DISCURSO

DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

al Congreso Internacional en el

XL Aniversario de la Constitución Conciliar "Dei verbum"

Domingo 16 de septiembre de 2005

Señores cardenales;

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

Os dirijo mi más cordial saludo a todos vosotros, que participáis en el congreso sobre "La sagrada Escritura en la vida de la Iglesia", convocado por iniciativa de la Federación bíblica católica y del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, con el fin de conmemorar el cuadragésimo aniversario de la promulgación de la constitución dogmática Dei verbum sobre la divina revelación. Me congratulo por esta iniciativa, que trata sobre uno de los documentos más importantes del concilio Vaticano II.

Saludo a los señores cardenales y a los obispos, que son los principales testigos de la palabra de Dios; a los teólogos, que la investigan, la explican y la traducen al lenguaje de hoy; a los pastores, que buscan en ella las respuestas adecuadas para los problemas de nuestro tiempo. Doy las gracias de corazón a todos los que trabajan al servicio de la traducción y la difusión de la Biblia, proporcionando los medios para explicar, enseñar e interpretar su mensaje. En este sentido, un agradecimiento especial va a la Federación bíblica católica por su actividad, por la pastoral bíblica que promueve, por la adhesión fiel a las indicaciones del Magisterio y por el espíritu abierto a la colaboración ecuménica en el campo bíblico. Expreso mi profunda alegría por la presencia en el congreso de los "delegados fraternos" de las Iglesias y comunidades eclesiales de Oriente y de Occidente, y saludo con cordial deferencia a quienes han intervenido en representación de las grandes religiones del mundo.

La constitución dogmática Dei verbum, de cuya elaboración fui testigo, participando personalmente como joven teólogo en los intensos debates que la acompañaron, empieza con una frase de profundo significado:  "Dei verbum religiose audiens et fidenter proclamans, Sacrosancta Synodus...". Son palabras con las que el Concilio indica un aspecto que distingue a la Iglesia:  es una comunidad que escucha y anuncia la palabra de Dios. La Iglesia no vive de sí misma, sino del Evangelio, y en el Evangelio encuentra siempre de nuevo orientación para su camino. Es una consideración que todo cristiano debe hacer y aplicarse  a sí mismo:  sólo quien se pone primero a la escucha de la Palabra, puede convertirse después en su heraldo. En efecto, el cristiano no debe enseñar su  propia  sabiduría, sino la sabiduría de Dios, que a menudo se presenta como escándalo a los ojos del mundo (cf. 1Co 1, 23).

La Iglesia sabe bien que Cristo vive en las sagradas Escrituras. Precisamente por eso, como subraya la Constitución, ha tributado siempre a las divinas Escrituras una veneración semejante a la que reserva al Cuerpo mismo del Señor (cf. Dei verbum, 21). Por ello, san Jerónimo, citado por el documento conciliar, afirmaba  con razón que desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo (cf. ib., 25).

La Iglesia y la palabra de Dios están inseparablemente unidas. La Iglesia vive de la palabra de Dios, y la palabra de Dios resuena en la Iglesia, en su enseñanza y en toda su vida (cf. ib., 8). Por eso, el apóstol san Pedro nos recuerda que "ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios" (1P 1, 20).

Damos gracias a Dios porque en estos últimos tiempos, también por el impulso que dio la constitución dogmática Dei verbum, se ha vuelto a valorar más profundamente la importancia fundamental de la palabra de Dios. De esto ha derivado una renovación en la vida de la Iglesia, sobre todo en la predicación, en la catequesis, en la teología, en la espiritualidad e incluso en el camino ecuménico.

La Iglesia siempre debe renovarse y rejuvenecerse,  y  la palabra de Dios, que no envejece ni se agota jamás, es el medio privilegiado para este fin. En efecto, es la palabra de Dios la que, por la acción del Espíritu Santo, nos guía siempre de nuevo a la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

En este marco, quisiera recordar y recomendar sobre todo la antigua tradición de la Lectio divina:  la lectura asidua de la sagrada Escritura acompañada por la oración realiza el coloquio íntimo en el que, leyendo, se escucha a Dios que habla y, orando, se le responde con confiada apertura del corazón (cf. Dei verbum, 25). Estoy convencido de que, si esta práctica se promueve eficazmente, producirá en la Iglesia una nueva primavera espiritual. Por eso, es preciso impulsar ulteriormente, como elemento fundamental de la pastoral bíblica, la Lectio divina, también mediante la utilización de métodos nuevos, adecuados a nuestro tiempo y ponderados atentamente. Jamás se debe olvidar que la palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro sendero (cf. Sal 119, 105).

A la vez que invoco la bendición de Dios sobre vuestro trabajo, sobre vuestras iniciativas y sobre el congreso en el que participáis, me uno en el deseo que os anima:  Que la palabra del Señor siga  propagándose (cf. 2Ts 3, 1) hasta los confines de la tierra, para que, mediante el anuncio de la salvación, el mundo entero escuchando crea, creyendo espere, y esperando ame (cf. Dei verbum, 1). ¡Gracias de todo corazón!