ÁNGELUS
Plaza de San Pedro. Domingo 5 de julio de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
En el pasado el primer domingo de julio se caracterizaba por la devoción a la Preciosísima Sangre de Cristo. Algunos de mis venerados predecesores del siglo pasado la confirmaron, y el beato Juan XXIII, con la carta apostólica Inde a primis (30 de junio de 1960), explicó su significado y aprobó sus letanías. El tema de la sangre, unido al del Cordero pascual, es de primaria importancia en la Sagrada Escritura. En el Antiguo Testamento, la aspersión con la sangre de los animales sacrificados representaba y establecía la alianza entre Dios y el pueblo, como se lee en el libro del Éxodo: "Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: "Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras"" (Ex 24, 8).
A esta fórmula se remite explícitamente Jesús en la última Cena cuando, ofreciendo el cáliz a los discípulos, dice: "Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados" (Mt 26, 28). Y efectivamente, desde la flagelación hasta que le traspasaron el costado después de su muerte en la cruz, Cristo derramó toda su sangre, como verdadero Cordero inmolado para la redención universal. El valor salvífico de su sangre se afirma expresamente en muchos pasajes del Nuevo Testamento. Basta citar, en este Año sacerdotal, la bella expresión de la carta a los Hebreos: "Cristo... penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de novillos y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!" (Hb 9, 11-14).
Queridos hermanos, está escrito en el Génesis que la sangre de Abel, asesinado por su hermano Caín, clama a Dios desde la tierra (cf. Gn 4, 10). Y lamentablemente, hoy como ayer, este grito no cesa, porque sigue corriendo sangre humana a causa de la violencia, de la injusticia y del odio. ¿Cuándo aprenderán los hombres que la vida es sagrada y pertenece sólo a Dios? ¿Cuándo entenderán que todos somos hermanos? Al grito por la sangre derramada, que se eleva desde tantas partes de la tierra, Dios responde con la sangre de su Hijo, que entregó su vida por nosotros. Cristo no respondió al mal con el mal, sino con el bien, con su amor infinito. La sangre de Cristo es prenda del amor fiel de Dios a la humanidad. Contemplando las llagas del Crucificado, cada hombre, incluso en condiciones de extrema miseria moral, puede decir: Dios no me ha abandonado, me ama, ha dado la vida por mí; y así volver a tener esperanza. Que la Virgen María, quien al pie de la cruz, junto al apóstol san Juan, recogió el testamento de la sangre de Jesús, nos ayude a redescubrir la inestimable riqueza de esta gracia y a sentir por ella gratitud íntima y perenne.