Todos seremos tentados. Es lo que nos recuerdan las lecturas de hoy: la primera (Si 2, 1-11) recuerda que quien, quiera servir al Señor, se debe preparar para la prueba, para la tentación, y el Evangelio (Mc 9, 30-37) narra cuando Jesús anuncia a los discípulos su muerte, pero ellos no comprenden y tienen miedo de preguntarle. Es la tentación de no cumplir la misión. También Jesús fue tentado: primero tres veces en el desierto por el diablo y luego por Pedro ante el anuncio de su muerte.
Pero hay otra tentación de la que habla el Evangelio: los discípulos por el camino discutían sobre quién de ellos sería el más grande, y callan cuando Jesús les pregunta de qué estaban hablando. Callan porque se avergüenzan de esa discusión. Y era gente buena, que quería seguir al Señor, servir al Señor. Pero no sabían que la senda del servicio al Señor no era tan fácil, no era como apuntarse a una asociación de beneficencia, para hacer el bien: no, es otra cosa. Y temían eso. Y luego está la tentación de la mundanidad: desde que la Iglesia es Iglesia hasta hoy, esto ha pasado, pasa y pasará. Pensemos en las peleas parroquiales: Yo quiero ser presidente de esta asociación, colocarme en un puesto. ¿Quién es el más grande aquí? ¿Quién es el más grande en esta parroquia? No, yo soy más importante que aquel, y no el otro, porque hizo…, y aquí, la lista de pecados.
Es la tentación que lleva a hablar mal del otro y a encaramarse. Algunas veces lo decimos con vergüenza los curas, en los presbiterios: Me gustaría aquella parroquia… -Pero el Señor está aquí. -Ya, pero yo quisiera aquella. Lo mismo. No es la senda del Señor, sino la de la vanidad, de la mundanidad. Incluso entre los obispos pasa lo mismo: la mundanidad viene como tentación. Tantas veces: Estoy en esta diócesis, pero miro aquella que es más importante y me muevo para lograr… sí, muevo esa influencia y aquella otra, hago presión, empujo en ese punto para llegar allí… ¡Pero el Señor está ahí!
El deseo de ser más importantes nos empuja a la senda de la mundanidad. Por eso, pidamos siempre al Señor la gracia de avergonzarnos cuando nos encontremos en esas situaciones. De hecho, Jesús le da la vuelta a esa lógica, y recuerda a los Doce que quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos. Recemos por la Iglesia, por todos nosotros, para que el Señor nos defienda de las ambiciones, de las mundanidades de sentirse más grande que los demás. Que el Señor nos dé la gracia de la vergüenza, la santa vergüenza, cuando nos encontremos en esa situación, bajo esa tentación: ¡avergonzarse! Pero, ¿yo soy capaz de pensar así? ¿Cuando veo a mi Señor en la cruz, y quiero usar al Señor para encaramarme? Y que nos dé también la gracia de la sencillez de un niño: entender que solo la senda del servicio… Y me imagino una última pregunta: Señor, te he servido toda la vida, he sido el último toda la vida. ¿Y ahora qué? ¿Qué nos dice el Señor? Di de ti mismo: Siervo inútil soy.