HOMILÍA
Por cardenales y obispos fallecidos durante el año
Sábado 3 de noviembre de 2012
Venerados hermanos, queridos hermanos y hermanas:
En nuestro corazón está presente y vivo el clima de la comunión de los santos y de la conmemoración de los fieles difuntos que la liturgia nos ha hecho vivir de manera intensa en las celebraciones de los días pasados. En particular la visita a los cementerios nos ha permitido renovar el vínculo con los seres queridos que nos han dejado; la muerte, paradójicamente, conserva lo que la vida no puede retener. Cómo vivieron nuestros difuntos, qué amaron, temieron y esperaron, qué rechazaron, lo descubrimos de modo singular precisamente en las tumbas, que han quedado casi como un espejo de su existencia, de su mundo: estas nos interpelan y nos inducen a reanudar un diálogo que la muerte puso en crisis. Así, los lugares de la sepultura constituyen una especie de asamblea en la que los vivos encuentran a sus propios difuntos y con ellos consolidan los vínculos de una comunión que la muerte no ha podido interrumpir. Y aquí, en Roma, en esos cementerios particulares que son las catacumbas, advertimos como en ningún otro lugar los vínculos profundos con la cristiandad antigua, que percibimos tan cercana. Cuando nos adentramos en los pasillos de las catacumbas romanas –como también en los de los cementerios de nuestras ciudades y de nuestros pueblos–, es como si cruzáramos un umbral inmaterial y entráramos en comunicación con quienes allí custodian su pasado, hecho de alegrías y dolores, de derrotas y esperanzas. Esto sucede porque la muerte afecta al hombre de hoy exactamente como al de entonces; y aunque tantas cosas de tiempos pasados nos sean ya ajenas, la muerte sigue siendo la misma.
Ante esta realidad, el ser humano de toda época busca una rendija de luz que permita esperar, que hable aún de vida, y también la visita a las tumbas expresa este deseo. ¿Pero cómo respondemos los cristianos a la cuestión de la muerte? Respondemos con la fe en Dios, con una mirada de sólida esperanza que se funda en la muerte y resurrección de Jesucristo. Entonces la muerte se abre a la vida, a la vida eterna, que no es un infinito duplicado del tiempo presente, sino algo completamente nuevo. La fe nos dice que la verdadera inmortalidad a la que aspiramos no es una idea, un concepto, sino una relación de comunión plena con el Dios vivo: es estar en sus manos, en su amor, y transformarnos en Él en una sola cosa con todos los hermanos y hermanas que Él ha creado y redimido, con toda la creación. Nuestra esperanza entonces descansa en el amor de Dios que resplandece en la Cruz de Cristo y que hace que resuenen en el corazón las palabras de Jesús al buen ladrón: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). Esta es la vida que alcanza su plenitud: la vida en Dios; una vida que ahora sólo podemos entrever como se vislumbra el cielo sereno a través de la bruma.
En este clima de fe y de oración, queridos hermanos, estamos reunidos en torno al altar para ofrecer el Sacrificio eucarístico en sufragio de los cardenales, arzobispos y obispos que durante el año han concluido su existencia terrena. De modo particular recordamos a los difuntos hermanos cardenales John Patrick Foley, Anthony Bevilacqua, José Sánchez, Ignace Moussa Daoud, Luis Aponte Martínez, Rodolfo Quezada Toruño, Eugênio de Araújo Sales, Paul Shan Kuo-hsi, Carlo Maria Martini y Fortunato Baldelli. Extendemos nuestro afectuoso recuerdo también a todos los arzobispos y obispos difuntos, pidiendo al Señor, piadoso, justo y misericordioso (cf. Sal 114) que les conceda el premio eterno prometido a los fieles servidores del Evangelio.
Reflexionando en el testimonio de estos venerados hermanos nuestros, podemos reconocer en ellos a los discípulos "pacientes", "misericordiosos", "puros de corazón", que "trabajan por la paz", de quienes nos ha hablado el pasaje evangélico (Mt 5, 1-12): amigos del Señor que, confiando en su promesa, en las dificultades y también en las persecuciones conservaron la alegría de la fe y ahora viven para siempre en la casa del Padre y gozan de la recompensa celestial, colmados de felicidad y de gracia. Los Pastores a quienes hoy recordamos sirvieron a la Iglesia con fidelidad y amor, afrontando a veces pruebas arduas, con tal de asegurar a la grey a ellos encomendada atención y cuidado. En la variedad de las respectivas capacidades y funciones, dieron ejemplo de solícita vigilancia, de prudente y celante dedicación al Reino de Dios, ofreciendo una preciosa contribución a la época postconciliar, tiempo de renovación en toda la Iglesia.
La Mesa eucarística, a la que se acercaron, primero como fieles y después, cotidianamente, como ministros, anticipa del modo más elocuente cuanto el Señor prometió en el "sermón de la montaña": la posesión del Reino de los cielos, tomar parte en la mesa de la Jerusalén celestial. Oremos para que ello se cumpla para todos. Nuestra oración se alimenta de esta firme esperanza que "no defrauda" (Rm 5, 5) porque está garantizada por Cristo, que quiso vivir en la carne la experiencia de la muerte para triunfar sobre ella con el prodigioso acontecimiento de la resurrección. "¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado" (Lc 24, 5-6). Este anuncio de los ángeles, proclamado en la mañana de Pascua en el sepulcro vacío, ha llegado a través de los siglos a nosotros, y nos propone, también en esta asamblea litúrgica, el motivo esencial de nuestra esperanza. En efecto, "si hemos muerto con Cristo –recuerda san Pablo aludiendo a lo que aconteció en el bautismo– creemos que también viviremos con Él" (Rm 6, 8). Es el Espíritu Santo mismo, por medio del cual el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, el que hace que nuestra esperanza no sea vana (cf. Rm 5, 5). Dios Padre, rico en misericordia, que entregó a su Hijo unigénito a la muerte cuando aún éramos pecadores, ¿cómo no nos dará la salvación ahora que estamos justificados por Su sangre? (cf. Rm 5, 6-11). Nuestra justicia se basa en la fe en Cristo. Es Él el "Justo", preanunciado en todas las Escrituras; es gracias a su Misterio pascual como, cruzando el umbral de la muerte, nuestros ojos podrán ver a Dios, contemplar su rostro (cf. Jb 19, 27a).
Junto a la singular existencia humana del Hijo de Dios se sitúa la de su Madre santísima, a quien, única entre todas las criaturas, veneramos Inmaculada y llena de gracia. Nuestros hermanos cardenales y obispos, de quienes hoy hacemos memoria, fueron amados con predilección por la Virgen María y correspondieron a su amor con devoción filial. A su materna intercesión queremos hoy encomendar sus almas, para que Ella los introduzca en el Reino eterno del Padre, rodeados de tantos de sus fieles por quienes entregaron la vida. Que María, con su mirada atenta, vele por ellos, que duermen ahora el sueño de la paz en espera de la feliz resurrección. Y nosotros elevamos a Dios nuestra oración por ellos, sostenidos por la esperanza de volver a encontrarnos todos un día unidos para siempre en el Paraíso. Amén.