Pedro y añade que no vio a ninguno de los otros apóstoles, sino a Santiago (Ga 1, 18-19). Después de su liberación milagrosa de la cárcel por el ángel, San Pedro se presenta en casa de la madre de Juan Marcos, refiere cómo fue librado de la prisión y les dio este encargo: Haced saber esto a Santiago y a los hermanos (Hch 12, 17). Refiriendo el último viaje de San Pablo a Jerusalén escribe San Lucas que los hermanos le recibieron con mucha alegría y que al día siguiente fueron con San Pablo a visitar a Santiago, a cuya casa concurrieron todos los presbíteros (Hch 21, 15-18). En su Carta a los gálatas San Pablo le llama, juntamente con Pedro y Juan, columnas de la Iglesia (Ga 2, 9).

En el concilio de Jerusalén tuvo una acertada intervención. Santiago defendía, lo mismo que los apóstoles San Pedro y San Pablo, que los gentiles estaban exentos del cumplimiento de la Ley mosaica. Sin embargo, conocedor como ninguno de la situación y circunstancias de los judíos convertidos, propuso que se impusiese a los gentiles el abstenerse de comer las carnes inmoladas a los ídolos, las no sangradas, la sangre misma y abstenerse de la fornicación, que, si bien está prohibida por la misma ley natural, no era considerada como cosa grave por los gentiles. El parecer de Santiago fue aceptado por el concilio. Ello contribuiría a la unión de todos los cristianos, judíos y gentiles.

Los escritores eclesiásticos nos dan preciosas y edificantes referencias sobre el apóstol Santiago. Se dice que fue nombrado obispo de Jerusalén por los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Según Eusebio, San Juan Crisóstomo y otros fue el Señor mismo quien le había designado para tal misión. La presencia de Santiago en la Ciudad Santa fue una bendición especialmente para los judíos; su profundo amor y observancia de la ley, su asiduidad en ir al Templo a orar, su gran parecido con los santos del Antiguo Testamento les cautivó y facilitó el camino para la fe en Jesucristo al ver que podían conservar su veneración por Moisés y adorar en el Templo al Dios de Israel.

Una tradición atestiguada por Hegesipo y recogida por Eusebio dice que judíos y cristianos le designaban con el apelativo el justo, que llevó una vida sin mancha y austerísima, absteniéndose de vino y licores, y que su vestido era de lino. Se refiere también que se postraba con tal frecuencia para orar al Señor que en sus rodillas se habían formado gruesos callos. Sus miembros estaban como muertos, dice San Juan Crisóstomo. A todo ello añadió una bondad admirable y con todo ello supo mantener la unión entre los cristianos de Jerusalén.

Escribió una de las cartas apostólicas que lleva su nombre, dirigida a las doce tribus de la dispersión. En esta época los judíos se encontraban dispersos en todas las provincias romanas y hasta más allá del Eufrates, afirma Josefo. Santiago les dirige una carta que viene a ser un conjunto de preciosas sentencias más que un conjunto lógicamente encadenado. En ella les exhorta a la paciencia en las pruebas y tentaciones, lo cual conduce a la perfección, al amor fraternal sin acepción de personas; les instruye sobre la doctrina de la fe y las obras, "la fe —les dice—, si no tiene obras es de suyo muerta" (St 2, 17); les recomienda que eviten los pecados de lengua; les enseña a discernir la verdadera de la falsa sabiduría; hace serias advertencias a los ricos que han adquirido sus riquezas con injusticias para con sus obreros y ponen en ellas su corazón. Termina con las palabras que el concilio Tridentino ha interpretado como promulgación del sacramento de la extremaunción: ¿Alguno entre vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará y los pecados que hubiere cometido le serán perdonados (St 5, 14-15).

Josefo refiere que fue condenado a ser lapidado por el sumo sacerdote Anás II, quien aprovechó para ello el intervalo transcurrido entre la muerte del procónsul Festo y la llegada de su sucesor Albino I el año 62. Hegesipo refiere con detalle su martirio: dice que fue arrojado de las almenas del Templo; pudo incorporarse y, poniéndose de rodillas, oraba por sus asesinos; el populacho arrojó sobre él una granizada de piedras y, por fin, un batanero le golpeó en la cabeza con el cabestán hasta dejarle muerto. Allí mismo se le dio sepultura. Hoy se muestra su sepulcro frente al ángulo sudeste de la muralla de la ciudad.

La Iglesia unió las festividades de ambos apóstoles mártires y la ha celebrado el día 1 de mayo hasta el año 1955. En este año señaló dicha fecha para la fiesta de San José Obrero y trasladó la festividad de San Felipe y Santiago al día 11 del mismo mes.

