Todo buen padre "necesita del hijo: le espera, le busca, le ama, le perdona, le quiere cerca de sí, tan cerca como la gallina quiere a sus polluelos". Lo dijo el Papa Francisco en la homilía de la misa del martes 4 de febrero.
Al comentar las lecturas de la liturgia el Pontífice afrontó el tema de la paternidad, relacionándolo a las dos figuras principales descritas en el Evangelio de san Marcos (Mc 5, 21-43) y en el segundo libro de Samuel (2S 18, 9-10.14.24-25.30; 19, 1-4): o sea Jairo, uno de los jefes de la sinagoga en tiempos de Jesús, "que fue a pedir la salud para su hija", y David, "que sufría por la guerra que estaba haciendo su hijo". Dos hechos que, según el obispo de Roma, muestran cómo todo padre tiene "una unción que viene del hijo: no se puede comprender a sí mismo sin el hijo".
Deteniéndose primero en el rey de Israel, el Papa recordó que a pesar de que el hijo Absalón se había convertido en su enemigo, David "esperaba noticias de la guerra. Estaba sentado entre las dos puertas del palacio y miraba". Y si bien todos estaban seguros de que esperaba "noticias de una buena victoria", en realidad "esperaba otra cosa: esperaba al hijo. Le interesaba el hijo. Era rey, era jefe del país, pero" sobre todo "era padre". Y así, "cuando llegó la noticia del final de su hijo", David "se estremeció. Subió a la habitación superior y se puso a llorar. Decía al subir: "¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera haber muerto en tu lugar! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!"".
Éste –comentó el Papa Francisco– "es el corazón de un padre, que no reniega jamás de su hijo", incluso si "es un bandido o un enemigo", y llora por él. Al respecto, el Pontífice hizo notar cómo en la Biblia, David llora dos veces por los hijos: en esta circunstancia y en la que estaba por morir el hijo del adulterio: "también en esa ocasión hizo ayuno y penitencia para salvar la vida del hijo", porque "era padre".
Volviendo luego a la descripción del pasaje bíblico, el obispo de Roma destacó otro elemento de la escena: el silencio. "Los soldados regresaron a la ciudad tras la batalla en silencio" –destacó– mientras que cuando David era joven, al volver a la ciudad después de matar al Filisteo, todas las mujeres salieron de las casas para "alabarle, en fiesta; porque así volvían los soldados después de una victoria". En cambio, con ocasión de la muerte de Absalón, "la victoria fue disimulada porque el rey lloraba"; en efecto, "más que rey y vencedor" David era sobre todo "un padre afligido".
En cuanto al personaje evangélico, el jefe de la sinagoga, el Papa Francisco destacó en qué sentido se trataba de una "persona importante", que, sin embargo, "ante la enfermedad de la hija" no tuvo vergüenza de tirarse a los pies de Jesús e implorarle: "Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva". Este hombre no reflexiona acerca de las consecuencias de su gesto. No se detiene a pensar si Cristo "en lugar de un profeta fuese un brujo", se arriesgaba a hacer el ridículo. Al ser "padre –dijo el Pontífice– no piensa: arriesga, se lanza y pide". Y también en esta escena, cuando los protagonistas entran en la casa encuentran llantos y gritos. "Había personas que gritaban fuerte porque era su trabajo: trabajaban así, llorando en las casas de los difuntos". Pero su llanto "no era el llanto de un padre".
He aquí entonces la relación entre las dos figuras de padres. Para ellos la prioridad son los hijos. Y esto "hace pensar en la primera cosa que decimos a Dios en el Credo: "Creo en Dios padre". Hace pensar en la paternidad de Dios. Dios es así con nosotros". Alguien podría observar: "Pero padre, Dios no llora". Objeción a la que el Papa respondió: "¡Cómo no! Recordemos a Jesús cuando lloraba contemplando Jerusalén: "Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces intenté reunir a tus hijos", como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas". Por lo tanto, "Dios llora; Jesús lloró por nosotros". Y en ese llanto está la representación del llanto del padre, "que nos quiere a todos consigo en los momentos difíciles".
El Pontífice recordó también que en la Biblia hay al menos "dos momentos en los que el padre responde" al llanto del hijo. El primero es el episodio de Isaac conducido al monte por Abrahán para ofrecerlo en holocausto: él se da cuenta de "que llevaban la leña y el fuego, pero no el cordero para el sacrificio". Por ello "tenía angustia en el corazón. ¿Y qué dice? "Padre". Y de inmediato la respuesta: "Aquí estoy, hijo"". El segundo episodio es el de "Jesús en el huerto de los Olivos, con esa angustia en el corazón: "Padre, si es posible aleja de mí este cáliz". Y los ángeles vinieron a darle fuerza. Así es nuestro Dios: es padre".
Pero no es sólo esto: la imagen de David que espera noticias sentado entre las dos puertas del palacio trae a la memoria la parábola del capítulo 15 del evangelio de san Lucas, la del padre que esperaba al hijo pródigo, "que se había marchado con todo el dinero, con toda la herencia. ¿Cómo sabemos que le esperaba?", se preguntó el Papa Francisco. Porque –es la respuesta que nos dan las Escrituras– "lo vio de lejos. Y porque todos los días subía a esperar" a que el hijo volviese. En ese padre misericordioso, en efecto, está "nuestro Dios", que "es padre". De aquí el deseo de que la paternidad física de los padres de familia y la paternidad espiritual de los consagrados, de los sacerdotes, de los obispos, sean siempre como la de los dos protagonistas de las lecturas: "dos hombres, que son padres".
Como conclusión, el Pontífice invitó a meditar sobre estos dos "iconos" –David que llora y el jefe de la sinagoga que se postra ante Jesús sin ninguna vergüenza, sin temor de pasar por ridículo, porque estaban "en juego sus hijos"– y pidió a los fieles que renovasen la profesión de fe, diciendo "Creo en Dios Padre" y pidiendo al Espíritu Santo que nos enseñe a decir "Abbá, Padre". Porque –concluyó– "es una gracia poder decir a Dios: Padre, con el corazón".