Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ha concluido hace poco en la basílica de San Pedro la celebración eucarística con la cual hemos dado inicio a la Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos. Los padres sinodales provenientes de todas las partes del mundo y reunidos en torno al sucesor de Pedro, reflexionarán durante tres semanas sobre la vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en la sociedad, para lograr un atento discernimiento espiritual y pastoral.
Tendremos la mirada fija en Jesús para individuar, basándonos en sus enseñanzas de verdad y de misericordia, los caminos más oportunos para un compromiso adecuado de la Iglesia con las familias y para las familias de manera que el plan original del Creador para el hombre y la mujer pueda realizarse y obrar en toda su belleza y fuerza en el mundo de hoy.
La liturgia de este domingo propone justamente el texto fundamental del Libro del Génesis, sobre la complementariedad y reciprocidad entre el hombre y la mujer (cf. Gn 2, 18-24). Por eso –dice la Biblia– abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne, es decir, una sola vida, una sola existencia (cf. Gn 2, 24). En tal unidad los cónyuges transmiten la vida a los nuevos seres humanos: se convierten en padres. Participan de la potencia creadora de Dios mismo.
Pero, ¡atención! Dios es amor y se participa de su obra cuando se ama con Él y como Él. Con tal finalidad –dice san Pablo– el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rm 5, 5). Y este es también el amor donado a los esposos en el sacramento del matrimonio.
Es el amor que alimenta su relación a través de alegrías y dolores, momentos serenos y difíciles.
Es el amor que suscita el deseo de generar hijos, de esperarlos, acogerlos, criarlos, educarlos.
Es el mismo amor que, en el Evangelio de hoy, Jesús manifiesta a los niños: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios» (Mc 10, 14).
Pidamos hoy al Señor que todos los padres y los educadores del mundo, como también la sociedad entera, sean instrumentos de la acogida y el amor con el cual Jesús abraza a los más pequeños.
Él mira sus corazones con la ternura y la diligencia de un padre y al mismo tiempo de una madre.
Pienso en tantos niños hambrientos, abandonados, explotados, obligados a la guerra, rechazados. Es doloroso ver las imágenes de niños infelices, con la mirada perdida, que huyen de la pobreza y los conflictos, que llaman a nuestras puertas y a nuestros corazones implorando ayuda.
Que el Señor nos ayude a no ser una sociedad-fortaleza, sino una sociedad-familia, capaces de acoger con reglas adecuadas, pero acoger, acoger siempre, con amor.
Os invito a sostener con la oración los trabajos del Sínodo, para que el Espíritu Santo vuelva a los padres sinodales plenamente dóciles a sus inspiraciones.
Invocamos la materna intercesión de la Virgen María, uniéndonos espiritualmente a quienes en este momento, en el Santuario de Pompeya, recitan la «Súplica a la Virgen del Rosario».