Aniversario de la sección de mujeres y de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz
(14-II-2023)

Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, Roma

Día de acción de gracias que queremos comenzar –también en este rato de oración– actualizando ese propósito que nos decía nuestro Padre: «Ut in gratiarum semper actione maneamus»1, que permanezcamos siempre en acción de gracias. Y esto es así porque siempre, continuamente, tenemos motivo, Señor, para darte gracias por tanto, por tanto..., por mucho más de lo que sabemos; porque en toda nuestra vida –también en aquellos momentos que de un modo u otro nos puedan parecer negativos por dificultades– siempre ha estado el amor de Dios cuidándonos, protegiéndonos.

Y hoy, especialmente, damos gracias al Señor por nuestra vocación, por esa fecha del 14 de febrero del año 30 y del 14 febrero del año 43. Un doble aniversario de esas gracias especialísimas de Dios para el mundo, para la Iglesia, para cada uno de nosotros. Porque hemos de verlo así, no verlos como hechos muy admirables del pasado, sino como hechos que tienen un influjo evidente en nuestra vida personal, y no solo a partir del año en que nosotros nos incorporamos a la Obra, sino desde siempre, porque el Señor pensaba en nosotros desde siempre y en esas fechas estábamos presentes nosotros.

Te damos gracias, Señor, porque piensas en nosotros, porque nos cuidas constantemente. Y damos especialmente gracias por las mujeres en la Obra, por los sacerdotes en la Obra. Y especialmente hoy querríamos darte gracias, Señor, por la unidad: hombres, mujeres, sacerdotes, laicos. Es un trocito de la Iglesia, pero que tiene una gran unidad dentro de la variedad: una unidad de vocación, una unidad de labor apostólica –con la separación que tú quieres, Señor, pero siempre con una unidad que es propia de una familia–. Hoy también recordamos un aniversario del 14 febrero del año 38 cuando nuestro Padre dijo que se comenzase a rezar el Oremus pro Patre en las Preces. Filiación, fraternidad: es un gran don de Dios la realidad de la unidad de la Obra. Y dando gracias al Señor en este aniversario doble, también te damos gracias, Señor, por la unidad. Y damos gracias a nuestro Padre. Ciertamente a la Santísima Virgen, por la que nos vienen todas las gracias, incluida la de la vocación, la gracia de la misma Obra de Dios, querida por Dios, puesta en acto por la voluntad de Dios en nuestro Padre, pero –como toda gracia– con la intercesión de Nuestra Madre Santa María, que es Madre del Opus Dei, Reina del Opus Dei.

Y gracias a nuestro Padre como instrumento fiel. Que, desde el primer momento y ya antes, cuando barruntaba, cuando sentía, presentía, ese querer de Dios sin saber lo que era, puso todos los medios; y después todos los medios para sacar la Obra adelante en momentos tan difíciles... A través de una guerra tremenda, con poca gente, teniendo que recomenzar desde el principio hasta materialmente. Siempre fiel.

Aquí, junto a sus restos, vamos a darle muchas gracias a nuestro Padre en este día especialmente por su fidelidad, por cómo supo poner todos los medios de oración, de trabajo, de mortificación, de impulso apostólico para sacar la Obra adelante, para sacarnos adelante a nosotros. Quizá en ocasiones pensamos: ¿qué sería de mi vida si yo no hubiera sido de la Obra? Quizá en alguna ocasión somos tan tontos que podemos pensar que sería una cosa estupenda, pero sería en cualquier caso un desastre comparado con lo que somos ahora. Por dificultades que podamos encontrar, por experiencia que tengamos de nuestros límites..., te damos gracias, Señor, por la Obra, por la sección de mujeres, por los sacerdotes, te damos gracias por nuestra vocación personal, porque es un don inmenso, un don inmenso. Gratias tibi Deus, gratias tibi! Que sea hoy un día en que esta conciencia, esta seguridad, de estar llenos del amor de Dios, del don de Dios, de la llamada de Dios, nos mueva a una acción de gracias más intensa; no solo con palabras: también con palabras, pero sobre todo con la actitud del alma, con la alegría de sabernos amados por Dios, elegidos por Dios. Por tanto, no fundando esta alegría nuestra en nuestras virtudes, en nuestra capacidad, sino en el don de Dios.

