Homilía del Viernes Santo

Santa María de la Paz, 19.IV.19

Is 52, 13-15; 53, 1-12; Sal 31; Hb 4, 14-16; 5, 7-9; Jn 18, 1-40; 19, 1-42

En el relato que hemos leído de la Pasión, escrito por san Juan, testigo presencial de los hechos, encontramos cuatro escenas en las que podemos escuchar palabras pronunciadas directamente por Jesús: en el huerto de los olivos, interrogado en casa de Anás, durante las conversaciones con Pilatos y, finalmente, desde la Cruz. Los Evangelios recogen muchos momentos en los que Dios hecho hombre habló nuestro lenguaje: desde aquella primera conversación con su Madre, cuando solo tenía doce años, hasta el largo discurso de despedida en la Última Cena. Tenemos sermones, parábolas, explicaciones, que siempre nos dirán cosas nuevas. Sin embargo, las palabras que salen del corazón de Jesús en la Cruz nos llegan especialmente. Esta vez quisiera fijarme en una de esas frases: Tengo sed (Jn 19, 28).

1. Desde el punto de vista físico, con el cuerpo destrozado como lo tenía Jesús, la sed seguramente habría llegado mucho tiempo antes. Además, probablemente, no había comido ni bebido desde que fue apresado. Y sobre todo sabemos que, minutos antes de ser crucificado, le habían ofrecido una bebida narcótica para mitigar un poco los dolores, pero Cristo no la tomó (Mt 27, 34; Mc 15, 23). ¿Por qué ahora, ya clavado al madero por amor a nosotros, a pocos instantes antes de morir, vuelve Jesús a manifestar su sed?

Por un lado, nos lo dice el mismo san Juan: Para que se cumpliera la Escritura (Jn 19, 28). Son momentos en los que Jesús había querido cargar con nuestros pecados, con nuestros sufrimientos, con nuestras debilidades. El Evangelio nos dice que el Señor, al decir tengo sed, sabía que todo estaba ya consumado (cfr. Jn 19, 28). En esos momentos de máximo dolor, Jesús pensaba en cada uno de nosotros. Por eso, santo Tomás de Aquino comenta que con esa sed intensísima, de quien está casi completamente deshidratado, Jesús quiso manifestar su ardiente deseo de salvarnos (cfr. Super Ioan., cap. 19, l. 5). En otras palabras: esa sed de quien está entre la vida y la muerte es la imagen de cuánto nos quiere Jesús, de cuánto quiere que le abramos nuestro corazón. Es difícil escuchar esas palabras, comprender su sentido, y pasar de largo. Aprovechemos esta Semana Santa en Roma, en donde podemos incluso admirar algunas reliquias de la Santa Cruz, para dejarnos interpelar por esas palabras de Cristo. Que en el fondo de nuestra alma podamos decir: ¡Jesús, verdaderamente quiero saciar un poco tu sed! ¡Jesús, ayúdame a corresponder a tu amor!

2. Nos habíamos preguntado: ¿Por qué Jesús manifestó su sed? El Evangelio de san Juan nos deja otra escena en la que el tema de la sed de Cristo también es central: cuando, cansado del camino, Cristo pide agua a una mujer samaritana. Si leemos el pasaje completo nos damos cuenta de que Jesús está pensando en la salvación de aquella mujer. La sed del Señor es una sed que solo es saciada con la paz del alma que se encuentra en su camino. La escena termina con la conversión de la samaritana. Y no solo eso; después, ella vuelve a su ciudad, diciendo: Venid y ved a un hombre que me ha dicho cuanto hice. ¿No será este el Cristo? (Jn 4, 29). La sed de Jesús transformó rápidamente en apóstol a una mujer que ni siquiera compartía completamente la fe de Israel.

La sed de Cristo se extiende a todos por igual, también a los que no lo conocen todavía o a quienes están un poco alejados: desde la Cruz es imposible ver a las personas de manera superficial. La sed de Jesús se extiende a nuestros amigos, a nuestras familias, a todas las personas que nos rodean. Es significativo que la inscripción que hace poner Pilato sobre la Cruz, como causa de la condena, fue escrita en los tres idiomas principales de aquel tiempo: hebreo, latín y griego. Es una imagen del amor de Cristo en la Cruz, que no se puede contener en una sola lengua.

Estamos aquí personas de lugares muy distintos, pero a todos la Cruz de Cristo nos habla por igual. Decía san Josemaría: "Desde la Cruz ha clamado: sitio!, tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos llevar hasta Él" (Amigos de Dios, n. 202). Nos encontramos aquí, en esta celebración litúrgica, porque Dios ha querido tenernos un poco más cerca. Agradezcamos al Señor que nos haya llamado para esta gran tarea de saciar su sed, a pesar de todas nuestras debilidades.

3. Dentro de unos minutos tendremos la Adoración de la Cruz; acompañemos ese gesto de arrodillarnos y besarla con un fuerte deseo interior de no olvidar lo que Jesús ha hecho por nosotros. Que las imágenes que vemos de la Cruz a lo largo de nuestra jornada, en nuestra mesa de trabajo, en nuestra habitación, en un cuadro, nos recuerden esas palabras de Cristo que hemos meditado -Tengo sed- y la tarea de llevar hacia el Señor a las personas con las que nos encontramos en el camino. Para todo esto pedimos ayuda a María, nuestra Madre, que escuchó directamente las palabras de Jesús. Nos conforta la convicción de que, de la misma manera como nunca se separó de su Hijo, ni siquiera en los momentos más difíciles, tampoco se separa nunca de nosotros. Así sea.