En la Carta de San Pablo a los Romanos (Rm 4, 1-8), el Apóstol nos exhorta a unirnos a Dios con un acto de fe, porque así se recibe el verdadero perdón de Dios, que es gratuito, que viene de su gracia, de su voluntad, y no de lo que pensamos merecer por nuestras obras. Nuestras obras son solo la respuesta al amor gratuito de Dios, que nos ha justificado y nos perdona siempre. Y nuestra santidad es precisamente recibir siempre ese perdón. Por eso, acaba citando el Salmo que hemos rezado: «Dichoso el hombre que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le cuenta el pecado». Es el Señor, Él es quien nos ha perdonado el pecado original y quien nos perdona cada vez que vamos a Él. Nosotros no podemos perdonarnos nuestros pecados con nuestras obras; solo Él perdona. Nosotros solo podemos responder con nuestras obras a ese perdón.
En el Evangelio de hoy (Lc 12, 1-7) Jesús nos hace ver otro modo de buscar la justificación, proponiéndonos la imagen de los que se creen justos por las apariencias, esos que saben poner "cara de estampita”, como si fuesen santos: son los hipócritas. Dentro de ellos todo está sucio, pero externamente quieren aparecer justos y buenos, haciéndose ver cuando ayunan, rezan o dan limosna. Pero dentro del corazón no hay nada, no hay sustancia, la suya es una vida hipócrita, su verdad es nada. Maquillan el alma, viven del maquillaje, la santidad es un maquillaje para ellos. En cambio, Jesús siempre nos pide ser sinceros, pero sinceros por dentro, y si algo asoma, que aparezca esa verdad, la que está dentro del corazón. Por eso aquel consejo: cuando reces, hazlo a escondidas; cuando ayunas, ahí sí, maquíllate un poco para que nadie vea en tu cara la debilidad del ayuno; y cuando das limosna que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, hazlo a escondidas (cfr. Mt 6, 5-18).
La suya es la justificación de la apariencia. Son pompas de jabón, que hoy son y mañana ya no están. Jesús nos pide coherencia de vida, coherencia entre lo que hacemos y lo que vivimos por dentro. La falsedad hace mucho daño, la hipocresía hace mucho daño, se convierte en un modo de vivir. En el Salmo (Sal 31, 1-2.5.11) hemos pedido la gracia de la verdad ante el Señor. Es bonito lo que hemos pedido: «Señor, había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: "Confesaré al Señor mí culpa”, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado». La verdad siempre ante Dios, siempre. Y esa verdad ante Dios es la que deja sitio para que el Señor nos perdone.
La hipocresía se convierte en una costumbre. Por tanto, el camino no es acusar a los demás, sino aprender la sabiduría de acusarse a uno mismo, sin tapar nuestras culpas delante del Señor. Que el Señor nos dé la gracia de la verdad interior.