Unidad: hombres, mujeres, sacerdotes, laicos; cada uno en su sitio, pero todos con la misma vocación, con la misma misión apostólica, con el mismo espíritu. Una unidad que hemos de vivir siendo familia, siendo familia... Por tanto, esa unidad es una unidad –como toda unidad verdadera, humana– fundamentada en la caridad. Cuántas veces nuestro Padre insistía y nos decía con fuerza ese: «¡Que os queráis, que os queráis!»2. Y algunas veces recordaba unas palabras de san Juan en una de sus epístolas, cuando afirma: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida en que amamos a los hermanos»3. Es un eco de las palabras del Señor, del mandamiento nuevo: «Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado»4.

Habiendo recibido el tesoro de la Obra en nuestras manos, depende de cada uno de nosotros que este tesoro se mantenga: fructifique en tantas almas y se mantenga fiel a lo largo de los tiempos. Y depende también, lógicamente, de que mantengamos algo tan esencial como es el aire de familia, el cariño, la caridad y la unidad. Escuchamos a san Pablo cuando escribe a los Efesios –y nos lo dice a nosotros también–, cuando estaba ya prisionero: «Os ruego yo, el prisionero por el Señor, que viváis solícitos para conservar la unidad de espíritu con el vínculo de la paz, siendo un solo cuerpo y un solo espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación»5. La vocación nos lleva a vivir con una gran esperanza y nos mueve precisamente a la unidad. A una unidad en torno al Señor, que es quien nos da la capacidad de querer de verdad a los demás, sin distinciones. Es la fuerza que nos mueve a promover siempre lo que une y a rechazar lo que separa. Recordamos también cómo nuestro Padre quiso poner en el oratorio del Consejo aquí en Roma, en Villa Tevere, esas palabras del Señor: «Consummati in unum»6. Y comentaba: «Todos con Jesucristo somos una sola cosa»7. Es un día estupendo, hoy, para pedir al Señor que nos sintamos una sola cosa, y que nos comportemos en consecuencia. Que todo lo de los demás sea muy nuestro; no permitamos que nadie en Casa sienta la amargura de la indiferencia. Y que nunca seamos tan tontos de sentir una indiferencia que no existe hacia nosotros, porque nos quieren y nos comprenden, al igual que nosotros procuramos comprender y querer a los demás.

Ut omnes unum sint! Una unidad que es de familia, pero una familia abierta, que quiere desarrollarse, que quiere crecer. Por tanto, es una unidad que se desborda continuamente en afán apostólico. El Señor quiso que la Obra, tanto en el año 28 como en el año 30 –y de algún modo también en el 43, pero muy especialmente en el 28 y el 30– quiso que naciera en momentos muy difíciles para la humanidad –concretamente para España, donde quiso que naciese la Obra, aunque ya con un espíritu, con una realidad universal. Momentos difíciles. Y no nos tenemos nunca que asustar por estos momentos. La situación actual también es difícil. Siempre habrá dificultades: para la labor, en un sitio o en otro, dificultades personales nuestras también, pero no nos tenemos nunca que asustar, ni mucho menos desalentar o desanimar por las dificultades que la Obra, que nosotros, cada uno personalmente, encontremos en nuestra vida personal, en la labor apostólica, en nuestro trabajo. Al conocer tantas situaciones difíciles –también tragedias en el mundo, como hay actualmente y las ha habido siempre, de un modo o de otro–, no las veamos nunca como algo ajeno. Terremotos, guerras, persecuciones. Todo es nuestro, todo es nuestro. Y eso no nos mueve al desaliento, sino a la oración, a intensificar nuestra unión con el Señor, nuestro afán de almas, a desagraviar, a rezar... Y siempre con alegría, sin perder la esperanza. Sabiendo que tendremos siempre la gran arma de la oración. La gran arma del trabajo convertido en oración. La gran arma del Deus nobiscum, que Dios está con nosotros siempre. El arma de la oración para hacer la Obra. Tantas veces lo hemos recordado –como con mucha frecuencia decía nuestro Padre–, no tenemos otra arma que la oración para hacer la Obra. Por eso hoy también es un día para que, sintiendo la gozosa responsabilidad de hacer el Opus Dei cada uno en nuestra vida personal, veamos cómo estamos usando esa arma, la única que tenemos: la oración. Sabiendo, además, que la oración tiene que ser también oración de los sentidos, espíritu de penitencia, mortificación. No es una simple coincidencia, sino que es providencia de Dios –lo sabemos bien–, que el Señor quisiera poner en la Obra el sello de la Santa Cruz, ese 14 de febrero del año 43. Conocemos cómo nuestro Padre, desde el principio, se mortificó mucho para sacar adelante la Obra, con unas mortificaciones muy fuertes, tan fuertes que decía que nosotros no debíamos hacer tanto, pero sí que tenía que permanecer el espíritu, la mortificación constante en lo pequeño y ordinario.