GABRIEL PÉREZ

Felipe y Santiago, Apóstoles (s. I )

Se trata de Felipe, y Santiago el que se llama Menor para diferenciarlo del otro Santiago, hijo de Zebedeo, que tiene su día el veinticinco de Julio. Un buen día los llamó Jesús para que lo acompañaran; ellos le siguieron, escucharon por tres años su predicación y se convirtieron en sus testigos después de la Ascensión.

FELIPE

Era natural de Betsaida, como Pedro y Andrés. Nada más conocer a Jesús le acercó un amigo, a Natanael, aunque con dificultades, porque el tal Natanael se cuestionaba en grado superlativo que lo que estaba oyendo fuera verdad,  ya que leyendo la Escrituras, nunca había aparecido un profeta de Nazaret. No le quedó otra salida al bueno de Felipe que remitirle a su propia experiencia personal, diciéndole: «ven  y lo verás». De este modo hizo sus pinitos en el apostolado cristiano, aún antes de que se le llamara de modo solemne y definitivo que fue en el monte de las bienaventuranzas, después que el Maestro pasara aquella noche haciendo oración.

El sitio que ocupa en las listas de los Doce que aparecen en los Evangelios es a continuación de las dos parejas de hermanos y antes que Natanael.

Por tres veces aparece en los Evangelios, interviniendo en circunstancias diversas: en la multiplicación de los panes y peces está preocupado por la desmesurada cantidad de dinero de que deberían disponer para darles a aquellos famélicos seguidores de Jesús aunque fuera sólo un pedazo de pan; otra ocasión está situada en la fiesta de la Pascua, cuando media junto con Pedro entre los prosélitos griegos que quieren ver a Jesús, haciendo quizás de intérprete de ellos; la tercera y última, en el Cenáculo, diciendo en voz alta sus deseos de conocer mejor al Padre.

Después de la Ascensión ya no hay datos; sí conjeturas posibles, aunque bien pudiera ser que algunas de ellas pertenezcan más al diácono Felipe que al mismo Apóstol. Estuvo un tiempo indefinido en Jerusalén, y luego... ¡el mundo!

Parece ser que evangelizó Frigia (actual Turquía). Una tradición le atribuye la muerte a manos de los jefazos importantes que estaban hartos de que les censurara sus vicios y envidiosos  –siempre la envidia–  de que la gente sencilla le siguiera por su bondad.

¿Alguna anécdota? Ya que no se conocen más datos biográficos ciertos, se puede señalar una que ni siquiera se sabe si sucedió o no: dicen de él que destrozó una monstruosa víbora a la que rendían culto idolátrico aquellos paganos.

Se supone que su muerte fue en torno al año 54.

Una parte de sus reliquias fue a parar a Constantinopla y otra parte está en Roma, en la basílica de los Santos Apóstoles.

SANTIAGO

Nació en Caná de Galilea, cerca de Nazaret. Hijo de Alfeo y su madre era María, prima de la Virgen; por tanto, este Santiago era pariente del Señor.

Sólo aparece enumerado en las listas de los Apóstoles sin que intervenga en los textos evangélicos ninguna vez.

Fue la cabeza de la iglesia de Jerusalén porque Pablo refiere que le visitó la primera vez que fue a Jerusalén después de su conversión; y, cuando Pedro fue liberado por el ángel de su prisión, y fue a la casa de Juan Marcos, dejó el encargo de que le comunicasen a Santiago su libertad; intervino en el concilio de Jerusalén, abogando por la unidad entre los cristianos provenientes de los judíos y los que venían del paganismo, y sugiriendo se les impusiera a estos últimos unas mínimas pautas de conducta que facilitasen la convivencia entre los hermanos.

Se le conoce como un hombre con profundo amor a Jesucristo, que siempre manifestó gran respeto por aquellos que observaban la Ley, eran asiduos al Templo para la oración, y veneraban a Moisés. Eusebio recoge de Hegesipo la afirmación de que tanto los judíos contemporáneos de Santiago como los cristianos le llaman «el Justo», por ver en él a un hombre austero, sin mancha y con callos en las rodillas de tanto adorar.

Una de las cartas canónicas es suya. Está dirigida a los cristianos de la dispersión, es decir, a los que están diseminados por todas las provincias. Más que un tratado orgánico, son sentencias y consejos que animan a llevar la vida cristiana. Habla de la paciencia en las pruebas y  tribulaciones, expresa con claridad la relación que debe darse entre la fe y las obras, el uso de la lengua, y severísimas advertencias a los ricos con respecto al uso de sus bienes. En la misma carta se leen unas líneas que son la promulgación del Sacramento de la Unción de Enfermos, según la sanción tridentina.

Josefo afirma que el Sumo Sacerdote Anás II lo mandó matar por lapidación, después de haberlo tirado desde lo alto de las murallas del templo, y murió, repitiendo la historia, ¡rezando por sus verdugos!

El hecho de que estén unidas sus fiestas se debe a una simple decisión de la Iglesia.