AUDIENCIA GENERAL.
Miércoles 26 de noviembre de 2014

La Iglesia germen del Reino de los Cielos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Un mal día, pero vosotros sois valientes, ¡felicitaciones! Esperamos poder rezar juntos hoy.

El Concilio Vaticano II, al presentar la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo, tenía bien presente una verdad fundamental, que jamás hay que olvidar: la Iglesia no es una realidad estática, inmóvil, con un fin en sí misma, sino que está continuamente en camino en la historia, hacia la meta última y maravillosa que es el Reino de los cielos, del cual la Iglesia en la tierra es el germen y el inicio (cf. Conc. ecum. Vat. II, const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 5). Cuando nos dirigimos hacia este horizonte, nos damos cuenta de que nuestra imaginación se detiene, revelándose apenas capaz de intuir el esplendor del misterio que supera nuestros sentidos. Y surgen espontáneas en nosotros algunas preguntas: ¿cuándo tendrá lugar este pasaje final? ¿Cómo será la nueva dimensión en la que entrará la Iglesia? ¿Qué será entonces de la humanidad? ¿Y de la creación que nos rodea? Pero estas preguntas no son nuevas, ya las habían hecho los discípulos a Jesús en su tiempo: "¿Cuándo sucederá esto? ¿Cuándo será el triunfo del Espíritu sobre la creación, sobre lo creado, sobre todo...". Son preguntas humanas, preguntas antiguas. También nosotros hacemos estas preguntas.

La constitución conciliar Gaudium et spes, ante estos interrogantes que resuenan desde siempre en el corazón del hombre, afirma: "Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres" (Gaudium et spes, 39). Esta es la meta a la que tiende la Iglesia: es, como dice la Biblia, la "Jerusalén nueva", el "Paraíso". Más que de un lugar, se trata de un "estado" del alma donde nuestras expectativas más profundas se realizarán de modo superabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, llegará a la plena maduración. Al final seremos revestidos por la alegría, la paz y el amor de Dios de modo completo, sin límite alguno, y estaremos cara a cara con Él (cf. 1Co 13, 12). Es hermoso pensar esto, pensar en el cielo. Todos nosotros nos encontraremos allá arriba, todos. Es hermoso, da fuerza al alma.

En esta perspectiva, es hermoso percibir cómo hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia que está en el cielo y la que aún está en camino en la tierra. Quienes ya viven junto a Dios pueden, en efecto, sostenernos e interceder por nosotros, rezar por nosotros. Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer obras buenas, oraciones y la Eucaristía misma para aliviar la tribulación de las almas que están todavía esperando la bienaventuranza final. Sí, porque en la perspectiva cristiana la distinción ya no es entre quien está muerto y quien no lo está aún, sino entre quien está en Cristo y quien no lo está. Este es el elemento determinante, verdaderamente decisivo, para nuestra salvación y para nuestra felicidad.

Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que la realización de este designio maravilloso no puede dejar de afectar incluso a todo lo que nos rodea y que salió del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma de modo explícito, cuando dice que "la creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rm 8, 21). Otros textos usan la imagen de "cielo nuevo" y "tierra nueva" (cf. 2 P 3, 13; Ap 21, 1), en el sentido de que todo el universo será renovado y liberado una vez para siempre de todo indicio de mal y de la muerte misma. Lo que se anuncia, como realización de una transformación que en realidad ya está en acto a partir de la muerte y resurrección de Cristo, es, por lo tanto, una nueva creación; no un aniquilamiento del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino un llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belleza. Este es el designio que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre quiere realizar y está realizando.

Queridos amigos, cuando pensamos en estas realidades estupendas que nos esperan, nos damos cuenta de que pertenecer a la Iglesia es verdaderamente un don maravilloso, que lleva grabada una vocación altísima. Pidamos entonces a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que vigile siempre nuestro camino y que nos ayude a ser, como ella, signo gozoso de confianza y de esperanza en medio de nuestros hermanos.