La primera lectura de la Misa de hoy, del libro del Eclesiástico, recoge unas palabras atribuidas a la sabiduría de Dios –proféticamente se refieren a la Virgen y la Iglesia así lo aplica en la liturgia–: «Yo soy la madre del amor hermoso... y la madre de la santa esperanza»8. Y sí, hemos de tener esperanza pensando en la Obra, pensando en el mundo, también en las dificultades que hay en todas partes. Llenos de esperanza, acudiendo a la Virgen que es Madre de la Esperanza porque es Madre de Cristo, y Él es nuestra esperanza. Nuestra esperanza no está puesta en nuestras fuerzas, en nuestros medios, está puesta en el Señor, porque Él es nuestra esperanza. Y la Virgen es la Madre de la Esperanza, la Madre de Cristo, Madre Nuestra.

Dios es el fundamento de nuestra esperanza, Cristo Señor nuestro. La esperanza para cada uno de nosotros de ser fieles, de ser santos, de llegar a lo que el Señor quiere que seamos: santos de verdad. Tantas veces la experiencia de nuestros límites, de nuestros defectos, nos puede hacer pensar –si no de un modo explícito, sí como actitud de fondo– que es una meta bonita, pero santos, santos, no vamos a llegar a ser nunca. Y estamos equivocados, porque en el Cielo solo entran los santos –quizá a través del purgatorio–, pero tenemos que ser santos, lo quiere el Señor, nos da los medios, esta es su voluntad. No nos desalentemos nunca por nuestros límites personales. Podemos decir –no con un acto de soberbia, sino de confianza en el Señor– lo mismo que los apóstoles: «Possumus!»9, podemos, puedo. Cada uno de nosotros podemos decir: Señor, ¡puedo ser santo! Cada una de vosotras puede decir: ¡Puedo ser santa! Voy a ser santa porque Dios lo quiere, porque me ha dado los medios, porque la santidad no va a consistir en llegar al final de la vida siendo «de museo», sin defecto alguno. Tendremos defectos, pero podemos crecer siempre en el amor. Nuestro Padre nos decía que santo es el que lucha. Podemos llegar a cumplir lo que el Señor ha querido con la Obra: nuestra santidad, la de tantas personas, también a través de nuestra labor, de nuestro trabajo.

Esperanza de ser santos y también esperanza para el mundo, esperanza apostólica. Tenemos una tarea inmensa por delante, y tienen que resonar en nuestra mente, muy frecuentemente, esas palabras de nuestro Padre: «el cielo está empeñado en que la Obra se realice»10. Cuando experimentemos las dificultades: el cielo está empeñado en que se realice. Y nosotros también, Señor, queremos estar empeñados. En primer lugar, con nuestra fe, con nuestra esperanza. Esa fe de la que nos habla con estas palabras san Pablo –y nuestro Padre quiso hasta grabarlas en piedra en una de las puertas de estos edificios–: «Semper, scientes quod labor vester non est inanis in Domino»11, hemos de estar siempre convencidos de que nuestro trabajo nunca es inútil ante Dios, que nada se pierde –también lo decía así nuestro Padre–, nada se pierde. Que tengamos esperanza.

Vamos a pedir a la Virgen, por intercesión de nuestro Padre, que seamos gente de esperanza, que no nos desanimemos. Y con san Pablo rezamos así: «Que el Dios de la esperanza os colme de toda alegría y paz en la fe, para que abundéis en la esperanza con la fuerza del Espíritu Santo»12. Es una oración que hacemos nuestra. El Dios de la esperanza: Dios es Dios de la esperanza, el que nos da la esperanza, Él es nuestra esperanza. No son nuestros méritos, nuestras virtudes; es el Señor nuestra esperanza. Que el Dios de la esperanza nos colme de toda alegría –se lo pedimos así–, que nos llene de toda alegría y de paz en la fe, en la seguridad, con la fuerza del Espíritu Santo. Alegría y paz, gaudium cum pace, gaudium cum pace... Te lo pedimos Señor, por intercesión de nuestro Padre, hoy, ahora, para nosotros, para todas nuestras hermanas, para todos nuestros hermanos: la alegría y la paz. Una alegría y paz fundamentadas en el Señor, en la Virgen, que es Madre de la Santa Esperanza.

Y ella es –lo leemos también este texto de la primera lectura– esa Mater pulchrae dilectionis, Madre del Amor Hermoso. Pero añade el texto sagrado que es también Madre del dolor. Un amor hermoso que va unido al dolor. Y el Evangelio de la Misa es ese episodio en el que el Señor se queda en el Templo sin avisar a la Virgen y a san José. Al llegar el momento de retirarse, pensaban que el Niño –ya con 12 años– estaría con amigos dentro de la caravana, pero no lo encuentran. Empiezan a buscar y no lo encuentran en ningún sitio. Tres días buscando. Tantas veces lo hemos meditado así. Y cuando lo encuentran la Virgen se queda sorprendida: «¿Por qué nos has hecho esto?»13. Porque lo encuentran y no es que se hubiera perdido, sino que se había quedado porque había querido quedarse allí, tan tranquilo. Y ante esa pregunta, la respuesta es todavía más incomprensible: «¿Por qué me buscabais?»14. Y el Evangelio lo dice claramente: la Virgen y San José no entendieron al Señor15. Nosotros, Señor, hoy te pedimos también que no nos extrañe no entenderte a veces. Cuando no entendamos la providencia del Señor –tus planes, lo que sucede en el mundo, lo que pasa en nuestra propia vida–, que hagamos como la Virgen: transformar eso en motivo de oración16, en amor. Amar lo que no entendemos. Ella, como es Madre del Amor hermoso, nos enseña a amar también sin entender. Porque entonces se alcanza un conocimiento más grande. Decía nuestro Padre –lo recordaréis bien– que «el amor es sapientísimo»17. Y cuando amamos, acabamos entendiendo, con un entender que quizá no es un entender puramente intelectual, pero es un entender de sintonía espiritual. Estamos en sintonía con Dios, aunque no entendamos. Y es una gran sabiduría estar en sintonía con los planes de Dios cuando no los entendemos. Madre nuestra, Madre del Amor Hermoso, ayúdanos a tener ese amor que nos haga entender, tener un entendimiento que nos lleve a no desconcertarnos, a no inquietarnos por lo que no acabamos de entender, por lo que humanamente nos desconcierte inicialmente.

Madre del Amor Hermoso, ayúdanos también a querer, a que nuestro amor sea hermoso, que sea un amor sacrificado, un amor que nos llene de alegría, que se vuelque en fraternidad, en comprensión, en espíritu de servicio. Ese amor hermoso –Madre nuestra, nos lo tienes que conseguir tú– que aumente cada vez más, que nos lo conceda el Señor, el Espíritu Santo. Un amor hermoso que nos lleve a comprender más, también a perdonar, que llegue –tantas veces lo hemos considerado así en nuestra vida– el momento en que no necesitemos perdonar porque nunca nos sintamos ofendidos. Por tanto, que queramos a los demás, que no nos sintamos ofendidos. Lo decía así nuestro Padre, lo recordáis bien, cuando aseguraba: «yo no he necesitado aprender a perdonar porque el Señor me ha enseñado a querer»18.

Señor, te pedimos, por intercesión de nuestro Padre, que nos enseñes a querer, que la Virgen Santísima nos consiga del Señor ese amor hermoso que es fraternidad, que es entrega, que no es sensiblería, sino espíritu de servicio, que es sentir de verdad las necesidades ajenas como nuestras. Madre Nuestra, Madre de la Santa Esperanza, Madre del Amor Hermoso, llénanos a nosotros, como don de Dios, cada vez más, con una esperanza grande y con un amor muy hermoso, que nos lleve a estar muy contentos siempre dándonos a los demás, sacrificándonos por los demás.

1 San Josemaría, Via Crucis, 6.ª Estación, pto 4.
2 Id., Forja, 454.
3 1Jn 3, 14.
4 Jn 13, 34.
5 Cfr. Ef 4, 1-4.
6 Jn 17, 23.
7 San Josemaría, Carta 29-IX-1957, n. 83.
8 Cfr. Si 24, 18.
9 Mt 20, 22.
10 San Josemaría, Instrucción, 19-III-1934, n. 47.
11 1Co 15, 58 (“Sabiendo que en el Señor vuestro trabajo no es vano”).
12 Rm 15, 13.
13 Lc 2, 48.
14 Lc 2, 49.
15 Cfr. Lc 2, 50.
16 Cfr. Lc 2, 51.
17 Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá (Entrevista con Salvador Bernal), Rialp, 2.ª ed. Madrid 2000, p. 261.
18 San Josemaría, Surco, 804.